Aquel verano – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «aquel verano». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 29 de junio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

CORONADO IN MEMORIAM

Tantos versos que no te he escrito
y tantas canciones que no te he cantado,
mi alma está puesta en cada uno
de esos silencios que te he dedicado.
Tantas emociones que no he vivido
y tantos sentimientos que he desterrado,
por querer acariciar tu sonrisa
en esos sueños que siempre he anhelado.
Tantos momentos de tristeza llorada
y tantas ocasiones en las que te he esperado,
sabiendo que nunca vendrías
por no tener el valor de haberte llamado.
Tantas decisiones que he pospuesto
y tantos contratos que no he firmado
con saliva sobre tu piel desnuda
que otra pérfida boca ha aprovechado.
Tantas cosas y tantos recuerdos
transitan por la prisión de un condenado,
sin saber como poder escapar
de la celda que su cobardía ha creado.
¿Dónde está la alegría de tu mirada?
Se marchó a buscar otra alborada
que le de un poquito de calma.
De aquel verano no quiero recordar nada.

MARÍA CRUZ ESTEVAN APARICIO

Aquel verano se quedó grabado en mi mente. Por entonces acababa de cumplir 14años.
Hoy mi memoria y mis ganas de contar se lanzan a plasmar en papel los hechos vividos, los cuales al recordarlos me llenan de alegría.
Todo empezó en el mes de mayo, el día no recuerdo,pero no se me olvida que en ese mismo mes día 3 había cumplido los 14 años.
Dos noches hacia que dormía en la casa en donde entré a ser niñera de unos niños, pero mira por donde unos días antes a esa fecha me note en una de las rodillas un grano, el cual pete…
El caso es que a la mañana de la segunda noche pasada en la Torre , al levantarme de la cama e intentar poner los pies en el suelo me di cuenta que una de mis piernas estaba hinchada. Tan hinchada, estaba…, imposible ponerme de pie.
Me devolvieron a la casa de donde salí como si fuese un paquete.
Siempre hay personas buenas estás pagaron mi operación de rodilla y por unos días se ocuparon de mí.
Me buscaron trabajo en un puesto de helados casi no podía andar…
Todas las tardes se acercaba al puesto un joven: señorita me decía un helado de naranja o de limón y tómese usted uno le invito… Aquel verano y a aquel joven al día de hoy les tengo presentes.

RAQUEL LÓPEZ

Aquel verano no fue como los demás, los paseos en bicicleta, los juegos de niños, los baños en el mar.. Todo eso dió paso con los años a lanzarme de cabeza, a fumar mi primer pitillo y a dar mi primer beso.
Fue un verano nuevo, inesperado, plagado de aventuras y sueños por descubrir.
Después de tanto tiempo lo recuerdo con nostalgia, esos sentimientos capaces de dejarte sin aliento, narcotizantes que me hacen recordar el aroma del perfume de una chica a la que conociste una noche y besaste, pero ni siquiera puedes acordarte de su cara pero si de sus besos…
Aquel verano de mi vida
de la libertad y la inocencia
de los besos, de las risas
del recuerdo y las promesas.
Noches de quimera
de amores escondidos
historias pasajeras,
juegos de niños.
Y ahora¿ que queda?
una bonita experiencia
en el mediocre paso de los años
de aquel mágico verano….

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

DE PELÍCULA
Ese curso me habían quedado tres: mates, latín y naturales; García Comeras estuvo en un tris de partirle la cara a «Jaimito» y descubrí que mi tío Manolo guardaba revistas de chicas desnudas en una gaveta de la cómoda del salón.
Los suspensos no constituían un problema, estaba acostumbrado y siempre daba lo mejor de mí en septiembre. García Comeras, que ya se afeitaba, nos sacaba a todos tres cabezas y tenía unas manos como palas de hornear pizzas, era el segundo año que repetía tercero de bachiller, y «Jaimito», en realidad era el padre Jaime; un escolapio pequeñito, amargado y sádico, que disfrutaba aporreando nuestras cabezas con un puntero de madera, que llevaba terciado en la faja como la chaira de un bandolero. En cuanto a las revistas sugerentes, solo puedo decir que me cambiaron la vida. Si yo hubiera sido una empresa comercial y mis amigos la Bolsa de Tokio, habría reventado el índice Nikkei. Aquel verano, gracias a Playboy, los tres, Zanahorio, el Cartones y yo, alcanzamos la categoría de cinturón negro, 5º Dan, en onanismo indoor-outdoor. Cada uno a su aire, por su cuenta, quede claro.
—Por qué decís onanismo, cuando toda la vida de Dios esto se ha llamado paja —el Cartones era así de pragmático, al pan, pan y al vino, vino.
«Y Er, el primogénito de Judá, fue malo ante los ojos de Jehová, y le quitó Jehová la vida. Entonces Judá dijo a Onán: Llégate a la mujer de tu hermano, y despósate con ella, y levanta descendencia a tu hermano. Y sabiendo Onán que la descendencia no había de ser suya, sucedía que cuando se llegaba a la mujer de su hermano, vertía en tierra, por no dar descendencia a su hermano. Y desagradó en ojos de Jehová lo que hacía, y a él también le quitó la vida». (Génesis. 38)
Esto lo recitó Zanahorio de un tirón y sin tomar aliento. Su madre era de Acción Católica y de pequeño, a la hora de dormir, en vez de leerle cuentos, le endosaba un par de pasajes de la Biblia —un vademécum de historias escabrosas, moralmente reprobables e innecesariamente gore—, lo que contribuyó en gran medida, tanto a que Zanahorio se aprendiera el libro sagrado al dedillo, como que siguiera meándose en la cama hasta casi los dieciséis.
El empeño que tenían los curas con alejarnos de la masturbación les venía, pues, en el manual de instrucciones y la terapia disuasoria que proponía no dejaba de resultar tan inquietante como bestia:
«Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuero sea echado al infierno.
Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. (Mateo 5:29-30)»
Así que después de someterlo a honda reflexión filosófica, concluimos que si bien la mano era el arma ejecutora, no parecía justo proceder contra ella, porque solo cumplía las órdenes que le llegaban del cerebro, un caso claro de obediencia debida, y arrancarnos los sesos estaba descartado por la obvia dificultad que entrañaba la tarea. De manera que solo quedaba sacarse un ojo, que al fin y al cabo era la puerta por donde entraba el pecado. Pero como los curas insistían tanto en que la consecuencia más inmediata de meneársela como mandriles era la ceguera, decidimos no forzar las cosas y que la naturaleza siguiera su curso. Aquel verano lo pasamos en una permanente galerna hormonal.
A mediados de julio, al Cartones le diagnosticaron principio de astigmatismo en el ojo derecho, nos acordamos de Mateo 5:29-30 y decidimos darnos un respiro. Organizamos un club de lectura. Mi tío Manolo era del Círculo de Lectores y tenía una biblioteca muy ecléctica, había de todo. El primer libro que le cogimos en préstamo fue «Verano del 42», de Herman Raucher. Trata del despertar sexual de tres adolescentes: Hermie, Oscy y Benji, durante sus vacaciones en la isla de Nantucket, en plena Segunda Guerra Mundial. Los tres chavales se conjuran para dejar de ser vírgenes ese verano y hacen todo lo posible para conseguirlo.
Hermie se enamora de una mujer mayor, Dorothy, cuyo marido está luchando en el Pacífico. Él tiene catorce años, ella pasa mucho de los veinte, está felizmente casada y el muchacho sólo puede aspirar a un amor meramente platónico. Pero la situación da un giro inesperado el día en que ella recibe una carta del gobierno comunicándole la muerte en combate de su esposo. El chico va a su casa para consolarla; la pilla baja de defensas, confundida, necesitada de cariño y terminan haciéndolo.
¡Coño, éramos nosotros! ¡Zanahorio, el Cartonés, yo! Hubo literalmente hostias para decidir cuál de los tres asumía el papel de Hermie, el único de la historia que terminaba mojando. Fue Zanahorio. Su madre tenía una amiga del grupo de oración que se había quedado viuda de un ferroviario y aunque la señora había dejado la trentena muy atrás y nuestro barrio no se parecía en nada a Nantcket, era lo más cerca que podíamos estar de reproducir el drama de la novela.
Resumiendo. A los cuatro o cinco días, una mañana, Zanahorio apareció mohíno, cabizbajo, con la cara cruzada por la marca de cinco dedos estampados a mano abierta. No quiso contarnos nada, solo que su madre lo había apuntado todo el mes de agosto a ejercicios espirituales en una casa de retiro que tenían los agustinos recoletos en Sahagún de Campos. Al día siguiente lo acompañamos a la estación y nos echamos alguna lágrima por aquello de que algo se muere en el alma cuando un amigo se va.
El Cartones tardó poco en marchar a su exilio agosteño de todos los años, con sus abuelos en Belchite. Mi tío Manolo se coscó de que le había descubierto la cueva del tesoro y lo cambió de ubicación y al piso de enfrente se mudó una chica joven, muy simpática, que tendía a secar al sol unas bragas pequeñitas, de colorines, la mar de monas y me guiñaba un ojo cada vez que nos cruzábamos en el rellano.
—¡Una fresca, eso es lo que es, Mariano, una fresca! —dijo mi madre una noche mientras cenábamos.
—Mujer, tampoco la conocemos tanto, a mí me parece maja —objetó mi padre sin levantar los ojos del plato de sopa.
—¡Pues tú, ni mirarla, Mariano, ni mirarla!
Mi padre se encogió de hombros y siguió cenando sin decir ni pío. Tenía razón, era un rato maja, Encarnita, divertida y muy, muy, cariñosa. Nos hicimos íntimos y, al final, aquel verano terminó siendo un poco de novela para mí. Pero eso es otra historia, algunas escenas podrían herir la sensibilidad del lector y no sé si debería ser contada.
NOTA.: Verano del 42 se hizo película en 1971. La dirigió Robert Mulligan y su tema musical The Summer Knows (Lo sabe el verano), obtuvo un Óscar en 1972.

DAVID MERLÁN

La noche de aquel verano hacía calor. Un bochorno pegajoso e insoportable que se había venido fraguando a lo largo de todo el día. La noche tropical de la jornada anterior ya lo pronosticaba, y con la llegada de la tarde, el cielo se había encapotado en cuestión de minutos. Las primeras gotorronas no se hicieron esperar y unos instantes después la tromba de agua tormentosa descargó con fuerza incontrolada. Las correnteras se formaron al instante y la gente, vestida inapropiada para la ocasión, buscaba amparo y refugio donde buenamente podían. Tras cesar la lluvia torrencial y entre cuchicheos, quién más y quién menos fue dispersándose y, retomando su destino bajo una fina lluvia. Todos menos uno.
—¡¡¡Aaaaahhh!!!
El alarido espeluznante de una mujer, se escuchó alto y claro. De pie y con el gesto aterrorizado, señalaba un cuerpo semi oculto por las ramas y el barro que el agua había arrastrado.
Una montonera de gente se fue aremolinando al instante, y los allí presentes se fueron preguntando sobre quién podía ser y qué le podía haber pasado. Nadie se atrevía a tocarlo ni voltearlo al ser obvio que nada se podía hacer ya por él. No habían terminado la conjeturas, cuando una patrulla de la policia llegó al lugar para poner orden y asumir el control de la situación. Hicieron retroceder a la gente y montaron un cordón policial. La noche se echaba encima y era primordial asegurar la zona lo antes posible para facilitar la tarea del juez. Poco después, la ambulancia con los sanitarios llegaba al lugar haciendo sonar su sirena para que la gente allí congregada, le abriese camino. Con el paso del tiempo, algunos fueron perdiendo interés y se marchaban. Otros, por el contrario, al enterarse de la noticia, se acercaban a curiosear a pesar de que no había dejado de llover del todo.
Poco tiempo tuvo que transcurrir, para que hiciese acto de presencia el juez. Hechas las comprobaciones rutinarias y legales, indicó a la policía y sanitarios que podían ponerse a realizar su trabajo. La espectación fue en aumento. Era hora de ponerle rostro a aquel maltrecho cuerpo. De lo único que estaban seguros hasta entonces los allí presentes, era de que se trataba de un varón de mediana edad, a tenor de su complexión. Los sanitarios voltearon el cuerpo y los «afortunados» vecinos de la primera fila del cordón de seguridad, estiraron el cuello para fijar la vista en el rostro de aquel desafortunado hombre.
Un silencio, que apenas duró un par de segundos, se adueñó del lugar. ¿Quién es? Se preguntaban los vecinos. Nadie de los allí presentes lo identificó. Los policías procedieron a cachearlo en busca de objetos personales y reconocerlo. Con la cartera en la mano, el agente al cargo, le puso nombre: Alejandro Sillares Casas. Natural de Barcelona. 52 años. Con la identificación preliminar hecha, metió la cartera, unas llaves, un pañuelo de tela y unas cuantas monedas en la bolsa de pruebas y acabó de sacarle las correspondientes fotografias. A primera vista no tenía más heridas visibles que un agujero pequeño y redondo entre la barbilla y el cuello, el cual podría denotar un posible motivo del fallecimiento, pero hasta que no se le realizase la autopsia y se aclarasen las causas de la muerte, no debían descartar ninguna hipótesis. Con la decepción de ver cómo de repente se desinflaba el globo del morbo, la gente comenzó a abandonar la zona entre comentarios; unos de alivio y otras de decepción, cada uno dependiendo de su grado de macabrez. Todos menos una persona, que con el cuello subido de la gabardina y sombrero calado presenciaba la escena desde una distancia prudencial con el paraguas abierto y sujeto con su mano izquierda, a pesar de que ya no llovía con la fuerza de antes.
El hecho no pasó desapercibido para el agente de policia al mando. Con el cadáver en manos de los sanitarios rumbo a la ambulancia, se le quedó observando por unos instantes y ante la falta de iniciativa de aquella persona por cambiar de actitud, decidió acercarse decidido pero con la cautela adecuada a su profesión. Cuando le separaban unos diez metros de distancia, se detuvo y se dirigió a él alto y claro:
—¿Puedo ayudarle, señor?
El hombre no movió un músculo y permaneció inmóvil con la vista clavada en el cadáver.
—Señor, le estoy hablando, ¿Puedo saber qué hace ahí?—insistió el agente acercando la mano a su arma reglamentaria mientras avanzaba un par de metros.
El individuo, al ver el cambió de actitud del policía, dió un paso atrás y miró compulsivamente nervioso, a izquierda y derecha.
—Señor. Tengo que pedirle que se identifique y me explique que hace ahí. ¿Conocía a la víctima?
Al no obtener respuesta, procedió a abrir el broche de la funda de la pistola y agarrarla sin llegar a quitarla mientras acortaba la distancia entre ellos.
—Señor, insisto. Necesito que se identifique y se quite el sombrero ahora mismo para que pueda verle mejor.
El extraño, visiblemente nervioso, se descubrió con la mano derecha y al tiempo que bajaba la vista al suelo, bajó el sombrero hasta ponerlo pegado a su pierna.
—Señor. Le tengo que rogar que no se mueva y que no haga ningún gesto brusco mientras termino de acercarme.¿Me ha entendido?
—Si señor—.escuchó artícular al fin palabra al extraño varón confirmando de que se trataba de un hombre.
—Esta bien. Ahora me voy a acercar—.añadió dando el último par de metros si dejar de sentir la culata de su arma entre las yemas de sus dedos.
El desconocido obedeció y se mantuvo quieto aunque sin dejar de manosear el mango del paraguas y el sombrero.
—Señor. Necesito que alce la vista y me mire.
El hombre no obedeció y siguió mirando al suelo.
—¿Se encuentra bien?
—No… lo… se —. contestó dubitativo.
—¿Conocía a la victima, al señor Alejandro Sillares?
Al escuchar aquel nombre, automáticamente dejó de manosear sus objetos personales y levantó lentamente la cabeza. Demostraba un nerviosismo desencajado en su mirada y el agente decidió seguir con la estrategia de intentar utilizar un tono agradable.
—¿Qué sucede? ¿Necesita…?
En ese instante clavó su vista en la mirada de aquel hombre y desconcertado apartó su mano de la pistola y sacó la cámara del bolsillo contrario. Activo la pantalla y buscó las últimas fotos. Sobrecogido pudo comprobar como el rostro del fallecido coincidía con la persona que tenía delante mientras, si dejar de mirar la foto, le oía decir. «Yo soy Alejandro Sillares y no se lo que hago aquí». En el preciso instante en que escuchó aquella frase levantó la vista. Su interlocutor había desaparecido por arte de magia delante de sus narices.
Aún descolocado por todo aquello, el bochorno nocturno dio paso a un frío helador que le provocó un escalofrío que le atravesó el cuerpo de parte a parte. Un segundo después, su ayudante le puso la mano en el hombro que lo sacó de su ensimismamiento.
—Señor, ¿Qué hace aquí?¿Necesita mi ayuda?
—¿Has visto por donde se ha ido el hombre con el que estaba hablando aquí mismo?
—No señor, estaba usted solo, quieto y mirando hacia la nada y me he acercado a ver si necesitaba algo.
El agente al mando se le quedó mirando desconcertado.
—¿Ordena usted algo más antes de levantar el cordón?…¿Señor ..?
Sus preguntas no obtuvieron respuestas mientras la ambulancia con el cuerpo del señor Alejandro Sillares iniciaba su viaje a la morgue.
El agente pensó: El cuerpo irá en esa ambulancia, pero creo que su alma, no.
—No, Ramos. Ya podemos irnos. Aquí ya hemos terminado—. Mientras alzaba por unos instantes la vista al cielo negro y cada vez más nocturno, de la noche de aquel verano.

BENEDICTO PALACIOS

Raquel adquirió de su padre, guardia civil, el apego y afición por las armas, por las pistolas en concreto. El guardia le había enseñado a montar y desmontarlas y a practicar en el campo de tiro. Era buena disparando al blanco. Cuando cumplió los diecisiete dudaba si prepararse para la carrera militar, en casa no estaban muy conformes pero tampoco le aconsejaban lo contrario. Para probar si era algo más que una propensión, se matriculó en una academia.
Invitaba a pasear aquella mañana de junio. El parque cercano estaba a rebosar. Niños y mayores que no habían podido acercarse a la playa llenaban bancos y terrazas, y el gozo que parecen propiciar las mañanas luminosas reinaba y se desparramaba por cada uno de los rincones. Sentada al borde de una mesa redonda esperaba Raquel la llegada de Aldo y tardaba en llegar. Había revisado primero la hora y luego el wasap y no había trampa: habían pasado más de las doce, la hora convenida y él acostumbraba a ser puntual. Terminó de tomarse el café y para disimular la espera que se le hacía demasiado larga sacó un pequeño espejo del bolso y con un lápiz se pintó los labios.
No le dio tiempo a terminar, porque en aquel instante le sonó el móvil. Su madre le comunicó que no esperase a Aldo, que había tenido un accidente. El lápiz de labios rodó por el suelo, dejó sobre la mesa tres euros y se dirigió a toda prisa a un hospital que estaba cercano. Preguntó en urgencias y logró saber que había ingresado un joven en estado de shock. Ninguna noticia más. Abrió el teléfono. Por las redes sociales corría un video de un coche atropellando a un peatón. No se daban nombres, solo que el conductor se dirigía a la playa y había tratado de huir. «Iría bebido —era el comentario.»
Aldo y Raquel no eran novios, pero tenían afinidades comunes. A él también le gustaban las armas no para usarlas, jamás había disparado, sino para estudiar el uso que de ellas se hacía en películas y novelas. ¿Por qué ciertos individuos mataban a personas anónimas e inocentes?¿Por qué había de negarse al innocuo una segunda oportunidad? ¿Qué sentimientos albergaba un individuo que no dudaba en liquidar a otro? Enunció unos pocos: odio, envidia, celos, frustración, venganza, intereses, trastorno transitorio, miedo, desconfianza, etcétera. Casi todos los crímenes se debían a alguno de estos motivos, pero habría otros más, era probable.
Camino de su casa Raquel recordaba que el causante del accidente se dirigía a la playa, y este hecho lo relacionó con una novela de Albert Camus, L´étranger, muy del gusto de Aldo. En ella Meursault dispara sobre una persona por nada. Y dice Camus que aquella muerte rompe el equilibrio de aquella mañana en la playa. Le dolió recordarlo.
Los padres de Raquel se habían marchado a misa y la casa estaba cerrada, nadie en ella. Abrió el armario metálico donde su padre guardaba las armas, desenfundó una pistola y la cargó con una sola bala. Luego emprendió el camino de la playa. Sentía todo el odio del mundo, la injusticia y la frustración. Tenía motivos para disparar, para finiquitar a un individuo que acababa de segar por nada una vida. Hacía calor y tenía húmedo el pelo, le brillaban la frente y las cejas por el sudor. Por el rostro le corrían las lágrimas. Tenía fiebre. Entonces miró el reloj. Sus padres estarían de vuelta a su casa. Se acercaba la hora de comer.
La playa se hallaba ahíta de gente. Tenía que encontrarlo. Había memorizado bien la fotografía. Era un tipo joven, con perilla y tupé. Le busca, mira, registra los puestos de la playa, pero es imposible. Si al menos estuviera con traje. Vislumbra al fin a uno entrando en la arena. Se acerca sigilosa. Palpa la pistola que ha guardado en el bolso. La figura le resulta conocida. Se acerca. Es su padre. Se echó en sus brazos llorando desconsoladamente.
Fue aquel un verano de luto. Aldo no sobrevivió al accidente. Le lloró. Sintió dolor, odio y deseos de venganza. Estaba segura de que tenía motivos para haber liquidado al que en un paso de peatones se lo llevó por delante.

ALBERTO MEDINA MOYA

Desde su silla de ruedas, Marco miraba desde la ventana de su cuarto la luz de la gente disfrutando del sol y la playa. Un día tras otro, seguía empeñado en no salir de casa desde que aquel maldito gato se cruzó delante de su bicicleta, obligándolo a hacer un movimiento cuyo resultado fue una aparatosa caída por un pequeño barranco y algunos huesos rotos. Después de tres semanas con las dos piernas escayoladas, ahora tocaba volver a caminar, pero su actitud no era la más animosa. El tiempo confinado mientras en la calle sus amigos se comían el verano lo había ido apagando poco a poco.
El día cinco de agosto Marco cumplió dieciocho años, y sus padres y amigos le organizaron una excursión en yate, con barbacoa incluida. Salieron sobre las diez de la mañana, y cuando se vio sentado en la proa, sintiendo con los ojos cerrados la brisa marina en su rostro, se olvidó de la silla de ruedas y de las largas horas en su habitación.
Un buen rato después, el sol se cubrió repentinamente y el viento empezó a soplar con fuerza ante la inquietud de la tripulación. El mar se había convertido en un agujero amenazador, y la embarcación se zarandeaba con violencia. Las casi dos horas que duró el temporal fueron una eternidad, pero finalmente volvió la calma. En el trayecto de vuelta todos estuvieron callados y nerviosos.
Al llegar a casa Marco empujó la silla hasta su habitación y se metió directamente en la cama.
La mañana siguiente despertó tarde, y notó que la pereza le sujetaba a la cama. En medio del ensueño surgió en su cabeza un pensamiento que daría un giro de 180 grados a aquel verano, convirtiéndolo en uno de los mejores hasta entonces, y que sería una referencia para el resto de su vida.
“No tengo mis piernas (por ahora), pero tengo todo lo demás”.

MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ BLÁZQUEZ

DUQUESA Y LUCIFERINA
Tras 5 años de martirio constante, aquel verano de 1824 regresó a su pazo gallego con la intención de afrontar lo que antaño fue un horror.
Soplaba sobre el marco, y el polvo se extendía… Deslizaba su mano izquierda acariciando el cristal del retrato mientras lloraba y en su mente se extendía el recuerdo pasado de aquel verano sangriento… Después lo guardaba entre paños y coqueta y coqueta sintiendo su último día. Hasta notó el cuello frío de aquella bestia arropado entre sus dedos mientras la empujaba…
Y ella le gritaba: «por favor, tú, no». Se defendía, rascando con uñas y enseñando los dientes, pero él, la empujaba… Y con la piel de la cara levantada, arañada y ensangrentada, tan solo pensaba en verla caer, ardiente de amor hacia ella… La estimaba, la quería, la deseaba y la mataba, pero debía de acabar con ella.
Llorando le reclamaba: «por qué. Nuestros luceritos, qué daño te hacían, duquesa, en la cama los encontré arropaditos y guapos y envueltos… , ensangrentados con sus cuellos mutilados y tus dientes de fiera luciferina, rematando sus venas».
Ella lo sentía, su final estaba cerca mientras le gritaba, «ahora o nuca», y él obedecía clavando con estaca y martillo el corazón de la duquesa para verla flotar. Vuela, golondrinita infernal; habiendo matado a nuestra descendencia, te quiero igualmente, soy tuyo, eres mía, te dejo volar. Y mientras caía por la ventana, el sol la quemaba… Y la duquesa caía… Y su cuerpo se deshacía… Te quiero mi amor, le decía…

FÉLIZ MELÉNDEZ

Aquel verano de los noventa y tantos venía totalmente distinto, no hizo demasiada calor como acostumbramos a pasar, en estas tierras mágicas del sur de Extremadura. El vapor de las siestas es muy seco, carente totalmente de humedad, al final de las calles se puede observar, a simple vista, como una neblina translúcida, nacida a pocos centímetros del suelo, baila como olas transparentes del medio día.
Las madrugadas son inmensas, larguísimas, amanece muy temprano, y los cielos casi siempre despejados, claros y muy celestes, después de las noches tan bellas y cuajadas de estrellas.
Al pequeño pueblo Aceuchal, vienen cada verano sus recuerdos cargados de gente de todas las ciudades, a casa de los abuelos o tal vez a su propia casa heredada si ya tienen mediana edad. O tal vez a ver a los padres,; se nos escapan la juventud siempre con ganas de trabajos en el extranjero, eso de ver mundo nos llama como una campanita. A ello voy a referirme en el relato de hoy.
Aquel verano fue diferente, hasta mis oídos llegaron noticias de trabajo allá lejos, muy lejos. Al parecer » los estudiantes podían trabajar en cualquiera de las fábricas, sólo presentando un certificado de estudios » El dinero y la atracción física de la necesidad, junto con el afán de aventura de la juventud, la inquietud, nos lleva a hacer locuras, e imaginarnos sueños que casi nunca se cumplen.
Mi novia me dijo que podíamos ir donde estaba trabajando su padre, que seguro que yo tendría trabajo. Y así poder ganar algo más de dinero. Muchas veces no pensamos las cosas seriamente, sólo aparece el cuento de la lechera en nuestras mentes iluminadas, juveniles. Creemos en realidad las posibilidades que se presentan, nos hacernos rápidamente de dinero, en nuestra imaginación. No importa el esfuerzo, ni tan siquiera el trabajo, sólo pensamos en la recompensa.
Yo le conté a mi madre que con el dinero que ganara, nos compraremos un carro de sulfatar, que por aquellos entonces no teníamos, y andábamos pidiéndolo cuando nos hacía falta, para las cuatro tierras que llevábamos trabajando siempre los fines de semana. Durante la semana teníamos otro trabajo. Por aquellos años tenía hasta tres trabajos distintos, y en ninguno ganaba lo suficiente. Mi madre simplemente dejó caer una sonrisa fácil, de esas que pensaba ‘ eso, lo crees tu’
Sólo me dijo que no fuera una carga para nadie. Yo le dije que él estaba encantado. Lo sabía todo.
Pero a mí, la novia me insistía, una y otra vez, para que marchará con ellos. Me recordaba que su padre estaba de acuerdo y no le importaba.
Todo estaba planeado y planificado, nos íbamos el 5 de julio. ¡Y si conseguimos un buen trabajo!
¿Quién sabe? Nos podíamos quedar allí a vivir.
Bueno, imaginaciones e ilusiones, sueños imposibles, pues rumbo a las alemanias. Más concretamente a Ehringshausen, cerca de Wetzlar, a unos ochenta kilómetros de Fráncfort.
Recuerdo que estuvimos estudiando en un pequeño libro traductor, todo el verano antes de irnos; como se decían muchas palabras y frases hechas.
-Buenos días, buenas noches, los números. Días de la semana, y algunas frases ya construidas. por favor, adiós.
Todo iba bien y muy pronto rumbo a la aventura.
Cogimos muy temprano el autobús, mi novia, su madre, el hijo de un vecino y yo.
creo que a las cinco de la mañana.
-primer día. Cruzamos toda España y en Rentería, justo antes de pasar la frontera. Eran sobre las siete de la mañana del día siguiente, cuando el autobús paró una hora, para desayunar.
Pobre de mí, que no había salido más allá de mi pueblo. Con el cuerpo hecho polvo, el culo picúo y unas tremendas ganas de ir a un baño. Yo que soy de reloj fijo y muy cómodo, siempre a la misma hora, llevaba ya más de un día sujetándome las ganas, poniéndome de lao y aguantando mecha, como si pudiera estar a los tres días de viaje que me esperaban, sin necesidad de ir al baño. Pasando más hambre que el que se perdió en una isla.
Al levantarme de mi sillón, las tripas decidieron cantar, sonar, pero sonar de una manera tímida no, lo siguiente, era increíble, tremenda, Iba yo disimulando dando los buenos días a todo el mundo, colorao y aturdido como un tómate pasado y corriendo por todo el autobús, mientras más corría, más sonaban ellas, aquello era de otro mundo, todos me miraban y volvían la cara con los ojos desorbitados.
Pobre de mí, estaba lloviendo y con las prisas le di la vuelta al autobús y salí al revés, pitando al bar de enfrente, donde entré y descansé también con algo de ruido, pero ya era diferente.
La explanada era tremenda. Autobuses había cientos. Primera pérdida; poco a poco buscaba autobús por autobús, pero no había manera, hasta que vi a mi gente en el restaurante y por fin entré. En aquella fecha no existían aún los móviles.
Montamos y rumbo de nuevo a Germany.
Otro día completo cruzando Francia, los campos Elíseos, carretera y carretera. Nunca vi tantos cisnes en pequeñas charcas, Frontera belga los Policías entraron en el autobús y pidieron el carnet. El bosque negro y por fin llegamos a Frankfurt, tres días de autobús con el culo molio y la espalda hecha polvo.
Allí nos esperaban y en coche nos llevaron a Ehringshausen, un pueblo precioso, pequeño cargado de flores. Las casa separadas unas de otras con su poquito de jardín delantero, allí estaban todos los enanos del mundo, de escayola, cerámica, Blanca Nieves, por todas partes, muy cuidados los jardines, y cuajados de flores, exquisitamente limpias las calles no tenían ni una sola colilla.
Ellos se quedaban en la casa de la iglesia con otra familia, yo en la residencia donde vivía mi suegro. Un edificio blanco con muchísimas habitaciones individuales. Justo al lado un río y los patos salvajes andando delante de nosotros, no se espantaban ni se marchaban, era extraño.
Nos comimos unos helados, mi intención de pagar y entonces recordé, que mi madre me cosió un bolsillo de interior con dos botones, donde no había forma humana, ni manera de sacar nada, sin quitarte los pantalones, de las treinta mil pesetas que ella me dio para mis gastos, intenté sacar algún billete.
Mi suegro que vio las intenciones, me dijo que no cambiará dinero español, y el hombre me dio cien Marcos, para que los gastará en lo que quisiera. Y por supuesto no me dejó pagar.
Se presentó la noche y lo más normal, volví a perderme en mi camino de regreso a la residencia. Empecé a buscar y subí a una montaña, recordé el río y baje por las calles más bajas. Y al fin llegué tarde, pero llegué.
Trabajé solo los fines de semana en trabajos a destajo, que tenía mi suegro con más gente. No aguantaba toda la semana sin hacer nada.
Pero las semanas pasaban, se me hacían interminables, sólo voy a contar una anécdota más, es imposible reducir el tema:
Una de las hijas de Nelson, (Nelson y su señora Isabel,) eran con quién vivían mi novia y su familia, nos fuimos a una piscina de olas en bicicleta. Yo llevaba la bici de mi suegro, mi novia cogió la de Marlene, que era otra hija del matrimonio
Y nos fuimos rumbo a una piscina exterior, en diferente pueblo, con unos extraños tubos muy gordos en el medio de la piscina, donde mi novia se sentó más contenta que unas Pascuas. Algo dijeron por altavoz, y toda la gente se quitó de los tubos, nosotros solo nos miramos, cuando aquello pegó una explosión de agua a chorro. Nos fuimos nadando por un pasadizo a la piscina de interior asustados, y claro los más valientes nosotros, donde no había nadie, allá que íbamos nadando pensando que cubría demasiado, un chaval desde la orilla nos decía algo, pero quién sabía lo que decía. Sólo movía la mano indicándonos algo.
En un segundo comenzaron a salir olas y olas bien fuertes, y nosotros dos como patitos asustados, dando vueltas y vueltas en medio del agua, casi ahogados, llegamos a la parte de atrás de la piscina donde estaba toda la gente..
Asustados y como todo el mundo nos miraba decidimos volver a casa. Cuál fue mi admiración porque mi bici, no estaba. Por ningún sitio, al salir Marlene, cogí otra que había sin candado, con embrague, cambio automático, freno de pedal, una virguería.
Y volvimos al pueblo. No he pasado más miedo en toda mi vida, cada vez que un coche frenaba, al lado del carril bici, yo pensaba que cualquiera me partía la cara. Mi suegro me riñó, pero yo la pinté y borré el número de seguridad que llevaba grabado.
Entre semana estuve haciendo un pozo a pico y pala en la Alemania de los botones, en el huerto de Nelson, porque me aburría estuvimos veinte días de los que solo trabajé los fines de semana, me pagué el viaje y le devolví lo que tenía en Marcos a mi suegro.
Fue un verano inolvidable, con muchísimas anécdotas más.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Aquel verano me cambió la vida. Todo empezó cuando me encontré con un péndulo y empecé a hipnotizar a los miembros del grupo de escritura creativa de cuatro hojas.
Seguir el péndulo sin perder contacto visual y repetir:» Voy a votar a Sergio Santiago Monreal y punto final». Repetir la oración un millón de veces.
No penséis que estoy tratando de influenciar para que me votéis esta semana y las vendieras.¡Qué va! Por cierto no valen medios votos ni cuartos, que la pobre Cris Moreno luego se puede liar con los cuartos, que no está dando las campanadas de los puerta del sol, ¡leches! El voto entero, para que sume un punto entero, un puntazo vamos.
Me dice mi amigo Dimitri que tiene mucho tiempo libre y se aburre. ¿Qué?, eso ya es pasarse, no os preocupéis, hablaré con él, eso de pinchar ruedas de coches y pintar las fachadas de las puertas de vuestras casas a estado mal. Entenderle es del este y se le ha ido un poco de las manos esto de que le pague unas regalías para que me votéis.
Aquel verano gané todos los diplomas gracias a mi péndulo, aunque yo creo que fue gracias a mi talento, es un tema muy subjetivo, otros pensaran que fue gracias a la colaboración de Dimitri. Pues sí, fue un gran fichaje. ¡Descansa Dimitri!
Venga, una última vez, seguir el péndulo sin perder contacto visual:»voy a votar a Sergio Santiago Monreal y punto final».
Repetir la frase un millón de veces.
Gracias a todos y a todas por vuestra amable colaboración. ¡Pero Dimitri, baje el arma, que sólo estamos conversando!

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

ENTRE LOS JUNCOS
Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. El calor de justicia, los olores que nos rodeaban y en especial el desesperante e infinito concierto de cigarras que ponía banda sonora al verano en el que sucedió todo.
El descubrimiento tuvo lugar poco antes de regresar, mientras seguíamos el curso del río, en ese momento impreciso de la tarde en que el sol ya comienza a desfallecer. Recuerdo con claridad el miedo apoderándose de cada uno de nosotros y como las gotas de sudor bañaban mi cara.
Flotaba entre los juncos. Apenas se podía apreciar, pero allí estaba. No se parecía a nada que hubiésemos visto antes. Fue el brazo lo que llamó poderosamente nuestra atención. Sobre todo, la longitud de sus dedos. Yo solo era un niño y como pueden comprender, aquello desató mi imaginación. Una vez lo tuve frente a mí, una mezcla de terror y asombro hizo que mis pensamientos se disparasen, cogiendo altura y velocidad, como un cohete.
Mientras contemplaba fascinado aquel cuerpo rígido e inexpresivo flotando en la laguna, supe con certeza que no era humano.
Pero lo más inquietante es lo que no sabíamos. Agazapados en la espesura, otros como él nos observaban, Inmóviles, silenciosos, esperando. Posiblemente la llegada de la noche, y con ella la oscuridad.
Treinta años después, sé que nunca fuimos conscientes del peligro que corrimos aquella tarde de agosto.

IRENE ADLER

LA CACCIA.
Segunda Parte.
Aquel verano emprendí un viaje agotador y polvoriento, y a pesar de mi entusiasmo, nunca abandoné del todo la posibilidad de que al final, resultara infructuoso.
Poco o nada sabía yo del fresco pintado en Pergovistê por Tommaso di Rávena, salvo que había sido encargado para celebrar la visita de un príncipe valaco, Vlad III, y que la temática habría de girar entorno a un pasatiempo muy querido por el gobernante: la caza.
Qué abstrusas razones llevarían después a un tribunal eclesiástico de Roma a condenar a muerte en Campo dei Fiori al pintor de aquel fresco, no quedaban explicadas con suficiente claridad en los papeles del proceso que conseguí leer. Se hablaba de herejía; nigromancia; artes diabólicas. Pero el hecho irrefutable de que nadie hubiera llegado a ver nunca aquella pintura, despertaba en mi imaginación un deseo incontrolable de ser yo el primero.
Ambición y vanidad, como ya dije, me cegaron. Y me presenté ante las hermanas Gritko como coleccionista de arte interesado en los iconostasios que conservaban de la época en la que aquella casa era un monasterio.
Ni la casa, ni los biombos, ni desde luego las dos hermanas, pasaban por su mejor momento en aquel verano de 1816.
La casa era una intrincada sucesión de edificios caídos y vueltos a levantar sin orden ni concierto; el revoque y la mampostería tenían grietas y socavones; el tejado parecía mantenerse en tan precario equilibrio sobre nuestras cabezas, que la primera noche que pasé en la casa temí de verdad que sí llegaba a levantarse viento, la cubierta saliera volando hacia el río.
Los iconostasios bizantinos eran hermosos, pero el pan de oro había desaparecido hacía lustros de los paneles que formaban el biombo, dejando desnuda y al aire la suave tabla de abedul de Carelia aún en buen estado, pero sin más aliciente que su tonalidad rojiza de tiempo y de intemperie, que servía para sostener la imagen desvaída de una virgen niña de ojos sorprendentemente azules. Imaginé entonces a las dos mujeres arrancando con un cincel cualquier fragmento más o menos valioso para venderlo y hacer frente así a los acreedores, el hambre, la tiránica necesidad de la supervivencia más elemental.
Fingí alabar la delicadeza de los trípticos y mostré un interés mezquino y oportunista por estudiarlos a fondo y a solas en alguna habitación discreta de la casa, preferiblemente solana porque necesitaría bastante luz.
Bien sabía yo que no había ninguna, pues las que no estaban poseídas por el fragor asilvestrado de las gallinas o los gatos, eran pasto de la humedad, la sombra o el incesante trajín de los criados.
Me interesé por la torre. Era el antiguo campanario del monasterio original, aunque también las campanas habían desaparecido, no sabría precisar si por la avaricia de las hermanas Gritko o por las hordas invasoras que en sucesivas oleadas de violencia y sinsentido, habían fatigado a aquellas tierras fronterizas a lo largo de cuatro siglos.
Fue entonces cuando vi a las dos mujeres intercambiar una mirada críptica, recelosa, para sumirse después en un hosco silencio de renuncia. Ellas, que eran locuaces y astutas, y desde la primera noche habían revoloteado alrededor de mi persona como si yo fuera un ejemplar exótico o un miembro de la realeza, tasándome como a un caballo con sus ojitos de obsidiana, calculando cuánto estaría dispuesto a pagar, se alejaron de mí sin atreverse ni una sólo vez a alzar los ojos hacia la mutilada torre.
«La torre está cerrada», dijo la mayor. «Sí, cerrada», la había secundado la más joven, adoptando aquella costumbre algo rastrera de hacer de sombra o eco, antes de perderse en la parte de la casa que destinaban a sus aposentos.
No eran mujeres singulares, únicamente solitarias. Entre las dos debían sumar doscientos años, pero en su juventud habían viajado, conocían París y San Petersburgo, pero ahora el reuma y la gota, las mantenían aisladas en aquel caserón ruinoso, entre bosques feraces, atrapadas y embrutecidas, aunque no lo suficiente como para no sospechar que mi interés por los trípticos era falso y que quizá yo buscaba otra cosa en Pergovistê.
Preparé mi equipaje por si la suspicacia de las hermanas significaba que tendría que irme. Y en ello estaba cuando a través de la ventana de mi habitación, vi una luz moverse con sigilo en lo alto de la torre.
Era una auténtica noche de lobos. La tormenta había empezado al atardecer, deslizándose insidiosa desde el río, volviendo aún más negra la noche y descargando con inusitada fuerza unos relámpagos tan monstruosos como cañonazos. Las paredes de la casa temblaron y el agua de lluvia empezó a caer en goterones sobre el suelo de la habitación, de manera que hube de usar la palangana para evitar que la estancia se inundase. Recuerdo haberme asomado a la puerta sosteniendo una palmatoria, por si alguno de los criados anduviera por allí, pero no había nadie en las crujías del caserón. Incluso los gatos habían desaparecido. Un viento enloquecido soplaba fuera, y mientras guardaba algunas mudas y decidía dónde demonios colocar mi bolsa de viaje para salvaguardarla del agua, fue que la luz osciló, furtiva, al otro lado del patio, por entre los parteluz de piedra del antiguo campanario. Como si alguien se moviera por la estancia prohibida llevando en las manos una vela o una antorcha.
Me asaltó el pánico. ¿Y si la pintura maldita estaba allí? ¿Acaso las hermanas, alertadas por mi curiosidad, habían decidido hacer algo irreparable? ¿Eran criados, ladrones, fantasmas?
Mientras cruzaba el espacio entre la casa y la torre, bajo el vendaval y protegido apenas por una huca encerada, una linterna sorda y mi valentía revestida de curiosidad, imaginé a Tommaso di Rávena volviendo de entre los muertos para mostrarme su sacrílega pintura; al príncipe valaco Vlad Tepes admirando el mural aún fresco con una expresión ceñuda y pensativa; a los monjes ortodoxos ocultando aquel pecado con capas de cal y mortero, antes de abandonar para siempre el monasterio, hasta que el abuelo de las hermanas Gritko lo compró a precio de ganga para convertirlo en un belvedere, un retiro, una granja…
Pensé en lobos transilvanos y en jenízaros. Pensé en siniestras cacerías humanas. Pensé en la fama que podía llegar a adquirir si tras aquellas paredes estaba el testamento de Tommaso di Rávena y yo lo descubría. Pensé que bajo aquella lluvia enloquecida, lo más probable, era que adquiriese un resfriado o una pulmonía.
Entonces oí a una de las hermanas gritar. Fue un alarido inhumano, espeluznante, que venía directamente de lo alto de la torre. Me detuve, miré hacia arriba, la luz tembló hasta apagarse y algo asomó por encima del pretil de piedra del campanario. Se inclinó y me miró fijamente a través de las furiosas cortinas de agua y de las ráfagas de viento que azotaban el patio, la casa, el tejado. Algo parecido al carbunclo o al resplandor de las brasas me atravesó como acostumbra a atravesar a un hombre la indiscreción de una mirada. Yo sólo vi dos ojos rojos sin párpado y sin pupila. Y un contorno que apenas era una mancha negra y sólida contra la gruesa oscuridad de la piedra y de la noche.
Subí a la torre. No había valor o piedad en mi gesto. No había nobleza ni auxilio. Sólo la avaricia odiosa y rapaz que yo había intuido en las hermanas. Me impulsaba, ahora lo sé, algo tan ruin y despreciable como la codicia.
Recuerdo que había, hasta llegar arriba, cuarenta y cuatro escalones. 44. Hermosa cifra.

YOLILLANA RELATOS

Calentamiento global
Hacía calor aquel día de mediados de junio.
Demasiado calor.
Decidió llevarse a la cama un cubito de hielo que la ayudara a refrescarse para intentar descansar.
Había pasado toda la mañana jugando con sus sobrinos en el mar.
Estaba cansada y acalorada.
Se tumbó en ropa interior y encendió el ventilador que había junto a su cama.
El cubito empezó a recorrer su cuerpo empujado por la inercia de sus dedos.
Se estaba derritiendo demasiado rápido, así que se centró en su cara, sus sienes, su nuca… Y poco a poco empezó a dejarlo resbalar por su cuello, su escote, su vientre, hasta que llegó a su ombligo y allí lo dejó reposar unos segundos sintiendo como se formaba un pequeño charco y algunas gotas empezaban a resbalar por sus costados.
Cerró los ojos y atrajo a su mente la última foto que le había enviado aquel chico al que sólo conocía por chat.
Llevaban algunos días hablando de banalidades, pero la sucesión de mensajes cada vez más frecuentes, le estaba generando una mezcla entre curiosidad y urgencia en conocerle.
El chico se había hecho un selfie en su piscina, dentro del agua, con una pose interesante y un gesto que la invitaba a mirar la foto una y otra vez.
El cubito empezó a derretirse más deprisa al contacto con el cuerpo caliente de ella. A pesar del ello, la temperatura no bajaba, sino que estaba subiendo y sentía cómo una oleada de calor interno le recorría todo el cuerpo.
Tomó una respiración profunda y, sin apartar de su mente la imagen de esa fotografía, empujó el hielo suavemente por su bajo vientre hasta introducirlo dentro de las pequeñas braguitas de encaje blanco que llevaba puestas.
Dejó volar su imaginación.
Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando el cubito, ya convertido en agua helada, se resbaló hasta mojar su sexo.
Empezó a acariciarlo y se estremeció al imaginar que no eran sus dedos los que estaban dentro de esas braguitas, sino los de él…
Una notificación en su teléfono le indicaba que acababa de recibir un nuevo mensaje.
Supo que era de él por el tono que le había asignado.
Sacó lentamente la mano de las braguitas y cogió el teléfono intrigada y excitada.
Una nueva foto…
Esta vez, aunque recortada en el punto justo para no revelar nada, dejaba claro que seguía en la piscina… Pero ya sin bañador.
No podía dejar de mirar esos labios carnosos y esos ojos seductores de mirada penetrante que la ponían nerviosa.
Sin soltar el teléfono para no perder de vista esa imagen, volvió a introducir lentamente los dedos en su ropa interior.
Una inspiración profunda, un jadeo… y el teléfono acabó en el suelo del dormitorio.
Un segundo más tarde.
Otro mensaje…
Esta vez no retiró la mano, miró de reojo el teléfono y leyó:
«Ubicación»

ROSA ROSANA

ILUSIÓN-ÓPTICA
Aquel verano el agua estaba más fría de lo normal.
¿Qué cómo podía saberlo?
Es cierto que no utilice ningún termómetro, ni este verano ni los anteriores, para poder comprobarlo.
¿Quién coñooo, lleva un termómetro a la playa?
¡Lo qué me faltaba! Estar ahí, en la orilla, midiendo la temperatura de las aguas del Atlántico.
Entre las tumbonas, la mesita, la nevera con las cervezas bien frías, la sombrilla, la radio, la parienta, los tres enanos y la suegra, por no olvidarla. Que con gusto la hubiera dejado en Badajoz. Ya estaba más que servido. ¡Completo, diría yo! Me la imaginaba en la gasolinera escurriéndole por la sien un hilillo de sudor. Ahí, de pie, esperando.
—¡Manolo, pero como te has podido olvidar de mi madre!
Esas palabras salieron de la boca de Puri, con tal impacto que me devolvió a la realidad.
Todo sucedió de repente. Ni me baje del coche al repostar. Los niños no paraban de gritar excitados por el inicio de las vacaciones. La suegra se bajó a orinar, y mi mujer continuaba repitiendo en voz alta, repasando una lista mental, por si nos habíamos olvidado algo en casa. Y yo…yo miraba el horizonte que tenía enfrente. La larga carretera de asfalto que parecía un mar gris con sus olas ondulantes en un verano sofocante. El asfalto no es que pareciera mojado, allí mismo tenía el mar a un paso y no a los 500Km que me separaban de él.
Al escuchar al de la gasolinera decirme son 50€ señor, y darme las llaves. Yo le di el billete sin mirarle, cogí las llaves y pisé el acelerador. Sólo quería llegar a ese mar que ante mí se mostraba. No pensé en aquel momento que aquella visión fuera un espejismo, ni recordaba a mi suegra. Hasta ni mi mujer se dio cuenta de que faltaba la abuela hasta que sonó el teléfono.
—Puri, ¿qué en dónde estáis que no os veo?
Puri cuando vio en la pantalla de su teléfono que le llamaba su madre se quedó toda extrañada y sin descolgarlo y elevando la vista al cielo giro su cuerpo a la vez que decía:
—¡Mamaaa! ¿Qué quieres?
Los gemelos fueron los que le contestaron. Al unísono, parecían cantarlo:
—¡No está! ¡La abuela no está!
—¡Ay Manuel! ¡Mi madreee! —Fue la exclamación que me derpertó.
En ese momento yo estaba conduciendo ensimismado contemplando el mar sobre el asfalto
—¿Qué pasa Puri? —respondí molesto. A la vez que miraba por el retrovisor. Y no, no vi a mi suegra.
—¡Ay Manuel! ¡Qué nos hemos dejado a mi madre!
Una sonrisa se dibujó en mi rostro, tengo que reconocerlo, y frené. ¡Tenía que hacerlo! «¡La madre que me parió!»—pensé
El calor era sofocante. Los niños atrás. Puri gritándome, y yo mirando el amplio mar. ¡Pues nada! Tendría que esperar la playa. Di la vuelta. Hasta me compadecí de ella. ¡Con el calor que hacía! Y ahí, la mujer en una gasolinera en medio del campo en Badajoz. Me apeteció una cerveza fría antes de arrancar. Cogí una en el maletero a la vez que le decía a Puri:
—¡Dile que ya vamos!
Me la bebí de un sorbo y no me refresco nada. Sólo me salió un eructo de desazón. Nunca me habían gustado aquellas figuritas doradas, incluso afeminadas diría yo, que con una leyenda en la base decían: ¡Al mejor padre! Pues sí, hoy me había ganado una. ¡Qué paciencia por Dios! Mire al cielo al tirar la lata en el maletero y bajar el portón. ¡Esto es un castigo! ¿Pero qué he hecho yo? Nadie me contestó.
A la pobre mujer le mentimos. Creo que fue lo mejor. Puri le contó que movimos el coche para revisar el aire de los neumáticos, y que por eso al salir no nos vio.
Me sorprendió el tono tan convincente de mi mujer y la mire de reojo. ¡Aire! ¡Aire necesitaba yo!
Continuamos el viaje haciendo alguna que otra parada, 500km no son moco de pavo ni se hacen de una tacada. No con tres niños, la mujer y la suegra. Dos figuritas, doradas merecía yo por lo menos. ¡Oscar a la paciencia! Me la imaginaba en el salón encima del televisor con la sevillana y el toro de Osborne al lado. ¡Olé tú Manolo! Parecía que me decía bailando la sevillana, y el toro ni mu, a ver quién me llevaba la contraria.
Tan sólo al meter el pie sentí que el agua cortaba. Como si una fría navaja me seccionara el talón de Aquiles haciéndome zozobrar. Fue de tal rapidez y precisión el corte que no pude evitar la exclamación:
¡Coñooo qué fría está!
Ya sé que son aguas de Atlántico y yo soy de secano, de Badajoz, pero mi tobillo es mejor que una boya de esas que el programa Argo va dejando por el océano para medir la temperatura. ¿Dejaran alguna suegra amarrada a ellas? Fue un extraño pensamiento que lo elimine al momento. Yo estaba aquí para disfrutar del verano. Aquel verano.
Hoy desde este resort lo recuerdo. Los niños ya han crecido. Mi suegra que Dios la tenga en la Gloria y Puri, ¿dónde estará Puri?
Aquel verano fue una inclinación en la balanza. ¡Hacía mucho calor! Y Puri, Puri se desmelenó. Me pidió el divorcio a la vuelta de aquel verano en que el agua tan fría y me cortó el talón.
El agua de la piscina está fría hoy. La añoré por un momento recordando aquel verano. Y me fui al bar-piscina a tomarme una cerveza, y como no. ¡Bien fría!

ABBY MARSIE ROGOM

Aquél verano dió mil vueltas en mi mente. Como mi vida, durante los catorce años que tardé en reencontrarte .
Puede alguien enamorarse no en un verano, en una mirada ? Si, del mismo modo que hay parejas que llevan años de vida en común, y jamás se enamorarán el uno del otro. Es mentira eso que se dice que para enamorarte de una persona, tienes que conocerla. No, conocerla requiere tiempo, y con el tiempo puedes llegar a querer, a coger cariño… hasta a una piedra. El enamoramiento es otra cosa. Es una urgencia física y mental, emocional, por estar cerca de esa persona. Es estar felizmente atrapado, dependiente, preso.
Es como si el cóctel genético que nos define se encontrara perfectamente con aquella persona, y sólo ella, que podía ser, que debía ser, en ese momento, en ese lugar, en ese entonces, reconociéndose los dos en el espacio y el tiempo justos. Este amor no tiene nada que ver con el otro.
Te vi, por las buenas, después de media vida pensando en ti.
Eramos unos niños cuando se nos bifurcó el camino. No. Yo era una niña, tú eras un hombre.
Un hombre eras?
Desenraicé el alma de mi tierra, quizá de mi misma.
Pensaba en lo que nos diríamos si volvíamos a vernos.
Yo contaba con batallones de comentarios ingeniosos, y a la espera en las trincheras de mi mente, un repertorio con un catálogo de distintos tipos de miradas y sonrisas, aquellas que tanto te gustaban.
Mi mente estuvo ocupada en recrear nuestro reencuentro durante mucho tiempo, siendo recurrente tu recuerdo durante años.
Volví un dia y entré en la cafetería de toda la vida, y allí estabas.
Cogiendo por los pelos mi presencia de ánimo, que huía, me acerqué a ti, que no me habías visto aún…
Y según di dos pasos hacia ti, me di la vuelta, buscando anonimato en el punto cardinal opuesto a tu presencia.
En ese momento tú me llamaste. Y se me enganchó a la espalda tu voz, erizándome la piel la reverberación de su sonido y mordiéndome la nuca.
Me di la vuelta y utilicé una de las sonrisas de reserva. Catorce años que no te veia, y me encontré con una desconocida versión de ti mismo.
Ya no olías a brisa marina, arrastrando jirones de aroma a romero.
Ya no sentía aquella explosión de calor en la boca del estómago cuando te veía, con aquella legión de hormigas correteando por mi vientre.
Ni mis manos se sentían como antes, nerviosas y azoradas sin saber que hacer cuando tú estabas cerca.
Tus hormonas ya no rezumaban el olor de vida y no sentía el magnetismo de tu presencia, quizá ya no lo había. O puede que fuera yo la que ya no lo percibía.
Te casaste y separaste en ese tiempo y aunque me seguías pareciendo atractivo, lo eras de un modo lejano y lo sopesaba como quien constata un hecho, asépticamente y sin que significara nada para mi; observaba la apreciación del mismo modo que observaba tu camisa, que era azul. Sin más.
Lo que antes me parecía seguridad en ti mismo se había teñido ahora quizá con algo de pedantería, manchando tu imagen, ésa que yo conservaba. Manchando esa camisa que te representaba ahora…que por cierto, tampoco me gustaba.
Yo me desenamoré de ti, y tu, que nunca me habías querido, te enamoraste en aquel instante.
Podría haber sido al revés, qué más da.De lo que cuento aquí es del tiempo, de la idealización y del desengaño. Y del comienzo de la historia para el otro, a destiempo.
Entonces hacías un encantador gesto con la boca que enganchaba mis ojos a tus labios, deseando besarte; ahora ese gesto se repetía demasiado y quizá era un tic que no había visto nunca, convirtiéndolo antes en algo apetecible, como me parecía entonces todo de ti.
Me fui de allí decepcionada y rehusando la cita que me propusiste.
Me sentí engañada por mi misma y decepcionada.
Pero, y de alguna forma, libre. Como liberada de un hechizo.

GAIA ORBE

AQUEL verano aprendí que…
hay un callejón en las tierras áridas
donde moran inmortales gigantes
con brazos enormes extendidos en copas
coquetas
al aire
despeluchadas
son los guardianes de la sed de la aldea
ellos ocultan el bien y el mal
en la madera fibrosa de su corteza
algunas noches
los solemnes colosos maduran
abren sus exóticas
borlas de polvo
llenan la atmósfera
de feos aromas
golosina exquisita para los murciélagos
y esto ocurre antes
de que las semillas se conviertan
en pan de mono con sabor a jengibre
durante la luz del día siempre tórrida
los enamorados se entrelazan
a la sombra de sus ramas crispadas
pero cuando el sol baja
entre los corpulentos guerreros
en las nubes del cielo se pintan acuarelas
el fondo enrojece
y las cenizas de los griots
rearman sus cuerpos
al pie de los baobabs
beben el agua escondida en los troncos
núcleo áspero como la dureza de su pueblo
entonces el apacible kora
habla de las tradiciones
músicos narradores y poetas
festejan la victoria de la fuerza africana
encerrada en el corazón de su árbol

EFRAÍN DÍAZ

Hay momentos que nunca quisiéramos vivir y que una vez vividos, quisiéramos olvidar, pero se quedan tatuados en nuestras mentes y en nuestros corazones con tinta indeleble. Momentos que ni siquiera el inexorable paso del tiempo es capaz de borrar.
Corría el verano de 1983. Yo tenía trece años y apenas comenzaba a vivir. No había conocido el amor y mucho menos el desamor.
Mi padre, buscando brindarme la mejor educación posible, aquella que él nunca tuvo y que sabía era necesaria para sobrevivir, me envió seis semanas a un campamento de inglés intensivo en una universidad estadounidense . Yo estaba ansioso. Era la primera vez que salía fuera de mi casa por tanto tiempo. Por un lado ansiaba irme y por otro lado temía marcharme. Con sentimientos encontrados, hice la maleta y me fui.
Cuando llegué a la universidad, quedé maravillado. Habían adolescentes de todas partes del mundo, todos con un mismo objetivo, aprender inglés.
Rápidamente hice amistad con un estudiante mexicano cuyo nombre lamentablemente no recuerdo.
También hice amistad con otro estudiante canadiense llamado Alec Laflamme. No me interesaba mucho su amistad, pero era el camino más rápido y seguro para llegar a su prima Jenivieve Laflamme, que también participaba del campamento.
Nunca pensé que pudiera existir el amor a primera vista, pero cuando vi a Jenivieve, supe que era posible. Entre inmadurez e inexperiencia, a los trece años cualquier mierda es posible.
Me enamoré perdidamente de Jenivieve. Ni siquiera las estudiantes brasileras, con sus diminutos tangas y sus abundantes y exhuberantes carnes fueron capaces de apartarme de Jenivieve.
Comencé a hablarle y me sorprendió que me correspondiera en la conversación. Mientras en el colegio al que iba era víctima de burlas y acoso, Jenivieve me correspondía. No podía creerlo.
Comenzamos a pasar mucho rato juntos y yo estaba totalmente enamoraado. Ella también lo estaba, o al menos eso creía.
En una ocasión nos llevaron a un gigantesco parque de diversiones. Estando allí, compré un boleto para dispararle a unos blancos en movimiento. Mi padre me había enseñado a muy temprana edad a utilizar sus armas de fuego, por si acaso él no estaba en la casa y me tocaba defender a mi madre y a mis hermanos.
Aplicando todos los principios que me enseñó mi padre, atiné en todos los blancos. Realmente no me fue difícil. Cuando escogí el premio al que tenía derecho y pensando, por supuesto, en Jenivieve, cogí el peluche más grande que encontré.
Iba felíz con mi peluche. Ansiaba encontrarme con Jenivieve para entregárselo y ver como se dibujaba una sonrisa en su rostro.
Al verla, me acerqué y con una inmensa alegría, le entregué el peluche. Ella lo agarró y tímidamente me dijo “gracias” en su natal francés. Me quedé junto a ella y caminamos por el parque, ella exhibiendo su peluche.
Pasaron tres días y continuamos asistiendo a clases. Al cuarto día toqué en la habitación de Jenivieve y ésta abrió la puerta. Tenía unos pantalones cortos, muy cortos y muy ajustados. Parecían pintados en su cuerpo.
Me hizo pasar a su habitación y hablamos, como de costumbre, cosas de adolescentes. De metas y de sueños que jamás cumpliríamos.
Noté algo raro. El peluche que le había regalado, no estaba en su habitación. Era demasiado grande para que no se notara. Muy probablemente lo había enviado por correo a Canadá. Era muy grande y no cabíra en su maleta. Tampoco le permitirían subirlo al avión. Al menos eso quise pensar.
Terminamos nuestra conversación y me marché. De camino a la piscina me encontré a su primo Alec y le pregunté lo que nunca debí haber preguntado. Le pregunté por el peluche que le había regalado a Jenivieve.
Alec me miró serio, con una mirada de pena o bochorno y me dijo que Jenivieve había vendido el peluche por treinta dólares porque no le había gustado.
Sentí una punzada en el estómago, como si me hubiesen clavado un cuchillo y lo hubiesen retorcido. Sentí el corazón acelerado. Sentí un buche amargo que me subía por el esófago.
El peluche que con tanto amor le había regalado, lo había vendido por treinta dólares.
Fue en aquel verano, que a mis trece años conocí el amor y el desamor, la ilusión y la desilución. Entendí que el amor no era solamente ciego, sino cruel.
Maldije que hora que me enamoré de Jenivieve y no me fui a menear las caderas con las brasileras, sus diminutos tangas y sus abundantes y exhuberantes carnes.

ARITZ SANCHO MAURI

Veo tu sonrisa, me muele,
intento no parecer afectado
eclipsado aunque yo te sueñe,
nunca te había codiciado.
En mi alma algo se muere
solo quiero estar a tu lado
confesartelo y que cuele
o despertaré olvidado.
No se si también te duele
me pienso un desgraciado
intriga que hace que vuele
ganas de ti, desvelado.
Ojos repartiendo un helado,
aquel verano, va a ser este
lo estoy pagando yo solo
me es lo mismo que cueste.
Uno va se ser el resultado
si me ampara lo celeste
enseñame el significado
o que ahora se manifieste.

MARÍA JOSÉ AMOR

Hacía yo tercero de Primaria y, yendo a un colegio donde la lengua vehicular era el inglés, se nos propuso ir un mes de Colonias a la Gran Bretaña, hecho que mis padres aceptaron a la primera.
De la clase nos apuntamos seis alumnos .Llegado el día, muy contentos nos subimos al avión atraídos por la aventura de ir a un lugar fuera de casa y además ¡extranjero!
Nuestro destino era Escocia elegido por ser la directora de la Escuela natural de Glasgow y conocer, por tanto el terreno.
En el aeropuerto de destino nos esperaban ya dos monitoras encargadas que, pasándonos a una pequeña sala, nos hicieron esperar al resto de niños que veían de otros lugares. Una vez todos reunidos ya, nos subieron a un autocar que nos habría de conducir al lugar final de nuestro viaje.
Una vez dentro, una monitora joven, pelirroja y con tantas pecas que no dejaban casi ver la piel que había debajo, cogió el micrófono y empezó a explicarnos cómo se desatollaría nuestra estancia allí, además de anécdotas y costumbres del país.
Una vez hecha la explicación, a nuestro nivel, claro está, pasó al turno de preguntas.
Las primeras fueron bastante banales hasta que un chico, que debía tener ya once años preguntó:
-¿Nos llevaréis a ver el monstruo del lago Ness?
El monstruo del Lago Ness, bautizado como Nessie, estaba a la orden del día.
Parece ser que dentro del tal lago se producían extrañas corrientes y movimientos atípicos del agua, por lo quea alguien aseguró que la causa era la existencia un extraño y desconocido animal que, al desplazarse producía esos efectos.
Se llegó a especular que podría tratarse de una familia de animales de la Era Secundaria que habían sobrevivido al paso del tiempo.
Incluso fueron grupos de científicos a estudiar de qué podía ser debido el fenómeno.
Como eso si que lo sabíamos los niños, y era motivo de discusiónes y comentrarios en las horas del recro, esa pregunta dio lugar a, aparte de romper el hielo, introducirnos en un ambiente mágico.
Siguieron multitud de preguntas sobre fantasmas, espectros, lugares encantados, brujas y …mezclando lo que había alguien escuchado sobre letendas celtas, con los clásicos cuentos de hadas.
Y el súmmum llegó al aparecer ante nuestra vista un enorme caserón por el que se accedía a través de un gran portal de hierro que continuaba a través de un camino por un bosque de árboles añosos, plantas y arbustos a su vez de gran tamaño, donde supusimos que apenas entraría el sol, aunque en ese momento no podíamos juzgar, ya que estaba nublado y caía una fina lluvia.
El autocar avanzó por dicho camino bastantes metros para aparcar finalmente ante una explanada donde estaba la casa.
Al edificio se accedía por una escalinata que ocupaba toda la fachada aunque solo había una puerta de entrada, eso sí de gran tamaño.
Entre nosotros, todos ya conocidos y sin apuro de ninguna clase como sucede en la infancia, empezamos a comentar, imaginar y, por supuesto inventar todo y más sobre lo que pasaría allí dentro ya que fantasmas seguro que habría alguno.
Al final de la escalinata nos esperaba una señora, para nosotros muy mayor, ya que tenía el pelo blanco, pero que seguramente no sobrepasaría la cincuentena.
Nos saludó y, poniéndonos en círculo se presentó como la directora de las colonias y, tras un breve discurso de bienvenida, nos hizo pasar a tomar posesión de nuestro hábitat esos días.
Se trataba de grandes salas, dos para chicas y dos para chicos, con techo altísimo y divididas en pequeños cuartos mediante paredes de maderaque accedían a un pasillo central. Al final de este pasillo se encontraba una amplia ventana que mostraba campos verdes y, frecuentemente, cielos grises.
En estos pequeños cuartos había, aparte de la cama, una mesita de noche blanca con su lamparita, un pequeño lavabo, una silla y un par de colgadores. No tenían puerta, sino que la salida de la misma, estaba tapada por una cortina de colorines rematada en su parte inferior por un volante. Consideramos por unanimidad que habitábamos una casa mágica: tan pronto un inmenso caserón se convertía casa una de muñecas.
En un rellano fuera de los cuartos y, a su vez diferenciando los sexos, estaba todo el equipo de aseo, también muy bien decorado.
Al tratarse de unas colonias, no de una escuela, el desarrollo del día era ameno y divertido, siempre cosas nuevas a hacer.
Solíamos ir de excursión a lugares próximos, la mayoría de veces con chubasquero. Visitamos y nos bañamos en lagos próximos aunque no llegamos a visitar el Lago Ness
La excursión más emocionante y larga fue un viaje organizado especialmente para nosotros por el río Clyde en un “steamer”, barco de vapor, que llega hasta la desembocadura en el Oeste del Océano Atlántico.
Los domingos por la mañana, éramos invitados, de manera voluntaria a asistir al “service”, como le llaman allí, a una iglesia bastante próxima.
Edificada en la cima de una pequeña colina muy próxima, como he dicho, a nuestra querida mansión donde evidentemente, no encontrados otros fantasmas que algún graciosillo compañer@ que, cubierto con la sábana y, escondid@ en algún rincón de acceso a los lavabos salía a darnos, sin conseguirlo, sustos.
Esta iglesia, anglicana como era de esperar, estaba regida por un “priest” algo mayor, que el primer día nos presentó al resto de asistentes.
Su mujer nos esperaba siempre a la salida y nos llevaba a la sacristía donde, además de preguntarnos cosas nuestras como nombres, procedencia etc., etc. nos ofrecía unos deliciosos pastelitos que ella hacía especialmente para sus “children”, ya que, al ser sus hijos mayores y por tanto no estar ya en casa, siempre que había niños en el caserón, los “adoptaba” esos días como suyos.
Y llegó el final de las colonias por lo que, la mujer del “Priest” nos organizó una fiesta donde, ayudada por su marido y una hija nos montó la gran merendola acompañada de múltiples juegos, así como un pequeño recuerdo de despedida.
En la sacristía, además de los objetos litúrgicos, había unos estantes provistos de diversos materiales tales como libretas, lápices, puntos de libro, “foulards”, etc., cuya ganancia iba destinada a comedores de gente sin recursos, por lo que algunos nos quedamos a mirarlos mientras el resto comenzó a bajar la colina.
Las monitoras, que nos acompañaban no tuvieron inconveniente ya que entre nosotros se encontraba aquel chico de once años y por tanto, ya “mayor” que se hizo responsable del grupo.
Contentos y felices emprendimos el camino de regreso.
Atardecía ya Íbamos tranquilos cuando de repente, algo captó nuestra atención dejándonos parados y extrañados al principio pero momentos después totalmente paralizados al ver surgir unas extrañas luces que creímos al principio fuegos artificiales justo en la zona que acabábamos de dejar.
Primero las miramos sin darles importancia pero poco a poco, observamos que se trataba de algo totalmente distinto: a veces eran luces de colores que parecían saltar de un lugar a otro pero otras, semejaban calaveras de cuyas bocas surgía fuego hasta llegar a la visión de esqueletos enteros que parecían caminar lentamente hacia nosotros. Quisimos huir, pero no pudimos ya que algo, no sé qué, nos retenía pegados al suelo.
Quisimos gritar, pero no pudimos articular ni una palabra. Nos quedamos sin respiración ya que, si intentábamos movernos, esos esqueletos parecían atacarnos disparándonos enormes llamas.
Y así, totalmente anulados, pasamos un tiempo. Ignoro cuánto. Para mí, fueron días, siglos o la eternidad.
Era noche ya, cuando oímos que nos llamaban. Con voz entrecortada respondimos. Intentamos iniciar el camino de vuelta, pero seguíamos paralizados hasta que, por el camino vislumbramos otro tipo de luces acompañadas de voces llamándonos: eran claro está, las monitoras que nos buscaban.
Nadie comentó nada. Serios nos fuimos a la cama y al día siguiente muy callados aún, cogimos nuestros respectivos aviones, cada uno a su lugar de origen.
Cuando años después me tocó estudiar las propiedades del fósforo y los llamados “fuegos fatuos” emitidos por los huesos, pensé que, ya que allí, al lado de la iglesia estaba el cementerio, nuestras visiones hubiesen podido ser debidas a que se estaban exhumando viejas tumbas…nunca lo supe. Pero puedo asegurar que las visiones, fueran o no debidos al fósforo de los huesos, que nuestras calenturientas mentes infantiles convirtieron en las lo explicado, para nosotros ¡fueron reales!

ALMUT KREUSCH

BAJU
¡Aquel verano la vida de Julia dio un giro que no esperaba!
Todo empezó cuando su madre dejó de trabajar con el nacimiento del primero de sus seis hijos. Cambió su bata blanca de médico por un delantal, se convirtió en una madre abnegada y en una perfecta ama de casa.
Habían pasado cinco años desde el último embarazo y la madre de Julia estaba en pleno reciclaje para volver a ejercer su profesión. Sus cinco hijos mayores ya estaban en el colegio y entre las abuelas, las chicas au pair, ella misma y su marido mantenían a flote la familia. Se había resignado a tener otro hijo, pero esta vez no estaba dispuesta renunciar a su vida profesional.
Por eso, Julia tuvo que asumir desde muy pequeña que su madre nunca tenía tiempo. Se mostró tierna y la quería, pero sus abrazos eran cortos, rara vez se ofrecía como compañera de juegos y la niña casi nunca la tenía para ella sola porque la madre necesitaba compartir su escaso tiempo también con los demás hermanos o con las tareas domésticas.
Hasta la edad adulta, Julia no fue consciente de las huellas que estas carencias habían dejado en su vida afectiva y amorosa. Sencillamente, no había aprendido lo que significa dar y recibir amor incondicional y, sobre todo, ilimitado.
Por el contrario, desarrolló una sólida independencia personal que le dio seguridad como un escudo. Era responsable, culta y se convirtió en una excelente profesional científica, buena compañera y amiga.
Pero en cuestiones de amor siempre mantuvo una prudente distancia.
Viajó mucho y casi siempre sola. El viaje que más la marcó fueron los dos meses que pasó en China, donde se sumergió en la cultura y la belleza del país. Esta estancia le hizo descubrir su afición por lo exótico.
Sus escasos intentos de amar duraron poco. Incapaz de corresponder a las manifestaciones de amor, se sentía atrapada, abrumada, bloqueada y también confusa porque no sabía si lo que sentía era amor, afecto o simplemente aprecio.
Prefirió concentrarse en su trabajo, en terreno seguro.
También descubrió que le resultaba mucho más fácil dar a los demás que recibir, de modo que no perdía seguridad ni control porque era ella quien ponía los límites.
Hasta que llegó a su vida Hassan, procedente de un país norteafricano en búsqueda de su oportunidad. Julia lo adoptó literalmente . Deslumbrada por su belleza exótica, su sutil juego de seducción y la forma en que la mimaba con mil detalles, pensó que por fin había descubierto el verdadero amor y le abrió su corazón. Lo que no sabía era que él nunca le abrió el suyo. Ella le animó y le apoyó incansablemente. Hassan aprendió el idioma y más tarde le pagó los estudios que le convirtieron en un exitoso representante de comercio exterior. No era muy inteligente pero listo; descubrió otros placeres, otras mujeres y un día desapareció para siempre.
—No volveré a enamorarme, —juró Julia, sintiéndose como un trapo sucio tirado.
Pero el destino tenía otros planes, porque poco después conoció a Jiang. Era chino. Fue amor a primera vista. Culto, inteligente, discreto y respetuoso, amante de la música clásica y la buena literatura, viajero aficionado, con un gusto y unos modales exquisitos, para ella también tenía ese toque de exotismo irresistible. Regentaba una farmacia. Jiang estaba casado pero prometió pedir el divorcio. Julia estaba feliz, este hombre le mostraba un camino nuevo y prometedor. Pero la suerte tampoco estaba de su lado esta vez. Ante las amenazas de muerte de su esposa, Jiang plegó las alas y con la cabeza gacha regresó a su casa y al lecho matrimonial.
Julia se unió a los adictos al Prozac y a los psicólogos. Ya no podía soportar más turbulencias emocionales. Se refugió en su trabajo, sus libros y su tristeza.
—¿Que he hecho mal? ¿ Porque nadie se queda conmigo? ¿Porque solo se aprovechan de mi? ¿ Que es lo que no tengo para que se quedan?,— se preguntó machacándose.
Un día quedó con una amiga para tomar un café .
— ¿Pero Julia, porque traes esta cara, que te está pasando?—le preguntó preocupa y cogiéndole la mano.
Julia empezó a sollozar y soltó todo lo que estaba a punto de hacer estallar su cabeza.
Se sentía tan desgraciada, tan traicionada y tan maltratada que su autoestima había sufrido un duro golpe, justo cuando creía que por fin había superado los traumas del pasado.
Su amiga la escuchó atentamente y le tendió un Kleenex tras otro, todo el paquete.
Luego dijo: «No me extraña que estés tan desesperada, ¡has tenido muy mala suerte! Pero saldrás de ésta, aunque ahora no lo veas. ¿No crees que te vendría bien un cambio de aires? La semana que viene me voy a Indonesia, concretamente al norte de Sumatra. Es un lugar con una naturaleza espectacular, al pie de un enorme volcán, y la gente es muy agradable. He estado allí varias veces, ven conmigo, te gustará.
Y siguió hablándole de las maravillas de aquel país hasta Julia dijo: —Me lo voy a pensar.
El día siguiente dijo que sí.
Su amiga no se equivocaba, Julia estaba fascinada por el paisaje y la gente.
En un puesto de comida de carretera, conoció a Bayu, el dueño. Hablaba bien inglés. No era guapo, pero tenía unos ojos oscuros, de mirada intensa y amable. Le contó que había sido guía turístico de la reserva de orangutanes, pero con el tsunami eso se acabó y se vio obligado a cocinar para sobrevivir. Afortunadamente, pudo ganarse bien la vida con ello.
Se vieron varias veces y empezaron a gustarse, siempre con respecto y manteniendo las distancias.
De vuelta a casa, Julia y Bayu mantuvieron el contacto por correo electrónico y video llamadas, acercándose cada vez más y conociéndose cada vez mejor.
Al año siguiente la visitó, y al siguiente viajó ella, y su afecto y la ternura fueron creciendo. Julia superó sus temores porque Bayu respetaba su territorio prohibido, y finalmente fue ella quien le propuso matrimonio y le ofreció un nuevo hogar.
Se casaron en una sencilla ceremonia, Bayu aprendió rápidamente el nuevo idioma y se formó como cuidador geriátrico. Gracias a su paciencia asiática, se convirtió en un profesional y compañero muy apreciado.
Llevan muchos años felizmente casados. Nunca ha sido una relación apasionada ni de locura, sino cariñosa, sincera, sólida y respetuosa. Bayu nunca pide más de lo que Julia puede dar y no sufre por ello.
Y así, mi hermana encontró por fin el equilibrio y su paz interior.

EVA AVIA TORIBIO

Aquel verano de 1975, mas bien el año, fue el inicio y fin de una historia que marco el cambio en nuestro país. Y como no, el de muchos de los que nacimos ese verano, bueno, ese año.
No recuerdo como fue ese verano, claro, era muy pequeña. Pero si que llegan a mi mente imágenes implantadas en mi subconsciente a través de fotografías en papel. Olores y sabores que fueron dando pasos a los que, con el paso del tiempo, si puedo recordar, porque si los he vivido yo.
¿Qué recuerdas tú, de ese verano en el que naciste? Pues seguramente, en estos momentos, me vas a decir que nada, porque si recuerdas algo, es porque tus ancianos, tus vecinos, te lo han contado.
Aquel verano dio paso a muchos veranos. Repletos de nuevas imágenes vividas a través de un televisor, que todavía muchos, conocimos en blanco y negro. De los cuarenta principales, mientras le gritábamos que no pasara la publicidad y así grabar la canción completa. Del Superpop y otras muchas revistas del corazón…
Desear que terminara el colegio para ir a jugar en la calle con tus amigos del barrio o del pueblo. Ahora nuestros niños, mis hijas, aquellos veranos ya no los pueden disfrutar como lo hice yo, como lo hicimos nosotros.
Ver las puertas abiertas sin miedo a que alguien entrara en casa, e incluso, llegar a dormir la siesta. ¡Bendita siesta! Ver como las personas mayores se sentaban en las calles, en las aceras de sus casas, a refrescarse mientras compartían los cotilleos, entre otros muchos los de la tele, mientras nosotros jugábamos a la pelota, al pilla pilla … ¡Eso, si que era salseo! ¡Eso si que era disfrutar del verano, sin necesitar ir lejos ¡Ja, ja, ja!
¿Recuerdas el olor a esos veranos? Yo sí, a azahar, a comida de nuestros mayores. Esos mismos mayores que te podían reñir, sin que nada pasara, porque les teníamos respeto. También anécdotas divertidas como decirle al jardinero que te regara con la manguera porque tenias calor.
Ahora, mis hijas, ya no pueden disfrutar de todos esos momentos porque estamos todos recluidos en nuestras viviendas, porque es complicado llamarlo hogar. Tampoco ver mariposas, porque ya no hay parques donde jugar y menos solos. Recuerdo los naranjos que rodeaban mi Grao. ¡Ayyy, que tiempos!
Desde unos cuantos veranos, está todo repleto de construcciones que solo dan paso a sobrepoblación, a más polución, a veranos más calurosos.
¿Recuerdas hablar, mientras jugabas, con tus amigos y decir lo que te gustaría ser de mayor? ¿Qué ha quedado de ese verano? ¡Por cierto, yo quería ser famosa! ¿Y de los posteriores sueños? Pues yo te lo voy a decir, solo recuerdos implantados y otros muchísimos vividos. Pero lo que si seguro es que, cuando llegue mi último verano, recordaré aquel verano, porque volveré a ser esa inocente niña, que nació aquel verano.
Besos, La Incondicional.

CARMEN SÁNCHEZ GUTIÉRREZ

Aquél verano conocí a un payaso disfrazado de príncipe azul. Alto, delgado, con ojos claros y sonrisa franca. Educado y gentil, me saludaba todas las mañanas con una leve inclinación de cabeza al pasar por mi puerta, que casualmente era un camino que recorría todos los días.
Así le conocí, se introdujo en mi vida muy despacio mientras averiguaba mis gustos y deseos para hacerlos suyos.
Al cabo de algún tiempo charlamos ampliamente, no recuerdo bien la escusa, pero para entonces ya me conocía demasiado bien después de preguntar por mí a nuestros conocidos comunes y no le resultó difícil conquistarme.
Sin embargo, tanta perfección me alarmó y decidí poner en práctica un método infalible para conocer su verdadera personalidad. Lo he utilizado con otras personas cuya actitud me parecía sospechosa, y siempre he logrado resultados sorprendentes.
Me baso en una teoría, inventada por mí, en la que afirmo que la auténtica naturaleza de una persona queda al descubierto solo cuando se enfada. De esa forma descubro que si se trata de alguien chabacano que olvida su fingida educación para proferir los insultos más soeces. Sii es frío y vengativo, que contiene sus explosiones de rabia, pero que prepara.con minuciosidad su venganza, o una persona con un arranque de ira acorde a la situación planteada y que perdona con facilidad. Solo confío en éstas últimas.
Medité despacio mi proceder con mi admirador y decidí acusarle de ciertas infidelidades con alguna amiga de la que no había sospechado jamás, con el propósito de que se indignase. Su contestación fue muy sorprendente: tranquilo y pausado, me explicó que sus escarceos no significaban nada para él, que su intención solo había sido hacer feliz a una pobre mujer solitaria que necesitaban de su compañía y caricias. Que él solo deseaba hacer feliz a todas, incluida a mí.
Por supuesto acabé la relación de forma inmediata. Han pasado tres años desde aquél verano y él sigue preguntando la razón de mi ruptura.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Aquel verano del 77 tenía diez años y vi el mar por primera vez.
Fui con mis tíos y mis primos, salimos al amanecer, con todos los bártulos, neveras, sillas, sombrillas, éramos diez, cada uno llevaba algo hasta el autobús.
En el autobús, curvas y más curvas.
Y allí estaba el mar.
Tan azul, con sus olas, salado.
Miraba al infinito, todo azul, ondulado, las piedras en mis pies( costa granadina).
Todo el día metidos en el agua, menos las dos horas de digestión, qué nos sentamos en la orilla.
Por la noche acostada en la cama sentía las olas golpear mi cuerpo y me dormí.
Por la mañana, 17 de agosto mi prima me despertó llorando.
Elvis Presley había muerto.
Aquel verano del 77.

GRISELDA SIERRA

Sin despedirse de nadie, aquel verano Patrick Leroy abandonó tan repentinamente la gran fiesta que daba en su casa de la Costa Azul, para regresar a París, que todos cuantos lo conocían pensaron que le pasaba algo grave.
Una vez en la ciudad, Leroy comenzó a visitar a todo tipo de doctores. Un día a uno, otro día a otro, y así durante semanas y meses hasta agotar todas las especialidades. Tenía el semblante pálido y su ánimo había decaído a tal grado que ya no se interesaba por sus negocios ni por dar grandes fiestas, como lo había hecho desde que enviudara, hacía ya bastantes años.
Ahora con el paso de los días parecía debilitarse también físicamente. Todo para él representaba un peligro y no quería salir de su departamento ni siquiera para ir a comer a un restaurante, como lo hacía con frecuencia en cualquier lugar donde estuviera. Su único interés eran los estudios médicos y los doctores; el resto del tiempo permanecía recluido presa de un miedo que con mucha rapidez se había convertido en terror y se enfilaba velozmente hacia el pánico.
Cualquiera al verlo podía pensar que padecía de alguna enfermedad terminal, pero lo cierto es que la muchedumbre de médicos consultados le habían dicho que gozaba de buena salud, excepto pequeños achaques atribuibles a su edad; el hombre tenía ochenta años, aunque aparentaba si acaso setenta.
La vida lo había tratado con benevolencia; había sido un dandy, incluso un bon vivant, a quien le gustaba la buena comida y los buenos vinos y también las mujeres hermosas. En pocas palabras, al ser heredero de una gran fortuna, había podido darse todos esos lujos. Había hecho también muchos viajes por el mundo, pero ahora eso para él era impensable, jamás volvería a subirse a un avión. Su actuar y su forma de pensar habían cambiado como la noche al día. Seguía teniendo dinero y bastante vitalidad, pero parecía que el miedo y la soledad lo habían atrapado en una trampa de la que no podía salir por sí solo.
Preocupados por el decaimiento, el insomnio y los ataques de ansiedad que aquel hombre experimentaba cada vez con mayor frecuencia, los sirvientes llamaron a Melany, la única hija que Leroy había tenido cuando estuvo casado, y quien vivía en el extranjero. Ella se trasladó rápidamente, y en cuanto llegó a París lo primero que hizo fue hablar con el doctor que en ese momento acababa de examinar a su papá.
-¿Qué tiene mi padre, doctor? –preguntó con algo de ansiedad.
-No tiene nada, es sólo que la edad le ha dado una mordida así de grande; lo que tiene es un delirio, es decir, un insensato y colosal miedo a la muerte.

IKER YELED

Cuando T. regresó a la casa de sus padres, fallecidos hacía pocos días, recordó que había un dibujo, de cuando era pequeño, en un cajón de la mesa de su anhelada habitación, y se dispuso a recogerlo.
En aquel dibujo, que había dibujado dos situaciones diferentes (entre tantos otros que había realizado) aparecía en una parte del papel, en la mitad izquierda, una escena en la que salía él con su madre jugando a algún juego indeterminado de mesa, mientras merendaban en la cocina; en la otra mitad, una escena de aquel verano cuando viajaba hacia esa playa desconocida con su madre y su padre. Ambas escenas le hicieron sentir profundamente feliz.
De repente, le vinieron, inmediatamente, una inmensidad de recuerdos de su infancia. Y recordó que a pesar de haber pasado una situación de crisis económica bastante complicada por la falta de empleo que existía en aquella época, había disfrutado mucho su niñez.
Después cogió su dibujo, lo guardó en su mochila, y se marchó, cerrando la puerta en la que ya existía un cartel de venta de la inmobiliaria que él mismo había llamado para poner la vivienda en venta.

ANTONICUS EFE

El aroma de los nopales, al llegar el verano, impregna de recuerdos estivales mi memoria. Los hay de todos los colores y tamaños. Felices y no tanto. Uno de ellos destaca sobremanera, aquel gran cucurucho con bola de helado de menta con virutas de chocolate y crocanti, que me comí en mi única visita a la playa, cuando contaba doce años. Mis colegas escolares siempre me hablaban de la “Heladería el Valenciano” fuesen donde fuesen, se ve que en cada pueblo con playa había montado un valenciano una heladería y eso me hacía desear ir a comerme a la playa un gran helado cada verano, hasta que conseguí que mis padres me llevasen a Chipiona, iba eufórico, era mi primer viaje a la playa. El escaparate de la que se hallaba en el paseo marítimo era súper atrayente. Esas heladeras casi infinitas donde seguro que cabía un niño y en las cuales mi mente se perdía saboreando todos y cada uno de los sabores que mi mente imaginaba según fuese el color del helado. Después de investigar desde fuera del escaparate un tiempo prudencial, mi instinto se decidió por una cubeta que contenía un helado de color verde claro, regado por doquier por virutas de chocolate y trazas de avellana. Mi madre me dejó elegirlo con gran satisfacción por mi parte, pues quería que me sintiese mayor. La chica de la heladería me agasajó convenientemente con sus comentarios, al tiempo que introducía las pinzas a modo de cucharón en el helado, formando una bola doble que con gran destreza depositó en el cucurucho de galleta de barquillo, para deleite de mis ojos. No puedo describir la sensación que sentí al posar la lengua sobre aquel manjar divino, ni la cara de felicidad de mis padres viéndome degustar aquella delicia. Definitivamente, si me tengo que quedar con un verano, me quedó con aquel. Dos días después me ahogué en la playa -por culpa mía, todo hay que decirlo-, pero todavía guardo el sabor de la menta con chocolate y crocanti en mi memoria. Creo que por eso no he pasado aún al siguiente plano de existencia y me mantengo aquí atado a este plano. No se asusten si me aparezco en sus sueños, no soy violento.


GRACIELA PELLAZA

«Espero haber hecho lo correcto. La verdad sin tus directivas no sabía muy bien como moverme, entonces opté por mi intuición e hice lo que pude.
Inés, la de la mercería, buscó entre sus cosas para ver si había una dirección real para llamarte, y escribió dos o tres cartas.
Cuando te fuiste hace tanto, creíamos que como todos, no tendrías que volver al pueblo; pero acá estaba tu padre.
Lo encontré cuando arrancó el verano, tirado entre la puerta y la alambrada, llamé a urgencias y con los vecinos fuimos a ver que decía el Dr Aguirre. Algo de las isquemias; que son bombillas de luz que se apagan en la cabeza.
Tuvo unos días en el hospitalito pero luego me hice cargo del viejo y lo llevé a la casa. Que mejor que pasar todo eso debajo de su frazada.
En todo ese verano iban cayendo las frutas de los vecinos, los huevos frescos de la Juliana, y los rezos del párroco. Viste, acá es así; y como mi medianera da a su patio, tomé las riendas. Todos los días iba de aquí para allá, y curioseaba si necesitaba algo.
Él no hablaba.
Tenía los ojos como bolitas viejas, y a media asta los párpados, nunca se levantaba. Aprendí a bañarlo en la cama, a cambiarle la ropa, y a fortalecer la piedad de mi alma, cuando él, desnudo ante mí, lloraba.
En los días calurosos, abría las dos ventanas, la del frente y la del fondo, y ahí pasaba una brisa fresca que se metía en sus sábanas; pero lo bello, eran los pájaros que venían de a muchos a sobrevolarle y él parecía hablarles.
Hacia unos ruiditos raros, tal vez te estaba llamando y yo no entendía; y puedo jurarte yo también le pedía a los ángeles de su guarda que te avisarán.
Todas las tardes le leía un poco, de todos esos libros que guarda; Julio Verne, algo de la Biblia, y un tal Neruda que más de una vez me encontró emocionada cuando leía en voz alta.
Fue largo este verano María… triste y largo, le puse unas óperas que tenia en un tocadiscos viejo, como la piel que le colgaba de sus brazos y sus piernas. Se estaba empequeñeciendo. Sus manos apenas se movían, y todo lo que comía yo se lo hacia papilla para que no se ahogara.
Entendí que este verano que ya no tiene más días de sol, me había puesto en tu lugar María, para cuidarlo.
Yo no tuve padre ¿Te acuerdas de eso?
A eso sumale que tu papá, había recogido dos perros, un cuzquito viejo y petiso, y uno negro con cara de malo y que toreaba a los extraños.
Hice lo que pude, María.
Me dijo el Dr Aguirre que pasaste por ahí y firmaste para cremarlo; si puedo pedirte algo, me gustaría que sus cenizas las riegues por la huerta, entre los calabacines y los tomates. También los he cuidado.
El día del final el calor apretaba, sus pies se pusieron azules, hacia dias era un ramito seco de lavanda, lo volteé de costado, le puse al cuzquito en la izquierda bajo la axila y al negro en la espalda para que se fuera acompañado.
Y te juro que lloré por vos
Por vos y por mí.
Y así fue… y nada…nada de nada.
-¿María, vas a vender? Si no te molesta me voy a llevar al Negro y al cuzquito, no creo que quieras llevarlos y en medio de tanta cosa ya les conozco las mañas, quien sabe si un día entre los pliegues de mi manta no duerman conmigo cuando me vaya.
¿Te acuerdas que no tenia padre María?
Dios fue bueno, me prestó el tuyo.
Hice lo que pude…
Yo sé que él… lo ha notado.»

CONCE JARA

AQUEL SÁBADO
Acabo de dejarlo con Elsa, ya va para un año y medio, pero de este sábado no pasa. Voy a liberarme del bucle: casa con mi madre, trabajo, gym, compra, y otra vez a empezar. Los sábados para mí, van a ser…
“…un día especial, saldré por la noche. Viviré lo que el mundo nos da cuando el sol ya se esconde. ¿Qué pasará? ¿Qué misterio habrá? Puede ser mi gran noche. Y al despertar, ya mi vida sabrá algo que no conoce.
Será, será esta noche ideal, que ya nunca se olvida. Podre reír y soñar y bailar, disfrutando la vida. Olvidaré la tristeza y el mal y las penas del mundo. Y escuchare los violines cantar en la noche sin rumbo…”
¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥¥
El globo, que no para de girar, lanza destellos y reflejos brillantes e impregna de luces la pista de baile. Mientras, a estas alturas de la noche de sábado, a muchas se les ha empeorado el maquillaje, sus ojos se muestran desdibujados por el rímel seco, y la melena se torna encrespada por el sudor del bailoteo. Solo perduran los labios repasados, de un rojo liviano, las piernas que se tornan largas por las minifaldas y tacones, como columnas de confianza, que atraen con su contoneo nuestras miradas errantes, y nuestras manos que de cuando agitan el vaso con ese “clinki, clinki” que deshace el hielo, quizás por ese anhelo de calor del sábado noche, o como compensación a la inseguridad que genera seguir, aún, con las manos sueltas.
Intento acercarme a una chica que se muestra asequible, aunque, aquí, las mujeres, son las reinas de la contradicción. Y en efecto, a mi saludo, seguido de preguntas de ligoteo, ella gira el hombro y no sé si me ha contestado.
El bullicio de la pista de baile impide cualquier acercamiento verbal, por eso me atrevo tanto, por eso casi todos dejamos el vaso y nos echamos a bailar en una batalla de roces, más o menos accidentados.
Con el valor del tercer cubata, vuelvo a la pista, y es que lo bueno del alcohol es que te ayuda a valorar la belleza. Esa chavala, la arrítmica de la esquina derecha, ahora parece una princesa, y me acerco justo en el momento en que comienzan las bachatas; y es que parece que las caderas, que intentan contonearse a la par, persiguen ganar una “competición” a prueba de auténticos bailarines.
A las chicas les encanta demostrar que son capaces de seguirte. Pero nada, que no logro aguantar más de un baile, porque la chica es cortada y al verla de cerca ha dejado de ser alteza, entonces con apuro la he dejado a la mitad.
No consigo disimular el recuerdo de Elsa, ese de aquellos buenos tiempos, y ¡claro!, ¿qué tía quiere ser segundona?
Como no he venido aquí para amargarme, voy a por otro lingotazo. «Me gustan las mujeres, me gusta el vino, y si tengo que olvidarlas, bebo y olvido…»
La barra, interminable para ofrecer sólo bebidas, está a tope de mirones oteando la pista, y eso que las camareras son lo mejor de la disco, pero todos les dan la espalda; ¡claro, es que están allí para trabajar! Sólo un imbécil como yo puedo pensar tal cosa.
¡En fin!, me coloco junto a mis “compañeros”, vaso en mano, contemplando el “ganado” y me preparo para el tercer intento, con eso de que suena “Bailar Pegados” de Sergio Dalma y quizás pueda agarrarme un poco.
La chica no es muy allá, agradable, pero acepta. Al entrar en la pista y aproximarme hacia ella me envuelve una mareante mezcla de colonias fuertes y dulzonas, no solo procedente de la mujer a la que intento llevar el ritmo… la mezcolanza en el ambiente es irrespirable, por lo que le digo a la chica que me disculpe, que si eso, luego seguimos, aunque se, de sobra, que luego me va a dar calabazas, ¡normal!
Pasada la una de la madrugada el ambiente de la disco se transforma por la llegada de gente más joven deseosa de pop, bakalao y trap. Mientras los Baby Boomers, los de la Generación X, como yo, y algún que otro Milenials, abandonan el club para no perder el último metro.
Ahora quedan mesas libres, antes abarrotadas por las chicas que descansaban de sus tacones y aquellos valientes que se las acercaban buscando palique y así ligar. Y es que aquí el pico es lo que manda, y yo voy escaso.
¡Joder! Si hubiera dialogado más con Elsa… solo era cuestión de ser más abierto, más simpático, y, ¡la verdad!, no sé si busco a una chica, y ni mucho menos anhelo otra igual que ella: pero debo reconocer que dejó en mi vida su impronta.
Me viene el bajooon… Voy por el cuarto cubata. Y este “chunda chunda” empieza a levantarme dolor de cabeza. Este sábado termina como empezó, como aquel que vendrá.
En la calle el aire fresco de la noche me concede cierto bienestar. Miro al cielo y las estrellas, aunque menos, no lanzan los destellos cegadores de las luces del local. Mientras deambulo a trompicones de vuelta a casa, pienso en el sábado que viene, y en volver a echar el anzuelo en la pista, ser paciente y esperar… «Vivir así es morir de amor. Por amor tengo el alma herida. Por amor no quiero más vida que su vida, ¡Melancolía!»
FIN

SON SONIA

AQUEL VERANO
Las 07:30 horas de un precioso viernes, 18 de julio de 1980.
Soy tan feliz que no hay forma de borrarme la enorme sonrisa de la cara. Da igual que sea tan temprano. Da igual que camine hacia el trabajo bajo un manto de niebla veraniega que me impide ver nada a dos pasos. ¡¡Soy muy feliz!!. En quince días me caso con mi príncipe azul. Tengo veinte años y toda una vida por delante para disfrutar. Vivir es maravilloso.
***
Cualquier hora de cualquier día de este presente
Falta poco para el aniversario. Treinta y tres años desde aquel viernes. Treinta y tres veranos.
Desde mi cama contemplo el cielo azul.
Hay mucho que no recuerdo. Iba pensando en lo maravilloso que era vivir y… todo se fundió a negro. Dicen que sobrevivir fue un milagro. Yo no opino lo mismo, pero no lo puedo decir porque hablar es una de las muchas cosas que no puedo hacer. Puedo mover los ojos y ver, puedo emitir algún sonido gutural e ininteligible, puedo comer papillas. Nada más. A mí esto no me parece un milagro sino una condena de la que no tengo forma de escapar.
Me pregunto por qué… ¿por qué no me tocó vivir una vida normal? Poder caminar, abrazar, hablar, vivir más allá del respirar. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?
Mi madre no quiere ver, no quiere saber, no quiere interpretar mis lágrimas, mis miradas de desesperación. Mi madre no pronuncia la pregunta que yo quiero oír y responder con un pestañeo.
No la entiendo. Es cierto que yo no soy madre. Pero, no puede ser que amar suponga semejante condena. Esto no es amor.
Odio a mi madre más que al conductor que me llevó por delante. Él no me vio. Yo tampoco lo vi. Mi madre me ve cada día y, cada día, mantiene mi condena.
La gente pensará: que madre sacrificada, abnegada, que amor tan increíble el que tiene por su hija, su única hija. Y lo que yo pienso es que lo peor que me pudo suceder en esta mierda de vida es tener por madre a alguien tan egoísta y cobarde.
Treinta y tres veranos desde aquel verano en el que me convertí en prisionera de mi madre.

CARLOS RODRÍGUEZ

Corría el año 2112 y la vida en el planeta Tierra se había vuelto algo más que difícil. Sobrevivir más allá de los cuarenta años habiendo nacido aquí era casi un milagro, y no precisamente por las condiciones climáticas donde los días eran auténticos infiernos a casi 60° en las pocas sombras existentes y las gélidas noches donde los termómetros marcaban -50°.
Hacia ya unos diez lustros que habían comenzado con la colonización de varios planetas fuera del sistema solar, pero esa migración programada no sólo no estaba al alcance de todos si no que de forma encubierta y deliberada había dejado fuera a los más pobres, los enfermos e impedidos y, por supuesto, a quienes pensábamos diferente.
Las salidas se hacían por sorteo, claro esta que amañado de antemano y con la mitad de las plazas ya concedidas a quienes podrían pagar aquel pasaje fuera del infierno. Había salidas cada semana en seis naves que hacían los trayectos de ida y vuelta a tres planetas diferentes pero muy próximos entre ellos.
Todo parecía normal durante los primeros dos años, las naves partían llenas y regresaban vacías, pero repentinamente aquello comenzó a cambiar, las naves fueron desprovistas de la gran mayoría del espacio dedicado al pasaje para aumentar el que estaba dedicado a la carga, y el flujo migratorio fue interrumpido, se había completado la colonización prevista y ahora las lanzaderas únicamente aterrizaban una vez al mes.
Lo hacían con sus enormes bodegas repletas de desperdicios y con aquellos humanos que habían sido condenados a regresar por haber cometido algún delito. Sí, habían convertido nuestro planeta en un enorme vertedero y una prisión sin rejas ni muros.
A las clases bajas ya no nos extrañó en absoluto, estábamos acostumbrados a que las autoridades se olvidasen de nosotros desde el inicio de la existencia y habíamos aprendido a vivir como siglos atrás lo habían hecho nuestros ancestros.
Cultivar cualquier cosa en el desierto que teníamos por planeta no era viable, la radiación solar lo quemaba todo, de modo que aprendimos a hacerlo bajo tierra, que era también donde nos veíamos obligados a vivir. Aprovechábamos las horas del amanecer y la caída del sol para realizar incursiones al vertedero en busca de materiales reutilizables y piezas con las que reparar las viejas máquinas con las que ampliar aquellas ciudades subterráneas que nos cobijaban.
Las lluvias no eran frecuentes, pero cuando se producían precipitaciones lo hacía de forma tormentosa y durante varios días, dándonos la oportunidad de almacenar el agua que nos permitía subsistir durante varios meses.
Después de tanto tiempo ya era evidente que no nos trasladarían a ningún otro lugar, que habíamos sido sentenciados a muerte sin haber cometido otro delito que haber nacido.
Al principio hubo varios intentos de asalto a las naves, pero estaban fuertemente armadas y siempre terminaron en auténticas matanzas.
A mí me había tocado en suerte nacer en una familia que reunía todas las características para no haber formado parte de la migración. Al igual que todos los que aquí nos quedamos éramos más pobres que las ratas, y ya desde hacía unas cuantas generaciones pertenecíamos a eso que algunos habían dado en llamar “antisistema”. Y no es que nos opusiésemos a la existencia de un gobierno, lo que rechazamos era que el gobierno se olvidase del pueblo.
En todos los grupos de residencia habíamos formado consejos de gobierno y cada vez con más frecuencia salía el tema de los vertederos y el como afectaba aquella acumulación de residuos a la salud de nuestros hijos.
Sin duda aquel verano sería muy distinto, nuestra paciencia se había desbordado y volcado el vaso. Teníamos que hacer algo para recuperar la salud de nuestro entorno y del planeta. Aunque lo difícil fue ponerse de acuerdo en que hacer para terminar con la recepción de residuos.
Tras muchas y largas reuniones entre los diferentes consejos de gobierno acordamos cómo primera medida inutilizar las dietas de aterrizaje de las naves. Cosa que apenas retraso el desembarco de las toneladas carga que albergaban en sus bodegas.
Se nos daba bien construir con materiales reciclados, de modo que lo siguiente fue tejer una gran telaraña de alambre y cables. Esto sí hizo caer a tierra las naves y evitó su nuevo despegue.
Sabíamos que no podíamos enfrentarnos a sus armas, de modo que simplemente nos limitamos a esperar pacientemente a que sus provisiones se terminaran obligándoles a salir de aquellos búnkeres voladores. Esa era nuestra oportunidad para reducir a las tripulaciones, pues salían en grupos reducidos y podíamos emboscarles y desarmarles sin que esto provocase ninguna muerte.
Una vez apresada las tripulaciones ordenamos a sus oficiales al mando a comunicarse con sus respectivas bases, negociando después la liberación de todos los cautivos a cambio de un firme compromiso de cancelar todas las descargas futuras de desperdicios.
Como era de esperar la respuesta fue el envío de nuevas naves, auténticos destructores espaciales, provistos de potentes cañones y una flotilla de pequeñas naves tipo caza con la que pretendían sofocar la rebelión pacífica que habíamos iniciado.
No contábamos con armas capaces para la defensa, pero sí con la determinación de alcanzar la libertad de una vida saludable. Esta determinación agudizaba nuestro ingenio, e imitando los artilugios del la edad media conseguíamos que una tras otra todas aquellas naves fuesen cayendo a tierra sin causar bajas.
El número de prisioneros iba en aumento y poco a poco la postura de los negociadores fue ablandándose, hasta que a finales de aquel verano pactaban y firmaban un acuerdo por el cual se nos reconocía la independencia considerándonos un planeta libre y soberano.
Fue así como aquel verano paso a la historia y cambio el rumbo de nuestras vidas y la del planeta. Poco a poco pudimos eliminar los residuos, reutilizándolos de modo imaginativo, creando invernaderos que nos daban la posibilidad de hacer crecer vegetación en la superficie, que a medida que iba aumentando cambiaba las condiciones en su entorno y recuperando mayor superficie, acelerando la recuperación de forma exponencial.
Actualmente, estamos en 2169, nuestro planeta vuelve a ser verdes y azul, con unas estaciones claramente definidas pero sin fuertes cambios. Las temperaturas se han moderado y vuelto a los valores que según nos cuentan los archivos eran normales allá por el siglo XIX.

ANGY DEL TORO

DUBAI Y MIS MUSAS
De repente, la sorpresa se apoderó de mis palabras, los hijos alzaban su propio vuelo. Le quise sorprender y, con aparente entusiasmo pronuncié: Te propongo un viaje de novios al exótico Dubai.
Fijó su mirada en un punto, quizás lejano. Jamás pensé que aquel verano sería quien marcaría la diferencia. Soltó su pregunta, así no más. —¿Eres feliz?
Lo pensé varias veces, no quería responderle, sabía que el camino de la conversación iría a intrincados derroteros. —No soy infeliz. Me conformo con lo que hemos logrado.
— Pues yo no lo soy —respondió y continuó— te aseguro que tú tampoco lo eres. Me voy de la casa.
—¿Hay otra persona? —pregunté con recelo.
— Es lo mejor para los dos, te aseguro que razones hay más que suficiente. Lo entenderás algún día, y hasta me lo agradecerás. ¿Te has dado cuenta de que ya no somos los mismos? Nuestros años de vida se agotan, y hay que vivirlos.
Dio la espalda y en mis recuerdos solo ha quedado el golpe de la puerta al cerrarse.
Siempre he sido una escritora talentosa. Sin embargo, últimamente he intentado encontrar inspiración para mis historias y las palabras se niegan a fluir. Al parecer, mis musas también me han abandonado.
Desesperada por recuperar la creatividad, me aferré a los pasajes comprados y decidí tomarme unas vacaciones. Viajar a Dubai será un gran aliciente —pensaba mientras guardaba el portátil— es famoso por su deslumbrante arquitectura y fuentes. Supuse que la belleza de esos lugares despertaría algo nuevo en mi interior.
La llegada a Dubai resultó impresionante, su opulencia me rodeaba e iba creando una nueva versión de mí misma. Los relucientes rascacielos y las luces que emanaban de sus fuentes hacían que vibrara de emoción. Apreciaba como me hipnotizaban las aguas que danzaban en perfecta coreografía.
Cada noche me sentaba junto a las fuentes, cerraba los ojos y cedía el alma para que bailara al compás de la música y el colorido de sus aguas. Mis musas despertaban de su letargo y las palabras fluían cual caudal de mis emociones. Escribía historias inspiradas en el poder del agua y la belleza de las luces. La magnificencia del Burj Khalifa se convirtió en la primera musa de aquel controvertido viaje.
Decidí presentar una de mis historias a un prestigioso concurso literario. Nerviosa sí, pero confiada. Sabía que había logrado capturar la esencia de las fuentes de Dubai.
Para mi sorpresa, tal obra fue seleccionada como ganadora. No solo eso, sino que también recibí una “invitación especial” que continuara escribiendo sobre el País, sus lugares y costumbres.
Emocionada por la gran oportunidad de conocer aquel mundo que me había devuelto la inspiración, exploré las maravillas del país y conocí a escritores de otras nacionalidades.
El punto culminante de mi visita fue cuando me invitaron para asistir a la gala de premiación en el Burj Khalifa. Increíble observar la ciudad desde una altura de más de ochocientos metros.
Al regresar a casa, inspirada por mi experiencia en Dubai, continué escribiendo. Mis historias se volvieron aún más cautivadoras. Los lectores comentaban como lograban transportarse a través de la magia de mis letras. Nunca olvidaré las fuentes de Dubai y su influencia en mi vida, donde aprendí que, la verdadera fuente de mi creatividad residía dentro de mí.

ANA ARRIOLA

Venía al pueblo todos los veranos y tenía ese encanto de niña bien que huele a fresa de huerta robada al amanecer. Le llamábamos la «madrileña» porque su familia, los Serra – Balaguer, se afincaron en el viejo Madrid de los Austrias, allá por los años 20, respondiendo al apogeo de la empresa textil de su abuelo paterno, que debió de ser uno de los últimos de Filipinas.
Andaba con una vespa de aquellas que nos gustaban tanto, y nos ponía música de los Beatles. La moto de Cristina me transportó más de una vez a las vacaciones romanas de Audrey Hepburn y Gregory Peck. Muchos días de agosto me llevó en la parrilla hasta la playa del río. No sé por qué lo hacía. Creo que era porque le gustaba mucho mi hermano el mayor. Se solía bañar en el rincón de los chicos guapos y nadaba superbonito. Era una gozada verla cómo cruzaba el Bidasoa al estilo crol, cuando al otro lado de la orilla solamente llegaban los olímpicos.
Una noche de julio apareció desmayada en el portal de nuestra casa. Mi padre le tomó el pulso y nos dijo.
– Sólo ha perdido el conocimiento. No pasa nada. Está muy bien. No os preocupéis. Ayúdame a levantarla.
La colocaron sobre el sofá de la sala y llamaron a su casa con un teléfono negro de los de antes. Se puso el padre de Cristina.
– Buenas noches, soy Miguel Ordoki, con quién hablo?
– Buenas noches. Julián Serra al habla. Dígame usted.
– Le llamo porque su hija está en nuestra casa. Ha sufrido un desmayo. No se preocupe, Julián, ya esta recuperada. Sólo ha sido un susto. Mi hijo le acompañará a su casa. Solamente quería ponerle sobre aviso. Ella se lo explicará todo mucho mejor que yo.
– Muchas gracias, Miguel. Ha sido usted muy amable. Esperaremos hasta que lleguen. Buenas noches.
Nada supimos más de aquel episodio, salvo que Cristina y Eduardo, mi hermano, se hicieron novios por arte de magia. Desde ese mismo día Cristina dejó de ser mi musa. Formó parte de mi familia y me convirtió en tío antes de cumplir los dieciocho. Me costó tiempo darme cuenta que mis novias tenían un cierto aire a ella. Adoro a mi sobrina María. Es como Cristina pero en pequeño.

SÁNCHEZ KATA MAR

Aquella mañana vi sus hermosas piernas y muslos. Los contemple por unos segundos, seguido mis ojos se pusieron en su espalda gruesa y musculosa, vi su trenza colgar sobre esa línea fina y sexi que tienes en medio se me hizo agua la boca cuando continue mirando , mis ojos se quedaron en esos brazos fuertes que me abrazan cada mañana antes del amanecer, en sus manos grandes y tiernas las cuales me acarician suavemente,cojen mi cintura y la aprietan tan fuerte que me hace temblar fue en aquel verano en qué lo encontré en la playa sentado en la arena, mi mente dijo este será un acalorado y feliz romance de verano y lo fue … Pero solo eso un dulce y tierno fuego en el verano.


ALEXANDRA FERNÁNDEZ

En el pueblo de Mapu, donde vivían Tahiel, Nahuel y sus familias, que formaban parte de la población de los indígenas Mapuches, ubicada en la Patagonia. En aquel verano, se sintió un calor intenso e inusual.
Tahiel, era un hombre que seguía la tradición de sus ancestros, recolectaba frutas, raíces, y semillas con las que hacía harina. Su esperanza, era ser propietario de la tierra que labraba y de que sus hijos, fueran a la gran ciudad, a estudiar. Pero esos frutos que le pedía a la Madre Tierra, no llegaron jamás.
La naturaleza estaba muy golpeada por el intenso verano, que azotaba sin clemencia a toda la zona.
Tahiel era un hombre alto, fuerte, piel morena, ojos color café, sus rasgos evidenciaban una raza indígena pura. Su nombre, significaba: hombre libre.
Tahiel, conocía a la perfección las estaciones y el movimiento climático, pues sus ancestros le habían explicado, cuáles eran los beneficios de cada planta, y el comportamiento de cada especie animal. Sabía interpretar las conductas de los animales que se salían o se ocultaban en sus madrigueras. En el alma de Tahiel existía un sentimiento, que expresaba la unión del universo y lo espiritual con el individuo.
Un día, reinaba el silencio, las golondrinas revoloteaban de un lado para el otro, sin parar. El viento no era el acostumbrado. El sombrero de Tahiel, volaba por los aires. Ese día, no pudo labrar la tierra, pues percibió que algo estaba pasando. Sin pensarlo, corrió veloz, a buscar a su hermano, Nahuel, y así juntos, se fueron en búsqueda de sus familias que se encontraban en el mercado del pueblo. Las mujeres, solían vender las verduras que cultivaban. En el camino, se encontraron con el Machi, el hombre quien representa la relación con el mundo sobrenatural, quien les dijo:
—Las fuerzas opuestas y complementarias del Universo, no están en armonía. El hombre blanco rompió el equilibrio oculto de la Madre Tierra. Siguieron su camino, lo más veloz que podían.
Al llegar al pueblo, ambos hermanos, quedaron atónitos, ante aquel espectáculo desgarrador, el lodo se había extendido por doquier, las humildes casas destruidas, rocas inmensas que impedían reconocer las calles donde estaban los infaltables negocios de la comunidad.
Empezaron a tratar de adentrarse en el pueblo con gran dificultad, pues debían realizar enormes esfuerzos para no caer o toparse con objetos de todo tipo.
De pronto, escucharon unos gritos, era Ayelén, la niña, estaba trepada en un árbol, pidiendo ayuda, pues llevaba algunas horas en espera de alguien que le auxiliara. El longevo árbol, le había salvado la vida. Ayelén era la hija menor de Nahuel.
Los hijos de Tahiel, debían haber estado en la escuela. Pero las inundaciones del deshielo glacial, alcanzó una gran parte del pueblo, logrando hasta alterar el paisaje de la región, dejando al descubierto la erosión del suelo, pues el agua se llevó la capa vegetal y junto con ella, la escuela, la iglesia, con el campanario que habían construido los padres misioneros de Europa.
Con la poca luz del atardecer, seguían caminando cada quien por su lado, tratando de socorrer al amigo, al vecino o a los seres vivos que encontraran. Pasaban las horas y Nahuel seguía removiendo lo que encontraba a su paso, de la forma más veloz que podía, haciendo gala a su nombre, que significaba: hombre veloz. Pero sin resultado alguno.
Tahiel, se subió al techo de una de las casas que todavía se encontraba de pie, para tratar de divisar a otras personas. En su corazón solo palpitaba la angustia, pensando donde estaban sus dos hijos y su mujer. También recordaba a sus primos. Era larga su lista de conocidos. A lo lejos divisó unas manos que se movían, gritó lo más fuerte que pudo:
—Ya los vimos, esperen, les ayudaremos. Así fue, encontraron a Pedro, Pablo y Estela, los dueños de la bodega del pueblo.
—¿Cómo se encuentran?. Pregunto Nahuel.
Respondió Estela:
—Vivos, un poco golpeados, pero vivos.
Tahiel les preguntó:
— ¿Han visto nuestras familias?, a lo que agregó
— ¿Y a Marina y sus dos hijos?
Pedro Pablo le respondió compungido:
—No amigos, no, no los hemos visto. Continuó diciendo :— al último que vimos fue al Poncho, nadaba con la corriente. Poncho era el perro fiel de los dos hijos de Tahiel y Marina.
Tahiel y Nahuel dejaron a sus amigos más recuperados y puestos a salvo. Para proseguir la indagación.
El cansancio y la sed empezaron a mellar la búsqueda.
Pero la esperanza y el amor les daban fuerzas para continuar.
Cuando de pronto, vieron a Poncho, lleno de barro, sin fuerzas para sacudirse la tierra adherida a su cuerpo peludo, herido de una pata y de ambas orejas, les movió la cola al verlos. Como pudieron, le quitaron el barro y le vendaron la pata. El animal estaba muy inquieto, como si quisiera decirles algo.
Entre los objetos que circulaban por las calles encontraron una botella de refresco, la cual les pareció un elixir de los Dioses, igual que unos cocos que se habían caído por el fuerte temporal.
El descanso los ayudó. Poncho hacía señales para que lo siguieran. Así fue, Tahiel le dijo a Nahuel:
—Vamos a seguir a Poncho.
Transcurrieron unas cuatro horas más de camino, cuando Poncho se detuvo olfateando la tierra y ladrando en la orilla de un profundo barranco, ese era el cauce de un río que había sido embaulado por la civilización, queriendo dominar a la naturaleza. El río había crecido, con la furia desatada del agua, las grandes rocas se acumularon cerca de la ladera oeste de la montaña.
Poncho, se dirigió a donde estaba el grupo de rocas grises, entremezcladas con el lodo. Regresó con Tahiel y Nahuel, y en su boca, traía la gorra que usaba Joe, el hijo menor de Tahiel. Ambos hermanos bajaron la mirada, y Nahuel acarició con agradecimiento a Poncho, diciendo:
—Buen chico, llévanos a donde la encontraste, señalando la gorra.
Tahiel y Nahuel siguieron a Poncho. Llegando a la orilla del barranco fangoso, divisaron a Joe, tomado de la mano con Marina. La madre lo había protegido con su cuerpo, para evitar que le golpearan, la lluvia de rocas y el lodo que bajaba por la ladera. Tahiel y Nahuel bajaron con el mayor cuidado posible, para no mover la tierra endeble que los rodeaba. Mientras Poncho esperaba al tope de la ladera.
Tahiel entre lágrimas y agradecimiento por haber encontrado a su hijo menor y su esposa, le pregunta a Marina:
— ¿Dónde está Matahiel?, no lo veo.
Marina, con el dolor atravesado en su alma, le dijo:
— Nuestro hijo se ha ido, esposo mío.
Tahiel, no quería entender la respuesta desgarradora que le decía Marina.
— Dime donde y lo buscaré, todavía me quedan fuerzas, entre Poncho y Nahuel lo encontraremos. Sabes, que encontramos a toda la familia de Nahuel.
De nuevo Marina, lo vio a los ojos y le dijo:
— Entiéndelo, se fué, se lo llevó la corriente y no lo volveremos a ver.
Tahiel, entró en un profundo silencio y alcanzó a decir:
—¿Tú lo viste cuando se fué?
— Si
Tomándolos de las manos a Marina y Joe, Tahiel los sacó del barranco. Rumbo a la colina más alta de la región, ya había pasado el temporal de aquel verano.
Estaba amaneciendo, Tahiel, Marina, Joe y Poncho estaban juntos abrazados mirando el nuevo paisaje, la brisa se volvió cálida, las aves surcan de nuevo los cielos, los árboles tenían pequeños retoños, otros habían emergido de las aguas pantanosas. Un águila extendió sus alas junto a aquella familia de Mapuches. Dándole el significado a una nueva vida por venir. Los espíritus de sus ancestros los cobijaban abrazándolos con la fuerza de la esperanza.
Tahiel recordó, lo que le dijo el Machi:
— El hombre blanco rompió el equilibrio oculto de la Madre Tierra.
Ahora, los pueblos originarios, debían volver a reconstruir su mundo.

ARCADIO MALLO

CANTOS DE VERANEANTE
«En el mar de las sirenas, los piratas temen».
Era valiente. Quizás no era Alatriste, pero era Diego. Era Diego de Antonia, la tía de Samuel que veraneaba todos los años en la villa. Una villa marinera, remota algún día, perdida antaño en la Costa da Morte. Los cambios socioeconómicos y político-demográficos, la habían quitado del anonimato, por lo que había pagado el alto precio de dejar de ser un pueblo pesquero y convertirse en un escaparate del postureo moderno.
Diego era un joven soñador que se convirtió en un hombre luchador. Aunque luchar contra el imperialismo era enfrentarse a gigantes que no eran molinos, lo hacía desde sus poemas anónimos que desperdigaba en las redes, en las sociales.
Y aquel verano, sentado en aquella roca que lo había visto crecer de año en año, sucumbió al encanto del Atlántico y se dio cuenta de su verdadera realidad. Al final, no dejaba de ser un pirata, que surcaba aquellas aguas veraniegas, en las que había sucumbido a los cantos de aquella preciosa sirena local. Embaucado por su belleza y sus dulces palabras, como buen pirata se decidió a robarle el corazón, sin darse cuenta del peligro al que se enfrentaba.
Aunque el idilio fue tan mágico que merecía un cuento, el invierno se puso de por medio y apagó aquel fuego imposible. Y el valiente pirata volvió a tierra seca, sabiendo que aquella música ya no serían para él.
Aun así, regresó cada verano a la villa, esperando oír los cantos de sirena, mientras creaba versos para el infinito.
En el mar de las sirenas,
los piratas temen.
Dulces son las olas
que a su barco arremeten.
¡Oh cantos de sirenas!
Seres de los dioses.
Vuestras son mis lágrimas,
vuestros mis amores.
Vuestras mis penas.
Y los piratas temen,
en el mar de las sirenas,
sabiéndose perdidos
si caen en sus aguas.
¡Bendita perdición!
Amor de sirenas.
Me arrebató el corazón,
me llenó de tristezas.
Y aun así regreso,
para volver a verla.
¡Condena de mi alma!
Pirata sin clemencia.
¡Condena eterna!
Eterna penitencia.

JAVIER GARCÍA HOYOS

Fue aquel distante verano el que recuerdo y quiero olvidar.
Aquel verano en que me convertí en el agua de un río sin vida.
Fue entonces cuando siendo, dejaste de estar. Cuando cuatro huellas en la arena, se convirtieron en dos pares solitarios. Cuando supimos que el reloj marcaba nuestras últimas horas juntos. Cuando, cuando, cuando…
Y te convertiste en recuerdo. Hermoso, feliz, romántico, pero recuerdo al fin y al cabo.
Ahora ambos dejamos nuestras huellas, yo aquí, y tú, en otro aquí diferente al mío. Separados por la distancia, por el aire, por el sol, por un mundo entero entre corazones.
Separados por un verano, aquel verano donde dejamos, por última vez, nuestras cuatro huellas juntos..

EDUARDO VALENZUELA JARA

No se por qué, pero cuando pienso en aquel verano se me viene a la cabeza el “Concierto de Aranjuez”. Recuerdo la melodía del adagio y me invade un sentimiento de tristeza y profundo desconsuelo, como el que viví a esa edad.
Yo apenas había cumplido los once años; la guerra, estaba en el quinto. Trabajaba como voluntario desde que el gobierno cerró las escuelas. Todos los hombres estaban en el frente de batalla, asi es que nosotros, los estudiantes, cultivábamos los alimentos en el campo para abastecer a la población.
Aquel verano no parecía ni más ni menos caluroso que los anteriores. El sol reverberaba en las paredes de la ciudad, y su calor quedaba atrapado en los muros hasta muy avanzada la noche. En el campo abundaban los mosquitos, cuyos cuerpos eran tan frágiles que al más leve roce, se deshacían manchando nuestras ropas.
No nos importaba cuánto sudaramos bajo los rayos del sol, trabajabamos duro, como dictaba nuestro fuerte espíritu. Todos sentíamos orgullo de nuestras labores, por pequeñas que fueran. Yo me esforzaba por ser el más eficiente cosechando patatas. Debía excarvar con mis manos cuidadosamente y separar cada patata de las raíces, cuidando en desechar las semillas.
Un par de veces al día, para sobrellevar las inclemencias del calor, pasaba una muchacha con un recepiente con agua del que nos servía una porción con un cacillo. Yo esperaba ese momento con ansias, pues Akiko ―una de mis compañeras de primaria― era la que cumplía esa labor en mi grupo.
Ahora se que Akiko fue mi primera pena de amor. Pasaba todo el día observándola desde lejos, pero cuando veía que se acercaba, mi corazón se aceleraba, un calor subía de lleno a mi cara y apenas era capaz de levantar la vista y mirarla. Ella, siempre sonriente, me ofrecía el cacillo con agua y yo lo bebía tan rápido como podía, balbuceando torpemente unas palabras de agradecimiento. Sufría mucho por no tener el coraje de hablarle y confesar lo mucho que ella me gustaba. Me conformaba con admirarla en silencio y a la distancia; y a veces, cuando la casualidad se daba, sentir el roce de sus suaves manos al entregarle el cacillo.
Mamá se quedaba en nuestro hogar ―en la ciudad― porque mis hermanos pequeños, los gemelos, apenas y tenían cuatro años. Desde que mi padre partió con el ejército, yo era el hombre de la casa; por eso en las tardes, a la hora del crepúsculo, cuando yo volvía a Hiroshima, mamá me esperaba con una rica sopa de vegetales. Juntos, una vez al mes, visitábamos el santuario de Shirakami para rezar por la victoria para nuestra nación. Mamá y yo estábamos seguros que la fortaleza espiritual de mi padre haría honor a nuestro apellido y eso nos hacía enorgullecernos al recordarlo.
En ese entonces yo no lo sabía, pero aquel verano sería el último en que vería a mi familia con vida.
Fue a comienzo de agosto, cuando la luna era pálida, temprano en la mañana. Ya casí completaba mi primer saco de patatas y soñaba con confesarle mi amor a Akiko cuando nos quedamos viendo a ese avión que volaba tan bajo sobre la ciudad. Después, vino la gran luz que nos cegó por un instante. El resto, ya todos lo conocen.
Nunca más supe de mi familia, ni de mis compañeros, ni de Akiko.
Aquel verano salvé con vida, pero a la vez morí, pues me convertí ―como muchos― en un espectro viviente entre las ruinas de Hiroshima. La gente nos llamó “hibakusha”, nos señalaban con el dedo y nos temían, pues la sombra de la muerte acompañaba nuestros pasos. Sin embargo, nuestro espíritu fuerte, como el de mi padre y como el de mis antepasados nos hizo seguir en pie, aunque por dentro llevemos este profundo desconsuelo, como el del “Concierto de Aranjuez”.

ALEXANDER QUINTERO PRIETO

Las galletas de la Cleo
Constanza sigue paso a paso la receta que observó en la tele el día de ayer. Mezcla con entusiasmo los ingredientes. Observa cómo se anidan, se vuelven una sola esencia. Como resultan en una gran masa afrodisiaca que es suave, flexible, que no es salada pero tampoco dulce. Para su tacto, la mezcla a veces resulta un poco perturbadora, se adhiere a su piel formando pequeños grumos como lunares de estrellas, o como copos de nieve sobre los ventanales de una gran casona olvidada. Cuando el escalofrío sube trepidante por su espalda, sacude vigorosamente sus manos y su cabeza, en un vaivén que recuerda la mezcla entre guacharacas en una serenata vallenata, caderas extasiadas por el mapalé costero y el parkinson de un viejo en etapa de negación. Sus movimientos, casi espasmódicos se calman escuchando la brisa del mar, al colarse por las rejillas y por las persianas; la mezcla de galletas va adquiriendo un sabor más tropical, más a arrecife, a manglar, a puesta de sol y canela.
Moja sus manos y adiciona un poco más de harina a la mezcla, que ahora tiene una consistencia más sólida, más maleable, más resistente al castigo y la beligerancia. El sol de agosto ha tostado su piel hasta el punto de parecer sus brazos, tenazas de un escarabajo dorado; fuertes, castigan el amasijo. Se ejercitan hasta el punto de empezar a perder su feminidad.
Es una mujer portentosa, trabajadora, pero sobre todo amante de la tradición. A pesar de su negado talento en la cocina quiere mantener viva la imagen de su talentosa abuela. Una cocinera innata, madrugadora, la cual solía levantarse desde las cuatro de la mañana, para ayudar a abrir la plaza y comprar los ingredientes de sus pasteles, ponqués y galletas. Faltando un cuarto para la siete, sus deliciosos productos ya estaban en el final de su fino horneado y aromas volátiles como agujas de algodón de azúcar, martirizaban a los primeros comensales que hacían fila frente a su kiosko, antes de que la abuela saliera a la playa a vender sus productos en tiempo cronometrado.
Le parece verse en la playa junto a su abuela, como una pequeña de trenzas, llena de ilusión y desparpajo. Recibiendo la paga de los productos, entregando el vuelto, repitiendo con encanto – gracias por tu compra, que lo disfrutes – Quisiera recibir la última propina entregada con amor por su viejita querida. Sin tener contacto con las monedas y su textura. Tan solo sintiendo el peso en sus bolsillos, luego de que la gran chef los depositara allí, como si se tratara de un gran secreto de estado. –no le digas a nadie amor, que estos pesitos son solo pa´vos.
Aquel verano, su bolsillo pesaba mucho más. Tal vez le había dado unas monedas adicionales. Tal vez fue un descuido de la vieja, que solía cantarle cada vez que dejaba caer las cinco monedas de doscientos pesos: -!Una moneda para la nena, dos por acompañar a la abuela, tres para que se compre canicas, cuatro para un emparedado, cinco para ahorrar al menos un quinto…!- ¿Pesaban las monedas por ser más de cinco, o por tener consigo el peso del destino?-
La abuela hacia crecer el negocio y su sazón ya era conocido en todo el litoral. Compró una bicicleta, pues sus pies, incipientemente reumáticos, estaban cansados de la arena caliente y el salitre de las olas. Así podía entregar, hasta cinco veces más pedidos de lo que entregaría con sus pasos. Su nieta la acompañaba a diario, después de la escuela. Se le escapaba a su madre y se sentaba en el asientico acolchado que le había instalado especialmente para ella; visitando cada cliente, degustando paladares, que ya salivaban cuando escuchaban el pedaleo cansino de la vieja. Terminando todo lo horneado, se devolvían a casa exhaustas, con una gran sonrisa.
Un día la vieja se fue sola, sin su nieta, y no apareció más. Ni su cicla. Y los vecinos, en el funeral -que pedía a gritos el cuerpo-, comentaban entre murmullos odiosos: -le decíamos a doña Cleo que la seguridad estaba difícil con tanto turista y extranjero, que vendiera sólo en la playa pescaito, donde tenía la más selecta clientela, que no comprara la condenada cicla. Donde habrá parado la cicla, donde andará la Cleo. Que no haya sufrido mucho y descance con la madre tierra…-
Constanza ya no es una niña y no hornea galletas para degustar paladares. Se podría decir que las galletas que prepara, no es que sean feas. A veces se pasan de salado, o de esencia, pero más están es pasadas de tristeza, de rabia, de melancolía. Tienen un sabor caustico, añejo, que las hace casi imposibles de consumir para el gusto humano. Su sabor astringente cuenta la historia de su abuela en cada bocado.
En su homenaje, cada verano la lavandera entra en un mutismo condenado. Repasa la receta que vio ayer en la tele, que considera es la más parecida a la de su vieja. Manda al esposo y a los niños a jugar a la playa, para reconectarse con los ingredientes, con la mezcla, con los sabores y las texturas, hasta el punto que se lo permite su poca tolerancia sensorial. Es casi espiritual la costumbre cada verano.
Los niños entran en silencio cuando escuchan el pitito del moderno horno, cuando sienten el aroma a vainilla y lágrimas. Se sientan en la mesa, disimulan el mal sabor de las galletas y piden que les hable de su abuela. Constanza limpia sus últimas lágrimas, reparte las ultimas, casi chamuscadas… Con una gran sonrisa, les cuenta la historia sobre las mejores galletas del mundo, preparadas nunca jamás en la costa, entregadas en una bicicleta…

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16 comentarios en «Aquel verano – miniconcurso de relatos»

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