Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «castaña». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 16 de noviembre!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
Hoy contaré algunas expresiones que mi compañero de vida decía sobre la palabra «castaña»
Recuerdo con tanto cariño aquellos días en que nos acercábamos como muchos otros abuelos a recoger a la guardaría a nuestra nieta Alba de unas cuatro años.
Bajando por la acera a casa su abuelo decía «castaña»no corras te vas a caer.La niña se jiraba enfurecida y contestaba»yo no soy castaña, me llamo Alba.
Otro ejemplo, un día llendo en un autobús mi marido y la que escribe ,dos asiento por delante de los nuestros lo ocupan dos señoras de cierta edad se les ve contentas. Mi marido muy gracioso ,dijo estas dos castañas donde quieren ir…
Expresiones de está índole aún tengo para contar, pero no quiero «dar la castaña»
Conocí a mi abuela de muy vieja, 93 años. Había pasado los últimos de su vida, desde que enviudó, con una tía mía soltera en Madrid y se vino a mi casa unas semanas porque tía Felisa había logrado irse de viaje a la islas con el IMSERSO. Solo mi madre y yo le hacíamos caso, ninguno mi padre y mis hermanos. Había perdido la cabeza y la recobraba en algunos momentos de lucidez. Cuando esto ocurría yo le ponía oídos porque hablaba de una mujer que había conocido siendo niña. Aquella mujer que ella vestía con túnica de ángeles vivía en medio de campo, al lado de unos berrocales que todo el mundo conocía como los de Grano de Oro. Hasta allí todos los muchachos habíamos ido alguna vez de excursión y contaban los más audaces que en el berrocal había una cueva en la que quedaban restos humanos. Debió estar habitada en la prehistoria por una tribu y por llamarse Grano de Oro guardaría de entonces reminiscencias. Vigilaba la entrada de la cueva un castaño centenario.
—¿Tú has visto lo guapa que es la virgen nuestra patrona? —Me preguntaba mi abuela— Pues aquella mujer más.
Yo tenía 17 años, pesaba 60 kilos y mi fantasía más de mil. Soñaba con aquella mujer que sería no solo más guapa que la patrona sino que Alicia, que mordía su recuerdo por entonces en el corazón y en el zapato. Si lograra de mi abuela en un tris de clarividencia alguna noticia más… No, no la iba a encontrar pero con solo describirla compensaría mis noches de quebranto y depresión.
Era la época de las castañas. Aquella mañana lloviznaba y soplaba el viento. Me eché una mochila al hombro, guardé una linterna, un puntero de mi padre y colgué de una de las cintas de sujeción un paraguas. Iba calzado con botas y sobre el jersey me había vestido con un impermeable. Como suponía que los muchachos de mi edad aprovecharían para recoger castañas y hacer calbote, madrugué. Un sol huidizo asomaba medio ojo entre las cumbres de Gredos. Le saludé y di la bienvenida por que aguantara toda la mañana.
Había llovido aquel otoño y a los pies del castaño Grano de Oro había una parva de erizos. Guardé dos docenas de castañas en la mochila y me abrí paso entre restos de ramas, de fusca y hojas hasta la boca de la cueva. El hueco entre dos peñas era angosto. Alumbré con la linterna. La oscuridad era total, la soledad absoluta. Pensaba encontrar algún murciélago dormido, ninguno. Sí había un piedra situada a propósito junto a un gran peñasco. La removí con el puntero y encontré oculta una abertura de unos 15 centímetros. Escarbé y hallé un trozo de metal. Alumbré con la linterna. Había una efigie de mujer y un nombre ¿Altisidora? Y esta recomendación: Si sigues ahondando descubrirás el oro y el misterio.
Se me hizo tarde y sentí voces y risas. Un grupo de chicos y chicas de mi escuela, más jóvenes que yo, habían trazado una línea con sus mochilas, se habían separado tres o cuatro metros y unos a una parte y otros a la contraria se estaban lazando erizos con denuedo.
Encontré a mi abuela peinada y con colorete que le había puesto mi madre. Había mejorado y estaba más despierta. Le cogí una de sus manos entre las mías.
—¿Qué tal la excursión, encontraste a la mujer, te fue bien? —Preguntó.
Es oír la palabra y transportarme automáticamente a una escena concreta de mi niñez. En la aldea, con mi abuela Consuelo, en la huerta de detrás de la casa, (na horta, como diríamos en Galicia). Pues bien, permitirme compartirla con vosotros:
Sería con toda probabilidad un fin de semana. De esos que pasas con tus abuelos para desconectar del colegio y de la city. La escena en si se conserva nítida en mi memoria pero no recuerdo cuántos años tendría. Era pequeño, no más de diez o doce años. Esa tarde, mientras mi bisabuela Maria (su madre) y mi abuelo Antonio (su marido) dormían la siesta observé desde la puerta trasera de la casa, apoyado en la parte inferior de una gran puerta de madera de doble hoja, como mi abuela, se encontraba parada en medio del camino que ascendía hasta los limites de la propiedad familiar, moviendo los pies de una forma extraña y mirando hacia el suelo mientras no dejaba de apoyarse en su bastón de color negro. Extrañado, y curioso, me acerqué a ella y recuerdo que le pregunté:
—¿Qué haces, abuela?
Me contestó preguntando si yo sabía abrir los erizos de las castañas sin pincharme.
«Erizos», recuerdo que pensé que por erizo yo entendía el que andaba por la huerta comiendo bichitos y frutas y no aquellas cosas que envolvían a las castañas.
Recuerdo que le contesté que no, que no sabía, y a ella se le iluminó la cara. Me sonrió y dijo:
—Fijate. Pisas un poco el erizo con el lateral del pie para que no se te mueva, y con el otro pie pisas en el otro extrema y lo «pellizcas» para que se abra, ¡Ves!, —y en ese instante, ante mis ojos, aparecieron tres hermosas, brillantes, lisas y casi rojizas castañas en su interior.
—Si, ya entiendo—le dije yo.
—Ahora inténtalo tú. Luego, ves, solo tienes que agacharte y coger las castañas de dentro. Toma —y cogiéndome la mano me la giró hasta ponerme la palma hacia arriba y me las dió y me cerró la mano para que no se me cayesen.
Me acuerdo que repetí el proceso unas cuantas veces ante su atenta mirada mientras ella seguía apoyada en el bastón. La técnica después de tres o cuatro intentos mejoró y conseguímos un buen puñado de castañas de las cuales dimos buena cuenta un rato despues en la cocina «bilbaína» de la cocina. Yo asadas, y ella cocidas, que tomó con un buen tazón de leche caliente.
Recuerdo su gesto como si fuese hoy. De satisfacción, de orgullo por poder trasmitir aquella «sabiduría» a una nueva generación. También recuerdo que me dijo que a ella se lo había enseñado su padre, y que por supuesto ella se lo había enseñado a su vez a su hijo, mi padre.
Muchos años después, un buen día, no hace mucho en un bonito lugar llamado Fragas do Eume, a escasos 30 kilómetros de mi aldea, se lo enseñé a mi hija cuando tenía once años—ahora tiene 15— y me acordé de mi abuela, su bisabuela que con tanto cariño me dedicó aquella tarde de otoño a enseñarme a abrir, sin pincharme, los erizos.
Espero poder algún día, apoyado en un bastón si hace falta, enseñarle a sus hijos a conseguir castañas, y sino, que al menos mi hija se acuerde de aquel día, tan nítidamente como me acuerdo yo del mio, y lo trasmita a las próximas generaciones.
«CASTAÑAS, HIGOS Y NUECES HACEN UN BUEN CASAMIENTO»
Increíble pero cierto, los niños y niñas que se juntan muchas chaquetias suelen ser matrimonios felices mucho tiempo.
El ambiente en todo el pueblo era de fiesta. No teníamos que ir a la escuela por la tarde el uno de noviembre del 1979, jueves. Todo el grupo grande de amigotes junto con nuestras amigas llevábamos una pequeña morrala hecha a mano por nuestras madres, una bolsita de tela, no muy grande con un galón, que se ataba a las trabas del cinturón para tener las manos libres y poder saltar y brincar. Era el día de la chaquetía. Por supuesto imprescindible llevar castañas, higos secos y nueces enteras. Algunos llevaban también almendras, claro, sin pelar nada. Se trataba de eso de hacer casamientos y pelarlas en las piedras.
A «hacer casamientos» le llamábamos a introducir media castaña y media nuez dentro de un higo y comerlo «a bocao». Las niñas llevaban una cestita tipo Caperucita, mucho más pequeñas, muy chulas. Iban muy coquetas ellas. Empezábamos a pelar la pava, descubrir extrañas miradas cargadas de significado.
Mi pueblo, Aceuchal, bendita villa, en tierra de Barros y arcilla, novelero y fiestero, está rodeado de muchas piedras en su entrada por Almendralejo. Hoy difuminadas y escondidas. Ayer era lo único que había, lo único que se veía. Algunas de ellas eran bien hermosas y con difícil acceso. Las más importantes tenían nombre propio.
La piedra del librito. Creo que todavía está y recibe su nombre por tener grabado una especie de libro en todo lo alto. Es como si alguien hubiera colocado su libro soñando, mirando a las estrellas y lo hubiera dejado grabado donde lo puso. La piedra es bastante grande, puede tener tres metros desde el suelo, y solo se puede subir por detrás a ella. La forma del libro es un socavón rectangular, una base, como para colocarlo y leerlo, aproximadamente treinta centímetros por veinte, como un folio normal DINA 4 de nuestros días. Ahí está el llamado librito.
La piedra del caramelo era más bajita pero de más difícil acceso. Podía tener solo dos metros de altura, con la forma de un caramelo puesto de pie en vertical, pero era completamente derecha. A nosotros, mozangones con muchas ganas de jugar y saltar, algunas veces nos costaba subirnos, tenías que coger carrera. Es curioso, nos dábamos la mano para ayudarnos los unos a los otros. No importaba quién fuera el que quisiera subir o bajar. Está piedra tuvo mal destino. A día de hoy no está en su sitio. Hicieron una carretera y la desplazaron de lugar, es una pena. Ya no es lo mismo a la hora de subirse. Ya nadie se sube. Ahora se mueve, está rota y no es bonito mirar desde ella con los pies al aire sentado.
Había también una piedra extraña, la llamaban «la camita del niño Jesús». Esta piedra no era «nada de alta» , podía medir un metro y medio desde el suelo algo menos. De frente tiene como una cueva más larga que alta, pero lo suficiente profunda para que dos persona se puedan tumbar a lo largo. Claro, un personaje que no sea demasiado grande sólo tiene que ser inquieto y dispuesto a soñar e imaginar historias allí metido y tumbado, como éramos nosotros en aquellos lares. ¡Qué bonito aquel tiempo! ¡Cómo se nos escapó aquella tarde! Y tantas otras después. Cuando el pueblo no estaba vallado y todos jugábamos por todos los sitios, incordiando a las parejas, escondidas entre las piedras. No tenía alambres el campo entonces.
¡Cómo no!, el final del día de la chaquetía sólo podía ser en otra piedra, dónde muchas veces había que hacer cola para entrar. Pues todos los niños y no tan niños querían jugar.
«La refalaera»–decíamos cuando éramos críos – antes, mucho antes de aprender a decir resbalar. Allí los llantos se mezclaban con las risas y «lo roto con lo descosio», los golpes con los consuelos, los besos con los abrazos. Allí se descubría la vida, dejando pasar a las niñas primero. Es una piedra muy larga que tenía gastado todo el centro y la utilizábamos como tobogán. Los pantalones se rompían con una facilidad increíble. Realmente llegabas al final, te quemabas el culo, ardían los pantalones, claro… Nos pasaba a los niños, que las niñas, las pobres, rompieron muchas veces las bragas, al igual que nosotros los calzones. Después, teníamos que coger latas grandes pachuchadas. Las latas cuadradas del aceite ya oxidadas y tiradas, machacadas de tantas veces bajar siempre estaban cerca de la piedra. Allí se inventaron los cartones.
Otras tantas bajadas las hacíamos sentados en plásticos duros que nos encontrábamos de cualquier cosa, lo que fuera necesario para protegerse de las quemaduras, que eran un peligro. Los plásticos se embalaban de mala manera y acababas mucho más allá de la piedra con las rodillas rotas, llenas de sangre. Esas rodillas llenas de cicatrices y costras que teníamos todos los niños de mi época, que yo mismo tuve muchas veces y nunca me las curé con mercromina. ¡Qué vida aquella!
Era la hora de la manzana, lo último que quedaba en la pequeña morrala atada al cinturón o a las trabas de los calzones cortos cuando no había. Muchas veces una cuerda servía. ¡Qué buena estaba aquella manzana!, ¡sería por el hambre que tenía!
Y rumbo por la tarde noche para casa, cansino de haber disfrutado; rompiendote las rodillas y los pantalones; temiendo y lamentando llegar a casa, todo roto y sucio, pues esperaba una buena «retajila», como se dice a la palabra retahíla, en mi pueblo.
«Semos asina, pardos como er coló ‘e la tierra» «Quién no ‘ice jacha, jigo y jiguera, no eh de mi tierra» alguien dijo esto hace ya tiempo. Yo, hoy lo corroboro.
«Pese a sus 90 años, el frío de noviembre parecía seguir evitando el arrugado cuerpecito de Juan el Alcalde. Hacía décadas que había dejado de ejercer como tal, pero de todos los ediles que han pasado por el ayuntamiento, Juan ha sido el único en conservar el título por consenso popular.
Me lo encontré sentado en la plaza, echando migas a las palomas. Ese día no había nevado, pero el manto blanco acumulado durante semanas no iba a desaparecer por un día soleado, ni dos. Me costó cruzar la plaza y llegar hasta él, embutido en sus pensamientos y recuerdos, supongo, porque ni siquiera me vio sentarme a su lado, preguntándome como habría llegado hasta el banco con toda esa nieve. Por el pueblo se decía que ya empezaba a perder facultades, sobre todo de memoria, pero a mi no me importaba. Ese anciano que alimentaba a las palomas, incluso en el más crudo de los inviernos, era todo lo que yo aspiraba a ser. Gracias a él tenemos la mejor fiesta del mundo. Bueno, quizás no es la mejor del mundo, pero…
Mi profesión me llevó a recorrer el mundo en varias ocasiones, he ejercido la diplomacia desde que salí de la universidad y daba igual donde hubiera recalado en aquellos viajes, ya que siempre, en invierno, el olor de castañas asadas llegaba hasta mí, y todos mis sentidos me llevaban de vuelta al pueblo. Y muy probablemente eso fue la causa de hacer las maletas, de no llegar a instalarme en New York cuando tuve la oportunidad, o en Abu-Dabi o Buenos Aires, lugares que por cierto siguen guardando un lugar especial en mi corazón, pero nunca pude luchar contra la fuerza de la gravedad que me tira hacia el pueblo cada vez que el aroma de las castañas me envuelve. Dejé la diplomacia, si, y fue por las castañas.
La Fiesta de la Castaña la creó Juan el Alcalde hace más de sesenta años. Y da igual la edad que tengas o incluso (válgame el cielo) que no te gusten las castañas asadas. En cada etapa de tu vida hay una actividad dentro de la Fiesta de la Castaña en la que encajas como una pieza de un puzzle. Desde los niños pequeños, creando obras de arte haciendo estatuas de castañas con pegamento y alfileres, o decorando marcos para las fotos con castañas, pasando por los adolescentes; con el lanzamiento de castañas o usando éstas como pelotas en el futbolín del bar de Rogelio o en el famoso el baile de la castaña, donde muchos conseguimos el furtivo primer beso a la vez que la castaña aguantaba estoica entre nuestras frentes mientras sonaba la canción de turno y por supuesto el gran concurso de recetas, donde cada año se supera, y con creces, la calidad de los platos presentados para deleite de todos los vecinos y esto, no es por presumir, ha sido mi granito de arena como alcalde del pueblo a la Fiesta de la Castaña; una hilera de mesas con hornillos y todo aquel que quisiera cocinar…
Cuando la bolsa de las migas de pan se quedó vacía, Juan el Alcalde se percató de mi presencia. Me dijo “buenos días, Juanillo”. Porque ese soy yo, Juanillo. Mi título de alcalde va siempre precediendo a mi nombre, el alcalde Juanillo. Porque antes que yo había otro alcalde, el alcalde Ramón y antes que él, el alcalde Matías… Pero Juan, el título de Alcalde lo lleva después del nombre, como si fuera su apellido, como si la palabra alcalde le definiera. Y yo, pese a mi larga carrera como embajador y diplomático, soy un alcalde más, pero Juan el Alcalde no. Juan el Alcalde está ya en los libros de Historia. Juan el Alcalde creó la Fiesta de la Castaña.
Le devolví los buenos días. Sus ojos se clavaron en mí hasta que la sonrisa descolorida por el frío, me confirmó que me había reconocido, y tan pronto como como llegó el reconocimiento, llegó la mueca de desaprobación, de decepción.
Hizo el amago de levantarse, pero la lentitud de sus movimientos me ofreció el tiempo necesario para levantarme y colocarme delante de él, en cuclillas, con mis ojos a la altura de los suyos.
Yo se que nunca se va a perdonar haberme contado su secreto, la razón verdadera por la que creó la Fiesta de la Castaña, que se avergüenza de ello; y no se como hacerle ver lo equivocado que está, que sus motivos fueron tan válidos como cualquier otros, que nadie, ni los vecinos, ni los que nos consideramos su admiradores, dejaremos de verle como lo que es, como lo que siempre será, el creador, el artífice de la Fiesta de la Castaña. Que, en el año 1953, con la postguerra aun mordiéndole las entrañas a los vecinos, con las arcas del ayuntamiento sin fondos siquiera para limpiar las calles de miles de castañas caídas, no era culpa suya y que idear una Fiesta de la Castaña para que fueran los propios vecinos los que se encargaran de recoger aquellas castañas, y gratis, fue una idea brillante.
Y espero que no solo me perdone a mÍ por contarlo en el prólogo del libro que estoy escribiendo sobre mi pueblo, sino que se perdone a sí mismo por habérmelo confiado. Después de todo entre bisabuelos y bisnietos no debería haber secretos.»
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
EVOLUCIÓN
Gregorio era consciente de su edad y del paso del tiempo, aunque a menudo prefiriera hacerse el despistado con estos temas. Botánico de profesión, había dedicado los últimos treinta años de su vida en cuerpo y alma al estudio de las fagáceas, hasta el punto de convertirse en uno de los máximos especialistas en todas las variedades de castaños conocidas a nivel mundial.
Sus días transcurrían sentado bajo los árboles, tomando medidas, diseccionando frutos, analizando hojas y esbozando dibujos. Perdiendo la consciencia del tiempo mientras engullía sin pautas ni horarios el contenido de su fiambrera, generalmente compuesto por la primera cosa comestible encontrada en la nevera. Sus costumbres habían hecho de su cuerpo un caldo de cultivo perfecto, el sueño dorado de cualquier enfermedad. Ciento treinta y cinco kilos, gran parte de ellos de tejido sebáceo le restaban movilidad. El colesterol se acumulaba, implacable y silencioso en sus arterias y la velocidad de la sangre había acabado aminorando con los años. Su corazón era ya un músculo cansado y perezoso que funcionaba casi por inercia y su rostro reflejaba la vejez prematura e inmerecida con la que su estilo de vida le había castigado ante los demás.
Después de tanto tiempo inmerso en la naturaleza ya casi estaba mimetizado con ella. Diríase que en algún momento de su espalda iban a surgir ramas y hojas, o una maraña de raíces bajo sus pies, o su piel, cada vez más falta de hidratación, iba a acabar convirtiéndose en una sólida corteza rodeando su tronco, que su sangre iba a perder el intenso color rojo hasta convertirse en savia. Su falta a atención hacia las cosas del mundo, y la evolución natural de la que hablaba Darwin bien le hubieran hecho merecedor de unas enormes y frondosas copas plagadas de hojas sobre su cabeza, para así captar la luz y el ritmo de la vida, esa de la que se sentía totalmente ausente.
Por lo noche no notó gran cosa. Simplemente se fue a dormir por inercia, arrastrando su pesado cuerpo por el largo pasillo.
A la mañana siguiente aparentemente tampoco ocurrió nada. Gregorio Samsa se despertó y abrió los ojos. Le costó salir de la cama, como todos los días, pero fue al mirarse al espejo cuando observó, totalmente asombrado, las formas que había adquirido su cuerpo. No había duda. La metamorfosis le había transformado en una enorme y redonda castaña de color marrón oscuro. Serán cosas del otoño, pensó. Y sin darle mayor importancia, continuó con su rutinaria vida.
BEGO RIVERA
El castañazo
¡Cómo demonios se me ocurrió
Asesinar a mi odiado y temido jefe!
Siendo éste un vulgar mequetrefe
Temiendo mi amenaza se aburrió,
Apuñalé harto que de mí se befe
Ñiquiñaque presunto mequetrefe
Acabé en prisión:mi crimen chirrió
MARÍA JOSÉ DOMÍNGUEZ
CASTAÑAS SOBRE LA ACERA
Violeta fue la única mujer a la que J. amó, y eso había ocurrido mucho antes de que Ali lo conociera, hace un año. J. vendía fotografías curiosas de Nantes, la ciudad donde sobrevivía entre nubes y recuerdos y Ali fue a su casa para comprarle algunas y usarlas en sus talleres literarios. La recibió enfurruñado. Estaba claro que aquel tipo, con pinta de homosexual y solitario, no se sentía a gusto con mujeres. Entonces la vio a ella, delante de la nevera y muy cerca de él y supo que a aquella hermosa joven le había quedado algo por hacer en este mundo y que él necesitaba alguna respuesta. Ali tiene ese don de percibir esas historias. Nadie sabía que J. decidió no denunciar la desaparición de Violeta aquella noche de noviembre, cuando, tras la carta declarándole sus sentimientos que tanto le habían turbado, la esperó para besarla por primera vez. Pensaba que era correspondido, pero Violeta se desvaneció en la nada y nunca más la vio. Sin familia y habiendo pagado por adelantado el alquiler de un año nadie la buscó. Nadie sabía que J. prefirió creerse que Violeta había huido despavorida cuando supo lo que sentía por miedo a ese amor extraño, porque buscarla significaba contar sus intimidades y eso le originaba pavor. Nadie sabía que entonces J. se envolvió en un funeral en vida, recordando momentos con ella en la pinacoteca de la nostalgia, soñando con besos nunca diseñados; quizá tuvo otras relaciones distintas, yo no lo sé. Nadie sabía las lágrimas que derramó cada noche cuando recogía las castañas caídas sobre la acera de Nantes y recordaba el color de sus ojos, bajo el peso del abandono. Nadie lo sabía, salvo Violeta, que, aún junto a él, no quería descansar en paz hasta hacerle comprender que sí lo amaba y que quiso llegar hasta él aquella noche, pero una muerte súbita, de ésas que no se comprenden en la juventud la sorprendió y la hizo caer al Loira, donde descansa para siempre. Cuando Violeta le contó todo a Ali, ella se acercó a J. y le habló suavemente de su amor. Él se irritó. ¿Aquella farsante sabría algo de esa historia? Y Ali le habló de las castañas. Los ojos de J. se tornaron por fin felices cuando comprendió que era cierto ya que sólo el fantasma de Violeta podría conocer ese secreto suyo de cada noche, esas lágrimas mezcladas con lluvia cuando, pensando en ella, recogía las castañas sobre la acera de Nantes.
DAVID DURA MARÍN
Caperucita coja no podía salir al bosque para evitar caídas ya que tenía una pierna maltrecha.
Lo suyo era la gran ciudad, disimulaba saltando las rayas blancas de los paso de cebra.
A los camellos les debía dinero, quién no podía fiarse de ella?.
En su bar favorito, lleno de lobos, jugaba a tontear en los temas del amor.
Cuando conocía a su presa ideal la subía a su casa.
El piso lo tenía bien limpio, Cenicienta se curraba la casa, la tenía enamorada.
A sus lobos los ponía cachondos con sus juegos eroticos.
Sacaba de su secreto íntimo castañas chinas con sabor a bosque otoñal.
Pero claro, eran venenosas.
Almacenaba cadáveres a la velocidad de un rayo en tormenta seca.
Yo era vecino de Caperucita y la espiaba entre los agujeros de la persiana.
Ahora tengo los ojos como los chinos sin probar castaña alguna.
NURIA HERNANDO
La llegada de las castañeras a las calles anunciaba el comienzo del frío y del invierno. El calor que emanaba esa vieja lata y sus brasas , terminaban tostando este fruto del castaño tan duro, encerrado en un caparazón con pinchos, que nunca terminamos viendo.
Los adoquines de la calle estaban húmedos y resbaladizos, y no impidieron que Elena se cayera . Un chico al verla corrió a socorrerla y levantarla del suelo . Le pregunto si estaba bien . Y ella le respondió que si, al tiempo que se sacudía el pantalón a la altura de las nalgas . Sonreía y no pudo menos que invitarle a un paquetito de castañas, de la castañera que había al lado . El se negaba al principio hasta que lo terminó aceptando . Lo recogió y lo acercó a su pecho mientras se despedía . Un “ gracias “ fueron las últimas palabras de Elena , que se alejaba sonriente al pensar el castañazo que se había dado y lo amable que había sido el chico con ella …
MARIA ELENA APONTE ISTÚRIZ
Cómo no se de castañas,de castañas no hablaré,porque si bien la he visto desde niña en Navidad,en mi país no se acostumbra comerla.
Si es verdad que una vez en un loco restaurante de Gastronomía dirigida comí un puré de castañas con venado ( pobrecito animalito) era una época que por presión social deje de ser vegetariana por un rato.
Ajá !
Entonces hablaré de castañas,la verdad es que no lo haré
Aunque les cuento quisiera por una vez estar en una calle de Sevilla viendo como un anciano español las pone a asar,moviendolas con el azadón.
Entonces que les contaré :
les contaré de Castañuelas,de esas sonoras placas de madera
desde niña me llamaron la atención al verlas sonar al compás de una Sevillana
Tanto que una vez cuando mi hermana fue a España le pedí unas y si me las compro porque creía que eran para mi hija menor
Suerte la mía !
tengo mis castañuelas e intentado más de una vez tocarlas
Me encanta su suave madera
Me encanta su lisa textura
Y su aroma
Será que vienen de un árbol :
Un Castaño
Por ahí tengo la cajita donde llegaron,
Quizás allí lo diga o no ?
Este relato no lo inventé
Este relato es real
Tan real como que España se pasea con el mundo con aroma a castañas
se pasea por el mundo con el sonido de las castañuelas
se pasea con la guitarra de Paco De Lucia
Con su paella y sus Sevillanas
Con el Flamenco
y los gitanos
Castañuelas
Castañas
y Olé!
MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ
AQUELLA CASTAÑADA
Sabido es que en España, la época de Todos los Santos sumándole la de Los Fíeles difuntos coincide con una tradición posiblemente milenaria: comer castañas.
Porque es en esta época, más o menos cuando maduran y posiblemente también, porque hasta el descubrimiento de américa y la consecuente importación del maíz y el centeno, en las zonas norteñas de la Península Ibérica, era la materia prima para hacer el pan (el trigo, producido en Castilla principalmente, era difícil de “importar” debido a su transporte, a través de zonas muy montañosas, por lo que el pan de trigo era solo “de señores).
Yo era pequeña y aquel año el día de Todos los Santos coincidía en martes, por lo que los tanto los colegios, comercios y otras empresas hacían “puente”, Y, como el sábado no había ya clase se nos presentaba genial: cuatro días seguidos de fiesta.
Mis abuelos, ya jubilado él, vivían en su pazo gallego y se les ocurrió una idea: convocar a todos los hijos y nietos a celebrar esos días, allí llamados “Samaín”(palabra de origen celta) en donde primaba explicar las leyendas de difuntos, almas en pena y “aparecidos”; Santa Compaña y restos de personajes relacionados, sentados alrededor del fuego de las “lareiras”: grandes piezas graníticas algo alzadas del suelo, donde se enciende fuego.
Y nosotros como el resto de mis tíos y primos, nos apuntamos rápido y cogimos el avión el viernes por la tarde, llegando a Santiago donde se descolaron todos los habitantes del pazo y afines: el abuelo, una hermana del abuelo y una tía viuda que vivía con ellos, Manolo, operario incondicional ”arréglalo todo”, el jardinero y el jornalero y hasta puede que alguien más, cada uno con su respectivo coche su coche que nos conducirían al Pazo conforme fuésemos llegando ya que éramos mogollón.
Conforme íbamos entrando en nuestro hogar de esos días, la abuela nos recibía con un collar hecho se castañas hervidas con hierbas aromáticas, los “zonchos” y nos los colgaba del cuello haciéndonos pasar a la estancia donde estaba la lareira para calentarnos y tomar una buena taza de chocolate caliente, que hacía si no real frío el calorcito de la lareira era sumamente agradable.
Los días antes al treinta y uno de octubre, las pasamos recogiendo castañas de las que ya había en el suelo en la zona arbolada del Pazo, así como moviendo las ramas con cañas para hacer caer las que ya estaban suficientemente maduras, sacándolas de los “erizos” que las envuelven y pinchan mientras los mayores repetían:
“Quien no tiene mañas, no come castañas”.
Y llegó la noche de “autos”.
Aunque del Halloween nadie había no oído hablar, las calabazas agujereadas con vela dentro, tradición celta, sí las conocíamos y las hacíamos en verano.
Así que cogimos un par la mañana del treinta y uno y comenzamos la operación, algo difícil por la dureza de la cáscara, pero lo conseguimos y las pusimos a la entrada de la casa.
Comenzó la fiesta. Cenamos en una mesa larguísima, claro está, organizada ex profeso por la abuela y tras ella, nos dirigimos a la lareira.
Allí, comenzó la sesión: se pusieron castañas al fuego para asarlas, mientras de una enorme olla, la abuela sacaba las hervidas, también calentitas.
Mis primos, residentes en Madrid, aportaron cada uno una bandeja de “huesos de santo”, mazapanes alargados rebozados en huevo y nosotros, provenientes de Barcelona, aportamos “panellets”: mazapanes, en este caso de forma redonda cubiertos de piñones o bien rodeados de chocolate, o con sabor a frambuesa, a café, a limón…en fin, lo que el autor de la pastelería hubiese ideado.
Apareció también un tío que vivía en Coruña con unos cucuruchos hechos de papel de periódico con castañas compradas a las castañeras, mujeres que las asaban en la calle y las envolvían de esa manera para conservar mejor el calor así que nos pusimos a reventar.
Ese día se nos permitía trasnochar claro y en ello estábamos cuando llegó una vecina muy crédula en hechos paranormales, santiguándose mientras decía con voz temblorosa:
-Luces, luces extrañas aparecen por el monte. ¡Son aparecidos!
Nos pusimos a reír y seguimos comiendo.
Al cabo de un rato, entre el fuego de la lareira y la comilona que nos habíamos metido y aún alguien seguía disimuladamente en ello, sentimos tanto calor que abrimos un poco la ventana. Fue entonces cuando escuchamos gritos fuera.
-¡O demo, o demo!- decían unos asustados (demo: demonio en gallego).
-¡Almas en pena!-decían otros.
– Ese es el “trasno” haciéndonos trastadas- añadían unos terceros.
Y así fueron saliendo todos los seres mitológicos de la cultura céltica que por allí bien dicen que “creer no se cree pero haberlos, haylos”.
Así que nosotros, nos pusimos los anoraks y salimos a verlo.
Y, efectivamente, junto a la iglesia del monte, se veían luces que cambiaban de lugar y forma. Una hasta creí ver un esqueleto y un primo vio ¡una calavera!
Entramos corriendo asustados. Tanto, que la abuela nos preparó una gran olla de rila a repartir explicando que, aquella noche el sacristán con otros, estaban sacando huesos de muchas tumbas y los huesos, que tienen fósforo, brillan en la oscuridad.
Algo nos tranquilizó su seguridad, pero como los gritos aún se podían escuchar, nos dio tal miedo dormir solos que, aquella noche nos negamos a separarnos y, rebuscando nuestros sacos de dormir usados en verano en las excursiones, nos apiñamos en el suelo, de madera ignífuga, junto a la lareira, como si el fuego tuviese el extraño poder de librarnos de esos míticos personajes.
JUAN JOSÉ SERRANO
«Testigos silenciosos»
La noche se apoderó del bosque bajo su manto oscuro, mientras las nubes rugían con fiereza y la lluvia caía en abundancia. En un rincón del amplio bosque, invadido por milenarios y robustos castaños, yacía el cuerpo inerte de Laura, empapado y desgarrado, cubierto de barro y castañas que el gran castaño en el que se encontraba arrojaba con temor para ocultar el rostro cadavérico y aterrador que lucía ahora la joven. Días antes, había estado recogiendo castañas antes de ser sorprendida por un hombre sin escrúpulos que la golpeó brutalmente ante los atónitos ojos de un grupo de testigos silenciosos y únicos en presenciar tal escalofriante escena.
Días después de su desaparición, el inspector Martínez y la detective Castañeda presenciaban el macabro escenario. Descubrieron restos de castañas esparcidas por el suelo, una botella de licor vacía y un último mensaje no enviado en la pantalla del teléfono de la víctima.
—Mira esto, Martínez. El mensaje dice: «Estoy aquí debajo del castaño, disfrutando de castañas y vino. ¡Espero verte pronto!» —dijo Castañeda.
Martínez observó la escena pensativo y asintió con gesto preocupado. No podía creer la atrocidad con la que habían golpeado a la joven, y el arma estaba justo frente a sus ojos.
—Esto sugiere que el asesino conocía la rutina de Laura y el lugar. Necesitamos investigar a personas cercanas a ella y a la zona —aseguró Martínez.
La investigación los llevó a una lista de sospechosos que incluía a numerosos conocidos, familiares y, sin descartar las evidencias del entorno, anotaron los nombres de los residentes locales más cercanos al lugar de los hechos. Todos parecían estar exentos de sospechas, pero no se dieron por vencidos. Sabían que el asesino estaba cerca del lugar donde se produjo el asesinato y revisaron todo tipo de relaciones e incluso cualquier pista, por insignificante que fuera. El inspector Martínez finalmente encontró una evidencia y notó una peculiaridad en el nombre de un residente local: «José Carlos Morillo Castaño». La coincidencia en el apellido lo hizo alzar una ceja.
—Toma castaña, Castañeda, este nombre no puede ser una casualidad. De alguna manera, está conectado con el caso —insinuó Martínez satisfecho.
Decidieron no perder más tiempo y organizaron un operativo para investigar a José Carlos Morillo Castaño. Todo comenzó a encajar, y algunos movimientos sospechosos, como entradas y salidas, dieron como resultado interrogar al perturbador hombre. El sospechoso no mostraba interés y no quería cooperar con las preguntas que Castañeda le hacía; en ocasiones, el interrogado parecía mofarse y reír por falta de pruebas, hasta que Martínez mostró una cantidad de castañas que había recogido de la víctima, las cuales le parecieron extrañas y con formas peculiares, lo que hizo cambiar el rostro del sospechoso. También dejaron el teléfono móvil de la víctima con el último mensaje sin enviar y la hoja donde encontraron la información del destinatario al cual nunca llegó. Todo apuntaba a que era el culpable y fue descubierto de una forma peculiar y delatado por su propio apellido. Estas evidencias terminaron por derrumbar la máscara de arrogancia que al principio mostraba José Carlos y terminó por relatar lo sucedido, y algo más que dejó helados a los dos profesionales. Los castaños eran su obsesión y, en su mente retorcida, las castañas eran su firma, un siniestro ritual que cumplía con cada víctima. La lluvia y el bosque eran sus cómplices en la creación de un escenario de pesadilla. Martínez tomó cartas en el asunto de inmediato y envió rápidamente un operativo para investigar la casa del culpable. Al llegar a su casa, descubrieron una colección inquietante de objetos relacionados con crímenes anteriores: fotografías de las víctimas, artículos personales robados y hasta una caja de castañas recolectadas. José Carlos fue arrestado de inmediato. El inspector Martínez y la detective Castañeda habían descubierto al asesino en serie que aterrorizaba la región. La justicia se cernió sobre José Carlos Morillo Castaño, poniendo fin a su retorcida persecución de castañas y víctimas.
EDUARDO VALENZUELA
Jim era uno de esos cretinos que no soporto. Siempre haciendo estupideces. Nunca logré comprender porqué, de un tiempo a esta parte, la agencia espacial había bajado sus estándares en la selección de astronautas y permitía que estúpidos como él ingresaran al servicio.
Más de una vez lo regañé por no poner atención a las instrucciones (solía distraerse oyendo música en sus audífonos), o por pegar goma de mascar bajo la mesa, o por mo accionar el mecanismo de vaciado del inodoro (con el riesgo de que sus fluidos flotaran por toda la estación).
Fue cuando habíamos vuelto de una misión en el planeta “X4” del sistema “X”, donde me dijo:
―¿Quieres castañas?
―No. Muchas gracias. No me gustan.
―Ya no sé que hacer con tantas que traje… Incluso tiré unas cuantas allá en “X4”.
―¡¿Qué hiciste qué?!
―Estaba harto de comerlas, no quise sobrecargar de peso la cápsula y tiré las últimas que llevaba… ¿Cuál es el problema, si no hay nada en ese inhóspito planeta?
―¿¡Pero te das cuenta de lo que has hecho estúpido!? Has contaminado un lugar que estaba impoluto. Volver a “X4” a limpiar lo que tiraste costará un dineral, tendré que redactar un informe y me degradarán.
―Cielos… Perdona.
Acordamos callar el incidente, pero al día siguiente solicité al Coronel que me asignara otro compañero.
―¿Por qué no quieres trabajar con Jimy Allen? ―me preguntó el Coronel―. Hace un tiempo él habló conmigo para agradecerme que tú fueras su compañero. Dijo que eras el mejor jefe que había tenido…
Me sentí un canalla. Tuve que improvisar para desdecirme frente al Coronel.
Un año más tarde ocurrió algo que de alguna forma me alegró. Una lluvia de meteoritos cayó sobre “X4”, el olvidado planetoide donde Jim había tirado sus desperdicios. Los meteoritos deshicieron la superficie en millones de trocitos que quedaron a la deriva por el espacio. Con eso creí que se borraba la evidencia de contaminación que causó Jim.
¡Pues creí mal! Porque cierto día llegó hasta mí el rumor de que Jim había tirado unas castañas en “X4”. El muy idiota se andaba riendo por allí de lo que había hecho.
Así fue como el Coronel me llamó a su despacho para aclarar los rumores sobre las malditas castañas. Le dije que no tenía idea de semejante incidente, que nunca una misión a mi cargo tuvo tal irregularidad. Entonces, el Coronel me lo contó todo.
―Estamos frente a un caso único de Panspermia ―me dijo―. Usted sabe, eso de que trozos de asteroides con algún material genético se reparten de un planeta a otro. Pues bien, hemos encontrado que todos los planetas del sistema “X” están repletos… que repletos, ¡plagados! de castaños. Sí, me escuchó bien ¡Castaños! Bosques interminables de esos árboles cubren todos los mundos del sistema. Al parecer las condiciones de radiación cósmica que hay allá han favorecido a esa especie. ¡Se da cuenta! ¡Es el mayor evento biogenético en la historia humana! Pero… ¿Cómo llegó la primera castaña allí? Todo concuerda con la historia que ha contado Jimy Allen. Y, por lo que usted me acaba de confirmar, él es el único responsable.
Y ese es el origen del “Sistema Castaña”, ese conjunto de planetoides que creíamos eriazos e inhóspitos, y que ahora es famoso por ser la mayor reserva forestal del universo conocido. Incluso hay quienes buscan llamarlo “Sistema Jimy Allen”.
Sí, ahora el idiota de Jim es el tipo más popular que ha existido. Es todo un héroe y pasará a los libros de historia. Mientras tanto, los tipos amargados como yo, pasaremos al olvido.
MARÍA JESÚS GARNICA PARDO
Era el treintena y uno de octubre, cuando la fiesta de las castañas, donde los jóvenes(yo lo era entonces) hacíamos fiesta.
Habíamos quedado la Toñi, la Mari, la Fina y yo.
Las cuatro en casa de la Mari, preparamos la fiesta. Mecano, los hombres g, ese el nivel de música.
De beber Pepsi, de picar castañas asadas.
Y contar historias de miedo.
Sobre las once de la noche escuchamos ruidos.
Asustadas, nos asomamos a la ventana.
Los lelos de los chicos.
Los invitamos a la fiesta. Asta qué llego la madre de la Mari.
En fin. Quien no fue joven y no fue a una fiesta de las castañas no ha vivido.
GUILLERMO ARQUILLOS
VOTACIÓN O CASTAÑAS
—¿Eso son castañas? —dijo Charlie.
Los otros cuatro lo miraron en silencio. Estaban sudando, sentados alrededor una larga mesa. Bob y Mike se habían quitado las camisetas.
—Sí, chaval, castañas —dijo Mathius—. Podían haber metido el chip en mandarinas, en nueces o en cualquier otra cosa. Quien se trague el chip, ya sabes…; de todos modos, toda esa mierda es sintética, comida sintética para gente obediente. ¿Tú eres un chico obediente?
—Si siempre hiciera caso del poder, no estaría aquí de los primeros, ¿no crees?
Mathius apretó los labios. Lo mismo podía significar que estaba de acuerdo o que quería partirle la boca a Charlie. Mientras se desafiaban con los ojos, los demás no hacían ningún ruido.
—Tenemos solo veinte minutos, así que dejaos tonterías —dijo Bob, de pronto —. Veinte minutos para votar a uno de nosotros y que sea ejecutado o para tomarnos las castañas y dejar que el azar decida quién va a morir. —Se pasó las manos por la boca, secándose la comisura de los labios—. Una putada es verdad, pero esto es lo que hay…
El poder había determinado que en menos de un mes la población mundial tenía que disminuir un veinte por ciento. Los reunían en grupos de cinco y tenían media hora escasa para la designación. En caso contrario, los cinco serían ejecutados. «El planeta —decía la autoridad— no puede proporcionar alimentos para tantos seres humanos». El agua ya estaba racionada y pronto había que hacer lo mismo con la mayoría de los alimentos.
—Yo creo que los que deben caer primero deben ser los más viejunos —dijo Charlie, mirando a Mathius—. Ya han vivido un montón y ya han disfrutado de la vida; ahora nos toca a nosotros.
Los demás miraron a Mathius, al otro lado de la mesa. Este apretó los puños.
—Y yo creo que te voy a meter las cinco castañas por el culo —contestó—. Así acabamos pronto: encontrarán el chip en tu cuerpo y te ejecutarán a ti, mamonazo. Seguro que te gustaría que te las metiera.
Se pasó el pulgar por el cuello, como si se lo cortara, sin apartar la mirada.
Bob dijo:
—Charlie, ¿quieres matar a los que tienen más experiencia sin darles una oportunidad? ¿Estás loco? Esta sociedad necesita gente con experiencia para salvarse.
—¡A la mierda esta gentuza! —interrumpió Charlie echando la cabeza hacia atrás—. ¿No entendéis, tíos? Los viejunos tienen el poder. Son ellos los que nos han llevado a esta situación porque sólo piensan en sí mismos, como este cabrón de Mathius. Por ellos se han agotado los recursos y por eso ahora tienen que hacer que disminuya la población mundial.
Se secó la frente, al fondo se oía un zumbido. Mathius sabía que el motor de la guillotina ecológica necesitaba prepararse para funcionar. Ya estarían poniéndolo a punto. Charlie continuó hablando en voz muy alta:
—Empiezan a hacer los grupos con la gente menos obediente, pero eso es solo una excusa, porque sobramos muchos más de un veinte por ciento. Estoy seguro de que van a acabar con la mayoría.
Todos se callaron negando con la cabeza. A través de la puerta llegaba un ruido cada vez mayor, impregnado de un desagradable olor a taller de coches. Pasaron un par de minutos en los que nadie supo qué decir.
Bob tosió.
Mike, el más alto, se levantó y agarró el plato con las cinco castañas casi peladas que habían dejado en la estantería. Sin decir nada, dejó una delante de cada compañero. Después se sentó y puso la que quedaba frente a él. Entonces dijo:
—Creo que la cosa es muy fácil. Sólo tenemos una opción porque, si discutimos para votar, nos vamos a terminar matando todos, ¿no os parece?
Pasaron unos segundos.
—Llevas razón, es una mierda, pero es lo más lógico —dijo Mathius, por fin.
Menos Charlie, todos asintieron con un gesto.
Un momento después, al ver que sus compañeros tomaban su castaña, terminaban de pelarla y la mordían, también Charlie agarró la que tenía delante y, con cara contrariada, preparó la suya, se la puso en la boca y se la comió.
EFRAÍN DÍAZ
En Puerto Rico no se cultuvan castañas. Tampoco se consumen, pero se utiliza la palabra en una frase que dice “le sacó las castañas del fuego” que significa que lo salvó, lo sacó o le evitó un problema.
Era el día de San Valentín, el día del amor y la amistad. El día en el cual todos los seres humanos se profesaban muestras de cariño, afecto y solidaridad para al día siguiente continuar con las acostumbradas hostilidades. Un día de hipocresía pero de mucha ganancia económica en una sociedad movida por el consumo. Nada nuevo debajo del sol.
Temprano en la mañana Sergio y Manuel salieron a trabajar. Ese día compartirían la ruta en el mismo vehículo, el de Sergio. Antes de comenzar las labores del día, se detuvieron en la farmacia y compraron una caja de chocolates cada uno. Estando en la congestión vehicular de la mañana, la cual era pesadísima, comenzaron a regalar chocolates a las mujeres que conducían solas sus vehículos. Una muestra de afecto para el día del amor y la amistad. También querían ver si pescaban algo. No tenían con quien pasar el día de San Valentín. Todo era risas entre ellos. De repente, alcanzaron un vehículo en el que iban dos chicas guapísimas. Utilizando la misma técnica, de carro a carro les obsequiaron dos chocolates. Entre risas, las chicas les dieron las gracias y de paso, les pidieron los números de sus móviles. Ellos se miraron extrañados. Sus corazonesn se aceleraron. No podían creer que hubiesen conectado a esas dos hermosuras. Les dieron sus números de móviles y cada cual continuó hacia su destino. Pasaron varias horas y nada. Súbitamente, los móviles de Sergio y Manuel comenzaron a sonar. Eran números desconocidos. No los tenían registrados con nombre alguno. Ambos contestaron simultáneamente. Eran las hermosas chicas del vehículo. Luego de intercambiar sus respectivos nombres y los saludos de rigor, las chicas les preguntaron si tenían planes para la noche. Al parecer, las chicas tampoco deseaban pasar solas el día del amor y la amistad. Con el corazón acelerado, Sergio y Manuel les contestaron “lo que propongan ustedes, mi reina”.
El plato estaba servido. Las chicas los habían citado en un salón de baile a eso de las nueve de la noche. Sería una noche de baile, alcohol y quien sabe si terminaban encamados con las beldades.
Sergio y Manuel terminaron la ruta lo más rápido que pudieron. Luego fueron a sus casas a acicalarse como es debido. Vistieron sus mejores galas y se perfumaron con sus mejores fragancias. Llegaron al salón de baile e identificaron el vehículo de las chicas. Estacionaron justamente al lado. Vaya sorpresa se llevaron Sergio y Manuel cuando entraron al salón de baile. Divisaron a las chicas que habían conocido en la congestion vehicular. Andaban acompañadas de dos fornidos gorilas llenos de tatuajes y caras de matones. Eran narcotraficantes. Intentaron mezclarse con la multitud para que las chicas no los vieran. Si las chicas los identificaban estarían en graves aprietos.
Pasaron unos minutos. Los gorilas y las chicas habían desaparecido. Sergio y Manuel, derrotados y decepcionados, decidieron marcharse del lugar. Al salir, enfrentaron un nuevo problema. Las dos chicas estaban recostadas de su vehículo y los gorilas estaban junto a ellas, sentados en el bonete esperando por ellos. Nuevamente se escondieron mientras decidían que hacer. Sergio sugirió enfrentar a los gorilas. Encararlos y de paso responsabilizar a las chicas por la situación, sacar el vehículo y marcharse, pero Manuel era cobarde por naturaleza. Había nacido cobarde, toda su vida lo había sido y se sentía cómodo con su cobardía. Por aquello de disimular, le llamaba “agudo instinto de conservación de la especie”. Manuel se negó rotundamente a enfrentar a los gorilas. Su integridad física iba por encima del deseo sexual de tirarse a una de la dos chicas y por supuesto, iba por encima de un simple vehículo. Sergio no tuvo más remedio que llamar a Miguel, hermano mayor de Manuel. Le explicó la situación y Miguel, que estaba cenando con su prometida, estalló de la risa. Miguel quedó en acudir al salón de baile una vez terminara la cena con su novia. Le sacaría las catañas del fuego. Sergio y Manuel no tuvieron más remedio que esperar.
Al terminar la cena, Miguel, en compañía de su novia acudieron al salón de baile. Cuando llegaron, vieron a los dos gorilas sentados sobre el bonete y a las dos chicas recostadas sobre el vehículo. Estacionó lo más lejos que pudo, se encontró con Sergio y Manuel e intercambiaron las llaves de los vehículos. Ya con las llaves del vehículo de Sergio, Miguel, tomado de la mano de su novia, se dirigió hacia el vehículo de su amigo, el cual haría pasar por suyo.
Al llegar, los gorilas comenzaron a preguntarle de mala manera a las chicas, si Miguel era el individuo que coqueteaba con ellas carro a carro. Las chicas, con cara de asombro, pues jamás habían visto a Miguel, negaron con la cabeza. Los gorilas, airados por la situación, volvieron a preguntar, esta vez con tono de enfado, pero las chicas, ya más asustadas que asombradas y con voz temblorosa, contestaron que no. Miguel aprovechó la confusión y en tono firme preguntó que significaba todo aquello. Por qué estaban encima de su vehículo? Quien les había autorizado a sentarse ahí? Los gorilas, molestos, preguntaron por tercera vez a las chicas, pero éstas negaron conocer a Miguel. Ignoraban el por qué de la confusion, pues aseguraban que ese era el vehículo que habían visto en la mañana. Los gorilas, visiblemene enfadados, se bajaron del vehículo mientras se disculpaban por la confusion. Sin embargo, cuando Miguel se acercó al vehículo, notó que le habían roto los dos focos delanteros y le habían rayado todo el bonete. Hipócritamente molesto, Miguel le reclamó a los gorilas por los daños causados al vehículo. Los gorilas reaccionaron entre molestos e indiferentes hasta que Miguel amenazó con llamar a la policía. Era obvio que los gorilas no querían que Miguel llamara a la policía, pues se meterían en serios problemas. Ya Miguel había anotado la matricula del vehículo de las chicas. Para evitar que el asunto pasara a mayores, los gorilas sacaron de sus bolsillos la cantidad de quinientos dólares, una menudencia para un narco y se los ofrecieron a Miguel para zanjar los daños que “por error” le causaron a su vehículo. Acto seguido agarraron a las chicas del brazo y entre empujones y maldiciones, se marcharon molestos.
Miguel respiró hondo y guardó el dinero en su bolsillo. Montó a su novia en el vehículo y se dirigió al punto de encuentro acordado con Sergio y Manuel. Al llegar, Miguel le entregó el vehículo a Sergio, que inmediatamente notó los daños causados. En un ejercicio de honestidad, Miguel le dijo a Sergio el asunto de los quinientos dólares, pero acto seguido le dijo que ese era el precio por haberle arruinado la noche con su prometida. Ese era el precio por haberle sacado las castañas del fuego.
ABBY MARSIE ROGOM
EL CASTAÑO DEL CONVENTO.
La novica Leonor arrastraba su penitencia por los pasillos del convento. Hacía frío, sus pies descalzos helados al contacto con el suelo. Frías también las paredes, húmedo el ambiente, oscuro y opresivo.
Hacía tres meses que estaba encerrada allí;
Entró una mañana de julio, con una maleta en casa mano. Desde fuera se veía por encima de la tapia las ramas de un enorme castaño. Ella tenía dos mese de embarazo; ahora, en octubre, su barriga era de cinco meses, madurando su hijo. El castaño también. El suelo regado ahora de castañas, que el viento y la lluvia dejaba caer al suelo.
Todavía hacía inconscientemente el gesto de apartarse la melena, pero ya no estaba; su pelo era ahora una capa de tres centímetros alrededor de su cabeza.
Sentada al borde de un incómodo camastro repasaba lo que alguien había escrito para su futuro inmediato, y valoraba sus opciones, sopesaba sus posibilidades.
La deshonra de su familia, con cinco meses de embarazo y un prometido huido. La abandonó, buscando una salida alistándose en el ejército y en una religión nueva.
Mil novecientos sesenta y ocho. El hombre llega a luna, pero encierran a una mujer en un convento por quedarse embarazada.
Repasó lo que la esperaba si no hacía nada.
Pasaría un embarazo oscuro, húmedo y lóbrego. Había soñado que le crecía musgo sobre la piel, sobre su cara y brazos, sobre su vientre. Y unos pequeños zarcillos de plantas colgantes en su pelo.
Le quitarían a su hijo cuando naciera, y ella podría acabar de echar raíces en ese lugar, o irse, arrastrando el pecado y la penitencia que alguien le quiso escribir en su historia.
Amaneció el día y Leonor caminaba por el patio porticado que comunicaba ambas alas del edificio y que daba a una gran puerta central que se abría sobre una especie de hall flanqueado por montones de puertas y con una gran escalera al fondo.
Era hermosa la luz que bañaba todo, fotografiando en diagonal la balaustrada del pasaje. Pero hermosa para ver y seguir tu camino, y ver y ver y sentir más cosas, otras cosas, otras luces. No para ver y vivir esta imagen toda la vida, haciendo un surco en el suelo con tu pecado y castigo, recorriendo los mismos caminos, como un insecto que no es capaz de salir de un plato, dando vueltas y vueltas por su borde.
La humedad. El busto en piedra de una Virgen estaba encastrada en la pared del pasillo en una especie de hornacina.
El musgo. Ella y su bebé tenían partes verdes; era en realidad bonito. El pequeño redentor con sus manitas llenas de verdín, miraba a los ojos también nacidos de verdor de su madre. Mostraban una eternidad estática, parada en el tiempo, y a la vez en evolución, ya sea sobre piedra.
El tiempo.
Quizá esa imagen, ahora recordó que vista el día que llegó, pudo entrar a través de sus ojos, verdes también, y grabarse en algún lugar de su mente, y apareciendo en sus sueños. Miró una vez más la imagen; sí, impresionante.
Fue nueva la escultura una vez, no reluciente. Granulosa, pero nada sobre la piedra. A ella le gustaba más así. Ahora. Sin embargo sabía que si no se limpiaba, un día sería completamente cubierta. Como ella misma. Si las monjas supieran de sus pensamientos la acusarían de hereje. Compararse con la Virgen. Estaba segura de que todas las esposas de Dios pensarían lo mismo. Siguió caminando.
Nadie iba a escribir su historia.
Intentó escapar una tarde de lluvia, pero no sé lo permitieron; su hijo ya estaba vendido, a un buen matrimonio, buenos católicos como las hermanas. Y como sus padres.
Las hermanas estaban repartiéndose tareas, unas en el huerto, otras limpiando la capilla y abrillantando los metales.
Podía ser en parte un lugar bonito para estar, si fuera lo que ella había elegido.
Entró al refectorio, donde no había nadie; quería hacer el menor daño posible, y tampoco quería dañar a sus imágenes religiosas, que les diera tiempo a organizarse y solucionar el problema.
El problema para ellas sería el incendio.
El problema de Leonor eran ellas.
Ahí se quedaban, ella se iba. El alcohol hizo arder fácilmente las endebles sillas de esparto trenzado, y saltó a mesa y los cortinajes.
Leonor corrió al propio huerto, cuando todas acudieron al incendio; su libertad estaba a un salto, en una esquina donde las plantas tapaban un desmoronamiento en el la tapia, y un pequeño banco de madera que ella escondió para trepar.
Desde la calle miró el humo subir al cielo y se dió la vuelta, para andar su camino.
Volvió la vista una vez más para mirar el castaño del patio. Tocó una castaña en su bolsillo. Se la llevó con ella. La sembraría en otra tierra, libre y sin tapia, sin cemento que asfixiara sus raíces.
Caminó sin pecado, sin penitencia, su historia la escribía ella.
GRACIELA PELLAZA
«Allí donde se plantan las castañas los días se han acortado, la noche se hizo más larga. Por acá el eje de la tierra ha mirado al sol, y es muy primavera.
Mi padrino Antonio hace muchísimos años, esos años que ni me acuerdo, en la España de sus amores, recolectaba los frutos caídos y jugaba a jardinero en la huerta de su madre.
Le hacía un corte con una navaja a la cáscara de las castañas y las plantaba. Él quería un bosque, un bosque suyo; tenía ganas de que crecieran cosas en medio de la guerra. Y las estaciones pasaban y los castaños no crecían.
Todo era lento, para su avidez era lento.
Él creía que iba a hacerse viejo en su tierra, en la media sombra de sus árboles.
Hoy está desembarcando diciembre, y en esta media esfera el calor nos abrasa. Eso me recuerda que a don Antonio el clima no le importaba. Se compraba el pavo, derretía manteca con limón y jugo de mandarinas, y lo pintaba. Hacía incisiones de cirujano a las castañas y las tostaba. Mezclaba carne de res y de cerdo con polvos mágicos y cebollitas y en la sartén chirriaba la grasa; ponía todo dentro del hueco del pavo, y luego le ataba las patas.
El pavo gigante brillaba.
¿Quién sabe que pensaba Don Antonio de su España?
Martina y él se habían venido escapando y acá criaron vacas, e hijos que fueron ingenieros y doctores. Yo era la hija de la empleada doméstica y ellos me bautizaron generosos en la Iglesia del Salvador.Y me compraron mis primeros libros. Y sugirieron mi enseñanza.
Un pavo con castañas tarda casi cinco horas, y hay que estar atento y barnizar para que no se seque decía, mientras yo le revoloteaba.
¡¡Ala, Ala!!
Me echaba de su cocina chica y me abrazaba en su corazón grande.
Una lástima…no eran eternos.
¿Quién sabe que extrañaba de su España?
¡Ala! ¡Ala! Que puedes quemarte…
Y con gracia gallega, me ofrecía una castaña.»
ANA DEL ÁLAMO
Tan ricas, tan nuestras.
Soñaba con castañas. Un fruto que nos deleita en invierno y se apodera del viento que lleva a todas partes su penetrante aroma.
Ese día se metió hasta mi cuarto. Me pilló estudiando enfrascada con mis tareas. No me pude resistir y llamé a mis amigas para ir a comprarlas. No les dejaban salir. No era domingo ni fiesta de guardar. Tocaba casa y estudio.
Yo continué a lo mío, pero ese olor…no me dejaba concentrarme. Decidí hacer algo.
En casa no había nadie. Mis hermanos y mi padre trabajando y mi madre haciendo recados. No tenía llaves. Ups que mal! pensé. Pero mis ganas eran mayor que mi segura reprimenda. Cogí una peseta de mis ahorrillos y salí por la puerta tirando de ella. No quería pensar en las consecuencias. Ese aroma se estaba apoderando de mí y había una fuerza mayor que me empujaba a seguirlo.
Convencí a mi amiga Ángela y ella s su madre para que me acompañara ,y siguiendo el rastro dimos con la castañera.
Era una mujer anciana y encogida con un mandil a cuadros y un pañuelo negro en la cabeza. Su tez era muy morena, que yo atribuía al negro humo que recibía día tras día. Me preguntó con una tierna sonrisa si quería una mesura de castañas. Yo ya estaba salivando y con un gesto le dije que sí. Sus manos arrugadas y gráciles me sirvieron el preciado tesoro.
Nos sentamos enfrente, en una bancada de piedra tan helada como nuestras nalgas. La tarde iba perdiendo su luz y el fuego de las brasas refulgía con más fuerza. Estábamos encandiladas mirándolo y yo me sentía la niña más feliz con mis castañas sobre la falda uniformada, calentándome las manos a través de la mesura de papel.
Nos tiznamos la boca y los dedos con un hollín negro como las manos de la anciana.
El disfrute que sentí al comerlas no lo olvidaré nunca, como tampoco el castigo por haberme escapado de casa.
EVA AVIA TORIBIO
Castaña
19:00 Froxán. La Festa da Pisa da Castaña de Froxán.
Desde hace trece años, en esta población, se celebra este singular festejo proveniente del trabajo doméstico que ha pasado de generación en generación y que ellos han convertido en un reclamo turístico.
Centenares de personas, se reúnen en torno al pisado de las castañas. Acto que realizan metiendo las castañas, previamente secadas al sol durante tres semanas, en un saco y dándole, entre dos personas, sobre alguna estructura sólida para separar la cáscara. Luego las pasan por el bandoxo y ya las tenemos listas para asar y degustar este delicioso fruto.
Pero, por supuesto, la castaña no es solo un fruto y aquí te dejo una versión muy especial, que espero te guste y como no, seguro que en este encantador pueblo también sucede, pero en castellano, que gallego no sé, ¡ja, ja, ja!
—¡Dios, que frio! —le digo a mi colega.
—¡No te jode! Como que estamos en invierno. Eso se soluciona con unas buenas cazallas —me contesta, Martiño.
—Mejor un buen ribeiro con unas costillas con castañas en el bar de Uxía.
—Joder, macho, siempre pensando en la comida.
—Y tú en el alcohol ¡ja, ja, ja! —golpeándole la espalda.
Cuatro horas más tarde, a la salida del bar Uxía.
—¡Ay, ay, ay, ay, canta y llores…! —balbucea, Martiño, tropezando a la
salida y cayendo de bruces contra el suelo.
—¡Ja, ja, ja! —patinando y tropezando contra una anciana.
¡Zas, zas, zas!
—¡Menuda castaña lleváis! ¡No os da vergüenza con la edad que tenéis! —golpeándome la señora con su bastón.
—¡Vaya, que me la quitó de un golpe! —frotándome la cabeza.
—¡Ja, ja, ja! —se ríe burlón, Martiño, cayendo de nuevo en su torpe intento de levantarse.
¡Zas, zas, zas!
—¡Toma, que para ti también tengo! —sacudiéndole.
—¡Duele, señora!
—¡Vamos, Carmela! —cogiendo del brazo, a la anciana.
—Sí, vamos, Lúa, que esta juventud está perdida. ¡Que cruz! —señalando amenazadora con el bastón.
—¡Nos ha quitado de dos castañas la castaña!
—¡Ja, ja, ja! Pues espera, que a mi me espera la Paca. Que cuando me vea entrar en estas condiciones me da otra —dice frotándose el cabeza resignado.
—¡Ja, ja, ja! Ya te digo. ¡Que cruz te ha caído! —golpeándole la espalda.
—¡Que duele, tío! ¡Ja, ja, ja! Que genio se calza la abuela.
—¡Ja, ja, ja! Vámonos. Mañana a la misma hora. Pero esta vez, quedamos en otro sitio. No sea que tropecemos con doña Carmela.
De sabido es que cualquier escusa es buena para tomar unas copas en buena compañía, pero las fiestas de los pueblos son la mejor escusa. Así que, pronto alzaremos nuestras copas para celebrar una de las fiestas más entrañables. Pero eso sí, ten cuidado con tropezar con alguna Carmela ¡ja, ja, ja!
Besos, La Incondicional.
ARCADIO MALLO
Reflexiones de otoño
No me gusta ir a la ciudad. Todavía menos si es otoño, cuando la noche cae temprano. Y si por encima llueve, ya ni os cuento. Pues esto es lo que ocurría hoy. La noche cerraba poco más de las seis y media. Lloviznaba. Nada significativo con lo que lleva caído estos últimos días. No sé qué ocurre, que cuando llueve, en la ciudad, la gente olvida las normas básicas de conducción. Y de educación, si es que los demás días las tienen presentes. Por eso intento evitar conducir y me muevo en transporte público. Pero hasta el autobús nota esta anomalía. Más frenazos de lo habitual, bocinazos, volantazos… Y eso que el conductor de hoy ha levantado mi admiración por su pasividad ante la situación. Con tranquilidad y saber hacer ha ido solventando todos los inconvenientes que la selva urbanita presentaba al elefante que conducía.
Me he dejado caer bajo el peso del abrigo. Fijándome en mi alrededor, he percibido el anonimato absoluto de todos los viajeros. Incluso los que se bajaban en la misma parada no se cruzaba un «hasta luego» o un «buena tarde». Y eso que, según me permití imaginar, hasta era posible que vivieran en el mismo edificio.
Limpié el bao del cristal. Fuera, bajo la lluvia, todo eran prisas. Gente por la acera escapando de la lluvia. Luces de coches y más coches. Edificios sin cortinas que perdían la intimidad con la luz en la oscuridad. Dentro, gente, trabajando en la oficina, deduciblemente. Más anonimato. Todos eran desconocidos para mí. Y os aseguro que entre ellos. Inmersos en esa carrera del día a día que no tiene meta. Solo correr. Hasta podríamos decir que la sociedad padece el síndrome de Forrest Gump. Correr porque sí.
¡Al fin mi parada! Me esperaba mi coche, frío como el demonio. Al sentarme al volante no puedo evitar pensar que, en cosa de una hora, estaré sentado frente a la lumbre, consumiendo, tranquilo e incansable, un buen tronco de roble, ahumando los embutidos recién colgados en la chimenea. Mientras asaré alguna que otra castaña en la vieja sartén y conversaré tranquilamente con mi esposa del agobio urbanita que acabo de presenciar.
Pueda que en casa a veces no tengamos luz, con frecuencia se nos van varios canales de televisión y de cobertura móvil, andamos escasos. Pero conocemos a nuestros vecinos, saludamos a la gente con la que nos cruzamos a diario, nadie es anónimo aquí, y tenemos algo que vale quilates de oro: tranquilidad.
GAIA ORBE
Castañas mágicas
los campaneros del pueblo
tañen campanas sin pausa
los difuntos se pasean
sobre el Paseo de Gràcia
de pronto se exalta el aire
en la mitad del camino
al cementerio de los apestados
huele a leño frutos secos
rubores de castañera
anciana humilde con delantal negro
que asa en la copa de barro
harta ración de unas vainas
eternidades de erizos crujen
al crepitar de las brasas
hasta ser pulpa esponjosa
la castañera de capucha blanca
atada al cuello y a la cabeza
asa con miel coce con leche
castañas mágicas
CARLOS RODRÍGUEZ
UNA DESCONOCIDA MUY CONOCIDA.
Como lo prometido es deuda, os traigo hoy una historia acontecida en mi tierra, con una protagonista por el mundo entero conocida y por la historia olvidada.
Eran tiempos difíciles, no muy distintos a los que hoy nos toca vivir, tiempos en los que aquellos que ostentaban el poder abusaban del un pueblo sin el cual no serían nada, donde los impuestos se recaudaban sin preguntar si luego tendrías para dar de comer a tus hijos, donde abusadores, libertinos y sinvergüenzas campaban a sus anchas sin que las leyes hiciesen nada contra ellos… pues ellos eran la ley. Vamos, lo mismito que hoy.
Sí, señoras y señores, damas y caballeros, y para que nadie se nos ofenda, siéntanse también incluidos todos, sin importar sexo o tendencias, que de no ser políticamente correctos podríamos ser de homófogos tildados.
No importa el año en que hayan nacido ustedes, pues en esta historia que hoy les narro ocurrió en tiempos de Mari Castaña, y será en el sentido más literal que la historia nos permita, pues lo haremos para intentar conocer a su protagonista.
Viajaremos pues a la Galicia del siglo XIV, más concretamente a la amurallada ciudad de Lugo, que por aquel entonces se encontraba en manos del obispado, en concreto de Pedro López de Aguilar desde que el rey Fernando II de León ratificarse el testamento de Alfonso I el Católico, quien donaba la ciudad y otros bienes a Santa María de Lugo.
El fin de siglo XIV azota Galicia con pestes y hambrunas, pero también se viven importantes cambios en los cultivos de viñedos y frutales que eran altamente apreciados en los mercados del comercio ultramarino, siendo el Mediterráneo y el Mar del Norte importantes mercados que abastecer, por lo que los monasterios e iglesias aumentan las tierras que dedican a la producción de estos productos, especializando algunas comarcas a la producción de vino.
Con este Marco podría darnos la impresión de que todo iba bien, pero las prerrogativas de que disponía la Iglesia le permitía recaudar impuestos, y estos no eran precisamente bajos.
Las revueltas habían sido casi una constante en la región desde que el obispado era dueño y señor de tan extenso territorio. Corría el año 1386 y reinaba por aquel entonces un tal Juan I de Castilla y era Obispo de Lugo frai Pedro López de Aguiar.
Los impuestos asfixiantes encolerizaban al pueblo, que ese año protagonizó la más importante de las revueltas de todas cuantas hubo conocido la ciudad.
Y es aquí cuando surge una nueva heroína del pueblo. Una mujer que pasara a la historia sin que nadie sepa el motivo, sin que nadie sepa quién era. Una mujer que encabezará sin saberlo el más importante levantamiento contra el poder eclesiástico y sus impuestos.
María, que ese era su nombre, nació allá por el 1374 en el coto de Cereixa en tierras de Lemos y Quiroga. Era Castaña su apellido, aunque hay quien dice que este sobrenombre se lo atribuyeron por el color de su pelo.
María había contraído matrimonio con Martin Cego, con quien cuentan habría tenido dos hijos, aunque en este punto existe cierta controversia.
Eran tiempos convulsos en Galicia tras la confrontación entre Pedro I y Enrique II de Trastámara, que provocará un relevo en la nobleza tras veinte años de violencia en los que cayeron los magnates más poderosos y emergieron caballeros insignificantes.
Los nuevos señores impondrían nuevas contribuciones para enriquecerse rápidamente, siendo el Obispo de Lugo uno de ellos.
María, junto con su familia y muchas otras mujeres y familias, trataron de resistirse, pero terminaron por enfrentarse al recaudador feudal defendiendo el pan de los suyos, decidida a terminar con el abuso del Obispo, pero aquella revuelta no terminó bien para María, ni tampoco para sus dos cuñados, pues en ella se produjo la muerte de Francisco Fernández que era el mayordomo del Obispo y su recaudador. Por este hecho María, su esposo y sus cuñados fueron apresados tras ser sofocada la revuelta bajo la acusación de ser los causantes de aquella muerte
Si tenemos constancia de ello es por un documento oficial del archivo diocesano de Lugo, en el que se da cuenta del mismo y se hace referencia directa a María Castaña, Gonzalo Cego y Afonso Cego, dando cuenta de la entrega de todas las posesiones que todos ellos tenían en el coro de Cereixa y la cantidad de mil maravedies a la iglesia.
A partir de aquí se pierde la pista de nuestra heroína y nada más sabemos de María, ni tan siquiera la fecha de su muerte.
Como podéis ver poco o nada han cambiado los tiempos, siguen las luchas por el poder, y aunque ya no existan señores feudales, son otros los que nos ahogan con impuestos mientras sus personales fortunas no dejan de crecer.
Y como decía la famosa Maira Gómez Kemp “…y hasta aquí puedo leer»
ALEJANDRO LÓPEZ FERNÁNDEZ
Es noche de octubre, cerrada, oscura, al cubrir las tenebrosas nubes la poca luz que ese majestuoso astro, el sol, aún nos lanza, como queriendo rendirse a la evidencia diaria. Pero, aún así, me gusta pasear por las calles, ya solitarias de tanto transeúnte que yendo y viniendo, remueve involuntariamente las cansadas hojas de los árboles que, amarilleando, rinden culto a la edad y se dejan caer indolentes, para que la suave brisa las transporte a donde quiera llevarlas. Ellas, abandonadas, se dejan llevar, como yo, buscando un lugar sin pretenderlo, buscando un asiento donde sentar mis pensamientos y dejarlos fluir a su libre albedrío.
Y camino despacio, abrigado, que ya pasaron los calores. Y, en ese caminar, llega hasta mi olfato un nuevo olor, olor a vida, olor a naturaleza chamuscada por las danzantes llamas del fuego que poco a poco va curtiendo sus duras pieles.
Sí, amigos, huelo a castañas tostadas. Tostadas a calor de una leña que no solo las va curtiendo, sino que, también, calienta el ambiente y derrama por donde una simple brizna de brisa pasa, llena el ambiente de ese olor que despierta mi alma, que la anima y la hace resurgir de sus cenizas, levantando no solo su fortaleza, ya casi vencida, sino hasta mi necesidad de acercarme al envejecido carrito donde un pobre hombre tuesta sus castañas, sin darse cuenta de que, al hacerlo, despierta la tarde noche y la convierte en feria, en fiesta, para quienes tenemos la suerte de oler su aromatizado perfume.
Sí, lo reconozco, me atrae más el olor de las castañas asadas, que la propia castaña, pero así nací y, cuando llega octubre, salgo todas las noches a disfrutar del perfume del campo, de mi libertad y aspiro hasta que ese perfume inunde mis entrañas, y las emborrache de su olor. Y son simples castañas, solo castañas.
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Ana, creo que has querido decir Gaia. Cuento 1/4 voto para cada uno.
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Mi voto para Eduardo Valenzuela, muy original.
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