Rodar por la escalera

 Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «rodar por la escalera». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 14 de julio!

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** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

CORONADO SMITH

Hola queridos niños, niñas y seres extra-corpóreos. Podría contaros cientos, o tal vez miles, de historias sobre lo traicioneras que son las escaleras, como aquella en la que Mr Monster y Dilita acabaron rodando cuando el intentó subirla en brazos después de una noche de Absenta. O aquella otra en la Santi y Lisensiado intentaron cambiar una bombilla subido uno a hombros de otro. O quizás aquella que… ¡No, no me apetece hablar de escaleras, no señor! Hoy voy a hablaros de setas. Supongo, que casi como todo el mundo, tenéis la creencia de que las setas son plantas, pues no, las setas están más emparentadas con los animales que con las plantas, puesto que pertenecen al reino Fungi, y ahora pregunto yo ¿Consumen carne los vegetarianos que comen setas? Me da igual la verdad, a mi lo que me interesa de las setas es que es el hogar de un tipo de duendecillos de la suerte conocidos con el nombre de ahhh, brum, plaf, plof, trrrennntummm, cataplof. ¿Pero quien narices ha dejado este sitck vacío de smothie de remolacha al pie de las escaleraaas?
– Corre Lisensiado, corre.
-Raudo y veloz, Santi, raudo y veloz-.

MARÍA CRUZ ESTEVAN APARICIO

Mi habitación estaba en el piso de arriba.
El teléfono en el hueco de la escalera de la gran escalinata que sale del «Joly» y termina en la planta antes citada.
Me tiré de la cama y descalza corrí por el ancho pasillo. Bajé un peldaño, dos y un tras pie me hizo rodar por las escaleras..
Di de narices en el piso.
Me levanté aturdida y camine hacía teléfono. Descolge el aparato.
Dígame
Una voz de Ángel dice…
Perdone, me he equivocado.

ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO

Un misterio para los científicos. Basado en hechos probables.
Un ministro cuasi inmortal
¡¡¡Clon, cataclón, cataclón, cataclón, cataclón, boing!!!
― ¡Sebastián, por favor!
― ¿Señor?
―Tráeme el cepillo adhesivo, que en las escaleras había un par de pelos de Lendínez y quedan feos en el traje de Calvo Kleenex. Debes reprender seriamente a Lucinda, no se puede permitir que las pelusas gatunas campen a sus anchas por la mansión. Tengo una importante reunión en el Congreso de los Diputados y ya sabes que, para mí, la imagen es lo primero. Ah, y avisa a la señora, que tengo un parlamento pendiente con ella.
―Aquí tiene el cepillo. La señora ha salido y se ha llevado a la peluquería canina a Iribarne, que estaba ciertamente desastrado. Me ha encargado que le dijera que, si se caía por las escaleras, no olvidara repasar la gomina de la melenita Mario Conde, que seguro que se le movía hacia un lado, como así ha sido, señor. Doña Pitita siempre está en todo.
―Detrás de un gran hombre, siempre hay una gran mujer. Mi único reproche se debe a su amor irracional por los animales, esos seres abyectos y peludos. Y, los nombres que les pone. ¿Consideras adecuado que un gato se llame Lendínez? Me parece una aberración. Ningún compañero de partido conoce esta información, y así debe seguir siendo. Sería el hazmerreír del ministerio.
―Mis labios están sellados, señor. Al salir, tenga cuidado, que ha venido el jardinero y siempre hay herramientas por el suelo.
―No hay cuidado, Sebastián, estaré vigilante.
¡¡¡Boooooinggg!!!
―El licenciado ha pisado el rastrillo y el palo le ha dado en pleno rostro, señor Sebastián.
―Estaba visto. Sigue con tu labor de embellecimiento, Claudio Patricio, el ministro no se inmuta ante estas rémoras del destino. Ya está en manos de Bernardo, a Dios gracias, un experto chófer. Con él, el señor estará seguro.
―Bendiciones, continúo con mi cometido en el jardín.
―Buenos días, Bernardo. Al Congreso. Hoy es un gran día. Si todo transcurre como es de esperar, seré el próximo candidato a la presidencia.
¡¡¡Boooooinggg!!!
―La cabeza, señor ministro, siempre se le olvida agacharse para entrar en el coche.
― ¿Se me ha estropeado el peinado, Bernardo?
―No, señor, el ricito trasero está impoluto, arquitectónicamente brillante.
― ¡Avanti, pues, fiel conductor!
¡¡¡Plooooongg!!!
― ¿Se ha pillado la mano de nuevo con la puerta, señor ministro?
―Efectivamente, Bernardo pero, por gracia de la divina providencia, la manicura no ha sufrido desperfectos. Todo fluye correctamente, en un perfecto devenir. Encaminémonos, sin prisa, pero sin pausa, al encuentro con la gloria. Mira al frente con gallardía, que se vea la clase que despiden todos los poros de tu cuerpo.
―Gracias, señor. ¿Se ha fijado que yo también me he engalanado para la ocasión? He considerado adecuado desempolvar el traje de tweed de las grandes citas. Combina a las mil maravillas con los zapatos de charol, que tuvo a bien regalarme su señora de usted.
―Ay, Pitita, Pitita, ¿qué haría yo sin mi ángel de la guarda? Cuando está a mi lado, nunca pasa nada y, sin embargo, en su ausencia, sufro constantes incidentes que, afortunadamente, no afectan a mi integridad física. Es curioso, Bernardo. Alguna explicación ha de tener, pero no alcanzo a vislumbrarla. ¿Qué opinas, basándote en la sabiduría popular?
―Ni la cultura milenaria oriental explicaría su inmunidad ante las circunstancias dolosas de la vida. Tome, señor, el termo, es la hora exacta de su café in itínere.
―Estás siempre atento, Bernardo. Glubs, glubs, glubs. Bien, acabo de quemarme el esófago. En breve, habrá que llamar a los bomberos, tal es el fuego que hay en mi interior.
―Su agua helada, señor.
―Gracias, estimado amigo. Estoy valorando seriamente nombrarte empleado del mes. ¿Quién te lo iba a haber dicho hace veinte años, cuando entraste a mi servicio, siendo un jumento imberbe e indocumentado? No me choca que beses por donde piso.
―Jamás habría soñado prosperar de esta manera en tan poco tiempo. Es usted un ser magnánimo. Si todavía no he tenido un aumento de sueldo desde entonces, es por la importancia de sus asuntos, que le impiden advertir las banalidades de los que tienen la fortuna de permanecer en su entorno. Ya hemos llegado, señor.
¡¡¡Cataplás, boing!!!
―No se preocupe, señor ministro, el amable y eficiente chófer me había advertido sobre su golpe en la cabeza y la posterior caída tras engancharse con el cinturón de seguridad. He colocado una moqueta móvil, recién aspirada, y su traje no ha sufrido daños. Está usted hecho un pincel. ¿Le ayudo a incorporarse?
―No es necesario, ujier. Informaré a sus superiores de su entrega en el cumplimiento del deber. Ahora, raudos, traspasemos la vigilancia de los esbeltos leones. Sus otras señorías me estarán esperando como agua de mayo.
―Con cuidado, señor ministro, los escalones están recién…
¡¡¡Clon, cataclón, cataclón, cataclón, cataclón, boing!!!
―… fregados.
―Qué contrariedad. No me he traído el peine anti precipitación por escaleras de piedra.
―Tengo uno de repuesto. Me lo entregó en custodia su chófer, el ínclito Bernardo, siempre tan previsor.
―No he tenido muy mala suerte con su contratación, aunque últimamente está demasiado reivindicativo con las cuestiones del vil metal. No me lo imaginaba tan interesado. Sube detrás de mí, ujier. Así, si me caigo, dispongo de un colchón de grasa, que para algo tenía que servir tu obesidad mórbida.
―Bienvenido, señor ministro, el pleno le espera con expectación. Se habla de un proyecto de ley revolucionario.
―Y cortos se quedan. Es homérico, hercúleo, descomunal. Esta sesión…
― ¡Cui…
¡¡¡Crashhhhhhhhh, cling, cling, cling, cling!!!
―… dado, la puerta de cristal!
―Mi enhorabuena a los limpiacristales del Congreso, presidenta del mismo. Gran trabajo. No los contrato, porque en mi mansión no queda ni un cristal vivo. Se han ido rindiendo a mi paso sin solución de continuidad. Pitita se pinta con la imaginación como espejo, y así le queda, perdón, ha sido una broma inaceptable.
―Se le han quedado múltiples cristalitos incrustados en la capa de gomina del pelo, ¿aviso al peluquero de esta santa institución?
―No será necesario. Muy al contrario, la última vez que traspasé esta puerta invisible, el artista de la estética capilar valoró muy positivamente el efecto flash que le proporcionaban a mi conservadora cabellera. Incluso nosotros hemos de abrirnos a la modernidad. Eso sí, dentro de un orden. Libertad, sí, libertinaje, jamás de los jamases.
―Accedamos al hemiciclo por arriba, así la entrada será todavía más triunfal.
―Excelente idea, presidenta.
¡¡¡Clon, cataclón, cataclón, cataclón, cataclón, boing!!!
― ¡¡¡Jua, jua, jua, ja, ja, ja , ji, ji, ji, juas, juas!!!
― ¡¡¡Buuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!!!
―Señoras y señores, compórtense, o les desalojo. El ministro, aparentemente, no ha sufrido daño alguno en la caída por los ciento cincuenta escalones de bajada. Bueno, solo una nimiedad, acérquese, por favor.
―Diga, señora presidenta.
―Tiene un excremento de pájaro en la espalda, aunque es casi imperceptible.
― ¡¡¡Nooooooooooooooooooooooooooooooo…!!! ¡¡¡Aaaaaaarrrrrggghhh…!!!
* * * * * * * * * * *
―Doctor Smirnoff, ese que han ingresado en la UCI con un infarto, ¿no era el ministro Segismundo Horacio Pérez de las Cuevas y Álvarez de Salamanca, varias veces Grande de España?
―Sí, doctor Vega Sicilia. Estos nobles, siempre intentando llamar la atención y, al fin y al cabo, son unos flojos.
―Es que no somos nadie…
―Ya le digo, doctor, ya le digo…

BENEDICTO PALACIOS

RODANDO POR LA ESCALERA
Dimás Nonnato, hombre hábil, modernísimo y bien dispuesto, había dibujado, ayudado de escuadra y cartabón, una escalera manual con pasos irregulares, es decir, que en ella cada peldaño se correspondiera con el impulso que cualquiera realiza al caminar, aunque para el caso se trataba de subir. Estaba seguro de que era aquel un prototipo verdaderamente original, y que a nadie se la había ocurrido fabricar hasta la fecha semejante prodigio de ingenio. Para los peldaños eligió maderas de calidad y de dureza extrema: olivo, acacia, granado y haya, que eran difíciles de trabajar pero seguras y firmes. Porque los pasos tendrían que quedar sueltos de una parte, es decir, sin fijarse en el nervio opuesto. Y en el dibujo previo colocó uno cada 9 centímetros, pues sabía que en la escalera habitual los peldaños solían distribuirse a unos 18 centímetros de separación.
Entretuvo más de un año en la fabricación de tan sutil ajuar por la dificultad de apoyar cada peldaño en un solo nervio. Y cuando logró finalizar la obra, sujetó la escalera en la pared sobre la que pensaba fijar unos cuadros, porque todo aquella ración de inventiva no tenía otra finalidad que esta, servirse de una escalera asaz original para colgar unos cuadros. Y este era el motivo: colgados los cuados dejar una espacio para que todos pudieran contemplar de seguido aquel curioso invento. Él no era artista, sí un buen artesano. Para muestra la escalera.
El paño de pared tenía tres metros y medio de alto por cinco de anchura, suficiente para colocar los adquiridos, algunos de grandes proporciones y todos de autores poco conocidos pero muy cotizados. Una fortuna.
Clavó en la altura conveniente las escarpias, ocupando los lugares centrales dos de Brais Nondedeu con estos títulos: Juego de Afectos y Asistente de Resentimientos. Lo merecían porque a su parecer se trataba de un artista que almacenaba talento y al que esperaba un glorioso porvenir. Lástima no ser su mercante.
Colgó en los extremos de la pared las últimas adquisiciones y dejó para el final un cuadro de Brais, el Asistente de Resentimientos, cuyo título se debía al tamaño de oscuridad con que había sido dibujado. Otro que no fuera tan resentido como el propio pintor habría logrado pintar aquellas formas extrañas con colores neutros. Inició el ascenso poniendo un cada pie a distinto nivel, como era obligado tras la construcción de la escalera, y sucedió que para llegar hasta la escarpia donde debía colgarlo necesitaba los dos pies a igual altura.
—¡Maldita sea!
Fue el más suave reniego, porque se venció la escalera al cargar todo el peso de su cuerpo sobre el peldaño cojo, perdió luego el equilibrio, soltó el cuadro Asistente de Resentimientos y cuando creía que terminaría en el suelo, ocurrió un milagro. El cuadro quedó prisionero entre los peldaños pero agujereado por el tres y el cuatro. Un siete de buen tamaño uno y un boquete de diez centímetros el otro, pero entero el dueño.
—Alabado sea el ingenio, porque de haber construido la escalera al modo tradicional hubiera yo rodado hasta el suelo. Se rompió el cuadro y bien que lo siento, pero conservo las costillas sanas.
Lo subió a las redes y el dueño de una galería compró el cuadro roto y la escalera coja. Y no estuvo expuesto todo ello una semana porque un anónimo lo adquirió por una suma indecente.
Moraleja: si ruedas por una escalera, puedes terminar hecho un cuadro.

KARLOS WAYNE

CAIGO RODANDO
.
DESDE LAS ESCALERAS
.
QUE ME CONSTRUYES

ALBERTO MEDINA MOYA

Cuando se disponía a salir del portal, Javi oyó el estruendo, seguido de unos segundos de silencio y una voz lastimosa que pedía ayuda. Subió raudo las escaleras y se encontró al anciano que vivía en su planta sollozando en el rellano. Sin dudarlo un instante llamó al 061, y en menos de una hora Fernando, que es como se llamaba, se encontraba reposando en una cama del hospital Carlos de Haya con la clavícula y el fémur rotos, y varias contusiones en diferentes partes del cuerpo. Javi se despidió de su vecino con el propósito de volver al día siguiente. Y así fue. Volvió cada día de los ocho que estuvo Fernando ingresado.
No solo eso, el chico fue el principal apoyo que tuvo el anciano a lo largo de su rehabilitación. Le hacía la compra, le ayudaba en el aseo y el vestir; Javi fue encontró en su vecino a un hombre con una cultura ingente y un exquisito sentido del humor, y Fernando encontró en su joven amigo alguien noble, curioso y sensible. Pasaban las horas jugando al ajedrez y conversando sobre lo mundano y lo divino. Quién le iba a decir a Javi que llegaría a apreciar tanto a aquel anciano que vivía en su planta y del que no sabía ni su nombre. Cómo olvidar el momento en que oyó cómo abría su puerta y él se metió rápido en el ascensor para no tener que esperarlo.

FÉLIX MELÉNDEZ

Rodando por las escaleras.
Tercera planta, edificio medio en ruinas, la abuelita, lento, lento y despacio, en cada escalón se balanceaba la bolsa de plástico que llevaba colgando, con muy poquita comida. Sólo el ruido forzado de un plástico rozando su mano.
Poco a poco, primero un pié y después el otro, subía y subía con el corazón medio roto, a veces descansaba en el rellano, después continua su camino, como si le fuera la vida en ello. Como si aquellos fueran sus últimos pasos. Sus manos ya arrugadas se agarraban de la barandilla que se movía hacía los lados, con fuerza, ella subía hablando sola, entre los esfuerzos y la respiración nadie entendía, las palabras que se perdían en un eco, por el hueco de la escalera.
Una vieja escalera de madera con muchos años encima, que gritaba a cada paso, quejándose con un crujir astillado.
Las paredes empapeladas con dibujos de flores granates, observaban el tiempo. Sobre los apliques torneados y bronceados, con forma de vela se escapaba una luz tenue, que temblaba apenas alumbraba más allá de la triste pared escarlata.
La abuelita continúa subiendo, sus tacones están gastados, por la parte de atrás, hace tiempo que perdieron el color, aparentemente están muy rozados, moviéndose para los lados.
Cuando de buenas a primeras, un ruido fuerte, escandaloso hace temblar toda la escalera.
Se mueven los escalones y un grito seco suena.
¡Abuela! Cómo subes tan despacio.
En un segundo, la abraza su nieto y la lleva de volandas, hasta su casa.
La abuelita no puede por más, que poner una sonrisa de oreja a oreja. No importa hijo, tengo más en la nevera. la bolsa cayó rodando por las escaleras.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Era una mañana gélida en tierras colindantes a la capital, el reloj marcaba las ocho y cuarto de la mañana. Roger, cómo de costumbre estiraba lo de levantarse todo lo que podía pese a estar ya despierto, le gustaba quedarse en la cama remolineando.
Gabriela, la esposa de Roger siempre se levantaba pasadas las siete de la mañana para preparar el desayuno y sobre las siete y media solía avisar a Roger gritando que el desayuno estaba preparado, pero esa mañana no sucedió. Gabriela se despertó cómo de costumbre a las siete de la mañana y bajó a la planta de abajo…
Roger consiguió despegarse de las sábanas pasadas las nueve de la mañana, al bajar a la planta de abajo tropezó y al final acabo rodando por la escalera, se hizo una brecha considerable.
Al rodar la escalera notó cómo un charco de sangre rodeaba la escalera y este rastro seguía hasta la puerta de la calle.
Roger comenzó a indagar tras curarse la brecha, incrédulo por la situación y a la vez preocupado por la ausencia de Gabriela.
-Gabiiiiiii-. Gritó Roger desesperado al comprobar que el rastro de sangre finalizaba en el pomo de la puerta.-
Tras un par de horas buscando por todos lados sin éxito Roger decidió llamar a la policía para denunciar la desaparición de Gabriela.
Continuará.

BEGO RIVERA

La fotografía
Mi hermano Billy y yo éramos los matones del pueblo. Cuando llegó el chico nuevo, Charles, era objeto de nuestras burlas y vejaciones.
Un día le acorralamos y mi hermano Billy le quitó su bicicleta. Para inmortalizar semejante hazaña hice una foto con la vieja cámara de nuestro padre.
Mientras disparaba la cámara, con Billy desafiante…Charles dijo: » si no me devuelves la bicicleta… morirás»
Billy y yo nos reímos un montón.
Al día siguiente Billy murió: de pronto, sin razón aparente. Simplemente no despertó.
Días más tarde empecé a encontrarme mal; incluso rodé por las escaleras de casa y casi me mato…me asusté.
Decidí revelar el carrete para recordar a mi hermano.
Cuando tuve las fotografías me quedé mirando la del día del robo de la bici: estaba Billy, borroso, apoyado en la bicicleta…sonriendo. Estaba Charles, tal y como yo recordaba, pero aparecía sobre su hombro un gato negro…que no estaba ahí cuando saqué la foto…
Corriendo fui a casa de Charles y le devolví su bici. Comencé a sentirme mejor.
Él simplemente sonrió.

JUAN JOSÉ SERRANO PICADIZO

«Rodando por las escaleras»
Sube firme la escalera,
Derramando a laureles,
Lo que ronda mi cabeza.

CÉSAR BORT

Rodando por las escaleras
El último ganador de Roland Garros fue Joe Smith. A pesar de no haber pasado de segunda ronda, su popularidad no decayó durante todo el torneo, antes al contrario, aumentó a raíz de sus comentarios, sus extravagancias, sus salidas y entradas de tono. La máxima popularidad coincidió con la final del torneo. Su performance, rodando por las escaleras, le dio los likes necesarios para salir victorioso. Una gran gesta que espera superar el año que viene, a prometido ganar sin pasar de primera ronda.

JACINTO FERNÁNDEZ LOMBARDO

«La nube no se va nunca. Tiene alquilado este trozo de cielo para siempre» —se decía el escritor mientras miraba por la ventana de la buhardilla. Sobre la mesa, una vieja máquina de escribir con un papel en blanco, un cenicero rebosante de colillas y unas manos acalambradas sobre el teclado.
Desde que ella murió, solo había sido capaz de escribir su nombre, cientos, miles de veces. La papelera estaba llena de folios arrugados, como las sábanas sobre la cama deshecha.
«L-U-C-Í-A». El sonido metálico de las teclas volvió a repiquetear en la habitación como la lluvia lo hizo durante toda la noche. Se hizo de nuevo el silencio. La soledad lo ocupaba todo, como un gran bloque de hormigón en un pozo.
Una golondrina que busca dónde hacer su nido se posa y le mira tras el cristal. Él alza su mirada profunda y la observa. «La primavera está por llegar» —piensa. Decide, de pronto, asomarse un rato a la calle. Se mete el pantalón y se abrocha los botones de la camisa mientras sale al rellano. Respira hondo y se prepara para el reencuentro con el mundo. Avanza dos pasos, se pisa el cordón de los zapatos y rueda por la escalera…

IRENE ADLER

ONCE DÍAS EN LA VIDA DE TERESA NEELY
-Quisiera hablar con el inspector Macfadden, por favor. ¿De parte de quién? Mi nombre es Agatha Mary Clarissa Christie. Sí, la novelista. ¿Inspector Macfadden? Buenos días. Estoy divinamente, muchas gracias. ¿Qué si mi esposo Archibald ha intentado asesinarme? ¡Por Dios santo, qué idea tan peregrina! Desde luego que no, pobre Archie. He visto la noticia de mi desaparición en la prensa, inspector, y me pareció oportuno informar a Scotland Yard de que no me encuentro desaparecida. Por supuesto que le contaré lo que ha pasado en estos once días. ¿Puede usted venir a tomarme declaración al Swan Hidropathic Hotel de Harrogate? ¿Esta misma tarde? Maravilloso. Una cosa más, inspector. ¿Sería mucha molestia pedirle que traiga usted mi coche?
El inspector Dylan Macfadden tiene uno de esos rostros equinos frecuentes entre ciertos caballeros ingleses. Es turbio y modernamente desaliñado. Agatha sospecha que bebe en demasía y el desaliño es fruto de un snobismo idiota que asocia la falta de higiene con cierto estilo bohemio, romántico e intelectual. Craso error: el desaliño no es síntoma de nada, salvo de desaliño. Se sienta frente a ella, alisando con las manos largas y pálidas la corbata sucia. Ella sirve té. Él saca del fondo abisal de su gabán arrugado una libreta de notas. Típico. Con una sonrisa cortés, Agatha Christie calcula mentalmente, cuánto tardará el pobre hombre en renunciar a tomar notas. «Por favor que no lama la punta del lápiz, por favor, es una costumbre repugnante». Macfadden humedece el lapicero con los labios. Típico. Y ella empieza a hablar sin que el inspector le pregunte nada.
-Hace once días sufrí una… ¿Cómo llamarla? Crisis de melancolía.
-¿Qué la provocó?
-Archibald me pidió el divorcio. Soy católica ¿Entiende? Sé desde hace años que Archie se acuesta con una jovencita con la que juega al golf. ¡Qué despropósito! Sí me dijera que juegan al polo o al tenis, lo entendería. No sé, algún deporte que requiera cierto brío, gallardía o destreza. ¿Pero el golf? ¿Con esos atuendos ridículos, dos adultos persiguiendo una pelota sobre un césped, a la espera de acertar en el agujero adecuado? Es patético. Y sí, reconozco que registrarme aquí usando el apellido de ésa perniciosa putita ha sido una concesión malévola a la vanidad. Un exceso histriónico. En fin… que empecé a considerar seriamente la idea del suicidio. Una manera efectiva de librarme a la vez de Dios y de Archibald, dos presencias opresivas, se lo aseguro. Pero tengo una reputación que deseo que me sobreviva, así que de antemano descarté la posibilidad de arrojarme por una ventana o a las vías del tren, por considerarlo algo propio de mujeres desesperadas y sin recursos intelectuales. Mi siguiente opción fue abrirme las venas en la bañera. Hasta que me puse a pensar en la pobre señora Alcott. Es nuestra ama de llaves, una mujer encantadora y sumamente diligente pero sin estómago. Ni siquiera es capaz de retirar los estorninos muertos del porche cuando se estrellan contra los ventanales. Pasa a menudo ¿Sabe? Pero imaginé a la pobre señora Alcott teniendo que hacerse cargo del estropicio, y me dije que era muy poco considerado por mi parte hacerle éso. En cualquier caso, la idea me repugnaba ligeramente, y no quería pasar a la posteridad como un Marat cualquiera, así que desheché la bañera y las cuchillas: sucio y melodramático en exceso. Entonces me vestí con una preciosa bata de boatiné que me compré en mi última visita a Shanghái y me coloqué en lo alto de la escalera. Me consta que ha estado en mi casa en éstos últimos días, interrogando a mí marido, pobre Archie. ¿Se fijó usted inspector, en la alfombra que hay al pie de la escalera? Archibald la trajo de Afganistán, carísima, creo, tejida a mano, el Renoir de las alfombras. Pues resulta que nunca la había admirado desde una posición elevada. La urdimbre tiene un delicioso diseño que representa a un pavo real con la cola plegada. No abierta y deslumbrante, no, cerrada. Fue como una revelación: aquel animal majestuoso, hierático, elegante en su quietud perfecta. Elegante y discreto. ¿Entiende? Yo debía morirme con esa misma actitud estática. Con elegancia y discreción. Porque uno se muere para toda la eternidad, ¿Entiende inspector? Podía rodar por la escalera con la incierta esperanza de oír quebrarse a mis vértebras cervicales con un clack clack de ramitas secas, pero también podía romperme los tobillos, el fémur y la cadera, pero que mi cabeza acabara reposando intacta sobre la alfombra afgana de Archibald. Intactas por igual la alfombra y la cabeza. Rodar por las escaleras resultaba igual de escandaloso y vulgar que tirarme por una ventana. Así que me vestí, subí al Morris y conduje. La campiña está preciosa en esta época del año y el Morris es un coche para la libertad. Creo que ahí pergeñé está pequeña broma para el pobre Archie. Una revancha, digamos, por enamorarse jugando al golf. Quería hacerle sudar, supongo. En el golf ni siquiera se suda. En lo que a mí respecta, sólo por esa razón, ya no es un deporte.
-¿Estrelló el coche usted misma?
-¿Con franqueza? No lo recuerdo. Es posible. Me hice un corte, creo.
-Encontramos sangre en el coche. Y una maleta, su abrigo, su bolso y un zapato.
-Entonces sí me hice un corte. El resto lo abandoné con premeditación me temo. Soy escritora, sé infinidad de cosas inútiles que resultan de utilidad en el momento más inesperado. Los zapatos, por ejemplo. La gente pierde los zapatos en un accidente de tráfico y también en las guerras. Produce una congoja extrema la visión de un zapato huérfano en una cuneta, una conmiseración indescriptible. No hay nada más conmovedor que ése triste zapato como recordatorio último y póstumo de toda una existencia. Saqué algunos chelines del monedero y dejé el resto. Caminé por la carretera de Surrey cojeando porque sólo llevaba un zapato y llegué hasta una estación de tren. Compré un billete a Harrogate, conozco el Swan Hotel desde hace tiempo, muchas de mis amistades toman las aguas aquí. Yo no he visitado nunca el balneario pero me gustan las habitaciones que dan al oeste. Tienen buenas vistas. La comida es espantosa desde luego y el té está rancio, pero es un escondite encantador. Me he pasado los últimos once días imaginando al pobre Archie enredándose en una telaraña de confusas afirmaciones y excusas sin sentido, empeñado en mantener al margen a la tonta de Lucy Neely, cómo esos animales que se debaten en arenas movedizas, hundiéndose más y más en el esfuerzo inútil por salir.
-¿Me está diciendo que fingió el accidente de coche y su propia desaparición para castigar a su marido por engañarla? Durante once días, señora mía, lo hemos considerado el principal sospechoso. Scotland Yard movilizó en su búsqueda una ingente cantidad de efectivos. Inglaterra y el mundo entero han vivido conmocionados su caso durante estos once días. ¿Y estaba usted aquí tomando té y leyendo las noticias?
-¿Perverso a qué sí? Y mucho más divertido que matarme. ¿Le sirvo más té inspector?

PEDRO A. LÓPEZ CRUZ

SERVICIO DE LIMPIEZA
Desde que había llegado, a primera hora de la mañana, Dolores no había parado de refunfuñar. A esas alturas ya debería estar más que acostumbrada, pero por más que lo intentaba nunca se terminaba de habituar a las inesperadas sorpresas que solía encontrarse al iniciar su jornada. Su difícil carácter tampoco ayudaba demasiado.
Tras muchos años ligada profesional y emocionalmente a esa gran familia, ya conocía cada uno de los entresijos de la enorme y lujosa mansión, y de todo cuanto ocurría en su interior. La familia había depositado en ella toda su confianza, algo muy de agradecer en los tiempos que corren. Una confianza que a ella no se le pasaría por la cabeza quebrantar bajo ningún concepto. Acudía puntualmente todas las mañanas para realizar la limpieza rutinaria, pero también cada vez que la requerían para algún trabajo extraordinario o imprevisto. A pesar de las excentricidades de aquella familia, su lema siempre había sido ver, oír y callar.
Dolores se sentía muy orgullosa del nivel de profesionalidad que había alcanzado. Conocía todos los secretos del mundo de la limpieza. Nada se le resistía. Sin embargo, había trabajos que parecían ponerla a prueba. La noche anterior debía haber sido de las más intensas, a juzgar por los restos que habían quedado esparcidos por todas partes, esperando a ser limpiados a la mayor brevedad posible. Aquella mañana, mientras frotaba con ahínco, no pudo evitar escuchar la conversación proveniente del despacho de Ángelo, su jefe, mientras, teléfono en mano, explicaba los detalles de lo acontecido en las horas previas:
– Sí, claro. No tienes por qué preocuparte. Pronto tendrás tu comisión. El trato se ha cerrado según lo acordado. Salvo algún pequeño imprevisto. Al principio estaba algo reacio, poco colaborativo… ya sabes cómo son estas cosas. Tuve que darle un pequeño empujoncito, una palmadita cariñosa en la espalda para que se lanzara. Pero al final, todo resuelto. Los demás lo comprendieron inmediatamente. No te imaginas lo convincente que puedo llegar a ser… Ya sabes. La cosa nuestra, esa característica que hace tan peculiares a los de nuestra familia.
Ángelo hablaba de sus negocios con total naturalidad. A diario movía ingentes cantidades de dinero y no dudaba en hablar de ello sin el más mínimo reparo. Aunque era perfecto conocedor de la afilada agudeza del oído de Dolores, que siempre solía andar pululando por ahí, nada de eso le preocupaba. Ella ya prácticamente era parte de la familia.
Como quien escucha esas conversaciones a diario, Dolores sonrió, agradecida por la confianza depositada en ella. Su trabajo como limpiadora de uno de los mayores “gerentes” de la mafia le llenaba de orgullo y satisfacción. Pertenecer a una gran organización y estar muy bien pagada eran dos alicientes más que suficientes. Sin embargo, era un trabajo que ataba mucho y requería de una confidencialidad absoluta.
No era la primera vez que encontraba algo así, pero en esta ocasión, a juzgar por los escandalosos restos y las manchas repartidas por doquier, la caída por las escaleras debía haber sido espectacular. Ella sabía perfectamente cual era su misión. Dejar todo aquello impoluto y en el caso de que alguien sospechase lo más mínimo hacer que todo pareciera un simple accidente.
Y así, mascullando entre dientes, Dolores continuaba aplicando el producto a conciencia, mientras frotaba una y otra vez con el cepillo de raíces intentando no dejar el más mínimo cerco. Las manchas de sangre, como todo el mundo sabe, son bastante difíciles de limpiar. Mucho más cuando ya se ha coagulado y se extienden por todos y cada uno de los peldaños de una lujosa escalera de mármol blanco. Qué poco cuidadosa es la gente. Aún le costaba entender cómo una persona, simplemente rodando las escaleras, podía llegar a salpicarlo absolutamente todo de rojo.

MARÍA GALERNA

La escalera
Nadie viene a verme. Donde habito siempre hay oscuridad, menos en la escalera, allí se ve el reflejo de una ventana que ya no existe. ¿Habéis contado sus peldaños? Yo sí, infinidad de veces, treinta y dos. Sentí cada uno en mi cuerpo la tarde que caí por ellos. No morí, aunque mis recuerdos son vagos, solo recuerdo despertarme en una habitación oscura, sin ventanas, sin puertas…
Pero sigo bajando la escalera y cuento los peldaños. Y noto unas manos que me empujan, que me levantan del suelo al pie del último escalón. Y me llevan a un sitio pequeño, frío, donde todo es negrura. Oigo ruidos fuera, como si construyeran algo…
Cuánto llevo aquí, no lo sé. ¿Habéis contado los escalones?
Nadie viene a verme.

RAÚL LEIVA

Circular

La noche lo había sorprendido con una sed descomunal propia del verano y la comida salada con la que acostumbraban a celebrar los viernes el final del trabajo. Cuando la luz de la heladera se desvaneció tras el cierre de la puerta escuchó que lo llamaban. No distinguía la voz, pero se le antojó familiar y con un dejo de angustia, así que salió de la cocina casi en puntas de pie. En lo alto de la escalera alcanzó a distinguir un pequeño bulto, al encender la luz se encontró con un niño que lo miraba con tristeza y con los brazos abiertos. Quiso gritarle, pero no hubo aire en su garganta y se echó a correr casi en cámara lenta mientras los vidrios quebrados del vaso contra el piso oficiaban de banda de sonido del macabro espectáculo. Estiró su mano lo más que pudo, corrió tanto como le daban las piernas resbalando torpe en el frío piso mientras que el niño comenzaba a avanzar hacia una caída inevitable. Casi como una enorme araña trepó los escalones, de dos en dos, con el corazón hecho un nudo y las palabras ausentes. El diminuto cuerpo del niño pasó el límite y comenzó a desplomarse contra los duros escalones, en un desesperado intento, el hombre saltó con todas las fuerzas con los brazos hacia adelante mientras el chico comenzaba su fatal caída. La garganta logró liberarse y gritó un “¡nooooooo!” al mismo tiempo que despertaba bañado en sudor en su cama.
Salió como pudo de entre las sábanas y fue a la pieza de su hijo para comprobar que todo se encontraba en su lugar. Un poco más aliviado cerró la puerta y regresó a la cama con su mujer. Ella lo miraba en silencio mientras el hombre no quitaba los ojos del techo de la habitación.
—¿Otra vez?
—Sí, otra vez el mismo sueño.
—Dormite, y dejá de castigarte…fue inevitable.

MÓNICA ALTAMIRANO

Pues va a ser que no lo recuerdo.
Puedo decir que hay dos memorias, la mía y la de quienes me encontraron y ayudaron.
Yo desperté en un hospital.
Recuerdo una enfermera dar el aviso y otra acercarse a preguntar qué tal estaba. Yo fui consciente de que solo veía por un ojo, que me dolía la cabeza y que me dolía el brazo. Definitivamente, me dolía todo el cuerpo.
Pero no sabía porque estaba ahí y nadie me daba una explicación.
Pasó el tiempo y sin reloj no puedo decir cuánto fue, pero si ya lo suficiente para que reclamase alguna justificación de por qué no me daban el alta.
Entonces vino una enfermera y me explicó que al no acordarme yo de nada y teniendo el ojo amoratado e hinchado, sospechaban de algún maltrato de género hacia mi. Y que solía ser frecuente el mutismo por parte de la víctima. Que, a veces, si retrasaban el alta, ella confesaba y entonces las enfermeras podían llamar a la policía y declarar el delito.
Pero viendo que yo no confesaba nada, pues nada había que confesar ante mí falta de memoria, decidieron explicarme la situación.
Ellas, entonces me preguntaron si yo quería que llamasen a la policía. Y al ir dándome cuenta de que quizás algo podía haber pasado y siendo madre divorciada con una hija pequeña al cargo, quizás, no sería una mala idea.
Al rato llegaron dos hombres, que no iban uniformados pero que yo, hoy día, si que recuerdo con increíble claridad su aspecto de hombres jóvenes y guapos al pie de mi cama.
¡Cuántas veces después de aquel día no desee ser parada en la carretera por aquellos dos guardias, que tan guapos y preocupados por mi fueron aquel día!!
No se dieron con rodeos. Preguntas claras y concisas.
Uno me preguntó por mi estado civil y al declarar mi divorcio, preguntaron inmediatamente por el paradero de mi ex marido.
No le di importancia, él nos abandono a mi hija y a mi hacia unos años y aunque manteníamos conversaciones y él venía de vez en cuando a ver a su hija , no era un mal hombre.
Pero éso no lo sabían aquellos dos guardias, que sospecharon de él como maltratador y siguieron indagando con varias preguntas para lograr encontrar explicación a mi supuesta agresión.
Al darme cuenta de ello, sentencie rotundamente las pesquisas declarando sin ningún lugar a dudas, que mi ex marido no era culpable, ni solo, ni acompañado. Que aunque viviera lejos, no ordenaría jamás maltrato alguno hacia mí.
Aquellos dos guardias pidieron permiso para ver mi móvil y comprobar llamadas.
Reiteraron preguntas de diversas maneras para corroborar los hechos, que yo parecía una mujer maltratada y que algo había pasado.
Ahora era mi turno de preguntar y me explicaron que mi ausencia de memoria podía ser debida a alguna droga y que posteriormente hubo violencia y quizás robo en mi hogar, en donde fui encontrada enmedio de un baño de sangre.
No lograba recordar ni siquiera como llegué ese día a casa pero si que había tomado un café con unos viejos compañeros de trabajo. A los que llamé posteriormente para comprobar que yo me volví a casa sola con mi coche.
Mi hija había pasado la noche en casa de un amigo y el destino quiso que no viviera aquello.
Pero si los abuelos de mi hija y mi madre, a quienes le debo la parte de la historia que yo no recuerdo.
Al parecer, llamé a mi madre pidiendo que viniera a casa, que no me encontraba bien. Pero ella vivía lejos y notó que mis frases eran extrañas, repetitivas, incoherentes. Y al preguntar por mi hija y yo no saber dónde estaba, hizo que llamara a los abuelos para que vinieran a mi casa a ver qué sucedía realmente conmigo.
Ellos tenían una llave para entrar y según cuentan yo estaba en el suelo tras un reguero de sangre que indicaba la dirección que tome en busca del teléfono.
Estaba consciente, dijeron. Llamaron a la ambulancia y me llevaron al hospital.
Era muy probable que yo me hubiese caído rodando por las escaleras que tenía delante.
Al regresar a casa del hospital, comprobé que todo estaba igual. No había más sangre que gotas en la pared, pues la abuela lo había limpiado todo para no causar impresión ni a mi madre ni a mí. No podré estarle nunca más agradecida.
Por la mañana vinieron otros tres policías para cerrar el caso y comprobar que solo fue una mala caída por las escaleras.
Durante días intenté recordar.
Pero no pude.
Y me di cuenta de algo que me provocó una comprensión muy grande hacia el maltrato de género.
Primero, que habían personas pendiente de ello: enfermeras, policías, médicos…y sentí orgullo y satisfacción.
Y segundo: cuán fácil hubiera sido mentir y estigmatizar para toda una vida a un hombre divorciado, por irá o por despecho.
Hoy solo queda una pequeña cicatriz en la cabeza y el recuerdo de como algunas cosas nos hacen pensar.

SERVANDO CLEMENS

La caída
Rómulo estaba irritado por la paliza que le dieron en la cantina. Regresó a su casa con ganas de desquitar su ira, pero debido a su estado de embriaguez no podía encajar la llave en el cerrojo de la puerta. Cuando por fin logró su cometido, entró con las botas enlodadas, azotó la puerta y tomó el cinturón de cuero que colgaba del perchero. Esa madrugada la casa estaba silenciosa. Su esposa no lo esperaba con la cena lista como de costumbre. Caminó dando tumbos y apoyó la mano en la pared. Subió las escaleras y, cuando casi llegaba al final, resbaló y luego rodó hasta caer al piso. Rómulo intentó levantarse, pero sintió que algo le había tronado en la espalda. Gritó el nombre de su esposa y de sus hijos; sin embargo, nadie le respondió. Un duro golpe en la cabeza lo mandó a dormir.
Rómulo despertó en el hospital y un médico —con quien había reñido en la cantina—, le informó que jamás volvería a caminar.
Rómulo empezó a balbucear que alguien había trazado un plan para perjudicarlo, que el médico lo había golpeado en la cantina y que nadie creía su versión, que sus hijos pusieron las canicas en los escalones, que su esposa le pegó con un bate en la cabeza y que el policía encargado de la investigación no le hacía caso.
—Definitivamente este hombre quedó mal de la cabeza —le comunicó el policía a la esposa.
—Será mejor matarlo… no, mejor que sufra en un hospital por lo que le resta de vida.
—Espera —dijo el policía—, él está despierto y puede oírte.
—No importa, amor. Eso es parte del infierno que le espera por golpear a los niños.

EFRAIN DÍAZ

Hay quienes dicen que la oportunidad es una dama que toca una sola vez a la puerta. Si estás distraído, va a la siguiente. No da segundas oportunidades.
Casado y con dos hijos, Agustín tenía una amante. Su matrimonio había caído en una rutina que los llevó a la espiral del abismo. El trabajo y sus exigencias, la escuela de sus hijos y el fútbol de uno de ellos y las clases de música del otro, no le dejaba tiempo para mucho. Tenía sexo con su esposa Ana más por compromiso que por gusto y devoción. Había perdido el apetito sexual con ella.
Sin embargo, con Laura era otra cosa. Laura lo hacía sentir vivo. Con Laura, sentía esa vitalidad rejuvenecedora que había perdido con su esposa Ana. Con Laura se sentía el hombre de los hombres.
Pero como no puede haber felicidad completa, Laura emocionadísima, le dijo que estaba embarazada.
Agustín guardó un incómodo silencio. La noticia lo había dejado en «shock» y las únicas palabras que salieron de su boca fue «estás segura que es mio». Laura, indignada, le colgó el teléfono.
Al día siguiente Agustín la llamó. Luego de excusarse debidamente por la insolencia del día anterior, le pidió que abortara el feto. Agustín le pagaría todos los cuidados de salud que fueran necesarios, pero que abortara. Agustín no podía permitirse el lujo de que Laura tuviera esa criatura, que sería la desgracia de su monótono matrimonio. No le temía al divorcio. Hacía mucho que Ana no llenaba sus expectativas. Le temía a la pensión alimentaria que tendría que pagarle a sus hijos y que interferiría con sus metas económicas. Un divorcio significa un empobrecimiento del padre no custodio y Agustín detestaba los estados de pobreza y necesidad. Tampoco le pagaría una pensión a Laura. Sería doble ruina, pues Ana le pediría el divorcio igual.
Agustín decidió esperar. Decidió darle tiempo al tiempo. Estaba decidido a dejar que la situación se enfriara. A veces, los problemas se resuelven o la solución se manifiesta con el paso del tiempo, o eso quería pensar Agustín para sentirse momentáneamente aliviado.
Pasó el tiempo y Laura dio a luz una hermosa y saludable niña. Para evitar el coraje y la decepción de Laura, Agustín estuvo con ella en todas las etapas del embarazo, fingiendo alegría y apoyo.
Al mes y medio, día más, día menos no hace diferencia, Laura llamó a Agustín. Necesitaba resolver el reconocimiento de la niña, pues al ser soltera, tuvo que inscribirla con sus apellidos en el Registro Demográfico.
Laura sabía de antemano que ese era un tema incómodo y difícil para Agustín. Discutirlo en la intimidad de su hogar no era una buena idea. Si Agustín se tornaba violento, estaría sola y vulnerable. Por lo que decidió citarlo al centro comercial más concurrido del área. Agustín no haría una escena en un centro comercial abarrotado de gente. Laura se sintió felíz y cómoda con la idea.
Al principio, Agustín se resistió a verla en público, pero ante la amenaza de Laura de contarle todo a Ana, Agustín cedió.
Se vieron en el centro comercial y comenzaron a hablar sobre la niña y su futuro mientras caminaban por las tiendas. Agustín le pidió a Laura que sacara la niña del coche y se la diera. Quería tenerla en sus brazos. Cauta, Laura accedió. Después de todo, estaban en un lugar público y Agustín no haría nada por lo que pudiera ser señalado.
Ya con la niña en brazos, Agustín y Lauran continuaron caminando.
Al acercarse a la escalera eléctrica que los llevaría al primer piso, accidentalmente una niña de unos cinco o seis años dejó caer un helado. Agustín lo pisó, resbalando con su hija en brazos. La niña rodó escaleras abajo. Agustín también. Laura se hizo una madeja de gritos y llanto. La madre de la niña que accidentalmente viró el helado, la agarró por el brazo y entre el tumulto, se marchó a toda prisa.
Cuando Laura llegó abajo, su hija estaba muerta. Agustín estaba todo machacado. Llegaron los guardias de seguridad del lugar y llamaron a la policía. Luego de una minuciosa investigación y entrevistas a múltiples testigos, declararon el suceso como un desgraciado accidente. La niña que viró el helado nunca pudo ser localizada.
Solo tomó a Agustín una fracción de segundo, un cerebro ágil, para ver que la niña había virado un helado en el suelo y deliberadamente pisarlo para fingir un resbalón y una caída.
Agustín había resuelto su problema y Laura había quedado en una profunda depresión.
La oportunidad es una dama que toca una sola vez a la puerta. Si estás distraído, va a la siguiente. No da segundas oportunidades.

RAQUEL LÓPEZ

Que yo recuerde, hace muchos años que no me caigo. De joven, me eché a rodar por las escaleras por culpa de un traspiés y di a parar con mis huesos, golpeados por cada peldaño, hasta el último escalón.
¡Maldita sea, a quien se le ocurriría poner esa escalera allí…!
Al principio no me dolía nada, pero a medida que pasaba el tiempo empecé a sentir un dolor en el lateral izquierdo, por suerte enseguida nos recuperabamos.
Antes las caídas, las hacías con elegancia, como cuando te caigas de la bicicleta aún a sabiendas que tu rodilla estaba magullada y bañada en sangre, ni te inmutabas aguantando hasta llegar a casa.
O cuando te caías echando carreras…
-¿Te caíste amigo?
-No, me agaché para atarme los cordones, no te digo….y te levantabas orgullosa.
Ahora, ya no sucede tanto, menos mal, son tropezones tontos en los que rápidamente giras la cabeza a un lado y al otro por si alguien te había visto y con una sonrisilla suspiras aliviada por no pasar vergüenza.
En fin….supongo que ahora la gravedad es mi aliada…

RAÚL QUEZADA DÍAZ

ESCALERA AL CIELO
Cuando pasó el efecto del mega porro, los cuatro músicos rodaron por la escalera que habían construido para alcanzar el cielo.

GABRIELA INÉS COLACCINI

Rodar por la escalera
Desde la sala
patético verdugo
llama, hostiga,
destroza el aire
de tanto morder.
Observan en perspectiva
mis ojos nublados,
la escalera que yace
debajo de mis pies
como una serpiente
mutilada.
Los escalones
que continúan
después del más pequeño
que alcanzo a ver
no están.
De haberse quedado,
el último peldaño
hubiese terminado
siendo apenas
una marca
un punto,
una nada.
Valientes,
antes de morir
por simple destino
de ser a la vez
principio y final
lo dejaron todo,
se fueron.
Honro su coraje
me apropio de él
¡También quiero vivir!
Dejo rodar por la escalera
golpes enquistados
en mis huesos
terrores enraizados
en mi ser.
Ante mí
se rompen, se quiebran,
se hacen polvo,
se hacen niebla,
se vuelven nada.
Así, liviana de pena
junto los trozos de mi nombre,
lo escribo en el aire,
le dibujo alas.
En suave aleteo
se marcha
a vivir otro cuento.
Yo,
yo vuelo con él.

ASAPH FERNÁNDEZ

Jacob y la escalera de Penrose
–…¿ves esa casa de allá arriba?
–la veo tata– dijo el pequeño Jacob
–sabes cómo se llega a alcanzar esa casa
–creo que por la escalera que…
Una fuerte bofetada le interrumpió antes de terminar de hablar, enrojeciendo su pómulo izquierdo. Su rostro demacrado, producto de tantas penurias que había vivido en su corta vida, soslayaba medrosamente los sucios zapatos de su padre.
–¡No!– respondió rotundamente el hombre. –Se llega por medio del éxito, del dinero para ser exacto. ¡Ándele! Vaya a traer agua al río que el estudio no tiene que interferir con sus deberes, metetelo bien en su cabeza cada consejo, el día de mañana me lo agradecerás.
Beso la mano de su padre antes de salir al patio donde la luna bañaba con su tenue luz los frondosos bananeros.
Su infancia fue dura pero poco a poco fue subiendo los escalones que lo llevarían al éxito.
En los estudios fue un alumno destacado, sobresaliente pero retraído, huraño. No tenía amigos, y los pocos que llegó a tener simplemente los fue olvidando con el paso del tiempo. Su padre siempre fue muy severo con él, siempre increpando el desempeño de su labor. Le guardaba un cierto rencor, decía que gracias a que él nació, sus sueños de ser alguien y en la vida se vieron frustrados. Por eso lo hacía trabajar como mula de carga, desde la salida del sol hasta que se ponía. Su madre, por querer defenderlo, recibía insultos, agresiones y hasta golpes. Un día, cansada de esa vida, se fue para no volver nunca.
Los juegos, las canicas, el trompo, el yoyo nunca fueron cosas de provecho para su padre. Esas eran solo banalidades, cosas superfluas; lujos que solo podían darse los ricos, o cosas con las que quedaban embobados los pobres.
Ahora, aquellas imágenes rodaban cuesta abajo por la escalinata infinita.
–Tu mira debe ser la de ir forjando desde temprano tu futuro, irlo construyendo. No te distraigas con juegos ni cosas que desvíen tu objetivo, cuando seas exitoso, todo eso y mucho más tendrás para entretenerte– cada día le era repetida la misma cantaleta por su padre.
Fue moldeando en él la imagen de sus propios anhelos, heredandole sus propias frustraciones. El pequeño Jacob fue forjando su propia coraza, juntando y uniendo cada retazo de las frustraciones de su padre y poniéndolas sobre sus propios hombros, una armadura impenetrable.
Su éxito en las finanzas y el cumplimiento de sus propios objetivos lo llevó a entrar en el mundo empresarial, su sangre fría no escatimaba ni diferenciaba a la hora de los despidos, entre el conocido y el desconocido, para él todos eran iguales; simples objetos reemplazables.
–Les aseguro que aquí han de rodar cabezas y tengan por seguro que no será la mía.
En el amor tampoco encontró esa estabilidad emocional, su riqueza lo hizo conquistar, por medio del dinero, a una de las mujeres más hermosas. Nuevamente usó los peldaños necesarios para llegar a ese objetivo y cuando lo tuvo entre sus manos simplemente lo utilizó y lo desechó como a otro de los tantos objetos acumulados por su riqueza.
Ahora no solo eran canicas sino también cabezas las que rodaban sobre esa escalera infinita, así fue llevado de un objetivo a otro.
Cuando el «amor» voló lejos de su lado, para nunca más volver, decidió nuevamente pagar por él. Comenzó a frecuentar los burdeles y las casas de citas; su boca se deleitaba en sorber el néctar de los labios de las mariposas de la noche, abriendo sus pétalos para desovar su masculinidad. El trato era simple, ni él se enamoraba, ni ellas se oponían a cumplir al pie de la letra todos sus deseos.
Así transcurrió la vida la cual le pasó factura a su tiempo. Una mala administración fue terminando con su imperio que poco a poco había ido creando. Los negocios iban cada vez más mal, muchas ocasiones llegó incluso cayéndose de lo borracho que estaba. Golpes, estafas, entre otras cosas fueron deteriorando su persona. Nadie lo quería, nadie lo buscaba. Solo el dinero había mantenido atrapados a tantos por intereses personales como moscas en la miel.
Ahora comprendía ese sueño, el mismo donde se miraba en una escalera infinita, la escalera de Penrose. Conforme avanzaba las cosas empezaban a deslizarse en dirección contraria a la que él iba. Él las esquivaba y seguía su camino. A veces volteaba a mirar las cosas que dejaba pero estas siempre desaparecían, quizá eran engullidas por la oscuridad o por los hambrientos peldaños. Todo lo contrario ocurría cuando miraba de frente, nuevas cosas aparecían como frutos prohibidos pendiendo de árboles a los que solo subiendo la cuesta podía darles alcance. Pero por más que se esforzaba en subir la pendiente nunca le encontraba fin. Entre más alto había subido más bajo había llegado. Se fue haciendo ruin, desalmado, un tirano con sus empleados. Había trepado hasta el lugar que ahora tenía y cuando se posicionó en el lugar de empleador y no de empleado, no le importó deshacerse del hombre que le había tendido la mano.
Ahora ya nadie lo buscaba, sin dinero, a nadie le importaba, y aunque siempre había creído que ascendía, los escalones le habían tendido una trampa llevándolo poco a poco a su tumba.
–El éxito es un plato que se come sólo. Cuando llegues a la cima nadie estará contigo. Todos ellos– dirigiendo su vista a los empleados que tendría en un inicio bajo su cargo –sólo son peldaños para que llegues a tu objetivo.
Recuerda que en la vida como en el ajedrez sólo hay que cuidar del rey, y que a las plebeyas sólo tú las puedes hacer reinas–. Fueron las últimas palabras que escuchó de su empleador antes de que él humo del poder nublara su vista.

NEUS SINTES

Daniela siempre se decía a sí misma que había nacido con buena estrella. Había tenido mucho suerte en su vida. Amada y querida por los suyos. Sin olvidar a su gran amor de su vida; Gabriel, su marido, le consentía todo y cuanto deseaba. Nunca recibió un no por respuesta, por parte suya. Era amada y amaba su vida.
En las últimas semanas, sus sueños no fueron de lo mejor; de hecho se despertaba en más de una ocasión, soñando una de las peores pesadillas que se repetían sin cesar. La sensación de soñar que caía rodando por las escaleras de caracol. Daniela fue una persona que nunca creyó en el destino. Aunque empezó a temer cada vez que cerraba los ojos para ver como en el momento más inesperado, se veía rodando por las escaleras que la llevaban al vacío más absoluto.
Conocía de una pequeña tienda en la ciudad que la habitaba una mujer de mediana edad, que se dedicaba a echar las cartas. Aunque no creyera en esas cosas, empezó a preocuparle las pesadillas que cada noche la venían a visitar. Al no perder nada, decidió entrar.
—¿Se puede? —preguntó algo insegura.
—Pasa, pasa…— dijo la voz de la mujer, que parecía estar esperándola. ¿A qué debo tu visita, Daniela? —preguntó, sin dejar de observarla, con curiosidad.
—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó Daniela, frunciendo el ceño
—Hay muchas cosas que sé. Soy vidente, es mi trabajo. Aunque algunas personas no crean en la videncia, algunas nacemos con ese don. —pero siéntate, no temas.
Daniela observo con detenimiento a la mujer. Parecía inofensiva. Rodeada de un ambiente donde podía percibir el aromo a incienso y a velas encendidas.
—¿Qué es lo que te preocupa? —le preguntó, una vez que se sentó a su lado. Rodeada de un montón de cartas a un lado y en medio una bola azulada.
—Últimamente tengo muchas pesadillas, que se repiten cada noche. Siempre es la misma. Por eso he venido. Desearía saber su opinión.
La vidente asintió, mientras barajaba en silencio las cartas con sumo cuidado. Finalmente las colocó boca abajo y poco a poco las fue poniendo boca arriba, con cara de preocupación.
—Daniela, tú no crees en el destino, ¿verdad?
—No quiero ser grotesca —respondió Daniela. En cierto modo, no creo en la videncia, ni en las cartas. Tal vez, porque nunca he tenido que recurrir a ellas.
—Pues deberías. —dijo seriamente, a medida que mientras alineaba las cartas enfrente de Daniela. Le explicaba lo que éstas significaban. Mira —prosiguió —no voy a mentirte. Te voy a ser sincera sobre lo que estoy viendo.
Si se sueña con caer por las escaleras, es posible que sea advertencia de una terrible suerte. Serás víctima de la envidia y la deslealtad, posiblemente por las personas que menos te esperes. —¡Ten cuidado! —Es alguien que es estrechamente cercano a ti y confías completamente en él, por lo que ni siquiera lo consideras como un hostil. Debido a esto, se necesita que tengas mucho cuidado, inclusive con tus personas más preciadas.
Daniela salió algo confundida, acerca de lo que le había dicho la vidente. Ella, siempre había tenido buena suerte en todos sus aspectos de la vida. Creyendo haber nacido con una buena estrella. Siguió haciendo su vida normal, aunque las pesadillas continuaron. Empezó a dudar de su buena estrella. Las palaras de la vidente llegaban a su mente, como un torbellino.
Una tarde, llegó a casa, después de hacer la compra. Para su sorpresa, al subir las escaleras encontró a su marido en paños menores. El reflejo de sorpresa de ambos quedó escrito en sus rostros. Una mujer envuelta con una manta se cubrió su cuerpo desnudo.
—¡Hermana! —gimió Daniela. ¿Cómo has podido?
—¿Cómo he podido qué, Daniela? —Tú, la que presumes de tu buena suerte. La que has sido la mejor de las dos en todo.
—¡Fuera de mi casa! —señalando la puerta de salida. Y tú, maldito desgraciado. Puedes hacer las maletas e irte con ella.
La ira dominó a su hermana y ambas se enfrentaron en una pelea. Empezaron a agarrándose de los cabellos, insultándose y diciendo lo que no se habían dicho en años. Hasta que un mal movimiento, hizo que Daniela torciera el pie en el borde del primer escalón y su hermana, sin percatarse, en su mente solo veía venganza por ser ella la mejor en todo. La rabia consumía desde que eran niñas. Sin pensar en la consecuencias venideras. Ésta empujó a Daniela, haciendo rodar por las escaleras de caracol. Esta vez, Daniela no volvió a abrir los ojos. Sus pesadillas se hicieron realidad.
El marido de Daniela y la hermana de ésta, fueron detenidos y llevados a la cárcel para el resto de sus vidas.

MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ

RODANDO ESCALERAS ABAJO
Aunque en su casa le llamaban Pepita, ella prefirió sacarse el diminutivo y hacerse llamar Pepa, que sonaba más actual.
Era guapa y sexy y, por descontado, bien creído se lo tenía.
Su aspiración en la vida era pescar un buen partido y vivir como esas que salen en revistas del “corazón”. Así que, meditándolo bien pensó y caviló cómo lograr un buen partido.
El épocas pasadas, había reuniones sociales, como tantas veces le había explicado su abuela. Pero todo ese “glamour” o como se llamase, años ha que no existía.
Su misma madre, arquitecta, había conocido a su padre en la Universidad, que siendo un par de años mayor y con carrera recién acabada, echaba una mano en las clases prácticas de los últimos cursos y allí se encontraron, montando entre ambos un estudio de arquitectos que con el tiempo se haría famoso.
Pero ella no estaba dispuesta a pasar el día encerrada trabajando sin tener tardes o mañanas libres para ir al gimnasio con el posterior masaje anti estrés o sentarse viendo la series que le apetecieran.
Y, como para lograr llevar esa vida se necesitaba tener marido rico que te pudiese pagar todos esos lujos que le constaba, eran caros.
Tenía por tant0 que conquistar a un ya profesor y que, aparte, tuviese trabajo privado que, agregando en sus tarjeas “Profesor de..” su clientela aumentaría y con ella sus ganancias.
Cuando estaba acabando el Instituto, fue mirando las opciones donde matricularse con esa intención.
Las carreras de Letras las descartó: ahí no había opción de grandes sueldos.
Las Politécnicas sí, pero no se vio con ánimos de romperse la cabeza con unas matemáticas que jamás había tragado.
En Ciencias puras, tampoco habría grandes expectativas al igual que Farmacia: ningún profesor sería dueño de unos Grandes Laboratorios.
Quedaba Medicina. Allí sí habría “profes” con consulta privada que pudiesen añadir “Catedrático de…”
Pero matricularse de Medicina, ¡ni soñar! No, no, y pensándolo ien, optó por una para ella solución salomónica: enfermería. No habría tanta materia y tendría los mismos profesores. Y así lo hizo.
No era tonta y no le costó mucho superar los primeros cursos.
Evidentemente, en cada asignatura miró en Internet la plantilla que componía cada Departamento. Pero las condiciones buscadas no se daban en ninguno de sus integrantes.
Sin embargo, en Psiquiatría sí vio que podría tener algún mirlo blanco. Y cuando le tocó hacer las prácticas, se dio cuenta de que la realidad superaba a sus esperanzas.
Para tal finalidad, se les dividió en grupos, uno de los cuales, el más reducido, lo capitaneaba un tal Doctor Álvarez; un Adonis envuelto en bata blanca.
“A éste lo pesco yo” pensó mientras pedía incorporarse en su grupo con una excusa banal.
Intentaba ponerse siempre s a su lado, incluso haciéndole preguntas con ojos más que insinuantes, Pero ni caso.
Varias veces con la excusa de preguntar dudas, lo cogía aparte derivando con frecuencia en obsesiones sexuales, que el Doctor Àlvarez respondía amablemente pero sin derivar en nada más.
Así que optó por la prueba del fuego.
Al bajar su grupo hacia la planta inferior, hizo ver que se le torcía un tobillo y se lanzó rodando escalera abajo.
Sus compañeros y el Doctor Àlvarez, corrieron a recogerla. Ella, como primera medida se agarró a la mano del médico y sin soltarla, simuló pérdida de conocimiento. Rápidamente se dio voz de alarma, acudiendo toda la plantilla necesaria para trasladarla a la UCI y hacerle reconocimiento a fondo.
Pero, con horror observó que su ansiado amor dejaba su mano al salir del Pabellón de Psiquiatria.
Siguió simulando y ya uns vez instalada en un box, abrió lentamente los ojos preguntando:
“¿Y el Doctor Álvarez?”
Una enfermera que estaba a su lado, tras muchas evasivas aclaró:
“El Doctor Álvarez, en realidad, es un interno de Psiquiatría. Padece uns psicosis controlada con medicación pero no se le puede dejar ir ya que pierde el control y deja de tomarla,
Pero como realmente sí es médico y le gusta el oficio, utilizamos con él la Terapia Ocupacional, que le aporta grandes beneficios por sentirse útil y necesario”.

GLORIA ALBADALEJO AYALA

LA ESCALERA DEL SÓTANO
Hola, me llamo Daniel, hoy es mi cumple, ya tengo diez. Tenía muchas ganas de que fuera hoy porque van a venir mis amigos y les quiero enseñar una cosa, es un secreto. En mi casa nueva somos mis padres y yo, bueno, hace unos días también está Alfredito, aunque a él no lo pueden ver mis padres y como no quiere comer, su plato siempre queda lleno. Mis padres me siguen el juego, yo creo que me toman por un poco loco. Él solo quiere jugar conmigo, pero a mí no me gusta. Hoy se lo voy a presentar a mis amigos, no sé qué dirán de él, no creo que les caiga muy bien porque es muy raro y hace cosas raras. El sótano, aunque todavía está sucio y lleno de trastos por la mudanza, es mi nueva sala de juegos. Allí he puesto mis juguetes y ahí voy a celebrar mi fiesta de cumple.
Estoy impaciente porque vengan Raúl, Antonio y Jorge. Mis padres han retirado un poco los trastos hacia un lado y han puesto muchos globos de colores y adornos enganchados por varios sitios, así queda más chulo. Vamos a comer pastel con las velas para soplar y pedir un deseo. Yo ya sé que es lo que quiero y como mi diario solo lo puedo leer yo, lo digo: quiero que Alfredito se vaya de casa, es muy pesado y reconozco que me da un poco de miedo.
Seguro que me traen regalos. Estoy impaciente esperándolos en el sótano. Lo malo de este sitio, es que es muy oscuro, no hay ventanas, pero como hace humedad, se mantiene fresco.
Estoy jugando yo solo desde hace un rato y aquí no viene nadie. Escucho de repente el crujir de la puerta de arriba que se abre y algo cae rodando por la escalera. Es mi pelota, la había perdido, creía que se había quedado en la otra casa. Deben de ser mis amigos, seguro que me quieren dar una sorpresa. Voy a mirar, no, ahí no hay nadie, pero a parte de la pelota que se queda junto a mi lado, escucho también unos pasos que bajan por la escalera, pero sigo sin ver a nadie. La pelota se mueve, parece como si alguien estuviera jugando con ella. Después veo que arriba, hay algo que se ilumina, parece un rayo. ¿Va a llover? Si llueve mis amigos no vendrán y me quedaré sin fiesta. Dicho y hecho. Mis padres me llaman, subo por la escalera corriendo. ¡Qué bien!, han llegado mis amigos. No, no han llegado. Por las ventanas se ve el cielo negro y está lloviendo muchísimo. Mis padres me han dicho que han llamado mis amigos para decir que no pueden venir. Me da mucha rabia y me pongo a llorar. Me voy al sótano, por lo menos podré jugar con el futbolín que me han regalado mis padres, pero yo solo. ¡Es injusto!, ¡odio el mal tiempo!, me ha estropeado mis planes. Yo quería celebrar mi cumple con mis amigos, presentarles a Alfredito y explicarles que tengo una pelota mágica.
Delante del futbolín está Alfredito, quiere jugar conmigo, pero yo quiero estar con mis amigos. Me voy arriba. ¿ qué es eso?, parece que ha entrado en casa un trueno bestia, es algo parecido a un petardo, pero más fuerte y cuando ya estoy a punto de llegar arriba para salir, se cierra la puerta de golpe. La golpeo, le digo a mis padres que me abran, que quiero salir de allí, pero no me oyen y no abren, no puedo salir. No sé de dónde ha salido la pelota, pero la tengo a mi lado y vuelve a rodar escalera abajo. La coge Alfredito, parece que ha cambiado, su cara de niño se ha transformado, parece mayor y me tira la pelota. Quiere jugar conmigo, pero yo no. Algo más rueda por la escalera, no quiero mirar, tengo miedo, llamo a mis padres a gritos, pero siguen sin oírme. La bombilla que hay en el techo, no alumbra nada y la poca luz que da a la cara de Alfredito, no me gusta, está muy feo y me da la pelota para seguir el juego, pero, ¿ qué es lo que está rodando ahora por la escalera? La pelota la tiene Alfredito, pone una sonrisa extraña y su mirada me da miedo.

EDUARDO VALENZUELA JARA

En la oscuridad de la noche, el brillo de la sangre se dibujaba como afilados cuchillos sobre los escalones de piedra. Por ellos había rodado, en el último “uinal”, el cuerpo decapitado de Iktan, el sacerdote que fue incapaz de apagar el disco de fuego de Kin y menos de traer la lluvia, cuando el rey Akbal más lo necesitaba.
De pie ante el altar, en la cima de la pirámide y bajo la luz de las teas, Akbal contemplaba la sombra de la selva. Desde allá llegaba, hirviendo bajo el verdor, el barullo salvaje de insectos, aves, anfibios y monos. Era la voz frenética de la jungla clamando: “Sangre. Sangre. ¡Más sangre!”.
La sangre lo era todo. Los dioses, hambrientos, en celo, la demandaban. Los Mayas, se la prodigaban con generosidad y, durante su reinado, Akbal fue especialmente dadivoso en ofrendas humanas. Sin embargo, algo ocurrió, las peticiones por agua dejaron de ser oídas por Chaak ―el Dios lluvia―, la tierra se secó, la cosecha murió.
Aunque Akbal redobló los sacrificios, haciendo correr la sangre sin parar desde el altar de piedra y cientos de cuerpos decapitados rodaron, como vejigas hinchadas de balché, por las escalas del templo; Chaak no respondió.
Y ya no había más tiempo. Durante las últimas diez noches Akbal había ofrendado su sangre real, horadando y flagelando su lengua y genitales con las espinas del maguey.
De pronto, Akbal creyó sentir en su piel, empapada en carmín, el “Hatsa ha” ―“viento de la lluvia”―, prestó atención hacia la oscuridad del valle y, entonces, el murmullo de la selva cesó…
En medio del ominoso silencio se oyó fuerte y claro el rugir de Balam ―el jaguar―.
La jungla había hablado… Quería más sangre, quería toda su sangre de rey.
Akbal intercambio una mirada con el sumo sacerdote “Ah kin may” y supo lo que debía hacer. Toda su vida había temido que llegara este momento, su último Cha’a Chaak. Exhausto, cerró los ojos y se entregó sumiso a la daga ceremonial.
Y así, aquella noche, los cuencos, las navajas de obsidiana, los punzones de hueso, las antorchas inflamadas, la piedra ensangrentada, los ídolos gastados, contemplaron con indiferencia el cuerpo de Akbal, decapitado, rodar por las escalas.

RODOLFO ALBERTO MICCHIA

Un caso que pudo haberse evitado
Tomás salió con la fresca, ya que ese día pronosticaban cuarenta y dos grados.
Ella quedó sobre la mesa, a su lado, un cuchillo y media tostada acompañaban esa mañana. Pasadas las dos de esa agobiante tarde, se sintió un poco floja, nada bien y, en ese mismo momento, se desplomó en el piso.
Tomás regresó en el ocaso del día, abrió la puerta de su casa y el cuadro que vio lo devastó, cayó de rodillas al grito de:
—¡Fue mi culpa! Fue mi culpa —repitiendo varias veces con una desconcertante mirada de desconsuelo.
Sin quitar la vista de su gordura trató de sostenerla aunque en realidad, ya era muy tarde, dada su flacidez le fue imposible sujetarla. Desparramada por las escalinatas que daban a la cocina junto a un autito de plástico, el cual seguramente su hijo hizo rodar olvidándolo en ese lugar, yacía la manteca fuera de la heladera, realmente, esa fue una pérdida que pudo haberse evitado.

GUILLERMO ARQUILLOS LLERA

LA PRINCESA DE LAS AFUERAS
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Una caída espectacular, quizá un poco ridícula, se dice que es un cepazo; aunque creo que esa palabra es propia de Andalucía, como saborío, malaje o malafollá.
Porque eso es lo que se encontró la Jessi esa noche, en la discoteca de las afueras: mogollón de peña, sin gracia, aburridos, con caras amuermadas.
La gente va allí muy repeiná, a ver si pillan cacho, guapos a reventar, que algunos hasta se ponen colonia cara, como los pijos, y llevan los Iphones en las manos para enseñar poderío. Muchos estaban de mala leche porque no tenían las cositas que les pasaba el Tostao. Y es que resulta que al Tostao lo habían trincadolos maderos. Tenía que responder de algunos asuntillos sin importanciadelante del juez.
A lo que iba, que Jessica se puso un vestido rojo, con mucho vuelo, muy entallado de cintura y marcando —mejor dicho, mostrando— el Canal de La Mancha. Llevaba unos pendientes que parecían dos plazas de toros, su piercing en la lengua y su moño bien alto. Andando se iba a matar, porque no sabía usar taconazos, pero os juro que parecía una princesa.
Y encontró al príncipe hortera que buscaba: un universitario con ganas de marcha.
«Primero, baile; luego, ya veremos», se dijo ella.
Era una maravilla: con sus Ray-Ban con cristales de culo de vaso y su pajarita azul, porque Charlie, que así se llamaba el chaval, llevaba pajarita. ¡Ah! Se me olvidaba deciros que la familia de Charlie estaba forráles rebosaba el dinero por las orejas. Lo que se dice un muchacho encantador, vamos.
Jessica y Charlie estuvieron bailando toda la noche. El tiempo pasaba y otras chicas, la Ester y la Dessi, por ejemplo, que, por casualidad, habían olvidado el sujetador, no podían arrimarse al muchacho con el que soñaban. Porque nadie se había fijado en el pedazo de coche de Charlie, un detallito sin importancia.
Jessi, en las lentas, lo besuqueó y se dejó palpar partes de su anatomía que es mejor no mencionar aquí.
—Me tengo que ir, Charlie —dijo ella, de pronto.
—¡Oh! ¡Cariño! —dijo él, animado por seis cubatas de ron-cola.
Y es que no se decidía a llevársela a contemplar la luna en su coche. Por eso, Jessi se dijo que ya era hora de volver a casa, no fuera a tener un lío con sus viejos. Y se fue con mucha prisa, sin decir ni siquiera adiós.
Charlie corrió detrás de ella hasta el borde de la escalinata que baja al parking. Entonces, ella perdió un zapato, dio un traspié y rodó por las escaleras. Fue un señor cepazouna caída histórica, de las que crean escuela y llevan coro de carcajadas incluido. Por suerte, la chica, solo tuvo magulladuras y golpes sin importancia.
Charlie, perjudicado por el ron, bajó las escaleras a trompicones. Se puso de rodillas, ofreció el zapato rojo a la chica, que estaba intentando recomponer su vestido y revisar los golpes que había sufrido, y gritó:
—¡Oh! ¡Mi princesa! ¿Queréis probaros el zapato encantado para demostrar que erais vos la hermosa dama que me ha seducido esta noche?
Ella agarró el zapato con rabia y le dijo:
—¡Vete a la mierda, peazo gilipollas! ¿T’hás creído que puedes jugar con la Jessi y hacer lo que te salga? ¡Pues, si no te decides, vete a tomar por culo, que me has hecho quedar en ridículo!
El caso es que, a mí, esta historia me recordaba otra, no sé cuál. Quizá era un cuento.
Pero en aquel cuento no se reían Ester, Dessi y media discoteca viendo desde lo alto a la chica con el vestido medio roto. Tampoco el príncipe tenía una cogorza.
Jessi, como una princesa ofendida, le soltó un soplamocos a Charlie, que el chico cayó de bruces y comenzó a dormir un largo sueño.
Un sueño como los de los cuentos. Podéis ver los momentos más interesantes en Instagram: @cepazo_escaleras.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

La preciosa casa tenía unas escaleras de los años veinte, con una magnífica baranda.
Eso fue lo qué me enamoró de la casa.
La primera noche oí como algo caer rodando por las escaleras.
Me levanté, me asomé a la galería y no vi nada.
La segunda noche oí caer rodando algo por las escaleras y un quejido.
Me levanté y me asomé a la galería.
Me vi abajo de las escaleras. Estaba en una postura grotesca. Mi otro yo abrió los ojos.
Yo grité.

VERÓNICA MARIEL IMPA

Esta escalera es odiosa. Angosta y empinada. Oscura. Nada simpática. No es para bajar apurada, mejor salir con tiempo. ¡Cuidado! Si usás barbijo evitá los lentes. Mirá que la visión desaparece. En realidad, te conviene sacarte el barbijo: sin los lentes los escalones se desdibujan. Cosa incierta se te vuelven. ¿Adónde está?, ¿más acá?, ¿más allá? Dependés absolutamente de tus pies. Una pisada justa y otra más. Una y otra; una y otra. Eso. Despacio. Con la cabeza gacha para fijar la vista complicada y las palmas extendidas en las paredes laterales. Apoyá la mano y soltá. Repetilo cada vez que pises un nivel más bajo. Seguí así. Falta poquito, vamos. Ya estás llegando. Un escalón más. ¡Así! ¡Muy bien! ¿Viste? Esta vez no rodaste.

TESS LORENTE

Te veo rodar escaleras abajo
pero no sé cómo detenerte.
Siento cada crujido, cada golpe, cada brecha…
Tu cuerpo magullado me duele en las entrañas
Tu sufrimiento es también mío.
Te veo dar tumbos hacia un precipicio
Y no sé cómo frenarte.
Tú tampoco puedes y me miras con los ojos ensangrentados por las lágrimas, pidiéndome auxilio.
Pero no puedo ayudarte.
No sé cómo demonios ayudarte.
Ruedas y ruedas sin parar, arrasando con todo a tu paso.
Quieres frenar tu caída, pero el pozo cada vez es más hondo.
Quiero ayudarte
Necesito ayudarte.
Dime cómo hacerlo y te juro por lo más sagrado que no cesaré de intentarlo, hasta mi último aliento.
Deja de rodar ya. No sigas cayendo.
Que temo que el fondo te encierre dentro.
Súbete a mi espalda, trepa por mis brazos.
Que solo para ti son todos mis abrazos.
Dame la mano fuerte, que no te dejaré caer.
Cógete fuerte a mí con todo tu ser.
Que soy sólo tuya
Mío eres también
Buscaremos ayuda juntos
Para dejar de caer.

ANDRÉS TORO

El tipo descalzo y muchas veces de torso desnudo que pide dinero en Alameda con San Antonio
Puede que primero sea la locura, debido, quizás, a una propensión genética, digamos que, dada en herencia por la familia del padre. El niño que fue (él) siempre tuvo algo raro, una mirada torva, ocurrencias morbosas, que, de tanto en tanto, materializaba, llamando la atención de los adultos (a cargo), una tía o una abuela. Nula atención medica preventiva. Ni orientación frente a posibles escenarios, ni menos identificación de síntomas. Sin diagnóstico, improvisa una vida a tientas. Hasta que acaece la tragedia, una ruptura sentimental, un accidente de trabajo, líos graves con tipos malos en una riña de bar. Resultado: un primer brote psicótico. Miedo, prejuicios, desempleo. La tía o la abuela o ambas mueren o, peor, enferman, quedando postradas y dependientes de tanques de oxígeno. Solo, sin dinero, desesperado por el sufrimiento de quien lo crio, la única persona que (ya saben) …enloquece. El sistema de salud mental lo aparta de la sociedad. Escapa, vaga por las calles. Sabe que si no abre la boca ni se mete con nadie podrá pasar como un vago más. Y no lo vendrán a buscar del manicomio para doblarlo con pastillas y encierro, y golpes. Para cobrarle al estado por un cuerpo más.
O fue el alcohol, en el que se hundió para escapar de las águilas, las hienas y los cerdos. En el fondo, de la mirada ida de su madre envejecida a los treinta. En su juventud (él) trabajó como guardia, hasta que en un atraco le reventaron el tobillo de un balazo. Por eso cojea. Pasó un par de meses empaquetando en el supermercado. Se puso a discutir con una vieja que lo ninguneo. Fuera. El tipo que anduvo con su prima le preguntó si podía llevar una caja para que la revisara El Químico. Empezó a trabajar haciendo mandados. Vio cosas en las fiestas privadas que lo llevaron al alcohol. En el fondo era gente fuera de sí que por dinero se dejaba tratar como basura. Y también fuera de si los que pagaban, peores que basura. A él le pagaban por ir a buscarlos y devolverlos en el estado en que estuvieran. El dolor del tobillo le impidió manejar.
O empezó por la pobreza y/o por todo tipo de abusos sistemáticos, el analfabetismo, el narco. Rodar por la escalera.

MAR SHA

Los escalones de la casona eran bloques de madera unidos con una cuerda muy fuerte, por ellas subían y bajaban hombres animales y niños. por la casona del campo, estas estaban desgastadas, maltrechas y rotas el peligro, de caer o dar volteretas era inminente, especialmente para los ancianos, niños y mujeres en embarazo.
Estamos en otros tiempos… se oyó en la televisión, las cosas se ponen difíciles en la casa en el campo, la comida escasea, los insumos están por las nubes, la casona estaba copada, de gente, todos eran de la misma familia, trabajaban de sol a sol para tratar de alcanzar a fin de mes. aun así, no les daba.
Las condiciones estaban precarias siendo este el mes quinto que pasaban en las mismas .. sin una de las dos comidas… por falta de alimento todos fueron perdiendo las fuerzas del cuerpo y del alma y del cerebro, ni se acordaban que la escalera estaba averiada.
Una de las mujeres en embarazo bajaba rápidamente por los escalones, su pie se enredó en uno de los huecos de esta, de pronto, cayó estrepitosamente, dio dos volteretas; el ruido se oyó por toda la casa, lo ocupantes fueron a ver que sucedía, encontraron a la mujer en el piso, quieta. fría tan fría como témpanos de hielo, como era una casona enorme decidieron sacarle los órganos, disecarla; dejarla sentada junto a la ventana, en la cual se la pasaba gran parte del día.
Dos veces la familia se turnaba para cambiarle la ropa, para que no se dispersara el olor a muerto le aplicaban un ungüento de hierbas super fuertes. poco a poco la piel se pegaba al hueso, se veía terrible… ya no sabían que hacer. los órganos los fueron cociendo para aplacar el hambre tan terrible, ninguno era caníbal, pero ante tremenda situación no hubo otra opción que esa.
Finalmente, ante la escasez de comida poco a poco fueron muriendo, el último de la familia regó gasolina y le prendió fuego, claro estando el adentro; no quería vivir recordando aquellos momentos.

M ADELA CID

Escaleras.
Del álbum Estampas de mi Aldea.
Basado en un hecho real, sucedido en ésta comarca.
Antonia quedó huérfana cuando cumplió 20 años. Al morir su madre, ya no le quedaron familiares cercanos.
El señor Manolo ¨vendas¨, que quizás tenía cierto parentesco con su difunto abuelo, le propuso venir con ellos a su casa. Ayudaría a atender a sus padres ¨vellos¨ ,al ¨pequeno¨ de sus hijos y colaborar en los ¨chollos¨ varios de la casa. Era época de cosechas y unos brazos femeninos servirían de gran ayuda.
Tendría techo, comida y la compañía de una familia por un módico salario, mientras, resolvía qué hacer con su vida. Antonia, después del funeral, recogió algunas cosas en un hatillo y se fue con ellos.
Su vida había dado un gran cambio. No solo por el duelo y el inmenso sentimiento de pérdida, sino por la revelación que le había hecho su moribunda madre, unos días antes de partir: Su padre era el señor Constantino ¨berrío¨, el de la barba, el exmilitar.
Antes, todo lo que sabía de su progenitor, era que su tío Manolo, el legionario, y su padre, habían sido compañeros. Su tío murió en la primera guerra de Marruecos, en una batalla atroz, donde perdieron la vida muchos soldados, por lo que Antonia tenía entendido que su padre, aquel compañero del tío Facundo, que había pasado unas vacaciones con ellos, habría muerto también y no pudo regresar a casarse con su madre. Nunca tuvo motivos para asociar al desagradable señor Constantino con sus ancestros soldados.
Resultó que el joven de aquella foto, que su madre guardara celosamente durante años, en una caja verde de galletas junto con otros recuerdos, donde aparecía radiante, bella, sonriente, en lo alto de unas escaleras antiguas de piedras, junto a un ¨mozo¨, cuyo rostro y chispeantes ojos azules eran idénticos a los de Antonia misma, era este mismo hirsuto Constantino, de joven. ¡Qué trasnada!
De modo que había ido a la guerra con su tío, solo que no murió. Regresó y no quiso reconocer a Antonia, nacida en ese ínterin, debido a ciertas habladurías. Y casó con otra moza de la aldea vecina.
Cuando lo supo, Antonia, en un arranque, fue a verlo.
—¿Qué quieres? —le dijo, asomándose por la puerta del fondo, desde lo alto de unos ruinosos e irregulares peldaños de piedra.
Ella no supo qué responder. Realmente no sabía qué quería.
—Mi madre me ha dicho algo —balbuceó, luego de unos instantes de vacilación.
Su respuesta alarmó a todos los presentes. Los tres hijos del Constantino, abajo en el patio, la miraban con aquellos ojos negros perturbadores y peculiares.
El, ni siquiera bajó las escaleras para atenderla.
Antonia lo pensó mejor. Quizás experimentar este momento era todo lo que necesitaba.
—Bueno, no es nada de importancia —dijo, viró la espalda y se fue.
Su madre empeoró y murió solo dos días después.
Antonia fue acogida con amor en casa del señor Manolo. No eran ricos, como el Constantino, pero vivían decentemente, sin pasar necesidades. Ellos se iban a la labor, llevando los ¨fillos¨ mayores y quedaba Antonia a cargo de la ¨neniña¨ menor y los ¨avós¨. También ordeñaba y limpiaba las ¨cortes¨.
En las noches, Antonia compartía habitación y cama con Conchita, la mayor de las ¨rapazas¨. Entonces, comenzaron los sonidos nocturnos.
Cuando Antonia, con mucho trabajo, conciliaba el sueño, debajo de la cama, alrededor de la cabecera, se oían rasguños en la madera. Conchita dio la voz de alarma.
La primera noche pusieron al Manolín, en pie junto a la cama, a vigilarles el sueño, con una cerilla en la mano. El ¨rapáz¨ debía prenderla al oír los ruidos. Cuando la encendió, los sonidos cesaron. Estuvo Manolín toda la noche en esa función.
Al día siguiente Antonia revisó los pisos y paredes, las ¨cortes¨ bajo la casa, deshizo y rehízo los colchones. Aireo las mantas y lavó toda la ropa de cama de la casa. No encontró nada.
Como la historia se repitió noche tras noche, decidieron cambiar las ¨mozas¨ de habitación. Pero fue igual. Cambió la Conchita de cama con su hermana y los rasguños siguieron en aquella cama en que dormía Antonia. Enviaron a dormir a Antonia a la habitación de la abuela materna, en la casa de al lado y los sonidos se fueron con ella.
La situación era tan inexplicable como desesperante. Sin poder dormir. Se enteraron los aldeanos. Comenzaba a cundir el pánico. El padre Salvador hablaba de un alma inconforme y propuso tomar diligencias. Un vecino aseguró haberse topado con la ¨Santa Compaña¨, donde un hombre de ojos azules portaba el ¨caldeiro¨ .
Antonia preparó una ¨queimada¨ para toda a familia.
Pero entonces, el señor Constantino ¨berrió¨ , sufrió un accidente, el mismo día en que supo que sus hijos morenos no eran suyos, Perdió el equilibrio y cayó rodando por las escaleras toscas del fondo de su casa. Murió.
Los sonidos cesaron para siempre.

PABLO CRUZ ROBLES

Llevo varias semanas de bloqueo, apenas avanzo. Me prometí que escribiría algo original, algo nunca visto. Pero cuando has devorado tanta literatura, visto tanto cine y escuchado tantas historias, a uno se le hace imposible escribir algo que no esté intoxicado por el bagaje cultural.
Es realmente difícil escribir algo original hoy en día. No sé cómo tantos escritores de este grupo lo consiguen.
Desde hace unos días una disparatada idea se asoma por los sectores más hilarantes de mi cerebro. Escuché que así es como quedó amnésico el hijo de la Romina.
Probaré suerte ¿Qué puedo perder?
En el mejor de los casos escribiré algo innovador, sin influencias externas. En el peor, tal vez no recuerde ni mi nombre; ni mucho menos escribir.
En fin, deséenme suerte.
Como el hijo de la Romina, 3, 2, 1…
¡A rodar por la escalera!

MATEO VIERA

Sutil maldad
La primera vez que sentí esa sensación fue de casualidad, por puro descuido. ¿Qué pretendían? Tenía 6 años ¡Por dios!, a cualquiera le puede pasar. Mi pequeño auto de colección ¡Tenían que verlo! Un hermoso Ford Fairlane del 58 ¡Qué belleza! ¡Una réplica casi exacta! Las puertas se abrían, el capó se levantaba, el chasis… bueno, disculpen, me voy de tema. El pequeño auto de colección, me lo olvidé en la escalera. Mi primera víctima ¡lo siento abuela, no fue intencional!… La vi rodar, en cámara lenta. Escaleras abajo. Golpeando y golpeando, en zigzag. Ya no pude parar.
Mis preferidas eran las viejas, malditas viejas, tan llenas de arrugas, ese pelo como paja, verrugosas como un jabalí. Es todo un arte ¿Saben? Elegir el auto de colección adecuado, la contextura, un peso ideal, el modelo perfecto para la misión. Es como jugar a los bolos –solo que más lento-. Hay que esconder el auto de modo que no se vea, pero lo suficientemente saliente como para que sea pisado. Y entonces la magia ¡Señora Márquez! ¡Strike Two! ¡Aprieto los dientes! ¡Aleluya! El tiempo se detiene, ella que rueda. Sinfonía de tambores, repiqueteando y repiqueteando ¡Éxtasis!
Ahora no puedo jugar tanto, no lo tengo permitido. Igual, seré más creativo, por suerte ¡En la cárcel también hay escaleras!

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

Cabalgando el barandal

–Martín, Martinico, hijo, anda, acomódame los almohadones, que esta espalda mía me tiene en un ay, es un calvario. ¡Señor, qué cruz!
El aludido golpea los cojines, ahuecándolos, y luego los recoloca, tratando de restituir el confort de su patrón, un anciano enjuto, malcarado y cascarrabias, que apenas hace bulto en la inmensidad de la regia cama con dosel, que luce en el cabecero el noble escudo de los Formosa.
El viejo duque de La Trempera, Juan Felipe de la Concepción, Isidro María del Buen Suceso Formosa y de la Croix, se acomoda de nuevo en la cama, aparta la bandeja con los restos del desayuno, se cala las gafas de cerca y hojea, sin demasiado interés, la portada de La Patria, su periódico de cabecera.
Una criada retira el servicio y Martín, el mayordomo, le ofrece al de La Trempera, una bandejita de plata, con media docena de pastillas medicinales y un vaso de agua.
–Ya estamos con los potingues –se queja el viejo–, total para qué, si cada día estoy peor; digo yo, que para morirse uno tampoco habría que padecer tanto.
Va cogiendo, una a una, las pastillas y las hace pasar con pequeños buches de agua.
–El señor duque se queja de vicio –aventura el sirviente–, tiene una salud de hierro y acabará enterrándonos a todos.
–Dios te oiga, Martín, dios te oiga –responde el aristócrata, a la vez que despliega las páginas del periódico.
La misma criada de antes vuelve a hacerse cargo del vaso de agua y la bandeja, ambos ya vacíos. Una media genuflexión ante el señor, que ni se percata de ello, marca el inicio de su retirada.
–Estos rojos van a terminar cargándose el país –se queja el duque en voz alta–, con tanto bono social, sanidad y educación pública. Alimentar la gandulería, es lo que hacen, a nuestra costa. Mano dura y palo recio, hacen falta, como antaño.
El mayordomo, afanado en sus tareas, oye, pero se esfuerza en no escuchar.
–¿Está en casa la señora duquesa, Martín?
Sin dejar de manejarse con el vestuario del vejestorio, al que en breve tendrá que ayudar a emperifollarse, el servidor responde.
–La señora tiene clase de zumba hasta las doce, señor. Luego, está previsto que almuerce en el club de polo.
El duque deja el periódico sobre la cama.
–¿A quién dices que se zumba ahora ese putón? –pregunta mientras inicia la complicada tarea de abandonar el lecho.
–Es una disciplina gimnástica muy estimulante, señor –aclara Martín mientras ayuda al viejo a tomar tierra–, que combina el ejercicio aeróbico y la danza.
–Donde esté el pasodoble, tan racial, tan nuestro –argumenta el noble–, que se quiten esas payasadas extranjeras modernas.
En camisón de dormir, los cuatro pelos revueltos y enseñando unas canillas de canario, el duque de La Trempera ofrece un aspecto nada aristocrático. Y es que la vida nos pone a todos al mismo nivel, cuando nos pilla en paños menores, en el retrete, con los gayumbos por las rodillas, o hurgándonos la nariz mientras esperamos que se ponga verde el semáforo.
–¿Habéis sacado brillo a la escalera, Martín? –pregunta el carcamal, dejándose poner la camisa–, ayer estaba hecha un asco. Tienes que atornillar al servicio, que son todos unos vagos. No se merecen el pan que se comen. Mi pan, Martín, que de tan bueno soy tonto.
El mayordomo se concentra en atarle los cordones de los zapatos, para evitar malos pensamientos.
–Con la de veces que la he bajado yo de crío, cabalgando el barandal –se abisma el duque en el pozo de los recuerdos–. Entonces sí que había una servidumbre abnegada, que lo tenía todo como los chorros del oro y el que se relajaba, un fustazo bien dado y a la puta calle.
–Cualquiera se atreve ahora a levantarle la mano a un sirviente –continúa quejándose–, y ni hablar de despedirlo, que cuesta dinero. Un sin dios. Martín, lo que yo te diga. ¡Ay, cómo echo de menos el tiempo, en que a la gente de orden se nos tenía respeto!
El mayordomo abre la puerta de la habitación y cede el paso a su señor, que se ayuda de un bastón de palo de ébano y empuñadura de plata. Juntos llegan hasta la escalera, cuyos peldaños brillan como espejos.
–¿Ves lo que te decía? –señala con la contera del bastón la lustrada superficie de mármol–, hasta que no le rompa yo el bastón en las costillas a algún holgazán, no va a haber orden y disciplina en esta casa. ¡Una dictadura, Martín, garrotazo y tentetieso, no entendéis otra cosa! –refunfuña el duque, iniciando el descenso.
–¿Sí? –respondió al teléfono la duquesa de La Trempera, acomodada en el asiento trasero del Audi 8, que la llevaba al club de polo.
Durante un buen rato no hizo otra cosa que escuchar, asintiendo, a veces, con leves movimientos de cabeza.
–¿Y ha sido por su propio pie, sin ayuda de tu parte? –preguntó–. Ajá, mejor así. De todas formas se venía venir. ¡Qué obsesión con la puñetera escalera! ¿Y dices que ha rodado casi desde arriba? Claro. La cabeza rota, en el acto. Mira, al menos no ha sufrido, que tampoco era plan.
–Pues nada, Martín, cariño, llama a emergencias y que se hagan cargo. Yo me disculpo con las chicas en el club y voy para casa. Nos vemos luego, amor. ¡Calla tonto, yo también a ti!
Cortó la comunicación, se quedó mirando, pensativa, el móvil durante un rato y luego, saliendo de su abstracción con un leve espasmo, se regaló un par de chocolatinas, que, al fin y al cabo, un día es un día y a ti, te encontré en la calle.

LOLY MORENO BARNES

Cada noche se repite el mismo sueño:
Subo por unas empinadas cuestas llenas de rastrojos, cruzo alambradas enredadas de rosetones y llego a las escaleras que jamás puedo subir porque ya mi ajado cuerpo y frágiles pies me lo impiden.
Las escaleras nunca están libres de obstáculos. No tienen barandillas ni escalones nivelados y son tan empinadas que se parecen más a una pared vertical.
No tienen color, o quizás sí. Un apagado gris que absorbe cualquier otro como si se tratara de un agujero negro en medio de mi universo.
Solo me mantengo en pie con gran esfuerzo buscando el equilibrio. No puedo permitirme caer porque aún sin saber que solo es un sueño tengo miedo de no volver a despertar nunca.
Al amanecer, siempre me encuentro turbada y a los pocos minutos olvido el sueño hasta que a la noche siguiente se repite y mi subconsciente sabe que ya ha sucedido las mil noches anteriores de la misma forma.
Mi pesadilla, no se conforma con cobrar vida en la oscuridad y su ambición cruza el umbral del alba para convertirse de forma parecida en mi rutina.
Cada día mi sueño actúa con los ojos abiertos mirando la misma escalera en las calles, el trabajo y la familia.
Rutina tras rutina se irgue mi cuerpo, y se flexionan las rodillas entre los escalones de las horas y los días, pero nunca llego a la meta.
Nunca llego al mejor trabajo, ni a tener la mejor pareja ni a encontrarme con las mejores compañías.
Estoy cerca, pero nunca mis miedos me permiten llegar y son ellos los que cada día y cada noche me hacen volver rodando al punto de partida.

LUISI MONTANA

Cómo bien cantaba el maestro, Vicente Fernández.
Una piedra en tu camino te enseñó que tú destino era Rodar y Rodar.
También te dijo un arriero que no hay que llegar primero pero hay que saber llegar.
El sin más y con mucho, echo sus pies a rodar.
Busco el modo , la fuerza , el medio de no caer en la escalera en espiral en la que viven y ruedan al son de unos cuantos que quizás muchos rodaron y rodamos.
La incultura que nos lleva a la ignorancia
El conformismo que nos traslada al pasado .
El estar pero no ser,
El sentir y no expresar,
El callar de voces que se secan en nuestras gargantas.
Rodó si pero por los peldaños de su vida y no la de nadie.
Rodó si pero pisando con firmeza por sus valores, por su ideales, por sí mismo ,
Se valió de un pasamanos de intenciones y metas que le llevarían hasta el fondo donde el quisiera llegar sin caer en el abismo del fondo de esa escalera.
Demostró tanto , vivió más , y por rodar rodó si pero sobre el piso firme de la realidad.

GAIA ORBE

un dos tres
a rodar la danza
con los pasos del tiempo
escaleras abajo
plié tendu relevé
trasladándose en giros
rimando el compás
la vida es danzar
arabesque grand battement
y la vida a rodar

ARCOÍRIS MORENO

¿Y ESO DUELE?
Me gustaría ser tu novia, dijo María después de un largo silencio. Joel, miró al suelo, comenzó a contar los peldaños de la larga escalera que se desplegaba a sus pies. ¿Adivina cuántos escalones
tiene? Sesenta y siete, respondió María con desgana. Hace mucho que conozco este escondite, y he contado mil veces cada escalón, al subir y al bajar. ¿Por qué te gustaría ser mi novia? Bueno, en pocos días cumplo 11, y todas mis amigas a esa edad ya tienen novio. Joel continuaba en silencio. Y María, con su entusiasmo contagioso, y en voz bajita, casi susurrante, proseguía su charla…
– Dice mi abuela que antes andaban por la calle libremente, que había muchos árboles, y lugares de recreo. Dice que el mundo ha cambiado mucho en poco tiempo, y que eso duele. A mi abuela le encanta contar historias de antiguamente, aunque se pone muy triste, y a veces llora, ¿Y a la tuya?
– ¿La mía? Yo no tengo abuelos… Soy un N. P.
– ¿Y eso duele?
– No, claro que no. Mi madre me explicó que es igual a desarrollarse en un vientre humano, solo que el mío era artificial.
– Me alegro que no duela. Pero, mi abuela dice que hemos perdido humanidad, y
que eso sí que duele. Y, que lo de comer insectos, lo inventaron hace poco. Y que…
– ¡A mí me encanta comer grillos, y cucarachas!; ¿a tu abuela no?
-Nooo, dice que preferiría morir de hambre. Que nos están matando poco a poco, igual que han hecho con los demás animales. Y que eso duele mucho.
-Y qué comían antes de ahora? Y ¿a qué animales se refiere tu abuela?
– Mi abuela dice que había animales grandes, por ejemplo, vacas, que también daban leche, corderos, cerdos…
-Y ¿dónde están ahora?
-Ella dice que los malos que gobiernan los mandaron matar.
-Pero, ¿por qué?
-Es un secreto. Nadie debe saberlo. Y eso duele, dice mi abuela, que solo los muy antiguos lo saben. Mi abuela dice que nadie hizo nada para impedir esa masacre, y que los malditos malos les engañaron como a a idiotas con lo del cambio climático y la escasez de agua y oxígeno.
-Y eso duele, afianzó Joel, mirando tristemente los escalones. Me gustaría tener una abuela, y que me contara muchas historias de antes, de cuando yo no existía, y que nos tienen prohibido averiguar.
– Pues ven a nuestra celda, celebraremos mi cumpleaños, y conocerás a mi abuelita. Dicen que está enferma, que delira. Pero, mi abuelita me dice que todo es una mentira, para que no recuerde nada, y que eso duele.
Ella hace como si tomara los calmantes, que le receta la doctora, para dormir, pero, los tira al lavabo cuando se va la enfermera de turno. Y mi mamá trabaja todo el día en el grupo de administración. Así que, estaremos solos con mi abuela, y nos preparará galletitas de coco, son muy ricas.
Joel, sonrió, miró a maría unos instantes fijamente a los ojos, y le dijo en el mismo tono susurrante, y confidente:
– Yo solo tengo nueve años, pero me encantaría ser tu novio… a partir de hoy. ¿Nos damos un beso, como los mayores?
Y María, sin mediar palabra, cerró los ojos, se quitó la mascarilla acrílica, de oxigeno ambiental, y esperó con la carita levantada en dirección a su acompañante. Éste, con los ojos abiertos, y un poco tembloroso, quitó su mascarilla y lentamente fue acercando sus labios a los de María. Como obedeciendo a un director invisible, ambas mascarillas cayeron a la vez, saltando juguetonas, al unísono rodando en tintineo escaleras abajo, entre tanto los jóvenes enamorados se atraían mutuamente en un abrazo eterno, envueltos en una espiral de colorines, unicornios, princesas, y galletas de coco…

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18 comentarios en «Rodar por la escalera»

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