El cartero de Arcadio

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «el cartero de Arcadio». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 26 de mayo!

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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

CORONADO IN MEMORIAM

La verborrea plañidera de la psique nos amenaza con sus desajustadas pataletas cuando menos no lo esperamos. Forma parte de la intríngulis que la red de la consciencia universal teje sobre el ser humano. Ted se levanta en medio de la noche sonriendo por la historia que nunca contó y de la que se acuerda minuto a minuto y segundo a segundo. Se le acerca lentamente la espesura del olvido y es consciente de ello. Orgulloso, altanero, por encima del bien y del mal, así ha sido su continuo desafío a la cordura, su rechazo de la locura diagnosticada y sobre todo su fluir vital, llevando ríos de dolor por doquier. En una esquina de la estancia, dos ratas lo observan con la misma curiosidad que él a ellas. -¿Les serviré de festín o sólo se regodean? Si no fuesen tan rápidas en desaparecer por el hueco de la pared, las destripaba ahora mismo, – maldice con su propio pensamiento.
-Si no fuese tan grande empezábamos por roerle los ojos, -seguro que piensan ellas.
El alba se va acercando. Ya empiezan a oírse los sonidos de la maquinaria en marcha, de esa maquinaria maquiavélica que va a frustrar sus planes sedientos de más sangre, la gente como él nunca está satisfecha. Si creyese en Dios le pediría unos días más, pero fuera de allí, el Diablo ya le concedió casi todo lo que le tenía que conceder.
Por su mente pasan cientos de caras que lo hacen deleitarse en el sufrimiento que le muestran. Le pueden quitar físicamente todo lo que quieran, pero las imágenes que contienen su mente que evoca con su pensamiento, son intocables, suyas solamente.
Arcadio llega puntualmente, entrega la carta certificada a unas manos ansiosas de recibirla. Unos dedos desgarran el sobre sin piedad, pero con conocimiento de causa para no dañar el contenido. El papel sale impoluto, suena a melodía celestial para los ojos que lo auscultan. ¡Por fin! Es la orden de ejecución que llevaban esperando después de los dos aplazamientos anteriores.
El Alcaide le comunica con un gesto triunfal que le queda solo una semana, él lo desafía con la mirada penetrante y carente de cualquier sentimiento.
-¿Tú también tienes miedo de mí? Lástima de no haber conocido a tu hija ahí fuera – le espeta de sopetón.
-Lástima de que no tengas una vida por cada una de tus víctimas para ejecutarte una y otra vez.
Arcadio ajeno a todo aquello, sigue su ruta, él sólo es el mensajero, el mensaje lo escribe el destino… aunque algunas veces es preferible que fuese analfabeto.


MARI CRUZ ESTEVAN

Arcadio estaba esperando de un momento u otro el paquete.
El cartero subía dos veces al mes al macizo.
La montaña del Monte Perdido daba de comer a centenares de vacas.
En la vertiente sur del Pirineo de Huesca, Arcadio tiene su casa y su ganado.
El camino en que sube el cartero no da señales de vida humana, las vacas transitan por el, dueñas de la inmensidad.
Tubo que pasarle algo al cartero se dijo para si mismo Arcadio.
Nunca falló en la entrega el funcionario al servicio de la administración.
De pronto un ruido ensordecedor corto en seco la ordeñar de las vacas…
Un dron cartero baja de él y entrega el paquete a Arcadio. Son tiempos modernos dice el empleado . De ahora en adelante dice el robot no mires el camino ya que vendré volando.

RAQUEL LÓPEZ

Eran tiempos de guerra, miles de soldados tenían que partir a las trincheras mientras sus familias esperaban todas las semanas alguna noticia esperanzadora de un padre, un hijo, un marido……
Javier un joven soldado escribía todas las semanas a su novia Julia, cartas que Arcadio el cartero del pueblo siempre repartía con la ilusión de que fueran buenas noticias.
Julia siempre tenía buenas palabras de agradecimiento para Arcadio, pues su trabajo como cartero era muy esmerado y además Arcadio la acompañaba y tenía una palabra de consuelo cuando a Julia se le escapaba alguna lagrimilla leyendo las cartas de su amado Javier.
Arcadio satisfecho con su trabajo como cartero, repartía con entusiasmo las cartas a sus vecinos y en especial a Julia, que era durante todo este tiempo la primera a quien hacia la entrega. La última carta de Javier decía así ..
…..» Mi querida Julia, cuento los días que faltan para volver a vernos, aquí apenas tenemos agua y comida y los medicamentos empiezan a escasear. No hay ni un solo día que no piense en tí.
El general dice que vendrán refuerzos pero éstos nunca llegan. No quiero entristecerse, solo decirte que te quiero y te echo de menos y en cuanto que regrese me casaré contigo.
Te quiere por siempre, Javier…..»
Julia lloró desconsoladamente mientras Arcadio, permanecía en silencio junto a ella.
Una de las semanas, Arcadio no trajo ninguna carta para ella, la guerra llegaba a su fin y un soldado se acercó a casa de Julia para darle malas noticias, Javier había fallecido.
Pasaron los años y el dolor que sentía Julia poco a poco fue cicatrizando, fue entonces cuando recibió una carta..
«…. Mi admirada Julia, durante todo este tiempo mis sentimientos han sido sinceros hacia usted, pero siempre con respeto aunque no me he atrevido nunca a confesarle que la amo, sin embargo la soledad que nos embarga no es justa, podemos ser compañeros en este arduo camino de la vida, yo le ofrezco mi corazón y prometo que la cuidaré siempre…. «
Arcadio
Fue la última de las cartas que Arcadio entregó a Julia, su declaración de amor, ésta acepto y comenzaron los dos juntos una nueva vida, hasta que Dios quiera…..

DAVID MERLÁN

«Ya está. Ahora, solo queda franquearla y echarla al buzón»
Esas fueron las últimas palabras de su urdido y concienciudo plan. La suerte estaba echada. Cogió la carta, la intodujo en el sobre y escribió bien grande la dirección de Arcadio con una nota:
<<Abrir delante del cartero y contestar dando una respuesta en la propia carta que encontrará en su interior.
Señor Cartero, por favor deposite la nueva carta en el apartada de correos 88 de su oficina postal. Gracias.>>
Tres días más tarde, Arcadio se encontraba en el porche de su casa, como cada día desde hacía veinte años. Esa casa que, sin ser realmente suya, así la sentía. Desde que Marina le había dejado prematuramente por un cáncer, (sin dar tiempo siquiera a consolidar legalmente su relación), Arcadio se había quedado allí, instalado. Los recuerdos y no tener un lugar mejor a donde ir, facilitaban la tarea de convencerse de que eso era lo que debía hacer, a pesar de las presiones de la familia de Marina. Desde prácticamente el día siguiente de su muerte, habían estado presionándolo sin éxito para que abandonara aquel lugar. Lo exclusivo y mágico de aquel emplazamiento lo hacían muy tentador para las grandes constructoras y tanto él como la familia de Marina, lo sabían.
«—Nunca dejes que esto se llene de ladrillos, ¿Me lo prometes? Aqui tienes todos los papeles, cuidalos bien cuando yo falte» —Le había hecho prometer Marina en su lecho de muerte a lo que él había aceptado sin discutir.
Pronto, como cada miércoles, llegaría Mauricio, su cartero desde hacía un año. Al poco de la muerte de Marina había empezado a traerle la correspondiencia (Mucha y diversa al principio, y menos variada ultimamente), coincidiendo con la jubilación de Andrés, el cartero de toda la vida de aquella comarca.
Con el tiempo había surgido una fuerte amistad entre ellos. Mauricio era un tipo dicharachero y muy simpático y poco a poco, se había convertido en costumbre que cuando le tocara entregarle una carta a Arcadio, la dejase para el final del reparto y de este modo, Mauricio podia descansar al finalizar su jornada, y recuperarse de una dura jornada laboral a lomos de su vieja moto, tomándose un café, una cerveza, o lo que se terciase en cada ocasión.
Era recurrente que en esas charlas, surgiese el tema de aquella casa, aquel lugar y todo lo relacionado con Marina. Arcadio se sentiá cómodo contándole a aquel extraño funcionario su vida. La casa en cuestión estaba emplazada en un lugar privilegiado, sobre un risco en el acantilado, desde él, se podía divisar la inmensidad del océano. A Arcadio le daba la vida, pero a Mauricio y a su vieja moto, se la quitaba a cada tramo del empinado sendero que tenía que salvar quemando embrague y la primera marcha.
«Ya llega. Ya oigo la moto» pensó Arcadio agachado de espaldas a la entrada de la finca, sin dejar de atender el jardín y retirado las malas hierbas.
—Buenos días. ¿Es usted Arcadio Pino? —dijo una voz extraña.
Arcadio, sorprendido, se incorporó y girándose dirigió su mirada hacia aquella voz desconocida.
Un cartero, joven e impecablemente uniformado esperaba la respuesta.
—Buenos días, ¿Arcadio Pino, por favor?
—Si, soy yo—. Contestó sin dejar de escudriñar a aquel hombre.
―Aquí tiene su correspondencia, señor. Esta es certificada. Me tiene que firmar aquí.―.mientras estiraba el brazo con apenas unas cuantas cartas en la mano. Arcadio, aún sorprendido, firmó el acuse de recibo de una de ellas.
Arcadio se acercó y las tomó. Las ojeó por unos instantes.
―Que tengo usted un buen día ―. Contestó el cartero dirigiendose hacia su moto.
―Espere un momento. ¿Qué a pasado con Mauricio?
―¿Quien dice?
―Mauricio, el cartero que hacía antes esta ruta. El venia antes por aquí. ¿Está de vacaciones o algo asi?
―No se a quien se refiere. Despues de un año, me han dicho que tengo que retomar de nuevo esta ruta. Yo no se más, lo siento. Si me disculpa…
―Arcadio se quedó paralizado y volvió a repasar las cartas con rabia dejándolas caer al suelo mientras buscaba una en concreto que no encontró.
“¡¿Dónde estas, madita sea!?” pensó al no encontrar la que estaba buscando. “mierda tenía que llegar hoy. Este me va a oir en cuanto lo vea” pensó contrariado mirando momentáneamente al cielo, mientra decidía tranquilizarse. Tras recogerlas del suelo, entró en casa.
Un rato despues, mientras Arcadio tomaba un bocadillo para cenar…
Riiig, riiig―Diga―.contestó Arcadio con un trozo a medio masticar.
―Hola Arcadio.
―¡Mauricio! ¡¿Pero que coño a pasado!
―Nada Arcadio. Todo ha salido según estaba previsto.
―¡¿Pero que dices?! La carta nunca llegó. Tenías que habérmela traido, yo firmaría los papeles y aceptaría con ello que tu gente construyera el refugio y el mirador.
―Ja,Ja,Ja, pobre Arcadio, ¿Y Quíen te dice a ti que eso es lo que yo realmente queria? De verdad que no pensé que fueras tan ingenio.
―¡Será cabrón! ¡Cómo te coja…!
―Tranquilo, Arcadio, que aún te va a dar algo. Por cierto tienes una semana para dejar la casa.
―¡¿Pero que gilipolleces dices?! Yo no me voy a ninguna parte.
―Eso, no es lo que dice una de las cartas que te ha traido hoy el cartero. ¿Has abierto la correspondencia de hoy, Arcadio? Ya veo que no. Que te vaya bien a partir de ahora. Adiós.
―No, espera….―le dio a penas tiempo a decir.
Al instante, se levantó del sofá, se dirigio al vacía bolsillos de la entrada y cogió las cartas.
“Banco, banco, luz, telefonía, aguas…Benigno Rivera &Asociados”
Arcadio reparó en el extraño membrete, le dio la vuelta y la abrió. De pie la desdobló y comenzó a leerla.
“Estimado señor Pino:
Por la presente le informamos que hemos recibido correctamente su carta en la cual expresaba su voluntad de ceder todos los derechos actuales y posibles derechos futuros sobre la finca indicada en el encabezado de esta notificación y por tanto aceptamos su renuncia.
Por todo ello y debio a la naturaleza irregular de su situación y al no poder haber demostrado ni ahora ni antes su condición de legitimo acreedor al derecho de su usufruto, sirva por la presente recordarle que, tal y como se indicaba en dicha carta, dispone usted de una semana, desde esta notificación, para abandonar la propiedad. En caso de no cumplir con lo estipulado, nos veremos obligados a ejercer cuantas acciones legales consideremos oportunas.
Sin otro particular, reciba un cordial saludo”.
Arcadio, se dejó caer en la silla junto a la puerta, aún con la carta en la mano y comenzó a llorar de rabia. Habia sido estafado, y lo que aún era peor, ese Mauricio o a saber cómo se llamaba, se había quedado con todo. En su afán porque la propiedad de Marina no acabara en manos equivocadas cuando él falleciera, había confiado en aquel hombre. Éste, con palabrería barata, lo había engatusado y le había dicho lo que quería oir, lo mismo que los charlatanes y las pitonisas en las ferias. Ya nunca podría cumplir la promesa hecha a Marina en su lecho de muerte. Su ingenua buena intención se había encargado de ello.
FIN

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

MENTIRAS PIADOSAS
En el tabuco de la portería huele a col, orines de gato y colillas de cigarro. El señor Arcadio no fuma, pero recoge todas las que ve por la calle, las desmenuza, clasifica el tabaco según su estado y con la ayuda de su vieja máquina de liar obra el milagro de la resurrección. Son malos tiempos, el vicio manda y no faltan compradores para el producto. Una gastada cortina de cuentas separa la garita del resto de la casa: un recibidor escaso, dos habitaciones pequeñas, la cocina, el escusado y un oscuro patio de luces. Es el territorio de María.
Hay ruido en la calle, el golpe de Estado del general Primo de Rivera, con el respaldo de Alfonso XIII, provoca tensión, se producen manifestaciones y protestas. La guerra de África no termina, ha costado ya la vida a más de diez mil jóvenes españoles, todos ellos de condición humilde, que no han podido pagar las dos mil pesetas por la cuota de soldado que exime de ir al combate. Nadie entiende semejante injusticia, ni por qué se insiste en ese coste de sangre, para mantener el control del Rif, una de las zonas más pobres de Marruecos. Del bolsillo interior de su gastada chaqueta de pana, Arcadio saca un sobre maltratado por el uso, lo lleva siempre consigo desde que lo recibiera a finales de 1921 y María desconoce su existencia. Es del Ministerio de la Guerra. La carta que contiene es indescifrable para él, no sabe leer ni escribir, pero de eso se encarga Leandro, el cartero, un hombre cabal, de principios y buena persona: los dos lloraron aquel día amargamente, de dolor e impotencia, apretando los puños, como hombres.
El griterío de la calle se hace más notorio cuando Leandro abre el portón y se cuela dentro huyendo del alboroto.
—Están los ánimos caldeados —rezonga dejando en el suelo la pesada valija—, dicen que Romanones y Melquiades Alvarez le han recordado al rey la Constitución de 1876 para que convoque elecciones y el Borbón los ha cesado fulminantemente. Malos tiempos para la palabra, cuando salen a relucir las espadas. Tienes carta, Arcadio.
—¡María, carta del chico! —voceó el portero mientras le dedicaba a su amigo una cálida mirada de agradecimiento.
—¡Ay, Jesús, qué alegría! —atravesó ella la cortinilla como un vendaval, secándose las manos rojizas en el mandil—¡¿Qué dice, qué dice?!
—Cosas buenas, seguro —la tranquilizó el cartero a la vez que sacaba del sobre el manuscrito—, vamos a ello.
«Queridos padres, espero que sigan buenos de salud, yo bien, gracias a Dios. Estoy trabajando mucho, aquí no falta y se gana buen salario. Sigo en Buenos Aires, pero es posible que pronto me traslade a Rosario, por un negocio que si sale puede darme mucha plata. No saben cuánto los echo de menos, sobre todo a usted, madre; no se moleste, padre. En cuanto reúna el dinero suficiente me los traigo para acá.
No sufran cuidados por su hijo, soy feliz, gozo de buena salud y hasta estoy pensando en buscarme una buena cristiana y formar mi propia familia; las cosas no pueden ir mejor.
Madre, rece mucho por mí, que a usted le hacen caso los santos. Padre, cuídese y cuídemela.
Los quiero».
—Y firma Isidro, como siempre —dio por terminada la lectura Leandro.
Un silencio a tres bandas se adueñó de la garita. María, con los ojos vidriados, extendió la mano y el cartero le entregó el papel, que ella, sin dudarlo un segundo, llevó a sus labios para cubrirlo de besos.
—No me lo dejes de la mano virgencica —sollozó la mujer iniciando el regreso a sus dominios con la carta bien sujeta contra su pecho—, tan lejos y solo tuvo que irse.
Mudos, ausentes, los dos hombres permanecieron cabizbajos un rato, luego, Arcadio buscó con los suyos, agradecidos, los ojos del cartero.
—Nunca podré pagarte tanta bondad, Leandro —susurró mientras estrechaba las manos de su amigo.
Este, por su parte, persistió en su silencio, aunque en su cabeza seguían sonando las crueles palabras que trajo aquella carta, a finales de 1921, y que sólo él y Arcadio conocían:
«… encontró heroicamente la muerte en la defensa de Sidi Dris.
España y la corona sufren con ustedes la pérdida de su hijo bienamado y ruegan a Dios por su eterno descanso.
Suyo en el dolor.
Luis Marichalar y Monreal Vizconde de Eza
Ministro de la Guerra

BENEDICTO PALACIOS

Cuando el cartero Arcadio arribó a la estación, un gran cartel anunciaba que el vagón correo se había desenganchado del tren y circulaba a la deriva.
—¿Otra vez?
Se desesperaba y eso que antes del amanecer había puesto a los pies del santo un jarrón con yerbas aromáticas por que llegara la correspondencia a su debido tiempo y no como lo hacía con dos días de retraso. Confiaba infinitamente y a él se encomendaba, porque las cartas eran los únicos objetos capaces de llegar a su destino hasta con la dirección equivocada. Las que al tercer día le entregó el revisor venían sujetas con una goma. Diez cartas del banco y una certificada para Pascual García Robledo, el personaje al que le crecieron alas. Casi se le cayeron las suyas junto con los palos del sombrajo. Resultaba que Pascual seguía, como el Cid, vivo después de muerto. Porque estaba muerto y bien muerto. Lo había certificado el forense y todo el mundo lo pudo comprobar. Solamente Andrea se atrevió a decir que aquel rostro deformado no era el de Pascual, aunque se le parecía. ¿Era o no era él? ¡Allá se las entendiera el juez! Si el remitente de la carta establecía su existencia entonces existía.
Estudió con una lupa los rasgos y calidad de la letra, las mayúsculas sobre todo, y concluyó que eran sin duda de mujer, pero el remitente no declaraba el lugar de procedencia y el matasellos estaba muy borroso. Podía romperla, quemarla o archivarla con otras que nunca llegaron a sus dueños, pero venía certificada y tendría que arribar a su destino o devolverla si no. Barajó entregarla a Andrea, pero de seguir esta opción no haría otra cosa que hurgar en el pasado y para qué más tristeza cuando ya la tenía asegurada.
¿Qué hacer entonces si las noticias corrían como el viento, y si algo que no se sabía el día de autos, se conocería a la semana? Ocultar unos días la llegada de la carta para nada aseguraba resultado, no funcionaría, alguien se encargaría de publicar que Pascual al que daban por muerto de pronto recibía correspondencia.
Se echó el cartero Arcadio al hombro el carterón y se dirigió al Ayuntamiento, tenía que consultar con el alcalde.
—¡Espera, espera! —se interpuso el alguacil—. El alcalde no recibe, tiene mitin. Las elecciones son la próxima semana.
—¿Y a mí qué me cuentas? Se ha recibido una carta a nombre de Pascual y el asunto se me escapa de las manos.
—¡Ostras! ¿A quién no si lleva un lustro enterrado?
—Anda y pregunta al alcalde a ver qué hacemos. Porque nadie recibe cartas después de muerto.
No necesitó preguntar. En cuanto el alcalde escuchó aquel nombre, dejó a medias el mitin que pensaba endilgar al auditorio y pidió a Arcadio que abriera el sobre.
—Estás loco. ¿No sabes que es delito violar la correspondencia?
—Pues ya me dirás qué hacemos con esta carta. ¿Y si contiene un voto? ¡Con la falta que me hace! ¿Se te ocurre a ti algo mejor?
—Avisar a Andrea.
—¿No será una ocurrencia del alcalde? —Protestó aquella—. Si es para pedirme el voto, yo ya lo tengo decidido.
—No, es una carta y tienes que abrirla tú.
Desgarró el sobre y extrajo una cuartilla de papel pautado. Era una carta de amor que ella había enviado a Pascual años atrás desde Madrid. La guardó en la bocamanga de la rebeca y una lágrima orló su rostro sereno. Hubo unos largos minutos de silencio. Intervino luego el alcalde para decir que en su partido se habían apiadado siempre del luto y del dolor.
—Lo que sea con tal de arañar un voto —murmuró Andrea, dejando al alcalde con la palabra en la boca.
Se echó entonces Arcadio el carterón al hombro, y siguiendo los pasos de Andrea le pidió que cambiase la cara, que no volviera a llorar, que él se encargaría de traer buenas noticias del tren o si no del más allá.
—Ninguna me interesa. Querido Acadio, ya nadie escribe cartas, y es un desatino creer que alguien las espera. Tú has sido testigo. Acabas de presenciar cómo al alcalde solo le importaba que la mía contuviera un voto. Hazme caso, deshazte del carterón.
—Jamás. Soy cartero y seguiré aguardando la llegada de noticias aunque descarrile el tren.
—Pues pide un AVE y encomiéndalo mejor al más allá porque de la administración no conviene fiarse ni en época de elecciones.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

«El cartero de Arcadio».
Lunes 15 de mayo de 2023.
7:01 Arcadio llega a la sede de correos y ficha con su tarjeta.
-¡Mierda, un minuto tarde!, empiezo bien después de las vacaciones.
7:12 Arcadio coge la correspondencia para entregar, en total 52 cartas, no está nada mal.
-Para llevar mejor, el síndrome postvacacio- al .- Se dice a sí mismo, para animarse.
– Así estaré más entretenido y el día de curro se me pasará antes.- Asevera en su parloteo mental sin titubear.
7:47 Después de entregar las primeras misivas, Arcadio se toma un pequeño descanso para tomarse un café en un bar y así paliar la gran somnolencia que tiene.
– Si no tomo algo de cafeína, no llego ni a medio día.- Se justifica mientras acaba el último sorbo antes de pagar al camarero.
8:13 Arcadio reanuda su trabajo, arranca su moto, tras ponerse el casco y prosigue.
9:45 Ya ha conseguido entregar la mitad de las cartas, lleva buen ritmo pese al pequeño receso, por ello decide parar para desayunar.
– Menos mal que he parado para tomarme ese café, me ha cundido el reparto. – Se dice a sí mismo, dándose la enhorabuena.
10:15 Arcadio sigue repartiendo el correo.
12:17 Ya sólo le quedan tres cartas, una de ellas es el «CUADERNO DE ARTISTA».
12:34 Al sacar la penúltima carta Arcadio no se percató de que se le cayó al suelo el paquete del libro.
12:49 Arcadio se da de bruces con el libro «El Mago» que le hace entrega del paquete perdido.
– ¿Qué me han puesto en el café?- Se pregunta tartamudeando. – Pero si los libros no hablan, asevera.
12:55 Arcadio estupefacto ante tal acontecimiento decide entregar el paquete.
– Me sobran dos horas, esto es un acto de magia, aún no doy crédito a lo sucedido.
– Prosigue con su monólogo mientras piensa en la manera de pasar las próximas dos horas. – Finalmente decide darse un largo paseo y reflexionar sobre lo socedido llegando a la conclusión de que la magia existe y se encuentra en el interior de los libros.
15:01 Arcadio sigue en su delirio, ficha un minuto tarde para qu

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

CON UN PAR
(homenaje a mi buen amigo Alfonso Fernández-Pacheco Fernández-Pacheco)
La vida es una puñetera partida de ajedrez y yo estoy a punto de hacer mi jugada más arriesgada. Conozco los movimientos al detalle. Sé exactamente qué piezas tengo que desplazar y en qué orden, pero de pronto todo se ha vuelto confuso. Largos años meditando y planificando cada detalle, esperando el momento, y ahora, sin embargo, la inseguridad me asalta. Es una sensación que no sabría cómo describir.
Me presento. Soy cartero, podríamos decirlo así. Pero no un cartero cualquiera. Lo mío son las entregas especiales. En “la central”, como a mí me gusta denominar a la sede principal de la gran organización para la que trabajo, me asignan los encargos más delicados. Siempre han confiado plenamente en mí, aunque dudo que a partir de hoy lo vayan a seguir haciendo. Detrás, en la furgoneta, reposa la valiosa carga. Bien atada, para que no se mueva. Toda precaución es poca cuando transportas algo que puede cambiar tu vida o hundírtela para siempre. Tan solo tengo que girar la llave, meter primera y salir de aquí. Lentamente, sin despertar sospechas. Después, ya tendré tiempo de acelerar y dejar escapar toda esta adrenalina que ahora mismo me tiene paralizado.
Motel Manson. Kilómetro 323 de la Interestatal 52. Allí me espera ella. Y es en ese lugar donde dará comienzo todo lo demás, el resto de nuestro plan.
El sudor va aflorando en mi mano derecha. No paro de palpar la llave con los dedos húmedos, sin atreverme a arrancar. Las imágenes de lo que estar por suceder cruzan por mi mente a toda velocidad, como un tren bala de esos que circulan flotando por raíles magnéticos en Japón.
Dispongo de doce horas. Pasado ese margen de tiempo, el pago se habrá hecho efectivo y todos comenzarán a darse cuenta, cuando empiecen a echar cosas en falta. Él también echará algo de menos. Sus mayores sospechas se harán realidad cuando esta noche su mujer no regrese a casa. En algún momento empezará a atar cabos y sabrá todo lo demás. Para cuando eso suceda, ya deberíamos estar muy lejos, volando a un destino que solo nosotros dos conocemos.
De repente he notado como se desata ese fugaz momento de lucidez que supongo que todos tenemos en situaciones así. No lo sé, es mi primeva vez. Por fin doy media vuelta a la llave mientras trato de contener el temblor. Meto primera, saco el freno de mano y comienzo a avanzar con mi pierna derecha bailando nerviosa sobre el pedal. Imposible controlarla. Enfilo la avenida. Hay poco tráfico a esas horas.
Han pasado diez minutos y todo parece normal. Empiezo a respirar aliviado cuando de repente sucede algo. Por el retrovisor observo cómo un Hammerde color oscuro comienza a situarse sospechosamente en el carril derecho. Hace tiempo que me viene siguiendo, pero no he sido consciente hasta ahora. Acelero y el otro vehículo lo hace a la vez. Giro a la izquierda varias veces y me pierdo en el laberinto de calles del extrarradio, un circuito de asfalto encajonado entre edificios cuyas dimensiones son cada vez más estrechas. El sospechoso continúa implacable su persecución, sin darme tregua. Ya no hay duda. Finalmente salimos a una avenida y ellos se colocan a mi altura hasta cerrarme el paso. Me detengo y otros tres coches más, todos oscuros y con las lunas tintadas, me bloquean. Han aparecido como de la nada.
Mi garganta se seca. Sé que este es mi final. Pensar qué no se iban a dar cuenta… no sé cómo he podido ser tan iluso. De repente, se abre la puerta de uno de los coches y baja un hombre regordete de mediana edad, con sombrero de cowboy y cara de muy pocos amigos. Una cara que sin duda me es muy conocida. Se trata de Arcadio. Nunca he sabido bien si ese es su verdadero nombre, pero sospecho que no. Está visiblemente molesto. No solo no ha recibido el paquete que estaba esperando, sino que además acabo de apoderarme de uno de sus bienes más preciados.
Con un gesto muy ensayado, se despoja de las gafas de sol y me lanza una mirada penetrante que no deja lugar a dudas. Al menos tiene la delicadeza de dedicarme unas palabras, básicamente para recalcarme lo estúpido que he sido y hablarme acerca de la lealtad. Pero, sobre todo, me recuerda el tiempo que lleva esperando su mercancía. En su mano derecha sostiene un objeto de grandes dimensiones. No se lo piensa dos veces. Jaque mate. Aquí acaba mi aventura y mi carrera profesional como cartero.
Zapatero a tus zapatos. El ajedrez y los juegos de estrategia nunca ha sido lo mío. Y es que tratar de robar a Arcadio Cifuentes, al mayor narcotraficante del país es, sin lugar a dudas, una jugada muy arriesgada. De intentar arrebatarle además a su mujer, ya ni hablamos. Eso sí que es para echarle un buen par.

ARCADIO MALLO

Cartero de pueblo
El cartero de Arcadio es joven. Y bien apuesto. Hasta la hija nini de la vecina, que no se ve a sol ni a sombra, sale a recoger el correo en mano. Además, es nuevo en la zona. Y, probablemente, fruto de este destino es su frustración. El chico, en edad de comerse el mundo, ha sacado las oposiciones pensando en una oficina urbana. Y lo han destinado a repartir en un pueblo marinero de la Costa da Morte, con sus paisanos, sus aldeas ancianas y abandonadas, donde no se le puede preguntar ni al perro por una dirección, sin apenas cobertura de su compañía móvil. Por si fuera poco, como ocurre siempre en estos sitios tan pequeños, todos se conocen y todos fijan la lupa en los recién llegados. En este caso él.
Así que, aún no se había instalado del todo, ya había decidido que aplicaría el reglamento a rajatabla. Es por eso que, desde que él es el cartero, no llegan a destino el noventa por ciento de las cartas. Simplemente una coma mal puesta en la dirección, y la devuelve. Lógicamente, tiene a la gente mosqueada, al borde de declararle la guerra y solicitar a Correos que les cambien el cartero. Y él feliz.
Arcadio siempre lo defiende. Le gusta abogar por las causas perdidas. Y sobre todo, generar debate con los vecinos del pueblo. Siempre les dice que es joven y nuevo, que hay que darle tiempo, que el chico es muy válido para lo suyo y que es inteligente. Muestra de ello era el conocimiento exhaustivo del reglamento, que aplicaba de forma impoluta.
La semana pasada, Arcadio esperaba ansioso la llegada de un paquete. Era algo que le hacía mucha ilusión. Pero el paquete no llegaba. Un día nada, otro día menos. Correo había, porque la hija de la vecina recibía cartas todos los días. Empezaba a sospechar que se las enviaba ella misma para ver al chico. Harto de la espera, se presentó en la oficina. Y allí estaba el paquete, camino de la devolución. No esperó ni a llegar al coche para abrirlo. ¡Por fin! Tenía entre sus manos aquella edición limitada de Cuaderno de Artista, que contaba con él entre los autores participantes.
En cuanto al cartero… No le quedó más remedio que dar la razón a los vecinos y dejar de ser el freno para la protesta vecinal, que, por otro lado, era inminente. Si se salían con la suya y había cambio de cartero, de saberlo, el chico le daría un abrazo. Al fin y al cabo, tenía tantas ganas de seguir allí, como ellos de que continuase.

EMILIANO HEREDIA

DONDE HABITAN LOS SUEÑOS.
Buenas noches, amigos y amigas de la noche -suena la sintonía de la canción «atmosphere», de Joy División, con la voz atormentada de Ian Gibson -os saluda como todas las noches el intruso de vuestros sueños -suena la canción «Tengo un pasajero», de Parálisis Permanente, con el inconfundible y transgresor Sete Benavente «, y esta noche, en el mundo donde habitan los sueños, os voy a contar una historia, que podéis creerla o no, me da igual, es mi historia, y la cuento porque me da la gana y punto.
Debe ser, amigos y amigas radioyentes, que me ha sentado como una patada en los huevos los huevos fritos con pimientos que he cenado y, esa punzada en la boca del estómago, me ha retraído una historia, que creía olvidada, como una de esas fulanas que a menudo frecuento en la casa de Campo, y esa misma punzada, fué la que sentí por entonces.
Yo, nací en un barrio de mala muerte, de obreros oliendo a sudor, a vino peleón y a celtas -Suena «Hijos del Agobio», de Triana, con la voz torturada de Jesús de la Rosa-, un barrio de la periferia de una ciudad sucia, que provocaba asco-sigue sonando de fondo»Hijos del Agobio»-, ese barrio se llamaba Arcadio. Por un paleto que se se llamaba Arcadio, que se forró el hijo puta vendiendo las tierras yermas que tenía -Suena «Dinero», de Obús, con la potente voz de Fortu- a los cabrones del ayuntamiento, para hacer el barrio social, mis cojones social, de Arcadio, colocando para la posteridad en la historia de la ciudad, el nombre de un cateto que dejó a la mujer -Suena «money for nothing», con el gran Mark Nofler a la cabeza de Dire Street-para fundirse la pasta en juergas en Benidorm.
Pues a lo que iba. En éste barrio, repartía el correo el Tomás. El palomo de Arcadio. Palomo por lo de repartir cartas-suena «Mister Postman», con los cuatro de Liverpool, los Beatles -. Un tipo contrahecho, que caminaba siempre de lado, por el peso de la cartera, que mas que cartera, parecía una alforja de burro, pues eso era el Tomás, un burro, un ignorante que le tuvieron que regalar el graduado escolar-Suena «Idiota», de los Ronaldos, con la voz despreciable de Coque Malla-.
No eran buenos tiempos para el Tomás, eran tiempos duros, la época chunga del caballo, que coceaba hasta matar a los chavales jóvenes del barrio -Suenan los Calis «No mas chutesss noooo, ni cucharas impregnadaaaass de heeeroina….»
Más de una vez, los hijos de puta de los yonkis, le daban lo suyo al Tomás, para quitarle los sobres que los pelusos que hacían filas, enviaban a casa con cuatro perras.
Pero al Tomás no le importaba, era un puto imbécil, vivía en otro mundo, otro país, para el gilipollas, todo el mundo era de puta madre -Suena la canción»Viiiiva la gente, la hay donde quiera que esté, viiiva la gente, es lo que me gusta más…..»-.
Nadie sabía con certeza, dónde vivía el Tomás. Ni de dónde vino.
Tal vez, ya viniera incluido con la entrega de los pisos. He de reconocer, que aún siendo un perfecto inútil, le echaba un par de huevos, le sudaba si llovía, nevaba o hacia un calor que derretía las farolas -Suena» soy currante» con la voz peculiar de Jose Luis Aguilé-.
Un día, los buzones tenían la boca abierta por el hambre de cartas.
El Tomás, no había aparecido a la hora de siempre, por el mismo número de portal de la calle por donde aparecía todos los días.
Al igual que un avispero presiente la tormenta, la noticia de que el Tomás ése día no había aparecido aún, agitó el barrio de Arcadio.
Unos vecinos, rastrearon las calles, y en un solar, rodeado de jeringuillas usadas y cucharas quemadas, encontraron al Tomás. Las cartas estaban esparcidas como hojas blancas caídas de un árbol.
Todos supieron al momento, que el hijo de la gran puta que se había cargado al Tomás, había sido el Rubio, un demonio venido de no se dónde hacia unas semanas. Los yonkis del barrio respetaban al Tomás y, aunque le robaban por conseguir sus dosis, nunca lo hubieran dado matarile. El rubio. era capaz de eso y más.
Cuando me enteré de la noticia,una punzada en el estómago, me dolió como le debió doler al Tomás la puñalada en las tripas.
Era idiota. Nuestro idiota, era parte del barrio, como los bancos, las papeleras y las papelas.
Buenas noches, queridos radioyentes, donde habitan los sueños. -Suena «Inmaculate Fools» de Inmaculate Fools».

ANGY DEL TORO

VAN GOGH Y “EL CARTERO”
Un día en el que Arcadio ordenaba su correo, escuchó que su mujer subía las escaleras del desván.
— ¿Arcadio qué haces? Dale, baja que es la hora de cenar. Marido mío te has vuelto solitario, pasas la mayor parte del tiempo ordenando papeles y contemplando ese dichoso cuadro.
—Mujer que son muchos los paquetes y cartas que espero recibir.
— ¿Y qué tanto miras por la ventana? Estás un poco relambío, ¿Quién es esa mujer que se acerca a la puerta de la casa?
Arcadio se puso nervioso y no sabía qué hacer. Nunca había tenido muchas visitas, y mucho menos de una mujer tan encantadora. Sin embargo, la mujer no se fue. Llamaba a la puerta de la casa, y preguntaba por el cartero de San Leopoldo. Arcadio se dio cuenta de que tenía que hacer algo para salir de su escondite y atender a su visita.
— ¿Es usted el cartero del pueblo?
Arcadio, todavía nervioso, asintió con la cabeza, no quería confundir a la recién llegada. La mujer explicó que deseaba hacerle un reportaje sobre el hallazgo del famoso cuadro que él había encontrado.
El buen hombre, sorprendido, respondió que sí, pero primero debía esperar a que su mujer trajera algo de comer, ya que había estado muy ocupado con su trabajo y no había tenido tiempo de nada.
Arcadio poco a poco se iba relajando. Se acomodaron en una pequeña terraza y comenzó a hablar.
— La pintura «El cartero» de Vincent van Gogh la encontré luego de años de estar guardada y olvidada. La obra fue desenterrada durante una renovación en el ayuntamiento local.
Soy un hombre apasionado de su trabajo y, además, admirador de la historia del arte. Al verla, quedé fascinado por la pintura. Vincent van Gogh fue un reconocido pintor postimpresionista del siglo XIX —¿lo sabía usted?— su estilo lo distinguía y a su vez emocionaba de solo contemplar sus obras. Sé que esta pintura «El cartero» no es una de sus obras más conocidas, pero imagino como si hoy día y en el siglo XXI fuese yo ese cartero uniformado con colores vivos y sobre mi cabeza descansara una gorra azul con letras doradas.
Mi deseo es recordar a Roulín con el uniforme que siempre usó. Me identifico con su figura solitaria y no puedo evitar detenerme a contemplar la obra mientras trabajo en el desván.
— Disculpe, ¿es usted el cartero del pueblo?
No, pero como si lo fuera, en esta era digital, donde la comunicación escrita va siendo cada vez menor, la noticia sobre el descubrimiento de la pintura y la admiración que siento se ha extendido rápidamente por el pueblo y la gente ha comenzado a valorar el trabajo del cartero y también, ha comenzado a reconocer la importancia de esta profesión.
— Encantada de conocerle, imagino que Arcadio, su cartero, estará muy agradecido por la coincidencia. Gracias buen hombre.

JUAN JOSÉ SERRANO PICADIZO

«Destino final»
La vida es efímera y pasajera, como un suspiro, pero nuestros recuerdos son imposibles de guardar en un disco duro informático. Siempre intentamos encubrir las malas experiencias con pequeños momentos de felicidad, engañándonos y dejándonos abatir por la cruda realidad.
La casa de la sierra en Andújar, Jaén, hogar de mis queridos y ya difuntos padres, fue el lugar que elegimos para superar el dolor por la ausencia y la muerte de nuestro único hijo. Mi marido aceptó la idea en aras de nuestro bienestar y para despejarnos con unas vacaciones. La casa había permanecido cerrada durante años y estaba en un estado muy deteriorado, con una gran cantidad de polvo acumulado tras algunas ventanas rotas. Gracias a Dios, el último verano que estuvimos allí, cubrimos gran parte del inmueble con fundas y telas para preservarlo de los daños causados por las alimañas y la humedad. Decidimos reparar todo lo que estaba estropeado y al acabar, escogimos dar un paseo por los alrededores para respirar aire fresco, lo que nos sirvió de terapia. Durante el recorrido, nos encontramos con viejos amigos y vecinos que nos dieron una cálida bienvenida con obsequios e invitaciones, que decidimos aplazar para otro día.
La primera noche en la casa fue fugaz, estábamos tan cansados del trabajo que incluso nos despertamos tarde de nuestro apacible y reconfortante sueño. Lo único que nos llamó la atención fue la cantidad de hojas y polvo que habían entrado por una ventana que dejamos abierta sin habernos percatado. Estaba barriendo las hojas y sacudiendo con una vieja escoba de esparto hacia el porche cuando descubrí unas huellas extrañas. Alarmada, avisé a mi marido, quien no tardó en analizar y descubrir que alguien había forzado la ventana durante la noche y por eso amaneció abierta. En el mismo instante en que mi marido se volteó para mirar la ventana, distinguí una pequeña incisión sangrante a lo largo de su cuello. Horrorizada, se me escapó un grito agónico mientras intentaba tapar la herida de mi esposo presionando con la tela de mi vestido. Él me miró apabullado y con la cara descompuesta, luego se alejó de mí. Para mi asombro, la cabeza de mi esposo acabó desprendida en mis manos y su cuerpo desmembrado corría hacia la habitación donde habíamos pasado la noche. Sin pensarlo y asustada, lo seguí llamando y pidiendo auxilio, cuando me encontré con la escena que me dejó helada: dos cuerpos ensangrentados y tapados por una sábana yacían sin vida en la cama.
El único nuevo visitante que había estado en la casa ese día fue un cartero que traía algunas cosas olvidadas de la difunta pareja desde Madrid, junto con una carta. El cartero declaró que no contestó nadie a la puerta y decidió echar el paquete por la reja. La hora de entrega del paquete fue a las 08:00hr. La detención del único sospechoso se produjo con un libro a su cargo con destinatario «Arcadio». El libro quedó a disposición judicial y en espera de ser analizado por los forenses.

ANTONICUS EFE

El amanecer asomaba tímidamente por entre las nubes intentando llegar a la azoteas de los edificios, formando un contraste de claroscuros con los últimos vestigios de la noche que se batían en retirada. Un sonido abominable penetró en los tímpanos de Arcadio, otra vez el dichoso despertador quería devolverlo a los brazos de la realidad, con lo bien que se lo pasaba viviendo historias de fantasía con Morfeo. Después de desayunar encendió la Telefunken pal color que le acompañaba desde cuando ya casi ni se acordaba. Había sido un regalo de su difunta esposa en uno de los aniversarios de boda. Matilde hacía tiempo ya que se había ido a trascender otras realidades y le había dejado solo, pues no habían tenido hijos y sus dos hermanas habían fallecido también sin descendencia, había una sobrina por parte de su mujer, pero estaba muy lejos y rara vez se comunicaba con él. Todas las mañanas observaba el transitar del cartero desde su ventana, aparcando el visionado de la tele mientras, deseando fervientemente que llamase a su puerta alguna vez, cosa que no se producía hacía mucho tiempo, pues en el banco le habían domiciliado los recibos y ni los mensajeros venían a repartirlos ya. Con esto de internet, también traía paquetes de diversas formas y tamaños, además de las cada vez más escasas cartas, pero ninguno era para él. Todos los días le tocaba deprimirse según avanzaban las horas, ni cartas, ni llamadas de teléfono, solo con el repartidor del super que le dejaba los pedidos en la puerta intercambiaba alguna palabra, pero pocas, la verdad sea dicha, pues siempre iba a la carrera repartiendo. Estaba ensimismado, analizando una frase que había dicho un tertuliano en la tele, “la muerte nos libera y el nacimiento nos condena, pero uno sin el otro no pueden existir”, cuando sonó el timbre. Se levantó casi de un salto, a pesar de la incipiente artrosis que cada vez lo visitaba más a menudo. Cuando abrió la puerta, se encontró frente a frente con el cartero.
-Ya era hora de que nos conociésemos – pensó
-Buenos días, ¿qué se le ofrece? – preguntó con amabilidad, intentando no asustarlo, que para una vez que llamaba a su puerta no era cuestión de acabar rápido la conversación.
-Buenos días – contestó el cartero
-¿Le apetece un café, un cigarrillo? – dijo invitándole a entrar.
-No, lo siento, estoy de servicio. Perdone que le moleste, pero es que llevo ya tres días viniendo a entregar este paquete a su vecino de al lado, don Aquilino Calatrava Orihuela y no soy capaz de cogerlo en casa, ¿podría dejarloaquí y entregárselo usted cuando llegue?, es que me van a penalizar en la empresa por no entregarlo a tiempo y ya sabe usted los tiempos que corren, si pierdo puntos me mandan a repartir cartas a las fincas de las afueras y a pie.
Arcadio se quedó un segundo en suspenso, ¿por qué sería tan cruel el destino?, pero luego reaccionó rápido, ¿por qué no?, se dijo a sí mismo, al menos podré hablar con otra persona hoy.
Por la tarde, después de la siesta, escuchó ruidos en la vivienda de Aquilino y se dirigió a entregarle el paquete.
Llamó al timbre con el nerviosismo de un artista que se sube por primera vez a un escenario y esperó a que le abrieran la puerta.
-Buenas tardes Aquilino, me han dejado este paquete para usted.La cara de Aquilino se iluminó y poniéndose la mano izquierda en el corazón dijo una especie de palabra que sonó como “accias”, sí, Arcadio lo comprendió al instante, Aquilino era sordomudo y después de hacer el mismo gesto, dio media vuelta y volvió a su rutina de asfixiante y cruel silencio.

ARMANDO MERCALLI

LA ÚLTIMA CARTA
Romina se despertó con el más subestimado de los sentidos activos; el olor a nardos frescos. Por primera vez se levantó antes que el sol, desperezando sus recuerdos, vio el tristísimo reloj Hermle muriendo otra vez en la leprosa pared de cal, iluminado con la luz mortecina de la lámpara de queroseno, marcando con brazos artríticos la hora: 04:59.
“Un minuto de la nada y otro minuto hacia una nueva nada”-pensó.
“¿Por qué justo a esta hora? ¿Por qué abrir los ojos en la penumbra huérfana de un día que es…? ¡Por Dios, es eso, es hoy!”
Lo entendió a la perfección. El tiempo eternamente pospuesto, se hincaba por última vez. El olor a nardos frescos ya había llegado a su pequeño reino, inundando todo. Romina no lo expulsó, al contrario, le dio tregua mientras arrojaba sobre su humanidad un segundo suéter de lana, una bufanda de un verde otoñal acaricia su delgado cuello. Se cambió la vetusta enagua de seda por una mediana de algodón; dejó solamente la amplia falda de lana a la que a su vez arrojó una segunda falda de igual tela pero más gruesa. Esperó sentada al borde del catre. Meciéndose ligeramente de atrás hacia adelante, con un compás de diferencia respecto al péndulo del reloj.
Fuera, todo era penumbra; una penumbra no solo visual sino auditiva. Un silencio lunar que era tan negro como el frío que lo acortejaba. Y el olor aun allí: nardos frescos. Romina aspiró la esencia con los ojos cerrados, a la vez que detuvo su angustiante bamboleo.
“Es hora”
Se dijo en susurros. Se levantó, alisó la acordoneada falda gruesa, cogió la moribunda luz secuestrada dentro de la lámpara y caminó hacia la puerta de cedro rancio que se abrió con un llanto infantil que quebró el silencio, dejando un eco de soledad.
Salió con decisión y sin mirar atrás, caminó por la angosta calle de tierra. La neblina aunque no tan densa, sí estaba tejida con hilos de plata que reflejaban la luz de la luna y quebraba el resplandor arrebolado del farol.
Romina caminó en silencio como si flotara, sin hacer casi ruido, y digo casi porque el único sonido que acariciaba las postrimerías de la noche era el frufrú majadero que no quería descansar. Al final de la calle, Romina vislumbra la intersección de los dos caminos. Cada vez que pasaba por esa línea divisoria se detenía, y cada vez se hacía la misma pregunta:
“¿Por qué a la izquierda?”
Y luego de un falso suspiro, giró…a la izquierda. La calle era más angosta pero no menos terrosa, la neblina ya cedía y aceptaba de a poco la derrota de las sombras.
Una ventana se cerró con fuerza, Romina se detuvo con sobresalto apuntando la lámpara hacia el origen del ruido.
“No hay nadie”.-se dijo con voz apagada- “Cuantas veces tengo que repetirlo; desde que pasó aquello… no hay nadie”.
Reemprendió la marcha. Viejas y apagadas casas con milenarias ojeras se santiguaban. El olor a nardos se le adelantó, dibujando una línea caracoleada sobre la tierra del camino. Al final de este, en el recodo de la amputada esquina, una casa glauca bañada por espumas de telaraña la recibía.
Romina se detiene justo al frente. Arriba, en la entrada, se podía aun leer en letras derretidas: Última oficina de correos. A su espalda una lejana luz alboreada intenta entrar en la espesura del cielo azabachado. Debe darse prisa, lo sabe ¡Vaya que lo sabe!
Subió los tres escalones que silenciaron su peso. Las dos puertas, abiertas en perfecta sincronía. La neblina aun gemía molesta por la suave luz del candil. Cuando ingresó, todo estaba exactamente igual que el día anterior, a su izquierda la amplia mesa ultrajada por una manada de polvo, encima de ella papeles viejos que si no fuera por el olor a nardos frescos, impregnarían el ambiente de tinta seca y sangre ferrosa. A su derecha, en contraste, el anaquel impoluto y lustroso; y en el compartimiento inferior perfectamente guardadas, un manojo de cartas, abiertas y leídas. Apiladas con esmero. De diferentes sobres, diferentes caligrafías, diferentes remitentes y distintos destinatarios.
Un nuevo y lejano ruido proveniente de afuera, hace que Romina arroje la luz cual atarraya en el mar solitario. No hay nada. Desde que pasó aquello. No hay nada.
Vuelve a iluminar con inocencia tardía sobre el prístino anaquel su tesoro salvador. Se acerca con mucha parsimonia, coloca el farol aun vomitando hilos de luz azafranada en el suelo de pino. Coje las cartas, trescientas sesenta y cuatro cartas. Las leyó todas, una cada día. Algunas venían de pueblos cercanos, otras de lugares tan lejanos que ni la imaginación ni los frescos olores a nardos pueden llegar. Algunas hablaban de romances truncados, otras de hijos devorados por la guerra y otras, de perdones tardíos. Ninguna de estas cartas iba dirigida a ella. Solo la última. Posa sus ojos sobre el rosado sobre que aun tiene, en santísimo matrimonio, cruzados, los lazos violetas del sello de su secreto. La dejó de última, quizá para tener un motivo de despertar y apilar los troncos de valentía para atravesar el pueblo y llegar a La última Oficina de Correos. Pero hoy es el último día. Ya no hay más que leer, sino la última carta. La carta que iba dirigida a ella.
La tomó con manos traslúcidas, aspiró su olor a nardos frescos, y con ausencia de ritual alguno, desató la cinta, leyó su nombre una vez más, y el del remitente silencioso. La oscuridad dentro y fuera se negaba a morir, la luz de la lámpara daba sus últimos estertores. Rompió con delicadeza el sobre y extrajo un amarillento papel. Los ojos de Romina penduleaban el contenido de aquel. Una inexistente saliva se abrió paso por su garganta; cerró sus ojos, aspiró el olor a nardos frescos y leyó por fin el contenido, casi en voz alta, lo que con letra bastardilla, tantas veces pospuso los últimos días, que bien pudieron ser años:
VETE.
Romina salió, caminó con el único sonido del eco de sus faldas, la luz quedó allá, muerta al lado de la última reliquia.
¡VETE!
Al llegar a la bifurcación, el polvo se levantó por un viento inexistente, una, dos, tres ventanas se cerraron de golpe, el gra gra grah de una graja lejana rasga el manto de la madrugada recién nacida. Romina se detiene, le da una nueva vuelta a la bufanda amojamada a su cuello, y decide por vez primera girar en sentido contrario.
“Ahora sí. A la izquierda”
Sus pasos la llevaron al final del negro camino, la neblina acariciaba sus cabellos y estornudaba palabras de aliento. Llegó justo a la entrada del puente. La boca grande con su garganta de algodón la recibía.
¡VETE!
“Decía”
Caminó hacia la profunda boca del monstruo de madera. Este cual Jonás la engulló poco a poco. Romina por fin atravesaba la última frontera, antes de desaparecer leyó en un recodo del barandal, el letrero más triste de este mundo:
“Gracias por visitar ARCADIO, vuelva pronto”
Pero Romina jamás regresaría.

ALMUT KREUSCH

El cartero de Arcadio
Arcadio en realidad fue bautizado como Adriano José. Su padre Emilio Fajardo era un ferviente admirador del imperio romano y su emperador favorito era Flavio Arcadio. Quizás lo veneraba tanto porque había nacido en Hispania.
Su esposa Elisabeth se oponía rotundamente a la elección de su marido. Arcadio le sonaba a vomito y temía las burlas de los futuros compañeros del muchacho. Aceptó el nombre Adriano, otro emperador.
Aunque nadie le preguntaba, Emilio nunca perdió la ocasión de explicar al vecindario una y otra vez que su hijo debía llamarse Arcadio, pero que, para mantener la paz con su mujer, finalmente se decidieron por Adriano. No quedó claro si fue por convicción o porque estaban cansados de oír el mantra de Emilio todos los días, pero así fue como el niño acabó llamándose Arcadio.
Arcadio se convirtió en un excelente abogado laboralista y era muy solicitado entre los trabajadores dentro y fuera de su comunidad. Entre los empresarios, sin embargo, tenía más enemigos que aliados.
En aquella época, internet estaba aún en pañales, por no hablar del uso del correo electrónico y Arcadio recibió muchas cartas; de solicitantes, tribunales, admiradores y clientes agradecidos. Pero también hubo amenazas anónimas, incluso de muerte de personas que veían el poder de sus imperios amenazado. Arcadio no les prestó mucha atención. Confiaba más en su popularidad que en su muerte.
Se hizo amiguete del cartero, porque no pasaba un día sin que Constantino, que así se llamó pero al que todos llamaron el «Cartero de Arcadio», se presentara en el despacho del letrado, en un tercer piso sin ascensor, con un fajo de cartas que sacó de su voluminosa bandolera de cuero. De vez en cuando traía un paquete con un bizcocho de Elisabeth.
Cuando el tiempo se lo permitió Arcadio le invitaba a un café en el despacho y su relación se convirtió en una profunda amistad. Disfrutaron enormemente de esos momentos juntos.
Aquel año, poco antes de Navidad, el día en que Arcadio iba entregar a Constantino el sobre que había preparado como de costumbre, una fuerte explosión sacudió todo el edificio.
Los vecinos, con horror y miedo contemplaron estupefactos el amasijo de madera, hormigón, ladrillos, sangre y restos de un cuerpo humano, todo envuelto en una niebla espesa y repugnante olor acre.
En el vestíbulo yacía una bandolera de cuero, ilesa.

EFRAÍN DÍAZ

Decía mi padre, que administró negocios por más de cuatenta años, que una de las tareas más difícles de ser jefes era despedir empleados.
Si lo agarrabas robando, era haragán o violentaba las reglas constantemente, la tarea de despedir era más fácil. Pero cuando el despido obedecía a las finanzas de la empresa, la cosa se complicaba.
No debe ser tarea fácil mandar a un padre de familia a su casa sin el sustento para su familia. Debía llevar el jefe esa pesada carga sobre sus hombros. Son decisiones incómodas y difíciles, pero hay que tomarlas.
Hoy me toca tomar esa difícil decisión. Como gerente general del servicio de correos, tengo que despedir unos tres mil carteros.
Con la llegada de la tecnología, las finanzas del servicio postal comenzaron a tambalearse. Con los correos electrónicos, la gente ya no necesita comunicarse por carta. Fue un duro golpe que intentamos paliar pero no pudismos competir con la eficacia e inmediatez del correo electrónico. Esto representó una pérdida millonaria en ingresos.
Antes de despedir carteros, tomamos todas las medidas posibles. Recortamos gastos, aumentamos el precio de los sellos, rediseñamos rutas y mejoramos la tecnología. Aún así, no fue posible competir. No podemos subsistir de solo entregar paquetes. Por lo que hoy me toca la difícil tarea de despedir tres mil carteros. Tres mil padres y madres que llegarán a sus casas con un futuro incierto.
Me siento desdichado y condenado sabiendo que voy a dejar sin empelo a tanta gente, mientras yo mantengo mi trabajo con mi tajada de beneficios marginales.
La vida no siempre es justa. La tecnología trae muchos beneficios, pero también trae males y retos. Este es uno de ellos y para el cual no estábamos preparados.
Ahora los dejo. Me espera una difícil tarea.

GUILLERMO ARQUILLOS

LA CONVERSACIÓN CON EL CARTERO
Un par de tipos, con músculos de culturista y guantes de cuero, golpearon la puerta del bloque. Arcadio, asomándose al balcón, vio que dos vehículos imponentes estaban parados en la acera: un cuatro por cuatro blindado y una limusina negra, descomunal. ¿Para qué leche querrá alguien una cosa tan grande?», pensó Arcadio.
Arcadio nunca tuvo grandes ambiciones. Los vecinos del pueblo sabían que podía conseguirles algunas cosas, pero nadie se consideraba su amigo. Un día, Jonás, el cartero, llamó a su puerta. Arcadio había dicho que estaba esperando un paquete importante, un libro colectivo de relatos en el que participaba.
Cuando subió el cartero, tropezó con el último peldaño y cayó delante de la puerta del piso de Arcadio. Al golpear contra el suelo, el paquete que traía se abrió. Los hombres se miraron un instante en silencio. No comentaron nada, pero Jonás se quedó pensando: «¿Para qué leche querrá alguien como Arcadio, una pistola?».
Los matones seguían golpeando la puerta.
—Jonás quiere hablar contigo, gilipollas —gritaron—. Baja ahora mismo o subimos nosotros a por ti.
Arcadio tardó un minuto en bajar e inmediatamente lo empujaron al interior de la limusina.
—Hola, Arcadio, ¿qué tal estás? —dijo Jonás.
—Guau, ¡se ve que te va de puta madre, tío! ¡Qué pasaaaaada! —Arcadio había empezado a ponerse muy nervioso.
—Sí, ya ves, no puedo quejarme; pero ¿sabes por qué me va así de bien, verdad?, Porque eres un cabrón. Me va fenómeno porque pusiste una queja cuando se rompió el paquete que te traía. ¿Sabes? Me terminaron suspendiendo de empleo y sueldo. ¡Vaya putada! Un cartero sin poder ejercer… El día que me llegó la comunicación pensé que ya no volvería a trabajar nunca.
Arcadio sonrió con cierta tristeza.
—Entonces me pregunté otra vez por qué demonios tendrías tú una pistola. Empecé a hablar con unos y a otros y me enteré de qué banda dependías. ¿Sabes? Desde hace algún tiempo yo también pertenezco a la misma banda. Pero resulta que ahora los jefes me han dado la exclusiva del negocio de la cocaína para toda esta comarca. Así que ya sabes, Arcadio, tu trabajo aquí se ha acabado.
Arcadio torció la boca, estaba abrumado. Un conductor detrás de ellos tocó el claxon y los matones se le encararon gritándole que se fuera.
—Desde que soy de la banda, he progresado un montón, tío. He ascendido mucho y más que voy a prosperar en cuanto tú te largues. Así que me quedo con toda la zona. No estoy dispuesto a permitir que un mierda, como tú, me arruine una parte del negocio.
—Pero yo llevo años aquí. Tengo mis derechos…
—Y yo tengo a esos dos matones que son amigos míos y me tienen mucho cariño. ¿Sabes? Ellos son mis derechos. ¿Qué te parece?
Diez minutos más tarde, Arcadio estaba intranquilo en su sofá. Había colocado la pistola en la mesa y la miraba fijamente. El dilema que le había planteado el antiguo cartero era muy simple: o se marchaba y le dejaba el pueblo entero para traficar él solo con la cocaína, o vendrían a por él los matones. Tenía veinticuatro horas para decidir.
Arcadio pensó que el antiguo cartero no daba importancia a la pistola. Se la había mandado la banda por si las cosas se ponían feas, aunque no sabía bien cómo se usaba. Ahora las cosas se le habían puesto feas. Arcadio temblaba, tenía mucho miedo. Se sentía frustrado, inútil y acabado.
Todos los vecinos de Arcadio, un minuto después, oyeron un disparo.

BEGO RIVERA

Siempre escribo lo primero que se me me viene a la cabeza, y lo que me ha venido es «Cien años de soledad» , uno de mis libros favoritos y amados.
O lo amas o todo lo contrario. Bueno, esto es lo que me ha salido, gracias!!! .
Cien años de soledad
Atravesando las profundidades del bosque oscuro, donde el sol no tiene permiso para brillar, se encuentra un pueblo maldito. De quienes intentaron llegar en vano nada se supo y durante un siglo solo sus habitantes moraban en la comarca, escondidos al mundo. Ya hace mucho tiempo, que rendidos, dejaron de pretender salir de allí. La única visita que tenían era el cartero, puntual como un reloj, cada ciclo lunar hacía su aparición en su típica bicicleta de color marrón.
Arcadio lo esperaba asomado a la ventana, impaciente, llevaba mucho tiempo esperando una carta.
Arcadio vivía a tres kilómetros del pueblo, en la casa familiar por generaciones. Comenzó con su antepasado Arcadio, el cual se casó con su hermana, como castigo fueron repudiados por la familia y huyeron hasta llegar al pueblo maldito fundado por él y al que solo llegaban los pecadores.
Tuvieron dos hijos a los que pusieron de nombre Paco y Arcadio. La madre murió en el parto del segundo hijo. Temerosa de que alguno de sus hijos naciera con cola de cerdo por el pecado consumido, su corazón no aguantó.
Paco tuvo dos hijos a los que puso Arcadio y Paco, Arcadio su hermano, no tuvo hijos. Y así generación tras generación.
El Arcadio actual tampoco tenía hijos, vivía en la casa familiar, su hermano Paco vivía en el pueblo en el negocio familiar, una tienda de ultramarinos, Paco surtía de víveres a Arcadio, que vivía con Paco, hijo de Paco, no tenía hijos, Arcadio hijo de Paco— vivía con él en los ultramarinos— tenía dos hijos, Arcadio y Paco. De estos dos hijos, Arcadio no tenía hijos y vivía en la casa con Arcadio y Paco, Paco tenía dos hijos , Paco y Arcadio, niños aún.
Siempre temerosos de la maldición de nacer con cola de cerdo, las mujeres morían o desaparecían.
La carta que esperaba Arcadio revelaría un secreto, y aunque el cartero llegaba siempre…la carta, no.
El nuevo día de la esperada llegada del cartero, Arcadio miraba hacia el bosque oscuro, esperando la aparición del cartero. Cuando apareció lo vio pedaleando como siempre, pensó que a sus sesenta años esperando la ansiada misiva, el cartero parecía no envejecer, desde que era niño siempre lo vio igual, prefería no pensar en ello y se centró en el hombre que se acercaba a su casa. Nunca hablaron. Como cada vez, frenó su bicicleta, se miraron, y el cartero negó con la cabeza moviéndola de derecha a izquierda, ¡otra vez!.
Se dio la vuelta para marcharse de nuevo, y como siempre Arcadio lo veía partir mientras el cartero pedaleando rítmicamente… movía su cola de cerdo.

IRENE ADLER

EL CARTERO DEL «ARCADIO»
Incluso gobernando a la popa y con la trinqueta izada en el segundo estay de proa, el bergantín correo «Arcadio» no consiguió capear la furia de la tempestad.
Al agua incesante y copiosa que caía sobre las cubiertas desde el cielo y los puños de las vergas, hubo que añadir la desarboladura del trinquete y una desconocida vía de agua que amenazaba con inundar la despensa.
Los hombres se turnaban sin descanso en las bombas de achique y algunos más, pertrechados con ollas, tazas y platos, evacuaban el agua del pañol de la despensa, con mucho esfuerzo y poca fortuna. El viento enloquecido y la espesa oscuridad se tragaban por igual la luz, que la esperanza, que el horizonte. Y el bergantín ya no respondía al timón, hundiéndose pulgada a pulgada bajo la tormenta implacable y la demasía de su propio peso. Al capitán ya no le quedaba más remedio que buscar la manera de poner a salvo a las noventa y seis almas de a bordo y olvidarse de la carga y del barco.
Ordenó al segundo oficial que reuniera hombres capaces entre la marinería desocupada y los pasajeros, y los aprovisionó de chuzos y hachas cortas con las que astillar el mastelero caído para improvisar una jangada que aliviara la capacidad reducida del bote salvavidas y la lancha. Y silenciosos, empapados, con la diligencia propia de la desesperación, fabricaron una rústica barcaza para la evacuación.
—Informe señor Dávila.
El segundo oficial se despejó los párpados encharcados y resumió el estado del barco con lacónica resignación.
—El carpintero no encuentra la vía de agua que amenaza el sollado, señor, a pesar de que ya ha desguazado el forro del pañol de la despensa. La jangada está lista y soportará el peso de treinta personas. Con las velas de repuesto y una sección del trinquete, hemos conseguido colocar una vela latina, pero el timón es tan útil como un remo. Mi consejo es que la jangada se mantenga a remolque de la lancha. Con esta mar capitán, corremos el riesgo de perderla. Y el fulano ése, el empleado de Correos, está en la bodega y se niega a abandonar el barco.
—¿Eulogio? ¿Y qué diantres hace ahí abajo?
—Quiere salvar las sacas del correo que aún están secas y sin daños, señor. Dice que él no se va sin ésas cartas. Y le ha soltado un guantazo al marinero Ramírez que intentaba disuadirlo. Se va a ahogar si usted no lo convence para volver a cubierta, señor.
—Vayan subiendo a la gente a los botes con orden y cuidado, señor Dávila. Embarque también tres pipas de agua, no más porque el mucho peso nos perdería, el pan que se haya salvado de la despensa y los instrumentos de navegación. Voy a buscar a ése insensato. ¡Virgen del Carmen! Sí que los hay con apego al oficio. Prefiere salvar las cartas que el pellejo.
Sonrió el segundo, aunque le pesaban una tonelada el miedo y el capote, y desapareció en la ominosa oscuridad que cubría de negrura y agua las hechuras del combés.
Abajo, abandonadas las bombas de achique, el agua le llegaba al capitán del «Arcadio» por la cintura. Flotaban mansamente en la oscuridad sus barriles de vino, embarcados en Montevideo, junto con los pliegos del Real Servicio y las cajas de caudales. Sobres franqueados se agitaban con encono y resistencia sobre la inundación del sollado, como motitas de colores o bancos de peces aglutinados en una deriva incierta. Y en mitad de aquella negra desolación estaba el empleado de Correos, como un San Cristóbal, apilando sacas de arpillera más o menos indemnes, contra el mamparo.
—¿Qué estás haciendo insensato? Hay que abandonar el barco.
—No podemos dejar aquí las cartas capitán. He logrado poner a salvo del agua tres sacas. Yo no salgo de este barco sin ellas.
—¿Es que has perdido el juicio Eulogio? ¡Por Dios, hombre, ya escribirán otras!
—Tres sacas vienen a pesar lo que un hombre adulto, capitán. Uno flaco. Y no hay que darles su ración de agua. Piense en todas esas noticias que alguien estará esperando con el Jesús en la boca. Padres ancianos. Esposas de soldados. Hijos que de sus padres sólo conocen la escritura y la voz que les traen esas cuatro letras mensuales. Aquí no van a morir noventa y seis personas. Van a morir doscientas— miraba con una expresión indefinible las sacas apiladas, como si de verdad viera en ellas las vidas ajenas, lejanas, probables, sufridas, alegres o dudosas de sus destinatarios. Como si de verdad le importaran; o como si de verdad le dolieran. El capitán no estaba seguro de tener delante a un loco o a un héroe— A menos que me deje salvar éstas tres, capitán. Por favor.
Su súplica lo desconcierta. El agua le entumece las piernas. El «Arcadio» cruje y se ladea, anticipando la larga agonía que tiene por delante. El capitán se echa una de las sacas al hombro y dice:
—¿Puedes tú con ésas? Pero una cosa sí te advierto Eulogio: cómo se nos acaben los víveres antes de que algún barco nos rescate, dejaré que la gente de ahí afuera se coma el papel de las cartas. ¿Queda claro?
—Clarísimo capitán. ¿Acaso no son las letras el alimento del alma?
Y con amoroso cuidado, depositaron en la lancha las sacas supervivientes, junto a la aguja de marear, el sextante del capitán y uno de los relojes. Mecidos por la marejada vieron cómo el bergantín correo «Arcadio» se hundía lentamente, en medio de un largo lamento que casi parecía humano y que lograba imponerse al rugido aterrador de la tormenta. Quizá las voces que dormían el sueño de los justos en las sacas de la bodega, gritaban su largo adiós al viento y a la noche. Y aquel lamento sonaba muy parecido a una voz que se desgarra; a un mastelero que se rompe; a un niño que llora, sacudido por la pena o por el hambre en la opresiva oscuridad.
Alguien, desde el bote salvavidas, empezó a canturrear una saloma muy conocida con una dulce voz de barítono:
«Al marinero en la mar,
nunca le faltan las penas,
o se le rompe el timón,
o se le rompe la vela».

GRISELDA SIERRA

Esa semana el cartero de Arcadio llegó puntual, pero no trajo la carta que Marla esperaba con tanto anhelo y tanto desasosiego. Ni esa, ni las siguientes semanas, ni los meses o los años subsiguientes. Al principio cada vez que escuchaba el silbato del cartero en la colonia, corría con el corazón en un hilo a plantarse en la puerta de su casa para esperar aquella carta, y cuando veía que el hombre pasaba de largo sin siquiera saludarla, la esperanza se le desvanecía en el pecho y sentía una profunda desolación. Volvía a reanimarse cuando escuchaba el motor de un automóvil, miraba por la ventana, pensando que por fin Manuel había ido a buscarla… a perdonarla, aunque bien sabía ella que él nada tenía que perdonarle, sino todo lo contrario: debía amarla, consolarla, comprenderla, regresarle la fe en la humanidad. Pero ¿qué podía saber Marla a sus escasos trece años?, ¿qué sabía de la maledicencia de la gente de Arcadio?, aquel pequeño pueblo de donde había tenido que salir cubierta de ignominia, de dolor y de vergüenza infinitos. ¿Qué sabía ella de aquellos que la consideraban menos que nada por pertenecer a una familia tan pobre como la suya? Los meses pasaban y Manuel no aparecía; estaba sola, sus padres apenas la miraban y ella tenía que bucear en un mar impetuoso para sobreponerse a su desgracia, debía ayudar en la casa y trabajar en lo que pudiera con su corta edad y su escasa experiencia. Más tarde su propia inteligencia le había alcanzado para entender que también debía estudiar, levantarse del dolor, demostrar su valía, ser alguien en la vida. Muchas veces se sintió como un pajarito indefenso, pero siempre pudo reponer su ánimo y sus fuerzas recordando que tenía alas para volar. Y así pasó el tiempo; el esfuerzo fue mayúsculo, pero valió la pena; se convirtió en una doctora exitosa, casi una científica; el dolor y la soledad aún la perseguían, pero había dejado de sentir vergüenza de mí misma. El hombre que la había arrastrado al arroyo en Arcadio y la había abusado, quitándole a su temprana edad cualquier posibilidad de ser feliz, había muerto hacía muchos años; ella decidió perdonarlo, no recordar más lo sucedido, agradecer por lo que ahora era y por todos los regalos que la vida le había dado. Manuel también había quedado en el pasado. Ahora ella estaba casada y tenía hijos; había viajado y era feliz, y un día decidió volver a Arcadio, como una simple visitante. Apenas divisó el pueblo tembló, jamás pensó que tendría el valor de regresar, pero ahí estaba ahora, había vuelto como una triunfadora. El hombre más rico y más popular del pueblo supo de su visita y fue a buscarla para invitarla a una cena en su casa con los principales jerarcas del lugar; les habló de cómo ella se había abierto camino en la vida y les dijo que era un orgullo para la sociedad de Arcadio. Marla se sintió sorprendida y agradecida con ese reconocimiento, pero su estancia en el pueblo se había ensombrecido al recordar cuánto había amado a Manuel, con ese amor asustadizo de juventud, y cuánto lo había esperado. Él no la había buscado ni ella deseaba ya que lo hiciera. No esperaba nada de ese hombre, y sin embargo no pudo evitar sorprenderse cuando al regresar a la capital recibió una carta por messenger: era de él. Con asombro y una gran curiosidad Marla observó su foto. Aún estaba en Arcadio con su machismo y su vida chiquitita de solterón empedernido. Una amiga en el pueblo le había dicho que él la pasaba mal con sus rodillas, pero ella vio que él seguía siendo tan guapo como cuando era joven. Habían pasado cuarenta años y él no había cambiado en nada; ella sí. Enfadada pulsó el botón de borrar. Ya no tenía ganas de leer su carta.

IVONNE CORONADO

Arcadio no pudo seguir una carrera. Era el mayor de tres hermanos, y no le gustaba ver a su madre, acechando cada fin de mes el cartero para ver si su padre, que se había marchado a los Estados Unidos,sin mirar hacia atrás, les había enviado el cheque de cuarenta y cinco dólares que enviaba cada fin de mes. Les había prometido que enviaría a buscarlos, y que pronto tendrían una mejor vida. Al principio, el cheque venía con una carta reanudando sus promesas, luego solo el cheque. Su madre lloraba a escondidas, pero Arcadio, muy observador, lo sabía y sufría.
Doña Lola trabajaba como secretaria en la Alcaldía del pueblo, pero su sueldo no alcanzaba a cubrir los gastos de la casa. Los chicos iban a la escuela pública.
Arcadio, tuvo que renunciar a sus sueños, y abandonó la escuela para buscar trabajo tan pronto cumplió 18 años. Su padre había dejado de ayudarles. Se perdió para siempre sin dejar dirección alguna.
Vio que necesitaban carteros y postuló. Tuvo suerte, fue aceptado.
Un camión de correos los llevaba a todos los empleados a sus respectivas zonas de distribución, y con unas grandes alforjas y sus listas de direcciones iban dejando en los buzones facturas, cartas, o revistas, a pie.
Habían querido suprimir los carteros, en vista de la constante evolución del correo electrónico, pero una gran multitud elevó su descontento.
Arcadio miraba venir el desempleo. Haciendo un esfuerzo se inscribió en la escuela nocturna, y se interesó en aprender a utilizar el Internet.
Con un amigo aprendió a manejar un vrhículo en sus ratos libres.
Era un joven muy apuesto, con grandes ojos negros, naríz aguileña y labios sensuales, muy sencillo para vestir, pero siempre muy pulcro, solo su pelo ensortijado se negaba a quedarse quieto en su cabeza, pero eso le daba un cierto encanto al conjunto. Sus maestros lo ayudaban cuanto podían al ver su entusiasmo, y más de alguno se volvió su amigo.
Cuando logró reunir dinero sacó su permiso de conducir, y se fue a buscar empleo como repartidor de paquetes. Se sabían sus pies cansados la ciudad que habían recorrido varias zonas, con las pesadas alforjas de correo. Lo logró. Tendría un ayudante.
A tiempo lo hizo, el correo cerró al fin por falta de fondos suficientes. A partir de su cierre comenzaron a surgir negocios de entrega a domicilio. Los paquetes y documentos muy importantes no pueden enviarse por Internet, no llega hasta ese extremo aún la tecnología.
Se graduó con esfuerzos en informática. Arcadio era muy trabajador, sus jefes lo apreciaban, y pronto llegó a ocupar un puesto en las oficinas.
Doña Lola ya estaba a punto de jubilarse. Sus hermanos ya casi salían de la secundaria, y se proponían ayudar a Arcadio, quien
se había hecho de una sola novia. Una compañera de oficina, una chica que lo miraba con admiración, por ese amor y lealtad a su familia.
Al menos tuvieron la suerte de tener todos salud suficiente para subir la cuesta.
Ivonne Coronado Lardé
Venecia. 16 de mayo 2023
Nota: Al lado de tanto talentoso miembro de este grupo, siento mis relatos «pequeños». Estoy abierta a sus comentarios. Este mes, me ha sido difícil escribir. No puedo desatender a mi esposo durante este viaje de sueño. Un abrazo.

GRACIELA PELLAZA

¿Cuántas palabras hace, que Arcadio espera al cartero? Hace como un millón de letras.
Apenas sale el sol, Arcadio abre la puerta del taller. Desde ahí ve el sendero de las piedras; donde apretadas y en diferentes tamaños, vienen las cartas.
Era verano cuando pasó a tinta lo que nunca dijo, y torpemente con sus manos grandes lo metió en el sobre, pero ya estaba convencido.
Ahora; mientras pule madera de muebles viejos, lo único que ha llegado a su casa, es el invierno; sin embargo Arcadio tiene una fe tozuda que en unos pocos días vendrán los vocablos.
Así vive hace meses; entre clavos hace pausa con el martillo, para no perder el sonido articulado, el que llegará escondido en el bolso del correo, mientras lustra a muñeca la cómoda de la vecina con aceite de almendras.
Espera sin agobio, sin desilusión, con paz de árbol. Ya lanzó la pregunta cursiva y sabe que vendrá en el boomerang de las respuestas..no lo agrede la crueldad de la espera.
Vendrá la palabra como verbo tangible, en acción de pájaro, sobrevolando la gorra triste de su amigo el cartero.
Arcadio no lo sabe todo; pero se ha jugado su corazón de balsa en un océano de cartas.. Pudo escribir aquello que fue nudo, sacar fuera y con barniz oscuro, envió lo que nunca dijo.. Toda su sola vida..En dos hojas blancas.

LOLI BELBEL

Y…, MI HERMANO, EL CARTERO LLAMÓ DOS VECES
Lo sé porque lo he leído. «El cartero siempre llama dos veces», hace referencia a que esta práctica era para anunciar que lo que traía el cartero no era una simple carta. Era nada más y nada menos que un telegrama.
La historia que a continuación narraré es totalmente verídica, pues mi hermano mediano, B. fue cartero durante 40 años aproximadamente. (Podeis verificarlo cuando querais. No miento). Cuando ya llevaba unos veinte años de profesión y todavía llevaban las cartas en la cartera de cuero gastado, a cuestas y andando, sucedió algo inesperado.
Arcadio, uno de sus vecinos más asiduos, agradable y generoso, murió de repente. Vivía solo hacia cinco años. Su mujer había fallecido y sus dos hijos no vivían en la misma ciudad. Vivían a más de 300 km. de él. Mi hermano le llevaba los giros postales de su pensión. Estaba retirado ya hacía ocho años. Sin embargo Arcadio seguía carteándose con alguien, desde hacía poquito tiempo. El remitente de las cartas que recibía eran tres iniciales, M. L.G. y una dirección en la misma ciudad. B., mi hermano el cartero estaba muy intrigado. ¿Quién se ocultaba debajo de esas M.L.y G.? Dicha dirección correspondía a otra zona diametralmente opuesta a la suya. ¿Hablar con el compañero de esa zona y preguntar? No, -se dijo. Dentro de dos días iré personalmente y le entregaré un telegrama como si yo fuera Arcadio. Pero, si estoy muerto, ¿qué le digo? Ya está, -pensó. Le diré : «No más correspondencia. Fin.»
Y así hizo. Llamó al timbre dos veces a M.A.G. C/San Marcos, 9, bajos y cuando se abrió la puerta, ¡¡sorpresa!!, (a mi hermano le faltó poco para caerse de espaldas con la saca y todo). ¡¡Era Arcadio, en silla de ruedas!!
¡¡No!! Imposible, -se dijo. Arcadio está muerto. Le entregó el telegrama a M.A.G. Este lo recogió, dio las gracias, pero no lo abrió… Mi hermano se fue cabizbajo pensando por qué se escribían tan a menudo, siendo gemelos (no podía ser de otro modo)…Y muy angustiado, preguntó a su compañero si sabía a qué correspondían las siglas M.A.G…El cartero le dijo que «Miguel Ángel». La «G» nunca lo supo. Arcadio era Arcadio Méndez. Nunca se conocieron más que por carta…
Miguel Ángel fue un niño robado durante la Guerra Civil. Posteriormente, sus «padres» emigraron y vivieron en Argentina. Fue uno de los hijos de Arcadio quien dio con el paradero de su tío, después de investigar e investigar…
Volvió a España hacía menos de seis meses. Por problemas burocráticos por resolver y familiares aún no se habían visto…, y cuando Arcadio se decidió al fin a ir a verlo…, el destino se lo impidió.

JUAN LÓPEZ

LA CARTA DE SOFÍA:
El flamante hogar prometió dejar atrás la tristeza de la pequeña Sofía. El abandono descarado de su padre, fue el motivo de la mudanza.
Sin embargo, sentía que esos cálidos abrazos que recibía antes de dormir, algún día regresarían. Una nueva ciudad le brindó ánimos para seguir creciendo y recuperar la felicidad.
Los días en la nueva casa fueron acelerados pero todavía quedaban recuerdos por borrar.
—¿Qué sucede, Sofía? ¿No te gusta el nuevo vecindario? —preguntó su madre.
—Es que…todavía no…
—¡Ya lo sé, hijita! Pero tienes que ser fuerte.
La pequeña Sofía no logró asimilar la partida y recuerda muy bien los detalles de la última vez que lo abrazó. Ese día, luego de salir de la habitación y darle el beso de buenas noches, su madre comenzó una fuerte discusión con él. Fueron insultos, reclamos y todo tipo de palabras que la pequeña Sofía jamás escuchó. Esa terrible escena sucedió hace dos años.
Los días terminaban y la niña esperaba con ansias la llegada de su padre pero esa felicidad se había ido. Las preguntas que le hizo a su madre no cesaron por meses.
Ella le explicó seriamente la situación y dijo que su padre desapareció; trató de calmar a la pequeña declarando que la policía trabajaba sin descanso para encontrarlo. Nada ocurrió desde entonces y la pequeña Sofía no volvió a tenerlo en sus brazos.
Una vez, cuando Sofía miraba televisión, un comercial le llamó la atención. Fue una publicidad de un organismo que se encarga de buscar personas desaparecidas. Rápidamente anotó el número, la dirección y todo lo demás pero pensó que esa idea no le agradaría a su madre. Sin embargo, estaba dispuesta a mandar una carta a ese organismo sin que ella lo sepa. Solamente tenía que ingeniárselas para enviar la correspondencia.
Fueron días largos sin encontrar la manera pero no se daba por vencida.
No podía esconder la preocupación en la escuela.
—¿Qué te pasa Sofía? ¿Por qué no juegas con nosotros? —preguntó una compañera.
—Estoy ocupada. Quiero enviar una carta pero no sé cómo se hace.
—¿Para quién es? Mi papá trabaja en la oficina de correos, ¿quieres que se la dé para que la envíe por ti?
Los ojos de Sofía brillaron al oír esas palabras y la preocupación se transformó en una alegría inmensa. Le entregó la carta con los datos del emisor y la dirección del lugar. El nombre del padre y toda la información estaban en una hoja en el interior del sobre. La nueva amiga de Sofía tomó la carta y dijo que al día siguiente estaría camino al destino. La pequeña Sofía volvió a sonreír pero ese paso aún no decía nada. Debía esperar la respuesta del correo.
Por otro lado, en casa de la amiga de Sofía, la niña le entregó carta al padre.
—Papi, ¿puedes enviar esta carta? Es de mi nueva compañera, ¿lo harás?
—¡Por supuesto, mi reina! ¿Cómo se llama tu nueva amiga?
—Sofía, pero le digo Sofi.
El hombre tomó el sobre y cuando vio el nombre y los datos del remitente, quedó petrificado. No pudo contener el asombro cuando observó la dirección de destino.
—¡Mañana a primera hora la voy a enviar, cariño! —le dijo con expresión tétrica a la niña.
El padre tomó la carta y esperó el momento indicado para entrar en detalles. Luego de unos minutos, se dirigió discretamente al baño y abrió el sobre. El contenido confirmó que las sospechas eran ciertas y se echó a llorar. Era una carta dirigida a él. La envío su hija Sofía, la pequeña que abandonó.
Abatido y sin salida, rompió la carta para evitar un catastrófico desenlace.
La pequeña Sofía esperó ansiosa por semanas la respuesta del organismo.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Arcadio.
Me críe en un pueblo perdido de Galicia, entre mujeres y leyendas. Cuando fui mayor plasme en libros todo ese mundo mágico.
Escritor de éxito,en mi vida personal siempre fui un solitario.
Arcadio y el cartero.
«Arcadio! Ya llego!» le dijo el cartero.
Arcadio cogió el paquete, era precioso el libro.
«Ahora todo el mundo sabrá lo nuestro «dijo el cartero.
Arcadio le abrazo.
El sol de la mañana fue testigo de su nueva vida junto al cartero. El amor aparece donde menos esperas.
El cartero.
Cuando conocí a Arcadio me pareció un hombre solo, triste. Después de un tiempo de conocerlo, de charlas, de confidencias, la amistad dio paso al amor.
Yo lo tenía claro, Arcadio fue más tímido.
Pero al final ganó el amor.

CESAR BORT

La carta (el cartero de Arcadio)
Hacía dos horas que estaban sentados en el pretil del puente de piedra a la salida del pueblo y solo habían visto pasar a Felipe, el cartero, que detuvo la bici junto a ellos y les pidió:
―Chicos, tengo una carta para Arcadio, ¿se la podéis llevar vosotros?
―Por un cigarrillo.
No se habló más, el precio era justo y se produjo el intercambio. El cigarrillo se acabó pronto y el río bajaba seco; los pantalones eran cortos y estridulaban las chicharras; el aire quemaba y las botas andaban sin cordones; las gorras hacían de abanico y, a veces, de parasol.
―¿Vamos?
―Vamos.
La casa de Arcadio quedaba arriba, pasada la plaza de la iglesia, pasada la casa del alcalde, pasado el corral de la Pacheca, que no era corral ni de Pacheca. Quedaba mucho más arriba, donde decían las abuelas que «Cristo perdió la alpargata», aunque Fermín, el abuelo de Fermina, jugando al dominó y bebiendo un chato de vino, aseguraba que, por aquellas alturas, perdió el mechero.
El cura, sentado siempre a su lado, lo miraba serio y lo reprendía:
―Fermín, que Dios lo oye todo.
―Perdón, padre. Pensaba que ya sabía que su hijo fumaba.
Los parroquianos sonreían bajo el bigote y el cura se santiguaba con aquella mojigatería de la gente de ciudad y sus gafas redondas de montura fina.
Y es que el cura no era del pueblo, bebía mal y poco. Tenía la piel blanca de haber arrancado pocas patatas y segado ningún trigo, pero como era el párroco se le perdonaba. Era, como decía Fermín, un «quid pol culo, pues él también nos absuelve de muchas cosas». Eso sí, nunca pagaba, ni el amago hacía, y al salir de la tasca, las mujeres disputaban por invitarlo a comer a casa y siempre aceptaba el convite de una u otra. Aunque nunca había ido a comer a casa de Arcadio, quizás porque no tenía mujer, tal vez, porque quedaba muy arriba y se ve que tenía un algo en el corazón que le aconsejaba no hacer esfuerzos.
―Por eso se ha hecho cura, porque trabajan poco ―comentaba Fermín.
―Se podría haber hecho guardia civil, que trabajan menos ―replicaba Antonio con la autoridad que da tener un cuñado benemérito.
Antonio era pastor y, valga la redundancia, filósofo. De no haber heredado el rebaño, le hubiera gustado ser astronauta para ver de cerca las estrellas, que contemplaba mientras vigilaba las ovejas, pero no pudo ser, no se dio… Aunque nunca perdió la esperanza ni la curiosidad ni las ganas y como Arcadio vivía arriba, muy arriba, frecuentaba su casa por las noches para beber vino, comer olivas y mirar el cielo.
―Antonio ¿vas a ir a casa de Arcadio esta noche?
―Sí, ¿por?
―Felipe nos ha dado esta carta por si se la podíamos llevar.
―Yo se la llevo.
―¿Tienes un cigarrillo?
―De liar.
―Va bien, así nos entretenemos.

EDUARDO VALENZUELA

―¡Madre mía! ―dijo Stephen, y la copa con champán resbaló de su mano para estallar en el suelo haciéndose trizas.
Simplemente no podía creer lo que veía. ¡El mismísimo Arcadio acababa de llegar!
―¡Arcadio! ¡¿Qué haces aquí?!
―¡Vaya recibimiento, Stephen! Vine por la invitación ¿Qué ocurre? ¿Por qué estamos solos? ¿Es muy temprano? ¿No ha llegado nadie más?
Eran las 12:00 del día y el salón estaba adornado para una gala. Varias mesas ―luciendo elegantes manteles blancos― con champán francés, canapés y sándwiches, aguardaban a que llegaran los invitados. Al centro del espacio, colgado del techo y flanqueado por globos multicolores, un cartel gigante rezaba: “BIENVENIDOS VIAJEROS DEL TIEMPO”.
―¿De qué se trata todo esto? ―dijo Arcadio, mirando con asombro el cartel y las mesas servidas―. ¿Invitaste también a Jane? ―agregó, guiñando un ojo con picardía.
―¡Arcadio! Te hablo en serio, no bromees ¿Porqué viniste hasta acá? ―preguntó, barriendo hábilmente con el pié los cristales rotos bajo uno de los manteles.
―¡Hombre, por Dios! ¡Te digo que tú me invitaste!
―Eso es imposible. ¡Aún no he enviado ninguna de las invitaciones!
―¿De qué hablas? Entonces, explícame, ¿qué es esto?
De su bolsillo sacó una tarjeta color crema, del tamaño de una postal. La agitó con energía en su mano y se la entregó a Stephen, que se quedó allí, de pié, leyéndola.
Decía:
Estás cordialmente invitado a la recepción para los Viajeros del Tiempo.
Presentada por el profesor Stephen Hawking
La recepción se llevará a cabo en
Universidad de Cambridge
Trinity Street
Cambridge
La invitación incluía las coordenadas y citaba la reunión a las 12:00 de ese día.
Stephen frunció el ceño mientras la leía. Luego, avanzó decididamente sobre Arcadio, agarrándolo con vehemencia por los botones de la camisa mientras le acercaba la tarjeta a la cara.
―¡¿Cómo conseguiste esto?!
―¡Me la entregó el cartero esta mañana!
Al ver que Hawking parecía ensimismado y no soltaba su camisa, trató de arreglar las cosas.
―Oye, Stephen. Disculpa… Ya veo que no estaba invitado… Quizás alguien se confundió y me la envió por error… Escucha, si es por lo de Jane, yo nunca quise…
«Es imposible», murmuró para sí el profesor. Soltó a Arcadio y se quedó mirando la tarjeta.
―¿Stephen?
Pero Hawking parecía no oir. Caminó rapidamente hasta un rincón del salón donde una pequeña mesa sostenía una caja marrón con un par de libros encima. Sacó los libros para tomar la caja y regresó con ella junto a Arcadio. La abrió en silencio. Dentro se hallaba una pila de sobres ordenados. Los sacó y empezó a contarlos en voz alta: «uno, dos, tres, … ¡catorce!». Luego, los fue abriendo, uno a uno, para cerciorarse de su contenido.
―Están todas ―dijo el profesor.
―¿Qué?
―Qué están todas las invitaciones. Aquí está la tuya. El sobre dice “Arcadio” ¿Ves?… ¡¿Aún conservas el sobre?!
El hombre volvió a revisar el bolsillo donde guardaba la tarjeta.
―Sí. Aquí está. Creo que lo arrugué un poco ―dijo entregando el papel doblado.
―¡Qué maldita broma es esta!
―No lo se Stephen. Como te dije, el cartero me la entregó esta mañana…
―Escribí el nombre en cada sobre con mi puño y letra… O estamos frente al mejor falsificador del mundo o …
―Pero de qué hablas Stephen ¿Qué es esto? ¿Por qué estas celebrando solo? ¿Por qué no quisiste enviar las invitaciones?
―Era un experimento, Arcadio. Un maldito experimento para probar si será posible viajar al pasado. Enviaría las invitaciones esta tarde. Ustedes las recibirían mañana… ―Arcadio frunció el ceño sin comprender―. Sí en el futuro se logra descubrir una forma de viajar al pasado, entonces un viajero del tiempo de seguro vendrá a tomar champán y degustar un sándwich de pepino. Por eso este cartel les da la bienvenida.
―Mmm. Tiene sentido.
―Cuando apareciste, pensé que quizás…
―No, no. Te aseguro que yo no he viajado en el tiempo.
―Pero mira estos sobres, Arcadio… ¡Son idénticos! ¡Es mi letra! ¡Son el mismo! Y la tarjeta también. Estoy seguro que si analizamos estos papeles bajo el microscopio electrónico concluiremos que son el mismo.
―¡Vaya!
―¡Tu cartero, Arcadio!, debemos hablar con tu cartero. Es posible que él sí sea un viajero del futuro. ¿De qué otra forma tendría la invitación y te la entregaría antes de que yo las enviara? ¡Vamos! ¡De prisa!
Stephen guardó todo nuevamente en la caja y salió corriendo del salón. Arcadio apenas y podía seguirle el paso. Hawking era un destacado científico y atleta de Cambridge, pronto llegó trotando a la calle.
―¡De prisa, Arcadio! ―se volvió para apurarlo― ¿Para dónde vamos?
―¡Stephen! ¡No cruces la calle!… ¡Cuidado! ¡El carro!
***
Cuando Hawking despertó, una luz artificial muy brillante le hería los ojos. Había una figura cerca de él.
―¿Dónde estoy? ―preguntó Stephen.
―Está en una clínica, señor Hawking. Soy su enfermera. Por favor, no trate de levantarse. Sufrió una fea caída en la pista de patinaje.
―Oh, sí, ya recuerdo. Resbalé.
―Así es.
―Tuve un extraño sueño.
―¿Sí?
―Soñaba que hacía un experimento para viajeros en el tiempo.
―Quizás ha leído demasiados comics de Buck Rogers.
―Sí. Puede ser eso.
Después de esa caída, en 1963, Stephen Hawking fue diagnosticado con “esclerosis lateral amiotrófica”, una enfermedad degenerativa que lo fue postrando hasta la parálisis total.
El 28 de junio de 2009, el profesor Hawking, ya completamente dependiente de una silla de ruedas, “repitió” su experimento para VIAJEROS DEL TIEMPO. Esta vez nadie llegó a la celebración.
FIN

ANNERIS GARCÍA

Hoy es 24 de octubre, me he levantado como todos los días con la misma parsimonia. Mientras desayunaba desde mi porche contemplaba las vistas al monte, ya han empezado a caerse las hojas de los robles, los abedules y los castaños. Cuando he salido a pasear con Jorge nos adentramos en el bosque y pudimos contemplar el verde de los helechos, a esos no se les pasa la alegría, ni el otoño puede con ellos.
Ayer, en nuestro paseo, llegamos al río, nos pareció ver una moura, se peinaba su cabello en el agua. Jorge fue el primero en verla, se paró de repente, con todo su cuerpo en tensión, menos mal que me escuchó a mí y no a ella. ¿O quizá los perros no las oyen?, no sé, el caso es que atendió a mi orden y dio marcha atrás, volvimos sobre nuestros pasos hasta que salimos del bosque. Ya no tomaremos más ese camino.
Aquí está todo igual, yo sigo con mi labor, he reconstruido los tejados de las casas de Pedro y la de María. Si estuvieran aquí, sé que les gustaría. Ya tengo acopio de la leña para todo el invierno. Las gallinas están bien resguardadas en su gallinero nuevo, el aljibe está a rebosar por si acaso tengo problemas con el suministro. Entre esas tareas y la huerta me mantengo entretenido, pero echo de menos a tu madre, el café ya no sabe igual sin ella.
Sé que me dirás que no debería estar aquí, solo. Sabes cuál es mi respuesta, necesito mi soledad, necesito esto, quiero estar aquí, este es mi sitio. No hago mucho gasto, con mi pensión es suficiente, todavía llega la luz y el agua, cuando falten igual será más difícil, pero espero resistir. Además, veo una vez al mes a Paco. Por cierto, ¿Debería haber llegado hace cuatro días? ¡Qué extraño! Sin él, sin lo que me envías todos los meses, entonces sí que no resistiría. Bueno, mejor no preocuparse, tendrá mucha acumulación de trabajo, me comentó el mes pasado que habían solicitado un nuevo cartero porque él no daba abasto con todas las entregas.
Venía agitado, me contó una experiencia que le tenía atormentado. Había conocido a una cartuxeira, ya sabes, una Meiga, de esas echadoras de cartas. Iba de reparto, por una de las aldeas, había bajado de su furgoneta con un paquete para entregar en una casa a la que no podía llegar en coche. El camino era empinado y era de esos días de septiembre que hacía un calor del carallo. El caso es que cuando estaba a mitad del camino se le apareció la señora de la nada. Llevaba una carta en la mano, Paco no sabe que carta era, él no entiende de eso, me dijo que era un señor en un caballo, pero lo que más le impresionó es que debajo ponía «la muerte». ¡Menudo susto se llevó el pobre! La meiga le persiguió diciéndole que tenía que poner todo en orden, que pronto llegaría el momento de su partida.
No sé en qué habrá parado la cosa, estoy ansioso, esperando a que llegue con tu paquete para que me ponga al día.
Te quiero hija, espero tus noticias pronto.

MANUELA CÁMARA

VUELA PALABRA.
Arcadio era un joven de pueblo sin oficio, un soñador empedernido amante de las historias mágicas que se tejían en los rincones de su mente. Pero había algo que lo tenía perplejo y ansioso: un paquete que nunca llegaba. Cada día, sin excepción, se asomaba a la ventana de su modesta casa esperando la llegada del cartero Alonso, con la esperanza de que finalmente le trajera ese anhelado paquete.
Alonso, el cartero de Arcadio, era un hombre peculiar. Siempre vestía con su uniforme gris y llevaba una valija de piel marrón repleta de correspondencia, pero sus movimientos y comportamiento eran como si esta no pesara en absoluto. Alonso era conocido por su amabilidad y disposición a ayudar a los demás. Pero, inexplicablemente, el paquete de Arcadio parecía haberse extraviado en algún punto desconocido.
Arcadio no entendía por qué le ocurría aquello. Sus amigos y vecinos recibían sus cartas y paquetes puntualmente y sin problemas, pero él continuaba esperando en vano. Comenzó a pensar , primero que había sido víctima de un robo, con el paso del tiempo estimó que sobre el paquete había recaído algún hechizo, y dada la singularidad de su pensamiento, terminó conjeturando que había desafiado a alguna fuerza sobrenatural sin darse cuenta. Su imaginación se desbordaba, y cada día que pasaba, el misterio del paquete se volvía más profundo.
Decidió tomar cartas en el asunto y acudir a la oficina de correos para indagar sobre su paradero o protestar si era necesario. Allí, en medio del bullicio y el trajín de los empleados, se encontró con Alonso, su cartero, que atendía a los demás con su habitual sonrisa y amabilidad. Arcadio se acercó a él con ansias de encontrar una respuesta.
– Alonso, ¿ por qué nunca llega mi paquete?– preguntó Arcadio con tono de esperanza y frustración a la vez.
– Los caminos de las correspondencias son misteriosos y a veces incomprensibles –respondió Alonso con su mirada profunda y una chispa de enigma en sus ojos– , Pero confía en mí, haré todo lo posible para encontrar tu paquete.
Arcadio se sintió reconfortado. Parecía que el cartero tenía interés y una conexión especial con aquellos secretos que se ocultaban entre paquetes, cartas y sobres. Aunque su curiosidad no había sido satisfecha, la promesa de Alonso despertó en Arcadio una nueva esperanza.
Los días pasaron, y Arcadio continuaba observando desde su ventana a Alonso mientras recorría el pueblo con su valija llena de misterios. El cartero entregaba cartas,, sonrisas y consejos por doquier, pero el paquete de Arcadio seguía sin aparecer. El pueblo comenzó a especular sobre el enigma de aquel paquete perdido y comentaban la obsesión de Arcadio por encontrarlo.
Un día, mientras paseaba por las calles del pueblo sumido en sus pensamientos, sobre todo fantaseando cosas que jamás se atrevería a realizar, Arcadio notó un destello en el suelo. Se agachó y encontró una pequeña llave dorada, tan diminuta como un secreto guardado. Preguntó a todo el mundo para devolver la llave a su dueño, pero tras no hallarlo, su corazón se aceleró de emoción. ¿Podría estar esta llave destinada para él? ¿ tendría relación con su anhelado paquete perdido? Con una mezcla de esperanza y nerviosismo, decidió seguir su intuición y comenzar una búsqueda incansable.
Recorrió cada rincón, cada callejuela y cada esquina, no dejó puerta, ventana, caja de música, o alacena, buscando desesperadamente una cerradura que encajara con la llave diminuta. Su determinación era tal que incluso se aventuró a explorar los lugares más insólitos y ocultos. Durante días y noches, se sumergió en un viaje interminable buscando una cerradura tal vez con guarda.
Finalmente, cuando la esperanza comenzaba a flaquear, Arcadio llegó a un antiguo edificio abandonado al final del pueblo. Las ventanas rotas y las paredes cubiertas de enredaderas parecían ofrecerle una sugerencia para que probara en aquella puerta destartalada. Sosteniendo la llave dorada entre sus dedos, Arcadio se acercó a la puerta principal y, sin pensarlo dos veces, introdujo la llave y esta giró sola la cerradura.
La puerta se abrió lentamente, revelando un interior oscuro y lleno de polvo. Arcadio, con valentía, decidió adentrarse en aquel abandonado lugar. A medida que avanzaba, la penumbra se disipaba, los ojos se habituaban a la oscuridad y una extraña luminosidad comenzó a revelarse en el ambiente. A su alrededor, cartas, sellos y paquetes de todas las formas y tamaños flotaban en el aire, suspendidos en un ballet mágico y silencioso.
Arcadio, maravillado por el entorno que lo rodeaba, tras unos minutos sostenidos en la sorpresa, volvió a recordar su misión y preguntó en voz alta
– ¿Está aquí mi paquete?
Tras una vibración extraña en el entorno, como si alguien abriera una ventana y el aire entrante moviera con su polen todo el ambiente, las cosas que flotaban giraron en remolino y salió de entre las sombras Alonso el cartero, con una apariencia diferente, rejuvenecido, rodeado de una aura resplandeciente y su mirada reflejaba la sabiduría de los enigmas resueltos.
– Has llegado al lugar del correo perdido. El correo es un puente entre un alma y un destino –dijo Alonso–. A veces, el alma que los envía deja de tener interés. A veces, los caminos se desvanecen en el tiempo y los enredos del universo conspiran para mantener oculto un mensaje. Tu paquete, Arcadio, ha estado esperando a que estés preparado para llegar a ti.
Arcadio dominó el miedo inicial, la sorpresa de ver a su cartero transformado y asimiló las palabras , dejando que la comprensión y la aceptación fluyeran dentro de él.
En ese instante, el ambiente volvió a llenarse de energía y el espacio volvió a vibrar con fuerza, sintió algo en su interior que le empujaba. Arcadio supo que era el momento de dejar atrás su condición de espectador y convertirse en protagonista de su propia historia.
Avanzó con determinación hacia el centro de la habitación, donde una gran mesa destacaba entre la oscuridad. Sobre ella reposaba un paquete envuelto en papel dorado, adornado con cintas multicolores que bailaban con el aire mágico que lo rodeaba. Arcadio disfrutó de la visión y del momento, extendió la mano temblorosa y tomó aquel objeto que tanto ansiaba.
— ¡Por fin, mi paquete!
Al desenrollar el papel con cuidado, sus ojos se encontraron con un libro antiguo, cuyas páginas parecían guardar secretos milenarios. Era un ejemplar de «Las Historias Invisibles», una obra desconocida para el mundo.
– Ahí lo tienes –dijo Alonso– cosas que se han escrito solo en el pensamiento, papeles maravillosos que se han desechado, obras magníficas que no se han publicado, otras que quedaron en simples esbozos, y lo más importante, las que van a escribirse.
Arcadio abrió el libro y, sin dudarlo, comenzó a leer las letras que cobraban vida sobre las páginas. Cada palabra era como un susurro en su mente, revelándole historias, nombres, lugares, paisajes insólitos y autores. Se sumergió en aquel universo literario donde las líneas se entrelazaban con su propia existencia.
– Ahora comprendo –exclamó Arcadio cerrando el libro delante de Alonso–que el paquete perdido se ha hecho esperar porque está lleno de significantes. Para mi es revelación para mi propia vida, para otros será una metáfora de las búsquedas internas, otros hallarán una manifestación de los deseos a los que se les ha otorgado tanta fuerza, que ahora, con vida propia, luchan por llegar a la realidad. Es el resumen de la Esperanza que por fin ve la luz.
– Las historias que no se escriben,–dijo Alonso– son fantasmas que mueren toda la vida a nuestro lado . Esta es la historia secreta de muchas personas, sueños, intentos, deseos. Tu serás el guardián de Las Historias Invisibles y te encargarás de que los hombres tomen contacto directo con ellas.
– Tendré que aprender – dijo el joven Arcadio.
– Por supuesto – añadió Alonso.
Desde aquel día , Arcadio vio a Alonso como el mensajero de hilos espirituales que no solo llevaba correspondencia física, sino mensajes ocultos entre líneas, destinos entrelazados y encuentros predestinados. Lo observaba aconsejar a la gente, insinuarle ideas, sugerirles decisiones.
Arcadia, el pequeño pueblo que parecía ajeno a las maravillas del mundo, se convirtió en un punto nodal del planeta, donde cada lugar era un escenario, cada vida una secuencia, cada acontecimiento una trama. Cada rincón guardaba secretos y cada habitante era personaje de una historia perdida que se entretejía entre los susurros del viento y las páginas de Las Historias Invisibles.
La energía que el pueblo guardaba comenzó a extenderse por el aire. Empezaron a llegar escritores, pintores, empresarios, científicos, aventureros. Lo primero que notaban cuando se quedaban en el pueblo eran pequeños cambios en sus vidas cotidianas. Los objetos perdidos eran encontrados en los lugares más insospechados, los sueños se volvían premoniciones vívidas y las casualidades adquirían un significado trascendental. Los escritores hallaban a sus personajes, los pintores a sus musas, los científicos su idea y los aventureros su hazaña.
El cartero Alonso, cuya sabiduría sobrepasaba el límite de lo humano, se convirtió en un guía conductor de los que llegaban. Sus palabras eran susurros que se fundían con el viento y sus gestos eran movimientos prediseñados por el universo mismo en el generoso acto de la creación, que se plasmaban hasta encontrar su forma final. El cartero de Arcadio recorría las calles empedradas de Arcadia, entregando las cartas que contenían mensajes encriptados y palabras que solo podían ser desveladas por aquellos destinatarios que estuvieran dispuestos a escuchar y dispuestos a encontrar su lugar especial en el mundo.
Arcadio, imbuido del conocimiento y la magia de Las Historias Invisibles, se convirtió sin darse cuenta en un enlace entre el mundo tangible y el mundo de los sueños.
En las noches de luna llena, los habitantes de Arcadia se reunían en la plaza principal, cada uno mostraba quien era realmente para asombro incluso de sí mismos, Las Historias Invisibles cobraban vida y se acercaban a sus dueños y la gente regresaba motivada a sus casas llenos de palabras, historias, ideas y emociones.
Porque en Arcadia, cada uno encuentra lo que está dispuesto a buscar.
Porque en Arcadia la vida es como las varillas de un abanico, donde se pueden vivir distintos destinos sin renunciar a ninguno.
Porque en Arcadia, la magia es real y la realidad es mágica, y nadie, ni siquiera lo más oscuro, puede apagar su resplandor.

MARÍA JOSÉ AMOR

Mi tío abuelo Jacinto y su hermano gemelo, mi tío abuelo Arcadio, superaban en mucho los ochenta años, y, aunque bastantes octogenarios a lo largo de sus vidas profesionales se han ido actualizando, especialmente en las nuevas tecnologías, ellos se negaron a “cosas modernas”, aludiendo que su cabeza ya no estaba para esos menesteres.
Al ser ambos viudos con hijos y nietos esparcidos por todo el “mundo mundial”, convinieron vivir juntos haciéndose de esta manera compañía a la vez que ahorrando, que la vida estaba cara.
Ambos habían sido abogados y nada malos por cierto, pero fue al año de su jubilación cuando casi repentinamente, los hogares se vieron invadidos de teléfonos móviles, ordenadores, alarmas activadas a kilómetros de distancia y, por encima de todo la Inteligencia Artificial, que, aunque todavía “en mantillas” amenazaba con sustituir a las personas.
Por ese motivo y de común acuerdo ambos decidieron trasladar su vivienda al pueblo del abuelo cuya casa les había tocado por herencia paterna, hecho que produjo un hondo respiro de satisfacción al resto de la familia.
Se trataba de un pueblecito de montaña donde la mayoría de los jóvenes habían desaparecido en pro de trabajos más rentables que labrar las tierras y cuidar algo de ganado.
Así que allí se sintieron en su salsa, desayunando en el bar regentado por Braulio, un cincuentón nieto de Gregorio, algo mayor que ellos, a las doce del mediodía jugando a la petanca y olvidándose de aquellos horrores que alguien en su día intentó enseñarles pero, tal como hizo el zorro protagonista de la fábula, viendo que necesitaban algo de tiempo para llegar a dominarlos, decidieron “que ya no tenían cabeza para tales cosas”.
Antes de partir, por supuesto, telefonearon a sus hijos respectivo comunicándoles el traslado y notificándoles que, como allí no tenían teléfono, ni por otro lado, pensaban instalarlo, mejor que les escribiesen mandándoles fotos de la familia.
Ah. Y para algo urgente, un telegrama.
Y allá que se fueron los dos hermanos.
Se instalaron en el viejo caserón del cual rehabilitaron lo mínimo imprescindible disponiéndose a disfrutar los años de vida que les quedaban sin apurarse por nada. Y es que NADA les unía ya a la vida pasada…salvo una cosa: Arcadio, que era un fan de los crucigramas y jeroglíficos, estaba suscrito a una revista semanal sobre tal materia que esperaba con ansia cada lunes.
En cuanto veía aparecer la furgoneta del cartero, salía rápido de su casa en su búsqueda. El resto de los vecinos que o bien no tenían correspondencia o bien, como muchos, que a pesar de la edad, se habían adentrado en ese campo, tenían Internet y por tanto solo en escasas ocasiones eran visitados por tal persona. Incluso semanas enteras no visitaba el pueblo.
Y esta fue la causa de que alguien comenzó a hablar de “el cartero de Arcadio”, y como en los pueblos, especialmente este tipo de apodos hacen mella, comenzó a añadirse a otras personas quedando finalmente bautizado como “El cartero de Arcadio”

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

Han pasado cinco años desde que Arcadio no recibe una carta de su hijo, que se encuentra en el frente de la guerra de Afganistán. El hijo de Arcadio es corresponsal de guerra. Se graduó de comunicador social, con tan solo 20 años de edad. Su meta es realizar los reportajes más peligrosos, por ello le gusta irse a cualquier conflicto armado. Su narrativa es fiel a los acontecimientos que ve y oye a cada hora, a cada día. Se destaca, siempre, por sus fotos de la cruel realidad de una guerra, donde los seres humanos se convierten en bestias que matan sin pensar. Los jóvenes al frente, los viejos en la retaguardia o resguardados, supuestamente planificando las estrategias contra el enemigo.
Arcadio sabía que su hijo todavía se encontraba con vida, pues una vez al mes, el cartero entregaba una revista al barbero del pueblo. En esa revista, su hijo publicaba los tan esperados reportajes de la situación compleja en que se encontraba Afganistán.
Ansioso cada mes, Arcadio esperaba al cartero para buscar una misiva o paquete para él. Arcadio era recio en su carácter, fuerte y alto, con la piel quemada por el inclemente sol. En su corazón albergaba un amor infinito por aquel hijo único, que un día decidió irse del pueblo.
Podrían pasar tres meses y el cartero no pasaba por el apartado pueblo del Brasil, donde la inmensidad del Amazonas hacía imposible que la luz eléctrica pudiera cumplir su función.
Llegó el cartero exclamaba Don Simón, a todo grito, varias veces, hasta que el último habitante del pueblo fuera advertido del acontecimiento.
El llamado de Don Simón, sonaba como campanadas a todos los moradores de la región. En especial, al padre de Juan Guillermo, Arcadio, a quien el corazón le saltaba de alegría y a la vez de angustia, ante la posibilidad de que no estuviese escrito el tan ansiado reportaje de su hijo.
Reunidos todos los residentes en la plaza del pueblo, cobijados por los árboles frondosos, con troncos tan anchos que hacían pensar en la longevidad de ellos. Mientras el sol todavía iluminaba con su luz propia para leer, en sillas y bancos de esterilla se encontraban: Clemencia, Esperanza, Soledad, Narciso, Lucía, Socorro, Aurora, Salmerón y Arcadio en primera fila, con su rostro emocionado por escuchar, con gran orgullo, las palabras escritas por su amado hijo. Como era la costumbre, Don Simón, tomaba la palabra y empezaba a hojear la revista del mes, sus comentarios, unas veces sarcásticos, otras veces de asombro, por la creatividad y el ingenio de los hombres. Habían pasado ya cuarenta minutos, según el viejo reloj de Arcadio, y Don Simón no pronunciaba palabra de Afganistán.
Así fue, en aquella tarde no hubo ni una letra de Juan Guillermo. Arcadio tomó su silla y se marchó hacia su humilde vivienda, con la cabeza cabizbaja, se sentó en los escalones que presidían la puerta de entrada a su casa, donde lo esperaba su amiga Soledad. La amiga que le conoció desde que era niño y le dijo:
—No te preocupes, amigo mío, Juan Guillermo, está bien, lo sé, lo presiento, mi corazón no se equivoca.
Arcadio la miro a los ojos y le dijo:
— ¿Tú lo crees?
— Que si, amigo, confía.
El alma de Arcadio estaba invadida por el terror y el temor de conocer que más nunca sabría algo de su hijo. Entre la tristeza, la ira, de quizás haber podido evitar que su hijo se fuera al frente de una guerra sin razón. Se preguntaba así mismo:
¿Cómo pudo haber pasado esto? No quiero ni pensarlo, mi único hijo está muerto.
Aquella noche fue muy larga para Arcadio, miles de pensamientos no le dejaban dormir. Moviéndose de un lugar a otro, le venían a la mente las peores escenas de la muerte de un inocente.
Con el canto de los gallos y los primeros rayos del sol, Arcadio sintió una calma inesperada en su alma. Una sensación de un abrazo cálido que lo envolvía y se preguntó:
¿Dónde está la prueba de que mi hijo murió?, no me ha llegado ninguna comunicación oficial, pudiera ser que entregó tarde el reportaje a la imprenta. Se decía así mismo.
Arcadio trataba de consolarse día a día. Pero las semanas se convirtieron en meses y los meses en años y de Juan Guillermo, no se sabía nada.
Esperanza, la hermana de Soledad, lo visitaba con frecuencia para conversar y tratar de consolarlo y a la vez de vigilarlo, cosa de que no cometiera ninguna locura. De esta manera lograban que no se quedará solo, por mucho tiempo.
En una de esas conversaciones triviales, Esperanza le preguntó:
¿Desde cuándo no te llegan cartas, ni paquetes? A lo que respondió:
 No lo recuerdoLa melancolía y nostalgia cubrían el rostro de Arcadio.
Esperanza, con voz firme, le ordena:
Ya es momento de que le preguntes al cartero, por qué nunca tienes una carta o paquete para ti. Arcadio la miró sorprendido y le dijo:
— Como se te ocurre, que yo le voy a preguntar tal cosa. Le tengo mucha confianza al cartero. Sé que si hubiera algo para mí, me lo daría.
No es cuestión de confianza.
Que si mujer, no insistas más.
Pero, ¿cómo lo sabes, que el cartero no ha perdido ninguna misiva para ti?.
Lo sé, estoy seguro.
No respondes a mi pregunta, Arcadio.
Lo sé, porque yo fui cartero y sé lo que significa para un cartero llevar cartas a los demás seres humanos, que dependen hasta de su vida de esos mensajes o paquetes.
Aquella conversación trivial se había vuelto un dilema para Arcadio.
Hasta que un día decidió encarar al cartero.
Al mediodía se dirigió al modesto aparcadero de barcos del pueblo, en espera del correo. La mirada de Arcadio se perdía en el horizonte del inmenso río por donde llegaban las embarcaciones. Las aves con su variedad de colores del arcoíris pasaban cantando con sus acostumbrados llamados, la brisa cálida sobre el rostro de Arcadio, el sonoro río, arrullaba sus pensamientos.
De pronto ya había llegado el pequeño barco, pintado de popa a proa de un azul intenso. Cayó el ancla, a la vez que se abría la puerta por donde empezarían a bajar los víveres y los pasajeros con rumbo al pueblo. Atento Arcadio logra divisar al cartero.
Todavía dudaba en preguntarle. Con voz alta, le dijo:
Cartero, cartero, acá venga.
El cartero volvió la mirada buscando quien lo llamaba. Al darse cuenta de que era Arcadio, huyó. En su consciencia está presente el día en que un saco entero de cartas se hundieron en el río.
Arcadio lo siguió y del brazo lo tomó, — espere, dónde va usted, sí lo estoy llamando. Le quiero preguntar:
¿Por qué no me ha llegado correspondencia durante tanto tiempo?
No lo sé, respondió el cartero.
Arcadio, sin importar dar algo de lástima, le contó al cartero lo sucedido, y lo que significaban aquellas cartas para él.
Sin más que pensar, el cartero le contó la verdad de lo que le había pasado. Pues lo ocultaba para no perder su empleo. Le pidió disculpas y le juró que haría lo imposible por saber noticias de Juan Guillermo.
Así fue, pasaron unas cuantas semanas y llegó de nuevo el correo al pueblo escondido en el Amazonas. El cartero de Arcadio le traía unas cartas, fotos y un paquete de Juan Guillermo. La felicidad empieza a sumergirse en el alma de Arcadio. Al abrir el paquete encuentra un diploma y una figura con el nombre de su hijo Juan Guillermo Azgotiaga, había ganado el premio al mejor corresponsal de guerra de Asia.

SÁNCHEZ KATA MAR

ARCARDIO EL CARTERO
Arcardio era un empleado más en el área de carteristas vivía junto a sus tres perros en una modesta habitación.
Cómo instrumento de trabajo tenía una bicicleta Vieja, está tenía un problema y era que la llanta trasera no quería andar. Todos los días era lo mismo… Lo que ganaba era muy poco para comprar una nueva, su situación económica era poco estable debido a que pocas personas solicitaban sus servicios, Al cabo de un tiempo se mudó a un barrio modesto, solo porque no les permitían a sus mascotas, las dejo que durmieran en la calle, no le quedaba de otra debido a que el dueño del apto era un completo ogro. Al día siguiente apenas salió el sol Arcardio salió como todos los días para la oficina de cartas y encomiendas, noto que uno de sus tres amigos estaba con la mirada triste, se prometió a si mismo que cuando terminara la jornada lo llevaría a algún refugio. Al llegar el atardecer ya se veía más decaído y no quiera caminar; le el cartero lo llevo en su bicicleta al refugio, pero la señora del lugar le menciono:
– Señor le cuesta 40000 pesos.
– ¿4000?, Eso está muy caro mire por favor rebájemelo a 3000. Mi peludo necesita urgente quedarse acá por lo menos una noche.
-No señor, no puedo me hace el favor y me desocupa rapidito que mire tengo varios clientes, por favor cuando salga cierre la puerta con cuidado.
Arcardio salió del refugio yendo de camino a la casa se da cuenta que el amigo ya no respiraba, estaba frío, procedió a dejarlo Cerca de una pradera que quedaba cerca por dónde él iba.
No se volvió a saber del después del suceso, algunos dicen que acabo con su existencia y la de sus dos amigos, otros, que se fue a un pueblo a trabajar cono campesino… Pero lo que si es cierto es que los clientes del refugio lo ven constantemente con los tres perros, varios empleados han tenido que renunciar debido a que no aguantan las visitas de este hombre.

NATALIA VÁZQUEZ

Me despierta sobresaltado el timbre, insistente, con prisa.
— Joder, para un día que no tengo que madrugar…
Miro el reloj mientras aporrean la puerta.
— Ya voy — grito mientras me pongo lo primero que tengo a mano —. Que ya voy…
Son las siete de la mañana, mirándolo bien y teniendo en cuenta que normalmente me levanto a la cinco, va a resultar que si me he levantado tarde.
Me pongo las zapatillas y en ese preciso momento, la puñetera ansiedad se apodera nuevamente de mí.
«Seguro que ha pasado algo». En milésimas de segundo, ha muerto toda la familia, incluso aquellos primos lejanos con los que perdí el contacto hace años. Ha explotado la central nuclear de Almaraz y no sé cuántos desastres naturales más, han ocurrido, mientras bajaba los diez escalones que separan mi dormitorio de la puerta de entrada.
— ¿Quién es?
— El cartero
«Puff, es el cartero. Solo es el cartero. Por fin es el cartero».
Llevo más de un mes reclamando la entrega de ese maldito paquete y se presentan en mi casa a las siete de la mañana.
«Les va a caer una queja».
Y de pronto, caigo en la cuenta…
— ¿El cartero? ¿Un domingo? — ni siquiera me percato, que acabo de pensar en voz alta.
Nuevamente me acechan una ingente cantidad de pensamientos negativos.
— Traigo un paquete urgente — responde una voz, que me resulta familiar al otro lado de la puerta.
Abro la puerta, lo justo, para ver quien está al otro lado.
— ¿Qué hace usted aquí Don Enrique? — le increpo, con una mezcla de sentimientos imposibles de describir.
— Traigo el paquete que estaba esperando, Señor Arcadio.
— Muchas gracias. Venga Don Enrique, le acompaño hasta casa.
Don Enrique es el vecino de enfrente. Ejerció la medicina durante 40 años, o eso dice él. Porque desde que perdió la cabeza, ha sido bombero, policía, cartero e incluso ladrón.
Que susto nos dio aquel día…
Pero esa historia la dejamos para otro momento, que hoy no me toca ser escritor.

CARLOS RODRÍGUEZ

SOSPECHAS
Llevaba quince días sin recibir su visita, y eso no era normal en él. No importaba si había mucho o poco trabajo, él siempre se había mantenido fiel a nuestras citas de los lunes, miércoles y viernes. Daba lo mismo si el sol alzaba la barra del termómetro por encima de los cuarenta grados o caían granizos del tamaño de naranjas, con británica puntualidad asomaba su poco discreta moto amarilla por el portalón del pazo.
En un principio creímos que se había tomado unas vacaciones, aunque era extraño que no hubiese dicho nada, pues siempre que se iba a ausentar nos lo comunicaba con semanas de antelación y nos lo repetía hasta la saciedad, dándonos todos los detalles de sus planes para sus días de asueto, pero en esta ocasión ni una palabra había salido de su boca.
El pequeño Arcadio, le llamábamos así por su recortada estatura, similar a la de un zagal de no más de una década y su delgadez, no respondía nuestras llamadas telefónicas a pesar de que su móvil todavía permanecía activo, llevándonos a pensar que estaría molesto por alguna cosa.
En el pueblo nadie había notado su ausencia, pues tanto la correspondencia y como la paquetería estaban llegando puntualmente, y puesto que casi nunca le veían no sabían decirnos si era él quien las depositaba en los buzones o era algún otro. También nuestro buzón aparecía ocupado algún que otro día, aunque ninguno de esos días pudimos ver u tan siquiera oír a quien depositaba la correspondencia en el cajetín.
Aquella tarde se nos heló la sangre a todos cuantos nos habíamos reunido en la taberna del pueblo, no podíamos creer lo que en la pantalla de la televisión estábamos viendo. El retrato de Arcadio aparecía junto con un rótulo de “se busca”.
Rápidamente pedimos a Manolo, el dueño de la tasca, que subiese el volumen para poder escuchar que había sucedido.
Los comentarios de los locutores nos dejaron todavía más perplejos que la visión de la fotografía de Arcadio, pues le buscaban en relación con una matanza acaecida en una aldea situada en la montaña del interior, a poco más de ochenta kilómetros de la nuestra.
No había quedado títere con cabeza, habían masacrado a todos los habitantes de aquel pequeño enclave, y el único habitante empadronado del que no se había encontrado el cuerpo era el pequeño Arcadio.
Las autoridades sospechaban que algo tendría que ver con aquello, y no sólo por ser el suyo el único cuerpo que faltaba en la dantesca escena, si no también por el hecho de no haberse presentado a trabajar al día siguiente del brutal incidente.
Como pasa siempre en estos casos las opiniones, las opiniones fueron variopintas, desde quien decía que siempre le había parecido un tipo bastante raro a quien no terminaba de creer que aquel pequeño alfeñique hubiese podido hacer aquello que los noticieros contaban.
Personalmente estaba totalmente de acuerdo con estos últimos, y consternado por todo lo oído decidí regresar al pazo y tratar de buscar más información sobre el suceso.
Nada de lo que había podido encontrar a través de Internet tenía sentido para mi, aquello no encajaba en absoluto con lo que yo conocía de quien había sido nuestro cartero desde hacía más de veinte años. No podía creer todo cuanto sobre él se decía.
Se hacía tarde, pero en mi cabeza no dejaban de dar vueltas todas aquellas imágenes y todos los datos que había estado leyendo, y esto había espantado mi sueño.
Era una noche de luna llena, sin una sola nube en el cielo, y la temperatura era bastante agradable para estar a mediados del mes de mayo, de modo que decidí salir a dar un paseo a ver si en algún momento mi insomnio decidía abandonarme.
Había optado por no utilizar la carretera para aquel paseo nocturno, aunque no era una vía muy transitada y la noche era clara, por mi propia seguridad serían los múltiples caminos que rodeaban tanto el pazo como la aldea los que guiarían mis pasos.
No habían pasado más de treinta minutos cuando algo extraño llamo mi atención. Unos metros por debajo del nivel del sendero, entre la maraña de arbustos y zarzas algo brillaba con la luz de la luna. Desde mi posición no lograba distinguir que objeto podía ser el que reluciese de aquel modo.
He de admitir que me pudo la curiosidad y no pude evitar dar aquel pequeño rodeo que me permitía bajar sin riesgo y acercarme al punto en cuestión.
En ese momento mi cara debió transformarse hasta quedar irreconocible, una mezcla de sorpresa, miedo y alivio…
Dadas las circunstancias no quise tocar nada, ni tan siquiera acercarme más allá del punto en el que me encontraba y desde el que podía ver entre las sombras de la noche la horrible escena.
Con los nervios alterados saque el móvil de mi bolsillo y apresuradamente marque el 062, debía comunicar mi hallazgo a la Guardia Civil, sin duda ellos sabrían que hacer y la casa cuartel de la zona estaba mucho más cerca que cualquier otro servicio de emergencia.
La patrulla no tardo en llegar ni cinco minutos, y junto a ellos en su vehículo particular venía Anselmo, el teniente al cargo del cuartel.
Fue el propio Anselmo quien se acerco para corroborar que lo que yo había visto desde los diez metros que me separaban de la enmarañada maleza era lo que yo creía.
Inmediatamente se volvió y dio orden de balizar un perímetro de cincuenta metros, incluido el camino, así como que hiciesen ir al forense y un equipo de la cientifica. Luego se acerco a mi y me dio la noticia.
– En efecto, no te has equivocado Sebastián, es el pequeño Arcadio. Falta que lo confirme el forense, pero esto cambia mucho las cosas, sin duda no ha podido ser él el responsable de la masacre en su aldea, parece llevar más de diez días ahí.
La noticia me dejó una extraña sensación, por un lado la alegría de saber que Arcadio era inocente de todo aquello que había sucedido y por otro una tremenda tristeza por la pérdida de un buen amigo.

YOLILLANA RELATOS

El Cartero.-
Marcos acudía cada lunes, puntual, a la oficina de correos de su pueblo en cuanto ésta abría las puertas.
Luego sacaba una pequeña llave del monedero, abría su casilla postal y, con gran pena, observaba que no tenía ninguna carta para recoger.
Después se dirigía al mostrador, y con un movimiento mecánico saludaba a Arcadio, el cartero que trabajaba en ese puesto desde hacía mas de veinte años, le entregaba un sobre y las monedas que ya sabía, de memoria, le iba a costar aquel envío.
Después se despedía con un leve movimiento de cabeza y salía de la oficina de correos.
Arcadio lo observaba desde su puesto hasta que le perdía de vista.
Esta escena se repetía semana tras semana, mes tras mes, desde los últimos cuatro años.
Los mismos que hacía que la mujer de Marcos había fallecido en un accidente aéreo cuando se dirigía a visitar a su familia en sudamérica.
Durante semanas se negó a creerlo. Por mucho que los amigos y vecinos del pueblo le enseñaban recortes de periódicos con la noticia del fatal siniestro, él insistía en que su mujer no iba en ese vuelo.
Aún cuando no conseguía contactar con ella y pasaban los días, se lo negaba a todo el mundo.
– Algo le ha pasado, eso está claro, pero no está muerta – insistía
Y empezó a escribir cartas a la dirección de su familia política, esperando que ella le contestara y le diera alguna explicación de su silencio.
Un día en el que algunos amigos, entre los que se encontraba Arcadio, estaban tomando algo en el bar de la plaza, salió el tema de Marcos.
Entre todos decidieron que lo mejor sería poner fin a esa historia, por el bien psicológico de su vecino y amigo, ya que si él seguía escribiendo semanalmente y esperando una respuesta que nunca iba a llegar, tal vez lo mejor sería cambiar la historia para poder ponerle fin.
Así fue como acordaron que el siguiente lunes, cuando Marcos fuera a la oficina postal a entregar su carta, Arcadio no la enviaría; la guardaría y la leerían todos juntos, para después decidir, también entre todos, cuál sería la mejor solución.
La carta del siguiente lunes, decía así:
Querida Ana:
Ya han pasado casi cuatro años desde que te fuiste. No hay día que no piense en ti y sigo esperando ansioso tu regreso.
Aquí todos insisten en que falleciste en ese vuelo, pero yo sé que no. Llegaste tarde al aeropuerto, seguro que lo perdiste y cogiste el siguiente.
Por algún motivo has decidido poner distancia entre nosotros y no me queda más remedio que respetarlo, pero también quisiera entenderlo.
Sé que no estábamos en nuestro mejor momento, pero con todo el tiempo que ha pasado, estoy seguro de que estás deseando, al igual que yo, retomar nuestras vidas.
Vuelve a casa amor mío. Prometo no preguntar.
Sólo quiero que vuelvas.
Tuyo siempre.
Marcos.
_______
Un silencio sepulcral se impuso en el bar de la plaza cuando ese mismo lunes, Arcadio leyó en voz alta la carta delante de todos.
– Solo podemos hacer una cosa – y acto seguido empezó a redactar la siguiente carta:
Querido Marcos:
Obvio que no estaba en ese vuelo, como siempre, llegamos tardísimo al aeropuerto, ¿recuerdas?, tuve que pagar un extra por otro pasaje y esperar durante horas en el aeropuerto, mientras tu estabas seguramente tomándote tu cerveza y celebrando los días de Rodríguez que te esperaban.
No estaba en mis planes no regresar, bien lo sabe Dios, pero a veces la vida te pone en el sitio correcto en el momento justo.
¿Te acuerdas de Roberto? ¿Mi ex novio al que dejé por ti? Pues justo iba en ese vuelo y justo le tocó ir sentado a mi lado.
Doce horas de vuelo dan para mucho, ya lo sabes.
No quería hacerte daño, así que cuando vi la noticia del accidente aéreo, pensé que lo mejor sería hacerme pasar por muerta.
Para ti sería menos doloroso eso que saber que te dejé para volver con un ex del que tú, siempre has estado celoso.
Pero visto que pasan los años y tus cartas no cesan, he decidido contarte la verdad.
Marcos no voy a volver. Soy muy feliz aquí con Roberto y mi nueva vida. No quiero nada de ti, ni siquiera el divorcio.
Así que por favor, olvídate de mí y deja de escribirme.
Ana.
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La metió en un sobre, rellenó los datos que ya se sabía de memoria, y la introdujo en la casilla postal de Marcos.

LUISA VALERO

EL ÚLTIMO CARTERO DE ARCADIO
Mientras acercaba una pequeña silla de plástico a la mesa camilla, la niña Carmecita le dijo a Rubén, su abuelo y recién inaugurado octogenario:
—Abuelito, abuelito, cuéntame batallas, porfis. —Lo miró con mucho respeto y admiración.
—Yo pensaba que me ibas a preguntar como Caperucita roja al lobo, por qué tengo las orejas tan grandes… —le contestó a la niña, que estaba rebosante de viva curiosidad.
—Y…, ¿por qué? Y por cierto, abuelo, te saltaste lo de «los ojos grandes…» -Divertida y atenta, esperaba a que le contestara cambiándole el cuento.
—Porque soy viejo. ¿Tú no sabías que cuando te haces mayor te crecen las orejas?
—Ja, ja, ¡no te creo! A ver tus orejas… —Sus ojos de caramelo se le achicaron de la risa— ¡Sí, son muy grandes!
Toni, el mellizo de Carmen, escuchó a su hermana morirse de la risa. Se guardó el teléfono móvil en el bolsillo de su pantalón y fue rápido, desde la cocina a la salita de estar, para conversar también.
— Toni, dice el abuelo que cuando envejeces te crecen las orejas…— le dijo su hermana para ponerlo en contexto.
—Y si llegas a cien años…, ¿tendrías las orejas como Dumbo? —dijo Toni desafiándolo con cariño.
—Puede ser… Jovencito, me vas a hacer pensar y ya sabes que mis neuronas están jubiladas. —Se rio porque tenía un carácter afable y aceptaba que estaba envejeciendo, aunque si le incomodaba tener ciertos despistes y olvidos, además de sus ganas continúas de ir a orinar.
—Grandfather, —Así le llamaba el niño de 8 años— ¡tus «batallazas» sí nos gustan! El otro día, el abuelo de mi amigo Nico nos contó sus historias como maestro, y menudo tostón…, ¡se repetía más que el ajo!
—¡No hables así, ya llegarás a viejo y no te acordarás ni de tu nombre…!— le regañó el abuelo.
Rubén suspiró nostálgico. De pronto, y seguro por haber escuchado la palabra «maestro», había recordado la última carta certificada que le entregó al profesor de matemáticas, Don Escolástico. Era un sobre con un poema de despedida de parte de la farmacéutica Doña Remedios; habían pasado treinta años atrás, cuando «Arcadio» todavía no era un pueblo fantasma y él, aún, era el cartero.
—Cuéntanos lo del atropello de la vaquita y no te inventes nada —le pidió Carmecita.
—¿Otra vez? A ver si no se me olvida ningún detalle…
De repente desde la cocina se escuchó la voz de la abuela que gritaba:
—¡Cariño, espera que ya van a estar listas las palomitas!
—¡Bien, palomitas de maíz! – gritaron al unísono todos.
—Preparados, listos…, ya – dio la orden de salida Toni.
Rubén empezó a narrar, y Toni a grabarlo con su móvil:
«Había una vez un cartero rural que se encargaba de toda la ruta sur de los pueblos de Soria, y en especial de Arcadio, su pueblo.
Con una furgoneta blanca, hacía cientos de kilómetros diarios para entregar toda clase de paquetes y cartas a los habitantes de esos apartados lugares.
Un día, en un aislado camino de tierra, iba conduciendo y delante de él, había un coche todoterreno. El cartero, que se llama Rubén, siempre guardaba una enorme distancia de seguridad y no conducía rápido porque salvaguardaba su vida por su familia; tenía esposa y una hija de 6 años.
De repente le robó su tranquilidad el sonido de un frenazo en seco, luego un golpe y un largo lamento de alguna criatura. El todoterreno que lo precedía, no se detuvo y se dio a la fuga. Él estuvo repitiendo, en voz alta, el número de la matrícula para que no se le olvidara, ya que no tenía a mano ningún boli para apuntar; luego quería hacer la correspondiente denuncia a la guardia civil.
Paró la furgoneta; estaba muy nervioso de lo que pudiera encontrar. Cuando bajó del vehículo, se encontró una joven ternera tumbada en el suelo. La vaquita atropellada tenía su ojo derecho ensangrentado, como si algún animal salvaje la hubiera mordido. Estaba escuálida y asustada, apenas podía moverse y se quejaba por el dolor.
«¡Ay, qué pena me das!», pensó y cuando se acercó a ella le iba hablando con suavidad:
—Aquí está papito, no te preocupes ¡Te voy a salvar!
Así que no le quedó más remedio que subirla a su furgoneta en la parte de atrás donde tenía los paquetes y cartas. En ningún momento pensó en que corrieran ningún peligro las encomiendas…»
—Se me olvidó, ¿qué iba a decir?
—Sigue abuelo, tú puedes… —dijo Toni.
Su esposa, Carmen, con el mismo nombre de la nieta, se había sentado, minutos antes, en la mesa con ellos. Encima del mantel de flores puso el bol con palomitas de maíz, un refresco de Sprite y cuatro vasos de vidrio marrón.
—Cariño, ahora cuenta todo lo que destrozó nuestra vaca «Garfia»…
—¿Garfia…? ¡Ah, ya me acordé! Gracias mi vida, ¿qué haría yo sin ti? Continúo:
«Cuando el cartero llegó a su casa, pitó desesperado varias veces con el claxon de la furgoneta; quería que saliera su esposa.
Ella salió agitada y él le dijo, cariño, mira lo que te he traído, y abrió la puerta corrediza, mostrándole la sorpresa: una ternera flacuchenta, anestesiada y mareada como si estuviera borracha.
Su esposa le regañó y le preguntó a Rubén qué le había hecho a la joven vaca. Él le contestó que le había dado el vino de una de las cajas de una entrega por hacer, porque no quería que sintiera dolor.
Dentro de la furgoneta, había varias cajas destrozadas y 2 cartas hechas añicos. La cesta de melocotones, que era para el cura, estaba por la mitad.
Rápidamente, llevaron al animal a la única veterinaria de Arcadio y así se le pudo salvar la vida. Su ojo derecho, sí que lo perdió y le tuvieron que poner un parche; por eso la llamaron «Garfia».
Rubén, era el cartero: «el que siempre te entregará tu carta o paquete aunque tenga que atravesar el mundo entero…» Por ello, haciendo honor a su reputación de cumplido y buena gente, apenas durmió durante una semana reconstruyendo las cartas. Como si fueran piezas de puzzles, las unió y pegó con cuidado con «Fixo». También compró una botella de vino igual al que embriagó a «Grafía» y cinco kilos de melocotones para no ser tacaño con el cura. Poco a poco cumplió con todas las entregas certificadas pendientes.
Sí que tuvo una tarea realmente difícil: darle, en la escuela, la carta a Escolástico. Cuando se la entregó, este se dio cuenta de que estaba reconstruida. Ya conocía por las habladurías populares el suceso de «Garfia». Dentro del sobre: un poema de despedida:
«Amor mío,
te espero con ilusión
en otra vida
donde seamos libres
y esto no sea un sueño…»
El profesor le agradeció, con lágrimas en los ojos, que le llevara la carta de su amor platónico y lo abrazó cediéndole su secreto y compartiendo su tristeza…»
—¿Y qué pasó con esa historia de amor? —lo interrumpió la pequeña que estaba muy intrigada.
— Tranquila, lo voy a contar a continuación…:
«Nunca se resignó a perder el contacto con Remedios; la visitaba religiosamente todos los días para comprar alguna medicina y rozar su mano al pagarle.
Hace poco, Escolástico y Remedios unieron sus vidas a su tercera edad. Y ahora se dedican a recuperar el tiempo perdido amándose mucho y viajando.
Desde el 2003, Arcadio se convirtió en un pueblo fantasma y Rubén, muy triste, tuvo que jubilarse a la fuerza.
Y colorín colorado, un ratón por aquí ha pasado…»
Todos felices le aplaudieron y Toni silbó fuerte haciendo más ruido de celebración.
—Abuelo, así no terminan los cuentos… —dijo la niña y se sonrió—. Y…, ¿dónde está el ratón?
—¡El ratón, y colorao, eres tú porque eres muy lista!
—¡Bravo, sí que fuiste importante por ser cartero! Hiciste a mucha gente feliz —dijo Toni—. Por cierto, ¿pueblo fantasma es porque graban películas de terror ahí?
—¡Qué ocurrencias tienes! Los pueblos fantasmas son aquellos donde ya no vive gente porque se fueron a la ciudad —dijo Rubén.
—¡Eres muy valioso para mí siempre! —interrumpió su nieta y empezó a llorar, pensando que un día le faltaría. Su abuela se acercó y la abrazó con fuerza para consolarla.
— ¡Y para mí también!…, ¿qué te crees mocosa, que tú puedes monopolizar a «Grandfather»…?
—¡No vayáis a pelear…! —La abuela regañó a los niños.
En ese instante, Rubén los miró y se sintió dichoso por tener esa familia. También le vibraba su corazón de orgullo por haber sido un gran, y el último, cartero de Arcadio.

M ADELA CID

<<Un sitio tan hermoso como lejano>>, pensaba Felicio mientras subía en su montesa por el tortuoso camino, tratando de no derrapar con la «froma» de los bordes, ni en los bajos húmedos entre las raíces podridas de los «castiñeiros» volcados en las «ribanxeiras».
Mala suerte la del Felicio. En la oficina de correo, habían sorteado cuál llevaría la paga del señor Manolo, el cartero de Arcadio, una de las aldeas del pequeño poblado montañez de Quintarela del Jurez, declarada como de las pocas habitadas allí.
No llegaban recibos, cartas de banco o papeles de esa envergadura, señal de la naturaleza de los habitantes; pero sí alguna correspondencia semanalmente para unas tres o cuatro casas, que los empleados de correo imaginaban antiquísimas y con las cortes llenas de cabras.
De paso Felicio debía interesarse por los motivos de la ausencia del señor Manolo, que nunca antes había faltado. Era el empleado más antiguo. Dos semanas habían trancurrido sin presentarse a trabajar y la correspondencia de Arcadio, si bien más escasa que nunca, ahí quedaba, atrasada.
El señor Manolo, según el mismo les había explicado, vivía en la zona mas apartada de Quintarela, que incluyendo todas las aldeas de sus alrededores, tenía unos 20 y pocos habitantes, contando los apuntados en el ayuntamiento que solo rezaban allí empadronados por motivos diversos, pero sin residir realmente. Su casa era la última y la más apartada.
Felicio subía estremeciendo el silencio del paraje con el ruido quejoso de su moto. La moto sufría tanto o más que su chofer. Costaba. Donde lo permitía la foresta, alzaba la vista para ver las cimas rocosas de su derecha. Suponía la aldea de Arcadio arriba, en aquellos sitios agrestes, entre pedregales y ¨xestas¨; por suerte mucho antes a 1/3 del borde de la ladera, ya encontraría Quintarela.
La casa, muy pequeña, de piedras anegradas y mohosas con dinteles extremadamente bajos apareció en el último recodo, después de la niebla, luego de pasar algunas similares y otras ruinosas del todo. Todas frías. Todas silenciosas. Solo tres de ellas parecían habitadas, las tres primeras que estaban agrupadas y que pasara mucho antes de la niebla. A su alrededor se veían cercados
—<< ¨vense cheos de galiñas e pitos ben mantidos¨>>, recordó el acongojado Felicio las descripciones de su colega montañez.
—Ehhh Manoloooo, —gritó.
Al quedar sin respuesta, se acercó y llamó a la única puerta en pie, que encontró entornada, de aquella casa solitaria.
<<¡¿Nada!?>>.
Llamó una y otra vez…
Decidió entrar.
Lo encontró.
Estaba… <<¿Sentado?¿Dormitando?>>, en un sofá viejo y anacrónico, rodeado de tres mesillas llenas de sobres y cartas cuidadosamenrte identificadas con notas y marcadores. Otros grupos de ellas, visiblemente mas y hasta muy antiguas, aparecían por doquier en hileras por todo el suelo de la habitación… Solo al acercarse, sorteando aquellos obstáculos y otros más, para hablarle, pudo ver que realmente lo que allí había era la ropa del señor Manolo sobre lo que debía ser su esqueleto.
Felicio no supo cómo hizo para salir de allí, solo que fué muy rápido. Sobrecogido y confundido, no fué capaz de hacer andar la moto, pero encontró fuerza para empujarla hasta la primera casa habitada.
—Holaaa, holaaa. —llamó a gritos.
Lo atendió una señora muy mayor, vestida de negro con una pañoleta floreada en la cabeza y calzada con botas de trabajo. Venía de la corte y caminaba recostandose a su ¨forquilla¨, a modo de ¨caxata¨.
Felicio, estaba muy impresionado y sintió alivio de encontrar a alguien. No obstante a no poder determinar si ella esbozaba una sonrisa, si expresaba extrañesa o miedo, como él.
—Mire usted, soy de la oficina de correos y he venido a traer la paga del señor Manolo, el cartero de Arcadio. El señor de la última casa, la que está después del recodo.
—¨¿A última casa?¨ —repitió ella después de un momento. —¨Ai ben… Esta é a última casa… ¨e logo só hay a ruína do castro celta: O Castro do Arcadeo.

CONCE JARA

CAN ARCADIO
Antes vivía con mi madre y mis catorce hermanos en una casa aislada de campo. Esta tenía una gran cantidad de terreno a su alrededor donde mi madre criaba gallinas, cerdos, conejos, y hasta cuidaba un huertecillo.
A veces, cuando entre nosotros se producía alguna diferencia, nuestra madre intercedía, y es que con tanto hijo de distinto carácter, algún palo que otro se dejaba escapar para amansar la trifulca.
Vivíamos humildemente, pero mi madre nos criaba como mejor podía y nunca dejó que nos faltara comida, agua, techo y lo principal, su cariño.
Un día llegó a la puerta de la granja un carro coronado con luces azules, del que se bajaron dos hombres vestidos de verde. Llamaron a la puerta y hablaron con nuestra madre y ella los dejó pasar.
¡Ah! Perdón. Por lo intrascendente del hecho, no he comentado antes que mi madre era de raza humana.
¡Total!, que los de verde patearon los terrenos, las cuadras, nuestras habitaciones, la casa. Después apareció otro carro bastante más grande que el primero, y mientras escuchábamos las súplicas y los gritos desgarradores de nuestra mama, para que no nos llevasen, los de verde nos metieron a mí y a todos mis hermanos en aquel vehículo plagado de jaulas, y al día siguiente desperté en un refugio para perros.
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Ya va para un año desde que aterricé en este pueblo y menos mal que lo hemos dejado en “Cadi”, porque un can llamado Arcadio es como a ese humano al que le tocan unos padres sin escrúpulos, y le dejan a su suerte en la puerta del cole con un nombre como “Marciano”, “Cojoncio” o “Iluminado.
Y es que ahora, entre el mundo perruno, son más comunes nombres como “Rocky”, “Leo”, “Max”, y que un perro de nombre Arcadio tiene todas las papeletas de ser víctima del matonismo cuando te sueltan en el parque, por mucho que los humanos de los coches de luces les regalen papeles a nuestros dueños porque no llevamos puesto el collar.
Mi vida a cambiado. Comparto casa con un humano. Una vivienda de una sola planta, con un jardín de entrada y otro enorme en la parte trasera, este último con piscina, y árboles frutales, donde me echo la siesta los días de mucho calor.
Cuando entro en casa, “mi humano” me lava las patas como si yo fuera un hombre musulmán. De allí voy directo a la cocina, salto a mi butaca y me lio a mordisquear mi cojín, hasta que el hombre me avisa de que ya está la comida.
Con mi madre comíamos todos juntos, y ella nos servía en el suelo huesos, trozos de frutas, restos de guisos, ¡ea! comida basura, pero “mi humano” me sirve unas bolitas untuosas que me recuerdan a la carne, y que al terminar mi cuenco me producen tal sopor que no tengo fuerzas ni para subirme al sillón, y hago ¡plof! en el suelo.
Luego están las visitas a les que les hace gracia si me rasco la oreja con la pata trasera, será porque a ellos les parecerá cosa harto difícil, y entonces me rascan la cabeza, y ¡que sigan, que sigan! Cuando me canso les lamo la mano, y sueltan eso de, «¡Que mono»! cuando yo soy un perro. Pero lo que más me disgusta es lo de la dichosa patita «¡Vamos, vamos! ¡Dale la patita!», y se la das, y no te esperes nada, solo que al rato que les des la otra, y así hacemos el tonto un rato, hasta que les repito el lametón en la mano y se quedan más que contentos.
Yo también tengo mis trucos, como cuando preparan barbacoa y por el olor se me hace la boca agua, entonces me pongo sobre las patas traseras, doy unos saltitos y siempre cae algún buen trozo de carne.
“Mi humano” me ha educado para que ladre a los desconocidos que merodean nuestra casa, pero también al vecino cotilla de la puerta de al lado, que se asoma a la puerta para ver quién entra y sale de nuestra morada.
Recuerdo mucho a mi madre y a mis hermanos, y la verdad que ya le tengo cierto cariño a “mi humano”, pero el que se lleva la palma es el “hombre cartero”. Al principio las cosas entre nosotros fueron difíciles. El “hombre cartero” llamaba a la puerta, y si mi dueño estaba ausente, abría la verja y se colaba en el jardín anterior paquete en mano. Por lo aprendido, yo trotaba desde la parte trasera de la casa para ahuyentarle. La primera vez le hice perder el equilibrio y cayó al suelo, mientras, yo le gruñía, pero apareció el vecino cotilla y no pude resistirme, así que pasé del repartidor y me fui a por él.
Ahora me arrepiento de las veces que le arranqué a mi “hombre cartero” un trozo de pantalón, un zapato, mientras le gruñía y le enseñaba los dientes… Hasta que un día el “hombre cartero” llamó al timbre y me esperó sin atravesar la verja, y desde allí me lanzó un palito de color gris. Lo cogí al vuelo y me dejó entretenido con el palo sabor a salmón, otro día trajo uno sabor a vaca, otro día a pollo… Desde entonces esperaba a mi cartero a su hora, éste me entregaba el palito y jugábamos un poco en la entrada, amenizando las horas de ausencia de “mi humano”.
Pero un día, “mi humano” no fue a trabajar. Pasó horas sentado frente a la pantalla del otro mundo, hablaba continuamente con su tableta, movía los dedos sobre la otra pantalla y le olía el sudor más fuerte, ha asustado. Aquello duró unos días hasta que una mañana se puso un bozal blanco, me ajustó la correa y salimos a pasear.
El pueblo estaba lleno de humanos con bozales paseando a mis congéneres, y no nos permitían acercarnos los unos a los otros, ¿o quizás eran ellos los que no querían juntarse? Por otro lado, “mi humano” me tenía reventado, ya que me sacaba de paseo unas cuatro o cinco veces al día, ¡con lo vago que era para eso del paseo!
Mientras, mi “hombre cartero”, que también se apuntó a la tontería del tapabocas, a veces venía mañana y tarde, y traía montones de paquetes, entre ellos, mis sacos de comida. Ya no jugábamos, se le veía triste, y yo le ladraba, hacía cabriolas para animarle, pero él soltaba de mala gana el palito y se alejaba. Así pasaron los días hasta que una mañana, a la hora del reparto, llamaron al timbre, pero no me dio olor a mi “hombre cartero”. Trote hasta la entrada, y vi a mi dueño recoger un paquete que le entregaba un mensajero que no era el mío. Aullé y gruñí con todas mis fuerzas «¿Dónde está mi hombre cartero? ¿Dónde? ¿Por qué vienes tu? ¿Quién me va a traer los paquetes de comida?» Al marcharse, mi humano me dio una buena reprimenda, se puso el bozal y nos fuimos de paseo, ¡otra vez! Le ladré a un can de mi calle por si sabía de nuestro cartero, y me contestó que otros perros le habían ladrado que aquella ausencia debía de tener que ver con el tapabocas.
Nunca más volví a ver a mi “hombre cartero”, y ya ni siquiera gruñía al nuevo, aunque no me diera nada. Poco a poco dejé de darle la bienvenida a “mi humano” cuando regresaba, no me apetecía que me rascara la cabeza, dejé de prestarle atención cuando me hablaba, aunque nunca tuve idea de lo que decía, y pasaba de aprender sus trucos, de sus premios, de sus caricias.
Creo que entre los humanos se había propagado una gran enfermedad, y yo la cogí… me enteré por otros perros que se llama “TRISTEZA”.

LOLY MORENO BARNES

Eran otros tiempos .
Una pareja de enamorados se despedían en el portal de la casa de ella .
Se habían conocido unas semanas antes en un baile del pueblo .
Ella quedó prendada de sus ojos azules y la dulzura de como la trataba.
El quizás de su pelo rizado hasta la cintura , sus ojos castaños o lo más seguro de su juventud puesto que él era diez años mayor cuando ella estrenaba en los diesiciete.
Se despedían una y otra vez pero no acababan de soltarse las manos .
Los arrumacos eran eternos.
—- Se me harán largos los días hasta que vuelvas, le decía ella.
(El novio era un forastero de la ciudad y no podía visitarla hasta pasada una semana puesto en lo mejor )
—- ¡Se me ocurre una idea!
( le dijo él)
Nos escribiremos cartas a diario contándonos todo lo que hagamos y pensemos en el día, como una especie de diario.
Ella asintió satisfecha con la solución para aliviar la distancia con las correspondencias .
Así cada día ella escribía y enviaba sus cartas y recibía las de su amado.
Durante un tiempo todo parecía perfecto.
Se veían cuando se podía y el resto de los días los sentimientos llegaban en palabras escritas.
Ella cada día estaba más ilusionada y enamorada soñando compartir toda su vida con su principe azul .
Tanto que no se dio cuenta que él había cambiado y ya la miraba diferente y comenzaba a distanciar en el tiempo su cartas .
Un día el cartero de Arcadio apareció en la vida de la joven entregándole en mano la carta más cruel que se podía imaginar.
“Arcadio era un monstruo de las desgracias”
Empezó a leer:
Lo siento mi niña, tú te mereces algo mejor que yo . No eres tú, soy yo que ya no siento lo mismo.
¡Olvídate de mi!
Dos lagrimas empezaron a rodar por sus ojos destrozando todos sus sueños.
Se juró a sí misma cerrar su corazón para siempre.
El tiempo pasó.Los dias, los años y poco a poco esa herida se curó aunque no pudo olvidar.
Tuvo otro amor , sus hijos, su familia como la soñó y se dejó querer pero nunca amó de igual forma.
Los tiempos cambiaron llegaron las redes sociales y con solo teclear su nombre un día volvió a saber de él .
Solo quería saber si había tenido una buena vida y le envió un mensaje.
Pasaron algunos días y él le respondió emocionado y pidiéndole y rogándole que le perdonara su cobardía de juventud.
Tarde entendió que la había amado siempre y no debió abandonarla.
Ella tardó unos días en responder y en ese tiempo el cartero de Arcadio, aquel monstruo cruel de las palabras le hizo llegar la última misiva sin darle tiempo a responderle:
“ Te perdonó”
Un amigo le escribía :
“Lamento comunicarle que su amigo ha fallecido”

 

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24 comentarios en «El cartero de Arcadio»

  1. Mis votos, (dejándome con ganas de votarlos esta semana, al menos a cuatro mas ¡Dios, que nivel!!) son:

    José Armando Barcelona
    Antonicus Efe
    Yolillana relatos
    Irene Adler

    Responder
  2. Buenas, siempre es difícil. Perdón a los demás.

    Irene Adler
    Luisa Valero
    Juan José Serrano Picadizo
    Manuela Camara

    Responder
  3. Compis creativos, TODOS merecéis el reconocimiento. Cada vez me cuesta más votar… ¡Gracias por tanto arte! Apapachos y flores.
    Voto por :
    Raquel López
    Jose Armando Barcelona
    Pedro Antonio López
    Carlos Rodriguez

    Responder

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