Cacería – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «cacería». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 22 de junio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

CORONADO IN MEMORIAM

Cacería Necesaria
Según los expertos, uno de los desafíos que afronta el tirador es aprender a dejar trabajar los reflejos de manera que los disparos salgan suaves y sin tirones. Eso ya lo tenía más que trabajado con las horas y horas de prácticas que llevaba ya consumidas. La presa estaba tranquilamente disfrutando de la brisa ajena al peligro que se le iba a presentar en breves instantes. Pacientemente el cazador puso el trípode en el suelo, previamente había elegido el sitio y calibrado el viento, a continuación montó el rifle comprobando que no se encasquillaba el gatillo y que el retroceso funcionaba correctamente, para montar la mirilla en último lugar. El rifle era un Barrett M107A1 semiautomático último modelo, un arma infalible. Se tumbó cuidadosamente en el suelo y dirigió con cuidado el punto de mira a la cabeza de la presa, banggg… el disparó retumbó en el silencio y la cabeza del productor musical estalló como una sandía a la que se le da con una maza, llenando de su asquerosa sangre toda la mesa de la terraza donde se estaba tomando un refrigerio con ese aire de superioridad moral que se creía que tenía al decidir quien iba a sonar y quien no. Tranquilamente volvió a apuntar y un segundo disparo segó la nuez del director de la compañía de discos al que solo le importaba llenarse los bolsillos aunque fuese a costa de publicar asquerosidades que dañaban irreversiblemente el cerebro de la sociedad. Banggg… un tercer disparo se alojó en la mandíbula del crítico musical que compartía mesa con los dos anteriores, ese ya no alababa ninguna guarrada más, ni criticaba tampoco nada sublime, menospreciándolo como si tuviese la potestad de decidir que era bueno y que no. Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos, tres minutos, tres menos, ¿No decían que ese era el tiempo permitido para sonar en las radios comerciales? Pues a ver si ahora ponían la canción que acababa de sonar. Relajadamente el cazador recogió todo y se alejó del lugar como si no fuese la cosa con él, la jornada no había acabado todavía, le faltaban un par de jurados de concursos de cantautor, alguno de concursos de poesía, editores de editoriales tradicionales, presentadores de televisión, quizá algún youtuber y puede que algún o alguna influencer…
La noticia conmocionó a la opinión pública que exigía la pronta captura del justiciero, no por que importasen los muertos, si no porque nadie estaba a salvo de él.
A saber: Tres productores musicales – uno por disco -, dos directores de compañías de discos, tres representantes de artistas, cuatro promotores de eventos musicales, siete críticos musicales, cinco jurados en concursos de cantautor, tres editores “tradicionales”, diez youtubers y/o influencers, seis jurados en concursos de poesía, quince lectores ocasionales en parques, veinticinco oyentes de trap, otros veinticinco oyentes de reguetón, ¡y todo en un sábado!, como le dejen otro día más no deja a nadie vivo.
¿Serán capaces de parar a Coronado antes de que llegue al grupo de escritura?
– ¡Corre Lisensiado, corre, qué este se ha levantado hoy con el pie cambiado –
– Raudo y veloz Santi, raudo y veloz-
Mientras hacía justicia, tarareaba su canción…
Lo noto en el ambiente,
soy el gran enemigo,
irreverente y deslenguado
ácido y corrosivo.
Le escribo a la realidad.
pero la realidad jode,
se prefieren gilipolleces
y cotilleos de amores.
Señalarme por mi humor
es la excusa recurrente,
pero la única verdad
es la cortedad de mente.
¡Qué mala es la puta envidia
porque pienso por mí mismo!
La sociedad prefiere rebaños
y pastar todos juntitos.
Hay deleites en las redes
con lo que está de moda.
A quien se la meten chilla
y a quien se la sacan llora.
Le canto a la realidad
pero la realidad jode,
pues seguid tod@s jodid@s
jodiéndoos en la pose.
Señalarme por mi voz
es la excusa permanente,
cuando falta la razón
aparece la serpiente.
¡Qué mala es la puta envidia
soy la diana de los tiros,
la presa en la cacería
porque pienso por mí mismo!
Soy el gran enemigo
del borreguismo popular,
nunca he sabido poner sonrisas
y mucho menos, adular.
¡Venga disparad, aquí estoy!

(El autor no se hace responsable de las emociones insanas que sus palabras susciten)

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

Igual a la tela de araña soy.
Aguardo día tras día que llegues a mí, tejiendo con hilo de seda la tela en donde más pronto que tarde caerás.
Me visto de raso para ti. Mi suave y mantecosa textura nubla tu cerebro humano dejándole vacío de autonomía.
Ahí en esa cacería apasionada mi brillo permanece ante tu fuerza…
Mi boca te atrapa y, después, crearemos juntos una red de seres diferentes que reprobaron el mundo…

DAVID MERLÁN

—¡Oye!.
—Qué.
—¿Te apetece ir a cazar algunos «Noooos»?
—Pues no se que decir. La verdad es que estoy algo cansado.—contestó desganado su amigo.
— Venga, no seas aburrido, ¡vamos!, te vendrá bien airearte un poco y salir de aquí durante un rato.
Tras unos segundos meditando su respuesta…
— Bueno, vale, pero media docena y nos volvemos, no quiero problemas con el jefe, ¿Estamos?
— Si, si, prometido— respondió alegrándose casi más por su colega que por él mismo.
Una hora más tarde, a las 3:17 am en la carretera secundaria de Riverside…
— ¡Eh, John, mira allí, en el cielo!, ¿Qué coño es esa cosa azul?— Dijo el conductor mientras frenaba en seco en medio de la carretera.
— No tengo ni la menor idea— contestó su acompañante mientras ambos salían del coche.
En ese justo momento, una segunda luz azul apareció de la nada a la derecha de la anterior, y ambas se transformaron en dos formas humanas para la sorpresa y terror de los dos terrícolas.
— Pero… ¿qué carajo es….?
Sin tiempo para reaccionar, aquella forma humanoide hizo materializar una especie de pistola y sin más, disparó contra John vaporizando al instante. Acto seguido apunto a su acompañante.
— Nooooo— gritó éste mientras salía corriendo inútilmente intentando salvar su vida.
Una décima de segundo más tarde, John corría la misma suerte que su amigo, desapareciendo para siempre de la faz de la tierra.
—¡Venga!, Vámonos de aquí.Ya tienes tu media docena de Noooos. Además, ya sabes cómo se pone el jefe si llega y no nos encuentra trabajando.

FÉLIX MELÉNDEZ

HUESO.
En el cielo se derramaban
algodones, tintados.
Charcos de sangre rosa,
pintadas eran las nubes,
sobre la tierra escarlata,
de madrugada.
Los aullidos de perros,
difuminando el nuevo día,
El sol, fino papel
de colores translúcidos,
lucía, acuarelas colgadas
por el horizonte bronco,
esperando que secaran
las luces del día.
Se perdían a lo lejos
los reflejos entre cristales,
los graznidos y sus ecos,
de la última nube;
las bandadas,
de patos y grullas,
sus gritos y grillos
cabalgando sobre la noche oscura,
ecos de caballos hacía el infinito…
Venía él otoño,
la caza, su ruido,
su son, la canción de un tiro,
un eco silbado, acompañado
de voces y carreras, ruidos,
cargado de aullidos, vientos.
Una jauría de quejíos,
de perros esperando desesperados.
Y de dueños
enamorados del encuentro.
El instante de liberación…
Era temprano, muy temprano.
Saludos, voces de hermanos.
En la puerta del bar
se bebía, un nerviosismo
extremo, inquieto.
Las apuestas del día,
las porfías…, los dilemas.
El ruido se multiplicaba
escarbaban y ladraban,
en las perreras
los animales ansiosos,
deseosos de salir fuera, aullando.
Las voces de los dueños,
se escapaban en la noche
tenue tronando,
bajo las farolas del barrio
golpeándose entre los sonidos,
las últimas luces.
Entre perros y coches,
los ecos estallan, sonaban,
resonaban los aullidos.
Comenzaba la temporada de caza.
«Las hojas crujían huyendo,
volando se deshacía la hojarasca.»
El corazón latía fuerte, había bahos
en cada boca abierta.
Los animales olían el aire, el frío,
los remolinos, la escarcha.
Los caminos oscuros
se llenaban de gente la madrugada.
La noche estaba poblada.
¡Yo voy a Valdelaino!
¡yo, a Retamero! yo, empiezo
en las Cortecillas
y termino en Guerrera.
Se batían los campos
con perros, aullidos y polvorera.
«Hueso, el galgo que volaba»
El mejor de la temporada.
Temblaba esperando cazar algo.
El corazón le bombeaba,
y los ojos dilatando sus pupilas,
fijos, no parpadeaban.
Tenía Hueso, marfil el cuerpo,
el alma de libertad.
De plomo los músculos.
Le gustaba correr y correr,
volar y volar, que no tocaba
suelo sus pies, andaba flotando.
volando y volando…
Todo lo olía, todo lo
perfumaba y marcaba.
todo lo olisqueaba,
el rastro buscaba,
su nariz inflamada, rosa.
Todo lo que había lo encontraba…
Tenía Hueso, ojos de águila,
dientes de sabueso, te devolvía
las presas sin magullarlas,
las sostenía, con un beso,
entre los dientes, para soltarlas
de nuevo. Para él, volver a cazar,
era un gran juego.
Tenía Hueso, otro sentido.
Quieto miraba, sobre la rama,
o la retama, esperando al alba,
a la perdiz o codorniz.
Y escuchaba
sobre la noche los ruidos,
que no sonaban, hasta los grillos
cantaban cuando él pasaba silente,
y las ranas croaban imprudentes,
su recital a la luna,
retumbando ecos en la noche,
las camas calientes de las liebres,
olfateaba despertándolas
mirando siempre a saliente,
siempre de frente,
entre los dientes, sables de batalla.
Perdices de revuelo
y torzales bajo el cielo,
se amontonaban en el horizonte,
pintado con trozos de luces,
sangre y fuego.
«De nuevo la vida y la muerte»
Con su juego. Haciéndose
fuerte el débil,
muriendo lo viejo.
Ni más suerte, ni menos.
Ni más fuerte, ni menos.
La vida y su suerte.
La suerte y la muerte.
Lo viejo y lo nuevo.

BENEDICTO PALACIOS

El tiempo que todo lo cura o lo pudre era una condición que aceptaba Pascual a regañadientes por habitar de ordinario en medio de la disyuntiva, ni cura ni desahucio, en lo que se había convertido la convivencia con Josefa. La podían las rutinas, los largos silencios, era como una convivencia vaga. Ambos sin embargo eran conscientes de que estaban a tiempo de poner remedio. Y se pusieron en plan. Una tarde se sentaron frente a frente, hablaron sus dos buenas horas y se decidieron por una separación amistosa. «Me voy una temporada al campo, me llevo el coche, la cocina de butano, dos bombonas y lo que haya en el frigorífico. Y el móvil.»
—Lo encuentro muy justo —resolvió Josefa.
La dijo adiós desde la ventanilla abatida del coche y después con la mano. El campo distaba a una veintena de kilómetros, y la casa donde pensaba habitar había sido hogar de pastores y vaqueros cincuenta o más años atrás. Tendría que hacerse con lo indispensable para sobrevivir en circunstancias adversas. Contaba con ello porque era un hombre mañoso. Ya se las arreglaría.
El camino, estrecho y abarrancado, le exigió hacer con el coche más de una filigrana para no volcar o perder una rueda. La polvareda que dejaba era como un torbellino, una nube de polvo de color pajizo. Algunos animales huían a su paso. Cuando por fin arribó y abrió la puerta de la casa, unas ideas se le iban y otras se le venían, pensando si no había cometido un gran disparate.
Pasó la primera semana arreglando parte de tejado y dos ventanucos útiles para cuando hiciera calor y dejaran pasar el aire, pero innecesarios en aquellas fechas cuando aún no había llegado el verano. Reinaba el silencio. Limpió y colocó y se le echó encima la noche. Noche y amanecida serían los únicos ritmos seguros en medio de aquel desorden, porque de cuando en cuando le llegaban bramidos y aullidos y ninguna música de un pájaro cantaor. Tardó en hacerse a los nuevos sonidos.
Una noche alargó la velada más allá de las doce. Algo se movía en un corralillo cercano. Se puso de pie sobre el poyo de piedra que estaba a la entrada y enchufó con una linterna, pero solo eran sombras, fantasmas que la noche se suele inventar, miedos y trampas, se trataba de eso, del recelo y desconfianza que envuelve a la oscuridad. Durmió mal. Se sentía inseguro. Nadie querría hacerle daño. No tenía enemigos ni estaba mal visto en el pueblo, más bien al contrario por ser persona amable y siempre dispuesta a ofrecerse gratuitamente.
Tardó en dormirse y el sol se presentó tenaz al borde de su cama. Había perdido la noción del lugar. Cuanto le rodeaba le resultaba extraño e insólito. Se sentó pensativo en el poyo de entrada. El silencio era total y todo le parecía recién estrenado, hasta el sol que ahora deambulaba lento. Qué largo se le haría el día.
Revisó los alrededores y descubrió unos rastros frescos sobre la hierba. Eran pisadas humanas. Alguien había merodeado aprovechando la noche. ¿Un furtivo? Las pisadas se perdían enseguida y se dirigían al camino.
Aquel día se acostó temprano e introdujo la alarma del móvil para despertar a las tres. Se alumbró con una linterna y salió a la puerta descalzo. Solo las estrellas le acompañaban. Nunca lo había pensado. ¡Cuántas cosas rescatan al hombre de la soledad! Aguantó un rato dejándose invadir por la pereza de la noche. Y cuando estaba punto de volver a la cama divisó un fuego o unas antorchas. Caían muy lejos. Se puso en guardia y buscó en el cajón de la mesa un cuchillo. Las antorchas, sí eran antorchas, se iban acercando y había un gran alboroto, unos gritos o voces que llamaban al orden. Poco después se oyeron disparos. Empezaba a anunciarse el alba. Candó por si acaso la puerta y se durmió con un cuchillo bajo la almohada.
Josefa se presentó toda preocupada al día siguiente. Se hablaba en el pueblo de un hombre herido. Se alegró infinito de verle tan sano y le abrazó. Se contaba que unos cazadores habían prendido un fuego, disparado y dado muerte a una piara de jabalíes. Y le preguntó si había pasado miedo.
—Miedo no, susto, desconcierto. Por seguridad rescaté de la cocina un cuchillo.
—No te imaginas mi preocupación. Creo que deberías volverte conmigo.
Pascual no respondió. Luego la preguntó si eran muchos los animales muertos.
—No lo sé, en el pueblo se hablaba de una cacería.
—Una cacería pueden ser dos o dos docenas.
Hubo un largo silencio.
—Vuelve, es mejor para ambos. Es tiempo de amor y el rosal del jardín ya está floreciendo.

MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ BLÁZQUEZ

UNA VERDAD IMPEPINABLE.
Anduve pensando hace unos días sobre el tema de la cacería. No pude evitar que apareciera en mis pensamientos, como el crujir de la rodilla al agacharme la palabra Psicopatía. Quizá sea peliagudo, lo sé. Pero la escusa barata, chatarrera y esquizofrénica que manifiestan en su defensa los cazadores para justificar lo que no se puede, en el bar de la esquina, mientras se atiborran de alcohol barato, disfrazado de café y manzanilla, también deja en evidencia a los cuerpos de seguridad ciudadana que, contemplan sin hacer nada, sus escandalosas borracheras antes de la cacería.
Antes de comenzar la matanza indiscriminada, festejan la sangre futura, y tú, que pasas delante de ellos a 7 de la mañana con tus dos perros, como de costumbre, en el paseo matutino, tienes que aguantar su exceso de confianza, cuando serenos, ni te miran a la cara: «esos perros son buenos para cazar, te los compro», «mira que porte», «yo les cortaría el rabo y las orejas, así no se las engancharían en las zarzas» … O aquello de, «tómate un chupito de hierbas con los hombres» mientras se rasca los huevos, tal vez sudorosos y llenos de costra. Primate donde los haya, así son los cazadores del pueblo donde vivo.
La algarabía excitante y eufórica termina 1 hora más tarde en algún coto de caza que obtiene fondos públicos para su mantenimiento, ante la mirada impasible de un par de agentes incrustados en el interior de su coche patrulla. Se ríen contemplando a los borrachos asesinos montarse en sus coches.
Los cazadores se abrazan, allí nos vemos, palmean sus espaldas con fuerza, se suenan los mocos tapando uno de los orificios de primate, y hasta luego. La muerte traicionera se ciñe a sus putrefactas vidas y matan a todo bicho viviente. De vez en cuando sale en la prensa que uno de ellos ha muerto por el tiro de otro, quien sabe si a conciencia por no haber encontrado animales para el sacrificio, o por la psicopatía que llevan dentro.
Los test de psicología, dan risa. Preguntas como estas tratan de discernir la mente enfermiza. Son capaces de escribir lo correcto y responder la verdad en sus cabezas mientras se ríen como si rellenasen una quiniela.
«¿A veces piensas que todo se ha acabado?»
«¿Te sientes triste?»
«¿Crees que los demás hablan mal de ti?»
«¿Usarías el arma en contra de una persona?»
Y ahora van ellos, y responden “” sí a todo””…

JOSÉ ARMANDO BARCELONA BONILLA

REX NEMORENSIS
«Me he escapado. Atrápame. Llévame a mi amo, Zonino, y recibirás un sólido».
El anciano Demetrio acarició con sus dedos la rugosa placa enmohecida y aquellas letras, cinceladas en el hierro a golpes de dolor, humillación y rabia, le quemaron en el alma como carbones encendidos. Muchos años habían pasado desde que consiguió liberarse de la argolla que la mantenía sujeta a su garganta. Huir de la ergástula de Zonino no fue lo más difícil; entonces sus brazos eran poderosos, las ansias de libertad inquebrantables y demasiado frágil el cuello del tracio que los custodiaba. A partir de aquel momento, consumado el crimen, con los perros del amo siguiendo su pista y la perenne amenaza de que alguien pudiera reconocer su condición y apresarlo para hacerse con la recompensa, el templo de la diosa Diana de Nemi constituía la única y lejana posibilidad de supervivencia. Pero para un siervo huido llegar hasta el santuario era en sí mismo todo un reto.
Lo mismo que aquella lejana noche, las estrellas adornaban la cúpula del bosque y una brisa caliente alzaba cabrillas en la superficie del lago, distorsionando el espejo en que se miraba la deidad. El viejo esclavo contempló con aprensión la herida que había dejado en el árbol la rama desgajada. Se sintió cansado, el peso de la culpa doblegaba su fatigada espalda y supo que pronto un nuevo Rex Nemorensis ocuparía su lugar en el templo. La caza estaba llegando a su final.
Un leve crujido en la broza reseca lo sacó del torpor haciéndole apretar con fuerza la empuñadura de su espada. Quizá fuera una piña desprendida de su rama, el paso de algún animal nocturno o la simple acción del viento en el follaje, pero aquella interminable cacería, había modelado con nervio de acero su instinto de presa acorralada. Los fantasmas del pasado acudieron a la convocatoria del miedo y el tiempo se detuvo para escuchar su lamento.
Nunca supo el nombre de su predecesor; cuanto tiempo se entronizó como rey del bosque, ni de qué amo estuvo huyendo. Los siervos son simples instrumentos temporales, herramientas sin alma, aperos sin historia.
Aquella lejana noche, oculto en la espesura, apretando entre sus manos la rama que acababa de arrancar del árbol sagrado que ningún hombre libre puede tocar, olfateó el miedo de su rival. Lo vio encogerse bajo la carga de la amenaza, estrujar con garra crispada el puño de su acero, acechar la oscuridad con ojos de inquietud y supo que la diosa lo había elegido a él, Demetrio, nacido libre como Adastro, el que no rehúye el combate. El tiempo del cazador se había dado.
Cuatro lustros y tres veranos es demasiado tiempo en la vida de un hombre. Todavía más del Rex Nemorensis. Siempre alerta, de noche y de día, invierno y verano, preparado para defenderse y vencer, uno tras otro, a sus rivales, sin importar cuántos, sin importar cuándo. Con la certeza de que el tiempo, inexorable, irá marcando el momento de la sucesión. Antes o después, el menor desfallecimiento, la enfermedad inoportuna o las primeras canas, propiciarán el relevo, la llegada de un nuevo esclavo fugado que lo matará para ocupar su trono.
La hoja del gladio relampagueó al reflejo de un rayo de luna. Sin duda, su brazo todavía era fuerte y los años de lucha le habían dado experiencia y aplomo suficientes para repeler el ataque. Pero decidió ir hacia la luz de las estrellas y alcanzar la libertad.
El nuevo rey del bosque contempló, satisfecho, la sangre que engalanaba el reluciente acero de su espada. Desconocía cómo se llamaba el hombre que descansaba a sus pies, de qué amo había estado huyendo, ni el tiempo que duró su reinado. Pero por encima de todo aquello, lo que aquel siervo asesino ignoraba es que había sido cazador por un instante para convertirse en presa.
La Diana de Nemi esbozó una sonrisa sobre el espejo del lago y la llegada del amanecer agitó la enramada del bosque, que indolente y ajeno a cualquier drama, se preparaba para ser testigo de una nueva cacería.

RAQUEL LÓPEZ

Bestias que cabalgan por las tierras,
bajo el lóbrego cielo y el rumor del viento,
resuenan los caballos galopando como fuertes truenos,
despejando de los muertos su tétrico velo.
Criaturas infames
semejantes a espectros
cabalgando corceles azabaches
erigiendo su imperio.
Cómo buitres jadeantes
adueñándose de las almas
donde pintan con sangre,
los triunfos de sus batallas.
Allá en la noche, sumida en un cielo
de gélido celaje,
aciagos las bestias cabalgan
prestos, a la cacería salvaje.

BEGO RIVERA

La caza
Se habían internado en el bosque con sigilo. Hacía mucho tiempo que la caza estaba prohibida.
Eran un grupo de seis.
Cuando localizaron sus objetivos se mantuvieron en silencio, apuntando sus armas a los diversos animales que ignoraban lo que se cernía a su alrededor.
Varias ráfagas de disparos tronaron en el silencio a la vez.
Los animales huyeron despavoridos en todas direcciones.
Los seis cazadores yacían sin vida resaltando el rojo de su sangre sobre el verdor del bosque.
Diez hombres, encargados de que se cumpliese la ley, recogieron sus armas y dieron media vuelta.
¡ Prohibido cazar!

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Doletea era una oveja muy fea. Su mamá siempre le decía que era una oveja especial, pero ella lo desmentía con la cabeza, sabía perfectamente que lo que la hacía especial no era su belleza, aunque obedecía los consejos de su mamá con gran destreza.
– Dolotea, ¡cariño! Mañana es tu primer día de escuela, irás a clase de la maestra Manuela.
Tendrás que ir sola, ten mucho cuidado cuando vayas por el bosque, si te encuentras a algún lobo escóndete entre la maleza, que no te dé pereza.
– Vale mami, no te preocupes, así lo haré. Los lobos suelen cazar ovejas para comérselas y no quiero ser el almuerzo de ningún lobo malo.
A la mañana siguiente Dolotea se adentró en el bosque, caminando timorata hacia la escuela, mirando a todos lados por si aparecía algún lobo feroz. De repente se detuvo y observo que detrás de un árbol la observaba un lobo relamiéndose. Dolotea se apresuró y se escondió entre la maleza como le había dicho su madre.
El lobo enfureció al no poder encontrarla.
Dolotea, tras un gran lapso de media hora escondida prosiguió su camino hacia la escuela sin más dilación.
Dolotea, la oveja fea llegó a la escuela de la maestra Manuela sana y salva para seguir aprendiendo.+

ROSA ROSANA

ELLA… DIANA
—…Y escribo.
Aún escribo.
Pensando en ella.
¿Sabes? Nunca tuvo celos. Nunca tuvo miedo a perderme.
Hubiera querido que se celara, pillarla, aunque sólo fuera una vez con mi teléfono cerca de su cara. Verla rebuscar en mis bolsillos o en los cajones de mi mesilla. Verla, con mi camisa en sus manos buscando alguna huella. Hubiera querido que me preguntara con quién iba y cuando volvería cuando me ausentaba. Tendría hoy ese recuerdo.
Pero no, nada de eso hacía. Ella no lo necesitaba y no es porque estuviera segura de que yo volvería. Ella era así. ¡Ojalá fuera como ella!
Ella… ¿dónde estará ella? Temo que no vuelva.
Si. Me pilló como a un perro, intentando saber dónde está su presa. Pensaba que yo era el cazador. Soy un puto hombre, ¿acaso no hacemos eso? Husmear, cazar.
Desmontó todas mis armas con la rapidez, la exactitud y precisión de un auténtico profesional. El mejor cazador de todos los tiempos no era un hombre. ¡Cómo pudimos estar tan ciegos! Cómo no pudimos darnos cuenta. Que no hay nada más frio y despiadado que una mujer en la guerra. Las mejores combatientes son féminas. Nos dejaban creer que dominábamos, que liderábamos. Y sonreían mientras nosotros grabábamos muescas.
Hoy, al verme desnudo, me he dado cuenta que mi cuerpo está lleno de ellas. La muy cabrona, la muy perra, las marcó en silencio dándome toda la libertad que yo no quería, pero, eso yo aún no lo sabía.
Ahora me sonrío, sin gracia, al darme cuenta. Quisiera lamer su rastro a cada paso que deja. Quisiera husmear su cuerpo. Quisiera ir con todo mi puto armamento. Hacerle una emboscada y que se muera, entre mis brazos mientras le arranco cada gemido que lleva dentro. Porque tú y yo lo sabemos, cuando conseguimos eso, nos hierve la sangre, se nos afilan los dientes de verlas deshaciéndose. Como si cada poro de sus pieles fuera de sangre que necesitamos beber. ¿Estarás conmigo cuando hoy me pregunto, quién caza a quién? Porque la frialdad que dejan de rastro en el momento que se van, no tiene precio. Ellas saben pagar. Saben lo que es darse. Saben lo que es estar y sobretodo saben que significa marcharse.
«pum…—retumbo en su cerebro, y un nombre: Diana»— Sacudió su cabeza para apartarla.
—Pediré dos cervezas más, creo que esta noche será larga.—Añadió su amigo al levantarse de la mesa para acercarse a la barra, sumido en sus propios pensamientos. Quizá en alguna cacería en la que estuviera inmerso.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

CON LA CABEZA BIEN ALTA
A pesar de lo insólito de la situación, continué corriendo, protegido por las sombras de la noche. No podía dejar de temblar. El frío y el miedo me calaban hasta las entrañas, produciéndome una incómoda y desagradable sensación.
Era mi vida lo que estaba en juego, por lo que entenderán que tomase todas las precauciones posibles. Nadie más debía saber dónde me hallaba ni a dónde me dirigía. Las consecuencias, en el improbable caso de ser descubierto, me conducirían directamente a la muerte.
La única iluminación provenía de una luna en cuarto menguante, tan tenue como pálida, por lo que necesité la ayuda de una antorcha para asegurar cada una de mis zancadas sobre aquel terreno desconocido. Todo cuanto pisaba era blando, húmedo y resbaladizo. No obstante, avanzaba con rapidez entre el denso bosque de siluetas de piedra, testigos mudos del transcurso del tiempo, intentando no tropezar ni perder el equilibrio. Un mal paso y todo acabaría. Los crujidos eran en su mayoría de ramas secas, entremezclados con otros, mucho más huecos y escalofriantes, cuyo origen de sobra conocía. El solo pensamiento de que, en cualquier momento, el suelo pudiera abrirse bajo mis pies y caer dentro de una tumba me paralizaba por completo. Aunque quizá aquel fuese el menor de mis problemas.
Hacía rato que había perdido de vista a mis perseguidores, sin que eso significara que los hubiese despistado. El sigilo era su mayor baza y también lo que más inquietud me causaba. Podían surgir de cualquier sitio y en cualquier momento. Un silencio enloquecedor invadía la madrugada, profanado solo por mis jadeos, el crepitar de la madera ardiendo y el sonido lejano de algún ave nocturna. El olor de aquel lugar llegaba a resultar insoportable. Al aroma de las distintas especies vegetales se le sumaba una nauseabunda mezcla de hedores, producto de la podredumbre, que por momentos me provocaba inevitables arcadas.
Pero lo peor, sin duda, era la niebla, una espesa cortina gaseosa que emanaba del suelo y lo abarcaba todo, dificultando la visión y acentuando por momentos mi desesperación. La fantasmagórica escena que producía aquella capa blanca me aterraba sobremanera al impedirme saber si mis cazadores permanecían latentes y agazapados al otro lado, esperando a surgir de pronto, en el momento preciso. Aunque no los escuchaba, sabía a ciencia cierta que estaban allí, tratando de cobrarse su pieza.
Finalmente, rozando las tres de la madrugada, me detuve exhausto. Agudicé el oído sin conseguir escuchar nada, salvo mi corazón a punto de estallar en mil pedazos. La primera flecha se clavó sin misericordia, atravesando por completo mi pierna derecha. No había comenzado a brotar el hilo se sangre cuando se sucedió una lluvia de letales aguijones procedentes de la nada que se introdujeron como agujas en distintas partes de mi cuerpo. Entonces llegó la definitiva, la más certera, la que me atravesó el corazón. Lo último que consiguieron ver mis ojos fue la temblorosa luz de las antorchas de los que me rodeaban y el rostro de satisfacción de mi cazador mientras se apoyaba sobre la ballesta. Pensar que allí no me encontrarían había sido mi mayor error.
El que parecía el jefe del grupo aproximó la luz del fuego para cerciorarse una vez más. No se les permitía el más mínimo error, debían identificarme con exactitud. Una vez seguro, cogió el hacha que cargaba a sus espaldas y comenzó a asestar golpes una y otra vez. Dividido en trozos, el peso de mi cuerpo repartido entre los cinco miembros del grupo resultaba más fácil de transportar. Debían entregar la pieza, entera o desmembrada, para obtener su recompensa.
Esa noche de sábado el equipo de Oswaldo «el carnicero” acababa de proclamarse vencedor de la quinta edición de La caza de la bestia, el concurso de telerrealidad de más éxito en la televisión mundial. Las normas eran claras: solo instrumentos medievales, veinticuatro horas de plazo, equipos de cinco personas y diez delincuentes a los que dar caza, seleccionados entre destacados asesinos, torturadores, pedófilos, violadores y otras especies a cuál más repugnante. Una vez hubo terminado con el hacha, la imagen de su brazo derecho sosteniendo mi cabeza en alto marcaba la cuota más alta de share, emitida en riguroso directo en los televisores de medio mundo.

SON SONIA

MI DEPORTE FAVORITO…
Mi deporte favorito es la caza “mayor”.
Practico este deporte los sábados noche y se ha convertido en todo un ritual.
Parte del ritual es la versión de Britney Spears de la canción I love rock and roll. Subo el volumen y comienzo a preparar mi uniforme de cazadora. Unos pantalones negros, de vinilo, muy ajustados a mi anatomía. Un top a juego, con escote de vértigo. Botas hasta la rodilla, negras y también ajustadas, con tacones de acero de lo más afilados. Y, lo más importante de todo, mi cinturón negro, donde voy marcando cada pieza cazada.
Las pinturas de guerra también son importantes. Destaco particularmente mis ojos, con sombras negras y plateadas: considero clave la mirada a la hora de tener éxito en la caza. No suelo llevar pintados los labios: prefiero tenerlos listos para atacar.
A lo largo de la noche escucho mentalmente la canción que irá marcando mis movimientos. Su ritmo será la cadencia de mis caderas al caminar, con paso seguro y felino, hacia mi presa, seleccionada tras un detenido escrutinio de las piezas disponibles. Al respecto decir que soy muy exigente y, si no encuentro lo que busco en un coto de caza, me voy al siguiente.
Cuando camino hacia mi presa, la cual ya ha caído hipnotizada por el balanceo de mis caderas mientras me acercaba, la rebaso y sé que su mirada seguirá mis movimientos. Finjo no enterarme de su existencia y espero, segura, a que él dé el siguiente paso, el cual no tardará mucho en producirse.
Nunca fallo.
Cuando se acerca y entabla conversación es vital que el físico quede reforzado por cierto toque interesante; en caso contrario, descarto la pieza y busco otra.
Superados los pasos de elección y ratificación, me hago con mi presa y me la llevo en mi montura, mi descapotable. No me interesa conversar y pongo la música a tope mientras aprieto el acelerador hasta llegar a mi destino, una playa solitaria, lugar en el que, despiadadamente, tomaré posesión de su cuerpo.
No hay palabras. Directamente ataco. Lo agarro por su cabellera con fuerza y lo beso en la boca. Nada de sutilezas. Es un beso hambriento, sediento, avasallador. Es puro fuego el que corre por mis venas y mueve mi cuerpo. No tengo contemplaciones y me deshago de la ropa con rapidez mientras recorro su piel, incendiándola.
Hay algo que no dije y es que mi pantalón tiene abotonadura a ambos lados, con lo cual, puedo quitármelo sin prescindir de mis botas… me gusta devorar a la presa con las botas puestas. Y así lo monto, con mis botas de tacones afilados. Me muevo sobre él, girando mis caderas al ritmo de la música que no deja de sonar. Lo cabalgo hasta la extenuación, hasta que ya no queda más por dar.
Una vez finalizada la posesión de mi presa, la devuelvo enseguida a su hábitat natural y yo me retiro, satisfecha con la caza y con una nueva muesca en mi cinturón.
Hasta el siguiente sábado.

ARCADIO MALLO

JUSTICIA PROPIA
Despertó alertado por los ladridos de los perros. La tormenta, con la que se había dormido, había amainado. Se levantó deprisa. Aquel alboroto en plena madrugada solo tenía un significado. Bajó corriendo al corral y pudo certificar sus sospechas. Los mastines se lamían las heridas y, las ovejas, yacían, agónicas, esparcidas por los alrededores. Las que habían sobrevivo, estarían desorientadas, perdidas por el monte, aunque ya sin peligro para sus vidas. Al rayar el sol, tendría que salir a peinar la zona en busca de cada una de ellas, traerlas de vuelta y trabajar duramente para curar el estrés que acaban de vivir.
Enfundó las botas de cuero, aquellas que le había hecho artesanalmente el zapatero del valle con piel de becerro auténtica. De piel también era aquel chaquetón que se echó a la espalda, por se le sorprendía nuevamente la tormenta. Silbó a los dos mastines, maltrechos todavía, pero que no dudaron a obedecer y se pusieron en camino.
Las huellas estaban frescas todavía, así que no sería complicado seguir el rastro. Andado poco más que un cuarto de hora, encontraron a uno de ellos en un descampado, tranquilo, terminando con una de sus presas. No lo dudó. Apoyó la escopeta en el hombro, apuntó en la oscuridad, mientras ordenaba silencio a los perros que ardían en ansias de volver a batirse en duelo, y disparó.
En el valle los perros ladraron asustados. “Un trueno más”, pensarían los paisanos que lo hubiesen escuchado. Sonó un aullido monte arriba. Luego reinó el silencio. Por la mañana buscaría al resto de las reses. Alguien daría con el cadáver del verdugo y tacharían aquel hecho de cacería atroz, de atentado contra una especie salvaje. Él volvió a la cama, tranquilo, con la seguridad de haber hecho justicia.

IRENE ADLER

LA CACCIA
Memorias de un año sin verano.
El Tiempo, ése juez inexorable y parcial, adjudicaría después una pátina de gloria a los meses de verano de aquel sombrío año de 1816. Una gloria turbia como la ceniza que impregnaba los poemas de Shelley; el genio de Byron; la maternidad fallida de Mary. Sus criaturas nacieron deformes, asistidas en el parto por la lluvia incesante, el granizo turbulento y las tormentas. La luz que alumbraba los cuadros de Turner estaba hecha de una calima sucia como un velo o una mortaja. En todas partes aullaban con cadencia de réquiem, feroces lobos transilvanos.
En 1816 no hubo verano.
Más en ninguna otra parte vino a hacerse notar aquella ausencia, aquel doloso error de la Naturaleza, aquel frío tan similar a un presagio, como en las plácidas riberas del Dniéster, en la pequeña aldea de Pergovistê, dónde por esas fechas me encontraba alojado en casa de las hermanas Gritko.
Igual que otros buscarían después con empeño de sus vidas y sus menguadas haciendas, la luz ambigua y profana que Turner supo rescatar de entre los miedos de aquel singular verano, así buscaba yo en la casona centenaria de las hermanas moldavas, la luz herética y fantástica de otro pintor, más alejado de Dios en la fe y en el tiempo. Tommaso di Rávena, un oscuro discípulo de Piero della Francesca al que un diario de taller adjudicaba la autoría de un fresco en el palazzo Gritko, cuando ésta casona desvencijada y triste todavía era un monasterio ortodoxo. Un fresco que nadie había visto. Una pintura mural sepultada por cal viva y mencionada apenas dos veces en algún documento oficial: la primera, el encargo y los costes detallados en aquel diario de taller; la segunda, en la sentencia de muerte que llevó al pintor del Quattrocento a un final atroz en Campo dei Fiori, siete meses después de haber pintado aquel mural en una pared remota de un monasterio moldavo. La Caccia, lo tituló. La Cacería.
Conocer su final tan espantoso, y quizá profetizado por aquel mural ignoto, me llevó a viajar hasta los misteriosos montes Cárpatos para acercarme al secreto que el desgraciado aprendiz se había llevado a la tumba. Qué se cazaba en el fresco. Quién lo hacía. Por qué. También sus últimos días habían sido horrendos y tremebundos, huyendo sin éxito de los condottieros que cobraron una buena suma por su captura de las autoridades de Urbino. Cazado él también, quizá como algún personaje del fresco. La idea llegó a obsesionarme hasta el punto de que lo abandoné todo con la esperanza de pasar aquel verano en Pergovistê; seducir o sobornar a las añosas hermanas Gritko; asomarme al abismo de La Caccia y regresar a Londres para contárselo al mundo.
La vanidad, como la ambición, es un privilegio de la juventud. Y por ambas pagamos un precio, un peaje, un tributo.
El que se me impuso entonces, aquella forma sustituta del óbolo y que aún hoy sigo adeudando, fue demasiado alto. Pagué con la cordura; con mi alma inmortal; con este frío que nunca me abandona. Quizá si puedo escribir lo que mis ojos presenciaron, la historia detrás de la pared sellada, el secreto monstruoso de Tommaso di Rávena que tanto asustó a las autoridades de Urbino, quizá el frío mordiente que me atenaza desde aquel inhóspito verano de 1816, desaparezca. Quizá sí escribo, relato, recuerdo, dejen de aullar al otro lado de la puerta entornada, los feroces lobos transilvanos. Porque donde el lobo aúlla, la muerte ronda.

RAÚL LEIVA

Sábados
Como cada sábado se encontraban en los refugios, guardando un sigilo religioso. Sus miradas bastaban para entenderse, sus olores estaban disimulados bajo capas de perfumes caros. Cada tanto un pequeño quebrar de ramas casi imperceptible los volvía alerta.
De la nada salió una pequeña sombra, solo un par de ojos expertos podían distinguir esa pieza. Cuando se puso a la luz del sol, la mira implacable la centró entre dos irrefutables coordenadas que trazarían el inevitable destino.
Un solo ojos, un leve movimiento de mecánica de artillería ligera bastarían para romper el silencio y herir de muerte a la criatura que fue alcanzada por los perros como una tétrica coreografía trazada por un loco director de danzas contemporáneas.
Tenían suficientes presas como para regresar al galpón equipado para quitarse el camouflage. Allí se higienizaron de los olores y cambiaron sus ropas. Miraron el resultado de la cacería con satisfacción, sin dudas había sido una tarde fructífera.
Contaron cerca de 20 criaturas, la mayoría niños.
Cuando estaban tomando el acostumbrado whisky, sucedió este diálogo.
—¿Por qué seguimos cazando estos pequeños?
—Por deporte supongo.
—A veces los miro como corren y me dan lástima.
—¡Ehhh! ¿No te estarás ablandando?
—Me dio lástima ver como los perros terminaban con el pequeño a mordidas.
—Y bueno, por eso hay que ser certero en los disparos.
—…
—Tranquilo, los crían para esto. Pensá que si vivieran libres estarían a merced de criatura peores que los perros e incluso peores que nosotros. Por lo menos nosotros terminamos con su vida de mierda de un disparo, y con el dinero que pagamos, contribuimos a las familias para que tengan un refugio y comida de calidad.
—Me cuesta verlo así. Pero bueno…
—Cambiemos de tema. ¿Viste cómo está de grande mi pequeño hijo? —dijo mientras sacaba su billetera.
—A ver.
—¡Mirá! —dijo mientras le mostraba la foto de un cervatillo junto a su mamá.
—¡Es tu vivo reflejo! Te felicito.
—Muchas gracias. Terminemos el trago que se hace tarde para volver.

EFRAÍN DÍAZ

Porque la ficción jamás superará la realidad.
No existe actividad alguna que active los resortes de la adrenalina como cazar seres humanos. Aunque es una actividad prohibida en el mundo civilizado y el asesinato deliberado se paga con cárcel, en el mundo militar y en la guerra hay cazadores y hay presas. Está el cazador y está el cazado.
La guerra de Vietnam produjo muchas víctimas para ambos bandos. Pero también produjo héroes, leyendas y muchas historias que contar. Entre las leyendas se encuentra Carlos Hathcock, francotirador para la infantería de marina de los Estados Unidos, comúnmente conocida como United States Marine Corps.
Hathcock llegó a Vietnam como un simple policía militar. Además de proveer seguridad en los campamentos de guerra, parte de su trabajo era acudir al campo de tiro y practicar. Muy pronto Hathcock dejó demostrado quién era el amo y señor de la puntería certera y el maestro indiscutible de la infiltración y escape. Al ver sus habilidades con el rifle, sus compañeros soldados comenzaron a hacer apuestas, poniendo retos cada vez más difíciles para Hathcock. De una manera u otra, Hathcock los superó uno por uno, saliendo victorioso y con una buena tajada de dinero en el bolsillo.
Habiendo nacido y crecido en las ruralías de Arkansas, de niño aprendió el arte de la cacería. Como todo principiante, comenzó cazando conejos, para luego continuar con jabalíes, venados y culminar con alces. Teniendo los animales los sentidos mucho más desarrollados que los humanos, Hathcock aprendió a moverse como un fantasma. Ser visto, escuchado u olido en el bosque significaba regresar a casa sin comida. Acostarse con el estómago vacío. Era sinónimo de fracaso.
Tan pronto sus superiores se dieron cuenta de sus habilidades, le encomendaron una misión. Debía infiltrarse en el campamento del Viet Cong y matar al general a cargo. Nada desestabiliza más a las tropas que ver a su general muerto.
Carlos tomó su rifle, municiones, su mapa y su brújula y la emprendió en solitario. Estuvo caminando dos días. Ya a dos millas del campamento enemigo, se tiró al suelo y con el sigilo de una serpiente, comenzó a arrastrarse en la maleza. Se arrastró por espacio de ocho horas, pues no podía ser detectado. Si lo descubrían, era hombre muerto. Cuando estaba a unas doscientas yardas del objetivo, montó su rifle y esperó a que el blanco estuviera disponible. Tuvo que esperar unas tres horas más.
El general salió de su tienda. Acababa de despertar de una larga siesta y mientras se estiraba, un raso y solitario disparo rompió el silencio. Lo próximo que vieron los vietnamitas fue a su general cayendo de rodillas con un agujero en el medio de la frente. No tuvo tiempo ni siquiera de cerrar los ojos.
Inmediatamente el campo abierto se llenó de soldados vietnamitas buscando al tirador. Peinaron el campo de arriba a abajo y de lado a lado, pero su búsqueda fue infructuosa. Con el mismo sigilo, calma y paciencia que Hathcock entró a rastras, así mismo salió, en medio del enemigo, sin ser detectado. Luego le encomendaron otras misiones que cumplió sin mayores contratiempos.
Con sus habilidades Hathcock le había causado tanto daño al Viet Cong, que éstos, ni cortos ni perezosos, le pusieron precio a su cabeza. Cuando las recompensas por matar a ciertos soldados americanos oscilaban entre los $800.00 a $2,000.00, la cabeza de Hathcock fue tasada en $10,000.00. Hathcock, orgulloso, presumía que valía por al menos ocho de sus compañeros.
Para neutralizar a Hathcock, el Viet Cong recibió el apoyo de un francotirador vietnamita apodado Cobra. El trabajo de Cobra era simple, cazar a Hathcock.
Cuando Hathcock se enteró de la noticia, agarró su rifle, municiones y salió en su búsqueda. Ambos estaban operando en el mismo terreno y dicho predio era muy pequeño para ambos.
Comenzaron una cacería humana que duró días. Mientras esta cacería se desarrollaba, ambos ejércitos suspendieron hostilidades. Estaban a la expectativa y no querían entorpecer la labor de su francotirador.
Al quinto día de cacería, Hathcock divisó un movimiento de vegetación. No sabía si era un animal de la selva o era el propio Cobra. Con su característico sigilo montó su rifle y observó por la mira. Era Cobra. Tiempo después, contaría Hathcock en una entrevista, ese episodio. Cuando se dio cuenta que era Cobra, Cobra ya lo tenía en la mira. Lo único que salvó a Hathcock de morir ese día, fue el ego de Cobra, que, buscando que Hathcock se diera cuenta de que estaba en la mira, perdió un valioso microsegundo, que le permitió a Hathcock halar primero el gatillo. El tiro de Hathcock fue tan certero que entró por la mira telescópica del rifle de Cobra, entrando por el ojo y destrozándole los sesos. Como trofeo y como prueba del tiro, Hathcock fue hasta el cuerpo sin vida de Cobra y se quedó el rifle.
Ya desesperados, el Viet Cong trajo a una mujer francotiradora. Le llamaban la mujer apache por la crueldad que desplegaba en el campo de combate. Cuando no mataba a sus rehenes, los desollaba vivos. Era una especie de Vlad Tepes moderna. Era cruel y despiadada y tenía muy buena puntería. Hathcock no estaba muy seguro de querer matar a una mujer. La violencia contra la mujer nunca estuvo en sus planes. Sus dudas quedaron disipadas cuando sus compañeros encontraron varios soldados americanos desollados y colgados de unos árboles. Hathcock sabía que el mensaje había sido para él. Sabía que ella lo estaba provocando y ella sabía que tarde o temprano Hathcock saldría tras ella. Y en efecto, esa fue la gota que colmó la copa. Hathcock agarró su rifle, municiones y una vez más salió de cacería, esta vez tras la mujer apache.
Tras varios días de búsqueda en la jungla, Hathcock divisó una patrulla de francotiradores. Estaban a unas ochocientas yardas de distancia. Con toda la calma, paciencia y sigilo, Hathcock montó su rifle y esperó. No podía distinguir a ninguna mujer en la patrulla. No fue hasta que uno de los soldados se apartó del grupo y se puso en cuclillas para orinar, que supo que se trataba de la mujer apache. Ajena a lo que sucedía ochocientas yardas más allá, la mujer recibió un balazo en la cabeza y un segundo balazo en el cuerpo, ya inerte, para asegurarla. Al fin la pesadilla estadounidense había terminado.
Sin la tecnología ni el entrenamiento que los francotiradores tienen hoy, Hathcock no solo terminó con noventa y tres muertes confirmadas, sino que se consumó como un genio de la infiltración y escape. Por sus hazañas recibió múltiples condecoraciones. Murió muchos años después con el lema de siempre «yo no disfruto de matar, disfruto del acecho y la cacería».

GRACIELA PELLAZA

«La ropa estaba tibia.
Como si el cuerpo quedara frío en la cama y el alma se vistiera para salir de cacería.
No todas las mañanas…
Algunas.
Hay días que esas partes tan dispares fusionan y remueven la tierra seca, baldean el patio, leen el diario.
Cuando están así unidas, como gelatina y frutos, circulan en ruedas corrientes, pagan facturas, van al cine y compran leche.
La esencia cuando anda sola, es diferente…Rara. Tiene mucho de lo natal, de raiz; debe ser porque allí había un sol con temperatura media, no quemaba. Solo iba a la escuela, la sopa al mediodía, a la tarde la tarea y sentada bajo la higuera leía a Sandokan en su barco pirata.
Mirabas el cielo y nunca presagiaba tormenta.
Cuando lo ordinario tiene hábito, uno transita el camino de la rutina, como los hermanos, el compañero de trabajo o la vecina. Sin doblez, entero, parecido a el común de los humanos. Fluye en ese rebaño muchas veces sin pastor, balando parecido. ¡No sabes!… Pero no importa. Cuando los años caen encima de los hombros, tienes ese lapso de burbuja donde dudas, detienes el péndulo como si tuvieras las respuestas, y te ríes de esa sabiduría que no existe. Revisas si alguno comprendió el destino, y descubres que apenas improvisamos. ¿Repetiremos la vida?
La ropa estaba tibia.
El alma…
la sustancia ansiosa, se fue de cacería a buscar víveres; para ser sustento. Desnuda. Ya es tan libre que ni se viste.
Tiene maestría, administra las reservas. Trae cosas viejas como ardilla para sostener la casa. Soy su cueva, donde duerme, se ha vuelto sedentaria.
Salgari ya no escribe pero mi alma sabe que Sandokan viaja con su tigre, y hay sopa… y una higuera.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Soy una mujer espectacular!!
Y me merezco alguien como yo, rico por supuesto.
Y fui de cacería. Cazar al hombre más rico para casarme. Cacería, casar. Hay lo dejo!!
Fue fácil, yo mujer espectacular, me moví en los círculos apropiados.
Con veinticinco me case, con un hombre rico.
Todos mis conocidos y amigos sentían envidia,
lo sé.
La noche de bodas me lo dejó muy claro mi marido, no tocaría un euro, yo era solo un florero, el tenia a su amor secreto, yo no me metería.
Yo, mujer espectacular, fui amordada, inmovilizada.
Caí en las garras del cazador.

ANTONICUS EFE

Salió a desayunar la gacela
y se puso bien contenta,
no había leones a la vista
tampoco vio ninguna hiena.
La hierba estaba verde
y se veía bastante fresca,
¡hummm cuanta hermosura,
esa era su amada selva!
En su gozo estaba ella
y en su deleite, pobre ingenua,
detrás de los matorrales
el león pensaba ya en su cena.
Se ve bien sabrosona,
joven, lozana y pizpireta,
y ya hace tiempo que no cato
una carne tan gozosamente prieta.
Los malo es que ahora tengo
yo que trabajar para cazar,
pues a las malditas leonas
se les ocurrió a Australia emigrar.
En un momento de descuido
la gacela se aterrorizó
cuando vio que estaba encima
aquel melenudo león.
¡No me coma, no me coma,
por favor señor león!
¿Y por que voy yo a renunciar
a tan sabrosa ración?
Las leonas se le fueron.
Podría ser su nuevo amor,
usted mi caballeroso melenudo
y yo su joven distracción.
El león rugió de gozo
ante semejante zalamera
y después de seis meses
nació la primera leoncela.

OMAR R LA ROSA

Cacería
Durante milenios la manada había cazado al mismo rebaño, obteniendo de él su sustento diario, el que le permitía subsistir, sin grandes lujos a veces con carencias, pero siempre vivos.
No se sabe si el rebaño era consciente de eso, sabía si que cada tanto alguno de sus miembros perecería para alimentar a la manada, pero en general eran los miembros enfermos o particularmente débiles de la misma los que se sacrificaban, mientras el resto pastaba en relativa tranquilidad, se reproducía sin grandes inconvenientes y, en general la manada se mantenía estable y hasta, eventualmente, crecía.
No mucho, porque cuando la población aumentaba mucho la comida escaseaba…esto hacia que algunos individuos no pudieran alimentarse bien, se pusieran débiles y entonces la manada comía mejor.
Todo funcionaba tan bien como era posible, se podría decir que convivían en un estado de equilibrio dinámico.
Pero un día un miembro de la manada, particularmente afectado por la camada que alimentaba, no pudo soportar que una de sus crías, o varias, pereciera por falta de alimento, cuando había ahí no más a unos pasos, si se quiere, un rebaño rebosante de comida.
En vano trataron de explicarle que así eran las cosas, que para sobrevivir la manada debía tener un cierto número de individuos, justo los que podían subsistir del rebaño.
Pues, si ese era el caso, habría que aumentar el tamaño del rebaño, para que no tuvieran que morir crías como las que acababa de perder.
Pero ¿Cómo?, ellos eran cazadores, y lo único que sabían hacer era cazar.
Pues, entonces habría que cazar mejor. Le parecía inaceptable que, en una temporada de buenos pastos, cuando en el rebaño había pocos individuos débiles, tuvieran que correr tanto para lograr alimento, si es que lograban cazar algo. Porque los individuos sanos del rebaño no eran fáciles de cazar.
Trabajo afanosamente en ello, aun contra la opinión de la mayoría. Por su puesto no lo pudo hacer abiertamente, tuvo que hacerlo disimuladamente, haciendo que la manada hiciera lo que quería, sin que lo supiera. Ya verían todos, cuando la caza fuera abundante, cuánta razón llevaba.
Así paso el tiempo, buscando y encontrando un lugar a donde llevar el rebaño, un lugar cerrado por tres lados, con una sola entrada, salida, donde la manada termino colocándose, de modo que ningún individuo podía abandonar el cautiverio sin pasar por donde ellos estaban, sin convertirse en comida.
Y esto funciono bien, en poco tiempo todas las crías estuvieron bien alimentadas, fuertes, ya no morían y la manada creció, pero no había problema, pues la comida estaba allí, al alcance de la mano. Entonces muchos le agradecieron, pero no todos, siempre había algún desconforme, en general individuos oscos y solitarios, viejos.
La cosa no se veía así desde el rebaño, luego de algún tiempo empezaron a darse cuenta de que algo no andaba bien.
Efectivamente, en algún momento notaron que su número disminuía, que siempre rumiaban los mismos pastos y que la única salida estaba tapada por la manada, y la manada los cazaba.
Como había sido siempre, pero distinto, porque ahora todos eran presas, no solo algunos que, de todos modos estaban ya condenados. Bastaba con acercarse a la manada para ser comido.
Entonces el miedo se apodero del rebaño, dejaron de comer, de beber, solo una idea se instalo en sus mentes, escapar. ¿Pero cómo? Ahí delante estaban sus captores, esperándolos.
Como no podía ser de otra manera, la situación no podía sostenerse en el tiempo, el equilibrio había sido roto. Así fue como una mañana, luego de una noche en vela, cuando los nervios ya no aguantaban más, un individuo del rebaño encaro la salida, no se sabe si consciente o no del futuro, pero sí de que así no podía seguir, y tras él otros hicieron lo mismo.
Como era obvio ese individuo fue cazado inmediatamente, al igual que el segundo, pero el tercero casi escapa. Es que los de la manada estaban muy ocupados con los cadáveres de la caza de los primeros.
Entonces un grupo pequeño, tres o cuatro, ciegos de terror, se lanzaron a la salida y uno cayó, pero tres pasaron y eso fue suficiente, en un instante el rebaños se dio cuenta que podía escapar y se armo una estampida que la manada no pudo controlar.
Fue una carnicería como nunca se había visto, en poco tiempo toda el rebaño había huido, dejando un tendal de cazadores aplastados y muertos, algunos aun con restos del rebaño entre sus dientes.
Pasado el frenesí, cuando la emoción del escape decayó, el rebaño se tranquilizo y, de apoco, retomo su cotidianeidad, volviendo a pastar y pacer como lo había hecho desde los tiempos antiguos.
No muy lejos de allí, los pocos sobrevivientes de la manada, entre ellos aquellos que habían sido expulsados de la misma por no pensar igual que el líder fallecido, observaban la escena. Por un instante habían ignorado la vida, hasta que la vida los ignoro a ellos.
No debían olvidar eso.

IKER YELED

Cuando era pequeño, mi abuelo solía tener costumbre de ir a cazar jabalíes, entre otros animales. También solía ir a pescar al mar o al río. En el mar eran pulpos y peces marinos, de agua salada normalmente. En cambio, y como es natural, cuando pescaba en agua dulce, eran truchas y ese tipo de peces. Además, iba a recoger setas al bosque con algún amigo. Níscalos se llamaban. Quizá aún se nombren de esa manera. Imagino que sí. Son un tipo de hongos que son fáciles de encontrar en los bosques de Europa. Desconozco si existen en otras partes del planeta.
A mí los níscalos me gustaban mucho porque no eran animales. Eran seres vivos de origen vegetal. Por lo tanto, yo no sentía angustia. Sin embargo, con la caza de jabalí, por ejemplo, y de otros animales, me entristecía bastante. Incluso cuando se realizaba la matanza del cerdo en su pueblo, yo sentía mucha empatía por esos animales indefensos, por esos gritos de dolor, de sufrimiento. Sentía miedo del ser humano. Sentía asco y, al mismo tiempo, odio por ese acto tan vil. El maltrato animal me parecía una atrocidad insostenible, un acto muy grave, inhumano.
Actualmente aún lo pienso. Pero comprendo que era otro contexto, en el que la gran mayoría de la población vivía de la ganadería y la agricultura, en zonas de montaña, de interior, o de la pesca, en la costa. Era una costumbre tradicional y una manera de supervivencia que hoy en día no es necesaria en el mundo en el que habitamos por causa de la globalización y la digitalización de la sociedad. Ya no es necesaria (al menos en países y zonas con altos niveles de tecnología desarrollada) para la existencia.
Entonces, una cuestión que se plantea: ¿en la actualidad, es necesaria la cacería o no? Esa es la cuestión… Si queremos respetar el ecosistema del planeta, el hábitat natural del medio ambiente, mantenerlo vivo o no…

IVONNE CORONADO

Una lucha interminable
Las fieras, las serpientes, los mastodontes con cuernos, todos trataban de escaparse. Imposible vencer al humano, provisto con armas letales y trampas inteligentes.
La selva infestada de insectos, el peligro de los pantanos, las fauces devoradoras, los cuernos listos para traspasar los cuerpos, nada detenía a los que soñaban con montones de dinero. Al mismo tiempo, la adrenalina, la aventura, les daba ánimos para seguir la cacería despiadada de esas pobres criaturas que todo lo que querían era seguir viviendo de acuerdo con sus instintos y su naturaleza. ¿Quién era el monstruo, la bestia en ese momento?
No tenían escrúpulos. Dejaban a los rinocerontes agonizando después de quitarles sus cuernos, y algunas veces vendían su carne. Habían mermado las manadas de elefantes por su marfil. Arrasaban todo sin piedad.
Su campamento era cuidado noche y día. En la noche plena de gritos de simios, estridencia de insectos, y rugidos de animales enjaulados, todo parecía normal para los profanadores de la selva. Todos los cazadores furtivos estaban armados y eran peligrosos, rápido con los gatillos.
Pero esa noche, unas siluetas se deslizaban con sigilo. Felizmente, la noche era una noche cerrada, sin luna, sin estrellas.
El primero en caer fue el vigía. Noqueado, amarrado, amordazado.
Los cuchillos rasgaron las tiendas. Los que se despertaron, lucharon. Invasores e invadidos dejaron su sangre por el suelo, pero la derrota de los depredadores era de esperarse. Los invasores que entraban a derrotar a esos temidos cazadores ilegales tenían un estímulo muy grande: salvar, proteger. Estaban bien entrenados y luchaban por lo que creían justo, salvar las bestias de su extinción a causa de la codicia.
Las jaulas fueron abiertas una vez en el refugio. Las bestias salieron.
Las “otras bestias” fueron a la cárcel.
Los paladines de la lucha por el respeto a la selva y sus habitantes sabían que no se terminaba aún esta batalla, pero no bajarían los brazos.

GUILLERMO ARQUILLOS

La caza
El cazador se internó en la selva. El paso del río, que estaba vigilado, era el único que se podía utilizar en varios kilómetros a la redonda. No había tiempo que perder: debía entregar la presa viva a su cliente antes de la puesta del sol.
Después de haber cumplido decenas de encargos extravagantes, uno más carecía de importancia. Él era un profesional, el mejor. Por eso lo buscaban los hombres más ricos del Brasil y nunca le faltaba trabajo. Si todo salía bien, podría retirarse a un pueblo tranquilo. Ya estaba harto del peligro que suponían los animales y los aborígenes. Si lo atrapaban se lo terminarían comiendo, como ya habían hecho con algún conocido.
Cuando el guardia se alejó de su puesto solitario en la ribera, el cazador cruzó sobre las maderas inestables, bebió un poco de su cantimplora y continuó su camino, apartando la maleza, fijándose con cuidado dónde ponía el pie. Llevaba los ojos muy abiertos y los oídos atentos a cualquier indicio de peligro. En la selva, casi todas las amenazas acababan de la peor manera posible.
Siete horas después, cuando llegó a la hacienda, los camareros estaban ocupados; el propietario, el señor Harris, agasajaba a sus invitados con buena comida, excelentes vinos y música selecta.
Pero quien se presentó en la mansión fue el guarda, no el cazador. Llegó corriendo, nervioso, temblando. Los empleados lo condujeron al pabellón sur, el más alejado, y avisaron al señor.
Harris, que venía con un ayudante, traía las cejas arrugadas y las manos en la espalda. Apretaba con fuerza los labios.
—De modo que ha abandonado su puesto y ha venido hasta aquí —le dijo con desprecio.
—Efectivamente, señor.
El guardia agarraba su gorra con ambas manos. Tenía los hombros caídos y estaba sudando.
—Yo había enviado un hombre. ¿Qué sabe de él?
—Fue horrible, señor.
—¿Horrible?
—Espantoso. Sí, señor, ya lo creo. Espantoso. —Tragó un poco de saliva—. Desde la orilla de enfrente, aquel hombre me gritó que usted lo había contratado. Quería que me acercara deprisa con la barca para regresar porque estaba herido en una pierna.
—¿Herido? —Harris levantó las cejas.
—Oh, sí, señor. Ya lo creo. —Volvió a tragar saliva—. Oí mucho ruido: eran los aborígenes que lo estaban persiguiendo. —Hizo una pausa—. Lo estaban cazando.
Durante un momento Harris pareció reflexionar. Pero el guarda volvió a hablar:
—Usted sabe que las leyes prohíben ciertas cazas en la selva. Son ilegales, señor. Yo tengo un sueldo miserable, señor Harris, y debo mantener a mi mujer y a mis dos chavales. —Sonrió—. Ya se imagina usted lo mal que lo pasamos…
Harris asintió con lentitud, sin dejar de mirarlo a los ojos. El guardia, de repente, cambió el gesto de su cara.
—Vi cómo los salvajes lo cazaron. Me pedía ayuda, me suplicaba, pero yo no podía socorrerlo sin poner mi vida en peligro. —El guarda hablaba ahora sin prisa. —De pronto se oyó un grito horrible y lo acribillaron decenas de flechas. Arrastraron su cuerpo muerto entre la maleza, como si fuera un animal. Si no cruzaron el agua a por mí, fue porque conocen bien que la magia de nuestros palos de fuego es invencible.
Harris quedó pensativo unos instantes.
—Vaya —dijo sin alterar su rostro. —A estas horas lo estarán devorando.
Al guarda se le iluminó el rostro cuando dijo:
—En fin, señor. Espero que se acuerde de que usted le encargó algo ilegal. Algo muy grave, y yo tengo familia…
Harris torció la boca en una mueca que simulaba ser una sonrisa:
—Es cierto… Bien, bien… No hay nada que no pueda arreglarse con un poco de comprensión ¿No le parece?
—Oh, sí, señor, ya lo creo. Un poco de comprensión resolverá todo este asunto. El comandante Dos Santos no debe enterarse de nada. ¿Sabe? —Sonreía con los labios un poco torcidos—. El comandante siempre nos insiste en la importancia de las leyes.
—Bien, bien… Ahora debo ausentarme unos minutos —dijo Harris—. Estaré de regreso en cuanto me sea posible. —Miró a su empleado. —Alessandro, por favor, acompaña a este caballero hasta mi vuelta.
Y se fue con paso decidido.
Mientras esperaba, el guarda se sentó y fue recorriendo el salón con la mirada. Nunca había visto tanta riqueza. A los maravillosos cortinajes, mármoles, cuadros, lámparas y espejos había que añadir el fabuloso jardín que se veía a través de los ventanales. Estaba muy cuidado. Al fondo, se divisaba lo que parecía ser un laberinto vegetal y una especie de enorme bosque. Todo aquello, dentro de los muros de la hacienda.
Pasó un buen rato, quizá media hora. Alessandro sonreía y ambos permanecían en silencio.
De repente, Harris regresó con dos amigos. Uno de ellos era un desconocido. El guardia puso cara de asombro mientras se incorporaba: junto a Harris venía también el comandante Dos Santos, su superior.
Se cuadró. Dos Santos sonrió y le hizo un gesto desganado parecido a un saludo militar.
—Alessandro, por favor —dijo Harris—, ¿puedes traer el material?
—Ahora mismo, señor —contestó.
—Bien, caballero, creo que es conveniente que conozca la situación con detalle —dijo Harris.
El funcionario arrugó la frente y apretó un poco los labios.
—El hecho de que usted haya llegado a mi hacienda y haya visto lo que ha sucedido con el cazador, nos coloca, a mis amigos y a mí, en una situación, digamos… incómoda.
Alessandro volvió a entrar en la sala. Traía varios arcos como los que usaban los nativos, con unas cuantas flechas.
—El encargo que tenía el cazador era traer vivo a un salvaje —sonrió Harris—. Esta noche, nosotros tres íbamos a jugar a cazarlo. Lo íbamos a perseguir en mi bosque. Como nos gusta el deporte justo, le daríamos alguna ventaja para que huyera y así luchara por su vida. Estas son nuestras armas: arcos y flechas como las de los nativos. Lo haríamos correr, huir y esconderse durante una hora. Sesenta minutos de cacería, pura diversión. Ahora, fíjese qué contrariedad, viene este imprevisto y nos obliga a cambiar los planes.
Los tres hombres clavaron sus ojos en el rostro del funcionario.
—La verdad es que no tiene importancia porque, de todas formas, nosotros vamos a divertirnos. Por cierto —Harris hizo una pausa—, no admito su chantaje. De ninguna manera. El comandante Dos Santos, aquí presente, está de acuerdo conmigo.
Hizo un gesto con la cabeza hacia el oficial y, con una sonrisa congelada, añadió:
—Le vamos a dar cinco minutos de ventaja, buen hombre. Esto no es una broma. Vamos a por usted. La caza empezará dentro de cinco minutos exactos. Huya. Usted debe luchar por su vida durante una hora.
Y añadió:
—Usted será nuestro trofeo. Va a ser divertido, ya lo verá.
Alessandro abrió una puerta de cristal. El guardia dudó un momento. Entonces salió al jardín y echó a correr hacia los árboles.
Pasaron cinco minutos y Alessandro dijo con solemnidad:
—Señores, hora de cazar.

MÓNICA S. (Моника Сармьенто)

Aún recuerdo aquel día,
en que nos amamos como fieras
Y devoraste mis labios,
Te atragantaste en mis piernas,
Acechaste entre mis senos
Sucumbiste ante mis quejas,
Me cercaste con tus brazos
Y me venciste en la hierba
Aún recuerdo el día,
Aquel en el que me doblegaste,
Cual embravecida jauría
Sin compasión me atacaste,
Rodeándome con calma
Sigiloso, vigilante,
Te abalanzaste en mi cuerpo
Y me ganaste el combate
Nunca olvidaré esa noche,
Noche de bestias salvajes
En que hablabas y rugías,
Al perforar yo tu carne
Con mis garras afiladas,
De hembra en calor, que arde
Que blasfema y te bendice
En la agonía de la tarde
Nunca olvidaré esas horas
En que me hiciste tu presa,
Me marcaste con tus fauces,
Me desgarraste sin pena,
Me volví tu territorio,
Me impediste ser ajena
Nos apareamos con ansia,
Con prisa, con rabia y fuerza
Sé que borraras tus jornadas
De predador solitario hambriento
Que sólo sigue rituales
Cuando busca acoplamiento,
Siguiendo la vieja táctica
de maullidos y lamentos
Mientras tu voz me acorrala
Mientras tu falo esta erecto.
Jamás harás remembranza
De tus tiempos de cortejo
Merodeando en mi manada
Olfateando ya mi celo
Para tenerme dispuesta
Cuando defensa no tengo
Y así ahorrarte el preámbulo
Y copularme sin miedo.
Nunca cruzará por tu mente,
Lo que tu instinto felino
Ha vulnerado mi vida,
Rastreando mi destino
Quedando sucia e impía,
Como pellejo maltrecho,
Como carroña podrida,
Como sangre derramada,
Como osamenta vacía
Como animal ya cazado,
Como esperando la huida,
Como tigresa enjaulada.
Como mujer ya perdida
Como ansiando tu retorno,
Como temiendo tu partida,
Como temiendo tu retorno
Como esperando tu partida.

MANUELA CÁMARA

LA CAZA DE LA ESTRELLA
«Siempre hay algo que nos empuja a seguir adelante, a no rendirnos jamás. A veces es un sueño, otras veces una estrella.» (El Alquimista. Paulo Cohelo)
Era un niño superviviente en el cuerpo de un adulto. Era un niño que se resistía a ser olvidado. Era un niño que soñaba con cazar una estrella. Cada noche equipado con su arco y sus flechas salía al campo. Tomaba una pluma y plasmaba sus historias en campos de papel que meticulosamente guardaba en una caja grande de galletas. El niño anhelaba capturar una de esas luces brillantes que le tenían fascinado, pero pronto se dió cuenta de los problemas y dificultades que se le plantearían en el camino. Se enfrentaba a un crítico interior, a una falta de ideas que lo satisficiera plenamente y a la búsqueda de alguien dispuesto a leer sus escritos. Así, por mucho que lo intentaba, nunca lograba alcanzarlas. Las estrellas estaban demasiado lejos.
Un día, el destino lo condujo a un anciano que, al mirar el brillo en sus ojos, comprendió el sueño que lo impulsaba. El anciano reveló que en su juventud también había anhelado cazar una estrella y había emprendido un viaje a través de libros que abarcaban todos los saberes: poesía, novelas, ensayos. Había intentado el recorrido por el mundo en busca de una forma de alcanzar el espacio donde residen las estrellas. Había consultado manuales y, de los sabios había aprendido técnicas, estructuras, escaletas y a pulir el estilo. Guiado por los magos de las palabras, había desbordado su imaginación, convivido con razas extrañas y había creado grandes historias. Había probado toda clase de artilugios, pero ninguno había funcionado. Al llegar a los cincuenta años, se rindió y regresó a su casa.
El niño le preguntó si no se arrepentía de haber abandonado su sueño. Cuando alguien vive intensamente un sueño y lo abandona, la vida se queda vacía y esa es la auténtica derrota. El anciano le dijo que no, que a lo largo de ese viaje había aprendido innumerables cosas. Sus travesías por los libros le habían permitido vivir mil historias, experimentar mil vidas y contemplar futuros y pasados que había disfrutado plenamente. Había conocido a personas fascinantes, individuos personajes silenciosos pero cruciales en su vida. Le reveló que la caza de la estrella lo había ayudado a descubrir el verdadero mundo y a conocerse a sí mismo.
El niño se fue pensativo. En el intento de cazar una estrella él también había adquirido un sinfín de conocimientos, por ejemplo, había mejorado su enfoque y puntería, logrando concentrarse hábilmente cuando intentaba plasmar sus pensamientos en palabras. Había aprendido a distinguir claramente sus preferencias y destrezas, y desarrollado la paciencia que le permitía escribir y reescribir sin cesar. Su perseverancia se había fortalecido, especialmente cuando se veía abatido por la desolación y otros estados emocionales negativos. Había observado la naturaleza y permitido que esta inundara sus descripciones y paisajes. Y se había hecho amigo de innumerables animales, desde el sarcástico gato de Cheshire hasta los dragones más feroces.
El niño continuó su camino, completó sus estudios, consiguió un trabajo y decidió seguir cazando estrellas, pero con otro objetivo. Poco a poco, fue llenando las estanterías de su habitación con hermosas obras literarias que colocaba junto a las que él mismo había escrito. Ya no anhelaba alcanzarlas, sino acercarse a ellas. No buscaba atraparlas, sino deleitarse con su belleza. No quería poseerlas, sino compartirlas con todos..
La escritura se convirtió en refugio. Cada página escrita era un paso más cerca de las estrellas, una forma de tocar sus destellos efímeros. Y mientras cazaba estrellas simbólicas en la inmensidad de la imaginación, se dio cuenta de que, en su búsqueda constante, había descubierto su propio brillo interior.
Y así siguió cazando estrellas cada noche, con su arco y sus flechas, pero sin dispararlas. Ya solo las señalaba con el dedo y les sonreía.

ARITZ SANCHO MAURI

El señor de los bosques
Una vez hace ya mucho tiempo un señor que habitaba en los bosques. El único talento y pasion que tenía era cazar, pero no era muy afortunado con las mujeres. En la cabaña de enfrente vivía una señorita de rasgos exóticos y con una melena despampanante. El bosquimano como no sabía otra cosa que hacer que cazar, pensaba que si atrapaba a la señorita podría tocar su cabello siempre que quisiera.
Un día el habitante de los bosques cuando se encontraba de cacería se encontró a la señorita alzó su arco y le disparó en el corazón, la llevo a casa y comenzó a tocarle su cabello. A los 11 días el cabello de la señorita se desprendió y ya no pudo volver a acariciarla. Al señor de los bosques le invadió la tristeza que murió en soledad al poco tiempo.

EDUARDO VALENZUELA

Olía a carne chamuscada. El viento le trajo el olor. Esa hediondez agridulce que desprende la carne humana en el fuego le recordó que era perseguido por caníbales. Estaban más cerca de lo que él creía. Su huida no estaba resultando tan efectiva como hubiese querido. De poco habían servido las dos jornadas que llevaba escapando por la selva sin dormir. Ahora, el cansancio, el sueño, lo estaban derrotando.
La “tribu de la luna roja” le estaba dando cacería. Sabía bien lo que harían con él si lo llegaban a agarrar, por eso huía. Huía sin descanso, como alma que lleva el diablo. Ya había cruzado los terrenos pantanosos, infestados de sanguijuelas (esos gusanos negros y gordos que se te incrustan a los muslos o en la piel delgada de las costillas para chuparte la sangre); y ahora se encontraba en plena jungla, que era aún peor.
Por las noches, la selva era un agudo chirriar de millares de insectos que parecían perforar los tímpanos. Los cazadores nocturnos, las tarántulas, los murciélagos, los sapos y los pequeños roedores; salían de sus madrigueras para alimentarse de grillos, cucarachas, escarabajos y toda clase de bichos voladores que intentaban trascender en este mundo apareandose frenéticamente bajo la luz de las estrellas. Vida y muerte sucediéndose, una y otra vez, en un ciclo virtuoso.
Venciendo el sueño se puso en pie. Debía avanzar aprovechando que, de seguro (por el olor), la tribu de la luna roja estaba en pleno acto de devorar a alguien. Su esperanza era llegar hasta el río blanco del sur y cruzarlo, porque al otro lado estaban los restos de la gran ciudad. Él sabía que la tribu ―y, en general, cualquier persona― le temía a esa monstruosa estructura en ruinas, carcomida por la vegetación. Le temían porque las historias contaban que allí estaba el origen del infierno que acabó con el mundo. Algo muy malo tenía que dormir entre esas ruinas ―ahora cubiertas de verde― para lograr auyentar a la tribu de la luna roja.
Al amanecer sintió la humedad del vaho. El río debía estar cerca. Llegaría allí de un momento a otro, pero le costaba gran trabajo avanzar; el suelo estaba tapizado de hojas secas que no permitían ver el embrollo que formaban ―cruzándose de un lado a otro― las retorcidas raíces de los árboles mutantes. Era fácil enredarse y caer, o peor, fracturarse una pierna; y él, sólo tenía una; la otra la había perdido hace ya mucho años y prefería no recordarlo. Con la ayuda de su muleta ―hecha de un añoso trozo de roble― se las arreglaba para avanzar intentando no hacer ruido en la hojarasca.
De pronto, el viento le trajo las voces de la tribu de la luna roja (los sonidos de su lenguaje eran inconfundibles). Se oían muy cerca, al frente y atrás. ¡Debía actuar de prisa!
Se deslizó con habilidad y sigilo hasta una depresión del terreno. Allí, se tendió de espaldas, escondió su cuerpo con hojas secas y se quedó quieto bajo el manto amarillento, como un muerto; atento a cada sonido, sintiendo los latidos de su propio corazón.
Las voces se fueron acercando más y más. Las podía distinguir. Eran tres. Se detuvieron cerca de él. Si hubiese podido, habría dejado de respirar.
En ese instante algo escurridizo rozó su tobillo. Era un cienpiés gigante que, escondido bajo la hojarasca, caminaba por su pantorrilla. Podía sentir la cosquilla del centenar de patitas que se aproximaban a su entrepierna. La mordedura no era mortal, pero sí dolorosa en extremo. Una de las voces dijo:
―Por aquí se oyó algo.
―¿Cómo qué?
―Como si escarbaran entre las hojas. ¡Presten atención! ¡Escuchen!…
El cienpiés se detuvo, pareció sentir la proximidad de le gente de la tribu y huyó, con sus cien patas, de vuelta a la selva.
―¡Miren!… ¿Qué es eso que se asoma entre las hojas?
―Es su muleta.
Lo habian descubierto.
A la noche siguiente se encontró atado frente a la princesa de la tribu de la luna roja. Una gran fogata ardía gigantesca para la ceremonia sagrada. Las guerreras lo habían aseado con fragantes aceites y acicalado con plumas y piedras preciosas. Él era uno de los poquísimos hombres que quedaban vivos en el planeta, la tribu de la luna roja necesitaba un marido para su princesa. Era la ceremonia del casamiento. Debían intentar trascender en este mundo apareandose frenéticamente bajo la luz de las estrellas. Vida y muerte sucediéndose, una y otra vez, en un ciclo virtuoso.

GRISELDA SIERRA

Aullidos nocturnos
Mi abuelo y yo caminábamos por el bosque cuando escuchamos las ráfagas de las balas. Paralizada por el miedo en un primer momento, sentí mi cuerpo estremecer cuando percibí en el aire el olor de la sangre fresca; una mezcla de rabia, impotencia y desazón retumbó en lo profundo de mi ser: una vez más la cacería había comenzado y era preciso volver a casa. Corrimos. Aprovechando la experiencia del abuelo, quien conoce bien los atajos de la espesura, pronto estuvimos a salvo y no hubo necesidad de que la manada saliera a buscarnos, poniendo su vida en peligro. Nadie pronunció una sola sílaba; un silencio de dolor y luto transcurrió junto con las horas de la tarde que anhelaban ardientemente el anochecer. Y esa noche, cuando los cazadores se revolvían inquietos en sus camas, los lobos aullamos con un aullido feroz, y a la vez gemebundo y triste, aullamos largamente por aquellas víctimas de la mala suerte que no se levantaron más por sí solas del suelo donde cayeron abatidas por las balas. Los ojos de mi abuelo, siempre brillantes y misteriosos como la luz de la luna llena, permanecieron todo ese tiempo como un fuego apagado; porque él sabe, mi abuelo sabe que todas esas muertes, esos trofeos dolientes y desafortunados, son sólo por placer y diversión.

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

Es el atardecer, Armando está en la playa en plena cacería de la luz. El aire marino mueve su camisa, erguido, está Armando, observando con atención el movimiento impreciso de la luz que necesita para pintarla en sus cuadros de palmeras, arena y gaviotas. El lienzo blanco, junto al caballete, sus pinturas con fórmulas mágicas, pinceles confeccionados por él mismo, combinaciones de colores, serán las armas para atrapar a su presa, que se le escapa. Armando la quiere pintar y espera sigilosamente el momento para emprender la cacería de la luz.
—Como te quiero alcanzar y no te dejas atrapar.
Así pasan las horas, hasta que no la ve más, pues se ha ido a fundir con la noche oscura.
Armando, espera cazar al espíritu, que le inspire para encontrar la luz del amanecer en la nueva danza del sol.
En la ceremonia de unión con su ser interno está, el pintor de la luz.
Se propone ir de cacería otra vez y no fallar.
Armando cree haber atrapado a su presa, pero ella se escapa. Son días difíciles para el pintor, días de frustración. De nuevo busca su mundo interior, para ello, se aísla de la humanidad. Pues dice, que la preparación de un cazador de la luz, debe ser muy espiritual, individual y en soledad.
Construye su templo particular, un castillete, cerca del mar, tan solo es una cabaña, con palmas como techo, paredes de troncos, una que otra madera para la escalera, muebles rústicos, construidos con sus manos. Rodeado está el castillete de la más esplendorosa naturaleza. En el horizonte, el mar infinito entre azul y verde, con su oleaje rítmico y sonoro. El fresco verdor de los cocoteros, almendrones y uvas playas, con el cantar de las aves marinas y una que otra bandada de loros multicolores. Allí, encuentra la quietud, para crear las trampas y de nuevo emprender la cacería de la luz.
Armando ha logrado capturarla, en sus lienzos está reflejada. Ha triunfado el cazador de la luz. Pero ese triunfo lo convierte en la víctima por cazar.
Armando, ahora es buscado por varios cazadores.
Alfredo es un amigo, que lo visita en su castillete. Él tiene ojo de águila, ha visto las pinturas de la luz, intuye que son un tesoro por vender.
Alfredo es un gran estudioso del arte pictórico, reconocido en su país por su trayectoria en la cultura. Famoso curador.
Periódicamente, pasa por el castillete de Armando, lo observa pintar, espera, busca la oportunidad y le dice:
—Esas pinturas, son una obra de arte —¿Qué piensas hacer con ellas? A lo que responde el pintor:
—Alfredo, toma la que quieras y luego hablamos.
Alfredo quedaba extasiado al ver las pinturas de Armando, pues no había visto una técnica y una expresión similar. Con difícil elección, lo hizo, tomó una pintura y se marchó.
El pintor de la luz, poco le importaba la fama o el dinero, para él lo importante era la creación y la expresión artística de la pintura en su más sublime manifestación.
Armando Reveron, era cazado por muchos que no entendían el estado de su espíritu y su mente por tratar de ser libre en cazar la luz.
Su personalidad excéntrica y creativa había adquirido comentarios y algo de fama entre la sociedad del país Caribeño, por ello una tarde se acercó un periodista, a cazar a su presa.
Armando estaba jugueteando con su mono Pancho, a quien le confiaba las fórmulas de sus pinturas, decía él. Cuando, de pronto, apareció Oscar, un joven periodista que le atraía el misterioso personaje, que se había convertido en su presa de caza.
Oscar le dice:
—Buenas tardes, Maestro Reveron.
Con cierto temor, se le acerca y le extiende la mano para saludarle. Reveron, no le responde, está sumergido en sus pensamientos, imaginando dónde y cómo va a pintar a la luz. Con gestos chistosos le mira a Pancho, sin aparente atención hacia Oscar.
Insiste el periodista:
—Buenas tardes, Maestro Reveron.
—Usted, ¿Quién es?, ¿qué quiere?
—Mucho gusto Maestro, soy Oscar Rojas, periodista de la Revista, El Último Morrocoy.
—Me gustaría conversar un momento con usted, no le quitaré mucho tiempo.
Armando, lo veía con desconfianza, se frotaba la cabeza y le respondía:
—Hable, que tengo una cita, antes del atardecer.
Oscar de inmediato le preguntó:
—¿Por qué pinta Maestro?
Armando Reveron decía: ̈ Yo no pinto para vender. Lo hago porque, en medio de mi locura, es la medicina la que me salva”.
El joven periodista, a medida que escuchaba las razonadas respuestas de Armando, de su mente se alejaban las ideas de muchas personas que lo tildaban de loco a Reveron. Con atención lo escuchaba decir:
¨ La pintura es la verdad; pero la luz ciega, vuelve loco, atormenta, porque uno no puede ver la luz ¨ ¨ Cuando pinto no puedo despegar los colores de la luz ¨.
Oscar, ya no se siente cazador, más bien como un defensor, ante aquel artista perseguido por muchos. El periodista sabía que al pintor lo querían encerrar en un sanatorio. Por eso, antes de irse y agradecerle el diálogo, le dijo a la compañera inseparable de Armando, Juanita: “El mundo está lleno de locos, y el único cuerdo vive aquí”.

CARLOS RODRÍGUEZ

… _ …
La investigación estaba siendo muy compleja, el comandante Muñoz trataba de que cada uno de los laboratorios implicados diesen prioridad a las pruebas que él les remitía, aprovechando lo mediático que era el caso y la prisa que entre los dirigentes del Ministerio de Interior y la fiscalía parecía haber por dar carpetazo a un tema que para todos se había vuelto altamente incómodo.
Toda esta presión sumada a mis conocimientos sobre la zona y muchos de sus habitantes llevo al comandante a incluirme en la investigación como colaborador externo, lo que agradecí enormemente, pues me permitía estar informado de todos los pormenores de la investigación.
No se habían encontrado huellas ajenas a los moradores de cada una de las casas, tampoco se pudieron encontrar cuchillos que se pudieran corresponder con las lesiones que presentaban los cuerpos .
Más complejo, si cabe, estaba siendo el tema de Gervasio. El forense había podido recuperar la bala del interior del cráneo, un proyectil de 6,5 mm. Es este un calibre frecuente en los fusiles de largo alcance, aunque el disparo se había producido a una distancia de entorno a los 25 metros.
En las zonas de montaña la cacería es una actividad complementaria para llenar el puchero, pocas eran las casas donde no había algún tipo de escopeta de caza, cuando no más de una, de perdigones o bala, según el tipo de presa, y aunque el tipo de proyectil recuperado reducía la búsqueda, seguían siendo muchas las posibilidades.
Todos estos datos del laboratorio eran contradictorios entre sí ¿Quién utilizaría este tipo de arma a tan corta distancia? Si el dato de la distancia era correcto lo normal habría sido que el proyectil hubiese atravesado el cráneo de Gervasio ¿Por qué no lo había hecho?
Por otro lado, el cuerpo no había sido movido de la posición en la cual había caído tras el impacto, y al analizar la trayectoria del disparo habían descubierto que el punto más lejano desde el que su posición era visible, total o parcialmente, estaba situado a 30 metros del cuerpo.
Tampoco se había encontrado casquillo alguno y, según el laboratorio de balística, las marcas que presentaba el proyectil no se correspondían con el estriado de ningún arma de menos de veinte años. Según los expertos el disparo había sido realizado con un fusil de fabricación italiana bastante habitual en los años de la guerra civil.
En la región eran muchos los que disponían de armas de caza, pero este tipo de rifles no eran apropiados para ello, de modo que los pocos que estaban registrados estaban en manos de coleccionistas.
Aunque era poco probable que alguna de aquellas armas fuese la causante del disparo, todas ellas fueron sometidas a examen, confirmándose que ninguna había sido disparada en muchos años y que además dejaban marcas características diferentes a las encontradas en el proyectil recuperado.
Naturalmente para nadie era un secreto que había muchas armas desaparecidas desde la guerra, armas fuera de control que habían quedado abandonadas durante la contienda y de las que nadie sabía nada desde entonces.
La cuestión era ¿cómo dar con un arma de la que se desconoce su existencia? Sin duda alguna no sería fácil.
Tampoco el caso de Arcadio tenía mucha mejor pinta. Los restos de pintura que se había enviado al laboratorio arrojaban resultados extraños, la composición de la pintura no coincidía con ningún fabricante, y aunque se había alertado a todos los talleres en un radio de 300 kilómetros, ninguno había dado parte de reparaciones similares a los daños descritos por los técnicos del laboratorio, que además afirmaban que la pintura podría ser una mezcla personalizada realizada por el propio pintor.
Si esto era cierto nos encontrábamos ante alguien con destreza para las reparaciones y con medios y lugar donde realizarlas, aunque esto tampoco nos aportaba datos sobre la autoría.
Cuantos más datos teníamos sobre la mesa menos encajaban las piezas de puzzle que debíamos completar para resolver el sinsentido de aquella matanza.
Seguíamos dando vueltas a cual podría ser el motivo de tanta barbarie, a cual podía ser la conexión entre lo sucedido en Aldea Vella y lo que habían hecho a Arcadio y no encontrábamos nexo entre un suceso y el otro más allá de la mera coincidencia en el lugar de residencia de todos los fallecidos.
Barajábamos la posibilidad de que todo fuese fruto de una venganza pero … ¿contra todo el pueblo? Esto nos parecía muy exagerado y poco probable por la diferencia de edad entre Arcadio y sus vecinos, y porque Hansen y Helen llevaban pocos años viviendo allí.
Particularmente me sentía extraño, un sentimiento casi contradictorio me inundaba, pues por un lado estaba mi deseo de descubrir la verdad sobre lo sucedido y por otro mi inconsciente había despertado recuerdos de mi niñez, había traído a mi mente imágenes de aquellas largas jornadas previas a las cacerías en que mi padre participaba en la sabana africana o las grandes superficies americanas, donde estudiaba minuciosamente el comportamiento de aquellos animales sobre los que esperaba poder fijar el punto de mira de su rifle antes de apretar el gatillo.
Así me sentía, como si estuviera estudiando a una posible presa sin ni tan siquiera saber cuál sería… ¿y si era alguien conocido? ¿Qué haría entonces?

GAIA ORBE

casa en el monte
tienen hambre los ciervos
buscan comida
*
ataques de animales
justifican al hombre
*
barrio lujoso
la cacería urbana
mata a la fauna

ANGY DEL TORO

LA CAZA
Nos habíamos citado con la tía Gertrudis y los primos en el parque de El Retiro. Visita de investigación y estudio al Museo del Prado.
Una impresionante colección de arte que abarca desde el siglo XII hasta el siglo XIX nos esperaba. El tema por investigar sería la Cacería. Los cazadores y su modo de vida.
El majestuoso edificio neoclásico nos daba la bienvenida y su colección de pinturas, esculturas, grabados y otros objetos de arte permitía que los niños cubrieran sus expectativas.
— Acérquense mis niños, observen estos cuadros. «La caza» es una serie de pinturas creada en la década de 1780 y representan justo lo que estamos buscando. Vean las escenas de caza, de la vida rural de los cazadores y sus tradiciones. Observen este cuadro «Cazadores merendando”, cuál de ustedes me dice qué les inspira.
— Es fácil mamá, así que dejo la pregunta para que el primo Julián la responda.
— Tía, siempre es igual, te aseguro que él no lo sabe —respondió Julián. Es un grupo de cazadores que está descansando y disfrutando de un almuerzo al aire libre. Para mí que aún no han finalizado la cacería.
— Muy bien, pero quiero que detallen la escena y me hablen de sus colores.
— Es verdad mamá, todos están relajados en un ambiente que invita a descansar, aunque estoy de acuerdo con mi primo, me parece que aún no han terminado de cazar.
— Tía, interrumpió Margarita, la paleta de colores que el pintor ha utilizado hace que la escena se vea más viva. Ellos parecen moverse en libertad.
— Perfecto, les invito a continuar, como pueden apreciar, hay muchos cuadros en esta serie. Vean este, “Paisaje con cazadores y perros siguiendo a un venado”. Es precioso ¿verdad?
— Si, hermana, me encanta que los niños estudien de esta manera, así logran fijar aún más el contenido de las clases.

JAVIER GARCÍA HOYOS

Camuflado bajo las caídas ramas de un viejo árbol, el cazador apuntaba hacía un joven ciervo.
La nieve había comenzado a caer. El frío se dejaba sentir. Sus músculos se adormecían. Pero la pieza estaba delante de sus ojos.
El cazador controlaba su respiración para no errar el tiro.
El ciervo, ignorante del peligro, buscaba la escasa hierba que la nieve dejaba a la vista. Dirigía su mirada a derecha e izquierda.
El cazador cargó el arma. La nieve ya había cubierto el suelo por completo.
Pensó en la blanca vista que se extendía ahora ante sus ojos, en el poder de decidir si mancillar aquel espectáculo, en la decisión de acabar con una vida, o salvarla. Sí, salvarla, él. Cómo si de un épico héroe se tratara.
Descargó el fusil y sintió el inmenso poder de dominar el destino de la naturaleza.
Miró al ciervo por última vez, orgulloso de su gran proeza, de su superioridad como especie. Pero ante sus ojos ocurrió el drama:
De la nada, un lobo se abalanzó sobre el ciervo, le clavó los dientes en el cuello, y lo destrozó. Un enorme charco de sangre tiñó la nieve.
El cazador se sintió humillado ante aquella afrenta. ÉL había indultado a aquel animal, y aquel lobo se había atrevido a contrariarle.
Cargó de nuevo su fusil, y disparó. El lobo cayó. Al instante unos pequeños lobeznos fueron en busca de su progenitor, aullando y gimiendo. Tratando de encontrar respuesta de aquel ser, ya inerte.
El cazador entendió la tragedia, y supo que aquellos cachorros no tendrían oportunidad alguna ese invierno.
La nieve cayó más fuerte y, tras unos minutos, cubrió la sangre, los restos de los animales caídos y a los cachorros, hasta que, al fin, cubrió por completo al cazador.

ALBERTO MACADAR

El humo se levantaba en espirales desde el cigarrillo que quemaba en los dedos de Javier. Los murmullos y risas resonaban a su alrededor, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Observaba a Matías, sentado en la barra, bebiendo su whisky con la mirada perdida en el vaso. Analizaba su perfil enigmático. El ruido de los vasos y las bandejas creaba un escenario festivo.
Javier decidió acercarse a Matías, buscando compartir un momento de camaradería. El barman llenó sus vasos una vez más.
Los dos hablaron de la temporada de caza a los lobos. Javier dijo que andaba atrás de un líder que siempre se le escapaba. Matías recibió órdenes de ir atrás de otro pero no comentó nada.
Hablaron sobre animales, armas, trampas. Matías dijo que su presa andaba debiendo varias muertes y tenía el encargo de liquidarlo.
Palabras vagas se deslizaban entre ellos como hojas llevadas por el viento. Hablaban de deudas y venganzas, evitando los nombres, las verdades que acechaban en la sombra.
—¿Cómo está el whisky? —preguntó Javier con una sonrisa amistosa.
Matías levantó la mirada y le devolvió la sonrisa.
—No está mal. Y a tí, ¿qué te trae por aquí? —respondió con voz tranquila.
—Negocios —contestó Javier con un gesto enigmático—. Ya sabes, a veces hay que ser un poco duro, cuando las personas tienen cuentas pendientes y comienzan a ponerse medio rebeldes. Ese es mi trabajo: obligarlas a asumir sus responsabilidades.
Los ojos de Matías brillaron momentáneamente. No era la respuesta que esperaba, pero recuperó rápidamente la compostura.
—Entiendo lo que quieres decir —dijo en tono cauteloso. Hay personas que merecen su castigo.
Javier asintió y tomó un sorbo de su bebida, disfrutando el sabor áspero que le quemaba la garganta..
—El destino es un juez implacable, —murmuró Matías, con un atisbo de cautela en sus ojos—. Al final, todos pagamos nuestras deudas.
Javier sintió un escalofrío recorriendo su espalda, pero su expresión se mantuvo rígida.
—Es cierto —respondió con calma—. El destino nos encuentra, tarde o temprano.
Javier tomó un sorbo y sonrió. La vista se fijó en el rifle de Matías.
—Es un Smith-Wesson —explicó éste—. De alta precisión. Ya he derribado lobos a más de cien metros en un día claro.
Javier sintió un hormigueo que le recorrió todo el cuerpo. Dijo cualquier cosa para aliviar el peso de la conversación.
—Oye, ¿has estado siguiendo los partidos de fútbol últimamente? ¡El equipo de mi ciudad está teniendo una temporada increíble!
Matías asintió con una leve sonrisa. Sin mostrarse muy entusiasta respondió:
—Sí, he escuchado algunas noticias. Aunque no soy un fanático del fútbol, entiendo el entusiasmo que genera en la gente.
Javier asintió, jugueteando con su vaso.
—Es emocionante, ¿verdad? Ver cómo las pasiones se liberan en el campo de juego y en la tribuna. A veces parece que la vida se reduce a esos noventa minutos.
Matías aprobó con un gesto indiferente.
—Supongo que cada persona encuentra su propia forma de escape en medio de la rutina diaria. Para algunos es el fútbol, para otros es el cine, la bebida. ¿No crees? Yo siempre tuve pasión por las prácticas más fuertes, pero hoy no es fácil. Me siento mal cuando voy a cazar o a ver una toreada.
—Te conozco y sabes que yo tampoco nunca he apoyado esas prácticas. Detesto sangre y violencia. Y sin embargo aquí me ves. Envuelto en esas cosas turbias. Me he transformado en un cazador, de una forma diferente. Puedo ser tan buen cazador como tú —bromeó Javier.
—Es verdad. Cuando se trata de ajustar cuentas con bandidos yo no tengo esas aprensiones. En especial cuando el motivo es la traición.
Javier asintió, mirando el televisor que mostraba imágenes de una película con escenas de represión estudiantil.
—Tienes razón. El cine tiene ese poder de transportarnos a mundos distintos, de hacernos olvidar por un rato nuestras pisadas en falso.
Matías tenía su mirada perdida en el vaso.
—Es como una ventana hacia la imaginación, ¿no? A veces, necesitamos eso, un respiro de la realidad, aunque sea por un par de horas.
El barman se acercó con una sonrisa amistosa, interrumpiendo el momento incómodo.
—¿Otra ronda, caballeros?.
Javier y Matías cruzaron sus miradas, como si compartieran un breve instante de complicidad antes de volver a encerrarse en sus mundos secretos.
—Sí, por favor —respondieron al unísono, alejando por un momento los fantasmas que los acechaban.
Ambos compartieron una mirada significativa, pero sus palabras seguían siendo superficiales, dándole a la escena un aire de forzada trivialidad.
Javier se inclinó ligeramente hacia Matías. Su voz susurraba, tapada por la excitación de la música y el alcohol.
—Sabes, a veces me pregunto si todos somos prisioneros de nuestras propias decisiones.
Matías levantó una ceja con curiosidad, sin mostrar su desconcierto. La conversación quería volver a llevarlos a una zona de inestabilidad.
—Es una perspectiva interesante. Supongo que nuestras elecciones moldean nuestro destino, ¿no crees?.
—El destino es un juez implacable —murmuró Javier, con un brillo inquietante en sus ojos—. Al final, todos pagamos nuestras deudas.
Matías sintió un escalofrío recorriendo su espalda, pero disimuló.
—Es cierto —respondió con calma—. El destino nos encuentra, tarde o temprano.
Javier asintió. Su mirada era penetrante.
—Sí, pero ¿y si nuestras elecciones nos llevan por caminos que no queremos seguir? ¿Qué pasará entonces?
Matías mantuvo la compostura, aunque sus ojos mostraban una chispa de inquietud.
—Creo que siempre hay oportunidades para cambiar el rumbo, para rectificar el camino si es necesario.
Javier sonrió, pero su sonrisa tenía un tic de misterio.
—Sí, es cierto. Pero a veces, las circunstancias nos empujan a hacer cosas que nunca habríamos imaginado. Cosas irreversibles.
Matías se removió ligeramente en el asiento, tratando de ocultar su incomodidad.
—Supongo que todos enfrentamos desafíos inesperados en la vida. Es cuestión de cómo los enfrentamos y qué decisiones tomamos.
Javier asintió, dejando escapar un suspiro.
—Tienes razón, Matías. Las decisiones que tomamos pueden tener repercusiones impredecibles. A veces, ni siquiera somos conscientes de las cadenas que creamos.
La conversación se volvía de nuevo muy evasiva. Matías intentó sacudir un poco el aire pesado.
—Oye! ¿Y si nos tomamos otro trago?
—Claro. Después de todo, nunca sabremos si habrá un próximo.
Javier y Matías lideraban grupos de perros cazadores, cada uno con su propio objetivo en mente. Ellos eran cazadores de lobos. Y a partir de ahora estaban comprometidos con sus respectivos jefes.
Sus pasos eran los de dos cazadores conscientes de su presa, pero incapaces de reconocerse mutuamente.
Cada uno sabía que el otro era un cazador feroz, un depredador con habilidades y astucia similares.
El bar quedó atrás, un escenario de encuentros fugaces y palabras enterradas. La noche los abrazó en su manto oscuro.
Se separaron, rumbeando en direcciones opuestas. Javier iba hacia el monte siguiendo una pista; Matías atravesaría el río para alcanzar la cumbre de una enorme roca, donde le informaron que había un escondite de lobos.
Javier se adentraba en el monte, driblando pequeños charcos y pedazos de piedra desprendidos de la pendiente. Sólo confiaba en el brillo de la luna que se colaba entre las hojas. Evitaba la linterna para esconder su presencia de los animales de presa.
Su mente navegaba sumergida en una vorágine de conflictos internos. Reflexionaba sobre el enigma de Matías, tratando de descifrar la verdad oculta tras su ambiguo comportamiento.
Avanzaba con sigilo por un camino serpenteante. Sus sentidos estaban agudizados por el olor a musgo y tierra húmeda. Conocía el territorio como la palma de su mano, lo que le confería una ventaja estratégica. Su mente calculaba las posibles rutas que Matías podría tomar.
Esperaría que Matías apareciese por la punta del puente.
«No tengo un Smith-Wesson, pero con mi Magnum y a esta distancia, voy a disparar una única vez».
Javier saltó sobre un tronco atravesado en el camino y su pie quedó preso en un cepo. Comprendió que no saldría del lugar a menos que rompiese el candado de un balazo. Moriría de dolor antes de perder toda la sangre. Tal vez la llegada de algún lobo hambriento atraído por el olor le ahorraría el sufrimiento.
Matías venía bajando una zanja del otro lado del pequeño cerro. Su olfato era mejor que el más sensible de los lobos. Sintió el olor a sangre desde lejos. «Puede ser una trampa. Él es muy artero. Destrabó el Smith-Wesson y se tumbó entre las breñas escrutando la base del cerro del otro lado. El olor era penetrante. Vio un bulto allá abajo. El visor del rifle era tan bueno como la propia arma. El cuerpo inmóvil de Javier apareció nítido en el centro de la retícula.
No se movía. Esperó un poco. «Parece estar herido. Mejor. Me dará más tiempo para afinar la puntería. La distancia es muy grande.»
Acomodó el dedo en el gatillo y afirmó el brazo izquierdo en una piedra.
Vio una sombra escurriéndose en dirección a la zanja. Un animal. Eso sería demasiado fácil. Ni era necesario disparar. Después diría que encontró los restos de su colega andando por el monte. Nadie dudaría de su palabra.
Se dispuso a asistir la escena. Soltó una buena carcajada y bebió un trago para entrar en calor.
«A veces, las circunstancias nos empujan a hacer cosas que nunca habríamos imaginado», le había dicho Javier poco antes de salir del bar.
Matías se estremeció. Sintió asco de sí mismo. Lo que iba a hacer era más inmundo y cobarde que apretar el gatillo contra un hombre indefenso.
Buscó una posición bien equilibrada. Esperó que el bicho emergiera en el claro, ya casi al alcance de su presa y apretó el gatillo una sola vez. Vio al animal caer dentro de un charco de sangre y comenzó a correr ladera abajo. Javier lo vio aparecer con el poco de conciencia que le quedaba. Ya había perdido mucha sangre.
Matías se agachó para auxiliar a su viejo compadre. Era imposible abrir la trampa. El segundo tiro rompió el candado. La pierna de Javier quedó libre en medio de un aullido terrible y la sangre que salía a chorros. Matías rasgó su chaleco e improvisó una atadura de emergencia. Después arrastró el cuerpo inerte para debajo de un árbol y se dispuso a hacer un curativo más efectivo. Su llamada sonó en el hospital de campaña y no demoró mucho hasta la llegada de los rescatistas.
Casi no hablaron en la ambulancia. Javier era mantenido vivo por los aparatos, en especial el banco de sangre y los tubos de suero. Abrió los ojos en medio del delirio y vio los ojos llorosos de Matías.
—Qué puntería, ¿eh, colega?
—Para serte sincero, no pensé que pudiese acertar. Nunca había intentado desde tan lejos. Debía estar a más de doscientos metros —murmuró Matías como para convencerse.
Javier tenía problemas para coordinar sus pensamientos. Juntaba como podía pedazos de frases.
—Entonces…vos no sabías… — perdió de nuevo el aliento.
Cerró los ojos. Matías le habló al oído. Sabía que su amigo podía escucharlo.
—Ninguno de los dos sabía. Pero las cartas se dieron vuelta a último momento.
—Va a ser divertido verles la cara cuando ellos también sepan —dijo Javier con los ojos bien grandes.
—Eso será si les damos tiempo, mi amigo.

ANA MARTÍN-SIERRA

“A veces el dolor es tan intenso
que hasta las letras mueren en el verso…
Versos que lloran sin lágrimas
Lo que los labios no cuentan
Por miedo a romper de nuevo
Un corazón indefenso.
Y es que como la presa engañada
Por el cazador astuto
Mi corazón sucumbió
a una sonrisa encantada.
Y es que en el juego del amor
Sin darse cuenta se cae preso…
Pero si algo hay seguro
Es que no se sale nunca ileso.
Porque como dice la canción
“Amar es el principio de la palabra amargura”
Y si uno arriesga y se lanza
La caída es casi segura…”

CONCE JARA

Año 1950. Accous, distrito de Santa María de Olorón, Pirineos Atlánticos, Francia.
Enero.
Las dos jóvenes no prestaban atención al culto. Murmuraban sin cesar sobre el vestido que llevaba la hija del alcalde, lo divertido que resultaba don Clément, el párroco, y sus rostros se teñían de rojo cada vez que el apuesto hijo del farmacéutico se giraba para mirarlas.
Tanto cuchicheo acabó con una advertencia de la madre de Marie para que guardaran silencio.
Marie y su familia asistían todos los domingos al oficio. Lisé acudía sola, ya que solo tenía a su madre, que atendía la granja en la que vivían.
Tras la ceremonia, Lisé y Marie se escabulleron hacia la salida, donde se formaba un impenetrable remolino de vecinos. Había nevado y las chicas se divertían en un bombardeo de bolas de nieve.
—¡Marie! —gritó su padre—. ¡Nos vamos!
Las niñas se despidieron a disgusto.
Lisé fue a la panadería del pueblo. Al entrar tras el ruido de la campanilla salió el panadero, y no su mujer, como la niña esperaba.
—Dos hogazas —dijo la joven, mientras aguantaba la verborrea del lascivo tahonero. Pagó, salió dando un portazo y tomó el camino hacia su casa, a medio kilómetro del pueblo.
Avanzaba entre las sombras de pinos y hayas de aquel domingo soleado de enero, hasta que escuchó un crujir de ramas. Se detuvo, afinó el oído, como un cazador, y solo distinguió la ligera brisa que serpenteaba entre las ramas de los árboles. «Será una graja que busca comida», pensó, pero aceleró el paso. Al atravesar la zona más frondosa y sombría del trayecto, donde la nieve parecía cristal, un empujón la hizo caer al suelo. Una de las hogazas rodaba por el suelo y al tratar de cogerla sintió un fuerte golpe en la cabeza que la hizo desvanecerse por completo.
Marzo.
Lisé había perdido la noción del tiempo recluida en aquella enorme fosa de piedra, de paredes altas e iluminada por un pequeño ventanuco por donde, difusa, entraba la luz del día. En la estancia solo existía un gran jergón, una mesa, dos sillas y el cubo para sus necesidades
Sacó su mano derecha de entre los cobertores que la cubrían y sintió el peso del grillete que abrazaba su muñeca, anclado por una cadena a la pared, entonces escuchó cómo él corría los cerrojos del exterior y la joven se hizo un ovillo bajo las mantas.
La visitaba tres veces al día para llevarle comida. Dejó el desayuno sobre la mesa y se acercó hasta el lecho. De rodillas, la despertaba con suavidad, acariciándola.
Siempre llevaba capucha, un candil, el llavero a la cintura, y del cuello colgada una libreta. En ella garabateó y le entregó una nota: «Te he traído mermelada». Ella sonrió. Debía ser agradecida o él se enfadaría y dejaría de visitarla, como aquella vez, que no apareció en cuatro días.
A veces tras la comida y volver a atarla, él se metía junto a ella en el jergón, para abrazarla contra su pecho. Entonces, Lisé se evadía. No sentía su olor a humo, la respiración agitada, el corazón palpitante, ni las caricias en su pelo, en su rostro. Lisé se iba a jugar con Marie. Cuando por fin se quedaba sola, ella sabía que todo aquello era el preludio de lo que tanto temía.
——————————————————————-
La búsqueda de Lisé se alargó semanas. Bajo la dirección de la Gerdarmería, agentes, vecinos de toda la comarca y sus perros, batían tramo a tramo aquel bosque, como si de una cacería se tratara.
La policía del distrito tomó declaración a todo Accous y sus aledaños, y es que de las más de treinta aldeas bajo su jurisdicción, en los dos últimos años, la desaparición de Lisé se sumaba a cuatro más, todas niñas de entre once y trece años. Por el modus operandi se barajaba que el sospechoso debía ser alguien que conocía bien la zona, quizás un cazador que las acechaba, y esperaba en el lugar y momento oportunos para su caza.
Abril.
Hacía menos frío, por lo que él instauró la ceremonia del baño. En la habitación contigua, en una vasija de agua caliente, Lisé se metía desnuda. Después él la enjabonaba con delicadeza, acariciando su cuerpo centímetro a centímetro, con la respiración agitada, tomándose su tiempo.
Un día, con Lisé en el agua, él se dio cuenta de que no quedaba jabón. Revolvió el armario, lo vació rabioso y salió… sin echar la llave.
——————————————————————
Cinco vehículos de la Gendarmería circulaban a toda velocidad hacia el pueblo de Bedous, también perteneciente al distrito de Santa María de Olorón, ya que un cazador avisó de que su perro había escarbado en unos terrenos lindantes a la iglesia de esa localidad, extrayendo varios huesos, un cráneo humano y trozos de ropa de niña.
——————————————————————
Lisé salió de la vasija y, temblorosa, rebuscó en el revoltijo de pertrechos del armario, hasta que sacó un martillo. Sin pensar, avanzaba desnuda, a tientas, por un oscuro y largo pasillo, hacia un fino horizonte de luz que se vislumbraba en el techo. A su altura topó con una escalera de madera, la escaló y descubrió una tapa mal cerrada. Al salir, se sobresaltó al ver donde estaba. Sintió unos pasos y vio que él se acercaba, ocultándose hasta tenerlo cerca. Entonces Lisé soltó con toda su fuerza el martillo, golpeándole primero en el costado y después en la mandíbula, hasta dejarlo maltrecho en el suelo, sobre un lecho de sangre.
Después le arrancó el llavero y corrió hacia la salida. El portón estaba cerrado y empezó a probar las llaves, una, otra, otra…, tantas. Con el rabillo del ojo notó cómo su captor se acercaba, tambaleándose:
—¡Mira!, la llave. —decía sonriendo con la boca color escarlata—. ¡Cogelaaa!, ¡niña malaaaa!
La pequeña cayó de rodillas, desesperada, sobre el frío suelo de mármol. Entonces escuchó como desde fuera giraba la cerradura del portón, que cedió. Tras la puerta apareció el sacristán seguido por varios policías.
—¡Lisé, pequeña! —gritó con asombro el sacristán—. ¡Padre Clemént! ¡Por Dios! ¿Qué ocurre aquí?

MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ

Pequeño pueblo de un valle pirenaico donde no había llegado ni la electricidad ni el teléfono. Un mediodía. Mediados del SXX.
En un “jeep” bastante destartalado llegaron dos hombres que aparcaron en la Plaza de la Iglesia, de hecho, la única zona algo, digamos civilizada, del lugar ya que el resto eran calles semejantes a caminos ya que, aunque algún lejano día las había recubierto asfalto, el enorme contraste entre el frío del invierno y el sol intenso del verano había hecho que, del asfalto solo quedaran pequeños vestigios.
Al ver aparecer el “todoterreno” con los hombres desconocidos los vecinos que, portando sus instrumentos de labranza al hombro regresaban a sus casas para comer, fueron quedándose a su alrededor ya que no cada día alguien visitaba aquel rincón perdido.
Todos contemplaban la “aparición” pero nadie se atrevía a hablar con palabras, aunque las miradas inquisitivas entre ellos decían más que millones de expresiones orales.
Por fin, una mujer de edad indefinida y provista de un gran mandilón con el que se iba secando las manos, salió de una de las casas y acercándose a los desconocidos les preguntó:
-¿Puedo ayudarles en algo?
A lo que uno de ellos respondió:
-Sí, mire, dentro de unos días, vendrán aquí un grupo de científicos con la intención de buscar Lepidópteros. Por tanto nos gustaría saber dónde podrían alojarse.
-¿Quieren decir dónde comer y dormir? Y, perdonen, ¿qué dicen que van a buscar? A lo mejor aquí no tenemos nada de lo que buscan- respondió la mujer un poco “mosca”.
-Pueees imagino que sí señora, esos bichos parece que se dan por aquí, o eso es lo que nos han dicho. Nosotros solo somos unos “mandaos”.
Y tras un tira y afloja entre los desconocidos y los vecinos que ahora ya intervenían, sobre dónde alojar a esa gente, el” jeep”y sus viajeros partieron hacia su lugar de origen.
Por supuesto, los días siguientes comenzaron a hacer cábalas sobre qué buscaría esa gente. Y, como pasa siempre, las cábalas y suposiciones, conforme pasan de unos a otros, se van modificando y haciéndose cada vez más distantes de la idea primitiva. Por tanto, como de la palabra Lepidópteros solo sabían que eran “bichos”, llegaron a la conclusión, lógica para ellos, que se trataba de una cacería.
Tras llegar a esta conclusión, volvieron a sus menesteres, eso sí, con gran revuelo en las casas donde serían alojados.
Y llegó el día D.
Efectivamente, de un “jeep” algo mejor que el otro, bajaron diez personas,
Nuevamente aparcaron delante de la Iglesia y, nuevamente, salieron los vecinos, en especial y muy solícitas las “amas de casa” que darçian alojamiento a los cazadores.
Ellos, tras saludar y agradecer sus futuros cuidados, empezaron a descargar el coche, mientras los hombres se acercaban para ayudarlos a transportar las escopetas y demás útiles para tal fin.
Pero, para su sorpresa, vieron como del coche, en vez de escopetas, comenzaron a descargar múltiples frascos con diferentes etiquetas pero todas con un denominador común el símbolo de “veneno”.
Todos quedaron paralizados:
– ¿Van a envenenar el campo?
-¿Qué tipo de cazadores eran esos?
Un sudor frío les invadió para segundos despues ser sustituido por una carcajada viendo aparecer ¡un enorme surtido de cazamariposas!

BEA ARTEENCUERO

Estando Lob.. adormecido a la sombra de un árbol diente un crujir de ramas secas que lo saca de su sopor, al abrir los ojos ve muy cerca una gacela, se le acerca despacio y …
– Hola quien eres? Que haces por aquí?.
Ella lo mira con desconfianza, manteniendo distancia, pronta a correr.
– No tengas miedo, no te dañare.
La gacela se aleja dando grandes salto, el lobo se queda pensando en esa bella criatura.
– Marcela mira… Estamos invitadas al baile de disfraz, le dice Ines mostrandole las entradas, es él sábado.. vamos?
– Te parece? De que nos disfrazamos?
– Ya veremos, aún falta…
La gacela está bebiendo agua del río, el lobo la ve nuevamente y se le acerca despacio.
– Hola..No huyas por favor.
– No te conozco, tienes fama de ser astuto, no quiero ser tu presa.
– Solo dime tu nombré..
– Dona…y se aleja.
– Yo soy Lob…le grita..
Llega el sábado..
– Apúrate, es a las 22 hs,
Como me veo?
– Te ves hermosa Ines, sos una bella Cenicienta.
– Es lo que conseguí.
– En cambió yo…
– Ay Marcela te ves maravillosa..Eres una Gacela fantastica…Vamos?
Entran al salón, atraen la mirada de todos.
Ines sale a bailar, mientras que Marcela se dirige al bar, con una copa en la mano observando a su amiga, alguien le dice al oído.
– Bailas?
– Se da vuelta y ante sus ojos, ve un lobo gris, quien sin esperar respuesta la agarra del brazo y la lleva a la pista, Marcela se deja llevar ..La envuelve con sus brazos y comienzan a girar lentamente, su perfume la perturba..
Lob se acerca a Dona cauteloso, al verlo se dispone a correr.
– No te vayas, no temas.
– Me enseñaron a no confiar en tu especie.
Marcela se siente embriagada por ese joven que la apreta contra su pecho.
– Como te llamas Gacela?
– Marcela y tú?
– Joel.
Bailan largo rato…Vueltas y vueltas.
– Sentemos.
– Te escapas?
– Sos un lobo, tengo miedo a que me quieras comer.
– Soy el símbolo del amor, bella Gacela, no huyas del cazador como un ave de la trampa.
– Eres un animal de poder, maestro de los maestros.
– Y tu representas la sabiduría y eres el símbolo de la belleza, eso me atrae.
Me fascinas mujer, Ven Salgamos..
Marcela se deja llevar por ese joven con piel de lobo.
– Saquemos las máscaras, insinúa Joel.
– Eres muy bella.
Se siente atraída, es muy seductor, sus ojos negros la desnudan con la mirada..
– Dona, dime quieres caminar a mi lado?
Aunque desconfia accede, manteniendo distancia.
Lob quiere seducirla, se enamoró desde que la vio por primera vez, aunque no pertenece a su especie está dispuesto a conquistarla.
Poco a poco Dona se deja llevar por ese lobo que la intriga y cautiva.
Ines busca a Marcela, es hora de regresar, no la encuentra y decide irse, seguramente está en casa…piensa.
A la mañana siguiente, en la guardia del hospital se encuentra una bella joven, malherida, alguien la encontró y la auxilio..
Curiosamente tiene puesto un disfraz de Gasela, los testigos aseguran que la vieron caminando con un joven vestido de lobo…!!
Pasado un tiempo…
En la selva se ve pasar una Gacela acompañada de un
Lobo, dicen que se eligieron para estar juntos…
En las noches de luna llena,se escucha el aullido de un lobo para atraer a su pareja…
Gacela.. Se caracteriza por su agilidad y gracia, representa la sabiduría y es el símbolo de la belleza.
Lobo…Simboliza el amor, de poder espiritual, representa la fe y la comprensión. Se los cree malvados, pero evitan la violencia.
Cautos y audaces, admirado y temido, inteligentes y astutos, poseen un aura de dignidad..
No todo es lo que parece!!
Los animales van de cara al sol, mientras que algunos humanos esconden su verdadero yo tras una máscara..

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16 comentarios en «Cacería – miniconcurso de relatos»

  1. ¡Muchas felicidades para todos! Me encanta este grupo y su creatividad. Difícil votar, como siempre… Apapachos y flores.

    Mis votos son para:
    Félix Menéndez
    David Merlán
    Miguel Ángel González
    Conce Jara

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