Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «lotería». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 28 de diciembre!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real. ** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo. *** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
de fondo, se escucha la canción: «Si quieres ver la lotería bájame los pantalones y verás salir al gordo con dos aproximaciones…»
Tras las carcajadas generalizadas en un ambiente pagano donde el alcohol y desenfreno eran dominados por el diablo, prosiguieron cantando al unísono: «Pero no te asustes niña si lo tengo muy pequeño, pues si no es el gordo puede ser el segundo premio…»
Tras varias vomitonas de los comensales, la música proseguía entre copa y copa, entre porros, pastillas y otras sustancias: «Y he comido pavo, y he comido pavo y todas las vecinas me comen el rabo…»
De repente, entraron las fuerzas del orden, ¡sí, los antidisturbios! En el año 2040 este tipo de canciones no estaban permitidas, ¡el perreo, sí, pero Juan Pastillas no, y creo que el Fary tampoco! Ya que era considerado cómo música ofensiva. ¡Menuda sociedad, nos ha tocado la lotería, y al matadero nos van a llevar! Somos ovejas con un mismo final.
La vida es una lotería. Todos nacemos con un número, un número que determina nuestra historia. Algunos nacen con números de la suerte aunque de esos se reparten los justos; otros con números de suerte indeterminada donde pone la suerte la haces tú, que son la mayoría; más de los que imaginamos con un número que tiene una fecha de sorteo demasiado temprano, con respecto al día que se la dieron, muy corta para celebrar la vida.
Sí, de esos también existen. Porque la vida es una lotería.
Pero independientemente del número que nos toque, es posible que tengamos la oportunidad de vivir y crear una historia única y especial.
Si esa es la suerte, entonces debemos jugar.
El día de la lotería de la vida es el día en que nacemos. Es el día en que nuestro número es revelado y nuestra historia comienza. En ese momento, no sabemos lo que nos deparará el futuro, pero estamos llenos de esperanza y posibilidades.
La historia de nuestra vida se escribe a medida que crecemos y experimentamos el mundo. Cada momento, cada decisión, cada encuentro, añade un nuevo capítulo a nuestra historia, esa que es una mezcla de alegrías y tristezas, de éxitos y fracasos, de amor y pérdida.
Algunos de nosotros vivimos historias sencillas y tranquilas. Otros llenas de aventuras y desafíos. Pero todas las historias son valiosas. Todas nos enseñan algo sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea.
El día de la lotería de la vida es un día especial. Es el día en que empezamos a escribir nuestra propia historia. Es el día en que tenemos la oportunidad de crear algo hermoso y significativo. Pero no solo de nosotros va a depender como defendemos la que nos toca, también de la oportunidad de la cuna donde te dieron el número.
Ahora, después de esto te pregunto: ¿Qué historia estás escribiendo? Y ¿Qué historias ayudas a escribir?. Porque la tuya influye en otras y esas otras en tí.
Recuerda que será única y especial, que solo tú puedes contar. No hay una forma correcta o incorrecta de escribirla. Solo tienes que ser fiel a ti mismo y a tus valores.
Si estás buscando inspiración para escribir tu historia, aquí tienes algunas ideas:
Piensa en tus sueños y aspiraciones.
—¿Qué quieres lograr en la vida?
Reflexiona sobre tus valores e ilusiones. — ¿Qué es importante para ti?
Recuerda las personas que te importan. — ¿Qué impacto han tenido en tu vida?
Tu historia es una obra de arte en constante evolución. Cada día tienes la oportunidad de añadir un nuevo capítulo. Así que no tengas miedo de experimentar y crecer. Escribe una que te haga sentir orgulloso.
La lotería de la vida es un regalo. Es una oportunidad para vivir una vida plena y significativa. Así que aprovecha al máximo. Vive tu historia con pasión y entusiasmo.
Con la cantidad de números de «lotería» que en estas fechas de Navidad se vende y yo mantengo la ilusión de que un de ellos me toque.
Y sucedió, que puse los pies en aquella calle mayor en donde había tantas administraciones de lotería. Más el infortunio me muestra aquellos escaparates llenos de turrones exquisitos. Tengo que reconocer que las golosinas me vuelven loca…
Así pues comencé a comprar turrones y más turrones hasta que me quedé sin un euro. Con los bolsillos vacíos seguí caminando por la misma calle. Tuve que acostumbrarme a la risa de los billetes que habían colgados el la puerta de cristal de las loterías al verme pasar. La ilusión de la suerte para mi nulo eso sí puedo decir que la tripa la llevaba llena de rico turrón.
Me preguntas cuál es el motivo por el que nunca juego a la lotería, dices que en estas fechas lo hace todo el mundo, que es la tradición, y me acusas de ser un bicho raro: «¡Ay, hijo, tú, con tal de dar la nota…!».
Vale, de acuerdo, me asusta el gregarismo cabileño, la idiotez colectiva y huyo del protocolo social; pero no soy un exhibicionista y, qué quieres que te diga, corazón, sin que me acuses de engreído, tengo alguna que otra habilidad destacable, que colma suficientemente mi narcisismo.
No, la razón es mucho más sencilla: no soy creyente. El cielo, el infierno, los ángeles, los santos y toda su corte celestial, para mí son pura entelequia, así de simple, y sacarte el premio gordo de la lotería, mi vida, por estadística, es tan irracional como los milagros; se te tiene que aparecer la virgen, vamos. Hazme caso y no pongas esa cara de fastidio. Te lo demuestro.
Año 665, Recesvinto reinaba en Toledo, los visigodos hacía mucho que habían abandonado el arrianismo y un tal Ildefonso, obispo, pastoreaba el rebaño católico. El 18 de diciembre, una procesión de antorchas iluminaba la noche toledana. Eran parroquianos, convocados a la iglesia para cantar himnos en honor a la virgen María. El desfile, como baba de caracol, iba dejando un reguero de fe a su paso, pero al llegar a la capilla se vieron cegados por una luz tan deslumbrante, que dinamitó la devoción mariana en un decir amén, provocando la desbandada general.
Sin embargo, Ildefonso aguantó a pie firme, como un valiente, y acercándose al altar se encontró a la virgen, que sentada en la silla episcopal le dijo: «Tú eres mi capellán y fiel notario. Recibe esta casulla, la cual mi Hijo te envía de su tesorería».
La primera consideración de una mente nihilista como la mía, es reconocerle al obispo la buena maña que tenía para el blanqueo de capitales, pero dejando para otro momento cualquier disquisición al respecto, junto con la turbadora revelación de que existe una tesorería territorial en la otra vida —y que eso hace inevitable la zozobra de que también haya un Ministerio de Hacienda, porque una cosa siempre lleva a la otra—, hay que admitir que a San Ildefonso, con la aparición de la virgen, le tocó el premio gordo de la lotería.
Algo más tarde, en 1904, a la edad de veinticinco años, doña Manuela de Pablo abrió su negocio de repartir suerte en la calle San Bernardo de Madrid. Por su proximidad con el paraninfo de la Universidad Complutense, era frecuentado por los estudiantes que buscaban una manera rápida y cómoda de hacerse con un futuro prometedor.
Dicen los cronistas, que los inicios del negocio fueron muy duros y el azar, siempre caprichoso, anduvo jugando al escondite con doña Manuela, hasta que a la señora se le ocurrió encomendarse a la virgen del Pilar, bajo cuyo manto hizo pasar unos cuantos décimos de los que vendía en su administración. A partir de ahí la cosa cambió como de la noche al día y «Doña Manolita», con sus setenta y seis «Gordos de Navidad» en la mochila, se convirtió en el santuario de cabecera de la ludopatía militante carpetovetónica y de los probadores ocasionales de fortuna, que se dejan llevar por la ensoñación del «no vaya a ser que toque». Pero en fin, no sería en absoluto imprudente afirmar que a doña Manuela, también «se le apareció la virgen».
No es mi culpa, querida; sería feliz si pudiera, como siempre, darte la razón, pero resulta que existe un conchabeo entre la tentación del premio y la posibilidad de acertar, denominado por los expertos en estadística «esperanza matemática», por el que en todos los juegos de azar esa expectativa siempre es un espejismo del jugador, o sea, que te pongas como te pongas nunca ganas.
Por ejemplo, en la lotería de Navidad, la posibilidad de que te toque es de 1 a 100.000, pero en la llamada lotería Primitiva es de 1 a 14.000.000, una auténtica barbaridad, y no hay duda de que se le tiene que aparecer a uno la virgen, tronos, dominaciones, y aun todo el divino panteón, para ganar el premio. Pero sabiéndolo, el personal está dispuesto a perder una cantidad pequeña de dinero a cambio de la efímera esperanza de hacerse rico de la noche a la mañana. Como dijo alguien: «Las loterías son un impuesto del gobierno al desconocimiento de las matemáticas».
Y el máximo exponente de esa irracionalidad manifiesta es el paroxismo derrochador y lotero, que le entra a la peña en las fiestas navideñas, celebración pagana donde las haya, una orgía latréutica en toda regla —no olvidemos que se conmemora el nacimiento del hijo de dios—, en la que beben y beben los peces en el río, se le exige a una hiperactiva Marimorena que ande, ande y ande, mientras hacia Belén va una burra cargada de «chocolate». No es de extrañar que nos comportemos como rastafaris hasta el culo de mandanga.
Pero para que dejes de ponerme morro, sacarte una sonrisa y hacerte feliz, este año, aunque ello signifique declararme matemáticamente incapaz, compraré un décimo —¡lo que no pueda conseguir el amor!—, no vaya a ser que la jodamos y toque.
El sorteo de la lotería de navidad desde primera hora de la mañana era el sonido del preludio de una época mágica al inicio del solsticio invernal.
Las televisiones cantaban los distintos premios con las voces angelicales de los niños de San Ildefonso.
_¿ Ha salido ya el gordo?
_ No , aún no.Este año no es madrugador.
En millones de hogares se soñaba despierto con un décimo encima de la mesa a la espera de un golpe de suerte que no acababa de llegar.
Claro que queríamos el cuento de la lechera:ser ricos para no dar un palo al agua y vivir holgados con nuestras necesidades cubiertas.
_Lo importante es la salud ,apostillábamos cada año con resignación y benevolencia al final de la mañana mientras babeábamos con las imágenes de los agraciados en el telediario.
El champagne y las caras de felicidad eran la noticia del día entre algarabía y algaraza.
Familias enteras compartían la suerte ,un pellizco de felicidad entre risas y bullicio .
¿Porqué siempre eran otros los afortunados?
Ojalá estuviera bien repartido y cayera en familias que lo necesitan más que nosotros, decía mamá …y a mí ese conformismo me exasperaba.
_¡Y qué razón tenía mamá !
Ojalá tengamos más salud que suerte este año o que la salud sea la mejor de las suertes aunque puestos a pedir… ojalá mamá estuviera con nosotros como cada año.
Vivía en una casa humilde, con solo dos ventanas, un corral con una mula, gallinas ponedoras y un gato. Lo justo para subsistir, y si algo sobraba las gallinas y el gato daban de ello buena cuenta. Nació niña aunque su padre habría deseado niño para hacer con él las burrerías de llevarle a la taberna y azuzarle para que se liara a mamporros con los muchachos de su edad. Gabriela fue recibida sin embargo con todos los parabienes, porque era rubita y poco llorona, verdadero temor del padre, porque en el pueblo se preguntaba «¿qué, ya parió tu mujer una llorona?»
La enseñó, en cuanto fue capaz de caminar, a subirse a la mula y trotar, a montar a la amazona pero también a la jineta. Y cuando iba sobre la grupa sus cabellos rubios parecían una enjambre de abejas revoloteando.
Cumplidos los 15 años, el padre empezó a comprender que nada tenía que enseñarla, que como mujer Gabriela le aventajaba, que era la más lista de la clase y la que explicaba por qué el gato ronroneaba, la que leía en alto el periódico y la novela que le acompañaba. Y para remate de imprevistos y contrariedades a las que el padre se fue acostumbrando, la que una noche después de cenar, mandó a sus progenitores apagar la televisión y pronunció con toda solemnidad alto y claro estas palabras: tengo novio.
La cena les sentó fatal, y tampoco el padre pegó el ojo, pues ni con un puñado de bicarbonato y medio litro de agua fue capaz de controlar los ardores del estómago. Se hubiera arrancado media barba si no le hubiera dolido. En su lugar se la masajeó hasta que con la llegada de la aurora logró tranquilizarse. Entonces en un arranque de hombre de recia tradición le quitó de un tirón la saya a Amelia, su mujer, y la arrechuchó con todas sus fuerzas.
—Amelia, tenemos que ir a por un niño.
Ya se lo había pedida ella, pero él siempre venía con la misma cantinela, que la casa era pequeña y que no iban a prescindir del gato. Estaban en edad fértil, pero los intentos resultaron infructuosos, pues ni con horas extraordinarias lograba quedarse embarazada. Pensaba Amelia que se le pasaría aquella fiebre que no la dejaba respirar, pero erraba porque menuda decepción cuando le venía regla.
—¡Rediós que ya no valgo! ¿Sera por la pérdida del pelo? Fíjate tu hermana, que con solo mirarla el marido ¡zas! Una coneja. Y no será por práctica. Pero como tú como no dices nada.
Hasta el gato notó tal desajuste en la familia que dejó de pasar el rato de cenar en los brazos del que fuera. Y también Gabriela, que veía a su madre a días contenta y otros en exceso distraída. Tanto le extrañó que un día mirándole a los ojos, la madre no logró soportarlo, se echó a llorar y entre lágrimas confesó y no negó.
Cumplió la hija los 18 años y el hermanito no aparecía ni en lontananza. Y luego, para contratiempo mayor el novio no era del gusto de su padre, porque era un tipo apocado, no había dicho un taco en su vida ni montado un burro.
—Pues me caso y os traigo un nietecito.
—No, no, por Dios, eso nunca —dijeron padre y madre a la par.
Amelia no era devota ni religiosa, lo contrario que su hermana, que pertenecía a la hermandad de Hijas de María y una vez por semana asistía a las pláticas de Don Rodrigo. Fue ella la que le animó y ocultándolo al marido se presentó en la iglesia. La charla la tranquilizó y tornó a casa contenta en el instante en que andaba aquel afanándose con el parejo de la mula, soltando cien mecagüen. Se acercó a darle un beso y él notó el olor a incienso.
—¡Lo que faltaba! Con el cura ni a cien metros de distancia ¿me has oído? Que el tal Rodrigo no es el perdedor de Guadalete. ¡Rediós! Mañana compro lotería.
—Pero si tú no crees en los milagros.
—¡Ah! Pero esta mañana he oído cómo la mula relinchaba. Por algo será.
(Las mulas no relinchan, pero en estos días se producen encuentros, se arreglan enfados, hay alegrías y algunos terminan amándose. ¡Felicidad, queridos colegas!)
Los que estábamos en el bombo grande rezábamos a nuestro Dios a diario, e incluso apelábamos a los suyos, por si acaso ellos fueran los humanitarios, o que se yo, tal vez por desesperación, para que no salieran nuestros números.
Yo soy el 19.653, mi esposa el inmediato anterior, mis hijos el 19.654, contiguo y posteriores, y así consecutivamente; nuestros amigos; vecinos; sus padres; sus hijos, hasta abarcar a todo el pueblo, el palestino, ahí apiñados en nuestra jaula metálica y cilíndrica sin posibilidad de escapar, pero si de salir en suerte, esperando diferentes y variadas formas de muerte”.
En el bombo pequeño se encontraban las bolas “bombas de la mala suerte y formas de morir-” que habían sido acuñadas, durante más de cuarenta años, por diferentes países, principalmente los anfitriones: Israel y Estados Unidos, y en los que se realizaban los sorteos: Gaza y Cisjordania principalmente, pero también, Jordania, Siria, el Líbano…
Aquella mesa del restaurante estaba llena de risas y alegría y el camarero, una vez conocida la historia, no les quitaba ojo. Desde detrás de la barra y, mientras secaba unas copas, los miraba con una mezcla de orgullo y envidia. Los cuatro comensales se encontraban disfrutando de una comida especial. El primero de ellos era un hombre sin recursos, quien había sido agraciado con un décimo de lotería por una mujer agradecida. Esta mujer le había dado el décimo en agradecimiento por haber salvado a su hijo de tres años de morir atropellado unos meses antes. El segundo comensal era el mejor amigo del hombre sin recursos, quien lo había acogido cuando cayó en la indigencia después de varias malas rachas de alcohol al ser despedido injustamente de su trabajo. El tercer comensal era la pareja del hombre sin recursos, quien le había dado cariño en los peores momentos sin importarle su pasado, su presente, y mucho menos su incierto futuro. Tan sólo había obrado como un ser humano bueno y generoso al ver desamparado a aquel hombre, aún descolocado por la bofetada de realidad que le había propinado la vida. Por último, estaba la señora que le había regalado el décimo. Era 25 de diciembre y pensaron que al fin podían disfrutar de la mejor navidad que recordaban.
Entre risas y bocados fue pasando la comida, y después la sobremesa. Los comensales compartían historias y anécdotas. El hombre sin recursos contó cómo había encontrado el décimo de lotería en su bolsillo y cómo había decidido comprobarlo en la administración de lotería el mismo día 22. Un pálpito al ver el revuelo delante de la humilde administración de loterías le había llevado a ello y, ¡Vaya si la tuvo! Allí se encontraba la mujer, que con lágrimas en los ojos le recibió con los brazos abiertos mientras asentía con una sonrisa de oreja a oreja confirmándole que a él también le había tocado. Durante un enterno abrazo, le confesó que se lo merecía, que tenía pinta de buena persona y el haber salvado a su hijo de una muerte segura, no podía dejar de agradecerselo el resto de su vida. Él contestó que no era nada.
Por su parte, el mejor amigo del hombre sin recursos también contó su historia. Habló de cómo había caído en la indigencia después de ser despedido injustamente de su trabajo. Pero gracias a la ayuda de su amigo, había logrado salir adelante. La pareja del hombre sin recursos habló de cómo se habían conocido y de cómo se habían enamorado. En fin, los cuatro en un momento dado decidieron que serían amigos para siempre al pedirle por favor que el camarero les sacase una foto con el móvil. La FELICIDAD que reflejaban sus rostros era, sin duda, el mejor marco para aquella instantánea.
(Esperanza Solymar, Ro Blanco, María Teresa Martínez Ramos y Juan Praena)
22 de diciembre de 2023, día de la lotería.
¡¡¡Rooooooooooooooooooooooo!!!
― ¿Qué pasa qué pasa qué pasa, Juan?
―Na, que empieza la lotería y te la vas a perder.
―Con esos gritos, un día me da un paralís. Estaba haciendo callos con garbanzos, tu plato favorito.
―Pues sigue, que aquí no se te ha perdío ná, no se te vayan a pegar. ¿Con chorizo y morcilla?
―Vete a la mierda.
―Arrea, qué cosa más fina…
* * * * * * * * *
Inmobiliaria Solymar a tutiplén.
―Doña Esperanza, le traigo el informe de operaciones del último mes, tal y como me pidió.
―Resume, María Teresa, que quiero ver el sorteo y me desconcentras.
―Visitas: Quinientas veinte. Captación de nuevas propiedades: Una. Alquileres: Cero. Ventas de pisos y/o chalets: Cero patatero.
― ¿Estás segura?
―Teniendo en cuenta que soy su única empleada y que usted se ha pasado todo el mes entre rayos Uva, farras y resacones, va a ser que sí.
―No seas deslenguada, pitufa. Algo estás haciendo mal.
―Seguro. Con la oferta que tenemos, cualquiera tendría unos resultados espectaculares. Ayer mismo le salvé la vida a una clienta cuando se cayó el techo del pisito cuqui de altas calidades. Anteayer casi se ahoga el hombre al que llevé a ver el chalet en perfecto estado que lleva cuarenta años cerrado. Las tuberías decidieron estallar en ese instante. Por no hablar de las cucarachas velocirráptor del apartamento en alquiler, eran más grandes que la familia que fue a verlo.
―Calla, que me deprimo, inútil. Un buen comercial pasa por encima de esas nimiedades. En fin, puedes retirarte…
* * * * * * * * *
¡¡¡Roooooooooooooooooooooo!!!
―Los garbanzos acaban de suicidarse del susto y los callos han ido al funeral. Dime, Juanito.
― ¡¡¡Que nos ha tocao el gordo!!!
―A vacilar, a tu abuela, gilipollas.
―Tranquila, Ro, siéntate.
―Total, para pasar el duelo por el guiso, me da igual un sitio que otro…
―Si mis cálculos no fallan…
― ¿Los de la vesícula o los del riñón?
―Que no te enteras, que nos han tocado cuatro millones de leuros…
―A la próxima bromita, te meto un hostión que ni lloras.
―Mira los décimos, pedazo acémila.
― ¡¡¡Coñó, me estoy mareando…!!!
―No la irás a palmar ahora, que somos ricos…
―Si no me he muerto todavía de ver tu careto todos los días, esa calderilla no podrá conmigo.
―Pero mira que eres burra. Vístete, que nos vamos pa la inmobiliaria del tirón. Ponte algo que no se te vean las perolas, que vaya tela.
¡¡¡Fuaaaaaaaás!!!
* * * * * * * * *
―Otro año que no me toca. Tere, eres gafe. Ahora me explico tus paupérrimos resultados.
―Y dale con la burra al trigo, doña Espe.
♪Glin glon♪
―Qué fuerte, es la primera vez que viene alguien sin necesidad de secuestrarle. Fíjese, que no sabía cómo sonaba el timbre.
―Déjate de excusitas y abre, que tengo un buen presentimiento.
―Buenos días, ¿en qué puedo ayudarles?
―A las güeñas. Me llamo Juan Praena y, aquí, la parienta, Ro Blanco. Queremos un chalé deluxe, lo mejor de lo mejor, ¿sabe usté?
―Aparta, que ya les atiendo yo. Mi nombre es Esperanza Solymar, propietaria, directora y factótum de esta insigne agencia. Ella es mi ayudante principal, María Teresa Martínez Ramos. Han tenido la fortuna de que pueda hacer un hueco en mi apretadísima agenda. ¿En qué están pensando exactamente?
―En que no sé si he apagado el fuego de los callos, con tantas prisas…
―No le haga caso, que es una bromista. Y tú, no me seas lerda, cojones.
― ¿No te ha valido el bofetón de antes?
―No discutan, por favor, entiendo que van a tomar la decisión más importante de sus vidas y tienen los nervios lógicos en estos casos.
―Yo, después de haberme casado con esto, no me pongo nerviosa ni con la niña del exorcista.
―Cada día eres más bestia, querida Ro.
―Todo se pega menos la hermosura.
―Pues tú estás bien hermosa…
―Te meto…
―Por favor, pareja, ¿por qué no nos sentamos tranquilamente y les oriento en su búsqueda? María Teresa, acércame el catálogo de nuestras propiedades de lujo.
―Se ha agotado con tanta demanda, la imprenta no da abasto. Tendrá que ilustrarles de memoria, doña Espe, juás.
―No pasa nada, se ve que son imaginativos. Con mis atinadas explicaciones, no les hará falta ni ir a ver los chalets, son tantos… ¿Cómo van de posibles?
―Eso no te importa un carajo, ¿no te digo?
― ¡Ro, por Dios, eres una mula! Se nos cae la jurdá por las orejas, señora.
―En ese caso, tengo exactamente lo que necesitan. María Teresa, ¿está disponible el chalet de la reforma de la canalización?
―Sí, ya han sacado el Titanic de la cocina.
―Ah ja ja, qué ocurrente es mi empleada, es todo chispa. Es que, en nuestra línea de ofrecer el producto perfecto, estamos modernizando las instalaciones de suministro. Nuestros clientes merecen de lo bueno lo mejor, de lo mejor lo superior, caprice de Dieux.
― ¿Ein?
―Que lo venden tó niquelao, Juanito.
―Aaaaaaahhhhh, el día que daban idiomas, falté.
―Si solo hubiera sido ese día…
―Habló el jumento mundial. Bueno, ¿qué? ¿Vamos a verlo? Reviento de ganas de echarle un ojo.
―Fantástico. ¿Firmamos y me dan una señal del cincuenta por ciento? Para ustedes es una bagatela, medio milloncejo, un auténtico chollo, me lo quitan de las manos.
―Y una leche, malandrina.
―Ro, me estás poniendo en evidencia, a ver si lo vamos a perder.
―No se preocupen, por ser ustedes, se lo aguanto hasta mañana. Teresa, llévales a verlo.
― ¿Saben nadar?
* * * * * * * * *
―Ya estamos, es éste. Esperen, que saco la llave.
―Jodó, eso parece de un castillo.
―Es lo que llamamos seguridad medieval, inigualable. Vamos allá.
¡¡¡Splaaaaassssshhhhh!!!
― ¡Coña, no sabía que estábamos en el Niágara!
―Nada nada, es normal, por la reforma, ya saben.
―Me encanta.
―No jodas, Juanito, que no tenemos submarino.
― ¿Qué sabrás tú, Ro? Esto tiene unas posibilidades que te cagas lorito. Mañana voy al banco y os lo pago a tocateja.
«No me lo puedo creer, es más cenutrio de lo que imaginaba».
―Pero, Juan…
―Silencio, mujer, lo estoy viendo, “Villa Juan Praena”, lo más de lo más.
― ¿Estás seguro?
―Pozí.
* * * * * * * * *
―Lo siento, vamos a cerrar la caja, otro día madrugue un poco.
―Traigo cuatro millones de leuros, no sé yo si eso…
―Me he explicado mal, distinguido caballero, este humilde cajero siempre está dispuesto para atender a su excelencia.
―Así me gusta, morlaco. Aquí tienes los billetes de lotería.
―Oooooohhhh, qué barbaridad qué barbaridad qué barbaridad. Ya lo tiene ingresado. ¿Desea retirar alguna cantidad?
―Un millón pal chalé.
―Cómo no, caballero, sus deseos son órdenes para mí. Puede contarlo si lo desea.
―Nos ha jodío, pa no…
* * * * * * * * *
Un año después…
―Por fin, querida Ro, ha costado, pero ya está a nuestro gusto.
―Ya te digo, y nos hemos quedado sin un céntimo. ¿Para qué coño quieres los sanitarios de oro?
―Quedan muy elegantes a la par que discretos. Ahora somos unos potentados y tiene que notarse, ¿no te parece?
♪Riiing riiing♪
―A los güenos días. Ha llamado a “Villa Praena”, dígamelo todo.
―Soy Bermúdez, del banco. Le informo de que ha ocurrido un terrible error. Los billetes de lotería que nos trajo son del año anterior y no nos dimos cuenta. Tiene que devolver los cuatro millones.
― ¡¡¡Aaaaarrrrrggggg!!!
―Pero Juanito, ¿qué te ha dao? Coña, si está fiambre. Oiga, ¿qué le ha dicho a mi marido? Lo ha fulminado.
―Lo siento, señora, le he comunicado que tienen que devolver los cuatro millones.
―Sin problema. Aquí les dejo el chalé, todo suyo enterito. Eso sí, a mi Juanito me lo entierran en condiciones, ya que me lo han asesinao. Yo me voy a mi casa, que se limpia en un plis, menos mal que no la vendí. Por fin voy a comer ensaladitas, que falta me hace.
―Pero, oiga…
―Ni oiga, ni Yoigo, ni bongos. Se quedan con el muerto, nunca mejor dicho.
―Qué fuerte qué fuerte qué fuerte…
―Hala, a cascarla, ciao pescao. ¡¡¡Yuhuuuuuuuu!!!
―Están locos estos nuevos ricos, juás.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
LOS ELEGIDOS
Cada uno de nosotros mirábamos fijamente, con la cabeza elevada, al foco luminoso, experimentando una mezcla de ansiedad y esperanza, pero desando ser el siguiente en ascender. Desde arriba, recortada sobre la luz brillante que se proyectaba sobre el suelo, la criatura nos observaba con suma atención. Piadosa con algunos e inmisericorde con el resto. Una criatura a la que siempre habíamos llamado Dios y una luz que a ojos de los últimos hombres que quedábamos sobre la tierra, era lo más parecido a las puertas del cielo. Esa noche dejó de existir todo. Sometidos a la lotería del destino, pasamos a ser simples marionetas en manos de azar. Sin embargo, algo me decía que todo estaba ya premeditado.
Me considero afortunado. Por suerte, aún sigo aquí. Aquella última noche fuimos pocos los elegidos, pero muchos los desaparecidos.
RAKEL VALDEARENAS
Su día comenzaba como otro cualquiera, se levantó y se fue a preparar el desayuno como todas las mañanas. Puso la tele para escuchar el sorteo de navidad, él se levantaría y acabaría su paz.
Estaba colocando la cafetera en el fuego cuando esos niños cantaron, saco el décimo del bolsillo de la bata que llevaba puesta y miro los números, no sé lo podría creer estaba atónita, el gordo había salido y le había tocado a ella. Aparto la cafetera, cogió un cuchillo de cocina y se apresuró a llegar a la habitación antes de que ese monstruo se levantara de la cama. Después de dejarle en la cama cubierto por un charco de sangre, hizo su maleta se dio una ducha para quitar cualquier rastro de sangre y salió de esa casa para nunca más volver.
Su vida de pesadilla había acabado para siempre.
EFRAÍN DÍAZ
Después de cinco años de ardua dedicación e incansable trabajo, mi hija culminó su formación en arquitectura con brillantes méritos, abriéndose paso hacia un empleo de ensueño: diseñar paisajes para una prestigiosa firma constructora. En un determinado momento, expresó su decisión de emigrar a Europa. Llamentaba la percepción estereotipada sobre los puertorriqueños. “Solo están pendientes al reguetón, la fiesta, al alcohol y al sexo”. Lamentablemente mi hija tenía razón. Ahnelaba un futuro mejor, más prometedor.
Con tristeza, pero con beneplácito, otorgué mi bendición. Ya era una adulta y debía reconocer su madurez, su preparación académica y su derecho a vivir su vida.
Primeramente viajó a España. Allí se sumó a una importante firma de arquitectos encargados de restaurar castillos medievales y transformarlos en exclusivas hospederías. Este periplo la condujo finalmente a Alemania, donde participó en el diseño de residencias para la élite rusa. Los nuevos ricos rusos eran reconocidos por su meticulosidad. Contrataban firmas alemanas por su reputación a la hora de hacer negocios.
En una boda en la idílica Santorini, a la que fue invitada, conoció el amor. Entretejió su vida con un distinguido físico inglés, políglota y profesor universitario, con logros notables en el diseño de tecnología médica. Todo un “English Gentleman”.
Su matrimonio floreció, consolidándose con la adquisición de una imponente residencia en un enclave exclusivo y frecuentes escapadas vacacionales.
Usted pensará, mi querido lector, que mi hija se ganó la lotería, que se sacó el gordo, pero no. Esta es una historia de ficción. Lo único real de este relato es que mi hija aún no termina su carrera de arquitectura. Apenas está en su primer año, que culminó exitosamente y que como padre, albergo la esperanza de que no se enamore de un maldito reguetonero.
IRENE ADLER
LA LOTERÍA DE NAVIDAD
Cuando salió mi número, oí a mi madre emitir un gorjeo angustiado, como un suspiro o una queja. Luego silencio. Mi padre apagó el televisor y abrazó a mi madre sin mirarme.
Recuerdo el silencio tras el ronroneo de los bombos de la tele y la imagen onírica de una criatura celestial con voz de futura contralto, entonando el larguísimo número de mi DNI sin equivocarse o tropezar. Recuerdo el diseño de tartán de su uniforme escolar y los lazos azules de sus trenzas.
Es curioso lo que el cerebro humano retiene cuando el resto del cuerpo no consigue procesar o digerir el miedo.
Mi padre solía contarme un cuento cuando era pequeño y no podía dormir o estaba en cama con fiebre. Un cuento de hadas que hablaba de un tiempo en que con la Lotería de Navidad no te jugabas la vida, sólo un puñado de inocentes ilusiones. Un tiempo en el que todos anhelaban poseer el número afortunado, y los ganadores lloraban ante las cámaras de televisión y descorchaban botellas de champán.
Bueno, ahora también los afortunados lloraban, pero por motivos muy distintos. Y nadie descorchaba champán en las tristes despedidas.
Salí al porche a mirar las estrellas. También hubo un tiempo en que ellas eran distintas. Producían sosiego, ternura, belleza. Ahora son un abismo aterrador y aunque desde esta veranda oscurecida no puedo verlos, sé de los combates que se libran allí arriba; las armas de destrucción masiva; el voraz avance de tropas y bulldozers en busca de nuevos yacimientos minerales; las guerras por la posesión del territorio. Y al corazón de esas tinieblas es a dónde me envía mi larguísimo número del DNI, cantado al azar por una niña con trenzas y voz de futura contralto. El azar. El deber. El honroso e ineludible sacrificio.
Oigo las airadas protestas de mi madre, su desquiciada diatriba quejándose del gobierno, los políticos, las corporaciones. Negándose a entregarles a su hijo. «Que vayan ellos, sus hijos, sus nietos. Pero claro, ellos están exentos, ¿verdad? Ellos tienen excusas, poder, dinero, contactos y privilegios. Nosotros no tenemos nada, salvo a nuestro hijo».
Y luego silencio otra vez.
No alcanzo a distinguir la respuesta que le da mi padre, pero sospecho que es la misma que da siempre, cuando vemos por televisión imágenes de la guerra en Nux y mi madre pone el grito en el cielo. «No hables así. Hay una línea muy fina entre la palabra justicia y la palabra traición».
Si yo fuera estudiante de química, balística o geología estelar, con un brillante expediente académico y un futuro prometedor en el negocio de la investigación armamentística o el desarrollo minero, entonces me libraría del reclutamiento. A ésos los reservan y los protegen. Pero yo elegí entrar en la escuela de intérpretes: la elección de los pusilánimes que aún creen que hablando se entiende la gente. Y mi sueño es entrar en la Estación Diplomática Intergaláctica de Babylon 5. La elección de los cobardes que aún creen que la diplomacia es la única vía posible para un futuro mejor.
Alguien más optimista o ambicioso, vería esta oportunidad como una manera de adquirir créditos, experiencia, cartas de recomendación. Un año como soldado de infantería en el planeta Nux no quedará nada mal en mi currículum. Pero yo no soy optimista. Tampoco soy ambicioso. Nux es una especie de infierno donde nosotros, la Liga Panterrestre, somos el invasor, la fuerza expoliadora, el enemigo. Ambicionamos sus recursos mineros y para conseguirlos, exterminamos a los nuxis, los legítimos dueños del planeta, que han demostrado tener una asombrosa capacidad de resistencia y —las cosas como son—, nos están masacrando.
La versión oficial, claro, era bien distinta. La propaganda aseguraba que la victoria era nuestra, que los soldados que regresaban eran muchos más de los que morían y que regresaban siendo héroes. Que estában haciendo historia, justicia, una galaxia mejor para nuestros hijos. Mi madre trabajaba de voluntaria en un centro para veteranos. Y allí no había héroes, sólo hombres que aún no lograban entender la finalidad de su enorme sacrificio. Lo mucho que habían perdido para saciar la codicia de otros. El sentido que había en el sinsentido de la guerra. Por qué razón el heroísmo que tanto ensalzaban la prensa y los políticos, era, en realidad, un heroísmo que aniquila y embrutece.
Volví a mirar las estrellas.
Volví a escuchar el silencio.
Mi madre había dejado de gritar y mi padre había vuelto a encender la tele.
A la niña de las trenzas la había sustituido un niño de ojos almendrados y cabello ensortijado con una corbata pulcrisima.
Me pregunté, con tristeza, si aquellas criaturas sabrían realmente lo que estaban cantando.
Muerte y no Suerte.
Vida y Destinos.
JOSÉ MARÍA ORELLANA
DESFIBRILANDO UN ALMA
Amaro rondaba los 80 en el otoño de 2019. Se manejaba con soltura para su edad y eso le permitía esquivar al hambre acudiendo por sí mismo a los comedores sociales.
A quien no podía despistar era a la soledad crónica que le daba compañía y a la nostalgia que cada noche, al cerrar los ojos, le ponía delante las imágenes nítidas de las calles de su Logrosán añorado.
Amaro llevaba casi 60 años en Madrid y su nivel de vida había subido y bajado al ritmo marcado por el azar.
Hacía 20 años que el azar descansaba y a él le había dejado en la parte baja.
Era un hombre de rutinas y solía frecuentar el polígono industrial y comercial en el que trabajó hasta su jubilación.
Para ello cogía el 629 en el intercambiador de Moncloa.
Aquella mañana de principios de Diciembre, el azar decidió despertar y puso frente a él en la Churrería de Tia Soledad una serie de décimos de lotería del número 39629.
Cuando fue a pagar pidió un décimo y recorrió todos los bolsillos y dobleces de su vestimenta hasta que, moneda a moneda, reunió lo suficiente para pagar el cortado, la porra y el décimo con recargo.
Con su décimo del 39629 en el bolsillo trasero del pantalón, de vuelta a Madrid, Amaro pensó que el domingo 22 iría a ver el sorteo al mismísimo Teatro Real.
Al atardecer del 21 de Diciembre, Amaro llegó a la Plaza de Oriente.
Llevaba todo lo necesario para sobrevivir a una noche que se anunciaba gélida.
Y sobrevivió.
A las 6 se abrieron puertas y se puso a cubierto.
Volvió a estar delante de los mismos niños y los mismos bombos que vio con su padre sentado al lado en la vieja sede de la lotería en la calle Montalbán, 70 años antes.
Todo sucedió rápidamente. A las 9:02 salía el gordo. Tras el silencio expectante, por fin en el aire el 39629.
Amaro no necesitó mirar el décimo.
El año de su nacimiento (1939) y el autobús (629) que le llevaba al polígono era el juego con el que el azar aparecía de nuevo en su vida.
No manifestó su suerte con ninguna de las habituales expresiones de alegría.
Pensó en lo que siempre había deseado: salir en el telediario celebrando el gordo con otros premiados junto a la administración que lo había vendido.
Se levantó del asiento e inició la ruta hasta el polígono.
Eran ya casi las 12 cuando por fin tomaba tierra en la parada del 629 junto a la administración.
Efectivamente allí estaba la administradora y los medios de comunicación con todo su despliegue.
Pero nadie con síntomas de premiado, ni corchos por el suelo, ni copas de champan de plástico.
Para decepción inicial de Amaro, aquello no se parecía al escenario de alegría desbordante que tantas veces había soñado y ahora pretendía soñar despierto.
Fue a la churrería La tía Soledad y encontró eso, soledad.
Volvió al kiosko. Nada había cambiado, Amaro se sentó en la barra de protección antialunizaje .
El sorteo ya había acabado, los reporteros comenzaban a recoger sus cámaras y micrófonos. Amaro pensó que ya era el momento. Se dirigió a un corrillo cercano y sin más explicación y en tono bajito les dijo: yo tengo un décimo del gordo!
Amaro mostró el décimo. Cuando levantó la cabeza buscando las reacciones a su buena suerte, algo comenzó a no encajar en el guión de la alegría que se había imaginado.
Uno por uno, todos los que formaban el corro agachaban la cabeza y, sobre todo, esquivaban su mirada. Amaro no entendía la situación.
Una de las reporteras se le acercó, le abrazó y le acompañó a sentarse ambos en la barra protectora.
Los demás deshicieron el corro y se retiraron sin ruido. La reportera besó en la mejilla a Amaro, y desplazando sus labios al oído le dijo entre lágrimas:
– Ese décimo no es de navidad, es del sorteo del Niño.
Las televisiones no se hicieron eco del fiasco y poco a poco se disolvió lo que nunca había empezado.
Sólo un aspirante a YouTuber recogió con el teléfono lo esencial de lo ocurrido y desde allí mismo lo colgó explicando los detalles y con la imagen final de Amaro sentado en la barra. Ocultó el nombre de Amaro y y lo tituló: “El abuelo del Niño”.
El YouTuber cruzó el polígono hasta la esquina opuesta y entró en las instalaciones de la pequeña empresa de fabricación de desfibriladores portátiles.
Ese domingo habían acudido a trabajar.
La paranoia de la cardioprotección había convertido su producto principal en la estrella de los tecnocacharros que los reyes traían a cincuentones hipocondriacos.
Desde las 9 y poco se había desatado la locura cuando salió el gordo y reconocieron el número. Cada empleado llevaba dos décimos de 20 euros, en total 40 euros.
Eran las dos de la tarde y continuaba la fiesta. A nadie se le había ocurrido pasar por la administración de loterías y la sala de reuniones se había convertido en el centro de la alegría.
El YouTuber reclamó la atención de sus compañeros. Mientras se hacía el silencio conectó el móvil al proyector de techo y a la megafonía de la sala. Todos esperaban una pamplina al uso para añadir alguna carcajada a la alegría.
Pero lo que reprodujo fue el video viral de “El abuelo del Niño”.
El silencio se prolongó y pasaron no menos de cinco eternos minutos en los que ninguna mirada se cruzó. El dulce sabor de la suerte, de la buena suerte, devino en un amargo sabor amargo.
Por fin el YouTuber rompió la tensión y preguntó alzando la voz:
– Alguien es menos feliz si en vez de 40 euros de gordo le tocan sólo 39?
Vio cómo se iluminaban las miradas y no esperó la respuesta. Agarrando fuerte su móvil salió corriendo y lo único que se le oyó decir fue:
– Lo mismo aún está sentado en la barra.0
Allí estaba Amaro congelado, contraído y con su mochila de supervivencia de la noche anterior mal cerrada.
El joven se dirigió a Amaro:
– Tu décimo sí esta premiado. Ven conmigo.
El resto de la historia se explica sin palabras.
Tras la fiesta, el YouTuber comentó al dueño de la empresa: “vinimos a trabajar hoy domingo para reforzar la producción y no hemos sacado ni un solo desfibrilador para los corazones hipocondríacos.
El dueño se paró, miró fijamente a los ojos del joven y le dijo:
– Hijo, hoy no tocaba fabricar, hoy hemos estado desfibrilando un alma.
JM
BORJA AJ
EL DINERO DE LAS GALLETAS
Escrito Por
Borja AJ
NOTA DEL AUTOR: NO RECOMENDADO PARA MENORES DE 18 AÑOS.
Toda la historia y personajes son producto de una ficción. Cualquier parecido con la realidad es fruto de la casualidad.
Navidad. Época familiar, hogareña y agradable. Una época en la que los regalos toman protagonismo. Las comidas y cenas de múltiples personas pertenecientes a familias grandes están a la orden del día. Bonitas palabras con alguna que otra mirada que denota un oscuro deseo. Felicidad, buenos y nuevos propósitos para el siguiente año que entra y algo de suerte. Sólo eso… algo de… suerte. O quizás es el azar. Puede que incluso destino.
Suerte, azar y destino es lo que incitó a el tipo a entrar en el supermercado a las seis de la tarde el día 24 de Diciembre. Tan sólo quedaban un par de horas para que el supermercado cerrara y que todos los trabajadores pudieran disfrutar de la Nochebuena con sus familias y la posterior Navidad. Los clientes aprovechaban aquellos últimos ciento veinte minutos para ultimar las compras.
El tipo vestía formalmente un traje negro. Pantalón, chaqueta, camisa y zapatos de color negro. No llevaba corbata ni algún tipo de abrigo a pesar del alto frío que arreciaba en esa ciudad.
Su edad podría estar comprendida entre los treinta y los cincuenta años, pero cualquier mortal que le observara, quedaría confundido a la hora de saber con exactitud cuántos años tendría.
Entró en el supermercado y caminó por los pasillos durante un breve periodo de tiempo. Miraba a un lado y a otro. Buscaba algo. Una respuesta. Quizás algo de ayuda. Se quedó observando a uno de los trabajadores del supermercado, un chico joven con algo más de treinta años. Se acercó a él.
-Disculpe, joven-dijo el tipo.-¿Podría ayudarme?
-Claro, caballero-respondió el chico.-¿Qué necesita?
-Hace exactamente una semana compré en este supermercado una caja de galletas. Es de color azul. Pequeña. Tiene una inscripción de tres letras. »BAZ».
-Sí, sé qué galletas son. ¿Quiere otra caja?
-¿Podría indicarme en qué pasillo están, por favor? Ahora mismo no lo recuerdo y me gustaría ver de nuevo esas galletas.
-Claro, caballero-dijo el chico, e indicó a el tipo dónde debía ir.- Vaya por este pasillo y al final gire por el pasillo de la izquierda. Por la mitad están las galletas.
-Muchas gracias, joven-agradeció el tipo con una afable sonrisa.
El tipo se alejó del joven, haciendo sonar sus caros zapatos por el suelo del local. Llegó hasta el pasillo y comenzó a observar y buscar en la zona de las galletas hasta que dio con la caja de galletas azul que estaba buscando. Cogió una caja de galletas, la miró y se dijo a sí mismo en voz alta: »Lo encontré». Miró a un lado y a otro con la intención de encontrar a otro trabajador del supermercado. Vio a una chica muy joven, que no llegaba a los veinticinco años, con el pelo azul y un séptum en la nariz. Se dirigió a ella.
-Perdona, ¿me puedes ayudar?-preguntó el tipo a la chica, cambiando la forma y el tono de voz con respecto a lo que usó con el otro chico.
-Claro-respondió ella en un tono dulce y con una sonrisa.-¿Qué necesitas?
-Verás… el otro día me llevé un paquete de galletas como este y me lo comí entero. El problema es que no me gustó nada y quiero que me devuelvan el dinero, por favor.
-¿Cómo? ¿Perdón? Será una broma, ¿verdad?-dijo la chica, asombrada ante las palabras de el tipo. Silencio.-¿Me lo estás diciendo en serio?
-Claro. No soy cómico. Las galletas no me gustaron y quiero que me devuelvan el dinero.
-Eso es imposible.
-¿Por qué?-preguntó el tipo.
-¿De verdad te lo tengo que explicar? En serio, ¿cómo coño te voy a devolver el dinero de una puta caja de galletas que ya te has comido? ¿Te estás riendo de mí?
-Por supuesto que no. Me siento ofendido porque no quieres devolverme mi dinero. Yo quiero mi dinero.
-Lo siento, pero aquí no se te va a devolver dinero por eso que estás diciendo. Y por favor, déjame en paz que estoy trabajando y quiero irme a mi casa a celebrar la Nochebuena con mi familia. Si quieres comprar algo, cómpralo. De lo contrario, vete, por favor. Si me molestas, llamaré a seguridad.
-Entiendo…
-Muchas gracias-dijo la chica.
-En ese caso lo único que me queda por decirte es que me devuelvas el dinero o morirás-amenazó el tipo, y cuando la chica quiso darse cuenta, le estaba encañonando con un revólver.
-¿Qué…? ¿Qué haces…? Estás loco… ¿Por qué…? ¿Por qué me apuntas con una pistola…? ¿Sólo por unas galletas?
-No-dijo el tipo.-Te estoy encañonando porque quiero mi dinero y te estás negando a darme lo que es mío. Si no me das lo que es mío, te dispararé en ese estómago de adolescente lechosa que aún debes tener y te sacaré las putas tripas. ¿Lo comprendes, chica del pelo azul?
La chica se quedó sin palabras e irremediablemente sus lágrimas caían con desolación por sus mejillas. Cerró los ojos y temblaba. Los clientes que había alrededor vieron la escena y salieron de allí corriendo, pero el tipo hizo caso omiso de lo que había a su alrededor.
Cuando quiso darse cuenta, un trabajador de seguridad del supermercado le apuntaba con un arma, pero él no miraba al guardia de seguridad. Miraba sin pestañear a la chica mientras seguía encañonándola.
-¡Deja de apuntar ahora!-le gritó el guardia de seguridad.-¡Ahora mismo!¡YA!
-Cállate, maldito bastardo-dijo el tipo, de nuevo, sin apartar la mirada de la chica.-Quiero lo que es mío y no me iré de aquí hasta tenerlo. Y si es necesario, me llevaré por delante a esta pequeña zorrita y a todos los que sea necesario.
-No tendré ningún remordimiento para dispararte si no bajas el puto arma y la tiras al suelo. No vas a hacer daño a nadie. De eso me encargaré yo mismo.
-¿Estás seguro? Tú, chica del pelo azul, quiero mi dinero.
La chica lloró aún más fuerte que antes.
-Adiós, nena-dijo el tipo. Ante las palabras, el guardia de seguridad no dudó en abrir fuego contra el tipo y le formó una herida en el pectoral derecho. La sangre emanó y caía hasta el suelo. Sin embargo, resultó algo indiferente para el tipo, pues no mostró ningún tipo de dolor o molestia. Se movió al recibir el disparo y nada más.
No obstante, quien sí sintió dolor fue la chica cuando recibió un disparo en el corazón un segundo después del disparo del guardia de seguridad. A pesar de la herida, el tipo tuvo la absoluta convicción de dispararle. Tenía los ojos cerrados cuando recibió el disparo y murió en el suelo del supermercado con los ojos cerrados, rodeada de un charco de sangre. El tipo se rodeó hacia el guardia de seguridad, le apuntó a la cara y disparó, formando un agujero entre las cejas y llenando la pared de sangre. La segunda víctima se acumuló en el suelo aquella Nochebuena.
Al escuchar los disparos, la gente huyó despavorida de allí. Una niña de cinco años presenció la escena. El tipo la miró, la agarró y la encañonó, poniendo la pistola en el pecho. Los ojos de la niña se clavaban fijamente en el tipo. Otros dos guardias de seguridad llegaron. Le apuntaron con sus respectivas armas.
-Si hacéis cualquier cosa que a mí no me guste, la niña morirá-dijo el tipo.
-Eres un hijo de la gran puta-insultó uno de los guardias.
-Es sólo una niña. No la metas en esto, cobarde de mierda-dijo el otro guardia.
-Yo sólo quiero mi dinero. Dadme lo que quiero, me marcharé y nadie más sufrirá ningún tipo de daño.
-Si crees que vas a salir así por las buenas de haber matado a dos personas inocentes estás muy equivocado.
-Suelta a la niña.
-Mi dinero.
-No metas a una cría en esto.
-Basta ya. De aquí no vas a salir.
-Quiero mi dinero.
-Deja a la niña en paz de una maldita vez.
-Suéltala.
-Hijos de puta, me sacáis de quicio. Quiero mi dinero.
-No tendrás una mierda.
-No sabes dónde te has metido.
-Al infierno con la niñita-dijo e tipo y le disparó en el pecho a bocajarro a la pequeña, dejando un cadáver de cinco años ensangrentado en el suelo.
Los guardias no podían creer lo que estaban viendo. Se quedaron petrificados y antes de darse cuenta ya estaban muertos con un disparo en la cabeza cada uno.
El tipo dejó el lugar del crimen. Se llevó una caja de galletas. Vio al primer chico con el que habló. Le pidió el dinero de las galletas. El chico se lo dio y el tipo salió del supermercado. Seguía chorreando sangre. No sentía dolor.
Cuando salió a la calle, un conductor bajo los efectos del alcohol y las drogas le atropelló, casuándole la muerte y haciendo que las monedas que le habían dado por las galletas, rodaran hasta acabar en una alcantarilla.
IVONNE CORONADO
El billete de Lotería
Por muchos años la familia Ventura, padres, e hijos, unían su dinero para comprarse un billete de lotería juntos. El billete, si salía ganador, haría la fortuna de todos en partes iguales. Cada billete se componía de cinco números, de uno al cincuenta, y por cada selección se pagaban dos o cinco dólares, según la ocasión.
Llevaban ya unos diez años comprando juntos el famoso billete. La misma combinación, las fechas de sus cumpleaños.
Alguna que otra vez, más de alguno de ellos se preguntaba, si no estaban gastándose desde varios años una fortuna, que terminaba en el basurero, pero luego se volvían a convencer de que tarde o temprano ganarían.
Además, se imaginaban diversos escenarios para convencerse a sí mismos.
-¿Y si gana y no lo hemos comprado? Me suicido – decía Pedro el mayor.
-Con todo lo gastado, mes a mes, año tras año, ya hubiéramos amasado lo suficiente para pagarnos unas vacaciones – decía Julia, la menor.
-¡Déjense de lloriqueos, algún día saldremos premiados!- Decía Mario, y su hermana Silvia, lo secundaba.
-¡Vamos hijos, algún día nos sonreirá a suerte! Un esfuerzo- decía su madre, que siempre apoyaba a su marido.
El padre, poniéndose serio, los amenazaba: El que salga del grupo, si nos sacamos el premio, no tendrá nada.
Y seguían comprándose ilusiones, y soñando con todo lo que podrían comprarse: casas, carros, viajes maravillosos, etcétera, y esos sueños los hacían continuar con ese juego de azar.
Hay que aclarar que los Ventura eran gente muy poco instruida, y sin muchos recursos monetarios. Los dólares invertidos en la Lotería les dejaban un hueco en sus bolsillos.
El padre, aunque había trabajado duro, ya estaba pensionado y no tenía tan buena pensión. La madre, siempre fue solo ama de casa, ocupada con dos varones y dos hembras, que no se llevaban mucho de edad entre ellos; y más tarde, enferma, ya no pudo, sino quedarse definitivamente en casa. Pedro y Mario, trabajaban en una fábrica, Silvia era cocinera, y Julia mesera. Los jóvenes vivían juntos para ayudarse con los gastos, todavía no estaban en pareja.
Un mes más tarde.
– Papá, mamá, hermanos, este mes no tuve buenas propinas, estoy muy corta de centavos. No participaré este mes. Les dijo un día Julia, la benjamina, a quien no le hacía ninguna gracia tener que desembolsar cada mes un dinero que le hacía falta, pues su trabajo en el restaurante no era suficiente para ni siquiera buscarse un apartamento propio. Seguía con sus padres.
Todos se reunían en casa de los padres para verificar los números cada martes y viernes por la noche. Ese último viernes de mes fue diferente. En frente del televisor, muy atentos a los números que iban saliendo, con papel y lápiz en las manos, iban abriendo los ojos asombrados ante la sucesión numérica que iba igualando la que tenía cada uno.
¡Yupi! – Gritaron todos eufóricos. La única que estaba silenciosa era Julia, que en ese maldito mes, no había participado.
-¡Papá, espero no cumplas tu amenaza! No olvides que soy tu hija.
-¡Vaya, pues no tendrás ni un centavo por tonta! – Y Julia salió de la casa dando un portazo. Su padre era muy testarudo, y no le gustaba que sus hijos se opusieran a sus deseos.
Esa participación salió ganadora de catorce millones, pues en el sorteo anterior se había acumulado al no haber salido ganador.
Julia se fue donde un abogado, y con su promesa de recompensarlo bien, se puso a consultar todo lo que encontró para ayudarla a ganar en un juicio.
Por supuesto, Julia se fue a vivir con una amiga, las relaciones con su padre se agriaron, su madre no protestó, nunca lo hacía, y sus hermanos solo se rieron de ella.
La sentencia del juez.
-Después de oír a la defensa, este jurado declara justo el reclamo de Julia Ventura, a compartir el golpe de suerte, a la que ella estuvo contribuyendo por mucho tiempo, además de considerar, que dicha fortuna forma parte del patrimonio familiar, del que ella forma parte.
Los hermanos, que había conocido la pobreza, y que seguían pobres, pero haciendo el sacrificio de seguir el juego con sus padres, al volverse millonarios, también mostraron su codicia al no querer compartir con su hermana.
Julia recibió su parte finalmente, pero con su mala cabeza, luego terminó casi en la calle.
Consecuencias.
Su padre, ya viejo, y con achaques, con toda la cólera que le hizo pasar su hija menor, sucumbió a un ataque cardíaco. Su madre comenzó con signos de Alzheimer, y los hijos la internaron, no sin antes compartirse la herencia, esta vez incluyendo a Julia, aunque estaban molestos con ella, haciéndola sentirse culpable por la muerte de su padre.
Dos años más tarde, el primogénito de los Ventura perecía en un accidente automovilístico, iba ebrio. El segundo, se hizo adicto a las drogas, tuvo muy malas compañías, siempre interesadas, y termino muriendo de una sobre dosis.
Julia, estaba arrepentida de haber suscitado tanto problema. Contactó a su hermana, y con lo poco que les quedaba de esos millones lograron comprarse una casita modesta.
Pero la familia se había desmoronado.
Bien dice el dicho: El que nada tiene y todo lo llega a tener, loco se puede volver.
MERCEDES FERNÁNDEZ GONZÁLEZ
UNA PROMESA
Mis padres fueron grandes aficionados a la lotería.
Todas las semanas jugaban el mismo número, 1***2, así durante 50 años.
Cada domingo, mi padre abría el periódico por la última pagina, priorizando buscar el número premiado semanal.
-¡¡El reintegro!!!
El mayor premio que consiguieron en todos esos años.
Días antes de morir y ya mi madre con sus entendederas bien lejos, mi padre me hizo prometer que seguiría comprándolo cuando él faltara. Para seguir la tradición, me dijo.
Yo me reía.
-¿Atarme de por vida a comprar y a participar en un juego que no me gusta? ¡No me hagas esto, papá! Jajaja
Pero yo cumplí.
Hace 4 años murió mi padre y yo, semana a semana, he ido a la Administración de la calle Tetuán a comprar el décimo.
No fallé.
Nunca miré el número premiado semanal. Daba igual un premio si él ya no estaba para disfrutarlo.
Pero seguí yendo.
Hace dos meses, en mi repetida visita semanal a la misma Administración, encontré un gran revuelo.
-¡Me ha tocado! Comentaba una mujer dando saltos de alegría
-Mi enhorabuena, le dije, qué suerte.
El lotero me miró sorprendido:
-Señora, ¡¡el número premiado es el de su padre!!
No sabía si reir o llorar. No sabía si llamar por teléfono (¿a quién?) o ponerme a chillar.
Aquel premio no era mío, era de él, de mi padre que murió sin conocerlo.
Doné el dinero a la investigación del Alzheimer que se llevó la mente de mi madre, y, por ello, tampoco pude contarle que, aquella ilusión que ellos habían mantenido por años, se había cumplido.
No he vuelto a comprar décimo alguno.
Fue premiado y así di mi promesa por cumplida.
Allá arriba en su nube, estará dando saltos de alegría y dándome las gracias.
(Historia basada en hechos reales)
JULIETA GARCÍA DELGADILLO
Mi abuelo, gran aficionado a la lotería nació en 1868 en un pequeño pueblo de México, pero era la epoca en que las clases sociales eran muy marcadas y no importaba mucho si vivieras en un pueblo o en una ciudad, si tenias dinero o tenias un apellido de alcurnia no te mezclabas con toda la gente y tampoco «los de abajo» se atrevian a mirar para «arriba».
Así pues, mi abuelo iba al Distrito Federaliba seguido para comprar una serie completa de la lotería Nacional, siempre el mismo número y cuando no podía comprarlo personalmente el expendedor se la enviaba por correo en Ferrocarriles Mexicanos para que llegara a su domicilio.
Corría el año de 1911, un año antes habia iniciado la Revolución, eran grupos armados que principalmente en el centro y el norte de México se peleaban el poder, iban y venían por el territorio, entraban a los pueblos a abastecerse de comida, de armas, balas y de mujeres que se llevaban para no volver.
Los revolucionarios tomaban principalmente el tren como medio de transporte de un lugar a otro, subían caballos, mujeres y niños, familias enteras que los acompañaban en las trifulcas, sin embargo, no todo estaba perdido, porque como lo mencioné eran grupos armados que no estaban en todo el país al mismo tiempo.
Así una mañana le llegó a mi abuelo una carta con una gran felicitación de parte del expendedor de la lotería de que su número había sido premiado y le recordaba que siempre había sido un fiel servidor suyo.
Mi abuelo sin saber qué había pasado se dirigió a las oficinas del correo del pueblo para preguntar por el anterior correo que nunca llegó con su boleto de lotería.
El oficinista al investigar y se enteró que el anterior paquete de cartas se había pasado de largo hasta Veracruz, Ver. Por lo que era necesario tener paciencia y esperanza hasta que lo regresaran al pueblo.
Así pasaron varios días, con las novedades de que la revolución continuaba asaltando trenes, iban y venían forajidos en la «bola» y mi abuelo esperando el billete., hasta que un día llegó lo esperado, mi abuelo se trasladó a la Ciudad de México para cobrar el premio mayor $200 mil pesos oro.
Así fue como mi abuelo puso el dinero y mi abuela el apellido de alcurnia, un matrimonio de conveniencia para ambos, pero gracias a esa bendita lotería aquí estoy en el mundo
Hecho real cien por ciento
GAIA ORBE
La lotería, el azar sobre la mesa,
la espera inquieta,
el número incógnito
que la tómbola desplegará
frente a nosotros.
La lotería, el país donde se nace,
la ilusión realista,
el enigma de la raza
que el destino abrirá
frente a nosotros
No se sabe el siguiente movimiento,
un día lo tienes todo
al otro, no tienes nada
la vida es una lotería
que nadie sabe jugar.
GRACIELA PELLAZA
«Compré un billete de lotería, para tentar a la suerte! Y provocarle al destino un traspié. Que le cause extrañeza la gloria del bolillero cuando mi número lo cante un niño.
¿Porqué no?
En los hombros he llevado tantas cosas, y nunca… Nunca he pegado un solo grito. He acogido los agrios platos y en los pocos dulces me he ennoblecido, humano manso, siempre agradecido.
Un día cada día me dijo un amigo, y yo, amanecía con la intención en la mano para armar el plan, y erigir un lugar seguro y sencillo.
Poca cosa.
No hace falta mucho, tal vez un techo, un cariño, dos perros y el agua cerca.
Medio millón de horas son testigos de que he sanado las emociones que me han herido, que puse paños fríos a la ira y he dimensionado la palmada de algunos amigos.
Aprendí y desaprendí.
Fui almirante y peón, un punto azul, un buen tipo.
No conozco muchas cosas que otros cuentan; pero ellos no saben la música de las casuarinas, que las aves vuelan bajo cuando va a llover, que esa tibieza en el aire es de los vientos alisios.
Me he puesto viejo y cansado.
Compré un billete para tentar a la suerte.
Tal vez en esta testa gris Dios apunte su estrella.
Aunque nunca he maldecido.»
ANGY DEL TORO
LA BICICLETA
La tarde era fría y el sol ya se ocultaba por el horizonte. Las calles comenzaban a iluminarse, las luces de la Navidad refulgían y en los escaparates de las tiendas se mostraban cajas para regalar de diversos colores y tamaños. Los juguetes hacían brillar los ojos de los niños que pasaban. Entre ellos, estaban mis hijos que regresaban de la escuela. Tratando de protegerlos del viento helado que soplaba, les abrazaba.
A nuestro alrededor, la gente caminaba cargada de bolsas y paquetes. Se escuchaban los villancicos y las risas de los niños. El aire olía a castañas asadas, a incienso, a chocolate caliente. Sentía un vacío en el estómago y una punzada en el corazón. No podía darles a mis hijos lo que querían, lo que se merecían.
Mis niños conversaban sobre los regalos que les traería Papá Noel. Mis tres hijos coincidían en un solo deseo: la bicicleta.
— Que son tres, les dije, creo que tanto peso será demasiado para los renos. Cargar con tres bicicletas, imposible.
Pero igual, mis niños buscaban variantes para que no tuviesen que entrar por la chimenea y pedían dejarles la puerta abierta, decían que le pondrían galletas de navidad para que Papá Noel se sintiera a gusto y además, mucha agua para los renos. En fin, que mi cabeza daba vueltas, el dinero no me alcanzaba ni para comprar una bicicleta ¡qué dilema!
Un vendedor de billetes de lotería se nos acercó y con voz amable dijo:
— Buenas noches, señora. ¿Le interesa comprar un décimo de la lotería de Navidad? Es el último que me queda, y tiene el número 52. Ese número significa bicicleta, ¿lo sabe? Es una señal del destino. Si lo compra, seguro que le toca el gordo y podrá comprarles la bicicleta que sus hijos desean.
Podrán imaginar a mis niños que a viva voz decían:
— ¡Mami, por favor, cómpraselo que él es amigo de Papá Noel y de seguro que le habla de nosotros.
El vendedor de lotería no se daba por vencido, y nos seguía.
— Vamos, señora, piense en lo felices que ellos serían si les regalara una bicicleta. Piense en usted misma, en lo que podría hacer con tanto dinero. Disfrute, que la Navidad es una época de sueños, de ilusiones. ¿No le gustaría vivir un milagro, señora?
Sin haber salido de mi asombro, me fijo en que, desde el puesto de castañas asadas, un hombre nos observaba. Debe ser un policía, pensé. Veía que aquel desconocido se nos acercaba.
— Disculpe, señora. Sin quererlo, he escuchado a sus hijos y me he dado cuenta de su pesar, le diré que es cierto, el 52 en la charada significa bicicleta.
— No señores, no insistan. Entiendan que no puedo darme el lujo de comprar un billete de lotería y mucho menos asociarlo con lo que me cuentan. Por favor, vean como se han puesto mis hijos, ya ellos sueñan demasiado como para que ustedes vengan con nuevas ilusiones.
Apesadumbrada, tomé a mis niños de las manos y emprendí el regreso a casa. Ya cenábamos, cuando sentimos el repiquetear de las campanillas del buzón. Imaginarán las caritas de asombro de mis angelitos. Hice un gesto de que saldría a ver que sucedía, pero ellos venían tras mis pasos hasta la entrada del jardín. Abrí el buzón y cual no fue nuestra sorpresa al ver un décimo de lotería de Navidad, y que su número final era el cincuenta y dos, la bicicleta.
Al día siguiente, me levanté tempranito y encendí la radio, quería escuchar el sorteo de la lotería de Navidad. Sabía que el décimo que nos habían regalado era solo un símbolo, una ilusión, una posibilidad, pero no me importaba. Estaba contenta, tranquila y agradecida. Sentía que al fin nos había llegado el esperanzador mensaje de la Navidad.
ANA DEL ÁLAMO
Un 22 de diciembre a las 9 de la mañana, Julieta enciende tímidamente el televisor. Los niños duermen en la habitación contigua y aunque son muy pequeños, no quiere probar suerte a despertarlos. Tiene muchas cosas que hacer y prefiere aprovechar las horas.
Julieta se toca el bolsillo del delantal y mete la mano acariciando el boleto de lotería. Con mucho sacrificio decidió comprar un décimo gastándose lo que no hay. Tenía un pálpito e hizo caso a su instinto. Eligió un número en el que había estado pensando todo este tiempo: la fecha del nacimiento de su último hijo.
Pensó en todo lo que podría hacer si conseguía el premio. Su vida no estaba siendo fácil. Las cosas se habían puesto en contra y no veía manera de cambiar su suerte. Los niños cada vez gastaban más, los más mayores necesitaban ropa nueva; todo se les quedaba pequeño, y las zapatillas casi eran de usar y tirar entre las patadas a la pelota, los juegos en el parque y lo aprisa que les crecían los pies. Se reía entre dientes recordando las bromas que se gastaban entre ellos cuando se los medían:
_casi los tengo como tú Jorge, le decía el ratoncillo de la casa al más mayor.
_calla enano, nunca me podrás alcanzar.
Y entonces el pequeño se iba a su habitación cabreado llamándole grandullón y abusica.
Los quería a rabiar. Eran su todo.
Su marido no ayudaba mucho. Sin suerte y en el paro pasaba muchas horas haciendo chapuzas y ahogando las penas. Pero todavía mantenían esa llama que les hacía creer en ellos y no rendirse.
Con escasos ingresos, ella se hartaba de limpiar escaleras. _Mientras tuviera salud, se decía así misma.
Cierto que una ayudita no vendría mal. Se podrían cambiar de piso, uno un poco más grande, que tuviera un cuarto cada uno con un escritorio propio, un poco de intimidad para las niñas, sobre todo Beatriz que ya le estaba creciendo todo y no solo los pies…
Les compraría abrigos a cada uno; lo contento que se pondría Ratón, harto de heredarlo todo. Y algún capricho, eso que debe existir y conocen poco.
Se acabarían las colas del hambre, guisar con margarina, teñirse en casa, quedarse en casa, el cine en casa, comer siempre en casa.
Juan podría abrir su propia carpintería y apuntarse a ese torneo de pádel. Sé que lo desea, pero se aguanta las ganas. Como todos.
Los niños cantores de S. Ildefonso, uniformados de gala para la ocasión, comienzan su rutina. La cantinela resuena una y otra vez en el pequeño comedor. Julieta aprieta el boleto con fuerza y continúa con los quehaceres antes que despierten los niños.
Ya es tarde, la peque aparece por la puerta descalza y directa al sofá: _me hago pis mami; son sus buenos días. Y en retahíla como en un partido de basket van apareciendo los otros cuatro.
Julieta los recibe con los brazos más abiertos que nunca. Y piensa que aunque no les toque ese año la lotería, ella ya se siente premiada. Vuelve a tocar el décimo exprimido en su bolsillo y los mira sintiéndose feliz, aunque lo más probable sea que esas Navidades se queden en casa, tenga que volver a guisar con margarina, a fregar escaleras y pospongan sus vacaciones para no se sabe cuándo.
Suena el timbre. Son los abuelos. Esa tarde se los llevan a la feria. Comerán chuches y algodón de azúcar y de cena, una pizza. Llegarán reventados con alguno a brazos dormido.
Porque eso es lo que pasa cuando vienen los yayos.
Porque son sus Reyes Magos particulares.
Lotería? Quién dijo lotería?
ABBY MERSIE ROGOM
EL ESPEJO .
Una noche más… No quería hacerlo, pero tenía que cumplir con el ritual; a las 3:11, la hora en la que se miró al espejo en casa por primera vez, una vez colocado.
No quería hacerlo, pero no podía dejar de hacerlo. La primera noche no sabía del abismo al que se lanzaba irremediablemente al mirar su reflejo. Después, sabiéndolo, no había nada que pudiera hacer para evitarlo.
Vió el espejo en el escaparate de aquella tienda de antigüedades un día de llovizna fina y pertinaz, bajo un cielo en una paleta de grises y violetas cuando caminando rápidamente por la calle hacia casa, lo percibió de soslayo. Se giró para verlo de frente y se quedó ahí parada, fascinada y bajo la lluvia, mirándolo.
Le gustaban las antigüedades; ella consideraba que tenían personalidad, pero no sabía que esos objetos podían estar desde impregnados o maldecidos, hasta poseídos.
Entró como impelida por una sensación de urgencia insensata, y ansiosamente le pidió al tendero que se lo reservara.
El espejo llevaba tres días en casa… ésta era la tercera noche; hoy moriría la tercera víctima. No sabía quién, era una lotería. Siempre se encontraban cerca, pero entre todos los malvados que pudiera haber le tocaba a uno. Ella no sabía por qué o si también era casualidad que se encontraran allí en ese momento.
¿Fue también el azar lo que la hizo pararse a mirar ese espejo al pasar por la calle?
En una especie de hipnosis salía a buscar al ofrendado. ¿A quién le tocaría esa noche?
Ella abría los ojos, las 3:11 am. Se levantaba y se iba a mirar al espejo; hasta que desaparecía su imagen y surgía la cara de una anciana y le susurraba un nombre, implantantando en su mente el lugar donde tenía que ir a matar y la persona. En una especie de sopor dirigido salía y asesinaba. Sólo tenía que acercarse al destinado al sacrificio y le susurraba una palabra, aquélla que la anciana dejó caer en su oído, ella la volcaba sobre la víctima, que caía muerta mientras ella se alejaba, llevando a la aparición del espejo la última palabra que había dicho antes de morir y que ella tenía que repetir ante el espejo.
Todos tenían algo en común. En algún momento habían incursionado de alguna forma con el mundo del mal, o demoníaco.
Pero ella no sabía cómo salir de eso, se había convertido en un sicario del fantasma del espejo, y ella no sabía cómo pararlo.
La primera fue una mujer que había conseguido casarse con un buen hombre al que acababa de matar con sus propios medicamentos para quedarse con todo. El día que Sonia la mató había quedado con su amante para empezar a disfrutar de la herencia. Qué novelesco todo.
El segundo era un hombre que se dedicaba a estafar a ancianos haciéndolos morir de tristeza y desesperación al robarles sus casas y dinero para disfrutar impunemente de su repugnante desviación con niños inocentes.
Hoy sería un hombre que hacía sacrificios de animales y personas en rituales oscuros para los que reclutaba a gente confusa y en crisis para llevarlos al lado oscuro y esparcir la simiente del mal creando grupos que iban creciendo e infestado a las personas, en nombre de un demonio.
Salió como robóticamente, sabiendo lo que iba a hacer, pero sin que eso le importara en realidad en ese estado.
Hacía frío, y llovía como aquél día. Se rumiaba la navidad en las calles, vestidas con luces de colores como en las ferias.
Los comercios cerrados e iluminados mostraban sus adornos navideños y todos los posibles regalos a la venta. El gran mercado de la navidad en marcha.
Una administración de lotería te tentaba para comprar un número que podía hacerte rico.
Pero ella repartía en las noches los premios de un juego demoníaco. Iba en busca de un elegido en una especie de sorteo del cual ella era mensajera y ejecutora al tiempo, escogido no mediante números, sino letras, las letras de un nombre.
Sólo dos calles, allí al final lo vio de espaldas, como esperando a alguien;
Sonia se acercó, susurró el nombre dado por la vieja maligna … y aquí sucedió algo curioso. La víctima, antes de morir, sonrió y le dió otro nombre.
Ella llegó a casa, se colocó ante el espejo, y dijo la palabra.
Cansada, agotada y desesperada se quedó frente a él llorando de impotencia …
Y vió cómo el espejo empezaba a agrietarse, sin entender nada .
Se escuchó un alarido de terror y rabia y el espejo estalló en miles de trozos. A partir de ese día Sonia quedó liberada, sin comprender cómo ni por qué.
Lo que ella no sabía es que su ultima víctima servía a un demonio que era un rival atávico de aquel al que servía el fantasma del espejo.
Y mutuamente, se destruyeron el uno al otro.
Sonia, aliviada intentó recomponer su vida, y a partir de ese momento y después de quemar los restos del espejo maldito, tuvo mucho más cuidado con los objetos antiguos que antes hubieran pertenecido a otra persona. Pensó que tampoco estaría mal una lotería que todas las navidades quitara de enmedio a gente tan mala como ésa. Asesinos, pederastas, violadores. Gente que nunca más hiciera esas cosas. Ése año nuevo no llegarían a existir nunca esos abusos, esas muertes, esas vidas destrozadas de víctimas y familias. Desaparecerían los monstruos, aunque fuera autodestruyéndose. Sería un tópico, pero bien cierto. Una lotería que hiciera desaparecer la encarnación del mal en algunas personas, siendo cazados por los mismos demonios, y los ángeles se encargarían de proteger y preservar la salud. Éso si nos haría ricos a todos.
Sonia se miró en su espejo nuevo, y se deseó a sí misma y a todos
Feliz Navidad y próspero ano nuevo.
CARMEN ÚBEDA FERRER
El billete de Lotería
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Era un hombre feliz con sus libros y su música. Su único deseo incumplido, porque su economía no se lo permitía, siempre fue hacer un viaje para conocer el Muro de las Lamentaciones.
Un golpe de viento le puso en las manos un número de lotería que estaba premiado.
No recordaba de que manera había conseguido un pasaje de avión. Se encontraba en Jerusalén en medio de un paisaje aterrador de muerte y destrucción. Comenzó a correr de aquí para allá alocadamente buscando un lugar dónde refugiarse. Los edificios se desplomaban con un estruendo que que le reventaban los oídos. Comenzó a sangrar por la nariz. En su atolondrada huida se encontró frente al Muro de las Lamentaciones en el instante en que este se venía a bajo. Se cubrió la cabeza con los brazos. Jadeaba. Ya no podía respirar. Estaba muriendo de asfixia…
Dio un respingo y se quedó sentado en la cama, sin aliento, sudando. Todo había sido producto de una terrible y perversa pesadilla.
————————-
Era domingo, el parte meteorológico había anunciado fuertes ráfagas de viento, aún así, nuestro hombre feliz, decidió dar su paseo dominical. Al doblar una esquina una corriente de aire le aplastó contra el pecho un flamante billete de lotería. Lo arrancó literalmente de su abrigo. Lo miró por un instante y lo partió en minúsculos pedacitos que lanzó hacia arriba cuando el viento comenzó a soplar con fuerza.
Con paso decidido una sonrisa socarrona farfulló. ¿Tú que te creías que me ibas a amargar la vida.”
Fin_
LVIS GARES
23723
Antes que nada, informar a todo el mundo que esta historia que voy a contar a continuación es pura imaginación y no tiene nada que ver con la realidad. A lo mejor un poquito pero no mucho. De todas maneras va de la lotería. Prometo que no sé aún de que lotería hablo pero el tema es el que es y no osaré saltármelo.
Era verano, no hace muchos veranos, quizás solo un verano, no sé, no es relevante o sí pero no influye la estación en la historia. Por lo tanto, da igual.
Como iba diciendo, era verano y pongamos que era Julio, finales de Julio. Un domingo de esos de playa y sol.
Y ese día, después de la preceptiva siesta dominguera y con una resaca del carajo después de las cervezas matineras, me acerqué y voté en un colegio electoral cercano.
Así suelo hacerlo siempre, la verdad es que no esperaba que me hicieran ir en verano y en esas fechas con las vacaciones de verano a la vuelta de la esquina pero supuestamente la actualidad política del país era un poco caótica y debíamos cumplir con civismo . Días antes me leí todos los programas y basándome en ello y lo que escuché en los debates, voté.
Por la noche me fui a dormir y al día siguiente me enteré que había ganado un partido pero que tenía que pactar y tener mucha suerte y que otro partido que no había ganado iba a esperar agazapado a tener un golpe de suerte y poder intentarlo más tarde.
Poco después, no mucho tiempo después en el tiempo, el partido que había ganado, se demostró incapaz de gobernar. La verdad es que yo, pensé que sería imposible que el partido agazapado lo tendría más difícil aún, puesto que tenía que convencer a unos y otros , de derechas, de izquierdas, nacionalistas, ex terroristas e independistas y eso era como armar un puzzle de esos de cinco mil piezas en dos días, un reto imposible.
Pasaron los días, más días que con el anterior partido ( cosas más raras, ocurren) y poco a poco se iban alcanzando acuerdos, acuerdos que no figuraban en el programa político pero que parecía no importar. El caso es que pensé que se estaba dilatando todo en demasía, faltaban unos siete votos afirmativos y para conseguirlos se tendría que vender el alma al diablo, traspasar las líneas intraspasables, cagarse en la justicia y contradecirse públicamente. Días despues, una imagen en televisión, una reunión fuera de España con un fugado de la justicia en busca y captura y con el que todo el mundo estaba de acuerdo que había cometido delitos muy importantes.
Esto no va a ninguna parte, le dije a mi progenitor. El , con la experiencia que le dan los años, me dijo… «A ese señor le ha tocado la lotería con el chulo este»
Y tenía razón mi padre. Le tocó la lotería y si no lo remedia nadie, volverá y encima volverá a delinquir en breve, así lo va anunciando y yo me pregunto…¿La lotería no debía tocarle a quien realmente lo necesita?
Yo creo que sí. Es por ello, que en un sitio como este , donde escriben muchas sensibilidades, quiero dejar clara mi postura y que no es otra que » La traición se paga» Va por uno y va para el otro.
Sigo buscando en el programa de dicho partido algo que justifique lo que ha ocurrido y no lo pone. Es razonable pensar que me han mentido, es razonable pedir que mi voto sea nulo. Lo retiro. Y el señor de Waterloo que vaya a prisión y listo.
Lamento herir sensibilidades pero mi pensamiento está muy pensado y no pienso recular ya que al fin y al cabo esto es ficción…¿O no?
Lvis Gares
YOLILLANA RELATOS
Mateo era un niño curioso y soñador de apenas 8 años.
Un día, mientras jugaba en el parque, un papel brillante captó su atención entre las hojas secas del suelo.
Mateo se agachó y descubrió un billete de lotería arrugado, como si alguien lo hubiera perdido sin darse cuenta.
Lo recogió con asombro y lo examinó con curiosidad. Nunca antes había visto uno como ese, pero había oído hablar de la lotería en la televisión y sabía que la gente ganaba premios grandes.
Al mirar el papel se le ocurrió una idea. Si doblaba el boleto de cierta manera que ya conocía, podría convertirlo en un avión de papel. El pequeño era un experto en hacer aviones y barcos de papel, así que con habilidad y paciencia lo transformó en una pequeña aeronave.
Estaba encantado con su creación y empezó a jugar con él lanzándolo al aire.
El avión de papel se elevó en el cielo azul, danzando con el viento mientras el niño observaba con alegría.
No se dio cuenta de que un grupo de adultos lo miraba desde la distancia, intrigados por la escena. Uno de ellos se acercó a Mateo y le preguntó sobre el papel que había convertido en avión.
-¿Sabes qué es esto, pequeño? -preguntó el hombre, sosteniendo el boleto en sus manos.
Mateo negó con la cabeza.
-Esto es un billete de lotería, y ¡parece que es un premio importante! —explicó el hombre, con los ojos brillando de emoción.
Mateo cogió el avión y salió corriendo a su casa para contárselo a su madre.
Estaba tan emocionado por la aventura del avión de papel que no podía esperar para contar lo sucedido.
Entró corriendo a la casa, donde su madre estaba ocupada en la cocina preparando la cena.
-¡Mamá, mamá! ¡Mira, encontré un billete de lotería y unos señores me dijeron que gané un premio grande! -exclamó Mateo, mostrándole el avión con entusiasmo.
Su madre, sin levantar la mirada de los fogones, respondió con firmeza:
-Mateo, no debes hablar con desconocidos. ¿Quiénes eran esas personas?
-No sé, mamá, solo querían devolverme el avión y me dijeron que era un boleto de lotería ganador -contestó Mateo, sin comprender del todo la situación.
-No sabes quiénes eran y menos si dicen la verdad. Esto no es un juego, Mateo. Además, no deberías jugar con cosas que encuentras en la calle -dijo la mujer con voz seria.
Sin darle tiempo a explicarse, le quitó el avión de papel y lo arrojó a la papelera.
-Ahora ve a lavarte las manos para cenar. No quiero que vuelvas a hablar con desconocidos, ¿entendido? -le ordenó.
Mateo, desilusionado, asintió con la cabeza y se retiró a lavarse las manos.
Años más tarde, las gentes del pueblo se preguntabas quién habría ganado ese billete de lotería que nunca nadie cobró.
MARY CORREA
Desde que Ramiro fue despedido de su empleo por reducción de personal, la situación económica fue empeorando día a día en su hogar.
Las deudas se acrecentaban cada vez más, por las noches encendían velas para alumbrarse porque la luz eléctrica y el internet, ya se los habían desconectado, por no haber podido pagar las facturas, los alimentos eran escasos así que los chicos comían en el comedor del colegio y el desayuno y la cena se los daba
la abue Clotilde, mamá de Ramiro.
Una mañana Ramiro salió a comprar el periódico, pero al llegar al kiosco le llamó la atención un número de lotería, que prendido con una pinza de ropa colgaba de una cuerda.
– Buen día don Lorenzo, ¿cómo está? –saludo Ramiro al kiosquero.
– Bien ¿y usted, la familia como está? –respondió el hombre con amabilidad.
– Están bien a dios Gracias, yo aún sigo buscando empleo, pero no me voy a rendir – contestó Ramiro – ¿dígame don Lorenzo cuando se juega la lotería? –preguntó Ramiro mirando el billete que colgaba de la cuerda.
–Se juega esta noche– dijo don Lorenzo – y ese billete que ve ahí, es el último que me queda, los he vendido todos.
– Don Lorenzo– dijo Ramiro – hoy no voy a llevar el periódico, ¡hoy voy a comprar mi suerte!.
–Como usted diga– contestó don Lorenzo, descolgando el billete – aquí lo tiene, le deseo mucha suerte está noche. –Gracias – saludo Ramiro– hasta mañana.
Cuando llegó a casa Carmen lo esperaba con el mate pronto.
–Mira Carmen lo que he comprado- le decía a su mujer mientras abanicaba el billete –se juega esta noche.
Carmen lo miró desconcertada –Te has gastado el dinero en eso ¿y el periódico, como vamos a conseguir empleo?.
No vamos a necesitar de un empleo, porque he comprado el billete de la suerte. –exclamó Ramiro.
Carmen estaba furiosa, no podía creer que Ramiro fuera tan irresponsable, así que de un portazo se encerró en el dormitorio.
–Carmen no te enojes, todo va a estar bien – le decía Ramiro a su esposa a través de la puerta sin obtener respuesta.
Esa noche Ramiro encendió su antigua radio a baterías heredada de su abuelo Fermín, mientras Carmen se fue a buscar a los niños a la casa de su suegra.
Ramiro anotó cada uno de los números que iban saliendo y cuando terminó la transmisión revisó su billete y ¡oh, sorpresa! él tenía el billete ganador.
Cuando Carmen llegó con los chicos, él estaba eufórico de alegría.
–Ves te lo dije– le decía a su mujer mientras le bailaba alrededor, mostrándole el billete.
¡Si! Ramiro tuvo la suerte de sacar el premio mayor de la lotería, con el premio pagó todas sus deudas, vendió su casa para comprar una casa más grande, ellos eran cinco y la casa en la que estaba viviendo ya les quedaba pequeña, pero eso sí buscarían su nueva casa, luego de tener unas lindas y merecidas vacaciones en familia.
Ramiro y su familia, se embarcaron en un crucero por tres meses, aunque Carmen no estaba de acuerdo, él la había convencido diciéndole que sería algo bueno para los chicos.
Pasaron tres meses recorriendo varios países, comiendo en lugares increíbles y comprando alguna que otra cosilla de aquí y allá, hasta que llegó el momento de volver.
–¿Dónde nos quedaremos mientras compramos la casa nueva? – preguntó Carmen.
-Nos quedaremos en un hotel hasta conseguir la casa que nos guste– le decía Ramiro a su mujer sonriendo.
Pasaron los días y ninguna casa le convencía a Ramiro, hasta que una mañana muy temprano un golpe hizo que Carmen despertara asustada, algo había caído en la habitación, sentada en la cama ve a Ramiro haciendo las maletas.
–Carmen levántate, nos vamos a casa de mamá– dijo Ramiro a su mujer, mientras guardaba la ropa en las maletas. –apronta a los chicos.
Carmen sintió que algo andaba mal, –¿qué sucede Ramiro? – pregunto preocupada.
Ramiro miró a su esposa y le dijo– ya no nos queda dinero. –¿Y el dinero de la venta de la casa? – preguntó ella, mientras sentía como un nudo se le formaba en la garganta. –También lo hemos gastado todo. – contestó él.
–Pero ¿no habías dejado el dinero para comprar la casa en una cuenta de ahorros?
– preguntó Carmen a punto de las lágrimas.
– Sí, pero fui sacando de a poco y sin darme cuenta saque todo lo que había, nos hemos quedado en cero.
Carmen sintió que caía en un inmenso abismo, sus niños ya no tenían un hogar y comenzó a llorar sin consuelo.
Mientras Ramiro trataba de consolarla, dándole golpecitos en la espalda –tranquila Carmen, vamos a vivir con mamá un tiempo, hasta que la suerte nos llame de nuevo, todo va a estar bien, ¡ya lo verás!.
MAITE BILBAO
EL SIETE
Mi nombre es Manuel y tengo 49 años. Desde que tengo uso de razón, la suerte siempre me ha dado la espalda. Mi padre murió cuando apenas tenía siete años, y mi madre de pena poco después. Sin familia, me enviaron a un orfanato donde fui maltratado. Al cumplir los catorce ingresé en un centro de menores donde aprendí que es mejor primero dar que recibir. Allí estuve siete años más antes de buscarme la vida en la calle.
La vida es como una lotería, a veces la suerte está de tu lado y otras no llega por mucho que lo intentes. Yo era uno de ellos, hasta ahora…
Desde el lugar donde he encontrado paz echo la vista atrás.
Tras malgastar tantas vidas como los gatos, siete parejas con los consiguientes fracasos.
Siete empleos, desempleo y, el día siete, sin dinero.
Y así, en un último intento para salir de la oscuridad, me vi obligado a robar, aún sabiendo que no era correcto.
Todo iba bien, hasta que en una joyería el azar hizo que rompiera un espejo. Mientras miraba los trozos, pensaba en los siete años de mala suerte. Tras ello, sonó la alarma, policía y, en breve, en comisaría.
–¿Cómo dice que ocurrió? – volvía a preguntarme el comisario.
–¡Pero si ya se lo he contado!
–¡Como si lo tiene que repetir siete veces!
No sé lo que me pasó, no me pude controlar y me abalancé sobre él. Cogí el abrecartas que había sobre la mesa y…
En el juicio, por homicidio, se tuvo en cuenta mi estado mental, y que pese a las siete puñaladas, murió con la primera y no hubo ensañamiento.
El caso es que, al escuchar el veredicto:
–¡Se le condena a seis años de prisión!
Le contesté: –¡Gracias, señoría, por fin soy libre!
En la cárcel he tenido tiempo para reflexionar. He comprendido que la suerte no existe, que todo lo que ocurre es consecuencia de nuestras decisiones. No voy a jugármela.
MARÍA JOSÉ AMOR
LA LOTERÍA DE LA ABUELA
Cuando se habla de lotería surge en mi mente una figura: La Abuela.
Mayor, madre de diez hijos, su salud no era muy buena, pero jamás hablaba de eso. Todo iba bien. Siempre activa, pocas veces quieta. Jamás la vi repanchingada en un sofá: quería sillas de respaldo duro y recto. Ah, y siempre bien arreglada: jamás la vi por la casa con bata, sin peinar ni sin sus pendientes, que bien sabía que la favorecían. Era la primera en aparecer a la hora del desayuno, duchada, arreglada y con olor a colonia fresca.
Pero a lo que íbamos: su afición, hobby o lo que se le quiera llamar, era la lotería, a la que jugaba durante casi todo el año y, como todos los aficionados, había que mirar bien mirado el número ya que, eligiéndolo según no sé cuántas premisas, había más probabilidad de ganar.
Normalmente tras el desayuno, la abuela se sentaba delante de la mesa del comedor y leía el periódico pero era diferente el día que se publicaba la lista de la lotería. Ese día también cogía el periódico apoyándolo en la mesa del comedor. Pero le echaba solo una ojeada, lo que en realidad buscaba eran los resultados de la lotería, que examinaba muy pero muy detenidamente. Si por casualidad su número salía ganador de algo (siempre poco, claro), sacaba la página con la lista, se levantaba y, al primero de la casa con quien se topaba le decía:
-Ay, mírame si este número ha salido premiado, que no sé qué me pasa que estas gafas…
Y claro, el interesado, conocedor de lo que iba la historia respondía iba la historia le decía:
-Anda, te han tocado…hay que reconocer que tienes suerte.
Y si, como era frecuente, el tal numerito no era premiado, no comentaba nada.
Y si ya durante el año jugaba cada vez que había un sorteo, no digamos por Navidad que compraba no tengo ni idea lo qué. Solo sé que repartía un décimo a cada hijo, a su cuñada, a amigos y, por supuesto a la sirvienta que tenía de toda la vida. Y ¡hasta a los nietos nos daba participaciones!.
Y el día veintiuno de diciembre, ya comenzaba a hacer los preparativos para el día siguiente, el del sorteo.
Sobre la mesa, enorme, del comedor, desplegaba los décimos suyos, los que a su vez le regalaban, las participaciones recibidas, las que ella compraba favor de la ONCE, las Hermanitas de los Pobres, el Hospital de San Juan de Dios, el de San Rafael, y así sucesivamente. Total, mantel, platos, cubiertos y demás utensilios de comida, habían sido sustituidos por décimos o participaciones de lotería.
Y a todo ese despliegue, se añadían ¡los nietos!
Al tener tantos hijos, éramos treinta nietos repartidos en toda una gama de edades, desde alguno ya casado hasta los pequeños de cinco o seis años.
Y entre esos más pequeños estaba yo, que durante seis años, viví esta experiencia: la abuela, a partir de los ocho años y hasta los de catorce nos invitaba a dormir en su casa la noche del veintiuno al veitidós de diciembre para al día siguiente, el día triunfal, ayudarle a buscar los números que resultaban ganadores según leían en las bolas que salían al azar, los niños del Colegio de San Ildefonso de Madrid.
Y, evidentemente, no decíamos que no: era noche de juerga, dos o tres en una habitación, con batallas de almohadas, los más pequeños, o conversaciones hasta “las tantas” los mayores, que terminaban cuando la abuela venía y nos decía en tono imperativo ¡a dormir ya!
Y, el veintidós, a las ocho, venía ya, arreglada y compuesta, nos hacía poner en pie, arreglarnos ir a desayunar y luego ¡todos al comedor!
Una vez allí, nos distribuía encargándonos vigilar un área determinada de la mesa, situándose ella en el centro. Entonces conectaba la radio encima de un mueble (no había televisión entonces) haciéndonos estar atentos de oído y de vista.
La rifa se hacía, y aún se hace, de la siguiente manera: dos niños del Colegio de San Ildefonso de Madrid, sacaban alternativamente cinco bolas de un bombo, cuyos números leían y eran escritos por un funcionario en una pizarra, ya que el acto era público. Una vez escrito el número, de otro bombo se sacaba una bola con el premio ganador.
Por ejemplo:
El primer niño sacaba una bola y decía en voz alta ¡Cuatro!; Otro sacaba otra y leía: ¡Seis! Y se sacaba la tercera: ¡Cinco! Y luego la cuarta, ocho y la quinta que pongamos fuese el seis otra vez. El número final se escribía y uno de los niños leía el número formado “cantando”:
-¡Cuarenta y seis mil mil quinientos ochenta y seis!
El compañero mientras, de otro bombo, había sacado la bola con la cantidad asignada “cantando” a su vez;
– ¡Diez mil pesetas!
Y esas voces sumadas a las procedentes del resto de las radios de la casa resonaban como un eco toda la mañana por el patio de luces.
Y, cada vez que salía un nuevo número, rápidamente buscábamos en el área que se nos había designado, pero la abuela que debía tener vista de lince y reflejos que ya los quisieran muchos jovenzuelos, localizaba antes que nadie si un número había sido premiado con y entonces, haciéndose la distraída le decía al nieto que le tocaba el área donde estaba el tal número:
-Tú, no te distraigas- y el nieto mira rápido diciendo:
-Abuela, ¡aquí está el número que acaban de decir!
Entonces ella, muy ufana, cogía el décimo o participación ganadora generalmente de poco valor, como solía ser el reintegro o ser premiado un duro por peseta jugado, (un duro eran cinco pesetas) y lo dejaba en una bandeja puesta a propósito en una mesita auxiliar. Nosotros seguíamos atentos a los números que iban diciendo los niños por la radio y, cada vez que salía un número ganador, se repetía la misma historia.
Y cuando pasaba por allí el abuelo, ya jubilado, ella, con cara de pilla le enseñaba el montoncito de papeles de la bandeja diciendo:
-¡Mira, mira cuantos premios! Es que tengo suerte, ya ves,
Al día siguiente iba con los números premiados a cobrar sus no demasiadas ganancias y, según el rito “loterístico”, con el dinero ganado había que comprar más lotería. Así que aprovechaba y compraba esta vez solo un décimo de la lotería “del Niño” que se juega el cinco de enero y que repartía entre toda la descendencia, supongo que no quedándole nada a ella.
Y, nuevamente, el décimo era bien ultra mirado y seleccionado según los consabidos rituales.
El tiempo fue pasando y aquella abuela movida e imparable, un día dio pequeño un bajón. Aunque jugando a la lotería ya no reunía a los nuevos pequeños: los bisnietos, pues según ella, le cogía tortícolis de tanto girar la cabeza Y el bajón fue lentamente a más. La examinaron detenidamente toda la gama de internistas y especialistas de cada una de las partes del cuerpo que la exploraban solo dictaminaban una enfermedad: vejez.
Pasó un tiempo y la abuela, muy deteriorada ya, se puso tan mal que se la tuvo que ser ingresada de urgencia en un hospital, falleciendo pacíficamente a los pocos días. Y fue en esos días, que estando en el bar del hospital un tío mío heredero a su vez del hobby materno, se “coló” una gitana vendiendo lotería que, nadie le compró siendo rápidamente expulsada del recinto. Compadecido, mi tío la siguió hasta la salida y le compró todo lo que llevaba: una serie entera de la que también hizo partícipes a toda la familia.
No duró mucho y, tras el entierro, cansados y tristes nos reunimos en su casa donde aún estaba el abuelo y una hermana viuda.
Alguien entonces se fijó en un detalle: encima de las esquelas del diario donde salía la de la abuela, estaba la lista de la lotería y, justo encima de su esquela estaba el número ¡del primer premio!
SHILA SHILA
Es un juego en la oscuridad
donde no existe el tiempo
van individuos de distinta edad
poco a poco se va convirtiendo en su pasatiempo
Son juegos que animan a ganar
sin darse cuenta pasan horas, pasan días junto a sus noches
las personas apuestan todo lo que tiene sin parar
las managers dan paz y calma al jugador de medianoche
La lotería mueve masas de dinero
con máquinas relucientes y gigantes
le dan la bienvenida al extranjero
que con billete luce su vestimenta elegante.
EDUARDO VALENZUELA
¿Conocen esa frase que dice: “Esperar que la vida te trate bien por ser buena persona, es como esperar que un tigre no te ataque por ser vegetariano”? Pues eso mismo es lo que pienso yo. No creo que me sirva de nada ser bueno, eso queda para otros, no para mí.
Como todas las mañanas, observo la calle desde mi ventana y allí aparece Ella; colocando agua fresca para los animales callejeros mientras el mundo entero se cae a pedazos. Hoy ha venido un poco más tarde de lo habitual. Me quedo mirándola y no imagino a alguien más distinta a mí; preocupada por el agua de esos bichos, ayudando a los ancianos a cruzar la calle, hablando con los niños como si ellos tuvieran algo inteligente que decir o prestando ayuda a todos aquellos que ve afligidos, como si ellos le importaran.
Averigüé que su nombre es Susana, que tiene veintiocho años y vive sola. Aunque su cuerpo parece extremadamente frágil, cuando su mirada te toca sientes que estás frente a una persona verdaderamente buena y que puede verte hasta el alma, y entonces el que se vuelve frágil es uno.
Las pocas veces que hablado con ella me he puesto muy nervioso. Creo que puede ver toda la mistantropía que cargo conmigo y entonces siento algo parecido a la vergüenza. Porque yo soy malo, muy malo. El prójimo, me importa un carajo. El dolor ajeno, no me conmueve, me es indiferente y es que creo que la humanidad es escencialmente cruel y malvada. En circunstancias “normales” parecen muy civilizados, pero pónlos en una situación extrema y verás aflorar la maldad que disimulan. Basta ver a lo que hemos llegado ahora: a la tercera guerra mundial.
La primera gran escaramuza nuclear fue lanzada hace una semana por las potencias mundiales. El caos se apoderó de los mercados internacionales, las fronteras se cerraron, la economía ha colapsado por completo y los ataques han continuado mientras las nubes cargadas de radioactividad distribuyen la muerte por todo el planeta.
Las calles ya no son seguras, en cualquier momento puede aparecer una pandilla de saqueadores tratando de acaparar víveres. Portan armamento militar y no dudan en usarlo si se les opone resistencia. Es como vivir en una guerra civil sin cuartel. Y en medio de todo ese peligro, Susana continua tratando de ayudar hasta a los perros callejeros.
Ayer, el gobierno anunció el resultado de la lotería que seleccionó personas al azar para refugiarse en los pocos bunker antinucleares que tienen espacio para civiles. La vida es tan paradójica y cruel, que fui seleccionado para sobrevivir. Como ven, un tipo malo como yo tiene mejor suerte que una persona buena como Susana.
Cuando recibí el anuncio respiré aliviado, podría vivir a salvo de este caos, en un lugar seguro, con cómida y agua, libre de radioactividad y libre de la carnicería antropófaga que está por venir. Sin embargo, me quedé meditando como si un sentimiento incómodo, que nunca había sentido antes, se apoderara de mi corazón.
Esta mañana, contra todo sentido común, he hecho uso de la facultad de ceder mi cupo de la lotería en el bunker ―posibilidad que sólo se puede ejercer una vez―. Se lo he transferido a Susana ―cosa que Ella jamás sabrá por mí―.
Creo que el mundo, si es que sobrevive, necesita de más personas como Ella y no como yo. Personas buenas, que puedan hacerlo mejor si hay una nueva oportunidad para el planeta; personas preocupadas por los animales y el medio ambiente; personas que sepan querer a sus semejantes. Porque yo, odio a mis semejantes. Porque yo, no quiero a nadie… Aunque, quizás, sólo la quiero a Ella.
NILA J BOHORQUEZ
Tolomeo trabajaba en una fábrica de zapatos en el pueblo de ‘Tolonski’, frontera con el país fantástico ‘Kasinga’, donde el dinero alfombraba todas sus calles…
Era una persona de pocos amigos, por su mal carácter y su inconformidad por su estado de pobreza en que vivía en la casita que él mismo construyó para su esposa y 5 hijos..
Un día muy aciago, decidió abandonar la fábrica donde laboraba desde joven y se marchó para la capital del vecino país, pues su compadre Filiberto le consiguió trabajo en la portería de un lujoso casino. Doña Florinda no estaba de acuerdo con la decisión tan sorpresiva de su esposo y después de horas y horas discutiendo, sin llegar a una solución razonable, Tolomeo salió de su casa con sus maletas rumbo al terminal de pasajeros sin despedirse de su familia.
Al día siguiente, Tolomeo comenzó a trabajar en dicho casino y cada 15 días visitaba a su familia, pero esas visitas cada vez eran más distanciadas, de tal manera que sólo viajaba a su pueblo natal en Navidad y Año Nuevo, llevando en su lujoso automóvil muchos regalos para la familia y para los niños de su barrio.
A doña Florinda le parecía muy extraño tanta generosidad en los regalos y la compra de un automóvil
último modelo… y ante su ingenuidad, siempre le decía…
«viejo, como que te sacaste la lotería, porque…¿de dónde sacas tanto dinero?…¿Ganas tanto dinero en ese trabajo que te consiguió el compadre?»…
-¡Sí!.- Era siempre su respuesta, su monosilábica respuesta.
Cada vez su ausencia se prolongaba más y más…y doña Florinda comenzó a sospechar sobre la supuesta «lotería» y que estaría en negocios sucios de compra-venta de «cualquier cosa».
Una soleada mañana, doña Florinda salió al patio de su casa para tender en las cuerdas la ropa que había lavado y vio que se estacionó en la orilla de la acera, una patrulla fronteriza. El Agente de Policía tocó la puerta, solicitando a la esposa de Tolomeo Perechum…
– Soy yo. ¿Qué desea?-
– Vengo en nombre de la Ley para notificarle la muerte de su esposo, quien fue encontrado muerto en su automóvil estacionado en un paraje de la frontera, como consecuencia de una sobredosis de drogas. Necesitamos que nos acompañe hasta la morgue para identificarlo.
La ambición desmedida de Tolomeo, lo llevó a ingresar a la mafia de las drogas transitando cada vez más por el cruel laberinto que lo condujo hasta la muerte, pues además de consumirla, traficaba con la hierba maldita.
Las chismosas del pueblo comentaban entre sí….
-¿Ves?…¡Que inocente eres …me decías que había «pegado» su número preferido en el juego de lotería!-
¡Pobre Tolomeo Perechum!
GUILLERMO ARQUILLOS
MENUDA NOCHE DE TORMENTA
De la noche en que sucedió todo no hay mucho que contar, la verdad: solo unos detalles sobre el tiempo, sobre Lorena y María, sobre Sebas, siempre tan atento, y sobre lo que le pasó… Ah, sí, se me olvidaba, el culpable de todo fue Bartolo, cómo no.
Empecemos por el tiempo. Hacía meses que no llovía, pero aquella noche, por fin, el cielo se acordó de lo que debía hacer para que lloviera en condiciones. La tormenta fue terrible. Lorena, que estaba muerta de miedo, se refugió en casa de María. Tan solo tuvo que cruzar la calle, esquivar los charcos y protegerse del aguacero como buenamente pudo. Poco más.
Las dos amigas se sentaron frente a la chimenea y se abrazaron al segundo trueno. Luego se arroparon con unas mantas porque estaban temblando, más por miedo que por otra cosa. Seguro que recordáis que aquel diluvio fue breve y que no causó estragos en el pueblo. Fue una suerte.
Lorena le contó a su amiga que Bartolo llevaba varios días sin llamarla. Era algo habitual, le explicó. Se iba a Alemania o Eslovaquia con una carga de melocotones, por decir algo, y, como se sentía solo, pobrecito mío, a mitad de la provincia de Burgos recogía a una pelandusca que lo acompañaba. Así no pasaba frío de noche en la cabina del camión. Si coincidía que la chica de costumbre tenía ganas de hacer turismo, olvidaba, hay que joderse, olvidaba de repente que tenía una mujer a quien llamar. Ni siquiera respondía a sus mensajes, el muy cerdo.
Así estaban las cosas cuando Bartolo llamó a Lorena desde Hamburgo.
Que por qué no me has llamado; que no he podido; que eres un cabrito y no te importo nada; que yo te quiero mucho mucho, Lorena; que María dice que te mande a la porra, que a esa zorra quién le ha pedido opinión… Y Lorena llorando, llorando y soltando insultos por su boca… En fin, lo de siempre. Bueno, vosotros me diréis: lo de siempre hasta cierto punto, que nadie entendía por qué Lorena seguía soportando a un desgraciado como ese.
De pronto, Bartolo, muy nervioso, le soltó:
—Lorena, por favor, cariño, mira en mi mesita que me he dejado un boleto del Euromillones, que yo siempre echo los mismos números. Han dicho la combinación en la radio y estoy seguro de que me ha tocado.
Y aquí viene lo segundo que os tengo que contar: después de gritarle y llamarlo cabronazo, Lorena le colgó a su cariñito y lo dejó con la palabra en la boca. Se quedó mirando el fuego de la chimenea. Bartolo volvió a llamar un par de veces; pero ella, ni caso, con los ojos hartándose de mirar a las llamas.
Después de un rato, María se levantó a la cocina a preparar una tila. «El bote es de cuarenta millones», había dicho María, que miró en Internet. Y Lorena, que seguía con la mirada en las llamas y que respiraba despacito para escuchar sus latidos… De repente, nuestra amiga agarró el móvil, llamó a Bartolo y le soltó que, por ella, se podía quedar en Hamburgo o en el quinto infierno con la fulana que llevaba en el camión.
—Que no llevo ninguna, cariño.
—Que te vayas a la mierda, maldito mentiroso.
Y colgó. Punto.
Bueno, os cuento lo último y ya os dejo tranquilos, no os preocupéis: todo sucedió muy rápido. Lorena le dijo a María que se iba, que se largaba, que en cuanto viniera Sebas, el guapo del pueblo, desaparecía con él y con los millones y que la buscasen en América, que allí se vivía de lujo. María se partía de risa en la cocina. En ese momento, sonó el móvil de Lorena, y era Sebas. Había tenido un accidente con el coche y estaba, no sabía dónde, con las piernas rotas. No podían huir, claro. Él, por su parte, estaría encantado, pero ¡menuda noche de tormenta y mala pata…! Y eso, que nunca supo nada del premio.
Con esto ya lo sabéis todo, no hace falta que os dé más detalles. Cuarenta millones son muy golosos. Cuarenta millones que impulsaron a María a empuñar un cuchillo y acercarse al sofá, donde Lorena estaba echada, envuelta en la manta.
«Solo tengo que cobrar el premio y largarme —pensó María—. Ya me las apañaré con Bartolo cuando vuelva».
María lo tenía todo planeado. Todo, todo, salvo un detalle, ya os habréis imaginado: semanas después, llamaron a la Guardia Civil contando que algo raro había sucedido, porque Bartolo, a quien le habían tocado los millones, había desaparecido.
¿No sabéis quién llamó? Bueno, la respuesta es bastante clara: la única persona que sabía de lo del premio del Euromillones era la fulana de Burgos, que lo esperaba impaciente. ¿Quién si no?
Si queréis ver a María, id a Brieva. En aquel sitio está, la pobre, disfrutando de unas agradables vacaciones pagadas. El juez le ha dicho que se esté allí cuarenta años.
Y un día.
LETICIA R MENA
Buscar la suerte
Se despertó sobresaltado. El soniquete de ese número aún resonando como un eco en su cabeza.
Rápido se lanzó a buscar la administración más próxima donde vendieran ese número.
Tuvo que leer varias veces el nombre del pueblo, uno de esos perdido de la mano de dios, donde hay más ovejas que habitantes.
Llamó al trabajo con fingida voz enferma, y luego metió el nombre del sitio en el GPS.
Era temprano cuando salió de casa, ya empezaba morir la tarde cuando dejó a un lado el cartel donde figuraba el nombre del pueblo.
Encontrar la administración no le fue difícil, el pueblo apenas eran media docena de calles arremolinadas en torno a una fuente que hacía las veces de plaza.
La administración en sí misma era también tienda de alimentación, farmacia, ferretería y bazar de salir al paso.
La mujer al frente, lo miró de arriba abajo, mientras con sus manos de bruja de cuento le tendió el billete de lotería.
En la misma puerta, sin importarle que cualquier pueblerino pudiera verlo, besó y abrazo el décimo cual amada amante.
Este año voy a tener suerte, se dijo.
Una hora después, tumbado dentro del frío agujero cavado en la tierra, se hacía el muerto.
Fuera, arriba, dos voces repetían una y otra vez que nadie vendría a robarles su suerte.
Él solo pensaba en el billete de lotería que llevaba en el bolsillo. Sintió una necesidad intensa de tocarlo, pues allí estaba su suerte.
Lo haría, se dijo. Cuando dejaran de echarle tierra encima.
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