El eco – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «22». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 18 de agosto!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

Pérdida en lo más profundo de mi ser, me encuentro en este pedregoso terreno de altas montañas coronadas con la flor de «Lis».
El profundo pozo en que me hallo me presta un arma de tres puntas con el fin de que apoyándome en ella salte a la vida.
El eco ha sido mi aliado con su respuesta para fortalecer mi espíritu.
Eco… Eco… Grité desolada.
De nuevo su respuesta, produce en mí el deseo de seguir viviendo.

CARLOS TABOADA

EL DESTINO
Los cuatro jinetes, sedientos de religión, guerra, hambruna y muerte, subieron, hace horas, por la ladera oculta de la montaña hasta asomar la cabeza por el pico. Cada uno de ellos porta un collar que sostiene el símbolo asignado: el destino encomendado para la humanidad. El primer jinete, con su caballo blanco, exhibe una llave de oro que representa el poder espiritual de la Iglesia. El segundo caballo rojo, es montado por un jinete que muestra una larga y afilada espada de color fuego. El tercer jinete, con su caballo negro, despliega una balanza manipulada para que la pluma pese más que la piedra. Y el último jinete, con su caballo amarillo, ostenta una vara de Asclepio, donde una serpiente sacrificada beneficiará la salud de los mortales. Los jinetes, así como sus caballos, sonríen: en la lejanía, una ciudad conceptual, politizada y sumisa, sucumbiría. Desde la cumbre, victoriosos, exhalaron un devastador eco apocalíptico que se encaminó hacia la población.
Muy pocas personas reconocieron el sonido de aquel eco. ¡No podía ser de otra forma! La mayoría encendió la televisión. En ese túnel quedarían atrapadas todas las almas, y, con el tiempo, se extinguirían como el humo de un fósforo, inoloro al cabo de segundos. Por ello, nunca viajarían por entre las hojas de la naturaleza, ni se refrescarían con la corriente del río ni arrancarían con furia la maleza. Nunca serían un viento libre. Pero las almas de los rebeldes sí danzarían. Están destinadas a llevar semillas a la tierra y a mecer hojas secas para protegerlas y cubrirlas, para eclosionarlas en la oscuridad. Bajo las semillas, los rebeldes soplarían nubes de agua, acicalando con truenos la indolencia y la maldad. Los troncos se engrandecerían y sus frutos conquistarían.
Con muchas más parábolas, desperté. Era un niño. Uno de ellos que no buscaba la protección de un adulto, sino uno que deseaba experimentar. Como consecuencia, conocí las mentiras, manipulaciones, rencores, odios y envidias. Pero el alma de mi madre siempre me envolvió y decliné por lo opuesto. Me pareció más divertido. Me daba más juego. Desde niño, preferí el amor, la entrega, la compasión. Mis amigos eran los animales y los árboles. Con los primeros aprendí que el viaje en compañía suele ser corto, y con los segundos supe que, sin ellos, nunca sobreviviríamos. Recuerdo un día especial, mientras jugaba con canicas bajo las enormes ramas de un imponente roble. El árbol me golpeó ligeramente con el brote más bajo y me habló y… ¡menos mal que lo anoté en la tierra! A esa edad, sólo entendí la mitad. Me dijo: «Quien ve crecer un árbol, dispone de alma. Quien nunca planta, será mortal. La trascendencia es el foco de la reencarnación evolutiva, y la apatía es la lápida de la consciencia».
Con el eco de los cuatro jinetes trotando ladera abajo, desperté. Ahora soy viejo. La barba blanca sigue creciendo. La piel se arruga. El color de ojos se aclara. El otoño se acerca. Mis queridos árboles continúan ascendiendo y dando frutos. Hoy, tomaré una infusión con alguna de sus hojas.

ALBERTO MEDINA MOYA

Aquel día hice lo que no hacía nunca: paré ante un mendigo sentado en la acera y le eché un euro en la cajita que tenía a sus pies. Luego seguí mi camino hacia la biblioteca, pero al llegar y abrir mi mochila me di cuenta de que había olvidado meter uno de los libros que debía devolver. Frustrado por verme obligado a volver otro día, decidí dar un paseo por un parque cercano. Cuando me disponía a cruzar la calle vi a una ancianita de torpes andares que parecía apurada. Le ofrecí mi ayuda y la llevé agarrada de mi brazo mientras cruzábamos lentamente el paso de peatones. Gracias hijo, musitó cuando llegamos. Poco después entré en el parque, y tras un buen paseo me senté en un banco. Saqué el móvil para enviar un wasap, pero hizo algo extraño y se apagó. Intenté encenderlo inútilmente, y temiendo lo peor fui a llevarlo a una tienda cercana. Cuando iba llegando eché mano de mi cartera y descubrí alarmado que no la llevaba, a pesar de recordar habérmela guardado al salir de la biblioteca. Concluí que ya era suficiente. Lo primero que hice al volver a casa fue arrojar mi mochila; después saqué el martillo de la caja de herramientas de mi padre, y por último fui a la cocina a por la taza de mi hermana con esa estúpida frase: “La vida es como un eco, lo que das, recibes.”


FÉLIX MÉLENDEZ

LOS OJOS CLAVADOS, mirando al cielo.
Sobre el fondo profundo y negro de un pozo, gotea el paulatino sonido de una gota. Gota a gota, y su eco; manando, supurando de la pared sedosa, húmeda y verde, cuelga y descuelga la canción triste del día a día, un cántico, un susurro indescifrable entre el tumultuoso ruido de ecos superpuestos, desplomado, es una conversación de aguas y sonidos, casi un rosario de exclamaciones perdido en las cataratas del fondo. Se cuela por los sentidos. Cayendo al final , como una cascada, desde lo alto, una débil cadena de plata brillante se desplaza en las paredes, por las rocas con el juego intermitente del eco se desliza, de piedra a piedra, de momento en momento.
El sonido fluye en la oscuridad del tiempo. La sensación de claustrofobia va poco a poco mermando los músculos, agarrotados, el frío, la humedad se está posando sobre los huesos, mientras el ruido del corazón bombea en los oídos, como una olla a presión sobre el pecho, que va a explotar en cualquier momento el interminable eco, de las gotitas del techo.
En un rincón donde hay una piedra sin agua, dos ojos encendidos, redondos, clavados, miran el brocal del pozo llenos de angustiados lamentos, desde lo alto luce, un trozo de cielo. La esperanza permanece alta, la esperanza de poder salir de allí, casi ha sucumbido en el intento. La garganta está seca ya no produce saliva, ni ruido, las voces se agotaron, se extinguieron hace varios días, poco a poco, se callaron para siempre los esfuerzos y los gritos. Ahora sólo queda hambre y miedo. Se retuercen las tripas con un eco doloroso, lastimero pidiendo ayuda nace un último ladrido al cielo. Un ladrido oscuro casi un silbido, el lamento de un perro herido. Un animal medio muerto que espera en silencio a su dueño, que lo tiró sólo por ser viejo. Y ya no puede cazar conejos.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Ero, ero, ero gritaba el eco de la cueva tras decirte te quiero.
Amo, amo , amo se escuchaba el eco tras decirte te amo.
Idem,idem, idem replicaba el eco de la cueva que sabía latín, ya que iem de yo también no me lo acepta el corrector y menos tres veces.
Tras cruzar la cueva y encontrarnos cara a cara los dos nos fundimos en un abrazo interminable y comenzamos a besarnos y a….
Eso es mentira, eso es mentira, eso es mentira replicó el eco de la cueva al escuchar el principio de mi historia, dejándola así inconclusa y dándole un toque de humor gracias a la inspiración de la canción del grupo de rock musical los mojinos escozios.

GUILLERMO ARQUILLOS

LAS VOCES
—¿Y has oído muchas veces esas órdenes en tu cabeza?
—Las oigo desde que era un niño. Hace una semana o así volví a oír que me mandaban que actuase rápido.
Le dolían las esposas. Tenía las muñecas demasiado grandes para lo apretadas que se las habían puesto. El aire acondicionado era una mierda, una mierda ruidosa.
«Vaya asco de comisaría», pensó. «Ser policía es de gilipollas. Ganan cuatro perras, se juegan la vida con gente como yo y trabajan en establos como este».
El comisario en persona llevaba la investigación. El crimen era demasiado sangriento y morboso. Miró a los ojos de Charlie: era un puto crío universitario, un chaval que había cortado el cuerpo de un desconocido hasta dejar trozos del tamaño de un paquete de tabaco; un aquelarre de sangre. Y, ahora, estaba allí, tan tranquilo, como si nunca hubiera hecho nada malo.
Algo le decía al comisario que Charlie mentía, que no oía ninguna voz; que era un asesinato premeditado, pero no sabía decir qué es lo que le sugería aquello.
—Y, cuando oíste esa voz…
—… el miércoles pasado —puntualizó el chico.
—Y, cuando oíste esa voz el miércoles pasado, ¿qué es lo que hiciste?
Le clavó la mirada en los ojos. Quería leer en su alma si mentía.
—Me pilló por la calle, al lado de casa. Empecé a oír las voces, las mismas que me dijeron que matara al gato, ya se lo he dicho, solo que esta vez eran más fuertes. Tuve miedo. Me subí a casa y encendí el ordenador…
—Estudias informática, ¿verdad?
—Sí, voy a acabar ya. Me queda terminar cuarto y el TFG.
Se fijó en que el comisario no parpadeaba, mirando su rostro. Hubo un leve temblor en su mano derecha, se dominó y continuó hablando:
—Pues encendí el ordenador y me puse a jugar al Kill or die. Aquello me calmó. Es un juego muy violento.
—¿Y eres bueno en ese juego?
—Muuuy bueno —sonrió.
El comisario se levantó y salió al pasillo. Desde detrás del cristal podía ver sus reacciones.
Era mucho más grande que la silla. La mesa y las esposas también resultaban pequeñas para sus casi dos metros y sus ciento veinte o ciento treinta kilos.
«Si te da una hostia con la mano abierta, la cabeza te da una vuelta. El muchachito de los cojones es un gigante», se dijo.
—Así que usted puede certificar que padece esquizofrenia desde la pubertad —le dijo al doctor, que estaba mirando en el pasillo junto a varios agentes.
—Sí. Charlie es un esquizofrénico. Oye ecos en su cabeza, voces que le ordenan, a veces, hacer el mal, destrozar cosas, matar animales, incendiar contenedores…
—… y asesinar.
—Lo de matar a la gente es nuevo —dijo el psiquiatra.
El comisario se le quedó mirando. El pasillo era frío y se había colado la humedad de la tormenta de primera hora de la tarde. Tembló. No sabría decir si era por el frío o por recordar lo que había hecho el dulce chaval.
—¿Ha hablado usted con su paciente?
—Hace unos quince días o así que lo vi por última vez.
—¿Y cómo es que nos está revelando usted su enfermedad si no tiene su autorización? ¿No tienen ustedes obligación de guardar secreto profesional como si fueran curas que los oyen en confesión?
El doctor sacó unos folios de una carpeta. Era evidente que traía aquello preparado porque estaba seguro de que se lo iban a preguntar. El comisario leyó muy rápido. Pasó solo un minuto.
—Así que el paciente le ordenó que revelara su enfermedad y diera detalles a la autoridad si era necesario…
El psiquiatra asentía y sonreía.
—… hace tres años… curioso. Este papel tiene fecha de hace tres años.
—Sí. Es cuando Charlie empezó a pasar consulta conmigo. ¿Sabe? Heredó de su madre. Al morir ella, se debió terminar descontrolando su esquizofrenia. Dice que las voces estaban ahí desde que era un chaval, pero que las controlaba.
El comisario guardó silencio, pensativo. Dirigió su mirada al acusado, al otro lado del cristal. Todos los que estaban en el pasillo miraron al muchacho.
Charlie, desde dentro, se imaginaba que detrás del espejo habría unas cinco o seis personas, entre polis y médicos. Seguro que habían llamado a su psiquiatra.
Sonrió.
«Dinero bien invertido. El cabrón del psiquiatra es un sacacuartos. Tres años pagando consultas para llegar aquí. Pero yo no podía permitir que ese hijo de puta siguiera tan pancho. Lo he hecho bien, siempre tendré la excusa de que estoy como una cabra y todo se quedará en unos cuantos años en un psiquiátrico. Hasta terminaré un par de máster a distancia.
»No podía consentir que te quedaras tan tranquilo después de haberme violado tantas veces. Hasta mi madre estaba de acuerdo en lo que me hacías, la muy cabrona. Una cosa es que fuerais amantes y otra distinta es que abusases de su hijo, mamonazo…».
Detrás del espejo, un agente, sudando y respirando entrecortadamente, se acercó al comisario:
—Señor, hemos encontrado una relación entre la víctima y el acusado. No era un desconocido.
Le dio un folio al superior. Este lo leyó muy rápido, sonrió y dijo:
—Sí. Esto lo cambia todo: conoce al hombre que ha asesinado. Si nos ha mentido en esto, creo que nos ha mentido en todo lo que le haya salido de los huevos.
Miró al psiquiatra:
—Pienso que su angelito lo ha hecho todo a sangre fría. Es un maldito cabrón y vamos a demostrárselo.
Charlie, en la sala de interrogatorios, seguía sonriendo.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

LA INCREIBLE Y FASCINANTE HISTORIA DEL HOMBRE QUE NO PODÍA PARAR DE HABLAR
Como cada mañana durante los últimos setenta años, se plantó frente a la montaña, cogió aire y acto seguido, sin previo aviso, se desgañitó frente a las rocas, a la espera de lo que él consideraba una divertida respuesta:
— ¿Qué tal está hoy Pascual?
Rompiendo el silencio y la soledad de la naturaleza, Pascual hacía resonar esta y otras frases similares siguiendo un ritual que se repetía día tras día, sin falta, aproximadamente a la misma hora. Las bandadas de aves huían despavoridas, al tiempo que su rostro resplandecía con una luz especial cada vez que formulaba sus preguntas al aire, con una mezcla de orgullo y satisfacción.
Pascual era una persona que gustaba de escucharse a sí mismo. Su entusiasmo se volvía absoluto cuando el eco le devolvía la respuesta. Una respuesta consistente en una amalgama de palabras entrecortadas y difíciles de distinguir, pero que a él le sonaban a música celestial:
— Pascual, cual, cual, ual, ual…
El eco era el único que conseguía mantenerlo callado mientras él se deleitaba durante unos segundos con los ojos cerrados, escuchando sus propias palabras, amortiguadas y repetitivas, trazando el camino de vuelta a sus oídos.
Pascual era un ser considerablemente peculiar. No dejaba indiferente. Siempre tenía una historia, una anécdota, un consejo… algo que contar. Interesante o no. En ocasiones se erigía en el más acérrimo enemigo del aburrimiento, manteniendo en estado de absorción a todos cuantos tenían la buena o mala fortuna de caer atrapados bajo el influjo de su órbita. Pero en otras ocasiones, por desgracia la mayoría, resultaba ser un verdadero provocador de cansancios y cefaleas. Un auténtico martillo pilón.
Aquel hombre no solo hablaba por los codos. También lo hacía por las rodillas, los tobillos y por cada una de las articulaciones de su maltrecho cuerpo, ya entrado en años. Su volumen es lo único que había conseguido permanecer intacto, desafiando el paso del tiempo. Había quien aseguraba haberlo escuchado hablar incluso debajo del agua. La capacidad del habla permanente, también conocida como verborrea crónica incontenible, era un don particular con el que Pascual había sido agraciado, igual que quien es capaz de tocarse la nariz con la punta de la lengua o morderse el dedo gordo del pie. La leyenda de semejante azote de tímpanos había nacido en el preciso instante en que la criatura emergiera de las entrañas de su madre, emitiendo un llanto desgarrador que ya hacía presagiar todo lo que vendría después. Ese fue el origen de todo. Después ya no pudo (o no supo) parar.
Pascual ya había nacido con el potenciómetro roto. Hablaba sin volumen, control ni conocimientos. Hablaba por la mañana, por la tarde, por la noche y entre sueños. Durante toda su vida fue objeto de estudio de otorrinos y foniatras, asombrados ante tal singularidad humana. Incluso había sido objeto de numerosas tesis doctorales en las que se recogían los diferentes aspectos de interés de semejante portento sonoro engendrado por la naturaleza. El tamaño de su glotis solo era comparable al de sus descomunales pulmones. Sus cuerdas vocales parecían sogas de amarre, su cuerpo era la caja de resonancia perfecta y su lengua el mejor músculo jamás diseñado, capaz de permanecer incansable durante horas y de generar un arco iris de tonalidades vocales y giros lingüísticos jamás visto en una sola persona. Pascual era un autentico altavoz con piernas, un artesano del sonido. Si Frank Sinatra hubiese llegado a conocerlo, habría huido en el acto, raudo y veloz, con la autoestima por los suelos y el rabo entre las piernas. Aquella sí que era “la voz”, sin lugar a dudas, y no el americano.
Pascual era pregonero de profesión. Los escasos segundos que dedicaba a tocar la trompetilla eran los únicos que su voz descansaba. Después, la onda expansiva retomaba su fuerza habitual y aquella inundación sonora volvía a arrastrar de nuevo todo cuanto encontraba a su paso. Pero además de pregonero, también era cantante, en las fiestas del pueblo y los guateques de fin de semana, cuentacuentos en la escuela rural, locutor de radio en la emisora comarcal y en sus escasos ratos muertos, a cambio de unas monedas te recitaba unos versos acerca de unas golondrinas oscuras o de un barco pirata repleto de cañones por los cuatro costados.
Pero todo en esta vida tiene un final. Y llegó la hora en la que a Pascual se le acabaron las palabras, las frases y los párrafos. Llegó el día en el que el eco dejó de responderle por las mañanas frente a la montaña. Esa fría y lluviosa mañana el pueblo entero, sin excepciones, permaneció en el más absoluto de los silencios, en pie alrededor de la enorme lápida de mármol blanco, aguantando lágrimas y desbordando respeto. Sobre la losa rezaba el siguiente epitafio:
“Aquí calla para siempre Pascual, “el mudo”. Ilustre y singular vecino. Hombre de no pocas palabras a quien solo el eco consiguió doblegar. Incansable orador y transmisor de historias. Descanse en paz, la misma que dejará para siempre entre nosotros”.

NEUS SINTES

Todavía resuena en mi mente, el grito de Verónica, que el eco me hizo llegar a mis oídos. Intenté no mirar atrás, cuando mi nombre pronunció. A pesar de querer girarme, sabía que no debía. Demasiado daño había hecho para sanar las heridas que en su corazón habían quedado, impregnadas como si de pequeños fragmentos de cristales se tratasen.
-David, David, David… – el eco me castigó. – Haciendo recordar cada noche, la voz de Verónica, llamándome, desde la lejanía.
Ha pasado un mes desde mi partida. Dos meses, tal vez. No lo sé. He perdido la noción del tiempo. A las montañas me he ido a vivir, en una humilde cabaña. Me he puesto a meditar, sobre lo que hice mal y debo hacer correcto.

ARITZ SANCHO MAURI

El eco es sombra de tus acciones
Encendida está la hoguera
lumbre que no se apaga,
esmeralda la frontera,
como empuñadura de maga.
Olas de sonido cualquiera,
explotan cómo campana,
silban en mi sesera,
sueños entre tu daga.
Opacan a tu sordera,
muchas entre semana,
buscas a la cordera,
reencontrarse la lana.
Aparta como si no existiera,
dibújame una manzana,
eco que tu fruto traéra,
trazado por una sultana.
Úneme solo a tu vera,
sitúame, reverbera.
Acaba ya, sé humana,
crécete, sé más tirana.
Coréale a quien quieras,
insúltame, hazte trincheras,
o suéltame mis cadenas.
Núbil como la mañana,
elenco de porcelana,
suave, sé mi villana.

GABRIELA INÉS COLACCINI

Camino circular
Decidió herir.
Usó armas impiadosas,
palabras de doble filo,
ojos apáticos,
caricias actuadas.
Creyó que sus acciones
serían un viaje de ida
con dentino en los demás.
El tiempo
continuó su andar silencioso.
El cretino
continuó su andar miserable
sin sospechar que,
como un eco,
todo se repetiría
en un viaje de vuelta
con destino en él.

DANI GALLEGO ALEMÁN

El eco, el eco de qué?, el eco de mí?, de cuándo?, de donde?. El eco de tí, de ayer?, de hoy?. El eco de quién?, de qué?.
Mi eco seguiría haciendo daño si lo hice, y lo hice. Seguiría haciendo bien y lo hice también. Y seguiría , haciendo o deshaciendo. Pero ya no sería yo, sería mi eco.
Yo intento no hacer daño dónde hice y también intento compensar, allanar, rebajar… mis errores, muchos y dónde no estoy seguro no entro.
Pero el eco entra y rebota y sale y entra. Y rebota y sale y entra y rebota saliendo y entrando conforme sale. Yo, no hago más que apartarme y reboto sin entrar debajo de una caja, y claro, conforme reboto «me se» encoge el alma.
Joder!!!, porque no me gusta rebotar, no me gusta el eco, por qué repetir lo que claro está?. Por qué incidir?
A mí me gusta estar tranquilo, no hacer daño, cantar, pensar que no lo he hecho, sentir, llorar, pedir perdón por lo que hiciera y dejé de pensar, grabar, cantando, canciones, gritar, dormir, dormir bien y soñar. Me gusta soñar, pero de verdad, no soñar de «mi sueño es ser millonario», no!!!, soñar durmiendo, de verdad, sin ecos. Y sueño, sueño mucho. Cosas buenas, muy buenas, y cosas malas, pero malas, malas, malas…
Y cuando sueño, sabiendo que sueño, intento volar y vuelo y arriba, bien arriba chillo, grito fuerte y no hay eco, sin respuesta, solo el grito, el mío, mi grito, arriba, bien arriba.

EL FARO

No tuve madre, ya no tengo padre..ni un solo amor enteramente mío.
Nada me pertenece..
solo la palabra que sale como un silbido entre los dientes para salvarme del desarraigo, del exilio de la ternura.
Vine humano; con el género predestinado. Dócil y virgen en la pureza del silencio.
Leyendo.
Porque era certero lo que entraba; cuando ya de por sí era confuso lo que salía.
No había quien escuchara.
La lengua mía (castellana) que pegaba en el paladar y chocaba..transformaba el aire.
Como sabrás de mí si no te cuento?
Me perderé.
Tira la línea el pescador con la carnada inteligente para atrapar los peces; así anda de pesca mi palabra con un bote sencillo de roble, con juntas empapadas en brea para que no entre el agua.
Mojarrita o bagre bigotudo que se vuelve a tirar al rio.
Mirame!
mientras te habla mi boca.Te estoy convenciendo.
La palabra me define; no soy más que un abecedario de letras conocidas por todos y que mezclo hasta el hartazgo para que me escuchen.
No grito todavía.. un día llegará el cuerno vikingo que te dirá que te necesito. Y el Eco! Que golpeará y golpeará hasta que escuches..
Aquí.
abrazándome en la despedida.
Ven.
No cometas el error visceral de no escuchar (yo lo he cometido)
Quieres saber de mí ?
Lee.

RAQUEL LÓPEZ

Tu nombre en mi alma resuena
llegando sigiloso a mis oídos
en un vaivén de olas pasajeras,
acompasado en un rítmico sonido.
Tu voz me devuelve el viento
entre un mar calmado y bravío,
en encaje de espuma y bruma blanca
brillante y rozando el infinito.
La soledad te atrapa hasta la orilla
cercandote y lanzándote al vacío,
en tus azules aguas de sirenas
que cantan mientras estás adormecido.
Ante esa inmensidad abismal,
encuentro inspiración en mi poema
¡ Quién sabe el mar! ¿ Que me traerá?
el eco será quién me responda….

EFRAIN DÍAZ

Considerado una de las maravillas de la naturaleza, el valle de Viñales en Cuba, es también conocido como el valle de los ecos.
Sus impresionantes mogotes estratégicamente localizados, reproducen la voz casi hasta el infinito.
Es parada obligada de cuanto turista visita Cuba. Por supuesto, fue visita obligada cuando por causas del destino, viví en la tierra de Hatuey y Martí allá para 1994.
La excursión salió temprano. El trayecto de tres horas era por una estrecha y angosta carretera, reducida a partes en brea y partes en tierra. El valle era inmenso y tomaría tiempo verlo.
Me moría de ganas por comprobar la leyenda del valle de los ecos. Siempre he sentido fascinación por ese efecto del sonido.
Luego de un viaje algo incómodo, llegamos a Viñales. Al valle de los ecos. Enorme e imponente, comenzamos a caminar. De nada sirve gritar del estacionamiento. El guía nos condujo por un sendero de tierra. Tuvimos la magnífica oportunidad de contemplar toda la belleza natural que comprende el valle.
Luego de unos cuarenta y cinco minutos caminando, llegamos a un punto donde los mogotes parecen gigantes de tierra y te pierdes entre ellos.
Fue en ese punto cuando el guía pidió silencio y fuertemente gritó “revolución”. Pudimos escuchar el eco de la palabra revolución perderse entre los mogotes hasta el infinito. Fue impresionante.
El guía nos instó a gritar uno a uno para escuchar nuestro eco. Pedro alzó la mano y gritó su nombre. Todos escuchamos “pedro, pedro, edro, edro, edro, dro” hasta perderse entre los mogotes.
Luego Inés gritó “Dios” y escuchamos igualmente el eco perderse en el valle.
Lourdes gritó la palabra “libertad”, cosa que no fue del agrado del guía, que era férreo comunista de línea dura. Hizo una mueca desagradable, pero se contuvo, pues siendo Inés turista, no era mucho lo que el guía podía hacer. Igualmente escuchamos como la libertad se perdía en el valle y entre los mogotes.
Alejandro, que había demostrado ser un bromista hijo de puta, gritó la palabra “carne”. El valle de los ecos guardó silencio. Por primera bez su eco no se escuchó y todos, hasta el guía nos quedamos atónitos, sorprendidos. Noté que el guía tragó gordo. Algo guardaba que no quería decir.
Nuevamente Alejandro gritó con todas sus fuerzas “carne” y el eco resonó por todo el valle “donde, donde, donde, onde, onde”.

FERNANDO RIERA

«Ecos del ayer».
Hay recuerdos de mi pasado que me confunden. Y tengo que volver a ellos… O son ellos los qué vuelven a mi?
Era tan sólo un crío cuando durante varios años veraneabamos con la familia de mi padre en una masía, situada a bastantes kilómetros de la ciudad. Los recuerdos de entonces son muy entrañables, pero también muy vaporosos y llenos de misterio.
Entonces, salía con mis primos a jugar más allá de la masía, por los bosques de pinos y caminos cercanos, pero por nuestra corta edad, siempre acompañados de los padres.
Había allí cerca un lugar singular al que acostumbrabamos a acercarnos, y es el que más fuerte se a grabado en mí memoria. Se trataba de una cantera. Ya entonces en desuso y abandonada.
Esa tarde, mi primo y yo rompimos la norma, y salimos de la masía solos, y sin que nuestros padres lo supieran. Quizás porqué se acababa el verano, y era uno de los últimos días en la masía… Y fuimos a la cantera.
Después de merodear un rato por el lugar, finalmente nos sentamos en el suelo, cansados. E iniciamos el acostumbrado ritual de gritos.
-Hola!! -gritó con fuerza mi primo.
-Hola! -contestó la cantera.
Aún nos hacia gracia, después de varios años y tantas veces que habíamos oído el eco de nuestras voces en aquellas rocas, pero repitamos la experiencia, casi cómo si fuera el primer día. -Hola!! -grité yo.
-Hola! -contestó el eco.
-Estúpido!! -gritó mi primo.
-Estúpido -devolvió el eco.
-Ja, ja, ja!
-Je, je, je! -nos reímos.
Imposible olvidar el efecto que nos causó el oír nuestras voces por primera vez, repetidas en aquel lugar muerto. Y pasado el tiempo, aquel fenómeno, no había perdido ni un ápice de su misterio. Allí, en aquel silencio embriagador de la naturaleza, aquel eco seguía siendo casi una experiencia mística.
-Vámonos, de prisa! Nos estarán buscando! -exclamó de pronto mi primo, levantándose e iniciando la marcha.
El sol se estaba poniendo.
Su luz crepuscular acechaba el lugar.
Yo también me había levantado. Mi primo ya se había marchado, y yo estuve a punto de ir tras él, pero me detuve.Y me giré hacia la cantera, nuevamente, y por última vez.
Y después de unos segundos, grite:
-Adiós!!! -con todas mis fuerzas.
Pero no huvo contestación.
Os podéis imaginar el escalofrío que recorrió mi cuerpo…?
Esperé unos segundos más, ahí petrificado.
Pero era una anormal espera.
Sabía que pasado aquel tiempo, el eco ya no me iba a contestar.
Si lo hubiese hecho, habría salido corriendo cómo alma que lleva el diablo.
Mientras, mí corazón golpeaba con fuerza en el pecho.
Pero a pesar de estar aterrorizado, sentí también un gran dolor, un gran peso que hizo entristecerme.
Porqué la cantera no me había contestado? Necesitaba una respuesta. Pero jamás la huvo. Entonces, mi primo gritó mi nombre. Lo que sirvió para hacerme reaccionar.
Salí corriendo de aquel lugar, para no volver jamás.

JUAN JOSÉ SERRANO PICADIZO

«Miedo onírico»
A punto de irme a la cama, como de costumbre, permanecía un instante asomado a mi ventana y observando el oscuro bosque que se situaba a tan solo unos pocos metros de mi hogar. Nunca experimenté el miedo, pero aquel lugar me producía una inquietud enorme y a través de mi imaginación, soñaba con criaturas monstruosas, fantásticas y como era de esperar, con algún que otro siniestro fantasma o ser del bajo mundo. Para inyectarme un poco más de ese extraño éxtasis de creatividad ficticia en la que me encontraba imbuido, buscaba un buen libro de mi autor favorito, «Lovecraft» y devoraba página por página hasta quedar profundamente dormido.
No recuerdo bien que fue lo que me despertó a esa hora tan misteriosa como son las 3:33, pero sentía un ligero impulso por volver a mirar por mi ventana para esta vez, distinguir entre la espesura del bosque, una luz brillante que curiosamente me atraía con una vocecita repentina que emanaba de mi interior y así como hechizado captó toda mi atención. Agarré en silencio una humilde lamparilla que había guardado en un estante y sin perder tiempo, caminé por un pequeño sendero bajo la fría y oscura noche hasta llegar junto al bosque. La voz, que de forma inexplicable se acentuaba mucho más, podía escucharla intensamente en forma de eco repetitivo que como el frágil humo se expandía desde el interior hasta las afueras del bosque. Atravesé la espesura sin pensarlo, abstraído por la pequeña voz que, inexplicablemente, descubrí, provenía de un árbol gigante y mustio, que parecía estar pidiendo ayuda a gritos antes de terminar marchito del todo y encontrar sin remedio la muerte. Absorto, me acerqué para tener tacto con la arrugada corteza que por algunos lados tenía grandes protuberancias y sin siquiera darme cuenta, terminé siendo absorbido hasta su interior. Intenté luchar por salir y deshacerme de las fauces de aquel monstruo, que terminó por tragarme por completo hasta caer por un escurridizo túnel que conducía hasta una réplica exacta de mi casa. Allí desperté de nuevo, por el intenso golpeteo de una mano fantasma que frenéticamente tocaba a mi ventana.
Eran las 3:33 de la madrugada; es lo que pude distinguir en el reloj de pared desde el otro lado del vidrio. Sin darme cuenta, miraba desde los ojos de aquel oscuro árbol y observaba entre la penumbra, la humilde luz que desprendía mi habitación a través de la ventana. Estático, y con una extraña mirada, aprecié una sombra que de forma penetrante acechaba tras la transparencia del cristal, y, como siguiendo un diario patrón, terminó ocupando mi cama.
Desperté, de nuevo eran las 3:33; sudado y nervioso en mi cama, pero esta vez no me atreví a mirar por la ventana.

JACINTO FERNÁNDEZ LOMBARDO

ECOS EN LA CATEDRAL
Es la hora. El sacristán sale por una puerta oscura chirriante e inicia su caminar lento sin levantar la suela de los zapatos del mármol blanco y negro, como un peón solitario deslizándose por un enorme tablero de ajedrez. De forma autómata comienza a apagar los cirios y velas de los altares que permanecen encendidos.Tras comprobar que no queda nadie en el interior y cerrar las puertas de acceso, se dirige a la nave lateral donde le mira atentamente el vigilante de la exposición de arte suntuario que fue inaugurada por la mañana. Le sigue hasta la puerta pequeña, el sacristán se gira y le da las buenas noches mientras le entrega la llave. Después sale al aire frío de la plaza. El vigilante echa las dos vueltas y vuelve mirando al frente y a los lados, a la profundidad de la noche encerrada entre los muros de piedra y las altísimas vidrieras sin luz. Ya en la zona de exposición, mira de nuevo a su derredor y apaga las luces de los focos. Le impresiona el eco del chasquido del interruptor, el filamento de los focos tornándose rojos antes de apagarse y el enorme vacío negro que lo envuelve todo. Vuelve rápido a su mesa, donde aguarda un flexo y un brasero encendidos. Se asegura de tener la linterna y el walkie-talkie a mano.
No había pasado ni diez minutos cuando oye el eco de un murmullo lejano que parece venir del otro lado del crucero. Se pone de pie y agudiza el oído. Solo escucha los latidos de su corazón que le golpean el pecho por dentro. De pronto, el sonido de unos pies que corretean y la carcajada de un niño le hielan la sangre. Reacciona enfocando la linterna nerviosa a un lado y otro de la nave profunda. Sus ojos se detienen en una figura infantil con camisa blanca que cruza veloz y se interna en el coro. Se queda paralizado. Piensa que tiene que hacer algo, que tiene que pedir ayuda. Toma el walkie-talkie, acciona una tecla y dice algo. No obtiene respuesta. Los segundos de espera se le hacen eternos. Vuelve a intentarlo. En ese momento, el sonido que sale de las tubos del órgano cristaliza el aire de sus pulmones. El eco de las notas musicales rebota en las bóvedas y cae al suelo como fardos pesados. El vigilante corre hacia la puerta. Se busca la llave en los bolsillos. No la tiene. Recuerda que la dejó sobre la mesa. Golpea la puerta con la mano abierta, por si alguien de fuera pudiera auxiliarle. El eco de las palmadas contra la madera retumba en cada una de las capillas y se repite monótono, como la letanía del rosario. Un eco diferente parece provenir del subsuelo de la nave central, donde están los enterramientos de prelados y obispos. Desesperado corre hasta la mesa, se le enredan los pies y cae sobre ella. El flexo se estrella en el suelo y se rompe, las faldillas comienzan a arder entre el brasero. En un acto reflejo consigue retirar la ropa y la lanza en medio de la nave, donde no hay peligro de incendio. El órgano enmudece tras el re sostenido. Ya con la llave en la mano el vigilante se dirige raudo hasta la puerta y, sin mirar atrás, sale corriendo hasta perderse por una de callejuelas adyacentes a la plaza de Santa María.
El sacristán, a la mañana siguiente, explicó al comisario de la exposición que se trata solo de una leyenda, de algo que dicen que pasó hace más de un siglo, pero que no es nada cierto.
Sin embargo, el vigilante se negó a pasar una noche más en aquel lugar. Aún hoy, después de numerosas terapias, afirma que le persiguen los ecos de la catedral.

IRENE ADLER

RABIA
Provincia de Mongala.
Zaire. Octubre de 1976.
Desembarcamos en Bumba después de un viaje extraño, tenso y corto desde Kinshasa.
Extraño porque desde el mismo momento en que el doctor Piot recibió el paquete en el laboratorio del Instituto de Medicina Tropical de Amberes, supimos que nos enfrentábamos a algo grande.
Tenso, porque al miedo se imponía la expectación de la caza.
Corto, porque viajamos al norte de Zaire en hidroavión, no por el río.
Íbamos tras el fantasma del Marburgo, y el doctor Piot nos asignó la cuadrícula 708-710 NNO. Unos doscientos kilómetros a lo largo del río Ébola. Poblados dispersos, caminos de tierra, selva tropical y profundos terraplenes que morían en las orillas espesas del río. Nuestra prioridad aquí es la detección de casos de fiebre hemorrágica; la cuarentena de los lugares infectados; el traslado de enfermos a Kinshasa. El doctor Piot insiste en la contención del virus hasta que sepamos algo más sobre él. Es una variante resistente y nueva del Marburgo y aquí la gente se mueve de manera errática: en busca de agua, para ir a los mercados o huyendo de las guerrillas. Un flujo constante e impredecible de personas a lo largo de cientos de kilómetros. Nils y yo, en los asientos inestables del Land Rover que Matumba conduce como un loco, nos preguntamos cómo se contiene algo así, en un lugar como éste.
Matumba es sargento en la prefectura de Mongala. Tiene una sonrisa amplia, un francés gutural y sonoro, y un kalashnikov que ha debido ver más muertos que nosotros. Vamos a Egande, la primera de las treinta aldeas que se encuentran en nuestra cuadrícula. Hace calor y la humedad es infernal. Matumba hace chistes sobre el hombre blanco, sobre el calor y sobre las mujeres. Chistes malos o chistes verdes. Nils sonríe con indulgencia sin apartar los ojos de la ventanilla. Yo lo escucho a intervalos, como si fuera una emisora de radio. En alguna curva demasiado cerrada, que Matumba toma como si estuviera borracho, me pregunto qué demonios hacemos aquí. Por qué razón nos ofrecimos voluntarios al doctor Piot, si sólo somos estudiantes de posgrado. Por qué África ejerce ésta insólita fascinación sobre nosotros. No sabemos nada de éste virus y muy poco del Marburgo. El hospital decente más cercano está en Kinshasa, a casi 1000 kilómetros al sur. La vida aquí no vale nada, da igual de qué color tengas la piel o el pasaporte. La Naturaleza sigue siendo el único Dios relevante en África.
Cuando llegamos a Egande, nos impresiona el silencio. Son apenas cuatro chozas levantadas en un claro, con un pequeño aprisco donde languidecen un puñado de cabras. Notamos el olor ácido de la putrefacción en el aire nada más bajar del coche. Sangre que se pudre rápido a 37° y una humedad relativa del 80%. Mucha sangre.
Me cuelgo la Pentax al cuello, porque todo lo que no podamos salvar, hay que documentarlo. Veo a Matumba comprobar el cargador del fusil y a Nils perderse en la penumbra de la primera cabaña, y cediendo a un impulso atávico, estúpido y sentimental, hago una foto de su nuca tensa y su espalda cubierta de manchas negras de sudor. Llevamos casados tres años. Mirándolo a través del visor, mientras el obturador se abre adaptándose a la luz cenital e intensa, soy dolorosamente consciente de cuánto le quiero. De por qué. Y hasta dónde.
El silencio que envuelve la aldea es como una advertencia o un presagio. Hay cadáveres en todas las chozas, familias enteras postradas en un largo rigor mortis. Nils examina los cuerpos. Yo hago fotografías. Matumba espera afuera, con la culata del kalashnikov pegada al hombro. Nos movemos en callada liturgia, sin aspavientos, con método. Cuando examinamos la última casa, Nils, agotado y sudoroso, me mira:
-Esto no es Marburgo- susurra. Y yo advierto el desconcierto en sus ojos-. Es rabia.
Me inclino y observo el cerco de saliva seca entorno a las bocas; la rigidez muscular; la ausencia de sangre en la nariz, los ojos y la boca. Pero hay heridas en los cuerpos. Vuelvo a mirar a Nils.
-¿Son mordeduras?
Él asiente.
-¿Qué crees? ¿Perros,tal vez?
Niega con la cabeza. Se limpia el sudor de la frente. Está asustado.
-Son humanas. La rabia tiene dos variantes: la furiosa y la paralítica. Creo que se han devorado entre ellos.
Entonces todo ocurre muy deprisa. De algún rincón de la cabaña surge una figura que se encarama a la espalda de Nils como lo haría un mono colobo, chillando de una manera frenética, aguda, insoportable. Yo intento quitárselo golpeando y arañando; Nils se agita, gritando; la Pentax se queda trabada en modo repetición y sus chasquidos se mezclan con mis gritos, los de Nils y los del niño. Porque es solo un niño de unos siete años, menudo, histérico, con unos dientes obscenamente blancos, que parecen buscar carne tierna en la que hundirse. El chasquido de su mandíbula es un sonido aún más aterrador que sus chillidos. Matumba aparece entonces en la puerta, dispara, y el niño se queda inmóvil en el suelo de tierra roja. Tiene sangre en los dientes. Sangre de Nils.
Yo lo veo todo en cámara lenta: Nils llevándose la mano al cuello; Matumba disparando ráfagas de kalashnikov; aullidos que no parecen humanos quebrando en oleadas el silencio que envuelve a Egande.
Más gritos; más disparos; la mano izquierda de Nils roja, húmeda y goteante, haciendo presión sobre la yugular y la carótida. El sol de afuera en contraste con la penumbra de la cabaña; mis lágrimas y los cercos de sudor de la camisa de Nils; la amplia sonrisa de Matumba convertida en un gesto feroz mientras el kalashnikov oscila desde sus caderas, como el barrido luminoso de un sonar. Hasta que se vacía el cargador, y vuelve a imponerse el silencio inquietante y anormal de la selva africana.
Nos quedamos los tres quietos, espalda contra espalda, mirando alrededor y entre las casas. Algo se mueve a la izquierda, entre los matorrales. Matumba cambia el cargador y apunta el rifle, pero Nils, con la mano libre, golpea el cañón y el kalashnikov cae al suelo. Creo que Matumba va a golpear a Nils o a dispararle, pero no tiene tiempo. Algo se abalanza sobre él, mordiendo. Salen de todas partes, aullando y entrechocando las mandíbulas. Es el sonido más ominoso que he escuchado en toda mi vida. Veo a Matumba caer, alargar el brazo buscando el rifle, gritar. Sujeto a Nils por la cintura y le obligo a moverse deprisa hasta el Land Rover. Está al otro extremo de la aldea. No miro atrás. Nils está frío y extrañamente pálido. Matumba ha dejado de gritar. Rezo para que las llaves estén en el contacto y no en los pantalones de Matumba. ¿Qué se hace en casos de mordedura de animal? Lavar la herida con agua y jabón; aplicar desinfectante; acudir a un dispensario a ponerse la antirrábica. Hay un botiquín en el coche. Pero no sé a cuánto estamos de Yambuku. Si los síntomas clínicos se presentan, la muerte por rabia sobreviene entre cinco y diez días después de la infección. Una muerte casi tan horrible como la provocada por el Marburgo. Cuando consigo distinguir el morro del Land Rover, toda mi fe, mis fuerzas, mi escaso y forzoso valor, se desvanecen. Doy la vuelta ahogando un gemido y empujo el cuerpo de Nils hacia los lindes de la aldea. Esas cosas están destrozando el coche.
Sólo puedo pensar en huir, ponernos a salvo, cortar la hemorragia de Nils. Me adentro en la espesura buscando un lugar resguardado y entro en la primera cueva que veo. Es poco más que una hendidura rocosa. Recuesto a Nils contra la piedra fresca, me quito la camisa e improviso un vendaje.
-Tranquila cariño, no es sangre arterial. Estoy bien.
Su sonrisa ilumina la cueva como una bombilla de 200 vatios. Ha vuelto el silencio y pronto caerá la noche. Necesito el botiquín. Necesitamos el coche. No puedo dejar que Nils se duerma. Ojalá dejaran de temblarme las manos. Tengo que volver a Egande.
-No se te ocurra intentar volver a por el coche. No duermen. Nos iremos a pie por la mañana, río abajo. Pero no te acerques a Egande.
Digo que sí con la cabeza porque tengo el miedo aferrado a la garganta. Por la mañana estará muerto y lo sabe. Tengo que recuperar el coche. Tengo que volver a Egande.
Entonces lo oigo. Un crujido, luego un chasquido, luego un eco repetitivo. Pero no viene de afuera, sino de detrás de nosotros, del interior de la cueva. Nils se yergue, tenso, y me abraza.
-Cierra los ojos- dice.
Pasan sobre nosotros como una ráfaga de aire frío y sucio. Oigo sus chillidos de ecolocalización, algunos se posan, me arañan la espalda, Nils cubre mi cabeza con las manos. Siento la primera mordedura en el costado; después en las piernas desnudas y en los brazos.
Murciélagos hematófagos.
Vamos a morir aquí…
Nils desangrado.
Y yo de rabia.

JOSÉ TAXI

EN OCASIONES OIGO VOCES Y SUS ECOS. Comencé a oír voces en torno a los cincuenta años. Al principio me asusté, así que me fue corriendo a visitar al Dr. Antúnez. El famoso psiquiatra me examinó de arriba a abajo y de abajo a arriba, al finalizar me dijo: “Está usted como siempre, un poco tonto, pero para eso ya le receto tontitlón”. Por otra parte, esto es muy frecuente, hay quien habla con la televisión e incluso con la radio, especialmente en los debates de corte político. Algo decepcionado por los comentarios de mi psiquiatra, que resultaban acertados si consideramos que no me comprende casi nadie. Me acerqué a casa caminando, para hacer ejercicio y despejarme En mi estado era necesario tomar alguna bebida reconfortante, de modo que paré en el bar Pardo y solicité un aquarius con orégano. Al rato apareció el inspector García, premio nacional de la mezcla de bebidas, por dos años consecutivos, pidió lo mismo que yo. Fumamos y bebimos y perdida mi vergüenza inicial a desnudar mi alma, le conté lo que me pasaba. Sonrió, exhaló el humo de su pitillo por la nariz y me dijo: “Déjate estar de cuentos y quejas, a mi también me sucede, así que hazte el hombrecito y olvida ese asunto, considera que son simples recuerdos” Derrotado, me marché a casa. Nada más entrar, empezó el dialogo. Primero mi abuela: ¿Qué el tambor no es tropa, por qué no me saludas? Perdona ha sido un despiste. Luego mi tío Henry, ¿Tienes recambios pares mi mechero? No eran recuerdos, ellos me hablaban de cosas actuales, yo los oía y en ocasiones les contestaba. Las oía en toda mi casa, algunas tenían eco… voces, voces, voces…eco, eco, eco. Como necesitaba descansar llamé a mi amigo Tony y vía INSERSO, nos plantamos una semanita en el balneario de Archena, allí descansamos los dos, recargamos las pilas y volvimos vivos y sin colear, a nuestros domicilios. No habían pasado 24 horas y ya estaba el vocerío invadiendo mi persona. No soy un creyente ejemplar, pero me fui a la Iglesia de la Purísima en Salamanca, vivo en Valencia, pero el viajecito, que inicialmente pensaba hacer andando, — son más de 500 Km–, así que me compré un caballo y acorté algo su duración. Llegué a la Iglesia y pregunté por el párroco. Al cabo de diez minutos apareció un hombrecito calvo, con gafas, me dijo que lo llamasee Padre Eustaquio. Le conté mi historia, en ese momento me sugirió pasar a su despacho, no era cosa de hablar en público, había que ser prudente en esos temas. Su oficina, con un mobiliario modesto contaba, sin embargo, con una dotación tecnológica de última generación. El Padre Eustaquio, comenzó a preguntarme: — ¿Es usted católico practicante? — Católico sí, practicante no. — ¿Bautizado, confirmado, soltero, casado, viudo? — Sí padre, recibí todos los sacramentos, pero estoy divorciado, aunque por la Iglesia seguimos casados. — Bien no sé… — ¿Qué busca usted de la Iglesia? — Exorcismo, Padre, un intenso exorcismo. –Yo no creo que sea lo más adecuado, no obstante, lo consultaré con el Arzobispado, estas cuestiones les corresponden a ellos. Salí de allí algo nervioso, no sabía si el Arzobispado aceptaría mi petición. Pasada una semana me personé en la Iglesia de la Purísima, el párroco me dejó pasar a su despacho. Estaba sonriendo cuando entré, me contó que mi solicitud había sido aceptada. El paso siguiente seria ir al convento de los Carmelitas Descalzos el siguiente miércoles a las once de la mañana. El día y hora convenidos me adelanté media hora a la cita, así que me tocó esperar. No se oía ni el vuelo de una mosca, me extrañó mucho, había pensado que, en los exorcismos, había gritos, levitaciones, vomitonas de sangre, pero allí parecía diferente. Cuando iba a entrar en la habitación dispuesta para la ceremonia, salió a recibirme Romualdo Hernández, que lo primeo que me dijo fue: vamos a tutearnos y me puedes llamar Romu… ¿Cuál es tu nombre? A mi me llaman Josma Taxi. Aunque yo he estado fuera unos días ya me han contado lo que te pasa, así que te voy a aplicar un remedio exprés, que ningún demonio podrá resistir. Acércate y escucha esta cancioncita… –¿Cómo te sientes Josma? — ¡Bien, muy bien, no oigo voces? — ¿Cuánto he de pagar? — ¡No cobramos nasa! Se da la voluntad, mucha, poca, nada… tú mismo. Me voy que me está esperando otro poseso… Durante varios días seguí sin voces que me martirizaran, sin muertos dándome la tabarra. Pero al cuarto día apareció una voz con la que no había podido el exorcismo. Era la mía, siempre hablando, en voz baja, en voz alta, a veces, incluso chillando. Tengo una duda grave: ¿Quizás estoy muerto? Y colorín colorado, este cuentecico—exorcizador –, se ha terminado. Jose Taxi & Josma.

GAIA ORBE

“Estamos jugando un juego peligroso”
James Ephraim Lovelock (26 julio 1919 -26 julio 2022)
Soy Gaia
la tierra en griego
entidad compleja de minerales
rocas ríos océanos
y gran cantidad de gases
atmósfera aire
desde el inicio de la vida
en eco con mi explosivo nacer
busco el estado de equilibrio
que cambia con el tiempo
me retroalimento de plantas y animales vivos
también si están muertos
cuando sudo me autorregulo
a través de los seres más pequeños
incorporo datos sin usar la tecnología
los recuerdos se almacenan
en la memoria colectiva de humanos
y otros bípedos de cerebro grande
pero también en las aguas
los árboles
las piedras
entonces a los cambios me adapto
hago mis propios cambios
me conservo
la imaginación mi ciencia
más importante que el conocimiento
soy Gaia:
un organismo planetario

ALBERTINA GALIANO

El ECO del aburrimiento retumba en verano
En un armario de la casa del pueblo vive un hombre, no sé desde cuándo.
El otro día mi madre me pidió que pusiera antipolillas en “los altillos”, y al hacerlo, en uno de ellos encontré un tipo dormitando.
Estaba tumbado de lado, con los pies hacia el fondo, y la cabeza cerca de la puerta.
Me pidió que volviera a cerrarla, y no le molestara, así que no me atreví a poner la pastillita, por cosa de que el olor pudiera causarle desagrado.
Preferí no comentar nada a mi madre, no fuese una sorpresa también para ella.
Me he callado, y pienso… donde caben dos… cabe un tipo en el armario.
En el tedio del verano, todo lo que hago lo imagino percibido por el oído del intruso solitario.
Y me ha dado en pensar si siempre que mi madre repetía como un eco la pregunta que me hacía, sin recoger mi respuesta, era con el objeto de que él también la oyera.
Como no he tenido padre… al menos en presencia, me pregunto si ese sujeto lo será… si será mi padre, que no ha acabado de decidir desde tiempos pretéritos de qué lado de la cama prefería dormir.

RODOLFO ALBERTO MICCHIA

El viaje
Así fue como Casimiro Ludueña y su esposa decidieron tomar el camino más corto, ese, que rodeaba el risco, pero ganaban en tiempo dos horas de maltrechos caminos por el que todos transitaban y a partir de aquí, fue lo que sucedió.
Le habían dicho que el camino era difícil y que tengan mucho cuidado en el andar, pero, su terquedad fue más fuerte.
—Confíe en mí, vieja, me dijeron por el camino de la derecha y aquí estamos, nos vamos a ahorrar dos horitas, seremos los primeros en llegar y todo el mundo sabe que el precio de la hoja de té disminuye con quien llega último.
… Y el tranco se hacía empinado, las rodillas se agarraban al armazón de la moto mientras las manos de ella formaban un círculo en la cintura de él. Un plo plo plo del monocilíndrico motor de cuatro tiempos retumbaba en las laderas del paso. Los fardos atados a los costados trataban de encontrar su equilibrio por la fina senda y, el maniobrar de Don Casimiro, se asemejaba a un principiante piloto esquivando conos inexistentes.
En sus pensamientos los dos dudaron si habrían obrado bien en cambiar el rumbo.
Al dar vuelta la segunda esquina llegaron al risco y fue ahí que Don Casimiro respiró aliviado contestándole a su mujer:
—Vio vieja que yo tenía razón, mire, desde acá se puede divisar el pueblito.
La mujer despegó la cara de la espalda de su compañero y junto a un susurrar asintió con la cabeza.
Casimiro Ludueña añadió por si alguien se acercaba:
—¡Vamos yendo!
Y se escuchó el repetir:
—Yendo, endo.
Casimiro se dio vuelta, miró a su mujer y exclamó:
—Caramba vieja, hay gente que viene hacia acá.
A lo que con insistencia sostuvo:
—¡Subimos nosotros primero!.
Y nuevamente se escuchó:
—Nosotros primero, nosotros primero.
Y ahí, ya ofuscado con la vena que se le salía del cuello espetó:
—El que antes llegue a la curva que grite gané.
La resonancia se percibió más fuerte exclamando:
—Gané… ane… ane.
Ya le habían anticipado a Casimiro Ludueña que dos bultos juntos no pasarían por el estrecho camino de ripio, convenía dar marcha atrás y no arriesgarse.
— ¡Volvamos Casi! —propuso ella— no vale exponernos, cuidemos la carga, debemos reconocer que llegaron primero.
Y así fue como ambos cónyuges volvieron sus pasos atrás y, dejaron quien primero llegó cruzar el camino. Claro que siempre se dijo que su mujer y el eco tenían la última palabra.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Aún se oía el eco de tu risa.
Y no estabas.
Aún se oía el eco de tu voz.
Cuando ya eras cenizas.

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

EL MITO DE ECO. (VERSIÓN MUY LIBRE)
Si a tu única hija la cristianas con el nombre de Escolástica, como su bisabuela, no esperes rematar tu vejez en una residencia digna, eso tenlo claro, por más que trates de enmendar el desliz, llamándola Eco en la intimidad.
La chica es guapa, divertida, sociable y, sobre todo, comunicativa, mucho, demasiado, en exceso, no calla ni debajo del agua, como suele decirse. Pese a ello, todos la adoran, especialmente Iván, su amigo de la infancia, que profundamente enamorado de ella, por miedo al rechazo, sufre su pasión en silencio.
Narcís Rius no es guapo, es simplemente hermoso. Hijo de Ceferí Rius, patriarca de una rica familia de la burguesía catalana, que hizo fortuna embotellando agua del Montseny y las Guilleries, en la comarca de la Selva. Pasa por la juventud con el desenfado y los antojos de quien se siente mimado por la vida. Todas las niñas le hacen ojitos y Eco se muere por sus huesos. Quizás por eso, es incapaz de seguir con él una conversación normal, se ataruga, tartamudea y pierde su fresca verborrea natural.
–Hola Eco, buenas tardes, ¿cómo te va?
–Va, va, va.
–¿Cómo dices, estás de guasa, te encuentras bien?
–Bien, bien, bien.
–¡Oye guapa, te vas a cachondear de tu señora madre! ¿Estamos?
-Amos, amos, amos.
Narcís le da la espalda, despectivo, y se aleja, agasajándose con el reflejo que de su bella figura, le ofrecen las vidrieras de los escaparates, y deja a la muchacha con un soponcio de padre y muy señor mío.
Iván, que no puede verla sufrir, pasando por encima de sus propios intereses emocionales, se encara con el guaperas.
–Tú, gilipollas, ¿no te das cuenta de que está enamorada de ti hasta la punta del pelo?
El niño Rius suelta una sonora carcajada, se atusa el cabello, imprime un aleteo de colibrí a sus sedosas pestañas y, mientras acciona el mando a distancia de su BMW, sentencia:
–No está hecha la miel, para la boca del asno. Lo dijo Buda, Confucio o un chino de esos raros, que largaban cosas profundas. Creo.
Eco se ahoga en un mar de lágrimas. Iván, amante, la consuela. Ninguno de los dos está para citas cervantinas. Narcís, aburrido de la vida, se va al zoológico, a ver bichos.
El tiempo, lenitivo infalible, todo lo cura. Eco e Iván pasean a sus trillizos por el parque. Un zureo de palomas amodorra la tarde. El perrillo, incansable, persigue la pelota que le tira su dueño.
Un hombre, desaliñado, con el pelo pajizo revuelto y barba de varios días, sentado en un banco, llama la atención de Iván.
–¿Narcís? ¿Narcís Rius? –pregunta con un deje de incredulidad en la voz.
El hombre levanta unos ojos enrojecidos y parece reconocer a la pareja.
–Iván, Eco, estáis juntos, por lo que parece –responde con gesto cansado–, y felices, según veo. Me alegro por vosotros.
La pareja se mira con cierta incredulidad, ante el deterioro físico que muestra el antiguo bello Narcís.
–Bueno, sí –responde Eco–, nos casamos hace un par de años, tenemos estos tres críos, nos va bien y somos felices. ¿Y tú, qué tal, cómo te va?
El pequeño de los Rius da una larga calada al cigarrillo, lo apura, tira lejos la colilla y se encoge de hombros.
–Para qué os voy a engañar –enciende otro cigarrillo con mano temblorosa–, desde aquella tarde en que me mofé de ti, Eco –reconoce–, todo ha ido de mal en peor. Un desastre.
–Estaba aburrido y fui al zoo, a ver monos, ya sabéis, tirarles cacahuetes, verlos pelearse, esas cosas. Me acerqué donde los gorilas, siempre me han fascinado. Un hermoso macho, espalda plateada, cortejaba a una hembra en celo, todo un espectáculo. Yo estaba allí, apoyado en la barandilla, curioseando.
–Una señora se paró a mi lado, sacó un espejito del bolso y empezó a retocarse el pinta labios. Me pudo la vanidad, ahora lo sé, hice un escorzo para verme reflejado en él y perdí pie, cayendo al foso. La gorila salió de naja, y el macho plateado, que estaba más caliente que el pico de una plancha, la tomó conmigo. Os podéis imaginar lo que pasó.
Un silencio incómodo da paso a la confesión de Narcís.
–¡Qué horror! –casi solloza Eco, tapándose la cara con las manos.
–¡Tío, eso es espantoso! –se solidariza Iván–. ¿Y cómo lo llevas?
Rius apura compulsivamente el cigarrillo, y ocultando su cara entre las manos, se convulsiona en un sollozo desgarrador.
–¡Mal, muy mal, estoy destrozado, no sé qué hacer! No me responde los whatsapps, ni me llama, ni me escribe…
Verus amor nullum novit habere modum.

MONICA ALTAMIRANO

EL ECO DE UNA LÁGRIMA.
Nada duele más que el eco de una lágrima al caer.
Todo es silencio, ya no queda más que decir. Todo se ha terminado.
Una lágrima valiente se escapa y te avergüenzas. Creíste ser más fuerte.
Pero no te la quitas y la dejas salir. La notas correr por la mejilla y en su camino decides acabar con ella. Pero no puedes, tus pensamientos te despistan y te vuelves vulnerable a los recuerdos, que acompañan a la lágrima como banda sonora original de una película romántica.
La has dejado.
Donde no hay amor, no puede haber vida, y como se cierra la lápida de una tumba, asi se cierra él viejo capítulo de tu vida.
Como suena una lápida al cerrarse, suena el eco de una lágrima al caerse.

BEA ARTEENCUERO

Estoy sumergida en un mundo de sombras, mi interior está ausente, se han ido mis recuerdos, solo queda en mi mente el eco de mi voz diciendo ¡te amo!
¿Quien soy?
Nada solo tinieblas me rodean, el vacío es la nebulosa que ocupa mi cuerpo.
Las enfermeras dicen que los nativos de la isla me encontraron en la playa, junto con los restos del naufragio, solo yo.
Según los médicos puede ser que recupere la memoria en corto plazo; Mi rostro apareció durante un tiempo en las noticias junto a una frase que decia:
Si la conoce comuníquese al teléfono
————– Al hospital de Isla Palovino,Perú.
Nadie respondió, inevitablemente el tiempo transcurre, me siento perdida, sin pasado ni presente, sin nombre;
Me llaman flor, me acostumbre a oírlo, se adueñó de mi persona.
Me permiten salir del hospital, mi recuperación física fue rápida, no se hasta cuando voy a permanecer aquí,
¿Hasta que recuerde? ¿Y si no lo logro?
¿Que será de mí? Preguntas sin respuesta, destino incierto .
Me gusta andar por la playa, paso largas horas observando el mar creo que mis respuestas están allí, en lo profundo del infinito me siento conectada.
No te esfuerces me dicen, date tiempo, nadie entiende …Estoy vacía.
Quiero dejar mis huellas en las arenas del tiempo, saber que mi paso por la vida no fue en vano, Que algo de mí quedó perpetuado.
Camino despacio sintiendo como la arena bajo mis pies se adueña de mi piel, la lluvia sobre mi cuerpo es como una caricia, no me molesta, cada ves es más intensa, un relámpago ilumina el espacio y un trueno sacude mi cuerpo; En ese instante el eco de mi voz diciendo ¡te amo!
Mi mente se habré y las figuras de mi vida desfilan una tras otra.
Los recuerdos… todos juntos…
Estoy en un crucero, la tormenta, la furia del mar, fue muy rápido; Las olas inmensas una tras otra devoran el barco,
lo último que oigo antes de perderte en el mar es tu voz llamándome (Me llamo Victoria) y yo con mi último aliento gritando ¡Te amo!
Allí estás entre el cielo y el mar , tu rostro me sonríe.
Camino despacio mirando el horizonte.
Voy a tu encuentro amor.
Tan solo escucho en mi mente el eco de mi voz diciendo ¡Te amo!

GLORIA ALBADALEJO

LOS ECOS DEL CEMENTERIO
Yo soy Claudia y acabo de enterrar a mí marido. Quedó destrozado después de ese maldito accidente, cuando volvía de trabajar con su auto. El solo quería estar con su familia, como siempre. En casa le esperábamos todos con la misma alegría de siempre, pero un desgraciado, lo arroyó violentamente acabando con él de inmediato.
Mis dos hijos son muy pequeños y no entienden lo que ha pasado. Yo solo les puedo decir que su papá está en el cielo.
La primera noche de su muerte se me está haciendo muy difícil. No puedo descansar en la que era nuestra cama, solo permanecer en una butaca que ni siquiera está en la habitación. Esta la he dejado cerrada, demasiados recuerdos y muy cercanos.
Mi hijo Alfonso de cuatro años, se ha levantado de su cama y viene hacia a mí un tanto asustado. Dice que su papá está en su habitación, pero que está diferente. Seguidamente, mi hijo Luis de seis años, viene hacia a mí también corriendo, me dice que ha escuchado algo, unos sonidos muy raros que vienen de las paredes. Los dos están asustados y no quieren volver a sus cuartos. No me queda otra que irme con ellos a la habitación grande, la que me trae tantos recuerdos. Allí nos acostamos los tres. Los niños se quedan más tranquilos y se duermen, pero yo no puedo.
Ha debido pasar una hora y estoy entre despierta y dormida. No me parece que esté durmiendo, pero es algo extraño. Me quiero levantar y no puedo. Parece ser que esté pasando por una parálisis del sueño, o a lo mejor estoy soñando porque veo a mí difunto como está con nosotros, observándonos y me sonríe. Después me habla y parece sonar un eco a su vez que me dice que está bien y que cuide de los niños. Me incorporo enérgicamente, incluso, creo torcerme el cuello por la brusquedad del movimiento. Ahora sí que estoy despierta, veo a los niños que duermen, parecen dos angelitos. Escucho algo de nuevo, esta vez son varias voces y parece que provengan de detrás de las paredes. Seguidamente suenan sus ecos, como si estuviéramos en una helada cueva. Me empieza a aterrar la situación. Me gustaría sacar a los niños de allí y cerrar para siempre esa habitación, pero no quiero despertarlos. Algo se mueve muy cerca nuestro. No quiero pensar que el espíritu de mi marido, ha venido acompañado a este mundo, pero es la sensación que me da. Me pellizco para saber si realmente estoy despierta y me hago daño, además, la molestia del cuello, también sigue allí. Las voces se callan, para dar lugar a unos golpes que igual que antes, provienen de detrás de las paredes. Exactamente tres y se detienen. Parece que el mismísimo satán, quiere comunicarse conmigo con esos golpes secos y a la vez, bruscos. No tengo vecinos cerca, por lo que eso queda descartado.
Los niños empiezan a hablar en sueño, parece como si hicieran partícipe entre ellos, pero también con alguien más. Seguidamente gritan aterrorizados, pronunciando palabras de negación. Se mueven mucho, tanto que parece que, en un momento a otro, vayan a caer de la cama. No puedo más, están sufriendo a dentro de ese espantoso sueño que desconozco, y los tengo que despertar para sacarlos de ahí de inmediato, pero no pueden abandonar estar ahí a dentro, a donde sea que estén. Hay alguien con ellos, al otro lado y parece alguien malvado. Ambos, han abierto los ojos y me asusta. Sus cuerpos empiezan a levitar, casi hasta al techo. Les llamo a gritos, pero no reaccionan. Esa voz monstruosa y su eco al compás, vuelve a sonar detrás de las paredes. Mis hijos están flotando, rozando el techo y yo no sé cómo reaccionar. Saldré de allí y llamaré a la policía. Creo que es la solución, pero cuando salgo de la puerta, esta se cierra dando un gran portazo dejando a mis niños ahí encerrados y flotando en el aire como si una fuerza invisible, los mantuviera allí arriba. La puerta está bloqueada, no puedo abrir y la voz de mi marido muerto, suena por toda la casa. Me dice que huya, que pida ayuda, que me vaya. Grita -están aquí-. Yo no puedo verlo, ni a él, ni a nadie, pero la presencia de lo que sea, la siento cada vez más cerca. Tiene que ser algo oscuro, siniestro, desconocido. ¿Quién se ha apoderado de mi hogar?, ¿de mis hijos? Y también del espíritu de mi marido. Alguien maligno se ha colado en nuestras vidas. Todas las puertas están estancadas, incluso la de la calle. No puedo salir. Grito, pido auxilio. ¡Mis hijos!, ese ser maligno que habita mi casa, los va a matar. ¡Dios mío, haz algo! .
El nicho de mi marido queda muy alto. Observo como su caja de caoba, va entrando en ese agujero, a donde ya no lo podré ver jamás.
¿Y mis hijos?, no están conmigo.
Las voces de los niños resuenan en algún lugar cercano del cementerio, seguido de unos ecos confusos, que me dicen que están bien.
FIN.

ALMUT KREUSCH HOFFMANN

En aquella calurosa noche de agosto cayó la gota que colmó el vaso. Ocurrió en una terraza rebosando de gente. Pidieron cena y cerveza fría. Ana había venido de mala gana, hubiera preferido quedarse en casa y hablar con él. Llevaba días preparándose para estar fuerte, para no ceder como en ocasiones anteriores, para no ablandarse ante las lagrimas, promeses y súplicas.
« Te prometo que voy a cambiar, no puedo vivir sin ti, eres lo que más quiero en este mundo»
No, este truco ya no funcionaría. El odio había ganado la partida al amor y era hora de liberarse de este hombre, de su dominio y de su arte manipulador.
Como vivían en ciudades diferentes, aunque cerca, la conversación giraba en torno a lo ocurrido en sus días sin el otro.
Ana estaba deseando contarle con orgullo que había ganado una beca de dos semanas en Nueva York para conocer las galerías de arte gráfico más prestigiosas, asistir a clases magistrales en la universidad y encontrarse con estudiantes como ella de todo el mundo. Se iría en tres semanas y estaba entusiasmada con esta oportunidad.
Con una sonrisa demasiado amable, él se inclinó hacia ella y preguntó:
-¿No crees que hubiera sido lo más correcto pedirme permiso primero?
Ana tardó una decima de segundos en reaccionar. Bruscamente se levantó de la silla que cayó estrepitosamente al suelo, y le replicó sin intentar siquiera controlar su ira
—¡ Sólo necesitaba escuchar eso! A partir de ahora te lo pedirá tu puta madre. No soy ni tu sumisa ni tu hija. Nuestra relación ha terminado. Para siempre, métetelo en tu cabeza. No quiero verte nunca más. No vuelves.
No era el discurso académico que había preparado, pero sí su más pura esencia.
Se dio media vuelta, se alejó a paso ligero, le dejó plantado con su cara de incredulidad y con la gente mirándole con el disfrute mal disimulada de la escena que acababan de presenciar. Allí lo dejó con su autosuficiencia, orgullo y vanidad.
—¡Vuelve!—gritó, —¡Ana, vuelve, vueeeelve!
Ella empezó a correr, doblando la esquina.
El eco de su voz le perseguía. «VUEEEELVE» Corrió más de prisa. El eco también. Rebotaba en las fachadas de los edificios recobrando nuevas fuerzas para seguir martirizando el cerebro de ella una y otra vez. No daba tregua. Ana sintió sus garras acercándose cada vez más. Su cara estaba mojada por el sudor y las lagrimas, quería ganar la carrera, no claudicar, no dudar, no obedecer …
«VUEEEEELVE»
Se tapaba los oídos con las manos, pero el eco no concia barreras; atravesó su piel, sus huesos y sus tímpanos como una flecha encendida y clavándose donde más le dolía.
Ana empezó a gritar y agitó los brazos para espantar el eco, para romperlo en mil pedazos, para dejar de sufrir y para acabar con el dolor.
Empezó a tambalearse, dando tumbos, sus piernas se aflojaron y el mundo se volvió borroso primero y oscuro después. «Lo conseguí» fue lo último que pensó.

CESAR BORT

Eva corrió hasta su casa, fue a su habitación y se tiró en la cama a llorar. Las cosas no habían salido como se había imaginado, ni por asomo ni de lejos. Era cierto que había encontrado al chico nuevo, decir que se había tropezado con él sería injusto para el empeño que puso en hacerlo, estaba junto a sus amigos tirando herraduras a un hierro, parecía que se lo pasaban bien a pesar de que casi nunca acertaban.
Eva iba con dos amigas, a las cuáles había arrastrado de aquí para allá con excusas simplonas, con destinos dispares y contrapuestos. Ellas la habían seguido, sabedoras del fin último de tanto voltear, mirándolo todo sin disfrutar nada, pasando de largo por estantes de juegos y comida que prometían un dulce descanso o un divertido entretenimiento.
Se quedaron a distancia, observando cómo los zagales jugaban a ser hombres, que era a lo que acostumbraban a jugar. Se daban palmadas en la espalda, collejas de consideración y puñetazos en los hombros, se animaban con frases destinadas a otros juegos o a otras situaciones que no eran juegos. Reían por cualquier cosa, por cualquier ocurrencia sin gracia o con una que solo ellos entendían. Gritaban, gritaban mucho, sobre todo cuando decían alguna palabra que fuera del jolgorio y la manga ancha de las fiestas, tenían prohibido decir y hasta pensar.
Ante tal desparpajo, ante tal exhibición de hombruna, flaqueó el tesón que había guiado sus pasos hasta él, dudó la voluntad de acercarse y hablarle. Por suerte, o por desgracia, sus dos amigas no estaban dispuestas a echar a perder el ajetreo y las carreras que habían sido obligadas a hacer. Así que con unas pocas frases de ánimo, con algún empujón juguetón pero firme y con el dicho premonitorio y recurrente de: «Quizás no tengas otra oportunidad», la lanzaron a los leones.
Eva fue hacia ellos, con su mejor vestido, con la mirada fija en él, con los nervios que le agarraban los tobillos y no la dejaban andar como hubiera querido, con las manos nerviosas. Envuelta en un griterío que de vez en cuando dejaba escapar alguna palabra conocida.
Le tocaba tirar la herradura; Eva se paró a pocos pasos, esperando que acertara. Falló. Ella se ocupó en atusarse el vestido mientras los otros chicos se mofaban de él. Cuando acabaron, se acercó, se plantó delante y con un hilillo de voz tremulosa, puede que mirando al suelo, le preguntó:
―¿Quie-quieres que vayamos a dar una vuelta?
No era eso lo que había pensado decirle, era una sombra ridícula de lo que había imaginado que le diría, sin embargo, podría remediarlo porque sabía qué le contestaría y tenía la frase adecuada para esa respuesta y para todas las que vendrían, pues en su cabeza ya lo había vivido y revivido miles de veces.
―¿A dar una vuelta? Te has vuelto loca, Caraplato.
Lo dijo con el suficiente desprecio como para hacer daño y lo bastante alto como para que sus amigos lo oyeran y ellos, como un eco ennegrecido, como un coro cruel, dieron la réplica: «Se lo ha dicho, la ha llamado “Caraplato”»; «Qué macho»; «Que se vaya a molestar a otra parte»; «Así se habla»; «Es igual de rarita que su hermano»…
Eva no se lo podía creer, no de él. El escarnio iba a más y prometía recrudecerse. Lo miró y lo vio sonreír satisfecho, sacando pecho, no había encauzado ni una herradura, pero era el ganador del juego. Notó cómo alguien la agarraba del brazo y la sacaba del degolladero.
No oyó que sus amigas intentaban consolarla, no pudo o no quiso escucharlas, sino que sorteando gente que reía, que jugaba, que comía, mientras ella se moría de pena, de vergüenza, de humillación, corrió bajo las guirnaldas de las calles hasta su casa, fue a su habitación y se tiró en la cama a llorar.

SOMBRAS MANE

Buscan mis labios tu nombre, mi garganta lo grita a cuatro voces, sólo el eco de mis sueños contesta mi plegaria.
Te sigo por los rincones tallados en mi piel, te encuentro en ese pliego
rasgado por tus besos, te acerco a
mis ojos te miro sin dejar de tocar
las fibras de tu piel.
Y sólo eran los ecos del recuerdo gritando mis anhelos.
Encuentrame ahí, en ese grito tan
desesperado, socorre a mis angustias, lléname profundo como
ese día en el puerto donde te conocí.
Escucho el eco de tu respiración y me tiemblan las piernas de saberte
en mí.

NORA GUEVARA

La cosa en el desagüe
Ustedes juzguen, a partir de lo que a continuación voy a contarles, si estoy loca, si soy una sicópata, si estoy en medio de una espeluznante pesadilla o sufrí un siniestro ataque psicótico del cual sufro las consecuencias. Todo comenzó hace varios meses, cuando comencé a sentir algunos malos olores que provenían del desagüe que está en la cocina de la casa que arriendo hace poco más de un año, en los suburbios del gran Santiago. Esta desagradable situación fue empeorando cada vez más, hasta que se convirtió en un problema de proporciones. Lo peor de todo es que, cada vez que llamo a mi arrendataria para que lo arregle, me dicen que está fuera de Chile, por lo que cuando el vivir rodeada de malos olores se me hizo insostenible, agregando a esto que ya hace un mes lavaba la loza y todo lo necesario para cocinar, en el pequeño baño de la casa, lo cual era muy complejo y muy poco higiénico y qué decir de dónde comía y guardaba los alimentos, en el living de la casa, por lo que atenazada con el problema, decidí solucionarlo por mí propia cuenta, no sin antes revisar algunos tutoriales en youtube que explicaban cómo hacerlo. En realidad la solución resultó ser, en teoría, irrisoriamente simple, una nimiedad que podría haber solucionado hace tiempo, por lo que esa misma noche, después del trabajo, decidí arreglarlo. Mientras antes mejor, pensé, puesto que a esas alturas el agua no bajaba y, en el desagüe, además de la mugre y malos olores acumulados, pude ver una especie de líquido pastoso, burbujeante y espeso que subía hasta la superficie. Luego de buscar un destornillador, unos palillos para raspar la mugre acumulada si era necesario, papel, un lavatorio de plástico y una bolsa para la mugre, saqué la tapa superior, tal como lo indicaba el video en mi celular. La tapa estaba asquerosamente impregnada una especie de mucosidad de color verde bilis, de la cual colgaba un fango negro y pegajoso de muy mal aspecto. Era tan nauseabundo que no pude contener las arcadas cuando lo traté de mirar mejor y al darme cuenta que el tubo estaba completamente tapado con esa cosa, observé el tubo del desagüe y pude darme cuenta que, al parecer, daba directo al alcantarillado, por lo que decidí sacarlo y limpiarlo afuera, para volver a colocarlo y limpiar, por fin, la cocina. Saqué el tubo y al rasparlo logré sacar un conjunto que cosas que parecían raíces impregnadas de restos humanos, fétidos y pegajosos, cuyo fuerte olor a descompuesto me hicieron sobre el mismo el fondo del conducto, también impregnado de ese compuesto. Contrariada con mi estómago y la mezcla de olores a los que agregaba el desagradable olor los alimentos agrios desparramados en el piso, decidí ponerme una mascarilla y guantes, para limpiar el repugnante desastre, pero no me fue posible, porque de improviso, hubo un corte general de luz, algo bastante común en un sector pobre como éste, en que muchas personas se cuelgan de los cables de la corriente pública para obtener electricidad. Ya se me estaba acabando la paciencia cuando decidí intentarlo una vez más. Tomé el celular para ver mejor, pero la batería estaba crítica por lo que, tanteando, moviéndose entre una mugre resbalosa, me moví buscando una caja de fósforos y un rancio trozo de vela que quedó del último corte de luz producto de las protestas. En esa ocasión, los manifestantes tiraron cadenas a los cables del alumbrado, que hicieron cortocircuito y nos dejaron tres días sin luz, todo para poder manifestarse y hacer fogatas sin ser vistos ni capturados. Recuerdo perfectamente que esa misma noche desapareció una chica de 15 años que quemaba neumáticos y tiraba piedras, como parte de las acciones de la protesta, hasta que llegaron las fuerzas de orden y seguridad a dispersarlos con bombas lacrimógenas, que tiran desde los llamados guanacos y carros lanza aguas, también llamados zorrillos por los manifestantes, ya que arrojan aguas contaminadas mezcladas con gases a las personas para que tengan que ir por ayuda y abandonen las calles. Regresando al tema, encendí la vela, la puse junto al lavaplatos y así, recostada sobre la mugre, humedecida con esos líquidos inmundos, metí el palillo por el especio que da directo al desagüe, un espacio bastante estrecho en el que con suerte debe apenas cabe mi puño y comencé a limpiar, empujando hacia abajo una cosa blanda y espesa, hasta que sentí, de la nada, un leve tirón y el palillo quedó atascado. Algo sorprendida por la sensación, decidí echar agua con el lavatorio, para limpiar los que había logrado soltar, pero fue peor, el desagüe se tapó y un agua pestilente comenzó a salir hacia arriba, saltando sobre mi cara. Más asqueada todavía, vomité sobre los restos de verduras podridas, de grasa y otros alimentos, ya que en la posición en que me hallaba, de bruces dentro del mueble de cocina, no alcancé a salir y, apenas terminé de maldecir mi suerte sentí un eco que provenía del desagüe. Era un sonido lejano, débil y confuso, que semeja a una queja de dolor, casi un alarido. Abrumada y llena de terror, me arrastré hacia afuera, moviéndome como un sapo sobre toda esa asquerosidad acumulada que se me había impregnado en las piernas y las manos, pero esta vez no vomité, porque el terror me paralizaba.
La vela continuaba encendida a un costado del desagüe y miré hacia la vela, que parecía sisear debido a una leve brisa que emergía de las profundidades de la alcantarilla. Luego miré hacia el desagüe y pude notar que una mano humana, destrozada, deshaciéndose, con las uñas descarnadas, salía desde ese hoyo mientras lo que era un eco se transformaba en un grito brutal, un aullido gutural, que me heló la sangre.
Me hice de todo en los pantalones y resbalando en mi propia mierda, logré ponerme de pie y salir corriendo de la casa, pidiendo ayuda entre alaridos de loca y ahora, aquí me tienen, en urgencias, encadenada a una camilla, con dos guardias apostados en la cama, guardias y personal que me observa con el mismo asco y la misma repugnancia que yo sentí cuando vi manifestarse esa mano repulsiva en el desagüe de la casa, pero nadie me cree. Dicen que se me acusa del asesinato de una quinceañera cuyo cuerpo putrefacto apareció en la cocina de la pequeña casa. He oído murmurar a los auxiliares del aseo que comentan lo que se informa en las radios, en la televisión, en Instagram y otras redes: que la maté en mi propia casa y que la observé por meses pudrirse en la cocina, que era una enferma y que traté de deshacerme del cuerpo arrojándolo a la alcantarilla, que por eso la destruí, haciendo un gran hoyo en la cocina y, aunque lo he negado una y mil veces, nadie cree lo que digo. Solo me miran con desprecio, como a un bicho repulsivo del que hay que alejarse para no pegarse una enfermedad. La mayoría me mira con un miedo visceral. Por mi parte, desde ese día me niego a ir al baño y a cualquier parte en que haya un desagüe, por el miedo a volver a escuchar ese eco de ultratumba que me avisará que otra jovencita inexperta, que fue asesinada, luchó arrastrando su cuerpo putrefacto hasta la superficie para que encontrarme, pidiendo que se le haga justicia, sin sospechar que la justicia no existe y que, a mí, simplemente a mí, me acusaron de asesinarla y tener su cuerpo por meses en la cocina de la casa. A mí, a quien nadie escucha, porque es más fácil culparme de un crimen que no cometí, apresarme por años y cerrar el caso que seguir buscando a un asesino anónimo que probablemente vaga por allí acechando a su próxima víctima, mientras los oficiales y médicos se entretienen comentando los pormenores más monstruosos del caso con la prensa.

RAÚ LEIVA

Urbana subsidia

Las paredes nos devuelven los ecos de las voces ancestrales perdidas en nuestra memoria.
El lugar era un sueño, una antigua casona remodelada para albergar diez abuelos representaba una esperanza para los ancianos cuyo hogar ya no tenía espacio para ellos. El precio era un tanto elevado, pero la atención era increíble; un grupo de enfermeras atendían las necesidades de los internos mientras que casi todas las tardes una muchacha se encargaba de entretenerlos jugando a la tómbola, cantando canciones o haciendo imitaciones de distintas personalidades, hasta recreaba un poco a los ancianos para desdramatizar esa situación en la que se encontraban. Los familiares se encontraban muy a gusto con el lugar, les habían dado acceso a las cámaras internas mediante una aplicación en sus celulares para poder ver a sus seres queridos y tener ordenada momentáneamente la conciencia.
Una tarde cualquiera, los familiares coordinaron entre ellos mediante un grupo de Whatsapp una visita conjunta para pasar el inicio de la primavera todos juntos compartiendo un picnic aprovechando el sol de septiembre.
Las llamadas al hogar no tenían respuestas, los teléfonos estaban caídos, sin embargo, en las cámaras se veía la actividad normal de los abuelos. Pensaron que se trataba de algún problema de la línea telefónica y no le dieron tanta importancia. Un par de días antes, ante la falta de respuestas, un mensaje detonó varias alertas. Una de las hijas de las internas se acercó a la casona y a pesar de haber golpeado con insistencia la puerta nunca nadie salió a abrirle. Llamó a la policía y a las demás familias que tenían a sus padres en la institución y a medida que iban llegando las preguntas sin respuestas se multiplicaban como el volumen de los gritos de preocupación. Miraron por cada hueco, apoyaron los oídos en las puertas y ventanas para intentar adivinar movimientos o algo que delate la presencia de las enfermeras o algún responsable de la situación. La llegada de la policía no puso nada de orden la situación y el descontrol ganó los ánimos de los familiares que arremetieron medievalmente contra la puerta. Cuando la misma cedió, el panorama era desolador, las habitaciones vacías devolvían el tan escuchado eco de las pisadas de los hogares ausentes, las respiraciones se multiplicaron en los silencios de las dudas, las miradas no encontraban ningún motivo para aliviar los ánimos, todo había desaparecido. Un sonido mecánico atrajo la atención de los desorientados familiares, una pista que podría llevarlos a una respuesta. Buscaron desesperadamente hasta que en un altillo olvidado encontraron un viejo reproductor de DVD conectado a una computadora que reproducía en loop unas imágenes de unos ancianos realizando tareas ordinarias, que eran exactamente las mismas que llegaban todos los días a los celulares de los familiares, pero de los abuelos ni del personal encontraron rastros. Los vecinos no habían visto movimientos raros en los últimos días o bien habían aprendido a no meterse en lo que no les incumbe. La policía sacó fotografías e incautó el equipo electrónico de DVD y la computadora, tomó algunos datos de los familiares presentes y se fueron sin dar una respuesta o algo parecido. Los familiares miraban en silencio el lugar vacío, un silencio los vació de voces ancestrales y los ecos de las preguntas se hicieron más presentes que nunca. ¿Qué fue de los ancianos? Un viejo rumor circulaba en la zona sobre el tráfico de órganos o algo peor, las hipótesis eran tan posibles como aterradoras.
Cuando nada podía ser más tétrico, lo peor sucedió; los familiares encontraron sus miradas entre sí, cada uno estudió a los demás e imperceptiblemente una sensación de alivio se les adivinó en los rostros. Levemente asintieron y sin decir palabra se retiraron para no volver a verse jamás, desactivaron el grupo de Whatsapp y nadie hizo ninguna denuncia ni acudió a los perezosos citatorios policiales.
Del lugar nunca nadie hizo preguntas.
A veces hay respuestas que no conviene averiguar.

ARCOÍRIS MORENO

A Camilo Cienfuegos.
Porque el eco de tu silencio, grita justicia, por encima del hambre, la traición, la pena, y la lucha incesante de un pueblo, que entre malos y peores, ya dejó de tener fé en la política, en el mundo, en un mejor futuro, y en el milagro que consiga el equilibrio sano, entre la libertad, el pan, y una vivienda digna, donde protegerse del sol y de la lluvia.
A Todas las dificultades a las que noche y día se enfrenta el pueblo cubano, se suma el fuego despiadado, como queriendo que todos los ecos, las miradas las conciencias del mundo se centren en ese lugar, «Matanzas» el nombre en sí ya es digno de tristeza…
Y buscando el origen de tanto padecer, de tanta oscuridad, tu presencia, tu historia, tú, Camilo, simpático y campechano, como te recuerdan y describen tus contemporáneos, has salido a mi encuentro. Las almas afines se reconocen, se entienden, más allá del tiempo y el espacio. Tú lo sabes Camilo, que
un hombre de buen corazón, que lucha por la libertad, que respeta incluso al enemigo, que odia la mentira, la traición, y la opresión a un pueblo por demás cansado y dolorido; no tiene cabida en la capa social de los «mandatarios» de los que dictan órdenes, de los políticos… igual qué nombre y apellidos les dieran al nacer. Igual bajo qué color, qué pensamiento sienten su trasero en la butaca del «poder».
Y sí, Camilo, ya sé… ya escucho el eco de tu decepción, luchaste por sacar de la miseria y la opresión a tu gente, a los ciudadanos que supieron valorar y agradecer tu valentía, tu coherencia, tu generosidad con los compañeros, luchando codo a codo, y siendo el primero en la fila, cuidando y protegiendo a los más desvalidos. Y no para presumir, como hacen otros, simple y llanamente porque quien nace con esa condición, con ella muere. Y a ti, tuvieron que matarte, esos mismos a quienes ayudaste a subir al poder, y una vez en el mando, mostrarte que hablar bien puede cualquiera, actuar bien, muy pocos, y cuanto más arriba… más siniestro, denso, oscuro y nauseabundo es el eco que emiten.
Y el pueblo? Tal vez ni te conozcan, tal vez ya te olvidaron, tal vez… tu eco y el suyo se funden en la misma frecuencia pidiendo que por fin, se haga justicia. Porque Cuba, somos todos.

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12 comentarios en «El eco – miniconcurso de relatos»

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