Palmera – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «palmera». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 7 de marzo!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Roberto se levantó absorto, con sudoración espantosa debido al calor sofocante de la isla, algún lugareño le había atado a lo más alto de una palmera. El recuerdo de aquella humillación era fugaz y pasajero, ya que antes de ello había sido golpeado en la cabeza por un objeto contundente que desconocía y había perdido el conocimiento. No sabía cuánto tiempo había permanecido maniatado en aquella palmera, estaba oscuro pero los primeros rayos de sol amenazaban con su presencia, los colores del cielo iban tornando a un violacio claroscuro, era una visión preciosa a no ser por las circunstancias. Le habían tapado también la boca con celofán y no podía gritar, su estado de ansiedad iba aumentando, su corazón cabalgaba en vez de palpitar.

Cerró los ojos y se dejó llevar por aquella luz que brillaba tanto, ya nunca los volvería a abrir.

CORONADO SMITH

Esta historia está basada en hechos reales.

Se oye un lamento desde dentro,

todas las ramas se han torcido ya.

Una voz es arrastrada por el viento,

se ha secado el último manantial.

En el oasis de las miserias

los dátiles alimentan el silencio,

la soledad se entierra en la arena

y se llena de brumas el desierto.

Un demonio sobrevuela el verde,

las hojas se marchitan en su horror.

¿Dónde ibas Keith Richards?

Ya no tienes dotes de escalador.

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

El mar y el cielo estaban ahí cuando yo nací.

El Siroco me traslado a la bahía en sus boca y con su fuerza matriz me depósito en aquel agujero que un cangrejo había hecho en la arena para resguardarse del sol que caía.

Pasado unos días, comencé a brotar.

Mi tronco crecía recto, por eso me sentía ante la inmensidad que me rodeaba Triunfante.

Un día, un viento del Mediterráneo en su amor por mi comenzó con su fuerza a zarandearme. Mi frágil palmera sentía la vida golpeada.. Así fue el que creciera fuerte pero doblada.

El azul del cielo y el agua de la mar con su verde esmeralda me daban sosiego y felicidad. Aquel viento juguetón no cesaba de mover mis ramas tanto era así que me acostumbré a su dureza…

Pero sucedió que mi tronco sintió en el la «metamorfosis»

Una barruga gigante con boca de lobo creció, y se transformó en un columpio de «imán»

Así pues ahora el imán con su cuerpo magnético a capturado al viento de Mediterráneo y le ha subido al columpio, una vez sujeto para que no escape quiera o no quiera no para de columpierle.

TALI ROSU

La palmera

—¿Qué es eso que cuelga de la palmera, Roy?

—¿El qué?

—Eso, coño, ¿no lo ves? Hasta arriba, tirando hacia la derecha.

Roy no se incorpora, aparta el cubata, lo deja sobre la arena y entrecierra los ojos buscando algo en la dirección que le indica Daniel, justo sobre su cabeza.

—No sé, tío, estoy demasiado pasado para ver nada. Descríbemelo.

—Es que no sé. Llevo un rato viendo cómo respira el tronco, se le abren y se le cierran las… ¿qué son? ¿Escamas? ¿Bronquios?

—¿De qué? ¿del árbol o de lo que le cuelga?

—Del árbol, coño. ¿Cómo voy a ver respirar a lo que le cuelga si ni siquiera veo lo que es?

—Acércate y lo ves mejor.

—¿Seguimos hablando de la palmera?

—Bueno, eso ya lo decides tú.

—Déjalo, que no me he recuperado del último polvo y las setas me tienen hecho una piltrafa.

—Tú mismo…

—Bueno, ¿pero entonces qué cuelga? Yo creo que está chorreando.

—¿Cómo va a chorrear? Son las setas… Yo te veo la cara llena de sangre y sé que son las setas…

—Trepa y lo bajas. Juraría que es una mano.

—Ay, tío, no me rayes.

Roy vuelve a coger el cubata sin darse cuenta de que se ha teñido de rojo y le encuentra un regustillo curioso que le abre el apetito. Daniel se incorpora para intentar trepar por la palmera y bajar la mano amputada que todavía está fresca. Roy lo observa y le rugen los intestinos, empieza a salivar y el ansia le devora las entrañas justo antes de que se lance sobre Daniel para devorarle el cuello.

DAVID MERLÁN

LAS LOCAS AVENTURAS DE LAS PALMERAS PARLANTES

Erase una vez una tranquila isla del pacifico. Está isla era muy especial, ya que en una de sus tranquilas playas tropicales, donde las olas acariciaban la arena dorada y el sol brillaba en lo alto, había un grupo de palmeras que no eran como las demás. Estas palmeras, conocidas como las Palmeras Parlantes, eran especiales y únicas: ¡podían hablar!

La vida transcurría tranquila, los nativos de la isla eran conocedores del secreto y las respetaban, y ellas se dejaban adular.

A pesar de las travesuras frecuentes de Coco, la palmera más bromista del grupo, las Palmeras Parlantes eran muy queridas por los habitantes de la isla. Los lugareños solían sentarse a su sombra y les contaban sus secretos más profundos, sabiendo que las palmeras nunca revelarían nada.

Pero todo cambió una tarde soleada cuando Coco, haciendo una de las suyas, decidió ir un poco más allá y decidió gastarle una de sus bromas a los turistas allí presentes. Mientras tomaban fotos frente al mar, Coco soltó un grito estruendoso que hizo que todos los visitantes cayeran a la arena del susto.

Las risas de Coco y las otras palmeras, se dejaron sentir en los alrededores, mientras se balanceaban al ritmo del viento. No así los nativos que empezaba a no hacerle ninguna gracia todo aquello.

Pero las travesuras de Coco no terminaron ahí. Un día, mientras un grupo de niños construía un castillo de arena cerca de ellas, Coco decidió hacer una imitación del rugido de un león. Los niños, asustados, salieron corriendo y dejaron su castillo a medio terminar.

Todo el grupo disfrutaba en armonía, pero a los nativos, aunque seguían sin entrometerse ya que al fin y al cabo no hacían nada malo y les dejaban hacer, comenzaban a estar molestos con aquella situación.

—¡Coco, eso ha estado genial!—, dijo Palmita, la palmera más amable del grupo. —Pero no creo que debamos seguir asustando así, de esta manera, y menos a los pobres niños. Cualquier día le va a dar a uno un infarto.

—¡Solo estaba divirtiéndome un poco! Además, ¿No es divertido a caso, ver cómo reaccionan? —contestó Coco encogiendo y subiendo sus hojas.

—Lo que tú quieras, pero un día nos va a traer problemas—añadió Palmita si percatarse de que un nativo lo estaba viendo y oyendo todo desde una prudente distancia.

El tiempo pasaba, hasta que un día, sin embargo, la tranquilidad de las Palmeras Parlantes se vio amenazada por la llegada de un grupo de personas un tanto excéntrico. Portaban extrañas herramientas y ropas gruesas sin ningún colorido. Estas personas en lugar de relajarse en la playa, querían convertir aquella zona en un Resort y venían decididos a lograrlo.

Todas aquellas sospechas que habían llegado a sus «oídos», se vieron confirmadas cuando, pasados unos días, todo se precipitó. Un niño nativo que les debía un favor por librarles de otros niños que habían querído abusar de él, y que las palmeras parlantes los habían ahuyentado, les contó lo que pretendían hacer con ellas.

—¡Oh no! ¡No puedo soportar la idea de que nos corten y nos conviertan en atracciones turísticas!, —exclamó Palmerito, la palmera más temerosa del grupo.

—Tranquilo, Palmerito, encontraremos una manera de evitarlo, —dijo Coco, con tono firme.

Esa misma noche, cuando la tranquilidad cómplice les permitia hablar sin miradas y oidos indiscretos, las Palmeras Parlantes idearon un plan para ahuyentar a aquellos hombres. Usando sus habilidades para imitar sonidos, crearon una serie de extraños ruidos en la noche: conocedores por entonces del nombre de alguno de ellos, emitieron gemidos, susurros y risas diabólicas dirigiéndose por sus nombres que resonaron en el aire y por todos los alrededores durante varias noches seguidas. Los hombres, aterrorizados, empacaron rápidamente sus cosas y huyeron de la isla, jurando no volver jamás.

—¡Lo logramos!, —exclamó Coco, saltando de alegría—, ¡Nuestra isla está a salvo una vez más!

Las Palmeras Parlantes celebraron su victoria con una fiesta en la playa, donde bailaron al ritmo de las olas y se rieron bajo las estrellas en compañía de alguno nativos amigos.

De todas formas, desde ese día en adelante, las Palmeras Parlantes siguieron siendo las guardianas de la playa, protegiendo su hogar de cualquier amenaza que se atreviera a acercarse. Y aunque Coco seguía siendo el bromista del grupo, aprendió a equilibrar sus travesuras con un poco más de responsabilidad.

Y así, entre risas y susurros, las Palmeras Parlantes vivieron felices para siempre, recordando siempre que, aunque solo eran eso, árboles, tenían el poder de hacer del mundo un lugar un poco más divertido.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

SOLEDAD ROSA

“¿Y si se caen?”

Siempre que las miraba, se colaba en mi mente el mismo pensamiento.

Sobrepasaban el bloque de apartamentos levantados tras de ella, ondeándose con gracia al compás del viento.

“Eso es muy complicado que ocurra” – me repetían – “Porque han aprendido a moverse con el viento”.

Era un espectáculo maravilloso. Me embelesaba con su danza. Parecían bailarinas interpretando una coreografía escrita por el viento. Cada movimiento era una lección de vida aprendida en cada vaivén.

“Quién pudiera ser tan fuerte como ellas” – pensaba.

Ignorando que la fortaleza, no es un don innato, sino un aprendizaje que adquirimos mientras recorremos el camino de la vida.

Porque las palmeras, al igual que nosotros, no nacen fuertes, se van forjando mientras se enfrentan a las tormentas.

Ahora, cuando las observo, una sonrisa cómplice se dibuja en mi rostro. Y mi deseo de ser tan fuerte como ellas se transforma en una pregunta que lleva implícita la respuesta:

“¿Acaso no lo somos?”

BENEDICTO PALACIOS

LA PALMERA

Nació Fabián el día de San Isidro. Isidro se llamaban el padre y el abuelo y ese mismo nombre deseaba la familia para él. Pero uno de sus bisabuelos se llamaba Fabián y dijo su padre que ya eran bastantes los Isidros y que él no era de Madrid. Como su padre y sus abuelos, Fabián quería ser labrador, afición que le duró un par de lustros, pues con once años descubrió que había otros oficios, como el de mandar y gobernar. Y nada como ser alcalde del pueblo. Lo que consiguió años después no sin quebranto.

El balcón del ayuntamiento, que él abrió después de tiempo cerrado, miraba a la plaza principal, en cuyo centro existía de tiempos de su bisabuelo una fuente de piedra. Hermosa fuente pero sin agua. Todavía quedaba en los membretes la vieja imagen de la fuente, como lo característico del pueblo. No despreciaba la fuente, pero si deseaba pasar a la historia algo tendría que innovar.

Una semana se entretuvo reflexionando sin acertar por dónde dar comienzo la innovación. Y en esos día estuvo taciturno y malhumorado, tanto que su mujer le amenazó con echar el bastón de alcalde al fuego si no cambiaba de cara y dejaba de marear.

—Mujer, es que estoy pensando qué poner en la plaza, porque la fuente ya está criando polilla.

—Planta un árbol o varios, una fila de prunos o ciruelos.

—Mejor una palmera.

—Se secará.

No la hizo caso y se arregló para traer una de 10 metros. Cavó un buena zanja con ayuda de un operario y en un abrir y cerrar de ojos el pueblo añadió al nombre de la fuente de piedra, el de la palmera. La sujetaron un tiempo prudencial con unos tirantes de madera y pasado este la dejaron que creciera libre a los cuatro vientos. Fabián la contemplaba embelesado desde el balcón del ayuntamiento y los viejos del lugar la miraban embobados. No duró mucho el embeleso, porque pasado un mes la palmera dejó de ser atracción visual para convertirse en diversión de los muchachos que hacían apuestas a ver quien la escalaba más arriba.

—Rodéala de alambre espinoso, mandó al alguacil.

—Se equivoca, alcalde. Organicemos nosotros las apuestas.

Acertaron. El primer domingo de septiembre, cuando ya se había recogido la cosecha, se organizó el concurso y hubo pelea por participar. Acordaron a partir de 4 metros, una cantidad de dinero, cantidad que se elevaría proporcionalmente a medida que era más alta la ascensión, en total 300 euros.

Los primeros concursantes no lograron ascender más de 6 metros. Faltaban 4 para llegar a tocar el arranque de las hojas. Subió la apuesta entre los espectadores y entonces Anselmo, un muchachón de 23 años, se presentó voluntario. Se abrió paso decidido, arrojó la americana que vestía y se dispuso a dejar a la concurrencia con la boca abierta. Y lo logró porque trepó hasta el capitel mismo de las hojas. Cundieron los aplausos y los vivas mientras se disponía bajar. Y lo hizo en mala hora porque le entró vértigo de altura y en lugar de descender paso ante paso lo hizo como si resbalara. Llegó al suelo con las manos ardiendo y sus partes pudendas en carne viva. Una semana hubo de permanecer en el hospital refrescándose. Cuando volvió pidió cuentas al alcalde, el cual se excusó diciendo que nunca le obligó a subir y gatear.

Días después media palmera apareció en suelo. Por venganza la habían cortado por la mitad. Dudó la corporación si investigar o esperar que echara a crecer. Y decidieron lo segundo. Pero antes de que brotaran las primeras hojas, una cigüeña empezó a fabricar su nido.

—Hostiga a la cigüeña —ordenó al alguacil.

—Está usted loco. Las cigüeñas son intocables. ¿No sería mejor que el fotógrafo hiciera un reportaje desde la construcción del nido hasta que los cigoñinos se echasen a volar? Podría presentarse a un concurso sobre la fauna silvestre y ganar.

Y ganaron. Y a partir de aquel día se cambiaron los membretes del ayuntamiento en donde ahora aparecía la fuente y dos huevos sobre la palmera. Ocurrió luego que las malas lenguas divulgaron la noticia que no eran los de la cigüeña.

—¿De quién si no?

—Tal vez de quien los olvidara deslizándose desde el capitel de la palmera.

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

¿POR QUÉ LLORAN LAS PALMERAS?

Hace frío, mucho. El latido del mar se espejea de luto con rayos de luna negra, mientras el cabeceo del cayuco alimenta de carne mortal el miedo de Kamali, que aprieta al pequeño Thabo contra su vientre, como si pudiese ampararlo, de nuevo, en la cálida tibieza de sus entrañas. Los dos le tiemblan esperanzas a la noche, presintiendo que el nuevo día volverá a traer un horizonte infinito de mar y desconsuelo.

Acaricia, Kamali, la cabeza de su hijo y el tacto salitroso del cabello se torna amable y tierno, en el recuerdo de otros dedos queridos, ensortijando el suyo a la sombra entrañable de las palmeras.

—¿Por qué son dulces, como la miel, los frutos de la palmera, babu? —vuelve a su cabeza la voz infantil de un pasado todavía cercano.

Ahora, más que nunca, echa de menos a su abuelo, babu Jabari: la ternura, esos fuertes brazos protectores y el sabor meloso de los dátiles, que siempre tenía listos para ella. Aún siente viva en su mejilla la cálida rugosidad de sus dedos, encallecidos por el duro trabajo, el amor que le bailaba en los ojos con cada mirada y la cadencia armoniosa de sus palabras, contando historias bonitas que la hacían soñar.

—Hace demasiado tiempo, tanto que apenas queda el recuerdo —era la fórmula que siempre usaba para comenzar la narración—, vivía un gran rey llamado Mwenye. Su poder se extendía por toda la Tierra; era fuerte, implacable, muchos decían que cruel y sanguinario; infundía terror en sus enemigos y un respeto litúrgico en quienes lo amaban. Se enamoró deJahzara, la joven hija de un pastor de cabras, tan bella, que cautivaba los corazones de todo aquel que tenía la dicha de contemplarla. No fue menos, lo que sintió Mwenye, y rendido de amor, se postró a sus pies, ofreciéndole su propia vida a cambio de un beso. Jahzara también impresionada por la gallardía del rey, su viril apostura y la fuerte determinación de su mirada, lo amó.

»Fue un matrimonio feliz; el cariño que se profesaban era más grande cada día, igual que la belleza de Jahzara, pues parecía no tener límite, tanto, que Olodumare, el dios que todo lo puede, quiso hacerla suya: «Con la primera luna de ktobir, te tomaré, Jahzara, y serás una conmigo entre las estrellas», sentenció, dejando a los esposos hundidos en la tristeza y la desesperación. Nada podían hacer para oponerse al mandato de Olodumare; todo el poder real era insignificante, frente al simple capricho de los dioses. Y lloraron. Con lágrimas de sangre. Abrazados. Rotos. Hasta la extenuación. Sin esperanza.

»Pero sus lamentos llegaron al corazón de Oshún, diosa del agua, la seducción y el amor, que conmovida por su pena y furiosa por la crueldad de Olodumare, decidió ayudarlos. No podía oponerse a los designios del dios supremo, pero sí confundirlo con su magia, de manera que puso sus manos sobre las cabezas de los amantes, los hizo unirse en un beso eterno, fusionándolos en un solo cuerpo, y los convirtió en palmera.

»Consumado el prodigio, la palmera siguió llorando, pero ahora de dicha, y sus lágrimas, dulces como la miel, se arracimaron en cabelleras de dátiles, Kamali, como estos que tanto placer te ofrecen cuando los comes.

Babu Jabari se fue la noche que llegaron a la aldea unos hombres oliendo a muerte, que reían con la boca cerrada.

—Cuando ya no esté —le había dicho babu—, búscame al amanecer en la estrella más brillante y deja que tus miedos vuelen lejos, hacia las sombras, porque allí, en su luz, estaré yo para cuidar de ti.

El cielo está perdiendo la negrura. Un halo triste entinta de púrpura el horizonte que rodea el cayuco. Las estrellas se han retirado. Todas menos una, que permanece incólume al desafío de la aurora. Retadora. Espléndida. Centelleante. Kamali, se refugia en ella como en un sagrado. Es la última promesa que lo debe la vida. Entonces surge el milagro.

Los hombres empiezan a reír; dan palmas; bailan, poniendo en peligro la estabilidad del bote. Entre la bruma, un barco hace señales. En el cielo, otro lucero, mecánico, sin magia, les pone en el centro de un foco salvador. Todos se abrazan mostrando alegría; algunos lloran de felicidad, todos se palmotean las espaldas, congratulándose por un futuro incierto. Solo una mujer —quién sabe su nombre—, permanece ausente, en otro mundo, ajena a lo que ocurre a su alrededor, acunando en sus brazos el cuerpo inerte de un niño, al que ya no le queda vida por descubrir, seca por dentro, sin lágrimas.

Y Kamali le presta las suyas, mientras estrecha a Thabo contra su corazón, preguntándose si, allí adonde van, la gente sabrá por qué y cómo lloran las palmeras.

ASAPH FERNÁNDEZ

Mamá Chinta

Dicen que tenía manos de bruja, otros, que había sido bendecida. Pero todo depende del cristal con que se mira, ¿o no?

Su nombre era Jacinta, como el nombre que llevan esas flores de color morado, pero en femenino. Unos la llamaban: Tía Jacinta, por respeto, otros que no mostraban respeto: La Mujer Araña, para los más chamacos y que le teníamos un cariño entrañable: mamá Chinta, pues a muchos crecimos bajo su regazo. Tejedora de sombrero y petate por oficio, curandera por vocación, dicharachera por herencia y pelangocha de corazón.

Nadie en el pueblo sabía coser un sombrero jipi como lo hacía ella. “Palmera” la llamaban en los mercaditos a los que se presentaba con sus productos metidos en guacales y canastas de mimbre; de estatura media alta y complexión delgada, el pelo negro azabache y trenzado en forma de palma, de ahí el sobrenombre.

Dicen que un día cuando arreciaba la lluvia sobres los tejados, ella caminaba con sus enseres y sus hierbajos dando tumbos y trompicones con las piedras bola que hacían de pavimento cuando un rayo le cayó directo en la mollera. El pelo le caneo de inmediato pero, según las malas lenguas, le otorgó poderes que solo el tiempo y los crédulos confirmaron. Sabía curar el empacho y el mal de ojo, un supiritaco, y una desconchabadita no era ningún problema.

Recuerdo que un día andaba trepado en un guayabo porque quería agarrar la fruta de hasta arriba, la más cosidita pues, y me termine rompiendo la muñeca. Caí aproximadamente de unos tres metros, casi cuatro y me empezó a doler mi brazo y la mano derecha. Era tanto el dolor que chillé como nunca lo he hecho.

–Aguanta Carmela, ya viene Mamá Chinta pá que te cure el brazo.

Recuerdo que se juntó un buen de gente de quién sabe onde salieron y me rodearon como si fuera un animal muerto.

–Ya lleguenle mirones que aquí no ha pasado nada –dijo Jilomeno intentando hacer circular el ambiente.

–Ábranse piojos que ahí les va el peine –escuche que dijo mamá Chinta. –Haber mi niño, uste me dice onde le duele exactamente.

Comenzó a palapar el brazo desde el codo hacia abajo hasta llegar a la muñeca, entonces grité y dije –ahí, ahí mero.

–Haber tú Pale, háblale a tu hermano…

–Al Chucho o al Macario

–Al Macario pero vas que vuelas

Después de unos minutos llegó el mozuelo con sus chanclitas y las patas rajadas de tanto andar descalzo.

–Sobale –dijo muy segura

–Pero si yo ni se sobar mamá Chi…

–Tu házlo, no tiene nada más que un flojo.

El pequeño empezó a sobarme y como si fuera un milagro el dolor comenzó a ceder.

–Es bien sabido que solo un cuate puede quitar un flojo del brazo. Ponte un té de árnica y metes tu mano por un rato.

Aquella tarde se retiró con el capisayo cubriéndole el cuerpo.

–Va a caer un aguacero –dijo muy segura, por lo que nadie puso en duda su pronóstico del tiempo. Luego volteo a verme, yo sostenía la muñeca con el brazo izquierdo, y me dijo: –ponte unos platos calientes para que no te entre el frío y lo cubres con una manta no sea que te duela durante la noche.

Puedo decir que la lloré aún más que a mí misma madre el día que la encontramos río abajo con el rostro hinchado de tanto tragar agua. Había intentado cruzar por el mismo tronco partido como tantas veces lo había hecho, sin embargo, las lluvias habían hecho que la madera se terminara pudriendo.

La subieron en una camioneta de redilas, y la enterraron en el panteón de los rosales. Le llevé una brazada de alcatraces blancos y los puse en la cabecera de su tumba. Muchos habían recibido sus favores, pero ninguno se apareció el día que fue llevada hasta su última morada.

–¡Desgraciados!

Solo estabamos los mismos chamacos a los que nos creció, y uno que otro de los que encontramos sombra debajo de sus brazos.

RAQUEL LÓPEZ

El suave tintineo del carillón de viento, me despertó. Tú lo pusiste en el jardín para ahuyentar las malas energías y respirar paz en nuestro hogar… Un hogar que compartía contigo, Amir, en mis largas vacaciones, pues ambos sabíamos que tu lugar estaba en Egipto y el mío en Francia y nuestra vida juntos no podía ser…..

Aún con lágrimas en los ojos sostengo sobre mi mano tus cartas de amor y la noticia de tu muerte me hizo volver de nuevo.

Volví a cerrar los ojos y continué soñando…

¡ Cuantas veces pude ver aquellos amaneceres contigo surcando la majestuosidad del río, bañarnos en sus aguas cristalinas! Y a través de la bruma, ver la belleza de las palmeras rindiendo pleitesía en las claras aguas del Nilo, mientras el sol se perfilaba fundiéndose con el dorado fulgor de la arena del desierto.

Aquellos paseos bajo el parasol de aquellas palmeras en las que grabamos nuestras iniciales de Marie y Amir.

He vuelto a emocionar mi alma ante sublime fascinación y recuerdos.

La vida sin tí, ahora, está como el desierto árido forjado a base del sol y arena que siente la soledad y que solo es acompañada por el viento y el rumor de aquellas palmeras.

He regresado después de muchos años que no pude volver y compartir contigo, porque ambos teníamos nuestras vidas, sin embargo siento que pertenezco a este lugar.

Lil’ abad.

MARÍA OGRAL

Me azotaba el aire en la cara como lo hicieron tus palabras esa tarde de junio.

Me sentí frágil como una copa de cristal cuando se hace añicos contra el suelo.

Rota en mil pedazos, irrecomponible. Un puzzle de piezas perdidas esparcidas sobre la arena de la infinita playa.

Me ahogaba agotada sobre el brecha vacía en el que se habían convertido tus ojos para mí.

Con esa mirada hueca, diáfana y oceánica que me convertía en transparente. Límpida. Cristalina.

Sentía como me fundía con la casa, con el sofá,con la cama, con el agua de la ducha. Como ella, yo también desaparecía arrastrada por el sumidero sin dejar rastro.

Pensé en la canción de El dúo dinámico, esa que años atrás , había cantado a pleno pulmón encerrada en la cocina: «Resistiré, erguida frente a todo, me volveré de hierro para endurecer mi piel, y aunque los vientos de la vida soplen fuerte, soy como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie…» .

Y recordé esas palmeras de nuestra playa. Cómo, abatidas por el vendaval, también resistían.

Como la copa se movía enfurecida pero se dejaba sacudir por el viento, fluyendo con él en sus embestidas. Sin miedo. Casi bailando.

Las ramas moviéndose incontroladas, victoriosas hacia el cielo, símbolos inequívocos de la inmortalidad para los egipcios.

Palmeras enraizadas con fuerza a la arena, confiando en la robustez de su tronco. Simplemente, con la credulidad de su vigor y con la tranquilidad de saber que todo es temporal, hasta ese terrible huracán.

PEDRO PARRINA

UNA PALMERA PARA CUANDO MUERA

Cuando muera, quiero que contraten una palmera, que cante, que baile y que toque las palmas todo el día, hasta que os amargue, y que bebáis cantidades inmensas de agua de coco y comáis muchos dátiles, para que os entre diarrea y tengáis que estar varias horas en el baño; podéis aprovechar ese tiempo leyendo mi único libro: Verde Blanco Negro, del cual no hay ejemplares disponibles, excepto por impresión a demanda -preguntar a Cris-, así que si no lo comprasteis en su día, lo vais a tener difícil para poder disfrutar de ese tiempo criticándome.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

MENUDOS ELEMENTOS (ESTAMOS HECHOS)

Día 1. Agua

Doce horas, doce. Se dice pronto, pero esas son las horas que llevo a la deriva, y todo lo que se ve en kilómetros a la redonda no es otra cosa que agua. Ahora entiendo a los que se cagan en la mar salada. Ganas me están entrando. Además, de forma literal.

Mira que se lo dije. Que no era buena idea usar el taladro para colgar la foto de la boda en la pared del camarote. Pero ella, erre que erre. Maldito sea el momento en el que abrí la caja de herramientas. Todo comenzó por un pequeño orificio por el que cabía justo un taco del ocho. Pero los materiales de los que hacen los barcos hoy en día ya no son como los de antes. El agujerito del ocho inmediatamente se convirtió en uno del diez y así la pared fue rajándose y el boquete subiendo números sucesivamente hasta un punto en el que el agua ya entraba con un caño del tamaño de una pierna.

Cinco minutos estuvimos intentando achicar el desastre. Y otros cinco viendo como nuestros ahorros de toda la vida se hundían para siempre, haciéndole compañía a los tiburones y resto de especies marítimas.

Suerte que teníamos las colchonetas hinchables.

Por cierto, a mi mujer hace un rato que no la veo… ella siempre a lo suyo.

Día 2. Aire

Dormir en estas condiciones resulta harto difícil. Trece veces me he caído de la colchoneta ya, en mitad de la oscuridad. Suerte que soy de sueño ligero y la he encontrado rápidamente en cada nueva caída. Pero los litros de agua que he tragado, esos no me los quita nadie.

Acaba de amanecer y parece que se ha levantado una ligera brisa. Se agradece. El aire es fresquito y al menos hoy ayudará a paliar los efectos del sol justiciero que ayer cayó sobre mí durante todo el día. En el momento de los hechos me encontraba en bañador, única prenda que conservo. De lo que se puede deducir fácilmente cuál es mi nivel de bronceado en estos momentos: rojo carabinero.

Se ven algunas nubes a lo lejos sobre el horizonte. Son oscuras, tirando a negras. Un color que no me gusta. La brisa se está convirtiendo en aire fuerte rolando a poniente, y está causando una fuerte marejada de componente oeste lo que hace que la mar esté bastante picada. Se preguntarán cómo se todas estas cosas. Antes de verme obligado a navegar sobre esta colchoneta, yo era meteorólogo. El de las noticias de las nueve. Anoche supongo que me buscarían un sustituto en vista de que no llegaba.

Han pasado tres horas y esto se ha puesto serio. Parece que todas las nubes del mundo se hayan situado sobre mí, descargando agua a mansalva. Ahora tengo agua encima, agua alrededor y agua dentro. Toda la que he tragado entre unas cosas y otras. Lo peor es el viento huracanado, que temo que vuelque la colchoneta de un momento a otro. Pero no. He conseguido que haga pantalla y lejos de hundirme, el viento me está impulsando a gran velocidad. El problema es que no sé a dónde.

Por un momento me ha parecido ver a mi mujer a lo lejos, con su colchoneta. Ella sabrá. Hay que ver lo que le duran los cabreos a esta mujer… Si no querías que nos hundiéramos, haberte pensado lo del cuadro.

Día 3. Tierra

Me despierto con una sonrisa de oreja a oreja, murmurando tonterías. Pero la chica que hace un momento me echaba el brazo por encima mientras me mordía la oreja ya no está. Maldita sea, era solo un sueño.

Abro los ojos con cuidado para que el sol no me deslumbre. Pero no veo el agua, ni las nubes, ni el intenso azul del cielo. En su lugar, sobre mis ojos, observo un bosque de frondosas palmeras. En un acto reflejo, giro la cabeza, justo para esquivar un coco que veía hacia mí en caída libre. Qué peligro tiene esta isla.

Efectivamente, me hallo en una isla. En algún momento de la noche, mientras me aferraba a la colchoneta, el viento me arrastró a tierra. A esta isla desconocida que ahora supongo que me toca explorar. Hoy comienzo mi nuevo oficio de náufrago. Espero que el contrato no sea por tiempo indefinido.

Me levanto y pongo en práctica todo lo que he visto en la película de Tom Hanks y de pequeño leí en Robinson Crusoe. No tengo papel ni boli, así que me apunto la lista en mi cabeza: buscar agua dulce, fabricarme una choza con todo lo que pille por ahí, aprender a subir a las palmeras para coger cocos, fabricarme un arco y una lanza para pescar a los incautos bichos marinos que tengan la mala suerte de pasar por mi ángulo de visión… En fin, lo típico.

Me adentro en la maleza y de pronto la veo. No puede ser. Mi mujer. Se conoce que el viento, que por lo que sea sabe que estamos casados, la ha arrastrado también hasta aquí. No me libro de ella ni en un naufragio. En fin, juntos nos repartimos las tareas de la lista. Lo malo es que ahora la choza va a tener que ser el doble de grande. Y conociéndola, dormiremos en camastros separados.

Día 4. Fuego

No había reparado en otra de las actividades fundamentales del manual del náufrago: hacer fuego. Para cocinar los exquisitos manjares que íbamos a consumir durante nuestra estancia en aquella paradisíaca isla, y para hacer señales con la esperanza del rescate.

Lo del fuego… ¿Cómo se me había podido olvidar? Esto es de primero de náufrago.

Siempre suelo llevar un mechero encima, pero el agua se ha encargado de inutilizarlo. Lo intento, pero aquello no enciende ni rezándole. Así que hay que recurrir al método tradicional basado en la frotación de palos. Mi mujer, con evidente cara de poca fe y eludiendo responsabilidades, inmediatamente me ha dicho que lo del fuego es cosas de hombres.

Así que, mientras mi señora se encarga de adecentar y barrer la choza, yo me he puesto a experimentar con los troncos. Y debo decir que no me ha resultado extremadamente difícil. En solo quince minutos, el fuego ha hecho su aparición estelar.

Pero no contaba con el hecho de que la que ahora iba a ser nuestra vivienda habitual, la choza antes mencionada, ha sido construida en la entrada la selva. Con preciosas vistas a la playa, eso sí. Una calita preciosa que esperaba que nos hiciera enamorarnos de nuevo, contemplando los atardeceres. Pero a lo que iba, el incipiente fuego rápidamente ha prendido. La hojarasca, los troncos, la choza… y la selva entera.

Media hora después, toda la isla está ardiendo, mientras nosotros observamos el espectáculo como dos pasmarotes plantados sobre la arena de la playa. Sin selva, sin choza y sin la más mínima esperanza de que aparezca ningún helicóptero ni brigada anti incendios

EFRAÍN DÍAZ

Cuando la policía llegó hasta su casa, Braulio mantuvo la calma. Les dijo a su mujer y a sus hijos que no hicieran escenas y que no se preocuparan por él.

Quince efectivos fuertemente armados llegaron en cinco patrullas. “A show of force”.

Antes de que la policía tocara a su puerta, Braulio la abrió y se quedó de pie bajo el marco.

De buena estatura, de piel tostada por el sol y de constitución física tosca y fuerte debido a la dura faena del campo, la policía dudó si arrestarlo a la fuerza. Era obvio que aunque numéricamente superior, físicamente estaban en desventaja.

Entonces el comandante le preguntó:

-es usted Braulio Paredes?

Braulio lo miró con sus penetrantes ojos y en un tono pausado y sereno, pero desafiante y altivo, solo dijo “si”.

-esta usted detenido por el asesinato de José Cardenales- dijo el comandante.

Con una sonrisa fría y maliciosa, Braulio estiró sus brazos brindando las muñecas para ser esposado.

Veinte años atrás, cuando a Braulio le despuntaba la adolescencia, comenzó la fiebre por el aceite de palma. Sacado de palmeras africanas, tenía usos comerciales, estéticos y gastronómicos.

Sus empresarios se enriquecieron de un día para otro.

José Cardenales, Ministro de Agricultura de algún país de Centro América, quiso montarse en la ola y vio en el aceite de palma una buena oportunidad.

Valiéndose de un testaferro, creó Palma, SA, extendiéndole un permiso para sembrar dos mil seiscientas hectáreas de palma africana. Con el permiso de siembra, le cedió a Palma, SA el usufructo de la tierra por una miseria.

Mediante otro testaferro, creó Oil Industries, SA para procesar el aceite obtenido de las palmeras. José Cardenales tenía todo el monopolio

Ambas compañías comenzaron operaciones. Al año, José Cardenales renunció a su puesto de Ministro de Agricultura y pasó, junto a sus testaferros a dirigir las operaciones de Palmasa y Oilisa, como se conocían comúnmente a ambas empresas. Algo común en países centro americanos, donde con mojarle la mano al presidente haces lo que te venga en gana.

Con el pasar de los años, Palmasa creció. Comenzaron a querer comprar las fincas de los campesinos colindantes. A los campesinos que se negaron a vender, les arruinaron las cosechas. Entonces, eran obligados a vender por una baratija.

Oilisa comenzó a contaminar los ríos con sus desechos tóxicos y el ganado vacuno y porcino comenzó a morir. Era un plan orquestrado por José Cardenales para obtener la mayor cantidad de tierra al menor precio posible. De dos mil seiscientas hectáreas, en unos diez años usufructaban cerca de quince mil.

En ese ambiente creció Braulio. Vio a su padre arruinarse por ofrecer resistencia. De hacendado, pasaron a ser peones. Braulio y su padre se convirtieron en esclavos de su propia finca.

Braulio creció con ese odio y resentimiento en su interior. Creció con sed de venganza.

Pasaron veinte años y Braulio nunca cedió. En silencio y con actitud sumisa, se ganó la confianza de José Cardenales, quien, en un humillante acto, lo hizo capataz de la que fue la finca de su padre. De la que sería su herencia.

Una tarde José Cardenales se presentó en la finca y le pidió a Braulio que le diera un paseo para inspeccionar las siembras.

Solos, Braulio aprovechó la ocasión. A punta de cuchillo, lo llevó hasta una palmera. Lo abofeteó y lo golpeó a su antojo. Producto de la golpiza, José Cardenales sangraba por las cejas, por la nariz y por la boca mientras se arrastraba por la tierra pidiendo clemencia.

-No pida lo que nunca dio, patrón- le masculló Braulio-mire no más, vino caminando y ahora se arrastra como lo que es, un gusano-

Apaleado y sin fuerzas, José Cardenales sabía que no saldría vivo de allí.

Brauio fue al vehículo todo terreno y buscó una soga. José Cardenales comenzó a llorar.

-no llore mi patrón. Le juro que esto será rapidito. Además, nunca lo vi llorar cuando le quitó la hacienda y las tierras a mi padre-

Entonces, Braulio le ató las manos a la espalda, le enroscó la soga al cuello y lo colgó de una palmera.

-mire no más, patrón, la misma palma que le llenó los bolsillos, le sirve pa’ guindarlo-

El cuerpo de José Cardenales comenzó a estremecerse. Temblaba violentamente. Intentaba gritar pero no podía. Braulio lo contemplaba en silencio.

José Cardenales dejó de moverse. Años de abuso y de miseria terminaron en una palmera.

En el juicio, Braulio tenía un abogado de oficio. Carecía de medios para pagar uno privado.

Le ordenó que no lo defendiera. Haría alegación de culpabilidad.

-Después de todo, licenciado, fui yo quien mató a ese pinche cabrón y no tengo ni gotita de remordimiento. Que lo sepan todos.

EMILIANO HEREDIA

84

Recuerdo.

Los campos en barbecho.

Con las pajas segadas de océano trigal en Julio.

Y una fresca brisa de Septiembre barriendo con mimo.

La pintura beis de la vieja ventana seguía igual de descacarillada que el último día de clase en Junio.

Dejando a la luz en pequeñas zonas su pasado verde césped titanlux.

Los lápices alpino olor a madera recién cortada y la goma Milán olor a nata que invitaba a darle un mordisco.

Los libros para forrar en casa.

El horario de las clases dibujado en la pizarra para copiar en una hoja cuadriculada sin márgen.

Una mosca distraída sobrevuela perezosa la clase.

Llaman a la puerta de la clase.

La figura sotanada inconfundible del padre Pelegrini, el portero del colegio.

Los cristales de la puerta doble protestan con tembleque.

-Buenos dias Don Manolo-saluda con voz meliflua el padre- disculpe usted la interrupción, pero aquí traigo a la nueva incorporación de éste curso. Ande, señorita, entre, no sea tímida -le da un pequeño empujoncito a la chica, invitándola a entrar en la clase-

Los ochenta ojos de los cuarentena alumnos orbitan alrededor de la figura menuda de la chica que acaba de entrar. Un vestido azul marino, un poco por encima de los tobillos, haciendo contraste con los calcetines blancos que acompañan a unos zapatos de hebilla, brillantes de limpios. Su cabeza, cubierta por un pañuelo color turquesa envolviendo el cuello, resaltando la fina silueta de su cara.

Un murmullo, casi generalizado, se extiende por la clase.

Todos, por lo bajini, comentan lo mismo. El color de su piel.

Color dátil.

-¡Silencio!-ordena Don Manolo. Profesor serio, enérgico -No quiero oir ni un solo murmullo. No quiero que la nueva alumna, tenga la impresión de que somos maleducados. Así, que ahora mismo, todos-recalca, remarcando la ese- le demos la bienvenida como es debido.

Los cuarenta, nos levantamos al unísono, y como una formación militar, decimos:

-¡Bienvenida a la clase!, ¡Dio….!

-¡Shhh!,- corta Don Manolo-¡Hasta ahí!.-hace un gesto con la mano, seco, cortante-

Estupefactos, nos sentamos, sin entender por qué Don Manolo, no nos había dejado decir Dios te bendiga.

-Ahora-prosigue Don Manolo -la nueva alumna se va a presentar -la ase por los hombros, y la coloca enfrente de la pizarra, mirando a la clase-vamos, adelante -le dice a la nueva alumna -.

-Hola- dice suavemente, bajando la mirada, tímidamente -. Me llamo Palmira, soy de una ciudad muy bonita, que se llama Tánger. Recién he llegado a España, porque a mi padre, le han trasladado a Madrid.

-Muchas gracias, Palmira -le dice Don Manolo sonriendo a Palmira-. Ahora, si le parece bien a Palmira, os dejo que la preguntéis para conocerla un poco más, pero sin cachondeo que os conozco, ¿Eh?- dice, fijando su mirada en mí. No sé por qué –

-¿Sí, Marisa?-le dice Don Manolo, a la empollona de la clase, la delegada de curso «eterna», que ha levantado la mano la primera-

-¿Qué significa Palmira?. Es un nombre muy bonito.

-Es un nombre que viene del latín, significa «la que viene de tierra de palmas». En mi país, Marruecos, donde yo vivía, hay miles de palmeras. Llenas de dátiles, dorados por el sol más bonito que podáis imaginar.

-¿Que es un dátil?-pregunta Manolo, el simple –

-Es el fruto de la palmera -responde Palmira-. Si el señor profesor me lo permite, he traído dátiles para que los probéis, obsequio de mi madre-saca de su cartera de piel marrón, con dos hebillas, un bulto de papel parafinado, se lo da a Don Manolo -¿Puedo?, ¿Por favor?.

-Muchas gracias, Palmira -responde Don Manolo -. A ver, chicos, en fila india, pasáis por mi mesa, y cogéis un dátil -ordena, abriendo el paquete de dátiles –

La clase entera, fijamos la mirada en aquellos dátiles.

-Os va a gustar, son dulces, pero cuidado que tienen hueso-advierte con modosidad Palmira -.

-¿Son como aceitunas?-pregunta Susana la «Heidi ‘-

-Si, claro -responde Don Manolo-, es un fruto de hueso –

Uno a uno, cogimos el dátil. La mayoría, lo miramos con extrañeza, y lo probamos con la punta de la lengua. Al final, todos nos acabamos de comer el dátil y, uno a uno, echamos el hueso a la papelera.

-¿Os ha gustado?-pregunta una sonriente Palmira –

Todos asentimos con la cabeza.

-Muy ricos, Palmira -responde Don Manolo, como han sobrado bastantes, los llevaré a la sala de profesores para que los prueben.

-Como usted desee, señor profesor -responde Palmira -.

-¿Más preguntas?-Dice Don Manolo –

-¿Por qué sabes hablar tan bien el español?.-Pregunta Juan Carlos «el mofeta»-

-Mis padres son españoles, y trabajaban en el consulado español de Tánger, se hablar español, árabe y francés-poco a poco, Palmira se va soltando y cogiendo más confianza –

-¿Por qué llevas ese pañuelo en la cabeza?-la pregunta Sonia la «lloros»-

-Es una señal de respeto. En Marruecos, la religión que profesan es la islámica, y todas las mujeres llevan éste pañuelo. Se llama Jihab.

-¿Entonces eres mora?-interviene Javi «el liebre»-

-No, soy católica, pero como he dicho antes, por respeto, porque tengo amigas musulmanas. He estudiado en el liceo francés de Tánger. Allí tenía amigos protestantes, musulmanes, católicos…

-¿Tus padres son negros?-la pregunto-

-¡Eh!, ¡He dicho que sin cachondeo, Emilio!- me reprende Don Manolo –

-No, no pasa nada -intercede Palmira -. Mis padres, son españoles, como he dicho antes. Son blancos. A mí me adoptaron ellos. Me dejaron recién nacida a las puertas del consulado. Así que, como no podían tener hijos, me acogieron como a su propia hija.

La mañana de aquel primer día de clase del curso del 84, en octavo de

EGB, transcurrió como si Palmira fuese la profesora.

Aprendimos que fuera de nuestra zona de confort, existían otras culturas, otras religiones, otra cocina.

Lo que por entonces nos pareció algo exótico, ahora a día de hoy, es lo más normal del mundo.

Y a día de hoy, sigo recordando a Palmira, el día que trajo su mundo al nuestro.

IRENE ADLER

EL MILAGRO DE LA VIRGEN DE LA PALMA

Ilustrísimo Señor:

Muy Señor mío:

“El día 1º de este mes, a las diez de la mañana, estando el tiempo en agradable tranquilidad, sobrevino en esta ciudad un terremoto que duró el espacio de cinco minutos, con tan incesante violencia, inquietud, que llenó de pavor a todo el pueblo, pero sin causar grave daño porque no derribó edificio ni fábrica alguna, y sólo se llevó la veleta del convento de Santo Domingo.”

****

Exhausto, don Antonio Azlor, gobernador militar de Cádiz, después de aplicar polvos de salvadera al enésimo pliego de la enésima carta, se la entregó a su ayudante y solicitó quedarse a solas.

Del cajón del escritorio sacó un cuaderno de piel de becerro que le servía de diario o de bitácora, y en el que tenía por costumbre anotar pensamientos más íntimos; recordatorios e impresiones de hechos, proyectos y jornadas. Rellenó la copa con vino de Jerez y sentóse a escribir lo vivido en aquellos cuatro días aciagos, de luto y asombro, tal y como su corazón lo recordaba.

No para los archivos del Cabildo ni para la Secretaría de Marina. No para la posteridad ni para el Rey.

Para él. Y si acaso, algún día, también para sus hijos y los hijos de sus hijos.

****

Ladró un perro.

Y luego dos.

Y luego un ciento…

Llenóse la ciudad de aquel lamento, sustituto feroz de todas las campanas de todas las iglesias. Y los vientos de poniente que tanto cortejaban a Cádiz día y noche, parecieron asustarse y detenerse, mudos de estupor ante algo más grande que su abrazo o que su azote.

Los caños de la fuente de la Puerta de la Mar vomitaron un agua espesa y roja como la sangre, para susto y consternación de las mujeres que acudieron con sus cántaros en esa mañana de Todos los Santos, cuando quiso venir a mudar la Fortuna, con doloso capricho, el curso de las cosas; de la tierra; de las aguas; de las gentes.

Fue aún peor cuando creímos que la tierra había dejado de temblar y de quejarse.

Dijéronme con gran pesar los testigos que el mar primero se retiró, como una sábana apartada del lecho por una mano gigantesca e invisible. Lo vieron irse, azul y terso, dejando al descubierto la desnudez de la piedra ostionera del arrecife, para formar contra el horizonte de la bahía un muro de agua más alto que los baluartes de la ciudad. Y que rugía como un hombre enfurecido mientras avanzaba, como una ola cualquiera, en dirección a la Caleta. Eran tales su fuerza, su altura, su descomunal velocidad, que algunos pescadores que faenaban la bajura por la playa que llaman de Puntales, no alcanzaron ni a moverse buscando refugio o asilo.

Por la Puerta de la Mar entraron las aguas hasta la Plaza de San Juan de Dios; por la de Sevilla hasta la esquina de la de San Agustín, y casa del Correo, y por debajo de la Recova hasta mediados de la calle de Juan de las Andas.

Y todo eran voces, terror y lamentos cuando el agua entró sin medida, inundando el barrio de La Viña como si de un barco a la deriva se tratase.

Hubo un cura en ese barrio que demostró esa mañana—con exceso de fe y escaso juicio— un insólito valor y muchos redaños. Mientras todos corrían temerosos hacia las Puertas de Tierra, procurándose cobijo y salvación en tierra adentro, el cura y su monaguillo, titulares de la parroquia de La Palma, salieron a la calle portando en alto el estandarte con la imagen de la Virgen.

Dícese que temblaban por igual la imagen que el cura mientras el agua lo anegaba todo a su paso, pero que a pesar del peligro, no abandonaron los escalones de la iglesia ni flaqueó el estandarte con su imagen bordada, dónde la madre amantísima sostenía en la mano la hoja de palmera que la nombraba.

“Hasta aquí Madre mía”, cuentan los testigos que bramó el cura, cerrando los ojos porque con los milagros, hasta que acaban, nunca se sabe, y algunos de los que corrían buscando amparo se detuvieron, dicen que impresionados por su convicción y su estampa, que aún temblando, era la exacta imagen de un hombre que se sabe protegido.

El agua llegó, pagana, rozóle con amorosa caricia las sandalias al cura y luego, para asombro y gratitud de los presentes, fue retirándose despacio, culebreando sobre los adoquines de la calle de vuelta al abismo del mar, domesticada por una voz y por la virtuosa presencia de la Virgen.

Libráronse la iglesia, los testigos, medio barrio, de perecer ahogados ese día. Los que tuvieron suerte, llaman a ese momento milagro y reverencian la imagen de la Virgen y un poco también al cura.

En el Cádiz de la Ilustración y de las luces, hay cabida para la fe que en momentos de duda, nos sostiene. Cohabitan, supongo, sin estorbarse, como diferentes cirios dentro de la misma hornacina.

Tengo el privilegio y la inmensa suerte de gobernar sobre una ciudad de gente valiente, capaz, solidaria e infatigable, que aún temiendo al mar, jamás de él reniega. Que sabe sobreponerse y avanzar. Que no se rinde y que nunca ceja. Hubo muchos héroes anónimos ese día. Gente corriente que a despecho de sus propias vidas, lo arriesgaron todo por ofrecer su ayuda a un familiar, a un vecino, a cualquiera. Yo no nací en Cádiz y sin embargo, hoy más que nunca, mi corazón vive entre estos muros.

Hoy me siento gaditano.

Tengo ésa suerte.

La de vivir en el Cádiz de la erudición y el Cádiz de los milagros…

FIN

Me gustaría dedicar esta pequeña historia a las víctimas del maremoto del 1 de noviembre de 1755, fecha que no olvidan los habitantes de Cádiz pero que quizá desconozcan muchos otros.

Y a los héroes anónimos de aquella jornada, que no fueron pocos.

AMPARO SORIA

-Gloria-

Sentía el cosquilleo en su estómago desde hacía días. Las 18:58h. Dos minutos para inaugurar su primer negocio, muy especial e ilusionante para ella. La gente esperaba ansiosa en la puerta. Familia, amigos, conocidos, vecinos, personas desconocidas que se acercaron animadas por la publicidad. También asistieron una radio local y la tv de la comarca. Las puertas encristaladas de pequeño negocio se abrieron de par en par. Gloria se vio envuelta por efusivas felicitaciones ¡Y un micro pegado a sus labios coloreados de rosa!

-Cuéntanos, Gloria ¿Cómo se te ocurrió abrir este negocio y su nombre?

Gloria aspiró y soltó el aire despacio emocionada, respondió con una amplia sonrisa intentando ser breve y concisa. Relató que en uno de sus viajes descubrió por casualidad, eso pensó entonces, una nueva afición que la arrastró a su mundo sin remisión. Confesó ruborizada que hasta ese momento jamás había leído un libro que no fuera de texto escolar. Hacía unos años, durante un paseo marinero un libro abandonado u olvidado, de tapas azules y una playa en su portada, le llamó la atención. Bajo aquella enorme y solitaria palmera, sin saber por qué, Gloria hojeó intrigada las primeras líneas de la novela. Ahí comenzó su idilio con la lectura. Leyó allí sentada casi medio libro. A pesar de estar leyendo, no podía creer que ella se viera sumergida en las páginas de un libro. Lo guardó en su bolso playero vigilando que nadie la viera.

Los años pasaron, fueron cientos los libros que leyó acumulando en su estantería que ocupaba ya casi dos paredes. Al quedarse sin trabajo, una idea rondó su mente. Fueron muchas vueltas en su cabeza, mucha indecisión y dudas. Recordando aquel agradable atardecer leyendo, un firme impulso la hizo decidirse.

Y ahora estaba allí, rodeada de gente entusiasmada, como ella, con su negocio, “Librería La Palmera”. Gloria ahora estaba segura, no fue casualidad, sino una señal de su destino.

……………….

MARTU MONFORTE

Las cosas buenas

Desperté con la sensación de que el tiempo más frío ha pasado. Me alegra ver que la luz del día se estira y oscurece más tarde.

Siempre encontré refugio en el jardín de mi tía, tiene las manos verdes y, en las tardes de agobio o alegría, corro hacia ella. Necesito extenderme y retoñar. Busco su frescura.

Me ve llegar, su sonrisa se alarga como la luz de setiembre. Prepara té con limón; es la excusa amorosa para hacer una pausa. Me sirve una taza y hace silencio. Después vuelve a su jardín; me invita. Mientras habla con sus plantas, esquiva espinas. Hay momentos en los que yo también las esquivo, ese día lo haríamos las dos, pero aún no lo sabíamos.

Cada tanto me mira y, con su soplo fresco, mi alma también brota.

Miro la hilera de rosales que llega hasta el final del parque; blancos, rojos. Pétalos suculentos, pétalos caricias.

Todos los tonos del azul, desde un intenso añil hasta la pálida aguamarina, los rosados, malvas y violetas forman un singular arcoíris en el rincón. Allí danzan los racimos de las espuelas de caballero. Forman un manchón recostado sobre los arbustos.

Al final del parque se levanta la palmera que rescató agonizante en un campo árido. En su jardín renació, ella dice que es porque eligió vivir ahí. Tiene palmas solidarias y raíces profundas, como ella. La tía recuerda aquel hallazgo con emoción. “Las cosas buenas siempre nos esperan”, dice.

El limonero luce sus soles amarillos y sus azahares. En el laurentino aletea, iridiscente, un colibrí. Miro el cielo sonrío. Nunca estamos solas.

Mientras prepara los almácigos de zinnias yo dibujo un rectángulo perfecto en el costado izquierdo del jardín. El olor a tierra húmeda nos envuelve. De rodillas, hundo mis manos como cuando era niña, hago hoyos, juego. Me alcanza un puñado de semillas y siembro, recuerdo la aventura de la palmera y pienso a modo de oración: “las cosas buenas siempre nos esperan”. Mis pesares se hacen más livianos; como si mi tía los arrancara junto con los yuyos.

Llegan unas vecinas, buscan plantines de petunias. Alaban los durazneros, con sus copas rosas, las lavandas, los lirios amarillos y azules. Las amapolas con su flor solitaria en el extremo del tallo, se balancean tímidas.

“¡Qué maravilla! Pero esto no es para mí”, murmura la más joven. Los chicos caminan al ras de mi almácigo. Miro sus zapatillas, se encienden luces en cada pisotón. Me transpiran las manos. Por fin, mi tía se acerca abrazada a sus plantines y los entrega. Les da recomendaciones, ellas, entusiasmadas, se van agradecidas.

Me aconseja que no aplaste tanto la tierra; las semillas deben respirar. Recuerdo a la vecina, “esto no es para cualquiera” y tiene razón.

Llegan sus dos hijas, mis primas mayores. Caminan, buscan algo. Veo que tienen tacos altos. Recién salen de trabajar, dicen. No tienen el espíritu verde de la tía. La mayor, tiene un vestido amarillo, como el aromo que florece en la casa del vecino y asoma envidioso. Nosotras ya sabemos que esa envidia puja hacia la palmera que crece y crece, no va a detenerse. Mis primas inspiran el aire puro, hablan a la vez: que mamá está grande, que ese jardín es mucho trabajo, que sería mejor conseguir una casa con menos parque. “Esto es su vida», contesta una; en su voz se filtra la congoja.

Un silencio nos aprieta y vuela por la espesura. Llaman a su madre, las voces suenan lejanas. Las tres están serias. Las abejas dejan de zumbar. Una mariposa naranja cierra sus alas y el aire se detiene. El suelo huele a sequía. Una sequía crujiente que, de pronto, en medio de la tarde, amenaza a tanto verdor. Luego, ellas pasan y se van; no me ven. La tía busca su rincón-refugio, se queda un buen rato mirando la palmera. Las dos comparten un espíritu resiliente. No se dan por vencidas, ambas son luchadoras. Por algo se encontraron, pienso. Y por algo esa palmera seca y moribunda revivió y resurgió entre las manos y el amor de la tía, tan lejos de su hábitat. Almas gemelas, quizás. Los pétalos caprichosos de una rosa roja envuelven la figura de la tía. Mis manos quedan suspendidas, húmedas de tristeza.

Sus pasos cansados me sobresaltan, no la quiero mirar. “Poca agua, sólo para que se asiente y en forma de lluvia”, me aconseja. Después de sembrar, riego con cuidado.

En ese momento llega un señor de zapatos lustrados. Busca un vivero. Mi tía le dice que este es el jardín de su casa, pero que con gusto puede llevar algo. “No es un vivero», aclara con voz pesada. El señor parece molesto, habla por celular, sube el tono. Intuyo que mis primas han jugado su carta. Después, se queda mirando la frescura, los pimpollos de jazmín a punto de estallar. Lo consume, el jardín lo traga, se va hablando más calmado.

Al rato, la tía se quita los guantes. “¿Descansamos? Preparo una buena taza de té”, me dice.

Nos sentamos bajo la glorieta. Sobrevuela una quietud que me perturba; devora las palabras. Esa calma grita. Quiero abrazarla.

Una sombra flota, me estremezco. Su mirada se va lejos, la mía también. Creo que hoy las dos vamos al mismo lugar: cerca de los abuelos.

Ella huele a jazmines

a primavera.

Ella es savia, es raíz.

huele a paz,

es paz.

Es también este silencio que, de a poco, nos abraza, nos repara.

Ella es palma que se brinda generosa,

es raíz profunda.

Es perseverante

Es también, palmera.

ANGY DEL TORO

La Resiliencia de La Palma: Amor y Naturaleza en Tiempos de Erupción.

En la isla de La Palma, donde los cielos estrellados abrazan el horizonte y las aguas del Atlántico besan sus playas, vivían dos jóvenes enamorados. Su amor floreció entre los bosques de laurisilva y los campos de lava negra, un amor tan profundo como el cráter de la Caldera de Taburiente. La isla, conocida como la “Isla Bonita”, era su hogar, un lugar donde la naturaleza desbordaba en colores y vida. Marta, con su alegre sonrisa podía hacer florecer el más marchito de los almendros, y Ramón, con su canto, atraía a las aves que por las alturas danzaban.

Pero un día, la tierra tembló, un dolor antiguo resurgió en sus entrañas y el volcán Cumbre Vieja despertó de su largo sueño. La lava lenta y destructiva comenzó a fluir consumiendo todo a su paso: animales, cultivos y las playas donde habían jugado desde niños. La tragedia golpeó el corazón de la isla, y con ella, el de los amantes que se vieron obligados a separarse, con la promesa de que su amor sobreviviría a la distancia y al tiempo. Marta partió hacia Tenerife, al hogar de sus padres, llevando consigo a sus hijos, y la esperanza de un futuro mejor, mientras que Ramón quedó solo y decidido a ayudar a reconstruir su tierra natal.

Aunque la lava se enfrió y se convirtió en parte del paisaje, las cicatrices permanecieron. Ramón trabajó incansablemente, construyendo su nueva casa y cuidó de la fauna que había sobrevivido. Marta, desde lejos, enviaba semillas de árboles, palmeras y flores que brotaban como pequeñas joyas entre la roca volcánica. Finalmente, el día que Marta regresó a la Isla, se encontró con un lugar transformado, pero también con un Ramón que había mantenido vivo su amor y su compromiso con la tierra que los vio crecer. Juntos, se prometieron protección y, además, enseñar a los otros el valor de cuidar la naturaleza y vivir en armonía con ella.

La historia de Marta y Ramón es un recordatorio de que, incluso frente a la adversidad, el amor y la esperanza puede florecer. Nos muestra que debemos respetar y cuidar al Planeta, pues es el único hogar que tenemos. La Palma, con su belleza renacida, tiene una edad geológica que se estima en dos millones de años y surgió de un volcán submarino situado a cuatro mil metros bajo el nivel del mar. Es un testamento de la resiliencia de la naturaleza y del espíritu humano. Cada hoja que brota es una esperanza, y cada fruto, una promesa de un futuro sostenible. Así, la Isla de la Palma se convierte en un oasis de vida y amor. Un paraíso restaurado que nos invita a cuidar y valorar el delicado equilibrio de nuestro mundo natural.

BEGO RIVERA

En «Las Palmeras»

El ambiente le resultaba cargante, incómodo, asfixiante.

Le sonaba de algo, sería por todas las fotos que vio durante su investigación, lo único cierto es que le daba ganas de vomitar.

Ese era el lado negativo, a la par que todo el ingente esfuerzo ( y dinero) que le había costado conseguir esa estancia: la número veinticinco. Según le comentó la recepcionista no facilitaban ese cuarto desde hacía años debido al último incidente.

El lado positivo, que logró convencerla consiguiendo su objetivo, ver en primera persona si había algo de veracidad en los testimonios sobre sucesos paranormales de personas que pasaron por allí, y, descubrir si en realidad desaparecieron huéspedes que fueron vistos por última vez en ese complejo llamado «Las Palmeras», en Málaga, cuya fama venía ya de largo tiempo.

Greg era periodista de investigación, sin querer (¿queriendo?) lo fue postergando y por fin estaba ahí. Su trabajo consistía sobre todo en desenmascarar las noticias fake, a los impostores que se lucran de merecidos incautos, hasta ahora lo había conseguido y era persona non grata en muchos lugares.

Greg vivía en Santander aunque era de León, dónde vivió hasta los dieciséis años y donde ya no le quedaba familia. Ahora estaba en Málaga , y aunque Mari—su mujer— y él hablaron de ir de vacaciones ahí con los niños algún verano, al final no lo habían llegado a hacer y ahora sus hijos ya eran mayores.

Era tarde, había llegado a Málaga a las nueve y media de la noche, cogió el móvil para llamar a Mari y decirle que había llegado bien. Le salía el buzón de voz.

Le mandó un mensaje y esperó respuesta mientras se daba una ducha. El baño era tan antiguo que le sorprendió, tenía bañera en lugar de placa de ducha. Mientras se desnudaba, Greg tuvo una intuición, algo no iba bien, intentó calmarse, no entendía qué le pasaba, en él no era normal. «¿ Le habría pasado algo a su familia?» Pensó. Lo desechó rápidamente y se metió en la bañera. Una vez dentro se fijó en diferentes manchas, se asqueó solo de pensar de dónde pudiesen provenir. Abrió el grifo del agua, un soplo gélido de aire le rozó la nuca, miró hacia atrás y no vio nada, pegó un saltó saliendo de la bañera, agarró una toalla con los ojos casi cerrados a la vez que chillaba de asco y sorpresa.

Si alguien le hubiese grabado a Greg en ese momento hubiera captado su enorme perplejidad y horror al mismo tiempo plasmado en su rostro.

Estaba en la misma estancia pero pareciese que hubiera retrocedido en el tiempo: las paredes forradas de papel antiguo en un deporable estado, un camastro hundido, donde antes se encontraba el armario, ahora solo había un gran espejo antiguo que ocupaba toda la pared, un baúl retro a los pies de cama, lleno de mugre y óxido… Y nada más…

Donde antes estaba la puerta que daba acceso a un pequeño balcón…¡ No había ventana ni puerta!

Greg salió disparado hacia la puerta de salida, que cómo su sexto sentido le estaba avisando… no se abrió.

Dio media vuelta para coger su teléfono, temió que no hubiera señal, pero era aún peor: el móvil había desaparecido.

Puso patas arriba todo sin éxito.

Apenas sin poder respirar volvió a intentar abrir la puerta, tiró con fuerza y cayó hacia atrás ya que la puerta se abrió fácilmente sin esperarlo.

Salió al pasillo, cómo se temía todo lucía pasado de moda, calculaba cómo hace cuarenta o cincuenta años, ni siquiera cayó en la cuenta que solo llevaba una toalla puesta.

Se cruzaba con huéspedes cuyas vestimentas le recordaban a las fotografías de sus padres en su juventud.

Una pareja se cruzó con él. que sorprendido reconoció instantáneamente: eran sus padres, aunque con cuarenta años menos. Iban discutiendo en voz baja, Greg los siguió, sus miradas se cruzaron pero no hubo ningún atisbo de que lo hubieran reconocido.

La pareja entró en la habitación veinticinco, la suya, mientras seguían hablando él entró tras ellos. Sus padres se reflejaban en el viejo y gran espejo, se fijó en un chico adolescente que se encontraba sentado en la cama, se reconoció a sí mismo de chaval.

Confundido miró hacia el viejo catre y no había nadie, dirigió su mirada de nuevo hacia el gran armatoste de cristal y allí seguían los tres, discutiendo. No entendía nada.

Sus progenitores le dijeron algo a su hijo tras el cristal y salieron .

Greg los siguió y vio que entraban al lado, la veintiséis.

Recordó ahora aquel fin de semana con sus padres en ese sitio, fueron a la playa de vacaciones.

Ahora el pasillo estaba desierto y en total silencio.

Volvió de nuevo sobre sus pasos, el chico se había acostado al otro lado del espejo y él decidió salir pitando de allí, pero antes de poder hacer nada sintió un vértigo y se desmayó en la cama.

Le despertaron los gritos desesperados de sus padres que lo miraban horrorizados. Entraron varias personas del hotel y algún que otro curioso.

No sabía que hacer ni decir pues su reflejo le devolvía la imagen de lo que era, un hombre de cincuenta y seis, no entendía nada, su madre y su padre eran más jóvenes que él, su yo adolescente se había evaporado.

Cuando llegó la policía le repetían una y otra vez dónde estaba el chico. Se fijó en los uniformes de ellos y eran de los años ochenta.

La policía no pudo identificarle, y no había rastro del chaval ni indicios de algún acto criminal por parte de él.

Greg prefirió no dar explicaciones consciente de que no le iban a creer, alegando amnesia.

Después de unos meses en un sanatorio fue a preguntar por sus padres ,se enteró que poco después de la desaparición de su vástago fallecieron en un accidente.

También fue a ver a su mujer, sabía dónde vivía de joven.

Tras un largo y tedioso viaje en tren llegó a Santander, fue a la dirección de sus suegros.

Vio a Mari salir de su casa, tenía quince años y se quedó mirando a Greg con desconfianza.

Rememoró el viaje familiar a Málaga en su adolescencia.

Le vino un recuerdo nítido de aquel fatídico día.

Aquella noche se acostó y miró al espejo enorme viendo a un hombre maduro que le asustó, miró alrededor y no había nadie, solo aquel extraño aunque familiar hombre.

Tenía dos opciones: cerrar los ojos, no hacer caso e intentar dormir ó correr con sus padres. Decidió optar por la segunda.

Se levantó tan deprisa que resbaló golpeándose contra el espejo.

Greg pensó en la primera opción, seguramente en un mundo paralelo no hubiese desaparecido.

MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ

-¡Levantaros, hay que irse ya!- avisó el padre aquella mañana a sus hijos- es lo que acordamos con el resto del grupo.

Así que, al escuchar su voz, unos antes y otros después, los hijos fueron abriendo los ojos a la vez que se sacudían la pereza.

Pero uno de ellos, que no dio señales de haberlo oído, siguió acurrucadito en su rincón.

-¡Hala!, que nos están esperando- dijo el padre al no obtener respuesta.

Y entonces intervino la madre:

-Ha pasado mala noche pensando en el viaje, pobrecillo. ¿No podríamos esperar unos días? Ya sabes que siempre ha ido algo retrasado respecto a sus hermanos.

-No, no podemos- dijo el padre-Tenemos que ir todos juntos, ya lo sabes; el grupo sale hoy. Solos, pereceríamos en un camino tan largo y difícil.

-Y ¿qué hacemos con él? No puede quedarse aquí, no sobreviviría el invierno- añadió la madre.

-Es ley de vida. No podemos hacer nada. Date prisa o se irán sin nosotros. Si nos retrasamos, no solo él, sino el resto ¡moriremos! – respondió él triste, pero a la vez muy resoluto-¡venga, hay que ser fuerte!

La madre se acercó al hijo débil, lo tapó un poco, le puso comida y se fue llorando y, tras darle un beso picudo le dijo:

-Adiós, no puedo hacer nada. Solo pido que alguien te salve- Y se fue llorando pensando en el hijo que perecería solo por ser débil.

El pobre pollito, al ver que la familia lo abandonaba se puso a llorar. Tan fuertes eran sus gritos que los vecinos acudieron al nido encontrándolo solo. Y les dio tanta pena que decidieron ayudarlo.

Una señora lo llevó a su casa y lo examinó detenidamente. Vio que aún tenía algo de plumón de bebé así como unas plumas del ala derecha entrecruzadas que le dificultarían el vuelo. Al no saber qué hacer, lo envolvió y lo llevó al veterinario.

El veterinario lo examinó detenidamente le arregló las plumas dictaminó:

-Está desnutrido y a la vez inmaduro- y, sacando unas bolitas de un cajón y metiéndolas en una bolsa de papel, se las entregó a la señora diciendo:

-Dele tres bolitas cada día de este pienso. Mañana ábrale la ventana. Con un poco de suerte, irá adquiriendo fuerza para volar e incorporarse a algún grupo de los que están viniendo de África.

Así lo hizo la mujer. Al principio, el pollito comenzó a revolotear por los árboles próximos, alejándose cada vez un poco más, pero volviendo siempre a ella.

Hasta que finalmente, el pollito, convertido en una joven golondrina pudo alzar el vuelo y unirse al grupo que en ese momento surcaba el cielo en busca de lejanas tierras, donde sus otros nidos los estaban esperando.

La mujer lo vio ascender con alegría y añoranza a la vez pero, cuál fue su sorpresa cuando vio que, a mitad del camino se paraba, volvía hacía ella y revoloteaba por encima de su cabeza mientras movía el ala derecha diciéndole: ¡Adiós, hasta el año que viene!

IVONNE CORONADO

Vacaciones con los nietos.

-Toc, toc.
Mi esposo abre la puerta, Silvain, nuestro vecino, nos visita.
-¿Hola, se les antoja salir conmigo hoy al restaurante griego?
Yo me acerco, mi esposo le contesta.
-Lo siento, amigo, todavía estoy cansado. Me reposo con Ivonne.
Cuando cierra, me dice Paul:
-¡Está de vacaciones esta semana y se aburre!
Y nosotros acabamos de regresar de México, Puerto Vallarta, cansados de caminar y compartir el cuidado de los nietos en la playa.
Somos dos abuelos todavía en forma, pero no en gran forma, lo confieso. Los niños parecen tener una batería recargable en segundos,¡nosotros en horas!
En el gran Bulevar Francisco Medina Ascencio de Puerto Vallarta nos paseábamos con los dos carruajes de Mathéo y Éliam, de tres años y medio y cinco mes, respectivamente, bajo un sol ardiente y un viento meciendo las palmeras, sus penachos muy altos; abanicos que no nos refrescaban.
Luego, en el Malecón, nos paseábamos igual, con un carruaje vacío y un niño entusiasmado por mirar las olas embravecidas chocando contra las rocas y piedras. Había que subirlo al muro y abrazarlo fuerte. Yo le advertía:
-¡Ya se acerca una grande!
Y sentía su corazoncito latir con la adrenalina del atractivo del peligro que temía y lo atraía con fuerza.
Así pasamos un rato. Luego se bajó y fuimos a montarnos en unos caballitos de báscula, muy bonitos.
¡Muy fuerte este chiquillo! Está en la edad de la independencia, quiere hacer todo solito. Se subía y bajaba cambiando montura y los cabalgaba con tal fuerza que avanzaba, y yo temiendo se cayera, le pedía no hacerlo, pero su abuelo lo vigilaba de cerca.
El bebé tranquilito, dormía en el carruaje que su madre mecía de un lado al otro, observando a su primogénito con adoración, al igual que sus abuelos.
No lloraba o pedía los brazos, sino cuando tenía hambre o había que cambiarlo. De tiempo en tiempo, lo sacábamos y teníamos en brazos por turnos, y él siempre sonriendo, dándonos caricias torpes con sus manitas regordetas o su boquita salivosa a causa de sus nuevos dientecitos de arriba. Ya tiene dos abajo.
Los primeros días, no nos bañamos en el mar, las playas encontradas estaban llenas de piedrecitas, las olas muy agitadas. Los parasoles se tenían que pagar, al igual que las sillas, y los hoteles no dejaban casi espacio, con sus parasoles privados.
Pero nos divertíamos mucho mirando al grandecito correr como loco detrás de los pájaros marinos. Había cantidad de gaviotas y pelícanos, y mucha paloma.
Hizo bonito casi siempre. Los desayunos eran en nuestro alojamiento, al igual que las cenas. Comprábamos fruta, aguacates, pan, café, mantequilla de maní, y nuestra hija traía galletas, jugos, y otros productos para bebés.
Al mediodía ensayamos los Chilaquiles mexicanos: frijoles, huevo, aguacate, salsas y nachos, muchos nachos. Los nachos estuvieron presentes en todas partes.
Otras veces comimos tacos de pescado, carne, camarones, pizza, y no faltaron las cervezas locales ni el tequila.
¡Las Margaritas eran servidas con tanto hielo que dolía el cielo de la boca! ¡Deliciosas!
Mathéo comía pollito, y el bebé no se preocupaba, tenía el seno de mamá.
Algo de lo que no nos cansamos fue de saborear los helados, Mathéo siempre de fresa, nuestra hija el de limón, Paul y yo, siempre de coco.
Pero Mathéo más de alguna vez almorzó y tuvo de postre solo helado. ¡Ah, los chiquillos!
El penúltimo día, la lluvia que se hacía desear de plantas y pájaros, y quizás de algunos campesinos, cayó con fuerza arrancando ramas, flores y frutos, y anegando las calles.
No teníamos agua embotellada para el café del día siguiente. Llovió toda la noche. Paul salió a ver si compraba el agua en la tienda de la esquina. «Imposible» me dijo al regresar empapado.
-¡No pude atravesarme la calle!
-Iremos a la cafetería cerca del mercado mañana- le conteste.

Al día siguiente, nuestra última visita a la playa, una supuestamente limpia de piedras, el día amaneció limpiecito, radiante, las plantas estrenaban hojas y flores con diamantes que el sol irisaba.

¡Fue maravilloso! Encontramos taxi no tan caro para esa destinación a una hora de camino. La Playa Riviera Nayarit, del estado de Nayarit.
La playa era del gobierno, y los comerciantes y restaurantes pagaban el uso de los servicios, y al comprar comida y bebida podíamos utilizar la mesa con parasol, las sillas, y bañarnos en una playa de arena entre blanca y dorada, donde Mathéo buscaba incansablemente caracoles o conchas, que brillaban por su ausencia. Las recogen para hacer abalorios y ganarse la vida los residentes de ese lugar. Me dio tristeza una niña de tal vez ocho años vendiéndolos.

Pero para un niño pequeño, una tapadera de ostra, un pedacito de concha lisa de tanto ir y venir, parecía un tesoro, y nosotros lo acompañábamos en su entusiasmo. Debajo de nuestras arrugas, hay un alma que no envejece al mismo ritmo que nuestro cuerpo.

Nos divertimos también haciendo un castillo de arena, pero como estábamos en la parte seca, esta vieja que soy yo, bajaba a traer agua del mar en su pequeño balde, para trabajarla mejor. Cada vez que subía (estábamos en alto), había gente que reía, de ver lo que me costaba subir.

La comida y bebidas fueron muy buenas, la factura un poco más elevada, pero estábamos todos contentos, satisfechos de haber gustado el agua salada.

Sin embargo, tuvimos una alegría mayor. ¿Recuerdan que dije Mathéo temía y amaba las olas? Pues nunca se había aventurado a entrar al agua. Esta vez, un niño casi de su edad, muy intrépido, lo fue convenciendo con su ejemplo, de jugar entrando al mar, y fue cogidito de mi mano, ¡qué honor!, que se mojó primero los pies, y luego, poquito a poquito, el cuerpecito con las olas más suaves. ¡Más tarde, con su madre y el otro niño y la suya, se divirtió de lo lindo… y no quería salir más!
Al día siguiente regresaríamos a Montreal, ahítos de sol, henchido el corazón de lindos recuerdos.
Atrás quedaba la playa, el mar, el cielo dibujado de palmeras, la gente amable que encontramos, y entraríamos a un Montreal no muy frío, para despertar con un manto de nieve cubriéndolo todo. La nieve comenzó por la noche y parte de la mañana.

¿Y el padre de nuestros nietos? Bueno, él nos recogió en el aeropuerto, muy descansado, para comenzar a cuidar a sus hijos, que lo recibieron con sus brazos abiertos.

YOMALCKRY OSORIO

Todos los jovenes muy

ansiosos ,disfrutarian de aquella espectacular mañana.

¡irian a la playa !al contacto con la más exhuberante belleza de la naturaleza.

Los llevaria a disfrutar del mar en toda su plenitud y libertad.

Llevaban cava con refrescantes bebidas para amortiguar un poco el festin del sol.

Habia un sitio acordado previamente para la reunion en donde se encontrarian ,nadie debia faltar a esa cita tan esperada y ansiada el dia prometia.

Entre mar,sol y arena ..tomaron el bus que los llevaria directamente al gran paraiso .

Sin lugar a dudas seria todo un dia lleno de relax total,conversaciones iban ,conversaciones venian,la juventud en su maxima expresion .

Todo era un desparpago ,risas ,alegrias se espercia por todo el lugar,una felicidad ,juegos como niños inocentes ,bajo el influjo del inmenso mar .

Los niños construyendo mágicos castillos de arena,enterrando a sus padres en ellas,los cangrejitos caminando de un lado a otro.

La brisa tambien hacia su baile ,volaba todo lo que estuviera a su paso .

Los barcos estaticos anclados al fondo parecian se juguetes.los cometas se mecian al compas de ella.

Habia quienes tenian miedo al agua y solo se bañaban en la orilla ,no se distinguia si era agua o arena.

Habian unos que habian llegado tarde a la gran cita.

Luego de varias horas intentado llegar ___preguntaron ¿En donde estan que nos los vemos?.

¿Como llegamos hacia ustedes?.

¿Nos pueden dar una referencia?

Y del otro lado del telefono una voz sumamente tranquilizada ¡Exclamo!.

___Estamos del lado derecho .

GUILLERMO ARQUILLOS

Olor a vainilla

Cuando los matones del cole le exigieron su palmera de chocolate, ella les lanzó una mirada helada y les dijo con odio:

—Ojalá os rompáis los tobillos.

El aire se llenó de aroma a vainilla. Los críos, eufóricos, se burlaron de Alaya, la niña extraña, la de la cara de fantasma o de porcelana, según quién la viera.

Algún espíritu maligno escuchó la amenaza y dos niños, León y Raúl, se torcieron los tobillos al salir del cole. León tuvo que estar cuatro días con los pies vendados, con trapos bien apretados. Aquel lugar era tan remoto que, ni había médico, ni había más medicinas que las hierbas y las bolitas de anís que daba a los niños el viejo tío Cipriano a cambio de que se dejasen tocar el culo.

—¿Por una merienda os arriesgáis a que os eche el mal de ojo? —preguntó la abuela de León.

—Es que no es lo mismo comprarla que quitársela a Alaya porque parece un fantasma.

El cole entero temió la maldición y dejaron tranquila a la niña durante unos días para que se comiera su merienda y jugara con algunas amigas en una esquina del patio.

Cuando volvió León al cole, como era todo un hombrecito a sus diez años, se sintió obligado demostrarle a Alaya que los niños son los que mandan y que las niñas, si ellos no quieren, no pueden ni comerse una maldita palmera de chocolate en el recreo.

Alaya había aparecido en el pueblo cinco años antes. Roberta, la mayor de los Hurtado, contó que se la había encontrado sola cuando paseaba en las afueras, pero todos chismorrearon que era hija suya. Ella la acogió en su casa y la trató siempre con cariño. El viejo tío Cipriano sonrió con malicia y calculó que Alaya debía de tener unos cuatro años cuando Roberta la encontró.

Nadie la buscó, y la niña no hablaba de nadie. Cuando Roberta abrazaba su cuerpecito, el aire olía a rosas.

Alaya, que tenía un carácter fuerte, solo lo mostraba cuando alguien la amenazaba. Algunas tardes salía a la plaza a jugar al pilla-pilla o a saltar a la comba y, aunque se reía con sus amigas, acostumbraba a quedarse en el zaguán jugando con sus muñecas.

Cuando León y Alaya se volvieron a ver en el recreo, los niños hicieron corro detrás de él y fueron juntos hasta la sombra donde estaba ella. Pero, al ver que se le acercaban los niños con los ojos entrecerrados, los labios apretados y en absoluto silencio, Alaya gritó:

—Socorro, amigas, ayudadme, que estos salvajes vienen a por mí.

De repente, se quedaron abandonadas las pelotas de jugar a matar, permaneció suspendido en el aire el pañuelo y se olvidaron, desparramadas por el suelo, las cuerdas de saltar. De todas partes llegaron niñas, cubrieron la espalda de Alaya y apretaron los puños con rabia.

—Danos ahora mismo tu merienda —gritó León.

En ese momento comenzó a oler a vainilla.

—Iros a la mierda —le contestó Alaya, mirándolo a los ojos.

León, con los puños apretados, se acercó más a ella. Algunos chicos dieron unos pasos siguiendo su estela.

—Ojalá os avergoncéis por robarles cosas a las niñas.

El olor a vainilla se hizo más intenso todavía; las chicas se quedaron boquiabiertas al ver que Alaya no apartaba la mirada. Se oyó entonces un viento que azotó las ramas del árbol. Y, de repente, los pantalones de todos los críos que habían avanzado se deslizaron hasta sus rodillas.

Las niñas empezaron a carcajearse de sus calzoncillos, algunos tan raídos que tenían agujeros. Ellos se pusieron rojos como cerezas maduras y León tropezó y se estampó contra la arena. Al chico le costó el resto del curso superar la vergüenza y el ridículo.

Nadie entendía en el pueblo cómo hacía Alaya aquellas cosas, pero todo el mundo, desde ese día, quiso ser su amigo. Bueno, todo el mundo no, el tío Cipriano no quiso nunca hablar con ella y decía a todos que conocía su secreto.

Cipriano, que nunca reveló en qué consistía ese misterio, murió meses después, cuando le dio bolitas de anís a una amiga de Alaya y esta, muy enfurecida, se lo contó. Aquel día el pueblo entero olió a vainilla durante horas y horas.

GRACIELA PELLAZA

Tema de la semana: Palmera

«Juegan los dioses, a medir fortalezas.

Nace en el trópico, un gladiador; nace cuando el océano evapora y sube hasta pactar con el viento.

El huracán tiene nombre.

Viene cabalgando en la montura del ciclón.

Es el destello de una adversidad, el alumbramiento del miedo, sabe el peso de su bestia.

Llega y pasa.

Como pasa todo…Arrasando.

Desmantela y abandona.

Echa a los frágiles, a los débiles, le escupe el barro de la victoria.

En el ojo del huracán …

Yo.

Palmera.

Con las raíces cosidas, subterránea en el origen, con la flexible alma, y una firmeza de tallo que oscila pero no quiebra, con longitud de alteza.

Inteligente en el desafío, atravesando la impetuosidad del poder. Convencida en la inmortal naturaleza.

Quizás resistir en la contienda sea un épico triunfo.

Los dioses juegan.

¿Tú qué crees?

Acá estoy.

Entera.»

LOLI BELBEL

SOY

Soy pedazo de la tierra

con ritmos del amor

y de los sueños…

Mi camino: un trayecto

desde el punto de partida

hasta mi isla de palmeras

y de versos…

Invento árboles

entre los adoquines

y abro ventanas

en el asfalto enloquecido.

En la oscuridad de la noche

me hicieron capaz

de romper barreras

de humo y de silencio.

No me asusta el tiempo

que libera un suspiro

que emerge de una flor…

Soy pedazo de la muerte

-hermana clandestina-

patria indescifrable de los hombres.

ABBY MARSIE ROGOM

EL OASIS DE SIWA.

A seis jornadas de viaje se encontraba el oasis de Siwa, próximo a la frontera de Libia. Hicieron el camino a pie de costa, desde la recién fundada Alejandría y hacia el oeste, buscando el oráculo del templo de Amón.

En ese tercer día de trayecto se encontraban en los dominios inapelables del desierto.

Habían decidido viajar en la noche después de lo que ocurrió; los bereberes sabían, y aún así habían estado perdidos durante cuatro días en una infernal tormenta de arena de la que habían salido de milagro. No era ésta una valoración comparativa para definir el modo en que se habían salvado, sino una definición literal, pensó Alejandro.

Desesperadamente perdidos, tragando arena, cegados. Llevaba tres guías locales, y los observaba hablar entre ellos con preocupación… no estaban lejos, pero el sonido sibilante de la tormenta no lo dejaba oír lo que se decían, y aunque hubiera podido escucharlos no hubiera entendido nada, hablaban en su dialecto. No explicaban lo que ocurría, pero entendía la situación. Estaban a la deriva en el desierto, el desierto que conocían ellos.

Esa noche Alejandro El Macedonio miraba al cielo. No es uno el cielo aunque esté sobre todas las cabezas y en todas las tierras; éste, el del desierto era tan frío y nítido que el brillo de las estrellas y la luna era casi cegador, como si fueran pequeños soles suspendidos sobre el más negro y sedoso de los tapices.

Pensó también en la forma en la que habían encontrado la puerta para salir de la tormenta.

El guía más joven, Yarib, observó una serpiente que también lo miraba con medio cuerpo erguido. Era raro, lo normal es que el animal hubiera estado a cubierto, aún más fuera de la vista, más mimetizada con la arena que de ordinario.

Le costó a Yarib convencerlos de que debían seguir a la serpiente.

Y ella los sacó de nuevo al camino.¿ No era eso un milagro?

Recordó también la historia de uno de los ejércitos del rey persa Camberres II, que desapareció completo en este mismo desierto; jinetes y caballería, avituallamiento, enseres y alimentos, servidores a pié cuando se dirigían al oasis de Siwa para atacarlo.

El desierto está vivo, entre sus dunas moran los espíritus de las arenas, haciendo desaparecer a sus enemigos, y a muchos inocentes también; y mueven las dunas haciendo perder toda referencia. Hay ciertas dunas grandes y antiguas que sirven para guiarte, no como las pequeñas y engañosas, que se solapan una a otra, desaparecen o cambian de lugar procurando tu perdición; no son pocos los esqueletos que descubre y cubre la arena. Algunos han salido vivos, pero dejando atrás su cordura.

Sin embargo las grandes dunas tampoco eran de fiar porque vivían dentro los djinn, y a veces jugaban con los incautos; por eso la única guía firme que quedaba eran las estrellas.

Se durmió con la conciencia clara y exenta de sentimiento de culpa por haber priorizado su viaje dejando de lado de momento la preparación del enfrentamiento definitivo con el rey persa Darío III, desoyendo a sus consejeros, y sabiendo que éste se encontraba en Asia central reclutando un ejercito para vengar su derrota en el ultimo enfrentamiento. Pero lo primero era lo primero. Había tiempo y las cosas se hacían en orden. Y su orden, en ambos sentidos, era ir primero a consultar el oráculo.

Amaneció lloviendo, una rareza que los guías consideraron de buen augurio.

Se pusieron en marcha pesadamente en ese último tramo, recortándose sus figuras sobre el fondo rojizo del cielo del ocaso. Era hermoso el asesino, con su mar de arena y sus nubes ahora amarillo y púrpura, teñidas por el fulgor de ambos astros, enfrentados por unos momentos en el cielo, que cambiaba en esos momentos también el color de sus ropajes.

En primer lugar los tres guías, los seguía Alejandro y a su lado dos de sus íntimos, su general y un leal servidor y amigo que lo acompañaba desde su adolescencia; detrás el resto de la tropa, otros doce hombres.

Su amigo lo miró. Alejandro tenía los dos colores de sus ojos fijos en aquella especie de isla mágica. Se había dicho a veces que en su amigo parecía haber dos personas, y cuando lo miraba con sus extraños ojos… Eso no ayudaba a a disipar su confusión. Resultaba intimidante, tanto con su ojo azul como con el oscuro. Y no sabías cuál de las dos personas que tenía dentro iba a actuar: el casi visionario estratega, o el niño berrinchudo y caprichoso.

Dieciocho personas hacia Siwa, a la búsqueda de su templo para consultar al oráculo.

Salía la luna llena en ese doceavo día, atardeciendo. Estaba a punto de llegar el frío, que caía sin transición en la noche después del flamígero día, hirviente y con ráfagas de aire que te impedían respirar y te quemaban también por dentro, de forma que en minutos se enfriaba el sudor en el cuerpo provocando escalofríos. Pero aún faltaban minutos para eso. Aún con el calor y el sudor impregnados, agotados y sucios, desde la loma que formaba una gran duna vieron a lo lejos por fin el oasis de Siwa. Como un espejismo, adornada con luces, se derramaba sobre la arena una hermosa ciudad verde y azul, refrescante y hermosa, que se ofrecía con generosidad a la vista y los sentidos.

Conformaban el oasis tres lagos cuya salinidad superaba la del mar de esas tierras, y manantiales de agua pura y dulce. Rodeaba a ese vergel una extensa alfombra verde formada sobre todo por palmeras datileras, olivos y granados. Un enorme huerto alimentaba el espíritu y el cuerpo exhibiendo su ofrenda de alimentos. Cerca de uno de los manantiales lucía su presencia un gran jardín, regalando color y aromas… Entre las flores plantas aromáticas y especias, abriendo a la noche muchas de ellas su fragancia. Así debió ser el Edén. Aquello era realmente como un espejismo puesto allí por Amón. Brillaba el agua de los lagos, destellando en su leve movimiento impulsada por la brisa y reflejando las luces que flanqueaban los caminos. El emperador Alejandro, en su magnitud de hombre pensó que a aquél voluptuoso lugar sólo le faltaba la presencia femenina.

Varios cientos de años después uno de aquellos manantiales llevaría el nombre de Cleopatra, la última reina de Egipto. La fuente de agua estaba cercana a uno de los lagos donde se bañaría aquella futura reina que sólo era visible como un espectro en las noches de luna llena, en aquél rincón que conformaría el lugar favorito de la faraona, con sus tres elementos preferidos, manantial, piscina y palmera, esperándola pacientemente cientos de años, miles de lunas, cientos de miles de días, en un número inmenso, como los granos de arena. Llegada a través del velo del tiempo.

Más de cien sacerdotes habitaban y trabajaban el lugar, pero sólo los tres más ancianos hacían oráculos.

Era Siwa un oasis cuyo primer templo era mucho más antiguo, dedicado al Dios libio Amin, y en el paso del tiempo, de conquistas y batallas, de la influencia de Roma, Grecia y la propia Libia se confundió o adaptó al dios Amón, a quien estaba consagrado ahora, y lo seguiría estando en el transitar de los siglos desde entonces.

La leyenda dice que fue una paloma negra la que marcó el lugar, y ahí se fundó el templo de Amin.

Quería consultar Alejandro la dimensión de su grandeza, el devenir de sus conquistas y el consejo sobre la aplicación de la fuerza o la diplomacia en la consecución de sus proyectos, el resultado de la batalla con el rey persa y el mejor momento para acometerla, sus mujeres, aliadas o traidoras. Y sus allegados, traidores o aliados también. Encontrar a una mujer que fuera el verdadero reposo del guerrero.

Al pie de la palmera del manantial la vio la última noche, él apoyado en una roca ya anciana, parte de los que en entonces ya eran los restos de una antigua fortaleza, a su izquierda la montaña de los muertos, y sobre su cénit la luna. Ella, sentada y mirándolo desde un tiempo que aún no había llegado, enlazada con él a través de un parentesco que llevaba en su sangre hasta cierto grado.

El sumo sacerdote le dio respuesta a sus preguntas, y término llamándolo, para su vanagloria, «el hijo de Amon_ Zeus, dueño de todas las tierras.»

Hay quienes dicen que tuvo el honor de ser llamado así no por la inspiración divina de la voz del oráculo, sino por haber sido invitado, inducido, convencido o quien sabe si amenazado veladamente por el que sería el gran Alejandro Magno.

Marcharon de allí al amanecer, y al alejarse y volver la cabeza para ver por última vez el templo y el oasis que se iba perdiendo de la vista, miró hacia aquella palmera, y allí vio por última vez el espectro del futuro de aquella mujer bañándose en la piscina, aquella de la que no sabía que sería Cleopatra, la última reina de Egipto. Se miraron a los ojos dos grandes a través del tiempo. Y mientras la figura de la mujer se diluía en el aire, la suya propia se diluía a la distancia, entre las dunas.

GAIA ORBE

tronco en el cielo

las raíces profundas

bajo la tierra

las ramas del camino

anuncian la victoria

techo de palma

refugio de los justos

resiste al viento

al peso de las plumas

recogerán los frutos

señal de reyes

dosel de enormes hojas

buenas noticias

EVA AVIA TORIBIO

Palmera, dulce amor

Como cada noche, Xavi, coge su mochila, se despide de blue, un precioso Russian blue, que adoptó hace algunos años, en uno de sus viajes a Rusia, se marcha al horno de pan y allí preparará con mucho amor, todos esos panes y dulces que al día siguiente vende a todos sus clientes. Y uno de ellos, soy yo, Ignacio, ese que cada mañana al verle salir con su delantal con restos de harina, le imagino enseñándome, en algún rincón de mi cocina, como hacer unas deliciosas palmeras de chocolate.

Te preguntarás como sé que tiene un gato llamando Blue, pues te lo cuento, soy veterinario y es ahí, aunque ya me había atendido en la panadería, donde me enamoré de él. De sus hoyuelos al sonreír por ver bien a Blue, de sus primeras canas, de sus ojos verdes, de su voz, esa que, posteriormente, al pronunciar mi nombre, me hace estremecer, pero al que nunca he sido capaz de hablarle, después de aquello, más allá de, —¿me pones un panecillo y un par de palmeritas?

Que difícil es en esta etapa de la vida dar con el amor, ese que reservas para alguien especial, aquel que, a lo largo de los años, unas veces te ha dañado y otras, te ha hecho sentir mariposas.

¡Ignacio, se valiente! me digo a mi mismo, cuando, cada mañana, me paso por la panadería antes de ir a la clínica, pero la timidez gana siempre la partida. No sé realmente a que es debido, porque no me cuesta hablar con los demás, pero cuando le veo a él, me bloqueo.

Dame algún consejo, tú, sí tú, ese que veo en el espejo al caer la noche, porque ya no puedo con este amor que siento. Mañana, será el día. Me enfrentaré a mis miedos y le invitaré a unas palmeras de chocolate.

Al día siguiente, en la panadería.

—Buenos días. ¿Lo mismo de siempre? —me dice, una de las chicas.

—Al caballero le atiendo yo —dice, Xavi, saliendo del obrador.

—¡Ehh! Buenos días —casi me quedo sin aliento. Como dice mi tía, hoy tiene el guapo subido.

—Buenos días, Ignacio. Estas palmeras son para ti. Hace tiempo que quería tener un detalle, pero no he encontrado el momento —dándome un paquetito, con unas cuantas orejas.

—Gracias, pero son muchas para mí —creo que es el momento, pero no puedo, voy a tener que hacérmelo mirar.

—Ignacio —dándome la bolsa con el panecillo. ¿Qué haces a las dos?

—¡Ehh! —encogiéndome de hombros. ¿Comer? —¿comer, Ignacio, comer? No soy más tonto porque no me entreno.

—Me vale. Te recojo en la clínica. ¿Dónde reservo mesa? —quitándose el delantal.

—En mi cocina, perdón —mi imaginación a echado a volar—, dónde quieras —tierra, trágame de una vez.

—En tu cocina también me vale. Yo pongo los ingredientes. ¿Te gusta todo? Chicas, me voy. Tengo una cita —poniéndose la chaqueta.

—¡Ehh! Sí.

No sé si voy a ser capaz de trabajar, estoy echo un flan. ¡La casa, la casa está patas arriba! ¡Uff! Menos mal que hoy viene el asistente del hogar, sino muero de la vergüenza.

Unas horas más tarde, en casa.

—Perdón por el desorden. Me has pillado por sorpresa —invitándole a entrar.

—Por mi no te preocupes, así puedo conocer algo más de ti —quitándose la chaqueta.

—Dame, que la cuelgue en el perchero. Ponte cómodo —sin poder mirarle a los ojos.

—¿La cocina? —levantando las bolsas.

—Dámelas, que te ayudo —mostrándole con los gestos la dirección.

—No, ponte cómodo, que yo soy el chef —depositando las bolsas en el poyete.

—¿Qué vas a hacer? —sacando un delantal.

—Gracias. No todo el mundo lo utiliza. ¿Me puedo quitar el suéter? No quisiera mancharme —dejando a un lado el delantal.

—Estás en tu casa —como si te quieres quitar toda la ropa y cocinarme en boxer. Xavi, ¿cómo está blue?

—¿Eso es lo que quieres saber de mí? Ignacio, me gustas desde el primer día que entraste por la puerta, pero no había sido capaz de decirte nada. Así que averigüé sobre ti y puse la excusa de blue. Pero en vista de que tú no te atrevías, decidí dar yo el paso —aproximándose, tanto que nuestros cuerpos se rozan.

—Sabes, Xavi. Nadie me había invitado a palmeras —quitándole la harina de su rostro.

—Yo te las haré todas las mañanas —dándome un beso.

Desde entonces, lo comparto con nuestros trabajos, con nuestras pasiones y con un diablillo de gato llamado blue con el que comparto las palmeras, que nos regala mi dulce amor.

SHELO SHELO

Bajo el intenso sol ardiente, las palmeras danzan,

al ritmo suave de los susurros del viento que avanza.

Ellas oyen a las almas rotas que, a través de las caracolas, brillan.

Hojas son testigos del paso de la vida, que va de prisa,

dibujan con los pasos caminos distintos

entre los susurros de las palmeras y caracolas muertas de risa

NUMIRALDA DEL VALLE

DETRÁS DE UNA PALMERA.

En la placita de enfrente

Refugio de su pesar

A mediodía esperaba

Para verlo llegar

Desde lejos, un minuto

Un instante nada más

Con eso se conformaba

Sintiéndose contenta, feliz

Como flor en primavera

Aunque lo hiciera escondida

Detrás de una palmera

Su aliada muda de estampa erguida

Es el hijo amado

Quien un día se marchó

De su casa, de su vida

Tras un abrazo fugaz

Con voz clara, decidida

Tomó la maleta diciendo

Voy a recorrer el mundo

Quiero volar mamá

El anhelado regreso

En sueño se convirtió

Olvidó a la mujer

Que lo crió con amor

No es el único, hay muchos

En la viña del señor

Que abandonan a sus padres

Sin conciencia ni dolor

Pero, esas cosas del destino

En su camino lo cruzó

A la misma hora, en el mismo lugar

En el que hoy lo esperó

Para verlo desde lejos

Un instante nada más

Temor de acercarse tiene

ÉL la puede rechazar

¿Por qué no la ha buscado? Se pregunta

Ella lo espera con fervor

No importa el tiempo pasado

Hay un lugar especial

De donde nunca salió

Colmado de ternura, de perdón

¿Sabes hijo cual es?

Es hijo, su corazón.

RAFAEL MENCÍA ESTEBAN

El fantasma negro de piel blanca.

Se lo llevó el mismo mar que años atrás lo había depositado sobre la arena de aquella playa salpicada de palmeras. Fue entrando muy despacio, sintiendo el gélido contraste de su cuerpo desnudo con la espuma salada chapoteando contra el casco de su velero. Y así, Arik Arlice cerró su círculo de vida.

De niño soñaba con vivir donde se hacían las Coca-Colas, los helados de limón y las hamburguesas del Burger King, aunque tuviera que dejar de ser un buen musulmán. Su padre le enseñó todo lo que olvidó y la vida lo que no debió aprender. Alto, fuerte, bien dotado, no perdió el tiempo en el viaje al mundo que había visto en las películas. Todo se podía hacer fuera de Luuq. No estaba el señor y la señora Arlice para corregir su comportamiento libertino, muy alejado del Dios de sus ancestros.

En el CIE de Barranco Seco, acostumbrado a pelear por una brizna de hierba para sus ovejas, Arik no hizo amigos entre los negros como él. Tenía la certeza absoluta de considerar a sus congéneres como enemigos; y a los blancos, que sabían vivir tan bien, no les tenía ningún miedo, sólo admiración: por su educación, su forma de vestir, el color de su piel, tan parecida a la suya. En Luuq le llamaban el fantasma negro de piel blanca (rooxaan madow maqaarka cad) aunque no era albino, al menos no en estado puro, sólo de piel lo suficientemente clara para no ser negro y lo suficientemente oscura para no ser víctima de las supersticiones de Somalia.

Observando a la gente lo comprendió: a los hombres malos les pasaban cosas buenas y aunque los hombres buenos iban al cielo, según su padre, los malos podían ir donde les apeteciera. Y su vida mejoró, tanto como su desprecio a los negros. Dejó de preocuparse por su conciencia durante muchos años. Bastantes como para olvidar sus orígenes, su casa natal; dejó de escribir a sus padres y hermanos, dejó de ser negro, de ser el fantasma negro, y su piel casi blanca aún se aclaró más con los tratamientos estéticos.

Mantuvo relaciones tanto con hombres como con mujeres hasta que su mente enfermó de soledad entre el bullicio de la gran ciudad. Y se alejó tanto de Dios que le dolía el alma negra de su cuerpo blanco. Pero había llegado a su destino, salía en las películas, la gente le saludaba por la calle. Las drogas, el alcohol, las comidas prohibidas de su niñez llenaban su ególatra forma de ocultar su pasado en aquel país lejano, casi irreconocible, que ni siquiera aparecía en su documento de identidad.

Un día, Arik descubrió una mancha muy oscura en su piel. Después de muchas pruebas, le diagnosticaron la extraña rareza genética, que lo convertiría en un hombre negro, tal y como debía ser aquel muchacho que se negó a si mismo aquel día, que con su cara manchada de arena, oyó decir: éste no es negro, ponlo aparte.

MAITE BILBAO

Llevo aquí siglos, meciendo mis hojas al ritmo de las olas, contemplando amaneceres y atardeceres de infarto. He visto pasar imperios, guerras, pandemias… Y sin embargo, nada me ha quitado más paz que la plaga de tortolitos que me invade cada verano. Sí, sí, ya sé que solo soy una palmera de postal de las que salen en los folletos de resort de lujo, con mi esbelta figura y mi copa frondosa. Pero, ¿de verdad tengo que ser el escenario romántico por excelencia? ¿No hay otra planta más indicada para que las parejitas se juren amor eterno bajo su sombra? Quizás un árbol, un olmo nudoso, un sauce llorón… ¡Cualquier cosa menos yo! Cada día es la misma historia. Llegan con los bañadores a juego, sonrisas radiantes y miradas embobadas. Se instalan bajo mis hojas como si fuera el reservado en un restaurante. Y ahí empieza el festival: arrumacos, susurros, risitas… Y lo peor, las manitas. Manos que se buscan, que se rozan, que se deslizan… ¡Ay, mis hojas! Si pudieran hablar, contarían historias que harían sonrojar a cualquiera. Y yo, aquí, impasible. Soportando suspiros, jadeos y frases cursis como «eres la persona más especial del mundo». A veces me dan ganas de agitar mis hojas con furia y gritar: ¡Eh, parejita! ¡Que hay más mundo ahí fuera! ¡Id a buscar un hotel! Pero me contengo. Soy elegante, no una verdulera. Lo más gracioso es que, después de todo el amorío, se van tan campantes. Dejan su basura. Pisotean las raíces y ni siquiera me dan las gracias. ¡Ni una mísera mirada! Y yo aquí, otra vez sola, con mis hojas llenas de arena y mi tronco dolorido. En fin, supongo que es mi karma. Por ser tan bella y tan irresistible. Pero, por favor, un poco de respeto. Que no soy un motel de carretera. Soy una palmera, ¡por todos los cocos! Así que he pensado en un plan para acabar con el problema esta noche.

La luna llena de febrero brilla con intensidad, bañando la playa en una luz plateada. Sus rayos se reflejan en las aguas de la mar creando un espectáculo mágico. Siento su energía que recorre mis hojas llenándome de una fuerza y valor que nunca antes había conocido. Es el momento perfecto para actuar. Ahí están, bajo mis ramas, los dos, con sus ojitos brillantes y sus sonrisas bobalicones mirando hacia la luz como Caroline en Poltergeist. Él promete amor eterno, mientras acaricia sus mejillas. Ella se sonroja y le da un beso en la nariz. ¡Ay, por favor! Si no fuera porque soy una dama elegante, me pondría a hacer flexiones con mis hojas solo para fastidiarlos. Como se pongan a recitar versos y metáforas cursis de esas, no voy a poder aguantar más. Si es que encima no son originales, los copian de los clásicos, en fin. Pero no, tengo un plan mejor. He estado esperando este momento durante meses. Solo necesitaba la energía necesaria. De repente, una ráfaga de viento agita mis hojas, creando un sonido fantasmal. Se miran, un poco asustados. La brisa se intensifica y las sombras de mis compañeras danzan de forma extraña a su alrededor.

—No te preocupes, Lucía. Es solo la brisa.

Pero la brisa no se calma. Se convierte en un vendaval, rugiendo como un ejército de guerreros furiosos. Se abrazan temblando de miedo. Y entonces, la luna, cómplice, se esconde detrás de una nube, dejando la playa en completa oscuridad. Recordarme que le debo una.

—¡Ay! Carlos, ¡No puedo ver nada!

—¡Tranquila, agárrate fuerte, estoy contigo!

Aprovecho la confusión y con un movimiento rápido, enrollo mis hojas a su alrededor, y les atrapo como si fueran un burrito gigante. Gritan desesperados mientras los levanto del suelo y balanceo de un lado a otro, riendo con malicia. Pero, me dan pena, no soy un ser humano, y los dejo caer suavemente en la arena, a varios metros de distancia. Se miran, aturdidos. De un salto se levantan y corren, sin mirar atrás.

La luna reaparece iluminando la escena. Me río con satisfacción, sintiendo la brisa fresca en mis hojas. La venganza se ha consumado, pero una sensación de incertidumbre sube por mi tronco. Cierro las hojas, meditando sobre el destino. Imagino un futuro donde la armonía entre humanos y naturaleza exista. El viento sopla con fuerza, agitando mis hojas como si fuera un aplauso.

—Que vayan debajo de un sauce, siempre ha sido más sensible. Yo mientras seguiré dando vueltas al coco.

LETICIA R MENA

El mapa del tesoro

Aquí, justo aquí, tres pasos a la izquierda, dos pasos al frente y otro más a la derecha desde la palmera.

La palmera está justo allí, así que el lugar donde está enterrado el tesoro debe de ser este.

Eso al menos es lo que señala la cruz en el mapa.

Pero después de cavar, y cavar, y cavar…, y seguir cavando hasta hacer un hoyo que parece consecuencia de la caída de un meteorito sobre la arena, seguimos sin encontrar nada.

Volvemos a contar los pasos, incluso lo hacemos desde el otro lado de la palmera, y luego desde el otro lado, y luego desde el otro lado…

Antes de darnos cuenta tenemos la playa tan llena de agujeros, que hay que ir mirando todo el tiempo al suelo para no acabar dentro de uno de ellos.

Al final llegamos a la conclusión de que nos han timado con el mapa.

O eso, o alguien ya se ha llevado el tesoro antes que nosotros.

Echo una mirada al grupo que formamos, todos vestidos con sus ropas de pirata, parches en ojos, botas y demás accesorios. Hasta un loro nos hemos comprado.

Eso por no hablar del barco, o lo que sea esa cosa que se mantiene a flote a duras penas, y cuyas velas roídas caen inertes sin viento que las mueva, de una forma que las hace parecer reírse de nosotros.

Me dejo caer en la arena, derrotado, tirando el extraño sombrero de capitán pirata a un lado.

Cómo se nos pudo ocurrir, a nuestros años, ponernos a buscar tesoros como si fueramos unos chiquillos.

Cómo nos dejamos engañar por esa historia que contó uno de los compañeros de la residencia, y acabamos comprándole ese mapa del tesoro que había dibujado su nieta.

La única conclusión a la que llego, es que la edad ya le hace a uno chochear.

Respiro resignado, luego miro a mis compañeros, sentados a la sombra bajo la palmera. En sus caras una sonrisilla de traviesa felicidad. Y yo también sonrío.

Bueno, después de todo, aquí no se está tan mal.

NILA J. BOHORQUEZ

Palmeras enanas que adornan las principales avenidas de la ciudad de Santiago, Chile, y que han quedado tatuadas en mi memoria de gratos recuerdos, pues ni el tiempo ni la distancia geográfica han podido borrar las escenas maravillosas vividas en los parques frondosos de Santiago …¡palmitos que al admirarlos y extasiarme en aquellos días de relax caminando pausadamente, alegraban mi espíritu, recreándose mis ojos al contemplar detenidamente sus movimientos como si fueran meceos de naves arrullados por el viento matutino, entretejiéndose sus gruesas hojas color esmeralda, formando figuras abstractas que solo podía identificar la fantasía revoloteando en mi mente!…

Hoy, desde otros lejanos espacios y al observar esta fotografía que acompaño a mi corto y sencillo relato, bendigo los hermosos momentos de contacto directo con la naturaleza, disfrutando de la belleza y verdor de dichas plantas adornando las plazas santiaguinas,

extrañando ese recorrido con mucho amor y devoción, porque me siento eternamente fascinada de «Natura», de la gran obra creadora del Dios del universo…y, cuando la admiración, el amor y agradecimiento se unen, brota desde lo más profundo de mi ser, alegría indescriptible que va marcando los latidos de mi enamorado y sensible corazón!…

CARLOS RODRÍGUEZ

Concretaron la hora y se despidieron, todavía tenían un par de horas de trabajo hasta poder cerrar su turno y disfrutar de un fin de semana completo libres de guardias después de varios meses.

Vallejo llevaba toda la semana entrevistando se con los organizadores y los participantes en el evento tratando de reconstruir las últimas horas de aquel pobre hombre, intentando crear una línea temporal sobre la que poder situar las pruebas, en el caso de que las hubiese, que encontrasen en el laboratorio.

Ya había decidido tratar el falso comunicado a la prensa como un caso separado, aunque sin perder de vista la relación que entre ambos hechos pudiese haber.

Ninguno de los testigos habían visto nada extraño y, según la organización, Genaro Genarez no había conocido nada fuera del menú y el avituallamiento por ellos proporcionado, únicamente había bebido agua embotellada, al igual que todos los asistentes pues era un evento libre de alcohol.

El agua había sido proporcionada por uno de los patrocinadores, en envases individuales de 330 mililitros que se encontraban a disposición de cualquiera en los distintos refrigeradores que habían instalado en la sala.

También la comida había sido la misma para todos, de modo que tampoco parecía que pudiera ser el modo en que el supuesto veneno hubiera podido ser administrado.

Aunque Amalia había indicado en su examen inicial en el lugar de los hechos que se trataba de una muerte natural, y puesto que junto a él se habían desplazado al lugar dos técnicos del equipo de criminalística, Vallejo les había pedido que tomasen muestras en el local, pues era consciente que el consumo de drogas era bastante habitual en muchos de los circuitos deportivos de alto nivel.

Los resultados no le habían sorprendido en absoluto, se habían encontrado restos de cocaína en los baños y los camerinos de muchos de los participantes más importantes, incluido el de Genarez, aunque no todos los restos hallados eran recientes, algunos simplemente eran evidencia de una limpieza poco efectiva entre eventos.

También se habían recopilado muestras aleatoriamente de la comida, los snacks, aguas, zumos y los envases de refrescos que se encontraron en alguno de los cubos de basura. Sin que los análisis detectasen nada extraño.

Después de haber escuchado la noticia en la televisión, Vallejo había solicitado al gerente del hotel donde se celebraba el campeonato las imágenes de todas las cámaras de seguridad de las áreas relacionadas con el mismo, y naturalmente las de los pasillos de acceso a la habitación que ocupaba el fallecido. Pero estas últimas todavía no habían sido entregadas, según la empresa por un problema técnico que les estaba impidiendo el volcado de los archivos desde los discos duros a soportes más fáciles de trasladar.

Este retraso había cabreado bastante a Vallejo, de modo que había solicitado una orden al juzgado para poder incautarse directamente de aquellos discos o los ordenadores que los contuviesen, aunque probablemente no recibiese la autorización hasta el lunes siguiente.

Huelga decir que la misma noche de autos se había precintado la habitación tras aquella emisión, no quería que allí se moviese ni se tocase nada hasta tener alguna respuesta, aunque sí se tomaron muestras. Restos de cocaína sobre la mesa, preservativos en las papeleras y algunas botellas de whisky dejaban claro que había sido un fin de semana bastante movido para Don Genaro.

Los técnicos escudriñaban entre todas aquellas muestras en busca del ADN que les llevaría a quien había compartido juergas con el muerto aquel fin de semana, quien podría convertirse en sospechoso o simplemente un testigo más al que escuchar.

La búsqueda había sido exitosa, entre las muestras habían aparecido varias con restos de ADN utilizable para una identificación, aunque encontrar a la compañera de fiesta tampoco sería tan fácil, lo primero sería comparar aquel perfil con los archivados en las distintas bases de datos con las que trabajaban, algo que resultaba un poco más fácil desde que se había implantado el nuevo software asistido por inteligencia artificial, que había reducido el tiempo de comparación a una decena parte de lo que el anterior programa tardaba.

Según las muestras, en la habitación habían estado dos mujeres y el fallecido, aunque uno de los perfiles era meramente testimonial y apenas había dejado muestras, todo lo contrario ocurría con el otro, del que se encontraron muestras en toda la estancia, vasos, botellas, muebles, sábanas, preservativos… ¡vamos, que no había zona de muestreo que no hubiera tocado!

Esta diferencia podría haber dirigido las sospechas hacia esa mayor contribución, pero Vallejo no lo tenía tan claro y, sin dejar de buscar a su propietaria, pidió que fuesen más insistentes con el perfil menos presente. Tanta diferencia le hacía pensar que esa donante hubiera podido intentar eliminar las pruebas de su presencia en el alojamiento del muerto.

Había llegado la hora de prepararse para su cita con Amalia, se había entretenido más de lo esperado hablando con los compañeros del grupo de criminalística, y ahora no le daría tiempo de pasarse por casa a darse una ducha y cambiarse de ropa, en su taquilla tenía un traje completo y un neceser con todo lo imprescindible para un aseo completo, pero el traje era demasiado formal para ir a cenar a casa de Amalia, menos mal que en el pequeño portaequipajes del sidecar siempre llevaba una muda completa por lo que pudiera surgir, nunca se sabía cuando tendría que salir fuera de la ciudad para alguna investigación.

La noche parecía haber sido diseñada para que pudiesen salir a pasear después de cenar, no había ni una sola nube en el cielo, y de forma inusual la temperatura no había bajado tanto como solía hacerlo.

Amalia había salido a su hora, inició los preparativos y mientras la lubina estaba en el horno aprovechó para darse una ducha y cambiarse de ropa. Escoger que ponerse fue lo más complicado, no quería vestirse como para estar por casa, aunque había confianza de sobra tampoco era cuestión de que pareciese que estaba pensando en no salir de casa después de la cena, pero tampoco ponerse demasiado sensual y que él pudiera pensar que intentaba seducirle.

Preparó una mesa en el jardín, la noche lo permitía, unas velas en un centro de flores naturales que había encargado a una floristería cercana al trabajo, y unas cuantas imitaciones de antorchas alrededor de la mesa para dar un ambiente más íntimo una vez apagadas las luces del jardín.

Mientras ultimaba cada detalle miraba nerviosa el reloj, Vallejo estaba a punto de llegar y su nerviosismo crecía como si fuese una quinceañera en su primera cita. Estaba segura que el timbre sonaría en cualquier momento, siempre antes de la hora, él era más puntual que el británico más estricto y jamás hacía esperar a nadie, de hecho siempre bromeaba con que esa manía suya de llegar uno poco antes de la hora era lo que le había salvado la vida, pues el día que había recibido un balazo recién incorporado al cuerpo él había llegado con antelación a la cita programada con la muerte, que se había encontrado con un atasco que la retrasó lo suficiente para que los sanitarios ya se lo hubiesen llevado del lugar.

En estas estaba cuando sonó el interfono, era él, diez minutos antes de la hora, no cambiaría nunca.

– ¡Buenas noches, espero no haberme adelantado demasiado!

– Holaaa, no, nos conocemos de hace mucho y ya sé que siempre llegas antes ¡me preocuparé el día que no hagas! Pero… ¿dónde has dejado al amor de tu vida? Porque seguro que te has venido en la moto.

– He aparcado enfrente, no quería molestar.

– Anda, que pareces bobo, abro el portal y la metes dentro…

Vallejo pasó su Sanglas al interior de la parcela y contempló ensimismado como la suave brisa movía los cabellos de Amalia, que le esperaba en el porche.

– ¿Qué estás mirando tan fijamente?

– A ti – respondió haciendo una breve pausa antes de que le traicionara el subconsciente y dijese aquello que se había dicho que no pronunciaría- Es que estas preciosa.

– Es cosa tuya, que me ves con buenos ojos. Venga, déjate de galantería y pasa al jardín, voy por la cena antes de que se queme.

Ambos estaban tensos, intentando disimular el torrente de emociones que les corría por el cuerpo, aunque tantos años de práctica habían perfeccionado su técnica y conseguían que el otro no lo descubriera. Era su reto personal, esconder un sentimiento que jamás había muerto.

– Estaba notando algo distinto en tu jardín y acabo de darme cuenta, ¡faltan las palmeras!

– Calla, calla… ¡no veas el berrinche que se pilló Valeria cuando hubo que cortarlas! Pero no por las palmeras, el problema era el columpio que tú le habías puesto entre ellas. Ese columpio era su refugio, cuando algo la preocupaba allá se iba.

– Y … ¿cómo fue que las talasteis?

– Fue hace cosa de año y medio, empezamos a notar que sus hojas ya no estaban tan verdes, y como el año anterior se había caído la que tenían los vecinos de mis padres haciendo un tremendo destrozo, llamé para que las revisaran e intentar salvarlas, pero nada, el picudo rojo ya había devorado el interior y era peligroso conservarlas.

– Una pena, pero ahora tendrás mucha más luz en la casa.

– Sí, y un columpio guardado en el garaje que no puedo ni ponerlo ni tirarlo.

Vallejo se sonrió ante el comentario y trató de quitarle hierro al asunto prometiendo que hablaría con Valeria y buscar una solución.

– ¿Solución? Ya te digo yo cual será. “Tu niña», como tú la llamas, ya me ha dicho un montón de veces la misma frase “verás, verás como Vallejo encuentra la forma de volver a ponerlo»… lo que no sé yo es como, porque donde colgarlo no hay.

– Pues habrá que pensar algo. Todavía recuerdo el día que lo instalé, su quinto cumpleaños ¡casi no me da tiempo de poner el último tornillo! Y luego, cada vez que venía a visitaros me pasaba la tarde impulsándola mientras ella reía y pedía que le diese más fuerte, mientras tú sufrías pensando en que se podía caer.

– ¡No me lo recuerdes! ¡que angustia! Aunque en el fondo yo era feliz viéndoos reír. Siempre te portaste con ella como un padre, no importaba que estuvieras cansado, magullado o lesionado después de algún altercado en el trabajo, siempre tenías tiempo y ánimo para jugar con ella.

Y así era, después de un año destinado en San Sebastián, Vallejo había conseguido el traslado a la comisaría de A Coruña. Por aquel entonces Amalia estaba recién divorciada y él aprovechaba cualquier gestión que tuviera que hacer en Santiago o la escusa de que le coincidía de camino a Vigo cuando visitaba a sus padres, para hacer una visita y pasar la tarde con ellas. Valeria tenía apenas cuatro años por aquel entonces, y él se había encariñado con aquella mocosa que se colgaba de su cuello nada más verlo asomar por la puerta.

Valeria nunca preguntaba por Fernando, quien Vallejo suponía era el padre de tan efusiva criatura, cosa que acababa de descubrir que no era así, pero según le contaba Amalia no había tarde que no preguntase cuando volvería Vallejo para jugar con ella. El cariño entre ambos era evidente, lo que a Amalia le parecía maravilloso.

Vallejo no había tenido hijos, apenas había tenido un par de relaciones que habían durado menos que un caramelo a la puerta de la escuela, pero a aquella pequeña la trataba como si hubiese salido de sus entrañas.

JOSÉ LUIS USÓN

EL LARGO VIAJE

El cabeceo de la barcaza que al principio del viaje tantos mareos le había causado, le permitía ahora, en la bajadas, ver de forma intermitente aquella solitaria palmera, que se erguía compasiva dándole la bienvenida, como un faro en las noches de tempestad. Apenas unos metros lo separaban de la orilla. En el rostro de Kassim se dibujó una frondosa sonrisa, hacía ya nueve días, que ese gesto no se dejaba ver en su cara, —los mismos que llevaba a bordo de aquella patera— sus dientes de nácar surgieron de entre sus carnosos labios, deslumbrando al mismo sol, que a esa hora, se abatía sin misericordia sobre aquel grupo de desamparados seres.

*

Era la orilla de una tierra nueva, la que tanto tiempo había anhelado alcanzar, en la que esperaba encontrar por fin, ese fructuoso futuro que, hasta ahora, tan esquivo se había mostrado. Sabía que tenía que mantener la calma. Entre algunos compañeros de viaje empezó a surgir la inquietud por la llegada, el ansia contenida durante tanto tiempo hizo acto de presencia y algunos llegaron a saltar al agua cuando todavía los separaban doscientos metros de la orilla y la profundidad aún era mucha —desgraciadamente algunos no sabían nadar y se ahogaron cuando tan cerca estaban de conseguir su sueño— Él sabía, —se lo había repetido Mahamadou decenas de veces, mientras la tarde languidecía tiñendo de oxido el horizonte, en aquellos calurosos días de hace unas semanas a orillas del rio Senegal— que ese era un momento crítico, así que mantuvo la calma a la espera de que la barcaza, tocase el fondo de arena de la playa.

*

Cuanto iba a echar de menos a Mahamadou. Inseparables desde la infancia, era él quien le había animado a realizar el viaje, siempre había estado tirando hacia delante. Ya de niños, mientras se buscaban la vida buscando chatarra aquí y allá, en los peligrosos arrabales de Kayes —su ciudad natal—, se había preocupado por él, se había erigido en protector ante los demás niños. Más tarde cuando fueron cumpliendo años y se convirtieron en dos adolescentes, la violencia fue ascendiendo de grado, hasta resultar insoportable. A lo largo de esta etapa se tejió entre ellos, un suave paño de complicidad y secretos compartidos.

— Sabes Kassim, algún día nos iremos a Europa y conduciremos coches caros, bailaremos con hermosas jóvenes blancas, e igual, hasta jugamos al futbol en algún equipo Español o francés. Con balones de reglamento y no con estos que nos fabricamos a base de plástico y cinta.

— La travesía es muy peligrosa y no es tan bonito como lo pintas.

— Seguro que no. Pero nada hay peor, que vivir en un país sin esperanza, arrasado por la guerra y la miseria.

Unos meses después se subían a aquella patera, llenos de esperanza, pero con el corazón encogido por el miedo y la incertidumbre.

*

Ahora un Kassim empapado, sentado en la arena con la espalda apoyada en aquella solitaria palmera, solo podía pensar en Mahamadou.

Ni siquiera se dio cuenta cuando cayó al agua, aquella tenebrosa noche de quejidos de hielo y gritos, en la que, con uno de los motores parados, afrontaron aquella violenta tempestad. Pasó todo el tiempo temblando de miedo, agachado, agarrándose a una de las cuadernas de la barca.

De pronto, un violento llanto surgió de su entraña y entre sollozos miraba al cielo repitiendo el nombre de su amigo.

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15 comentarios en «Palmera – miniconcurso de relatos»

  1. Mis votos para:
    José Armando Barcelona
    Benedicto Palacios
    Irene Adler
    Pedro Antonio López Cruz

    Me ha costado mucho. Me encantaría fueran 10 los elegidod.

    Responder
    • Quisiera votar por TODOS porque sois muy valiosos…
      Mis votos está semana son para:
      –Leticia R.Mena
      –Eva Avia Toribio.
      –Maite Bilbao.
      –José Luis Usón

      Responder

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