Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «el mal menor». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 8 de junio!
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** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
Miguelito se había preparado a conciencia. Había entrenado duro todo el invierno para el campeonato autonómico de Judo. Había echando horas y horas en el tatami intentando mejorar y pulir pequeños detalles que su Maestro le había indicado. Se creía capacitado para lograr el triunfo en su categoría. El día de la competición se despertó pronto. Los nervios también querían competir ese día contra él. Una vez en el pabellón, y tras los actos protocolarios varios (incluido el sermón del alcalde local), se dio por iniciada oficialmente la competición.
Miguelito estaba a tope ese año, tenía que ser su año. Tras tres intentos anteriores en tres años, está vez no podía fallar. Para lograr ser proclamado campeón tendría que superar seis combates. Seis duros rivales se interpondrían entre él y la gloria.
Miguelito fue dejando atrás a los rivales. Uno a uno lo iban convirtiendo en Miguel. Cuando llegó la final, su eterno rival, aquel con el cual «chocaba» habitualmente en aquellas competiciones, se volvió a cruzar en su camino. Esta vez tenía que acabar con él. Tenía que sobreponerse a la última derrota y vencerle de una vez por todas.
Cuando faltaba un minuto para acabar el combate (de los cinco a los que estaba programado), las fuerzas estaban igualadas y al contrincante de Miguelito se le acaba a el tiempo. El marcador reflejaba en esos momentos una ventaja de un waza-ari para Miguel (siete puntos) por cero puntos de su rival Entonces, el oponente de Miguelito encontró su oportunidad, consiguió desequilibrarlo y tirarlo al suelo del tatami lo que le otorgó un yuko (cinco puntos), insuficientes para alzarse campeón.
En décimas de segundo, comenzó a trabajar sus técnicas preferidas en judo suelo. Cuando el reloj marcaba treinta segundos para el final, su veteranía se impuso y consiguió realizarle un Juji gatame a Miguelito, su Kanetsu waza* preferida. El dolor comenzó a ser imposible de soportar pero no sé rindió. Su oponente siguió forzando la articulacion del hombro de Miguelito hasta que un ¡Crack! se dejó sentir alto y claro. El árbitro principal, a instancia de uno de los jueces, detuvo automáticamente el combate cuando restaban escasos segundos para el final. Con la imposibilidad de seguir, Miguel perdió el combate.
Tras realizarle los primeros auxilios y una vez controlada su maltrecha clavícula, fue llevado al hospital con mal pronóstico. Todos se tenían lo peor. Su clavícula derecha no tenía buena pinta.
Esa noche, las radiografías en urgencias arrojaron su resultado. La rotura había sido limpia, pero no tendría mala evolución. A pesar de no ganar el ansiado campeonato, había sido un mal menor. Lo intentaría al año siguiente.
FIN
*Kanetsu Waza: Son técnicas en Judo en base a la palanca que se ejerce sobre una articulación del adversario. Estas técnicas ejercen presión sobre las articulaciones para llegar a un punto de quiebra o ruptura. Quién la está sufriendo debería palmear el suelo o alguna parte del oponente que está ejecutando la técnica para evitar una lesión. Esto se hace para indicar la derrota debido al alto índice de dolor producido por la luxación.
Nota: La foto que ilustra este relato es la técnica conocida como Juji gatame.
Como ha tiempo que no llovía en Cáceres, he pasado horas y horas con la nariz pegada a los cristales y he llegado a descubrir que la lluvia puede ser fina, blanda, recia, discutidora, porfiada… pero siempre sincera.
Los chicos del colegio que está frente a mi casa lo han celebrado a gritos. Otras veces me ha molestado tanto griterío, hoy no.
Dos problemas: las aves que estaban anidando tendrán que rehacer sus nidos. Y las atracciones de la feria se han inundado y el fuerte viento ha arrastrado la techumbre de una de ellas. ¡Qué lo vamos a hacer!
Cuando el médico le dijo que si no dejaba de fumar dos paquetes diarios, con sus correspondientes porros intercalados, beberse una botella de ginebra al día, esnifar un gramo de cocaína cada dos por tres y alimentarse casi exclusivamente de donuts de chocolate, iba a durar menos que los mecheros que le regalaban en el estanco, a Sinforoso se le cayó el alma a los pies.
«Menos mal que no le he contado lo del vino y la cerveza, que el cenizo este es capaz de excomulgarme».
―Doctor, ¿está seguro de eso? Tampoco creo que haya que exagerar. Uno tiene sus cosillas, pero de ahí a dejarlo todo de golpe…
―Usted sabrá, yo solo le digo lo que hay, esa vida disoluta va a acabar con su existencia más pronto que tarde.
«¡¡¡Hala, toma delicadeza!!!»
―Pero, vamos a ver, de todo lo que pretende prohibirme, ¿qué es lo más dañino?
―Sin ninguna duda, los donuts de chocolate, son una bomba de relojería para su azúcar.
«Vale, pues, a partir de ahora, sin chocolate, y santas pascuas. Es un mal menor».
―Está bien, con gran dolor de mi corazón, los dejo. Supongo que con esto, mejoraré muchísimo…
― ¿Está de broma? El tabaco debe eliminarlo radicalmente, tiene crema pastelera en vez de sangre. En cualquier momento, su corazón va a decir ¡¡¡Basta!!!
«Hmmm, qué rica, en cuanto salga, me zampo un pepito de crema».
―Vaaaale, fumaré solo para acompañar los cubatas, ¿contento?
―Oiga, amigo, si me va a vacilar, llamo al siguiente paciente, que no estoy para perder el tiempo.
―Dios me libre, era una propuesta sincera.
«Juás»
―Escúcheme bien, si no deja la ginebra, va a poder donar su hígado a Patés La Piara, ¿me explico con claridad?
«Encima de grajo, graciosillo, hay que joderse».
―Es que, si no bebo, no concilio el sueño.
―Tómese una infusión de valeriana antes de irse a la cama, le ayudará a dormir y, si fuese necesario, le recetaría un somnífero suave.
«A ver quién le cuenta a este pavo que me meto dos orfidales todas las noches».
―De acuerdo, para usted la perra gorda, pero lo de la valeriana, ni de coña, qué puto asco, eso tiene que ser malísimo para la salud.
―No doy crédito, estos desvaríos están causados por el consumo de drogas continuado, es urgente que aparte la cocaína de sus hábitos, le puede producir un colapso.
«A mí lo que me produce es un calypso».
―Imaginemos que le hago caso y me convierto en un adalid de la vida monacal. ¿Cómo relleno el tiempo? Ya tengo mi vida totalmente organizada y me gusta.
«Venga, listo, que eres un listo».
―Haga ejercicio, ande veinte mil pasos diarios, acuda a sesiones de desintoxicación, lea libros de autoayuda o escriba uno con su experiencia, cómprese un puzzle de cinco mil piezas o un cubo de Rubik, plante árboles, en fin, cambie sus rutinas y mantenga ocupada la mente.
«Buff, qué panorama tan encantador. Este tío es un psicópata peligroso, me largo echando leches».
―Muy bien doctor, me ha abierto los ojos, empiezo ahora mismo, qué ilusión…
―No sabe cómo me alegra escuchar eso, su salud va a mejorar radicalmente, ha tomado la decisión correcta.
«Ya te digo, no hacerte ni puto caso».
―Supongo que me citará para una revisión.
― ¿A qué se refiere?
«A este menda le dieron el título en la feria».
―A la tendinitis por la que he venido.
― ¡Anda, haberlo dicho antes, y se habría ahorrado todo el rollo! No está usted a lo que tiene que estar. Le voy a mandar una radiografía.
«Vaya tela»
―No sé si me va a dar tiempo entre árbol y árbol.
«Toma esa».
―Quite, quite, donde dije digo, digo Diego. Por una simple tendinitis no le voy a amargar la vida. Y pensar que he estado a punto de convertirle en un ermitaño…
«Yo lo flipo».
―Entonces, ¿sigo como estaba, sin valeriana ni puzzles?
―Claro, hombre. Por cierto, ¿le va el rock and roll?
«Si no lo veo, no lo creo».
―Más que a un tonto un lápiz.
―Conozco un bareto que ponen una música que te cagas y bordan los gintonics. Podríamos darnos un homenaje cuando acabe el turno.
―Ya nos estamos tardando.
―Venga, que le den al último paciente, seguro que es un histérico.
«Qué fuerte».
―Mándele una valeriana, juás.
―Bah, nosotros a lo nuestro. ¿No llevarás encima algo que nos anime un poco?
―Solo un par de tripis.
―Me encanta, colega, va a ser una noche gloriosa. Como te iba diciendo, si el cuerpo te pide algo, hay que dárselo, que la vida es corta.
Estaba esperando en el parque ansioso, deseando que las aguas del reloj marcarán las once y media, nervioso mu nervioso.
El tiempo se extiende cuando queremos algo, como burlándose de nosotros se vuelve interminable, cada vez que levantaba la cabeza para mirar si ya venía, el corazón se le acelera de una forma impredecible, se le secaba la garganta, por más que intentara salivar no salía ni gota, volviéndose la lengua como un nudo incómodo.
La verdad que le daba pánico, miedo, a que se presentará de nuevo junto a él después de tanto tiempo sin saber nada, y le montará como siempre un verdadero circo. Pero él aguantaba como siempre, no tenía culpa ninguna de lo que ocurrió aquella noche cuando más llovía, lo tenía muy claro. No se dejaría liar de nuevo por mentiras, increíblemente la había llamado ella y convocado en el mismo banco del parque, donde tantos recuerdos buenos y malos fluían, casi sin pensar. Venían solos a su cabeza, el primer beso, el primer enfado, el primer guantazo que le dió ella, la verdad que después de siete años de novios fue todo un record aguantar, y aquel final fue desastroso.
Él, no se merecía eso, se decía constantemente su mente. El Siempre fue buena gente.
Al fondo aparece una gabardina ocre en una entrada triunfal por la puerta del parque, mirando al suelo y tiene un pelo largo negro. Parece llevar prisas. Viene con despecho.
Su corazón da un vuelco, pero intuye que algo es distinto, algo va mal, se va aproximando lentamente hacia el, para pasar de largo justo junto a él, quien respira aliviado notando que era bastante más alta.
Vuelve a mirar al reloj, y a la puerta, nada, nadie se presenta, ya está la hora bien pasada son las doce y media, no ha venido aún, de nuevo ha hecho lo mismo que tantas veces me hizo.
Al final es un mal menor que no se presentara. Sería mucho peor si hubiera venido, parque abajo se marchó entre el silencio de las farolas aliviado y canturreando una vieja canción entre una neblina espesa.
Lo llevaba pegado desde hacía rato, unos tres metros detrás. Al ver la meta a unos doscientos metros tuvo claro que no iba a permitir que se saliera con la suya y comenzó a apretar con el objetivo de quitárselo de encima.
A lo largo de la carrera había sido testigo de las imágenes que iban apareciendo en su cabeza: las veces que había subido al podio, la lluvia empapándolo en las largas horas de entrenamiento, y cómo no: el olor del asfalto, el trajín alrededor, el dolor, la dura rehabilitación, el tiempo forcejeando con la incertidumbre de no saber si volvería a correr.
Y allí estaba, cada vez más cerca de la ansiada meta, con las fuerzas pugnando por cada metro recorrido de la carrera más esperada de su vida.
Giró la cabeza y lo vio algo rezagado, pero no lo suficiente. Era el momento de darlo todo. Redobló el esfuerzo y avanzó con más determinación que nunca. Estaba muerto, pero lo iba a conseguir.
Al cruzar la línea se dejó caer al suelo exhausto, sintiendo que echaba tierra sobre todo el miedo y el dolor que el accidente había traído a su vida. Estaba claro que no había conseguido su mejor marca, pero al menos no había llegado el último.
—El tripi estaba pasado de fecha, seguro, por mis muertos, si lo sabré yo que me he metido mierdas de todos los colores. La noche me confunde, soy de natural licantrópico, me sale el bicho que llevo dentro, como a todos, pero nunca había desfasado tanto, se lo juro, doctor. Sí, aquel día estuve flojo, se dio mal, me pasa mucho últimamente, todos habían pillado cacho menos yo y entré en modo «mal menor», a machete con lo que se mueva, esa parte en la que vale todo y cualquier agujero es trinchera; de manera que Gertrudis era una opción tan buena como cualquier otra.
—Este, ¿pero vos…?
—No, no, espere, le cuento, que si no pierdo el hilo. Ella, la verdad, andaba esquiva, huidiza, tirando a montaraz, incluso, y reconozco que tenía razón: que a esas horas de la madrugada se te venga encima un desecho de tienta en celo, espumeando baba por los belfos y con un colocón del quince, no es nada tranquilizador.
—Este, ¿entonces vos viste…?
—¡Pero calle, coño, que me pierdo! Fue entonces cuando me dio el chungo, hubo algo así como un fogonazo que me deslumbró y, de la nada, aparecieron ellos, cinco barbudos vestidos con sayas, que me señalaban con el dedo, serios y negando con la cabeza como quien dice: «¡qué burro eres, Manolín!». Yo, acojonado vivo, me parapeté detrás de la Gertrudis, pobre, pero ya sin ninguna intención de apareamiento, de manera poco galante, usándola como exorcismo anti apariciones.
—Manolo, escucha, la ética no afirma valores morales absolutos —me soltó a bocajarro uno de aquellos fantasmones—, se ayuda de criterios comparativos para elegir entre bienes diferentes, luego no es posible aplicar, en tu caso, con la Gertrudis, el criterio del mal menor, porque existen alternativas y no estamos, en absoluto, en la disyuntiva de escoger entre dos males definitivos —esto último lo dijo moviendo el puño, arriba y abajo, como quien toca la zambomba.
—¡Coño, Platón, eso mismamente le dije yo a Glaucón, una tarde que pasé en el Pireo con Polemarco, no haces otra cosa que apropiarte de mis discursos —refunfuñó otro, viejo, feo de cojones y con pinta de tener úlcera de estómago—, anda que no se puso cabezota tu hermano con el puñetero anillo de Giges y la natural inclinación humana a la injusticia. Búscate tus propios argumentos, leñe, que ya tienes una edad.
—No te sulfures, Sócrates, que este todo lo echa en sombras de la china, cavernas, mundos sensibles y mundos inteligibles —el que hablaba tenía un porte más altivo, marcial, como si estuviera habituado a la vida castrense—. La experiencia, amigos míos, el hilemorfismo, es lo que mueve el mundo. Pero Manoliño, hijo, tu concepto del teleologismo es muy cutre. El fin no siempre justifica los medios y aunque la naturaleza humana es posible que se incline hacia el mal, coincido con Platón en lo de la zambomba. ¡Hombre, no me jodas!
—Discrepo, Aristóteles, ¡qué quieres que te diga!, ya lo hemos hablado otras veces, yo no admito la existencia ontológica del mal, aunque sí la realidad del mal moral como mal absoluto —este iba de mitra, casulla y llevaba un báculo en la mano—. Así que lo del mal menor es una milonga, ya que un mal moral o la violación, nunca mejor utilizado el término, de un valor absoluto, nunca pueden ser considerados como «males menores». ¡Manolo que te condenas!
—Joder, Agustín, qué plasta te pones con tu buenismo, la gente es mala y hay que meterla en cintura para que se comporte —este era, lo supe luego, Zenón de Sitio, un estoico de narices—, y el mal menor es un principio, no un criterio, como tú defiendes. Pero dicho esto: ¡Manolo, jodido, deja en paz a la cabra, carajo, ya! ¡Estáis enfermos, la juventud, por todos los dioses!
—Y desaparecieron de golpe, tal como llegaron. Pero desde aquel día estoy a base de ansiolíticos, en un sinvivir, que no he vuelto a ser yo, vaya.
—Este, vos sos un boludo descerebrado, no tenés remedio. Pero ¿y la Gertrudis, cómo le fue?
—No, divinamente, sin problemas; entre unas cosas y otras no llegamos a consumar. Dejó de dar leche un par de días, por el susto, nada más. Hemos quedado como amigos, aunque nos vemos poco. ¿Qué puedo hacer, doctor, para salir de este trauma metafísico en el que me han metido?
—El doctor no llegó todavía. Yo recíén vine a componer el aire acondicionado. Qué sé yo. Pegáte un tiro, vos, y andá, que tengo laburo.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
El mar menor está en la región de Murcia, ¡pero no!
El tema semanal
no es el mar menor,
sino el mal menor
me da igual…
no me apetece pensar.
Cuando tienes varias opciones y todas son malas, tienes que elegir una, para que se produzca el menor daño posible.
¡Vaya mierda!
Es como ir a un restaurante y que tengan solamente comida que no te gusta. ¿Qué opción tienes? Yo desde luego, me levanto y me voy, no voy a pagar para comer coliflor, ¡Dios me libre!
De todas formas no creo que sea un buen ejemplo, pero ya os comenté que no me apetece pensar, sólo me apetece escribir, discernir y divagar.
Hoy estoy reflexivo y no me apetece hablar del mal menor.
¡Lo dicho! El mal menor está en Murcia.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
CON TODO DETALLE
Paco Martínez, varón, treintaicinco años y ejecutivo trajeado donde los haya, no había conseguido salir de su asombro desde el momento en que el dispositivo cayera en sus manos. Su acomodada posición económica le permitía disfrutar de tan sofisticado artilugio, disfrute al que se entregaba de manera compulsiva. Aquello se había convertido en una verdadera adicción. AXIL-9000, todo en uno. Bastaba con colocar el sensor bajo el sobaco, daba igual izquierdo o derecho, y en menos de un suspiro, ofrecía un completo diagnóstico sobre la pantalla.
Fruto de largos años de investigación, el modelo 9000 combinaba la tecnología de los más avanzados termómetros digitales de axila con una fascinante inteligencia artificial que se nutría de los conocimientos de muchos años aportados por los mejores sumilleres, las narices de oro más selectas del mundo entero. Así, el dispositivo no solo medía la temperatura corporal, sino que indicaba el grado de sudometría del cuerpo serrano, ofreciendo un detallado extracto de los aromas que en ese momento destilaba el alerón en cuestión. Amén de los niveles, como si el sujeto analizado fuera un coche cualquiera, también indicaba si se había aplicado desodorante, detallando cantidad, marca y modelo, gracias a su extensísima base de datos. Finalmente, una aterciopelada voz femenina declamaba con detalle la fecha y hora exactas de la última vez que el individuo había pasado por la ducha, tiempo dedicado, marca y textura de gel e incluso la canción con la que el duchado había acompañado su tiempo bajo el agua. Todo un lujo solo al alcance de los más selectos sobacos.
Pero aquella mañana, Martínez se empezó a preocupar, y mucho. La reunión comenzaba en quince minutos y los resultados del último análisis mostraban una serie de parámetros anormalmente disparados. Los valores eran preocupantes. El «predíctor del sudor» indicaba que habían transcurrido dos días desde su última ducha, algo que era cierto. Normal, después de pasar la noche con la buenorra de contabilidad se le había ido el santo al cielo. No quedaba tiempo para duchas. Para colmo, aquel día el desodorante del kit de emergencias que guardaba en el cajón derecho de su mesa había desaparecido de manera misteriosa, y la corbata apretada en exceso tampoco ayudaba a disminuir el flujo sudorativo de nuestro Don Juan de oficina. Pero lo que más le alarmó fue la intensidad y variedad del análisis organoléptico. Matices muy marcados de cebolla recocida y huevo podrido con esencia de tigre de bengala. Se detectan trazas de aromas de albañil con un ligero regusto a panadero seboso frente al horno y predominancia de sudor de operario de fundición de acero con bigote.
No siguió leyendo. Aquello ya era suficiente. Tenía quince minutos para intentar arreglarlo y un sudor renovado comenzó a añadirse al ya existente. Se dirigió al baño de la empresa como alma que lleva el diablo, pero con discreción y sin aumentar excesivamente la velocidad, con objeto de no desparramar mucho la estela olorosa por el pasillo y que alguien, alarmado por el rastro, le diera por seguirlo, sin necesidad de perro ni nada. Se encerró en el baño y deslizó el pestillo. Tras desprenderse del traje a la velocidad del rayo, comenzó a aplicarse agua y jabón de manos con profusión en ambos alerones. Hasta que la puerta se abrió estrepitosamente. El pestillo no cerraba muy bien y eso hizo que, de pronto, el bueno de Paco se encontrase frente a su jefe, que miraba atónito cómo su empleado lucía aquellos slips del mercadillo que en absoluto hacían juego con el elegante traje de ejecutivo. Lo del olor corporal ya era un mal menor comparado con aquella escena ante el mandamás de la compañía. Aquel pobre hombre, víctima colateral de los efectos de un mal sudor, ya se veía de patitas en la calle. De poco le había servido el AXIL-9000. La siguiente versión debería incorporara una inteligencia predictiva que evitara estos ligeros inconvenientes con suficiente antelación.
BEGO RIVERA
Inexplicable
“Confusa Sara sintió morir, ¿Cómo había pasado? ¿Dónde estaba Megan? Impotente empezó a chillar”.
Los fines de semana en casa de los Smith eran una fiesta. Ni Sara ni su marido trabajaban los fines de semana y siempre hacían algo entretenido.
Ese sábado por la mañana Sara preparaba el desayuno en su maravillosa cocina. Miraba de vez en cuando por el gran ventanal que daba al jardín. Amaneció un día esplendoroso, las flores habían brotado y un arcoíris de colores se esparcía por todo el terreno. El sol se reflejaba en el césped y en el agua de la pequeña piscina. A Sara le encantaba esa casa, pero lo que más le confortaba y estaba orgullosa era de su cocina: blanca totalmente, excepto por los electrodomésticos, que ella escogió en rojo, incluido el frigorífico, el lavavajillas, la tostadora y todo lo demás incluido el detalle de las cortinas.
Mirando por la ventana escuchó las risas de la pequeña Megan, Sara se dio la vuelta y se asomó por la barra de la cocina que daba al amplio salón, no muy recargado, para ella, elegante, los sofás y sillones en blanco, los muebles de madera en tonos ocres, a la izquierda unas puertas corredizas de cristal que conducían al porche del jardín. Un espacio entre el salón y la cocina les servía de comedor, una mesa redonda blanca con sus sillas, decoradas con un mantel rojo y los cojines de las sillas naranjas.
Sara miró a su pequeña hija, Megan de dos años de edad, estaba jugando sobre la moqueta de color beige con Cook, su pequeño gatito. La niña reía sentada rodeada de varios juguetes. Se parecía a George, su melenita corta castaña y los ojos verdes. Sara era pelirroja con ojos color miel.
Sara se dio la vuelta y siguió con las tostadas, George llegaría en cualquier momento de correr. Hacía ejercicio todos los días, lloviera o tronara. Se habían mudado hacía dos meses, en cuanto Sara entró en la casa supo que era su casa. No sabría explicarlo, pero después de visitar múltiples viviendas ninguna le llenó completamente…hasta esa, su casa. George, su marido no puso impedimento también le gustó, le pillaría un poco más lejos del trabajo pero merecía la pena si Sara estaba contenta. La casa estaba en una zona residencial tranquila, en la ciudad de Fox Chapel, una de las ciudades más seguras del estado de Pensilvania.
George trabajaba en Pittsburgh a dieciséis kilómetros, su carrera como abogado despegó cuando un bufete muy reconocido de Pittsburgh le ofreció hacerse socio. Hasta entonces trabajó en un despacho de abogados en Nueva York. Ian Donovan de Donovan & Stein & Spencer se fijó en él. Tenían despachos en varios estados incluido Nueva York, pero Donovan lo quería como socio y tendría que ser en Pittsburgh. No se lo pensaron, ni George ni Susan era una gran oportunidad, con lo joven que era, la mayoría necesitaba años para llegar ahí. Pero George era muy bueno en lo suyo: ya tuvo varias ofertas menos significantes.
A Sara no le importó el traslado, ella trabajaba desde casa ya que era escritora. Estudió periodismo y estuvo trabando para revistas y periódicos. Cuando se quedó embarazada llegó a un acuerdo en sus trabajos, escribiendo los artículos desde casa y enviándoselo por email. Perdió alguno de ellos pero no le importó, no le hacía falta, a parte estaba escribiendo una novela y podría cuidar de su niña.
Sara cantaba “I Want to Break Free” de Queen mirando por el ventanal al camino de entrada a la a casa, esperando a George. Lo conoció cuando ella tenía dieciocho años y él diecinueve. Era primo del que entonces era su novio, James, él los presentó y el flechazo fue inmediato entre ambos. James no se lo tomó a bien, desde entonces no lo habían vuelto a ver. Sabían por la familia que no le iba muy bien.
James era periodista como ella, supieron que en un principio- después de terminara la carrera- estuvo trabajando en un periódico conocido, le fue bien hasta que acabó un tiempo en prisión por maltratar a una de sus novias. Ahora no tenía trabajo fijo e iba de allá para acá. Sara pensó en lo afortunada que fue al conocer a George.
Sara se acercó a Megan y le dio una galleta, la niña sonriente le daba bocaditos feliz. Sara volvió a la cocina, metió el paquete de galletas en uno de los armarios superiores dejándose la puerta de este abierta al quedarse pensativa mirando por la ventana, George tardaba más de lo habitual, se preocupó. Las tostadas se habían enfriado. Con el rictus serio Sara las tiró en el contenedor que tenían en uno de los armarios de abajo. Megan empezó a llorar de pronto, Sara se incorporó rápidamente sin percatarse de puerta abierta del armario superior dándose un gran golpe que la dejó inconsciente.
Cuando despertó, Sara, confundida y con un dolor enorme, se dio cuenta que estaba tirada en el suelo, miró hacia arriba viendo la puerta del armario abierta y se tocó la cabeza, sangraba algo, pero no excesivamente. De repente se acordó de Megan, no la oía, se asustó; ¡pero si estaba llorando hace un momento!
Se incorporó lo más rápido que pudo, pero la cabeza le bombeaba con latigazos que la recorrían además del dolor. Cuando se asomó por la barra de la cocina no vio ni a Megan ni al gato. Empezó a llamarla recorriendo el salón, nerviosa, con estupor. No entendía nada. Las puertas del acceso al jardín estaban cerradas, se asomó de todos modos, allí no estaba. Después de recorrer toda la planta baja sin encontrarla se aseguró que la puerta de la casa estaba cerrada, lo estaba. “¿Habría venido George y estaría con él?” Pensó. ¡Imposible, se lo hubiese dicho! ¡La habría ayudado al verla a ella inconsciente! Pensaba, pensaba… pero no encontraba explicación.
La escalera para subir al piso de arriba tenía una puerta para que Megan no pudiera subir ni bajar y caerse. La pequeña puerta estaba cerrada, aún así, Sara subió arriba, Megan no podía haber desaparecido así porque sí. Se encaminó rápidamente al cuarto de Megan, a la derecha del suyo. Primero se asomó a su cuarto ya que Megan dormía con ellos en el dormitorio, en una amplía cuna al lado de la cama de ellos. Sara se quedó blanca cuando no vio la cuna en su sitio. El dormitorio estaba exactamente igual que siempre excepto por la ausencia de la cuna. Temblando y desconcertada se arrastró por la flojera que le entró por todo el cuerpo al cuarto de Megan. Sara vio un despacho, las paredes cubiertas de estanterías con libros, una gran mesa en forma de” L” delante de la ventana, con dos pantallas de ordenador, dos sillones de oficina. Nada de la preciosa habitación de Megan, en tonos pasteles: azules, naranjas, blanco y beige.
Sara se deslizó por la pared lentamente sollozando hasta que quedó sentada en el suelo. La confusión era tal que miles de pensamientos con o sin sentido se mezclaban, a la vez que el corazón le golpeaba sintiéndolo querer escapar. Chilló el nombre de su hija una y otra vez. No se podía levantar, no tenía fuerzas. La garganta seca le impidió gritar más. Necesitaba su móvil, llamar a George. Miró el reloj, no daba crédito, habían pasado tres horas desde que se fue George a correr y dos horas desde que ella estuvo preparando el desayuno. Su marido debería haber llegado hace tiempo. Como pudo, en medio de un ataque de ansiedad, bajó a la cocina y cogió su móvil. Temblando no encontraba su nombre en la agenda.” ¿Qué estaba pasando? ¡No, no estaba!” Se decía a sí misma incrédula.
Escuchó la puerta de la verja del jardín, miró por la ventana y vio a un hombre joven entrando; le sonaba la cara. Cuando se fue acercando se quedó sin respiración…era James. “¿Qué hacia James en su casa?” Gritó su cabeza a punto de reventar.
Se oyó la llave de la puerta, ella miró hacia allá, a su izquierda…y James entró. Sara notó que la miraba fríamente, enfadado, pero como si fuera normal que ella y él estuvieran ahí. Antes de poder decir ella nada— tampoco hubiese podido aunque hubiese querido del shock que la embargaba— James dejó las llaves sobre la mesa acercándose a ella.
— ¿Se puede saber que estás mirando?— Su cara envejecida y su aliento pútrido la alarmaron—¿Y el almuerzo donde está? ¡Eres una inútil! ¡No sé cómo te aguanto! Le pegó un tortazo que la hizo caer al suelo.
James la dejó tirada en el suelo y se fue arriba chillándole que se iba a duchar y que cuando bajara quería la comida hecha. Sara miró alrededor:¡ no había juguetes, no había gato, no había George, no había Megan, su niña!
Observó que la casa estaba bastante sucia—esa casa, no su casa—Muy a su pesar entendió que su otra vida no existía. Estaba en otra vida. Encima de la chimenea del salón varias fotos de boda decoraban la repisa. Los novios… ella y James.
Se levantó y se asomó al espejo de la entrada, no se reconoció, su larga y brillante cabellera pelirroja lucía opaca, tenía el pelo corto, su cara envejecida estaba llena de moratones. Se miró el resto del cuerpo, morados recientes y de mucho tiempo atrás, cicatrices. Se quedó mirando deseando que todo fuera una pesadilla, pero no lo era.” Pero… ¿Cuál es mi verdadera vida? ¿Esta o la otra? ¿Qué ha pasado?” Se dijo.
Cuando escuchó que bajaba, Sara salió como pudo de la casa. Fue directa a la policía a denunciar a James, le tomaron declaración y la mandaron al hospital para una revisión. James fue detenido, al parecer ya tenía antecedentes por violencia—cosa que no le extrañó a Sara— fue encarcelado a espera de juicio.
Sara volvió a la casa.
En esta vida, Sara llamó a la familia de James y George para enterarse que había sido de la vida de George. Le dijeron que George era un prestigioso abogado en Nueva York, que le llovían las ofertas. Estaba soltero, sin novia, trabajaba mucho, según su familia tampoco hacía por buscarla. La hermana de George le dijo que siempre le preguntaba por ella. Lamentaron lo de James; la mayoría estuvo al lado de Sara, debió haberle dejado antes.
Sara volvió a Nueva York— no vendió la casa de Pittsburg—- alquiló un pequeño apartamento y volvió a escribir sus artículos, que en esta vida por culpa de James no había podido hacer al impedirle trabajar.
Se armó de valor y llamó a George. George se había enterado de lo de James por la familia; quedaron para cenar.
Había decidido no intentar entender lo inexplicable. El mismo apartamento donde todo empezó con George. Solo estaba segura de una cosa: George era el amor de sus vidas—de las dos vidas— y Megan estaba esperando…en un futuro, no muy lejano, con Cook y su casa…
SON SONIA
LAPSUS
Estoy acostumbrada a que la vida me sorprenda pero, cuando sucedió lo que os voy a contar, lo flipé por colores.
Era jueves y esto es significativo porque todo forma parte del lenguaje inconsciente.
Paso mucho del buzón, sin embargo, al salir a mi paseo mañanero, me sentí irresistiblemente atraída hacia él. Había algo dentro, un sobre abultado, de esos con interior burbujeante. Abrí. Cogí. Solo tenía escritas dos palabras: «Para mí». ¿Para mí, era yo? o ¿para mí era alguien que se había equivocado de buzón? Porque yo tenía claro que no había sido, aunque, igual descubría padecer de sonambulismo.
Palpé el sobre. Un libro o libreta. Lo abrí y, sorprendida, me quedé mirando la portada: esa ilustración la había hecho yo, el día anterior, en un diario que tenía pensado escribir para ese yo del futuro que lo leería. Iba a resultar que sí era sonambulista.
Abrí el diario. Primera página: «Querido yo del pasado». Mis cejas se alzaron. Siguiente página: la fecha se correspondía con el día en curso. Lo poquito que alcancé a leer me hizo cerrar el diario y pasar del paseo:
«URGENTE: no salgas a pasear. Te vas a encontrar con X y se empeñará en acompañarte. Te vigila desde su balcón. No es un encuentro casual y, si no evitas el encuentro de hoy, tendrás graves problemas en el futuro».
Ya en casa, me senté en el sofá. Estaba a punto de comenzar el viaje más alucinante de mi vida.
Ummmm. Acabo de caer en que el tema semanal es «un mal menor». Va a ser mejor que deje la historia sin contar. Perdón por el lapsus, je
GABRIELA PELLAZA
«¿En qué Golgota se lloran las culpas?
Como era sabido, trataba de mantener en secreto un hogar maltrecho, y cuando se sostienen esas fachadas, primero cae el revoque, y luego el ladrillo desploma sin remedio.
Tenía un sangrado pequeño cuando llevé al enano al jardín, pero se fue acentuando. No soy una niña de pecho, entendía que estos cuatro meses de embarazo, tenían una tonelada de sinsabores y desaciertos. Un resultado positivo explota globos de alegría o los fusila.
La noche llega siempre cuando revuelves en todas las opciones y lloras sobre la cama, sobre la mesa, y sobre la cabeza de un hijo que te mira y no entiende nada.
La sangre cada vez mas espesa; es como un resaltador flúor de algunas miserias.
Llamé a todos los teléfonos donde nadie respondía, y en un último salvador intento, respondió la vecina. Una abuela de esas fuertes y buena, que entendió el gesto cuando solo le abrí la puerta.
-Yo me quedo con el enano. Despreocúpate ¿Necesitas plata? ¿Te acompaño?
Yo siempre pude todo, no iba a fallarme en esta que me tocaba.
Y me caminé las diez cuadras que eran como pasillos interminables de largos, no había automóviles, ni asfalto, todas las paredes iguales…¡Menos una!.
Ahí estaba la Virgen pintada sobre la medianera.
Con los colores prestados por el que cree, por el de la fe, por el que debe alguna ofrenda. Y tenía escrito en su manto «Yo soy tu madre» ..Y le lloré en sus manos de mentira, mi desamparo, mis amores enflaquecidos, la firmeza de este espanto. Tenía miedo, un miedo solitario..solitario…solitario y humano.
Cuando llegué ya no había niño.
Ni tampoco habia una madre.
A veces un dolor de estos..es un alivio, me dijo alguien con delantal blanco…
Un mal menor, ante tanto fracaso.»
EFRAÍN DÍAZ
Si el estar enfermo genera de por sí ansiedad, esta aumenta cuando la enfermedad no tiene cura, es progresiva o es terminal.
Mauricio no le temía a la muerte. Había estado muerto por billones de años antes de nacer y no había sentido la más mínima inconveniencia por ello. Mauricio sí temía a como iba a morir. No es lo mismo morir de un fulminante ataque al corazón mientras duermes, que padecer de una larga enfermedad progresiva y degenerativa, donde eres testigo de tu propio deterioro físico y a veces mental, por años, hasta que por fin alguna divinidad se compadece y manda por ti.
Mauricio le temía al alzheimer, esa maldita enfermedad que poco a poco va borrando la memoria del disco duro, va borrando los recuerdos y los pensamientos, vacía la mirada y silencia las cuerdas vocales hasta conviertir al paciente en un vegetal, en una masa de carne y huesos inútil, en un cadáver insepulto al que todavía, por desgracia, le late el corazón.
Al principio, cuando diagnostican la enfermedad, el paciente recibe el apoyo de su núcleo familiar y de sus amigos más cercanos. A medida que el tiempo pasa y la enfermedad comienza a hacer sus buenos oficios de forma eficaz, el paciente se va convirtiendo en una pesada carga que mina la voluntad y el compromiso de aquellos llamados a cuidarlo. Poco a poco los amigos, que lo visitaban tres veces a la semana, reducen sus visitas a dos y luego a una, hasta que como el humo, se desvanecen. Total, que carajos, cuando van a verlo ya ni los reconoce ni los recuerda. Solo queda la familia. La esposa es muy vieja y débil para cuidarlo y sus hijos ya tienen sus compromisos familiares y profesionales. Un mes está bien, pero treinta y un días es demasiado.
Todos se miran. Están pensando exactamente lo mismo pero nadie se atreve a decirlo. Ninguno tiene la fortaleza testicular u ovárica para sugerir poner al viejo en un asilo. Al fin uno, tímidamente lo sugiere y los demás, al unísono, lo secundan.
En sus promociones, los asilos de ancianos se anuncian como lo mejor de lo mejor, como la última Coca Cola en el desierto. Prometen villas y castillas, trato y cuidado familiar, pero la realidad es otra y el paciente pasa a ser un número más. Pronto se convierte en recipiente de la negligencia institucional. Solo representa un ingreso mensual y a cambio de ese ingreso mensual, recibe el cuidado mínimo. El asilo se asocia con el alemán y trabajan de la mano, contribuyendo al deterioro más rápido del paciente. Al principio su familia va a verlo todos los fines de semana, luego fines de semana alternos, luego un fin de semana al mes y por último, lo visitan el día de los padres y el día de su cumpleaños. Al final, el viejo muere solo y olvidado. Un día sus hijos recibirán la llamada anunciando la muerte del viejo y éstos respirarán aliviados, pues la llamada y la muerte los libera de la responsabilidad y de la culpa. Ya todo ha terminado.
Todo esto pensaba Mauricio. A todo esto le temía. Lo sabía porque lo había visto y peor aún, lo había vivido. Mauricio había sido uno de los conspiradores que enviaron a su padre a un asilo hasta el día que murió y por supuesto, no quería terminar así. Mauricio quería irse de este mundo con clase y estilo, consciente y no como un muerto en vida.
Por eso, y para ahorrarle a su familia el mal rato de tener que tomar esas decisiones moralmente difíciles y para no terminar olvidado en una fría y solitaria habitación como su padre, Mauricio decidió por el menor de los males, la eutanasia. Una inyección que induce a un profundo sueño y otra que provoca un fulminante ataque al corazón. Una muerte tranquila, dulce y deliciosa. Una muerte de ensueño.
Su familia puso el grito en el cielo. Cuando Mauricio preguntó cuál de ellos se quedaría a su lado todos los días, lo bañaría, lo afeitaría, le limpiaría el culo y lo alimentaría y le haría compañía hasta el último día, cuidando de él con el amor, el cariño y la diligencia de un buen padre de familia, ninguno pudo levantar la mano. Mauricio terminaría solo en un asilo.
No los culpo, les dijo Mauricio con todo el amor y el cariño del mundo. Yo hice lo mismo con mi padre, me siento como una mierda y no quiero ponerlos en esa posición. Ninguno se atrevió a contradecirlo. Sus hijos asintieron en silencio.
ANTONICUS EFE
Las sombras acechaban la relajación del sol para proyectarse sobre la ingente masa amorfa que comulgaba putrefactamente con el ritmo de Bizarrap&Shakira. A su vez dos siluetas, acechaban también la aparición de dichas sombras. La misión estaba clara: acabar con aquella abominación reinante en la juventud del momento -y en la no tan juventud ya- que había tomado al asalto iracundo la plaza del pueblo. Allí habían sonado desde el Black is black de Los Bravos, hasta el Maneras de Vivir de Leño, pasando por el Every break you take, el Proud Mary o el Nothing else matters, por poner algunos ejemplos, y no se podía consentir la degradación de tintes apocalípticos que había alcanzado en estos tiempos de indigencia cultural.
Después de una prometedora espera, las sombras hicieron acto de presencia, revestidas de una oscuridad que sonaba como un canon de música celestial que daba el pistoletazo de salida al fin de la ignominia. Las dos siluetas se pusieron en marcha. Una de ellas levantó el pulgar al cielo a modo de señal, para que una tercera silueta, oculta a la vista de todos, accionase un mando que llevaba en la mano. La explosión fue sublime, majestuosa, el equipo de música saltó por los aires, como queriendo alcanzar el perdón del cielo, y se hizo añicos en segundos y toda aquella parafernalia demoníaca que le daba soporte empezó a arder, incluida la cabina del disc-jockey, (por llamarlo de alguna manera). Todo el mundo se quedó petrificado, momento que fue aprovechado por las dos siluetas restantes para empezar a soltar resplandores divinos de las guitarras eléctricas de las cuales eran portadores. Después de agotar varios riffs, toda la plaza se tiñó de un arrebatador y purificador rojo sangre, allí no quedó alma que pudiese respirar para contarlo, excepto las tres siluetas que habían ejecutado a la perfección el maravilloso plan. Una vez disipado el humo, se juntaron en la barra donde se servían las bebidas, abrieron tres cervezas y brindaron con una felicidad que no era terrenal.
-Esto ha sido un mal menor, aunque parezca a los ojos de los pusilánimes bastante drástico, el tumor ha sido extirpado de raíz-
-Totalmente de acuerdo, no ha hecho falta ni hacer biopsia siquiera-
-Era necesario, así las futuras generaciones aprenderán a distinguir lo pecaminoso de la abominación diabólica –
-¿Cuál es el siguiente pueblo dónde tenemos que ir? –
Las tres siluetas se encaminaron lentamente hacia su nuevo destino, mientras que de un radiocasete colocado en el centro de la plaza salían unos versos celestiales a la vez que volvían a nacer retoños en el árbol sagrado de la música.
«Soy compañero de nadie
y viajo solo en mi vagón.
No encuentro un soplo de aire,
que desilusión.
Es solo una canción
y me siento mejor».
GRISELDA SIERRA
Mi abuelo
Aquella noche visité a mi abuelo en su biblioteca. Estaba sentado junto a la ventana y me invitó a beber un brandy Gran Reserva. Noté que se distraía con facilidad; daba vueltas a la copa que tenía entre sus manos y miraba con entusiasmo la luz de la luna llena reflejada en el cristal. Sus ideas estaban desordenadas, pasaba de un tema a otro con exaltación, pero con algo de esfuerzo conseguí que me contara un poco acerca de la producción de coñac, pues yo sabía que siendo joven él se había dedicado a esa actividad. Me interesaba el negocio y pedí su consejo; pero él, ignorándome por completo, se levantó de un salto de la silla, abrió la ventana de par en par y pareció beberse la luna con la última gota de brandy. Cuando se volvió hacia mí era otro; aunque intentó continuar su historia, y me dijo que aún amaba el olor a madera y alcohol de las botas de añejamiento, su mirada era misteriosa, penetrante y feroz. Retrocedí con terror y con fascinación. Aquel no era un mal menor: mi abuelo era un lobo.
EDUARDO VALENZUELA
Don Rufino despertó de un sobresalto y sin saber dónde se encontraba. La visión del descascarado techo del cuarto le recordó que seguía boca arriba en la cama del segundo piso, con la cabeza apoyada sobre la almohada.
Un golpeteo en la ventana que daba al jardín llamó su atención. Desde la cama vio que estaba amaneciendo y que un cuervo negro, parado afuera de la ventana, daba picotazos al cristal: «Tap, tap, tap».
Don Rufino sacó su mano huesuda de la calidez que tenía entre las sábanas y cogió la campanilla de la mesa de noche. El pellejo suelto de su brazo se sacudió al hacer sonar el badajo de bronce para llamar a su hijo, Vicente.
Uno a uno, los pasos de Vicente se hicieron oir a medida que subía la escalera de madera hacia el cuartito del segundo piso. Al llegar al último peldaño se hizo un silencio.
Vicente encontró la puerta como ya sabía: cerrada. Por eso es que llevaba consigo ―empuñada en la mano derecha― la llave; la metió en el ojo de la cerradura y la giró. Un restallido anunció la liberación del mecanismo y, abriendo la puerta, entró.
―Hay un cuervo en mi ventana. Me esta llamando. Allí ―apuntó don Rufino con la mano enjuta.
Vicente no dijo nada. Cruzó todo el cuarto, con indiferencia, hasta llegar a la ventana y la abrió. No había nada.
―¡No! ―dijo el viejo―. ¡Que va a entrar ese pájaro! ¡Me da mucho miedo!
Vicente asomó el cuerpo para echar un vistazo hacia el exterior y luego sacó de su bolsillo una pequeña bolsa con semillas de maní. Sabía que eran las favoritas del cuervo. Tomó un puñado de la bolsa y lo dejó en el alfeizar. Luego, cogió otro puñado que esparció por el piso, entre la ventana y la cama. Finalmente, con una mirada de rencor, lanzó un último puñado sobre la cama.
Don Rufino no había sido un buen padre, había sido pésimo; si hasta la palabra le quedaba grande. Vicente lo detestaba, lo odiaba. A veces trataba de entender porqué él, porqué justamente él, se tuvo que hacer cargo del viejo cuando cayó enfermó y postrado. ¿Por qué no lo había hecho la montonera de hijos bastardos que dejó esparcidos por todos lados para humillación de su madre? Era una injusticia. Sin embargo, no tenía opción, Vicente mismo se lo había prometido a mamá: «quédate tranquila, viejita querida, que yo lo cuidaré mientras él viva». Al día siguiente, doña Leonora había fallecido por esa maldita enfermedad que la venía matando hace años.
Pero, para Vicente, cuidar a don Rufino era el mal menor. El daño mayor ya estaba hecho; fue hace muchos años atrás, cuando el viejo se había encargado de hacerles la vida miserable a su madre y a él; cuando, con sus violentas borracheras, le había sembrado de pesadillas sus sueños infantiles; cuando había hecho añicos el cuerpo, la dignidad y la cordura de su madre. Doña Leonora nunca quedó bien después de esos episodios en que don Rufino la hacía jugar a la ruleta rusa. «Si no lo haces tú, lo haré con el niño», la amenazaba.
Ciertamente don Rufino no había sido ni un buen padre, ni un buen esposo. Lo que no se podía negar era su habilidad para mentir, porque se había encargado de forjar una imagen de hombre bueno y respetable. Con esa habilidad logró convencer a medio mundo de que era doña Leonora la que desvariaba, la que inventaba episodios inexistentes de abusos y otras locuras, porque «su cabecita no estaba bien». Hasta doña Leonora llegó a creerlo así.
Vicente, recordando las amarguras que le había significado su padre, salió del cuarto, volvió a cerrar la puerta y bajó las escaleras.
―¡Eres un desgraciado! ¡Un hijo desnaturalizado! ―gritaba don Rufino, tratando de manotear las semillas de maní de la cama― ¡Eres tan desagradecido como tu madre!
El cuervo llegó hasta la ventana para comer las semillas del alfeizar.
―¡El pájaro! ¡Ya entró! ¡Sácalo, sácalo de aquí!
El cuervo saltó de la ventana al piso del cuarto, siguiendo el camino de semillas que lo guiaba hasta la cama.
El miedo de don Rufino aumentaba con cada saltito que daban las patitas del cuervo. Estaba realmente aterrado. Chillaba, lloraba, maldecía, sacudia una y otra vez la campanilla, hacía crujir la cama.
Vicente, desde abajo, prestaba toda su atención a los ruidos que venían del cuarto en el segundo piso.
El cuervo, finalmente saltó sobre la cama de don Rufino para comer las últimas semillas. Entonces, Vicente comprobó que los ruidos cesaron de golpe. Sonrió con satisfacción y aguardó un minuto con los ojos cerrados, como para cerciorarse que el ruido había terminado. Luego subió los escalones y volvió a abrir la puerta.
La cama seguía vacía, tal como antes, pero ahora todas las semillas habían desaparecido. El cuervo aguardaba parado en el alfeizar.
Vicente volvió a sonreir y sacó su bolsa con maní para esparcir otro puñado sobre la cama donde había muerto Rufino el año pasado. Lo hacía tal como la médium se lo había indicado: «Los epíritus le temen a los cuervos salvajes. Cada vez que los oigas pon semillas para atraer a los cuervos».
Vicente ya se había acostumbrado, vivir con el fantasma de don Rufino era el mal menor; el daño mayor ya estaba hecho, fue hace muchos años atrás, cuando el viejo se había encargado de hacerles la vida miserable a su madre y a él.
JUAN JOSÉ SERRANO
«Tras la puerta»
Recuerdo la última vez que hablé con un querido y buen vecino de mi pueblo natal en Gran Bretaña. Nunca olvidaré aquella frase en la que, con una voz suave pero contundente, me expresó su amor por su lugar de origen y la sensación de estar en el lugar adecuado.
«Cuando veo a mi familia y amigos aquí, siento una gran sensación de paz y felicidad. No creo que pueda encontrar eso en ningún otro lugar», me dijo.
Cada vez que lo pienso, siempre termino haciéndome la misma pregunta: ¿Qué fue lo que me impulsó a dejar mi hogar por tanto tiempo y a acabar mi jubilación en un lugar como este? No puedo decir que el lugar no sea digno de admirar y que su flora y fauna no sean únicas e inigualables, pero el precio que pagué por mi alocada imprudencia fue adentrarme en lo desconocido y vivir la peor experiencia de mi vida.
Sierra Morena es un lugar ubicado en el sur de España con un clima especial y admirable. Con sol durante casi toda la época del año, días normales de lluvias y nevadas ligeras, una gran variedad de flora y fauna, y un paraje extenso de montañas con un verde esmeralda que cautivaría a cualquier extranjero que tuviera la oportunidad de venir hasta el mismísimo pulmón de Andalucía para pasar sus últimos años de vida. Además, cuenta con pueblos cercanos con fiestas tradicionales sin grandes edificios y con excelentes vistas. La cultura, la buena gastronomía y el calor humano respetable hacen de esta zona un lugar atractivo para vivir. Por eso, decidí invertir todos mis ahorros en la compra de uno de esos caserones en medio de la sierra, alejado del bullicio y con un aire puro sin igual.
Todo lo que había soñado se hizo realidad el día que decidí colgar la mochila y dejar atrás mis ganas de ser un loco aventurero. Sin embargo, pronto descubrí que mi sueño se había hecho más grande de lo que pensé cuando me encontré solo en un caserón en medio de la nada. La verdad es que, en mis cincuenta años como viajero, nunca había creído en esas supersticiones o en fantasmas y cuentos pueblerinos que se cuentan para asustar a los niños, pero como dicen por aquí, «nunca digas nunca».
Compré unas tierras sin tener ninguna información previa, todo se tramitó rápidamente debido a mi deseo de que no se filtrara ninguna información sobre la adquisición de un cortijo en manos de un extranjero o «guiri», como se les llama en esta zona. Las habladurías se difunden rápidamente por los pueblos cercanos y con ellas los chavales y personajes curiosos no tardarían en aparecer para ver quién es su nuevo vecino. Jaén es una tierra hermosa, rica en cultura, historia y en muchos otros aspectos, pero lo que más se comenta sobre esta provincia es su fama por la rapidez en que se propagan las noticias y la prontitud con que los curiosos investigan.
En el camino hacia mi nuevo hogar, acompañado del chico de la inmobiliaria con el que tuve la amabilidad de hacer negocios, nos topamos con un personaje desaliñado que tiraba de un viejo burro montado por dos jóvenes, aparentemente de la misma estirpe y igualmente desaliñados que el que tiraba del pobre animal. Se quedaron mirándonos por un rato y luego continuaron su camino como si nada hubiera pasado. Yo me sentí aliviado, porque por un momento pensé que todo el mundo ya sabía que había comprado la propiedad y que pronto habría una veintena de personas curiosas y sin invitación tocando a mi puerta, pero por fortuna eso no sucedió.
Pasaron varios días de calma y silencio sepulcral mientras me adaptaba a mi nueva vivienda y a las horas ausentes de la empresa inmobiliaria encargada de amueblar y restaurar parte del cortijo. Hacia una noche tranquila con una agradable brisa primaveral, estaba sentado en el porche acompañado de un libro cuando escuché un extraño reclamo. Parecía un grito o el sonido de un animal, que me alertó por un momento, sacándome de mi comodidad y devolviéndome a la realidad de donde me encontraba. Decidí salir por el portalón que conducía a un camino que se abría en ambos sentidos. A la derecha bajaba hacia uno de los pueblos cercanos, separado por unos pocos kilómetros, y a la izquierda no tenía ni la más mínima idea, ya que aún no había tenido la oportunidad de indagar o preguntar qué había más allá del caserón. Pensándolo dos veces, decidí dejar de lado aquel reclamo y echar el pestillo del portalón. Recogí todos los trastos que había dejado por medio y llevé a lavar mi taza de té, cuando por el lado de la misma ventana de la cocina, escuché de nuevo aquel maldito reclamo.
Por un momento, comencé a tomarlo con risa y me dije a mi mismo: «Larry, ya eres mayor para creer en esas cosas». Pero la cosa no acabó ahí. Me marché a mi habitación, recorriendo los largos y oscuros pasillos de la casa con la poca luz de mi smartphone, y justo en la pequeña apertura de la puerta noté cómo una sombra cruzó rápidamente de un lado a otro. En ese momento, no me asusté, aunque sí hizo que mi vello se erizara. Abrí la puerta con un pequeño empujón y encendí la luz del cuarto, cuando vi lo que me había estado perturbando. Un pequeño gato oscuro como la noche había entrado por la ventana y escapó por la misma en el momento en que prendí la luz. Aliviado, me dije a mi mismo que todo tenía una explicación y dejé de pensar en bobadas fantasmales.
Al día siguiente, hablé con los encargados de la reforma y les expliqué la importancia de poner rejillas en las ventanas para evitar que se colaran animales indeseados. Adrián, el joven encargado, se ofreció a trabajar unas horas extra para terminar todas las ventanas antes de irse, evitando cualquier otro percance. Le agradecí muchas veces y le invité a cenar, a pesar de que era tarde. A regañadientes, el muchacho aceptó y quedé completamente agradecido. No es que tuviera miedo de estar solo, pero valió la pena que Adrián se quedara esa tarde para descubrir conmigo otro de los extraños sucesos que nos ocurrieron ese día.
Durante la cena, hablamos tranquilamente del lugar, el clima y los pueblos cercanos, cuando escuchamos de nuevo el mismo sonido que el día anterior. Adrián quedó sorprendido y dijo haber oído ese sonido antes, pero no tenía idea de qué animal podría ser. Por su explicación, quedó claro que no era ningún gato y que el huésped que eché por la ventana no hacía ese ruido. Para nuestro asombro, escuchamos una puerta moverse al fondo de la casa. Encendí todas las luces y, con Adrián detrás de mí, caminé hacia la puerta de mi habitación, donde vi la sombra cruzando de un lado al otro otra vez. Con una sonrisa inquietante, le pregunté a mi compañero si también lo había visto y, para mi sorpresa, el joven contestó afirmativamente. Empujé la puerta con mala intención y descubrimos que la ventana estaba destrozada. «Parece que a mi amigo felino no le gustó el arreglo de la ventana», dije con ironía. Pero para añadir más misterio al asunto, Adrián y yo buscamos por todos lados al gato y no lo encontrábamos por ningún sitio. «Debe haber escapado por la ventana antes de que abriéramos la puerta», aseguró el joven. Después de hacer otro arreglo y reforzar la ventana, Adrián finalmente se marchó y me quedé solo en mi nuevo hogar.
El día amaneció soleado y se pronosticaba que iba a ser bastante caluroso para ser primavera en ese lugar. La gente que trabajaba sin descanso para terminar los pequeños arreglos que quedaban en la casa hablaba de que no era normal un día así en primavera y acusaba al cambio climático por la falta de lluvia. Yo continué con lo mío y para no molestar decidí salir a caminar e indagar por las partes desconocidas de los alrededores. Me colgué mi antigua mochila y, preparada con agua y algún tentempié, me encaminé por ese camino siniestro y desconocido para conocer mejor los terrenos vecinos y si por casualidad había alguna vivienda más en algún otro lugar del camino.
Andaba algo torpe por algunas de las zonas abruptas y empedradas que se convertían en todo un desafío para explorar, cuando sin darme cuenta, me encontré frente a un terreno de sierra que se alzaba majestuoso ante mis ojos. Las montañas se sucedían unas a otras en una armonía perfecta, formando una cadena que se perdía en el horizonte. El aire era puro y fresco, y el sonido del viento entre las rocas y los árboles me acunaban como una suave melodía.
Curioso, decidí seguir un pequeño sendero hacia el bosque y, a pesar de la dificultad y el impedimento tortuoso de las ramas retorcidas y enmarañadas, me adentré en su interior. Los rayos del sol se filtraban entre las hojas de los árboles, creando una luz mágica y envolvente que invitaba a seguir adelante. El sonido del viento y las aves me tenían ensimismado cuando descubrí que poco a poco la luz solar se perdía entre la espesura de los árboles. Una hilera de niebla blanca y serpenteante se había tragado por un instante mis pies, y unas esferas lumínicas de color celeste comenzaron a danzar sobre ella. Estaba tan absorto con el descubrimiento que no había reparado en cómo había llegado tan lejos y acabado en ese lugar, cuando una voz dulce que brotó de mi cabeza comenzó a llamarme por mi nombre: «Larry…, Larry…, Larry». Hechizado, seguí adentrándome en el bosque y desperté justo cuando me enredé con una zarza, cuyas horribles púas penetraron en mi piel, obligándome a dejar mi preciada mochila sin más remedio.
Después de luchar por salir de aquella horrible pesadilla, caminé de vuelta hecho un Cristo hasta mi nuevo hogar. El camino ahora me parecía mucho más pesado y menos fabuloso, todo por lo raro que me parecía: estaba oscuro como si hubiera estado todo el día en el bosque, y la niebla, a pesar de lo que habían dicho del tiempo, cubría gran parte del lugar. A todo esto le precedía un olor a humedad seca, quemado, acre y nauseabundo que me perseguía todo el camino hasta mi casa.
Cuando llegué, todo me parecía cambiado y anticuado. Nada había sido arreglado y la estructura del inmueble estaba desgastada y destrozada. Decidí sacar mi smartphone para ver la hora, pero por arte de magia, este no funcionaba y no había nadie en la casa a quien pudiera reclamar. Enfurecido, me adentré en la casa y me acerqué al comedor para extraer agua fresca del dispensador que, para colmo, no estaba en ese lugar. Las luces no funcionaban y recordé que había dejado mi linterna en la mochila. Desesperado, me dirigí a mi habitación en busca de un cargador para mi smartphone, cuando de pronto escuché un reclamo que ahora parecía más un lamento humano. Mi bello se erizó y miré fijamente hacia la puerta entreabierta de mi habitación, desde donde creí sentir aquel sonido extraño. Agarré el pomo con cuidado y, tomando aliento, comencé a abrir lentamente. Por un momento, quise creer que todo era una broma muy elaborada, y pensé en cerrar los ojos para no llevarme un susto, pero hice todo lo contrario. Con los ojos abiertos como platos y mi cara envuelta en horror, descubrí una entrada al mismísimo infierno. Un tumulto de cadáveres colgaba del techo, balanceándose por una misteriosa ráfaga de aire helado que me congeló la sangre. Mi grito agónico se entremezcló con aquel lamento desesperado que provenía de una de esas criaturas que agonizaban colgadas en ese siniestro lugar. Apenas sabía de dónde sacar fuerzas para volver a cerrar y salir huyendo de esa monstruosa escena o pesadilla, cuando escuché de nuevo esa voz dulce repetir mi nombre: «Larry…, Larry…, Larry…», acompañada de un orbe celeste que zigzagueaba hasta quedar frente a mi cara. En ese mismo instante, grité lo más fuerte que pude, y el orbe de luz se introdujo por entre mi garganta hasta que desperté de nuevo envuelto en las zarzas, junto al sonido del viento y el de las aves, perdido en ese extraño lugar de sierra morena.
IRENE ADLER
BONIFACE
—Para proteger Ultra, creamos a Boniface. Extendimos el rumor de que ése hombre dirigía una inmensa red de informadores anónimos por toda Alemania: desde altos mandos de la Wehrmacht hasta panaderos o científicos. Les hicimos creer que la red tenía ojos y oídos en todas partes, y que de ahí procedía toda nuestra contrainteligencia. Durante un tiempo, la Abwehr y las SS se pusieron de acuerdo en que capturar a Boniface era prioritario para el Reich y para el Führer, y aparcaron sus desavenencias en favor de un objetivo común. Hasta en el más humilde hogar de Berlín se conocía a Boniface como si fuera el hombre del saco, y las madres amenazaban con él a los niños desobedientes que no querían irse a dormir. Pero Boniface nunca existió. Tampoco su red de espías. Hasta que las sospechas pusieron en peligro la continuidad de esa mentira y nos vimos obligados a crearlo. Le dimos un rostro; una identidad; un objetivo que como todo en mi mundo, también era falso. Y lo abandonamos a su suerte sabiendo lo que le ocurriría. Creo que su verdadero nombre era Jacob, pero no recuerdo su rostro. A menudo se mezclan en mi memoria igual que las voces, las cartas de pésame, sus fechas de nacimiento. No sé cómo llamar a éso: si demencia o remordimientos.
—Yo diría que sí lo sabes. De lo contrario no estarías aquí.
Lo distrae el recuerdo fugaz de unos ojos negros con cuya esquiva mirada se había tropezado en la puerta al entrar. Las largas pestañas de henna lo llevaron a otro recuerdo; otros ojos; otra mujer con la que una vez se tropezó en otra puerta. Se llamaba Noor Inyati Khan. A ella también la había reclutado con su encanto y sus zalamerías; sus promesas y su vapuleado sentido del deber. Otra heroína olvidada a la que había enviado a morir por nada. A Noor la mataron en Dachau y a diferencia de Jacob, sabía dónde estaba enterrada. Jacob no. Nunca recuperaron su cadáver.
—Recluté a Jacob en Bletchley Park porque tenía la edad adecuada, estaba soltero, hablaba alemán y su especialidad era la criptografía. Sabía lo suficiente como para resultar convincente en el papel de Boniface, y lo que no sabía le enseñé a memorizarlo. Nombres de agentes; operadores de radio que trabajaban con la resistencia en Francia y en Bélgica; casas seguras; ciudadanos alemanes cuya proximidad al régimen queríamos debilitar o comprometer. Carnaza más que suficiente para que los alemanes tuvieran algo que roer mientras nosotros perfeccionábamos toda esa información que las máquinas de Bletchley Park nos estaban proporcionando y cuyo nombre en clave era Ultra. Era como en esas habitaciones llenas de espejos que hay en las barracas de feria: todo lo que ves no son más que reflejos, ilusiones, mentiras para ocultar la realidad. La clase de mentiras que justifican la existencia de hombres como yo.
—¿Y cuál era la realidad?
—Que estábamos muy cerca de descifrar los códigos de comunicaciones nazis y si ellos lo hubieran sospechado, entonces habrían actuado en consecuencia cambiándolos, y todo volvería a empezar. La guerra se habría eternizado. El resultado podría no haber sido el mismo. Y usted y yo estaríamos aquí y ahora manteniendo esta misma conversación en alemán. Entregarles a Boniface y su red nos hizo ganar tiempo; tal vez incluso la guerra. Pero también es posible que ese monstruoso sacrificio no hubiera sido necesario, que Ultra no llegara en realidad a correr ningún peligro. Que la mentira sólo sirviera para justificar la existencia de hombres como yo.
Un desvaído olor a flores muertas y cera para ataúdes lo alcanza sin previo aviso. Oye pasos fuera, en el pasillo, y el pesado movimiento de la puerta de roble macizo al abrirse. Suenan los primeros acordes de un órgano y recuerda, tibiamente, que a Jacob le gustaba Brahms y que Noor era pésima con las armas de fuego.
—Enviamos a Jacob a Francia y encriptamos un mensaje con su nombre y su situación para que los alemanes lo interceptaran. Lo último que le dije fue que si lo detenían no se hiciera el héroe. Que les dijera cuanto quisieran saber. Que hiciera lo que fuera preciso para seguir con vida. Y Jacob lo hizo. Los alemanes se tragaron el anzuelo y celebraron como un triunfo el haber capturado a Boniface y su red de espionaje. Sus códigos estaban a salvo y nosotros dispusimos de un tiempo precioso para descifrar las coordenadas de futuros bombardeos con V1 que habrían matado a millones de personas en Inglaterra. Aquel día perdimos a dieciséis inocentes: tres holandeses; cuatro franceses; cinco alemanes y cuatro británicos. Buenos agentes. Buenas personas.
—Estábamos en guerra. Todas las decisiones eran difíciles. Tenías que elegir y elegiste el mal menor.
Advierte el frío y la penumbra; lo estrecho del cubículo y el efecto analgésico de la voz que escucha al otro lado de la celosía. Está sudando a mares y no se siente reconfortado. No siente nada. O quizá siga sintiendo lo mismo.
—¿Sabe padre? Nunca he terminado de entender esa expresión. Creo que se lo preguntaré a Jacob.
El disparo retumba en el aire quieto de la iglesia y su acústica lo amplifica hasta hacerlo parecer un cañonazo.
Recogiéndose la sotana, el padre Arthur empuja la puerta del confesionario y ve al hombre derrumbado sobre el banco de madera de los penitentes, con la pistola caída a sus pies.
Con una mano le cierra los ojos , y con la otra le da la absolución.
ALMUT KREUSCH
El deseo de Pegaso
Pegaso solía volar velozmente entre el cielo y la tierra, haciendo brotar manantiales allí donde tocaba la pezuña. Se enorgullecía de creerse invencible. Hasta el día en que el astuto y vanidoso guerrero Belerofonte, por orden de Atenea y tras feroces luchas consiguió domar al caballo salvaje. Montado sobre el lomo del vencido animal blanco de grandes alas no se rindió hasta conseguir su objetivo: matar a la Quimera, una bestia de tres cabezas, insaciable devoradora de seres humanos y animales y que sembraba el terror entre la población.
Y más tarde, en un intento de ganarse el favor de Zeus, Belerofonte obligó a Pegaso a llevarle al Olimpo, pero Zeus ya tenía constancia de él. Un poderoso bote del caballo hizo volar a Belerofonte, que aterrizó aunque ileso en la Tierra, pero condenado a vagar como un perturbado mental por el resto de sus días. ¡Qué sabio el mosquito divino que picó al caballo donde más le molestaba!
Pegaso, por su parte, fue recompensado por su valentía en el Olimpo, honor que le concedió el gran Zeus. Se le confió el control de los truenos y los relámpagos, además de tirar del carro de la Aurora en cada amanecer. Los rayos y los truenos eran un mal menor e incluso disfrutaba con ellos, pero madrugar cada mañana para pasear a la diosa Aurora era una tarea agotadora y aburrida, y más aún porque era una mujer arrogante y altiva.
Pero la razón de la infelicidad de Pegaso no era sólo el aburrimiento. Lo que le atormentaba desde hacía mucho tiempo era algo totalmente distinto.
Necesitaba una hembra. A diferencia de su anterior ocupación, en la que había gastado tanta energía que su masculinidad se había reducido a un deseo casi inexistente, ahora y durante los largos periodos de descanso, no podía ignorar las señales de su cuerpo reclamando alivio. Estaba impaciente por encontrar una yegua. Cuanta envidia tenia a los caballos de la Tierra que tenían una manada de yeguas a su disposición.
Desde las alturas había visto a personas y animales en sus quehaceres amorosas intimas , vio la impaciencia del apareamiento y el vigor de la copula. Lo anhelaba ahora con mucha fuerza.
Pero no se atrevió a pedirle favores a Zeus.
¡Qué futuro le esperaba! Desesperado, pidió audiencia a Atenea, diosa sabia, inteligente y bien relacionada.
— ¡ No puedo seguir viviendo así, el deseo me matará. Me estoy convirtiendo en un autómata enviando tormentas y en caballo de tiro. Seré infeliz para el resto de mi vida.
Atenea se dio cuenta que el pobre animal había perdido mucho peso y que el brillante pelaje, ahora era opaco y feo.
—Intentaré encontrar una solución. No desesperes, dame unos días para hacer algunas gestiones. No te preocupes, podré ayudarle.
Pegaso salió de su despacho con un poco más de esperanza.
Volvió nervioso en el día acordado.
—Verás,— dijo Atenea,— Zeus y yo hemos tenido una larga conversación. En estos momentos hay un conflicto entre las Musas y un grupo de doncellas, las Piérides, al pie del monte Helicón. Están celebrando concursos de música, canto y compitiendo entre ellas para ver quién es la mejor. Complacido con las bellas voces y sirviéndole de alimento, el monte ha comenzado a crecer y continúa haciéndolo. Hay que detenerle antes de que alcance el cielo.
—Sí, ¿y qué pinto yo en este asunto?— preguntó el caballo, —¿Espantar a las chicas con mis alas?
—No, he convencido a Zeus, de que tú eres el único capaz de romper el monte con una de tus poderosas coces y así detener el crecimiento de Helicón.
—¿Anda ya, no ves como he perdido peso? ¡Ya no tengo la fuerza de antes!
—¡Tendrás la fuerza necesaria, ya verás! Confía en mí. Mañana mismo partirás.
Le miró con ternura:—Toda esta operación es sin duda de máxima importancia, pero mi principal propósito es ayudarte con tus problemas carnales y para eso he tenido que hacer otras gestiones para coordinar el deber y el placer. Si todo va según lo previsto, me han asegurado que regresaras para siempre tranquilo y realizado. Tus deseos desaparecerán y a cambio llegaras a disfrutar plenamente de tu tarea aquí arriba. Pero Zeus de eso no sabe nada. ¡Así que ni palabra!
El brillo volvió tímidamente a los ojos grandes y tristes del animal.
— No sé cómo agradecértelo , Atenea,— dijo.
— Estoy en deuda contigo, Pegaso,— respondió ella.
A la mañana siguiente, tras dejar la Aurora en su casa, el caballo volvió a desplegar sus poderosas alas y voló majestuosamente desde el Olimpo en la dirección indicada con un vigor que le sorprendió incluso a él mismo. Al acercarse al monte Helicón que había aumentado considerablemente su altura oyó los canticos y coros de las competidoras. Busco la parte más rugosa de la montaña para evitar que el casco resbalara, concentró toda su fuerza en la parte posterior de su cuerpo y dio al monte un poderoso empujón con todo su ímpetu. La montaña se quejó con un profundo rugido y antes de desplomarse bajo las atónitas miradas de la chicas y el alegre aleteo de Pegaso.
— ¡Helicón! ¡Para que aprendas la lección! ¡ Nunca más vuelvas a desafiar la grandeza de Zeus!
El caballo se quedó allí un rato, observando la escena con las muchachas revoloteadas y gritando mientras corrían para ponerse a salvo.
Estaba mirando lo que quedaba de la montaña rota cuando vio surgir del centro de la ruina una fina niebla azulada e, impulsada por una gran fuerza, brotó un manantial burbujeante. No podía creer lo que veían sus ojos. Desde las oscuras profundidades del agua emergió una hermosa yegua blanca. Abrió lentamente sus grandes alas y voló hacía él.
Y nunca mejor dicho, Pegaso la cogió al vuelo.
ANNERIS GARCÍA
Berta está sentada en una silla, con las muñecas esposadas y atadas con una cadena a una mesa. Lleva así más de dos horas, o eso cree, no tiene reloj. Está cabizbaja, ha llorado, gritado, pataleado, pero ahora está en un estado apático, con la mirada perdida en las esposas que rodean sus muñecas. Intenta poner en orden sus pensamientos, pero sólo puede pensar en él, no sabe cómo ha llegado hasta aquí.
La habitación está mal iluminada, las paredes son todas oscuras, de madera. A su derecha hay una cristalera, no puede ver lo que hay al otro lado. Está segura que es un espejo espía, de esos que salen en las películas. No hay ningún otro mueble excepto la silla y la mesa a la que está atada. Ambas parecen ancladas al suelo. Alguien abre la puerta, pero Berta no es capaz de levantar la mirada.
El agente Montero entra en la habitación, trae su propia silla, la coloca al otro lado de la mesa, frente a Berta. Saca de sus bolsillos un mando que acciona y una luz roja se enciende detrás de su cabeza. Tira de manera teatral una carpeta sobre la mesa. El golpe hace que Berta reaccione y levante la mirada.
-Hola Berta, soy Montero. Veo que ya te has calmado. Tengo que hacerte unas preguntas.
– ¿Cómo está Edu?
-Mejor que el pobre desgraciado al que habéis matado – le responde abriendo la carpeta y mostrándole una foto, en la que aparece un hombre semidesnudo, en una cama con un cinturón al cuello. – ¿Te acuerdas de él? Se llamaba Manuel y habéis dejado huérfanos a dos hijos de tres y cinco años.
Berta no contesta, ahora tiene la mirada fija en la foto que le muestra Montero. En su mente se suceden un montón de imágenes, como si fuese una película que avanza al doble de velocidad. Otro golpe fuerte le hace volver a la realidad. Es el agente, que ha dado un golpe en la mesa.
-Vas a tener que explicarme a qué estabais jugando, ¿Cómo conociste a Manuel?
Berta se toma su tiempo, levanta la cabeza y su mirada recorre el pectoral de su carcelero. Está fuerte, se nota que es asiduo del gimnasio, el uniforme lo lleva muy ajustado, como si quisiera demostrar su estupendo físico. Se detiene en su barbilla. Lleva una barba muy bien cuidada, como Edu, esa que le vuelve loca cuando le raspa en sus muslos. ¿La de Montero le produciría lo mismo? Ahora, analiza sus labios, carnosos, rojos, apetecibles, si pudiera se los mordería. Es guapo, ¿tendrá novia? Llega a sus ojos, son oscuros, tiene una mirada intensa, otra vez le recuerda a su novio. Ladea la cabeza y en su rostro aparece una sonrisa perversa – No te voy a decir nada si no me dejas verlo– Es lo único que dice sin perder su perfila sonrisa. Su cuerpo parece contonearse como una serpiente. El agente no se inmuta, ignora su respuesta.
– ¿Lo conociste tú primero, o fue Edu? ¿Cuándo decidisteis hacer un trio? ¿Quién le apretó el cinturón hasta su muerte? No, esa no la contestes, tú no tienes fuerza suficiente, estamos convencidos que fue tu novio. Ese que está ahora con mi compañera Isa, y seguro que está cantando como un pajarito, es muy persuasiva ¿sabes?
En ese momento, una agente abre la puerta sin llamar – Montero, ya no hace falta que sigas, lo tenemos – le dice, es alta, rubia, en forma, lleva el uniforme igual de ceñido que su compañero, es muy guapa, de esas a las que no se les adivina la edad.
-Perfecto, pues entonces ya he terminado. Gracias Isa. – Cierra la carpeta y le mira a los ojos – ¿Ves? No te mentía, es la mejor. Seguro que te va a caer una buena, no te muevas de aquí, ahora vendré para arrestarte y decirte los cargos, pero ya te adelanto que mínimo será asesinato. – se levanta y abandona la habitación.
¿Qué ha pasado? No es posible, él no le haría eso, ¿o sí? En su cabeza empieza a recordar cómo se metió en esto. Ella no fue la que apretó el cinturón…
-Ya lo tengo – Montero ha vuelto a entrar en la habitación, trae un folio con un membrete oficial y un sello, ya está, la van a detener.
-No, espera, no sé qué te ha contado Edu, pero yo no lo maté.- Traga en seco – Tengo mucho que contar, Manuel no ha sido el único, sólo que esta vez no salió bien, era un adúltero como todos. Ha habido otros, te puedo dar todos los nombres.
Montero disimula su alegría, mira con el rabillo del ojo al espejo, al otro lado está Isa, su jefa. Parece que la jugarreta les ha salido bien. Se sienta y se dispone a escuchar la confesión.
-Bien, voy a escucharte, pero como me mientas se acabó. Empieza por el principio, de momento con Manuel, luego ya me cuentas el resto.
Berta cierra los ojos, empieza a estirar su espalda, parece estar en trance. Cuando está preparada abre sus ojos, pero tiene la mirada perdida. Empieza a soltarlo todo.
Edu se pasa el día en el centro comercial, no trabaja, pero va a acompañarme y se queda dando vueltas esperando a que salga. Así que tiene mucho tiempo. Dice que desde pequeño tiene la habilidad de observar a las personas y saber que piensan. La verdad es que nunca se ha equivocado. Todos a los que ficha son unos babosos adúlteros que se pirran por una minifalda y un buen escote. Consigue que les inviten a unas cañas y por casualidad aparezco yo, que soy su novia y supuestamente también una adúltera, flirteo con él descaradamente delante de mi novio, hasta que se va al baño y es en ese momento en el que el muy tonto me entra, está desesperado. Así que quedamos al día siguiente, en mi apartamento, cuando esté sola.
En mitad de la faena, aparece Edu, se hace el sorprendido, el ofendido, le pega, le ata, y entonces empezamos a divertirnos. Les hemos llegado a tener castigados hasta dos días y claro mientras tanto les fundimos la tarjeta. Cuando los soltamos están tan acojonados que estamos seguros que no volverán a tocar a otra mujer que no sea la suya. Lo hacemos por su bien, es una manera de hacer justicia. Ya sabe, ¿Cómo se dice? ¿Cómo esa película?… ¿Mal menor? Eso, mal menor, nos divertimos, les damos un escarmiento, pero luego se vuelven angelitos.
Con Manuel no sé qué pasó, algo salió mal, solo estábamos divirtiéndonos, el pobre no llegaba, se iba siempre antes de tiempo. Vimos una peli hace unos días de esas fuertes, donde un hombre se estrangulaba para tener una erección más duradera, así que probamos.
-Bien, antes me has dicho que hubo otros. Dame nombres.
Sí, no sé si me voy a acordar de todos, pero me acuerdo de José Ramos, David Santos y Miguel Jiménez. Seguro que si les localizan y les interrogan les dirán lo mismo que yo.
Al otro lado del espejo Isa sintió una corriente recorriéndole la espalda. Aquellos nombres le sonaban. Salió de la habitación directa a su despacho, tenía una terrible sensación. Encima de su mesa tenía cinco expedientes pendientes de cerrar, en principio eran suicidios. Abrió la primera carpeta y leyó el nombre, David Santos, abrió la segunda, Miguel Jiménez, la tercera José Ramos.
MERCEDES FERNÁNDEZ GONZÁLEZ
ME OLVIDÉ DE VIVIR
Me olvidé de vivir.
Me olvidé de que en algún sitio habitaban la tranquilidad y la serenidad. Mi estrés no me debajaba encontrarlas.
Me olvidé del tiempo, todos los días eran lunes. Así pasaban los años, entre prisas, plazos y listas con cosas que hacer.
Me olvidé del espacio, ese que todos necesitamos, ese círculo alrededor que nadie debe invadir, pero que invadieron.
Sin tiempo ni espacio, resultaba difícil encontrar esa calma que lo curaría todo.
Me olvidé del aire, me lo robaron. Me ahogaba.
Me olvidé de mi aura, siempre apagada para mí y siempre brillando para los demás.
¿Quién era la verdadera?
¿La brillante o la oscura?
Yo nunca vi mi aura, nunca supe de verdad cómo era.
Me olvidé de quererme, corrigiendo impulsos que me hacían imperfecta, pero quién es perfecto.
Me olvidé de seguir luchando por sueños de nefelibata, pero eran los míos. Me olvidé de impedir que los usurparan, y así, los perdí, llevándose con ellos parte de mi esencia.
Me olvidé de besos y de abrazos, ¿me tocaba a mí darlos? Pero ¿y recibirlos?
Olvidé dejar atrás mochilas que no eran mías, todas siempre llenas de piedras y fango que pesaban demasiado.
Sin embargo, con tanto olvido, me di de cara con mi propio egoísmo.
Un día, me miré al espejo y me ví, la invisibilidad era para el mundo, pero yo, por primera vez en mucho tiempo, vi reflejada mi imagen, mi silueta, y me gusté.
Empecé a pensar en mí, a decir no quiero, no me gusta, no me apetece, no llevas razón.
Dejé de mendigar cariño, de comprar compañía, y me encontré quién me lo regalaba sin pedir nada a cambio.
¿Quién soy ahora?
El aura sigo sin verla. Es sólo un mal menor …
Quizás, para hacerla brillante, sólo deba darle al interruptor. Así de fácil.
IVONNE CORONADO
El tío que yo más quise
Entre las historias que me contó mi abuela, estaba la de su amnesia pasajera, a causa de la pérdida de su hijo antepenúltimo. – Podían haberlo salvado- me dijo y añadió -pero no culpo a tu abuelo por la decisión que tomó.
La casa donde vivían tenía piso de madera. Era una casa vieja. No se acordaba porque razón estaba tendiendo ropa al interior, tenía servicio doméstico quizás era su día de asueto. Estaba ya con siete meses de embarazo.
El piso cedió de golpe bajo sus pies. Era un piso elevado. Ella y su gran panza fueron proyectadas al suelo. No era una gran elevación, pero su estómago se vio presionado por las tablas rotas.
A su grito angustiado corrieron hijos y marido al rescate. La sacaron con dificultad. El nacimiento prematuro era inminente. Ella se desmayó.
En el hospital, después de examinarla, el médico tuvo que hacerle a mi abuelo la siguiente pregunta: Salvamos a la madre o al niño?
-A la madre – Contestó con tristeza.
Me imagino lo grave que serían sus lesiones internas. No despertó
rápido. Cuando lo hizo, tuvo perdida de memoria, al recordarse lloró a su hijo. Vivió cortos minutos. Tenía los ojos grises de mi abuelo, según le dijeron. El único que los había heredado. Los otros eran de ojos azules, verdes, y color de tiempo. Los de mi abuela eran grandes y marrón oscuro.
Mi abuelo le dijo, cuando recobro la memoria:
-Perdona mi amor, tuve que escoger entre un mal mayor y uno menor. No podía dejar a los otros tres chicos huérfanos. Yo sabía que adoraba a su esposa.
Siempre se recordó de ese hijo que nunca vio, pero que siete meses llevó en su cuerpo.
Al poco tiempo quedó embarazada de nuevo. Quizás por su trauma anterior, su último hijo fue prematuro, y muy diferente a sus primeros, fue un muchachito delgado y más bajo de estatura que los otros. Cuando adolescente, se propuso ser fuerte. Llegó a ser campeón de físico-culturismo. Del tercer lugar pasó al primero, con una determinación muy grande. Fue campeón de tiro al arco, nadó como un pez en toda agua, hizo muchos otros deportes como boxeo y karate. Fundó su propia compañía y fue autodidacta, pues quedó huérfano a los nueve años. Un ídolo para sus amigos y para mí. El tío que yo más quise.
RAÚL LEIVA
El cuaderno
Apareció de la nada en una de esas tantas mudanzas, donde van a parar los libros a una caja y no salen hasta que la misma estorba en cualquier parte que se la coloque y se termina mal repartiendo entre amigos y conocidos.
Era un cuaderno común y corriente, solo que había pasado de generación en generación y se le atribuía una suerte de poder: el olvido selectivo.
Todas sus hojas estaban en blanco y servía para anotar lo que uno quería olvidar de una vez y para siempre. No se podían olvidar personas o lugares, solo los recuerdos o sentimientos que generaban las geografías, cosas o sucesos. Era raro ya que lo que uno siempre quiere es recordar, desde datos totalmente inútiles hasta contraseñas que nos pueden bloquear las cuentas bancarias o dejarnos fuera de casa en una noche de lluvia, pero olvidar ¿quién quiere olvidar?
Por las dudas dejó el cuaderno en la mesa de luz por si paradójicamente recordaba algo que quisiera olvidar. Conforme la noche avanzaba, el sueño se vio desplazado por una infinidad de cosas que quería olvidar. Vinieron a sus recuerdos el día que su padre lo abandonó y su madre cayó en depresión durante varios años, recordó el amargo sabor de las comidas con encierros en un altillo cada vez que su madre intentaba recomponer algo parecido a una pareja. Recordó los gritos desesperados de su amiga cuando era niña y su tío quedaba a solas con ella tardes enteras. Le dolió en el alma el día que corrió a los gritos con un palo en la mano a su perro que había roto una maceta y en la carrera terminó aplastado por un auto, ese recuerdo también lo hizo llorar. Recordaba con tristeza el día de su cumpleaños y ningún amiguito fue a su fiesta porque llovía torrencialmente. Amasó con rencor aquel primer amor que lo engañó constantemente y no resignó a perder a pesar del daño que le causaba la situación. Ante sus ojos desfilaron las humillaciones sufridas en la escuela, los desplantes de sus amores siguientes, las reiteradas negativas en el trabajo para reclamar lo que consideraba justo, las mentiras de su abogado, las verdades de sus médicos, los desprecios de casi todos.
Su frágil corazón le dictaba como una sentencia un detallado listado de recuerdos que deberían necesariamente ser borrados de su mapa mental. Cada una de esas marcas había tallado este vulnerable ser que intentaba golpe a golpe reiniciar su vida para comenzar de nuevo sin éxito alguno. Decidido como nunca en su vida, tomó un lápiz de su hijo pequeño y abrió el cuaderno en la primera página decidido a poner una lista interminable y liberadora para despertar ayuno de malos recuerdos. Tremenda fue la sorpresa cuando vio un dibujo indefinido por el paso del tiempo. En él se veía, con cierta dificultad, una familia en la que reconoció los bigotes abultados de su padre y el delantal con flores que usaba la mamá, que son sus únicos recuerdos felices de la vida. Lloró largamente al recordar el momento en el que hizo ese dibujo para dárselo al papá justo el día que se fue para siempre de su vida y tuvo la amarga certeza de haber tenido la culpa de la separación de la familia.
Así que decidido a todo, tomó el lápiz en la mano y el coraje en su pecho y garabateó unas letras para cerrar con absoluta determinación el cuaderno fatal. Fue a la habitación de su hijo y lo abrazó como nunca hasta quedarse ambos dormidos.
Al despertar desayunaron como siempre y se fueron a la plaza a darle de comer a las palomas, compraron pan y queso para almorzar, planearon tener un perro para poder jugar y volvieron tomados de la mano cantando una canción.
Bajo la cama un cuaderno comenzaba su proceso de olvido definitivo, tal y como lo sentenciaba la única oración escrita bajo el dibujo borroneado de una familia que solo existió en un recuerdo perdido en la mente de un niño.
CARLOS RODRÍGUEZ
SOSPECHAS III
Poco después Emilia entraba por la puerta. Sus voces me indicaron que ya había recibido la noticia.
– ¡Don Rodrigo, Don Rodrigo… que han encontrado a Arcadio!
– Pero tranquilízate Emilia, por favor, gritando no solucionaremos nada.
– Pero … es que… Don Rodrigo …
– Lo sé hija, lo sé… He sido yo quien ha encontrado su cuerpo.
Fue entonces cuando aquella frágil criatura se desmoronó y abrazándose a mi lloró desconsoladamente.
– Llora sin miedo chiquilla, llora sin miedo, vuestro secreto está a salvo conmigo.
– Pero… usted lo sabía.
– Tal vez de forma inconsciente, aunque no ha sido hasta esta madrugada cuando lo he confirmado de forma consciente.
– ¿Qué ha podido pasar Don Rodrigo? Él era muy prudente y jamás había tenido ni el más pequeño arañazo.
– No lo sé Emilia, no lo sé. Habrá que esperar a los resultados de la investigación. Ya sabes que Ernesto es amigo de la familia y, dentro de lo posible, nos irá informando de lo que la Guardia Civil vaya averiguando.
En aquel momento no quise aumentar su sufrimiento contando los detalles que yo ya conocía, no creí que fuese necesario contarle que los primeros indicios apuntaban a un homicidio, ya lo haría cuando tuviese más datos.
Di la semana libre a la muchacha, aunque le dije que podía quedarse en la casa si lo deseaba, el pazo no era pequeño y había demasiados cuartos libres desde que mis hijos habían terminado sus estudios y encontrado empleo en la capital, ahora ya sólo venían un par de semanas durante el verano y unos pocos días por las fiestas de Navidad.
No lo tenía nada claro, pero tampoco quería estar sola en su casa dándole mil vueltas a la cabeza, de modo que después de un “no quiero molestar” y otro litro de lágrimas accedió a quedarse en el cuarto que muchos años atrás había ocupado Amparo, el ama de llaves que había acompañado a mi madre toda la vida.
…
…
– Mi teniente, ha llegado el informe de la científica, se confirma que la muerte de Arcadio no ha sido un accidente, un vehículo tipo monovolumen le embistió lanzándole fuera del camino y provocándole la muerte.
– Gracias Antúnez, en cierto modo es bueno saberlo. Aunque ha sido en nuestra demarcación han decidido que la investigación la lleve el grupo especial de homicidios que han trasladado desde Madrid para llevar la masacre de Antas, todos creemos que la muerte de Arcadio tiene relación con la matanza.
– Como les gustan los casos importantes a estos de la capital.
– No es cuestión de importancia sargento, ellos tienen más experiencia y más medios que nosotros. ¿Cuánto hace que esta destinado aquí?
– Trece años mi teniente.
– Y en ese tiempo ¿Cuál ha sido el caso más complicado que hemos tenido?
Antúnez dejo escapar una gran carcajada al recordar aquel incidente en el que se habían pasado toda una semana buscando pistas de quién se había llevado el carnero de Doña Remedios, que había desaparecido durante la noche sin dejar rastro. Lo más divertido de aquel caso había sido su resolución, cuando uno de los nietos de Doña Remedios había encontrado al animal metido en la vieja caseta del perro, bien acomodado y tranquilo.
– Pues eso Antúnez, pues eso ¿En serio nos ve preparados para llevar algo tan gordo?
Al frente del grupo de investigadores trasladados desde la Dirección General estaba un viejo conocido de Ernesto, no era otro que el comandante Muñoz. Cuando se habían conocido era instructor en la academia de oficiales, donde habían hecho buenas migas a pesar de la diferencia de rango y el supuesto distanciamiento que entre instructores y alumnos había en la academia.
Ernesto esperaba que esa amistad le serviría para que le mantuviesen informado de lis progresos en la investigación.
Muñoz y sus hombres habían instalado su base de operaciones en la sede de la Comandancia Regional, desplazándose desde allí a los puntos donde realizaban sus investigaciones o entrevistas siguiendo las pistas que en sus pesquisas iban encontrando.
Como era de esperar, una de las primeras visitas de Muñoz y su equipo había sido a Ernesto, quien les acompaño al lugar donde se había encontrado el cuerpo de Arcadio.
Una vez allí, el comandante dio las órdenes oportunas y dejando al equipo trabajando sobre el terreno pidió Ernesto que le acompañase para entrevistar a quien había hecho el hallazgo.
Ernesto le guio hasta el pazo, aprovechando el corto viaje para preguntarle por la investigación.
– Parece mentira Ernesto, sé que todo esto te toca de cerca, llevas muchos años al frente del puesto y todos tus vecinos son ya como de la familia. Esto no es como la ciudad, donde no conoces a nadie, aquí todos os conocéis y compartís penas y alegrías y es justamente por eso por lo que no debería de compartir contigo más información sobre el caso que la estrictamente imprescindible y la que por cortesía profesional y tu cargo debes de conocer. No obstante, puesto que nos conocemos, creo que bastante bien, y siendo conocedor de tu profesionalidad, haré una excepción y te iré informando de los avances que podamos tener.
Ernesto no tuvo tiempo más que para agradecer la deferencia que Muñoz estaba teniendo con él.
Se encontraban ya en la entrada del pazo, donde se encontraron con Emilia y conmigo, que sentados en la mesa de del jardín charlábamos sosegadamente mientras nos degustábamos un espléndido café de pota.
Fue el teniente quien tomó la palabra nada más bajarse del coche patrulla. Tras dar los buenos días y hacer las oportunas presentaciones se mantuvo en un distrito segundo plano mientras el comandante comenzaba con las preguntas de rigor.
La pobre Emilia no aguantó más allá de la segunda pregunta, rompiendo a llorar sin consuelo, hecho que no pasó inadvertido a ninguno de los guardias civiles.
– ¿Mantenían usted y el finado algún tipo de relación?
Esta pregunta no hizo más que intensificar el llanto la joven hasta provocarle el hipo… -Sí señor agente – contestó a duras penas Emilia entre lágrimas y sollozos- Éramos novios desde hace tres años.
Esta confesión hizo que la cara de Ernesto se tornará en sorpresa, él tampoco había sospechado nada de aquella relación.
– ¿Saben si tenía problemas con alguien o si alguna persona querría hacerle daño?
Ambos contestamos al unísono – ¡No! Era buena persona y siempre dispuesto a ayudar a todo el mundo-
– ¿Les comentó alguna vez si había algún conflicto entre los vecinos de la aldea donde vivía?
– Nada comandante, nada más allá de las pequeñas discusiones tras las partidas de mus o domino de las sobremesas en la tasca de la aldea, pero eso no es como para matar a nadie.
– Cierto – comentó Ernesto- además se olvidan después del primer vino.
El comandante no hizo muchas más preguntas, y tras decirnos que tal vez tuviera que volver a hablar con nosotros se despidió con un “siento mucho su pérdida señorita ”.
Ernesto todavía no había salido de su asombro y en su cabeza buscaba aquel detalle que se le había escapado y que le podía haber hecho sospechar de aquella relación, pero no daba con él.
– He visto que entre Don Rodrigo y tú hay una gran amistad.
– Así es, a mi llegada al puesto fue él quien me hizo la vida más fácil, presentándome a cada uno de los vecinos de cada pueblo, de cada aldea… él me abrió las puertas y mediando como nadie en los conflictos, por eso tenemos esa tasa tan baja de incidentes.
– Por lo que me dices parece ser muy influyente.
– Ni te lo imaginas… en la comarca hay muy pocas casas que no tengan mucho que agradecer a la familia de Rodrigo.
Y en efecto así era, a mi bisabuelo le había ido muy bien en los negocios.
Había comenzado en la industria maderera, pero en su expansión había diversificado e invertido en el sector de la conserva y el él textil, llegando a dar a todos sus hijos una posición muy acomodada.
Pero él había comenzado desde abajo, y nunca perdió de vista la humildad de quien se ha hecho a si mismo y la solidaridad de los que menos tienen. Aspectos que había inculcado a su prole.
Nunca falto en su casa un plato de comida para quien lo necesitase, y tanto el médico como el boticario tenían orden de atender y dispensar medicinas a todos, aunque no tuviesen para pagarlas, pues él se encargaba de cancelar cualquier deuda de sus vecinos.
Aquella costumbre de ayudar a quienes vivían a nuestro alrededor fue continuada por mi abuelo y mi padre, y yo he seguido con la tradición. Ya no es necesario pagar facturas médicas o medicinas, pero si que le procuro empleo a bastantes de mis vecinos.
…
…
– Vaya, eso puede ser un problema para la investigación, Ernesto tendremos que mantener todos los datos en secreto.
– ¿Quieres decir que Rodrigo es sospechoso?
– Ya sabes como va esto, muchas veces quien encuentra el cadáver tiene algo que ver con el crimen.
– Pero Rodrigo sería incapaz…
– Has de permanece en silencio sobre todo esto. Sé que no es fácil pero tu silencio será el mal menor para todos ellos, si alguno es el culpable podría ocultar o destruir pruebas.
MARÍA JOSÉ AMOR
NOCHE DE BODAS (Para el tema «mal menor)
El coche había dejado a pareja de recién casados, todavía con sus galas nupciales ante su nueva residencia.
-No encuentro la llave- dice el novio buscando afanosamente en los bolsillos del chaqué.
-¿Has mirado los pantalones y el chaleco?- responde ella- Sobre todomira tanto el lado derecho como el izquierdo.
Él mira, remira, busca, rebusca, vuelve a buscar. Ella, a su vez hace incursión en sus bolsillos girándolos del revés y ¡nada! Solo en la punta de uno de los bolsillos del pantalón un pequeño agujero que ambos contemplaron con terror, quedándose paralizados sin poder decir ni una palabra.
Pasados unos larguísimos segundos, que para ellos fueron horas, se miraron con angustia preguntándose qué hacer.
-Podríamos llamar a alguien, que aún deben estar en la fiesta- dijo ella.
-Pero ¿con qué? – respondió él.
-¿No llevas móvil?
-Nooo, no se me ocurrió cogerlo, la verdad- respondió él.
Eran las dos de la madrugada ¿Que hacer y adónde ir?
Y comenzó una serie de propuestas y sugerencias a cuál más imposible, como pasar la noche en un hotel cercano a la casao coger un taxi para ir a casa de alguno de los padres o hermanos con la esperanza de que o hubiesen vuelto ya de la fiesta o que cuando volvieran res acogiesen hasta el día siguiente en que irían a casa de los respectivos padres, que tenían sendas copias de las llaves. Pero en este punto topaban siempre con el mismo problema ¿cómo pagar si ninguno llevaba billetero?
La única solución sería sentarse en un banco y esperar que amaneciese.
Y así lo hicieron, fueron andando y andando hasta llegar a una zona donde se encontraba una pequeña plaza con bancos. Allí, rendidos del día pasado, se dejaron caer.
Así estaban, afligidos, destemplados, con sed y sueño, cuando se les acercó una mujer con aspecto de prostituta que les preguntó de manera bastante airada:
-No te rías, acabamos de casarnos y no tenemos llave del piso, ni dinero, ni móvil para llamar a nadie-respondieron ambos casi al unísono, enfadados.
Esperando una respuesta bastante desagradable y grosera por parte de ella, vieron en cambio que ella, muy delicadamente se sentaba en el banco, algo distanciada de ellos y les decía cambiando el tono de voz:
-¡Qué horror! ¡Vuestra noche de bodas en la calle! Si os interesa, podéis ir a esta dirección. Y sacando una tarjeta de su bolso, se la dio al novio.
Hacia allí fueron. Era una casa grande. No había portería como en el resto. Solo una puerta de madera pequeña con un interfono. Llamaron. La puerta se abrió. Entraron. Nadie. Miraron y solo vieron un largo pasillo con puertas ambos lados. Todo en penumbra. Ni un ruido. Nada. Se miraron intrigados y a la vez angustiados.
-¡¿Hay alguien aquí?!-gritó él, mientras ella se le agarraba con miedo. Ni una voz, ni un ruido.
-¿Es una pesadilla? Dijo ella angustiada.
Comenzaron a recorrer el pasillo que era interminable o al menos era la sensación de ambos.
Vieron una escalera y sin saber qué hacer, se sentaron en los peldaños inferiores.
En estas estaban cuando una de las puertas se abrió. Ellos, a su vez, se levantaron a mirar desde un lugar con casi sombra y vieron salir a un señor muy bien trajeado que se dirigía a la escalera donde ellos habían estado sentados. Momentos después, una chica joven, casi una belleza, muy elegantemente vestida, se dirigía pausadamente a otra puerta que abrió con una llave que sacó de uno de sus bolsillos, cerrándola a continuación muy silenciosamente.
La pareja no lo dudó y fueron rápidos al cuarto de donde ella había salido que encontraron entornado, con una señal roja en el pomo de la puerta.
Dentro, dominando un misterioso aroma, una cama que, aunque deshecha, tenía sábanas de hilo con encajes. Sobre el cabezal, una acuarela representando un jardín romántico y de fondo, una suave e incitante música.
Y de esa manera, pasaron aquella pareja su noche de bodas.
Que como dice el refrán: Más vale eso que nada.
O aquel otro: A falta de pan, buenas son tortas.
O la sentencia de: es un mal menor.
IKER YELED
Desde que había sucedido aquel amargo desenlace en aquella situación extraña y, a lo sumo, extrema, no tuve capacidad de comprender qué me pasaba contigo.
Hasta el punto de no poder entender qué me estabas contando, cuando me hablabas de tu infancia perdida en el olvido, en un pasado ya remoto en el tiempo.
Cada día que pasaba seguía pensando en ello, pero no sabías qué ocurría en mi mente para darle tantas vueltas sin sentido: pensamientos, sentimientos, emociones… Todo era un cúmulo de ideas y sensaciones que no comprendía. Y aunque intentabas ayudarme, porque según tu idea, fue un mal menor lo que sucedió aquel día, no dejaba de pensar en ello. Continuaba buscando una respuesta a algo que en principio no la tenía. Y si hubiera existido alguna razón para explicarlo, no la habría definido de ninguna manera realista. Todo era, al final, después de todo, como un sueño del pasado que nunca había existido, más que en mi mente perdida y ligeramente olvidadiza, profundamente inconsciente.
MIGUEL ÁNGEL GÓMEZ BLÁZQUEZ
Sigmund Freud, dijo en una ocasión: «el hombre loco es un soñador despierto».
Doy fe de ello… Se lo escuché decir tras la fría puerta metálica, en tanto los celadores, amarraban mi cuerpo sudoroso a la camilla. Siempre me acordaré del negro, sellando mi boca con sus putrefactas manos, o del blanquito lechoso, apretando con fuerza la correa a la altura de mis tobillos. Y la bruja que inyectaba el veneno somnoliento que adormecía el fuego interno de mi interior, como pájaro preso. La arpía se reía mientras tanto.
Ahora lo sé, Freud no era consciente del terror propagado por aquellos celadores y enfermeros, se enteró años más tarde cuando ya no hubo remedio. Escuchaba por las noches los dados caer al suelo, resonando en mi cabeza como si fuese un martirio. Se jugaban en el cambio de turno, el gordo, el feo y la bruja, mi cuerpo mecido en la marea barbitúrica y diarrea mental. Cumplían a la perfección con los designios de Walter Freeman, el «doctor picahielo», quién les encargaba a los moradores del infierno, la anestesia de mi ser y acondicionar mi cuerpo. En la penumbra de la noche, Freeman entraba en la celda, armado con un punzón picahielo y la compañía de aquellos seres despreciables. En mi cabeza siempre grité desesperada, pero el anestésico…, mejor me callo. Ellos me agarraban por seguridad. Él solía atravesarme el lóbulo frontal, con el punzón de un solo golpe a través de la órbita ocular. Maldito chasquido.
Hoy ha venido a visitarme un hombre, apuesto, guapo y aseado; dice que es mi marido. Y aunque no lo recuerdo, me ha mostrado las declaraciones de Walter Freeman, en la prensa, al salir de los juzgados esposado y acompañado de personas trajeadas y unas curiosas gorras que cubrían sus cabezas. El apuesto hombre me ha leído la noticia con lágrimas de amor recorriendo sus mejillas:
«Tras ser declarado culpable, el doctor picahielo, ha manifestado que el mal menor es necesario»
BEA ARTEENCUERO
DESPERTAR..
Llegaste y todas volteamos a mirarte.
Alto, de andar tranquilo,
tu cara delgada de ancha frente, grandes ojos de mirada profunda transmitía paz, Tu boca de labios carnosos completaban el marco de tu rostro, eras la imagen de un Dios Griego; Nos dejaste embelesadas .
Con paso seguro te dirigirte hacia donde estábamos.
– Buenas noches, soy Alexander y entendiste tu mano para saludarnos, impecable, elegante con ese traje color azul sobresalías entre todos, imposible no mirarte, te unistes al grupo…Tu conversación amena y cordial me cautivo al instante…
Eras el hombre perfecto!!
Charlamos de mil tema, bailamos, reímos…
En mi mente teji historias… Historias de amor donde los protagonistas éramos los dos, me imagine en tus brazos, y volé alto.
Hacia mucho tiempo que no me sentía tan feliz, embriagada de amor por alguien y sin esperarlo de pronto allí estabas y volví a soñar…
Mil sensaciones corrían Presurosa por todo mi cuerpo, muchas emociones en tan solo horas de haberte conocido.
No pensaba en nada, solo me deje llevar…La noche llegaba a su fín y yo ansiosa anhelaba el momento de irnos, me veía en tus brazos.
De pronto te veo ir al encuentro de un joven que llega, regresas con él y con una hermosa sonrisa nos dices…
– Les presento a Javier, mi pareja…
Las luces giraron…giraron…
Despierto en una camilla en la guardia del hospital ..
Fue real? o lo imagine?
Jamás olvidare esa noche!!!
ANA MARTÍN SIERRA
A todos les rompen el corazón alguna vez. Y ella lo sabía bien. Pero esta vez, esta vez era distinto. La rotura era tan grande que se le escapaba la vida y las ganas por todas las grietas. Por más que hacía sus “deberes”, hacía deporte, leía libros de autoayuda, iba a terapia…nada cerraba esa herida que parecía que en algún momento se la comería viva.
Fue entonces cuando decidió que ya que su vida no valía nada ni tenía ya sabor, al menos intentaría usarla para ayudar a alguien que lo necesitara. Al menos así su vida no sería una pérdida total.
Y así empezó a ir de voluntaria al hospital. Se había apuntado al grupo de acompañamiento de adolescentes y adultos enfermos de cáncer y su “misión” era simple, jugar a juegos de mesa, cartas, etc.para hacer que el tiempo en el hospital les fuera más llevadero y que también la familia pudiera descansar un rato.
Y así le conoció. Al principio le pareció un poco prepotente, pero la realidad es que eso era una fachada para protegerse porque era en realidad muy tímido. Se llamaba Oscar. Conectaron rápido y, aunque jugaban a otras cosas, al final el Mus se convirtió en el juego estrella. A ella le recordaba a los tiempos de la uni en los que se saltaba clases para ir a la cafetería a jugar y él parecía encantado con el nuevo juego de cartas.
– bueno- dijo Marina una vez repartidas las cartas- hoy empezamos ya con las apuestas ¡eh!
Oscar y Marina jugaban con otros dos compañeros de habitación y siempre competían el uno contra el otro para ver quién ganaba.
– vale- dijo Oscar- aunque no te pienso dejar ganar- y empezó a sonreír de esa manera tan encantadora que ni el hospital había borrado.
– ¿Y qué apostamos?¿judías?¿garbanzos?
– Minutos…
A Marina esta respuesta le pilló por sorpresa.
– ¿minutos? No entiendo…
– Verás- dijo Oscar- si tú pierdes me regalas cada vez un minuto de tu vida y así los iré acumulando y sumando a la mía. Quizás así me quede más tiempo…
Aunque Oscar lo dijo en tono de broma y con una sonrisa, Marina se quedó helada. La realidad es que a pesar de saber que Oscar tenía un cáncer mortal y que sus posibilidades eran escasas, no se había planteado que un día, simplemente no estaría…pero no quiso mostrarle su angustia a Oscar así que intentó contestar también en tono de broma.
– vale, si pierdo te daré un “vale por un minuto”
– ¡Pues prepárate a perder!- Oscar estaba entusiasmado con el juego.
Y así empezaron a jugar por minutos de vida. Cada vez que Marina y su pareja de mus perdían, esta le daba a Oscar un papelito que valía por un minuto. Oscar los recogía y los metía en una hucha que tenía junto a la cama y así, poco a poco, se fue llenando la hucha.
Pero un día, casi sin darse cuenta, cuando Marina llegó al hospital preparada para la revancha, sólo encontró una cama vacía…no podía imaginar que Oscar no estuviera así que con un ataque de pánico y ansiedad juntos fue a preguntar a la enfermera dónde estaba Oscar, dónde se lo habían llevado. La enfermera intentó calmarla y le explicó que Oscar ya no volvería. Marina se sentó en el suelo y rompió a llorar desesperada.¡la vida no era justa!
– ha dejado algo para ti- dijo la enfermera intentando consolarla- nos dijo que te lo diéramos cuando vinieras.
Marina vio entre lágrimas que lo que la enfermera le entregaba era la hucha de “minutos” de Oscar y una nota. La leyó: “Querida Marina, como ves te he dado una gran paliza al Mus.. jeje. Pero allá donde voy no voy a necesitar estos minutos… gracias por estar ahí haciendo las tardes más llevaderas y ¡gracias por enseñarme a jugar al Mus!eso también me lo llevo. Ahora hazme un favor, coge esos minutos de vida y no pierdas ni uno, aprovéchalos… y no te pongas triste que yo aquí tendré toda la eternidad para practicar Mus y darte una paliza cuando nos volvemos a ver ”
Marina sonrió a la vez que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Oscar, divertido hasta el final, le había enseñado que al fin y al cabo un corazón roto era sólo un mal menor y que no valía la pena seguir perdiendo valiosos minutos de vida sufriendo.
Así que como pudo, Marina cogió su hucha de minutos, se lavó la cara y salió a la calle. A partir de ahora usaría todos esos minutos, por ella, por Oscar…porque todo mal tiene solución menos la muerte…
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