Intermitente – Miniconcurso de escritura

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «intermitente». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 26 de enero!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

CORONADO SMITH

Pataleta Jim, era un aprendiz de mecánico que trabajaba en el taller de su padre. Estaba esa mañana un poco atascado con la tapa del delco de un Lamborghini. Pataleta practicaba a veces la automoción poética cuando se le resistía y lo puso en práctica.
– «Más vale animal volátil en palma metacarpiana que cientos de sus congenitores en plena libertad surcando los espacios siderales» – declamó mientras forcejeaba con un tornillo.
-¿Quieres dejar de hacerte el Coronado Smith y trabajar? – le espetó Mr Patatín Patatán, su padre y dueño del taller a la vez – que tiene que estar listo para las 12 en punto que viene a recogerlo Mr Bla Bla Bla, que tiene la ITV a y media.
– Es que eso me ayuda padre cuando me atasco – contestó
– Pues a ver si esto te ayuda, “si tus palabras son gratas me congratulan, pero si son de mofa, burla o cualquier tipo de cachondeo, me veré obligado a establecer una relación entre tu árbol genealógico y mis necesidades fisiológicas” –
-¡Padreee, como madre te oigaaa!, ya está, ¿ve padre como me ayuda el declamar?
-Bueno pues ahora mira los niveles del radiador y del depósito del limpiaparabrisas, y recuerda que el radiador lleva Agua de Cabrales y el depósito del limpia lleva Agua Pompeya.
– Ya lo se padre, no soy tonto – contestó algo malhumorado.
-Pues la última vez le echaste al “Pooorrrsssch” de Mr Tikis Mikis Agua de Lamparón y casi nos denuncia, listillo -.
Después de un par de horas ya estaba casi listo el coche, cuando se presento Mr Bla Bla Bla.
– “A la pah e dioh, ¿está ya er bicho arreglao?”
-Solo le falta mirarle los intermitentes, por lo demás, todo listo. Si no le importa montarse y darle a los intermitentes, mientras Pataleta y yo los miramos.
– “Qacé coño, fartaría máh”
– Pues venga Pataleta ponte en la parte de atrás y comprueba si funcionan, yo me pongo en la de delante. Dele usted primero al de la izquierda.
Mr Bla Bla Bla arrancó el motor y movió la palanca del intermitente haca abajo.
-El de delante perfecto, ¿como está ese, Pataleta? – exclamó Patatín Patatán.
– Este va haber que cambiarlo, padre -.
-¿Y eso, no enciende?
– A ratos padre, a ratos, ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no –
-¡Pero a quien me has salido tú, dios mío! ¡Claro to el día en casa con el Pik-Pok ese… y encima la madre no le riñe nunca! Estamos condenados a la extinción…

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

El intermitente de la lavadora no deja de mostrar su intermitencias.
El tambor de la máquina da un giro desproporcionado.
La lavadora con su clics clics avisa que un objeto extraño le está llevando a una velocidad no recomendada. La familia cuando echa a faltar a la pequeña de la casa y no la encuentran, comienza la búsqueda abriendo las puertas de las estancias…
El intermitente de la lavadora sigue encendido…
E leído que este caso ha sucedido en París tengamos cuidado… Gracias.

RAQUEL LÓPEZ

….»El observatorio de la Alta Colina en Burgos, ha descubierto está mañana una luz roja intermitente que aparece y desaparece en un corto intervalo de tiempo. Los investigadores creen que se trata de un fenómeno natural sin descartar la opción de una inteligencia extraterrestre…»
-¡ Manolo, despierta!- dijo Eulalia.
– Que quieres mujer, me he pasado la noche con el taxi trabajando y tengo que descansar- dijo Manolo.
– Esto es muy importante, han dicho en la radio que vienen los marcianos.
Manolo dió un respingo de la cama y enseguida se vistió.
– ¿Pero donde vas alma cándida? – preguntó Eulalia.
– ¡ Nos tenemos que marchar que nos llevan pa’ marte – dijo Manolo asustado.
– Pues yo no me marcho de aquí sin que los vean mis propios ojos. Esta noche vamos al » descampao» y vigilamos- dijo Eulalia con rotundidad.
Al caer la noche, se fueron a ver las estrellas…
– Pues yo no veo nada Eulalia y llevamos dos horas.
– ¡ Chisssttssss, calla!
– Eulalia, con esto de los seres inteligentes y la noche estrellada…me están entrando unas ganas como de cogerte y…
– ¡ Dónde vas, bruto!..
En estas estaban cuando de repente una luz intermitente se vió en el cielo..
– ¡ Ya están aquí!- dijo Eulalia.
-¡ Maldita sea mi estampa!¡ No salgas del coche!- gritó Manolo.
– Yo lo siento Manolo pero yo me «apeo» no me lo quiero perder.
Los dos con los nervios a flor de piel, se quedaron ensimismados observando aquellas luces que se aproximaban cada vez más.
-¡ Vámonos Eulalia que nos han » captao».
Y se fueron a toda mecha.
-¡ Acelera, Manolo!…
Al día siguiente, en el bar, Manolo explicó la situación..
– Yo no tenía miedo, era la Eulalia, ya sabes cómo son las mujeres…
De repente, Eladio se echó a reír.
– ¿Y tú, de que te ríes?- preguntó Manolo.
– Pues de tí, anoche mi nieto salió a probar el dron ese que le regaló su padre. Y eso fue lo que visteis.
– ¿ Me estás diciendo que no eran los «inteligentes»? Ya se lo dije yo a la Eulalia, que el único inteligente que hay aquí soy yo…je je je.
Manolo al llegar a casa se lo contó a su mujer, cuando a los pocos minutos informaron en las noticias de la aparición de un ovni.
– ¿ Lo ves? y no te creían- le dijo la Eulalia.- Anda ves que han llamado a la puerta.
Al abrir, Manolo cayó fulminado y Eulalia al acercarse también.
-¥π∆¶£( traducción) ¡ Ay que ver estos terrícolas venimos en son de paz para ver si podemos enchufar el «platillo» que es eléctrico y se nos desmayan….

BENEDICTO PALACIOS

A Pina (de Agripina) le gustaba vestir a diario pantalones, y solo en verano se ponía falda y no todos los días sino de vez en cuando, a intermitencias. No era un propósito estudiado, porque sus éxitos entre los colegas para nada dependía de su manera de vestir, su atractivo no precisaba de esta peculiaridad, aunque lo tenía. Y en cuanto descubría que un compañero se interesaba por ella, le insinuaba que estaría dispuesta a entablar amistad si se lo pedía por carta. ¡Qué rareza! Pero esa era la condición.
Pronto se extendió entre conocidos esta extravagancia y sin embargo le llovieron cartas, la mayoría por entretenimiento pues ninguno de los plumistas deseaba dejar por escrito la singularidad de sus sentimientos. Le llegaban los martes y los jueves, como ella lo había establecido y todas procedían de la misma ciudad. Las catalogó en dos categorías: las bien escritas y la que contenían faltas de ortografía. Pocas de las bien escritas lograron interesarla, las otras menos, porque no halló mensajes persuasivos y faltaba en todas el componente de sorpresa, si bien consiguió su propósito de atrapar la atención.
El juego duró tres semanas, tiempo bastante para que a las citas acudiera el amor en cualquier modalidad, en verso, en prosa o con música añadida. Quemó las cartas un viernes y contempló cómo ardían las promesas. Pero sucedió que el lunes siguiente, cuando abrió el buzón para recoger una carta del banco, no halló una sino dos. Al cartero se le había olvidado poner la inesperada en el buzón el jueves anterior.
Decía así:
Querida Pina: disculpa por no seguir a la letra lo por ti determinado. No deseaba pasar inadvertido ni terminar en el montón de cartas que fueras a recibir. No creo en el amor que unas veces desafina e inflama y pocas, muy pocas encumbra, porque no hay tormentas e inmediatamente después calmas. Hay ritmos, a tiempo y a destiempo eso sí, también alternativos, bien al contrario de lo que yo busco, porque procuro que solamente con los objetos, no en mi vida, ocurra la alternancia. Mi padre se afeita un día sí y otro no y a buen seguro tú cambias de forma intermitente el lápiz de labios. Y como tú la mayoría de la gente.
Pero a mí me gustan los continuos y pese a que logran fastidiarme, también las interrupciones siempre que sean el suma y sigue sin excesivas estridencias. Este es el implícito deseo de mi carta. No llegar al tiempo que las demás, no ser una estéril cifra en la suma de sumandos, conseguir un aparte, crear separación, ser diferente.
La gente lo consigue cambiando cuando puede de coche por ejemplo. No es mi caso, a mí no me interesa. A mí me gustan sobremanera las estrellas porque, muertas y apagadas años luz, nos siguen todavía alumbrando. Y como ocurre con ellas, también a mí me gustaría que la amistad, el afecto e incluso el amor no fueran intermitentes.
Se lo he pedido al lucero que noche tras noche nunca deja se brillar.
También a ti te lo pide este ferviente y asiduo admirador.
Pina se pasó la mañana tratando de descubrir al autor de la firma ilegible y no lo consiguió.

FÉLIX MELÉNDEZ

INTERMITENTES.-
La noche está oscura, negra, solitaria.
Sólo se observan las estrellas brillar en el fondo de un cielo azul intenso, al lado, un precipitado barranco cae en la penumbra, la escarcha fría se desparrama entre la hierba y brilla en el suelo, como velo blanco tendido por todo el barranco abajo, el cántico del reflejo de la luz de la luna llena, parece ser el mar, donde se puede ver un redondel de plata, sobre la escarcha tibia y morena, descansa mirando a las estrellas.
Las luces de los intermitentes parpadean en un constante y cansino, sonido. » tak tak», «tak tak» Casi un chasquido, un reloj contando y cortando el tiempo, un juego inagotable, de colores ámbar naciendo sobre el negro oscuro más tupido, sobre la penumbra de un lugar perdido, que realza en el fondo, desde lo lejos se ve brillar el coche fuera de la carretera; puede apreciarse claramente el parpadeo incansable de todos los intermitentes, al mismo tiempo, parece una feria en el fondo de una carretera larga e intransitada, sobre la tétrica oscuridad de la noche; ningún ruido, ningún vehículo se acerca, es una vieja carretera solitaria perdida entre la sierra y la nada.
Un búho parece estar observando todo, desde la rama del gran árbol donde vive, que está muy cerca, ululando, con el eco de sus sonidos como si de una nota musical se tratara y llamara a los demás, con una llamada perdida, mirando fijamente hacia los matorrales de enfrente, con sus tremendos ojos grandes abiertos, donde parecen moverse las hojas, y suenan algunos extraños ruidos.
El coche es de Juan Rodríguez que venía de celebrar el veinticinco aniversario de casados con María Esmeralda Espada. Los dos enamorados habían bebido y disfrutado de una larga noche en compañía. Ella está reclinada sobre los asientos de atrás, un tanto mareada, y profundamente dormida, descansando. Soñando con un mundo de fantasía donde es la princesa por un día. Y él no podía, no podía ya más; no podía aguantar más, aguantar el apretón y la vomitona, por haber bebido sin razón ni conocimiento.
Y estaba en el matorral estercolando, exonerando todo lo que le sobraba, con los ojos vueltos y en plena crisis emesis. Esperando un poco que el viento y el aire lo espabilara; pero no podía con su cuerpo, temblaba, y apenas podía mantenerse recto, decidió sentarse en el coche parado y se quedó dormido sobre el volante, rendido completamente esperando la luz del día siguiente.

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

¿MANÍAS, DICES?
Yo tengo algo con lo intermitente, me produce grima, fobia, mal rollo; no solo el concepto, también la palabra en sí misma, con todos sus derivados. Es una manía, ya lo sé, de las muchas que tengo: qué quieres, soy un hipocondríaco emocional, lo reconozco, pero esta se lleva la palma: juega conmigo, aparece donde menos lo espero, me persigue hasta la obsesión, no encuentro la manera de sustraerme a ella.
La primera intermitencia del día me llega con el bip-bip-bip, del despertador, justo cuando estoy en lo mejor del sueño, ese momento blando, cálido, amigable, en que las sábanas están carantoñeras y se te pegan al cuerpo, retozonas, jugando a no dejarte salir de la cama.
—Churri, apaga eso, porfa —protesta ella, mi compañera, mi alter ego, la dulzura hecha persona, dándome un empujón con el culo, que casi me saca de la cama. La jodida entra a currar a las diez, por lo menos le queda una horita más de refocilo.
En el coche, camino del trabajo, pongo la radio: «hay tráfico denso, con paradas intermitentes en la Z40 a la altura de Montañana», anuncia el locutor; me la pela, no es mi ruta. Tengo que pegar un frenazo, porque el capullo de delante ha girado bruscamente a la derecha sin avisar; se ve que los tiene de adorno, los intermitentes, digo. Comienza a llover, muy poco, apenas unas gotas, pero lo suficiente como para que el limpiaparabrisas se ponga a funcionar, en modo intermitente, por supuesto. Veo un hueco para aparcar y marco la maniobra con antelación, pero en el panel de mandos me sale el siguiente mensaje: «INTERMITENTE DERECHO FUERA DE SERVICIO». Consigo meter el coche, entre bocinazos, recordatorios familiares e insultos groseros del personal. Llego a la oficina, saludo a la peña y ocupo mi sitio.
—Benítez, pasa a mi despacho, por favor— este es Alfonso, mi jefe, solo utiliza mi apellido cuando está de bajón y necesita un hombro que humedecer con sus lágrimas—. Anda cierra la puerta, que no nos oigan esos.
Es lo que tiene ser amigo del jefe, piensa que aguantarle sus neuras te va en el sueldo y este las tiene de todos los colores, es un agonías ciclotímico de manual, con ligeros toques periódicos de exagerado entusiasmo, trastorno de intermitencia emocional, dice su sicólogo que sufre; yo creo, simplemente, que va mal follado. Se enamora locamente cada vez que echa un kiki, no entiende el sexo sin compromiso y, claro, la mayoría de las veces, a ella el asunto, la pilla a contrapié; en el mejor de los casos aguanta unos días, porque le da cosa romperle el corazón, pero todo tiene un límite y termina mandándolo a paseo. Entre el bajón por la ruptura y el tiempo que tarda en volver a encontrar su alma gemela, pues eso, que anda casi siempre estresado, falto de sosiego y con la testosterona en rebeldía.
—¿Comemos juntos y te sigo contando? —se ha pasado la mañana dándome la chapa, como si no me conociera de sobra sus rutinas: tengo todo el curro por hacer, estoy hecho polvo y me duele la cabeza.
—¡Huy, lo siento, tío!, voy a casa de mi madre, que está pasando la pobre por un mal momento; si acaso otro día, ¿vale?
Es cierto, como con ella. Esa es otra. Desde que enviudó está como si le faltase algo, digo bien, «algo», no «alguien», que también, por supuesto. Pero lo que más siente haber perdido es su fuente argumental tertuliana, porque el foco del debate de las señoras, cuando se reúnen a media tarde, para compartir unos cafelitos y un trozo de tarta, es el grado de incompetencia, como animal de compañía, de sus respectivos maridos. Una viuda eso lo tiene complicado.
—Hijo mío, tengo que darte una sorpresa. De un tiempo a esta parte no soy yo, mi carácter se ha vuelto más difícil, intermitente —ya salió la palabra maldita, me temo lo peor—, pero algo ha cambiado en mi vida y vuelvo a ser feliz. Tengo un amigo.
Lo ves, ¿llevo o no llevo razón? Mi madre se aburre y en vez de apuntarse al IMSERSO, hacer un curso de macramé o comprarse un chihuahua, se echa novio, y conociéndola, lo mismo es un berzas, que podría ser mi hermano.
—Anda, Benito, entra, que te presento a mi hijo —canturrea mamá, a la vez que hace su aparición en escena un señor mayor, visiblemente nervioso.
Aparenta tener unos setenta años, eso es un alivio, viste bien, aseado, parece buena gente y a ella se la ve feliz. Carpe diem, me digo, piensa en el hoy, mañana será otro día. Vamos a comer.
Vuelvo a la oficina. Entro al despacho de Alfonso para interesarme por él. Lo encuentro despatarrado en el sillón, roncando como un ciervo en plena berrea; por la peste que hay en la habitación, ha estado ahogando sus penas en carajillos. Cierro la puerta con cuidado y me pongo a lo mío, que tengo tajo.
Llego a casa molido. Me derrumbo en el sofá, junto a Claudia, que tiene la misma cara de agotamiento que debo llevar yo.
—¿Qué vas a preparar para la cena, churri? —me pregunta sin fuerzas para abrir los ojos.
—No sé, cariño, déjame que lo piense —contesto mientras pillo el mando a distancia y conecto la tele. Un tipo señala un gran mapa del mundo, cubierto de isobaras, borrascas y anticiclones.
—«Cierzo en el valle del Ebro, con rachas fuertes, intermitentes, que alcanzarán lo 80 kilómetros por hora» —dice el pavo, a la vez que mi chica sale del trance, me arrebata el mando a distancia y se pone a zapear. Una intermitente, como no, sucesión de imágenes entrecortadas, tartamudas, casi estroboscópicas, se suceden en la pantalla.
—¡Cari, para en algún sitio, que me vas a volver loco! —protesto sin convicción.
—¡Si es que no echan nada! —contraataca ella.
—Mujer, por todos los canales que pasas ponen cosas, dale oportunidad a alguno.
—¡Anda, ve haciendo la cena, soso, que eres un soso!
Suena el móvil, es mi madre, lo cojo.
—¿Qué haces? —pregunta.
—Nada, aquí, viendo la tele —miento.
—¿Qué te ha parecido Benito? Majo, a que sí —se responde sin darme opción a nada—. Es buena persona, educado y muy atento. Aún no hemos hecho nada, no vayas a creer —ni se me había pasado por la cabeza, pero ahora, esa imagen no voy a poder borrarla en mucho tiempo—, pero no te preocupes, que ya es tarde para darte un hermanito; aunque nunca se sabe, porque tú naciste por culpa de un coitus interruptus, la marcha atrás, que no funcionó —me aclara, por si no tenía ya suficientemente machacada la moral.
—Muy bien, mamá, ya hablaremos, que estoy cansado y me voy a la cama.
Por si me faltaba algo, ahora me entero de que estoy en el mundo gracias a un desacople mal llevado, casi un malentendido, una intermitencia sexual. Para no echar gota. Me rindo, entrego la plaza, levanto el culo del sofá y dejo que mis pies me arrastren hasta la cama, mientras escucho, lejana, saliendo de una bruma pegajosa, como una intermitencia malsana, la voz de mi dulce compañera de viaje, interesándose por la causa de mi derrumbe sicológico.
—¡¿Churri, y la cena?!

MARI CARMEN MERFER

OTRA OPORTUNIDAD
¡Qué guapo estás! ¡Y qué orgullosa estoy de tí! —pensaba al mismo tiempo que te observaba, con los ojos vidriosos por la emoción y una sonrisa de esas que no te caben en la cara, de esas que te ensanchan el alma.
Te veía allí subido, en ese escenario engalanado para la ocasión. Leyendo el discurso que llevabas semanas preparando. Con tu toga, tu birrete y esa voz llena de seguridad, rebosando optimismo en cada palabra que pronunciabas.
Es entonces, en ese preciso instante, cuando me pregunto ¿Cómo ha pasado el tiempo tan deprisa? ¿En qué momento perdí de vista el niño dulce y cariñoso que eras?
Pero rápidamente caigo en la cuenta que no ha sido el tiempo el que ha volado. No ha sido él el que nos robó nuestra complicidad, el que nos privó de nuestros ratos de juegos y charlas. No fue él el que secuestró nuestras risas, nuestros abrazos, nuestros te quiero…
Y cierro los ojos. Los cierro un segundo, lo suficiente para que mis lágrimas se mezclen con el rímel de mis pestañas y resbalen por mis mejillas dibujando a su antojo.
La culpable eres tú —me susurró esa vocecita que vive en nuestro interior y que llamamos conciencia —Tu pisaste el acelerador de la vida. Tú marcaste el ritmo para que la aguja del cuenta kilómetros no bajase de cien; cambiaste sus ratos por más tiempo en el trabajo; interpusiste la casa a sus juegos e historias. Tú eras la k al llegar la noche estabas tan cansada que no dabas tregua a un cuento, un puzle o ni siquiera un abrazo, de esos que os dabais antes, de esos que olían a amor y derrochaban ternura.
Y por más que lo oías, no escuchabas. Y no paraste. No quisiste poner los cuatro intermitentes y dejar aparcado ese ritmo de vida a un lado para disfrutar de ese niño que crecía, para deleitarte con él, para complacerle y divertiros juntos… Pero aún no es tarde. Es verdad que el tiempo no se recupera, que no hay opción a volver atrás. Aún así hoy tienes la oportunidad de frenar, de vivir y hacer que vuestros días cuenten.
Escuché esa voz, aparqué a un lado mis ajetreados días para volver a la calma, para volver a vivir.

DAVID MERLÁN

Intermitente. Intermitente son las gotas que chocan contra el parabrisas mientras llueve. Intermitente es el vaivén del limpiaparabrisas que las elimina mientras conduzco. Intermitente es la esperanza de creer que he encontrado un aparcamiento. Intermitente es la lástima al darme cuenta de que, o bien no quepo o bien no se puede aparcar porque está prohibido. Intermitente es la breve sensación de haberlo conseguido, ya que, al bajarme, me doy cuenta que los charcos de la acera, son igual de intermitentes jugando conmigo a que los pise.
Muchos intermitentes y un solo cabreo. El de verme empapado y calado hasta los huesos por un coche que pasó a mi lado levantando una cortina de agua que me ha puesto pintando de la cabeza a los pies. Eso, en nada ha sido intermitente. Para mi desgracia, toda esta mojadura se va a quedar conmigo el resto de la lluviosa tarde hasta que decida secarse. En fin, paciencia.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Pedro se examina del carné de conducir, el práctico. Es la segunda vez, la primera suspendió por una falta grave por no mirar un espejo.
Vero(profesora).
Pedro hoy te examinas primero, templa los nervios que ya lo haces todo muy bien.
Pedro.
Vale, no te preocupes, me he tomado una tila antes de venir.
Mientras hablan llega la examinadora Claudia, la llamaban la sargento.
Claudia.
¡Buenos días!
Vamos a comenzar , incorpórese cuando pueda y métase por la autovía.
Tras casi una hora de examen y habiendo realizado todo correctamente…
Claudia.
Muy seguro estás. ¿Cómo sabías que el autobús iba hacia la izquierda si no ha puesto el intermitente?
Pedro.
He respetado el stop, el autobús es el que cojo todos los días, la línea uno.
Claudia.
Lo siento, tal vez la próxima vez.

LULA GARCÍA

Ahora sí. Estoy seguro o casi…pero las probabilidades de estarlo siempre van a rondar el cincuenta por ciento y no puedes preguntar por qué. Porque nací cuando nací, en un intervalo de días bajo el solsticio de verano, porque si un día pienso eso y otro día aquello no puedes quejarte. Porque ya dijeron que sólo los estúpidos no cambian de opinión y porque mañana puede que mi luz esté apagada. O puede que en cuestión de segundos, se vuelva a encender, porque ahora no, no pienso como ayer. Porque no existe ningún Géminis que no sea intermitente como no existe un día completo exactamente igual al otro. ¿Será que la constancia es extremadamente predecible y aburrida que hasta un Tauro quisiera ser gemelo por un momento en la vida y poder saltar de flor en flor y no pensar en el futuro? La imposibilidad es absoluta y la intermitencia entretenida, te hipnotiza mientras miras cómo surge y luego se desvanece, te mantiene expectante ante qué nuevo color verás ante tus ojos y no quieres que se apague, pero no es un faro, no te lleva a ningún puerto. Unos siguen esa luz como polillas, otros se marean y se van. Tienes alma intermitente y la mía echa raíces. Dime cómo sostenerte.


PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

UN OSCURO CASO POR RESOLVER
La luz azul y oscilante del coche de policía era todo cuanto alumbraba el callejón, en forma de ráfagas intermitentes y sincronizadas. Una señal luminosa cuya presencia nunca resultaba tranquilizadora.
Eran dos los agentes municipales que habían acudido a la llamada apresurada de Algimiro, el del cuarto derecha, vecino y portero de toda la vida del bloque colindante, alarmado por el estruendo monumental que había generado la caída de aquel enorme bulto negro de aspecto indefinido desde una altura igualmente indeterminada. El inesperado acontecimiento tenía lugar mientras el buen hombre echaba su pitillito de las tres, asomado al balcón, una de tantas insomnes madrugadas con las que le había obsequiado la jubilación.
Una vez todos abajo, resultaba curiosa la estampa de aquel trío esperpéntico formado por Algimiro, ataviado con su bata cruzada, pijama de franela y zapatillas reglamentarias, flanqueado por los dos brazos de la ley, un par de personajes cuando menos curiosos. El mayor, cuyo perfil esférico y rechoncho se recortaba sobre el callejón, gracias a la intermitencia azulada de las sirenas, era una persona que, a las puertas de acariciar su ansiada jubilación, ya mostraba signos de cansancio ante la vida. El segundo ejemplar que componía aquel dueto consistía en un chaval de mente distraída, un espárrago de metro noventa recién adquirido por el cuerpo policial, prácticamente sin estrenar y al que todo le venía grande en aquellos momentos. Aquel temblor descontrolado que sentía no se correspondía con nada de lo que le habían enseñado en la academia. Estaba, lo que técnicamente podríamos denominar, cagado vivo.
A las tres de la madrugada reinaba un silencio sepulcral. Ni un triste grillo, ni un gato, ni un mal borracho, ni un camión de la basura que echarse a la cara… No había indicio alguno que llevara a pensar que en el mugroso agujero rectangular en el que se encontraban hubiera sucedido absolutamente nada. Sin embargo, ¿quiénes eran ellos para dudar de la palabra de aquel honrado, aunque peculiar, ciudadano?
Lo cierto es que, por más miradas inquisidoras que se lanzaban entre los tres, nadie se atrevía a dar el primer paso. Algimiro, porque consideraba que aquella era misión para las fuerzas vivas de la ley y el orden. Y los dos miembros de la autoridad porque no se habían visto en otra. Finalmente, con más miedo que vergüenza, los tres se adentraron a una en el negro callejón, mientras apuntaban indiscriminadamente a todas partes con una famélica linterna hambrienta de pilas, la única fuente de luz que los aguerridos municipales habían encontrado en la guantera del coche.
Solo llevaban dos minutos de pesquisas cuando de repente, a sus espaldas, escucharon un leve quejido. Los tres giraron al mismo tiempo, como jueces de La Voz aporreando de un manotazo el botón rojo, para descubrir, sobre un montón de cartones, una boca repleta de dientes blancos resplandecientes, en hilera, como teclas de piano. De pronto, al enfocar con la linternita, dos grandes ojos se abrieron de par en par. Fue entonces cuando hallaron la pieza restante: el rostro que acompañaba a aquella dentadura de brillo nuclear y a aquel par de ojos saltones. Todos esos elementos pertenecían a un ciudadano de color… de color negro, como axila de cucaracha congoleña, el más oscuro de la gama, que les sonreía con una mezcla de alivio e incredulidad una vez que había conseguido recobrar el conocimiento. Tras requerirle la documentación, operación ésta que sí dominaban los agentes, finalmente descubrieron que se trataba de Ángel Ndongo, un súbdito de Guinea Ecuatorial, que esa noche, por lo que fuera, había descendido en caída libre desde el edificio más alto del callejón, en circunstancias que ahora tendría que explicar, dando milagrosamente con sus huesos sobre aquel acartonado salvavidas.
En pocos minutos, aquello se llenó de más lucecitas que convirtieron el callejón en una pura intermitencia. Las luces de la ambulancia, las de otra pareja de policías alertada por la central, la de una pareja más que estaba haciendo la ronda y se acercaron a olisquear, las de la Policía Nacional, las de la Guardia Civil, bomberos, Protección Civil y, por último, esta vez sí, las del camión de la basura, que ya estaba tardando en llegar esa noche. Todo ello para el disfrute de toda la vecindad que ya hacía rato que se encontraba apostada en sus respectivos balcones, a modo de palcos, mientras comentaban los acontecimientos y consumían algo de picar. A las tres y media aquello era una auténtica fiesta.
A falta de las alas, aquel caso podría haberse denominado “El Ángel caído”, Desde el cuarto piso, según averiguaron más tarde.

EFRAIN DÍAZ

Al verlo, supe que no sobreviviría.
Eran las diez de la noche y una oscuridad espesa y tenebrosa arropaba la barriada. Vivo en una comunidad rural, con calles tan estrechas que apenas caben dos vehículos que transiten en sentido contrario. Calles sin cunetas ni aceras. Calles sin iluminación ni tendido eléctrico. Vivo en una comunidad olvidada por el tiempo, olvidada por el gobierno y olvidada por Dios.
Me dirigía a la ciudad. A sus bares y barras. A sus discotecas y sus antros nocturnos, cuando de repente «pum», el vehículo del frente atropelló a un peatón. El transeúnte caminaba con toda la negligencia y despreocupación que siente quien no aprecia la vida, con toda la negligencia y despreocupación de quien no respeta al prójimo ni se respeta a sí mismo.
Escuché el golpe y vi salir por los aires el cuerpo. Ante el impacto el vehículo del frente se detuvo. En fracciones de segundos escuché un segundo golpe seco y contundente. El cuerpo había aterrizado en la carretera como aterriza una cuchara que cae de la mesa. Sin previsiones ni protecciones.
Ambos conductores bajamos de nuestros vehículos. Otro auto que venía en sentido contrario, al toparse con la dantesca escena, también se detuvo. Me acerqué al cuerpo. Estaba cubierto de sangre. Temblaba fuertemente, como quien padece un episodio de epilepsia. Temblores rígidos e intermitentes. Temblaba como si tuviese placas tectónicas inquietas y activas. Son esas intermitencias de la muerte lo que le permitían unos segundos de calma para luego temblar nuevamente. Son los síntomas y los signos de quien agoniza. De quien está en plena faena de despedida ante una muerte violenta. Entre sollozos, el conductor que lo atropelló lloraba y se justificaba. Tomé mi móvil y marqué el 911, el número de emergencia. Le expliqué la situación a la operadora y le di la dirección. Me indicó que despacharía una patrulla de policía y una ambulancia inmediatamente. Inmediatamente. Reí para mis adentros. En mi país el gobierno no tiene el más mínimo sentido de lo que es la inmediatez. Allí estaríamos unas dos horas en lo que llega la ambulancia y la policía. Pensé pedir una pizza. Esa de seguro llegaría en unos veinte minutos, pues la jornada sería larga, pero la situación no estaba para cinismos.
Al cabo de unos veinte minutos, los mismos que hubiese tardado una pizza, sin el más mínimo asomo de la policía o la ambulancia y luego de varias intermitencias de temblores y calma, el transeúnte murió. Ya había dejado de temblar. Ya estaba quieto, tranquilo.
Al cabo de una hora llegó la policía junto con la ambulancia. Sus vehículos sonaban las sirenas a todo volumen, disimulando una urgencia que nunca tuvieron. Sus intermitentes luces, rojas y azules nos cegaron. Esta fue la segunda intermitencia de la noche, pensé, para luego preguntarme cuál sería la tercera, si alguna.
Luego de las entrevistas y las preguntas de rigor, luego de un par de horas de preguntas repetitivas y hasta tontas, me fui del lugar. Volví a mi casa. Ya no tenía ánimos de ir a la ciudad, ni a sus bares ni a sus barras. Ni a sus discotecas ni a sus antros nocturnos. Llegué a mi casa, me serví un whisky que tomé a nombre del muerto y me fui a la cama.
Al día siguiente me levanté como de costumbre. Amodorrado y entumecido. Me preparé un café mientras veía las noticias en el televisor. Una periodista reportaba un fuego en la discoteca a la que pensaba ir. Hubo treinta y dos muertos. La muerte y sus intermitencias me habían salvado esa noche. Miré al techo y agradecí al mismo Dios que se había olvidado de mi comunidad.

IRENE ADLER

INTERMITTENS
A intervalos, como una onda de radio que viaja en el espacio durante años o como la luz de una estrella muerta: Altair, por ejemplo. Galaxias enteras que nacen y mueren haciendo ruido.
A intervalos.
Luces de gálibo destellantes o alucinadas; palabras como linternas sordas; mi nombre pronunciado a voces en medio de una espesa, aterradora oscuridad.
En esta vida, todo es intermitente o está en itinerancia. Los hombres y las balas; el amor y las mentiras; el eco de su voz en mi garganta.
Le indujeron un coma para aliviar la presión de su cerebro. Encefalitis provocada por una bacteria, dijeron. Daño cerebral masivo. Si despierta, lo hará con secuelas, una sombra de sí mismo. Quizá no hable. Quizá nunca recupere la motricidad del lado izquierdo. Si despierta…
Tardó mucho en despertarse. Según ellos, demasiado. Las noticias y los partes médicos llegaban a intervalos. Nunca optimistas. Nunca benévolos.
Esperar al otro lado del mundo, era cómo esperar esa luz remota procedente de una estrella muerta, la fragilidad itinerante de una esperanza que parpadea desde muy lejos, a intervalos. Como un faro atravesando la noche. Su luz intermitente como una cuchillada. Mi nombre pronunciado en morse y sin consecuencias. Mi nombre en medio del ruido, la oscuridad, el oleaje, tatuado sobre la franja de luz intermitente.
Mi nombre.
No yo.
Cuando despertó, sin cicatrices ni secuelas, nadie dio una explicación. Lo primero que hizo, fue pedir su teléfono móvil.
Yo estaba al otro lado del mundo. A los pies de su cama.
Yo. No mi nombre.
«Dicen que mientras dormía, no dejaba de llamarte», dijo.
Reconocía su voz en la exquisita disposición de las palabras, en los tempos, era como tenerlo contra mi hombro y oírlo respirar. La cadencia elegante de su despreocupación. Su risa de hiena, siempre a destiempo. El modo furioso en que citaba a Foucault, a Sartre, o a Plotino. Le gustaban por igual las flores que el peligro.
Luego lloramos los dos.
Él a salvo en su mentira.
Yo a este lado del mundo.
Sin él.
A intervalos, vuelvo a oír su voz contra mi oído. Su risa de hiena. Su peligrosa despreocupación. Leo a Coleridge y pronuncio su nombre muy bajito.
De Takezo…
Para Irene…
¿El durazno sigue en flor?

RASPUTINA PÉREZ

-Tengo que llegar…tengo que llegar…se repetìa como un mantra.
Frena, acelera,frena,acelera.. una constante intermitente que llevaba sufriendo una hora…¡mierda!¡una maldita hora! Y no sabia si podría llegar a tiempo,todo dependía de que llegara,¿y si no llegaba?…
-¿Pero qu….?¡imbecil!¡¿donde te sacaste el carnet de conducir?!¡¿es que no sabes donde está el puñetero intermitente!?. Toda una retahila de improperios salió de su boca, ya no podía más, debía llegar. Vió una salida, cruzó sin acordarse de aquello que acaba de recriminar a su compañero de carretera, se olvidó de señalizar, se olvidó del intermitente y un coche salió de la nada, o al menos así lo creyó durante el segundo que duró todo, ¿o fueron cinco? Quién sabe…él desde luego no,ya que su cuerpo yace sin vida en el asfalto y jamàs llegó

ANNAMARIA TOMMASETTI

La descomposición del cuerpo ya tenía varias semanas, su piel estaba ajada y había perdido el color natural para convertirse en un color gris titanio, el pueblo no podía contener el horror de lo que se estaban viviendo, un muerto en aquella ciudad!!
Quien era ese? _ se preguntaban.
Se decía , que tras ahorcarse con aquella cuerda que amarraba la vela que sujetaba el portón al lado del muelle, daba el mensaje a todos sobre la epidemia que había llegado provocando la moda de los suicidios.
Las calles estaban vacías, solo se divisaba intermitente la luz amarillenta del faro a penas perceptible por el polvo de la ventisca de la semana dando así un aire tétrico al pueblo.
El sheriff miraba el papel, las últimas palabras escritas por aquel hombre desconocido, yacían garabateadas con una tinta desgastada, lo agarraba con una pinza de laboratorio, buscando encontrar huellas, pero también con el terror de que el virus estuviera entre aquellas líneas.
Con tensa calma miraba de reojo la botellita azul con el supuesto antídoto que había sido enviado con el único sobreviviente un niño ciego, sordo y mudo del pueblo vecino, este estaba sentado en una silla al otro lado de la oficina con una sonrisa que irónicamente parecía un cuadro de Caravaggio de la época barroca, que solo verlo daban ganas de correr.
El sheriff trataba de descifrar las frases de aquel papel mientras se preguntaba que había ocurrido, que era ese liquido azul, pero sobre todo lo que mas le intrigaba era que justo el único que podía decir algo era aquel niño sentado que con solo verlo le producía un escalofrío por la espalda.
Ya sabia que el muerto en cuestión era un nómada que tras escapar de su horda se oculto en el pueblo, cuando de súbito palideció ante lo que había descubierto, con sus manos temblorosas doblo la carta paso seguido sin dejar de quitar la mirada al niño, agarro la botellita azul, la carta la coloco en una caja de madera que deposito luego en la caja fuerte, acto seguido escondió la llave dentro de su zapato, justo en el momento que bajo la cabeza un golpe seco, le produjo la muerte.
Al día siguiente el pueblo se sumió al delirio de encontrarse otro suicidio esta vez el shérif, en su escritorio una hoja, una botellita con un liquido azul, el niño del pueblo vecino y aquel faro intermitente de luz amarillenta presagió de suicidios.

EDUARDO VALENZUELA JARA

Otra vez estoy de pie frente al wáter, con la bragueta abierta, sufriendo esta molestia desesperante. Me esfuerzo para que salga el primer chorrito de orina. Es difícil, arde como los mil demonios, pero lo logro y, con satisfacción, lo escucho salpicar en el agua. Exhalo un suspiro, aliviado. Luego, respiro hondo, trato de mantener el flujo, pero contra toda mi voluntad se debilita, se hace intermitente y termino, una vez más, cabreado, meándome los zapatos.
El doctor me ha dicho que estoy en fase terminal, que mi próstata parece una pelota de golf y que la metástasis ya me ha invadido por completo. Me pregunta por mi familia y le digo que no tengo. ¿Qué más le puedo decir, si estoy solo en la vida? Si nadie me soporta por mucho tiempo (ni siquiera yo mismo), ni yo soporto a nadie. Si todos mis intentos por emparejarme fracasaron, porque sí ¡soy un puto y jodido cabrón!
Mientras lanzo puteadas, seco la orina del piso y de mis zapatos. Por un minuto lo pienso y no sé si reír o llorar ante las ironías de la vida, porque veo que mi ánimo, mis relaciones, mis meados y mi vida entera… han sido intermitentes.

BEGO RIVERA

Ciclotimia
Querido diario:
Día 1
Duele.
Comienza un nuevo año.
No aguanto el dolor.
Y encima con el virus maldito.
Anímicamente tampoco me siento bien.
Veo todo negro.
Día 2
Duele.
He salido de compras para los Reyes.
He comido con mis amigos. Genial!
Un buen día.
Día 3
Duele.
Hoy no me encuentro bien.
No he querido ver ni hablar con nadie.
El dolor me nubla la mente.
Día 4
Duele.
He estado escribiendo. Me siento bien cuando escribo, estoy en un mundo paralelo.
He tenido visita, ha estado genial. Un buen día.
Día 5
Duele.
El dolor es para siempre, me dicen que tengo que aprender a vivir con él. ¡Que asco!.
A ver si acaba ya la Navidad, no lo aguanto.
He ganado un diploma en un grupo de escritura.
No lo he disfrutado como otras veces; ¡si solo pudiera estar un rato sin sentir dolor!
Día 6
Duele.
¡Día de Reyes!
He pasado un buen día. Nos hemos juntado toda la familia y los Reyes se han portado genial.
Día 7
Duele.
No sé que hacer… Negro.
Todo es negro.
Día 8
Duele.
Hemos salido todos a comer. Entretenido.
Un Domingo excelente.
Día 9
Duele.
Me dicen que soy muy negativa… ¡ Que se pongan en mi lugar!
Que padezco ciclotimia, puede ser.
Anoche no dormí, otra noche más.
¡Que asco!
Día 10
Duele.
He estado leyendo y escribiendo. Se me ha pasado el día volando.
El dolor queda en segundo plano.
Un buen día.
Día 11
Duele.
Esto no tiene solución.
¿Qué te voy a contar?
Querido diario aquí me despido.
Dejo el final abierto.

NEUS SINTES

Las sombras de la noche ocultaban el automóvil que se escondía detrás de unos apartamentos. Discreto, de color oscuro y silencioso. Estaba esperando el momento para hacerse ver. Sus cristales tuneados de negro, no dejaban ver quien se ocultaba dentro del vehículo.
Se podía percibir la respiración del conductor, ansioso e impaciente. Parecía saber a quien estaba esperando. Por la zona en que se encontraba, tendría que conocer a a la persona en cuestión, cerca de los bloques del edificio debía de residir.
Unas risas se oyeron a lo lejos. Provenían de la esquina cercana a donde el vehículo esperaba.
—Siempre me haces sonreír —eso me gusta de ti. le susurró una voz femenina a su pareja.
—Me gusta verte feliz, Teresa.
—¡Si pudiera escapar contigo lo haría ahora mismo! —suspiro mirando a su amado con nostalgia.
—Teresa, no lo pienses más. ¡Para qué estar con un hombre que no te desea! —exclamó.
—¡Te amo Vicente!
Mientras Teresa se despedía de Vicente. Con quien deseaba marchar desde hace tiempo. Aunque el miedo la paralizaba y siempre terminaba por retroceder, sabiendo que su marido, un hombre celoso por naturaleza, podría estar observándola. Siempre con ese miedo en el pecho que no la dejaba vivir tranquila. Con ese temor que era presa hasta que Vicente se cruzó en su vida y sus sentimientos fueron mutuos. Lo que empezó como una amistad, terminó en romance. Ambos se querían.
Cuando Vicente se había alejado lo suficiente unos faros de un coche negro, se encendieron, como dos ojos llenos de ira. Vicente oyó a Teresa chillar y fue corriendo a su auxilio. Teresa se encontraba al borde del pánico al ver a su marido, que se disponía a atropellar a Vicente.
—¡Apártate, Vicente! —chillo Teresa, despertando al vecindario.
Uno de los vecinos llegó a tiempo a llamar a la policía antes de el marido de Teresa, huyera. Por otro lado, Vicente sufrió un lesión en la pierna. La policía pudo llegar a tiempo. Detuvo al conductor y este estuvo con una orden judicial, en la que debía permanecer alejado de su esposa, ahora ex-esposa.
Teresa fue la que se alejó de todo lo que le había rodeado durante toda su vida. Solo estaba presente en la vida de Vicente. Ambos, no volvieron a a separarse nunca más.

FEDERICO ANDREOLI

Tic tac, tic tac, sonaba el reloj en la vieja caja de madera.
El silencio que contrastaba era muy visible para mí, lo era tanto
como el intermitente tic tac, tic tac.
Oí como mi respiración llevaba su ritmo, oí a Clara hablar en sueños ,aunque no pude escuchar que estaba diciendo.
Este viejo hotel se presentó como la única opción, recorrimos toda la ciudad, estaba todo ocupado.
Parecía de otro tiempo, un tono lúgubre, amarronado de tanta madera, lámparas antiguas daban una luz de tono amarillento, casi una sombra.
Al atendernos, el conserje, me dio una impresión de desconfianza.
Se notaba en su actitud algo diferente, algo que se aparentaba al tono lúgubre del lugar.
Un viejo reloj, incrustado en una caja de madera, adornada con dibujos calados ,hizo que su intermitente tic tac, tic tac, quede asociado a toda esa imagen que percibí al entrar al hotel.
Son las dos de la mañana, y el tic tac, tic tac del reloj resuena en mi mente.
Todo me contrae, todo me tensa, ¡¡¡si pudiera para ese reloj!!!.
Salgo de la habitación, decidido a hacerlo, me acerco a él.
Al costado el hogar tiene algo de fuego aun, y deja ver con su tenue luz los sillones que lo enfrentan.
Veo el reloj y me aproximo para intentar frenarlo, mis ojos se acostumbran y dejan ver algo más, en uno de los sillones, está sentado el conserje, y me pregunta si puede ayudarme en algo.
Un gran miedo me sorprende, mi primera reacción fue preguntarle si podía parar ese maldito reloj.
Se levantó despacio, me miro a los ojos, vi que en un costado del sillón descansaba apoyada una pala, se veía algo de tierra en el piso.
Abrió la caja de madera, sentí como se cerraba, sentí la tierra, pero ya no escuche el intermitente tic tac, tic..

EL FARO

“Llovía.
Intermitente. La lluvia no siempre moja de la misma manera.
En la casa de Albariños yo tenía seis años y paz de bicho curioso.
Era el departamento final de un ph, la casa de la infancia; moderno, con una entrada blanca..recuerdo su puerta, quién sabe porque, algunos destellos son raros.
Al abrir, te encontrabas con un salón grande con dos aberturas, una iba hacia la cocina; y la otra a un pasillo donde estaba el baño. Dos pasos más los dormitorios. Tal vez debería saber dibujar para poder detallarlo.
Como una L magnificada.
Las puertas eran gigantes, para mí.
Todas casi alineadas y abiertas para un mismo paisaje; para el gozo y placer de mis ojos. Ahí estaba lo que yo más amaba..el patio.
El patio era el país donde yo vivía. Lo demás eran cosas sin sentido que rodeaban..y yo, vine al mundo, enfocando lo importante.
Ese patio gigante con macetas, mi banquito verde de madera y la higuera del vecino asomando por la medianera. Caían de maduros los higos, y se ponían violeta las baldosas viejas. Y ahí a pesar de los diferentes cielos; llegaban pájaros a picar la fruta.
Llovía por turnos.
Fui una niña de intervalos; allí quedaba pausada en la gota, esa que cesaba y volvía.
Comprendí que puede terminar el agua de mojar el patio.. y luego seca.. y así se manifiesta la sucesión de la pena y de la risa.
Era mi bosque.
El de los cuentos
Hoy se siente limpio, hay tardes que se siente muy húmedo..y es allá lejos, donde empezaba mi vida, cuando aprendí.
Donde miraba llover; quieta.
Sorda a toda cosa.
Así llovía en mi infancia.
Hoy llueve parecido..
nunca más llovió igual.”

ROSA ROSANA

Llueve sobre mojado,
borrando el rastro que van dejando.
¡Aceleran tanto!
¡Qué las llantas van quemando!
Huelen…
Son fáciles de ver, se apagan y se encienden
Se frenan… No son coches de carreras
Son tiovivos, dando vueltas
¡Pero qué pocas luces tienen!
No les dura la carga en las redes
Se encienden y se apagan,
y vuelven a encenderse.
¡Parecen intermitentes!
Guadianas. Ríos son,
que aparecen y desaparecen.
¡Pobres! ¡Están cansados!
¡Cuánto esfuerzo lanzando redes!
Esperando que un pececillo,
con su luz se ciegue.
¿Pescarán peces con artes que no tienen?
¡Qué agonía! ¡Qué espanto!
Pensar…
En tener que encenderse tanto,
tanto como se van apagando.
¡Son intermitentes!
¡Ay… Si supieran!
Que a los pececillos les gustan las sirenas,
esas que alumbran, que siempre suenan.
Pocas luces en estas redes,

MARY CORREA

La carretera. La intermitente luz de una ambulancia,en esa noche fria, llamo mi atención.
Algunos autos se habían detenido al borde de la carretera, me fui acercando muy despacio, no sé en qué momento baje de mi auto. Un automóvil había volcado según lo que podía escuchar, -el conductor se habría quedado dormido- murmuraban las personas que estaba ahí. Recordé que antes de llegar hasta ese lugar, yo también me había dormido por unos segundos detrás del volante de mi automóvil. Seguí abriéndome paso entre la gente, quería saber si conocía al pobre infeliz tirado en la carretera. Los paramédicos le estaban practicando rcp, así que no podía verle el rostro. Habían pasado unos cuánto minutos, cuando el paramédico miro a su compañero y hizo con la cabeza un gesto negativo, el hombre, por un descuido de segundos había perdido la vida. Pensé en mi familia, en mi princesita que me estaba esperando en casa. La curiosidad me llevo a acercarme un poco más y mirar por sobre el hombro del profesional que estaba atendiendo al hombre en el piso. No pude salir de mi asombro, al verme tirado en el frío asfaltó, me sentí horrorizado, empeze a gritarle al médico y a las personas que estaban ahí -estoy aquí, estoy vivo, ese no soy yo- pero nadie me escuchaba. Alguien se dirigió hacía mi atravesando mi cuerpo, no me había visto, era invisible para los demás. Fue en ese momento que entendí que quién estaba tirado muerto en esa carretera era yo, los paramédicos subieron mi cuerpo inerte al vehículo alejándose de lugar, lo único que podía distinguir eran las intermitentes luces de la ambulancia perdiéndose en la obscuridad de la noche.

ALMUT KREUSCH HOFFMANN

Salió de su vida. Ya no le quedaron lágrimas cuando le abrazó por última vez, sí, esta vez era la definitiva y sin darse la vuelta al cruzar la puerta por miedo de claudicar ante a la imagen que tan bien conocía. Desesperación y angustia.
Tiró las llaves de casa en el buzón, el móvil a la papelera más próxima y paró un taxi que la llevó al aeropuerto. Destino: «Desconocido».
Cinco años de rupturas y reconciliaciones con promesas nunca cumplidas.
No quería darles otra oportunidad. No quería negociar un nuevo intento que tarde o temprano estaría marcado por la baja tolerancia, la frustración y las exigencias absurdas e irracionales.
Los comienzos nuevos siempre fueron como los fuegos artificiales en Nochebuena, intensos, mágicos, llenos de brillo y de mil colores. Borrón y cuenta nueva. Pero a mil intentos siguieron mil decepciones.
Ante tanto desgaste emocional e inseguridad por no entender la razón de su tormentosa, torturada y triste relación, y a pesar de confesarse su mutua atracción con alivio ante cada reconciliación, él aceptó a regañadientes consultar a un psicólogo.
Las conclusiones no fueron las que habían imaginado: Temor a la dependencia emocional, a la soledad y al compromiso.
Ella finalmente tomó la determinación que acabaría con su relación para siempre; no quería negociar nuevos intentos, no quería promesas ni compromisos que nunca se cumplían, no quería más sufrimiento tras cada ruptura.
Por fin poder liberarse de los antidepresivos y alejar la ansiedad de su interior.
Su nueva oportunidad la sonreía y acabaría para siempre con esta relación intermitente.

MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ

Galicia. Finales de julio. La aldea era puro bullicio: Mujeres yendo al horno con sus cestas en la cabeza cargadas de empanadas, roscones y otros manjares que no cabían en el horno casero; jóvenes y adolescentes preparando sus mejores galas a lucir esos días; el ”vicario” de ese año, persona encargada de organizar la fiesta dando los últimos toques y retoques a todo lo que había de hacerse y cumplirse y por supuesto, las anfitrionas de las casas preparando la comida para el día siguiente en que tirarían la casa por la ventana. Y, por supuesto, a partir de las ocho de la tarde, allí aún día, ya se escucharían los primeros cohetes y el repicar alegremente de las campanas de la parroquia ¿Motivo? La Fiesta Mayor.
En casa de mis abuelos el bullicio era inmenso ya que se trataba de reunir a hijos, nietos, bisnietos, cuñados, amigos y ¡hasta el Seño Cura!
Por tanto ya desde media tarde, mi abuela rodeada de no sé cuántas ayudantas iba de arriba debajo de la enorme cocina llena a rebosar de platos, tenedores, cuchillos, sartenes, ollas y demás instrumentos culinarios.
Los niños, ajenos al tejemaneje de lo que pasaba en el interior de la mansión, y volvíamos alegremente de la playa nos extrañamos casi alarmados al escuchar unos inmensos gritos que parecían proceder de la cocina entre los que sobresalía con gran estridencia la palabra ¡FUERAAAA!
Cautelosamente subimos a inspeccionar. Conforme nos acercábamos los decibelios se incrementaban en forma exponencial así que, entreabriendo la puerta miramos qué sucedía. Y vimos lo siguiente:
Concha, la cocinera de la abuela “de toda la vida” buenísima persona pero a la que nadie ganaba en mal genio, chillaba cual energúmena en dirección a la escalera que bajaba al sótano.
Y lo hacía de manera intermitente con una frecuencia de más o menos medio minuto.
-¿Qué pasará?-nos preguntamos.
-Vamos a verlo- dijo Pepe.
-Ni hablar-respondió Tere- que Concha nos mata.
Y tras unos segundos de discusión, no más, que la impaciencia era grande, me decidí a entrar haciendo ver que iba a beber agua.
Y, efectivamente, al abrir la puerta vi al Aníbal, maravilloso e inteligente pastor alemán del abuelo, parado en el último peldaño de la escalera que va al sótano con cara de querer explicar alguna incidencia mientras Concha, sola en la cocina chillaba:
-¡FUERAAAA!
Entré con parsimonia y ella al veme chilló despavorida:
-¡Llévate a este perro de aquíííí!
Aníbal, por supuesto, ante los chillidos se había marchado apareciendo al medio minuto y quedándose parado en el último peldaño como la vez anterior.
Entonces, con calma me acerqué preguntándole:
-¿Qué te pasa?
Él, inteligente como todos los de su especie me dijo con la mirada:
-Ven, baja.
Le seguí escalera abajo hasta llegar al sótano.
Como es de suponer, el sótano estaba casi bajo tierra y por tanto oscuro. Aníbal me animó a seguirle y me colocó ante uno de los múltiples estantes señalándolo con el hocico pero, en la oscuridad solo pude intuir que estaba lleno a rebosar de patatas.
-¿Qué quieres?- Le dije. Él hizo ademán de que me acercase más a la vez que apoyaba sobre el estante sus patas delanteras. Efectivamente, allí había algo extraño. Era como un bulto irregular y oscuro que creí un saco, extrañándome que el perro me indicase tal cosa. Así que, para ver de qué se trataba, encendí la luz.
Y entonces, ¡entonces entendí el porqué de lo sucedido!
Refugiado entre las montañas de patatas y temblando como una hoja en día de huracán, estaba León, enorme mastín negro compañero de Aníbal, tan buenazo como tontorrón buscando la protección contra el ruido de los cohetes entre las patatas.

MANUELA CÁMARA

TORMENTA INTERMITENTE
Estás ahí sentada en el sofá. Un alma de marfil abrigada en un cuerpo de carne rosa y huesos, a través de los cuales eres capaz de aprehender la existencia, el amor y la muerte. La vida es un poema con buenas estrofas y con la métrica cortada. Sientes cómo los coches se deslizan en la calle sobre el asfalto mojado. Ráfagas de lluvia contra la fachada. Los relámpagos llenan de luz la habitación. Los truenos te hacen sentir frío en los pies y se retuercen las manos involuntarias. Pero tú, la que siente la soledad como el pico de un águila devorando a picotazos el alma, tú, no cierres la ventana.
Deja que entre el agua llenando de gotas las cortinas.
Deja que los visillos se levanten protestando contra el silencio impulsados por el viento de los siglos. Ya nadie altera el orden de las figuras de cristal sobre la mesa. Nadie desordena los cojines del sofá. Nadie llenará de huellas de barro el mármol del suelo presente. Las fotografías te miran inmutables desde la distancia del ayer.
Deja que el viento silbe entrando por debajo de la puerta y no interpretes el aullido. Deja que las hojas secas del rosal se arremolinen con la lluvia sobre el sumidero del patio, que todo se deshaga y vuelva a empezar de nuevo.
Deja que tu corazón brame hasta sentir latidos en los oídos. Y cuando ya no puedas soportarlo más, recógelo todo con tus manos de plata, y vacíalo sobre un papel. Y aun así, sosteniendo el peso del destino, tendrás que enfrentarte a la intermitencia del arte, a los golpes de lluvia, a esta patria de pájaros vacía. Rozarás la creación, que a veces es una pequeña flor cuyos pétalos son capaces de moldearse con las yemas de los dedos, pero otras, las aristas de una montaña escarpada. Tendrás que afrontar lo que se ha pedido, lo que no hay llegado, momentos inevitables de desesperación, tan fuerte e intangible, tan incorpóreo fantasma de ti misma como presente, que dudarás si quieres que esta tormenta pase (porque mejor el dolor que el vacío) y no sabrás cómo hablarte, ni cómo atenderte. ¡Oh venerable dios del caos, imposible esquivar el tridente de los planetas sobre la cabeza!
Abre la puerta a todo ese amor amordazado que llevas dentro y deja que se exprese como el aria del viento en la tarde.
Escucha el sonido de las canales cayendo y confía en el poder de las lágrimas.
Estás total e irremediablemente sola en el universo. Tu valor (si es que lo tienes), tu interior y tus secretos, jamás los conocerá nadie.

YOLILLANA RELATOS

ALCOHOLISMO INTERMITENTE.-
Desde que Alberto dejó de asistir a las reuniones de Alcohólicos anónimos apenas salía de casa.
Sólo si se había acabado el alcohol.
Tras su última recaída la culpa y la vergüenza que sintió después de la resaca, le dejaron bloqueado y encerrado en sí mismo.
No cogía las llamadas de teléfono de su padrino, ni abría la puerta cuando sonaba el timbre por si era él.
Su mujer se marchó de casa el mismo día que llegó borracho tras la última recaída.
No le extrañó despertarse y ver que ni ella ni sus cosas estaban en casa.
Bastante había aguantado.
Hacía seis años que había perdido el trabajo y, con él, el control de su vida.
Los primeros meses fueron llevaderos. Después de casi veinte años trabajando en la misma empresa, un tiempo de vacaciones forzosas no le hacen mal a nadie.
Pero conforme pasaban el tiempo, las entrevistas de trabajo y las negativas, iba perdiendo la esperanza de volver al mercado laboral, y con ella llegaron la apatía, la desesperación y el abandono de sí mismo.
Todas las mañanas cuando su mujer se iba a trabajar la acompañaba al coche, y cuando la perdía de vista después de la primera curva, se metía en el Bar de Paco y no salía hasta la hora de comer.
Al principio era un café, luego otro y alguna vez una cerveza.
Poco a poco los cafés se convirtieron en carajillos, las cervezas pasaron a ser dos o tres, y algún chato de vino.
Tardó mucho en pedir ayuda, y solo lo hizo porque en sus momentos de sobriedad veía a su mujer sufrir y ella era lo único en el mundo que amaba de verdad.
Casi cinco años ya en Alcohólicos Anónimos. Con sus muchas recaídas y remontadas.
Una intermitencia de etapas que cada vez era más difícil de llevar.
Y ahora que su mujer no estaba… ¿Qué sentido tenía remontar?
El alcohol en casa se acabó. Hacía varios días que apenas comía nada sólido, cosa que le daba igual, pero había llegado el momento de bajar a por alcohol.
Con la misma ropa arrugada y sucia que llevaba desde hacía días, se dirigió al supermercado del barrio.
Nada más salir del portal se topó de frente con Andrés, su padrino.
– En algún momento tendrías que salir de casa – fue todo lo le dijo
– Ya no puedo más, me rindo. No voy a volver a las reuniones. Te agradezco todo lo que has hecho por mí y lamento haberte hecho perder el tiempo, pero …
– Carmen me llamó – le interrumpió
Los ojos de Alberto se abrieron como platos.
– Estaba preocupada por ti y me pidió que pasara a verte. Después de tanto tiempo sigues sin darte cuenta de que no es sólo por tí por quién tienes que hacerlo
Alberto bajó la cabeza y empezó a llorar.
No podía más. Por él, llegaría al coma etílico y acabaría con todos los problemas. Pero sabía que era el acto más egoísta que podría hacer.
Empezó a beber por perder el trabajo.
Pero no podía seguir bebiendo y perder a su mujer.
Andrés le puso una mano en el hombro y Alberto se lanzó a sus brazos llorando desconsoladamente.
– Esta tarde a las cinco hay reunión. Me voy a quedar contigo todo el día. Vas a comer algo y te vas a dar un buen baño. Luego iremos a la reunión, y cuando salgas, más tranquilo, llamas a Carmen. Está esperando tu llamada.
Alberto no contestó, solo siguió abrazado a su padrino como un niño pequeño, y cuando el abrazo se disolvió, se dejó llevar por él, casi de la mano, hasta su casa.
Al finalizar el día, después de comer, ducharse y acudir a la reunión, salió del local de la asociación temblando a causa de los nervios y los primeros síntomas de abstinencia.
No le hizo falta llamar a Carmen.
Ella estaba ahí. De pié, esperándolo.
Estaba preciosa.
No dijeron nada, ni falta que hacía.
Carmen sabía que era por un tiempo.
Hasta la próxima recaída.

RODOLFO ALBERTO MICCHIA

07.12 am
—Carlos, cariño… siempre tan apurado, quédate a desayunar en casa.
—Mujer, sabes que los viernes desayuno en la cafetería y aprovechó a ordenar los papeles.
—Vale, nos vemos al atardecer.
Y así fue como Carlos cogió su portafolios, el saco y subió a su carro, tenía la cabeza llena de números y al girar en la plazoleta, lo hizo en sentido contrario.
<< Gilipolllas>> añadió en voz alta— qué estupidez he cometido.
Retomó el rumbo dirigiéndose a la cafetería.
Al entrar allí levantó la mano señalando al camarero. Al rato…
—¡Hostias tío! ¿Cómo conoces mis gustos?.
—Don Carlos, durante dos años todos los viernes desayuna lo mismo, un vaso de leche con un sobre de cacao soluble, una porra y dos churros ¿Se le ofrece otra cosa?.
—No chaval, no me hagas caso, el día de hoy estoy algo disperso.
Al terminar de ingerir, Carlos levantó nuevamente su mano como si estuviese escribiendo.
Al acercarse el camarero el aturdido cliente reclamó en voz alta:
—¡Joder muchacho! Que te he pedido la cuenta.
—Estamos a veintiuno don Carlos, usted acostumbra a pagar el mes por adelantado ¿Se encuentra bien?.
—Un zumbido agudo resonó en su oído y por un instante no escuchó…
—Qué me decías Esteban?.
Al escuchar su nombre, el camarero volvió a repetir.
—Le comentaba que estamos dentro del mes ¿Se encuentra bien don Carlos? —reiteró este.
—Sí, si chaval, que cabeza la mía, me marcho que si no, no llego.
Carlos salió apurado, cogió su saco y antes de abrir la puerta Esteban le gritó:
—¡El maletín don Carlos!
Este agradeció con un gesto tomándose la frente y subió a su automóvil.
Se encontraba a unos metros de su oficina cuando notó una llanta baja.
<<Menuda suerte la mía, justo ahora tengo un pinchazo>> murmuró entre dientes.
Encendió las balizas, bajó del carro y lo cerró. Cualquiera diría que cambiaría la llanta, sin embargo, se dirigió al edificio donde estaba su oficina, dejó el maletín con las llaves encima del escritorio, colgó su saco en el perchero y se sentó exhausto.
Al rato abrieron la puerta.
—¡Oye capullo! Menudo susto me has dado ¿quién eres y por qué entras sin avisar?
—Perdón don Carlos… soy yo, Joaquín, el aprendiz.
Carlos se tomó el costado izquierdo de su cabeza, el zumbido repercutió nuevamente silenciando el entorno.
—¡Chaval! ¿Qué haces ahí de pie?.
—Es que le vine a avisar que dejó encendidas las balizas del carro don Carlos.
—Pues coge las llaves y ve a apagarla coño y… no te quedes ahí parado tío que hoy hay mucho que hacer.
Joaquín cogió las llaves y fue a desconectar las luces. Las mismas que estaban encendiendo y apagando la intermitente realidad de Carlos.

BORJA AJ

EL DULCE SABOR DEL VERDUGO
Escrito Por
Borja AJ
NOTA: NO RECOMENDADO PARA MENORES DE 18 AÑOS.
ALTO NIVEL DE VIOLENCIA Y LENGUAJE SOEZ.
TODA LA HISTORIA Y PERSONAJES SON PRODUCTO DE UNA FICCIÓN. CUALQUIER PARECIDO CON LA REALIDAD ES PURA CASUALIDAD.
Esta historia muy bien podría existir en el mismo universo ficticio de otro cuento que escribí para el grupo. Para toda aquella persona interesada que lo quiera leer y/o releer, dejo el enlace a dicho cuento: https://www.facebook.com/groups/editorialcuatrohojas/permalink/5334742356623850/
Muchas gracias.
Mickey fumaba un cigarrillo en su oficina a medianoche. Así celebraba sus cincuenta años un detective privado sin mujer, hijos ni familia. Su mejor compañía era el bourbon y ese traje marrón que se había comprado por la mañana, aunque en ese momento la chaqueta reposaba en la percha de entrada de la oficina. Usaba tirantes y camisa blanca sin corbata.
El diluvio que caía sobre la ciudad la limpiaba un poco de tanta corrupción y suciedad. Al final Dios se había propuesto sacar la basura.
Tras apagar la colilla, dejó de mirar por la ventana y se sentó en la silla frente a su escritorio. Cogió el vaso de bourbon y se terminó lo que quedaba. Al otro lado de la mesa estaba un tipo atado a una silla.
-El puto Mickey-dijo el tipo. – ¿Nunca se han metido contigo por llamarte como el ratón más famoso del mundo?
-Mi nombre de nacimiento es Michael-contestó Mickey. -Pero desde que era muy pequeño hice que todo el mundo me llamase Mickey, y eso también incluía a mi familia. Es la manera de pronunciar y escribir mi nombre que más me gusta. En los documentos de identidad pone Michael, pero fuera del ámbito legal soy Mickey; es decir, de manera personal, que es lo único que cuenta para mí, soy Mickey.
– ¿Por qué coño me cuentas todo eso y no respondes a la puta pregunta que te he hecho? ¿Se metían contigo sí o no?
-Al principio, sí. Me tocaban un poco los cojones. Hasta que un buen día reventé la nariz y la boca a uno de los que se reían de mí. Desde entonces he sido simplemente Mickey, no el que se llama como el puto ratón.
-Bonita historia. Gracias por responder. Me gusta la educación, nada más.
Mickey se levantó de la silla, fue hasta el tipo, rebuscó en uno de sus bolsillos y cogió su cartera. Después volvió a sentarse en su silla.
-Eh, ¿qué coño haces? ¿Por qué puñetas has cogido mi cartera?
-Para esto-dijo Mickey, y sacó todos los billetes y tarjetas de crédito de la cartera. Cogió unas tijeras de un bote encima de su escritorio y rompió en varios trozos cada billete y tarjeta. El tipo atado miraba atónito la escena.
– ¡¿Se puede saber por qué haces eso, maldito hijo de puta!?
-Cállate, cerdo de mierda. No eres más que un puerco-dijo Mickey, y hubo un breve silencio entre ambos. – ¿Sabes qué? Hoy es mi cumpleaños. Cumplo cincuenta tacos, nada más y nada menos. La noche está cerrada en lluvia, no me apetece salir a ningún lado ni trabajar, así que tú eres mi diversión. Mi regalo de cumpleaños.
Ante las palabras del detective privado, la barbilla del tipo comenzó a tiritar y pequeñas gotas de sudor caían por su sien derecha.
-Tranquilo-dijo Mickey. -No creas que voy a darte por el culo, a sodomizarte o algo parecido. No, eso es algo que a ti se te da mejor que a nadie.
– ¡Tú no sabes nada acerca de mí! -gritó el tipo. -Si te atreves a ponerme la mano encima, lo vas a pagar muy caro. He aguantado que me tengas aquí atado y encima escucharte, pero no voy a tolerar que me hagas daño. Eres un maldito perdedor como todos los que hay en esta puta y cochambrosa ciudad. Sois la peste y merecéis morir.
– ¿Y esos niños que violaste y asesinaste también eran la peste?
Al tipo se le cortó el habla. Balbuceaba sin pronunciar una palabra correcta. Parecía que su cerebro había colapsado y estaba a punto de darle un ictus.
-Sí-dijo Mickey. -Lo sé todo de ti. Sé lo que hiciste y tengo pruebas de todo. Declaraciones, fotografías, vídeos. No fue muy agradable verlo, pero ese es el trabajo de un detective privado. Mancharse las manos.
-No creo una mierda de lo que me estás diciendo. Mentiras. Mentiras cochinas.
-Puedo enseñarte las fotografías si quieres. Así pasas un rato divertido. Por lo que se ve, se te pone la polla muy dura cuando le metes los dedos a una niña pequeña. Hijo de la gran puta, pero qué asco me das.
El tipo miró al suelo y cuando levantó la cabeza, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
– ¿Cuánto quieres? -preguntó el tipo.
– ¿Dinero? No quiero absolutamente nada.
– ¿Entonces qué coño quieres para mantener esa boca cerrada y destruir todas esas putas pruebas?
-No quiero nada de ti. No voy a sacar a la luz esas pruebas.
– ¿Entonces por qué me hablas de ellas? ¿Qué pretendes?
-Jugar contigo-dijo Mickey.
-Estoy enfermo. Maldita sea… ¡Estoy enfermo! No puedes hacerme esto. Necesito ayuda. Estoy enfermo.
El tipo comenzó a llorar desconsoladamente con llantos desoladores.
-Verás… A mí me importa una puta mierda que estés enfermo, que vayas a la cárcel, que te arruines o que te griten por la calle que eres un pederasta y un violador. Aunque todo eso estaría muy bien, no es mi estilo. Yo no soy médico para curarte ni tampoco soy Dios para perdonarte. Sigo mi propio instinto y mi propia moral. Hago lo que me sale de los cojones y utilizo todos los recursos para ello. Hoy no solamente haré justicia contigo, si no que serás mi divertimento en este cumpleaños tan dinámico. Ya que juego, lo hago con un pez gordo.
El tipo sentía cómo las palpitaciones le golpeaban el pecho.
– ¿Te acuerdas de Kate, Billy, Ethan, Gwendy y tantos otros niños y niñas a los que destrozaste la vida? Aún hoy siguen desaparecidos y sus padres tienen todavía la esperanza de que están vivos y de que van a poder encontrarlos con vida. Claro, no solo tenías que violarlos, también tenías que asesinarlos, ¿verdad, malnacido?
Mickey abrió el cajón izquierdo de su escritorio, sacó de él una pistola y lo cerró. Observaba con cariño la pistola mientras la acariciaba.
-Me encantan las pistolas. En cambio, odio las ametralladoras. ¿Quieres saber por qué? Una bala detrás de otra. Esa es la razón. Cuando matas a alguien, lo haces de forma intermitente, disfrutando de cada disparo y de la lenta agonía y el sufrimiento de tu víctima. Para ser verdugo, no hay nada mejor que esto. Las ametralladoras no te permiten saborear el dulce sabor del verdugo.
Mickey apuntó al tipo con la pistola.
– ¿Quieres decir algo, violador hijo de puta? -preguntó Mickey.
– ¡CERDO! -gritó el tipo. – ¡MUERE EN EL INFIERNO!
Mickey le disparó en el estómago, haciéndole un agujero del que manaba un torrente de sangre. El tipo lanzaba gritos desgarradores.
-No te preocupes-dijo Mickey. -Lo haré. Pero hasta entonces, voy a hacerte sufrir de una manera despiadada. Estos últimos minutos de vida voy a ser tu peor pesadilla. Créetelo.
Mickey disparó de nuevo al estómago, haciendo otro agujero del que salía tanta sangre como del anterior. El detective privado dejó la pistola sobre la mesa. Se puso de pie y sacó de su bolsillo izquierdo una navaja. La abrió, fue hasta el tipo y comenzó a cortarle la oreja con lentitud y saña mientras reía. Hizo lo mismo con la otra oreja. Después, tiró ambas al suelo. Limpió la sangre de la navaja y de sus manos en la ropa del tipo, cuyos gritos debieron haber alertado no solo a toda la ciudad, si no también a todo el maldito país.
Mickey soltó la navaja en el escritorio. Abrió otro de los cajones y sacó un cuchillo. Se dirigió con él al tipo.
-Esto te va a doler-dijo Mickey con una sonrisa socarrona.
Comenzó a apuñalar el pene y los testículos del tipo una y otra vez sin descanso hasta tener una buena decena de puñaladas entre las piernas. Al terminar, con el cuchillo en la mano, le golpeó en la cara. Volvió hasta su mesa, allí soltó el cuchillo y cogió la pistola de nuevo. Era una pena mancharla de tanta sangre. Disparó al tipo en la boca del estómago. Agonizaba de dolor y casi se había reunido con la muerte. Mickey dejó de nuevo la pistola en la mesa, cogió el cuchillo y volvió hasta el tipo. La recta final.
-Antes de terminar he de confesar que lo de las pruebas era mentira-dijo Mickey. -Era cierto que las tenía porque tenía que asegurarme a ciencia cierta quién eras tú y lo que habías hecho. Después me encargué de eliminarlas personalmente. Yo soy quien debía juzgarte. Ahora el clímax.
Clavó el cuchillo en el cuello del tipo y le abrió un agujero por toda la garganta, de derecha a izquierda. Unos segundos después, el tipo murió desangrado y agonizando de dolor.
– ¡Wow! -exclamó Mickey. -Un cumpleaños productivo, sí, señor. Muerte intermitente. Bala a bala. Puñalada a puñalada. El dulce sabor del verdugo. Un detective privado siempre se mancha las manos. Y el traje también. Es una pena. Recién comprado esta mañana.
Cogió la botella de bourbon encima de su mesa y comenzó a beber sin vaso. Miró por la ventana riéndose. Se sentó en la silla del escritorio.
Un par de horas más tarde estaba borracho perdido. En el bloque de pisos donde estaba su oficina se escuchaban muchísimos pasos a gran velocidad.
-Adiós, Michael-dijo Mickey.
Varios hombres con ropa de etiqueta, sombrero y gabardina irrumpieron en la oficina destrozando la puerta. Vieron la escena y abrieron fuego contra Mickey, disparándole múltiples balas de sus ametralladoras hasta acabar con su vida. El detective privado tuvo la suerte de no tener una muerte intermitente. El mundo estaba loco y aquella ciudad podrida. Mickey disfrutó de su cumpleaños. El dulce sabor del verdugo.

GLORIA ALBADALEJO

LUZ BLANCA
Dicen que a las doce de la noche, cuando suenan las campanadas en las iglesias, en los relojes de muchos hogares y en otras estancias, es cuando empiezan a ocurrir hechos extraños. A mí me ocurrió algo insólito mientras iba dirección a un hotel de vacaciones a dónde me esperaba mí mujer e hijos, pero se me hizo tarde. El trabajo me absorbía demasiado y además, a esa hora maldita, ocurrieron los hechos inexplicables que todavía hizo que mi tardanza fuese mayor.
En esa carretera, no circulaba ningún otro vehículo, a mí me extrañaba tanto que no me sentía seguro, claro que ya era muy tarde, pero aún así y en un mes de agosto, cuando mucha gente circula por esos lugares, nunca estaba tan vacía, pensé yo.
Cuando el reloj de mi auto marcó las doce en punto y todo el cielo ya oscurecia, fue cuando vi aquello muy próximo a la luna llena que brillaba más que nunca. Esa luz, también brillante, parpadeaba a un ritmo desmesurado. Sus luces intermitentes, también cambiaban de color, pareciendo a un arcoiris. Al principio no le hice demasiado caso. El reflejo de alguna discoteca cercana o de alguna fiesta que estarían celebrando, pensé yo, pero cuando aquello parecía estar cada vez más cerca mío, ya no pude seguir pensando en lo mismo.
De momento, la radio que con interferencias sonaba en el coche, finalmente dejó de emitir ningún sonido, se quedó muda. Lo mismo ocurrió con el motor de mí transporte, parecía que se iba calando, hasta que se paró de golpe. El circuito de arranque no respondía por mucho que yo insistía. Yo me encontraba a dentro del coche con un silencio aterrador que no comprendía y observaba a su vez como esa luz blanca y cambiante de diferentes tonalidades que producía de vez en cuando, estaba tan cerca de mí, que pude comprobar entonces de que se trataba.
Parecía una nave, pero no era tal. Era plana casi totalmente y redonda. Nunca había visto nada parecido. Por el contrario, no emitía ningún sonido. El silencio profundo que me rodeaba, me ponía muy nervioso y aún me sentí más espantado, cuando esa cosa rara se quedó a dos palmos del coche, justo encima. Intenté salir de ahí, obligándome a reaccionar, eso no me gustaba, pero el cierre de la puerta se había atascado y tampoco podía abrirla, con las otras ocurrió lo mismo. Solo podía esperar a que eso se marchara o desapareciera al instante. Me toque el brazo y apreté, pensando que tal vez estaba soñando, pero el daño que me provoque, fue el comprobante de que eso era real. Solo escuchaba mí respiración que cada vez era más profunda. Nunca había pasado tanto miedo en mí vida.
La sensación de tener esa cosa luminosa encima mio, me hacía sentir débil e impotente.
De repente todo el interior de mi vehículo, se iluminó de esa luz blanca e intermitente y me sentí atrapado por eso. Creo que desvaneci y cuando desperté, ya no estaba en el coche.
Estaba en una especie de sala, rodeado de nuevo de esa luz blanca, potente que me cegaba, pero sabía que algo o alguien, estaba cerca mío, aunque no podía ver, si sentía sus movimientos. Me sentía manipulado y algo me agarró, clavando lo que serían sus dedos en mi carne. Eso hacía daño. Después me instaló en una especie de nevera. Ahí a dentro, seguía sin ver nada por la potente luz y tampoco podía gritar, ni quejarme. Parecía como si mí cerebro hubiese dejado de existir, me sentía inmovilizado hasta que algo explotó ahí a dentro, liberando chispas de fuego y me empecé a sentir liberado. Mí respiración comenzó a agitarse, pero la sentía, antes no y también mí cuerpo.
La luz blanca fue desapareciendo poco a poco hasta encontrar de nuevo mí visión y a su vez, todo lo que me rodeaba. Había alguien que me miraba, tres tipos, por lo menos y me pusieron algo en la boca, parecía una mascarilla de oxígeno. Me dijo uno de ellos, al ver que había despertado, que había tenido un accidente y que había estado muerto durante varios minutos, pero que ya había vuelto en sí y estaba fuera de peligro.
Sin embargo su rostro sus caras, eran diferentes, no parecían humanos. Eran pálidas, ojerosas y en otras ocasiones, se volvían verdes. Sus cuerpos eran alargados y delgaduchos y sus ojos negros y enormes, me miraban penetrando los míos. No tenían boca y emitían los sonidos del habla al interior de la carne o lo que fuera, de dónde debía estar la boca. Me asusté, sin embargo el sonido del auto, parecía la típica sirena de una ambulancia.
Mientras nos alejamos, comencé a ver de nuevo, como esa luz blanca e intermitente, nos perseguía hasta permanecer en el techo de la supuesta ambulancia y allí se quedó hasta llegar al hospital a dónde desapareció y las caras de esas cosas, se volvieron hombres, los mismos que me habían salvado la vida.

GABRIELA INÉS COLACINNI

Haceres en vacaciones
Abro,
cierro,
abro,
cierro.
Mi cabeza tiesa,
sólo mis ojos
van de derecha a izquierda
intentando volar
junto a dos gaviotas
que cruzan el cielo.
Juego a fotografiar el vuelo
con mirada intermitente.
Blancas y libres
no detienen su viaje.
Para mí
el divertimento termina
cuando
seguir la trayectoria
implica moverme.
Mi cabeza tiesa,
sólo mis ojos
van de derecha a izquierda.
Ahora el interés
es guardar en la memoria
imágenes del vuelo
de una bandada
de vaya uno a saber
qué aves…
Cosas que hace una
para matar el tiempo
desde una reposera
frente al mar.

GAIA ORBE

frente al espanto
sin vacilar esperan
faro y farero
*
matices en el cielo
divisa el navegante
*
luz de esperanza
vocea intermitente
la vuelta a casa

CANDELA PUNTO

INTERMITENTE.
De forma intermitente, volaban sobre su cabeza las terribles lanzas con punta de piedra acanaladas y silbaban cerca de sus oídos, las púas de acacia negra envenenadas que lanzaban con sus cerbatanas, el enjambre de enemigos que lo perseguían a través de selva. La joven presa, un fornido guerrero de la tribu de los Tuana Danam, corría sin descanso esquivando los lances y cayendo al suelo después de tropezar. Levantándose y volviendo a correr, una vez detrás de otra, consiguió refugiarse detrás de un tronco.
Crack, se escuchó mientras que, intermitentemente, las astillas que se desprendían del árbol donde se había refugiado, le provocaban grandes cortes al rozar su cara, como consecuencia del impacto de la lanza, que quedó alojada en el tronco junto a su cabeza. Se arrastró unos metros entre el forraje, se levantó y continuó corriendo poseído como alma que se la lleva el viento.
Patinó en un lodazal cayendo sobre sus posaderas. Lanzas y púas lo perseguían sin acertar. De forma intermitente, intentó levantarse y salir corriendo de nuevo, pero el barro le impedía guardar el equilibrio. Rodó angustiado hasta la orilla del fangal cuando un temible perseguidor, se echó sobre él y lanza en mano con la intención de atravesarlo y acabar con su vida.
Tukac, el joven guerrero de los Tuana Danam, esquivo la lanza e intermitentemente, intercambiaron golpes, cabezazos y patadas. Al final, TuKac consiguió darle el descanso eterno a su enemigo y continuó corriendo. Dardos y lanzas lo perseguían sin descanso.
Sin más remedio que frenar en su carrera, apareció ante sus pies un gigantesco acantilado y una catarata al fondo del mismo, de la que caían miles de litros de agua de forma intermitente empujada por la corriente del río Amazonas.
Ante la evidencia de su propia muerte, se arrodilló con los brazos caídos y la cabeza gacha, esperando que algún dardo envenenado o alguna lanza, terminase con su vida. Después de un instante en el que aprovechó para despedirse mentalmente de sus seres queridos, de forma intermitente fue rodeado por sus terribles, amenazantes y caníbales perseguidores. La cena estaba servida…

SON SONIA

LÁGRIMAS INTERMITENTES
Es intermitente como un día de chubascos: llega de repente, te cala, y luego se va.
Su querer es así: ahora te quiere, ahora no. Ahora te dice que eres maravillosa; después serás el motivo por el que está de malhumor. Es el príncipe encantador que derrama su sortilegio sobre ti hasta que llega su fase sapo.
Caminas de puntillas por la casa, por la vida, hasta por tu mente. Caminas de puntillas por ese querer que, en tu caso, no es intermitente.
Se ha convertido en la condena a la que te aferras. Estás tan quemada que ya no ves el fuego que te quema.
A pesar de todo, a pesar de la verdad desnuda que te asalta en su intermitencia, a pesar de que vistes la camisa morada, sigues aferrándote al espejismo de la inocencia.
Intermitentes, los pensamientos caen sobre tu mente: ¿qué he hecho mal? ¿cómo puedo hacerlo mejor?.
* * *
Ahí está ese puño que se dirige contra mi cara.
Cuando intento levantarme de la cama, él me empuja tirándome sobre ella. De su boca no paran de salir palabras y yo solo pienso en cómo lograr escapar al cuarto de baño para encerrarme. Veo la oportunidad… o creo verla. Apenas un paso antes de verme lanzada contra la pared. Su mano izquierda sujetándome con fuerza por el cuello. Su brazo derecho alzándose, doblándose hacia atrás con ese puño cerrado, tomando impulso… ese puño cerrado ante mi mirada horrorizada.
Me separan dos pasos del cuarto de baño. Los pasos y los segundos parecen eternos, inalcanzables. Entre ellos, un letrero luminoso me dice que voy a morir por no haber creído que soy una mujer maltratada. Mientras la puerta de la habitación se rompe con estrépito ante la patada furiosa de él, salvo los dos pasos que me salvan a mí. ¿Servirá de algo? Él también puede romper la puerta del cuarto de baño con otra patada.
De repente, el silencio. Miedo a lo que pueda suponer ese silencio. El llanto es una pelota de tenis que se me ha atascado en la garganta. Sin teléfono a mano. Un sexto piso… no puedo escapar por la ventana.
Al cabo de unos minutos lo oigo llamar a la puerta y rogarme que abra, que no me hará daño, que se ha tomado una pastilla para tranquilizarse. Que lo perdone. Que no sabe qué le pasó. Insiste, e insiste… e insiste. Decido salir. Está el miedo de que no salir sea peor de lo que ya es. Tengo que afrontar que yo me he colocado en esta situación. El día que casi me asfixia con la almohada… ese día lo tendría que haber dejado… ese día no tendría que haber pensado que él me habría matado sin querer. Ese día me estaba asfixiando porque yo me defendía de su agresión, de su querer forzarme a hacer lo que yo no quería hacer.
Me abraza. Llora. Me sigue pidiendo perdón. Me dice lo mucho que me quiere. Yo no soy capaz de decir nada. Me lleva a la cama. Me acuesta a su lado. Me abraza tan fuerte que me hace daño. Ruego porque se quede dormido bajo el efecto de esa pastilla que dice haber tomado. Entonces me voy soltando poco a poco, me voy moviendo con cuidado. Logro salir de esa cama tan testigo y tan callada. Busco el lugar más alejado, la cocina. Con un puño en mi boca intento contener el llanto horrorizado mientras mi corazón parece que va a estallar de dolor.
Lo peor no es vivir con un hombre capaz de matarme. Lo peor es que nadie me creerá. Lo peor es que los demás creen que tengo suerte, creen que él es encantador. Lo peor es que, la mayor parte del tiempo, yo también lo creo.
Lo peor es que creo que yo soy lo peor.

GUILLERMO ARQUILLOS

INTERMITENTE
—Ya se han ido todos.
—Sí, eso parece… —dice María, tratando de sonreír. Tiene su mano sobre el ratón y el puntero se mueve por la pantalla temblando un poco.
Alguna vez, durante la clase, la imagen se ha quedado congelada unos segundos. Como la conexión de Jaime no es buena, cuando hay mucha gente en la sala, los rostros se quedan fijos. Si son demasiados, hasta el sonido funciona regular.
—Cuando te he visto entrar, no me lo podía creer. No sabía que te interesara el Renacimiento —dice Jaime, atusándose las canas—. Oye: sigues igual de joven. ¡Qué maravilla!
A María se le ilumina la cara.
—Si me dices eso, es porque me ves mayor; hace quince años, en Torrejón, no me dijiste esas cosas…
—… cuando nos vimos—la interrumpe él—, con la de años que habían pasado, no me diste mucho tiempo para piropos. ¡Anda que tardamos en ir al hotel!
Jaime se ríe cuando habla. A María siempre le ha gustado ver su risa, su mandíbula recta y el hoyuelo de su barbilla. Las arrugas cruzarán su frente, pero nunca borrarán su hoyuelo. María se ruboriza un poco y siente muy dentro que esos años no han pasado.
—Oye, ya que hemos coincidido por aquí, tenemos que vernos en persona. ¿No te parece? —dice Jaime.
Se quedan en silencio. Durante un instante reviven sus encuentros en el puente, a la salida de la aldea. Ya no hay puente y ya no hay aldea. De aquella época no les queda más que el sabor de los besos inmaduros. «Hay que volver antes de que se haga de noche, Jaime, o mi madre me preguntará dónde he estado y voy a tener un problema».
Siempre tuvieron que separarse demasiado pronto.
Cuando destinaron a su padre a Salamanca y lo vio de nuevo, con su uniforme de soldado y su hoyuelo perenne, también tuvieron poco rato, «no sea que mi novio se entere, se cabree, y tenga un problema con él… ¡y deja quietas las manos!».
Luego, en Guadalajara, cuando la recogió a la salida de la escuela y acabaron por primera vez en un hotel de carretera, todo fue un verse y no verse, porque el marido de María no se debía imaginar nada o ella tendría un problema.
Y más adelante, cuando enviudó, con lo joven que era, y debía volver pronto a casa. Casi tuvo un problema con su hermana, la que se quedaba con los niños.
María se pone más seria. Mira a un lado, tuerce la boca. Mira al otro lado, levanta las cejas. Luego se vuelve a fijar en el hoyuelo de Jaime y no tiene más remedio que sonreír.
—Lo nuestro siempre ha sido un amor intermitente. Unos besos robados, poco más. —dice Jaime.
—No tiene por qué seguir siendo así… —dice ella con una sonrisa pícara.
—¿Estás segura?
—Sí, hombre, ahora no tiene por qué haber ningún problema. El único problema sería que tú ya no quisieras que nos viéramos.
A Jaime se le iluminan los ojos. Ahora, por fin, tiene todo el tiempo del mundo para vivir con quien siempre ha querido.

PABLO CRUZ ROBLES

Oculus Frame
«Solo sé, que no se nada» (Sócrates)
«¿Qué iba antes? ¿El grano o el agua?» (Colono de A.E.G.I.S Prime – Cuadrante 11)
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Un ruido ensordecedor recorrió toda la base de A.E.G.I.S. Prime. Durante tres generaciones nadie había escuchado tal estruendo, pero sabían lo que significaba. Era la alarma intermitente que indicaba un fallo grave en los sistemas de gestión del Oculus Frame, un ordenador completamente autómata que desempeñaba todas las tareas necesarias para la supervivencia de la colonia.
Allá donde la humanidad se extienda, en cualquier estación espacial o cuerpo rocoso, un Oculus Frame se encarga de que todo funcione correctamente. Nadie se preocupa ya por aprender los viejos oficios, pues la máquina, en toda su artificial sabiduría, lo hace por ellos. Y es por eso que ya nadie conoce los secretos de la biología humana, o la alquimia que reside en la combinación de la materia, e incluso, en los servo-invernaderos, abandonados a su suerte por el Oculus Frame y amparados únicamente por las intermitentes luces de emergencia, los colonos, desquiciados, se preguntan unos a otros: ¿Qué iba antes? ¿El grano o el agua?.
El caos se extiende rápido por toda la colonia. Debido al abandono del Oculus Frame, los líquidos y productos químicos de la sala de sustancias sintetizadas ahora fluyen libres de un matraz a otro, hasta encontrarse con su antítesis y desencadenar una serie de explosiones por todo el ala este de la base. Nadie sabe cómo revertir el proceso, y bajo las intermitentes señales de emergencia, oleadas de colonos se arrastran con algunos de sus miembros arrancados, o con graves heridas que comprometen su supervivencia. Nadie puede tratarlos, pues nadie conoce de medicina ni de cirugías, y entre alaridos de pánico y dolor, se desangran ante la impotente mirada del resto.
Los días pasan, el alimento falta y una nueva entidad, solo conocida por los archivos históricos, se presenta a los colonos. El hambre.
El ánimo de la población se ve seriamente afectado, ya no hay drogas que optimicen sus sistemas neurológicos, y es por ello que la ansiedad, la apatía y el conflicto se apoderan de los corazones de la gente.
La utilería se rompe, los consumibles empiezan a escasear, la electrónica de los sistemas de seguridad empieza a fallar y nadie sabe cómo arreglarlo. Nadie sabe nada, nada, salvo reparar el Oculus Frame—Es lo único que un humano debe saber—, y bajo las intermitentes señales luminosas que indican la inminente destrucción de la base, la colonia reacciona y se pone a trabajar. Entre todos ponen a prueba sus conocimientos compartimentados, y aunque gran parte de información permanece cautiva en los cerebros de las víctimas, consiguen volver a hacer funcionar el Oculus Frame.
La comida vuelve a fluir, las brechas de seguridad dejan de existir; las drogas vuelven enturbian los cerebros de los nerviosos y la paz retoma el testigo.
La gente se despide de sus muertos y el Oculus Frame toma parte de sus cuerpos para elaborar el alimento y las sustancias que mantendrán a la colonia a salvo durante otras dos o tres generaciones más.
Hasta que la alarma intermitente del Oculus Frame vuelva a sonar.

MARÍA JESÚS MARTÍNEZ SANCHO

Condujo buena parte de la tarde en dirección a la costa. Al único sitio dónde se sentiría segura y aliviada al fin de tanta carga.
Había escapado de milagro del monstruo que habitaba en su casa y se sentía plena,dichosa y llena de libertad las dos primeras horas. Después…
Después se dió cuenta que la voz intermitente que alguna vez le hablaba, estaba más callada que de costumbre y la extrañó. La echaba de menos porque esa voz era la parte más sensata de si misma y empezaba a sentirse cansada y confusa.
Paró en un área de servicio a tomar algo pues se dió cuenta que desde la medicación de la mañana con el café no había comido nada.
Se sintió observada al entrar al restaurante y esa voz que aparecía y desaparecía a su antojo llegó a su cabeza justo en ese momento:
– ¿Que crees que haces huyendo una vez más de dónde sabes de sobra qué no puedes escapar?
No le gustó lo que le dijo…No…esta vez esa voz que tanto había extrañado, no estaba siendo comprensiva con lo que ella necesitaba y mucho menos parecía sensata.
Paz… Sólo quería paz, porque tener una vida dónde una voz aparece y desparece en tú cabeza y cuestiona constantemente que eres, no es vida. Sólo tenía 28 años, pero casi desde que tenía memoría ¡vivía con miedo a esa voz que era su enemiga y a la vez lo mejor de ella!
Mientras se tomaba su croissant de chocolate y disfrutaba sin culpa… se dijo a si misma que vivir con miedo era vivir a medias y por eso mismo había decidido esa mañana llegar lo antes posible al acantilado dónde tantas horas de su infancia había sentido refugio.
Allí podría sentirse lejos del monstruo que vivía con ella desde que tenía recuerdos y lejos de recordar que su mejor compañía era la voz intermitente que a veces le daba lucidez y esperanza, mientras se tomara su medicación.
Un par de horas después, en aquella tarde de verano llego al lugar, el único lugar en el que quería estar en aquel momento. Tenía muchas llamadas perdidas de gente a la que por lo visto aún le importaba, la voz habló:
– ¿De verdad piensas hacer algo así? ¿De verdad es posible que no pienses ni un sólo minuto en cómo va a sentirse la gente que te quiere?
No…no pensó nada. Quería volar y ser libre, la gente que me quiere es poca y si es verdad que me quiere ¡entenderá lo que tanto ansío!
Y en ese atardecer precioso lleno de nubes rosas que presagiaban viento, en la soledad de aquel acantilado, dejó atrás el monstruo que vivía perpetuo dentro de ella junto a esa voz intermitente que poco pudo ayudarla pero lo hizo lo mejor que supo…todo quedó atrás en aquella libertad que sintió lanzándose al vacío .

ANGY DEL TORO

PÁGINAS EN BLANCO
—¿Menstruación irregular? será mejor que comencemos a investigar, quizás lo que usted piensa sea el climaterio finalice siendo un embrión. —dijo el doctor y sonrió.
Embarazada por error de cálculo, una nueva vida se gesta en mi interior y no seré yo quien le impida venir al mundo.
—Bien sabes que no puedes tenerlo, tengo otra vida, nuestra relación es intermitente, va y viene como las mareas, no puedo darle ese disgusto a mi familia. A esta edad ¡qué va! mi esposa no me lo perdonará.
—Nacerá sin padre, no importa, no pretendo negociar la vida de mi hijo.
—Continuaremos siendo amigos ¿Verdad?
—Tu actitud me decepciona, no la puedo aceptar. Por favor, no repitas más esa frase de «voy a lograr esto o lo otro por ti», ni lo sueñes, hemos terminado.
El doctor ha dicho que hay edades y momentos difíciles en los cuales se presentan nuevos retos, ya he aceptado la realidad y punto en boca.
A solas me preguntaba —¿Cómo hacer frente a los designios del destino?
Aunque mi capacidad de resiliencia se agote y la madreselva que humea la taza de té revuelva mis entrañas, escribiré un diario para que mi hijo lo lea y de esta manera, él conocerá de los momentos en que llegó a mi vida.
Nuevas estaciones habrán llegado cuando el eco de su voz reclame la presencia de quien hoy le niega el derecho a la vida.
Caerán las hojas de los árboles, migrarán las aves y al llegar la primavera, al igual que tú, brotarán los frutos. El sol calentará nuestro nido y se escuchará tu llanto, hijo mío, ten por seguro que siempre escribiré para ti.

OMAR ALBOR

Soy ese que
cuelga de un palo
Frente a mi paso el amor y el odio
Vi despedirse a mucha gente
Fingir el beso y encender otra historia
Vi partir a otro mundo a muchas almas
Soy ese donde los ángeles se posan para descansar
Me llevó todos los días cientos de miradas
Mi prender y apagar enciende un respeto
Me gritan pero no puedo ser más rápido
En la noche las luces hacen una disco perfecta
Y juego a giñar mis ojos para conquistar
Tú mirada
En la noche soy más romantico y el día me convierte
En juez del tiempo que los ve pasar
Que ve reír y que ve llorar
Soy intermitente
Soy las luces de tú vida.

ARITZ SANCHO MAURI

En los momentos en los que me siento solo o me encuentro perdido, saco la piedra que enciende una débil y coloreada llama; dedico un minuto divino a pensar en ti. Cuando fue el mayor incendio de la historia. Arrasó tanto en mí que todavía me quedan huellas y restos de cenizas en los lugares espirituales a los que puedo transportarme de manera intermitente, que alcanzo a visitar solo; para ver si estás tú.

ANNERIS GARCÍA

Ana no paraba de mirar el móvil, ¿cómo era posible?, nada, desde el viernes, ¡NADA!
Esto ya lo había vivido antes, ya estuvo atrapada en otra relación intermitente.
Se habían conocido en el trabajo, de lunes a viernes, miradas, risas, confesiones, algún beso furtivo cuando nadie miraba, con la máquina del café como cómplice. Alguna comida de compañeros en el bar más lejano. Mensajes en los móviles privados. Había química, había ganas, pero el viernes por la tarde, todo se esfumaba. Cada cual volvía a su casa, a sus respectivas familias, a sus aburridas convivencias.
Ana ya no aguantaba más. Ese mismo viernes cortó por lo sano. Bloqueó su número privado, bloqueó sus cuentas en redes. Discutió con su marido y puso fin a su condena. El lunes llamo a su jefe y le anuncio su renuncia. Se acabaron las intermitencias, o todo o nada.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Así era tu amor.
Un día sí, otro ya veremos.
Y yo siempre esperando qué fuera un amor continuo.
Me dijeron qué fuiste con otra.
No lo creí, aunque sabía qué era verdad.
Tus besos intermitentes.
Oye, qué me cansé.
Sola, si. Pero yo me amó sin intermitencias.
Voy a comprarme flores.

ASAPH FERNÁNDEZ

Viajes Intermitentes
Juan Ca es un joven que vive en la luna
Siempre se le ve con la nariz congestionada
Saca su boleto y se lo lleva a la boca
Lo huele, lo aspira y comienza a viajar más allá en las afueras de la galaxia.
–dos boletos don Joaquín– le pide al encargado de la ferretería.
–ya no te metas eso Juan Ca– le dice entre compasivo y asustado por el arma que le apunta ahí donde se esconde el alma.
–dos boletos don Joaquín– repite nuevamente el joven pero ahora un tanto molesto… enojado –y una estopa para limpiar la memoria–.
Se sorbe los mocos y los limpia con una de las mangas del suéter de tela desgarrada.
Don Joaquín toma una botella de thinner y una lata de pegamento, los entrega al joven que lleva el puñal en la mano y los sentidos alebrestados.
Juan Carlos corre lejos de la tienda donde en el piso un cuerpo ha quedado desangrado.
Las monedas suenan en su pantalón de pana, el anciano ha querido resistir el asalto y esto la vida le ha costado.
Debajo de un puente Juan Ca abre la bolsa y admira su botín, remoja la estopa en el «disolvente» de hambre, y de sed y el viaje por fin comienza.
El PVC es vaciado en una bolsa plástica, se infla como un pez globo «será un viaje en Zeppelin» alcanza a escuchar en la lejanía de su realidad, es Martha su compañera de juergas, la musa que ha inspirado el atraco de aquella tarde. Sujeta la bolsa con una de las manos, cubriendo los labios, la nariz y parte del rostro, comienza a inhalar y los pulmones se van llenando de sustancias que adormecen el cerebro.
Ambos se pierden en el viaje donde ya no hay dolor, ya no hay recuerdos, no hay familia que alguna vez existió. Son solo ellos y su mundo, dónde nada más importa.
Sus intermitentes viajes duran hasta que se volatiza el tinner o se acaba el pegamento, entonces hay que salir a comprar más para comenzar de nuevo este cuento.

ANTONIO JOSÉ ROMERO GÓMEZ

DANZA
Como después de cada encuentro, se atrincheraba en el baño. Allí había quedado su ropa colgando de la percha, camisa blanca sobre unos pantalones que habían sido doblados y colgados respetando la marca de sus camales. En el suelo los relucientes zapatos. La americana reposaba sobre el respaldo del sillón, puesta del reverso para que no atrapara ni pelos ni olores… Sacó de su neceser de piel todo cuanto necesitaba para salir de allí perfectamente acicalado. Usaba su propio gel, aparte de que nunca le gustaron las muestras de hotel, quería que su piel oliese exactamente igual como cuando salía duchado de casa. También el desodorante, siempre en rolón. Sacó un pulverizador para perfumes que rellenaba siempre del frasco que iba a utilizar ese día. Cepillo de dientes, dentífrico y enjuague bucal. Un estuche diminuto donde guardaba los enseres de manicura, cepillo y maquinilla de afeitar. Todo perfectamente estructurado y colocado cual pantalla de tetrix. Se sentía cómodo en aquellas zapatillas de baño y arropado solamente por un mullido albornoz con las iniciales del hotel bordadas en la pechera. Abrió el agua caliente y la dejo fluir, esperando el levitante vaho del agua caliente golpeando la mampara. Sabía que para que alcanzase su temperatura idónea necesitaba un par de minutos, el tiempo necesario para cepillarse los dientes con esmero. Conocía de sobra aquel baño, de aquella suite, de aquel hotel. La había reservado tantas veces… las mismas que le había sido infiel a su esposa. Lo afligía hacerlo, se lamentaba y se lo reprochaba mentalmente cara al espejo, justo después de lavarse, frotando con ahínco intentando deshacerse de la culpa y la aversión que el mismo se producía. Peinaba su frondosa melena rubia, recortada al milímetro por un reconocido peluquero. Se veía sano, esbelto y con un cuerpo atlético. Aún así se daba asco al mirar su reflejo. Se sabia enfermo, igual que hay adictos al tabaco, al alcohol, a la droga o al juego, él lo era a Elena. Era superior a sus fuerzas. Estaba encandilado de ella y de sus encuentros furtivos. De lo que pasaba cuando se encontraban. Jamás pensó en dejar a su mujer por ella. Eran personalidades tan fuertes que solo encajaban por unas horas, el roce continuado del día a día los haría auto destruirse. Además ella también era casada. Buscaban un hueco a lo largo de la semana para coincidir en aquel hotel de cuatro estrellas a las afueras, pagado con tarjeta de empresa y que luego cubría, devolviendo el importe a su complice y amigo Felix, que casualmente trabajaba en el departamento de contabilidad. Un mensaje de texto bastaba para que naciese en ellos el deseo e imaginarse enredándose de nuevo. Vivían necesitándose el uno al otro, desde que se reencontraron en una fiesta de antiguos alumnos, donde intercambiaron los telefonos. Cada vez más mensajes, más buenos días y más llamadas, hasta que surgió el primer café, inocente, para ponerse al día… Después vino un segundo y un tercero… No fue casualidad que el cuarto fuese en la cafetería de aquel hotel. Sentían afecto, cariño e incluso se podría decir que también amor, pero un amor intermitente. De ida y vuelta. En cada encuentro se saciaban el uno del otro, tanto como podían, incluso pasaban días sin saber nada de ellos, hasta que de nuevo el hambre les volvía a visitar. Podían pasar largas temporadas sin verse pero la chispa nunca se apagaba. La llama volvía a arder como la que surge al caer madera nueva a unas ascuas incandescentes. Bramaba la pasión entre ellos con cada encuentro, innumerables noches en vela en las que hicieron danzar sus sombras en la pared como poseídas por el diablo, cuando sus cuerpos convergían sobre unas sabanas recién puestas. Después, de nuevo la fría sensación de volver a sus vidas, cargados de culpabilidad y dejando aquel amor de nuevo en la intermitencia…

LOLY MORENO BARNES

¡ Por Dios!
¡Como pudo pasar esta tragedia!
¡Debí evitarlo y pedirle detener el coche antes de llegar a esta curva fatídica!
La noche está oscura como el carbón y fría como un témpano…
Mi amado inerte sobre el volante con una brecha de sangre que surge de su cabeza. No tiene pulso. No respira y yo con mis piernas atrapadas entre los hierros retorcidos .
¿Quien va a percatarse de nuestra ubicación en medio de la nada, entre el fango que ha dejado la tormenta por donde nos hemos precipitado ?
Ya no hay nada que hacer . Solo se siente el tic tac de los intermitentes desde el piloto rojo del salpicadero.
Pronto se acabarán mis fuerzas y me reuniré en el más allá con mi compañero de vida…
Debimos hacer noche en un hotel del pueblo que divisamos al pasar la colina al atardecer…
¡Que corta es la vida!
¡Un abrir y cerrar de ojos, igual que el chasquido del intermitente!
¡Ya no hay vuelta atrás! No, noooooo !!!
¡Nooo!!!!
¡Noooo!!!
— ¡Cariño! ¡Cariño!
¡Despierta , cariño!
¿Porque gritas : “Nooo “?
¿Tienes una pesadilla?
¿Que te parece si antes de que caiga la noche, paramos a descansar hasta mañana en el próximo hotel que se ve a la derecha?

IVONNE CORONADO

Al final de mi primer año de trabajo en Guatemala, un mes de noviembre, me llegó un telegrama urgente de mi madre: «Salvador murió. Vente.Te necesito.» Pensé inmediatamente en mi viejo tío abuelo, pero no era así. El que había muerto era mi padrasto, del mismo nombre. Me parecía imposible, solo tenía 48 años, y no me habían avisado de ninguna enfermedad.
Los telegramas me siguieron llegando en forma intermitente y cada vez con tonos más desesperados.
El había sido en parte responsable de mi exilio voluntario en Guatemala, donde terminé mis estudios de secretariado. Sabía que ella no quedaba en muy buenas condiciones, pero haberme quedado le hubiera causado un problema más.
Entre ella y yo siempre hubo una comunión completa de sentimientos, y sabía lo que sufría por mi ausencia.
Su sueño dorado era que permanecieramos juntas, pero el amor tocó a sus puertas una segunda vez, y yo quise que fuera feliz.
Cuando partí de casa, ella estaba esperando a su segundo varón.
Cuando regresé con ella, habían pasado tres largos años.
No había aún teléfonos inteligentes. Las llamadas telefónicas estaban fuera de nuestro alcance, con los sueldos miserables que ambas ganábamos, ella como maestra, yo como secretaria en una fábrica de cosméticos.
La intermitencia de sus telegramas me estaba volviendo loca. Con mis nervios a flor de piel comencé los trámites para mi regreso a El Salvador.
Sabía que no sería fácil conseguir trabajo. Mi madre, tenía puestas sus esperanzas en una amiga que le prometió conseguirme uno en el Seguro Social, donde ella trabajaba.
Yo no, siempre he tenido los pies en la tierra. Sin embargo, fui a pasar un examen, una vez en San Salvador.
Al llegar, vi que éramos una veintena de aspirantes. Después de llenar formularios, nos hizo una entrevista individual un sicólogo.
Me dijo: «Por lo variado de la forma de su escritura, deduzco usted es una irresponsable». Qué rabia!
Irresponsable…la palabrita se hizo intermitente en mi cabeza. Del resto de esa entrevista no me acuerdo, pero de la frustación de haber sido juzgada por mi escritura nada bonita, como se juzgaba antes a los presuntos criminales por la forma de sus cabezas, me pareció totalmente injusto.
Soy muy responsable con todas mis obligaciones. Siempre he estado atenta a las necesidades de mi familia. Con mi juventud de esa época, hice cuanto pude por ayudar a mi madre, a mi hermana pequeña, y había regresado al llamado desesperado de mi madre, ahora viuda y con dos hijos más, a una edad bien tierna, sin padre. Les llevo a mis hermanos varones casi dieciocho años de diferencia.
A través de los años, no he podido olvidarme de ese incidente, que vuelve intermitente a mi mente, cuando veo mi recorrido por la vida, en la que he sido siempre el brazo derecho de mi madre, nunca la abandoné, tampoco a mis hermanos. He durado años en mis trabajos, tengo muy buenas amistades. Soy o no responsable? De lo que nunca pude jactarme es de haber mejorado mis garabatos, que yo llamo escritura, pero que importa, escribo ahora en un teclado que me permite ser leída con faciludad.
La causa de esa fealdad de mi letra no es otra cosa que mi impaciencia. Pienso más rápido de lo que escribo.

JOSMA TAXI

Me lo has preguntado tantas veces, no te he querido contestar nunca, no quería recordar pero hoy hay algo diferente… No sé lo que es. Hoy te contaré, con toda sinceridad el motivo de haber dejado de conducir hace veinte años.
Sabes que yo era agente de ventas, así que todos los años viajaba por todo el país, cargando los viejos muestrarios. Cada año el kilometraje que me tragaba iba ascendiendo, puedes calcular… cien mil kilómetros al año, me obligaban a cambiar de vehículo muy a menudo.
Mis primeros autos fueron los más baratos que encontraba en el mercado. Pero el último fue una compra especial. Un Volkswagen potente, con un acabado completísimo, dotado de un motor poderoso, de consumo aceptable.
Me sentía orgulloso de ese coche, era el logro de muchos años de trabajo, de mucho guardar dinero, privándome de mil cosas, su tenencia demostraba al mundo que yo era un triunfador. Sabía, ignoro el motivo, que mi auto también se sentía contento con su dueño, yo era un adulto de mediana edad, no un jovenzuelo de cabeza loca, dispuesto a utilizarlo mal. Los dos sabíamos que éramos la prolongación, humana y mecánica, del otro.
Una tarde noche, con poca visibilidad pues comenzaba a lloviznar, regresaba a mi ciudad, contento con las ventas y satisfecho de lo confortable que viajaba. En la bajada del puerto de Sumàcarcer comenzó a chispear, pronto la lluvia comenzó a ser intensa, tuve que encender los limpiaparabrisas, su sonido intermitente, la visión repetitiva de las rasquetas que lamían la luna delantera, causaron en mi algo parecido a un efecto hipnótico.
En una de las últimas bajadas de aquella carretera de tercera, al salir de una curva, me lo topé, lo embestí, el cuerpo salió disparado, pero antes vi su cara aplastada contra el cristal del auto, repleta de sangre, con una expresión de miedo, de terror que mi impactó.
Al principio entendía que hubiera cogido cierto temor al utilizar mi vehículo, pero me forcé a conseguirlo. Sin embargo, cada vez que llovía, cada vez que los limpiaparabrisas emitían su sonido repetitivo e intermitente, volvía a ver el horrible rostro de aquel ser, aplastado contra el cristal.
Por eso dejé de conducir…

RAÚL LEIVA

Arritmias

25 de diciembre de 1998 – 00:45 hs
—¡Fue sin querer hermano!¡No entiendo como el pibe se fue a cruzar así! ¡Matame loco!¡Te entendería! —gritaba alcoholizado Suárez luego de haber atropellado al menor de los Chávez, los vecinos del fondo. El cuerpito sin vida del niño de tres años se acomodaba al nido de dolor que le tejían los padres con los brazos. Ni siquiera tenían manera de llamar a la ambulancia. Los fuegos artificiales y los festejos ahogaron los dolores y los gritos desesperados por una respuesta que nunca iba a llegar.
31 de diciembre de 2000 – 23:59 hs
Ya se terminaba el año. Había sido duro para todos, la economía y la situación política habían recortado los presupuestos, pero las fiestas son las fiestas y la plata para el vino y la comida, si no se tiene, se pide o algo así. Habían comido como siempre un asado y el vino barato había calmado la sed y las penas. Era una especie de enjuague mental para empezar el año limpio de consciencia.
—¡Vamos a ver los Fuegos artificiales! —gritaba el padre de familia. —¡Dejalo al más chiquito que se asusta en la sillita! Total, lo puede cuidar el hermano. Es un ratito y volvemos. —sentenció el tío.
El cielo se iluminaba como nunca. Los peores años para el país, los fuegos artificiales más luminosos. Se notaba que a algunos les había ido bien.
—¿Qué hacés acá?¿Y tu hermano?¿Lo dejaste solo? —fueron las preguntas sin respuesta. —¡Andá a verlo Marta, querés!¡A ver si se asusta!
Marta avanzó por la casa y se detuvo para sacar los regalitos de abajo del sillón y dejarlos en el arbolito de Navidad manteniendo la poca ilusión que se podía. Abrió la puerta de la cocina y el cuadro la congeló de un golpe.
El grito desgarrador de Marta vino desde el fondo de la casa.
Todos corrieron llevándose por delante los regalos, el arbolito y lo que interpusiera en el camino.
Marta estaba en el piso con el cuerpo de su hijo de ocho meses en brazos.
1 de enero del 2001 – 02:10 hs
La puerta de la guardia del hospital se abrió sin ruido.
—¡Fue una bala perdida! —dijo el tío intentando poner lógica donde ya no quedaba lugar para ningún consuelo. —¡No se pudo hacer nada!
El tono mecánico de la declaración, contrastaba con los gritos de la sala de espera y la posterior batalla campal entre el personal de seguridad del hospital y los familiares de la criatura muerta.
25 de diciembre de 1998 – 00:23 hs
—¡Viejo, dejate de joder con eso! ¡Vamos a ver los fuegos artificiales! De paso saludamos a los vecinos. Después armamos la mesa para brindar.
—¡Andá vos vieja! Vos sabés como me ponen éstas cosas. Dejá que yo ordeno en un ratito y los alcanzo… ¡Andá!¡Dale!
—¡Papi! ¿Puedo ir a la calle a ver los cohetes? —le preguntó el niño a su padre. Chávez le dijo que sí a su hijo, pero le hubiera dicho que sí a cualquier pregunta. Mientras estaba luchando con el pan dulce y las sidras procurando armar la mesa del brindis mientras todos miraban el cielo, escuchó la frenada y los gritos ahogados por las explosiones. Se le borraron los recuerdos desde ese momento hasta que se descubrió con el cuerpo de su hijo en brazos. Algo se le rompió para siempre adentro y la voz del niño, lo acompañaría durante las noches a lo largo de su vida.
13 de febrero de 1998 – 04:00 hs
Chávez no era mal hombre. Era más bien básico. Le habían enseñado de chico la vieja ley que lo iba a sacar de su miseria. El ojo por ojo le había servido para ahogar sus penas y seguir adelante. Era un cascarón que encerraba una vida cargada como un resorte de una bomba que parecía que nunca iba a estallar.
21 de marzo de 2001 15:30 hs
Acomodando unos diarios viejos, un extraño y pesado paquete cayó al piso golpeando a la mujer de Chávez en los tobillos. Abrió la vieja bolsa de nylon para encontrarse con la peor sorpresa de su vida: un revólver calibre 32. Lo destrabó para comprobar con horror que solo tenía una bala disparada. Su vida pasó por delante de sus ojos. Sus oídos se poblaron de gritos lejanos. Un sordo ruido tronó su cabeza. Sus recuerdos la asistieron para quedarse ahí definitivamente. Nunca más habló.

BEA ARTEENCUERO

!!INTERMITENTE!!!
Llegué a un punto de mi vida, en la cuál…
Siento más de lo que pienso.
Las emociones manejan nuestro destino, mirando hacia atrás y al unir los retazos de los caminos recorridos, en todos ellos las emociones marcaron donde llegar; Viaje con La tristeza y camine de la mano de la alegría, llego el tiempo del amor y transite por el dolor.
!!Son tantos lo que he recorrido!! Que en la prisa por llegar, no me detuve a mirar hacia adentro.
Hoy miro mi interior y veo pasar los tiempos vividos, en cada uno deje mi huella.
He buscado en cada recodo una señal que me hiciera entender el porqué del manejo de las emociones, así es que comencé a escuchar las enseñanzas del alma.
Me doy cuenta que mi vida, ha sido y es como un árbol de navidad, donde hay momentos de luz y otros de oscuridad, pero sigo herguida, soy intermitente, mis emociones van y vienen…Se encienden o se apagan según los latidos de mi corazón y los designios del alma!!
Todos empezamos siendo un punto el cuál también creo al sol y las estrellas; Así que no somos más que polvo y estrellas, andando caminos de la mano del destino…
Hoy simplemente soy lo que decido ser!!!

CARLOS RODRÍGUEZ

SÍ PERO NO
Se habían conocido casi por casualidad, y no eran muchas las cosas que tenían en común, casi se podría decir que eran completamente opuestos.
Por aquel entonces él mantenía una relación con la que pensaba podía ser el amor de su vida, y todavía desconocía cuan equivocado estaba.
Coincidieron dos o tres veces más antes de que todo cambiase de repente y aquella relación que él tenía se fuese al traste dejándole bastante mal anímicamente y con el corazón destrozado.
Pero es en estas ocasiones cuando el destino parece sacar su lado más burlón y provocar las situaciones más extrañas, y estaba claro que esta vez tampoco dejaría pasar la oportunidad de jugar un poco con ellos.
Un paseo junto al mar fue su primer encuentro a solas, una conversación donde se iban concatenando frases que en muchas ocasiones desconcertada al otro, un continuo sí pero no, no pero sí, un quiero pero no, algún por qué no te atreves, otros mejor déjalo pasar… vamos, que se sabía si iban o venían.
Aquella cita lis llevó a otra, y así como quien no quiere la cosa surgió un primer beso.
Aquello duro poco, como diría Sabina… “menos que dos peces de hielo en un whisky on the rocks… “
La verdad es que él no lo podía haber hecho peor, había cometido todos los errores posibles y algunos más, y ni tan siquiera se había dado cuenta de ello.
Pero el destino es juguetón, y les volvió a juntar pasado un tiempo, aunque él parecía no haber aprendido nada, y volvió a cometer mil errores, con el consiguiente resultado de una nueva ruptura.
Pero claro, no hay dos sin tres, de modo que pasado un tiempo volvían a encontrarse y aquella atracción que entre ellos existía les empuja a intentarlo de nuevo. Pero claro, como no podía ser de otra manera, tampoco hubo dos sin tres y volvieron a separarse.
Una relación intermitente en el plano sentimental, pero no lo era su amistad, esa perdurará á pesar de la distancia que se imponían tras cada ruptura. Nada de verse, ni llamadas o mensajes durante un tiempo, exceptuando las fechas especiales, ahí nunca faltaba un mensaje.
Paso el tiempo después de aquella última desactivación del interruptor de su personal intermitente sentimental y ambos dejaron atrás todo lo sucedido y volvieron a verse. Esta vez con una mesa de por medio, sentados ante un refresco y un café.
Él esquivaba la mirada de ella, sabía que si sus miradas coincidían ella vería en sus ojos aquel torrente de emociones que en su corazón se habían generado.
Ninguno de ellos hablo del pasado, ninguno hizo el más mínimo gesto que pudiese delatar lo que dentro de ellos estaba sucediendo, nada que dejase entrever sus sentimientos, y es que después de todo… su atracción y sus sentimientos seguían allí, reprimidos bajo la coraza que ambos se habían vestido para no delatarse, para no confesar su amor.

CONCE JARA

Recogía la habitación mientras mi hermana gemela, la Flaca, se tumbó cansada en la alfombra. Fue la primera en nacer. Siempre fue débil y enferma, pero es muy lista. Mis padres la llevan mucho al médico y le dan muchos abrazos y cariños. Me cambiaría por ella
A mí me llaman la Osa, demasiado alta y fuerte para mi edad, al menos eso dice el médico medio riendo y agarrándome del carrillo: “¡Demasiado glotona en el vientre de tu madre! Has dejado huella en la salud de tu hermana”. Pues yo no recuerdo el vientre de mi madre, ni tampoco tanta comida.
Mis padres trabajan todo el día, entonces durante casi toda la semana solo vemos a Macarena, la chica que nos cuida. Ella tendrá quince años, tres o cuatro más que nosotras. Después de merendar le decimos que queremos comprar un helado, y nos deja ir, pero a la vuelta nos pasamos por el videoclub. Me gustan las películas de miedo, a la Flaca no, y Macarena dice que hay que tener más miedo a los vivos que a los muertos.
El chico del mostrador siempre está mirando la televisión, entonces podemos coger la película que nos dé la gana. Si es la más sangrienta, a él le da igual la edad que tengamos. Nos cobra y nos deja ir.
Durante la cena, si mis padres llaman por teléfono es porque vienen tarde y quieren darnos las buenas noches. A las diez Macarena nos acuesta, le da la medicina a la Flaca, la arropa y a mí me dice que si se despierta que la avise. Cuando oigo cerrar la puerta de la planta baja, sé que Macarena ya está en su cuarto y se pone la tele para dormir. Entonces desarropo a mi hermana y la arrastro hasta el salón. No quiere, repite que se va a morir de miedo, que luego sueña y se asusta mucho. No entiende que yo solo quiero que se haga fuerte, para que sea Osa, como yo, por eso la obligo a ver sangre, zombis, vampiros…
Últimamente la Flaca sueña a gritos, suda. Por más que la agito no se despierta, entonces corro al garaje y aviso a Macarena. Ella sube, la despierta, la abraza, le da agua y le canta suavecito hasta que se duerme. Mis padres se preocuparon tanto la última vez que le ocurrió, que fuimos al médico. El doctor dijo que solo eran “terrores nocturnos”, que se le pasaría ya que solo era cuestión de tiempo.
Hemos cogido una película que se llama “La huella”, porque la Flaca dice que las de policías no le dan tanto miedo y le hacen pensar. No sé qué le dará por pensar. Mis padres deben de estar ya durmiendo. Bajamos al salón y al encender la tele oímos ruidos en el bajo. Había alguien en el garaje. Abrimos lentamente la puerta, bajamos la escalera y oímos a Macarena en su cuarto. Decía: “No, no, no por favor” y después un rugido. Debía tener una gran pesadilla y la Flaca sin pensar golpeó con fuerza la puerta de la habitación para despertarla y entonces, de dentro, apareció mi padre…
Al día siguiente Macarena había desaparecido sin dejar huella.
Hoy en el videoclub la Flaca me ha dicho que coja la película que quiera. Dice que ahora ella tiene más miedo a los vivos que a los muertos. ¡No hay quien la entienda!

DBARRIOS BARRIOS

Dejar tu huella en el mundo.
Algunos parecen nacer con una cualidad inherente para labrar su camino y forjarse un destino que los lleve a alcanzar el excitó con relativa facilidad.
Otros parecen ignorar las oportunidades con insistencia maniaca, para reafirmar su mala fortuna y abrazar el desconsuelo de su propio pesar. Los primeros no temen salir de la zona de confort y los segundos desarrollan escotoma mental negando se a ver las oportunidades y el progreso. En ambos casos, sean cuales sean las circunstancias en las que crecieron y desarrollar sus personalidades, lo que los lleva a diferenciarse es la decisión que toman en cuanto a los senderos que recorren.
Para dejar una huella solo debemos dar el primer paso, avanzar y seguir avanzando recordar lo transitado, pensar en la meta, pero enfocarse en cada paso dado. Solo tu puedes decidir que clase de huellas dejas tras de ti.

SHEILA SHEILA

La chiky le decían sus amigos en la calle, trabajaba por allá en el sur de la capital vendiendo mangos en una esquina… pagaba 30 mil diarios para poder dormir en una pieza pequeña, todos los lunes temprano tenía que luchar con los precios altos de los mangos en abastos..
-eso está muy caro.ome no lo puedo vender alto… por que nadie me lo compra, la economía está demasiado dura para dar los precios altos-
– no ve mamasita que eso es lo que se puede cobrar para ganar al menos algo?? – le contesta uno de los empleados del lugar.
arrecha se va para su sitio de trabajo, su cara denotaba cansancio desánimo, su compañero le decía:
– los precios de las cosas parecían intermitentes, suben y bajan , aparecen y desaparecen, a él le tocaba vender los tomates chontos a 2000 y a 3000 imaginense… ya los clientes ya ni vienen por acá o se van a otro plate… donde le den más
baratico…. mija esto está invivible va tocar reciclar a ver como nos va. mencionó al amigo.
Pasados 4 meses todo se puso peor ya el salario min no alcanzaba.. en abastos la comida se la robaban por que lo que pedian era desmesuradamente alta, más bien la gente la dejaba podrir, no quedaba de otra , algunos anaqueles están vacíos , la chiky solo iba para ver y coger lo que hubiera ya no para vender sino para poder comer.
Basado en una historia real.

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18 comentarios en «Intermitente – Miniconcurso de escritura»

  1. Esta semana ha habido un montón de relatos extraordinarios. Difícil elección.
    Finalmente, mi voto esta semana es para:
    – Antonio José Romero Gómez
    – Rodolfo Alberto Michia

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