Un asiento vacío

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «un asiento vacío». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 15 de junio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

La tarde noche me mostraban aquel asiento vacío, en donde años atrás y a la luz del día cogidos de la mano nos dijimos tantas veces» te quiero»
Salgo de casa cuando el sol se oculta por el oeste. Sí te busco en las tinieblas de la soledad ya que con tu muerte, solo los recuerdos de nuestro vivir so ciertos.
El asiento vacío y el árbol que le acompaña fueron testigos de nuestro amor.
Amor que llenaste desde mi juventud mi vida…
Fuimos dos hojas de olivo mecidas por los vientos de la fuerza de la esistencia.
Ahora solo me queda el asiento vacío en el cual me siento en los noches largas sin sueño.
Aguardo en mi deseo tu energía insistente pues mi razón me dice es imposible…
Vuelvo a casa, dejo al alba el asiento vacío, más tu esencia de amor siempre estará conmigo…

CORONADO IN MEMORIAM

Cham-Pú se lavaba la cabeza mientras pensaba en todo aquello que le daba sentido al pensamiento vital que lo envolvía. Había dejado la puerta del baño abierta para escuchar su programa preferido de la tele por cable: “Como su mente piensa, su culo se asienta”, del gurú de la auto-ayuda Ayurveda Hindi. En esta vida había que tener principios, aunque fueses un asesino a sueldo, una cosa no quitaba a la otra, el enterrador de su pueblo tenía una frase que él había hecho suya, “Yo no quiero que la gente se muera, pero todos tenemos que comer”. Había nacido en una lejana aldea de china entre bambú y arroz, pero aquello no era para él. El tiempo, esa rueda inexorable que gira y nos lleva por intrincados caminos, le puso en el camino que ahora transitaba y del que no se quejaba – excepto si no le pagaban, ¡cuidado entonces! -.
-¿Y eso que tiene que ver con el tema de la semana? – preguntó Lisensiado
-¿Con el tema de la semana que tiene que ver eso? – le apoyó Santi.
-¿Quién es el narrador, yo verdad?, pues tiene que ver lo que yo quiera – contesto el Narrador.
-Pues tú verás, llevas sin ganar más tiempo que el Coletas – rió Lisensiado
-Menos votos que Ciudadanos – corroboró Santi.
-Pues con vosotros dos que yo sepa no he ganado nunca, ¡vaya par de personajes estáis hechos!, es más, vuestro asiento se va a quedar vacío hoy.
-Tú mismo – sentenció Santiago-
-Mismamente tú – apostilló Lisensiado.
Después de la interrupción del par de tarados, una mariposa se posó en la cafetera de la vida, regando con sus alas el aroma de la esperanza. Marinela abrió la ventana de par en par y los rayos oblicuos formaron una entelequia con sus dorados cabellos a modo de entropía perfecta que Luis captó para la posteridad con su Polaroid Impulse, ella había dejado un vacío en su corazón y también en su mesa, de hecho, en su silla nadie se había vuelto a sentar y cada vez que podía captaba su esencia primordial con su objetivo.
Vengan sabios a decir
lo que nadie quiere oír.
Vengan necios a cantar
lo que todos quieren escuchar.
Vuelvan palomas a piar
en la torre de tu altar.
Vuelvan graznidos a sonar
-¡Chisssttt, quieto parado ahí, Sr Narrador! Las palomas no piamos decimos bgrrruuu, bgrrruuu, esto es un inciso importante, pues cada cual tiene derecho a que les sean reconocidas sus habilidades en esta vida y ahora prosiga si es tan amable –
Vengan sabios a decir
lo que nadie quiere oír.
Vengan necios a cantar
lo que todos quieren escuchar.
Vuelvan palomas a bgrrruuuar
en la torre de su altar.
Vuelvan graznidos a sonar
en la caja a enterrar.
El asiento quedó vacío
pero se puede volver a ocupar.
Generosamente, Romualdo sacó un billete de veinte de su bolsillo enseñándolo a la camarera para volverlo a guardar regodeándose en ello. La camarera le echó una mirada de esas que hielan hasta la lava pero se abstuvo de hacer comentarios. Por contra le llenó aún más el vaso del café.
-Ojalá te atragantes –
-Ya me atraganta tu rechazo diario, tu amor frustrado –
-Pero si te has casado ya cuatro veces y ninguna ha funcionado-
Cham-Pú se alisó el pelo y se lo acondicionó a continuación. “Cuánto daño ha hecho Jonhson y nadie me encarga su defunción”. El programa estaba llegando a su fin, pero al escucharlo el se sentía revivir.
Marinela impregnaba el pan, en un líquido blanco, para hacer torrijas. La receta era de su abuela y ella la había adaptado a los tiempos modernos, había sustituido la leche de vaca por bebida de avena, a veces también las hacía con bebida de soja pero no le quedaban igual. El huevo por supuesto era de granja ecológica, le salían a 3,50 la media docena pero valía la pena.
Cham-Pú se secó el pelo con su Taurus 250 y a continuación se lo rapó con su Taurus Mithos Avant Plus, de fabricación china, la tradición era la tradición y uno al contrario de lo que se dice, es de donde nace, aunque pazca en otro sitio.
La tortuga caminaba lentamente, si no, hubiese sido un guepardo o una gacela. Luis la observaba mientras guardaba la Polaroid en su funda original, que conste, el detalle es importante. Un estornino picoteaba la corteza de un árbol no muy lejos de la tortuga y esta se mosqueaba, los estorninos no está documentado que coman tortugas pero… ¿Está documentado que las tortugas coman estorninos? Esa pregunta vital se hacía Luis mientras Marinela hacía las torrijas, ¿por qué será tan diverso el pensamiento humano? Seguro que eso se preguntaba Cham-Pú mientras afilaba su navaja, pues el encargo próximo tenía que ser a navajazos y el cliente siempre lleva la razón.
Los Beatles sonaban en la radio mientras un conductor conducía un coche por la autovía desde la pasada noche. Él era más de Rollings pero por cambiar de vez en cuando y así se le hacía más ameno el trayecto desde Cádiz a San Fernando (alguna listilla dirá que fue ratito a pie y otro caminando) ¿Por qué alguna listilla? Por que el relato es así, no es por patriarcado ni mucho menos, garantizó el diputado Rodrigo mientras se ponía el abrigo.
-Corre Lisensiado, corre –
-Raudo y veloz, Santi, raudo y veloz –
-¡Aquí no corre nadie, ustedes dos no están en la historia! ¡Bordes!
El asiento estaba vacío (y roto, pues de otro modo no estaría en el basurero), cuando las dos ratas almizcleras llegaron a él. Todavía olía un poco a la última ventosidad de su dueño, que dicen que es la más amarga, pues fue realmente su última exhalación después de que la navaja de Cham-Pú le rebanara el pescuezo como un queso. Después de olerlo convenientemente, decidieron que allí no había nada que rascar para el estómago y se fueron con las de Villadiego, aunque la Polaroid parecía interesante pero ellas no la sabían usar, una prima suya de Hamelin había aprendido a usar la flauta viendo al flautista tocar, pero la Polaroid no.
Marinela iba vestida toda de negro con los labios carmesí profundo, pobre Luis, que se le iba a hacer, contra las hilanderas no se puede hacer nada, aunque hoy usaría leche entera (sin lactosa, ehhh) para las torrijas, en su memoria.
Cham-Pú limpió convenientemente la navaja con lejía Conejo, que era la más indicada para ello, aunque la de Bosque Verde saliese a mejor precio. Ahora tocaba comerse unos rollitos de primavera acompañados de un buen Ku-Bak con gambas picantes, a él el matar le daba hambre, no lo podía evitar.
El diputado Rodrigo disputó el disputado voto a Felipe trigo en las elecciones al parlamento. Al final ganó su oponente, ¡jo petas! Ahora tendría que presentarse para concejal, que era como degradarse y Marinela no estaba habituada al pueblo.
El torbellino que arrulla los sentimientos cuando la calma parece mas serena entró de golpe en el solitario corazón de Cham-Pú, Ayurveda Hindi tenía razón, el amor llega cuando menos se los espera uno y si no estás atento se va a otro puerto. Era delicada como una flor de loto sobre un nenúfar del Yang-Tze abrigada por el canto de un ruiseñor al despuntar el alba y eso que antes había sido un tío, pero… hoy día los prejuicios no deberían importarnos. Siempre y cuando no tuviese pelo en el pecho y en las piernas, claro está…bueno ni en las orejas. Mejor me desenamoro pensó.
El Narrador se tomó un tiempo para pensar en el desenlace. Lo que tenía claro es que Lisensiado y Santi estaban descartados. Daba por hecho que los avezados lectores habían captado, que el diputado Rodrigo había contratado a Cham-Pú para quitar del medio a Luis y su Polaroid por celos,
bueno alguien todavía seguro que no lo había pillado a estas alturas, según votan algun@s…
Y al fin decidió que…
1.- No hay desenlace, que cada cual elija el suyo si quiere.
2.- ¿Seguirá vacío el asiento? El suyo si pasan Clubhouse al Sábado, seguro que sí y que conste que no busca coaccionar ni manipular la decisión.
3.- ¿Conseguirán las votaciones seguirle dando material para escribir?
4.- ¿Y Romualdo qué?
5.- Este espacio se queda en blanco para que el lector, lectora, lectore, pansexual, binario, no binario, poliamoroso, peliaxilas, japonesas peludas y demás géneros humanos lo rellenen.
Ahora sí me pongo a mis cosas.
PD. No a la idea de las SpiceTrebol Girls de llevar el Clubhouse al sábado por la mañana(a menos que vengan a limpiar voluntariamente)

RAQUEL LÓPEZ

Ernesto se dedicó por entero a cuidar de su esposa enferma. Siempre que salía de trabajar, procuraba llegar lo más rápido posible a su casa. Cogía el autobús y se bajaba una parada antes para comprar de la floristería unas rosas rojas para su mujer y hoy era un día muy especial pues era su aniversario.
Llegaba a casa, se calzaba sus zapatillas y se dirigía a la habitación para dejar las flores en un jarrón.
– ¡ Mira Luisa! Te traigo tus flores, no me digas que no son bonitas, tan bonitas como tú. Enseguida prepararé el guiso que tanto te gusta.. ¡ Ah, casi se me olvidaba ! Bajaré a por unos pastelitos de esos de nata que te gustan tanto, para mí dulce amor.
Ernesto bajó a la pastelería y al regresar se encontró con su vecino.
– Hola Ernesto,¿ Cómo vas?- le preguntó.
– Bien, ¿ Sabes? Hoy es nuestro aniversario..
Su vecino quedó en silencio y le miró con cara de pena.
– ¡ Adiós vecino, tengo una cita!..- dijo Ernesto sonrojado.
– Ya estoy en casa cariño. Voy a prepararlo todo, no te angusties.
Ernesto preparó la mesa con mucho cariño, coloco los dos cubiertos y las copas de vino y adorno la mesa con velas. Colocó una silla frente a otra en la mesa y se dispuso a servir la cena.
Y así el mismo ritual noche tras noche. La velada sería magnífica y la vida de Ernesto también si no fuera porque el asiento de su mujer estaba vacío desde hace mucho tiempo… Pues Luisa, falleció hace dos años.
Ernesto, esa noche tampoco cenó y ese guiso especial terminó como siempre en el cubo de la basura.
Él, se marchó como cada noche al bar a emborracharse… Jamás aceptó la muerte de su mujer.

BENEDICTO PALACIOS

ASIENTO VACIO
Atravesaron los frailes jerónimos el pueblo cuando llegaba el día, porque cuantas acciones llevaban a cabo habían de realizarse sin menoscabo del sueño y la buena conciencia de los lugareños. Nadie del vecindario los vio, solamente yo que aquella mañana estaba al encargo de acarrear agua. Iban vestidos con el hábito de la orden y venían en busca de nuevas vocaciones. Lo sospechaba. Dejando al lado de la fuente el cántaro que portaba, me presenté voluntario ante ellos.
—Si buscan vocaciones yo la tengo.
—¿Cómo lo sabes, quien te lo ha comunicado?
—Nadie. Lo sé yo mismo. —Y entonces abrí la boca hasta dejar bien visible la campanilla.
Rieron a carcajadas los frailes y yo me enfurrusqué. Luego me explicaron de qué vocación se trataba y me dijeron que quizás yo la tuviese. Que les acompañara, que en el convento necesitaban un hermano lego.
Pasé en el convento la juventud y estas cosas útiles para la vida me enseñaron que diligente aprendí: la lengua latina, a usar con corrección la propia y a conducir la camioneta con que iba al mercado a comprar algunas viandas, pocas porque la mayoría las cultivaban ellos.
Cumplidos los veinticinco años me volví al pueblo. Estaba cansado de aquella vida hecha de silencios. Con la ayuda de mis padre, algunos ahorros que yo poseía y otros que el director de una sucursal del banco me fío, me compré un taxi. Hacía todas las semanas estos dos servicios: clientes que llevaba de consulta al hospital y una vista del alcalde a la sede de su partido. Era este el más productivo porque habíamos ajustado de antemano un precio por cuatro horas y si se alargaba la reunión, lo que siempre ocurría, yo podía establecer una nueva cota a mi criterio.
Era un hombre feliz. La gente me tenía en consideración y algunas muchachas se me acercaban y cuando alguna me decía algo bonito se me ponía la cara de mil colores. Y era lo peor que yo soñaba con ellas. Y la más guapa, Amelia, se atrevió a decirme un día que la invité que yo sería buen alcalde, que mirase a ver pues las elecciones estaban próximas.
No dormí la noche anterior al inscribirme como candidato. Hice una campaña intercalando algunas frases en el latín que recordaba y salí elegido. Fue la primera vez que mi padre me abrazó fuerte y me dijo que yo era el vivo ejemplo de él.
Tenía grandes proyectos, el primero de todos investigar quienes fueron nuestros antepasados y a qué se dedicaban porque no quedaba noticia alguna de ellos. Las edificaciones eran de anteayer, y faltaban documentos que pudieran deslindar la realidad de la fantasía con que nos deleitaba uno de los maestros que nos creía herederos del Cid.
Un día mientras Josefa jalbegaba el salón de plenos, apareció en la pared una imagen borrosa que debía estar oculta tras las sucesivas enjalbegadas. La envié para su casa sin dudarlo y con una espátula fui desbrozando las capas de pintura hasta llegar a un personaje sentado en una silla de grandes dimensiones con un escabel a los pies. Mucho me extrañó el rostro ceñudo de aquel sujeto, pero más que a su lado derecho hubiera otra silla vacía. Porque lo lleno siempre delimita y se define fácilmente atendiendo a sus medidas, peso, forma, color, etcétera, pero ¿cómo definir lo vacío?
Pasé en vela casi toda la noche y lo poco que logré dormir no remedió mi cansancio, antes bien fue motivo para despertar con los nervios de punta, porque tuve un sueño que me causó gran desazón. Ocupaba la silla vacía una mujer con halo celestial, la hermosura misma, el candor y la ingenuidad, y para mi desolación me sonreía. Pude acercarme a ella y la toqué, y tanta, tanta turbación me causó la cercanía que me alegré de despertar porque bien creía que estaba en otro mundo. Y era el motivo que nunca estuve tan cerca de tocar los cielos.
Cuando al día siguiente retorné al salón, la silla seguía vacía. Lo consulté con el alguacil al que le hice partícipe de este descubrimiento el cual tuvo un singular alcance. La silla permanecía vacía porque la ocupó una santa. Y como solo Dios puede estar en varios lugares a la vez, nunca los humanos, le santa de la silla estaba en un altar.
Aquella ocurrencia trastocó mis planes porque yo la creía campesina y sana como una manzana. Me fastidiaba además que fuera una santa la mujer aparecida en mi sueño. Estudie la silla. No era de enea ni de simple madera, era el asiento de un príncipe. Pregunté a los frailes cuya opinión me confundió porque si tenía repujados —me dijeron— podía ser la de una obispo.
Fuera como fuera, me dirigí a los medios de comunicación y esta fue la consecuencia. Les conté cuanto sabía y empezaron a llegar al pueblo curiosos, periodistas, políticos, autoridades y catedráticos de historia, y hasta el señor obispo de la diócesis. Se alquilaron casas, se rehicieron las viejas, se edificaron nuevas y el vecindario aumentó en un número considerable.
Fue un milagro. El que una silla vacía contribuyera en el descenso de una España vaciada.

DAVID MELÁN CASTRO

—Mira, ahí viene un autobús número 2. ¿Es ese, no? Será mejor que lo cojamos para llegar a aquí—. le dijo María a Jaime indicando el mapa de la ciudad que estaban visitando como turistas durante sus merecidas vacaciones veraniegas.
—¿Estás segura? Ceo que no hacía falta, pero bueno…—.contestó Jaime doblando el mapa y guardándoselo en el bolsillo de la mochila al tiempo que el bus frenaba en la parada y abria su puerta delantera.
—Hombre, tú dirás que no hace falta, pero son más de diez minutos en bus.
—Vale, vale, sólo digo que podíamos haber ido dando un paseo, y asegurarnos de no coger el bus equivocado, eso es todo.
Una vez pagado el ticket, buscaron para sentarse. El bus iba lleno. Solamente dos asientos a mitad de autobus estaban libres.
—Mira, allí hay dos sitios—.indicó Jaime señalándolos.
Eran el pegado a la ventana, y el de al lado. El tercero de esa fila que daba al pasillo, iba ocupado por una señora mayor.
—Si nos permite pasar—. dijo María dirigiéndose a la señora que ocupaba el primer asiento mientras hacía el amago de pasar.
La anciana miró para ellos y tras una pausa fugaz se dirigió a la jóven turista.
—Solamente está libre este, ¿ven?—mientras señalaba el cartel que ocupaba el respaldo del pegado a la ventana.
Jaime y María se miraron sin entender nada.
—Pero uno de los dos si puede sentarse aquí—. mientras sonriendo, le daba unas palmadas al asiento que tenía a su lado.
—Siéntate tú—.se adelantó Jaime mientras fijaba su vista en el respaldo de la ventana.
María, algo sorprendida, no entendía nada, pero los primeros acelerones y frenazos de autobús decidieron por ella y aceptó sentarse junto a la anciana.
Una vez acomodada, miró para Jaime y se aseguró de que estuviese bien y automáticamente, miró para el respaldo del asiento vacío y vio que había un texto escrito. Lo leyó:
«Este asiento está reservado a perpetuidad para Dña. Leonor Flores Villanueva. Por sus desinteresados ofrecimientos y ayudas a esta comunidad durante toda su vida. El pueblo de Almaderin le estará eternamente agradecido. Nunca más volverá a llegar tarde.
Almaderin 03/02/2013.»
Una vez leido, miró instintivamente hacia la señora buscando respuestas. La anciana se percató de lo que sucedía y le preguntó abiertamente.
—¿Quiere que se lo aclaré?
—Si por favor. Me he quedado un poco sorprendida, la verdad.
—¿A dónde se dirigen?
—Vamos a ver el Monte Gemelo, ¿Se llama así, verdad?
—Si, si, efectivamente. Han elegido la línea de bus correcta.
—Gracias, no estabamos seguros al cien por cien, pero ahora nos deja más tranquilos—. dijo María sonriendo a su novio.
—Tenemos tiempo. Pues verás. La señora Leonor Flores fue una gran valedora de esta comunidad. Todos los días cogía la línea 2 para realizar el recorrido entre su barrio y la ONG donde trabajaba altruistamente desde que se había jubilado. Se sentaba en este sitio y esperaba pacientemente hasta llegar a su destino. Ella declaró que era su válvula de escape desde que su marido había fallecido y que esa una manera de sentirse útil para la sociedad. Cada día, de cada semana de cada mes durante cinco largos años, repitió el trayecto en ambos sentidos. Poco más de un año después de empezar a coger aquel bus, su labor comenzó a trascender entre la vecindad. Los conductores de los dos trayectos la fueron conociendo mejor y poco a poco fue surgiendo una simpatía mutua entre los tres, además de con alguno de los usuarios que, al igual que ella, solían coger aquella línea de bus en aquellos horarios. Con el tiempo, trascendió la especial labor que venía desarrollando con el pequeño Carlos, un huérfano que el estado había decidió temporalmente poner a bajo la tutela de aquella organización a modo de «familia de acogida» hasta que no le encontrarán un hogar que fuese adecuado. El cariño que se profesaban era mutuo. Él porque recibía de aquella a anciana amor incondicional, y ella porque veía en aquel niño el nieto que nunca tuvo.
—Que historia más conmovedora.
—Si, es una bonita historia pero escuché, escuché que sino no me va a dar tiempo a acabar de contarle la historia de este asiento vacío—. Añadió la anciana para que no le interrumpiera.
—Disculpe— .contestó sincera María ante la atenta mirada de Jaime.
—Pues como le decía la señora Flores siguió cuidando del pequeño Carlos hasta que un día sucedió algo terrible—. mientras María se tapaba la boca de la impresión.
Jaime escuchaba atento a la anciana y con su último comentario hizo una mueca de desaprobación al considerar que estaba exagerado el tono de la historia que estaba contándole a su novia, cosa que a ella no parecía importarle.
La ancina se fijó en el gesto de la joven y de reojo al resto de los usuarios habituales que, con gesto serio esperaban a escuchar una vez más el desenlace de aquella relato sobradamente conocido por ellos.
—Pues hace diez años, una noche horrible que caía una tromba de agua que inundó parte de las calles de la ciudad, la señora Flores, puntual a su cita con Carlos, se dispuso a coger el bus, pero éste, por culpa de las condiciones meteorológicas llegó con más de media hora de retraso. Cuando el autobús llegó a la parada, no cabía un alfiler. El retraso acumulado con el anterior, sumado al dia de perros, hizo que el chófer abriera la puerta por deferencia hacia ella, pero sólo para indicarle que era imposible que pudiera subir. Resignada, vio como se cerraba la puerta y se alejaba. Bajo un destartalado paraguas, y por primera vez desde que se había autoimpuesto cuidar a Carlos, no asistiría a su cita diaria. Al día siguiente y con el cielo despejado se dirigió a verle. Estaba preocupada por él. Al fin y al cabo no dejaba de ser un niño de seis años. Su terrorífica sorpresa fue descubrír la cuadra realidad una vez que llegó a la sede de la ONG. Esa mañana, el director la estaba esperando en la puerta del centro con lágrimas en los ojos. Ella preguntó que qué pasaba y si Carlos lo habia pasado mal con la tormenta. Tras unos segundos, la anciana Leonor Flores se derrumbó al enterarse de la noticia del fallecimiento de Carlos. Lo que había sucedido es que viendo que se retrasaba a su cita diaria su abuela adoptiva, había decidido ir en su búsqueda y al salir a la calle y con la escasa visibilidad reinante, un coche lo había atropellado provocándole la muerte casi en el acto. Apenados, los responsables del centro no encontraron una explicación a cómo y en qué momento, un niño tan pequeño pudo escabullirse sin que nadie se diera cuenta y sucediera aquella desgracia. Tras enterrarlo, Leonor entró en una fase de caída en picado y murio dos semanas después. La gente llegó a comentar que murió de pena al no poder sobreponerse a la muerte de Carlos. Cuando la compañía de autobuses se enteró de todo aquello, y aunque nadie le echó la culpa de lo sucedido, decidió rendirle homenaje de esta forma, para que nunca más llegase tarde a su cita con Carlitos.
La cara de María y Jaime era un poema y con el rostro desencajado, le dieron las gracias a la señora por aquella historia local. Una vez en la acera de su parada, esperaron a que el bus reiniciase su marcha. En ese instante y mientras el bus les pasaba por delante, a Maria le pareció ver fugazmente a la anciana Leonor Flores mirándola desde su asiento, atraves de la ventana de aquel autobús, que nunca más volvería a dejarla en tierra.

FÉLIX MELÉNDEZ

La calle tiene un color diferente, las vecinas ya no están presentes, ni asomadas a las respectivas casas como antes, casi asombrosamente la mayoría por no decir todas las puertas permanecen cerradas. Cosa que unos años atrás era impensable, ¿Quién lo diría? Ya no queda nadie, todo el día había gente hablando en las puertas fregando las aceras y una agradable vidilla, cargadas las calles de muchachos de diferentes generaciones siempre alborotando, corriendo por todos sitios, entrando en todas las casa. De todo se enteraban todos, ¿Quién preguntaba por quién? Si salían o entraban en la casa de cualquiera, simplemente un chismorreo sano. Ante cualquier historia, la ayuda de las vecinas era la primera. Era un mundo amable y admirable cada cuál, con su forma distinta de ser, pero, todas respetables. Si se tenía que decir cualquier cosa de sus hijos, se decía sin miedo ni cobardía. Lo más, que pasaba era un tirón de pelos, algunas veces las colas volaban, pero al día siguiente todo estaba igual, nada de denuncias, ni cosas que fueran a más.
Hoy he pasado por mi puerta donde yo me crié y está cerrada a cal y canto. Las demás también están igual, la mayoría de la calle eran personas mayores que han ido, poco a poco, dejando sus casas, aunque algunas se han renovado por sus hijos, porque han muerto los padres o se han marchado algún asilo, o tal vez los más privilegiados, están en casa de sus hijos en otra parte.
Que triste entrar en tu antigua casa y observar todo dejado, solitaria, esa, esa que siempre tenía bullicio de tanta gente, ahora se presenta sorda, e inmóvil, todo está donde estaba, sobra soledad y falta vida, la silla o sillón vacío, sin tu madre sentada en su sitio, al lado de la ventana, leyendo o rezando en su mesita redonda, o haciendo ganchillo. Esperándote al medio día con toda la paciencia del mundo, para escuchar tus problemas y alegrías. Donde ha permanecido durante tantos años. Es una tristeza indescriptible, miras alrededor y observas cuántos recuerdos vienen a tí, al mirar los cuadros, portafotos en una mesa la primera comunión, de todos los críos, los nietos, los hijos, colocados en una hilera, unos delante otros detrás, encima de la mesa del comedor, en el mueble, en las paredes; el paso de tantas vidas, de tanto tiempo. Cuando hemos sido pequeños, medianos, los cuadros de casados. Cuantos recuerdos almacenados en cualquier lugar de la casa, poquito a poco acarreado, con todo el esmero del mundo y el esfuerzo del dinero para comprarlo, y ¿ahora? guardado. ¿Para qué?
Para tener que regalarlo o tal vez tirarlo. ¡Qué pena! Tenemos las casas a tope y llega un momento que sobra todo. Y lo que quieres realmente no lo puedes volver a tener. A quién quieres ya no tienes posibilidad de volverlo a ver, aunque por los rincones parece que se oyen sus voces, que está en su cama todavía. Lamentablemente no.
¿Qué pena de esa silla tan vacía? Que deja tu alma temblando, esa ausencia tan grande, tan necesaria, a la que estábamos acostumbrados, y poco a poco te vas desacostumbrando. Aunque siempre permanezca su falta y sus recuerdos. Sus voces grabadas en tus oídos.
Cuándo quieres pararte a pensar un momento, esa silla, es la tuya, tu silla; de la que te están echando, porque según ellos, ya no podemos valernos nosotros mismos, necesitamos de los demás y siempre hay alguien dispuesto a recordarlo. ¡Qué triste realidad! la casa vacía. Con tantos recuerdos guardados.
Por la que pasaremos todos los que no hayan muerto antes de tiempo.
Hoy estoy sentado en el sillón pensando, mañana, será mi hijo quién esté en mi silla meditando, recordando.

ALBERTO MEDINA MOYA

Era una mejor atractiva, a pesar de su rostro surcado por la tristeza y las prendas oscuras que solían ocultar su pálida piel. Todos los días se sentaba en el mismo asiento del mismo vagón. Su mirada perdida apenas mudaba durante el trayecto. Se bajaba una parada antes que yo, que me quedaba con la incertidumbre de si al día siguiente vería al fin una sonrisa en su cara.
Un día su asiento se quedó vacío. Me levanté y recorrí los tres vagones, pero no la vi. Pasé buena parte del viaje pensando en aquella mujer que ya formaba parte de mi paisaje cotidiano y de mis pensamientos.
Al día siguiente volví a ver su asiento vacío. Y al otro. A medida que pasaban los días, aquel asiento me invitaba a fantasear con la posibilidad de que estuviese enferma. O que hubiese tenido un accidente. O quién sabe si había sido víctima de un marido que la maltrataba, de ahí aquella mirada perdida. No pude evitar sentirme culpable por no haber intentado iniciar siquiera una conversación con ella. Quizás aquella mirada triste solo pedía un poco de atención, de ese calor humano que yo solía echar de menos las tardes de domingo. El cobarde que hay en mí había ganado otra batalla.
Un par de semanas después me sorprendió verla en su asiento. Llevaba ropa más alegre, y hablaba con el hombre que se sentaba a su lado. Se les veía animados, y finalmente se bajaron y se alejaron juntos.
El día siguiente me senté en otro vagón.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Contemplando la luna de fresa,
el depredador encontró a su presa,
esta, entre lágrimas pidió clemencia,
pues estaba llorando una ausencia.
La mágica luna llena,
hizo olvidar su pena,
mirando al mar,
se convirtió en sirena.
Todos lloraron al ver el asiento vacío,
al amanecer junto al rocío,
encontraron su alma perdida,
el depredador le dió una mordida.
Se convirtió en lunática,
macabra y satánica,
hechizada por sentimientos,
su ausencia le afrigio sufrimiento.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

EN CUALQUIER MOMENTO, EN CUALQUIER LUGAR
El avión despegó del suelo a la hora exacta. En su interior bullía un pequeño universo a escala repleto de personas con historias dentro. A través de los enormes ventanales de la terminal, yo observaba como iba alcanzando altura hasta perderse entre las densas nubes mientras algo, dentro mí, ardía a fuego lento, abrasando mis vísceras sin la menor compasión. Me había arrepentido en el último momento. Yo también debería haber cogido altura, embutido en el interior de aquel pájaro metálico, hasta perderme del mismo modo, rumbo a un destino incierto. Pero el miedo y las dudas acabaron por ganar la batalla. Esa mañana todos los asientos estaban ocupados. Todos menos el mío, que permanecía vacío como una isla en mitad de aquel enjambre humano.
Ocho horas y media más tarde, una mujer debería haber estado esperando en algún punto de la fría y mastodóntica sala del JFK, en Nueva York, coronada por el cartel de ARRIVALS. Pero quizá acabó sintiendo el mismo miedo y las mismas dudas que yo. En la zona de llegadas del aeropuerto, ese día también había quedado un asiento vacío.
El horror no entiende de horas ni de ubicaciones geográficas. Es un ente sin forma que amenaza con materializarse en cualquier momento. Aquella noche se desencadenó a medio camino entre nosotros dos, en mitad de la oscuridad atlántica, cuando una tormenta de dimensiones no calculadas sumergió a más de trescientas almas para siempre en las profundidades del océano.
Ese fantasma inmaterial e invisible también puede ser omnipresente. La indecisión y el bloqueo que experimentaba hicieron que ella tampoco tomase el expreso de Boston, un tren que aquel día estaba destinado a ser pasto del fuego, convirtiéndose en el letal crematorio de más de cien seres humanos, con nombres e historias. Ese día, una vez más, el caprichoso designio de las cosas había querido que su asiento quedase vacío. Abrazados a los temores y a las vacilaciones compartidas, no fuimos conscientes hasta la mañana siguiente de las circunstancias que habían sobrevolado nuestras vidas. Por suerte, sin llegar a aterrizar.
Han pasado unas semanas y estoy de nuevo en el punto de partida, junto a los mismos ventanales. Solo tres personas me separan de la línea de no retorno, flanqueada por la sonrisa falsa y artificial de la azafata que delimita la cola de embarque. Yo aún sigo debatiéndome sobre si dejar el asiento vacío o por fin ocupar el lugar que me pertenece.
Acaba de amanecer en Boston y ella no ha dejado de dar vueltas en la cama. Todavía tiene más de ocho horas por delante, tiempo más que suficiente para despejar sus dudas y brindar al destino una nueva oportunidad. En algún punto del planeta una mariposa comenzará a batir sus diminutas alas, desencadenando una serie de acontecimientos de imprevisibles consecuencias ¿Quién sabe si esta vez ella tomará el tren que la lleva de Boston a Nueva York o seguirá jugando con su indecisión? A veces, más de las que pensamos, el destino es una simple cuestión de asientos ocupados o vacíos.

IRENE ADLER

DESPUÉS DE LIMMERIDGE
Comen en silencio, evitando que las miradas sobrepasen la niebla dorada de las velas; el filo dorado de las copas; el recuerdo de un reverbero dorado que no era otra cosa que el fuego de la chimenea reflejándose en el sudor de sus pieles.
La mesa está dispuesta como siempre: con tres asientos y tres servicios, aunque el lugar de Laura, amorosamente equidistante de ellos dos, está vacío. Laura vuelve a estar ingresada en el sanatorio, en un reposo necesario. La casa de Londres la adquirieron con el único propósito de estar cerca de ella en esos cortos períodos de ausencia. A Laura le dijeron que lo hacían para que Walter estuviera más cerca del Museo, ahora que lo habían nombrado comisario de una importante exposición. Esas mentiras indoloras que ellos dos inoculaban en su mundo nebuloso y frágil, eran para protegerla. Marian seguía ocupándose de todo: la casa, las cuentas, los médicos. Walter fingía ser un hombre ocupado, un esposo abnegado, un cuñado considerado y leal. Y cuando Laura no estaba, se sentaban a la mesa en un silencio incómodo, a engullir sin saborear la cena, incapaces de entablar una conversación sobre su día, porque a solas, Marian Halcombe y Walter Hartright, no sentían la necesidad de recordar lo que no eran: una hermana amantísima y sobreprotectora; un esposo amantísimo y fiel.
Después de Limmeridge, cuando comprendieron que la vida apacible por la que tanto habían luchado sería ésto, algo dentro de Marian y de Walter, se rompió. La fractura dejó a la vista un hueso ensangrentado; un abismo; la niebla indisoluble que tenía sumida a Laura en un infantilismo irreversible. Aquella idiocia hecha de arranques efusivos, cólera repentina, berrinches, muñecas a las que ponerles nombres. Largos períodos de internamiento y regresos a casa cada vez más sombríos, porque sólo eran preludios de un nuevo aislamiento. Agotadoras jornadas cuidando de ella; vigilias interminables a los pies de su cama; amaneceres inciertos derrumbados en la mesa de la cocina: Walter bebiendo y Marian llorando. Ambos conscientes de que nunca habría más. Ni para Laura ni para ellos.
Y así como el dolor aleja o ata, se encontraron un día amarrados a la pena y la nostalgia de cómo eran los dos antes de Laura; antes de Limmeridge. Y Walter pronunció en voz alta las palabras como quien pronuncia una sentencia. Una única vez. Mirando a Marian a través de la niebla dorada de las velas:
—Estoy enamorado de ti. Lo sé desde hace años. Lo supe cuando puse el pie en la cubierta del barco que me alejó de Inglaterra. Lo sabía cuando regresé a Limmeridge para buscaros. Me casé con Laura para no perderte. Y esta vida contigo pero sin ti, se ha convertido en un purgatorio.
Desde esa noche, las cenas a la misma mesa evitando mirarse, tocarse o hablar, se han convertido en una rutina asfixiante y necesaria. La expiación de un pecado que los observa fijamente desde la silla vacía de Laura. A veces, entre sorbo y sorbo; entre plato y plato, ambos miran de reojo su copa vacía, su plato vacío, su fantasma vestido de blanco jugueteando burlón con los cubiertos de plata. En más de una ocasión se han preguntado si Laura lo sabe. Si en sus raros momentos de lucidez, no habrá atisbado en ellos y en su rígida impostura, ése evitarse en la escalera, ése bajar los ojos en la mesa, el modo en que Walter se detiene en una estancia, absorto y herido, aspirando el perfume que ha dejado la presencia reciente de Marian. Ése acariciarla sólo con la turbia y culpable imaginación. La manera inconsciente en que Marian repite algo ya dicho por él hace semanas, la breve hesitación cuando se cruzan, el rubor involuntario si por casualidad sus dedos se rozan al tratar de alcanzar, a la vez, la misma bandeja.
Sólo una vez, aquella vez, Marian rodeó la mesa, acariciando el respaldo vacío y acusador de la silla de Laura, para llegar hasta Walter, entrelazar los dedos con los suyos y arrastrarlo suavemente hacia el piso de arriba. Sin mediar palabra. Sin hacer preguntas ni promesas. Sin pedir permiso, ni perdón, ni explicaciones.
Sólo una vez. Sólo una noche. Para que Walter supiera que después de Limmeridge, en aquel purgatorio, habitaban los dos.

ANTONICUS EFE

El vacío de la ausencia siempre viene acompañado de soledad y cuando acontece empaña cualquier atisbo de recuerdo feliz. El poeta se aferra a su olvido en los versos desgarradores que salen de su pluma, el cantor tiñe de amargura las notas de su guitarra, pero para el resto de los mortales lo más fácil es refugiarse en actividades que hagan que dicha ausencia sea olvidada. ¿Y si no eres ni poeta, ni cantor, ni siquiera te consideras “resto de los mortales”? Entonces tienes un problema y eso era lo que le pasaba a Fulano de Tal. Se sentía invisible ante el resto de la sociedad desde que que Menganita de Pascual había abandonado la senda de los vivos para hacer compañía al resto de las estrellas del cielo, o eso pensaba él.
Se levantó con la desgana habitual encaminándose al baño para asearse, pues ella no se lo perdonaría nunca si no se aseaba, eso era sagrado. Con más desgana aún se preparó el café con leche con las tres galletas reglamentarias, por meter algo al estómago. Su liturgia matutina se completaba con el telediario de la primera, más que nada, por que consideraba que acertaban más con el pronóstico del tiempo y siempre hablaban algo del Madrid en los deportes.
Una vez completada la liturgia, salió como de costumbre a por el periódico y el pan. Primero leía el periódico en un banco del parque que había frente a la panadería, las noticias le importaban un pimiento, era solo para disimular y hacer creer que estaba bien. También escuchaba las conversaciones de la gente que entraba y salía de la panadería y obviamente no encontraba nada interesante en ellas. Después de comprar el pan volvía a casa y se ponía a limpiar en un mar de lágrimas que le recordaban a su fallecida esposa cuando lo hacía, limpiaba todo menos el asiento donde solía sentarse en el salón y que seguía ocupado por el cadáver de su esposa, jamás estaría vacío.

GRACIELA PELLAZA

Me fuí.
En el medio de esa salina que era la sala blanca y sola, le dejé una silla.
Era como el telegrama de renuncia, la soga cortada. No importa donde iba, porque cuando uno se va, tiene la flojedad de los barriletes, el vaivén del viento, y esos banderines cortitos en la cola. ¿Era la silla una comilla de la venganza, el asterisco?
Es probable.
Era la respuesta a la pregunta que abriera la puerta. La última palabra, la del «sin sonido».
Ojalá en un rasgo de sentido común recordara que prendía cerillas sobre el mantel de la cena, para que entendiera. Un bosquejo de lo que le dejé, porque lo otro se lo dí a manos llenas, y lo extravió.
Yo había emigrado, era cruel quedarme en ese país sin bandera. No quería hablar, porque las palabras a veces carecen de sentido y una es una maraca de cotillón, por eso le erigí un monumento entre la puerta y la cocina.
Él podria entender y reír…o sentarse a llorar en el respaldo.
La indiferencia te destierra, le quise decir.
Cuando dejé el detalle, me cuestioné si era necesaria la alegoría.
Y me perdoné.
Era el descarte de esos «pésame Dios mío, me arrepiento de todo corazón»
Quería que le duela.
Yo que lo lamía de ternura, bloqueé la humedad de la lengua.
En toda mi escasez de recursos, sin cabriolas; lo único que le dejé…fue una silla.

MARÍA AMPARO

REPENTINO SILENCIO
Fue una sensación tan inquietante, que todavía se me eriza la piel al recordarlo. Caminaba por el parque público, a pesar de la fina e insistente lluvia los contados bancos de madera y forja estaban ocupados. Un señor leía bajo un paraguas negro, yo diría que era una biblia por su pequeño tamaño y el diseño del lomo con letras doradas. Una chica jugueteaba sentada con su juguetón cachorro de manchas blancas y negras…continué mi paseo hasta llegar, sin buscarlo, a una zona más apartada, de arbolado más espeso. La bascosa temperatura se refrescó dando un respiro.
Continué con mi camino, al fin, a unos cinco metros, unasiento vacíovacío bajo un extraño árbol de hojas oscuras y ramas muy enredadas entre sí, me ofrecía una amplia sombra. Sé que no hay que resguardarse en un árbol cuando hay tormenta, pero en este caso, eran tan solo unas inofensivas y diminutas gotas.
De repente, el silencio se adueñó de aquel rincón, ya no cantaban los pajarillos, el motor lejano de los coches no existía. Un amargo susurro a mi lado me sobresaltó el corazón, la sangre se me detuvo cuando sentí un contacto frío recorrer mi brazo izquierdo, acariciándolo… Busqué con la mirada una razón. Nada. ¡Estaba yo sola! Cuando mi rígido cuerpo se recuperó salí corriendo de allí.

GUILLERMO ARQUILLOS

UN ASIENTO VACÍO
Amado Richard, antes de hacerte una importante petición que espero que te agrade, quiero contarte lo que me pasó hace unos años con una muchacha de la que seguramente te llegarían noticias a pesar de la distancia que nos separa. Yo tenía por entonces veintiséis años, una edad ya madura para un soberano y ella (cuyo nombre nunca aprendí) tenía dieciséis. El mismo día que la elegí y la estrené, la obligué a jurar que no viviría a costa de un hijo bastardo, si es que me proporcionaba uno.
La chica me encandiló cuando pasamos por su aldea viniendo de una cacería que celebró mi corte. Aquel día las cestas de los trofeos venían casi vacías y los criados solo acarreaban un par de ciervos y tres jabalíes. Decidí que un grupo de soldados fuera por delante expropiando grano y comida de los lugares que atravesábamos. Ya sabes cómo es de desagradecida esta gente de la gleba. En el castillo los cobijamos y protegemos, dejamos que trabajen en nuestras tierras (siempre entregándonos la mitad de las cosechas, como es de ley), a veces hasta les regalamos ropas viejas o unos muebles usados. Siempre quieren más: animales de carga, carros, exenciones de impuestos, incluso ambicionan caballos. El caso es pedir, pedir y exigir. Estoy harto de tanto siervo inútil (como supongo que a ti te pasa con los tuyos).
Ya sabes que el trono de mi reina Mireya quedó vacío desde que falleció a sus veintidós años por el mal parto que le dio mi primogénito Henry. El mamoncillo terminó muriendo al poco tiempo, cuando todavía estaba a cargo de sus nodrizas. Yo creo que pereció de debilidad, porque la lactancia no debe prolongarse en los que están destinados a ser reyes, pero las amas insistieron en que la leche de las criaderas lo conservarían vigoroso.
Pasamos por la aldea, ya te digo, y los aldeanos estaban formando una fila a cada lado del camino. Me fijé en la muchacha. Era preciosa: pelirrubia, pecosa, con senos crecidos y ojos claros, alta y delgada. Pensé que sería un buen adorno para mi cama durante un par de estaciones y para el trono que había dejado Mireya, aunque solo fuera ornamento temporal, sin ningún derecho, como es de ley en una sierva.
Cuando pasaba, la miré:
—Agarrad a esa hembra, me la llevo —dije señalándola.
La familia, o quienesquiera que fuesen los que estuvieran a su lado, empezaron a quejarse con lamentos y ayes. Hice entonces una seña y les arrojaron un puñado de monedas que acallaron las protestas. Toda la aldea quedó en silencio. En las mugrientas caras de los rapaces afloraron sonrisas miedosas. A lo lejos se oía a alguien trabajando. El herrero durmió durante meses en mis mazmorras por seguir con su faena y no salir a saludar a su amo y señor natural.
La chica, una vez despiojada, lavada y perfumada, era rematadamente hermosa. Lucía siempre los primorosos vestidos de Mireya y resultó ser tan buena en la cama como dulce en el trato con mis invitados. Si no hubiera sido una vulgar campesina con una sangre innoble de la misma calidad que la de un marrano, la hubiera convertido en mi amante oficial.
Por las mañanas, ella misma se encargaba de que mi desayuno estuviera a punto: cerveza, huevos revueltos, arenque ahumado y carne hervida. Ya sabes que mi mesa siempre ha sido frugal y que soy de poco comer. Cuando me empezaron los horribles dolores en las tripas, las cocineras me explicaron que ella misma se encargaba de prepararme los huevos revueltos, siempre con sabores y aromas deliciosos. Hubo días en que los sufrimientos del vientre se me hicieron insoportables y no pude hacer otra cosa que estar cerca de la letrina a la que tenía que acudir constantemente. Dejé de comer casi por completo y empecé a adelgazar hasta parecer un junco. La chica insistía en que el desayuno era tan importante que llegó a convertirse en la única comida que tomaba a diario.
Los nobles no querían dejar de festejar a costa del tesoro del reino y cada semana acudían a comer y beber gratis en mi castillo para acabar refocilando con alguna furcia hasta la madrugada. Mientras hubiera cerveza, vino y jabalí asado, no les importaba que el asiento vacío del comedor fuera el mío y que el de Mireya estuviera ocupado por la joven ramera. Ella era aún más generosa que yo a la hora de agasajar a aquella nobleza innoble mientras yo sentía que la vida se me escapaba defecando.
Un día, una cocinera me contó que el padre de la chica había acudido al castillo. Cuando supe que veía a su hija todas las semanas, decidí no volver a probar ningún alimento que me preparase el demonio rubio. Comencé entonces a mejorar, fue inmediato. Tomé sopas y aves, me alimenté de muchas verduras, como los siervos, y comí durante semanas como los campesinos. Cuando recobré algunas fuerzas hice ahorcar a aquella malvada junto con toda su familia, como corresponde a los felones, por tratar de envenenarme con los malditos huevos revueltos y lo que le traía su padre.
Han pasado ya dos años, Richard, y hoy me arrepiento de todo aquello. Quizá la chica no era tan mala para ocupar el asiento vacío que había dejado Mireya. Quizá no era tan traidora, quién sabe. Es posible que las muertes fueran injustas, aunque no creo que importe mucho el destino de aquellos seres insignificantes. Hace dos meses, amigo, todavía muerto de miedo, he vuelto a tomar huevos revueltos para desayunar, como me preparaba la desdichada. Desde entonces han regresado los dolores de mis tripas y las constantes visitas a la letrina.
Además, he sabido que la gente de la aldea me odia por haber ejecutado a la familia de la chica y que si me respetan es solo porque les devolví sano y salvo al herrero. Eso sí, regresó más delgado que cuando vino a las mazmorras porque, en aquel momento, estaba tan obeso como un toro castrado.
Richard, te escribo porque sé que tienes una hija de veinte años que se conserva virgen, un poco mayor para mis gustos, pero de muy buen ver. Lo importante es que está en edad de parir, Richard, y estoy seguro de que sería una estupenda alianza para tu familia.
Por eso te pido que me la envíes para ocupar la silla vacía que dejó Mireya. Deseo que tu hija ocupe mi cama por las noches y me prepare el desayuno por las mañanas. Eso sí, dile que no me haga nunca huevos revueltos.
Te lo ruego de corazón, como se lo pediría a un hermano. Esto no es una orden, pero piensa en el pago que recibió el herrero que no salió a agasajar a su rey cuando pasaba por la aldea.
Un saludo.
Yo, el rey.

RAÚL LEIVA

Muérdago

La mesa de nochebuena nos encontraba a todos reunidos en un religioso silencio, en una reunión austera, pero muy sentida. Mi padre cortaba en silencio el pollo mientras mi hermana mayor aderezaba la ensalada. Mi madre miraba un punto fijo en la ventana mientras su cabeza viajaba a cualquier lado.
En la mañana mi hermano me acompañó a buscar piñas y muérdago al bosque para adornar la mesa. No teníamos mucho dinero, papá y los hermanos mayores pasaban todo el día ganando la comida de diario y mamá se pasaba el tiempo haciendo magia para que esa comida rinda para todos. El mejor muérdago, el que tenía las bayas, estaba cerca del arroyo en ramas muy cerca de la orilla. A esa altura del año, no era común que tuviera tanta correntada. Las lluvias, aunque no frecuentes, habían traído bastante agua a los campos y las cosechas se salvaron justo a tiempo. Yo era el menor de los hermanos, quise contribuir de alguna manera al festejo navideño así que hice un gran esfuerzo. Me trepé a la rama más alta, donde estaban las bayas más rojas y brillantes. En el trayecto varias espinas me lastimaron las piernas y los brazos se me hincharon mucho, pero el objetivo estaba al alcance de la mano. La rama en la que estaba encaramado, amenazaba con quebrarse de un momento a otro, pero no podía retroceder. Mis ojos se encontraban enfocados como los de un francotirador en las rojas frutas cuando escuché un crujido tan inevitable como inesperado. Lo que siguió fue el sonido del agua que anunciaba que se tragaba una presa más, el resto solo fueron gritos de confusión y blasfemias cruzadas.
La mesa nos encontraba a todos reunidos. La navidad se acercaba minuto a minuto, segundo a segundo. El silencio se podía cortar como el seco pollo que había cocinado como pudo mi papá. Sonaron los lejanos fuegos artificiales y mi mamá dejó de mirar el punto perdido en la ventana y clavándome sus ojos rojos de tanto llorar en los míos me gritó “¡Lo único que tenías que hacer era cuidar a tu hermano, carajo! ¡Lo único!”
Intenté responder que no pude hacer nada, que intenté impedir que el enano se trepara al muérdago, pero mi rama fue la que se rompió primero. Ahora todos miran mi asiento vacío y hacen silencio. En el centro de la mesa no hay un muérdago, pero me consuela pensar que el enano va a poder intentarlo el año que viene y va a tener más cuidado. Lo quise abrazar para que no sienta que fue su culpa o algo así, pero los fantasmas, aunque tengamos siete años, no podemos hablar más con los seres queridos, al menos por ahora.

BEGO RIVERA

Tormento
A través de los cristales Helena miraba como la lluvia borraba el paisaje. Una intensa e impactante tormenta los rodeaba. Parecía el fin del mundo, los relámpagos los cegaban y los truenos hacían temblar hasta los cimientos.
Estaban desayunando como siempre en la cocina, a pesar de ser la hora de haber amanecido no se atisbaba nada de luz.
La noche no terminaba.
Como siempre en la mesa cubiertos para cuatro… uno de los asientos vacío.
Acompañados del silencio, los comensales comían y miraban por la ventana, como esperando que un rayo los alcanzara y finalizará con su dolor.
Sus padres no olvidaban a Paula. La hermana de Helena desapareció ya hacía cuatro años, tenía entonces catorce, la misma edad que tenía ahora Helena, llovía como ahora, era imposible no rememorar la fatídica mañana.
Ella era muy pequeña, pero recordaba aquel aciago día, cuando Paula salió para ir al instituto y ya nunca volvió, desde entonces sus padres sumidos en la tristeza no le prestaban atención, ella lo comprendía, lo sobrellevaba mejor que ellos ya que ella no veía la silla vacía, siempre vio a su hermana, estaba allí. Aunque ahora debería tener dieciocho años, su apariencia era la misma que cuando sucedió el terrible suceso, una niña de catorce años.
Miró a su hermana que le devolvió la mirada.
Helena se levantó y fue a recoger sus cosas para ir a clase. Sus padres no le dijeron que no fuera con el mal tiempo que hacía, como le dijeron a Paula aquel ya lejano día y que ella rechazó, sonriente, asegurando que no pasaba nada, con sus botas de agua rojas, el paraguas azul y su mochila.
En el zaguán, Helena se miró en el espejo, pero no había reflejo de ella, su hermana, a su lado, le dio la mano para llevarla al colegio camino del instituto, como aquel día, en el que ninguna de las dos regresó.

EFRAÍN DÍAZ

La guerra es una pesadilla, una horrible pesadilla. Y aunque es indiferente y devastadora, no te deja indiferente. Te marca como marca un tatuaje de tinta indeleble. Arrolla todo a su paso. Es como caminar por los jardines del infierno de la mano del diablo.
La guerra también es una maestra increíble, pero despiadada. De la peor manera, la más dura y cruel, enseña lecciones que jamás se olvidan. La guerra obliga a ver lo peor del ser humano, pero también muestra lo mejor de muchos de ellos.
Enseña la pena y la trizteza, la pérdida y el dolor. Nos muestra la fragilidad de la vida. Y es en esa fragilidad que nos enseña la muerte al desnudo. Tal y como es. Sin aderezos ni cortapisas.
Estábamos en Afganistán. Nuestra escuadra de once hombres, escogidos a mano, los mejores entrenados, teníamos una misión. Traer vivo o muerto al mayor distribuidor internacional de armas.
Este mercader de la muerte no solo suplía sofisticadas armas a terroristas, sino que fabricaba rústicas bombas caseras. Su red internacional de tráfico de armas se había convertido en un problema local y allende los mares.
Carente de toda moral, esta sabandija no tenía bando. Vendía armas a todos los grupos en conflicto, asegurando la aniquilación de todos mientras engrosaba su cuenta bancaria.
Salimos como de costumbre. Resignados a no regresar. Con ese sentimiento de abandono de quien sabe que puede ser la última experiencia, la última mirada, la última palabra, el último suspiro. Aún así, salimos. El deber llamaba e iba por encima de todo. Sin contemplaciones de ninguna clase. Ese fue el trabajo que escogimos y cumpliríamos.
Decididos a encontrarlo, llegamos a la pequeña localidad. Incursionamos en todas las casas, en todos los negocios, en todos los apartamentos. En cualquier escondrijo que esta escoria humana pudiera esconderse.
Once hombres funcionando como una sola unidad. En total sincronía y sintonía. Como el mecanismo de un reloj suizo. Como la falange de Alejandro Magno, que una vez en marcha, era imparable e implacable.
Temerosos de verse en un fuego cruzado, al vernos, la gente local se escondía en sus casas. Sabían que algo peligroso se había cocinado y no querian formar parte de ese menú.
Al salir de uno de los apartamentos, en el cual no hallamos nada significativo, escuchamos un disparo seco y solitario. El único que habíamos escuchado desde que comenzó la operación. Hizo un enorme eco en todos nosotros.
-fuego, fuego, fuego- reportó el comandante de la escuadra.
Entonces, vimos caer a James. El chaleco anti balas y el casco no sirvieron de nada.
El tiro había sido certero. Le reventó la yugular. James cayó y su sangre se dispersó rápidamente por el arenoso suelo. Todo se tiñó de rojo. El uniforme, el chaleco, el suelo, el cielo, todo era color escarlata.
James se vacíaba rápidamente y sin remedio. Se le escapaba la vida por el agujero que le hicieron en el pescuezo. Impotentes, no sabíamos que hacer para detener la hemorragia. No había venda ni torniquete posible para tan delicada área. James se nos iba ante nuestra vista, ciencia y paciencia sin que pudiéramos hacer nada para retenerlo.
Este disparo había sido obra de un francotirador.
Afortunadamente y por esos misteriosos e inexplicables designios de la vida, dentro del fragor de la operación, uno de nuestros hombres pudo ver de donde vino el mortal disparo y alertó a nuestro francotirador. Su disparo delató su posición y teníamos una preciosa oportunidad.
Nuestro francotirador, experto en su campo, como todo buen sabueso, rastreó eficazmente al sujeto. Éste intentó moverse a otra posición. Sabía que estaba delatado, pero fue torpe. Dejaba rastro cada vez que se movía. Nuestro francotirador, invisible para él, lo tenía en la mira. Cuando las condiciones fueron idóneas, contuvo la respiración y con ambos ojos abiertos, en señal de maestría y control absoluto, suavemente apretó el gatillo. Una estela de sangre en la pared fue prueba suficiente para saber que lo había eliminado.
-tirador muerto, repito, tirador muerto- dijo nuestro francotirador. Quien a hierro mata a hierro muere.
Ese día no pudimos continuar con la misión. La muerte de James activó los protocolos de extracción. Eventualmente la cucaracha cayó y ya no causa más daño.
De regreso a nuestros hogares, fuimos invitados a un banquete formal. Estábamos todos, con nuestros impecables uniformes. Estábamos todos menos James.
James tenía su mesa con su asiento vacío, en señal de que, aunque ausente, jamás olvidado. Es una antigua costumbre militar poner la mesa con una silla vacía para los que quedaron atrás. Los que murieron en combate. Los que nunca regresaron a casa. Los que ya no se encuentran entre nosotros. Y allí estaba su silla, tan vacía como nuestras almas y nuestros corazones.
La mesa siempre redonda en señal de que nuestras inquietudes no terminan. El mantel blanco, en señal de la pureza de su compromiso con la nación. La vela encendida, simbolizando la esperanza de volver a reunirnos, algún día, en franca camaradería. La rosa roja, que recuerda a familiares y amigos. La servilleta negra, simbolizando el vacío que deja en nuestras almas y corazones cada Soldado caído en combate. La Biblia, en reconocimiento de la existencia de un ser superior. Las rodajas de limón, para recordarnos que el destino puede ser amargo. La sal, que representa las lágrimas derramadas por familiares y amigos. La copa de vino invertida, en señal de los que ya no podrán compartir un trago, una copa, un brindis.
James no estaba, pero estaba su asiento vacío. Porque siempre estará. Porque ni se fue ni nos dejó. Simplemente se nos adelantó.

ROSA ISABEL CÁNDIDO MATEU

UN ASIENTO VACÍO
Siempre éramos, más o menos, los mismos usuarios de ese tren. Caras que ya resultaban conocidas, a fuerza de verlas de lunes a viernes a la misma hora, esperando subir al vagón, o ya montados en él, durante meses.
Desde que comencé en mi nuevo trabajo, a 35 km de mi casa, se repetía diariamente el mismo ritual: subíamos al tren de las 7:43, los habituales ya nos saludábamos con un gesto de cabeza, y al subir parecía que cada uno tenía ya su asiento asignado. Los dos universitarios que escondían la cara entre apuntes y libros, la mujer de gesto amable que cuidaba enfermos en el hospital, la señora que acudía a ocuparse de sus nietos, siempre con el bolso abrazado sobre su regazo…y ella.
De mirada huidiza, con unos ojazos que alcancé a ver alguna vez que, ocasionalmente, se quitó las gafas, siempre bien vestida aunque con ropa modesta, y una sonrisa tímida que me aceleró el corazón cuando me descubrió mirándola.
Comencé a imaginarme hablando con ella, tomando un café, paseando cogidos de la mano, aunque pasaban los días y no me atrevía a decirle nada.
Así que la semana pasada me levanté una mañana decidido a pedirle una cita. Me esmeré un poco más de lo habitual en mi imagen, y me puse esa colonia que guardo para las ocasiones importantes.
Llegaba el tren, me temblaban las manos por el nerviosismo, pero pensé : – en cuanto suba, me dirigiré a ella directamente, y le diré…no sé, algo se me ocurrirá, pero de hoy no pasa-.
Se abrieron las puertas, subí de un salto, y cuando miré emocionado en dirección a donde suele sentarse…el asiento estaba vacío.
Aturdido, pensé que quizás me había equivocado de vagón, pero no, eran las mismas caras de siempre.
Ha pasado una semana, y sigo cruzando los dedos para que, al montar en el vagón, ella esté allí.
Ya oigo el pitido del tren. Quizás sea hoy.

CONCE JARA

Yo vivo en las Matas, por eso, tras el trabajo en el geriátrico, a las seis y media de la tarde, cojo el tren de cercanías en la estación de Valdemoro…, antes la de Ciempozuelos, donde está el psiquiátrico “San Juan de Dios”.
Después de más de una hora llegó a la estación de las Matas…, antes está las Rozas y el viejo chiste.
Hoy es viernes. Suelo hacer el viaje de ida y vuelta concentrada en la lectura de alguna novela que llevo en el bolso, pero estoy cansada. Quizás mire por la ventanilla, ya que siempre intento coger un asiento vacío junto a la misma, siempre en dirección a la marcha, siempre en el mismo vagón.
Desde hace unas semanas, cerca de mí, me encuentro sentado al mismo hombre que va leyendo libros con el sello de biblioteca. Tendrá unos 40 años, como yo, y lleva unos días con el título: Yo, Pierre Riviére de Michel Foucault, que la verdad, ¡no me suena de nada!
Hoy está tan enfrascado en su lectura que no se ha dado cuenta de la parada en Valdemoro, hasta que, al sentarme en un asiento vacío frente al suyo, le he rozado los pies y he tenido que pedirle disculpas.
Algo colorada, por su forma de mirarme, no me queda más remedio que abrir mi libro y sumergirme en la lectura.
En la parada de El Casar, el hombre cierra su libro y empieza a mirarme fijamente. Al abrirse las puertas del tren, le doy un respiro a la lectura, observo como la gente sale, entra, se cierran las puertas y denoto que la mirada del extraño sigue clavada en mí…
Me incomoda y más cuando de pronto, me pone la mano sobre la rodilla. Se acentúa mi desagrado, y por mi ojeada retira su mano disculpándose:
—Lo siento, ¡perdón!… es que me he sentido hermanado con alguien que lee y no juguetea con el móvil.
No digo nada y como acto reflejo junto mis rodillas y las ladeo hacia el pasillo. Esbozo una sonrisa forzada, y pienso «¡Aprovechado! Llevamos unos días coincidiendo en este trayecto y nunca has dicho nada… mejor que siga siendo así».
Pero contra todo pronóstico, saca de su libro un papel manuscrito que me entrega. Lo leo: «No me pregunten quién soy, ni me pidan que siga siendo el mismo».
Le digo que no lo entiendo.
—Es de este libro que estoy leyendo. A mí me ha hecho pensar mucho, quería compartirlo contigo, sin más, si te he molestado te ruego me disculpes.
—No pasa nada…, hay tantas frases bonitas en las novelas.
Sigo leyendo, sin mirarle, quiero zanjar la conversación.
—¿Dónde te bajas? —pregunta.
—En Las Matas.
—Que exquisitos sois los de esa zona para todo…—suelta con socarronería— ¡Hasta para los crímenes! Primero las rozas y luego las matas.
Tras el famoso chiste rancio, toca aguantar su bocaza soltando una carcajada que me pone los pelos de punta
Se da cuenta e intenta relajar mi tensión:
—Era una broma mujer. No te pongas tan seria. ¡Verás! Voy hasta El Escorial ya que los viernes me dan salida del “San Juan de Dios”, me doy una vuelta por allí, ceno y me vuelvo.
Parece que espera que le pregunte algo más, pero quiero que me deje tranquila, por lo que abro el libro de nuevo.
Él, contrariado, mira por la ventana, aunque a veces me echa un vistazo.
Estoy nerviosa.
Aparece en el vagón un joven de los que te dejan un paquete de pañuelos y una tarjetita pidiendo la voluntad. Mientras, mi “compañero” de viaje, saca del bolsillo de la chaqueta una navaja con la que empieza a hurgarse los dientes.
Procuro no mirarle, «¡Qué asco!»
Cuando el chico se acerca para dejar el paquete de pañuelos, el viajero deja de remover su dentadura y le señala con la navaja diciendo:
—¡Aquí no lo dejes!
El joven se asusta y sigue su camino acelerando el paso.
—¡Menuda mafia! Si los conoceré yo que ya me he cargado a unos cuantos… ¡Ja,Ja,Ja! —ríe blandiendo su navaja, mientras siento un sudor frio por la espalda. Intento serenarme ya que solo me queda una estación para abandonar del tren.
Por fin guarda la navaja y vuelve a clavarme la mirada. ¡No para! Ahora busca en la mochila que guarda entre las piernas y de nuevo me extiende un papel diciendo:
—¡Sabes! Creo que cuando sostienes la mirada con alguien durante unos minutos, uno de los dos se convierte en asesino… Como me has aguantado la vista, tenía esto reservado para ti, la mujer de ojos grises que coge, todos los días, el tren en Valdemoro a las seis y media de la tarde.
Aterrorizada recojo la nota, me levanto, se abre la puerta de mi parada, y apurada, sin decir nada, me bajo
Acelerada, camino hacia el coche que esta estacionado a pocos metros de la estación, mirando fugazmente por si aquel hombre me siguiera.
Ya en el coche activo el seguro de las puertas, desdoblo el segundo papel y leo: “El asesinato no se trata de lujuria y no se trata de violencia. Se trata de posesión. Cuando sientes el último aliento de vida que sale de la mujer, te fijas en sus ojos. En algún punto, es ser Dios.” Ted Bundy
A duras penas arranco el coche. «¡Dios, Dios! No puedo volver a coger el tren… Esto me va a obligar a coger el coche. ¡Puto loco!»
Conduzco con el piloto automático en mi cabeza, los pensamientos son como oleadas de terror, y meto tercera, cuando es cuarta…, «¿Por qué yo? No había más mujeres… otro asiento vacío. ¿Por qué…»
Un golpe seco me saca de mis pensamientos. El coche se para, pero algo ha saltado sobre el capó, ha golpeado contra el parabrisas que se resquebraja y un fluido lo tiñe de rojo brillante.
Salgo del coche. Fuera está oscuro, la calle vacía y en la calzada, inerte, yace el cuerpo de una mujer.
Muevo el cuerpo con el pie… no hay nadie… no lo han visto… estoy sola.
Retrocedo, entro en el coche, arranco, salgo de allí…, cierro la puerta del garaje, «Ufff, esa pobre está muerta, MUERTA, MUERTA… ¡SOY UNA ASESINA!»
FIN

IVONNE CORONADO

Un día más en el mundo
Una mañana de sol. Otro día más de calor. Lo sé, lo miro por la ventana. La claridad me despertó, y el olor de café, que mi marido preparaba, terminó de hacerlo.
Sigo posponiendo cambiar esas cortinas casi transparentes, por otras más gruesas que no dejen pasar la luz.
Voy perezosa al baño, me lavo las manos y la cara y me dirijo al comedor. Hay luz por todas partes.
En la mesa, mi esposo ha puesto un plato con frutas en mi lugar, y se acerca a darme un beso.
Son las 8:00 a.m.
Hoy es sábado. El periódico ya está sobre la mesa. La sección de juegos, al lado de mi fruta.
La rutina de nuestras mañanas. Mientras Paul lee las noticias, yo me divierto con los crucigramas y otros juegos de letras, incluyendo la corrección de un texto, incluido en esa sección, para practicar la ortografía. Otra de mis aficiones, comprobar mi habilidad de descubrir errores ortográficos.
Luego, Paul me pasa las noticias. No sé por qué me torturo leyéndolas.
Solo de leer los encabezados de cada artículo me da tristeza.
«A los rusos les gustaría despertar al volcán dormido de Yellowstone, para causarle daño a los Estados Unidos”- Otros también lo piensan.
«Una catástrofe ferroviaria, al este de la India, implicando tres trenes, deja incontables muertos y heridos»
«El calor increíble para este tiempo, amenaza las cosechas en Quebec»-y en el mundo entero-pienso.
«Voraz incendio se desata en Sept-Îles»
“Muchas personas se quedarán pronto sin médico de familia”
“Es difícil encontrar un apartamento para las personas de escasos recursos”
Aparte de eso, se habla de los refugiados en el mundo entero, a quienes afectan los cambios climáticos, las guerras, la pobreza. La contaminación avanza. La criminalidad aumenta.
A este mismo instante, ¿cuántos asientos vacíos habrán quedado en el mundo, por todas esas víctimas inocentes?
¡No quiero ni pensarlo!
Por suerte, decidimos recibir el periódico solo los sábados.
El resto de la semana es suficiente para mí el ruido de sirenas, las manos extendidas de jóvenes y ancianos, y los avisos de gente desaparecida, en mi camino. No puedo evitarlo.
-Trata de controlar tus emociones, hija- me decía mi madre – o terminarás enfermándote.
¿Qué puedo hacer? Nunca he sido indiferente al sufrimiento. Ese es uno de los consejos de mi madre que siempre recordé cuando ya era tarde.

ANNERIS GARCÍA

Hoy es mi cumpleaños, me he despertado como siempre el primero, pero no me puedo levantar. Tengo que esperar en la cama hasta que vengan mis padres y mi hermana a cantarme el cumpleaños feliz, me den besos, los regalos y entonces sí, bajamos a desayunar.
Mi mamá me preparará tortitas, sabe que es mi desayuno favorito. Hoy soy su niño mimado. Es el día que más me gusta de todo el año. Después del desayuno me dejarán jugar con mis regalos hasta que lleguen los primos y el resto de familia, porque es sábado, así que mis padres han invitado a todos, seguro que a una barbacoa. Me van a traer muchos más regalos, y vamos a bañarnos en la piscina. Haremos una guerra de agua con las pistolas y la manguera. Mamá dice que no, pero tiene escondido en el garaje un barreño lleno de globos de agua, los preparó ayer y los va a sacar para iniciar la pelea. Siempre piensa en todo. ¿Y la tarta? No sé de qué me la habrá hecho este año, es su mejor secreto.
¡Ya vienen!
– ¡Cumpleaños feliz…!… (¡Cómo me gusta mi familia, esta tradición es la mejor de todas! Ahora fingiré que me despiertan, ya están aquí los regalos, ¡bien!)
-Tranquilo cariño, que vas a romper la caja. ¿Juan lo estás grabando?
¿Ves abuelo? Ahora abriré la caja y estarán las tortugas ninja, vienen con su furgón y con pizzas, porque son repartidores. ¿ves? Ahí están, ya lo he abierto y me encanta, fue uno de los regalos que me pedí, y mira, ahora mi hermana me va a dar el suyo. ¿Sabes lo que es abuelo? ¿te lo digo? Es el balón del Real Madrid, el de la última Champions, ¡qué bonito es!, ¿verdad?
La habitación está a oscuras, sólo se ven las imágenes en la televisión. Son sólo las cinco de la mañana, pero Julia no puede dormir. Es el día del cumpleaños de su niño mimado. Está viendo ese vídeo que ya tiene desgastado, tirada en el sofá, hundida debajo de una manta. Es verano, pero ella lleva el frío dentro, no para de temblar. Por sus mejillas un río de lágrimas le nublan la vista. Está sola, hoy no quiere hablar con nadie. Cuando llegue la hora llamará a la oficina para decir que está mala. Le da igual que la despidan, no tiene fuerzas para levantarse.
– ¡Ah!, ya me acuerdo abuelo, ahora me traen una caja enorme. No sé qué puede ser, estoy emocionado. La caja es más grande que yo, pero no parece que pese mucho. Empiezo a abrirla, bueno me tiene que ayudar papá, porque yo solo no puedo. ¡Mira abuelo! Es una casa de jardín que tiene un tobogán, Papá lo va a poner al borde de la piscina y nos vamos a tirar muchas veces. ¡Va a ser un día increíble! ¿Ves abuelo? Yo soy el primero en probarlo. Es muy divertido.
Julia, sin dejar de llorar se ríe, con el mando detiene la imagen. Marco se ha tirado por el tobogán a la piscina, en el agua está el padre esperándole, sólo tiene cinco años y aunque sabe nadar, le ayuda a salir. En la imagen congelada se ve la expresión feliz de su hijo, con una sonrisa que le ocupa toda la cara.
Juan hace un año que ya no está, decidió que tenía que empezar de nuevo, en otra ciudad, con otra mujer. Ella no le culpa. María tampoco está, hace tres años que se fue a Londres, a estudiar y ya se ha quedado allí, tiene un buen trabajo y una novia con la que pasar los días.
Hoy no habrá regalos, ni tradición familiar. Hoy sólo habrá lágrimas y ese asiento vacío que duele mirar.
Marco se va de la mano del abuelo, él sigue contándole todo lo que hizo ese cumpleaños en el que se detuvo el tiempo.

MANUELA CÁMARA

APARTANDO LA CORTINA…
Entro en mi despacho y me encuentro frente al escritorio, observo la silla vacía que ha quedado girada hacia la puerta y que ahora me aguarda. Este es el lugar que he reservado para mí en este mundo de palabras e historias. Y este es el asiento desde el que surgen todas mis creaciones literarias. Lo ocupo como siempre, solitaria y exigente, dispuesta a enfrentarme de nuevo al desafío de encontrar mi propia voz y confiando, tal y como he hecho toda mi vida, en el poder de las palabras. La habitación está llena de libros, no tengo inspiración y es como si no hubiera leído ninguno de ellos. Hay un significante en este tema, que evidentemente intento evitar y por eso no surge la escritura.
Tal vez hoy debo empezar por el significado acerca de la silla vacía sobre el que no quiero escribir. Lo primero que me evoca la silla vacía es que para mucha gente representa una AUSENCIA, de alguien que ha muerto, que se ha marchado o que no puede estar presente. No quiero ya más sentimientos de pérdida, de nostalgia, de dolor. Me acuerdo de Vicent van Gogh que pintó una silla vacía en su habitación después que su amigo Paul Gauguin lo abandonara para siempre tras una pelea, y sí, justo antes de cortarse la oreja y enviársela . Me vienen a la memoria otros pintores como Pablo Picasso que usó una silla vacía como símbolo de ausencia y soledad en algunas de sus obras «la silla azul». Me detengo en la observación de que, para él, también significa la ausencia de un compañero o espectador en «El pintor y su modelo». Y me viene a la cabeza Hopper, Edward Hopper, un pintor contemporáneo estadounidense que pintaba escenas realistas y en las que aparece muy a menudo una silla vacía. Recuerdo dos de sus pinturas, «Habitación de hotel» (título que yo usé para uno de mis relatos) y «Sol de mañana» (título que fue descartado para el mismo relato, por resultar demasiado genérico). Y creo recordar que hay otro, un catalán, Ramón Casas, que utiliza la silla vacía en sus obras para realzar el contraste entre la mujer tradicional y la mujer nueva capaz de emanciparse, enfrentarse al mundo y asumir las consecuencias.
Busco otro significado sobre el que yo pueda escribir. La silla vacía puede representar la PRESENCIA de alguien que está vivo en la imaginación o en la memoria. En este caso, la silla vacía podría servir para comunicarme con esa persona, expresar lo que pienso, siento o ya de paso, resolver algún conflicto pendiente. Al momento me doy cuenta que eso ya lo ha hecho la Gestalt. Tienen una técnica de la silla vacía que es una herramienta terapéutica que permite al paciente dialogar con una persona o una situación cuando esta le provoca un bloqueo emocional. Podría valerme la idea, pero no me vale.
Hay muchos escritores famosos que han escrito sobre una silla vacía, ya sea como un símbolo, una metáfora o un elemento narrativo. García Márquez, el Nobel colombiano, usó la silla vacía como una imagen recurrente en su novela “El amor en los tiempos del cólera». La silla vacía representa la ausencia de Fermina Daza, el amor platónico de Florentino Ariza, que se casa con otro hombre y lo deja esperando por más de cincuenta años. Y Jorge Luis Borges con su libro “La silla de Astolfo», un relato donde un hombre descubre que su silla favorita tiene el poder de transportarlo a otros mundos y épocas. La silla vacía es el portal que le permite vivir aventuras extraordinarias, pero también lo aleja de la realidad y lo pone en continuos peligros. Y cómo no acordarme de Virginia Woolf y su señora Dalloway, en la escena en la que Clarissa Dalloway ve una silla vacía frente a un espejo y finalmente se sienta en ella para hacernos una reflexión sobre su vida, su matrimonio y su búsqueda de identidad.
Llegada a este punto, no sé que puedo decir yo sobre una silla vacía. Solo puedo intentar encontrar algo mas sencillo, un concepto que pueda representar UNA PARTE DE LA PERSONALIDAD o del pensamiento que no es aceptada o reconocida por nosotros mismos. En este caso, la silla vacía puede ayudar a integrar esas facetas opuestas o contradictorias. Si yo fuera una buena escritora sabría sentarme en una silla y conseguiría dejar que hablara mi parte exigente, y luego cambiar a otra silla para hablar desde una parte condescendiente. Pero claro, esto ya se ha hecho, Stevenson narró la historia de un médico que crea una poción que le permite transformarse en una persona malvada y violenta. La silla vacía puede representar la parte oculta y reprimida del Dr. Jekyll, que se manifiesta como Mr. Hyde. Y salta mi cabeza al retrato de Dorian Gray, el gran Oscar Wilde creando a un joven que vende su alma a cambio de conservar su belleza y juventud. La silla vacía puede representar la parte corrupta y decadente de Dorian Gray, que se refleja en un retrato que guarda en secreto. Y de manera inevitable rememoro a Kafka, cuando su personaje se despierta convertido en un insecto gigante, sufriendo “La metamorfosis”, en este caso, la silla vacía puede representar la parte humana y social de Gregorio Samsa cuando es rechazado por su familia y su entorno.
Así, cada vez tengo más difícil escribir sobre el tema, es evidente que las circunstancias me obligan a buscar otro punto de vista. Tal vez, la silla vacía puede representar una INVITACIÓN a alguien que quiera ocuparla y compartir algo conmigo, incluso como escritor. En este caso, la silla vacía puede sugerir curiosidad, interés, generosidad o apertura. Por ejemplo, qué pasaría si yo ahora mismo dejo una silla vacía junto a mi mesa para que alguien se siente y lea lo que estoy escribiendo, lo que siento, y si yo le permitiera hacer comentarios y preguntas. Tal vez pudiera entablar un diálogo con Juan Fernández Sánchez, que presentó una novela «La silla vacía» al premio Tiflos de novela hace varios años, que por cierto, ganó, y que narra la historia de un hombre que se obsesiona con la persona y la obra de Albert Camus y donde la silla vacía era una invitación a conocer mejor a Camus, su pensamiento, actos y formas de enfrentarse a los conflictos existenciales.
A estas alturas, prometo que no tengo nada, pero nada en absoluto que escribir sobre una silla vacía, excepto que esta tarde dándome una vuelta por la librería del Corte Inglés, había un libro, «La silla vacía» de Pilar Lucía López, a punto he estado de comprarlo, intentando encontrar yo el significado de mi silla vacía.
La silla vacía para mi, parece que es un LUGAR que nunca podré ocupar. Un lugar que será un mero testigo de mis pequeños éxitos frente a mis muchos fracasos, de mis momentos de inspiración frente a mis muchos bloqueos, un testigo perenne de aislamientos, miedos, y de este largo viaje que es la escritura en mí, que nadie conoce.
Pero como todo relato que se precie, este necesita también un giro final y aquí va el mío: Estoy acostumbrada a encontrar belleza en la soledad, acostumbrada a la inmersión profunda en las palabras, a vivir en los procesos íntimos de los que salgo tantas veces malherida pero que requieren valentía y resistencia. En medio de esta soledad, que es una ficción más de la mente, noto presencias que se levantan a mi alrededor. Poco a poco van tomando forma y consigo distinguirlas. Son libros, historias, escenas, son los PERSONAJES AMIGOS que han salido de mis relatos, de mis interrumpidas novelas, personas estimadas que conozco bien, con los que he compartido noches enteras y años vitales, a los que les he visto cobrar vida propia y pedirme, ir por un camino, cuando yo pensaba llevarlos por otro. Ellos tienen derecho a la vida, a desplegar sus propias historias y a tener su propio destino. Esa silla vacía, se llene o no, es un acto de amor sublime entre el mundo, mis personajes y yo, una colaboración a partes iguales y una conexión inexorable con la vida. Y ellos se han ganado su independencia y sus derechos en un mundo preferente, más grande y extenso que el mío, donde yo desaparezco y paso a ser, la presencia de la ausencia.

ARITZ SANCHO MAURI

Cómo cada mañana, me despertaba con los dolores crónicos habituales, que me hacía desear que el día se acabará cuanto antes.
Llevaba ya casi dos meses desde que no veía a mi mejor amiga cpn la que con la que comparti desde mi infancia personal la mayor parte del tiempo. Después de los hechos acontecidos quería confesarle que me había convertido en un astro ya que mi órbita, y prácticamente toda mi vida solo giraba alrededor de ella porque porque el amor y admiración hacia ella junto con sus hechos se había vuelto de un valor incalculable y no vida sin ella no tendría el mismo sentido. Siempre la llamaba rizitos de oro por su melena rizada y porque se quedaba dormida en cualquier parte ya que era un poco marmotilla y ella me respondía con osito para así dar .as significado a nuestros motes.
Me atrevería a decir que es la única chica que he conocido en profundidad, y ella ha sido la que de algún modo u otro me ha correspondido, ya que me defendía cuando se metían conmigo en clase constantemente y sin ningún motivo. Tambien solía venir a buscarme a la vieja villa de mi viejo en las montañas del goerri a media tarde, salíamos juntos o si estaba muy atareado a me ayudaba a cuidar de los animales o las tareas agricolas del baserri.
Desde entonces solo puedo recordar un destello de luz enorme que nos absorbió en un fuerte impacto y el sonido de las ambulancias.
De repente recibo una carta de parte de la cariñosa y muy profesional enfermera, la carta decía así:
He esperado mucho tiempo para poder comunicarte esto. Me hubiese gustado que lo hubieras sabido antes. Siempre fui invadida por un sentimiento de amor inexplicable hacia ti y nunca supe cómo decírtelo. Hace mas 5 años padezco una enfermedad degenerativa severa de la que no se conoce cura y he intentado aparentar siempre ofreciéndote mi mejor mejilla y lo mejor de mi ser.
Si has recibido esta carta es porque ya he fallecido. Espero que cuando te llegue la hora podamos volver a reencontrarnos y todo vuelva a ser tan maravilloso como cada ocasión a tu lado.

ANGY DEL TORO

ENCUENTRO CON GAUDÍ
Había viajado desde un continente lejano hasta la ciudad de Barcelona, mi intención era cumplir un anhelo, visitar la majestuosa Sagrada Familia.
Desde pequeña, distinguía una conexión muy especial entre el arte y la literatura. Admiradora de la obra del genio catalán, Antoni Gaudí, me sentía cautivada por la extravagante arquitectura de la iglesia, soñaba con que un día me encontraría cara a cara con el hombre que había dado vida a tan maravillosa arquitectura.
Desde mi llegada a la Sagrada Familia vislumbré las luces que resaltaban el contorno de las figuras religiosas y de los intrincados pormenores de su fachada. Me emocionaba solo de saber que pronto estaría rodeada por tan esplendorosa obra maestra.
Maravillada por la luz que filtraba a través de los vitrales, me adentré en el recinto y permití que la imaginación me trasportara. De repente, percibí una presencia como si alguien, desde un asiento vacío, me estuviera observando. Giré la cabeza y encontré la mirada del mismísimo Gaudí, percibí como los latidos de mi corazón se aceleraban. Gaudí, con su barba blanca y apariencia peculiar, sonreía amablemente y extendía su diestra, me invitaba a caminar por los pasillos del templo.
Durante el paseo, el genio me contaba sobre sus fascinantes memorias. Cuanta inspiración había detrás en cada detalle de la Sagrada Familia. ¿Has visto el movimiento ascensional de las columnas? —preguntaba.
— Imprime dinamismo. —respondí en silencio mientras alzaba la vista.
Le escuchaba cada una de sus palabras. Intentaba impregnarme de su sabiduría. Compartir con Gaudí alimentaba mis sueños y aspiraciones como escritora. El genio también me oía con atención. Él, tan sabio, me brindaba palabras de aliento y hasta mi llegaban sus consejos.
Ya en el altar mayor sentía que Gaudí me susurraba al oído: «El arte es una forma de comunicación eterna. Tú, como escritora, tienes el poder de dar vida a mundos y emociones a través de las palabras. No dejes que nada te detenga en la búsqueda de la belleza y la verdad”.
Gaudí, con voz suave pero firme, preguntaba: «¿Qué le falta a la Sagrada Familia?» Sorprendida por la inesperada interrogante, tardé unos segundos en reflexionar, dejé que la intuición me guiara. Finalmente, llena de emoción respondí.
— Aunque la Sagrada Familia es una obra de arte incomparable, creo que le falta el último suspiro de vida, el aliento final que la conecte con las generaciones futuras. Le falta el eco de sus historias y los sueños de aquellos que la visitan.
Gaudí asintió con una sonrisa sabia, como si su pregunta tuviera el propósito de desafiarme al encontrar su propia respuesta.
“Ha comprendido muy bien, querida escritora. —dijo Gaudí. La Sagrada Familia necesita la voz de aquellos que la admiran, la mirada de aquellos que la contemplan, y la inspiración de aquellos que sueñan con ella. Solo así, este monumento trascenderá en el tiempo y será algo más que un simple edificio».
Una oleada de gratitud invadió todo mi ser, agradecí por estar allí compartiendo ese momento íntimo con el genio que había dado vida a la Sagrada Familia. Comprendí que mi papel como escritora no se limitaba solo a mis propias historias, sino que también debía ser una voz para aquellos que buscan inspiración.
Con renovada determinación prometí a Gaudí que intentaría ser parte de esa conexión entre las personas y la Sagrada Familia. Me comprometí a plasmar en mis escritos la grandeza y la magia de ese lugar sagrado para que mis palabras pudieran transmitir la esencia de tan afamado Templo.

GAIA ORBE

Las manecillas del reloj avanzan con premura en la lenta espera de una mujer sentada en el bar. Saca un libro de la cartera. Lo abre, lo cierra, lo guarda al instante. Perdida está su mirada en el vacío. Junta las manos palma contra palma. El mozo, ajeno a los rumores de su mente, apoya sobre la mesa el café humeante de leche. Hablar sin dañar. Ser clara sin herir. Los pies inquietos se cruzan con el primer sorbo. El sol entra por la ventana para ruborizar su rostro. Y de pronto, el reflejo de los cristales ilumina la silla vacía frente a nosotras dos.

MERCEDES MEDIANO

La vida pasa con sus rutinas
llena de actividades que nos envuelven.
Celebraciones con la familia.
Los hijos pequeños nos acompañan.
Los abuelos regalan sus sueños.
El corazón juega a la rueda sin tiempo que lo detenga.
Todos en la mesa con mil sonrisas, con discusiones, con cómetelo todo, con no me gusta.
El hermano te incordia, el mantel se ensucia, la abuela te riñe, el abuelo te achucha, tu madre te besa y todo se olvida.
Pero un día, que parece lejano, se presenta de repente y en esa mesa que todos nos reunimos hay una silla vacía.
Para siempre en el alma estará ocupada,
pero en el presente se queda enganchada en el recuerdo, arañando el alma.
Te sientes dolido.
Los ojos llorosos te hunden en lo profundo.
Los sentimientos te llevan a ese momento de besos seguidos que te dió tu abuelo. La mesa bien puesta.
Todos celebrando
y en esa silla vacía
están tus pensamientos.

EDUARDO VALENZUELA

Aunque no lo crean, es difícil ser hombre; al menos, de donde yo vengo no es nada fácil. Acá es como lo muestran en esos documentales de vida salvaje, cuando los machos pasan el día entero dándose cornadas para mostrar quién es el más fuerte… o para mostrar quién es macho de verdad.
Oigo al maestro de secundaria pasar la lista. Uno a uno, vamos respondiendo «¡presente, profesor!», al escuchar nuestros nombres; los demás, fingiendo vocecitas ridículas, corean nuestros apodos sólo para burlarse. Sin embargo hoy, el más ridiculizado, el bueno de Pizarro, no se encuentra en el listado; un asiento vacío nos lo recuerda.
Su nombre era Pedro, pero para todos nosotros él era, simplemente, “Pizarro”. Pertenecíamos al segundo grado de la escuela secundaria para hombres: “General Jacinto Matamala”. Él llegó a mediados de año ―en mayo, para ser exactos―; al parecer su familia tuvo la necesidad de mudarse a esta ciudad y lo inscribieron en esta escuela. Hasta entonces yo era quien tenía las mejores calificaciones de mi clase; cuando llegó Pizarro, pasé a segundo lugar.
Aquí, destacar por algo ―que no sea una proeza de masculinidad o un acto de rebeldía―, no es precisamente bien visto. Yo tuve mucha suerte, porque soy lo que se dice “un cerebrito”, un alfeñique con cierta habilidad para los números, las fechas y algo de gramática. La verdad es que debí haber sido el blanco perfecto para el abuso de los más rudos, pero, como dije, tuve suerte; creo que fue mi sentido del humor el que me ganó cierto “cariño” de mis brutos compañeros de clase ―que llegaron a bautizarme como “Cachorro”, como si fuera una mascota―. Pizarro no tuvo mi suerte, no; él era distinto, muy distinto.
Pese a tener una vocecilla y facciones muy finas, su personalidad era fuerte y orgullosa. Para mí, aunque tuviera un caminar delicado, él sólo era un chico más, tan distinto como lo somos todos. Admiraba su capacidad de estudio; sus cuadernos perfectos, limpios y ordenados, su caligrafía impecable, y la brillantez que tenía para resolver problemas matemáticos.
Vivallos y Zagal, los que se sientan al fondo del salón, son los más rudos de la clase; si te metes con ellos eres hombre muerto. Ni siquiera los maestros se atreven a llamarles la atención cuando tienen la desfachatez de fumar dentro del salón con los pies apoyados sobre los pupitres. Lamentablemente, la dupla se ensañó con el pobre de Pizarro. Se burlaban de él todo el tiempo, le remedaban su voz fina, sus modales amanerados, lo empujaban sabiendo que, con su cuerpo frágil, era incapaz de hacerles frente. Él, sólo callaba y mejoraba aún más sus calificaciones, como si con ello se desquitara de tanta humillación.
Una tarde, durante un recreo en que Pizarro fue al sanitario, los truhanes de Vivallos y Zagal, fueron hasta su asiento aprovechando que estaba vacío; allí, registraron su bolso y sacaron los pulcros cuadernos del chico para divertirse, rayándolos con grotescas obsenidades. Cuando él volvió al salón, ellos se burlaron en su cara, muertos de la risa.
Nunca antes habíamos visto oficiales de policía en la escuela, pero a la mañana siguiente estaban allí, junto al inspector general, respondiendo a la denuncia de Pizarro.
Los dos vándalos quedaron amonestados. Fue lo peor. Pizarro había roto el código de silencio de la masculinidad.
Días después, al final de la clase de gimnasia, ocurrió el incidente de las duchas. Sin quererlo, me tocó estar allí cuando Vivallos y Zagal acorralaron a Pizarro, desnudo. Sin palabras, únicamente con miradas, supimos que debíamos dejarlos solos para que arreglaran sus asuntos. El código de silencio nos obligó a no decir nada.
Desde niños nos enseñan a no llorar, a ser rudos, a no tener miedo, y otras cosas así; como si allí estuviera el valor de ser hombres. La verdad, no lo sé. Ahora estoy confundido y lleno de dudas.
Nunca más volvimos a ver a Pizarro, al día siguiente se retiró de la escuela. Hoy, de él sólo queda un asiento vacío y un silencio amargo; y yo…, yo volví a ser el primero de la clase.

ALMUT KREUSCH HOFFMAN

Samuel
– Heil Hitler. Buenos días niños.
– – Heil Hitler,- respondimos en coro los veintiocho alumnos del tercer curso a nuestro maestro, el Señor Hillebrecht, todos de pie y con el brazo derecho firmemente levantado. El ritual diario de estricto cumplimiento en homenaje a nuestro gran
“Führer “.
Recuerdo los postales y revistas con fotos de un Hitler sonriente y paternal abrazando niñas con trenzas rubias, vestidas con el típico “Dirndl” y él saludando de hombre a hombre estrechando la mano, a chicos que llevaban el típico pantalón corto gris de cuero, en la terraza de su chalet en Baviera y con los Alpes con sombrero blanco de fondo.
Mi mejor amigo y compañero de clase se llamaba Samuel R. y compartimos pupitre.
Vivíamos muy cerca y la casa del otro era nuestro segundo hogar.
Samuel tenía un canario encerrado en una espaciosa jaula y colocada delante de una gran ventana del salón. Se le podía ver desde la calle . Se llamaba “Matz”.
Cantaba maravillosamente y a veces contestaba a nuestro silbidos.
Un día el asiento de Samuel estaba vacío. Me sorprendí porque el día anterior habíamos quedado para jugar después
de clase.
El tercer día y también el cuarto fui a su casa y llamé al timbre. Nadie me abrió.
Ví a Matz dando saltitos desesperados sobre la barra de su jaula.
Pregunté a mis padres si sabían algo del porqué de la desaparición de la familia vecina.
Sin mirarme a los ojos y después de aclararse la garganta, mi padre dijo:- Tuvieron que mudarse de repente!
— Y a donde se han ido?
— No lo sabemos, —respondió en un tono que no admitía más preguntas!
Pero como no se habían llevado el canario tenía la esperanza de que volvieran pronto.
Pero la desaparición de la familia no dejó de ser un misterio para mi.
Nadie quería darme una explicación.
Ni el maestro, ni el cartero, ni la dueña de la tienda de ultramarinos, ni los vecinos.
Algunos al preguntarlos miraban hacía otro lado, en otras miradas vi miedo, tristeza y vergüenza, otros realmente no sabían nada.
El día que vi a Matz muerto en el fondo de su jaula comprendí que había ocurrido algo muy malo.
Pronto estalló la guerra que me robó el resto de mi infancia.
Con ella llegaron el miedo, las bombas, el hambre y el frío, la huida, el abandono, las lágrimas y la muerte.
El orgullo se convirtió en derrota y humillación.
En la lista publicada de los que murieron en uno de los campos de concentración más crueles encontré el nombre de Samuel y los de toda su familia. Supo que aquella noche habían sido llevados en un camión por la Gestapo y que fueron asesinados solo por ser hijos de Abraham.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Se levantó un día cualquiera y preparó café, en una cafetera italiana, con la tapa levantada, el olor baño la casa.
Era fiesta, los niños estaban dormidos, le sobraba rato para llorar.
Se tomó el café y miró la calle. Allí estaba el banco, el sitio de sus encuentros. Compraron la casa por qué la vieron desde el banco.
Ahora es un asiento vacío.

CARLOS RODRÍGUEZ

ALDEA VELLA (SOSPECHAS IV)
Aquel mismo día los medios de comunicación hablaban otra vez del cartero, pero simplemente haciéndose eco de la aparición de su cadáver en lo que parecía un accidente de tráfico, aunque en ningún momento le desvinculaban de la matanza.
Yo quise pensar que era cosa de los investigadores, que querían que quien fuese responsable de los crímenes se relajase creyendo que estaba seguro y fuera de las líneas de trabajo que la Guardia Civil tenía abiertas en ambos escenarios, y de las que yo nada sabía.
Nosotros tratábamos de seguir con nuestras vidas mientras esperábamos tener noticias de la investigación, aunque no era fácil, y menos después de saber Arcadio no volvería a ocupar aquella silla en la solera donde todavía esperábamos verle mientras nos tomábamos algo fresco antes de la hora de comer.
El los días sucesivos se seguiría hablando de la masacre, con mil y un reportajes donde se especulaba con cuales podían haber sido las causas que podrían haber desencadenado una tragedia como aquella, tratando de remover en las vidas de los fallecidos y la historia del lugar.
Aldea Vella era un pequeño enclave que, aunque nunca había estado muy poblada, en la actualidad contaba únicamente con catorce habitantes, de los que diez eran octogenarios, y de los cuatro el más joven era Arcadio, que contaba con treinta años. Le seguían en edad una pareja nórdica que había llegado huyendo de la gran ciudad y buscando el reencuentro con la naturaleza y que ya habían cumplido los cincuenta. El cuarto era Gervasio, que se había jubilado aquel mismo año.
Aldea Vella se encontraba inmersa en plena naturaleza, a media altura de la ladera suroeste de una montaña del macizo galáctico, como dirían muchos, en medio de ninguna parte, pues nada había más arriba, y nada te encontrabas tampoco en los dieciocho kilómetros que la separaban de la cabecera del municipio
La aldea había conocido tiempos mejores, cuando eran más de un centenar los que allí vivían, cuando el trabajo en el campo y el pastoreo eran la base de su economía, pero primero la guerra, luego la emigración y finalmente había llegado la entrada en la Unión Europea y con ella la implantación de la cuota láctea. Ya no se podía producir tanto como pudieras, había que ajustarse a las cantidades asignadas, que eran realmente pequeñas para las explotaciones de toda la región.
Al inicio de la guerra los jóvenes del pueblo habían sido alistados de forma obligatoria, sin importar sus circunstancias familiares. Muchos de ellos no regresaron al caer en combate, otros desertaron, teniendo que huir fuera del país el finalizar la guerra. Fue entonces cuando el hambre y las promesas de un futuro mejor para ellos y sus familiares empujaron a un alto porcentaje de los hombres a probar suerte en el extranjero, mayoritariamente en Sudamérica.
De los pocos que regresaron y volvieron a poner en marcha la actividad ganadera muchos se habían visto obligados a enviar sus redes al matadero por causa de la falta de cuota láctea, otros trataron de sobrevivir comprando la cuenta que quienes abandonaron la producción, pero tampoco aquello fue solución y los jóvenes fueron abandonando la zona para buscar empleos en las ciudades y ya no regresaron, quedándose en el pueblo solamente aquellos que no tenían hijos.
Desde los años de guerra se había creado muy mal ambiente en la zona, imagino que en otros muchos lugares sucedería algo parecido. La rivalidad, las envidias y la inquina se habían vuelto lo cotidiano, y se convirtieron rápidamente en el mejor caldo de cultivo para enemistades y conflictos de todo tipo. Riñas sobre lindes, enfados porque se le vendía al vecino y no a uno…
A tal punto había llegado aquello que la famosa disputa entre los Montesco y los Capuleto sería un cuento infantil si lo comparábamos con los extremos a los que algunas familias habían llegado en Aldea Vella.

MARÍA JOSÉ AMOR

EL ASIENTO VACÍO ( «La silla vacía»: Tema de la semana)
Cuando cada uno de los empleados de la agencia de la empresa multinacional a la que pertenecían, llegó a su lugar de trabajo vio encima de la mesa una carta dirigida personalmente a ellos diciendo:
Sr./ Sra. XXXX
La Empresa tiene el honor de convidarle a la Cena de Gala que tendrá lugar en nuestra Delegación Provincial el próximo 18 de junio a las 20 horas.
Minutos después en el distribuidos al que daban las puertas de los despachos, estaba lleno de los respectivos empleados curiosos por lo acontecido. A ellos se fueron sumando las personas de mantenimiento llegando a tal multitud de gente que bien parecía una manifestación.
Y, efectivamente, todos habían recibido tal citación sin conocer más datos.
Momentos después, el Consejero Delegado de la Agencia los citó en la sala de reuniones donde, sin tomar asiento les informó:
-Habrán recibido todos ustedes una circular convidándoles a la Cena de Gala en la Delegación Provincial que, a su vez, también lo están todos los empleados de cada una de las agencias de la provincia.
Si alguno no puede asistir, le rogamos que lo diga con 24 horas de antelación.
Por supuesto, los que quieran podrán ser transportados en autocar, así como los que lo deseen por motivos de horario, podrán pernoctar en un hotel de cinco estrellas, sito al lado de nuestra delegación.
Y, sin más palabras, salió de la sala.
Se quedaron de piedra. Nunca nadie había tenido el mínimo detalle con ellos; ni un regalo por Navidad, ni por las bodas, nacimientos, ¡nada! Y, de repente esto.
Tras un largo silencio alguien dijo:
-Aquí hay gato encerrado.
– ¿Qué nos pedirán a cambio? -añadió otro.
Tras un rato de comentarios y opiniones, se fueron reintegrando a sus puestos de trabajo.
Pasaron los días. De la tal convocatoria no supieron nada más ya que los jefes decían a su vez desconocerlo.
Un día, a finales de mayo, volvieron a recibir otra carta nuevamente nominativa a cada persona recordándoles la invitación y esta vez, añadiendo que:
“…se trataba de un detalle de Mr. J.P. Smith-Jones para con todos sus subordinados de los diferentes países, a los que quería conocer personalmente”.
Si la vez anterior se armó revuelo, la actual no digamos. Volvieron a encontrarse todos diciendo unos:
-¿Quién es este tío?
Y otros:
-Pero si es ¡el GRAN JEFE!
-Imposible, ¡ese debe estar en su bunker particular y no sale de allí ni que lo maten!.
-¡Hay que ponerse al día en inglés!
-Aaaaay pues yo nunca lo aprendí – dijo uno a punto de jubilarse – en el cole aprendíamos francés.
-No te preocupes, ese tío debe saberlo.
Y tras otro rato de especulaciones, como la vez anterior, volvieron a sus trabajos.
Acabó mayo y los nervios empezaron a dominar la al personal, desde los altos hasta los bajos cargos.
En los bajos cargos preocupaba más la cuestión de vestimenta, pero conforme iban ascendiendo de categoría los nervios por el protocolo y, claro está, el idioma, subían en función exponencial.
Así, se contrató, pagado por la agencia, un profesor nativo que les hizo cursillos intensivos los fines de semana a los que estaban invitados el resto de la gente interesada.
Y no digamos ya el Consejero Delegado que, remedando el soneto de Lope de Vega: “en su vida se había visto en tal aprieto”.
Y llegó el DÍA D.
Y todos, con sus mejores galas, algunas propias y otras prestadas, se encontraron en un amplio salón de la Delegación Provincial, dispuesto con mesas cada una de ellas con el nombre de cada una de las agencias a fin de que allí se instalaran los respectivos invitados. A su vez, en un rincón del mismo, había una mesa larga dispuesta para el aperitivo y, mientras iban picando los diferentes ingredientes del mismo, comprobaron que los colegas de otras agencias habían pasado por las mismas vicisitudes.
En estas estaban cuando el Delegado Provincial pidió silencio anunciando la llegada de Mr. J.P. Smith-Jones que, resultó que era realmente el Gran Jefe de toda la multinacional. Todos callaron quedando quietos cual figuras de cera.
Entró entonces un señor alto moreno de piel y facciones extrañas, como si fuese una mezcla de varias razas. Y, situado en un punto de la sala donde habían dispuesto un micrófono, les dio la bienvenida en un castellano bastante correcto, invitándoles a sentarse para cenar, la vez que él lo hacía junto al Delegado Provincial y los Consejeros Delegados de cada agencia, que en total sumaban ocho que, añadiendo el Gran Jefe, serían nueve los comensales. Pero, curioso, eran diez, las sillas que había alrededor de la mesa.
Una vez sentados vieron que, en la mesa del Gran Jefe de esos diez lugares , había un asiento sin ocupar ¿Quién podría faltar?
Los comentarios y opiniones pasaron de mesa en mesa.
-Seguro que un tardón.
-Igual es que venía de América y el avión se averió.
-O se cayó, ja, ja, ja.
-¡Bestia! no seas macabro
En estas, entraron camareros con la cena. Y, en la mesa del Gran Jefe, los comensales fueron servidos y empezaron a comer.
-¿Habéis visto? No esperan al que falta.
-Lo que digo, que se estropeó el avión.
-Que le ha entrado una diarrea y se va cagando por los rincones, ja, ja, ja.
-Qué va, este Misrter Lo Que Sea, debe seguir de ritos extraños y espera la llegada de un espíritu.
-No hombre, que ha visto El Tenorio y cree que vendrá el Capitán Centellas.
– Ya sé. La silla es para ¡El Convidado de Piedra!
Con ese argumento como tema, el ambiente se fue distendiendo poco a poco y lo que prometía ser una cena muy “tirante” se convirtió en una juerga total acabando por denominar a la silla vacía el TRONO DEL CONVIDADO DE PIEDRA.
Al final de la cena, el Gran Jefe pasó por las mesas estrechando manos, pero sin una palabra de por medio y se fue.
La juerga se incrementó con chanzas a los cursillos intensivos de inglés y los fines de semana perdidos.
Acabaron tarde y la inmensa mayoría decidió no perderse el tal hotelito ya que un Cinco Estrellas no se ve cada día…o quizá ningún día en la vida.
Lo que no se aclaró nunca fue el motivo de la silla vacía. Claro, que nadie le importó ya.

MERCEDES FERNÁNDEZ GONZÁLEZ

UN ÁNGEL DE LA GUARDA
El año apuntaba mal cuando el mismo 6 de enero su amiga despreciaba su regalo de Reyes. Un regalo nunca se desprecia.
El año siguió de malas formas.
Febrero, marzo … Peleas inmobiliarias para malvender su piso y sacar algún dinero extra para los cuidados de su madre enferma.
Canallas.
Mayo, agosto, noviembre …. Los meses pasaban, todos eran grises.
Nunca los buenos fueron tan malos.
Acusaciones
Decepciones
Deslealtad
Lágrimas
Ansiedad
Lo peor, despedir a su ser más querido, la única persona que siempre creyó en ella.
Vacío
«Muy cansada, Mari», eso me decía. «El daño y la tristeza nunca son gratuitos»
Llegó un nuevo enero con nuevos propósitos, como todos los eneros de todos los años.
Aquel anuncio la atrapó:
MENS SANA-CORPORE SANO.
Equipada de Decathlon hasta las cejas y directa a la cinta andadora. ¡¡¡Vaaaaamoooooos!!!
«Mari, a mi lado todos los días un maromo de ojos verdosos y cuerpazo para soñar todas las posturas del kamasutra ¡¡¡¡Y con ganas de charla!!!»
-¿A qué te dedicas?
-No te he visto nunca por aquí
-Mi año ha sido duro
-No sé quién soy
-¿La cuidé bien?
-¿Genero odio y rencor? Pagando penitencia estoy.
-Necesito sosiego, demasiadas guerras.
-Me hundo. Me apago
«Mari, ¡¡¡el maromo sabe escuchar!!!!»
Gracias a su compañero de charla matutino, empezó a sentirse princesa. Con sus mallas negras, con su cinta en el pelo, pero él la miraba a los ojos, mientras, simplemente, la escuchaba.
Charlas diarias, cinta andadora, miradas.
Un día no llegó. Encontró su asiento vacío. En él, una nota: «Ya estás curada. Eres una mujer maravillosa, sigue creyendo en ti. No defiendas la verdad, no lo necesitas. Así encontrarás tu calma. Firmado: Tu Ángel de la Guarda»
Su Ángel llegó justo a tiempo. La salvó. Encontró su paz, sólo necesitaba que la escucharan.
Yo, tan cerca, y no la vi.
Mari

RODOLFO ALBERTO MICCHIA

LA CAMPERA DE CORDEROY MARRÓN
Pintaba linda la tarde, hacía bastante tiempo que el clima no acompañaba, pero ese sábado en la plaza estaba para complacerse. Me senté en un banco con el sol de frente, tenía que aprovechar al fin la vitamina que otorgaba febo.
El aroma de las garrapiñadas envueltas en azúcar quemada endulzaban el espacio, era como el elixir de una imaginaria pócima saliendo de una vaporosa olla de cobre. Junto al acaramelado momento, el chirriar del anclaje de las hamacas acompasaban el pendular movimiento dándole de esa forma un tinte armónico entre la nostalgia y la risa de los niños. A lo lejos, la voz de la calesita iba y venía por efecto de la ondulante brisa.
Dejé el morral a un costado y estiré las piernas relajando los músculos. Entorné los ojos e inspiré profundo, pero exhalé rápido cuando noté cómo la madera del banco de plaza se tensaba. Al abrir los párpados, vi una señora mayor sentada a mi lado, calculé de unos ochenta años, tal vez más. Hay una etapa en que la edad hace un, parate y por cierto tiempo uno se ve igual, después como hilera de naipes todo el anuario cae a la vez y pensé: <<Todos tenemos derecho a ocupar los espacios vacíos>>.
Muy amable saludó y lógicamente retribuí el mismo reverenciando mi cabeza, llevaba un gran bolso floreado y dentro de él, su tejido, el cual apenas puso bajo el pliegue de sus brazos comenzó a trenzar.
Que gran habilidad demostraba en su punto, casi sin mirar zigzagueaban las agujas de una manera asombrosa, era obvio que sus años hicieron de su tarea un culto al arte, el cual tal vez, hasta comercializaba.
Enderecé un poco mi postura, me pareció incorrecto estar todo desparramado. Enseguida noté que se había sentado arriba de la punta de mi campera, con todo respeto le pedí permiso mostrándole la situación, ella se disculpó y se levantó, pero fue tan rápida en su accionar que no me dio tiempo a quitar la prenda, pegué un pequeño tirón y ella ni se inmutó, tiré de nuevo para que lo note, pero continuó inmersa en su tejido.
No quise repetir el entuerto, me pareció que se sentiría incómoda. A veces una persona mayor puede sentirse hostigada ante la insistencia. Fue entonces que decidí esperar y, tomando mi morral saqué el libro que había llevado para leer esa tarde. Mientras repasaba un poco antes la lectura para engancharme de nuevo en él, mi mente tuvo un divague…
<<¿Y si ésta mujer lo hizo a propósito? ¿Y si ella se dio cuenta que estaba sobre mi campera y quería ver cual era mi reacción? ¿Estará esperando a averiguar cuánto aguanto? ¿Jugará con mi paciencia?. Yo no la conozco, tal vez se dedicaba a molestar a la gente pasando de ser una amable ancianita a una vieja psicópata, fingiendo con ese tejido colapsar la tranquilidad del visitante hasta destruir sus nervios por completo>>.
La miré y ella devolvió la mirada con una leve sonrisa, ahí me di cuenta que no estaba errado, era una loca que salía los fines de semana a destruir a quien se interponga en su lúgubre actividad. Ah, pero conmigo no iba a poder, le voy a demostrar que no siempre se gana.
Tomé mi libro con serenidad aunque el temblequear de mis manos mostraban lo contrario. Ya a los quince minutos era imposible concentrarme en la lectura, los ruidos de la plaza se habían ensordecido y lo único que escuchaba era el golpeteo de las agujas de madera al cruzarse, tenía que contenerme, ella había tejido veinte centímetros mientras que yo, yo no pude leer un solo renglón. Tal vez lo que entrelazaba era una bufanda que utilizaba para ahorcar a su rival, una vez vencido este, saldría triunfante escabullida entre la gente, al rato, la muchedumbre amontonada alrededor del cuerpo inerte de la pobre víctima, notaría la asfixia causada por ese enlazar.
La observé de costado, la asesina hizo una mueca, creo que se dio cuenta y desistió con el tejido, cruzó sus agujas y guardo la prenda en la bolsita floreada, esta vez no lo logró, yo había triunfado. La miré al levantarse despidiéndola con una sonrisa socarrona, me deseó buenas tardes, también bendijo mi día, siendo amable quiso evitar ser atrapada.
Al no lograr su cometido, seguro iría por otra víctima, aunque tal vez mañana, ya era un poco tarde.
Estaba contento y pensé… ¿Será habitué de esta plaza?, no creo, tal vez se traslade a otros ruedos para no levantar sospechas. Demasiadas incógnitas en una sola tarde. Estiré mis piernas y mis brazos en señal de triunfo, tomé el morral y guardé el libro para luego sí, leerlo tranquilo… Pero, cuando quise levantarme ahí estaba, atrapado con el cierre de la camperita de corderoy marrón enganchado en la rendija del banco de plaza.
A veces… a veces no todo es lo que parece ser.

ROSA ROSANA

UN ASIENTO DE HONOR
(PARA EL TEMA SEMANAL: «UN ASIENTO VACÍO.»)
Es bueno dejar un asiento vacío en nuestra vida. ¡Cómo el que pone un cartel de RESERVADO! Es un espacio para todo lo que ha de llegar, para no cerrarnos, para que la vida pueda sorprendernos. Es estar abiertos, es estar dispuestos a seguir creciendo, a seguir aprendiendo y a no conformarnos. Un lugar escogido, favorito a nuestro lado, un asiento vacío, un reservado. Será este un lugar especial lleno de privilegios no cualquiera lo puede ocupar, ni persona ni situación ya qué es un asiento de Honor. Podrá ser ocupado por un tiempo y tiene que dejarse libre después. Nadie ni nada debe permanecer en él. En él debemos sentar nuestras ilusiones, nuestros sueños, nuestros proyectos, aquello en lo que creemos, aquello que nos mueve, lo que es nuestro motor y que siempre podamos llenarlo.

DAVID DURA

Por escasos segundos o metros no llegó a caer encima mio.
Aparentemente un suicida cortaba mi paso en la acera enseñando más de lo que entendería nunca de anatomía humana.
Puse mi oreja en su pecho y aún respiraba, de su boca un hilo mal cosido de voz. Arromangame la manga, por favor.
Por el impacto parecía caído del cielo aunque pude observar en los tres últimos pisos la cristaleria de las ventanas limpias. No así los otros pisos más altos.
Hice unos dobladillos en su jersey del brazo derecho, mucho más sucio que el izquierdo.
Había limpiado los cristales en la caída o me estaba volviendo loco?.
Tengo frío, hijo, acércate.
Yo sabía por las películas cuando uno dice lo del frío es mala señal.
Me acerque, su dedo actuó como un limpiaparabrisas en mis gafas empañadas. Pleno Enero.
No se que razón interior me llevó a su velatorio, sola, una mujer junto al cuerpo.
Un cartel donde decía, aquí yace Juan el limpia cristales, un hombre limpio en espíritu y corazón.
Junto a la viuda una silla vacía con miguitas de pan.
Le acompaño en el sentimiento, puede usted hacerme un favor?.
Arromangueme la manga.
Mientras daba vueltas a mi dobladillo nos miramos a los ojos sabiendo que aquella no sería la última vez.

IKER YELED

En aquel sitio, en aquella butaca del cine (que ha cerrado hace mucho tiempo ya), solía sentarme para escuchar los diálogos de los personajes de una de mis películas favoritas: Amélie, de Jean Pierre Jeunet. Una fábula surrealista llena de color.
Quizá no eran tan profundas las conversaciones de esta historia como en las películas de Woody Allen o Ingmar Bergman, pero me hacían imaginar mundos mágicos donde poder desarrollar la imaginación y la creatividad. Poder soñar sin salir del espacio cerrado en el que me encontraba: el maravilloso mundo que para mí es el cine.
Siempre volvía a ese lugar, hasta que dejaron de proyectar las películas de autores (que contaban historias alternativas, fuera de la audiencia masiva que existía, tramas no tan comerciales) que tanto me gustaban, por cierre y cese del proyecto cinematográfico que había estado funcionando durante tantos años.
Y desde ese día, se quedó vacío el asiento… Vacío para siempre…
De repente, todo terminó y desapareció de la noche a la mañana sin dar ninguna explicación por parte de la dirección del cine a las personas que amaban ese lugar.

ZGUU ALLI TEXIS

Muchas veces deje un asiento vacío al no concurrir en el mismo sitio 3 años o quizá más.
Al no acudir 3 veces seguidas a un festival, o algún bailable, o quizá un regalo para mi.
No estuve allí no por qué pudiera ir y no quisiera algunas veces me daba vergüenza de quién me pudiera encontrar.
Deje el asiento vacío por no llevarme bien con los terceros o por no quererlos ver.
Por qué alguien me «separó» de alguien que me espera todos los días de alguien que desea verme nadar y ansia que me pueda pintar, de todos los colores y poder comer helado de sabores, hacer pulceras y collares.
Con quién pueda ver el amanecer y hacer la tarea.
Con quién pueda ir al parque y a los columpios y allí allí en los columpios jamás dejaremos ningún asiento vacío.

YOLILLANA RELATOS

Como cada mañana cuando abro la puerta de casa, los primeros que me saludan son mi pareja de gansos.
Patricio y Fifi suelen acercarse a casa cuando no me ven, así que siempre, cuando abro la puerta y salgo, están ahí. Les saludo, y en cuánto reconocen mi voz, es como si se quedaran tranquilos de que todo está bien y se vuelven a su parcela.
Me sorprendió ver a Fifi porque está en periodo de incubación y durante los casi treinta días que dura el proceso, solo se levanta del nido durante unos pocos minutos al día para comer y beber, pero nunca se aleja tanto.
Es impresionante la fuerza física y mental, así como el instinto maternal de estos animales.
Treinta días sentada encima de los huevos, haga sol o llueva, haya o no comida, esté sana o enferma.
El año pasado, siendo yo novata y ella primeriza, no conseguimos que naciera ninguno de los diecisiete huevos que estuvo incubando como una campeona.
Luego supe que no hay que dejarle tantos, pues los pisa y los rompe a menudo por no llegar a cubrirlos todos con su pequeño cuerpo.
Yo me preocupo muchísimo por ella, después de aquella nefasta experiencia…
Le dejo la comida cerca, le pongo el agua limpia y fresca todos los días, incluso le he fabricado un toldo con una malla colgada entre dos naranjos, para aliviarla del sol de justicia que cae sobre el nido durante toda la tarde.
Hoy, cuando Fifi se alejó de la puerta de casa, vi una mancha en el suelo donde ella había estado sentada.
Me acerqué y enseguida vi que eran los restos de un huevo que seguramente reventó en el nido, y ella lo había transportado hasta allí, pegado en su plumaje.
Fuí hasta el nido para contar los huevos y vi con pena, que ya solo quedan dos, de los cinco que le dejé este año.
Ella venía corriendo detrás de mí, con sus alas abiertas y graznando como una loca. Dispuesta a atacarme si veía que sus retoños corrían peligro.
Cuando ha visto que los cubría con las ramas y hojas secas que ella misma ha utilizado para construir el nido, y que me alejaba de él, lentamente se ha vuelto a acomodar encima de ellos.
Tendríais que ver con qué ternura coge ramita por ramita y hoja por hoja, para tapar bien todo lo que no consigue cubrir con su cuerpo.
Hoy he salido de viaje igual que el año pasado, en las mismas fechas, cuando tan solo le quedaban cinco días para que los polluelos empezaran a salir del cascarón.
Algo en mi interior me dice que, cuando vuelva a casa me la encontraré sentada en el mismo sitio, con el mismo porte y las mismas esperanzas puestas en lo que yo creo, será ya un nido vacío.

ANTONIO JOSÉ ROMERO GÓMEZ

CICATRICES
De nuevo esa sensación. Quería sofrenarla pero le era imposible. Embargaba y ocupaba cada espacio de su ser, recorriéndole y llenando cada rincón de su alma como el agua que entra en los compartimentos de un galeón que naufraga lentamente.
La tenia allí delante, inexpresiva e inerte. Desposeída de su habitual sonrisa. Casi podía escucharla, pero no era ella, solo un vago recuerdo ahora sombrío. Su pequeña Carol. En el fondo de su subconsciente siempre habitó la sospecha de que algún día se encontraría ante aquella escena pero la tenia arrinconada y castigada contra la pared, intentando ignorarla aún sin poder hacerlo del todo. Lo que nunca hubiese imaginado es que fuese a la mayor de sus hijas, a la que le tendría reconocer bajo la compasiva mirada del forense.
Carolina llevaba casada un par de años. Estaba buscando junto con su marido traer un bebe al mundo que redondease su felicidad. Ambos tenían buenos puestos de trabajo e iban desahogado económicamente. Siempre fue tan responsable, hasta ahorro su propio dinero para pagar la entrada de su casa… pensaba aquella alma en pena que era ahora Armando, sin quitar atención al angelical rostro de su hija.
—¿Por que? ¿Por que habría decidido poner fin a su vida tan trágicamente?— repetía en pensamientos sin encontrar respuesta.
Por suerte, la caída se había producido de forma y manera que el rostro había salido prácticamente ileso. Solo algunas gotas de sangre se fundían con las moteadas pecas de Carol. Podía llorarle y agarrarle de la mano pero poco más. El cuerpo de la joven estaba en un estado lamentable.
Cuestión aparte fue Graciela, su esposa. Ni fuerzas tuvo para aguantar un segundo desde que el medico retirase la sabana dejando el salpicado rostro de Carol al descubierto. Tuvo que sostenerla con ambos brazos, necesitado de juntar todas sus fuerzas y llevarla casi arrastras a las butacas donde aguardaba su cuñada. Rotos de dolor lloraban desconsoladamente. Y aún quedaba lo peor. Trasladar aquella macabra noticia a su hija, la pequeña.
Había decidió dejar a Graciela bajo en amparo de los familiares que habían llegado a casa guardando el luto horas mas tarde. Pensó que seria mas llevadero para Maria encontrarse con aquel panorama en casa que no en las puertas del centro médico donde llevaba internada un par de meses. Dudo unos instantes en si debía darle la noticia del suicidio de su hermana, pero Armando tuvo claro enseguida que algo tan desgarrador no se lo podían ocultar, a pesar de su estado psicológico.
Aparcó y el limpiaparabrisas se detuvo a medio recorrido. Salió del vehículo y atravesó aquel aguacero que servia de muro entre el mundo real y aquel puñado de personas necesitadas de atención psiquiátrica. Pisó con los zapatos empapados la recepción de la clínica mientras las gotas se descolgaban de su abrigo golpeando contra el suelo lentamente. Cruzaba el umbral de la puerta cuando Armando comenzó a sentir un extraño escalofrío, sintiendo como sus fuerzas flaqueaban y daban paso a un temblor de piernas propio de un animal recién parido. Se apoyo sobre la pared apostando el peso de su atolondrado cuerpo sobre la palma de su mano derecha. Frunció el ceño y froto sus párpados con el indice y el pulgar. Abrió ampliamente sus ojos y sus pupilas se dilataban. La vista se le nublaba con una espesa niebla.
—¿¡Papa!? —escuchó. Pensó que el cansancio y su castigada mente le estaban jugando una mala pasada—. ¿Papa? — Oía
de nuevo. Era su hija pequeña, que habia sido acompañada hasta el hall por un celador, ya que Armando habia llamado al centro instantes antes para anunciar su llegada, pidiendo así que dejaran salir a su hija por unas horas. Un halo de lucidez lo atravesó, haciéndole recordar que estaba allí para contarle a Maria, su hija pequeña, que su hermana Carol habia decidido quitarse la vida. Alzó la vista y la encontró con el pijama blanco y diminutos lunares verdes que vestían todos los internos sin excepción. Llevaba las mangas arrugadas hasta el codo, haciendo visible las cicatrices que comenzaba en sus muñecas y recorrían la cara interna de los antebrazos. El hombre de nuevo froto sus ojos, pero aquella niebla no se disipaba. Recobró las fuerzas necesarias para salir del centro dando dudosas zancadas con premura. Le era imposible afrontar aquella situación. Era superior a él. Su mente, al igual que su vista estaba nublada e instintivamente huyó de allí sin echar la vista atrás. Se encerró en el coche, metió la llave y lo arranco ipso facto, sin esperar siquiera a que calentaran los inyectores. Pisó el acelerador a fondo, pero la humedad del asfalto no permitió que el neumático chillase al derrapar contra el alquitrán. Estaba preso de un ataque de pánico y ansiedad. El corazón le iba a explotar, los pies le hormigueaban y su vista seguía obnubilada. Golpeaba su arrugada frente atestándola contra el volante una y otra vez. Cogió la primera carretera que pudo sin pensar en el destino. Miró el retrovisor y dirigió la vista a los asientos traseros, donde solían sentarse sus niñas, Maria y Carol… Aún podía regresar a por Maria, pero cayó en la cuenta de que el asiento de Carol, al igual que una parte de él, seguiría vacío por la inmensa eternidad.

ALXANDRA FERNÁNDEZ

Por el año 1988 Joao y Aǵreda están apresurados a cerrar las puertas de su abasto. Tienen miedo que extraños lleguen y les saquen su negocio, que es uno de los más importantes proveedores de alimentos en la ciudad de Malanje.
Malanje se encuentra en Angola, en el continente Africano. Con una población de doscientos veinte habitantes, pudiendo superar unos setecientos aproximadamente.
Son las tres de la tarde, la confusión, el temor, el pillaje reina por doquier. No existen autoridades, ni la guardia local. La jerarquía de mando, se encuentra acéfala.
El gobernador de Angola murió. La incertidumbre es la compañera inseparable de todos los ciudadanos de aquella pequeña comuna y sus alrededores.
Alfonso y Bernardo buscan un medio de transporte para llegar a sus hogares. Pero ya no hay trenes en la zona. Han acudido a la taquilla en búsqueda de boletos, no les importaría pagar el doble por conseguir unos dos. El encargado de la taquilla está cerrando, y les dice a gritos, con voz angustiada:
—Ya no hay venta de boletos, señores, no sabemos qué será de nosotros, de nuestros empleos. —No sabemos, qué sucederá por el asiento vacío del gobernador Velazco.
Ante esta situación, Alfonso y Bernardo deciden caminar, más bien correr y tratar de llegar a algún lugar a salvo de la revuelta que se está gestando. Un lugar lo más próximo a sus hogares.
En otro sector de la ciudad, María, Lucia, y Paulo y otros compañeros les han anunciado que regresen a sus casas, hasta nuevo aviso. La profesora Sara, muy temerosa por los acontecimientos, les dice:
—Niños y niñas, rápido formen grupos, los que viven hacia el sur-este, se irán conmigo. —Los que están al norte-oeste de la ciudad, con el profesor Alberto, no podemos perder tiempo.
—Por favor niños, quiero que presten mucha atención, con lo que les voy a decir:
—Pueden surgir enfrentamientos entre los rebeldes y los militares que controlaban la dictadura del gobernador Velazco, por más de veintiocho años en el poder. —Recuerden lo duro e implacable que fue el general Velazco en su mandato.
En plena conversación, aparece la directora de la escuela, Clorinda, y les dice:
—Nos vemos obligados a cerrar las puertas de la escuela, por la seguridad del personal, recomendamos ir a sus hogares y permanecer juntos.
Sara y Alberto escuchan las palabras de la directora y en voz baja le decía Sara:
—¿Será que esta cree que no sabemos lo que está pasando?, Con una mueca, Alberto entre dientes le dice:
— Calla amiga, que la directora, puede que esté a favor de la dictadura.
Seguía, diciendo la directora Clorinda:
—Al personal agradezco su abnegación y compromiso para con todos nuestros niños. —Pero deben preservar sus vidas.
Así fue, como los dos grupos se distribuyeron entre Alberto y Sara. Tomados de las manos están los niños María, Lucia y Paulo van en el grupo de la maestra Sara, quien los coloca en fila y los cuenta, memorizando los nombres de cada uno.
Sara muy decidida, les da las indicaciones:
—Niños, permanezcan siempre juntos, no se separen, se pueden perder en las calles, los adultos están bravos, confundidos, puede haber gritos. —Ustedes no tienen nada que temer, su maestra, está con ustedes, no les pasará nada.
Antes de salir, los agrupó, hizo que se dieran un saludo de victoria entre todos y los abrazó.
El profesor Alberto, queda conmovido por el amor desprendido de Sara ante sus alumnos. Su acción le da fuerzas para cumplir su misión.
Se rompe el silencio con el rechinar de la reja de la escuela, salen los dos grupos entre temor, curiosidad y esperanza de llegar a sus hogares.
Ambos grupos empiezan a caminar por las calles impregnadas de zozobra e inquietud.
Alberto mira con dulzura a Sara. Sin articular palabra, su mirada expresaba emociones y sentimientos encontrados. Sara lo siente así y le dice:
—Hasta pronto amigo mío.
En direcciones contrarias, van los dos grupos de alumnos por las calles de Malanje.
Sara y su grupo habían avanzado sin mayores contratiempos. Uno que otro niño, cansado. Eran niños desde los seis años hasta doce años. María, que contaba con once, apoyaba a los de seis y siete años, cuando paraban para descansar. Ella les recordaba las palabras de la maestra Sara:
—No se separen nunca y no tengan miedo, la maestra está con nosotros.
Al grupo de Alberto los sorprendieron unos seis militares que defendían a un régimen con el asiento vacío del gobernador. Pues creían que pronto ese asiento vacío, lo ocuparía otro general que era la mano derecha del general Velazco .
A pesar de que ese asiento estaba vacío, debía ser ocupado por alguien que fuera electo por la comuna de Malanje.
Un teniente y tres sargentos, más dos soldados, rodearon a los diez niños y al profesor Alberto. El teniente les gritó:
— Deténganse, —¿a dónde van chiquillos?.
Alberto detuvo al grupo y le respondió, con toda su intención de ascender de cargo al teniente:
—Buenas tardes, capitán, vamos a las casas de estos niños. —Soy el profesor Alberto Izaguirre de la Escuela Experimental Malanje.
Con la mirada de arriba hacia abajo, le dijo, el teniente, al profesor:
—Sepa usted, el ejército de Malanje está a favor del actual gobierno del general Velazco. Estamos poniendo orden en la ciudad y no permitimos a nadie que esté circulando por las calles de la misma.
A lo que respondió Alberto:
—Si, lo sabemos, por eso nos vamos de prisa a las casas. —Le ruego, capitán, que nos deje seguir el camino, pues los padres y madres de estos niños nos esperan.
El teniente fijó la mirada en cada niño y le dijo a su sargento:
—Sargento, —¿no es cierto que necesitamos reclutar algunos jóvenes para que colaboren con la patria de Angola.?
—Sí, mi teniente, pues existen algunos asientos vacíos en el regimiento.
Alberto sintió un escalofrío en sus huesos y un dardo en el corazón, de solo pensar que alguno de los niños pudieran ser arrebatados de sus manos.
Alberto se había comprometido con Sara y sobre todo con él mismo, que nada malo les sucederá a esos inocentes hasta que fueran entregados a sus padres.
El teniente le preguntó:
—¿Cuántos niños tienen doce años? —Aquel, él de los ojos verdes, se ve alto y fuerte.
Ese adolescente era Emiliano, que contaba con doce años, pero aparentaba quince, por su altura y contextura fuerte, para su edad. Emiliano era tartamudo, producto de un trauma cuando pequeño, le costaba mucho avanzar al ritmo de los otros niños. Por lo demás era muy listo.
Alberto, tratando de disimular la angustia que le recorría su corazón, le dijo:
—Doce años y suspiró.
El teniente con gran ironía le dijo:
—¿Cómo se llama nuestro nuevo soldado? —pues lo veo capaz de llevar un rifle, y bien entrenado, podrá servir de algo. Si no lo ponemos en la cocina con las mujeres a pelar patatas.
Interrumpiendo al teniente, el profesor Alberto le dijo:
—Emiliano no puede ir con ustedes, —Emiliano es tartamudo, además tiene problemas mentales. —Sería un estorbo.
El profesor exageraba la condición de Emiliano, para tratar de convencer al teniente que no se lo llevaran, pues sabía el oscuro destino que le depararía.
—Estorbo no lo creo, pues para cargar sacos no se necesita ser gran cosa, con sonrisa sarcástica, decía, el teniente.
La situación se complicaba.Ya era de noche y los demás niños empezaban a inquietarse y aún más, lloraban.
El teniente, le gritó al profesor :
—Calle a esos mocosos, llorones. Alberto le dijo:
—Teniente, —¿usted tiene hijos? —piense en ellos y déjenos ir.
—Que NO, sargento arreste al muchachito y marchemos.
Alberto se interpuso y le dijo:
—Yo me iré con ustedes, —les puedo ser más útil, trabajo con el gobierno del general Velazco.
Alberto prefirió abandonar sus ideales políticos con tal de salvar la vida y el destino de Emiliano.
—Me parece bien, respondió el teniente.
Alberto le pidió al teniente que lo dejara despedirse a solas con sus alumnos. Se apartaron un instante, vigilados por los militares. Alberto con la voz tranquila y serena les dijo:
—Niños no se preocupen, nada malo va a pasar. —Solo voy a acompañar a estos soldados.
—Deben seguir el camino, —Emiliano los llevará por el sendero que habíamos planeado.
— Emiliano, tú puedes llevarlos a todos.
—Si saben algún día de la profesora Sara, —cuéntenle lo que pasó.
Alberto se entregó al grupo de militares y vio partir a sus queridos alumnos.
En el andar, Emiliano sin tartamudear, les decía a sus compañeros:
—Ha quedado un asiento vacío. Pero ese asiento, siempre será de nuestro inolvidable profesor Alberto.

ARCADIO MALLO

El banco del abuelo
En el parque no había nadie. Quizás la tromba de agua que acababa de caer, tuviera algo que ver. Sin embargo, no había sido contratiempo para ella, que buscaba, incansable, aquel punto que su memoria se había negado a olvidar. ¿Y si ya no estaba? Después de tantos años, quizás hubieran modificado el parque, aunque, lo cierto era que todo le resultaba bastante familiar.
Lo encontró. Inconfundible. Y como si de un hecho celestial se tratase, las nubes negras abrieron paso a un rayo de sol que lo iluminaba. Estaba muy mojado, pero resistía a la intemperie, intacto, al abrigo del viejo roble, centenario con toda seguridad. Sus pies de hierro sostenían en pie aquella madera, barnizada no hacía mucho. Y se vio allí de pie, mirando, jugueteando, mientras que el abuelo, trajeado y con su inseparable sombrero bien colocado en aquella cabeza canosa, leía el periódico. Ella todavía no tenía edad para ir al colegio y él, maestro recién jubilado, necesitaba sentirse útil.
Unas lágrimas inoportunas borraron aquella visión, y nublaron aquel sentimiento de reencuentro. Apenas guardaba más recuerdos de aquel hombre, que desapareció de su vida de la noche a la mañana. Corría el año 1937. Era muy niña para entender todo lo que luego supo. Y ahora, había vuelto a aquel lugar que la había visto nacer, con el único propósito de buscar aquel banco. Nunca un asiento vacío había representado tanto. Porque para ella, era la metáfora del vacío que le había quedado en su infancia. Era la injusticia. La tristeza. Y al mismo tiempo, era los días más felices de su niñez.

SÁNCHEZ KATA MAR

De nuevo lo veo, más no me sorprende hace unos meses estaba ahí viejo, sucio, desgastado nadie le echaba una mano de pintura al menos para que algún fulano se quisiera sentar y permanecer ahí durante horas leyendo o durmiendo. Es tan extraño todo que se vino a la mente cuando aquel objetivo era el preferido por los niños y adultos en las noches se dormían en su acolchado regazo de la casona, tan amado y querido que se hace un nudo en el estómago verlo así tan triste, ahora que está viejo y feo nadie lo determina. No sé quieren sentar allí. El acento vacío era del viejo Hidalgo cuyos familiares veían como si fuera solo un mueble inservible.

JOSE ARMANDO BARCELONA

UNA DE ROMANOS
«Querida Amelia, hace tiempo que no te escribo, lo sé, pero hija qué quieres, ya sabes que el correo aquí no funciona y saber que no te llegan las cartas desmotiva una barbaridad. Estar muerto es un latazo, créeme, lo de la vida eterna, el otro mundo, la corte celestial y su puñetera madre está sobrevalorado, pura milonga. Normalmente, esto es muy aburrido, la misma rutina todos los días, igual que allí, sólo que lo nuestro es a perpetuidad. Por eso, cualquier movida, por pequeña que sea, provoca un subidón colectivo, el personal se entusiasma y allí donde vayas no se habla de otra cosa. Sin ir más lejos, hace cosa de dos meses estuve metido en un fregado de la leche y te lo voy a contar.
Ya sabes que hice amistad con Jesús y sus colegas. Aquí le llaman Joshua, maestro, mesías o rabí. Son gente guapa, muy OldMoney, pijos como ellos solos, pero divertidos. Los fines de semana vamos a Jacob’s; no sé si te acuerdas, el macro tugurio donde Jacob Yitzchak hace de hospitality manager. Sí, mujer, haz memoria, el tío rata que le negó alojamiento a la sagrada familia en Belén, te lo conté en su día, acuérdate. Como castigo por su avaricia, está condenado a regentar el complejo de ocio más grande del universo. Allí tienes de un todo, Amelia, lo que quieras, y gratis, by the face, no puede cobrarle un euro ni a dios. Tremendo. Pues a lo que vamos. Estábamos tomando allí unas copas y Juan, el hermano de Joshua —tiene un primo que también se llama Juan, pero no se llevan demasiado bien por cosas de herencias; otro día te explicaré—, como te decía, Juan se puso a dar la chapa con un rollo que tienen entre ellos, algo de una cena conmemorativa, que celebran todos los años entre marzo y abril, el jueves anterior al primer domingo siguiente a la primera luna llena de primavera. Ya lo sé, qué quieres, son así de maniáticos.
—Ya está la reserva hecha, Joshua —dijo Juan—, pero trece es mal número, rabí, podías traer a tu churri, para romper el mal fario.
—Di que sí, Juan —saltó Magda, el rollete de Joshua—. Todos los años el mismo muermo, sólo tíos, ni una chica. ¡Qué aburrimiento, aquello debe parecer un bosque de nabos!
—No puede ser, cari, estamos en Cuaresma—se excusó él—, hay que guardar las tradiciones.
—Ya, las tradiciones, seguro que te enrollas con alguna guarrilla y te la llevas al huerto.
—De los olivos —se descojonó Santiago, que es de los de risa tonta.
—Que no, mujer, en serio, por mí encantado, pero luego la gente habla, dice cosas, inventa canciones; ya sabes la mala leche que se gastan los fariseos.
En definitiva, que para espantar el cenizo terminaron invitándome al evento para averiar el maleficio y allí estábamos, en el reservado VIPS de Jacob’s: una mesa larga, catorce cubiertos y otras tantas sillas, todo muy bien puesto y abundante, como para una boda, de lujo, Amelia, de lujo. Pero Judas Iscariote no vino, algo de un virus estomacal, dijo, que lo tenía enganchado al retrete. Un asiento vacío, en la mesa, digo, no en la letrina. Volvíamos a ser trece. Mal rollo.
—No fiarse de ese, es más falso que el retrovisor de un avión —Tomás siempre sospecha de todo—, seguro que trama algo.
—Y apuesto lo que queráis, que una silla sin nadie encima trae mala suerte —dijo Felipe, empeñado en sacarle pelos a una calavera y ver el lado malo de las cosas.
—¡Coño, el que faltaba! —se cabreó Joshua—, dejaros ya de gilipolleces y vamos a tener la fiesta en paz, ¿vale?
—Ya veo yo que esto termina como el rosario de la aurora —murmuró Mateo por lo bajini.
Cenamos como gochos. Nos pusimos ciegos. El vino y los mariscos pudieron con la superstición y a los postres, con el café y los chupitos, íbamos todos con una media estocada considerable y de lo más eufóricos. Por otra parte, Magda, María Salomé, Marta, María de Betania, Verónica y no sé cuantas chicas más, también habían celebrado el final de la Cuaresma con una cena, en el salón contiguo al nuestro y por el vocerío que se oía estaba siendo animadísima.
—Lo mismo deberíamos pasar a darles las buenas noches —farfulló Bartolomé, que iba perjudicadísimo, mientras intentaba guiñar un ojo rebelde a la complicidad.
En esto que se abre la puerta y entra una pareja de romanos, como llaman aquí a los de la policía local, con casco, botas de montar y gafas de sol. Se plantan en medio del salón, los brazos en jarras, en plan ayudante del sheriff de Huntsville, Alabama, a punto de disolver una manifestación de morenos.
—A ver, de quién es el Maserati aparcado en la plaza de minusválidos.
—Aquí, aquí, señor agente —se identificó Joshua—, pero no se preocupe, si viene alguno yo lo apaño en un credo.
La ocurrencia nos hizo gracia, seguramente por culpa del alcohol que llevábamos dentro, y se la reímos con ganas. Pero a los guripas no pareció caerles igual de bien la coña.
—Mira tú que bien, Mariano, tenemos aquí un grupo de listillos —dijo el que parecía mandar. Pues se te va a caer el pelo, chaval. Y los demás ya podéis ir preparando los papeles que va a haber requisa.
Pedro, que estaba muy metido en temas de seguridad y acostumbrado a tratar con guardias, le puso a este el carnet del partido delante de las narices, como diciendo «no sabes tú con quién estás hablando». Pero el guindilla, lejos de acojonarse, la tomó por la tremenda, le hizo una llave de jiujitsu, lo tumbó largo en el suelo y a partir de ahí se lio parda.
Nos pusimos a dar voces, coreando eslóganes antisistema, alguien le acertó al guardia en todo el careto con un merengue de frambuesa y los demás empezamos a descorchar botellas de Moët Chandon tirando a dar: «Perros guardianes del orden y la ley, asesinos a sueldo, abuso de poder». «Ser policía, vergüenza me daría». «Un bote, dos botes, romano el que no bote».
El tal Mariano pidió refuerzos por un chivato que llevaba enganchado en la hombrera, mientras iniciaba la retirada, cubriendo a su compañero, el del merengazo, que no paraba de gritar: «¡Cagondios, que soy diabético, cabrones!» y casi estaban llegando a la puerta, cuando les tapó la retirada la Magda, al frente de un comando femenino reivindicativo; las chicas habían oído follón y como también estaban ya con los chupitos, no les costó nada ponerse levantiscas y venían en plan Las Vengadoras a partirse la cara con quien fuera menester: «Mariano, Marianito, la cena tú solito». «Nosotras parimos, nosotras decidimos». «Estoy hasta el culo de tanto machirulo».
Llegan los antidisturbios arreando a diestro y siniestro. Las chicas, como leonas, tirándoles patadas a la coquilla. Judas, en la puerta, junto al jefe de los gorilas, señalando a Joshua con el dedo. Un sindiós, Amelia, un sindiós. Al final terminamos pasando la noche en el cuartelillo.
—Si es que todos los años es lo mismo con Judas, coño ya —bramaba Tomás con un cabreo del copón—, ni virus ni gaitas. Mira que os lo dije.
—El trece, rabí, el trece, no falla, mal fario —Juan a lo suyo.
—El asiento vacío, lo que yo os diga.
En fin, que a Joshua le pusieron una multa guapa y no se quedó sin carné porque su padre movió hilos. Pedro tiene esguince de tobillo y está citado para juicio rápido por resistencia a la autoridad y de Judas no se sabe nada, porque parece que lo han metido en protección de testigos y anda desaparecido.
No sé si tendrá razón Bartolomé, pero ten cuidado con los asientos vacíos, corazón, que los carga el diablo.
Tuyo que lo es».

LUISA VALERO

CHIN Y CHON
Estoy emocionado y he tenido que esperar un mes para disfrutar de la función. Me siento en la fila tres; desde aquí se ve muy bien. ¡Qué nervios que tengo!, parece como si fuera yo alguno de los artistas, cuando ,en realidad, solo soy el que adorna con flores el escenario. Se abre el telón rojo y empieza todo…
-Hola de nuevo, no se vayan que ya empieza la función, con los extraordinarios Chin y Chon. Saluda hermana -dijo Chon un payaso de mediana edad.
– Hola pajaritos, pajarracos y paje…-dijo Chin y rápidamente Chon, antes de que terminara la palabra, le tapó la boca a esta, que era su hermana menor en el show, también, en la vida real.
– Chin, los «pajeritos» van a «otras funciones»… casi la cagas, ¡quédate tranquilita, por favor! -El público comenzó a carcajearse de las caras de los payasos y de sus tonterías-
》Toca la ronda de chistes y empiezo yo, que tú, hermanita de mi corazón y de mis disgustos, necesitas calentar motores…
》»Era un hombre que está en un juicio:
-¿Entró ud.al almacén a ROBAR un vestido?
-Sii Señor juez, para mi MUJER.
-¿Pero 3 VECES?
-Me hizo cambiarlo 2 VECES, señor juez.
– Liberen a ese HOMBRE.
¡Que risa!, todo el público del teatro nos estamos desternillando. Y Chin, como siempre tan dulce y linda. Hoy le pediré una cita. Diosito, por favor, échame una mano…
Continúa Chin contando otro chiste. Yo no sé por qué la gente no se ríe apenas. Su hermano la fastidia y esa es la gracia del show; todos se ríen ahora.
De repente, Chon se pone la mano en el pecho y pone cara de drama, como si le estuviera pasando algo. La gente más se ríe y dice: «De lo malo que es el chiste de Chin le está dando un infarto a Chon…»
Incluso el payaso cae al suelo. El teatro retumba de todas las risas; mientras que yo tengo un feo presentimiento. Chin se arrodilla para ver a su hermano, le da una bofetada en la cara, a la que él no reacciona, y empieza a llorar de la angustia y susto.
Todo el público deja de reír en el acto. Yo voy corriendo al escenario. Pobrecita mi Chin que grita desconsolada; yo siento un dolor inmenso en mi estómago y pecho por ella. Ojalá no haya muerto el entrañable Chon, me digo y le ruego a Dios..
La aprieto contra mi pecho muy fuerte. Hubiera deseado que el primer abrazo con ella fuera de otra manera. Ella está inmóvil, deshecha, apenas puede hablar. Le pregunto a quién puedo llamar y me dice que busque en su bolso, en el camerino, una tarjeta de la funeraria «El último paradero», que le dio un conocido amigo y que lo llame. No la quiero dejar sola. El encargado de las luces ya llamó a Emergencias y seguro que aparecerán en breve. El teatro se ha quedado desolado.
*****
Esta es la segunda función después de la muerte de mi amado hermano Jaime, conocido como Chon. Se que a él le gustaría que continuara. Han pasado tres meses y todavía no he encontrado a ningún sustituto.
Lo que estoy haciendo, mientras, es que me maquillo la cara de dos maneras, tengo ropa y una peluca especial dividida en dos colores: si estoy de un lado parezco Chon y al girarme parezco yo, Chin; por lo que hago los dos personajes a la vez.
Siento que no tengo mucha gracia y ya no es igual. Es horrible la pena de ver en el camerino su tocador y silla vacías; era tan bueno y gracioso que nadie lo va a poder sustituir.
Se abre el telón. Respiro para calmarme, las luces me ciegan un poco, mejor, así no me sugestiono con el público y empiezo a trabajar. Escucho que se ríe alguien. Me pongo contenta y fluyo. Termino de actuar y cuando miro hacia el público para agradecer y hacer una reverencia, solo veo a Pedro el florista que aplaude como loco y tiene un enorme ramo de tulipanes amarillos.
Siento mucha frustración y se me saltan las lágrimas. Nadie ha venido a verme porque ya el show no es interesante y gracioso. Es mejor que lo deje para siempre. Me voy corriendo al camerino para llorar tranquila.
Me desmaquillo para irme a descansar. De repente tocan a la puerta. y piden permiso para entrar, yo grito que sí pueden pasar. Se abre la puerta y aparece Pedro; todavía lleva ese enorme y bonito ramo de flores. Los tulipanes son mi flor favorita. Seguro que tiene que hacer alguna entrega.
Pasa y se acerca. Me entrega las flores, mientras le suda su frente y tiembla al hablar:
-Laura, no puedo aguantar más, ya te lo tengo que decir. ¡Estoy muy enamorado de ti, desde hace mucho tiempo! Si no te gusto no pasa nada… -Se atranca por hablar muy rápido- También he venido a proponerte que me ayudes en mi negocio de flores, te puedo dar un puesto de trabajo. Sé que amas las flores y tienes mucho gusto, porque siempre encontrabas la mejor manera para decorar el teatro. ¿Qué contestas?
-¡Eres un nervioso!, más que yo, ja,ja. -rio con mucho pavo en mi corazón- Acepto el puesto de trabajo y…, ¡también me gustas! Ven aquí. Tonto, ven más.
Se acerca con mucha timidez. ¡Que rico huele! Yo también tiemblo. Lo beso con mucho cariño en la boca, y se detiene el tiempo…

MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ BLÁZQUEZ

TE VI CAMINAR
Anclado al pasado vivo soñando el recuerdo de tu cuerpo sentado en el sofá vacío del porche. Han pasado 70 años, y siento lo mismo.
No lo entiendo, me cuesta. Lo relleno en mi mente con tu presencia.
Le doy forma; veo tus cabellos caídos sobre el respaldo.
Tu olor a menta, el de tu cuello. Que procuro verlo dibujado en mi olfato.
Y esa peca… Me imaginaba cada noche derritiéndome sobre ellahasta fundirme en tus labios.
Después el deseo. Te arrancaba los botones de la blusa tirando de ellos con los dientes.
O el tacto de tus manos, que me agarraban con fuerza de los pelos, llevando mi cabeza entre tus piernas.
En el sofá del porche te amé, te adoré toda una vida…
Alimentaste a nuestros hijos; los vi crecer, marcharse… Pero continué deseando tu amor hasta envejecer.
Es la hora, esta mañana te vi caminar moviendo tus caderas y te rozaste conmigo Te invité a cenar sin conocerte… Y aunque no aceptaste, relleno el sofá vacío del porche con tu presencia. Así hasta lo haré hasta la muerte.

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17 comentarios en «Un asiento vacío»

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