Falda – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «falda». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 2 de junio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

MARÍA CRUZ ESTEVAN APARICIO

Entró en la casa heredada de mis abuelos y te veo.
Era yo muy pequeña cuando el abuelo que era carpintero con aquella madera maciza te hizo.
El diseño lo creo para que la abuela María su mujer se sentará en ella y está diese apoyo a su cuerpo y brazos doloridos.
La silla fue para la familia símbolo de comodidad.
Recuerdo que si la abuela en algún momento del día no la utilizaba, mis primos y yo misma nos peleábamos por sentar nos en ella.. Ahora en estos tiempos me perteneces a igual la casa. Ya tengo pensado dar a la vivienda un nuevo arreglo.
Para ti mi querida silla estoy haciendo una falda . Sí una falda con un toque de modernidad ya que estudie diseño. Cuando te tenga vestida colocare tu madera noble en el lugar más selecto de la casa…

RAQUEL LÓPEZ

Sheila trabajaba en un night club como cantante. Era joven, sensual y voz aterciopelada.
La gustaba cuidarse mucho. Antes de salir al escenario hacia su ritual de preparativos que la podía llevar como dos horas de preparación.
La gustaba cuidarse su piel suave con cremas caras y de marca. Esculpía sus uñas y las pintaba con un color rojo glamour a juego con sus labios.
La gustaba la lencería fina, en color negro de encaje.
Esa noche se puso una blusa roja que dejaba entrever tras los botones parte de su busto y se puso una falda mini de cuero negro que dejaba ver sus esculturales piernas cubiertas con medias de redecilla. Un ligero movimiento de torso y se podría apreciar parte de su anatomía…Para terminar su ritual se perfumaba perfume de esos que dejan huella a su paso, se calzaba unos zapatos de tacón rojos de aguja y se ponía una peluca, las tenía a montones y esta vez, eligió una de color rubio.
Y allí radiante, exhultante y sensual, se dispuso a salir al escenario…
Por las mañanas trabajaba en una empresa de cosméticos herencia de su padre, de ahí el gusto por cuidarse la piel. Pero cuando llegaba a la empresa no era Sheila, era Raúl, discreto con camisa blanca, vaqueros y unas deportivas.
Y es que Raúl, hace tiempo que tuvo una revelación , se dio cuenta de que quería ser mujer y creó un personaje.
La primera vez que se vió como mujer lloró de emoción, no tenía pelucas y los cosméticos eran de mala calidad pero poco a poco fue creando su identidad, su alter ego femenino. De pequeño iba a casa de su abuela y con total libertad se vestía con la ropa de mujer.
Artísticamente era Sheila, el cambio que tanto deseaba, pero cuando iba a la empresa volvía a ser Raúl. En lo que respecta a su vida, es feliz porque puede elegir libremente lo que quiere ser sin importar si nació hombre o mujer.
Los estigmas y los prejuicios desaparecen cuando es ella misma..

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

LAP GAMES
Me llamo Bryan Trujillo, tengo sesenta y un años, de los que he pasado veinticinco en el corredor de la muerte de la OSP, Prisión Estatal de Oklahoma, condenado por el asesinato de Melanie Jackson, cuyo cuerpo, desnudo y sin vida, apareció el 25 de octubre de 1996, en el aparcamiento de JOURNEYS, el centro comercial que hay en el 711 North Perkins Rd., de Stillwater. Según el informe del forense, alguien había usado la mano izquierda para coserla a puñaladas.
¿Que si conocía a Melanie? Como todo Stillwater, y en el más amplio sentido de la palabra. Fuimos los dos en mi coche hasta la avenida Mádison para hacernos con algo de cristal, luego volvimos a mi apartamento y fumamos aquella mierda hasta que nos explotó el cerebro. Creo que tuvimos sexo, no lo sé, pero seguro que nos acostamos, porque dijeron que había restos de su ADN en mi cama. Para cuando desperté era de noche y ella no estaba en la casa.
Juro por Dios que vi aquella falda verde por primera vez en mi vida, cuando el policía salió de mi dormitorio con ella en la mano. En el juicio, Wiliam Appleby, Barry Heathon y Bart Flaherty, tres camellos de medio pelo, testificaron que Melanie la llevaba aquella tarde. Esa confesión borró sus pecados con la policía por algún tiempo, condenándome a la inyección letal.
La Corte de Apelaciones del Distrito Norte de Oklahoma cerró ayer veinticinco años de recursos y moratorias. Dentro de nueve días se cumplirá la sentencia. Con machacona insistencia, resuena en mi cabeza la tonada que de niño solía cantarme mi madre, haciéndome trotar sobre sus rodillas:
What about her?
she is wearing
a green skirt
a green skirt
a green skirt
She is wearing a green skirt.
Cinco gramos de sodio tiopental, un simple anestésico, suministrado en una dosis suficiente para matar a un hombre; sólo eso es necesario para que todos: el juez, el fiscal, la familia, el sistema, puedan pasar página y seguir con sus vidas androides; prostituirse por un trabajo con seguro médico; honrar a sus dioses de metacrilato en iglesias de cartón piedra; hacer barbacoas en el jardín los días de fiesta y bramar honestidad en su petulante berrea cotidiana. ¿Pero podrán, ellos, anestesiar el remordimiento?
El bromuro de pancuronio, cien miligramos, paralizará el diafragma y mis pulmones dejarán de funcionar. Pese a estar inconsciente, el instinto de supervivencia hará que luche por respirar. Me estoy ahogando. Ellos lo saben, conocen perfectamente el alcance de mi tortura, el sufrimiento que me provoca esta apnea interminable. Pero mi cuerpo no protesta, permanece inerte a causa de la catalepsia inducida por el fármaco y eso tranquiliza sus conciencias.
Con cloruro de potasio se completa el cóctel. Colapsarán las señales eléctricas esenciales para el mantenimiento de las funciones cardíacas y sufriré el infarto definitivo. Un médico certificará mi muerte, la justicia celebrará el momento con un bostezo y la sociedad recuperará el equilibrio perdido. En el saco de plástico de mi mortaja, cabrán también la evidencia de que la falda no era verde, señoría, ni el acusado zurdo, señoría, y el escaso entusiasmo con que el abogado de oficio, señoría, preparó la causa.
Pero nada de eso es relevante, porque siempre habrá una falda verde, para un culpable; el sistema lo resiste todo. Nadie puede escapar al largo brazo de la ley, ojo por ojo, diente por diente y… que Dios bendiga América.

ALBERTO MEDINA MOYA

Faldas
A pesar de los años no recordaba ni una sola vez a mi prima Lola sin minifalda. Tenía unas piernas esculturales, increíbles, y lo sabía. Ya estuviéramos a cuarenta grados o a diez, a sus treinta y dos años no mostraba el menor pudor a la hora de mostrar sus encantos al mundo.
Aquel día me sorprendió. En lugar de su característica minifalda llevaba una por debajo de las rodillas, pero tan transparente que se le podían entrever las bragas blancas. No podía creerlo. Las mujeres soltaron su lengua viperina, y los hombres disimulaban sus ganas de desnudarla con la mirada. A ella se la veía en su salsa, y al buenazo de su marido con cara de circunstancias.
En definitiva: la zorra de Lola le estaba robando el protagonismo a su prima, o se sea, yo, en mi propia boda.
Me tragué mis demonios y estuve encantadora. Bromeé al respecto y me centré en disfrutar, que para eso era uno de los días más importantes de mi vida.
Solo Dios sabe lo que me hubiera gustado quitarle aquella desvergonzada falda a Lola. Pero terminé quitándomela yo dos semanas más tarde. Mejor dicho, me la dejé quitar por su marido. Donde las dan las toman.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Aquella falda se quedó grabada en mi memoria para siempre.
Fue la última prenda con la que mi hija salió de casa. ¡Nunca regresó! Han pasado veinte años desde aquel fatídico día.

CORONADO SMITH (respuesta al relato de SERGIO)

Hola Papá. Después de veinte años me atrevo a escribir, todavía conservo la falda y también me acuerdo de ti. Ya se que fue una tontería, una rabieta de chiquilla pero a mi me dabas Tulicrem y para mi hermano era la Nocilla. Quiero que sepas que he sido muy feliz, aunque te he echado de menos, me he pasado al Pralin. Espero verte pronto. Espero que sepas perdonar. Prepara un buen solomillo que el domingo voy a cenar. PD. Tienes tres nietos, prepara algún regalo, se un buen abuelo y paga el piso que he comprado.

FÉLIX MELÉNDEZ

AL VIENTO, AL VIENTO.
Al aire, los sueños.
Al viento, el pensamiento.
Al aire, confeccionaba.
El aire bailaba con ella,
bailaba con ella el viento,
mientras pensaba.
Qué bella bailaba.
El viento agarraba
su cintura, la dibujaba,
qué bella y que pura.
La brisa movía
los pliegues, los colores,
los pliegues jugando,
acariciando la falda.
Qué bella, era ella
con sus faldas
sueltas al viento,
ajustaitas al cuerpo.
Su silueta perfecta.
Bailaba y bailaba.
Ante el mar,
ante el mar de los sueños,
la modista soñaba,
¡Qué bellos! los
pliegues quedaban
en la falda de sus sueños.
El viento, el viento
los movía mientras
ella, los pintaba,
los creaba…

BENEDICTO PALACIOS

Desperté con la cabeza sobre las teclas del ordenador. El cursor había desaparecido y el separador había recorrido dos páginas abarrotadas de fantasiosas secuencias carentes de sentido. Fue lo primero que advertí en cuanto abrí completamente los ojos y entonces constaté que una gota de sudor emergía reluciente y cubría la letra efe. ¡La cantidad de palabras interesantes que comienzan por esta letra! Fama, familia, fantasía, felicidad…
Repasé las últimas frases que había escrito antes de caer dormido: «Cecilia levantó las persianas, se puso unos pendientes y descorrió la puerta del armario…» Leí un par de líneas anteriores. No me hacía a la idea de cómo habría de continuar, había perdido el hilo que enlazara con el gesto de descorrer la puerta del armario.
Pasada una media hora, cuando ya era dueño por completo de mis actos, me asomé a la ventana. Julia, mi vecina y compañera de trabajo, acababa de aparcar el coche. Estaban a punto de sonar las ocho. Habría tenido una urgencia. Me anunció su llegada como de costumbre, presionando sobre el claxon con un pitido breve al que a veces acompañaba una tanda de música a todo volumen. Era nuestro saludo, el modo de avisar que estaba de vuelta o que salía. A lo que yo correspondía agitando la mano y diciendo «¡hola!». Éramos amigos.
Volví al ordenador y me dispuse a hacer memoria, porque en los pocos minutos que pasé dormido había tenido un sueño muy nebuloso del que solo recordaba haber rebuscado en el cajón de mi mesa de trabajo. Lo abrí de nuevo a ver si algo de lo allí existente me llamaba la atención. Tenía de todo, lápices, gomas, bolígrafos y unas tijeras, y me quedé pasmado. Las había visto, estaban en mi sueño. Yo suponía que lo soñado no interrumpía la secuencia de lo escrito, pero puerta de armario y tijeras no casaban. ¿Por qué aparecían entonces? Rara vez recordaba los sueños y nunca me había dormido escribiendo sobre el ordenador. Y esta insólita coincidencia empezaba a obsesionarme.
Me rasqué la cabeza y sujeté la barbilla entre las manos. Estaba seguro, alguien me había despertado e interrumpido en la mitad del sueño. ¿Sería Julia? Tendría que preguntarle. Tal vez había puesto el coche en marcha en aquel preciso momento y encendido la radio. Ella conocía mi debilidad por las canciones de Serrat. «Te levantarás despacio… y te alisarás el pelo… y te abrocharás la falda…»
Dormí mal esa noche y estaba despierto cuando en el reloj de la torre dieron las siete. Yo suelo dormir con la ventana abierta. A ella me asomé y por pura coincidencia Julia estaba haciendo lo mismo.
—Buenos días. Parece que madrugas —me saludó.
—Tú también.
—Tengo cita con el dentista, pero acabo de destrozarme una uña.
—¿No te la habrás pillado con la puerta de la armario.
—Me la enganché al descolgar una prenda de vestir. La he arreglado con unas tijeras. No tiene importancia.
Ella se metió en su casa y yo continué en la ventana, apoyados los codos sobre el vierteaguas. El sol acaba de aparecer. Minutos después Julia salió de nuevo y subió al coche, tocó el claxon y metió volumen a la radio. Sonaba a todo trapo la misma canción de Serrat…
Los sueños funcionan. Cecilia descorrió la puerta del armario para coger una falda y se rompió una uña que reparó con las tijeras. Todo por tanto encajaba. Los sueños, mi sueño, tienen su lógica.
Entré en rl cuarto de baño y me embadurné la cara. Mientras me afeitaba, con voz destemplada yo seguí cantando y te abrocharás la falda... ¡Qué risa!
¡Ah, falda también empieza por efe!

ARCADIO MALLO

Muiñeira de antaño
Sus manos acariciaban el punteiro con la ternura de alguien querido, al que se ha echado mucho de menos. Sus dedos bailaban, mudos, sobre aquella madera desgastada por el uso, imaginando ritmos de antaño. Colocó sobre el hombro el roncón, al tiempo que se le humedecían los ojos. En aquellas lágrimas espontáneas creyó ver el vuelo de la falda de Pilar, dejando a la vista aquellas hermosas piernas, un poco más arriba de la rodilla. Cogió con los labios el soplete, al tiempo que en su cabeza comenzaban a sonar los pandeiros y las panderetas, marcando el paso. Cerró los ojos, desahuciando a aquellas emocionadas lágrimas. Se vio con sesenta años menos, subiendo un tren negro, en la estación de A Coruña, que prometía llevarlo a un destino lejos de la miseria. Se llenó de aire y suspiró todas la penas que había retenido dentro, llenando el fol. Y apretó el brazo con fuerza, con la misma que había abrazado al único hermano que le quedaba en vida, hacía unos días, cuando había regresado a casa, después de una dura y larga vida en la emigración. Y empezó a sonar. ¡Ahora sí!. Sus dedos todavía no habían olvidado aquel menester, ni el tacto de aquella vieja compañera que había estado esperándolo. Solo tuvo que dejarlos ir, y la muiñeira salió sola, a su ritmo, mientras aquellas lágrimas traidoras recorrían sus mejillas, desbocadas de alegría. La gaita sonaba como si nunca hubiera parado de tocar, como si todos aquellos años no pasaran. Y al terminar, silencio.
Entre el aplauso emotivo y acogedor de familia y amigos, él volvía a ver a Pilar en el viejo molino, sonriéndole, mientras todos aplaudían a la espera de la siguiente pieza. Había sido también un diecisiete de mayo. La última foliada. Tocaban en honor a Rosalía de Castro, homenajeada el primer día de las letras gallegas. Y allí mismo había prometido su amor a Pilar para su vuelta, si decidía esperarlo, mientras en su cabeza retumbaban los versos de Rosalía: «Adiós ríos, adios fontes/
Adiós regatos pequenos/Adiós vista dos meus ollos/Non sei cando nos veremos».
Y no hubo final feliz. A Pilar no le llegaron los años para esperar el ansiado reencuentro. Carraspeó. Infló de nuevo el fol y entonó el himno galego, lento y solemne, en honor a los que ya no estaban.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

CUIDADO, LEONARDO
—¡Maldito Flirter del demonio! Si es que ya no tengo edad para estas cosas. Pero no, no espabilo. Tendría que haberme fijado en la tridimensionalidad de las formas que se dejaban adivinar bajo esa falda, en el ligero montículo de Adán que interrumpía el recto perfil de su cuello, enmascarado por un embriagador efluvio de Channel categoría cinco. De haber sabido que la indescriptible y voluptuosa Roxanne en realidad era Manolo, mecánico fresador residente en Carabanchel, iba a estar yo aquí a estas horas. Aunque… ¿quién sabe? Nunca es tarde para probar algo diferente —pensó Leonardo, siempre al acecho de nuevas oportunidades, mientras se debatía entre la duda al tiempo que esbozaba una sonrisa socarrona.
—Veinticinco años, deportista, elegante… abierto a nuevas experiencias… ven a conocer algo único y diferente. Los ojos se le salían de las órbitas mientras contemplaba atónito a aquel decrépito, aunque elegante, hombrecillo con sombrero. Maldita sea la madre del que programó el Flirter y maldita mi insaciable curiosidad. No aprendo. Con este ya van veinte. En fin, solo me queda averiguar si las medidas de las que presume son correctas —pensó dubitativo Manolo (reconvertido en Roxanne cuando el sol se deja caer y la noche confunde hasta a los gatos).
Y es que Leonardo, nada más verla entrar, se había enamorado como un chiquillo. Lo que aparecía flotando ante sus ojos era una auténtica mujer, un ángel de un diseño perfecto que no parecía esconder secretos. Craso error el de los secretos ocultos, supuso después el inocente Leonardo, cuando ya era demasiado tarde. Pero, sobre todo, lo que le había cautivado era la perfección de su falda, ese simple trozo de tela que resaltaba sus marcadas, aunque más que dudosas, curvas y prominencias. Más tarde llegarían las sospechas, y la confirmación por parte de Manolo de que lo de Roxanne no era más que un apoyo, una muleta, una especie de nombre comercial que patrocinaba su intensa vida nocturna, revelación que hizo entrar a Leonardo en una especie de estado de indecisión con forma de bucle.
Leonardo se llamaba en realidad José Manuel. Había adoptado ese otro nombre en honor a Cohen, el poeta de voz profunda y cavernosa por el que siempre sintió una absoluta admiración. En el caso de Manolo, su perdición era Sting, especialmente en su primera etapa al frente de Police. You don’t have to sell your body to the night… You don’t care if it’s wrong or if it’s right. Cada vez que esas estrofas sonaban en su cabeza, él se sentía la mismísima protagonista de la canción.
Durante unos minutos, con las miradas perdidas al frente, removieron sus bebidas, dos tristes copichuelas con aspiraciones de cóctel servidas en la barra de aquel antro de las afueras, el menos propicio de los escenarios para hacer eclosionar la florecilla del amor. Eran dos perdedores de manual. Leonardo, guardia civil jubilado, maldecía en su foro interno a la vida y al azaroso destino que le había conducido por el polvoriento camino del fracaso. Manolo (o Roxanne, como lo prefieran), hacía lo propio. Hay vidas que están hechas para pasar de puntillas por ellas, y ambos tenían la amarga sensación de que las suyas entraban dentro de esa categoría. Pero durante esos fugaces momentos de búsqueda de la felicidad en los que una esperanza en forma de bengala de cumpleaños ilumina esa patata roja que bombea dentro del pecho, Leonardo dejaba de pensar en su triste vida de jubilado alrededor de la partida diaria de dominó, y Manolo se olvidaba de todo el trabajo acumulado que le estaría esperando en el taller a la mañana siguiente.
De repente se miraron, y sus ojos parecieron pronunciar un silencioso «¡qué cojones, al carajo!». Aquella noche, los corazones abrieron de par en par sus aurículas y sus ventrículos, como postigos de ventana dejando entrar el aire fresco, y la mirada cansada del viejo Leonardo se perdió por la infinita raja de su falda, recorriendo las largas, fornidas y depiladas piernas del mecánico fresador. La misma falda que minutos más tarde acabaría desparramada como un vulgar trapo por la moqueta del suelo de un improvisado motel de carretera, cediendo el protagonismo al amor, esa quemazón inexplicable que surge en los lugares y momentos más inesperados. Un sentimiento cuyas formas y modalidades son inescrutables.
Y así es como suceden las cosas. Lo que a primera vista parecía un naufragio de cita se convirtió, contra todo pronóstico, en la mejor de sus experiencias. Leonardo y Manolo… ¿Quién lo iba a decir? pensó el juez mientras los unía en santo matrimonio. Civil, por supuesto, como el verdoso y benemérito cuerpo de la Guardia a la que había servido fielmente Leonardo toda su vida. Lo de santo no deja de ser una frase hecha, algo que se suele decir en estos casos. No me lo tengan en cuenta.

SON SONIA

EJERCICIO DE ESCRITURA AUTOMÁTICA
(Partiendo de la propuesta semanal: falda).
Una falda podría ser la causante de una muerte repentina porque la protagonista tropieza con ella al bajar unas escaleras. Un ibuprofeno adulterado podría dar lugar a que un alto mandatario pulsara el botón desencadenante de la última guerra mundial. Una uña podría resultar clave en la resolución de un crimen. Y Arcadio me habría entregado un paquete conteniendo un diario escrito por mi Yo del futuro.
Desde luego, no es la falta de ideas. Es una pregunta la que me tiene sin escribir: ¿para qué?. Ha sido escribir esa pregunta y mirar hacia la ventana. Tras ella: cielo azul pálido con blancos cirros; montañas que la perspectiva aérea desdibuja; la ría, los edificios desentonando, los árboles en segundo plano porque el primero se correspondería con la ventana.
Dicen que si no sabes por qué estás dispuesto a morir tampoco sabes para qué vives. Creo que la mayoría estaríamos dispuestos a morir por las personas que amamos. También estaríamos dispuestos a morir por otras causas y es fácil no ser consciente de aquellas causas por las que uno estaría dispuesto a morir. Yo me sorprendí el día que estuve a punto de morir debido a mi apasionado amor por la creación artística. Después de eso, me quedó claro que tenía que desprogramar la historia que me llevaba a entregar mi alma por y para el arte.
Si algo te domina, si algo se te hace necesario como respirar, estás cumpliendo una programación subconsciente o del transgeneracional que te está restando la poca libertad que puedas tener.
Cuando logré desprogramar mi apasionada historia de amor con el arte, me quedé vacía. Ya no necesitaba crear, ya no estaba dominada por el ansia de realizar tantas y tantas ideas de esta mente tan fértil. Podía sentarme en el sofá, con la tele apagada, y quedarme mirando ese vacío, que se había adueñado de mí, durante horas. Me sentía como un árbol y quería ser un árbol: estar plantada y, con solo eso, estar aportando algo importante a la vida. Sí… sentía que podía pasarme la vida siendo un árbol. Otra cosa es que yo tuviese la sabiduría de un árbol, pero lo de estar plantada se me estaba dando bien.
Habría que regresar al tema de la falda pero nunca me han gustado las faldas. Me recuerdo de niña, enfadada porque mi madre se empeñaba en que yo vistiera faldas y vestidos y yo tenía claro que Dios me había gastado una broma de muy mal gusto al hacerme nacer mujer.
Ese es otro espejismo, otra programación: como tenía cuerpo de mujer creían que yo era mujer y nada más. Ser mujer estipulaba unos límites que para nada eran míos.
Sinceramente: siempre me he sentido más hombre que los hombres. Siempre he tenido claro como tendría que ser un hombre “de verdad” y… yo solo doy con proyectos de hombres, capullos que no dan florecido (me siento en la necesidad de disculparme con los hombres por la osadía de mi automático escribir: tener en cuenta que también sois personas y, como personas, me caéis muy bien). He intentado ser la primavera que hiciera florecer a tanto capullo que se me ha cruzado en el camino… pero me parece que no lo he conseguido.
También, sinceramente, los hombres me han parecido más mujeres que yo. Esto de tener que aprender de ellos sobre ese femenino que a mí se me trastocó por el camino cuando fui el espermatozoide más veloz (si lo sé, pegó el gran frenazo y me hago el harakiri).
Según el cuentapalabras llevo unas 600 palabras escritas en este ejercicio de escritura automática. Creo que es desvarío suficiente para publicar. Si a alguien más, además de mí, le robo una carcajada, habrá servido para algo y habré contestado la pregunta del para qué.

IRENE ADLER

RÉQUIEM
Escribe por las noches, sentada a la única mesa que hay en toda la casa, aprovechando los cabos de vela que le sobran a sus amigos, de cuya caridad también dependen la tinta y el papel que ella emplea y gasta con cuidado.
Escribe con pasión y con premura, acechando los sonidos amortiguados y gomosos de unos pasos acercándose a la puerta, sobre la nieve, por entre la anémica luz de las farolas que se pierden en la avenida. Siempre teme que ellos la sorprendan escribiendo; que irrumpan en su noche y su desvelo y registren la casa y los rincones, y la detengan por escribir.
Escribe igual que vive: con miedo. Pero aún así…escribe, para poder seguir viviendo.
El poema se eterniza, igual que se eternizan el hambre, la miseria, el sufrimiento. Cuando termina un pliego, con su letra apretada y pulcrísima, se levanta y va en busca del costurero. Sentada bajo el charco de luz trémula, enhebra la aguja con hilo negro y se quita la falda, también negra, porque su luto se ha vuelto perpetuo, y cose con cuidado la hoja en el forro de la prenda. Durante el día, el frufrú de esas extrañas enaguas la mantiene cálida y venturosa; la hace sonreír; la reconforta. Siente que en su miseria y sus muchas privaciones hay un callado triunfo, como una recompensa extraordinaria. Lleva el poema cosido a esa segunda piel andrajosa y raída como otros llevarían una tiara de diamantes o una coraza: con orgullo. Si alguna vez registraran su persona como hacen con la casa y con los muebles, estaría condenada. Pero nunca la tocan. Son estúpidos, cobardes y crueles.
Cuando no hay suficiente falda para tanto verso, ella memoriza lo escrito, descose la hoja y la quema en el brasero. La noche y la angustia traen poemas nuevos que coser a la falda y la memoria. Y siempre hay un amigo prudente, valiente y discreto que le proporciona algo de tinta, pliegos, un trozo de vela que venga a iluminar ese triste, lento y largo discurrir de horas y de versos, al que unos llaman noche y otros llaman tiempo.
Ella sólo tiene dos faldas.
Y es como tener dos vidas.

AMPARO SORIA

-MODESTO-
Los primeros días se sintió ridículo en la academia, sin embargo, poco a poco el gusanillo de estar entre telas, agujas e hilos creció en su interior. Todo comenzó como un reto muy personal que se impuso a sí mismo. Su mujer se quedó prendada de una falda de una conocida firma, tras conocer el precio, Modesto se negó. Ella le recriminó su falta de detalles con ella – ¡Qué mejor detalle para demostrarle mi amor que regalarle una réplica de aquella prenda! ¡Cosida por mí mismo!
Con la inestimable ayuda de la profesora y algunas compañeras logró sacar los patrones a medida, lo de calcular medidas se le dio bien acostumbrado en su propio trabajo, operario de reformas y construcción. Paqui, la profesora, le consiguió la tela de buena calidad, crepé de satén blanco. En ocasiones la torpeza de sus manos le exasperaban y se arrepentía de su desafortunada idea. Aprender a coser a máquina le fascinó y le animó a continuar. La falda de capa iba tomando forma…de acuerdo, las costuras y acabados interiores no eran perfectos, aun así, no estaban nada mal para ser su primera incursión en el mundo del costureo.
El bordado a mano fue otro cantar mucho más delicado, minucioso y laborioso. Paqui le encontró un bordado más sencillo que el original de la falda de la firma, igual de llamativo. Modesto practicó en otra tela durante unos días puntos de principiante con el bastidor. Al fin, la profesora le dio su beneplácito para bordar en la tela de la falda. La aguja ya era amiga suya tras los primeros pasos de hilvanar las piezas de tela y unirlas. ¡Se sentía satisfecho con él mismo! El bordado, día a día, fue resaltando sobre la tela blanca, los comentarios de halago de compañeras y profesora le provocaban sonrisas ruborizadas y mariposas en el estómago. Modesto intentaba afinar todo lo posible la vista y la aguja, que no era nada fácil.
Esa primaveral mañana, sobre la cama de matrimonio, Ana Mari descubrió embelesada su regalo de cumpleaños – ¡Esto es un sueño! – Una falda blanca de capa, justo por debajo de las rodillas cómo a ella le gustaba. Un precioso bordado de florecitas color fresa y polen amarillo unidas por finos tallos y hojas verde hierba rodean ensalzando y salpicando de color la orilla de la falda – ¡Te queda de maravilla! – silbó orgulloso admirando a su mujer. Tras la conversación y la convicción de ésta de que su propio marido había ido a aprender en secreto para ofrecerle ese regalazo, aunque fuera año y medio más tarde, Ana Mari no pudo evitar colmarlo de besos y agradecimiento. Modesto continuó con su nueva afición, la costura.

GRISELDA SIERRA

LA HUERTA
Cuando volví a la huerta no quedaba nada, sólo un terreno baldío cubierto de maleza agostada, que estremeció mi corazón de nostalgia y de infinita tristeza por los tiempos idos, aquellos en que los naranjos y granados, las higueras y los limoneros, y una vastedad de flores desparramadas por dondequiera, hacían de aquel pedazo de tierra un hermoso vergel. Me gustaba tanto ese lugar. Y lo sabías ¿verdad abuela? Había un cerco de alambre que lo rodeaba y la única entrada estaba siempre vigilada por ti. Eras como un soldado siempre en tu puesto para impedirme el paso. Eras tú, abuela, con tus ojos del mismo color de tu falda: negros como azabache, y severos como los de un capataz. Y es que todo el tiempo estabas en la cocina, y para colmo junto a la ventana, donde cortabas la carne y las verduras, o lavabas los platos y las ollas después de la comida, mirando siempre el camino por donde se entraba a la huerta. Yo era pequeñita, de unos siete u ocho años; la casa de mis padres estaba cerca de la tuya, sólo tenía que caminar un corto y estrecho pasillo de tierra para poder entrar a la huerta, pero tú me marcabas el alto con dureza y nunca supe por qué. Quizás guardabas ahí un tesoro o escondías un oscuro secreto, y yo tenía que esperar hasta la hora de la siesta para poder escabullirme a saciar mi hambre con higos y granadas, y cuando me descubrías me echabas con gritos destemplados. Nunca me quisiste, abuela, y aunque más tarde llegué a pensar que yo no formaba parte de tu familia, la suposición se me hizo agua entre las manos al atar cabo tras cabo y descubrir que sí lo soy. Que dirás ahora cuando voy a tu casa, abuela, esa casa que era tan tuya y que en estos tiempos está tan sola, tan callada, tan abandonada, tan seca como lo está la huerta. Pero yo te siento, abuela; siempre te siento detrás de mí, como queriendo decirme algo que nunca te atreviste a decirme, siento tu mirada vigilándome, tu cuerpo revolviéndose de nervios, o quizás de rabia cuando ves que busco en tus baúles tus cartas, tus fotos, tus fundas y servilletas. Y desde luego tus faldas tan negras como tus ojos, y quizás también como tu alma.

LOLI BELBEL

TIERRA MOJADA
A mi abuela de aquel Tánger, a la que nunca conocí.
Otra mañana gris….Paseaba ella con su madre agarrada de su brazo. En una barbería de su barrio quedó fijada su cara y sus ojos negros intensos, dibujados para siempre. Eternamente ahí. Mi abuelo se estaba afeitando. Miró al espejo y ya no se vio la cara. Sólo vio ese rostro reflejado, paralizando todos sus sentidos en el espacio y el tiempo. Aquellos ojos tenían que ser suyos para siempre -pensó- .
Ahora la veo en su enorme cama entre grandes almohadones, llorando, sus padres no entienden por qué ya no quiere hacerse monja, cuando ya su directora de la escuela la había elegido entre tantas por su devoción a Dios como novicia ejemplar para su orden religiosa…
Sigo oliendo esa cera femenina y oigo un solo entre unas voces del coro, única y brillante voz que la música del órgano que está sonando se va perdiendo lentamente en esa garganta prodigiosa. Arropa con esa voz celestial toda la iglesia de un fervor matutino. Entra ya el sacerdote. La misa ya va a empezar.
Tiempo atrás su mejor amiga, una judía, le regaló una gran caja de cartón azul para meter las mariposas que cazaban para su colección que escondían con misterio bajo un diván destartalado en una buhardilla llena de vida, de risas. Después de un gran abrazo reclamado por la mamá de su amiguita judía, llegaba el festín del chocolate caliente y de los cuentos exóticos que las transportaba a un mundo de magia, de imposibles…, volátiles, inalcanzables, absortas ambas, sentadas en su falda, en su regazo.
Loli Belbel
Nota: Este texto es totalmente real, lo de mi abuelo y lo de su amiguita judía, segurísimo.
Pensad que Tánger, como Casablanca, Tetuán, Larache, etc. fueron ciudades internacionales…, en la Segunda Guerra Mundial, sobre todo. Y confluían las dos culturas, la occidental y la árabe.

EFRAÍN DÍAZ

Cuando con su dedo de rayo o de fuego, Dios escribió los diez mandamientos, si fue él quien los escribió y no Moisés a solas y oculto en lo alto del Sinaí, lo hizo con la idea de imponer ciertos controles morales y regular la vida en sociedad. El pueblo hebreo comenzaba a dar muestras de salvajismo social y de alguna manera había que controlarlos.
De los diez mandamientos, Miguel seguía solo uno. No matarás. Siendo de moral flexible, acomodaticia y a conveniencia, matar le parecía una salvajada. Su debilidad, su talón que Aquiles siempre fueron las mujeres. De adolescente, andaba metido en líos de falda. Siempre fue una mala compañía cuando había una mujer de por medio. De adulto, la cosa no cambió. Simplemente se complicó porque añadió mujeres casadas al menú. Prefería las mujeres casadas, porque eran más discretas y menos exigentes. Tenían mucho que perder si el marido se enteraba.
Así conoció a Laura, su nueva vecina. Laura se había mudado con su marido al condominio donde vivía Miguel. Al verla por primera vez, Miguel la desvistió con la mirada. Abochornada por el descaro de Miguel, Laura bajó la vista y siguió su camino.
Miguel no tardó en ganarse la confianza del marido de Laura, Ramón, que era un bonachón que pensaba que todos los bípedos implumes eran buenas personas. Hacerse amigo de Ramón era el camino más fácil, rápido y seguro para llegar a Laura.
Físicamente, Laura era una mujer imponente, muy atractiva. De mirada angelical y tímida sonrisa, era el tipo de mujer que hacía voltear cabezas por doquiera que caminaba. Era imposible pasar por su lado y no mirarla. Miguel haría lo que fuera por llevarla a la cama. Existen dos tipos de mujeres, decía Miguel, las que vuelan y las que follan y todavía no he visto una volando. Miguel estaba decidido.
Comenzó con un plan bien orquestado. Laura, por supuesto, se resistió. Esa resistencia excitó a Miguel, que enloqueció por Laura. Mientras más serias, más putas son en la cama, se dijo.
Miguel intensificó su ofensiva y tanto dio la gota de agua en el cántaro, que lo rajó. Y Laura terminó tan rajada como el cántaro del antiguo dicho.
Fue el comienzo de un tórrido e idílico romance. Miguel y Laura comenzaron a verse a escondidas. La pasión entre ambos creció como la espuma. El sexo era bruto y salvaje. No había amor, solo había pura pasión, deseo y lujuria. Miguel era capaz de sacar la fiera sexual de Laura, que venía de un matrimonio desgastado por la costumbre y la rutina. Cuando terminaron con todas las posiciones del kamasutra, ellos añadieron otras veinte. Creatividad nunca les faltó en la cama, ni en la cocina, ni en el baño, ni en la sala. Miguel estaba encantado y Laura, más que satisfecha.
Pero como no puede haber felicidad completa, una noche Laura llamó a Miguel. Ramón estaba en un viaje de negocios y Laura quería follar de cualquier manera. Miguel estaba indispuesto. Estaba muy cansado. Había tenido un día descomunal en el trabajo y necesitaba descansar. Miguel le sugirió verse al siguiente día. Laura estalló en ira. Quería follar esa misma noche, no al día siguiente. Entonces, Laura le sugirió a Miguel que mirara su móvil. El móvil de Miguel comenzó a sonar consistentemente según entraban las fotos y vídeos que Laura le enviaba. Cuando Miguel abrió las fotos y los vídeos, quedó espantado. Se le hizo un nudo en el estómago y se le secó la garganta. Su corazón comenzó a latir aceleradamente y le flaquearon sus piernas.
Laura había grabado todos sus encuentros sexuales. Había editado los videos de forma tal que saliera Miguel y ella no pudiera ser identificada.
Cuando Miguel se puso el móvil al oído, solo escuchó decir a Laura «o vienes a follar o te hago viral, querido. Tú decides». Miguel palideció. Jamás pensó que Laura fuera una friki.
Laura fue la condena de Miguel, que de cazador, terminó cazado por quien menos imaginó. A partir de esa noche se convirtió en el esclavo sexual de Laura. Que con su angelical mirada, tímida sonrisa y la falda muy bien puesta o bien quitada, dio rienda suelta a su sadomasoquismo, haciendo de Miguel su puta.

SERGIO TÉLLEZ GONZÁLEZ

FUEGO
La montaña contigua al pueblo estaba poblada de una maraña de arbustos silvestres que en época de cosecha producían frutos pequeños rojos y acidulces, y que sin
ningún reparo podíamos recoger para llevar a casa y degustar.
Hasta que se descubrió el motivo de la epidemia de apendicitis que aquejaba a varios niños del pueblo, y fueron prohibidas esas excursiones a la montaña.
Pero nosotros a hurtadillas lo seguíamos haciendo, básicamente porque eran deliciosos, además de saber que podrían rajarnos la panza, y con ello lucir la cicatriz como una herida de guerra que nos haría ver más «hombres».
Ocho meses de un intenso verano, ayudado por arbustos secos y los vientos de agosto, junto con algún pirómano casual propiciaron el incendio de la montaña. La ladera estaba en llamas, dos hectáreas consumidas por el fuego a discreción alertaron a los pobladores, que de forma solidaria acudieron al llamado.
Los adultos hombres y mujeres dispuestos a ayudar a extinguir el fuego, y nosotros a chismear y admirar el espectáculo maravilloso y dantesco de ver consumir los arbustos que nos ofrecían esos deliciosos frutos.
También llegó ella, la muchacha más hermosa que podía haber parido este mundo.
Yo estaba en mis catorce años, en pleno despertar de la pubertad, las hormonas empezaban a hacer su efecto en mi mente y mi cuerpo.
Ella nos llevaba unos cuatro años de edad, era la muchacha más apetecida por los chicos de su generación, y nosotros nos limitábamos a admirarla y fantasear con su figura y cuerpo escultural.
Era espigada, de cabello largo, lacio y negro, su carita angelical, sus labios gruesos de fuego, ojos color miel, piernas largas y torneadas que se desprendían de su minifalda de lana roja. Su blusa blanca y escotada que se ajustaba a sus pechos medianos y perfectos de piel tersa retando la gravedad y asomándose coquetamente e invitando a los más bajos instintos.
Ella llegó como siempre, desafiando las miradas. Se sabía deseada y eso le encantaba.
Se alejó de nosotros y del calor del incendio, se acomodó en un pequeño tronco botado en el prado, y sucedió el momento más memorable y sublime que nos pudo pasar en nuestro despertar a la pubertad.
Sus piernas empezaron a cruzarse, y con ellas su minifalda se recogió más. Del centro de sus muslos justo en su unión aparecieron coquetamente las bragas que abrazaban su prohibido fruto, y entonces En milésimas de segundo se dispararon nuestras hormonas y creció el bulto que teníamos en las entrepiernas. Nos miramos con nuestros amigos sonrojados, con una sonrisa nerviosa y cómplice.
Su mirada se hizo más desafiante, cómo una ráfaga se posó en cada uno de nosotros, y eso basto para alejar lentamente nuestras miradas de su divino cuerpo.
Y al contrario de lo que se pensaría, el camino de regreso a casa fue silencioso, nuestras cabezas estaban convulsionadas, bullían pensamientos totalmente pecaminosos.
Cuando llegué a casa y entre a mi habitación admire cómo todos los días el póster de Raquel Welch en bikini, era espléndida y descarada.
Pero con el perdón de Raquel, ella ya no sería el motivo de mis noches de insomnio.
Otra había ocupado su lugar, mis pensamientos de ahora en adelante serían para la chica de la minifalda roja.

IVONNE CORONADO

Las Fiestas de Agosto
Me acuerdo de ese verano. Me escapé con una mentira de mi casa.
Bajé las faldas de la montaña casi corriendo y me fui buscar a Leoncio, mi mejor amigo desde primero de primaria. Habíamos estado guardando todo centavo que nos caía en las manos para bajar a Mejicanos, donde las fiestas patronales estaban en lo mejor desde ayer. Además de los «viejos de agosto» había juegos mecánicos, que eran para nosotros una gran atracción. Lucían en los puestos las melcochas, las espumillas, los caramelos gigantes y los diminutos anicillos de todos colores, la leche de burra, cocadas, dulces de nance y tamarindo, canillitas de leche, algodón de azúcar, entre otros, y nosotros contando los centavos con las bocas llenas de saliva. Eramos unos cipotes atrevidos. No costaba todo tan caro en los años sesenta.
Con los pocos colones ahorrados nos montamos en los carros locos y en la rueda de Chicago. Además de hartarnos de chucherías, vimos de pasadita a Chocolate, y la bulla era enorme en los puestos de lotería. Pasamos esa mañana de domingo de manera maravillosa. Luego hicimos lo posible por regresar no muy tarde. Desafortunadamente nuestras nanas se hablaron: -Décile a Manolo que lo necesito, ya jugó bastante.
-A la chucha, creí que mi Leoncio estaba con ustedes!
-Dónde se habrán metido este par!
-Manolo me dijo la semana pasada que quería bajar al pueblo, le dije que no tenía dinero para tonterías.
Con los cachetes rojos del esfuerzo de subir la cuesta, los bolsillos vacíos y las tripas llenas regresamos a nuestras humildes casitas. Nos dieron una buena tunda, pero nadie nos quitó lo bailado.
Hoy de viejos, es una de nuestras mejores anécdotas.
Ivonne Coronado Lardé
Barcelona, 20 de mayo 2023
Nota:
Cipote: niño
Chucherías: tonteras
Chocolate: payaso salvadoreño
Fiestas de agosto: fiestas patronales
Tunda: paliza, castigo

ALBERTINA GALIANO

Era tarde, como siempre, pues disponía de poco tiempo.
A las 13:30 tocaba la sirena y a las 15:00 había que estar de vuelta, puntuales, porque la puerta cerraba a las 15:10 minutos exactamente. Don Antonio era el encargado de que se cumpliese escrupulosamente la norma, y no había concesiones.
Intentábamos no entretenernos, aunque era inevitable tardar mínimo media hora en llegar. Sólo bajar las escaleras, en cabalgata de niñas a cuál más escandalosa, y el paseo hasta casa con divertida cháchara comentando las mejores jugadas, los descubrimientos de cada una, los proyectos de fin de semana, la serie de moda en la tele… Total, las 14:10 era la hora normal de llegar.
-Átate el pelo!- la frase de bienvenida de mi madre. -Y ponte la bata!
Y mira que me advirtió, pero ese día no lo hice, no recuerdo por qué.
Había patatas con manitas de cerdo, no lo puedo olvidar. Las intrusiones de pimiento, cebolla o zanahoria había que sortearlas con astucia, sin que la cocinera se percatase y te las hiciese engullir hasta llegar a la arcada. Pero las manos nos las perdonaba, entendido en su sensatez de madre que era batalla perdida.
Apretadas en la mesa del salón, codo con codo, como buena familia numerosa, algún aspaviento propio o ajeno hizo que me salpicara copiosamente la falda con caldo del suculento guiso, cargado de sustancia.
Qué fatalidad! Pasaban de las dos y media. La falda del uniforme, única de la que disponía, por cierto.
Mi madre me miró con facies de loba y bastante se contuvo, pues ya imaginaba yo que me despedazaría a dentellada limpia. No lo hizo, tan sólo juró un rato en arameo y luego me dejó sin el resto de la comida.
-Ve al baño y lávala un poco, date prisa que mira la hora que es!
-Pero mamá, que se va a notar la mancha!- dije a punto de lágrima.
-Enseguida se seca, anda y date prisa!
Malaya mi estampa.
Hice el paripé de darle burdamente un agua en el lavabo, así puesta como la tenía, y odié a mi madre desde el fondo de mis higadillos.
Salí a trompicones de casa para que no se me escapasen mis hermanas, que me ignoraban estando a lo suyo.
Por el camino, con toda la delantera empapada de agua, iba zarandeando el vuelo de la tela para que se secara antes de llegar al colegio. Sólo de imaginar mi llegada a clase con esa pinta, y la burla despiadada de las otras, riendo a carcajadas, sentía que me faltaba el aire y se me encogía el estómago.
Finalmente llegamos rozándole los talones a don Antonio, a punto de cerrar la entrada.
Lo primero que hice fue pedir permiso para ir al baño, como última estratagema antes del despiece final.
Efectivamente la humedad se había ido. Únicamente quedaba una mancha acartonada con olor a pezuña porcina que a mi modo de ver no se podía disimular.
No lo notaron, pero a mí la tarde se me hizo eterna, y mi nariz inundada del mortal aroma me hacía crecer por momentos un infecto rabo de gorrina.
No recuerdo más de esta historia, ni recuerdo el final. Eso significa que la jornada escolar terminó, como mi sufrimiento.
Imagino dos finales posibles: o bien era viernes, por lo que al volver a casa la falda iría a para a la lavadora, o bien por arte de magia al día siguiente estaría perfectamente lavada y planchada al levantarme por la mañana.
Me inclino a pensar que esto segundo fue lo que pasó en realidad.
Ay, mamá, mamá.

ANTONICUS EFE

La brumosa ironía que no despejaba ninguna incógnita, se hacía cada vez más evidente. ¿Dos dedos hacia arriba o dos dedos hacia abajo de la rodilla? Según las buenas normas del decoro, dos dedos hacia abajo era de señoritas y dos dedos hacia arriba de pilinguis.
La que nos ocupa no podía, en un principio, catalogarse en ninguna de las dos categorías, estaba completamente rasgada, casi arrancada a tirones y puesta a modo de advertencia sobre la cara del cadáver que yacía sobre el charco de sangre.
El comisario Ayuso miró con incredulidad al inspector Rodríguez, no entendía por que le había llamado.
– ¿Has vuelto a darle al chinchón o qué? – preguntó aireado.
– ¡Por supuesto que no, estoy de servicio! – contestó en el mismo tono.
– ¿Entonces por que me llamas para esto? –
-Por que es un tema delicado y no quiero que las fuerzas vivas me crucifiquen. Usted es la autoridad superior y es quien debe tomar la decisión final.
– Está bien, llama al forense para que proceda a medir.
El forense Jiménez se presentó al cabo de diez minutos con el instrumental necesario para proceder. Ayudado por dos policías, colocó la falda en el sitio original donde debería estar y acto seguido se puso a medir.
-Está dos dedos por encima de la rodilla – sentenció.
-Caso cerrado. Recogedlo todo y llevadla al depósito. Si nadie reclama su cuerpo en tres días, que la echen al crematorio – ordenó el comisario Ayuso.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Mi niñez no fue fácil, fui un niño miedoso, tímido, siempre detrás de las faldas de mi mamá.
Mi papá le decía a mi mamá qué me estaba criando débil , empezaban los gritos, los golpes.
Un día mi papá se fue.
Y yo seguí detrás de las faldas de mamá. Ella lo hacía todo por mí. Siembre resolvía todo, asta el día que cumplí catorce años.
Me dejó solo, por primera vez.
Me dio por curiosear, mamá siempre me decía qué no bajará al sótano y baje.
Un acto de rebeldía? Me lo podía haber ahorrado. La ausencia de conocimiento a veces es la felicidad.
Nada volvería a ser igual.
Allí estaba atado, medio muerto mi papá.
Salí corriendo a la calle. Un vecino llamó a la policía.
Mi madre fue a la cárcel y mi violento papá se hizo cargo de mí, asta qué conseguí meterlo otra vez en el sótano.

MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ BLÁZQUEZ

POR ELLA, MUERO.

En realidad, sin ella no soy nada… Tan solo el susurro perdido de un lamento inhóspito, clamando amor desde la soledad. Esa que tanto se teme… La misma que ansiamos en ocasiones y te acojonas cuando llega, al verte sola, perdida, y sin el amor de nadie que te quiera. Aunque ella no lo piense, la deseo con toda el alma.
Al principio fue bonito… Me engalanaba de poemas, susurros espontáneos y miradas traviesas. Los hombres me deseaban al verme con ella puesta. Se rozaba conmigo. Yo, la perseguía con la mirada envuelta en su fondo negro y lleno de ramitas y hojas de azahar. ¡Ja!, me da la risa al pensar, las locas miradas de efervescencia que atraía hacia mis piernas. Las mismas que tantos besaron envueltos con ella. Noches de lujuria y desenfreno.
Todo cambia… Ahora visto con bata y recuerdo con anhelo aquella canción…
«Por la raja de tu falda, yo tuve un piñazo con un Seat Panda»

CARLOS RODRÍGUEZ

SOSPECHAS II
Mientras esperaba la llegada de los equipos forense y científico para analizar el lugar y tratar de averiguar lo sucedido, el teniente me tomaba la pertinente declaración, aunque poco o nada creía yo poder aportar.
Tanto al teniente como mi nos parecía extraño que Arcadio hubiese escogido aquel sendero para ahorrar algo de tiempo en su reparto, pues aunque la distancia hasta el pueblo era la mitad, la velocidad a la que podría circular sería muy reducida, haciendo que el tiempo fuese más del doble que utilizando la carretera que se había reformado y asfaltado recientemente.
En ese tratar de entender aquella decisión del cartero estábamos cuando llegaron los de la unidad científica. Su despliegue fue algo alucinante, sus luces convirtieron la noche en día y sus monos blancos resaltaban con el verde de la vegetación.
A mi vista parecía que aquel fatídico desenlace no era más que el resultado de un desafortunado accidente, probablemente habría perdido el control de su moto en alguno de los cientos de baches que aquella vieja pista, terminando por precipitarse por el desnivel y resultar atravesado por varias de las ramas sobre las que había caído.
Los agentes de la científica se habían repartido en dos grupos, y mientras unos revisaban los alrededores del cuerpo y la motocicleta otros se centraban en el camino.
De repente uno de los agentes que se encontraban revisando la moto lanzó una frase al aire, aquello hacia que todas mis hipótesis se desvaneciesen.
– Hay un impacto reciente en el lateral trasero, con restos de pintura. Por la forma y la altura podría ser de un vehículo todo terreno.
También la médico forense tenía algo que decir cuando se acerco a donde el teniente y yo nos encontrábamos.
– Teniente, sin duda ya estaba muerto cuando se produjo la matanza, esta claro que no pudo hacerlo él.
Este comentario hizo que el teniente y yo nos miramos con cara de asombro – ¿Acaso había sido él la primera víctima de la masacre? Y de ser así ¿Quién habría maquinado todo aquello? – Estas y mil preguntas más se agolpaban en mi mente mientras otro criminalista requería la presencia del teniente en el camino.
– Aquí hay marcas de los neumáticos de la moto deslizándose lateralmente junto a las huellas de otros neumáticos de todo terreno y algunos desconchones de pintura.
Aquello corroboraba las apreciaciones hechas anteriormente por su compañero, al mismo tiempo que evidenciado que la muerte de Arcadio no había sido un accidente.
Mi presencia ya no era necesaria y el teniente autorizó el que pudiese abandonar el lugar y regresar a casa.
Durante el trayecto no paraba de darle vueltas en mi cabeza a aquella primera que me había asaltado después de encontrar el cadáver del cartero – ¿Qué estaba haciendo él en ese sendero? – Repasaba mentalmente cualquier posible respuesta, pero ninguna de ellas tenía lógica alguna.
Ya en casa, totalmente desvelado por los acontecimientos, me prepare un té para tratar de calmar el mal cuerpo que se me había quedado. Mientras lo tomaba apoyado en la ventana mi mirada se perdía en un vacío lleno de imágenes que no llegaban a mi retina.
Fueron los primeros rayos de sol en el amanecer los que me sacaron de mi abstracción y como si de una señal se tratase me mostraron la respuesta que había estado buscando durante horas.
En aquel patio trasero del pazo era donde Emilia, la doncella, solía colgar a secar la ropa y dejar al clareo las blancas sábanas. Los rayos de sol incidan directamente sobre la fachada trasera del edificio, produciendo algunos reflejos en los cristales de las ventanas.
Uno de aquellos reflejos adoptaba una caprichosa forma de punta de flecha y parecía apuntar deliberadamente, y ayudado por el viento de la mañana, a dos puntos muy concretos. El primero de ellos una falda de color negro y el segundo el amplio portalón que daba acceso a los campos de la propiedad.
Recordé entonces algo que una buena amiga decía con frecuencia “cuando no veas la respuesta el universo te enviará una señal que abrirá tus ojos” y sin duda alguna este era uno de esos momentos.
Desde el fallecimiento de mi esposa, hacia casi dos años, no había vuelto a colgar ninguna falda de las cuerdas de aquel tendedero, pero hacía un par de días que Emilia me había pedido permiso para hacer su colada en el pazo, pues su lavadora estaba averiada y debería comprar una nueva, cosa que haría aprovechando su día libre.
Emilia vestía siempre de negro, un luto riguroso que llevaba desde que se había quedado viuda hacia ya diez años, solamente seis meses después de casarse, cuando Laureano había quedado atrapado bajo el tronco de un gran árbol que estaba talando en su finca.
Ahora todo comenzaba a tomar forma.
La finca donde Laureano había muerto tenía acceso por la pista en la que había encontrado el cuerpo de Arcadio, y a través de la finca se llegaba a la casa, que era donde vivía Emilia.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de las cómplices miradas que ambos se propinaban cuando Arcadio se quedaba a tomar un refrigerio en el pazo.
Emilia era una mujer discreta, y jamás había dado que hablar en el pueblo más allá de algún comentario de lástima por su soledad siendo joven como era.
Probablemente Arcadio la visitaba en secreto, entrando por atrás para no ser visto y evitar que nadie en el pueblo pudiese decir nada.
Ahora también entendía la cara de tristeza que Emilia venía arrastrando desde que Arcadio no venía al pazo. Sin duda no sería nada fácil darle la noticia de la muerte del cartero cuando llegase en la mañana.
Yo dudaba mucho de que Emilia tuviera nada que ver con todos aquellos crímenes, pero sin duda tendría que hablar de ello con el teniente de la guardia civil una vez hubiese conversado con Emilia.

ANTONIO JOSÉ ROMERO GÓMEZ

Mi mascota
Tengo una mascota. Se llama igual que yo y no es por que así lo decidiera, me vino dado. Es muy bonito y encantador, cuando lo paseo, a todo el mundo parece gustarle. Quieren saludarle y jugar con el. Es muy enérgico y siempre esta dispuesto a dar un buen paseo. Me mira expectante y deseoso de que le ponga la correa. Su momento favorito es sin duda cuando suelto su collar y puede correr liberado de cualquier control. Lo hace cual centella. Se excita e incluso babea. Entonces jugamos los dos, libres y sin restricciones. La mayoría de las veces lo hacemos con más gente. Disfrutamos tanto… como nunca lo hacemos por separado. Sabemos extraer todo el elixir del gozo y el placer durante esos momentos. Cuando por fin se ha calmado y ha colmado sus ansias de disfrute se duerme y es cuando aprovecho para ponerle el collar de nuevo y volverlo a encerrar. Pasado un tiempo, se despierta y se ve de nuevo aislado. Entonces comienza a llamarme con llanto lastimero. Se acurruca y me observa, encadenado y frustrado. No me gusta verlo así. Lo observo apenado aún sabiendo que es la única manera de mantener el orden en mi vida. Siempre se alimenta de lo mismo. Faldas, alcohol y drogas. Es su perdición. Una vez desatado y cuando por fin ha encontrado con que alimentarse es muy difícil que obedezca. Cuando juega, no todo es jolgorio. Lo destroza todo, no tiene compasión por nada dandole igual el estado en que quede todo con lo que sumerge en el placer de sus juegos. Después me toca a mi cargar con la culpa y el remordimiento, mientras intento remendar el destrozo sembrado a su paso. Sólo queda esperar que se sacie para que se duerma y así poder volver a enjaularlo. Cada vez lo saco menos, pero he de reconocer, que cuando me vuelve a mirar con esos ojitos estoy deseando desatarlo y volver a caer en sus juegos.

GRACIELA PELLAZA

«Parirás con dolor»
No lo dije yo..
Se te desarmarán los ojos de tanto llorarla, hasta el día que te mueras; si algo le pasa.
Eso sí.. lo dije yo.
Contra todo pronóstico vino a curiosear el mundo. Luego de intentos fallidos, en medio de la pobreza de los afectos.
Para enseñar que ella podía desde mi centro, con el cordón de vida en sus manos, alegrar con castañuelas los presagios del naufragio.
Íbamos a naufragar.
Y yo.. lo sabía.
¡Nena dijo la partera!
Y en esa comunión de gritos apretados, le lloré al pasado. Y me juré sobre sus ojos negros, que todo cambiaría.
¡Y vaya!, que cambió.
Habia un hermano mayor con temple de vikingo, una madre mestiza, mezcla de madre y adolescente, y un hogar sin estufa, casi casi sin puerta, todo eso había, cuando vino con su falda a romper lo incierto.
Trajo en el dobladillo unas lentejuelas que brillaban cuando se hacia de noche y ya estábamos cansados, y en esa luz su hermano y yo perpetuamos la risa en la casa.
Vino a bailar con los pliegues de su femenina estampa, a demoler para construir, a servir alegría en los platos.
Hoy sigue bailando, los almanaques llenaron los cestos; la de la falda corta sigue creyendo que la fiesta de la vida está para celebrarla..
Y hay noches que con la tela de su vestido.. Espanta lágrimas.

MARÍA JESÚS MARTÍNEZ SANCHO

Llevaba mucho tiempo, demasiado escondida dentro de mí… Y aunque tengo un cuerpo grande y robusto ¡no me encontraba! Fíjate si tuve que esconderme bien cuándo era niña… Pasé mi infancia entre insultos y humillaciones, primero en el colegio, y después en el instituto.
Este pueblo es muy pequeño para lo grande que me siento, aunque en parte consiguieron que el Nico que se sentía Nerea ocultara esa parte de mí, que no es que sea una parte… Es que soy yo misma porque para mí Nico no existe. Mis padres no sabian quién era su hija Nerea, pero lo intuian y aunque me veían sufrir y acudieron a demasiadas tutorias desde que nací mientras trataban de explicarles que había algo importante en mí que debía ser atendido, mi padre… Alcalde del pueblo, para más inri, contestaba siempre con la misma perorata : «Son cosas de chiquillos, ya se curará. Lo mandaremos a algún loquero bueno»
Y Nerea moría un poquito más, mientras Nico odiaba quién era porque además de ser Nico por cojones, era el gordo del pueblo y el feo, casi na… Tras varias sesiones de buenos loqueros, aquellos profesionales dictaron sentencia y a mi padre no le hizo gracia el veredicto, así que decidió buscar a otros que le dijeran lo que quería oír y no la verdad. Tenía por aquel entonces 17 años y con la ayuda de mi prima Gracieta que era la única persona, ser vivo o semejante que me apoyaba… tomé la decisión que me cambió la vida, o la puso en el lugar que tenía que estar desde el principio. Que no fue de la mejor manera….pues no…. Eran las elecciones en el pueblo, y el señor Alcalde había preparado una merienda popular con orquesta aprovechando que era su cumpleaños y no es que quisiera votos, quería de buena fe invitar a sus vecinos a su sesenta aniversario, entiéndase como ironía.
Mientras mis padres se preguntaban dónde estaba su Nico y la orquesta amenizaba el ambiente se produjo un silencio entre el gentío que hasta aquellos pobres dejaron de tocar. Y ahí estaba yo… Subiendo al escenario con todo el glamour que desprendía mi ser y con el único sonido de los aplausos de mi prima, regalando a mi padre con aquel vestido de falda vaporosa y peluca rubia incluida un «Happy Birthday» fantástico cómo si él fuese el mismísimo Kennedy. Sé que Marylin no llevaba ese vestido para cantarle al presidente e hice una mezcla extraña pero es que la falda de gasa blanca de la «Tentación vive arriba» disimulaba mejor mis curvas.
Poco más puedo decir después de aquella noche épica, pues no hubo «loquero» que arreglara aquello. Eso si; mi madre decidió que ya era hora de dejar de darle la espalda a su hija Nerea y nos mudamos a la capital a empezar las dos juntas de cero. Lo único que me echó en cara la bendita mujer que me dio la vida, es que desafinara tanto aquel día en el que el pueblo se quedó mudo por primera vez en la historia y mi padre dejó de ser el alcalde.

BEATRIZ ROBESPIERRE

Allá en la falda del Avila,
Allá donde yo nací,
Vive una linda trigueña
Que adoro con frenesí…
Así comienza un lindo pasodoble de mi país natal. Me recuerda mi terruño, un pueblo en la falda de la montaña llamado San Juan. Allí, crecí comiendo frutas silvestres, “moneando” árboles con mis hermanos y escuchando el folcklore de la región, contagioso y bullanguero. Muchos rítmos, pero sobresalía el joropo. Aunque hay varios tipos de joropos, el llanero era para nosotros el más contagioso. Nos hacía bailarlo y tararearlo aunque estuviéramos haciendo algún oficio casero. Recuerdo a mi madre cantando siempre. Dejó algunos rítmos compuestos por ella, ya que era una experta tocando el cuatro y la guitarra. De allí nació mi gran amor por la música.
Del mismo pueblo venía quien fue mi gran amor de juventud Reinaldo, excelente bailarín de joropo y quien participaba en las competencias de baile durante las fiestas de ese pueblo y otros lugares cercanos y casi siempre ganaba. Fue él quien me enseñó a bailar joropo, pero no con su misma destreza; sin embargo muchas personas comentaban que yo lo hacía muy bien y que formábamos una linda pareja de baile.
Se acercaban las fiestas patronales de San Juan. Eran famosas porque las autoridades se esmeraban en que fueran las mejores, ya que así atraían mucho turismo para la región, y ésto sería una gran ganancia para embellecer el pueblo y mejorar las vías terrestres.
Por supuesto que Reinaldo iba a participar, pero esta vez él insistía en que yo fuera su compañera de baile, algo para mi inesperado ya que siempre bailaba con una prima. Para convencerme habló con mi madre para que ella me persuadiera. Ah, con la condición de que ella misma me cosiera la falda más linda, con flores y llena de pliegues para cuando diera las vueltas ésta volara acariciando mis piernas al compás de la música. No es fácil bailar joropo, requiere mucha energía física, el amor que le pongas a la música, tus movimientos y por supuesto la pareja con quien compartes el baile juega un papel muy importante porque deben estar bien compenetrados para lucirse y disfrutar.
-“Marita, Reinaldo insiste en que to haga una falda como dice él, para que te luzcas y ganen el concurso. El premio es bueno. Ojalá porque la tela cuesta cara, y es que él la va a comprar”?
-“No Amá, él más bien anda buscando trabajo, por eso es que tenemos que ponerle ganas, pa’ ganá”
Finalmente mi madre se dispuso a confeccionar mi falda, que para mi, el resultado fue maravilloso. Me la medí y según ella, ya parecía una ganadora. -“Amor de madre”, me dije ja ja.
Llegó el día tan esperando. Un par de días antes estuvimos practicando frente a mi madre pues considerábamos que ella era el mejor jurado, aunque siempre estaría a nuestro favor; sin embargo era muy franca y no se guardaría ningún comentario.
El pueblo lucía muy bello, adornado con serpentinas de lindos colores y otros motivos que hacían lucir a San Juan como la reina del llano. Desde temprano se escuchaba la algarabía de los niños en la plaza. Para ellos había juegos y golosinas sin escatimar en gastos. La multitud ya se había posesionado del pueblo y como siempre había orden para evitar problemas. La Vigilancia bien estricta porque la consigna era disfrutar.
El concurso de baile estaba programado para las siete de la tarde. Yo estaba preparada pero muy nerviosa. Reinaldo me tranquilizaba con su experiencia de bailarín reconocido. Llegó nuestro turno y nos anunciaron con el número seis. Pasaron segundos quizás, y comenzamos a bailar el joropo que el jurado había escogido. Juraría que la música penetraba mis sentidos. Me sentí poderosa en los brazos de mi amado y me entregué al baile con el alma, ésta voló al igual que mi preciosa falda tan amplia y bella que hizo también volar mi alma. Una hora más tarde dieron los nombres de los ganadores. Sorpresa, ganó la pareja número seis, la de la falda más bella y el baile más apasionado. Una experiencia que vale la pena contar.

JUAN MANUEL MARTÍNEZ LOPERA

– ¿No es esa la cuarta falda que te pruebas Lorena?
– No sé Luis. No estoy llevando la cuenta.
– Es que todas las que te pruebas son iguales; el vuelo, los mismos tonos oscuros ¿Verdad que te la vas a poner con una de tus blusas blancas? ¿Quizás la de las transparencias en los brazos?
– ¿Qué pasa ya no te gusta mi ropa?
– No querida, lo que no me gusta es la evolución de tu estilo.
– ¿Y qué me recomienda Mister Style?
– Si te gusta el color negro ¿Por qué no las pruebas ajustadas y con una abertura lateral?
– ¡Ya! ¿Y no te gustaría más con una raja por detrás?
– Si le añades unos tacones negros de aguja, estarías espectacular.
– Igual que la dependienta ¿Verdad? ¿O quizás igual que tu nueva secretaría? ¿Me vas a pagar también unas tetas como las que luce esa niña?
– No seas cruel Lorena. Tu operación de pecho es algo que ya teníamos decidido hace tiempo.
– Y que le permitirá al señor volver a sentirse orgulloso de la belleza de su mujercita.
– Lorena yo también sufrí mucho con el cáncer. Me sentía impotente por no poder robarte el dolor, frustrado de no saber si los ánimos servían para algo, pedía con ansia poder cambiarme por ti, pensé que nunca más te vería haciendo una cosa tan simple como desnudarte y probarte ropa en el cambiador de una tienda….
– ¿Y por qué tengo que someterme a una nueva operación ahora?
– La psicóloga te dijo que ayudaría a que la situación se normalizase.
– ¡Yo ya soy normal Luis! Mi alma está entera y lo único que me recuerda el pasado es una puta cicatriz de mierda.
– La que sirve para admirarte cada día que te levantas por la mañana. La que nos hace ser conscientes de que estarás dispuesta a luchar de nuevo si hiciera falta.
– ¿Entonces Luis?
– Entonces ¡No quiero tetas Lorena! ¡No quiero tetas!

EDUARDO VALENZUELA

Fue todo un escándalo el día que Sofía Santa Cruz llegó a San Pedro. Con falda corta, con zapatos de tacón, maquillada y tintineando joyas; no había hombre que no la mirara, ni mujer que no la envidiara.
«Esa mujer, con esos vestidos, despierta la concupiscencia y el pecado en nuestro pueblo», había advertido don Romualdo, quien no perdía ocasión de señalar los peligros que acechaban en el camino de la virtud.
Es que San Pedro era un pueblito devoto, una caleta de humildes pescadores ―como don Romualdo―, de miserables casitas multicolores, que apenas sobrevivía encajonado entre escarpados acantilados rocosos y un mar calmo, pero generoso. No había espacio allí para finuras, ni menos para lujos; excepto los que se daba don Anacleto, el octogenario ricachón que vivía ahí desde antes de que existiera memoria. Sólo él podía concebir la excentricidad de llevar hasta San Pedro a Sofía Santa Cruz, su nueva esposa; una mujer joven y atractiva que, según dicen, conoció siendo ella artista de un prestigioso club nocturno en la capital.
Las mujeres de la caleta eran de vestir sencillo y recatado, como dictan los evangelios. De diario llevaban ropas para las labores de pesca y, como mucho, usaban faldas largas en alguna ocasión muy especial; como la fiesta del 29 de junio, en que adornaban con guirnaldas de colores la modesta calle principal para celebrar con bailes y beber mistelas.
Romualda ―la hija menor del creyente don Romualdo―, jamás había llevado un vestido. Apenas había cumplido las veinte primaveras y sólo sabía de faenas de pesca junto a su padre a bordo del lanchón. Pasaba buena parte del día en botas de hule, enfundada en la mezclilla de su pantalón con pechera y tirantes. Por eso, siempre recordaba el día que llegó Sofía Santa Cruz al pueblo. Nunca antes había visto una falda tan linda como esa y creyó que Sofía se veía tan hermosa, tan femenina, que a su lado cualquier mujer del pueblo ―especialmente ella― parecería un espantapájaros.
Vivendo entre aparejos y espineles, entre anzuelos y redes, Romualda pensaba que en este mundo no había lugar para melindres. Sin embargo, escondida ―en el último rincón de un viejo baúl― guardaba el único vestido que poseía. Era una falda plisada larga, de un hermoso raso violeta, que le había regalado su madre para cuando cumplió los dieciocho. Ella, se veía a sí misma como una chica simple, con poca o ninguna gracia, pero habría mentido si dijera que jamás fantaseó con lucir su falda violeta, o que jamás pensó en arreglarse como vió que lo hacía Sofía. Incluso, para la última fiesta de junio, estuvo a un tris de lucir su atuendo en el baile ―ante la insistencia pertinaz de Juancho, que la cortejaba―, sin embargo esas y otras fantasías se las guardaba para sí. Se las guardaba porque le enseñaron que era pecado.
La vida en San Pedro siguió su curso, y a las comidillas de siempre se le unió la tenida diaría que estrenaba Sofía Santa Cruz. Parecía como si todo mundo vivía pendiente de ella. Y así lo sentía también Romualda, por eso es que nunca se imaginó lo que ocurriría esa tarde de otoño.
El bueno de Juancho la sorprendió cuando llegó a su casa a la hora de la cena. Traía un ramo de flores y fue recibido con gran aprobación por sus padres. Y fue allí mismo que pidió su mano a don Romualdo, porque dijo que para él, ella y sólo ella era la mujer más hermosa de San Pedro.
Ahora Romualda no sabe qué hacer y llora todas las noches a escondidas mirando su falda de raso violeta; porque desde hace unos años ya lo sospechaba, pero el día que vio a Sofía Santa Cruz llegar a San Pedro, su corazón ―ardiendo en deseo― lo tuvo más claro que nunca. Y es que, desde ese mismo momento, había comenzado secretamente a amarla con frenesí.

RAÚL LEIVA

Petricor

Nació mujer.
Hoy cumple dieciocho años.
Cuando nació, en la casa todos se alegraron mucho y propusieron diversos futuros, la mayoría giraban entorno del trabajo y el estudio. Iba a ir a los mejores colegios, se graduaría con honores y se mudaría al centro, cerca de su trabajo.
La bautizaron a pesar suyo pero no le molestó.
Creció en la casa paterna donde veía a su madre confeccionar las prendas de las muchachas del barrio. Siempre le llamaron la atención las faldas. De vez en cuando ayudaba a su madre a plegarlas y eventualmente se las probaba a escondidas.
Con el tiempo fue saliendo a la calle a conocer de cerca el mundo que habían imaginado en su casa. Sus amigos la invitaban a jugar y se llevaba muy bien con ellos. A menudo discutían y peleaban, pero casi siempre eran temas de chicos, de esos que nunca se meten entre los amigos.
Ya en la escuela fue obligación el uniforme. No era que le disgustaba llevar uno, pero no se sentía demasiado cómoda con los rótulos. De todas formas lo importante era el conocimiento y no le importó vestirse como todo el resto de los alumnos.
Los quince años la encontraron en una situación económica familiar no muy favorable. Imaginó lucir una falda ostentosa, pero no quiso poner en gastos a su familia, por lo cual reservó para sí su deseo de verse como una princesa festejando sola en silencio y llorando.
El amor se demoraba demasiado en golpear a su puerta, sostenía su madre. El padre prefería que esperase el tiempo que sea necesario, sostenía que lo primero debería ser la independencia. Esa palabra le hizo ruido a la muchacha, independencia, vivir con sus propias reglas, en su propio espacio sin que nadie tenga que hacer cosas por ella. En eso enfocó su adolescencia, trabajar duro para ser ella misma en un mundo socialmente preparado para los hombres.
No le fue difícil encontrar trabajo, a pesar de lo que escuchaba en la mesa de diario cuando sus padres discutían acerca de las desigualdades.
Juntó un dinero que le permitió comprarse ropa que le gustaba. Un pantalón muy parecido a los de marca, una blusa colorida y sobre todo sus primeras pinturas labiales.
Estaba muy emocionada ya que estaba cumpliendo años y eso significaba que iba a poder votar por primera vez, iba a poder vivir sola, y sobre todo ser independiente, su primer gran sueño de siempre.
La fiesta iba a ser modesta y en su honor el padre le había preparado un asado, la madre le cocinó una torta con su nombre en mayúsculas, los amigos la esperaban con ansiedad, sabían que se iba a preparar de forma especial.
Apagaron la luz y las velas iluminaron el lugar. Desde las penumbras se acercó la silueta de la muchacha, vestida como nunca antes lo había hecho. Lucía una falda azul como la que imaginó para su cumpleaños de quince. Su caminar fue acompañado por la clásica canción de feliz cumpleaños, cuando llegó el ensordecedor aplauso sopló todas las velas de una vez dejando la casa a oscuras. El padre encendió la luz y el silencio ganó la noche. Todos miraron a la radiante cumpleañera vestida y maquillada que sonreía desde la punta de la mesa. Las miradas estaban posadas en ella y fue su padre el que rompió el silencio con un grito: “¡Fabián! ¿Qué mierda hacés vestido así?”
Nació mujer.
Hoy cumple los dieciocho años.
Nunca creyó que iba a ser tan difícil que los demás la entendieran.

LUISA VALERO

Sábado y no respetan que uno quiera descansar; apenas son las ocho de la mañana. El sonido de la taladradora es insoportable. Miro por la ventana y veo a la «chica rara», que siempre viste de negro y tiene semblante serio, como si viniera de un velorio.
Desde la obra, de aquí al lado, la piropean los albañiles porque lleva una minifalda negra y tiene bonitas piernas. A ti te haría un niño, dijo un imbécil. Me indigna su vulgaridad. Ojalá saquen una ley que prohíba eso.
Va sola, una vez más. Me pregunto, cómo será su vida, si en el muy fondo atisba algo de felicidad y qué cosas la pueden hacer sonreír…
Me aburro de que me retumben los oídos. Me pongo mis zapatillas, último modelo de Nike, y decido coger mi Mountain Bike para darme un paseo y alejarme del ruido; el clima está templado para disfrutar de alguna nueva aventura.
No estoy muy concentrado por la falta de sueño; trasnoché para ver varias películas de video, que alquilé en «Blockbuster», y tengo que devolverlas hoy. Pedaleo a un ritmo tranquilo. No tengo ningún plan, ni lugar a dónde ir.
De repente la veo de nuevo. Carga una bolsa de tela con varias barras de pan. Me acerco porque quiero observarla mejor y me hipnotiza la vista de ella desde detrás. Esa falda le queda tan guay… No me doy cuenta que cambió el semáforo a rojo. Por no mirar donde debía, me doy una ostia con otra bicicleta que venía por la derecha en el cruce.
-Pijo gilipollas, ¿es que no miras por dónde vas? -me dijo el otro ciclista.
Hemos acabado tirados en el suelo. La chica rara se acerca para auxiliarnos y la tengo, por fin, a menos de un metro de distancia. No me aguanto y le digo:
-¿Qué habrá pasado en el cielo, para que los ángeles vistan de negro?

Моника Сармьенто (MONIQUE S)

La falda
Allí estaba, tambaleándose ante las turbulencias ocasionales que presentaba la aeronave, en ese cuartito estrecho e incomodo mientras se cambiaba. Afuera escuchaba voces que intentaban apurarla, poniéndola mas nerviosa de lo que ya estaba, generando el efecto contrario porque dilataban mas su labor. Cambiarse en un baño de avión, más aún cuando tu indumentaria tiene tantas capas, es una tarea compleja. También tenía miedo, en su país natal, al otro lado del océano podían lapidarla por lo que estaba haciendo, su nuevo vestuario mancharía con el deshonor eterno el nombre de su familia.
No solo se estaba quitando su atuendo ancestral, se estaba quitando una parte de sí misma, su identidad, su credo. Aquellas ropas eran un símbolo del cambio de vida que deseaba, una vida en la que ella fuera la autora y tomara sus propias decisiones lejos de las rígidas normas paternas. Temblaba y sudaba, aunque no hacía calor, su respiración se hacía agitada, sentía que le faltaba el aire, por lo que tuvo que detenerse unos minutos y sentarse sobre el sanitario mientras las voces y golpes tras la puerta se intensificaban. Pensó en suspender su loca idea, pero su conciencia no lo permitió y se deshizo de la sabana negra que fue su cárcel por tanto tiempo. Saco de su bolso de mano las pequeñas piezas que había comprado de forma clandestina en una tienda para extranjeros. Se las puso y se sintió desnuda, algo avergonzada, pero al estirar sus piernas pálidas por falta de sol y contemplarlas se dio cuenta que era bella y se sintió orgullosa de si misma.
Finalmente abrió la puerta. La azafata algo enojada le dijo que ya se acercaba el aterrizaje y que debía ocupar su puesto. Los pasajeros que en su recorrido al baño la miraron con recelo al estar cubierta como una sombra negra sin rostro, no se percataron de su presencia cuando retornó. Ella se sintió levitando por el pasillo mientras buscaba su asiento. Su nueva minifalda y tacones, su cara al aire y el cabello suelto, le daban la sensación de alucinación. Se sentó en su silla, mientras su compañero de puesto la miraba asombrado. Por primera vez en su vida se creyó poderosa e independiente, sonreía. Mientras tanto, el piloto anunciaba por los altavoces el destino final de ese vuelo, el destino final de su larga huida y el destino inicial de su nueva vida.

MARIA JOSÉ AMOR PÉREZ

LA FALDA Y EL PANTALÓN. Tema de la semana
Era lunes y para doña Engracia suponía día de colada.
Así que sacó del cesto de la ropa sucia las prendas a lavar y, tras clasificarlas en dos grupos: claras y oscuras, encontró dos que, por tener colores muy vivos y por tanto desteñir o ser teñidas por ropa oscura tendría que lavar aparte. Y estas prendas eran, una falda de su hija Concha turquesa muy fuerte y el pantalón de su nieto Federico verde fosforito.
Tras meter la primera tanda en la lavadora salió del lavadero a fin de realizar otros menesteres.
De la lavadora cargada con ropa clara salían voces y risas;
-Qué guay-decía una camiseta mientras el bombo giraba hacia la derecha.
-¡Otra duchaaa!, qué bieeen-gritaba un calzoncillo- con el remojón que se estaba dando.
La ropa oscura escuchaba atentamente imaginando y deseando el show que le que tendría.
Tirados en un rincón, sin grandes esperanzas ya que seguramente serían lavados a mano, el pantalón le dijo a la falda:
-Somos unos marginados.
-Ya- contestó ella- ¡lo bien que lo están pasando los otros en esa noria-spa que les han metido, y nosotros aquí, esperando ¿qué? Un baño frío y sin espuma. ¡Qué horror! Y al final, en vez de dar vueltas deprisa que casi te mareas seremos apretaditos por las manos de doña Engracia y a continuación ‘a la sombra!
-Dice que es para que no se nos marche el color-respondió él muy reflexivo.
-Joooo, pues ¡que nos pongan crema factor cincuenta como hacen ellos!- añadió ella.
-Es que se ve que solo vale para las personas- respondió muy serio el pantalón.
¿Y no hay protección para nosotros?- preguntó ella.
-Pueees no tengo ni idea. Pero una cosa, tú ¿qué prefiere, tu color o el sol?- preguntó a su vez el pantalón.
-¡A mí qué me importa el color! Yo lo que quiero, es tomar el sol que tras el baño de agua fría- dijo la falda.
-¿Se te ocurre alguna idea?- preguntó el pantalón.
-Nooo, nada- respondió triste la falda.
Aquí tomó la palabra un viejo pantalón negro que estaba a la espera.
-La única solución que veo es que en la cubeta del baño sin espuma os echaran un buen chorro de lejía- propuso el viejo pantalón.
-Y ¿cómo podría hacerse?- preguntó el pantalón verde.
-Mirad, al lado del barreño donde os pondrá doña Engracia están todos los útiles del lavado de ropa, entre los que se encuentra ¡la lejía! Pues cuando os vaya a meter, haceros los remolones y ¡tirad la botella en el barreño!
Contentos de la propuesta y haciendo ya los planes para tomar unos buenos baños de sol en el futuro, se quedaron tranquilos.
Pero poco les iba a durar esa felicidad ya que minutos más tarde, doña Engracia hizo acto de presencia acompañada de una chica joven a la que le explicó:
-Mira, aquí como vez, está la lavadora que es lo que usamos más, pero, cuando hay ropa que no se puede meter, sea porque es delicada, porque pueden encoger o, como sucede con esos pantalones y esa falda- dijo señalándolos-perder el color o desteñir, entonces se meten en este barreño- y señaló uno azul- le pones este detergente- señaló una botella grande rosa- y abres el grifo ¡del agua fría!, vigila que no sea la caliente, y los dejas un ratito. Luego, delicadamente, los aclaras y los tiendes a la sombra. Ah, y sobre todo, ANTES DE EMPEZAR ¡aparta la botella de la lejía!

ALMUT KREUSCH

Mateo
Cristian y Rosa, recién casados, emigraron a Alemania como otros muchos de sus compatriotas en los años cincuenta, por razones políticas o en busca de prosperidad económica. Encontraron trabajo en una fábrica y poco a poco sus sueños y esperanzas se cumplieron. Se hicieron propietarios de una de las pequeñas casas típicas de los barrios obreros de la época, cerca de las naves industriales y en las afueras de la ciudad, convirtieron el minúsculo espacio exterior del fondo en un huerto, aprendieron alemán y, a pesar de la morriña, no volvieron a España hasta que se jubilaron, sabedores de que allí no encontrarían las ventajas y la prosperidad que habían encontrado en su país de acogida.
Tuvieron una hija, Esperanza. Pasó muchas vacaciones con sus padres en España, un lugar para divertirse durante los meses del verano.
Estudió marketing y conoció a Wolfgang, su futuro marido y propietario de la empresa donde hizo las prácticas. Tuvieron un hijo, Mateo.
Tras su jubilación, Cristian y Rosa regresaron por fin a su querida patria. Por desgracia, Rosa falleció inesperadamente dos años después. El desconsolado viudo cayó en una de las depresiones más profundas, todos sus sueños de una jubilación feliz, al lado su querida esposa se desvanecieron y las nubes oscuras se negaron a abandonar su corazón roto.
Esperanza y Wolfgang, y ante la desesperación de su padre y suegro, su infelicidad, tristeza y tan lejos, le ofrecieron volver a Alemania para vivir con ellos. Cristian dudó primero pero luego aceptó. Estar cerca de su único nieto fue, en última instancia, el factor decisivo.
La relación entre ambos no pudo ser más cariñosa, entrañable y enriquecedora para los dos. El abuelo siempre tenía tiempo, paciencia y consuelo, era divertido, le contaba muchas historias de su vida en España, le leía cuentos, , llevaba Mateo al colegio y le recogía después, se hicieron cómplices y a veces sobrepasaron y sin contárselo a nadie, los límites marcados por Esperanza, compartían secretos y cuando Mateo estaba enfermo, Cristian no se movía de su cama. Su nieto le devolvió las ganas de vivir e incluso le rejuveneció, y para Mateo su abuelo era una fuente de sabiduría, generosidad y amor incondicional. Le admiraba y le veneraba.
Cuando el niño cumplió 9 años, Cristian enfermó gravemente y tras una breve estancia en el hospital, murió.
El mundo de Mateo se derrumbó. No entendía este repentino abandono, porque para él su abuelo era un ser inmortal. Afortunadamente, encontró en sus padres el refugio emocional que tanto necesitaba para hacer más llevadera su rabiosa tristeza, su desesperación, su incomprensión y el inmenso dolor que llevaba dentro.
Lo único que podía aliviar un poco su tormento, como un salvavidas, aunque solo a medio inflar, era saber que sus abuelos estaban reunidos en el cielo. Su madre le aseguró que los dos siempre estarían al lado de su nieto, aunque él no pudiera verlos. Pusieron una foto del difunto muy sonriente en una mesita junto a un ramo de flores silvestres como las que tantas veces habían traído de sus paseos por el campo y, a pesar de la gran tristeza que había en su corazón, Mateo se reconfortaba con la sonrisa de su abuelo cada vez que miraba la foto.
Cristian había manifestado a menudo que después de su muerte quería ser incinerado y luego enterrado junto a su mujer en España. Y mientras su hija se ocupaba de los trámites legales para cumplir el último deseo de su padre, la estilizada urna de mármol negro se guardaba en el aparador del salón, lejos de miradas ajenas indiscretas, apenadas o incluso morbosas.
A menudo, y cuando nadie le veía, Mateo abría con cuidado la puerta del armario, y cada vez que miraba la ánfora oscura, los recuerdos y el dolor volvían con una claridad terrible. Por otra parte, le reconfortaba el hecho de que su abuelo siguiera entre ellos, aunque encerrado en aquella urna y reducido a cenizas.
La víspera de la recogida de la urna, Esperanza la iba a sacar del aparador para depositarla en la caja que la empresa le había proporcionado a tal efecto. El hueco estaba vacío. No daba crédito a sus ojos. ¿Cómo podía haber desaparecido la urna? Reunió a su marido y a la Adela, la empleada si por algún extraño motivo la habían cambiado de sitio, pero ellos estaban tan sorprendidos como ella. Empezaron a buscar por toda la casa, en armarios, huecos de escalera, cajones e incluso en el sótano, pero nada. ¿Los empleados de la empresa que ayer limpiaron los cristales…? Rápidamente descartaron la idea, ¿quién tendría el poco respecto o el interés en robar una urna?
¿Mateo?
— No lo sé,— contestó el pequeño.
Esperanza, con el llanto a punto de estallar y desesperada dijo:
— ¡No dejaremos de buscar hasta encontrarla!
Y volvieron a inspeccionar todos los huecos, empezando por el salón.
— ¿Adela, levantaste la falda de la mesa camilla?
— Si Señora, pero por debajo solo había un jarrón negro.
Cien bombillas se encendieron en la cabeza de Esperanza, corrió hacia la mesa camilla, levantó la falda y con un ahogado «Dios mío» sacó la urna de su oscuro escondite.
Nadie paró en Mateo, que observaba la escena desde una esquina, mordiéndose el labio inferior y con la cara bañada en lágrimas.
Sabía que al día siguiente su abuelo abandonaría la casa para siempre.

MANUELA CÁMARA

EN LA FALDA DE LA MONTAÑA
Aquel domingo Julio Morante despertó con una idea clara en su cabeza: No quería lo que el día le aguardaba. Y decidió perderse en la montaña. Introdujo en una mochila, una linterna, una botella de agua, y un panete de queso. Quería alejarse de todos y disfrutar de la soledad. Su abuelo le había contado la historia de una cueva desde la que se podía ver el mar y este le pareció un buen momento para intentar alcanzarla.
Caminó mucho tiempo dejando atrás los cortijos y los sembrados. Se colocó un sombrero para resguardarse del sol clavado sobre aquel cielo tan raso. Cuanto más se alejaba de todos más tranquilo y feliz se sentía. Entre las muchas historias que su abuelo narraba a la luz de la chimenea, estaba esta de la falda de la montaña donde él conoció a su abuela, y después su hijo conoció a la madre de Julio. Otra noche de invierno contaba hechos espeluznantes, la falda de la montaña guardaba secretos inconfesables, muestra de ello era una roca pintada de blanco con una cruz en el centro, a cuyos pies, estaban enterrados para siempre, hombres sencillos, trabajadores y un poeta, fusilados durante la guerra. Pasó al lado de la roca blanca, la reconoció, se santiguó y continuó camino rodeado de olivos. Volvió a pensar en su familia, en el trabajo, en la novia, y que quizás debería cambiar algunas cosas en su vida, aunque no sabía cuando.
El sendero se hizo estrecho y serpenteante, hasta aquí llegaba poca gente, por lo lejano que ya quedaba toda civilización. Volvió la vista atrás y el paisaje era espectacular: una extensa llanura, las granjas, los algodonales, del pueblo se divisaba una mancha blanca y el campanario de la iglesia donde todos estarían reunidos. Al girarse para continuar el camino, vio a su izquierda una roca con forma de elefante. Julio Morante tenía la costumbre de encontrarle la forma a las nubes en el cielo y a las rocas en la tierra. Junto a ella, una cueva de boca ancha y oscura.
Se acercó con cuidado. Avanzó unos metros. Sacó la linterna de la mochila. El aire era frío y húmedo. Crujían sus pasos persiguiendo el rastro de la luz que sostenía su mano. Al fondo de la cueva, una apertura por la que entraba aquella brisa y el olor a sal. Vió una salida, y junto al borde de aquella salida, una mujer joven y hermosa, de cabello oscuro, sentada en el suelo.
Vestía una falda larga y llamativa, con la que cubría las piernas hasta los tobillos, con la mirada fija en el mar. No se inmutó al sentir los pasos de Julio Morante, tampoco le dirigió la mirada.
– Hola, ¿Qué hace aquí una mujer tan hermosa?
– Espero -respondió con voz suave y sin mirarlo.
– ¿Esperas? ¿Qué esperas?
– Espero al amor de mi vida.
Julio Morante quedó mudo. No sabía qué decir. Levantó los ojos y fijó la vista en el mar. El viento levantaba las olas que terminaban rompiendo contra las rocas, estas mojadas por el agua, brillaban bajo el sol como un espejo. El horizonte mostraba una línea difuminada donde se fundían todos los azules del agua con el cielo. Las gaviotas volaban delante de ellos, graznando e intentando alcanzar su playa.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Julio al rato.
—Tita —respondió la mujer.
—¿Y él, como se llama él?
—Aún no lo sé.
— ¿Y cómo sabes que ese hombre es el amor de tu vida?
—Simplemente lo sé.
—¿Dónde lo conociste?
—Lo conocí en un sueño.
—¿Solo en sueños?
—Hace cinco años —dijo Tita — . Soñé que yo estaba en esta cueva. Se acercó hasta la playa un navío y se detuvo allí —dijo señalando con el dedo — donde el agua es profunda. Del barco grande descendió un bote y remando en él, llegó hasta aquí un hombre vestido de blanco. Yo estaba acá sentada como ahora. Él subió por la vereda, se acercó a mí y me dijo: » Hola Tita. Tú eres el amor de mi vida. Yo soy el amor de tu vida.». Y entonces me besó. Fue el beso más profundo y prometedor que jamás he sentido. Después dijo: «Voy a terminar pronto este viaje, y nos veremos aquí todos los domingos. Espérame» . Y dicho esto se marchó.
– ¿Sólo un beso? ¿Eso fue todo?
– Sí —dijo Tita— por eso vengo cada domingo y espero verlo subir por la vereda del mar.
Julio Morante no sabía si creerla o si pensar que a aquella mujer se le había ido la cabeza. Le parecía una historia tan dulce y creíble como imposible. Miró a Tita con una mezcla de compasión y ternura.
—Tita— dijo Julio — ¿No te has planteado nunca que puede que sea solo un sueño y que ese hombre no exista. Llevas cinco años esperando, eso es muchísimo tiempo.
-El tiempo no es importante –respondió Tita — Lo único importante es el amor.
Julio se dio cuenta de que era absurdo intentar convencerla. Suspiró. Reconoció que era una mujer atractiva, enigmática, fiel, soñadora, y diferente a cuantas conocía. Se quedó con ella hasta el anochecer. Conversaron, rieron, compartieron comida, contaron su vida, se sintieron en conexión feliz el uno con el otro.
Cuando el sol estaba pronto a ocultarse, Julio decidió volver al pueblo.
—¿Volverás? —le preguntó ella.
—Sí, claro — mintió —. Volveré.
Le dio un beso en la mano. Salió de la cueva de vuelta al pueblo, pensando en Tita, en su vida, en que la falda de la montaña ya tenía una historia más.
Al principio dudó si regresar para volver a verla.
Tras pasar de nuevo por la roca blanca y volver a santiguarse, supo que no volvería.
Porque nada ni nadie puede competir con un sueño.

ADRIA MANTÍCORA

Cifra
Las personas piensan se trata de una falda. Desde que tengo uso de razón, la ropa no era una parte fundamental de mi vida. Como me educaron como varón, me acostumbre a salir en horribles pants que darían pena ajena a cualquiera que me acompañara, no es que el tipo de prenda en sí era la vejes y lo demacradas que estaban. Después de eso, utilice pesados jeans que me rozaban las piernas al final del día, más largos que mis piernas y por eso pisados hasta el desgaste. Acostumbre a usar playeras solamente, sin importar si había algún agujero no deseado ventilando mi piel. Imposible olvidar mi chaqueta de cuero con su pintura asoleada.
Un golpe en mi vida hizo que priorizara mejor mi aspecto físico. No me bastaba con extirpar los vellos de mi cara, terminar por deshacer todas las prendas en estado precario. Tenia que reencontrarme en la ropa de paca, entre búsquedas exhaustivas e imaginación para saber se moldearía cada tela a mi cuerpo.
Cuando usé alguna falda o vestido, un pantalón que no torturara mi piel con la mezclilla, una blusa, un top, me sentí libre. Fuera de la excitación o el morbo con lo que te narran una experiencia así. Era más que travestismo, fetiche o disfrazarme. Me estaba descifrando, encontrándome sin haberme dado cuenta de cuanto me había perdido.
Había pasado tanto tiempo como hombre, que el primer instinto fue tomar un rol femenino. Fue algo confuso, pero breve. A los pocos días me di cuenta que no estaba cómode con solo la femineidad como lo era la masculinidad. Con el tiempo deduje que debía de haber algo distinto, para mi sorpresa, lo había. Así es como soy, como nuestros ancestros que comprendieron que podemos ser distintes. Por fin estoy vive… hasta que no.
Empezó con los medios de comunicación. Aunque las noticias eran para el público general, el leer que falacias sobre la destrucción de la sociedad y el apocalipsis solo por usar tela de diferente forma, se sentía como un ataque a mi persona. Trate de superarlo y no sentirlo como un ataque personal, pero ver en redes sociales como famosos y conocidos compartían la opinión de que éramos abominaciones me decepcionaba. Que usaran una transición como la mía como un sketch en donde solo te humillan y te señalan. Empezó una disputa donde me reafirmaba mi sentir a través de cuestionarme constantemente si lo que sentía era posible.
Confundido, perturbado, me decían que no sabía lo que hacía, que ojalá pronto me decida a ser un hombrecito. Había quienes me señalaban de incrédulo por creer que eso existe y que eran inventos de mi generación. Otros se quejaban por hablar de mis dificultades.
Hay toda una comunidad y red de apoyo, los cuales me salvan la vida. Lo que no comprende las personas de fuera es que no hay una imposición, solo una validación. El querer seguir con la transición es completamente personal, no hay una guía para saber quién soy en realidad.
La lucha interna se convertiría en una lucha social, a su vez en un encuentro con la muerte. Primero vi hojas de sangre en los libros que hablaban del siglo pasado. Después, pantallas con secuencias tan violentas que era imposible que no se recortaran por cesura. Poco tardó para que pasara en frente a mis ojos. Ver a las personas que te protegieron golpeándose con desconocidos, en la calle que siempre recorres de regreso. Ajenos metiéndose a golpes a mi historia, perturbando esa poca confianza que logro maquillarme todos los días. Ese mismo fuego escarlata es el que reafirma mi expresión, por lo que un día paso solite por el mismo sitio, y su ira ponzoñosa arremete contra mi cráneo, al instante me convierto en una cifra.
Si no hubiera sido de ese modo, ¿Cuánto tiempo me quedaba? Cuando los medios de comunicación me han bombardeado con estadísticas. La probabilidad de vida de una persona trans es de 35 años, me susurran que lo correcto sería el suicidio. Cada ves que me expreso como soy, detrás la puerta, hay una seguridad incomparable. Al cruzar el umbral, desde las señoras chismosas hasta las hojas de los árboles, me asechan con la mirada inquisidora. Al vivir esto durante años sin alcanzar el privilegiado cispassing (el cual no existe para lo no binario), como no considerar esa idea de tranquilidad permanente. Los ignorantes dirán que deseamos la atención y por eso diferimos a su pensar, si el espejo pudiera regresarles su mirada, se fulminarían al instante.
Pero cada día intento ganar este juego, porque no hay otra manera de existir, imposible negarme mi esencia.

IKER YELED

La falda que llevabas me volvía loco, su color, su textura uniforme, el vaivén que al moverte hacía, ondulada, sus lazos con forma de flores silvestres que evocaban perfumes orientales, venidos de otros paisajes, lejanos países.
La falda era ese objeto de deseo de una infancia alejada ya, perdida en el olvido.
Ahora me pregunto cuántas veces te la habías puesto, y en qué momentos. Quizá solo eran instantes en los que querías darle importancia a esa prenda que te habían regalado de pequeña. Siempre la nostalgia de la infancia te cubría con recuerdos, pasados, y en esa época, presentes aún…
¿Será que habías recorrido tantos lugares con ella que ya no recordabas que te habías perdido sola en aquel lugar?
Cosida con un hilo y una aguja por una longevidad de anciana; creada con un material diferente al que solías utilizar en tu vestimenta habitual, el algodón blanco, como una nube que pasaba por tu campo de visión, por el cielo azul celeste, suave y reluciente, la falda volaba a través de los mares, por los ríos y las montañas nevadas, de nuevo, de color blanco, transparente, invisibles ojos claros brillando en una luz eterna…

ANNERIS GARCÍA

Roberto corría por las escaleras del metro, bajaba los escalones de dos en dos. El tren en la estación estaba a punto de salir, tenía que conseguirlo, o llegaría tarde al hospital y esa mañana empezaba el nuevo director de planta. Él aún no formaba parte de la plantilla fija y no podía permitirse el lujo de causar una mala impresión a su nuevo jefe.
Los cotilleos esa semana habían sido de todos los gustos. Lo más repetido era que tenía fama de exigente, no solo en el procedimiento, sino también en la conducta, limpieza y horarios de sus empleados. Otros aventuraban que llegaban tiempos de recortes, su gestión en el hospital Margaret Sanger les hacía pensar lo peor. Su sistema de trabajo conseguía ahorrar dinero al hospital, ningún trabajador era imprescindible y ese era el principal motivo por el que se suponía que le habían contratado en el hospital Alexander Fleming.
Nadie sabía cómo era físicamente, algunos decían que era un señor de avanzada edad completamente calvo que llevaba zapatos de payaso. Otros aseguraban haberle visto en el despacho del jefazo y comentaban que tenía aspecto de empollón repelente que escondía su mirada felina bajo unas gruesas gafas de pasta. Esa mañana por fin se aclararía el misterio.
El pitido que indicaba el cierre de las puertas retumbó en toda la estación justo en el momento en que llegaba al andén, de un saltó consiguió entrar en el vagón justo antes de cerrarse las puertas. Perdió el equilibrio y se dio de bruces contra el sucio suelo del vagón.
– ¿Estás bien? – le dijo una voz a la par que le tendía una mano para ayudarle a levantarse.
Desde el suelo oyó el sonido de las puertas cuando se cerraban a sus pies. Abrió los ojos y descubrió unos tobillos delgados encima de unas sandalias rojas de tacón fino y elevado. Levantó la cabeza y lo que vio le dejó todavía más atónito. Le llamó la atención su sensual atuendo. Vestía una graciosa minifalda de cuadros negros y rojos que resaltaba las curvas de aquella mujer.
– ¿Te gusta lo que ves? – Se había agachado a la altura de su cara, buscando sus ojos. Roberto notó como sus mejillas le ardían. Sintió una vergüenza inmediata.
-Perdón. – fue lo único que consiguió decir.
Se levantó de un salto y le dio la espalda a aquella mujer, deseando que el tren llegara a su destino y que ella se olvidara de su cara. Se recompuso como pudo, el corazón le retumbaba en el pecho. Poco a poco consiguió regular su respiración. Miró su reloj, llegaría a tiempo, justo, pero a tiempo.
Cuando por fin el tren se detuvo, salió disparado hacia su destino, tenía 10 minutos para recorrer los 400 metros que le separaban del hospital, subir a su planta y cambiarse de ropa antes de empezar el turno. En su cabeza solo tenía una imagen. La falda de cuadros.
Cuando salió del vestuario, se reunió con sus compañeros que esperaban la llegada del nuevo jefe. El ascensor se abrió y de él salió una mujer, acompañada por la secretaria de dirección. Roberto sintió como se le helaba la sangre, no daba crédito a lo que sus ojos veían.
-Buenos días, os presento a nuestra nueva directora Nelly Smith.
-Encantada de saludaros a todos, entiendo que tenemos poco tiempo, puesto que ahora estamos en mitad del cambio de turno, pero quería aprovechar para al menos conoceros personalmente. – mientras hablaba recorrió con la mirada a todos, uno a uno, hasta que sus ojos se detuvieron en Roberto. – A lo largo de esta semana os iré citando para mantener una entrevista personal con cada uno de vosotros. He visto, según los informes del hospital que esta planta es la mejor en cuanto a rendimiento, mi trabajo es ayudaros mejorar en todo aquello que nos falta para convertirnos en la mejor unidad de psiquiatría del país y para ello necesito conoceros y saber vuestra opinión. Por favor prepararos las mejoras que consideréis oportunas para debatirlas en privado. Gracias por vuestra atención y que tengáis un buen día.
Todos aplaudieron y Nelly se dio la vuelta junto a la secretaria para subir nuevamente al ascensor. Bajo su bata blanca se adivinaba una ceñida minifalda de cuadros rojos y negros.

RODOLFO ALBERTO MICCHIA

Falda
El tema en cuestión representa lo primero que a uno le viene a la mente, hablamos ni más ni menos que de una prenda de mujer, las cuales hay cortas, largas, sueltas ajustadas y un sin fin de variedades de las que se puedan imaginar, sin embargo, en este relato la consigna toma un giro inesperado.
El mismo se sitúa en el propio local de Doña Casandra, una mujer celada por Agripino, un fornido y protector esposo quien debido a su enorme robustez, era para cualquiera que se anime a retarlo, un difícil adversario al momento de tener un intercambio de palabras.
Y resulta que si de polleras hablamos, la nombrada las usaba un tanto cortas, si bien no mostraban nada en particular, la estrechez en sus caderas jugaba más en la imaginación del paseante que en la insinuación propiamente dicha, por otro lado, Terencio Gómez, habitual cliente del lugar, había interpretado un peculiar interés un tanto difícil de definir por parte de la mujer de Agripino, la cual dada su amabilidad, atendía a todos por igual, pero… el susodicho creía que andaba coqueteando con él.
Es cierto que Terencio atravesaba un mal momento económico y, estaba muy lejos de ser una causa probada, pero no había quién le fíe una feta de fiambre en los almacenes circundantes, salvo en el local de Casandra, quien a escondidas de su marido le daba siempre un puchito extra a lo que el cliente compraba, por esa razón, el eterno enamorado pensaba en la forma en que su corazón palpitaba ante la acción descrita.
Esa mañana al entrar al establecimiento, doña Casandra le dio una mirada un tanto insinuante al decirle buen día, al menos era lo que él juzgaba, mientras tanto, su esposo afilaba cuchillo y chaira con más atención a la vista de Terencio que a la propia agudeza del filoso instrumento.
—¡Buen día, ! —gritó Agripino clavándole la vista al creído seducido.
—Buen día —respondió asombrado quien quitó la vista del trasero de la mujer.
Sin vueltas y directo a la yugular, el locador preguntó:
—¿Qué anda mirando con tanta insistencia?
Agripino tragó saliva, respiró hondo y exclamó:
—¿A cuánto está el kilo de falda? —profirió con la voz entrecortada.
Claro que ante la aglomerada clientela no llamó mucho la atención, ya que al pedir el precio del corte más barato, hasta a Agripino dejó desconcertado esa mañana de mayo en el atestado puesto de carne.

GAIA ORBE

brazos en jarra
acento en la rodilla
quiebre de torso
.
la falda a la cadera
marca una vez a un lado
.
giro de pecho
cante de medio compás
salta con vuelta
.
a las palmas jaleo
con porte en el destaque
.
cuarta invertida
atrás inclina el cuerpo
alegre baila
.
invierte las lisadas
sisone y reverencia
.
coge la falda
juego de pies sin ruido
gracia en el toque
.
desplante contra el suelo
remate de la danza

SÁNCHEZ KATA MAR

Esa falda que te falta aquella falda de los sueños solo una el quiere para agarrar y jugar por la noche con ella levantar y tocar esos muslos tan sabrosos que lo hacen soñar de noche falda corta falda larga falda extralarga no le importa el tañaño ni el color solo le interesa levantar y soñar ver y fantasear con esa piel suave y tensa de esa persona , no se define su genero, solo se define como persona , no le importa nada mas solo usar faldas de diferentes colores cada noche a placer solo de ese ser humano que sabia hacerle volar la mente, solo por esa falda valia la pena levartarse cada madrugada, caminar cada calle , cada esquina para recoger ese premio tan anhelado el premio suave y esquisito que estaba escondido detras de el vestuario fino, li,pio y definido,de ese perfume solido. Por la falda el se podria hacer hasta pegar un pepazo ( como le dicen en el bajo mundo a una bala).
Pensar que solo por un par de faldas personas estan dispuestas a hacer lo que sea…solo por una falda

CONCE JARA

TORMENTA
Cuando empieza la tormenta, me asusto. Con los estruendos, corro a mi cuarto, cojo la mantita de Frozen de los pies de la cama y me meto en el hueco de debajo de mi armario. No está oscuro porque encontré una linterna azul en un cajón de la cocina, y cuando se gasta la pila, la cambio por la del mando de la tele.
En el escondite… «un, dos, tres, al escondite inglés, sin mover las manos, sin mover los pies»… estiro la mantita en el suelo y allí juego con el regaló de la abuela Josefa: Papá Oso, que es el más grande, Mamá Osa que es la mediana y Osita la más pequeña. Abuela me los regaló porque el cuento que más me gusta es “Ricitos de Oro”, y ha hecho ropa para todos ellos… Quiero ir pronto a dormir con la yaya… «yupi ya ya yupi yupi ya, yupi ya ya yupi yupi ya»
Hoy Papá Oso ha salido a trabajar muy temprano. Llevaba el chaleco azul. Mamá Osa ha terminado de desayunar, le he puesto la falda de flores amarillas…, «cortita por delante, larguita por detrás, con mucho volante». Para terminar, un soplo de polvo de hadas como maquillaje y después de peinarla, su diadema dorada.
¡Ya es hora de levantarse, Osita! Mamá Osa y yo le hemos la hemos una falda bonita, de colores brillantes, con sus calcetines de brillos, como una bailarina elegante…. y después de peinarla, un lazo de tul.
Mamá Oso y Osita esperan sentadas a la mesa a Papá Oso para comer, que entró y tiró la mesa, empujó a Mamá Oso, que se dio contra la pared de unicornios, y cayó en la cara de Frozen. Papa Oso, muy enfadado, le arrancó a Mamá Osa la falda de flores amarillas, cortita por delante, larguita por detrás, con mucho volante… Entonces, Papá Oso se dio la vuelta y miro a Osita, pero ella corrió con la velocidad de sus calcetines de brillos a su escondite.
Yo le he dicho, ¡Malo! a Papá Oso… le he arrancado un ojo y le he pateado contra el rincón. A Mamá Osa le he dado jarabe con un tenedor… «sana, sana, colita de rana»… y después todas nos hemos acostado enrollándonos en la manta de Frozen.
Y el chaparrón es ahora más fuerte. Se escuchan truenos de cristales que se rompen, gritos de papá, y los lloros de los ojos azulados de mamá… «¡Que llueva, que llueva la Virgen de la Cueva, los pajaritos cantan, las nubes se levantan!»

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15 comentarios en «Falda – miniconcurso de relatos»

  1. MI VOTO HACIA LOS RELATOS QUE HE CONSEGUIDO LEER ESTA SEMANA. NO ME HADO TIEMPO A LEER MUCHOS DE ELLOS. DISCULPEN LOS DEMÁS. ES MUY DIFICIL VOTAR.
    EDUARDO VALENZUELA.
    GRACIELA PELLAZZA.
    IRENE ADLER.
    JOSE ARMANDO BONILLA BARCELONA.

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  2. Gracias a todos por vuestra creatividad. Difícil elegir solo cuatro. Mis votos esta semana son para:
    ▪Alberto Medina Moya
    ▪Conce Jara
    ▪Amparo Soria
    ▪Ivonne Coronado
    Apapachos y flores para todos.

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