Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «el justiciero». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 9 de noviembre!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
Alberto estaba harto de que le tomarán el pelo pese a ser cliente en muchos establecimientos. No se sentía bien, ya le hablaban de forma despectiva y con cierto aire de superioridad. Ese desdén con el que era tratado resultó ser el antídoto perfecto para convertirse en el justiciero que necesitaba el pueblo.
Alberto salió de una pizzería triste tras ser estafado por cinco euros por un pizzero deshonesto. La ira de Alberto fue en aumento y decidió poner fin a este tipo de atropello que sufría constantemente pese a ser un cliente educado, no el típico cliente pesado, no, Alberto era bueno, demasiado bueno, por ende se aprovechaban de él.
Alberto decidió pasar a la acción. Al acabar de cenar esas pizzas ,que le habían costado cinco euros más por toda la cara, por toda la jeta del empleado de la pizzería. Alberto se abrió una cuenta para hacer reseñas y está iba a ser la primera, con todo detalle Alberto narró lo que le había sucedido escasa media hora atrás. El empleado que le engaño para quedarse con esos cinco eluros fue despedido de la pizzería en cuanto los encargados comprobaron la veracidad de la reseña.
Aquí empezó la historia del gran justiciero, (más conocido por el pueblo en su calidad de nuevo héroe local,) cómo RESEÑEITOR .
Me levanto todavía somnoliento y algo malhumorado, pero me dirijo a mi ritual sabático que consiste en desayunar una tostada con aceite y tomate y un café natural hecho con cafetera italiana con el cacillo sin prensar y la tapa abierta. Enchego la televisión, solo lo hago desayunando o cuando hay ciclismo o televisan al Rayito, y escucho todas esas noticias repugnantes: tiroteos, guerras, asesinatos, políticos barriobajeros que no aportan nada ladrando para conseguir su trozo de pienso, etc., pero los que más me enervan son los murmuradores silenciosos que no dicen nada, esos que siempre dan como cruel respuesta la callada mientras el mundo se desangra en soliloquios de terror y miseria para beneficio de los poderosos. Cojo mi guitarra y me pongo a disparar acordes contra la desigualdad y el clasismo, por si alguien me quiere escuchar, cosa harto difícil, pues, hoy día a quien dice cosas que se salen del guión se le invisibiliza por el propio vulgo, que en vez de apoyar, prefiere escuchar a esos cantores y a esas cantoras de escaparate y figuración que solo le aportan grandiosidad a las cuentas corrientes de quienes manejan el cotarro. Empiezo a tocar el arpegio en mi menor y me voy dejando llevar.
“Cae la noche en tinieblas
y acaricias tu almohada
rellenas de plumas de oca
pero otros no tienen nada.
Arrecia el viento en suspiros
que hielan hasta la lava;
tu chimenea ruge de gozo;
cartones mojados en otras camas.
Y te miras al espejo y sientes satisfacción
tu estás en la cima, ¡te ves un ser superior!
Abrigos de cachemir.
Botox para la cámara,
pero hubieras salvado mil vidas
con los remiendos de tu cara.
Portada de noticieros,
pico de oro en acción,
prometiendo quimeras,
jugando a ser dios.
Y te miras al espejo y sientes satisfacción
tu estás en la cima, ¡te ves un ser superior!
En tu tumba dorada
con mi sangre escribiré:
aquí yace un cobarde
a quien nunca entenderé.
Eres racista y clasista;
de odio sembrador,
vendido por migajas
a cualquier inversor.
Y te miras al espejo y te dan ganas de vomitar.
¡Por fin descubriste que eres alguien vulgar!
¡Has subido muy alto, mas bajo caerás,
al final de la vida siempre sale a pagar!
¡Siempre sale a pagar!
¡Siempre sale a pagar!
¡Sieeempre a pagaaar!
Me debería haber sentido mejor después de entonar la canción, pero…, no sé…, la sensación sigue siendo rara y me vuelven a asaltar esas dudas agobiantes.
¿Dónde están esos justicieros
que ”Jolibud” nos vende?
¿Por qué la mentira
siempre es la que trasciende?
¿Dónde están esos justicieros
que nos venden en papel?
¿Por qué la sociedad es
tan complaciente y tan cruel?
Al final de todo llego a una conclusión, que es la misma de siempre: ¡Qué les den por el culo a la justicia y a los justicieros! Solo están al servicio del poder.
Por cierto, no penséis que me ha poseído Coronado, ¡Yo soy Coronado! él solo es un personaje de mi creación sobre el que tengo los derechos de autor y que a partir de ahora solo escribirá poesía.
Hera yo el justiciero de mi hogar. Cual carga sobre mi cabeza tengo.
Tengo una familia de siete hijos, si siete únicos a igual las siete maravillas del mundo. Luego está el mío marido y yo misma ya que si representó la justicia lo primero que debo hacer es equilibrar las tareas de la casa a cada cual con medida justa.
Me debatía en mi inorancia el como ser correcto al mandar.
Es muy complicado dividir las tareas del hogar cualitativamente y acertar sin error.
En ese concepto justiciero mantuve mi familia a flote…,hoy en mi ancianidad me siento libre de cargas. El yugo que afisiaba mi alma a desaparecido ya que la honestidad fue mi verdad…
Justiciero, así me llaman
porque tomo la ley por mi mano
ciego de ira y sed de venganza,
pues no hay nada más doloroso
que sentir un puñal frío
que te atraviesa el alma.
El rencor carcome mi vida
contamina mi corazón
y aunque pueda ser libre y resarcirme,
no encuentro alivio para este dolor.
La emoción de odiar
es un camino sin salida
la venganza nubla mi razón
y esa nebulosa, me envenena.
Alma vacía que carga
una venganza, un abismo
lleno de ponzoñosas espinas,
pues el arma más poderosa que cuenta,
es el poder de la justicia.
Nunca el juez había tenido un caso tan claro. A la vista de las pruebas no tardó ni una semana en dictar sentencia de culpabilidad contra Tom Chandler.
Su proximidad a la casa de la chica asesinada la noche en la que había aparecido el cuerpo, el haber sido grabado por una cámara de seguridad cercana a la hora aproximada en que el forense había estimado la hora de la muerte, y no tener más coartada esa noche que la de cuidar de su padre enfermo y arruinado, hizo que la ley cayera con celeridad sobre los hombros del joven.
–¡Yo no he sido!– gritó Tom a pleno pulmón en la sala de vistas mientras el juez se levantaba y recogía sus papeles, al tiempo que el resto de la sala rompía a partes iguales entre la alegría y la pena tras conocerse el veredicto.
La algarabía iba en aumento mientras el guardia de seguridad se llevaba esposado al condenado, quien seguía pregonando a viva voz su inocencia.
– ¡Yo no lo hice!, ¡Qué va a ser de mi padre!, ¡¿Quién va a cuidar de él?, ¿Quién le va a pagar su tratamiento?, ¡Papá, tú aguanta, ¿Me escuchas? Aguanta!– reventó desencajado mirando hacia su padre roto de dolor ante lo que se le venía encima.
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04 de julio de 2022
Despacho del juez Bernan.
–Señoría. A la vista de las nuevas pruebas, está claro que Tom Chandler no pudo cometer el crimen y por tanto es obvio que es inocente –. Afirmó rotundo el abogado con el as en la manga ante la nueva e irrefutable prueba exculpatoria de su cliente.
– Sí, eso parece, abogado. Ha sido muy sorprendente el cómo ha aparecido de la nada esa prueba―. contestó el juez cerrando el expediente que tenis entre sus manos―Además, si somos escrupulosos con la justicia, y yo he de serlo el primero, y nos atenemos a la segunda acepción que hace la RAE sobre lo que es un Justiciero, que les recuerdo que <<es aquel que observa estrictamente la justicia en el castigo de los delitos>>, no tengo más remedio que dejarlo en libertad y exculparlo de todos los cargos.
Una semana más tarde, suena el teléfono en el despacho del juez Bernan.
– Señoría. He hablado con mi cliente y me ha insistido en interponer una demanda por daños y perjuicios contra el Estado por todos los meses que ha pasado encarcelado de forma injusta.
–Sí, era de suponer. Bueno Phill, supongo que se sacará una buena tajada, si me permites dejar de un lado los formalismos.
– Sí, eso parece.
Veinte días después y en tiempo récord, la puerta principal de la cárcel de la ciudad se abría para dejar salir en libertad al joven Tom Chandler.
Dos meses más tarde, en casa de Tom, la conversación posterior a la cena llegaba a su término.
– ¿Cuánto ha sido esta vez?
Tom sacó un cheque del bolsillo de su camisa y lo desdobló encima de la mesa ante la vista de su interlocutor, mientras se levantaba y recogía el plato y el vaso.
–¡Setentamil! Guaaau. Esta vez nos hemos superado, jajaja– rio él antes la sonrisa pícara de Tom.
– Sí, no ha estado mal por diez meses en el trullo. Aunque ya te digo, Jason Lamar, que cada vez se me está haciendo más largo este juego que nos traemos entre manos, «papaíto». Me vi envuelto en una reyerta en el Módulo 4 al mes de llegar, que me llevó a la enfermería. Casi no lo cuento.
– ¡Bah! Tranquilo, vete a dormir, Ya termino yo de recoger. Mañana tenemos que madrugar para largarnos cuanto antes de esta mierda de Ciudad. ¿Ya has decidido a dónde iremos?
– Si, está todo controlado, mientras cerraba tras de sí la puerta de su habitación de alquiler.
Tenía Felipe como cualquier quídam sus manías. Él más a mi entender, porque desde la jubilación había desenterrado cacharros antiguos, como el día que rescató el video donde veía películas en DVD. No tenía mal gusto porque muchas eran difícil de encontrar. Era además muy generoso y me invitaba de tiempo en tiempo a su casa. Menudo disgusto le di cuando me preguntó en uno de los encuentros qué había hecho yo con el mío, pues lo compramos en la misma tienda y no supe qué contestar.
Andaba últimamente algo pachucho y delicado y fui a visitarle. Se le iluminó el rostro. Estaba demasiado solo. Me dio un gran abrazo y me mandó sentar en las butacas del comedor y él se metió en la cocina. Quise ayudarle y lo impidió. Preparó un chocolate, era goloso, puso mantel y servilletas de tela y una copa de anís. Siempre había sido muy de rituales, pero lo ayer me salió de ojo. ¿Es que el médico le había diagnosticado una grave enfermedad o la hubo y no quedaba rastro? No se lo pregunté y me limité a celebrar la ricura del chocolate.
Apenas hablamos. Quería sorprenderme con una película. Extrajo de un cajón el vídeo y lo enchufó a la televisión. Había elegido una de los años cincuenta en la que aparecía un forajido colgado de un árbol. Al finalizar la proyección, comenté en tono de broma que todas las películas del mismo tema parecían haber elegido el mismo árbol. «No, hombre ¿cómo va a ser siempre el mismo?» Y me preguntó qué opinión me merecía la cinta.
—Detestable.
—¿Crees tú que la sentencia de muerte no era justa?
—En exceso, ese era el problema. Si no existe equidad, la sentencia no es justa. Lo escribió hace un montón de siglos Cicerón: súmmum ius, summa iniuria. O sea, a mayor justicia, mayor daño.
—Lo contrario de lo que sucede hoy que tenemos un justicia laxa.
—Habrá de todo, pero bien está recordar la resolución de Don Quijote en el capítulo XXIl, cuando razona el motivo por el que va a dejar libres a los galeotes, y que abunda en la misma dirección que Cicerón.
Pues podría ser que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros de este, el poco favor del otro y finalmente el torcido juicio del juez hubiesen sido la causa de vuestra perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades.
—Al juez tal vez se le fue la mano.
—Exacto. Fue justiciero.
—Bien está la iniciativa si está detrás la autoridad de Don Quijote. Pero cambiando de tema, te diré que he visto muchas películas y no es el mismo árbol.
Casi me caigo de risa.
Había tres mesas ocupadas en el bar «Trasiego», en una de ellas estaba jugando al dominó la peña de los desesperados, cuatro jubilados que no podían ni verse. Se odiaban a muerte, pero se jugaban diariamente una botella de vino que bebían mientras pasaban un mal rato jugando, discutiendo, y vociferando, insultandose en alto. Se tenían la guerra declarada y no se hablaban entre ellos fuera de la partida.
– «El Justi», justiciero para los amigos con sus cinco fichas que sólo tenía parejas. Estaba deseando resolverlas, había tenido mala mano. A unas le daba vueltas y vueltas boca abajo, para poner nerviosos a los demás, esperando cayera algún puntito de los que tenían pegados, ya que el tuerto veía poco y mal. Mirando de reojo al de al lado. A otras las ocultaba en el forro de su chaqueta colándose por las mangas. Hoy se sentó Julián «el Tomatito», como casi siempre. Muy afanado en el juego con la cara completamente roja de la emoción y el vino, siempre alerta para cambiar alguna ficha de las que tenía ya guardadas y preparadas para sacar en cuanto le fuera posible.
A la derecha permanecía erguido y con ojo avizor y muy serio.
-Manuel «el cuello corto», salivando y gruñendo algo completamente ininteligible quejándose por las fichas que le habían tocado. Nadie entendía lo que decía. Hablaba demasiado rápido. Quería cambiar las fichas y empezar de nuevo, tirarlo todo y revolverlo.
Y a la izquierda permanecía con la ceja fruncida y cara de poca confianza -Ezequiel, «el tuerto», con un carácter risueño y siempre riendo con su ojo vacío, pues no quería ponerse un parche, decía que así despistaba a los demás.
Los cuatro parecían enfrentarse al mundo en una partida de dominó. Pagando cinco céntimos al empezar y parte de su vida, cuando se terminaban las fichas y no podían robar ninguna, pasaban y pagaban también; por no poder poner ninguna ficha vociferaban dando puñetazos sobre las mesas por ver si se caían y podían verlas, e intentando engañar con todo tipo de artimañas al contrincante. Preguntando algo a los de la barra. Llamando la atención para despistar. Algunas veces, las fichas desaparecen por arte de magia, otras, se encontraban varias iguales. Entonces todo eran voces y alguno que no aguantaba más las revolvía todas. Y a empezar de nuevo, ¡otros cinco céntimos gritaban!, como si tuvieran que vender la casa.
Hoy parece que la partida va silenciosa y lenta. Hasta el momento.
Cuando entra por la puerta «El cuervo», José Rodríguez pidiendo una cerveza a grito pelado, desde lejos y exigiendo que esté fría, sino no, no la quiere se sienta en la barra con Enrique «el pato».
-¿Sabes que hay un hombre ahí fuera que está preguntando por un tal Justo García Mendoza?.
-Pero yo no sé quién es.
-Sí, hombre, ¡ese es «el justiciero»!
-Sí… seguro.
-Y ¿quién es el guapo que se lo dice? Cómo está ahora de cabreao jugando.
-Mira, las cinco fichas que tiene, todas son unos.
-Con esas fichas poco va ha hacer. Será mejor llamarlo.
-Díselo tú, si no te importa.
-Yo no, no me atrevo; que se lo diga el camarero.
En el otro extremo, muy cerca de la ventana estaba Don Paco con su eterno café. Le duraba todos los días hasta el mediodía, siempre leyendo el mismo libro gordo y sólo… Nadie se sentaba con él, estaba sordo como una tranca, tranquilamente relajado, en su mundo. No le importaba el ruido ni el alboroto. Era un poco como para pasar el día. Algunas veces se quedaba dormido y hasta roncaba, pero nadie le decía nada. Había sido boticario y tenía un gran don de gentes.
La otra mesa situada en el centro era la más mirada, visitada. La gente desayunaba y marchaba, siempre preparada para un nuevo servicio.
Desde la barra se oía decir al tabernero:
«El cuervo», dice que le ha dicho «el pato», que están preguntando en la calle por «el justiciero».
«Justiciero», te llaman en la calle.
Entonces se levantó Justo y sin mediar palabra revolvió todas las fichas de la mesa. Deseando hacerlo. Sin más se marchó, hacia la puerta.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
EFECTOS COLATERALES
Todo ocurrió en menos de un segundo. Un tiempo más que suficiente para que el rumbo de la vida a veces tome desvíos inexplicables. Aquella mañana lo iba a hacer, sin duda. Por algún extraño motivo, el destino se había empeñado en hacer saltar por los aires las vidas de un puñado de personas. La mecha se acababa de encender justo con aquella inesperada llamada de emergencias:
— ¿Luis Aguayo?
— Sí, soy yo.
— ¿Es usted el padre de Laura Aguayo?
— Sí, claro. ¿Le ha ocurrido algo?
— Su hija acaba de ingresar en urgencias. Ha llegado inconsciente. Está a punto de ser intervenida. Hospital Puerta de Hierro. La directora del colegio está aquí. Es ella quien nos ha facilitado su número.
A partir de ese punto, sus recuerdos se reducían a un montón de flashes mentales y escenas inconexas. Mucho calor, la mente en mil lugares a la vez, el coche a más de ciento treinta por la carretera comarcal, su mujer bloqueada por el pánico y de repente aquel BMW de frente. Esos fueron los últimos instantes en que la vio con vida.
Israel Lopera Fonseca – Homicida imprudente
Aquella noche, la lluvia se derramaba sin piedad. En la oscuridad de la celda, la llave giró ruidosamente, sobresaltando a su único ocupante. Aturdido, sin haber logrado despertarse del todo, apenas pudo distinguir a la figura que se aproximaba hacia él. Una luz se encendió. Era la linterna de un móvil. Una persona fornida con la cabeza cubierta por un pasamontañas de color negro permaneció un momento frente a él sin pronunciar palabra. Nervioso, Israel trató de moverse torpemente, pero pronto comprendió que era inútil. Las cadenas y los grilletes le mantenían unido a la pared de piedra mientras contemplaba aterrorizado como la celda se iba llenando poco a poco de agua.
— Buenas noches, Israel. Ha pasado tiempo, pero espero que no lo hayas olvidado. Aquel día te diste a la fuga, ¿recuerdas? Ha costado trabajo, lo reconozco, pero aquí estamos, juntos de nuevo. No sé si te has percatado de que esta es una celda de aislamiento. Hermética, salvo por el orificio del techo. Estas viejas cárceles no soportan el paso del tiempo. Será cuestión de… ¿cuánto? ¿una hora? Espero que la dosis de coca que te he administrado sea suficiente para que disfrutes de la euforia de tus últimos momentos, como lo estabas aquel día al volante de tu BMW. Luego te irás ahogando despacio, agonizando, como lo hizo mi mujer mientras llegaba la ambulancia.
De repente, la luz relampagueante de la tormenta iluminó el mapa de tatuajes de su torso desnudo. Los tirones de las cadenas y los gritos desesperados implorando perdón fueron inútiles. La llave volvió a girar dos veces en sentido contrario y la celda quedó sellada, como una piscina. Cuando por fin dejó de gritar, el nivel ya le llegaba por la cintura.
Jesús Lopera Cañada – Cirujano
La segunda celda se abrió poco después. El resplandor del móvil iluminó el rostro de un hombre cercano a los sesenta años, inmóvil pero despierto. A pesar de no poder mover un solo músculo, el terror se reflejaba con claridad en sus ojos. El intenso sudor se mezclaba con la lluvia que entraba por el ventanuco, azotando su rostro.
— Bueno, bueno… ¿Qué tenemos aquí? Jesús Lopera Cañada. Cirujano y padre, muy a su pesar, de Israel Lopera, cocainómano, ex convicto y sin ninguna ocupación conocida. Lo tengo en la celda de al lado. En remojo. Lástima que a estas horas ya no estén permitidas las visitas. Menudo escándalo tiene ahí montado el chaval.
Los ojos del doctor estaban a punto de explotar dentro de sus órbitas.
— Usted sabe igual que yo que cuando los pacientes son sometidos a anestesia general durante una operación, suelen recibir dos tipos ¿verdad? Una es la paralizante, para evitar el movimiento, y otra la anestesia inhalatoria, para evitar el dolor y provocar una pérdida de consciencia. El día del accidente, cuando usted me intervino quirúrgicamente, la anestesia paralizante fue administrada correctamente, pero no así la segunda. Ni se imagina lo que es estar despierto tres horas y sentirlo todo, sin poder hablar ni mover un músculo. Al final de la operación, su equipo médico se dio cuenta. Pero usted, como responsable, una vez reconocido el error, prefirió administrarme un fármaco para inducirme a la amnesia. Por suerte o por desgracia, no termino de hacer efecto, y lo recuerdo todo. Perfectamente.
En ese momento, a Jesús le sobraron todas las explicaciones. Era libre, no tenía cadenas ni argollas. Sin embargo, tirado sobre el suelo, era incapaz de mover un solo músculo. Consciente de que el desconocido le había suministrado el mismo anestésico paralizante que él solía utilizar en sus intervenciones, esperó aterrorizado a que su captor diese el siguiente paso. Algo le decía que había llegado la hora del dolor.
La llave giró dos veces en sentido contrario y la celda quedó cerrada a cal y canto. Segundos después, una trampilla, en otros tiempos destinada a pasar la comida de los presos, se abrió de par en par, dejando entrar una jauría de infectas ratas hambrientas dispuestas a devorar cualquier rastro de ser vivo a su alcance.
— Media hora, mi querido doctor. No creo que tarden mucho más. ¡Buen provecho!
Ana Fonseca Martínez
El dolor en la boca era insoportable. Tras perder el conocimiento varias veces, ahora se encontraba despierta, notando el desagradable sabor de la sangre que entraba por su garganta. En esos momentos sentía el terror en estado puro. A la angustia de no poder hablar, sin saber dónde estaba ni por qué, se unía la de haber escuchado los gritos desesperados de su hijo suplicando piedad a un desconocido y poco después la voz de ese mismo desconocido dirigiéndose a su marido. Este, sin embargo, había permanecido en silencio en todo momento, algo que le resultaba inquietante.
De repente llegó su turno. La llave de su celda giró pesadamente y la figura se aproximó, iluminándola de manera leve.
— Y completamos la ronda con… ¡Ana Fonseca! Operadora del 112. Bonito número. Tres cifras capaces de alterar la tranquilidad de una persona en tan solo unos segundos. Supongo que le encanta hablar, ¿verdad? Hablar, hablar, hablar… todo el día hablando. Lástima que ahora mismo no pueda hacerlo. Entiéndame, era necesario. Me he tenido que asegurar de que no me iba a interrumpir. Nada de esto habría pasado si aquella mañana usted no se hubiera confundido. Sí, es verdad, mi hija se llamaba Laura. Pero eso ahora ya no importa.
De repente, dirigió la luz del móvil al centro de la celda. Allí, sobre el suelo polvoriento reposaba la lengua sanguinolenta de Ana, mientras que una hemorragia incontenible regaba la boca de la pobre mujer, que no paraba de moverse desesperadamente, haciendo sonar las cadenas que la mantenían unida al muro.
Sería difícil de calcular cuánto tiempo tardaría en desangrarse. En estos casos, suele ser variable, dependiendo de la fortaleza de cada persona. Lo que sí había resultado un error de cálculo imposible de subsanar era el hecho de que ella estuviera allí aquella noche. Pero, sobre todo, una lástima que fuera a morir inútilmente. Efectivamente, Ana Fonseca era la esposa de Jesús Lopera, cirujano jefe de traumatología en el Puerta de Hierro. Y madre de Israel, el chaval que aquella mañana se cruzó en la misma carretera, puesto de coca hasta las cejas mientras fijaba en el móvil la poca atención que le quedaba. Pero esa Ana era una simple ama de casa con una vida gris y cotidiana. No trabajaba en emergencias, ni sabía nada de hospitales ni de urgencias, y no solía hablar ya casi con nadie. Apenas veía a su marido y a su hijo lo había dado por perdido. Su lamentable error había sido llamarse igual que la operadora del 112 que alertó del ingreso de Laura, iniciando toda la cadena acontecimientos aquella mañana.
Y es que el destino es caprichoso, y la justicia, cuando es tomada por cuenta propia, a menudo tiene estos pequeños efectos colaterales. Le pudo la prisa y el ansia de venganza. Tenía que haberse tomado su tiempo y haber investigado más a fondo. Estrés postraumático, diría después el forense, ¿Cómo iba a caer en estos pequeños detalles un hombre vapuleado por las circunstancias de la vida que había perdido a su mujer y a su hija en una misma mañana?
BEGO RIVERA
Juró venganza con el ojo por ojo
Utilizó su arma más poderosa
Sonrisa mostraba afectuosa
Terminó con sus vidas sin sonrojo
Incomprendido por tanta gente
Cuídense todos de ese demente
Infierno en la tierra por un hijo
Enterró de forma amorosa
Recordando su muerte rabiosa
Otros llorarán factura sin cobijo.
NURIA HERNANDO
– Jajajaja soy el justiciero y vengo a vengarme de todo lo que me hiciste . Ahora pagarás todos los platos rotos y qué narices también los sin romper !!!… tantos años trabajando duramente para crear este hogar y me abandonaste por otro. Me dejaste tirado cual colilla fumada y pisada. Sin rumbo ni sentido en mi vida y ahora me vengaré de ti , quitándote todo lo que tienes y eres.
-A ver si te enteras vengador de pacotilla que fui tú pañuelo de lágrimas y mocos toda tu vida . Quien te sostenía cuando te derrumbabas. La que esperaba pacientemente todos los días con la cena fría a que regresaras de trabajar , que mis canas terminaron muchos días mojándose en el té ..que te di muchos avisos de mi soledad sin respuesta ni cambio . Así que me edifiqué de nuevo a mi misma estudié un curso de pastelería y fui haciendo mis pinitos desde casa , ahorrando mi dinerito y ahora con esto y un crédito monte mi obrador . Me fui haciendo fuerte por dentro y preparándome para marcharme . No es culpa mía que pensaras que podía quedarme junto a ti eternamente como una pieza de mobiliario más …me busqué un buen amante que fueron los libros y mi trabajo.. así que permíteme decirte que no me puedes hacer ya ningún daño porque no hace daño quién
quiere sino quien puede …y quien ríe el último ríe mejor . Jajaja
MARÍA ELENA APONTE ISTÚRIZ
Le contaba el abuelo al nieto,justiciero es el Zorro.mi hijo querido con su capa negra con una gran Zeta blanca,con sus balas de plata y su caballo mucho más negro : Silver.
Justiciero es él en su romanticismo
Pero hay muchos más cuentos y leyendas mi pequeño, recuerdas a Robin Hood,el que perseguía a los malvados y les quitaba lo suyo para repartirlo entre los más pobres.
Justiciero Martin Valiente,que no recuerdo que hacía.
Ay mi cabecita llena de recuerdos y compartimientos.
Sería también justiciero Salvador Gaviota ?
No,el era un líder…que aún con miedo remontó las montañas, volando sobre las nubes y se elevó y elevó.
Hagamos justicia a su fortaleza y perseverancia.
Y siguen las leyendas, hay cada cuento,letras,hierbas, hojas.
Calles y callecitas
Charcos y charquitos
Quieres saber más de viejos Justicieros ,?
Si te contara que yo lo fui ?
No, no era justiciero, solo amaba y amo la Justicia,que es uno de mis valores.
Ser justo y ser justiciero son cosas tan distintas.
Ahora mi niño sigamos caminando por este sendero que nos lleva al río.
Allí veremos el agua correr,así como yo también veo los días.
Justiciero de capa negra y balas de plata…
Justiciero de sombrero con pluma,de arco y de flecha.
Justicieros ?
ARITZ SANCHO MAURI
Necesito que me envies una señal para no sentirme como un justiciero en el olvido. Darle a toda esta causa sentido. Quiero sentir la calma que decide aparecer para despejar toda esta tormenta de dudas, que haga que la luz de mis ojos penetre en los tuyos y deje de llorarme el alma. Un fuego que no llego a ver, que me arde como llama incandescente en mi pecho. El instante en el que te volvi a ver, senti el golpe de un latido vibrante y de otra tonalidad; donde me conforme con tu silenciosa presencia. Me volviste a cautivar con tu sonrisa, me volvi a enamorar del unico motivo que devuelve los colores a este mundo. En blanco y negro. Tu mirada, brillante, dulce, sincera, cristalina, pura; esa que deje de ver por un tiempo. Vi una lagrima de angel derramarse por tus ojos, mientras mi castillo de ilusion era invadido.
Demuestrame que eres los suficientemente sofisticada, empatica, compasiva, inteligente enamorada y que estas locamente enamorada; convirtiendote en la solucion a mi acertijo. Pase lo que pase alli estare, estrenare un nuevo hilo, lo tengo guardado para la ocasion desde hace ya un tiempo, esperando que aparezcas. Mientras se aproximan los dias, todo se hace mas largo. En tu ausencia las tonalidades se convierten grises. Merece la pena luchar y no rendirse jamas por alguien que a su sombra le hace dibujar el viento de colores.
Te espera ilusionado, tu fiel caballero.
JOSMA SANCHÍS
El justiciero se llamaba Maria Dolores García Moscardó, alias la Loles. Era una mujer bajita, al que le encantaban las películas del Llanero solitario y su caballo Silver. Tuvo la suerte de vivir en una planta baja del pequeño pueblito de Alborache, de manera que podía aguardar a su caballo en su propia vivienda.
Cuando llevaba dos años practicando el noble arte de la equitación, podía montar a su caballo, mientras éste iba al trote. Se compró un rifle de los del oeste, patrullaba el pueblo y muchos otros de la Comunidad Valenciana, defendiendo la ley de manera bastante arbitraria. Ella era feliz con su trabajo, en la mayoría de las ocasiones acertaba con los juicios rápidos que practicaba y defendía.
Se consideraba el azote de Dios, que dirigía contra los putos moros -esos que les quitan el pan a nuestros hijos con su venta ambulante-también jodía a los negros, pero afirmaba que ella no era ni racista ni xenófoba.
Parecía desconocer que en esta vida todo puede cambiar, cuando se encontró con la Trini, peluquera por las mañanas y reina de las timbas que era experta en tiro olímpico con revólver, halló la horma de su zapato.
Trini vio amenazado su imperio de terror y dinerito fácil y la retó a un duelo del tipo de los del cine rodado en Almería.
La citó en el cementerio de Alborache, al que prácticamente no iba nadie, salvo algunos saqueadores de nichos, en busca de joyas y dientes de oro. La tía Marcelina los justificaba siempre, más valer saquear el cementerio que buscar trabajo.
El ultimo martes del mes de octubre se celebró la contienda, la Loles vestida con su mejor imitación de cazadora de cuero con flecos, todo de color blanco. La Trini disfrazade de pirata cojo con pata de palo, a la cuarentona le ponía Sabina.
Justo un veintiocho de octubre cuando se atrasaba la hora, a las tres serían las dos, empezó el desafío.
Separadas por veinte yardas se situaron ambas, asistían el alcalde del pueblo, el secretario del Ayuntamiento-que daría fe del acto-el cura, por si tenía que administrar la extremaunción, el médico y el farmacéutico.
La Loles echó un par de tragos de wiski Dick, la Trini hizo otro tanto con su última botella de ron caribeño. Tras eructar un par de veces, cada una, se dispusieron a dispararse.
Las dos lo hicieron al mismo tiempo y, por increíble que pueda parecer no hicieron ningún blanco. Agotadas las balas, desesperadas por su falta de puntería, la Loles propuso fumar una pipa de la paz, que ella misma se encargó de cargar, con tabaco de Virginia aromático y sabroso. Al finalizar la Loles interpretó varias rancheras mexicanas, la Trini se dedicó a cantar Peces de hielo, de su idolatrado Joaquinito Sabina, como les gustaba llamarlo a Chavela Vargas y al difunto Jorge krahe
EFRAÍN DÍAZ
En el escenario legal, la dama de la justicia oculta sus ojos ante una venda, no por ceguera, sino por imparcialidad, pero a veces esa venda parece manchada de corrupción. La razón, que debería abrazar a aquel a quien le asiste el derecho, a veces se entrega al mejor postor. En un mundo imperfecto, el hombre, que lleva en su ser la imperfección, a menudo la manifiesta con el paso del tiempo.
Roberto, llevado al tribunal, cargaba con la acusación de haber violado y segado la vida de Ana, una hermosa joven de quince primaveras que jamás vería nuevamente la luz del sol. Sus padres, devastados, apenas podían sostenerse en la corte. Cada mención del nombre de su hija desataba torrentes de lágrimas que interrumpían el proceso judicial. El juez, custodio del orden, se veía atrapado entre la necesidad de imponer reglas y la comprensión de un dolor insondable.
El padre de Roberto, un influyente comerciante, tejió sus redes en cada rincón de la localidad, llegando incluso a los pasillos del gobierno. «Un buen amigo es bueno, pero un funcionario gubernamental es mejor», susurraban las calles.
En un mundo donde todo y todos tienen su precio, el padre de Roberto entendía el valor de los números y sus aplicaciones.
Y así, por el precio adecuado, aajustado y convenido, el juez, enredado en su propia madeja legal y en un burdo ejercicio de sastrería jurídica a la medida, absolvía a Roberto de toda culpa.
Celebrando su triunfo frente a los padres de Ana, Roberto y su padre mostraban la más mínima insensibilidad. Los padres, en su agonía, no tenían fuerzas ni siquiera para levantarse del banco.
Mientras abandonaba la sala, el padre de Ana clavó sus ojos en la estatua de bronce, una representación de la dama de la justicia. «No solo ciega, sino corrupta», murmuró con severidad antes de escupirla. El guardia de seguridad, testigo mudo del agravio, no se atrevió a intervenir.
Dos días después, el juez y Roberto fueron encontrados sin vida. La voz se corrió: un misterioso justiciero había servido la justicia que el juez no se había atrevido a entregar. Algunos pensaron en un ángel, otros, al observar la brutalidad de la escena, sugirieron la sombra de un demonio.
GUILLERMO ARQUILLOS
J, DE JUSTICIERO
No entendía en qué consistía su delito. Aunque se lo habían explicado muchas veces, estaba convencido de que lo suyo no podía ser un crimen. Sus brazos temblaban, sudaba sin parar. Se acordó de aquel muchacho que vino a su aldea a morir, a casa de su padre. Lo dejaron en paz porque los vecinos sentenciaron que su mala muerte, con la boca llena de heridas que no se curaban y los pulmones podridos, era un castigo acorde con su comportamiento.
Si lograba sobrevivir, pensó, nunca podría volver a casa de sus padres. Tendría que correr, huir cada día del resto de su vida, tener cuidado para no lastimarse los pies con las piedras de los caminos, en las cuestas abrasadas por el sol.
A la hora de la siesta, cuando las sombras calurosas bañaban la casa, acostumbraba a estar descalzo. A su amigo Ibrahím le encantaba descalzarse y acicalarse un poco antes de tomar su mano con suavidad; quizá fuera una costumbre de su aldea, pero ya nunca conocería la aldea de Ibrahím.
Tenía los ojos mojados. Apretaba los labios, apartaba las moscas con rabia y andaba con prisa, casi corría. Lo habían obligado a ver las espantosas grúas, así que sabía a lo que se arriesgaba si el justiciero lograba alcanzarlo. Los vecinos, después de entrar en tropel en la casa, habían nombrado un justiciero porque, en aquella parte del país, dos hombres no podían descalzarse juntos, solos, y luego besarse. Él había conseguido saltar por la ventana, pero Ibrahím no tuvo tanta suerte.
A lo lejos, al volver la mirada, vio sobre la colina la silueta del hombre que habían designado como justiciero. La misión de aquel sádico era cazarlo, como si fuera una alimaña de tierra árida.
Tropezó. En el suelo se acordó de nuevo de Ibrahím. Cuando vio que no se podía levantar, le vinieron a la mente otra vez las ejecuciones en el campo de fútbol, los hombres colgados de las grúas.
El justiciero estaba ya muy cerca. Él intentó ponerse en pie de nuevo y no pudo.
Y entonces lloró y… se abandonó.
ASAPH FERNÁNDEZ
—Recuerdo que alguna vez mamá dijo: «para cada hombre, Dios tiene un propósito en específico y es el deber de cada hombre, buscar y atender el propósito que Dios ha preparado para él»…
Frente a él un hombre de mediana edad, miraba por encima de sus lentes de montura, cada detalle, cada gesto de su rostro, mientras sostenía en su mano un bolígrafo de tinta azul con el cual, de vez en cuando, hacía el amago de anotar algo en su pequeño cuaderno.
—…creo que ella tenía razón, todos pertenecemos a un engranaje, a algo mayor a nosotros mismos, y ese algo hace que este mundo se mueva para que todos alcancemos el propósito por el cual fuimos creados.
En resumen, cada uno debe de buscar su propósito en la vida ¿no lo cree así amigo?.
El hombre se limitó a mirar al joven fijamente y apuntó algo en su libreta, sin dar aprobación pero tampoco rechazando sus razonamientos.
—Siendo aún niño, mamá me llevó a la feria, —dijo mientras permanecía con la vista perdida, como si las imágenes se materializarán como espectros esperando el momento de ser nuevamente invocados— había payasos y animales amaestrados, personajes de ensueño y un carrusel con corceles de plástico recién pintados, era todo un mundo de fantasía.
—Hábleme un poco de su madre —dijo interrumpiendo aquella ensoñación en la que el joven se iba sumergiendo.
—Pues… ella se veía muy feliz. Por un momento se había olvidado de que padre se marchó lejos, muy lejos de nosotros para rehacer su vida con una de sus amantes. Aun no entiendo por qué se fue de nuestro lado, mamá lo amaba mucho y yo pues…
El muchacho no paraba de tamborilear con su pié mientras hablaba con cierto nerviosismo reflejado en su rostro. Sus manos delgadas, huesudas, se abrían y cerraban jalando la tela de sus pantalones mientras sus rodillas subían y bajaban en un carrusel de emociones encontradas.
Ambos permanecían solos en la sala de interrogación; el joven desvió la mirada hacia el gran panel de cristal, cómo si pudiera mirar dentro de éste, y comenzó a decir:
—Esa noche algo cambió mi vida para siempre.
El hombre lo observaba minuciosamente; cada palabra quedaba registrada en la pequeña libreta y esta podría ser usada a favor o en su contra, así se le había advertido desde un inicio.
—Mientras mamá compraba algodón de azúcar, solté su mano para ir detrás de un pequeño conejo que se escabulló por las faldas de una de las coloridas carpas.
—¿Y qué más ocurrió?
—Dentro del lugar había una anciana cenando algo que olía delicioso. El pequeño conejo se colocó junto a ella y me pareció que podía entender todo lo que la anciana decía:
—¡Por Dios has traído un invitado!, sería una grosería no convidar con él nuestros alimentos ¡¿verdad?! –dijo guiñandole un ojo, y aunque parezca increíble lo que diré a continuación, el conejo asintió y a modo de aprobación movió de arriba a abajo la cabeza.
La anciana tomó un tazón de entre sus enseres y me invitó a comer de aquella sopa que tenía un extraño sabor como nunca lo había probado. Aún así terminé comiéndola. No sé cuánto tiempo estuve con ellos mientras mi madre buscaba desesperada por todo el lugar con la ayuda de los encargados de proporcionar la seguridad del lugar.
—¿Quién era esa anciana? —preguntó el hombre corpulento, echando una mirada disimulada al reloj de pared.
—Jamás lo supe– respondió de manera tajante. —Ella solo me contó historias acerca de sus viajes por el mundo y de las fantásticas cosas que había visto. También de su vida en la feria y de los maravillosos lugares a donde esta la había conducido, pero de su nombre o de donde había venido, no lo tengo claro; a veces quisiera creer que todo ha sido un sueño…
—Un mal sueño diría yo
—Claro, un mal sueño, sin embargo, una de sus historias fue la que más me inquietó.
—¿Cuál?
—Según ella, un día un mercader le obsequió un frasco con una serpiente blanca conservada en alcohol. Según el mercader, aquel que comiera del cuerpo de la serpiente obtendría el don de entender el lenguaje de los animales (podría comunicarse con ellos y a su vez ellos con él). Y quien bebiera del brebaje en el que permanecía conservada la serpiente obtendría el don de hablar con las almas de los que han muerto.
Al hacer mención de esto último la sala quedó en silencio, el joven miraba de soslayo el reloj de pared que con su tic tac parecía negarse a guardar ese silencio sepulcral. El bolígrafo del hombre se unió al repiqueteo del reloj y el joven se sintió comprometido a continuar con su relato.
–Según me dijo la anciana, el alcohol en que estaba preservada la serpiente contenía su esencia, el alma condensada de la propia serpiente. Yo ignoraba que la mujer había compartido conmigo aquel brebaje dentro de la sopa, hasta que dijo: «Tu sentido auditivo tomará una nueva forma de escuchar las cosas, pronto lo descubrirás. Pero nunca debes hablar de esto con nadie, a menos que estés listo para ser parte de esas voces que han sido acalladas por la muerte».
—¿Y se cumplió lo que dijo la anciana?
—No puedo asegurar que ella haya muerto por haber hablado de algo que «según» no debería haberlo hecho, confieso qué jamás volví a verla. Aunque también debo confesar que en aquel momento no creí a sus palabras; en ningún momento comprendí lo que le susurraba aquel conejo cuando ella le acercaba su oído para escuchar lo que él tenía que decirle.
—¿Y sobre las almas? ¿pudo escuchar a las almas que fueron acalladas por la muerte?
El joven se sobresaltó al escuchar la pregunta; en sus propios labios, aquellas palabras no generaban el mismo efecto que lo hacían desde la boca de alguien que no fuera él mismo, le produjeron un cierto terror el solo mencionarlas. Sacudió esos pensamientos y continuó diciendo:
—Algunos años después mamá murió a manos de una pareja de asaltantes, los cuales nunca fueron detenidos. Juré ante su tumba que algún día los haría pagar por lo que le habían hecho. Fue ahí, ante esa tierra de la que clamaba sangre inocente, cuando di por cierto lo que dijo la anciana y también a lo que un día me dijera mi madre; muy lejos pero también muy nítido escuché su voz que me suplicaba… que me rogaba, desde algún lugar etéreo, que se hiciera justicia por su sangre derramada. Fue ahí cuando entendí mi propósito: yo tomaría la justicia en mis manos y daría a cada quien y a cada cual su pago conforme a sus obras. Sería la espada de Dios y las almas que pedían justicia un día me lo agradecerían. Esa voz me condujo hasta sus verdugos —el hombre corpulento subrayó algo en sus notas—. De alguna manera vi que sus manos seguían manchadas con la sangre de mi madre, cómo si el crimen fuera reciente o como si su sangre al igual que sus actos fueran algo imborrable. No me animé a hacer justicia de inmediato, aun era muy joven para hacerla llegar de mi propia mano. Así como escuché la voz de mamá, otras voces acudieron suplicantes a mí, voces que se fueron aunado a muchas otras más dentro de mi cabeza.
—¿Otras voces? ¿De quienes?
—La primera fue la de una joven victimizada por tres jóvenes abusivos que le jugaron una broma de muy mal gusto. Ella siempre llevaba colgado en su pecho un relicario que era el único recuerdo que sus padres le habían heredado; los sujetos de los cuales hablo, muy vilmente, arrojaron ese objeto, de alto valor para ella, al río donde ella terminó ahogada al querer recuperarlo. Su cuerpo fue encontrado a dos kilómetros del puente Buenos Aires, hinchado por toda el agua que se filtró dentro de su cuerpo.
El hombre corpulento acercó unas hojas que permanecían en la esquina de su escritorio para que el muchacho las viera. Eran las fotografías de 3 jóvenes con los ojos completamente desorbitados y una bolsa de plástico cubriendo su cabeza. “Muerte por asfixia” decía la descripción al pie de cada hoja.
—¿Ellos fueron quienes dices que asesinaron a la joven? —preguntó acercando las fotografías.
—Es lo que ella me ha pedido —respondió el muchacho, sin mirar las imágenes presentadas —…que sufrieran lo que ella había sufrido. A decir verdad parecían peces fuera del agua retorciéndose en el suelo, pobres e infelices esos peces retorciéndose en el suelo– repitió dibujando con el dedo la figura de un pez imaginario sobre la mesa.
El hombre anotó en su cuadernillo: “confirma la identidad de las víctimas”, luego preguntó:
—¿Hubo más voces?
—¡Claro que hubo más voces! Siempre hay más…– dijo clavando la mirada en el rostro de su interlocutor que parecía dudar su cordura.
—La segunda fue la de una mujer que fue enfermado por el exceso de trabajo al que era sometida. Había cargado con tantas labores a sus espaldas y durante tanto tiempo, que la pobre sufrió un derrame cerebral que la condujo hasta su muerte. Horrible ¿no lo cree? Literalmente trabajó hasta morir, al igual que lo hacen las hormigas. Llenando los bolsillos de un hombre que se enriqueció a costa de su salud y su trabajo.
El hombre corpulento, se estiró nuevamente para alcanzar una carpeta con una fotografía y un informe. Esta vez la imagen mostraba a un hombre con un traje negro manchado de sangre. En el informe se señalaba que la causa de su muerte había sido por una lesión cerebral traumática, literalmente habían machacado su cráneo con un bate de baseball hasta dejarlo irreconocible.
El muchacho miró la foto inexpresivo y continuó su relato.
—La tercera voz fue la de un hombre de edad avanzada. Se lamentaba haber criado con tanto esmero a sus dos hijos que terminaron siendo unos malagradecidos; lo despojaron de sus bienes y lo abandonaron en una casa en las afueras de la ciudad para luego dejarlo morir de hambre.
El hombre corpulento hizo un par de notas más y se levantó. Rodeó su escritorio, donde una placa señalaba: Inspector Eduardo Valenz. Departamento de Homicidios. Tomó una nueva carpeta, sacó dos fotografías que también puso a la vista del muchacho y éste las miró pero con la misma indiferencia que a las primeras. En ellas se podía ver a dos hombres jóvenes a los que se les había sacado los ojos con una cuchara común y corriente. En sus cuencas vacías se encontró un par de monedas de oro con un bajorrelieve de la celebración del «II centenario de la independencia» en cada uno. Junto a los cadáveres había una pintura invaluable llamada: «El niño de las manzanas doradas».
—Cría cuervos y te sacarán los ojos –dijo de manera indiferente.
El muchacho, de 23 años, hacía unas cuantas horas había sido entregado a la policía por una llamada anónima, a lo cuál se declaró culpable de siete asesinatos. Sosteniendo que lo que había hecho no estaba mal, sino que las circunstancias lo habían llevado a hacerlo.
Un agente de la policía entró en la sala y llamó al inspector para confirmarle que las víctimas tenían lazos sanguíneos entre sí, todos venían siendo familia del perpetrador. Este regresó a la sala de interrogación para escuchar lo último que tenía que decir el joven asesino.
—Los verdugos se han convertido en víctimas. Solo así hice pagar a la pareja que arrebató la vida de mi madre–
Sin embargo, la pareja de la que hablaba nunca fue encontrada. Tampoco fue reportada alguna desaparición y nadie proporcionó mayores datos, entonces el inspector preguntó:
—¿Porque asesinaste a tu propia familia?–
—Ya lo he dicho detective, las voces me han pedido que lo hiciera. Al parecer usted no ha escuchado aquella frase que dice: Y AQUELLOS QUE FUERON VISTOS BAILANDO, FUERON CONSIDERADOS LOCOS POR QUIENES NO ESCUCHABAN LA MÚSICA– dicho esto último comenzando a reír frenéticamente intentando ocultar el nerviosismo de un inicio.
El joven fue encerrado en una celda de confinamiento y se expidió una orden para poder allanar su departamento en busca de más pruebas. Dentro del cateo realizado a sus pertenencias se encontró un frasco con una serpiente blanca conservada en alcohol. Antes de dar la orden de ser trasladado el detective le preguntó:
—¿Si en verdad esto funciona –refiriéndose al brebaje de la serpiente blanca– no escucharás las voces de la gente que asesinaste?
—Ya lo he mencionado antes detective, la anciana me advirtió que no hablara de esto a menos que estuviera listo para morir, y morir no sería lo peor que me pueda ocurrir, lo peor es seguir escuchando estas voces que acuden a mi cabeza, aún las de aquellos que han muerto por mis propias manos.
El detective había escuchado aquel relato de la serpiente blanca, pero no recordaba donde. Mientras leía en su despacho el testimonio del joven encontró la similitud con el cuento de los hermanos Grimm, sí, no cabía duda, de eso se trataba. El joven mencionó a los peces que el protagonista del cuento había ayudado, también a las hormigas y los cuervos, —todo indica que se trata de un caso de enfermedad mental– dijo para sí, —mañana comunicaré a mis superiores lo que he descubierto.
El guardia que custodiaba la celda escuchó un grito ahogado que venía desde dentro. Al echar una mirada por la claraboya vio que el asesino se retorcía en el suelo imitando los movimientos de una serpiente arqueando espalda y cuerpo. Además se llevaba las manos al cuello como si se estuviera atragantando con algo. Abrió rápidamente la puerta para ver qué era lo que ocurría, cuando entró era demasiado tarde, el joven permanecía sin vida con la boca completamente abierta y la mandíbula desencajada fuera de su lugar, dentro de ella, en lugar de lengua, asomaba lo que parecía ser la cola de una serpiente blanca muy similar a la que habían confiscado con sus otras pertenencias, como si esta se hubiese introducido y hubiese reemplazado aquel miembro por un trozo de su cola escamosa.
Acudió al teléfono para comunicar lo ocurrido y su sorpresa se agravó al encontrar el frasco, que contenía la serpiente blanca, tirado en el suelo. De la serpiente y el alcohol jamás se volvieron a encontrar indicios, era como si hubiese escapado sin dejar rastro o mejor aún como si la serpiente y el alma del joven se hubiesen esfumado para siempre.
GRACIELA PELLAZA
Apenas puedo hablar de él, un rasgo mío maleducado; si casi yo, no me conozco bien.
Sin embargo cuando se arriesgó a meterse en la casa para defender a la abuela Josefa, le abrocharon el nombre de justiciero.
En el orillo de su chaqueta.
Tal vez de tanto silencio que lleva encima, él escucho los gemidos y se percató que el gato subió a los techos.
Era tarde de domingo y el barrio parece quietud de óleo, pero Pepe no sabe que los días se suceden, y que hay siesta y fiesta a veces.
Sabe poco. Casi nada.
Los padres murieron hace mucho y tiene como treinta años solo y cuidando la casa.
Crecí en el barrio viéndole hacer las mismas cosas, y en esa rutina aburrida, todos lo habíamos visto como se ve el farol roto de la esquina. No nos afectaba.
Pepe existía porque se cruzaba en los viajes al almacén o porque los perros le saltaban.
Había nacido y tenía siempre los mismos años, nunca crecía, al principio se acomodó con los niños pero luego lo fueron sacando de los juegos, y nosotros nos hicimos los tontos para no explicar como lo expulsamos como vecino.
-Buen día Pepe
Él solo movía la cabeza con respeto y continuaba.
Esa tarde Pepe, entró por el fondo de la casa de Josefa, y le hizo un gesto para que no hablara, cuando la vió atada en la cocina. Se acercó y le desató las manos y con ternura de nieto la llevó a resguardo.Busco el cuchillo de la carne y camino hasta el dormitorio donde dos larvas estaban eligiendo que llevarse en dos valijas, primero sorprendió al más bajo y le acertó al cuello como había visto en la película de los escuderos, y con rapidez de caballero abrazó al otro y y le cortó las rodillas.
Pepe esperó quieto que llegarán los que impartían la justicia.
Hoy Pepe, ya no es el Pepe de la casa vieja, ya no es más el que no habla. Lo trajimos del destierro, le palmeamos el pecho cuando lo encontramos caminando los domingos.Tuvo que darnos, para que le entregáramos identidad. Era poca cosa para nuestra vida ordenada y tranquila. ¡Hoy queremos ser amigo, vecino, su perro…algo!
-Buen día Pepe
Y él baja la cabeza; pero antes nos mira.
ANNERIS GARCÍA
Corría, cansada, sin zapatos, con las medias rotas y la falda retorcida. No sabía dónde estaba, era una especie de edificio de oficinas pero parecía abandonado, un auténtico laberinto de pasillos. Estaban cerca, los podía oír llamándola, se reían, sabían que le darían caza.
-¿Sofía? ¿Dónde estás zorrita?
Vio unas escaleras, intentó bajarlas, las piernas le fallaron, sin poder remediarlo se trastabilló y de dos volteretas llegó al final. El golpe fue brutal, le dolía la espalda, sus costillas habían impactado contra los escalones y lo peor es que el estruendo había alertado a sus perseguidores. Ya estaban ahí.
-¡No! ¡No, por favor! Dejadme ir, por favor, no le diré nada a nadie, no os delataré, dejadme ir, por favor, por favor no, no me lo hagáis más, por favor, por favor…
-¡Cállate zorra! – dijo uno de los monstruos mientras le daba un puñetazo en el pómulo.
Miriam se despertó empapada en sudor, su corazón estaba acelerado, por sus mejillas corrían lágrimas, estaba asustada, desorientada. Tardó al menos un minuto en recuperar el aliento y orientarse. Estaba en su cama, en su habitación. Todo estaba bien, estaba sola.
Los nervios retorcían cruelmente su estómago. Llevaba toda la noche inquieta, dando vueltas en la cama, cuando conseguía rendirse al cansancio, su mente le atormentaba con imágenes que no entendía. Una y otra vez, cada vez que cerraba los ojos veía aquella escena, siempre la misma. Esa pobre chica corriendo por aquellos pasillos de lo que parecía una nave abandonada.
Decidió levantarse, de nada le serviría estar acostada, forzar el sueño había resultado inútil, aunque su cuerpo necesitara al menos un par de horas de descanso y las pastillas estaban pidiendo cumplir su función, había entendido que sería en vano.
Tomó su móvil de la mesilla y se dirigió al salón, de paso se entretuvo buscando en la despensa alguna bolsa de chuches, se acordó que tenía un tarro de helado en el congelador, cogió una cuchara y se encaminó al sofá. Decidió darle una oportunidad a la tele, esa que tenía olvidada. Eran las 3 de la mañana, en el canal de comedias románticas seguro que había alguna película ligera con la que entretener su desquiciada mente.
Sentada en el sillón, frente a la tele comía el helado de forma autómata, sin prestar atención a la pantalla. En sus pupilas se veía el reflejo de las imágenes emitidas pero Miriam no estaba allí. Su mano se detuvo con la cuchara cargada a medio camino hacia su boca. Su mirada se perdió en algún punto fijo de la nada y su cerebro la transportó hasta una lúgubre calle, estaba oscuro, la lluvia había formado pequeños charcos donde se reflejaba la luna, era una luna llena. Sólo tenía medio ángulo, no podía girarse, estaba tirada en el suelo con la cabeza pegada al asfalto, veía el final de aquella calle desierta, había una farola que parpadeaba, no se veían edificios, parecía una zona industrial. Al final de la calle había un cartel, estaba borroso. Haciendo un esfuerzo consiguió fijar su vista y entonces lo vio.
De un salto volvió a su sofá, derramó el helado y la cuchara en la alfombra, no había tiempo que perder, sus pasos atropellados la llevaron a su despacho, tenía que localizar esa calle. Le dio al interruptor y se encendieron cuatro pantallas a la vez, tecleó en su ordenador la descripción del cartel que acababa de ver. Sabía que estaba pasando justo en ese momento, lo sabía por la luna, quizá esta vez llegara a tiempo. Su corazón bombeaba al doble de su velocidad habitual, notaba la adrenalina corriendo por sus venas. Entre miles de imágenes de satélite creyó encontrar la calle que buscaba, ahí estaba. Estaba convencida que tenía que ser esa. Pinchó la imagen y obtuvo una dirección. Abrió otra pantalla, introdujo la dirección obtenida, se empezaron a desplegar cientos de carpetas, todas ellas con imágenes en directo, sus ojos rastreaban casi a la misma velocidad con la que sus manos iban descartando carpeta a carpeta. Se detuvo en una, algo le había llamado la atención, clicó sobre la imagen y acercó el objetivo hacia lo que parecía un bulto. Estaba cerca lo notaba, su olfato no le fallaba. Agarró los auriculares y con la mano izquierda tecleó en otro teclado su contraseña. A su izquierda en una de las pantallas auxiliares se activó un listado, eligió la tercera opción, la que estaba en color verde, era Miguel, estaba esa noche de guardia. Sus auriculares empezaron a sonar, con el pitido de la llamada. Al otro lado contestó una voz aburrida.
-Miriam, ¿esta noche tampoco duermes?
-calle Real de San Vicente, casi esquina con calle Sierra de la Demanda. Polígono La Atalayuela, Vallecas. Date prisa, aun no está muerta, te envío una ambulancia.
-¿Qué? ¿Está viva?…
Colgó. No tenía tiempo para explicaciones. Buscó el siguiente contacto.
-112 emergencias – respondió una voz neutra.
-Señorita hay una mujer a punto de morir en la calle Real de San Vicente, casi esquina con calle Sierra de la Demanda, en el polígono La Atalayuela, Vallecas, Madrid. Tienen que darse prisa, no aguantará mucho. Es muy urgente.
Colgó, si pasaba de los 15 segundos no podría seguir ocultando su identidad. Sus manos volvieron al teclado principal, eligió la cámara en la que estaba el cuerpo de aquella joven. Podía verla allí, abandonada, no era más que una sombra, un bulto que parecía una bolsa de basura. Quien la había arrojado allí sabía que hasta la mañana siguiente no la encontrarían.
Sus manos teclearon entonces a toda velocidad y la misma cámara descargó un video en su pantalla. Este ya no era a tiempo real. Era de hacía un par de horas. Se veía un coche negro, posiblemente un Ford tipo cuatro por cuatro un modelo antiguo. Del coche se habían bajado dos hombres. Era imposible identificarlos, llevaban sudaderas negras con capuchas. Sacaron del maletero a la muchacha, tirándola de cualquier manera sobre la calle ya mojada. Seguramente la daban por muerta, poco les importaba. Lo siguiente que se veía era el momento en el que el vehículo giraba la calle a la derecha. Por la inclinación de la cámara no se podía distinguir la matrícula completa. Solo alcanzaba a ver la última letra, era una J. Copió el enlace del video y se lo envió a Miguel. Siguió tecleando durante al menos otros quince minutos más en busca del antiguo Ford, pero no hubo suerte.
En la pantalla principal detectó movimiento, pudo ver como levantaban en una camilla a la chica herida y se la llevaban en la ambulancia. En la escena también estaba el policía Miguel García, quien estaba localizando la cámara desde donde se había grabado el vídeo que le acaba de enviar.
Fue en ese momento en el que Miriam notó que su cuerpo ya no respondía. Apagó el interruptor consiguiendo que la habitación volviera a su estado de cueva. Deambuló por el pasillo hasta el salón con la intención de recoger el estropicio, pero su gato Gary había solucionado el problema, retrocedió y a duras penas consiguió llegar hasta su cama para caer rendida. A la mañana siguiente le esperaba un arduo trabajo. No descansaría hasta localizar y ajusticiar a los culpables. Ella era la única testigo de su crimen, pero sus visiones no serían aceptadas ante ningún juez.
MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ
Lugar: cualquier pueblo de la España profunda
Época: mediados del SXX.
Era un pueblo pequeño, representación típica de la España profunda; de aquella España que aún recordaba “La Guerra” y que el tiempo se dividía en “antes o después de la guerra”.
En esa época, Internet era algo en lo que jamás nadie hubiese pensado, aunque en las grandes ciudades, se imploraba por tener Televisión.
Por tanto, en aquel lugar, los únicos medios de información eran la prensa y la radio, los que la tenían y leían algún periódico que traía el cartero diariamente por estar suscritos.
Los habitantes, campesinos en general, excepto “los importantes” que eran: el médico, el cura, el maestro, el farmacéutico y, no podía faltar el Cabo de la Guardia Civil que, al no pasar nunca nada, se aburría soberanamente y jugaba cada tarde al dominó con los otros importantes en una mesa reservada en el bar del pueblo.
Por eso, la Gran Noticia fue cuando Feliciano, hijo de Don Romualdo (recordemos la costumbre de poner en esas tierras el nombre del santo del día que nacen) pues como digo, Feliciano, que estaba en Madrid estudiando “para abogado”, volvió un día con el título de Juez. Fue un glorioso día, donde fue recibido en el Ayuntamiento con todos los honores y glorias.
Y entonces vino la segunda noticia:
-¿Adónde vas destinado[MJAP1] ?-le preguntó el alcalde.
-A un pueblo de Galicia. Creo que pertenece a la provincia de La Coruña- añadió Feliciano.
Tras conocer el nombre del destino, el alcalde se puso a mirar en un Atlas “de después de la guerra” y lo localizó: era un pequeño pueblo de pescadores sito en la comarca de Las Mariñas.
Y allí se fue el ya Don Feliciano, a impartir la Justicia y cumplir las Leyes tal y como lo dice el Código Penal.
Al llegar, nadie salió a su encuentro. Solamente un hombre entrado en años al que casi no entendía por su marcado acento y que muchos dichos y palabras desconocía totalmente. Pero al menos, en un renqueante coche conducido por el Pedro, el taxista del pueblo, le enseñó su nuevo lugar de residencia.
Y allí se instaló el nuevo juez, con gran añoranza de los suyos y altamente molesto de los días grises y húmedos.
En ese pueblo la vida contrastaba con su tierra: pescadores que salían a la mar de noche y cuyas mujeres por la mañana, depositaban en cestas grandes y planas que ponían sobre la cabeza, yéndose a recorrer los pueblos vecinos pregonando su mercancía.
Y, como en su pueblo, también había las mismas personas importantes, aunque en este caso, el Cabo de la Guardia Civil, sí tenía algo de trabajo cuando volvían los barcos ya que muchas veces, entre las sardinas y los xurelos (jureles) podía aparecer algún paquete de tabaco (de contrabando, claro). Y aquí el nuevo juez ya descubrió como desempeñar su cargo: cada mañana al amanecer, se sentaba en el puerto a la espera de la Guardia Civil dispuesto a repetir justicia, aunque pocas veces encontraban algo. Pero desde la primera vez que descubrió una serie de cajas de habanos ni más ni menos, armó un lío tal, obligando su detención a la Guardia Civil y trasladándolo a una cárcel por la que ni los viejos del lugar recordaban que alguien hubiese puesto los pies, que la gente, buena es para poner motes, lo bautizaron con el nombre de “El Justicias”.
Si sabía de la existencia del mote, nunca se supo, pero él siguió aplicando la justicia a raja tabla.
Su siguiente actuación fue cuando se enteró que el médico administraba una medicina para el corazón a “la Tía Herminia” (en Galicia a las personas mayores se les denomina “Tíos o Tías”) que cada mes enviaba ¡desde Nueva York! su hijo que vivía allí y ya tenía la nacionalidad. Así que, al enterarse, fue furioso casa del facultativo a quien increpó sin saludar al abrirse la puerta:
-¡¿Qué significa esto?! – le dijo al facultativo enseñándole el envase que contenía la medicina.
-¿Y luego? – respondió el médico-¿no ve que es una medicina?
-Pero ¡una medicina extranjera! ¡Como si en España no hubiera medicamentos! ¡¡¡Esto es indigno de un buen patriota!!! A lo que el médico, como buen gallego, se limitó a decir que sí y que sí, pero pensando el dicho de allí: “estate por ahí que xa te chamaréi” (estate por ahí que ya te llamaré), lo que equivale a “ni caso”.
Y, naturalmente, le dijo a la Tía Herminia que escondiese bien el medicamento donde “ese loco “no lo pueda ver.
Con otro que se las tuvo fue con el cura.
Eran épocas del comienzo de transiciones eclesiásticas, entre ellas el llamado ayuno eucarístico, es decir, se había pasado que, para ir a comulgar, no se podía comer ni beber nada desde las doce de la noche del día anterior, a que al menos agua, ya estaba permitida. Y el cura, bastante “progre” para la época, un día comentó con otros feligreses a la salida de misa que pronto se podría ya comer y todo, por tanto, si se había picado algo pasadas las doce no tenía mucha importancia considerando que la institución eucarística había tenido lugar después de la cena. El el juez que lo oyó desde lejos, irrumpió en la conversación y, cual energúmeno la armó gorda diciendo que “las leyes se han de cumplir mientras no se cambie”.
Y otro con quien se habría de enfrentar fue con el alcalde, que no le había puesto ninguna sanción al dueño de “la taberna”, por haber pintado la fachada sin las pertinentes licencias municipales.
Pasaron años con ese juez al que cada vez que sucedía alguno de tales eventos su mote iba “in crescendo”.
Y el súmmum fue una mañana en que encontraron muerto a un hombre del pueblo vecino junto a un acantilado con un tremendo golpe en la cabeza, como si de un mazazo se tratara.
Lo encontró uno de los pescadores cuando iba de vuelta hacia su casa tras pasar la noche pescando.
Rápido fue a dar aviso a la Guardia Civil que convocó al médico y al juez.
El médico, que en estos casos hacía las primeras funciones de forense, tras realizar el examen dictaminó la hora aproximada de su muerte así como que, que, hasta que pudiesen llevarlo a Coruña para allí practicarle la autopsia, opinaba que hubiese podido ser de un golpe recibido con un arma contundente.
Al escuchar estas palabras, el juez no dudó un momento, deteniendo al alcalde, el médico y el cura como principales sospechosos de no acatar las leyes e incluso de ocultación de faltas.
Hubo protestas claro está, El mismo cabo de la Guardia Civil, enterado de lo que Feliciano proponía, fue al lugar del crimen, recordándole que sin pruebas no podía detener a nadie.
El juez le respondió con una serie de leyes tales, que se le dejó por imposible y el Guardia Civil, pidiéndoles disculpas, los encaminó a la celda (la única que había) y proporcionándoles catres para dormir, así como almohadas y mantas que ya era invierno.
Una vez allí reunidos en conciliábulo decidieron hacer algo para sacárselo de encima:
-Y que vaya a orto pueblo- dijo el médico.
-Más bien a la mierda, lo mandaría yo- dijo el alcalde.
Cada uno fue dando su opinión hasta que el cura propuso:
-Lo mejor sería que no vuelva a ejercer. Si va a otro pueblo, nos lo sacamos de encima, sí, pero en conciencia ¿seremos capaces de condenar a otras personas a vivir estos años? ¿No se le podría calificar de maniático…no sé de qué tipo, claro-y dirigiéndose al cura le preguntó-¿qué opina, Don Juan?
El médico dijo que cuando los sacasen de allí consultaría con ex profesores suyos de Santiago a ver qué opinaba.
A todas estas, el cadáver fue trasladado a Coruña donde tras practicarle la autopsia se confirmó muerte por golpe en la cabeza pero…no por ataque, sino por caída contra la roca.
Así que los presos fueron puestos en libertad mientras las autoridades, enteradas del caso, depusieron a Feliciano del cargo y el médico, efectivamente, encontró una sintomatología paranoide con una patología rarísima de cuyo nombre siento no recordar y que lo obligó a volver a su pueblo con las orejas gachas, alegando disfrutar de no sé qué tipo de excedencias, años sabáticos y algo más.
Mientras, en el pueblo gallego, el mote comenzado culminó en “EL JUSTICIERO” y con él pasará a la Historia del Pueblo.
EDUARDO VALENZUELA JARA
Gabriel iba a matar al “hombre malo” ese mismo día. Así lo tenía decidido ya que lo odiaba con toda el alma. Lo odiaba porque era cruel con su madre.
Desde que tenía memoria, Gabriel, que vivía solo con su “mamita” en una humilde casucha, recordaba como ese hombre ―que se presentaba en un caballo negro y mal cuidado― entraba siempre con violencia. Era un gigantón que llegaba abriendo la puerta a patadas, llamando a su madre a gritos y murmurando maldiciones con ese apestoso aliento de borracho que impregnaba toda la casa.
La madre, pálida y temblando como una hoja al viento, le decía a su niño que saliera, que la dejara sola con ese hombre y que no entrara sin importar lo que oyera. «Hijo, vete a jugar con tus amigos y no vuelvas hasta que veas que el caballo se ha ido».
Lo que la madre no sabía era que Gabriel nunca se alejaba de la casa. Se quedaba afuera, bajo el follaje de los mansos eucaliptos, sintiendo ese aroma tan relajante que parecía emanar de la tierra. Desde allí oía con pena los sollozos entrecortados de su madre y observaba al caballo del “hombre malo”. Veía las rozaduras en los costados del triste animal y pensaba que de seguro el pobre también sufría por tener un amo tan cruel.
Cuando el “hombre malo” se retiraba, montaba su triste caballo y partía al igual que un buitre que se hartaba de carroñar. Entonces Gabriel entraba a la casa y encontraba a su madre con los brazos morados, o algún ojo hinchado, o el labio roto. «No es nada, hijo. Es que me he caído», solía decirle ella.
«¡Ahora eso se va a terminar!», pensaba Gabriel encolerizado, colocando con gran habilidad los cartuchos en la cámara del fusil Mondragon con el que ahora iba a matar al “hombre malo”. Recordó entonces aquel funesto día en que tenía apenas seis años:
El hombre había llegado una vez más a casa y él esperaba bajo los eucaliptos cuando escuchó los gritos desgarrados de su madre. Gabriel entró corriendo. Cogió el primer cuchillo que vio y llegó hasta el dormitorio. Allí encontró al hombre desnudo. Estaba sobre su madre. Sin dudarlo, el niño clavó el cuchillo en la peluda espalda llena de lunares del hombre que gritó y maldijo de dolor, retorciéndose como oso herido. Cuando descubrió al muchacho le dio un manotazo que lo arrojó lejos contra la pared. Gabriel perdió el conocimiento. Al despertar vio sobre él la cara del hombre que ya se había vestido y le decía.
―¡Sí que tiene huevos este escuincle! A poco que si es cierto que es hijo mío ―rió sobre Gabriel, mostrándole esa horrible hilera de dientes podridos que tenía en la boca―. ¡Vaya justiciero que resultó! Pero no puedes conmigo chaparrito. ¡Todavía no!
Posó su mano negra, gigante y pesada sobre la cabeza del niño. Parecía querer acariciar sus cabellos, pero en realidad terminó jalándoselos dolorosamente hacia atrás mientras le decía:
―Quizás algún día… ¡Cuando crezcas! Quizás… ―y le soltó el cabello con brusquedad.
Lo último que recordaba de ese día era la enorme silueta del “hombre malo” saliendo por la puerta rumbo a su caballo.
***
Ahora Gabriel llevaba el pesado fusil Mondragon listo para matar.
Avanzó resuelto hasta el cuarto donde estaba el “hombre malo”. Allí, sin decir palabra, quitó el seguro de la parte posterior del fusil y lo apoyó en su hombro para disparar.
―¡¿Qué chingada…?! ―alcanzó a decir el hombre al voltearse y ver el arma.
Gabriel le partió la cabeza con el primer tiro. Después, cuando el cuerpo del hombre cayó al suelo, lo remató con otros dos disparos en el pecho.
La madre de Gabriel, salpicada en sangre, estalló en llanto.
―¡¿Qué has hecho hijo?!
―Tranquila mamita. Que ya he crecido y he hecho justicia.
Gabriel fue hasta la cocina, tomó un puñado de azúcar y salió con el fusil hasta llegar junto al caballo negro que esperaba por su difunto amo. Guardó el arma de vuelta en la alforja y le acercó el azúcar al hocico. El caballo comió de su mano y se quedó viéndolo mientras movía las orejas. Gabriel estaba contento y se puso en puntas de pié para alcanzar a acariciarle la testuz. Es que el justiciero sólo medía poco más de un metro de altura, después de todo apenas acababa de cumplir los siete años.
ANDY PARIONA ROJAS
La culminación de la universidad para él fue un alivio, ya no habría quién lo fastidie de ahora en adelante, sin embargo, sus amigos no eran el problema, su mayor inconveniente sería la vida. A duras penas pudo conseguir un trabajo como digitador en un restaurante, lo peor de eso fue haberse esforzado tanto en la universidad para solo obtener un sueldo un poco más del mínimo. Así pasaron los años, no cambió nada en él, conformista, temeroso y solitario. Entre una de sus tantas rutinas de vuelta a casa del trabajo oyó a una mujer gritar, no hizo caso, pero los gritos eran cada vez más fuertes en el callejón. El barrunto que tenía lo hizo adentrarse en el estrecho camino. No se había equivocado, una mujer corría hacia él llorando, lo abrazó y por un momento sintió que estaba ayudando a alguien, casi un como un superhéroe hasta que una enorme mano devolvió a la mujer a lo oscuro de la calle.
La figura imponente subió a las mujer sobre un cilindro y le levantó su falda, él se bajó el pantalón y sacó algo que hizo gritar a la mujer de dolor. El joven digitador, petrificado no sabía que hacer, tenía a dos personas al frente suyo teniendo relaciones. El corpulento hombre se le quedó viendo, mientras empujaba cada vez más fuerte su miembro, sin embargo, algo en él escualido hombre que tenía al frente le traia recuerdos. Se detuvo, devolvió su miembro hacia sus prendas y dejó a la mujer huir. Empujó a la figura diminuta contra el basurero y dijo: «Mierda! Yo te conozco, tú nos échaste la culpa en la universidad de que nosotros trajimos revistas p*rno cuando todas esas revistas eran tuyas». El muchacho avergonzado, solo atinó a arriconarse más contra la basura. El hombre sacó su arma y de un solo disparo le desmembró dos dedos de la mano derecha para luego decirle: «Ahora mast*rbate, si es que puedes, idiota».
ALEJANDRO LÓPEZ FERNÁNDEZ
“Debo demostrarle a esta mujer que sus razones no están apoyadas en la verdad, que en sus palabras solo hay rencor hacia mí, sin que, en mi opinión y memoria, haya motivos de dicho rencor. Llevamos casados más de veinte años y en todos estos años, desde que la pasión dejó paso al desencanto, a la frialdad, todo son motivos de enfrentamiento entre nosotros. ¿Es culpa mía? Me he pasado mucho tiempo recapacitando sobre este tema, pero no logro encontrar en mi comportamiento motivos para que ella me rechace, tanto física, como emocionalmente. Si me acerco a ella para acariciarla, me empuja, como si fuera a pegarle la lepra que no tengo. Si le digo palabras amables, hace como la que no me oye. Si intento hacer de nuestro matrimonio una convivencia pacífica, siempre encuentra un motivo para achacarme algún desaguisado, o culparme de algún error que cree he cometido.
¡No sé! El problema es que la convivencia con ella se me hace cada día más complicada, más difícil de soportar.
Está claro que debo tomar una decisión. Sé que esa decisión me puede llevar a una situación sin salida posible, pero debo tomarla y he decidido que será hoy cuando lo haga”
Aquella misma mañana, el marido salió de casa, decidido a hacer lo que entendía debía hacer. Fue a la tienda que buscaba y compró lo que necesitaba. Luego, volvió a casa.
Aún eran las once de la mañana y su mujer, todavía se encontraba en el baño, duchándose y arreglándose, pues siempre había sido una mujer muy preocupada de su imagen, algo que él no entendía, pues, con él, hacía años que no tenía relación de tipo sexual alguna. Él, con la compra que había realizado, cogió una silla, la colocó delante de la puerta del baño y se sentó en ella, esperando a que su mujer saliese del baño.
Cuando ella salió, se encontró con un enormísimo ramo de rosas rojas delante y a su marido detrás del ramo, sujetándolo y sonriendo.
Ella no supo qué hacer y él, al verla tan parada y callada, se levantó de la silla, se pudo de rodillas y pronunció unas palabras: “Te quiero, aunque sea lo único que no deseas oír”
Ella, avergonzada, le empujó entró en su habitación, cerró con pestillo y tumbándose en a cama, se echó a llorar desconsoladamente.
El marido, al oír los sollozos, sonrió, hinchó su pecho y se fue al salón, donde colocó el ramo de rosas en un jarrón, donde quedaba bien visto. Luego, se sentó y respiró en profundidad, satisfecho de su venganza.
EVA AVIA TORIBIO
Roma del siglo XVII. Botiga clandestina.
—Recuerda, la cimbalaria es tan hermosa como letal —le dice Teofanía a su pequeña pupila Giulia.
—Madre, ¿por qué me ensaña algo tan peligroso? —le contesta, curiosa.
—Todavía eres muy pequeña para entenderlo. Quiero que sepas protegerte de los hombres que abusan de nosotras —tocando su pequeño y hermoso rostro.
Minutos después, los vigiles entran en la botiga.
—¡Deténgala! —grita un vigile señalando a Teofanía.
—¡Corre, Giulia, corre y no mires atrás! —le grita, mientras está siendo golpeada brutalmente.
—¡Vas a ser ejecutada por perra! —atándola y posteriormente amordazándola.
Hay muchas leyendas entorno a estas mujeres, creadoras de una pócima que era letal. No se sabe si eran madre e hija o maestra y pupila. Lo que sí que es cierto, es que fueron mujeres muy inteligentes, científicas que a su modo y debido en la época en la que crecieron, utilizaron su inteligencia para defenderse de los hombres que abusaban de ellas.
Muchos hombres murieron en manos de sus mujeres, las cuales utilizaron ese veneno.
Justicieras, para las mujeres que dejaron de sufrir una mala vida o asesinas, por los hombres que en ellas veían peligrar su posición, todo depende de quien cuente la historia de estas boticarias.
CARMEN ÚBEDA FERRER
Don Pero, El Justiciero
Allá por el medioevo, el decrépito
caballero, Don Pero,
llamado, El Mediador,
piensa cambiar su nombre
por, Don Pero, El Justiciero,
pues ha de hacer justicia a su honor.
¡Afrenta más grande no ha sufrido!
¡Su joven esposa, Doña Leonor, abandonada
en los brazos del joven caballero, Sigfrido!
A más, en su propio tálamo con dosel,
jineteando, dale que dale,
con aquel hermoso doncel.
-Caballero vestíos. Dad satisfacción
sangrienta a aquesta afrenta.
Espada contra espada,
por no daros aquí mesmo
un mandoble y rebanaros la testa.-
Leonor, salió corriendo
en una sábana envuelta
pues a quedarse, la Doña,
no estaba dispuesta.
El joven Sigfrido
ya ha empuñado su espada.
-Aquí me tenéis, caballero.
La dama bien vale este duelo.
Es una pena, Don Pero,
que os rebane, yo, la testa
con tan hermosa cornamenta.-
Mientras garla, Sigfrido,
Don Pero, le asesta
una buena estocada en el costado,
dejando al pobre doncel,
más que inclinado, doblado.
Sigfrido es joven y fuerte,
y le de vuelve, al cornudo, un mate
que le hace un tajo en la frente.
Sigue el follón de las espadas.
Echan chispas los mandobles.
Se machacan ha estocadas,
hasta caer en desgracia
de matarse mutuamente.
Uno por la dama de su amor.
El otro por hacer justicia a su honor.
Mientras tanto, Leonor,
que había salido despavorida
corriendo de su aposento,
puesto que se cubría
con una sábana,
pensó en darle utilidad,
utilizando otra cama,
sin dosel, pero con un
no menos hermoso doncel.
Fin.
ABBY MARSIE ROGOM
Erik caminaba por las calles adormecidas, umbrías, todavía sin ser tocadas siquiera por la puntita del sol naciente, en ese amanecer como tantos otros, recorriendo el mismo camino, hacia el mismo sitio.
Pero en esas calles del Londres que él conocía, entre vapores y brumas, en ésa época del año brillaba aún menos el sol. Y a pesar de ser tan temprano las calles eran ruidosas y concurridas, sucias, tan distintas de aquellos paisajes rurales apartados de donde el venía; echaba de menos su Dinamarca, su tierra. Un Danés recalado en Londres con su familia, él, su esposa y su pequeña hija; en el último momento se decidió que los acompañara su suegra, una anciana viuda, religiosa y moralista a la que había que cuidar, y que reprochaba con cada uno de sus gestos el trabajo que hacía en Londres. Pero comía su plato caliente y su pan de lo que él hacía. Era incordiante, pero lo que realmente le preocupaba era cómo lo miraba su pequeña. Su esposa había intentado adaptarse sin reproche a la nueva situación.
En fin llegaron allí hacia cuatro meses, para hacerse cargo del entierro de su hermano y su herencia, la pequeña casa que habitaban. En cuanto pusieron el pié en tierra, fueron robados. Maletas y dinero. Todo esto se alargó y allí estaban. Encontró este trabajo y Dios sabe que seguía teniendo pesadillas.
El hombrecillo que dictaba las sentencias estaba allí, de pié sobre la tarima llenándose los ojos de sangre y los oídos de chasquidos, lo suficientemente cerca para disfrutarlo a detalle, y lo suficientemente lejos para que no le salpicara la sangre. Sus pequeñas y larguiruchas manos, semejantes a zarpitas de pájaro se retorcían de gusto. Algunas de las sentencias eran desorbitadas en relación al delito, y cuando el reo era un extranjero desgajado de su familia, o vagabundos, los enviaba a la muerte para darse el placer. Un asesino psicópata pasivo y activo a la vez, con las manos limpias y sucias al tiempo.
Erik soñaba con el público, una marabunta de gente de todas las edades, vestidas con esmero, unos para ir a misa después de ver cómo le cortaban la cabeza a un semejante, que según su caótica forma de pensar, era un hermano en Cristo; otros quizá se iban por ahí a cometer algún delito por el que podían cortarle la cabeza en el siguiente espectáculo, pasando de público a actor principal.
Soñaba que lo jaleaban para que cortará una cabeza; quien estaba arrodillada con las manos atadas a la espalda era su hija.
¿ Era él un verdugo o un asesino?
Ésa mañana el verdugo caminaba con la vista en el suelo y los pensamientos más abajo, en el infierno en el que se había convertido su vida.
Trajeron al reo. Un muchacho condenado a muerte, casi un niño. Cogió la pesada hacha incrustada de mil sangres, de mil muertes.
Se giró; cinco pasos dió y un golpe. Quedó colgando la cabeza del alcaide, revoloteando sus manitas y tambaleándose un poco antes de caer, con la sonrisa congelada. Congelada como la turba, parado el tiempo.
Volvió el pulso, pestañeó Erik, como pestañeó la cabeza cortada.
Se convirtió el verdugo en justiciero.
GABRIELA MOTTA
Muchos años después la dama del lazo rosa me revelaría que aquella noche yo no había sido el único testigo de su desdichada suerte. Me contó sobre el señor Z, quien también se encontraba en la proa del barco y presenció como su marido la arrojaba al mar. Al observar como el hombre la empujó sin piedad, el señor Z se tiró al agua con el deseo de salvar su vida, pero su reacción había sido fruto de un impulso, no tenía un plan y lo que al principio parecía un acto heroico ahora se veía un poco estúpido. Quizás por esta misma razón en el momento justo en que saltó pudo ver una mirada de satisfacción en el rostro del asesino. En un abrir y cerrar de ojos, estaban ambos a la deriva. Permanecieron flotando sobre la inmensidad de la nada, con la única certeza de que no había certezas, hasta que otra embarcación los rescató. En cambio, yo, fui él ingenuo que cayó en la trampa del marido y terminé acusado por el supuesto crimen.
La dama del lazo rosa gracias a la ayuda del señor Z, logró sobrevivir y permaneció oculta hasta lograr reunir todas las pruebas que necesitaba para recuperar la herencia que le habían robado y lo que era más importante incriminar a su marido y por consiguiente demostrar mi inocencia.
Aún recuerdo la mañana en la que me abandoné a mi suerte, ya no podía seguir luchando contra lo que no tenía solución, entregándome a la incertidumbre de no saber cómo saldría de ahí. El odio, el sentimiento de injusticia y el rencor solo hacían que mis días en la cárcel fueran más lúgubres. Pero esa mañana la vida me había mandado una justiciera, al ver su lazo rosa en el cabello la reconocí de inmediato y tuve la certeza de que me salvaría. Entre sus manos ella traía las pruebas que necesitaba para incriminar al capitán y a su marido, convirtiéndome a mí, en un hombre libre.
GAIA ORBE
“No fuyades, cobardes y viles criaturas, que es un solo caballero el que os acomete”.
¿Qué dirías Miguel de Cervantes Saavedra de los modernos molinos?
I
desaforados gigantes
demasiado altos y flacos
cubren los campos de lino
van de prisa sobre el mar
aunque un brazo sucumbió
en la hoja de mi espada
mueven los tres que les quedan
giran giran sin parar
donaires de buen talante
se jactan de silenciosos
manchan de blanco los campos
en fila por la ladera
le plantan la cara al viento
compiten tanto entre ellos
creciendo cada vez más
a las montañas superan
II
pues no tenga pena amigo
al progreso de los hombres
no se lo puede vencer
me dijo Sancho al oído
lo lamenté desde el cielo
luego me puse a llorar
III
anoche me sorprendió
la estrella que está en lo alto
desde lejos me mostró
las aves sobre la tierra
migran ellas confundidas
de las turbinas se alejan
largos cuellos de botella
en sus rutas preferidas
IV
avaros nobles de ayer
mezquinos ricos de hoy
no me griten justiciero
ni ofendidito de redes
no soy la ley de las leyes
mi obligación es moral
V
los insectos como piña
rotan en los corazones
de los altivos titanes
los murciélagos contentos
van en busca de los bichos
pero con la turbulencia
famélicos desvanecidos
entre los tensores caen
rapaces que van en vuelo
planean entre los cables
y cuando quieren subir
no saben cómo esquivar
a las aspas en el aire
guillotina alas rotas
dolor al sobrevolar
si es que se salvan del duelo
VI
No es bálsamo quitarle brazos
o vestírselos de negro
por el amor a mi dama
que quiere a todos los seres
les ruego a todos ustedes
ser mesurado en sus actos
molinos a los desiertos
lejos de zonas agrestes
VII
no huyan de mi criaturas
después de mil desventuras
hoy arremeto en palabras
sin tanta furia y enojo
yo clamo a vuestras mercedes
la dignidad de la vida
CARLOS RODRÍGUEZ
Emiliano habría sido un niño de lo más normal si no hubiera sido porque su vida parecía un resumen del refranero español mezclado con el libro de las leyes de Murphy .
Ya saben ustedes que el refranero suele estar más bien acertado en sus dicho, pero es que con Emiliano se había pasado de acierto, comenzando por su nacimiento, y es que reza el dicho popular que unos nacen con estrella y otros nacen estrellados, y este último era el caso de Emiliano, y si no lo creéis fijaos como comenzó todo.
Un par de meses antes de su nacimiento fallecía su padre en una exposición de grisú mientras trabajaba en la mina. Por aquel entonces la protección a las familias de los mineros no era escasa… era inexistente.
Esto obligó a la joven viuda a trasladarse a la casa su también viuda madre, donde también seguían residiendo sus dos hermanas, ambas mayores que ella.
El niño se crió con aquellas cuatro mujeres desarrollando sin darse cuenta algunos gestos que había copiado de ellas inconscientemente, dándole un aire un tanto amanerado.
La abuela María consiguió un empleo como guardesa de una finca en el pueblo vecino, y puesto que ya tenía una edad consiguió convencer al señor para que dejase que sus tres hijas y su nieto viviesen con ella en la pequeña vivienda destinada a quienes se encargaban de mantener la propiedad.
Al propietario no le parecía buena idea que el niño permaneciese sin escolarizar, lo que le condenaría a seguir los pasos de su padre y sus abuelos escavando en la mina, de modo que se ofreció a escolarizarle.
– Por los costos no ha de preocuparse María, ustedes solamente procuren que cada día venga a la casona puntual y aseado, los maestros que se encargan de la educación de mis hijos lo harán también de la del pequeño Emiliano. Y no tema, esto no afectará a sus jornales.
Tanto la abuela como la madre estaban muy agradecidas por la oportunidad que su padrón estaba dando al niño, y se lo recordaban a diario.
– Emilianito, has de ser muy aplicado y aprender todo lo que los maestros te enseñen siendo muy bueno en tu comportamiento.
– Sí mamá… claro abuela… me portaré muy bien y haré todas las tareas.
Tal vez fuesen aquellos primeros años de estudios los mejores de su vida. Pronto demostró su gran capacidad para aprender sin importar cuál fuese la materia, incluso los idiomas se le daban bien. Era todo lo contrario a los hijos del señor.
En vista de su facilidad para el aprendizaje aquel acaudalado hombre decidió tomarlo bajo su tutela, y tras convencer a su madre de las grandes ventajas y posibilidades que al pequeño Emiliano se le podían presentar en el futuro le envió a un internado donde le prepararían hasta completar el bachillerato y acceder a la universidad.
Los años en el internado fueron un auténtico infierno para Emiliano, que pronto aprendió que si algo puede salir, sin duda saldrá mal… o incluso peor.
Era el blanco de todas las burlas, pues era el único que no provenía de “buena familia”. Imagino que no hace falta que os diga cuál fue la abreviatura que de su nombre decidieron hacer sus compañeros con la única intención de ridiculizarle.
Por desgracia para él, varios de aquellos compañeros de internado habían optado por la misma carrera universitaria que Emiliano, y su apodo corrió rápidamente por el campus.
No importaba que fuese el número uno, ni que estuviera haciendo tres carreras al mismo tiempo mientras perfeccionaba su manejo verbal y escrito de cuatro idiomas, su apodo le precedía allá donde fuese, pero Emiliano había desarrollado la facultad de ignorar todo aquello que podía hacerle daño y convertirlo en un revulsivo para seguir creciendo.
Ser el número de su promoción en sus tres carreras y hablar correctamente cinco idiomas le brindó la oportunidad de entrar en una gran empresa como jefe de los departamentos de control de calidad y producción.
No tardó nada en descubrir que bajo sus órdenes se encontraban la mayoría de aquellos que se habían estas riendo de él durante todos sus años de estudios … ¡¡¡ahora era Emiliano quien apretaba las tuercas !!! … Su apodo quedó en el olvido, y todos aquellos cretinos se dirigían a él como Don Emiliano.
Resulta curioso, pero el tiempo y el karma son los más duros de los justicieros que jamás han cabalgado este planeta.
RAÚL LEIVA
El progreso y sus bemoles
Corrían los años dorados para las casas velatorias en Francia cuando, en Gieres, fue instalado un horno crematorio para cadáveres humanos. Muchas fueron las trabas para la autorización por parte del gobierno, ya que el servicio contaminante y opuesto al poder de la iglesia, se encontraba bastante resistido por la población. Gerard Brongniart, nieto de uno de los arquitectos más famosos de Francia, presidía la comisión de fomento del cementerio más grande de la zona y uno de los más entusiastas adversarios de la instalación del horno crematorio. Sufrió durante los interminables debates, un ataque cardíaco que lo llevó al borde de la muerte. Fue intervenido en Madrid de inmediato y le instalaron un marcapasos que lo alejó de la actividad pública para así retirarse a una casa en el campo junto con su mujer.
La costumbre de cremar a los seres queridos fue ganando terreno, sobre todo por causa de los altos costos de los impuestos del cementerio y la falta de espacios físicos. Ya casi nadie iba a visitar a sus muertos y las tumbas inspiraban más miedo y desolación que respeto.
Al fallecer, Gerard Brongniart, dejó expresada por escrito su voluntad de ser cremado y que sus cenizas sean esparcidas por la entrada de Gieres, al sur, lugar donde le declaró el eterno amor a su mujer. Se encontraban en pleno servicio cuando una explosión destruyó gran parte del horno crematorio inutilizándolo por un tiempo, al menos hasta que se esclarezca cuál fue la causa del accidente.
Un elemento clave en la investigación, fue el marcapasos que tendría implantado Gerard desde hacía quince años. Según los resultados del peritaje, la justicia sentenció a la viuda a pagar una multa al crematorio que no alcanzaría para cubrir los gastos de la reparación del horno. Finalmente, el lugar fue desmantelado ya que la clientela habría disminuido producto de la falta de seguridad del método de cremación.
Años después, la viuda falleció de tristeza y soledad. Fue encontrada por sus vecinos varios días después de su deceso en medio de su cama matrimonial aferrada a su retrato de bodas. Ausente de familia cercana, el municipio se hizo con las pocas pertenencias del matrimonio Brongniart.
Desmantelando la casa de campo, se encontraron con una sorpresa que los paralizó. En un rincón de la desordenada cocina, había un recipiente similar a una caja de zapatos hecha de metal. Al abrirla, encontraron en su interior cuatro bolas de plástico transparente del tamaño de una nuez conteniendo nitroglicerina, un pote de vaselina en descomposición, unos guantes de látex apestando a heces y algo parecido a un barbijo casero. Había unos apuntes bastante rudimentarios del funcionamiento del intestino grueso y algunos dibujos casi ilegibles por la humedad.
Los vecinos comenzaron a entender algunas conductas del matrimonio Bongniart.
Al parecer la viuda encontró una manera peculiar de hacer justicia por mano propia para con los dueños del crematorio.
Nunca más se habló del tema en el pueblo.
JUAN JOSÉ SERRANO PICADIZO
Siempre he creído en la idea de que la justicia es ciega, hasta que todos finalmente desgarran el velo y muestran su verdadera naturaleza oscura. Todos albergamos esa oscuridad en lo más profundo de nuestro ser, al menos así lo veo yo. Desde una edad muy temprana, me llamaban tonto tantas veces que empecé a creérmelo. Cualquier cosa que inventara o hiciera terminaba acompañada de la frase «tú, que eres tonto» o «eres tonto, hijo mío», decía mi padre. La cuestión es que crecí sintiéndome tonto de tantas maneras que me convertí en un tonto desaprovechado. Cuántas personas habrá en el mundo pensando que son inútiles y podrían haber llegado a ser alguien importante para la humanidad o la historia. En el pasado, incluso los tontos tenían la capacidad de opinar y deliberar sobre cualquier asunto que surgiera en sus vidas y, siglos atrás, algunos de ellos se convirtieron en grandes pensadores como Platón, Aristóteles, y otros. Por eso afirmo que hay muchos tontos desaprovechados que se ocultan tras una manta de humildad y miedo, y eso acaba convirtiéndolos en «tontos buenos», como se dice. Han soportado tantas humillaciones y desprecios que ya no les queda vida, abandonando toda esperanza de destacar o llegar a ser importantes. Es desolador ver cómo el mundo acaba siendo gobernado por personas engreídas, farsantes y gente malintencionada. Ya no queda esperanza de que aparezca un héroe capaz de salvarnos de esta injusticia. Por eso, hoy me he levantado y he preparado un traje a mi medida con la letra S en grande en el pecho. Voy a tener el valor de salir a la calle para salvar a todas esas personas que están clamando a gritos que les eche una mano para sacarlas del abismo en el que se ahogan con su amargura, esperando que llegue una suerte que nunca se materializa.
—Mira a ese, será tonto, pero ¿de qué vas disfrazado, payaso? Jaja, jaja.
Ven, nadie entiende que el mundo necesita de mí para poner fin a la ignorancia de esta multitud. Voy a liberarlos de esta masa ingrata que intenta pisotearlos y evitar que salgan de su…
—¡Ay! ¿Pero qué estás haciendo, mamá?
—Quítate ya esa cosa y sé un hombre de cuarenta años que eres, en lugar de jugar con tonterías todo el día. Ay, Dios mío, no sé cuándo vas a madurar, hijo mío.
Mi voto para:
Pedro Antonio López
Mi voto es para…: Félix Meléndez y Pedro Antonio López.
Mi voto es para:
Alejandro López Fernández
Carlos Rodríguez
Carlos Rodríguez
David Merlán
Mi voto es para Eduardo Valenzuela Jara. Suerte
Mi voto para Antonicus Efe y Sergio Santiago. Muy buenos todos.
Mi voto para Antonicus Efe y Raquel López
Antonicus Efe
Raquel López
Mi voto. Abby Marise Rogom
Mi voto
Abby Marise
¡Hola! Genial, Eduardo Valenzuela.
Besos.
Mi voto va para: Alejandro López Fernández. ¡Suerte!
Mi voto para:
Sergio
Gaia
Bego
Carmen Úbeda