Una vez fui un niño amado

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «una vez fui un/a niño/a amado/a». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 9 de junio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

CORONADO SMITH

Una vez fui niño,
por su padre adorado
adolescencia ultrajada
por el destino traicionado.
A la sangre de mi sangre
la tierra los reclama.
El diezmo hay que pagarlo
cuando se forma la escarcha.
La angustia visita
sin invitación mi morada.
La piel ya amarillea
se muestra la mortaja.
Una vez fui niño,
ávido de aventuras,
vividas por mi madre
zurciendo las costuras.
A la carne de mi carne
el cielo los reclama.
Pecados de pobreza
con cuaresma salvada.
La parca acecha,
por gusto, a mis parentales
y al primer descuido
huérfano en mis soledades.
Una vez fui niño,
amado y deseado.
Niño fui una vez
por avatares madurado.

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

Una vez fui un niño amado, pero al hacerme hombre…
La voz preocupante de mi madre, evitó el que cayese por aquellas escaleras que daban al jardín.
Los brazos amorosos de la que me trajo al mundo, me apretaba contra su regazo.
El latir del corazón de la que me amamanta, galopaba desbocado.
Mi sentir, me decía, eres un niño amado.
Fui amado también por mi progenitor .
La presencia de mi padre en las noches delante de mí cuna hacia que toda figura gris de animalitos moviéndose por las cuatro paredes de mi cuarto desapareciese.
Fui un niño amado ya que toda la familia se volcaron en mi persona con cuidados,mimos y besos. Más al hacerme hombre comencé a devolver a los de casa con creces lo recibido aún más a todo aquel falto de apego le tendía mi mano.

DIL DARAH

#En relación a la historia patológica de un autor y su libro

o La verdadera aflicción de un paciente de Dr. Tarr y Dr. Fether

He sido hijo único, nacido en una familia suficiente avenida como para soportar el realismo de cualquier clase.
El hecho de comenzar a leer a los cuatro años, por autodidacta emprendedura, fue el resultado del empeño de desentrañar los libros de la biblioteca de mi padre, al que admiraba idolátricamente. El pregnante olor a cedro de las estanterías me va a acompañar de por vida, sin embargo, me han defraudado casi todos los volúmenes, puesto que venían a ser unos complicados esquemas de maquinarias, totalmente desprovistos de expresión lírica.
En aquella época le confesé a mi madre el deseo de convertirme en escritor. Ella se río con inequívoca intensidad explicandome el tradicionalismo conservativo a los cinco años de edad y qué difícil seria conseguir la anuencia de mi padre. Me tragué la desilusión en silencio, con resignación y muchos tutoriales de latín.
Los años pasaron tanto por puro defecto del tiempo como entre añadidas clases de piano, diversas asignaturas privadas y ausencias de mis estimados progenitores. Cayeron a un episodio de cólera, durante uno de los varios proyectos que los retenían en la África central. La inesperada perdida supuso en consecuencia la extinción de mi motivación y primeramente la de seguirles los pasos.
Poco después de mi expulsión de la facultad de ingeniería de Vaduz, he intentado por supuesto reiniciar la actividad de escribir, pero los efectos fueron delusorios, a no decir nulos. La absoluta precariedad espiritual condujo a la búsqueda de una explicación plausible que se saldó con el descubrimiento del tratamiento de la libertad extremada.
Se me presentó como un sistema bien ordenado, confirmado por sellos de grandes instituciones tipo Sorbona, cuyas sendas verjas no se abrían con facilidad.
Ayudaba el sistema en cuestión a recuperarse uno mismo, libre de cualquier resquicio de perjuicio social. Era una verdad factible, cuyas bases científicas habían sido asentadas por los exhaustivos estudios relacionados a vuestros eminentes nombres, Dr. Tarr y Dr. Fether.
Con este precavido impulso he reunido los ahorros en una sola cuenta, las camisas favoritas y azules en una maleta; he despedido la ciudad natal con una restringida fiesta y les he prometido a mis abandonadas amistades unas elaboradas cartas postales de todas partes. Al acabar el pequeño discurso ellos me regalaron un precioso cuaderno forrado en piel, que ataba, con personalizada atención a detalle, páginas sedosas y virginales hasta un numero cercano a dos mil.
Mi recorrido iba a desviarse en tren por el sur de la bella Austria, para excéntricamente seguir en coche hasta Maison de Santé.
Lo que confesaré es bien sabido: la fase incipiente del cumplimiento de un deseo ardiente es más grandiosa que la realización como tal por lo que no había entrado bien en el compartimento, no había acabado de apoyar el sombrero sobre la banqueta, ni el abrigo en la alcayata dorada, las ruedas no habían iniciado el ronroneo metálico de la mecánica perfecta y yo ya había acumulado más ideas fructíferas que los pinos del paisaje soltando estróbilos. A una última mirada a través de las ventanas, de Lichtenstein me perseguía solo el arrepentimiento de no haber marchado antes, aunque se extendiese como una frágil sombra trémula sobre los últimos dos vagones.
Mi compartimento olía a húmedo otoño inglés, a piel manufacturada en Viena y a espuma de afeitar francesa. Me he dedicado plenamente a ese confort y a la contemplación de las futuras historias, ordenándolas en mi espacio mental e idealizando las descripciones, con el reto personal de apuntar un título a cada veinte paginas antes de alcanzar mi destino.
A pesar de ello, en Landeck no había abierto el cuaderno todavía. Lo guardaba sobe las rodillas en la misma persistente expectativa. El pensamiento de que sus blancas paginas se llenarían de letras que darían contorno a magnificas aventuras me llenaba de tal gozo que resultaba saciante; también me desprendía un poco de la realidad inmediata.
Supongo que por ello lo que vino a continuación me resultó tan sorprendente, iniciándose mis tormentos después de los tres silbatos de aviso del jefe de circulación.
Escuché dos silbatos cortos y potentes y un tercero prolongado y poderoso, de seguido la honda voz del jefe barriendo por las mismas tres veces el andén:
— Willkommen bei den Waggons, bitte. Por favor, pasad a los vagones. Nos ponemos en marcha.
Las ruedas traquetearon ligeramente. La puerta de mi compartimento se abrió y cerro tres veces, al interior pasó tres veces la alargada silueta y se sentó tres veces sobre la banqueta contigua, justo delante de mí.
Con la misma tranquilidad se quitó tres veces unos guantes blancos, arregló un pequeño flequillo a lo garçon hacía la izquierda y sin sentenciar una palabra siquiera alisó tres veces un elegante pantalón de lana de cachemir alrededor de los tobillos.
Sin un esbozo de mirada hacía mis ojos elevó tres veces el cuaderno de mis rodillas inmovilizadas de pasmo, casi congeladas y desfilando las primeras hojas con suma atención arrancó a relinchar.
—Mein Herr, ¿está usted bien? —me indagó amable el agente de acompañamiento mientras depositaba de vuelta un billete a las finas manos de la señorita, soberbia, por cierto — ¿Desea el vaso de coñac al que le invita la Fraülein?
—Sí, sí… Por supuesto —contesté absolutamente traspuesto —. Es más, ahora que lo menciona sería mejor que nos trajese la botella entera. —No había notado la llegada de aquel hombre e intenté sonreír afable hasta después de averiguar que la botella me iba a costar ochenta mil chelines.
El relinche de la bella joven se intensificó un tanto en crescendo, para cesar con la salida del acompañante ferroviario, como si no se hubiese producido, y ella volvió a su dedicada observación de mi cuaderno vacío.
A las pocas páginas, reapareció el ayudante con una botella que rezaba Frapin Cuvée y el relinche recomenzó, por esta vez acompasado de una delicada ondulación de la preciosa melena de nuestra Fraülein.
—Os deseo un viaje agradable. La siguiente parada es Telfs y a continuación Innsbruck, pero procuraré hacer una pequeña ronda antes de Telfs, dada la casualidad de que desearíais un aperitivo o puede que una reserva para el vagón restaurante.
El sol del atardecer se escondía entre las cimas de los montes de Lechtaler Alpen y la insignia identificativa del pecho del ayudante brillaba como un pequeño corazón de cobre. A lo sumo el hombre era rígido, pero se antojaba decente, por ello yo desentendía su actitud tan impasible ante el evidente y perturbador hecho de que una joven relinchase en vez de hablar.
Hubiese deseado y no tanto quedarme a solas con ella: al final sacudí la cabeza como quien se quita una astenia, le agradecí el servicio con unos chelines y él nos abandonó.
Por fin a solas, la increíble Fraülein no se detuvo, ni de leer ni de beber ni de relinchar, no hasta cerca de Hohe Tauern Alpen. A esas alturas me resultaba imposible diferenciar qué pasmo me provocaba más pavor. En la parada de Matrei in Osttirol ella se esfumó en la noche como había aparecido, habiendo cumplido previo el mismo curioso ritual: devolviéndome tres veces el cuaderno, vistiendo tres veces sus guantes, cerrando y abriendo la puerta por tres veces.
Durante la hora pasada de aquello, hasta en Oberpeischlach, he sido capaz de escuchar incesante su extraño y agudo relinche de despedida. Si de mi bolsillo no hubieran faltado ochenta mil chelines; sin la botella vacía de Frapin Cuvée o los dos vasos: habría puesto la mano en fuego a favor de un deterioro de mi mente exaltada.
En Oberpeischlach he abandonado el tren siendo preso de un estado rayano a la agitación que se metamorfoseó pronto a extrema. El acuerdo de mi viaje figuraba la pre costeada presencia de un coche que me condujese al idílico pueblo de Hopfgarten, residencia de dos previas semanas al método de liberación de mi futura novela; Los Alpes en las puntas de mis dedos, aire limpio y buenos schnitzel todo me esperaba en Hopfgarten pero el coche se retrasaba.
Con una breve inspiración decreté de súbito abandonar la comprensión de esos eventos desafortunados para otros tiempos. Buscando el refugio de un coqueto banco de piedra, me acomodé para encender un puro y sacar el bolígrafo estilográfico del estuche.
Limpiando mis vibraciones corporales de cualquier temblor, por fin he abierto con mis propias manos el cuaderno de regalo. Recuerdo haber musitado un “ Liebe Gott” y cerrarlo de nuevo. He desfilado las hojas por tres veces y aún no lo asumía. Cada una de mis ideas figuraban allí en las páginas de sedoso papel: palabra por palabra retratadas en una impecable caligrafía. Sin importar dónde desplegase el cuaderno, las historias eran mías e incluso mejor descritas que en mi pobre cerebro ahora carcomido por dudas.
Meine Herren, estimados, se me ha educado para ser paciente, compasivo y magnánimo, aun así blasfemé al chofer que se retrasaba.
¿Cómo era posible? ¿Quién era esa Fraülein y qué perversa manera poseía para llevar semejante acto a cabo? NO necesitaba al chofer para la comodidad del coche sino para confirmarme la existencia de aquellas letras, de aquellas historias y, por qué no, de mi cordura.
Cuando, por fin se asomó von du Kock, recuerdo que lo analicé en busca de estafas, pero estaba bien sereno y distinguido en su traje de tweed, aunque un tanto incongruente con la pajarita de seda.
He aunado mi integral valor restante para que mi pregunta sonase despejada y él tuvo la gran amabilidad de examinar el cuaderno. Al elevar la barbilla, me sonrió y, de seguido, ¡comenzó a relinchar! aunque en su propio tono barítono.
Lo demás lo conocemos entre todos, por ende, mis estimados Dr. Tarr y Dr. Fether, pido de nuevo mis pertinentes disculpas por haber desaparecido y enviar solo al desafortunado von du Kock. Contando con su discreción, abandonaré a vuestras expertas manos el misterio y el manuscrito, junto al depósito de mi confianza en su promesa de tener exactamente lo que necesita cada cual.
Tan solo advierto que se proceda a la susodicha lectura una vez que se hayan formulado una opinión sobre la posible cura, ¡valga la verdad!

BENEDICTO PALACIOS

UN DÍA FUI (NIÑA) FELIZ (QUERIDA)
Pregunté siendo niña a mi madre por la persona que en mi casa se conocía por «el señor» como si no tuviera otro nombre. Yo no sabía quién era, pero me gustaba porque «el señor» lo conseguía todo. Mi madre nunca satisfizo mi curiosidad.
—Pídele al «señor» unos patinetes —me decía mi hermano mayor.
Al día siguiente envuelto en celofán llegaba a la puerta de mi casa el chico del comercio con el encargo. Si me hubieran preguntado entonces por la felicidad, no hubiera dudado la respuesta. Yo era muy feliz en estos dos momentos: cuando esperaba que llegara el regalo, no lo poseía pero mía era la espera por que llegara, y en el momento de abrirlo y tenerlo entre las manos.
Pero el «señor» murió tempranamente y los regalos se interrumpieron. Claro que me iba haciendo mayor y los necesitaba menos, porque para comprar un vestido o un bolso no tenía que pedirlo a nadie. Mi madre se encargaba. Hubo además una etapa en mi vida en que tener demasiado me agobiaba, y entonces me acostumbre a vestir con vaqueros y camisas y a llevar los libros y apuntes de la mano. Lo demás me sobraba.
Mi padre se enfadaba porque parecía un chico.
—Hija, viste de mujer. Con esas pintas alguien te confundirá con un menda cualquiera.
Un día que mi hermano dejó el ordenador abierto, se me ocurrió en un impulso irrefrenable buscar si aparecía el nombre del «señor» y ver de quién se trataba. Tuve suerte. Se llamaba Darío y era un pariente lejano de mi madre que había hecho fortuna en Alemania. Viudo y sin hijos había vuelto a España y comprado una vivienda próxima a la nuestra. Acordó entonces con mi madre que por ser yo la más pequeña recibiera de él regalos pero con la condición de no dar su nombre. No llegué a conocerle. Cómo lo recuerdo, porque con siete años yo había dejado de creer en los Reyes y no sabía cómo imaginarlo, pero de solo intentarlo me sentía feliz.
Mis abuelos vivían en el pueblo y cada cierto tiempo mi madre me llevaba a verlos. Me encantaba el viaje y la casa donde vivían. Una casa rodeada de un huerto donde el abuelo sembraba hortalizas y crecían los rosales. Era una tarde de primavera y cogida de la mano acompañé a mi abuelo a regar. Había un pozo y en su entorno crecían las flores. Mi abuelo hizo con ellas un ramillete y me pidió que lo guardara. El pozo tenía un brocal redondo de medio metro de altura más o menos.
—No te asomes —me dijo.
Pero ya me había asomado. Allí vi por primera vez la imagen del «señor» e instintivamente le lancé el ramillete de flores. Qué contento me entró. Me sentí feliz del todo, pero era aquella una felicidad distinta, de alegría. Salté de gozo. Mi abuelo alabó mi acción sin tan siquiera preguntarme.
—Bien hecho, Celia. Te diré, mi niña, que hay dos tipos de felicidad, la de ofrecer o donar y la de recibir. Espero que hayas lanzado al agua las flores por lo primero.
Callé y me quedé colgada de su mirada. Deduje entonces que tras aquellos ojos azules había una persona que creía en los Reyes Magos, pero al que nunca hicieron un regalo.
Hice entonces otro ramillete de flores y se lo ofrecí.

PEDRO PARRINA

NO FUI AMADO, SOY…, FUI ODIADO…
No fui un niño amado, soy…, diría, un niño amado, por la lógica razón de que me sigo amando. Sí, amo a ese niño que aún permanece agazapado y dormitando en mí, que soñaba que lo amaban, que sueña y continúa sonando…, porque solo así, amándose, se es capaz de amar a los demás, por la simple razón y lógica de que en la vida se recibe con creces aquello que se ofrece. Fui un niño odiado, porque, a veces, me odié, precisa y únicamente, por ser diferente, hasta que lo entendí y me perdoné, y les perdoné, por no entenderme y no hacerme entender. Soy un niño odiado, sí, y soy consciente de que “algunos allegados”, alejados…, diría, odian a ese niño imprudente e inconsciente que de vez en cuando despierta y se atreve…, a jugar con las palabras, y a no juzgar, a luchar contra sí mismo, a expresar y escribir lo que siente, y que algunas personas utilizan para hacer, hacerme y hacerse, daño, pero no importa, porque ese niño que soñaba, sueña, y continúa soñando, con que su negativa a odiar, vencerá con creces a quienes son incapaces de amarse…, y por tanto, de amar.

FÉLIX MELÉNDEZ

«Una vez fui un niño feliz.»
Una pareja más, de los muchos que se conocen, se tratan, se escogen y deciden un buen día, casarse y vivir la vida juntos.
Entregarse completamente, darse el uno al otro todo, lo que es amor verdadero.
Esos fueron mis padres. Esos han sido y serán innumerables parejas de padres, afortunados con muchos hijos, en el amor en el transcurso de sus difíciles vidas.
La primera consecuencia de todo amor, es el gran milagro de la vida, igual que amanece el sol por la mañana, tras los primeros rayos de luz, empiezan los primeros vómitos mañaneros de una próxima y fecunda madre. El dolor de los hijos, los miedos y los sufrimientos, los olores, venían siempre acompañado de grandes vomitonas, y pérdida de peso para mi madre.
La felicidad del primer hijo, en este caso fue hija, el amor sincero de una pareja, con el trajín diario del trabajo, del esfuerzo que conlleva la vida misma, cada día, pero compartido siempre es menor la carga y se llevan mejor los problemas, después vinieron más hijos, cuatro más, dos hembras y dos varones un total de cinco hijos en dieciséis años de felicidad y entrega, del uno para el otro.
Eran otros tiempos, otras formas de ver la vida, otra cultura. Dónde un apretón de mano, un trato tenía más valor que cualquier firma entre muchas letras actuales.
El dinero que tenían para su luna de miel, lo gastaron en sembrar garbanzos, y después venderlos en una pequeña tienda de ultramarinos, más tarde con ese mismo dinero, que sacaron, compraron un trocito de terreno. Así eran mis padres, ahorradores muy trabajadores y buenos. Sufridores para ellos mismos.
Un pequeño negocio con lo que empezaba a sonreírles la vida, donde se vendía de todo, desde unas zapatillas Tao, a un cuarto kilo de tocino de beta, queso manchego, chocolate negro de los tres cocineros, anchoas y sardinas en escabeche. También un buen queso manchego.
Allí podías encontrar todo lo necesario para vivir, poca cantidad pero más de la necesaria. Las especias de pimienta para las matanzas caseras, las tripas, el pescado a granel de grandes latas, la primicia de los pollos, ya sin plumas y para vender poco a poco, a granel y la modernidad de los primeros yogures,.
Un momento antes de irse los hombres al campo a trabajar, sus mujeres corrían por comprar cinco pesetas de tocino de beta. Si no había trabajo; no se compraba el almuerzo, todo envuelto en papel estraza y la vieja libreta, donde se apuntaba, y apunta, la gente que no pagaba al día, la compra de año en año, de cosecha en cosecha Y muchas veces, hasta se perdía, perdonaba a quién no podía pagar, ¡total si no podía!.
Toda una forma de vida muy distinta y diferente, nada que ver con el presente actual. La gente tenía sinceridad y la palabra realmente tenía valor, lo que se decía.
Todo se podía con el esfuerzo diario de una pareja, entre los dos, se llevaba bien, cuando había personas jóvenes dispuestas a trabajar, mucho trabajo, y mucho esfuerzo, culeros, críos chicos por todos sitios, aún no existían los pañales, todo lavado a mano. Hermanos que se ayudaban entre sí, se querían, se peleaban y después se abrazaban, y se besaban, en el aprendizaje de la vida. Todos mis amigos y los amigos de mis hermanos, terminamos siempre en casa de mis padres, había buena acogida o en la casa de los demás.
La crueldad de un tiempo, decidió marcar otro rumbo a la casa escogida, cebarse en esta pareja feliz, la enfermedad llamó a la puerta de mi familia, con sus golpes duros que da la vida, con campanas de duelo, nítidas, llenas de agonía, y entró hasta la alcoba de mi casa profanando la alegría, un nefasto día, en poco tiempo mi padre con cuarenta y cuatro años murió un diecisiete de mayo, dejando atrás cinco hijos y una joven viuda de treinta y nueve años.
Muchas veces, esta asombrosa y extraña vida, está llena de pruebas a superar, barreras que derribar, cuando da con gente valiente y valiosa, obligando a luchar y luchar contra corriente, defenderse con uñas y dientes, como una vida de primavera se transformó en una vida de tormentas de invierno, donde el frío y la soledad invadieron un hogar, lentamente el día a día, fue cambiándolo todo.
Pero mi madre con sus defectos y sus virtudes, de gran corazón, y bonitas acciones, supo siempre arropar a todos sus hijos, entregándose en cuerpo y alma, usando siempre la razón, completamente, ser padre y madre con todo el sacrificio y esfuerzo del mundo, nunca nos puso cara de penas o tristezas. Nunca pasamos hambre, ni disfrutamos de grandes marcas, siempre tuvimos más de lo necesario.
Pero siempre miramos por todo, buscando las vueltas para que durarán más las cosas, las zapatillas, las camisas y pantalones se heredan de unos a otros, nadie se quejaba todos comprendimos que era la forma de vida.
Así, no educó, con gran corazón, con todo el coraje del mundo, con una inteligencia innata, y el esfuerzo superior a sus propias iniciativas, se enfrentaba día a día a las condiciones todas adversas que la vida le ofrecía, a una viuda, sin la posibilidad de ninguna pensión, con cinco hijos, a su cargo, todo en contra y un extraño destino de tira y afloja, de cal y arena, el menor con cinco años era yo, la mayor con dieciséis.
Pasado el tiempo: » todos el que quiso», les dió carrera, mirando siempre por las cuatro perras, para que tuviesen un destino más seguro. Sacando adelante tres grandes maestras como la copa de un pino.
Nunca oí a mi madre cantar, pero tampoco la oí llorar. Siempre mantenía una serenidad constante, se comía ella sola los problemas para no asustar a sus hijos, se bebía a solas sus lágrimas en la soledad de la noche, cuando todos dormían y afloraban los miedos, y ella rezaba y suplicaba a sus cielos.
Venían los dos hermanos calle arriba empujando con un pequeño carrito atado a una bicicleta, otros días sin ella, pero casi siempre, el carro estaba cargado de naranjas, manzanas, patatas, tomates y la cuesta empieza a ser empinada, pesada, como muchos días el carro se levanta, y las naranjas corrían alegres, y rodaban calle abajo. Mi hermano y yo nos mirábamos mutuamente y recogimos la fruta rápidamente, nuestras edades, cinco y ocho años.
Siempre antes de ir al cole, tienen que aportar su granito de arena, antes llegaba la noticia de las naranjas que las naranjas en sí,, alguna mujer al comercio que las naranjas, su ayuda, el esfuerzo diario de una familia donde todos comen, todos ayudan a salir pa’lante.
No por ello, estaban tristes o infelices, lo tenían asimilado, reían como cualquiera, jugaban con muchos amigos, tocaba ayudar, ayudaban y haciendo cuanto podía todos aportaban algo, en su trajín diario,pasaban los días, y los días.
Traen diariamente los tomates y las naranjas a una pequeña tienda que tiene su madre, desde el centro del pueblo, también traían patatas aunque no podían con el saco, aprendieron a tragarse el orgullo y pedir por favor, la ayuda a los demás.
Como única forma de vida. Y eran felices a su manera, se acostumbraron a vivir la vida, abrir bien los ojos, a fijarse en detalles que otros, no sabían que existieran.
Las tardes de verano eran fenomenales, tremendas, los barrios cargados de muchachos jugando unos contra otros, todas las noches corriendo descalzo, en pantalón corto, por las calles del pueblo, jugando al marro, al balón o al cirio, a los hoyos, cualquier cosa, que se les ocurrieron a las mentes deseosas de juego y carreras.
Por las siestas nos escapabamos de casa para bañarnos en la ribera, allí aprendí a nadar, en el charco «El burro» con mi amigo Paco uña y carne.
Los domingos muy temprano, a primera hora, cuando mi madre estaba en misa, mi hermano y yo nos dedicábamos a pegarle a los gatos, que acudían a las sobras del comercio en el patio. ¡Qué tiempos aquellos tan felices, cómo reíamos y jugábamos !
Uno de tantos, se cayó un gato al pozo, el pozo no era profundo y tenía apenas agua, el gato era tremendo, con gran cabeza y malas intenciones, fuimos rápidamente en busca de Antonio, algo mayor que nosotros. ¡»Por favor, se había caído un gatino, chiquetito «! Si nos ayudaba a sacarlo. El por supuesto muy valiente, atado por la cintura con la cuerda del carretón, lentamente lo bajamos, con todo el cuidado del mundo. Realmente a día de hoy no sé, quién dió más alaridos, el gato o Antonio, los dos frente a frente, el gato que tenía la cabeza más grande, que la de Antonio. O el propio Antonio, que no sabía si llorar o reír, sólo quería salir de allí. Lo cierto es que los dos se peleaban por salir primero. El gato le puso las patas en el hombro, después en la cabeza. Y de allí, al brocal del pozo, huyendo por las escaleras del patio. Todavía recuerdo al pobre Antonio, dándose golpes en la cabeza, para quitarse al gato, lo subimos como entró, con el carretón. Y al salir nos puso verde, se largo gritando. » Un gatino, un gatino, decíais» un gatino, cabrones.
Teníamos todo el tiempo del mundo, y todo el mundo en un momento nos pertenecía. Nos sobraba para hacer los deberes de la escuela y jugar.
Yo siempre me sentí un hijo, muy querido, nunca he tenido problema en ese sentido, todos me han dado lo que yo he dado, cariño y buenas palabras, buen trato. Siempre he sido una persona cariñosa, me encanta dar besos, y darme a querer, me he sentido querido por todo el mundo.
Por mis vecinos, de los que guardo verdaderas historias.
He pasado circunstancias duras, no más que otros, cualquiera ha pasada más, ninguna vida es sólo delicias, y color de rosas. Hay cada historia escondida entre la gente más humilde, tan asombrosas y siguen siendo felices.
Todos nos hemos pinchado muchas veces con las espinas de las rosas de esta vida. Pero, no por eso guardo malas intenciones con nadie, las cicatrices se curan, se sanan las heridas.
Me he considerado un niño feliz, y una persona adulta, también bastante feliz. Tengo más de lo que puedo coger con mis manos. Quizás no la cantidad que a cualquiera le gustaría tener, pero me basta y sobra, me conformo con ser como soy y tener lo que tengo. Actualmente digo como el otro…,« yo, también soy un niño feliz todavía».

ALBERTO MEDINA MOYA

Faltaban cinco minutos para el estreno y mi confianza estaba bajo cero. Me sabía el papel al dedillo, no en vano habían sido muchas horas ensayando, con la ilusión iluminando cada paso que me conducía a vivir mi sueño de ser actor. Pero toda la seguridad que pudiera haberme impulsado se descomponía por momentos ante el terror de quedarme en blanco, del gatillazo escénico que me cerrara las puertas para siempre. Trataba de respirar conscientemente, acogiendo esa tensión que me agitaba desde hacía rato. Mi compañero en la obra me preguntó si estaba bien, y respondí asintiendo con una mueca que dejaba claro que ni de coña. Dios mío, ayúdame, dije para mis adentros. Si había un momento en el que hacer a un lado mi ateísmo era aquel. Se me pasó por la cabeza salir de allí, largarme y mandarlo todo al carajo, pero mi sentido del deber me lo impidió. La directora se acercó a mí para confortarme. No recuerdo qué me dijo, mi atención se quedó prendada de los pendientes que llevaba. No me había fijado hasta ese momento en que eran iguales que unos que tenía mi madre, poco antes de morir. De repente su sonrisa comprensiva, su ofrecerme el último trozo del bizcocho mientras fingía que no tenía hambre, sus cuidados de enfermera cuando llegaba con alguna herida, su defensa vigorosa cuando me percibía vulnerable, sus caricias, sus abrazos, su honestidad marcándome el camino, sus payasadas llevándose por delante mi tristeza, sus oraciones pidiéndole a Dios que me pusiera su mano… la realidad del amor que mi madre me dio superaba cualquier ficción que mi mente pudiera contarme. Llegó el momento, y con la sonrisa que llevaba alojada en mis entrañas salí a comerme el escenario.


SERGIO SANTIAGO MONREAL

Roberto se acurrucó entre los pechos de su mamá Raquel. Hacia tiempo que Raquel había destetado a Roberto, pero les seguía uniendo un vínculo cada vez que interactuaban pese a que Roberto ya no era un bebé y dejó de ser un lactante.
Raquel por su parte acariciaba a Roberto con sutileza y delicadeza de una manera dulce y entrañable.
Saúl, el papá de Roberto, trabajaba mucho y apenas pasaba tiempo en casa, perdiéndose gran parte de estos momentos tan íntimos y especiales. Pero cada vez que podía y las contadas veces que se encontraba en casa jugaba con Roberto, lanzándole una y otra vez hacia arriba, con las consecuentes carcajadas de Roberto a modo de aprobación.
Saúl y Raquel llevaban saliendo juntos desde la adolescencia de ambos, una relación cimentada con el paso del tiempo y construida con el duro hormigón del amor que les unía. Roberto era el regalo, el presente que simbolizaba el gran amor que se tenían.
Pero en esta ocasión el paso del tiempo no jugó a favor de Saúl y Raquel. Roberto fue creciendo y poco a poco demandaba otro tipo de atenciones y las ausencias continuas por motivos laborales de su padre no ayudaban a solucionar los problemas de Roberto. Raquel, desesperada, se sentía sola y desamparada y la gran responsabilidad de tener que tomar estas decisiones por los dos le hacía entrar en un estado de ansiedad y de estrés inusitado, mermando su salud, especialmente a nivel mental.
Roberto comenzó a coquetear con el mundo de las drogas, robaba a sus propios padres para pagarse las dosis de cocaína que poco a poco necesitaba con más frecuencia. Este lapso de tiempo los cimientos de la familia estuvieron a punto de dar al traste con el gran amor que se tenían.
Raquel tuvo depresión, Saúl dejó el trabajo, pidió una excedencia para hacer frente al problema de vínculo familiar. Roberto estuvo en tratamiento psicológico e ingresó en una clínica de desintoxicación para hacer frente a su adicción, especialmente por la cocaína.
Fueron tiempos difíciles para la familia pero unida y tristemente arruinada pudieron solucionar el problema de Roberto. Raquel también tuvo mejoras en su salud al comprobar la rehabilitación de Roberto y Saúl por su parte aprendió a priorizar la conciliación familiar por encima del mundo laboral.
Tiempo después la familia, unida se recuperó de sus apuros económicos, Roberto se enamoró de Eva y formaron su propia familia.

JACINTO FERNÁNDEZ LOMBARDO

SE BUSCA
Mi abuelo me enseñó a leer. Él murió un poco antes de que yo tuviera edad para ir a la escuela. Vivíamos en un pequeño cortijo en lo alto de un cerro, rodeado de una tierra árida y descarnada, como del lejano oeste. Mi abuelo era un gran lector de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Lo recuerdo sentado siempre en su sillón, con las manos retorcidas a causa del reúma. Bajo su gorra de abuelo, su mente vivía las mil aventuras y desventuras de aquellos personajes del western: el sheriff, los vaqueros, los forajidos, el pistolero, los indios, los buscadores de oro, los predicadores, las bailarinas del salón… En la visita mensual de su amigo el trapero, por unas cuantas pesetas intercambiaban un taco de novelas leídas por otro taco de novelas usadas con el sabio criterio de que no le sonaba el dibujo de la portada. Por las noches, mi abuelo pegaba tiros entre sueños y se rebullía en el camastro como si se batiese en un duelo o tratara de parar una diligencia desbocada, dando grandes voces como arreeee, soooo, bang, bang.
En mi niñez también leí novelas del oeste, pero después amplié mundos con la lectura de cómics y novelas de terror, luego llegaron mis primeras novelas de literatura, mis primeros poetas, las biografías, las obras de ensayo… y así sigo, celebrando mis primeros cincuenta años como lector gracias a quien una vez me enseñó a leer, en un tiempo en el que fui un niño amado.

RAQUEL LÓPEZ

Jaime hace veinte años que llegó a la vida de Mateo y Nuria, fue un niño deseado por ambos y le dieron todo el amor que se podía dar, aunque ser padres no signifique ser perfectos.
Le daban todo lo que quería y ese es el error de la mayoría de los padres, porque les hacen volverse caprichosos y a la larga tiranos.
Segun crecía y no conseguía lo que quería se volvía más rebelde, la frustración le acompañaba para dar paso a un ser solitario lejos de la sociedad. Creó una burbuja en la que era innacesible para sus padres, a los que creía que nunca le habían querido.
Con el paso del tiempo, supongo que se daria cuenta y comprendería que la vida no siempre gira alrededor de uno. Sus padres tan sólo querían que recordase y se repitiera a si mismo que «un día fui un niño amado», pero no solo un día sino todos esos años desde que nació, porque las huellas de batallas vividas se curan y esa batalla no estaban dispuestos a perderla para hacer volver al niño que fue antes..

TESS LORENTE

Una vez fui un niño amado, pero ahora no lo recuerdo.
Veo las fotos de mi nacimiento y mi madre me explica que fui un niño muy deseado, tanto que todavía lo recuerdan llenos de emoción.
Las grabaciones de mi infancia recogen mis cumpleaños, las navidades y fiestas familiares…, todo perfectamente guardado, esperando para ser rememorado en cualquier situación.
Cuando veo las fotos recuerdo que hubo un tiempo de risas, bailes, juegos y alegrías.
Reconozco que hubo un tiempo en el que fui feliz.
Pero las sombras del presente no me dejan recordar los días soleados.
El miedo me asfixia y la pena ahoga mi garganta robándome la risa.
La angustia es demasiado grande y solo me alivia el llanto.
El dolor es tan intenso que incluso deja de doler.
Pero mi madre continúa pidiéndome que recuerde que una vez fui un niño muy amado.
Me repite que ese niño sigue viviendo en mí, que me acompaña a cada paso y que lo reconoce en el brillo de mis ojos.
Ella piensa que esto solo es un bache, que todo pasa y de todo se aprende.
Me repite constantemente que el ahora me hará más fuerte y que solo los grandes aprenden de sus errores, convirtiéndolos en futuros éxitos. Lo que se reconstruye se mejora y lo que se levanta de nuevo, se alza con más fuerza.
Se que he sido un niño amado, que soy el reflejo de ese niño y que sigue habitando en mí, pero a veces se me olvida, me cuesta recordarlo.
A veces la tristeza es tan inmensa que se me olvida que un día fui el rey de la sonrisa, que mi presencia iluminaba la estancia en la que estaba y que a mi alrededor todo era alegría.
¡Quiero recordar!!
¡Quiero volver a ser ese niño!
Sé que era un niño muy amado y que lo sigo siendo, y si se me olvida solo tengo que buscarme en los ojos de mi madre.
Ella con su sonrisa hace que vuelvan a mí cada uno de esos maravillosos recuerdos.
Para mi madre seré por siempre:
“ESE NIÑO TAN AMADO”.

ANGY DEL TORO

LA CAMA DE MIS PADRES
No compartir el lecho conyugal siempre ha sido un gran dilema, las parejas anhelan abrasarse, cubrirse del frío invierno y hasta cuando alguno enferma, estar juntitos para protegerse. Hoy me encuentro en la disyuntiva de tomar una decisión muy importante. Mi esposo me ha confesado que, para él, no hay mayor placer luego de compartir la intimidad que dormir en camas separadas. Según él, esto le alimenta el “morbo” y que al despertar nota mi ausencia, está más descansado y siente unos deseos enormes de “estar”. Diría que es cierto, no importa donde me encuentre, ya sea en la cocina, la ducha o en mi propia cama, es ahí cuando dice que está “dispuesto para lo que venga” su frase favorita.
Para mi gusto su propuesta resulta todo lo contrario, tengo muy lindos recuerdos de la cama de mis padres. Me gustaría reflexionar y meditar antes de decidir qué le responderé. Recuerdo que mi Madre siempre decía «Esta cama tiene magia, es un imán que los despierta y les atrae hacia la carroza» así calificaba ella su cama matrimonial.
Mi padre que era un amor de hombre y esposo respondía «Cuando crezcan, los momentos que disfrutan junto a nosotros se les convertirán en los más lindos recuerdos de su infancia. Ellos nunca olvidarán cómo los hiciste sentir, será el símbolo de una infancia feliz y en familia, la que ambos creamos con amor y respeto a la vez». Así es querido —respondía mi madre— primero nos roban el corazón y luego la cama.
Mis hermanos y yo, cual si sus sábanas fuesen un somnífero —luego de escucharlos— nos dormíamos de inmediato. No tengo idea de cómo se las arreglaban mis padres, pero de momento una cama para dos personas se convertía en la “carroza familiar” cinco en total, rectifico, que me faltó sumar a nuestro gatito, el que con premura saltaba hacia la cama de mis padres. Desde ese instante, éramos seis. Hasta el Miau reposaba a los pies de mi madre.
La vida moderna ha hecho que la mujer sea más independiente, que además de madre, trabajadora y estudiante, tenga otras obligaciones que le restan tiempo para la atención y cuidado del hogar. Esto, de alguna manera hace que la familia de por sí se fraccione, que cada cual y en ocasiones, se vea obligado a pernoctar en diferentes lugares y, por ende, en camas ajenas.
Fui una niña amada, aun siento el olor de mi cuna, recuerdo como al salir mis primeros dientes dejé marcadas las barandas. A los cinco años pasé a dormir con mi hermana mayor porque había un bebé recién nacido en casa, aunque esta etapa de bebé no la cuento mucho porque, como les dije antes, en mi niñez y hasta que me hice adolescente fueron más las veces que la “carroza de mis padres” nos servía de cama que las propias. En la adolescencia me compraron un juego de cuarto precioso, muy pequeñito y coqueto. Lo pintaron de blanco y verde. Uyuyuy, ahí sí que me gustaba estar sola y escribir en mi diario. Pasado el tiempo me casé y con mucha ilusión tuve mi “cama matrimonial” la que ahora mi esposo pretende dejar para mí solita. Esa idea no me gusta, no me hace feliz. Mis hijos duermen en sus respectivas habitaciones y no tienen ningún interés en pasar para mi cama, por lo que esto de dormir en camas separadas ¡qué va! no se lo voy a aceptar. No me interesa para nada la frialdad de mis sábanas y mucho menos, la voy a llenar de muñecos para ocupar el vacío que siento. Triste realidad de los tiempos que corren ¿Verdad?

GABRIELA INÉS COLACCINI

Fui un niño amado
Madre,
a la vera de mis noches de sueño
percibía tu figura al lado de mi cama.
Tu ojos, como manos,
me acariciaban
tiernos, pacientes
a la espera de que el sueño
le hiciera “Pica” a mi pequeño ser.
Yo fingía haberme dormido,
vos fingías haberme creído…
Caminabas hacia la puerta
a paso lento,
antes de salir,
sabías que te diría
«Mamá, deja la luz encendida.»
Con un gesto amoroso
me enviabas un
«Hasta mañana, cielo»
y te alejabas.
Así hicimos
hasta que
la noche
la pena
y tu adiós
se quedaron para siempre.
Me resigné a tu ausencia
más no, a nuestra despedida
de todas las noches…
«Madre, deja la luna encendida…»

ANDREA ROSSI

Como ol­vi­dar los ve­ra­nos en casa de la abue­la, cuando era un niño amado.
Ese sol que re­ca­len­ta­ba el borde del tan­que aus­tra­liano, y no­so­tros afe­rra­dos a ese borde, casi en punta de pie, mien­tras se iba lle­nan­do. El enor­me motor que as­pi­ra­ba el agua del río, la sol­ta­ba con fuer­za den­tro del tan­que.
A la voz de: ¡listo!, todos aden­tro, agua tur­bia, tibia, gri­tos, cha­pu­zo­nes, que mo­men­tos inol­vi­da­bles.
Para sa­car­nos se ne­ce­si­ta­ba mucho más que argumen­tos dul­zo­nes, ame­na­zas, y sí sur­tian efec­to los so­bor­nos. Re­pi­to, era ve­rano, así que los días eran lar­gos, fuera del agua, lim­pios, me­ren­dá­ba­mos a la ori­lla del río, bajo los eu­ca­lip­tos que había plan­ta­do nues­tro abue­lo, ¿cuan­do? bueno, en nues­tra mente el tiem­po era una mezcla de lu­ga­res y per­so­na­jes, como Tar­zán char­lan­do con El Zorro, la mona Chita ju­gan­do con Lasie, todo unido a los cuen­tos de nues­tros tíos, tan locos, que ellos no aguan­ta­ban la risa mien­tras nos en­ga­tu­sa­ban.
Gra­cias a este viaje en el tiem­po estoy en la en­tra­da de la quin­ta, ro­sa­les a ambos lados del ca­mino de tie­rra, a la iz­quier­da la viña, la ca­so­na, a la de­re­cha los fru­ta­les, al fren­te el río, el tan­que aus­tra­liano, y corro, me es­pe­ran mis com­pa­ñe­ros de toda la vida, de aquella vida en que éramos niños amados, no quie­ro llo­rar, quie­ro… volver a ser un niño amado, ellos me miran y can­tan «Adiós mucha­chos, barra que­ri­da …hoy me toca a mi em­pren­der la re­ti­ra­da…»

RODOLFO ALBERTO MICCHIA

Detrás del cristal
Ema mira con recelo a través de la ventana que da a la ochava de la calle Lambaré, añora el jugar con la niña y su muñeca, su padre absorto en la lectura del periódico y, su madre inmersa en la novela de las cinco, hacen caso omiso en el vivir de ella.
Ema mantiene la vista fija en la niña y se siente identificada, por un momento, recuerda con anhelo aquel primer juguete, su primera muñeca, confidente de secretos y temores, hicieron de su niñez un lazo que albergó sus primeras lágrimas, unas lágrimas que construyeron de esa figura de tela, una amiga imaginaria.
Ema ya no peina sus cabellos, ya no se angustia en su dolor, nadie la ve llorar. En el fruto de la soledad que siente, cobija su apego aferrándose a sus vivencias, recuerda que alguna vez, ella fue una niña amada.
La incomunicación y el desamparo aumentan a cada momento y en el afán de tener con quién compartir su nostalgia, siente en su interior un impulso tan fuerte que la acerca al vidrio, tanto así, que termina golpeando el mismo.
Esa acción, provocó que la niña y sus padres giren la vista observando el portillo. El crepúsculo está cerca y Ema aprendió en ese preciso instante, como llamar la atención en el intrincado mundo de los vivos.

PEDRO A. LÓPEZ CRUZ

RECUERDOS DE COLOR PÚRPURA
A veces sucede que nuestra memoria se acaba deslizando sin querer por el interminable y resbaladizo tobogán del tiempo. Suele ocurrir en esas noches en blanco, insomnes, en las que la mente, en mitad del silencio, deja espacio a todo lo demás. Y te dejas caer, sintiendo el vértigo y el desconcierto, para finalmente acabar aterrizando lejos, muy lejos, en lugares y momentos imprevistos y muy distantes en el tiempo que, sin saber cómo, han quedado impregnados en tu vida para siempre.
Hacía calor. Ese es uno de los pocos detalles que recuerdo. Todo lo demás me resulta muy difuso. En aquellos días, mi incipiente memoria de niño de cuatro años apenas fue capaz de acaparar tan solo algunos escasos recuerdos en mi recién estrenado cerebro, aún en vías de desarrollo. Sin embargo, allí quedó grabado a fuego el impactante color rojo que destacaba de manera poderosa sobre el reluciente armazón de hierro. Tan solo era un simple triciclo. Sin embargo, considerando la época, se trataba de un capricho al alcance de muy pocos niños. Era mi primer vehículo de tres ruedas. Pero, sobre todo, era la oportunidad de sentir por vez primera esa adrenalina que da la velocidad. Algo que jamás olvidare.
Y es que, hace muchos años, yo fui un niño amado. Mucho. Infinitamente querido por toda mi extensa y numerosa familia. Fui el primero en llegar. Y quizá por ello, también el ojito derecho de muchos de los que me rodeaban. Especialmente mi tío Antonio, el tito Nono como lo conocíamos familiarmente. Lo recuerdo aquel día caluroso de verano, bajando del camión tras volver de uno de sus habituales viajes, y portando en sus brazos el fantástico triciclo. Y fue el también, quien me enseñó a montarlo, además de mi mejor compañero de juegos y mi segundo padre.
Pero también recuerdo con especial nostalgia los eternos momentos que pasé junto al abuelo Luís. Fue él quien me enseño casi todo, quien forjó mi carácter y me enseñó a ser una buena persona. Quien me arropó con ese cariño único con el que un abuelo acoge incondicionalmente a un nieto, mientras mis padres se dejaban la vida, de sol a sol, para traer el sustento a nuestro humilde hogar y que no faltase lo más imprescindible.
A menudo el tiempo se comporta de forma extraña. Hoy tengo la sensación de que tan solo han pasado unos días desde aquellos paseos cotidianos con el abuelo por el parque, en los que el triciclo rojo siempre era el protagonista. Tras agasajarme con los caramelos de una peseta que incluían una figurita de plástico de personajes de tebeos, no perdía ojo de mis idas y venidas, mientras yo surcaba el viento con aquel vehículo fabuloso sintiéndome importante al ser observado por él, el abuelo, la persona más importante de mi universo.
Por las tardes, eran habituales los juegos de cartas al calor del brasero de ascuas y las historias que él inventaba sobre la marcha, en las que yo, indefectiblemente, era el protagonista. También estaba el parchís y los juegos de tiendas, con la caja de lata llena de botones de todos los tamaños y colores a modo de monedas donde él compraba y yo vendía. De tal forma, entre transacción y transacción, aprendí casi sin querer mis primeras nociones de economía. El tiempo restante, mientras el abuelo dormía la siesta, yo lo empleaba en lanzar una y otra vez la vieja peonza de madera, artilugio con el que adquirí una inusitada destreza. No había lugar para el aburrimiento.
Pasó el tiempo, y a los diez años supe por primera vez lo que significa perder a la persona más importante de tu vida. Mi abuelo, en sus últimos momentos postrado en la cama, me hizo ver y valorar todos los momentos que habíamos pasado juntos y me abrió los ojos a la realidad. Se fue como siempre había sido, amable, cariñoso y único. Años más tarde, volvería a tener esa misma sensación cuando despedí al tío Nono.
Hoy, tras muchos años, he vuelto al pueblo. Algo me he llevado inconscientemente hasta la antigua casa del abuelo. Arriba, en un rincón del desván, sepultado bajo una enorme capa de polvo y cartones, descansaba el viejo triciclo. De alguna forma sabía que estaba ahí, seguramente guardado con sumo cuidado por el abuelo Luís, cuando ya me hice mayor, con la meticulosidad con la solía hacerlo todo. Aunque el deslumbrante color purpura que antaño había dejado boquiabiertos a cuantos lo contemplaban ahora ya apenas es visible, no he podido reprimir la emoción. Una catarata de sensaciones me ha inundado de repente y las lágrimas han comenzado a brotar. Por el tío Nono, por el abuelo Luis y por todos aquellos que ya no están entre nosotros y que hicieron de mi infancia un campo abonado de felicidad. Porque yo, sepan ustedes, queridos lectores, fui un niño muy querido.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Una vez fui un niño amado.
Tengo pocos recuerdos de eso, aquí en este cuarto oscuro y frío, donde el tiempo se detiene tengo mucho tiempo para pensar, pero mis pensamientos son pastosos, lentos y no se si reales.
Recuerdo a mis padres, como nos maltratan a mi hermana y mi. No palizas, qué también cayó alguna, si no de desprecios y humillaciones.
Nos criaron como animales, ni un beso, ni un cumpleaños, ni unos reyes.
Yo pensaba qué eso era así, cuándo crecí y vi cómo vivían los otros niños, me percate de mi error.
Nadie nos ayudó, mis padres crearon un vacío a nuestro alrededor, qué ningún familiar se acercó.
Mi hermana y yo creamos nuestro mundo, cuando crecieramos nos huiríamos y seriamos felices.
Pero la felicidad no era para nosotros.
Mi hermana murió, se puso enferma, no le hicieron caso mis padres y murió.
Cogí el cuchillo de la cocina, después del entierro.
Los mate. No se como, pero lo hice.
Hoy pasados los años, estoy encerrado en un manicomio, he intentado suicidarme varias veces.
Creo que nunca fui un niño amado.

BELÉN AMARILLA

Mamá me decía que era su princesa de una sola vocal en honor a mi nombre: Belén.
Mamá no me prometió la luna ni me rodeó de algodones pero me regaló collares de abrazos y sabias palabras que hoy son el faro que ilumina mi camino en la vida.
Me educó en la tolerancia y el respeto y me permitió errar mil veces para que aprendiera de mis desatinos.
Valoro su infinita paciencia cada noche ,a pie de cama,leyendo mis cuentos favoritos y engolando su voz con tal maestría y pasión que en mi duermevela me imaginaba rodeada de todos los protagonistas.
En las noches de invierno bajo el calor de las mantas imitábamos ruidos de animales e inventàbamos historias apasionantes con una sola restricción: prohibido reírse…para terminar desternilladas de risa y vuelta a empezar.
El avión era muy socorrido para deslizar la cuchara en mi boca que a edades tempranas era una » galga», como decía la abuela.
Las meriendas con los amigos en el parque entre columpios y balancines, los viajes cantando en el viejo coche de papá, las tardes de deberes hasta bien entrada la noche con un estricto trato: si lo hacía bien me regalaba una cartulina con un sol brillante y si no estaba concentrada me conformaba con un folio pintado con una nube que amenazaba lluvia.
Me motivó tanto que coleccionaba soles con distintas caritas (la antesala de los actuales emoticonos y es que mamá fue mi mayor influencer).
Hoy he crecido y tengo su misma profesión ,somos idénticas en carácter y personalidad.Amamos a los animales y valoramos la buena educación.
Me enseñó el valor de la disciplina y el crédito del esfuerzo.
Recientemente en mi graduación universitaria me giré hacia ella ,ante los demás y la di el aplauso que merecía porque siempre ha estado ahí y aún así…sigue sonriendo.
Siempre fui una niña amada.
Gracias mamá.

EFRAIN DÍAZ

Oscar etaba sentado en la soledad de una fría celda. Sería su nuevo hogar por los próximos noventa y nueve años. Por el resto de su vida. Por lo que le quedase de existencia.
Había asesinado a su hermano mayor. Se había convertido en un fraticida.
“No podré cumplir todo eso”, le dijo al juez. “Cumpla los que pueda”, le replicó este sarcásticamente.
De niños, ambos habían sido hijos buscados, amados, deseados y queridos.
Tuvieron una buena infancia y una buena adolescencia. No solo eran hermanos, sino que eran confidentes y cómplices.
Un error de juventud puso a Oscar en la cárcel por dos largos lustros. La cárcel cambia a la gente. Unos se hacen más fuertes y otros sucumben emocionalmente. Nadie vuelve a ser igual.
Pero Oscar no fue el único que cambió. Su hermano Luis se vio solo y sus actitudes cambiaron. A la muerte de sus padres y debido a la interdicción civil de Oscar, Luis se volvió egoísta y se apoderó de todos los bienes. Vendió los vehículos y la casa que fuera de sus padres, la puso a su nombre.
Cuando Oscar salió, no tenía a donde ir. Fue a la casa de sus padres y Luis, frío, seco y egoísta, lo recibió con las muelas de atrás.
Oscar buscó trabajo, pero nadie emplea a un convicto. Hay errores que nunca terminan de pagarse. Le exigió la mitad de la casa a Luis. Después de todo, era herencia de sus padres. Luis, con la ayuda de un abogado, le dieron a Oscar las “facturas” de mantenimiento y reparación. Oscar no tenía con que pagar su parte, por lo que tampoco tendría herencia.
La relación era tensa y Oscar percibía que Luis no lo quería en la casa.
Lo próximo que hizo Luis fue restringirle la comida. Lenpuso candados a la alacena, diciéndole como le dijo San Pablo a los tesalonivenses “el que no trabaje que no coma”.
Oscar estaba traumado. Sin trabajo, sin dinero, sin herencia y sin comida, no entendía como su propio hermano se había convertido en una persona tan egoïsta, miserable y ruin. Lo vio como un atentado a su propia existencia. Luis ya no era su hermano. Era su enemigo. La sociedad a la que una vez pensó en regresar y ser una persona productiva y de bien, le había dado la espalda.
Planificò asesinar a Luis.
Siguiendo la vieja tradición de Agripina y Locusta, lo envenenó, picó su cuerpo, lo cocinó e invitó a los vecinos a un banquete.
Sin arma, sin cuerpo y sin testigos, no podían acusarlo. Habría sido un crimen perfecto, excepto que no podía vivir en una sociedad que rechazaba a los convictos. Por lo que confesó su crimen. Hay gente que se acostumbra a la cárcel. Hay gente que se acostumbran al encierro y el estilo de vida que ello conlleva. Oscar y Luis fueron alguna vez niños amados.

GUILLERMO ARQUILLOS

Maldito perro
Hasta que sucedió todo, yo nunca había visto una persona con el cuello cortado. Si tengo que deciros la verdad, tampoco me impresionó demasiado. La sangre empapó las sábanas y goteó en la moqueta como se esparce la de un ternero por el suelo del matadero. Resultó todo un poco asqueroso.
Nos parecíamos tanto, que a mi primo y a mí nos llamaban los gemelos. Él, Braulio, siempre fue un necio. Yo había logrado varias veces que hiciese cosas que no le convenían, como cuando montó una librería en mi almacén. No fue inesperado que resultase ser un torpe con las ventas. Así perdió lo poco que le había dejado su madre, mi tía Rosa. Para mí, en cambio, se trató de un negocio redondo porque me pagó el alquiler durante tres años y, al final, conseguí ganar una buena pasta con la venta del local.
Dada mi costumbre de gastarme el dinero en chicas selectas y en cocaína, rápidamente me encontré sin un euro y mi madre, a quien la tía Rosa le había dejado casi todo, se negó a seguir dándome más dinero. La vieja me tenía calado: sabía que sus millones acabarían en manos de proxenetas y traficantes. Además, su prometido, que no comprendía mis debilidades, estaba deseando administrar su fortuna para que yo no viera ni un céntimo.
A ver, entendedme bien, yo no soy mala persona; solo que tengo mis defectillos, como todo el mundo. ¿Quién no tiene algún muerto que otro en el armario?
Aquella mañana era la víspera de la boda de mi madre:
—Máximo, estoy en la ruina —dijo Braulio.
—Vaya, no sabes cuánto lo siento —. Y puse cara de pena.
Él me miró con ojos lastimeros, como los del San Bernardo que atropellé la noche anterior y había rematado con una barra de hierro que siempre llevo en el coche. Me da tranquilidad, sobre todo, al volver, hacia las tres de la mañana. No sé qué decía su estúpido dueño, gritándome desde lejos. Yo golpeaba y golpeaba la cabeza del animal porque me había abollado un poco el coche.
—¿Sabes, Braulio? —le dije—. Yo también, una vez, fui un niño muy amado.
—¡Estoy en la ruina, Máximo! ¿Es que no lo comprendes? ¡Necesito tu ayuda y me vienes con esas chorradas…! Es que estoy sin blanca, de verdad. Tengo deudas hasta en las cejas. ¡Esto es un desastre!
Hundió la cara entre sus manos para que no lo viera llorar.
—Bueno, tranquilo, tranquilo… Yo tendría la solución de tu problema si mi madre me soltara algo de pasta. O si la heredase, claro.
Lo miré fijamente. Era el momento de dar el golpe de gracia.
—¿Sabes? —le dije—. Mi madre mató a la tuya.
Tuve que inventarme aquello para que saliera el monstruo que llevaba dentro mi primo. ¡Fue tan fácil convencerlo! Le conté algo sobre un veneno que habría usado mi madre, desalmada y perversa, y empezamos a planear la venganza.
Pensamos que, por unos cuantos billetes, conseguiríamos una coartada en un prostíbulo que yo frecuentaba y concluimos que, lo más sencillo, era que Braulio le cortara el cuello mientras dormía. En la cena, yo le daría un narcótico y así tendría un sueño feliz y duradero. Me entristeció imaginar que, al día siguiente, el prometido de mi madre no tendría la boda que tanto había soñado. ¡Pobrecito!
Estudiamos todo con detalle: cómo entraría en casa a las tres de la noche, dónde conseguiría el cuchillo de matarife, cómo tenía que entrenarse troceando unos pollos, dónde iba a deshacerse del arma y la ropa… Pero, sobre todo, le insistí en que, ante todos, él no tenía ninguna razón para matarla. Sin ninguna causa y con una buena coartada, cometería el crimen perfecto.
—Mi madre fue la única persona que me quiso. Máximo, no sabes cuánto te agradezco tu ayuda —me dijo con rabia—. Me quería, me quería, me quería: y yo odio a tu madre. Si pudiera la mataba ahora mismo.
—Espera, Braulio, espera —dije sonriendo—. Ten un poco de paciencia. El momento será esta noche, a las tres.
Según el plan, un poco antes de la hora convenida, le abrí la puerta de casa. No había luna y corría una ligera brisa. El ambiente era perfecto para un crimen hermosísimo.
.
A la mañana siguiente, la policía me detuvo. Estaba acusado del asesinato de mi madre. Viendo que, si no intervenía, mi vieja se terminaba casando, decidí matarla yo mismo. A las cinco de la mañana, harto de esperar, tuve que improvisar. Por eso cometí algunos errores. Entre otros, pasé por alto unas pequeñas manchas de sangre que quedaron en mis zapatillas de estar en casa.
Braulio, al final, no se había presentado. Cuando iba a llegar, el dueño del San Bernardo lo confundió conmigo. Al parecer, estaba un poco molesto por lo de la noche anterior. Le rompió varios huesos con un bate de béisbol y mi primo, abrumado, prefirió no venir.
Todo por un asqueroso perro.
¡Maldito perro!

MARÍA ISABEL PADILLA SANTERVAZ

Mi abuelo nunca mentía.
Siempre fui un niño amado por mis padres y aún más por mi abuelo, que se vanagloriaba de ser una persona que nunca mentía. Tantas veces intenté descubrir cómo lo conseguía y nunca pude averiguarlo. Sabía muy bien cómo transformar las mentiras en verdades. Así que no me quedaba otra que creerle.
Al poco de cumplir mis ocho años, mi abuelo falleció. Instalaron el ataúd en medio del salón de la casa. Yo jamás había visto a un muerto y mamá prefirió que no lo viera. Decía que yo era muy impresionable. Así es que pasé el día en mi dormitorio oyendo llantos y rezos a través de la puerta. Fue el día más largo de mi vida. Deseaba que se lo llevaran de una vez. Él me había dicho que cuando muriera vendría por la noche y me daría un sopapo, y él nunca mentía.
Tras la salida del féretro hacia el cementerio, tomé mis precauciones, a pesar de que esta vez esperaba que no se atrevería a mentirme. Me escondí debajo de la cama. Con los párpados cerrados y la voz atrapada en la garganta, solo escuchaba el péndulo del reloj midiendo el tiempo.
Al poco, sentí sobre mí la descarga del anunciado guantazo. Un tablón del bajo de la cama se había desprendido y cayó de lleno sobre mi cabeza. Ya no lo dudé más: mi abuelo nunca mentía.

JUAN JOSÉ SERRANO PICADIZO

«El amor, es lo último que se pierde»
Se podría decir que alguna vez fui, o me sentí amado. Esa es una de la frases que me acompaña en este hastío letargo.
Hoy os hablo desde un lugar acompañado de la oscuridad, de el lugar donde afloran cada uno de los mas escondidos miedos humanos. Una humilde habitación cerrada por cuatro heladas paredes, y una puerta que, cuando se halla cerrada, despierta en cualquier mente, las peores imágenes más atroces que proyecta la psique. La forma en la que acabé aquí, no es ni de imaginar, no es parte del razonamiento, pero mucho menos, podrían entender un por qué.
Me encontraba como cada día, jugando con mis mejores amigos en las afueras del pueblo. Ya se escuchaba y había visto en varias ocasiones, los telediarios, como a la gente del pueblo, hablar de la posibilidad de un impacto de un asteroide, que se calculaba caería sobre la tierra. Nadie imaginaba tal catástrofe, ni siquiera, hicieron caso omiso de tan horrible noticia. Vivíamos aislados de la especulación y habladurías pronosticadas, de las premoniciones de falsos gurús que postulaban a lo largo de la historia. Yo, a mis prematuros siete años, mucho menos iba a saber que nos depararía el futuro. Sólo pensaba en salir de la locura del día a día, de ser castigado y regañado por mis padres y poder salir de la rutina, cuando me encontraba libre acompañado de los pocos fieles amigos, que pienso yo, me querían. Y así hacía, me perdía durante toda la tarde por los impenetrables y frondosos bosques, que se convertían en una aventura infantil, aparte de una travesura, para después llegar a casa, rendidos bajo el manto de la oscura y fría noche. Aunque en la realidad, tampoco el bosque era tan profundo y tan frondoso, pero visto desde los ojos de un infante, todo era para fantasear y imaginar que vivíamos una auténtica aventura.
Construimos una «Gran» cabaña de maleza y hojarasca seca, lo que nos ofrecía el bosque, y como si fuera un palacio construido en la copa de un árbol, hacíamos vida de príncipes de los cuentos, contando fabulosas historias de batallas. Las espadas quebradizas, formaban parte del trono del rey y señor del bosque, que en mas de una ocasión, fui nombrado por parte de la corte. Casi bien entrada la tarde, ya casi viendo el púrpura del anochecer, decidimos formar un ejército para conquistar el claro que había a pocos kilómetros de nuestro Reino. El lugar, estaba formado por una abertura realizada por la mano humana, una zona que llaman cortafuegos y separa como linde la dos partes del bosque. El otro bosque, si es más profundo y frondoso, no tiene nada que ver con este, que está situado justo al lado de las casas nuevas y usan en ocasiones para picnic en primavera. A nosotros no nos pertenecía y en mas de una ocasión, llegamos a tener batallas encarnizadas a pedradas, con otros grupos de niños del pueblo. Por eso llegamos a tal conclusión y votada por unanimidad, formamos un grupo de expedición a nuestro nuevo hogar, mejor dicho «Reino».
Nos adentramos en aquel oscuro y misterioso lugar, que nos invadió con un temor horrible, pero a su vez, nos invitaba a explorarlo. Sin pensar en que nos podríamos perder, o lo mas probable, terminar siendo parte de un accidente inesperado, fuimos todo el tiempo siguiendo un imaginado sendero, que misteriosamente, parecía guiarnos a algún lugar secreto. Fueron muchos los sustos por parte de animales escondidos entre la maleza, posados libremente y descansando en los árboles, los que hicieron que en varias ocasiones, alguno que otro, temblara de miedo, o saliera corriendo del lugar. Pero en realidad, lo que nos hizo tener mucho miedo, fue la inesperada y serpenteante niebla que inundaba nuestros pies, hasta tal punto de dejar sin visibilidad casi gran parte del bosque. Cogidos de las manos, intentábamos buscar una imposible salida, que no veíamos por ninguna parte, pero si se divisó unas luces anaranjadas a lo lejos. Debatimos si seguir las luces o seguir buscando el final del bosque, llegando a despedir con ello a gran parte de nuestro ejército. Sólo quedábamos tres valientes gatos, atrapados por la niebla y perdidos en un desconocido lugar en medio del bosque.
Andábamos unos pocos pasos cuando una gran iluminación, acompañada de un fuerte estallido, nos dejaba totalmente perplejos y si no fuera poco, con la poca visión que teníamos por la niebla, aquella luz nos dejó ciegos por completo. Para no extraviarse y saber donde estábamos cada uno, gritábamos hasta ser descubiertos y encontrados, consiguiendo aferrarnos el uno al otro y seguir caminando con el tacto. Los troncos fueron haciendo de guías y poco a poco la visión, fue acostumbrándose a la oscuridad que parecía permanente. La calor que hacía en el lugar, iba en aumento por cada paso que dábamos a ciegas. Recuperando por fin parte de la visión, comenzamos a tener un fuerte dolor de cabeza y escuchar un molesto pitido, que parecía el silbido de una olla exprés. Junto aquel desagradable sonido, se sumaba el tañido repetitivo de un objeto metálico que, a su vez, sonaba como un tipo de hélices en marcha parecido al de un helicóptero. Tras andar unos metros mas y estar cerca de aquella extraña luz, descubrimos que era lo que hacía todos esos misteriosos ruidos.
Parte del bosque, incluido el terreno, había desaparecido flotando a sus anchas alrededor de una gigante esfera irregular, cubierta con lo que parecían espejos. En cada una de las grandes grietas que cambiaban de forma geométrica, salían unos destellos de luz blanquecina y otra en forma de ámbar intermitente. Mirábamos aquella extraña cosa con expectación y asombro, mientras que al mismo tiempo, nos agarrábamos el una al otro con incertidumbre y miedo. El misterioso objeto, que giraba sobre su eje desde un principio, frenó en seco y quedando totalmente inmóvil, sacó de su interior unas extremidades metálicas parecidas a unos tentáculos en forma de grúas, que terminaron clavadas en la tierra. En ese mismo instante, notamos como un leve movimiento del terreno y con ello, un ligero mareo, que hizo desmayarse a los dos amigos que venían conmigo.
Intentaba despertar a mis amigos, cuando distinguí una leve luz que emanaba entre la niebla. Me quedé observando muy atento en aquella dirección y pude contemplar, como tres seres extraños hacían presencia a través de la densidad. Los tres misteriosos individuos eran de distinta estatura y formas, dos de ellos, podían llegar a medir aproximadamente dos metros, sus extremidades eran exageradamente alargadas y su pieles grisácea, brillaban de forma extraña por diferentes partes de su cuerpo. El del centro, que a su vez era el mas pequeño, media un metro de altura y su piel era de tono blanquecina con un atuendo plateado, que también se iluminaba de manera extraña. Apenas se podía distinguir su nariz y su boca, pero sus ojos eran de gran tamaño color obsidiana con forma almendrada hacia dentro, sin pelo, ni pestañas. Su figura era totalmente humana, quitando las irregularidades que los diferenciaban. También tenían unas manos grandes con dedos desproporcionadamente largos. El pequeño, que parecía un niño de mi edad, se acercó frente a mi y me señaló con uno de ellos a la cabeza. En ese mismo instante, mis oídos comenzaron a pitar de tal forma, que acabé desmayándome junto a mis compañeros.
Desperté dentro de una extraña habitación vestida de blanco por todas partes e iluminada del mismo color. A mi alrededor, habían muchas camillas con una multitud de personas dormidas y con diferentes aparatos médicos. Junto a una parte de ellos, habían dos seres como el pequeño, que parecían apuntar algo en una especie de tableta o libro electrónico. Al percatarse de que me había despertado, trataron de inyectarme una extraña sustancia que había junto a mi camilla y terminé de nuevo desmayándome en aquél lugar. Veintiocho años después, si mal no recuerdo y llevo bien la cuenta, sigo aquí encerrado en una extraña cámara, o celda, no se sabe que puede ser, que de muy de vez en cuando abren para experimentar conmigo y me vuelven a encerrar dejándome dormido por otro tiempo mas. La última vez que me encerraron, escuche un fuerte golpe que me mantiene despierto desde entonces, y aquí permanezco a la espera de que algún día se vuelva abrir la puerta. Se escucha una alarma repetitiva y se puede ver una luz parpadeante de color ámbar, tras un golpeteo metálico en la puerta.
—Juan José, aquí tienes la dosis de hoy, tómatela y pórtate bien para que te dejen salir mañana.

IRENE ADLER

EN EL PRINCIPIO FUE LA ESPADA
Fui un niño amado desde el preciso instante en que atravesé aquella puerta y los admiré y ellos me miraron.
Los oí murmurar con una voz que era suave como un aliento de tinta envejecida y cola de engomar. Sentí el breve aleteo de sus corazones de papel repiquetear como un campanilleo de bronces antiguos.
Vi la penumbra de Notre Dame , el pabellón de caza de Zenda, las olas golpeando los muros del castillo de If …
Vi al verdugo levantar el hacha en la plaza de Grêves, los muelles de Tilbury, el río de la Dama al pie de Poenari y la tumba del Conde en el monasterio ortodoxo de Snagov.
Y los vi a ellos: leales, valientes, honestos.
Axel de Fersen, Percy Blakeney, Sídney Carlton, Enrique de Lagardere, Scaramouche, Rupert de Hentzau, Edmundo Dantés, Ivanhoe, Alain Quaterrmain, Sandokán y el portugués Yáñez…
Ellos nunca cambian de idea, de bando o de camisa. Ellos nunca mienten, nunca son deshonestos, nunca te abandonan y jamás se mueren. Siempre están ahí, para acariciarte las meninges y las yemas de los dedos; para consolarte y hacerte reír, llorar, sentir o encabronarte.
Ellos no traicionan, no juzgan, no condenan ni perdonan. Y son los únicos que te amarán sin condiciones y sin exigencias; sin el despropósito arrogante de la reciprocidad.
Fui un niño amado desde que a los diez años descubrí que había un mundo entero al otro lado de aquella puerta. Un mundo grande, inmutable e ignoto, que refulgía con la suavidad de la arena que se decanta en el panzudo cristal de los relojes: sin prisa, sin soberbia, sin miedo…
Un Mundo Feliz que empieza donde acaba el último libro.

HARITZ SANCHO MAURI

Como un niño amado.
He visto a un indigente mejor vestido que yo, con cuatro euros en la saca.
Y yo pensando:
-Hostias si hasta este anda mejor que yo.
Me sirve de consuelo saber que todavía hay gente honrada y humana en este mundo. Que la oportunidad a una buena acción siempre esta presente.
Hay gente que está peor que la ayuda a esa persona es más urgente; incluso que simplemente le puedo ayudar sacandoles una sonrisa
O simplemente jugar con la vida haciendo malabares como un niño amado

ARMANDO ARROYO

Una vez fui una niña amada
Mamá si va a regresar
No, maestra Estela, mi mamá no puede venir a la junta, se fue a su país y me dejó con mis hermanitas y mi papá. Ella pinta uñas y corta el cabello, pero antes bailaba. Mi papá tiene una foto muy bonita suya bailando en un tubo, como gimnasta de la televisión, pero con menos ropa. A mi papá le gustan las señoras que bailan y las que cortan el pelo, creo que por eso se enamoró de mi mamá, aunque haya aprendido aquí y no allá donde nació. La conoció en una fiesta, en un viaje que él hizo y se la trajo. Lo sé, pues cuando me peina, canta una canción muy bonita “fue en un carrusel donde te encontré bailando”; supongo que no se la sabe completa pues repite lo mismo todo el tiempo. Dice que sí la extraña, y yo sé que sí, porque cuando la menciona, toma su botella del cajón y se pone a beber. A mí no me gustaba que lo hiciera porque se pone a llorar; pero un día que no estaba, la abrí y le di un trago y me quemó la garganta; ya sé que cuando uno está triste, eso y llorar, se siente rico. También a veces tiene pesadillas; hay días que tienen que cuidarlo, porque viene con señoras que yo creo que son enfermeras, porque él en su sueño les llama como a mi mamá, Manuela, y ellas lo acarician, y él sonríe y se siente mejor. Él piensa que mi cabello es como el de ella, pero yo estoy confundida, porque el de mi má es rubio en la foto, y cuando la conocí, el de ella era más oscuro, aunque no negro; me acuerdo bien, porque en navidad todavía estaba con nosotros. Ya antes se había ido de regreso a su casa, yo no me acordaba de ella, pero un día en la noche mi pá me dijo “Ponte tu suéter mija, que nos vamos a la frontera por tu mamá”. Tardamos mucho en llegar en el coche y yo estaba muy dormida, hasta que con su fuerte voz gritó “¡Mari, te amo!” y no me veía a mí sino a la señora de la foto, pero con pelo como el mío. Ella lo abrazó, lo besó en la mejilla y luego me abrazó y me besó diciendo que había crecido mucho. Es bonito sentir el abrazo de mamá. Yo me parezco más a ella que a él, no tengo la piel tan blanca, ni agujeros en la cara, ni estoy gorda. Pero aunque es feo, nos cuida muy bien, y nos quiere mucho. Y también se preocupa por mi mamá. Hace dos semanas, cuando ella se fue, me consoló diciéndome que ella regresaría cuando se le acabaran los clientes y el dinero; me lo dijo enojado, pero yo sé que es porque no quería que se fuera, además su país es chiquito, no como el nuestro, y cuando todas las señoras tengan el pelo cortado y uñas nuevas, ella va a volver con mucho dinero y no le pedirá a papá. Cuando llegue, yo le diré que venga a verla, maestra, seguro le va a gustar saber que ya empecé a estudiar; mientras, vendrá mi papá, que cree que tiene usted unos ojos muy bonitos; bueno, yo también lo creo.

CÉSAR BORT

Según dicen los lunnis, la prognosis es el conocimiento anticipado de los acontecimientos. Entonces, yo soy un prognósico, porque antes de que mi hermano naciera, ya sabía que mis padres dejarían de quererme. Y así ha sido. Desde que Bebito (vaya nombre de mierda) está en casa, mis padres solo tienen ojos para él. Y ¿qué hace? ¡Nada! Solo come, caga y cuando ni come ni caga, llora porque tiene hambre o dolor de tripa. Y ellos, venga a hacerle carantoñas, y yo solo y olvidado en el sofá o en mi habitación. Daría igual si no volviera a casa después del cole, no se darían ni cuenta.
Ahora, todo son broncas: «¡Javier! Deja de pellizcar a tu hermano, no ves que duerme!»; «Pero hombre, qué ocurrencia es esa de esconderle el sonajero… Parece que te guste que se enfade»; «¡La madre que te parió, Javier! ¿Por qué le has aflojado el biberón? ¡Mira cómo se ha puesto Bebito!».
Y lo peor es que se burlan de mí. Me dicen que me quieren igual que antes. ¡Mentira cochina! Ya no me quieren, ya nada es igual desde que apareció Bebito.
No lo aguanto, no lo soporto, solo mirarlo me da asco, me siento mal, enfadado, nervioso, triste. Le cogería la cabeza, fuerte, muy fuerte y apretaría hasta que…
«¡Javier! ¿Qué haces? ¡Estás loco! ¡Suelta a tu hermano!».
«¡Plafff!».
Una vez fui un niño amado. Ya no más.

SILVANA GALLARDO

Las reminiscencias de la infancia, se esconden entre oscuros lugares de una memoria decadente. Los años han pasado y sin sentirlo, estoy en el ocaso de mi vida. Me quedan solo recuerdos que me llevan a la nostalgia y el torrente de los ojos limpia la íntima amargura que oprime mi pecho.
El tiempo es solo nuestro y de vez en vez, me siento en una banca de parque, con mi cabeza cubierta de invierno y mis ojos nublados por una lluvia sorpresiva, apenas me permite ver a unos niños jugando en el parque. Plenos de energía, ajenos a los conflictos existenciales de los adultos. Son avecitas libres que revolotean por aquí, por allá con sus risas y algarabía que les produce esa etapa tan bella: la infancia.
Y yo en esa banca, añorando mis años infantiles. Parece que volvió ese tiempo y me veo sentada en las piernas de mi padre, con cuatro o cinco añitos, recargada mi cara en su pecho, sintiendo la calidez de un padre amoroso de cuya voz brota la melodía que quedó guardada para siempre en mi mente y tatuada en mi corazón: «Como un pajarito quisiera trinar, como un pajarito quisiera volar y elevar mis alas a la inmensidad. Volar por los aires cantar y llorar. Vivo prisionero, de mi juventud…» Adoro esa canción que la asumió como de cuna para arrullar a sus hijos cerca de su corazón.
Escucho también la voz de mi hermosa madre, fuerte y laboriosa como las hormiguitas, procurando el alimento para su familia. La capitana de nuestro enorme barco, de serena voz y actitud firme. Gritaba «A comeeer», y uno a uno de sus vástagos, servía, impregnado cada alimento que consumíamos, de su perfume maternal para saborear en ellos, su inigualable e inconmensurable amor.
Siento a mis hermanos abrazarme con ese calor fraternal aún presente en cada instante de mi vida, protectores y amorosos también, como nuestros progenitores. Instantes invaluables, constelaciones de risas, juegos, pláticas, tristezas, alegrías y más, en equilibrio con nuestro micro universo.
Sí, un tiempo lejano fui un niño amado, protegido. Mi increíble infancia, esa en la que el amor no da cabida a pensamientos penosos ni egoístas, porque mis raíces fueron limpias, cuidadas y arraigadas profundamente para sostener el tronco, sus ramas, su hojas resilientes, en unidad, para soportar los vendavales.
Una vez fui un niño amado y si se pudiera pedir un deseo desearía volver a esa etapa, y volver a tener la sensación de los abrazos de mis padres y saborear su savia dulce y bendecida que dio forma a mi destino.
Es hora de retirarme, ha oscurecido, los niños se fueron poco a poco, de la mano de sus padres, son niños amados que se sienten seguros de ser protegidos, y brincotean felices, con la música de su risa. Se alejan hasta desaparecer de mi vista, que vuelve a inundarse de nostalgia.
Me levanto con dificultad, tomo mi extensión (un bastón), el amigo que me acompaña todos los días en mis momentos de profunda melancolía, allí a esa banca que ya es mía a la hora que llego, todos la respetan, saben que llegara el anciano que siempre habla al viento, y le dice: «un día fui un niño amado», si como los que adornan el parque con su presencia iridiscente que da luz a los últimos latidos de mi maravillosa existencia.

ALBERTINA GALIANO

El alce y la tarta
Había una vez un pueblo muy lejano en que la gente no consideraba importante hablar, y todo lo que hacían era a solas, sin comunicarse unos con otros.
Vivían en casas individuales, se abastecían cada uno a sí mismo y tan solo se encontraban para procrear, o para dar salida a sus deseos sexuales.
Cuando nacía un niño, o una niña, se echaban a suertes quién de los procreadores se encargaría de cuidarlo, y tan sólo al cumplir 14 años el otro progenitor le dedicaba un tiempo por un par de semanas. Eso se entendía como el momento en que el chico o la chica daba por finalizada su infancia.
Teresa y Andrés se encontraban en una zona arbolada desde meses atrás.
No estaba bien visto repetir pareja sexual, pero Teresa era muy asustadiza, dado que ella no pudo celebrar su mayoría de edad como estaba acostumbrado. Su padre falleció al caer por un barranco siendo ella aún muy niña. Nadie le echó en falta salvo su hija, que al faltarle la única experiencia ajena a su madre, se había vuelto asustadiza y no se acercaba nunca a un extraño.
A Andrés le encontró por casualidad, en la puerta de su propia casa. Teresa llevaba varios días enferma y sin salir, hasta que no pudiendo aguantar más decidió ir en busca de comida, y se topó con Andrés, que justo acababa de cazar un alce.
El único interés de Teresa era el animal. El de Andrés adentrarse bajo su falda.
En el pueblo empezaron a darse cuenta de que Andrés y Teresa se frecuentaban, y en una mañana cualquiera apareció en el muro de la casa de Teresa la siguiente pintada:
«La mantis religiosa se come al macho después de follar».
Andrés no apareció esa mañana, ni la siguiente tampoco, y durante unos días Teresa dudó que fuera a regresar.
Sin embargo, algo de dentro le apretaba, y se sentía tan desasosegada que decidió cocinar una tarta, que dejó enfriar en la ventana.
Estaba de espaldas cuando un roce en su espalda le hizo estremecer. Andrés, con ojos apasionados, la miraba desde atrás.
Nadie en el pueblo sabía, porque ambos lo supieron ocultar, que a diferencia del resto de niños Andrés ya conocía a ambos progenitores antes de su mayoría de edad, y que nunca tuvo que optar por una u otro.
El día que nació Andrés sus padres, casi sin pensar, escondieron a la par la moneda que debía decidir quién cuidaría de él. Y simplemente dejaron que creciera creyendo que en verdad algún día, y sin saber muy bien por qué, él fue un niño bien amado.
Lo de aprender a hablar vino después.

KATA MAR

Una vez fue un niño amado con regalos, lujos y juguetes, todos los fines de semana lo llevaban a los mejores parques, comía en restaurantes lujosos. El papa se la pasaba trabajando todo el día y la mama en casa viendo revistas de moda, con una tarjeta de crédito en la mano para mirar que comprar.
Conforme iba creciendo los regalos iban aumentando su valor, a los 13 ya tenía tarjeta de crédito los 17 su casa y carro propio, era el orgullo de sus abuelos quienes venían de vez en cuando a visitarlo, le contaban sus viajes y aventuras, el abuelo le decía que al hacerse mayor iba a heredar la empresa y fortuna de la familia. No se tenía que preocupar por absolutamente nada…
Desde muy chico se le inculco que el único camino para surgir y tener billete era los negocios ilícitos. Así si quería seguir teniéndolo todo como siempre debía pertenecer a los negocios de la familia. A los 23 ya estaba familiarizando con las cocinas y el empacado del producto.
Transcurrieron 5 años, y el niño como se auto apodo estaba aliado con los carteles más potentes y peligrosos del país, personas del gobierno las cuales estaban involucradas desde hace años, tenían asegurado el poder y la plática que era lo primordial.
Como es sabido siempre las peleas entre carteles por las rutas, productos y billete no deja nada bueno, en una de esas fue abaleado cuando se dirigía a su casa de veraneo, junto a sus amigos.

PABLO CRUZ ROBLES

Día tras otro, llego a casa con el estigma de la vergüenza. A veces tiene forma de ojo amoratado, otras parece una encrucijada de arañazos recorriendo mi cuerpo. Pero normalmente toma forma de lágrimas en los ojos, de desazón por la vida; de ganas de morir:
Una vez fui un niño amado
Hasta que una ruin enfermedad
Sin remedio y sin motivo
Te ha arrancado de mi lado
El tedio de seguir vivo
Sin tu cálido abrigo
Sin tu amor ni lamento
Sin tus lágrimas al viento
Me obliga a cometer
El acto más cobarde
Pero el más valiente
Que alguien puede realizar
Ya voy mama
Espérame
Gracias a ti
Una vez fui un niño amado

JUAN JOSÉ GARCÍA DE HARO

AMOR DE IDA Y VUELTA
Cada día, cuando salía del colegio, esperaba impaciente en casa la llegada de mi padre. Mi madre había venido a recogerme con la misma sonrisa, llena de luz y felicidad, de todos los días. Nunca olvidaré aquélla sonrisa de mi madre. Apenas yo escuchaba el sonido de la puerta al abrirse, corría a lo largo del pasillo, con toda la velocidad que me permitían mis pequeñas piernas, hacia los brazos de mi padre. Él me recibía rodilla en tierra y se fundía conmigo en un tierno y entrañable abrazo. Me preguntaba qué teníamos para comer y lo acompañaba de la mano hasta la cocina, para darle un beso a mamá.
Yo tenía cuatro años y era inmensamente feliz, como lo son todos los niños cuando se sienten queridos. Mi familia y mi barrio eran mi universo, en el que mi yaya era el sol que nos daba calor y amor a todos.
Mi casa estaba en un lugar privilegiado. A unos cincuenta metros del colegio, por la derecha, y a otros cincuenta del mercado por la izquierda. Indudablemente, yo disfrutaba más en el mercado que en la escuela. Digamos que en aquélla época, a principios de los años sesenta, a mis ojos la vida en el mercado transcurría en color, como en las sesiones continuas del cine del barrio, el cual (dicho sea de paso) se encontraba también a escasos cincuenta metros a la izquierda del colegio. Todos los sábados por la tarde mi yaya me llevaba al cine. Tres películas del tirón, merienda y barquillos. Y si a ella le había gustado mucho la primera nos quedábamos para verla otra vez. Tras el paso de algunos años, un día mi yaya, que estaba muy enferma, me dijo que lo que más le dolía de la muerte era el hecho de no volver a verme. Nunca se murió del todo, espero que lo sepa. Mi yaya era mi cómplice más leal, y la de mi hermano pequeño, nuestra defensora y aliada. La dicha que sentía por tenernos a su lado la transformaba en cariño hacia nosotros.
Mi madre ya no está con nosotros, sin embargo (a pesar de que parezca un simple tópico) hablo con ella todos los días, incluso a veces siento que me responde. Y todos los días me regala su maravillosa sonrisa. A mi padre ya no le queda demasiado tiempo, pero sigue posando su rodilla en el suelo para abrazarme aunque no se dé cuenta.
Ahora ya tengo tres nietas, a las que amo con locura, y yo sigo sintiéndome inmensamente amado por ellas. Lo hacen del modo más sincero e incondicional que existe, sin doblez ni cortapisa, como solo pueden hacerlo los niños y las niñas que también reciben amor.

GAIA ORBE

gracias por regalar sin medida
la humedad de la tierra y su aire prístino
apacibles mares en los días frescos
con cielos sin nubes ni claros ni oscuros
sonar burbujeante de mi alma en prisa
gracias por la maestranza y ser comandante
en las crueles tronadas de ráfaga hiriente
gracias por proteger las historias
intrépidas aventuras arreciadas de vientos
sin que nunca abandone el placer del camino
gracias por estar a mi lado en la lucha felina
corriendo sin pausa hasta hacer cumbre
conmigo en la cima
yo tejo y destejo
existo en el árbol maduro
leñoso
anclo en las raíces transformando savia
juego en los arbustos huelo entre las flores
soy mujer amada soy pájaro en vuelo
gracias a mi infancia
niñez bendecida
al calor de un cáliz repleto de amor
muchas gracias

MARI CARMEN CANO REQUENA

Una vez fui una niña amada
Ahora tan solo recuerdo el abrazo de mis padres al salir del colegio, esa merienda tan esperada envuelta en papel, que cada día era una sorpresa para mi. De camino a casa siempre hacíamos una paradita en la tienda de Lucia, para comprarme unos caramelos de chocolate…. eran mis preferidos, ansiosa de llegar a casa para poder abrir la bolsa, que con solo el olor que desprendían, ya alimentaban. Me sentaba en mi butaquita de terciopelo blanco en la que mamá siempre ponía una sábana para que estuviera fresquita, a mi lado se sentaba Sebástian, mi mejor amigo peludo y juntos veíamos mi programa de dibujos favorito, compartíamos lametones y caricias, pero Sebástian solo esperaba una cosa a mi lado, su premio….. el último mordísquito de caramelo siempre era para él. Mis padres estaban muy pendientes de mi, era hija única y poco bastaba lo que yo pidiera que allí lo tenía.
Pero todo cambió un día al despertar…… esperaba que mamá viniera a despertarme a mi habitación como lo hacía cada mañana para desayunar y acompañarme al colegio, pero….. no había nadie en casa, el único, Sebástian esperando en mi puerta como de costumbre. Bajé las escaleras y todo parecía normal hasta que vi a mis padres sentados en una silla maniatados y sin moverse alguien les había hecho daño mucho daño pues a sus pies yacía un charco de sangre, yo era muy pequeña para entender todo aquello pero lo suficientemente lista para saber que allí no debía estar. Subí a mi habitación y en mi mochila metí algunas cosas que supuse me harían falta y si pensarlo ni un momento cogí a Sebástian y salimos a la calle en busca de ayuda…. Alguien que merodeaba aún por el jardín de casa me vio y con buenas palabras me dijo…. – pequeña, estás perdida? Ven conmigo te llevaré a un lugar seguro……..
Desde entonces solo recuerdo el abrazo de mis padres y el amor que sentían por mi. Ahora me siguen amando…… pero es un amor doloroso, sin poder defenderme, sin poder pedir auxilio, un amor robado de la infancia, sólo para satisfacer las necesidades sexuales de aquellos que con sus manos sudorosas y aliento baboso dicen que…… me aman!!

MARÍA JOSÉ AMOR

CHIQUITÍN
En mis épocas infantiles, cuando pocas madres trabajaban fuera de casa y en verano no había, como ahora “colonias”, “campamentos” ni las escuelas organizan actividades varias en julio, como los padres generalmente tenían vacaciones en agosto, muchas madres con niños pequeños, huyendo del agobio de la ciudad, se refugiaban unos días de julio en algún lugar de la costa próximo y accesible desde Barcelona, generalmente pensiones o fondas caseras, que, sin grandes lujos, ofrecían un ambiente acogedor por un módico precio.
Y eso mismo hacíamos mi madre y yo. Nos asentábamos en un cercano pueblo del Maresme y de esta manera, mi padre podía acceder de manera cómoda al finalizar su jornada laboral.
Cada año éramos las mismas familias, y por tanto ya teníamos el grupo formado: niños entre 6 y 11 -12 años, todos a una, capitaneados por los mayores del grupo, trepábamos por las rocas, en busca de grutas que jamás encontramos, o nos íbamos a patinar a un pequeño campo de deportes, o cualquier idea surgida de mentes influenciadas por lecturas de Enid Blyton
Nuestra vestimenta y peinado era concorde, como puede suponerse, a nuestras actividades y nuestra piel, todo el día al aire libre y en épocas que no se conocían las cremas anti-solares, adquiría un todo marrón-rojizo que empalmaba hasta el verano siguiente.
Y un día hizo acto de presencia la excepción:
Era un niño de unos ocho años. Gordito, blanquito y, sobre todo muy alto para su edad: casi tanto como Juan que tenía ya doce.
Su vestimenta parecía sacada de un cuadro de algún príncipe inglés, ya que consistía en, pantaloncito corto azul celeste con rayas finas blancas; camisa blanca de manga corte ceñida en los brazos, con cuello redondo azul como el pantalón. De calzado, que todos llevábamos sandalias de goma o bambas, él lucía unas sandalias blancas de piel que brillaban reflejando el sol.
El pelo, siempre muy bien peinado y lleno de rizos que su mamá le teñía con agua oxigenada “porque de pequeñito era rubio” según le explicó una abuela nuestras madres. Ah, porque el nene venía acompañado por los padres, loa abuelos paternos y maternos y, además, una tía. Y es que batía récords ya que era hijo, nieto y sobrino único.
Su nombre creo que era Antonio pero le llamaban Chiquitín.
Por supuesto, jamás le dejaron venir con el grupo porque “podía hacerse daño” nos dijo una de las abuelas.
En la playa, siempre bajo el toldo y provisto con un horrible sombrero de paja con enorme ala jugaba a hacer flanes de arena con una pala, un cubo y unos moldes representando diversas figuras de peces.
Se bañaba inmerso en flotador hinchable con forma de rana, mientras los demás hacíamos cabriolas que con frecuencia alarmaban a los mayores.
Por supuesto, era ignorado aunque frecuentemente alguien “descuidadamente” le pisaba una de sus figuras de arena, y otro sacudía, también en teoría sin darse cuenta, sacudía a su lado la toalla en un día de viento, lo que hacía que el nene se refugiara en los brazos de su parentela asegurando que le habíamos echado arena en los ojos.
Los años pasaron y un día, en un pasillo del metro lo vi: pelo largo, tejanos raídos, muchos collares de colorines y guitarra en mano berreando con voz cascada una canción de los Beatles. A su lado, una botella de ginebra medio vacía, que de vez en cuando llevaba a la boca.
Conclusión: ¿de qué le sirvió ser el hijo-nieto-sobrino tan “amado”?.

BEGO RIVERA

TODOS FUIMOS NIÑOS
MARTES
“La desesperación llevó a Julián a consentir que su lado más oscuro le dominara. Analizó si él poseía alguno de los nueve rasgos oscuros del factor D. No le importó el resultado. Cargó la pistola, el sábado sería un buen día, se dirigiría a casa de su ex, su casa”
Reputado psicólogo, siempre creyó que la maldad era intrínseca en el ser humano. Aunque biológicamente orientada a la sociabilidad, empatía y unión de los suyos para sobrevivir como especie.
Hasta hace un par de años la vida que tenía y que siempre quiso… se derrumbó. Su ex mujer- ya ahora- le pidió el divorcio. Se quedó con la casa, la custodia de los niños y pasándole una pensión exorbitante.
La impotencia le embargaba todo su ser. Ella mintió. Le acuso de malos tratos, cosa que nunca sucedió. De hecho, le sorprendió que quisiera separarse, no habían tenido ningún problema más allá de las pequeñas discusiones o diferencias habituales entre parejas. Al poco tiempo, apenas pasó un mes, ya tenía a su nueva pareja, un joven sin oficio ni beneficio, viviendo en “su casa”.
Esa situación le llevó al abismo. Una gran depresión fue su compañera. Estaba solo
VIERNES
Julián entró en la casa vacía de sus padres, los recuerdos afloraron en su mente al reconocer ese olor tan familiar. Había estado despegado de sus padres mucho tiempo. Entre el trabajo y la separación no los visitó hacía años. Alguna llamada que su madre le hacía era su única relación. Lo primero que vio sobre la mesa del salón fueron los álbumes de fotos que su madre coleccionó. Abrió el primero, fotos de la boda de sus padres, sonriendo felices a cámara. Se traspasaba el amor que se tenían. ¡Jóvenes e inmortales, gritaban las fotos! El segundo álbum era sobre él: “JULIAN”, rezaba el título.
“Una vez fui un niño amado” pensó. Iba pasando las páginas, de bebé: sus padres abrazándolo, besándolo, jugando. El tercer álbum, desde los dos o tres añitos hasta los seis o siete. Ya no se ven tan felices, caras serias. Solo sonrisas falsas en las fotos con más familia, sobre todo en Navidad.
A partir de ahí no hay más álbumes, no hay más fotos.
Intentaba, sin éxito, que la imágenes de aquella época no surgieran del fondo de su mente…donde las encerró hacía mucho tiempo.
Su padre, maltratando a su madre y a él.
Fotografías solo plasmadas y grabadas en su mente.
Llamaron a la puerta. Julián abrió la puerta y les dijo a los operarios, que había contratado, que se llevaran todo… que vaciaran la casa.
Miró en el móvil las últimas noticias. Todos los medios de comunicación dieron la noticia el miércoles, cuando sucedió.
“Un hombre de setenta años asesina a su esposa en plena calle y es abatido por la policía” Decía el titular. Debajo la foto de sus padres.
Lo único nuevo que publicaban hoy era que el funeral sería el sábado. Tendría que dejar lo de su ex para otro día.
Julián solo se llevó de la casa el primer y segundo álbum. Cuando sus padres se amaron una vez; cuando una vez fue un niño amado.

GABRIELA MOTTA

Días infinitos
Deambulando por la vida
La encontré en aquella esquina
Distraída por la píldora
Que prometía darle alegría
Caminando por las calles
Le hacía zig zag a la vida
Deambulando por la ciudad
Le dolían menos sus días
Caminando por la vida
La encontré en aquella esquina
Distraída por la píldora
Que debió darle alegría
Sentí por ella empatía
Cuando recordé que la conocía
Me le acerqué precavida
Me miró, pero no me veía
Le compartí algunos recuerdos
Queriendo alivianar sus heridas
Antes de marcharse me dijo:
Alguna vez fui una niña querida.

ASAPH FERNÁNDEZ

Resurrección
Mi nombre es… ¡Qué importa cual sea mi nombre! Se que lo olvidarás después de que te lo diga. Este mundo se ha vuelto un caos; los niños gritan, los ancianos corren despavoridos, las madres mueren y nadie recuerda sus nombres. Los hombres se han vuelto asesinos, dicen tener una razón del por qué de sus actos, no lo creo. La verdad ya no creo nada, solo creo en lo que veo
Lo que ahora veo son mis recuerdos, empiezan a resurgir en mi mente, agazapados y polvorientos, vuelan cuál ave fénix lejos de mí cabeza, lejos de mi mente. Mi vida se va apagando como una vela al correr del viento sobre ella, mi alma parece esfumarse como el humo que escapa lejos del pabilo que la mantenía unida, huye lejos y me deja, aún en pie pero sin ella. Y de pronto como si de una película se tratase, llegan muchos de mis mejores recuerdos; alguna vez fui una niña feliz, y las lágrimas quieren brotar de mis ojos pero me es imposible. Veo a mi madre zurciendo las calcetas rotas que tanto me gustaba usar porque me las regaló mi padre el día de mi cumpleaños, también veo a mis amigas haciendo bulla cuando Juan me dio mi primer beso. Veo a Martha robando las obleas del plato clerical sin que el padre se diera cuenta. Cuánto nos reímos ese día, había sido una hazaña tan memorable y tan divertida. Tantas cosas y tantos recuerdos que solo llegan para decirme 《adiós para siempre》.
Sin embargo, y no se porqué, pero las palabras del padre Rodolfo resuenan en mi cabeza:
—El que come mi carne y bebe mi sangre en mí permanece y yo en él, y le resucitaré en el día postrero…
No se si a esto es a lo que se refería, porque los muertos se han levantado y ya nadie quiere volver a la tumba.
Dejo esta grabación antes de que me abandone la cordura, he sido mordida y ya sólo espero que mi vida como la de la vela se extinga.

M ADELA CID

El Botijo del Caminero Zé.
Del album Estampas de la Aldea.
Basado en un hecho real.
—Mis nietos van a hacer senderismo hoy al ¨Chan das Mouras¨. Dicen que los caminos fueron limpiados hasta allá mismo —dijo María a Palmira, mientras sacudía el polvo del banco para sentarse.
—Al menos eso nos queda. El verano en su esplendor. Las familias que regresan adonde los abuelos. Las vacaciones. Las aldeas llenas de voces y risas —recitaba Palmira inspirada, con una gran sonrisa y grandes espavientos con los brazos.
María no supo qué responder.
—Los jóvenes hacen senderismo por los caminos antiguos que un día recorrimos sus mayores, guiando los rebaños o de camino a las ¨leiras¨ —siguió Palmira con su arenga.
—Bueno… Fuera de eso, los jóvenes de hoy son muy diferentes a nosotros —señaló María.
Esta observación hizo que Palmira bajara de las nubes y se fijara en sus cabellos rubios tan revueltos como siempre.
—Vale, vale, dijo María, dejando sitio para la Rosiña y la silenciosa Lola, cuyas figuras, acompañadas de los dos canes de la segunda, iban apareciendo pasando la curva ¨do Barrocal¨.
—Voy a hacerles hoy la historia del Zé, un ¨mozo¨ que fuera pariente de La María y que tuvo un extraño final —dijo Palmira en alta voz, para ser escuchada por todas.
— Yo sé quien fue el primo Zé, que en paz descanse —aclaró María.
—A mí me lo ha contado mi tía Carmiña, que era de ¨Esmoriz¨ —dijo la Rosa, ocupando el mejor lugar del banco a la sombra del canastro grande. —Su padre fue patrón de ese mozo, Zé.
Y Palmira entendió perfectamente que aquella iba a dar su versión de los hechos sí o sí. Como siempre.
— Entiendo que no pudiste conocerlo en persona, pues era hijo único del mayor de todos los hermanos de tu abuelo, María. Su madre viuda, vivía para él. Te habrán contado que se ahogó en el Troncoso. Pero la historia no es exactamente así —se apuró en empezar Palmira.
María, como retornada de Venezuela, adonde fueron sus padres cuando ella aun no era moza, se había perdido de muchas de las historias y tradiciones del pueblo. Todas estaban enfrascadas en ponerla al día, además de corregir cierto acento y perfeccionar su vocabulario gallego, sobre todo los mates.
Rosa, no pudo más y tomó la delantera:
—Estaban arreglando los caminos de toda esa parte que une Padrenda con Portugal. Era la primera vez que serían asfaltados. Una gran obra que dio de comer a muchas familias de la zona. Mi padre trabajó allí.
—paró de hablar como hacía para recuperar el aliento, una picardía para comprobar la reacción de la Palmira.
Por su parte Palmira, indignada, la miraba reprochante… Pero Rosiña no se dejó amilanar.
—Llegada la parte donde entronca el camino que sube al ¨Chan das Mouras¨, hubo que corregir el trazo para evitar tanta curva. Los hombres no querían trabajar en ese sitio, por las historias horribles de las apariciones y cosas inexplicables que allí han ocurrido a lo largo de los años.
—Es un paraje sugestionante, con esas ¨penas¨ redondas gigantes y las otras rocas disparejas alineadas, agua que no se sabe de donde sale, desniveles que te obligan a ir en ¨cuatro patas¨… —reflexionó María, en alta voz, previendo por donde vendrían los tiros del día.
Rosa siguió contando:
—Primero ya habían cortado toda la vegetación y raspado la capa superior del terreno. Hierva, musgo y toda la piedra suelta que pudieron sacar, la removieron y la reubicaron en las laderas. Después tocó nivelar muchas rocas que quedaron expuestas y sacar las enormes raíces antiguas. Todo eso lo hicieron a mano, con el pico y el ¨sacho¨
Dejó de hablar unos momentos para confirmar su estilo, respiró projundamente y siguió con su relato.
—Ahí trabajaron mi padre y sus hermanos, el Antonio y el Fermín de ¨Escusalla¨ también estaban en esa cuadrilla, el Joao ribeiriño y el Suso ¨mangas¨. Todos los ¨mozos¨ de la generación del Zé lo describían como un ¨rapaz¨ tan fuerte de musculatura, como flojo de sesera.
—Eso te contaron a ti. —dijo Palmira despectivamente.
La Rosa siguió con lo suyo sin hacer caso de la observación.
—Así que quedaron unas rocas en esa parte donde ninguno quería trabajar y mi tío de Esmoriz, que era el jefe de la cuadrilla puso al Zé a sacarlas y rodarlas a un lado del nuevo camino, donde debía excavar antes una zanja para colocarlas, evitando que se presipitaran ladera abajo hasta el al fondo de la ¨corga¨.
—Es la ¨corga de Viñó¨, afluente del Troncoso. ¿No?—preguntó María.
—Era mejor que el Zé trabajara el mayor tiempo posible solo, porque siempre terminaba a los puños con los compañeros. —se apuró a apuntar Palmira, para que las otras no se centraran en la mala geografía local de María, que hoy tenía como aliada, a pesar de su falta de pañuelo.
— Zé estaba sacando una de las rocas que estorbaban y que aparecía enredada en raíces de castaño, aunque no habían castaños en esa ladera. Al sacar la piedra, que era aplanada, algo vio y también vio que que sus problemáticos compañeros venían bajando la cuesta, enviados para ayudarlo, con el rodamiento de las piedras grandes —explicó Rosa, presumiendo de sus conocimientos de caminos en construcción.
Y siguió contando:
El mozo se inclinó y acto seguido cayó sobre un costado. Los compañeros apuraron el paso a la vista del inusual gesto. Pero Zé les gritó, aun desde el suelo, pidiéndoles que fueran a buscar el carro, que quizás se habría partido una costilla y moría de dolor.
Los otros dos, volvieron sobre sus pasos, uno fue a avisar al jefe y el otro a por el carro.
Pero al regresar al sitio Zé había desaparecido. La roca que movía tampoco estaba y era un roca que no era posible moverla solo, ni esconderla. Hubiera sido notada, aunque cayera en el mismo fondo del Troncoso.
Lo buscaron insistentemente durante varios días. En el fondo y a lo largo de la ¨corga¨ también lo buscaron. Nunca lo encontraron.
—Esa parte del camino la terminaron a duras penas. Tuvieron que traer otros trabajadores y no contarles lo sucedido. Igual trabajaron solo unas pocas horas al día allí. Por eso es la parte donde, aunque el pavimento esta en peor estado, nadie pone la queja. — explicó Palmira.
—Fue un incidente muy desgraciado. Nunca se supo realmente lo sucedido. Pudieron ser los lobos, pero no lo creyeron probable porque no había rastros y el Zé era de constitución fuerte y grande. Tampoco fue un oso, pues igual alguna huella habría dejado. Mi tío se sentía responsable. Su pobre madre se fue de la aldea y no regresó.
—Hubo una reunión y los aldeanos decidieron que dirían que se había ahogado en el rio —narró Rosa—, era lo mas sensato.
—Allí cerca está el manantial de ¨Nauia¨. Un lugar para respetar. Y todos en la aldea estaban convencidos de que tuvo mucho que ver en esta historia la ¨meiga¨ de la fuente del ¨Chan das Mouras¨. Eran gentes muy supersticiosas. —recalcó Palmira, con cierto tono que no gustó a Rosa.
— ¡Que historia mas ridícula! El Troncoso esta lejos de allí y no tiene agua en esa parte como para que se ahogue nadie en él, dijo María. —Sin notar que sus palabras no gustaron a la Rosa o no quiso darse cuenta. —No eran unos críos para creer en esas historias —insistió.
—Sí, si, tienes razón, pintaba muy enrevesado y todos los participantes estaban de acuerdo en ello. Pero mejor decir a las autoridades que fue por una causa natural, que lo que de verdad pensaban.
Hubo unos momentos de silencio.
—A mí me lo contaron de otra forma —interrumpió Palmira—. Mi abuelo decía que al Zé, todos lo creían tonto y se burlaban de él a todas horas. Sufría mucho por eso y no sentía gran empatía por ninguno de sus compañeros abusivos.
—¡Ahhh, era el bulling de la época! —bromeó Maria.
—¿Van a decir hora que se suicidó por los malos tratos?. ¡Es el colmo!. Yo creo que sí tuvo que ver con el lugar, la leyenda, y la maldición del ¨Chan das Mouras¨.
—Naaaaa, yo se lo que te digo, el Zé encontró una botija llena de oro —dijo Palmira.
La Rosa la miró perpleja. ¡Que ocurrencia!
—Cuando descubrió el botijo no le dio mucha importancia, pero tropezó y se rompió dejando ver lo que dentro había escondido. Sabia que de dar participación de su hayasgo a los otros, nada quedaría para él. Y para que no lo vieran, se dejo caer sobre el botijo roto pidiéndoles desde lejos, a gritos, que avisaran y trajeran el carro. Realmente solo quería alejarlos y escurrirse con su botín.
—El Zé era feo, grande y bruto de acción, pero no lerdo. Se fue a disfrutar de su tesoro muy lejos donde no le hicieron bulling nunca mas. — dijo María muy segura.
Palmira hizo ahora a María un gesto de complicidad.
—De donde sacan esa historia absurda, preguntó la Rosa, con los ojos tan abiertos que se le salían por encima de las gafas.
—Porque el primo Zé se fue lejos, pero antes de partir, le envió una carta a su madre y el dinero necesario para arreglar sus cosas, sacar un pasaje y reunirse con él —dijo María. —La nota empezaba diciendo : …Una vez fui un niño amado, gracias a tí, mamá, hoy … Solo la familia mas cercana lo supo. Ellos ayudaron a mis padres a establecerse en Venezuela.
—¨Cada un arrima ás brazas a súa sardiña¨. —intervino la silenciosa Lola.
Palmira estaba encantada. Era la primera vez que hacían callar a la Rosiña.

FELIX LONDOÑO G

Mi afición por los libros brotó como una vertiente de ese espíritu de coleccionista en el que se afincó mi infancia. Hijo de guaquero cazador de entierros y recolector de tesoros non santos cociné afinidades en ese el que fuera el caldero de mi niñez. Varios fueron mis reservorios en aquellos primeros años. Piedrecillas, guijarros, pedruscos y pedernales. Todos ellos variables en formas, colores y tamaños. Toda una gravilla con la que muy bien se hubiera podido empedrar el piso de tierra de aquella casa en la que por aquel entonces morábamos. De la anormalidad de las piedras hice tránsito a la regularidad de las esferas, aunque todavía con variaciones en tamaños y colores. Con mi ingreso a las camarillas y pandillas de párvulos me convertí en coleccionista de canicas. Llegué a atesorar cientos de ellas que perdía y recuperaba de manera recurrente jugando al toque o pipo, o a otra multiplicidad de juegos que nos inventábamos con nuestra imaginación infantil. La variedad de juegos era en sí misma la colección más valiosa de nuestra pandilla. En algún momento comencé a coleccionar monedas en desuso o traídas desde tierras lejanas. Las del primer tipo tomadas al desgaire de algún cajón que parecía ser parte de un buen entierro. Las segundas resultado de las dádivas que me hacía mi tío el trotamundos que al parecer viajaba con regular frecuencia más allá de las fronteras. Dada la dificultad de acrecentar de manera rápida mi fortuna en monedas, opté por hacerme coleccionista de estampillas cuando comenzaron a llegar cartas de aquel tío que al parecer había decidido establecerse allende el mar. Por aquel entonces la infancia iba quedando atrás y ya empezaban a ser otras mis afugias. Me comencé a interesar por las revistas de historietas, en especial las de aventuras, y cuando menos lo pensé me vi a mí mismo siendo propietario de unos cuantos cientos de ellas, muchas de las cuales había ganado al juego de las canicas o al cara y sello, o las había transado por algunas de las monedas de mi colección o por estampillas que tenía repetidas. Poco a poco las horas febriles que pasaba con mis amigos de carne y hueso se fueron trastocando en horas que discurrían con esos amigos imaginarios en mis revistas de aventuras. Comencé así a deambular por esos vastos territorios de la imaginación a los que se me abrían sus puertas en cada historieta. En alguna de esas revistas me encontré con la promoción que hacían a un programa que respondía al nombre de Pen-Pal, y que, palabras más, palabras menos, entendí que se trataba de hacer amigos por correspondencia. Envié unas cuantas cartas a las direcciones que aparecían en la revista. Valga anotar que hice énfasis en seleccionar aquellas corresponsales del sexo femenino. Unas semanas más tarde recibí las primeras respuestas. De coleccionar revistas pasé a coleccionar amistades por carta, algunas de las cuales se transformaron en amores platónicos en la distancia. Al incrementarse la correspondencia se acrecentó también mi colección de estampillas y de paso inicié mi colección de postales. Sentí así una mayor amplitud en mis fronteras geográficas y un aire extra de libertad y de sueños. Era la época en la que estaba de moda tener en casa un buen diccionario o una buena enciclopedia para facilitar la realización de las tareas escolares. Abundaban quienes las vendían puerta a puerta, pero también estaba la opción de adquirirlas semana a semana en fascículos. En mi casa se optó por esta alternativa y comencé a alternar la lectura de mis revistas de historietas con la del estudio de buena parte de los fascículos de la enciclopedia que llegaba a cuentagotas. Ya por entonces me sentía más lector y comencé a prestar atención a lo que ofrecía la única papelería que había en el marco de la plaza de mi pueblo. Un sábado en la mañana me sorprendió ver en las vitrinas una colección de libros que ya iba por el número treinta y cuatro. Entré a la librería e indagué, con los ojos muy abiertos, por el costo de cada volumen y el tamaño esperado de la colección. Me deslumbraron aquellos colores naranja, verde y azul en los extremos del lomo de cada volumen. Tuve la suerte de dar con un librero alcahueta que conocía muy bien a mi papá y que sin pensarlo dos veces me entregó en una caja todos los libros que tenía disponibles de aquella colección con la promesa de conseguirme los que faltaban y con mi compromiso de seguirle comprando una copia de los que fueran llegando cada semana a partir de entonces. Llegue a casa con mi caja al hombro, no cabía de la dicha. Tenía algún dinero ahorrado y sabía que podía contar con el apoyo de mis padres para completar el pago de aquella deuda y cumplir con el compromiso adquirido, a cambio de dedicarle un tiempo extra de ayuda en los gallineros los fines de semana. Tomé conciencia de que mi espíritu de coleccionista había tomado otros rumbos y otras dimensiones. Supe con toda claridad que esta colección de cien volúmenes sería la piedra angular de mi biblioteca personal. Una vez fui un niño amado que transité de colección en colección hasta sentirme arropado y acunado en la veta de mis libros.


BEA ARTEENCUERO

MI NOMBRE..
– Yo quiero que se llame como mi madre.
– Bueno, como quieras pero todo el mundo se llama María.
– ¿Como puede ser? Aún no sali de la panza de mi mamá y escucho voces. Parece que no se ponen de acuerdo.¿Que pasará?¡Y aquí esta tan oscuro!
– Me gusta María (voz de hombre, sera ese que le dicen papá) Es un nombre que significa muchas cosas.
– Ah si.¿Como que? (Voz de mamá, a ella la reconozco, me habla siempre.)
– Es de origen Ebreo.
– ¿Y?
– Es biblico y significa: ¡ La elegida de Dios!, ¡La amada de Dios!, ademas nunca pasa de moda, dicen que las niñas que llevan ese nombre son : Soñadoras, amables y sociales.
– Bueno, bueno a mi me gusta Beatriz..
– ¿Beatriz? (Dice la voz del hombre).
– Si me gusta, significa…Mujer feliz!!
Tambien: Llena de beatitud, en fín..
Bienvenaventurada; Ademas se dice que las personas llamadas Beatriz son alegres, honestas, enérgicas y humildes, proviene del latín, su disminutivo es Bea.
En castellano es, Beatriz.
En alemán, Beatrix
En frances, Beatrice
En ruso, Beatpuca
¿Que sera?, sera?
¿Sera María, sera Bratriz?
– Porqué no se deciden, Dice mi mami que falta poco para tenerme en sus brazos.
– Ya quiero salir, ver a mi mamá
¡Se siente tan dulce ! Y conocer al hombre llamado papá .
– Le pondremos los dos, dice la voz de mamá, se llamará Maria Beatriz..
¡La elegida de Dios!¡Mujer Feliz!
– Al fin dejaron de hablar.
– ¿ Sere todo eso que dijéron?
– ¡Mamá, mamá ¿ Me escuchara?
Creo que si porque cuando quiero dormir ella lo sabe, me canta canciones y me dice que me ama.
¡Mamá acariciame, tengo sueño!

EDUARDO IVÁN JUAREZ

Castillo de arena.
Nunca sentí tanta vergüenza como en las últimas vacaciones. Todo empezó cuando vi, a lo lejos, al niño de short azul construyendo un castillo de arena. Ya no podía más con el aburrimiento. Mis padres ya no me dejaban jugar con el celular, así que me tiré de la reposera y escapé de mis hermanos. Sin que éstos lo notaran me escabullí entre la muchedumbre a toda velocidad hasta llegar donde se encontraba el nene.
— ¿Puedo mirar? -le pregunté entusiasmado mientras me agachaba para ver mejor los detalles de su obra.
— Si, pero no vayas a querer tocar el castillo, eh -me respondió el pendejito con tono amenazante, lo que hizo que de entrada ya no me cayera bien.
— ¿Cómo te llamás? -le pregunté para ganar su confianza. Pero no contestó, sólo siguió trabajando con la lengua afuera y hacia un costado con un perro sediento. Me hice la idea de que debía llamarse Ramiro o Braulio porque su cara era compatible con esos nombres tan horribles como él. Tenía el típico corte de pelo tipo taza como usan ahora todos los nenitos de su edad. Igual a como lo tiene mi hermano del medio, quien es un tonto igual que él. Ser tonto debe ser algo propio de esa edad. Para mí que tener seis años implica ser un tonto, un estúpido y un feo.
— ¿Te puedo ayudar? -insistí, aún conservando la amabilidad que tanto me piden mis padres que tenga con la gente. Antes de responder se quedó completamente quieto y solamente dejando caer su mandíbula inferior me dijo:
— No -y siguió con la construcción, otra vez sacando la lengua como un idiota.
Me dí cuenta que iba a ser muy difícil que yo pudiera hacer mi castillo. En realidad lo podría haber hecho, pero lo que me molestaba era que el de él seguramente iba a quedar mejor porque el suertudo tiene padres que seguro le regalan juguetes valiosos y útiles. Por eso él, para ésta ocasión contaba con las mejores herramientas para la construcción del castillo: tenía como dos o tres baldes y un camión gigante para ir hasta la orilla a cargar arena mojada. Tenía una pala para poder llegar bien profundo y buscar la mejor arena. Y lo mejor de todo: moldes. ¡Si, Moldes! De todos los tamaños y formas. Yo no tenía nada. Nada de nada. Ah, y me olvidaba… Sus padres eran tan buenos que hasta en un momento le pidió ayuda a su papá con algo y su papá lo ayudó. No como el mío que cuando un rato antes le había dicho de hacer un castillo me dijo que no.. que eso de hacer castillos ya no era para niños de mi edad. Estaba tan enojado que después de un buen rato cargué tanta, pero tanta bronca, que deseé que los hombres que jugaban al fútbol, ahí cerquita, le pegaran un pelotazo a ese castillo de mierda. Hasta pensé en buscar a mi hermanito chiquito, que tiene casi dos años, para que se lo derrumbara, porque seguro que lo iba a hacer, porque a mi me rompió todos mis juguetes. Pero si lo buscaba mis padres me iban a pedir que lo cuide, como me lo piden todos los días y no tenía ganas de cuidarlo. Así fue que cargué aún más bronca y rabia todavía y sin que me vean sus padres, haciéndome el distraído, fui caminando lentamente hacia atrás para aplastar ese maldito castillo. Cuando el pendejito se dió cuenta de lo que iba a suceder me gritó:
— ¡Hey, hey! ¡Pará! -con desesperación. Obviamente, hice de cuenta que no lo había escuchado y seguí retrocediendo. Disimuladamente miré hacia atrás para apuntar, sin error, al castillo y pude ver la carita de horror del niño. Creo que en ese instante se me dibujó una sonrisa. Reconozco que haya estado mal…¡pero cómo disfruté ese momento! Hice los últimos tres pasos y al fin llegué al castillo. Lo pisé, pisé y pisé una y otra vez al horrible castillo. Primero con un pié luego con el otro, muchas veces. Después con ambos a la vez, comencé a dar saltos. Con mucha fuerza, al estilo de Don Ramon. Entonces el nenito cerró fuerte sus ojos y empezó a llorar. Al comienzo lloraba sin sonido, después a un volumen que me dió ganas de taparme los oídos. Gritaba como un bebé recién nacido. Su mamá corrió hasta él y lo abrazó. Después lo levantó en brazos. Y aquí vino lo más increíble de todo: en ese preciso instante todo el mundo comenzó a aplaudir. Los hombres que jugaban al fútbol detuvieron el partido para aplaudir. La chica que vendía helados aplaudía. Una señora que estaba recostada leyendo se puso de pié, se quitó los anteojos y comenzó a aplaudir. ¡Hasta los padres del nene aplaudían! Yo estaba feliz. Por alguna razón todos querían que yo destruyera el estúpido castillo. No podía creer lo que veía. La playa entera aplaudía mi valiente decisión de destruir el castillo de arena de un nene de cinco o seis años. Pero después de unos segundos me di cuenta que algo andaba mal. Empecé a pensar que no podía ser que la gente me aplaudiera por haber hecho algo que yo sabía que estaba mal. Y menos aún que los padres del niño también lo hicieran. Y ahí fue cuando vi a mi mamá, abriéndose paso entre medio de la multitud con la cara desfigurada de tanto llorar. Y más atrás a mi papá, junto a mis hermanos, agarrándose la cabeza con sus dos manos. Yo no entendía nada. Mi mamá me gritó:
— ¡Hijo! ¡¿Dónde estabas?! No me dejó responder. Me abrazó fuerte, bien fuerte. Me apretaba. Me decía y repetía, una otra vez:
— ¡Perdón, perdón! ¡Te amo, te amo, te amo tanto! ¡Perdón…!
Repito: yo nunca sentí, en toda mi corta vida, tanta vergüenza.

JOSÉ TAXI

¿PITÓN O NAVAJA?
Andrés es un buen chaval, alto, fuerte y educado. Pero hubo un momento de esa tarde en el que llegó a temer por su vida.
El asunto comenzó cuando a las 17:03 horas, cogió su chupa, su cadena, llamada en el argot “pitón”, y bajó a la calle, se subió a su destartalada motocicleta, marca mobylette, modelo 0.24 y se dirigió al polígono, al socorro de un amigo.
Tras una larga media horita de trayecto, esquivando baches, intentando retomar la dirección de su máquina salvaje y debocada; siendo sometido a un baqueteo continuado, por culpa de sus inexistentes amortiguadores, en sus ya de natura maltrechos riñones; Andrés llegó al polígono…
¿Qué encontró allí? Pues cómo era de esperar aquello estaba lleno de poligoneros y poligoneras, éstas habían superado, desde antiguo a los hombres, tanto en inteligencia, estrategia, constancia y táctica militar. Ellos fueron, eran y seguirían siendo, unos simplones, carentes de cualquier virtud.
Tras abrirse pasó entre grupitos sospechosos, hartos de consumir birras y canutos, sortear hogueras, unas de leña de baja calidad, y otras, la inmensa mayoría, encendidas con viejos neumáticos, en los que unos cuantos asaban castañas e intentaban calentar sus manos.
Así a lo tonto, habían transcurrido más de tres cuartos de hora desde su llegada y del amiguito de Andrés no se sabía nada, mira que el chaval estuvo preguntando, a unos y a otros, pero nadie sabía nada. De modo que nuestro joven héroe decidió volver hacia su casa.
En el preciso instante en que iba a salir de aquel absurdo polígono, de forma hexagonal, se presentaron unos coches, con lucecicas azules en el techo, era la policía. El que parecía ir al mando le grito: ¡Chaval, tírate al suelo, arrodíllate y las manos a la cabeza! ¡Ni te muevas cabronazo!
El tipo siguió repartiendo instrucciones a diestro y siniestro: ¡Carlos tu grupo y tú despejadme la zona Oeste! ¡Avisad al negociador, al forense y a una ambulancia! Esta tarde va a correr sangre por estos andurriales.
Al cabo de un buen rato llegó el negociador, del forense y de la ambulancia no se sabía nada.
— Jefe ¿Quién es el cabecilla?
— El de la mobylette.
— ¿Y usted—Jefe–, cree que un tipo con esa moto, por llamarla de algún modo, puede ser el narco que ha organizado toda esta fiestecita?
–¿Y usted ha pensado que esa pueda ser su coartada, su manera de evitar que nos fijemos en él?
— ¡Venga, de acuerdo! Consígame un megáfono e intentaré comenzar el regateo.
— ¿Un megáfono? Si tiene que hablar con el mamoncete ese, el que está arrodillado a dos palmos de usted.
— Lo siento, no me di cuenta.
— ¿Usted dónde ha estudiado negociación?
— En unos cursos online, cómo optativa, con otro grupito muy interesante de asignaturas, en el que nos impartían también Epistemología.
— Joder, ¡Manolo! Acércale al tipo éste lo que pida, al negociador, quiero decir, al otro ni agua.
— Bueno Chaval, pues vayamos hablando, no tengo mucho tiempo que perder.
— Pues usted dirá lo que quiere, yo no tengo nada.
— Siempre hay algo que ofrecer, esto es una especie de regateo.
— Pues pida usted, primero, ¿a ver si conseguimos llegar a un acuerdo? Por cierto, mi nombre es Andrés, ¿Y el suyo?
— El mío, por motivos de seguridad, no puedo dártelo, el auténtico es negociador, pero mira me has caído bien y tú puedes llamarme “Nego”.
— Empiezo ofreciéndote un mes de pago de un paquete completo de Netflix, a cambio de tres rehenes.
— Nego, ¡no hay ningún rehén.!
–Pocas ganas de colaborar chavalote. En ese caso te ofrezco, mira esta “navajita plateá”. ¿Y tú que me das a cambio?
— Pues le podría dar mi moto, pero en el estado en que se ha quedado, no me atrevo. ¿Qué tal el pitón? La cadena de amarrarla, quiero decir.
— Mira, no me parece un buen intercambio, pero va a empezar el fútbol, ya sabes el deporte ese de ir dándole pataditas, cabezazos y alguna chilena a una pelotita. Así que: ¡Acepto!
— Bueno una navaja por un pitón, me parece ajustado.
— Ale, pues trato cerrado.
–¡Jefeeeee! Ya hemos pactado, los detalles se los doy en Comisaría, que se ha hecho tarde, venga ¡Vamos que nos vamos!!
— ¡Oiga Señor Nego! ¿Podría acercarme a casa?
— Bueno, voy con mi coche particular, de acuerdo. ¿Te gusta el fútbol, Andrés?
NOTA DEL AUTOR: Este cuentecico es una versión libérrima de una historia real, que le sucedió al hermano de un amigo de Tiko. Gracias a todos ellos por prestármela.
Y colorín colorado este cuentecico—negociador—ha terminado.

MATEO VIERA

El tren de madera
Las piernas de Andrea comenzaron a entumecerse, sin embargo no cambió de posición, temía que al menor movimiento Leonor corriera espantada.
-A ver Nora, Norita, seguime contando. ¿Te gustó mudarte a la nueva casa?
-Sí, la casa tiene un jardín lindo.
Leonor no quitaba los ojos del tren de madera que Andrea tenía en la mano.
-¿Y a tus padres qué dicen?
-A mamá no le gustó venir al campo, dice que le da miedo quedarse sola cuando papá se va a trabajar.
-¿Juegan mucho con tu hermano? ¿Qué hacen?
-Sí, atrás del jardín hay un camino, nos vamos a buscar cascarudos, a veces encontramos caracoles o piedras de colores.
Leonor bajó la mirada, dibujaba con el dedo en el polvo del piso.
-¿Te gusta el tren? –Andrea lo movió lentamente de un lado a otro, seguido de cerca por la mirada suplicante de Leonor.
-Sí.
-Bueno tomá, te lo regalo. –La mirada de Leonor se iluminó y comenzó a jugar inmediatamente con él-.
-Ahora contame, ¿Qué pasó después?
-Papá se fue, nos venía a buscar los fines de semana, después ya no vino.
-¿Te contaron que pasó?
-No sé, mamá está rara, casi no habla.
-¿Ya estás cansada? ¿Te querés ir?
Leonor levantó la vista y asintió afirmativamente con la cabeza.
-¿Puedo volver a charlar con vos?
-Sí. – Leonor seguía jugando con el tren de juguete, se notaba aburrida de la entrevista.
-Bueno, tu hermano me mandó a decirte que te quiere mucho, y que le gustaría hablar con vos algún día ¿Qué le digo? ¿No te molesta que venga?
De pronto el tren dejó de moverse y la figura de Leonor empezó a diluirse en la oscuridad del recinto, volviéndose de a poco transparente se paró con suavidad y esquivó la mirada de Andrea. Caminó marcha atrás metiéndose en la pared.
Andrea se levantó estirando las piernas entumecidas. Desentumeció los brazos y la espalda. Resopló abriendo los ojos y apoyó las manos en la mesa, manteniéndose un rato así, casi incrédula con la experiencia. Se acercó al grabador de casete esperando un momento para organizar las ideas.
-Leonor Vargas, 5 años de edad, Santa Fe, Argentina, muerte por ahogamiento, su cuerpo fue encontrado en un aljibe. Apagó el grabador, acomodó el tren de madera arriba de la mesita de luz y salió de la casona.

RAÚL LEIVA

Crónicas de verano

Nuestros viejos allá por los años ’70, tenían una manera bastante rara de amarnos. Ante la duda desconfiaban y si algún vecino buchón nos delataba por alguna fechoría que habíamos hecho nos corregían a golpe de chancleta en el trasero o con la mano abierta en la nuca, técnica de combate conocida como Sopapo.
Había veces que nos merecíamos el castigo, pero otras veces los vecinos mala leche nos delataban para hacernos sufrir flagelos mientras ellos fisgoneaban atrás de las cortinas de sus ventanas con muy poco disimulo.
La contracara del castigo corporal, era el flagelo psicológico que le agregaba mi vieja, desfondándonos el cerebro y secándole la paciencia a mi viejo.
Un día de verano, de esos de mucho calor, estábamos en la pileta de lona al rayo del sol en el patio de casa. Mi viejo estaba en la carpintería cortando madera o algo que hacía mucho ruido y mucha mugre. Mi vieja estaba cosiendo algo imposible o desarmando un tejido en la puerta del costado con el ventilador al máximo y el mosquitero cerrado.
Con mi hermana, rayados por el sol y aburridos, empezamos una de esas peleas estúpidas que siempre teníamos. Yo le tiraba agua a los ojos con un dedo pegando un tincazo en la superficie, ella gritaba “Mamaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaá” a todo volumen Mi mamá sin mirarnos decía “¡¡¡Terminennnnlannn!!!”. Y el ciclo se repetía creciendo en frecuencia, volumen y cada vez con menos paciencia. En algún momento, la intensidad del ciclo superaba la sierra circular del taller de mi viejo y mi vieja lo incluía con frases del estilo “¡Che! ¡Hacé algo con estos mocosos de mierda!….Me tienen cansada. Al fin y al cabo son tus hijos tambien. ¡¡¡Un día de estos me tiro a las vías y a ver como se la arreglan sin la sirviennnnta!!!”. Mi viejo paraba la máquina y se acercaba con el cansancio de enero en la cara y en el cuerpo.
“¡Dejensé de joder!¡Paren de pelear! ¿Tamos?” nos decía mi viejo y por lo general parábamos porque sabíamos que estábamos rozando un límite sensible a punto de romperse. Pero ese día, decidimos ir más allá, volvimos a empezar de a poco el ciclo y todo volvía a cero, hasta que no nos dimos cuenta y más por repetitivos que por malos, sacamos de las casillas a mi viejo y empezó a rodear la pileta con cara de enojado y tirando manotazos. Nosotros vimos que se había ido todo al diablo sin retorno. Estaba decidido a servirnos, mi vieja gritaba algo, nunca supimos a favor de quien estaba. En un determinado momento, mi papá se hartó y con zapatos y todo se metió a la pileta y nos agarró a cachetazos limpios . “SON – U – NOS – CER – DOS” repetía como un mantra mientras nos daba rítmicamente con una mano y otra, a un hermano y a otro. Nos pegaba feo y alcancé a escuchar a mi vieja que le gritaba “¡Paráaa cheee!” sincronizado con los sopapos. En un momento paró y se fue, salió de la pileta y caminaba como un viejo ogro cansado que volvía a su cueva. Mi mamá cerró la puerta con un golpe y quedamos los dos llorando, más con miedo que con dolor. Unos minutos después mi mamá le llevó un vaso de cerveza a mi papá y cuando se lo terminó vino con nosotros. “¿Se dan cuenta como lo ponen a papá? ¿Vieron lo que le hacen hacer? Él no es así. ¡Ustedes lo ponen así! ¡Salgan de la pileta que hace mucho que están ahí!”.
Había amor en aquellos tiempos, pero a veces habían hechos que nos descolocaban. No nos entraba en la cabeza tanta incongruencia, como si nuestros viejos fueran una pareja de Jeckyll y Hyde de ambos sexos…y nosotros éramos sin saberlo la medicina que transformaba a los bellos en bestias.
No va a bastar la vida para entenderlo.

MARÍA GALERNA

La nada. Y después, el todo
Me siento cómodo aquí, aún sin saber ni dónde estoy, ni quién soy. Son muchas preguntas que todavía no encuentran respuesta, pero no me preocupa.
Hoy algo ha cambiado. Oigo sonidos amortiguados, percibo vibraciones desconocidas. Una caída. Un golpe, dos… Pataleo para defenderme. Alguien solloza cerca de mí. Después, silencio.
Y se repite, se repite… Una y otra vez.
¿Cuánto tiempo ha pasado? No lo sé. Me noto diferente. Algo –una necesidad–, me empuja a moverme. Una luz y unas manos me reciben.
–Llevátelo. Aléjalo de «ese» que me odia y lo odia a él también. Que sea feliz lejos de aquí. Es lo más doloroso que nunca haré, pero aún a costa de mi vida…
¡Corre! ¡Ve!
Una vez, yo fui un niño amado.

 

 

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19 comentarios en «Una vez fui un niño amado»

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