Suplicar – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «suplicar». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 20 de enero! (Solo un voto por persona. Este voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos).

POR FAVOR, SOLO VOTOS REALES, SOLO SE GANA EL RECONOCIMIENTO, CUANDO ES REAL.

* Todos los relatos son originales (responsabilidad del autor) y no han pasado procesos de corrección.

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

Aquella criatura era irresponsable. Pero era mi hijo.?Que se puede hacer
Con alguien al que le has dado el ser y por lo que sea, ya que entender el fruto que una mujer lleva en su vientre es complicado.
Lo cierto es que mi hijo es guapísimo.
Sólo que no entiende de lo que está bien a mal.
Contaré que hay días que le mando a dormir y cuando voy a su cuarto me encuentro que en la cama no está. Entonces me pongo a buscarlo y queréis saber dónde suelo hallarlo, pues en una tinaja vacía y grande que tengo en el porche.
Cuando por fin consigo que salga de la olla, me dice que los «40 ladrones del cuento»se escondían allí.
Con frecuencia mi querido hijito miente. Lo sé porque se le pone la nariz larga como a «Pinocho»el del cuento. Pero yo le dejo que hable. Es bueno tener conversación con la persona que tanto quieres. Su verdad, que más bien es locura me llega a contar historias tan increíbles que aveces quisiera que esos sucesos me pasarán a mí. Un día me contó que una lagartija de larga cola en las noches se cuela dentro de las sábanas blancas y le invita a subir a su lomo. Una vez están en cielo abierto corren por tierra y trepan por superficies lisas sin caerse.
Mi pequeño me quiere manipular, yo losé. Más he de decir que mi amor por él están grande que nada de lo que diga o haga me lastima.

FÉLIX MELÉNDEZ

PELONCETE.
El castillo de chocolate.
Érase
una vez
que se era.
Un árbol maravilloso, con una corteza, parda, gruesa, vetusta. Que despertaba todos los días en el cielo. Cuando llegaron los primeros hilos del sol. Se peinaba sus hojas, estirando las ramas como si estuvieran entumidas de pasar la noche. Y se lavaba sus tremendos ojos con agua de Luna.
Peloncete 👶, se levantó temprano quería ver por primera vez como salía el sol, nunca había tenido la curiosidad de verlo salir desde arriba del todo. Allí estaba cuando desde la oscuridad empezó a iluminarse el cielo, poco a poco venía la luz apareciendo tras las siete montañas verdes. El primer halo de esperanza apuntaba al infinito, después fue bajando poco como un foco de colores tornándose del púrpura, naranja, rosa y amarillo. Y por fin toda la luz casi cegadora caía sobre el tronco que abría sus hojas al instante. Cuando Peloncete miraba hacia el norte, como un pájaro grande, venía volando por el rayo de luz, un unicornio majestuoso, blanco con el cuerno color oro, junto con la melena y el rabo que eran del mismo color que sus alas todas doradas.
Peloncete 👶 tenía los ojos súper abiertos, y también la boca.
El unicornio llamado Pegaso venía derecho a él.
Preguntándole, qué hacía allí, un ratoncito tan pequeño, nunca antes lo había observado mirando el universo. Y él pasaba todos los días.
El ratoncito le preguntó si podía llevarlo a ver mundo. ¡Por favor le suplicaba que lo llevara con él! «Se lo suplicaba, suplicaba suplicaba» llévame contigo. Por fa.
Pegaso:” ¿Dónde quieres ir?”
– Me han dicho que hay un Castillo, que tiene torres de chocolate y una fuente de miel.-Dijo Peloncete.
-Sí, está tras las siete colinas.
-Venga vamos rápido.
El aire estaba calentito, se podía sentir como se deslizaba, tras el paso del vuelo de los dos.
La sensación de volar era infinita, como si no pensaras, simplemente te mecía el viento con gran suavidad.
-¿Tienes miedo?- Preguntó Pegaso al pequeño ratón que no acertaba a decir palabra temblando y tiritando.
-No. No, me me me encanta. ¿Puedes dar una vuelta más? Siempre he querido ver el mundo al revés.
-Sí, ahora mismo.
Al ponerse patas hacia arriba, el ratoncito Peloncete 👶 soltó las ✋ y cayó brutalmente al infinito.
Pegaso lo vio y corrió rápidamente en su búsqueda.
Cayendo sobre su lomo, acolchado.
-Uf, qué bien. Gracias por recogerme, es una sensación increíble, lo de volar. Sobre el mismo vacío. ¡Qué sensacional lo de caerse!
-Mira Peloncete 👶, allí están las torres de chocolate. Vamos a verlas. -¿Podemos probarlas? -Creo que sí, tú coges un trozo y nos vamos.
Un trozo sobresalía, tiró de él, al instante cuando Peloncete 👶 cogió el cachito de chocolate todo el castillo empezó a reírse.
Gritando “¡Oye renacuajo, no me hagas cosquillas!” No me quites un cachito.
-Perdona, pero no sabía que hablaras.-Respondió Peloncete.
-¿De dónde vienes?
-Yo vivo en un árbol muy grande, y mucho más alto que tú.
-Que bien poder viajar, como me gustaría a mí. Pero yo tengo que estar aquí por los tiempos. No recuerdo ni la edad que tengo. Dijo el castillo.
Peloncete 👶: Estás muy rico.
-Baja al centro al patio y bebe un poco de la fuente de 🍯 miel y verás lo que te ocurre; no bebas mucho, que luego pesas más. Dijo el unicornio.
Cuando Peloncete 👶 bebió 🍯 miel mágica la fuente le dijo a Peloncete.
-Hoy te puedo conceder un deseo.
-Siiii- dijo el ratoncito emocionado.-Pues quiero tener el castillo en la puerta de mi 🏠 casa. Si es que él quiere claro. Ya que dice que está aburrido aquí.
El castillo dijo: ¡Te lo suplico llévame! “Me encantaría pero solo puedo saltar, nunca andar”
El Pegaso: Yo te llevaré súbete hasta mi lomo y vámonos antes de que cambie de opinión.
Los tres venían cantando por el cielo: «Tengo un coche feo, pi, pi, Pi. Pero no me importa, pi, pi, pi…
Todo el mundo felicitó a Peloncete 👶 cuando lo vieron aparecer con un inmenso castillo de chocolate. Todos quisieron probarlo y le hicieron mil y un agujeros y el castillo tuvo que irse corriendo o saltando bien ligero. Antes de que se lo comieran entero al día siguiente por la madrugada.

BENEDICTO PALACIOS

He rogado, implorado y hasta mendigado de los dioses que tuvieran a bien iluminarme para escribir siquiera veinte líneas. Con la severidad que les caracteriza me han respondido que la súplica no pertenece a su departamento.


SERGIO SANTIAGO MONREAL

Alberto era un ateo reconocido, no creía en Dios, pero sí creía en otro tipo de deidades, especialmente veneradas antaño cómo el sol o la tierra.
Pero un día Alberto cambió de parecer, al ver la luz tan próxima cuando contrajo una enfermedad, Dios tendió su mano al escuchar sus súplicas y escuchó su voz: «-aún no ha llegado tu hora Alberto, yo te tiendo mi mano pese a tu falta de fe e innumerables blasfemias, te perdono-«.
Alberto aún incrédulo por la paranoia que experimentó, dejó su excepticismo y comenzó a vivir, tras sanar de su enfermedad.
La percepción de Alberto sobre cualquier deidad cambió por completo. Pues el pensaba que algo que no veía no podía ser real. No lo veo pero lo siento, llegó a la conclusión.
Moraleja: inclusive los menos creyentes suplican a Dios antes de morir, pidiendo clemencia y otra oportunidad.

PEDRO A. LÓPEZ CRUZ

SIN DERECHO A SUPLICAR
Llovía. Copiosa y abundantemente. Como nunca había llovido por aquellos contornos. Era una noche cerrada de invierno, y la densa cortina de agua apenas permitía ver con claridad a medio metro de distancia. Cada cierto tiempo, un espectáculo de rayos lo iluminaba todo durante unos breves instantes, dando paso al ronco bramido de los truenos en una noche que no parecía presagiar nada bueno.
La vieja camioneta ascendía a toda velocidad por un camino polvoriento y tapizado de hoyos que a duras penas lograba alcanzar la categoría de carretera. Él era la única alma que se atrevía a transitar por aquel paraje a esas horas de la noche en mitad de la terrible tormenta. La camioneta, una vieja Chevrolett del sesenta y nueve de tercera mano, apenas se mantenía en pie. Su conductor era casi incapaz de distinguir nada al otro lado del parabrisas, debido a la lluvia y a la escasa iluminación de los faros, exhaustos ya por el paso de los años. Pero eso no representaba mayor problema. Conocía cada uno de los rincones de aquella montaña como la palma de su mano. Lejos de eso, su mente estaba ocupada en esos momentos en un único y obsesivo pensamiento. Era plenamente consciente del acto que iba a perpetrar esa noche, y de sus posibles consecuencias. Sabía perfectamente que lo que se disponía a ejecutar estaba totalmente fuera de la ley. Y que, en el caso de un posible juicio, se enfrentaba además a los agravantes de nocturnidad y alevosía, entre otros. Pero nada de eso le iba a impedir llevar a cabo la misión que le había llevado hasta allí. Había empleado mucho tiempo planeándolo todo cuidadosamente y era el momento de pasar a la acción.
Tras un buen rato de camino esquivando socavones y con los ojos clavados en la carretera, finalmente detuvo el vehículo. Había llegado a un lugar que, por alguna razón, había considerado que era el más adecuado. Rápidamente, descendió de la camioneta y se plantó frente a su víctima, a la que había elegido minuciosa y escrupulosamente el día anterior. Esta permanecía tal y como la había dejado, inmóvil, inerte, empapada en mitad de la lluvia e iluminada tan solo por la débil luz de los faros de la camioneta. Silenciosa y sin la más mínima posibilidad de suplicar perdón. Sin pensarlo dos veces, agarró el hacha con ambas manos y le asestó varios golpes certeros. Sin embargo, debido a su robustez, por más que el hacha golpeaba, aguantaba en pie casi sin inmutarse. Tras intentarlo un par de veces más sin éxito, no lo dudó un instante y subió a la camioneta en busca de la sierra mecánica. No tenía mucho tiempo que perder. A pesar de que su trabajo le proveía de las herramientas adecuadas, nunca pensó que aquella pudiera llegar a ser una labor tan complicada.
Arrancó la motosierra sin importarle lo más mínimo quién pudiera escucharle. El olor a combustible se extendió rápidamente y la cadena comenzó a girar de manera endiablada. En una noche imposible como aquella y en plena tormenta, las posibilidades de que hubiera alguien en kilómetros a la redonda resultaban prácticamente nulas. Pero, aun así, sabía que tenía que ser muy precavido. No podía dejar el más mínimo rastro. Debía deshacerse de cualquier indicio allí mismo y aquella misma noche. Visiblemente nervioso, aproximó la cadena a las partes más bajas realizando varios cortes precisos. Finalmente, la víctima cayó desplomada, produciendo un sonido ahogado al caer, salpicándolo todo y manchando a su improvisado verdugo. Éste respiró agitadamente. Ya estaba hecho. Ahora no había vuelta atrás.
Mientras, la lluvia no dejaba de caer sobre él, deslizándose sobre el gorro del chubasquero oscuro, empapando su rostro y descolgándose en forma de goterones intermitentes desde la punta de su descuidada barba hasta caer sobre el suelo.
El terreno se había convertido en un auténtico lodazal. Aunque pudiera parecer imposible, a juzgar por su complexión, aquel hombre pequeño, enclenque y encorvado al que en el pueblo apodaban “el huesitos”, se echó a hombros el cuerpo del delito y procedió a cargarlo sobre la parte trasera de la furgoneta, tapándolo con una lona y amarrándolo posteriormente para que no se desplazase en el camino de vuelta. Con sumo cuidado, recogió las partes sobrantes que habían quedado esparcidas y las metió en bolsas de basura, con el objetivo de dejar el menor rastro, a ser posible ninguno. Posteriormente, comenzó a cavar con la pala sobre el barro, intentando enterrar aquellos trozos y tratando de que el escenario quedase lo más natural posible. La intensa lluvia había empapado completamente la tierra, lo que facilitó enormemente su labor.
En ese momento, un enorme relámpago iluminó sus pupilas y se reflejó en ellas, como dos diminutos espejos. Sacó del bolsillo de su camisa a cuadros la petaca de coñac que habitualmente le acompañaba y dio un trago largo, intentando aplacar el miedo y el temblor que a esas alturas ya era incapaz de disimular. Era la primera vez que hacía algo así y la adrenalina corría desaforada por cada una de sus venas.
Tras recogerlo todo y echar un vistazo rápido, finalmente arrancó el vehículo y descendió de nuevo por la vieja carretera. Era evidente que no tenía la conciencia tranquila por lo que acababa de hacer, pero tampoco podía borrar de su rostro una manifiesta sonrisa de satisfacción por el dinero que se iba a ahorrar. “El “huesitos” era bien conocido por ser una persona de puño cerrado y haciendo gala de ello, había decidido ahorrarse ese año el dinero del árbol de Navidad, seleccionando en su lugar un fabuloso y auténtico ejemplar de abeto americano. Nada que ver con esas imitaciones chinas de plástico. La noche del veinticuatro de diciembre, aprovechando la tormenta y el amparo de la noche, había decidido subir a “recogerlo”.
De repente, al girar una curva y ante su enorme estupefacción, se topó de bruces con aquellas luces azules oscilantes.

IRENE ADLER

ISKANDAR Y ROXANA
– Ungiría tus pies con la sal de mis lágrimas y los secaría después con mi cabello, si creyera que así lograría conmoverte. Y si aún tuviera lágrimas. Pero no lo haré.
Su voz tiene una consistencia fría, resignada. Está de pie al borde de la balaustrada que cierra o esconde, el gineceo. La noche es tórrida, quieta, sofocante. Pero un frío súbito, como un relente, le araña la piel desnuda de los hombros. Su cuerpo tiembla ligeramente. Su voz no. Su voluntad tampoco.
-Él dijo que no suplicarías.- contesta Iskandar.
Y asoma a sus labios una sonrisa insoportablemente dulce.
Roxana siente cómo la ira se le desliza por las venas como mercurio caliente. Una ira que es como engrudo, donde se funden la rabia, los celos, el odio, la impotencia. Una ira que aflora a sus ojos, como aflora a los labios de él, esa sonrisa: desde la inconsciencia. Aún después de muerto, Hefestión se interpone entre ellos como una sombra funesta y alargada. Hefestión y sus consejos. Hefestión y su prudencia. Hefestión y sus deseos. Ella sabe, con una certeza que se parece mucho a una derrota, que esa sonrisa procede de un recuerdo. Evoca y ampara, aquello que eran el uno para el otro. Esa sonrisa que es como una ofrenda o un exvoto, una rendición, un armisticio. El penoso y largo acatamiento de una promesa, hecha quizá en su lecho de muerte. Roxana puede oír su voz quebrantada por la fiebre, rogar, suplicar, amarrarlo.»Promete que la repudiarás. Que reconocerás como heredero al hijo de Estatira. Que no gobernará tu imperio el hijo de una bactriana. Promételo». Y puede imaginarlo a él, sometido por ese amor, por esa deuda, consentir. Hundido en una tristeza que ya nunca podrá abandonarlo. Sin juicio. Sin lógica. Sin vergüenza. Sin remedio. El dolor anegándolo por dentro. Un dolor tan grande como la ira de ella.
Roxana lo mira. Iskandar ha ido a sentarse al borde de la alberca, con los ojos y la voz y el alma, perdidos en la noche caliente, en la quietud del agua, en el espacio vacío entre las estrellas. A su izquierda, muy cerca de su hombro, sin tocarlo, el fantasma de Hefestión le sostiene la mirada. Su fantasma pálido y ojeroso, con la fiebre tifoidea sobre la piel macilenta, y esa expresión de repulsa que adoptaba en su presencia, para constatar su desprecio por ella.
Se miran.
Y la sombra de Hefestión, lee en el rostro demudado de Roxana, lo que Iskandar nunca ha sabido interpretar. Su ambición desmedida y su orgullo de reina. Lo mucho que se parece a Olimpia. Que nunca se resignará a ser una esposa repudiada, ni a que su hijo sea un bastardo sin herencia, sin corona, sin derechos. Y se estremece. Desde esa triste orilla oscura, intuye el cuándo, el dónde y el cómo. Sabe que ha cometido el error de tomarla por un simple peón de Rey, cuando ella, es la Dama.
Va a matarlo.
Y Hefestión cierra los ojos, abatido.
Roxana sonríe, despiadada, y piensa, «si pudiera hablar, el muy imbécil suplicaría piedad para su amigo. Pero tendré la misma compasión por ellos de la que tuvieron ellos por mi hijo: ninguna».
Y en esa noche tórrida, quieta y sofocante, se rompió lo irrompible. El Amor hizo pedazos la Esperanza.

EFRAIN DÍAZ

La batalla había sido cruenta. Demasiadas bajas tanto de un bando como del otro. Al final, el ejército invasor había capturado a dos prisioneros. Estos dos en particular habían demostrado habilidad y arrojo en combate, causando múltiples bajas al ejército invasor. Los llevaban esposados. Estaban sucios. Cubiertos de lodo y mugre de pies a cabeza. Lucían cansados. La fatiga del combate estaba pasando factura. Sus rostros, marcados por profundas ojeras denotaban que llevaban muchas horas sin dormir. Caminaban lento y con torpeza. Señales inequívocas que tenían sus cuerpos lastimados. Fueron llevados a un salón oscuro. Al entrar, se prendió una bombilla amarilla que colgaba del techo. En la habitación había una mesa y tres sillas. Los hicieron tomar asiento y los oficiales que los escoltaban, los dejaron solos.
– ¿Qué crees que pasará ahora?
– Lo que se supone. Nos van a interrogar y al ver que no soltamos prenda, nos van a torturar hasta que digamos algo.
– No se si sea capaz de aguantar.
– Pues más vale que aguantes. No vamos a delatar las posiciones ni el equipo ni los planes de nuestro ejército. Eso es traición.
– Pero, y si no resisto.
– Pues más vale que resistas. No vamos a traicionar a los nuestros.
– Podríamos suplicar por nuestras vidas. Después de todo, nos ampara la Convención de Ginebra. No podrían torturarnos.
– Eres más ingenuo de lo que pensaba. Estamos en medio de una guerra y estos hijos de puta se pasarán la Convención de Ginebra por los cojones. Nos van a torturar, luego nos matarán y desaparecerán nuestros cuerpos para no dejar evidencia. Eso es lo que pasará. Hablemos o no hablemos, nos matarán igual. Si igual voy a morir, prefiero morir con las botas puestas. Con toda la dignidad del mundo. Con la satisfacción de que no traicioné a mi patria. Con la satisfacción de que no cedí ni un ápice. Ni un palmo. Con la valentía de que ni supliqué ni rogué. Aceptaré y cumpliré mi destino como un hombre y no como un gusano.
En ese momento se abrió la puerta y entró en interrogador con el verdugo. Sería una noche larga.

RAQUEL LÓPEZ

Olvidado en este abismo atenuado,
guardo entre mis sombras confinadas
pensamientos que perturban mi lamento,
aciago vacío que nace en mis entrañas.
Ansiando la utopía de tenerte,
me muero con el recuerdo de tus besos
anhelando de mi alma los deseos,
que suplican que regreses a mi universo.
Fantasía congelada con el tiempo
despiadado y sufriendo mi tormento,
hoy mi corazón de nuevo te suplica,
rendido y respirando mi último aliento,
amarte y agarrar contra mi pecho
la estrella de luz de mi firmamento.

JUANA CASTILLA

Ya no suplico. Ni más agua, ni menos impuestos. Ni que Enrique sane o que Aída vuelva. Tampoco que alguno de los lejanos primos devuelva el gesto. Ni que el abogado cumpla su gastada palabra. Ni que el Gobierno liquide de una vez sus mentiras. Ni que la democracia se vista extralarge. Ni que el médico se digne responder su desteñido teléfono. Ni que Aída recuerde que Enrique estrena su cansancio prêt a porter, porque hizo salto en largo hasta cansarse cuando era chico y en su vida no había muchas opciones. Ya no suplico que la Administración deje de robar en incómodas cuotas, disfrazada de amigo invisible. O que el Banco ofrezca créditos que luego son asaltos azules y desviados. Ya no suplico entiendas mis pies o mi silencio. Ya no. Y ya nada.

LOLI BELBEL

“TODA UNA VIDA ME ESTARÍA CONTIGO (…) Pero junto a ti….”
Mientras oía la canción, cogía desesperadamente, ansiosamente, con el delirio tremens de su droga favorita, los dibujos colgados en las paredes. Le ofrecían un mundo distinto, un mundo hasta ahí desconocido.
¿Cómo estaría en realidad sin saberlo? Bajo la cama, puntos de unos ladrillos brillantes le recordaban aquel mundo alucinante, fantástico, aterrador. Un abismo de colores, de figuras.
Sí, el amor que nunca tuvo, el amor que siempre quiso, el gran amor olvidado, el gran amor deseado. El que sí siempre había tenido.
Todos y cada uno de sus recuerdos eran bellos. Una belleza indescriptible, una sublimación de lo bueno, de lo grande, de lo inquieto.
No la creían. No la entendían. No la sabían. El ruido de los aspersores no la dejaba dormir. Pedía con ansia algo que la rescatara, que la hundiera en el silencio. Suplicaba angustiada…,en el olvido más profundo. En la nada más absoluta. Estaba muerta. Sí, muerta estaba. Muerta.
Entraba y reía; unos ojos fijos y sin brillo, pero llenos de una soledad que se palpaba: los de Conchi, los de Cris, los de Marta, los de Miquel, los de… , la miraban de reojo, mordiéndole el color de la piel. ¿Por qué? ¿Y qué miraban? ¿Qué veían? ¿Verían lo mismo que ella?
Y volvía al escape de su vida fumando un cigarrillo que no sabía consumir, que otras manos temblorosas le pedían, le rogaban, le suplicaban. Unas monedas caían al suelo, llorando por un café de máquina al fondo del pasillo.
Otra vez hoy es primavera, la misma quizá. Un rumor de almas múltiples remueve los cipreses. Pronto el verano empezará otra siega.
¿Será imposible despertar? Su amor era ahora como la pluma de un ave flotando en el espacio infinito.
-«Su hora de visita, señorita…»

DANI GALLEGO ALEMÁN

Yo suplico al replicar de gargantas que ya no abundan en aire sino en dedos. A ese replicar malvado de índices anabolizados. A ese mal gesto en dos dedos con sus espacios en barra. A todos ellos, sin olvidarme de pulgares , os suplico puntos suspensivos antes de pulsar, os suplico dar la cara ante el enter, os suplico verdad y no el porque puedo. Os suplico aplicar la persona que sois, a no ser que seais dos índices más que apocalipsan este tiempo.

NEUS SINTES

Mi nombre es Dickens. Casi todos me temen, porque soy el que resucitó de entre los muertos, para convertirme en un alma mucho más fuerte y poderosa. Hace un año, mi esposa me arrojó por un acantilado, sin piedad. Vi la furia en sus ojos al saber de mis infidelidades. No tuve tiempo para suplicar por una segunda oportunidad y pedirle perdón por todo el daño causado.
Durante mi caída, lo último que vieron mis ojos fue a un hombre a su lado, semidesnudo. Con apenas unos vaqueros puestos y besándola. Comprendí que no había sido el único que le había sido infiel. La luz celestial se quiso apoderar de mi, pero no acepté todavía entrar en el Cielo. Mi vida no había terminado. Aún no. Tenía deudas que saldar.
Durante un año resucité de la caída que me produjo graves heridas. Fui acogido por una tribu hindú, quien me salvó de la muerte. Sus hierbas y esencias curativas fueron el milagro de mi nuevo renacer. Nunca sabré cómo agradecerles a esa tribu el que me salvaran de una muerte segura.
Ellos fueron los primeros en verme con otros ojos. A raíz de entonces, me he convertido en leyenda. Viajo junto a mi águila en mi hombro y mi fiel compañero; lobo. Muchos me conocen por mi nombre, otros, en cambio, hablan de que me han visto entre la sombras. Cuando pronuncian mi nombre, saben que soy el hombre que resucitó de los muertos.

KATA MAR

Suplica de un niño
– Mami. No me castigues más,
– Mira que tan solo soy un niño inquieto
– Un niño que quiere jugar y ser feliz
– Jugar contigo es lo que deseo más,
– Deseo que me dejes desarrollarme tal y como soy
– Déjame crecer libre de maltrato
– Crecer con amor y respeto es lo que anhelo
– Los gritos me ensordecen y asustan
– Me asustan porque son muy fuertes, me duelen
– Son más fuetes que tus abrazos
– Por favor mami dame más abrazos, menos maltrato,
– Así cuando sea mayor con gusto seguiré tu ejemplo de dar abrazos a mis hijos.

JAVIER GARCÍA HOYOS

LA HOGUERA
Zacarías recordó los veinte años que llevaba como párroco de aquel pequeño pueblo del norte de Salamanca, cerca de la frontera del reino de Portugal. Aquel año comenzó la guerra contra Inglaterra, poco después recibió la noticia de que sus tres hermanos murieron bajo el mar. Se habían alistado en la que todos creían que sería una armada invencible. Pero como toda promesa y ambición, si no se convierte en realidad, sencillamente desaparece como polvo en el aire.
Y ahora Zacarías dejaría también este mundo mortal, para reunirse con aquellos que se fueron antes que él.
Atado de pies y manos a un enorme poste, rodeado de troncos, ramas y viejas tablas que ya no servían, esperaba resignado el momento en el que le prendiesen fuego.
La noche era fría, pero aún así, la mayoría de sus feligreses habían acudido a la plaza para ver el espectáculo. Muchos guardaban silencio, otros reían y le tiraban piedras.
Al llegar casi la media noche, cuatro monjes con hábitos grises aparecieron entre la multitud, tras ellos iba otro, este con uno negro, mucho más alto que ellos. Se acercó hasta aquella expectante estructura.
―Siempre sospeché que tu camino acabaría así.
Zacarías le miró y no dijo nada. Pudo ver en una de sus manos un libro, pero no atinó a ver cuál.
Tenía frío. Había demasiada humedad. En el fondo, también sabía que ese acabaría por ser su destino. Era un humilde sacerdote que había visto y oído demasiadas cosas.
―¡Decid que os arrepentís! ―gritó el sacerdote ―Así podréis salvar vuestra vida, además de vuestro espíritu.
Zacarías no pudo reprimir una carcajada, al hacerlo sintió como todos aquellos morbosos que le habían estado tirando piedras se inquietaron. Cientos de susurros recorrieron el aire de aquel lugar.
―¿De qué debo arrepentirme, oh gran Tomás de Lucedia? Lo único que me avergüenza en mi vida es no haber sido sentenciado por un inquisidor de verdad. Si no por un pobre suplantador. ¿Dónde está don Pedro de Castilho? ¿Tanta prisa tenéis por acabar con mi vida que no podéis esperar? ¿O es que sabéis que él no aprobaría lo que estáis haciendo?
―¡Callaos! No manchéis el buen nombre del obispo de Leira con vuestra sucia lengua.
El sacerdote puso un pie en la montaña de madera para acercarse un poco más al reo.
―Os veré suplicar por vuestra vida cuando el fuego comience a arder y empeceis a hervir. Podréis oler vuestra propia carne quemada antes de dejar este mundo. En ese momento os daréis cuenta de que sufriréis en vano. Pero yo, con mi gran generosidad, con mi enorme piedad, os doy la oportunidad de salvaros de esta tortura. Suplicad ahora antes de que empiece el fuego, arrepentíos de vuestra traición, y todo terminará, aquí y ahora.
Zacarías miró a los ojos de aquel hombre. Volvió a guardar silencio.
El sacerdote dio un paso más en el montículo de madera para acercarse a él. Con voz baja le susurró:
―El obispo no os podría salvar de la muerte y lo sabéis. Esto es lo único que puedo hacer por vos, ayudadme. Suplicad, es la única forma.
―Decid en voz alta la causa de mi infortunio y yo suplicaré.
El sacerdote le miró con severidad. Bajó del montículo de madera y gritó:
―Vos lo habéis querido. ―Se dirigió a todos los presentes en aquella plaza y alzó la voz. ―Habéis sido testigos de mi compasión. El reo quiere que se sepa cual es su pecado, yo os lo diré.
Zacarías vio la escena, aquel sacerdote disfrutaba siendo el objeto de atención. Todos aquellos campesinos estaban atentos a cada una de sus palabras, de sus movimientos. Entre ellos había uno que no conocía, uno que vestía con buenos ropajes y que pareció inquietarse al oír las palabras que había dicho su improvisado inquisidor.
―¡Hacedlo Tomás! Decid cuál es mi delito.
Tomás de Lucedia enseñó el libro que tenía en su mano y lo levantó por encima de su cabeza.
―Este es el objeto que ha llevado a la calamidad al hermano Zacarías. Una copia del infame libro “De l’infinito universo et Mondi”. Decidme Zacarías, ¿qué desdicha os llevó a ser seguidor de Giordano Bruno? ¿Acaso no os parece suficiente sufrimiento el que padecimos con él? ¿Por qué nos obligáis a repetirlo con vos?
Zacarías cerró los ojos. Ahora sabía que ya no habría salvación. Aquel gran hombre que hablaba para todos aquellos antiguos feligreses, había mentido.
―No soy seguidor de ese hombre ni he leído jamás ese libro. Mentís. Sois vos quien deberíais estar en mi lugar y lo sabéis.
Tomás se acercó con premura hacia Zacarías y le instó de nuevo a que confesara y suplicara por su vida.
―Me lo dijisteis, me dijisteis que suplicariais. Hacedlo.
Zacarías vió en la mirada de aquel severo sacerdote un atisbo inquietud.
―Sí, hermano Tomás, suplicaré. Suplicaré que echéis más leña a esta hoguera, quiero que la luz de este fuego que me quemará se vea a leguas de distancia. Que tu vergüenza quede grabada en los ojos de quien la mire. A mí me purificará este fuego con el que me harás sufrir pero, ¿qué purificará vuestro espíritu Tomás de Lucedia?
―¡Suplicad! ¡Suplicad y salvaos! ¡Hacedlo!
―Yo ya os he suplicado. No esperéis otra cosa de mí.
Vió a aquel gran sacerdote hacerse pequeño. Miraba a los monjes que habían llegado con él. Zacarías pudo ver como cruzó la mirada con el elegante hombre que se escondía entre la multitud. Le hizo un gesto de asentimiento.
―Está bien. Si eso es lo que quieres. Eso tendrás. ¡Echad más madera! Toda la que haya en esta plaza, y luego, hacedlo arder.
Así lo hicieron. Mientras los monjes acercaban la leña, él pensaba en sus hermanos. Ya no quedaría nadie de su familia en este mundo. Se alegró de que, al menos, sus padres no hubiesen visto el final de sus hijos.
Ya no quedaba más madera. La untaron con brea y se apartaron. Tomás se acercó con una antorcha y le miró con severidad.
―Tenéis todo mi desprecio, Zacarías. Espero que sufráis el tormento del fuego largo tiempo, por obligarme a hacer esto.
Acercó la antorcha a la madera y comenzó a arder.
Zacarías no llegó a sentir el fuego. El exceso de madera provocó una gran llama, vista a lo lejos, pero el humo provocado por ese mismo exceso penetró en sus pulmones asfixiándole antes de morir quemado.
Al día siguiente, el padre Tomás se citó en sus aposentos con Guillermo de Altilla. Iba vestido con la misma elegancia que lo había hecho durante la quema.
―Bien hecho, Don Tomás. El Duque de Lerma no se olvidará de vos. Pronto sabrá lo generosa que es su gratitud. Ahora, dadme la carta del padre Zacarías. No corramos el riesgo de que caiga en manos inadecuadas.
Tomás le entregó una carta sellada y dirigida a la reina Margarita de Austria-Estiria.
―Si ella se enterase de lo escrito aquí, se lo contaría a su marido, el rey, y eso no sería bueno para el duque, y por tanto, para ninguno de nosotros dos.
Guillermo sonrió y se dio la vuelta dispuesto a salir de la habitación. Se detuvo antes de abrir la puerta y miró a Tomás.
―Por cierto, muy hábil por vuestra parte lo de ese libro. Pero guardadlo en lugar seguro. Sería del todo desafortunado que se supiese cuales son sus ideas más ocultas.
Tomás se quedó solo en la habitación. Miró el libro y pensó en lo que se había convertido: “¿Por qué no atendiste mi súplica, hermano Zacarías?”

DAVID DURA MARÍN

Todo el mundo sabe que en la trastienda de una tienda de antigüedades se esconde un señor poco hablador y guardián de muchos misterios.
Pero este no es el caso de esta historia, o si, aunque algo de misterioso debe tener un personaje con cien pies y de profesión zapatero.
Era algo torpe, de esos que tropiezan con una raya de lápiz y el tener tantos pies no ayudaba.
La crisis del calzado también le había golpeado teniendo una deuda
con unos prestamistas judíos la mar de jodios.
Y así es como acabó vendiendo todos sus pares de zapatos de antiguas generaciones en la trastienda del señor Smith.
Salió con poco más de los intereses de la deuda para un día y una lata de betún para pintarse entero y poder huir de los prestamistas.
En un rincón de la calle abrió la lata y por arte de magia o por el arte del inventor del cerrado al vacío salió un genio, negro, claro y con dificultad para respirar.
Lo típico , si no fuera por que solo tenía un deseo para dar ya que los otros dos los había empeñado hacia tiempo a unos prestamistas judíos, como no.
Mandame lejos de aquí donde no me puedan encontrar pidió humildemente ciempiés.
Y apareció en otro mundo, en aquel donde se encuentran los calcetines perdidos de otros mundos.
Pronto hizo migas y le salieron un montón de amigos.
Al ser tan bueno hizo un pedido de hilo para remiendos a otro planeta teniendo que pedir prestado a unos prestamistas………………. Fin..

CONSUELO PÉREZ GÓMEZ

SUPLICAR
Hay algo en la súplica de desprotección en aquel que la practica. El miedo se adueña del ser suplicante y baila con él un minué en un estanque helado que se resquebraja al mínimo contacto.
Detrás de los ojos del implorante habita escondida una súplica silenciosa por miedo a que la claridad desvanezca el propósito primero. Suplicar es rendirse ante el enemigo invisible que ostenta el poder. La súplica lleva el incombustible disfraz del miedo que no es otro sino el de un bajo amor así mismo.
Hay quien suplica amor como si estuviera pidiendo unos zapatos nuevos para presumir en la feria. Hay quien simplemente suplica por un techo y un plato de comida: estos han perdido el miedo; el miedo quedó engarzado en la imperante necesidad del subsistir. La tabla del debe y el haber ha de contener un equilibrio. O mejor: un desequilibrio en el que, el debe, gane en esta ocasión al haber.
«Debo todas las suplicas de cien años de existencia por no haber suplicado ni cuando quizá, solamente quizá en vaya a saberse que ocasión, debería haberlo hecho» …
Una de las humillaciones más atroces que existen es la del ruego. Convierte al practicante en vasallo caído y derrotado por su propia cobardía…hasta que, llegado el día entre montañas y cimas superadas, viene a dar de bruces contra la lanza redentora que surge en el alcor y que ilumina su oscuro proceder. El nacimiento inesperado de amor propio termina enterrando al ser pusilánime que fue hasta entonces. La tierra habló; de la cumbre de la montaña surgió una nube en elevación con grandes letras doradas: «No serás más un suplicante; tu condena acaba aquí».

ANDREA ROSSI

Desde la ventana de la sala veo jugar a Tony, un gato que lleva un collar con su nombre y que por imposición propia se integró al grupo que formamos mi perro Canelo y yo.
Tony, se cuela en el jardín trasero todos los dias, juega y dormita acurrucándose en Canelo, por la noche desaparece.
Canelo, su nombre es por su pelaje color canela, y recordando la novela de Simenon del comisario Maigret, «El perro canelo», y por un recuerdo de mi niñez que me acompaña siempre.
Tony y Canelo tienen diferencias en su aspecto, comportamiento y no se cuántas más, pero hay una que me resulta curiosa, especial. Si comienza a chispear Tony se acerca a la puerta, sentado sobre sus patas traseras maulla con fuerza, si me ve en la ventana salta al alfeizar me mira y sigue maullando, no pide, no ruega, no suplica, él ordena, dice: ¡Abre! ¡Abre!
En cambio Canelo se sienta y arrastra una pata sobre la puerta y espera, si me ve en la ventana sólo me mira y espera, su mirada dice: Hola, aquí estoy, amiga. No ordena, tal vez es una súplica, pero no es triste ni lastimera, es tierna, cariñosa, una súplica que dice: ¡compartamos!
Cuando era una niña, siete u ocho años, cerca de casa había una carpintería, en el frente tenía dos enormes ventanas siempre abiertas, al pasar por allí veía a un hombre con un delantal de cuero, era muy alto y ancho, cortando madera, y dos niños pequeños como yo, no jugaban ni reían, sólo miraban, tan serios, sus rostros y sus miradas quedaron impresos en mi mente. En aquellos momentos, con felices siete años, para mi sólo eran tristes pero ahora siento que eran suplicantes, tan pequeños, una súplica de ¡Llévame contigo! ¡Quiéreme! ¡No me dejes! y sobre todo ¡juguemos!
El cartel que había en aquel galpón decía: «Carpintería Canelo»

GLORIA ALBALADEJO

La tormenta
Esa noche de diciembre fría, oscura y tormentosa estaba siendo muy ajitada. Los rayos que veía a través de mi ventana me inquietaban constantemente, parecian querer entrar en mi cuarto y los sobresaltos eran cada vez mayores. Desesperado quería levantarme, ir a otro lugar, cerrar la persiana, la ventana que no entrara aire, ir a la cocina a por un vaso de agua, ir al salón a encender el televisor y olvidarme que había tormenta pero no podía hacer nada de eso. Me sentía atrapado en mi propia tormenta, suplicandole a Dios que me dejara salir de esa crueldad pero no me hacía caso, él me había abandonado. Mis súplicas eran cada vez mayores pero nadie me escuchaba. Por favor, eso me iba a volver loco. Quería dejar de mirar esos horribles rayos azulados que me cegaban, que me hacían temblar de terror. Después esos rayos luminosos y escalofriantes se convertían en caras diabólicas que me observaban, mirándome con esos ojos crueles, enseñando unos dientes afilados, amenazando sangre y muerte. Creo que eso quiso entrar a visitarme. Algo ardiendo me rozó la cara que ya estaba sudorosa con gruesas gotas que me caían hacia los ojos. Quise gritar, aquello quemaba, sentía que estaba ardiendo. Eso había poseído mi rostro mientras otros nuevos rayos nacían en el cielo acompañados de esos estruendos sonidos que me ensordecian. No pude más, me desmaye o algo me pasó. Desperté por la mañana bastante tarde, me sentía muy débil pero conseguí levantarme. Supuse que todo había sido una pesadilla, fruto de una mala digestión o algo desconocido. Entonces al ir al baño contemple mi cara que aún permanecía húmeda por aquellos sudores nocturnos y el corazón me dio un huelco cuando pude comprobar lo que había pasado. Ya no era yo. En mi rostro había otro ser que me miraba a través del espejo. Parecía algo diabólico como aquel ser que salió del rayo. Mi cara se había convertido en un monstruo, estaba negra, los ojos eran grandes, casi rojos y mi boca también enorme enseñaba unos dientes medio rotos y putrefactos. Todo mi cuerpo se había transformado en una criatura monstruosa. -Dios por favor haz que todo esto sea un sueño, una horrible y odiosa pesadilla, te lo suplico-
Entonces sono el despertador, eran las siete de la mañana, la hora de levantarme. Me incorpore de un sobresalto. ¿ En serio había terminado todo eso?, ¿había sido un mal sueño?. Me quedé incorporado en la cama unos minutos mientras respiraba profundamente. No me atreví a mirarme en el espejo, había sido todo tan real y me lave la cara a oscuras. Mi corazón empezó a latir más fuertemente cuando al tocar mi piel la sentí más gruesa y áspera de lo normal. Encendí la luz con mis manos temblorosas acertando a la tercera y ak mirarme vi mi rostro oscuro, siniestro, anormal, era otro pero al acercarme más al espejo me fui convirtiendo en mi mismo poco a poco hasta ser yo nuevamente por completo. ¿Fruto de mi imaginación?. Nunca lo sabré, lo que si es cierto que desde aquella noche tormentosa mi rostro cambia durante algunos segundos todas las mañanas. Después vuelvo a ser yo. Inexplicable.

MARÍA ROSA ROLANDO

Tu mirada cargada de tristeza, suplica que termine la agonía. Tu rostro, mezcla de miedo y dolor, observa en derededor; el sonido monótono del ventilador interrumpe el silencio que ahonda aún más tu pena. Los abrazos hacen crujir tu cuerpo, debilidad absoluta, padecimiento eterno. Las horas transcurren, y el tic, tac del reloj anuncia el fin de un nuevo día, gotas que inducen al sueño y te llevan a visitar recuerdos maravillosos, dónde podías caminar y todo era felicidad. Luego, el nuevo amanecer, sin piedad, te vuelve a la realidad. Suaves lágrimas humedecen tus mejillas, comienza un nuevo día renovando el deseo de que tus súplicas, sean finalmente escuchadas.


MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Lo sacaron de la celda poco antes del amanecer, su cuerpo temblaba de miedo y frío. Hace mucho frío antes de amanecer. Lo llevaron a la tapia del cementerio. El cañón frío de la pistola de tocaba la cien, una mirada suplicante a su ejecutor, en los ojos vacíos del ejecutor no encontró misericordia, solo le dijo, cumplo órdenes.
La detonación despertó a los pájaros, qué empezaron a volar, la tierra bajo el hombre inmóvil se tiñó de rojo así como el amanecer. Solo era un maestro de escuela el qué yace en el suelo.

SILVANA GALLARDO

Quiero suplicar por mi alma en total desolación. No encuentro alivio, porque he acumulado duelos que me impone el destino. Me agolpan los recuerdos que pasan por mi mente en cámara rápida y se van difuminando, con lentitud dolorosa. Comprendo que el pasado es túmulo coronado de olvido y también reminiscencias. Suenan en mis oídos aquéllas palabras que a veces ignoramos: «El pasado deja de existir, el futuro es incierto, es el presente el que importa, es lo que vives, cuando abrazas, cuando besas, cuando dices te amo». «Siempre estamos preparándonos para vivir, pero nunca estamos viviendo».
Suplicar por la vida de alguien a quien amamos, por su salud, su bienestar, su estabilidad, y no haber hecho nada, con la creencia errónea de que todo marcha bien, porque no estamos presentes. Nos dejamos absorber por la rutinas y lo esencial queda en segundo plano. Entonces dejamos caer la lluvia que tintinea en nuestras miradas preguntándonos ¿por qué no hice esto u lo otro? y no tenemos más que justificaciones para acallar nuestras culpas.
No me di el tiempo para hacerle una llamada que era lo más viable para estar cerca a la distancia. Escuchar su voz, sus palabras, la música de su ser. Leer sus mensajes cargados de optimismo para enfrentar la vida. Mi guerrero, mi amor infinito. Te fuiste sin mi abrazo, sin escuchar que me haces falta sin haber dicho «te amo».
Las súplicas son sombras que se esfuman en la nada, cuando lo que quisimos hacer quedo en vana intención. El tiempo es irrespetuoso, pasa insensible ante nosotros que creemos que somos inmortales; pero nos va clavando al corazón su huella, reflejada en el cansancio, en la lentitud de nuestros pasos, en nuestra efímera existencia.
El dolor me agobia, y suplico clemencia para acallar mis tormentos; sin embargo, lacera el pensamiento que, mezcla el pasado con presente y pretende encontrar allí el consuelo.
Ya no está, ha volado al infinito, al encuentro de una paz que no existe en el suelo que pisamos.
Miro su rostro, su figura, congelada en sus tiempos venturosos, y me percato entonces que tenemos prestada nuestra vida y que estamos obligados a cuidarla, aprovechar cada instante en la construcción de nuestro ser, para ser ejemplo de los que nos siguen.
En nuestra juventud nos volvemos irreverentes, reactivos ante lo que nos imponen y retamos a la muerte sin saberlo.
Ya no está físicamente; sin embargo quiero suplicar por encontrar en los abrazos de mi gente la fuerza que faltó a mi cobardía, para sentir la esencia de su vida. Para vivirlo a través de los recuerdos y adherirlo eternamente a mi alma triste y desolada.
Hermano Lobo, como le decimos, me quedan sus palabras sabias, poéticas y reflexivas que siempre me inspiraron. Maestro de la palindromagia, de los juegos de palabras, la poesía, gran legado que deja su clara inteligencia, su sensibilidad y fortaleza.
Hermano mío, suplico por la paz eterna de tu espíritu; por tu existencia que se ha vuelto etérea en el aire que aún respiramos, todos, todos los que te amamos.
Eres y seguirás siendo nuestro hermano lobo, que nos da lecciones de vida, el que madruga para enriquecernos con sus palabras que revolotean en nuestros sueños, para recibir el alba.

RAÚL LEIVA

La lluvia y la firma
Texto de Raúl Leiva
Después de esperar bajo la lluvia más de dos horas a la salida de la Feria del libro, la jovencita logró contactar al autor. Luego de lidiar, suplicar y rogar a los custodios, el autor recién llegado al país hizo un gesto para que la dejen pasar. Alguien con tantas ganas de contactarlo, merece al menos un abrigo y un oído.
La joven sacó de entre un montón de plásticos una primera edición de un libro, solo se había impreso quinientos ejemplares y el hombre tenía ante sí uno de ellos. Los ojos de ambos se llenaron de lágrimas y la joven le pidió que se lo firme, por favor. No acostumbraba a firmar ningún libro, pero ganado por la osadía de la joven, esgrimió una lapicera y preguntó —¿Dedicado para quién? La joven bajó la vista y colorada como un tomate le confesó: —Mire, no quiero que lo dedique para nadie en particular. Solo la firma.
El escritor cerró el ejemplar y se lo devolvió. La joven rompió en llantos y de rodillas le suplicó: —Soy muy pobre, pero en casa siempre hubo algo para leer. Este libro fue muy buscado por mi papá, él siempre lo nombraba a usted. Me comentó lo valioso de esta edición. Si estuviese vivo y mi economía hubiera sido otra, se lo dedicaba para él y le juro que mi papá se hubiera convertido en el hombre más feliz del mundo. Pero los tiempos son adversos para la cultura. Junté mucho dinero vendiendo las cosas de mi padre cuando murió y compré este libro regateando todo lo que pude, prometiéndome que haría todo lo posible para firmarlo y luego así el valor subiría considerablemente. De esa manera podría venderlo a un valor un poco más alto y pagar las deudas de mi padre. Juro que me duele mucho decirle esto, pero es la verdad. Lo necesito. Usted puede ayudarme.
El autor conmovido por la joven, tomó el ejemplar, la abrazó y firmó tal y como lo pidió la muchacha. Le puso su abrigo en los hombros y se despidió de ella con los ojos llorosos. La chica le dio un pequeño paquete. —Para usted —le dijo, y entregándoselo desapareció bajo la lluvia.
En la comodidad del hotel, el hombre sacó del improvisado envoltorio un chocolate con dulce de leche, su debilidad, y una carta de la chica expresando su gratitud. No paraba de pensar en ella y en la historia que le había referido. Tampoco dejaba de pensar en la posibilidad de reeditar aquel libro que le mostrara la joven, ya que se iba a volver un éxito en ventas puesto que era un ejemplar escaso y bastante buscado. Incluso a él mismo le costó recuperar uno para su colección. La noche y el cansancio les ganaron a los planes de su futuro negocio y se acostó en la amplia cama.
A la mañana encontraron su cuerpo sin vida. Su rostro estaba sereno y sin duda su corazón había decidido el destino por él. Las mucamas limpiaron la habitación y llevaron consigo una botella de licor, unos envoltorios de cigarros y golosinas.
A veinte kilómetros de allí, una joven colocaba el ejemplar firmado en un sitio privilegiado de su modesta biblioteca. En unos meses más iba a poder vender el único ejemplar firmado a un valor incalculable y pagar así la vieja hipoteca de su padre que le impuso el banco, donde el padre del escritor le negó refinanciar la deuda provocándole un paro cardíaco.
Solo tuvo que armarse de paciencia, de un libro, de un chocolate envenenado y de esperar que sus súplicas fueran oídas.

ALEXANDRA MARTA IONA

Mi último informe
Damián Gonzales Mendina
Alias: Iván
Estoy embarazada, no estúpida. Hay mujeres que se les agudiza el olfato durante el embarazo, pero a mi, el oído.
Hasta solucionar lo de su nombre y destapar su verdadera identidad, me voy a referir a el como, El Innombrable.
Disfruto de un cigarro a escondidas en el jardín trasero de la casa, porque además de los remedios naturales de la herboristería del pueblo, lo que me quita las náuseas es el tabaco mentolado. Aparentemente al Innombrable no le parece bien que siga fumando de vez en cuando, así que me veo obligada a esconderme.
¿y que oigo? Mi cabeza se vuelve un campo de batalla en el cual vuelan palabras como “misión”, “fugitiva”, “extracción” … entre el humo de la desolación y el polvo de un odio recién nacido, lágrimas amargas recorren mi cara. Lágrimas sin llanto, esas que queman y vuelven cenizas el amor sincero.
¡Aprendiz de superviviente, seas quien seas, vas a conocer la furia de una mente perturbada por el odio y embravecida por el hervor de la sangre que corre por venas que no le temen a la muerte!
A él le han entrenado para ser uno de los mejores en descifrar la mente humana, pero yo he nacido para anticiparme. He nacido con una capacidad camaleónica para adaptarme y mimetizar mis emociones para lograr un propósito mayor.
He entrelazado mi rutina con momentos esporádicos de búsqueda para dar con su verdadera identidad. Después de tres semanas, macerando mi plan, llegó el día de poner las cartas sobre la mesa.
Por un antiguo amigo que me conoce por el nombre de Aurora, he podido saber la verdad sobre el padre de mi bebe. Después de jaquear el servidor de la policía nacional, mi amigo me ha mandado la ficha completa de Damián Gonzales Mendina.
Aparco el coche delante de su trabajo y espero su llegada, como cada día. Él llega y se monta en el coche, plantándome un beso que casi siento verdadero. Me enerva haber bajado la guardia, me enerva el amor que siento por él y el odio que barre la ilusión de un futuro juntos. Abre la bolsita de chuchería con la impaciencia que lo caracteriza.
El camino de vuelta hablamos distendidos, aparentando una joven pareja que espera la llegada de su bebe al mundo. Nada más lejos. Iván es realmente un agente de un grupo especial del cuerpo de la policía nacional. Su cargo en el hospital, su mujer, su vida, todo es una tapadera para atraparme.
Para cuando llegamos a casa, él ya se había comido media bolsa de chuchería. Me prepara algo rápido de comer y me acompaña al sillón donde se queda mirándome a los ojos mientras su mano acaricia mí ya abultado vientre.
Después de comer me siento en su regazo, rodeándolo entre mis muslos. Le hago el amor por todas las veces que lo he amado y lo sigo amando. Le muerdo las ganas de vivir, le lamo mi esencia de su boca. El empieza a convulsionar y le ahogo los quejidos con la mano mientras el va y viene de mis caderas bailan sobre su miembro. Su sudor es abundante. Baña mis pechos sedientos de venganza. Sus brazos caen inmóviles como los de una marioneta que le han cortas los hilos. Pego mi cuerpo al suyo. Mis caderas orquestan sus movimientos involuntarios y sus espasmos. Entra y sale de mi entregando su vida en ello… literalmente. Le rodeo el cuello con mi mano, contrayendo mi vagina con cada embestida. Me abro paso entre sus gritos de dolor y su respiración entrecortada por sus flujos estomacales, para regalarle al oído mis gemidos de placer mientras alcanzo el clímax.
Me levanto de encima de sus rodillas, me subo las bragas y enciendo un cigarro. No es capaz de articular palabra, los ojos son los que me maldicen. Saboreo el éxito de su muerte. Su latido cae en picado.
-Damián, querido, mueres porque te he querido. No porque sea una fugitiva, no porque sea una asesina … mi amor es lo que te esta matando. Eso y la aconitina que te he inyectado en las gominolas. Tu vida crece en mí, no temas. Me inventare un personaje apto para el padre difunto de tu hija todavía no nacida. Por cierto, si, es una niña. Tu hija va a crecer con la memoria de la mejor versión de su padre.
– por favor… Ru…te supli…
– tu dolor va a cesar pronto. Te estas muriendo. No hay antídoto. Tenía que asegurarme, no podía arriesgarme a tener un momento de debilidad y me ablandará el amor que siento por ti. No hay marcha atrás.
Me prometiste que nunca me ibas hacer daño y ahora suplicas porque yo no te lo haga a ti. Se valiente y no supliques por tu vida. Abraza la muerte con las mismas ganas con las que me abrazabas a mi cada vez que me decías que me querías…
Me llevo mi libertad, me llevo a nuestra hija y tu vida…
El cuerpo de mi Iván, el del inspector Damián, yace inmóvil en el sofá de nuestro nidito de amor. Compruebo su pulso. No tiene pulso. Le dejo entre los dedos un cigarro encendido, me pinto los labios y abro el gas. Salgo por la puerta, asegurándome de que todas las ventanas están cerradas. Encamino mis pasos hacia la salida del pueblo, sacudiéndome el corazón de noches en vela, de confesiones y de dulces palabras envenenadas. Un escalofrió recorre mi cuerpo cuando oigo explotar la escena de mi crimen, el escenario de mi mayor sueño, soñado con los ojos abiertos.

FLOR RODRÍGUEZ

Que tanto debo rogarte para que entiendas que lo siento.
Me equivoque, lo admito, pero ¿que esperabas que hiciera?
Pensé que era lo que querías, saque conclusiones adelantadas, pero tu tampoco me diste chance.
Te he pedido perdón de tantas formas, que hasta ha perdido el sentido hacerlo.
No sé que quieres que haga ¿cómo puedo redimirme?
Gritame, si así lo quieres; lástimame como prefieras, pero no te niegues a mis súplicas.
Necesito de ti, eres todo lo que amo en esta vida. Perdoname, si puedes, y permíteme demostrarte que jamás te volveré a hacer daño.
Te lo imploro, ámame y seré todo lo que deseas.

BEA ARTEENCUERO

CONDENADA..
– Que traigan a la detenida, se escucho la voz del juez que ordenaba, a la mujer que esposada esperaba ser juzgada.
– suba al estrado, ¿Que tiene que declarar en su defensa?
-. Yo Sr. Juez,¡ me declaró culpable!
– ¿Culpable?
_ Si, Culpable de amar.
– Expliquese Ud; ¿Que abogado la representa?
– No he querido Abogado Sr.Juez.
– Continué.
– Sr Juez yo amé a un hombre, como se ama una vez en la vida, me entregue en cuerpo, corazón y alma; Crei ciegamente en ese amor, éramos luz y sombra cuando estábamos juntos; El tiempo se detenía en ese instante, solo él y yo, lo demás desaparecía, así de grande
yo lo sentía; Hasta que un día lo encontré en el lecho, donde vivíamos el mejor de los placeres que da el amor, con lujuria y deseo en una entrega total, ahí…ahí donde horas antes estubo en mis brazos, yo lo vi Sr Juez cabalgando desenfrenado sobre el cuerpo de otra mujer.
Sintiendo el desamparo que da el olvidó, tomé su misma arma Sr Juez y de un disparo certero termine con ellos, si como escucho…Un solo disparo los atravesó a los dos.
Sus cuerpos se detuvieron, no más espasmos ni quejidos. De cuajo corte sus vidas.
– Yo Sr Juez le suplico me condene, quitándome la vida.
– ¿Esta arrepentida?
– No Sr Juez, lo amo y el tiempo que no lo tengo es una agonía, pero mil veces lo mataría, le suplico Sr Juez
que no le tiemble la mano, cuando firmé mi sentencia. Aún no he terminado…
– Aquel día cuando enseguesida de odio y de amor, los deje sin vida,
Aquel día Sr Juez, vestí mi alma de negro duelo, porqué la bala que atravesó su cuerpo, la misma bala también mató a mi madre.
-¡ Eso sólo Dios puede juzgarlo! Y bajo el martillo.
CONDENADA.

GUILLERMO ARQUILLOS

Los amantes D’Anuay

Estimado lector:
Los acontecimientos que pongo en tus manos, aunque muy crueles, son tan verdaderos como el hecho de que el sol, cada mañana sale por el Este o la veracidad de Nuestro Señor Jesucristo que los buenos cristianos leemos en los Santos Evangelios.
Cuéntase en nuestras ciudades y villas de Francia, que la muerte de los últimos templarios, ordenada por su majestad el rey Felipe, a quien Dios tenga en su gloria, sucedió la misma noche en que sus tres nueras eran infieles a sus maridos en la torre de Nesle. Desde allí, refocilándose con sus amantes, pudieron contemplar cómo ardía el cuerpo de la postrera autoridad de la orden del Temple, Jacques de Molay, quien maldijo a los responsables de tamaña iniquidad. Los tres, el papa, el rey y su ministro, convocados ante el tribunal de Dios para el plazo de un año, murieron puntualmente tal y como él los había emplazado.
La muchedumbre esperaba que Jacques de Molay, que ya era, a la sazón, un anciano de sesenta y nueve, suplicara clemencia a su Majestad el rey Felipe, llamado el Hermoso. Pero el religioso se sabía inocente de los cargos de brujería que se le imputaban. Él estaba cierto de que lo que deseaba el reino de Francia era apropiarse de las riquezas de la Orden y decidió acudir a la llamada de la hoguera con la dignidad propia de un hombre santo.
La desgracia para la casa real no había hecho más que empezar. Has de saber, querido lector, que, mediante una hábil estratagema, la reina de Inglaterra, Isabel, urdió un plan que puso de manifiesto la infidelidad de sus cuñadas: consta con certeza confirmada que Margarita y Blanca dotaron a sus respectivos maridos de unas nobles cornamentas que fueron el hazmerreír del pueblo llano de Francia.
En efecto, Isabel hizo un caro presente a sus cuñadas, una joya que era valiosísima y podía ser usada tanto por varón como por hembra. Y las incautas nueras de Felipe las terminaron regalando a sus amantes porque se engañaron pensando: «¿quién podrá conocer que estas bolsas de adorno son el pago que hacemos a nuestros jóvenes enamorados, los hermanos D’Anuay, por sus servicios como asiduos amantes?». Y es que la pasión, cuando se pasea por los colchones de algunos alocados nobles, hacen que estos pierdan la razón pensando que sus artes amatorias nunca pueden ser descubiertas.
Yo te prevengo, amigo lector, si tienes ojos en tu cara y si tienes sesos en tu cabeza, que no hay secreto, por bien guardado que tú lo creas, que no llegue a saberse.
Te recuerdo que los hermanos D’Anuay tenían el peor pecado que pueden tener los hombres discretos: la vanidad. Y corrieron por toda la corte pavoneándose de los regalos que les habían hecho sus nobles amantes. Se sentían queridos, deseados, preferidos a los cornudos maridos, hijos del monarca.
Pero el rey Felipe no era “ni hombre ni animal, sino estatua”. Y llegó a sus oídos que sus vástagos eran vulgares cornúpetas. Al conocer la infamia y el pecado de sus nueras, hierático como era, no movió un músculo, no profirió una queja, no expresó un lamento. Simplemente habló con palabra de soberano: “cúmplase la ley”.
Terrible. La ley: los despiadados preceptos que exigen pureza indubitable y fidelidad sin mácula a las hembras pertenecientes a la nobleza de Francia.
La que castiga sin piedad a los infractores.
—¡Decidle a mi marido que soy inocente, soy inocente, decídselo! —así gritaba Juana, la esposa del segundo de los hijos del rey Felipe el Hermoso y, en efecto, nunca se pudo probar que ella le fuera infiel a su hombre.
Pero ya era tarde. Las tres señoras eran conducidas, como bestias, en un viejo carro tirado por bueyes para que contemplaran el tormento de los mantenidos D’Anuay.
Estos, suplicaban, lloraban, se arrepentían, rogaban, apelaban, gritaban… Cuando llegaron al cadalso donde los verdugos tenían preparados los suplicios, se abrazaron como dos chiquillos. El pánico no les permitió contener sus vejigas. La gente profirió alaridos y risas cuando vio cómo se mojaban sus entrepiernas. Se mofaban y hacían continuos chascarrillos sobre cornamentas. Utilizaban palabras soeces y toda clase de burlas para referirse a los amantes y las infantas.
Comenzó el tormento.
Querido lector: Permíteme que no te detalle pormenorizadamente el modo de proceder con los condenados antes de que Dios misericordioso se apiadara de ellos y los hiciera morir. No quiero hacer un relato minucioso del postrero padecimiento de aquellos jóvenes. Debe bastarte conocer que le fueron extirpados los genitales, dejándolos que se fueran desangrando; que fueron despellejados vivos con instrumentos especiales; que todos los huesos de sus cuerpos fueron machacados y aplastados con mazas de particular consistencia y que, finalmente, sus cuerpos fueron despedazados y desmembrados, deshechos por la fuerza de caballos a los que ataron sus extremidades. O lo que quedaba de ellas.
Nunca se ha visto una escena más cruel en todo el reino. Los verdugos se guardaron muy mucho de que fueran conscientes en todo momento del trato que soportaban, sin perder el conocimiento. Jamás se ha visto tanto sufrimiento. En el resto de tus años, no podrás imaginar los pormenores de una crueldad tan enorme como la que sufrieron los vanidosos e incautos amantes.
No hizo ni una mueca, ni un pequeño gesto: Felipe el Hermoso, encadenado por propia majestad, se comportó como una estatua. Porque no era hombre ni animal. Era el rey.
Te he escrito todo esto, estimado amigo, para que seas recto en tus obras, para que no te desvíes del camino marcado por la ley, para que no desprecies a los poderosos y los respetes y, sobre todo, para que no te dejes llevar nunca por el pecado de la vanidad. Compara la serenidad de Jacques de Molay, que murió como un hombre, y la cobardía de los amantes D’Anuay, que murieron abrazados de miedo, bañados en su sangre y manchados por sus propios excrementos.
No hay clemencia: el vanidoso siempre recibe su castigo por más que suplique.
Gracias sean dadas a Nuestro Señor Jesucristo.
Que nuestra Señora, Notre Dame Sous-Terre, interceda por mí ante el Redentor, para el día del postrero juicio.
Tuyo en el Señor:
André Laure, Abad de Monte Saint-Michel, por la gracia de Nuestro Señor, desde el año de mil y cuatrocientos y ochenta y tres, a partir del nacimiento del nacimiento de Cristo.
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Nota: los hechos que aquí se cuentan, aunque novelados, son rigurosamente ciertos.

CURRO BLANCO

En el ego de Toyotomi no se encontraba ni de lejos precisamente la súplica como pràctica posible. Su vida estiraba las piernas entre las puertas del cielo y del infierno igual que una geisha pasea su kimono por el Miyagawacho de Kioto; cuando el honor entraba en juego el aprecio por su vida dependía de la hoja de su katana y de su destreza en que su filo centelleante se anticipara al de su adversario en cercenar con precisión.
Pero en esta ocasión su katana y habilidad marcial no eran suficientes; el cuello de su hijo, su querido Keiko, estaba a merced de la daga de Minamoto.
Lanzó un tameshigiri directo,“kiaiii”, creyendo que su poderoso Iaido se anticiparía al leve giro de muñeca que Minamoto necesitaba para hender el inocente cuello de su hijo. Pero a un palmo de enterrarse en el abdomen de Minamoto, el Nagasaki de su espada refrenò toda su energía,“heicheee”, dejando congelado el mortal ataque; no podía arriesgarse, captó que por primera vez tenia que rendirse.
Enfundò el Nagasaki de su katana en la saya y adquiriendo la postura de seiza en su màxima expresión, rodillas clavando suelo cabeza suplicante manos sumisas, imploró a su adversario que liberara a su hijo.
El orgullo del Samurai se suavizò (¿demasiado Yang?), adquiriendo esa parte Yin que sin duda le escaseaba. Pudo entender que el mejor guerrero es aquel que no solo utiliza su espada.

BEGO RIVERA

La invasión del bosque
«Estaba atrapado en medio del bosque. No le permitía escapar de allí por más que lo intentó. Alex comprendió que nunca saldría de él»
Aquella mañana Alex se levantó eufórico a pesar del madrugón, se iba de acampada con su colegio. A sus trece años nunca había pasado una noche fuera de casa sin su padre. Sí, había ido a excursiones, pero solo a pasar el día. Emocionado y desmañado recogía todo lo que se tenía que llevar. Mientras su padre, nervioso y preocupado, le metía prisa diciéndole que iban a llegar tarde.
Cuando llegaron a la puerta del colegio ya estaba el autobús y bastantes padres con sus hijos esperaban ansiosos. Les seguían mirando a ambos con compasión, aunque su madre falleció ya hace tres años.
Ya dentro del autobús y después de despedirse de su padre y escuchar su sermón » Ten cuidado,no te separes de los profesores, obedece, cualquier cosa me llamás…»se sentó en primera fila con su mejor amigo Santi.
Se dirigían a una pedanía a dos horas de allí, iba mucha gente de acampada a esa zona sobre todo en verano, pero estaban en Mayo y no se esperaba que hubiera demasiados campistas.
El viaje fue muy divertido, estuvieron cantando y bromeando. Hasta Don Alfonso, el profesor de matemáticas, con su manido peluquín estaba de buen humor, nunca antes le vieron sonreír, era un hombre serio pero legal de unos cincuenta años.
Cuando llegaron a su destino se bajaron en un área de servicio, desde allí deberían seguir andando por un gran descampado árido y despejado hasta llegar a un canino de tierra que atravesaba una pequeña loma y llegaba a la zona de acampada.
Eran treinta y seis niños de dos clases y cuatro profesores, aparte de Don Alfonso: Don Matías, Doña Pilar y la señorita Katia.
Al parecer la caminata sería de unos veinte minutos. Comenzaron la andadura y se encontraron atravesando un bosque tras cruzar el raso campo, los árboles eran inmensos y eran tan frondosos que tapaban el sol. Pequeños rayos se colaban de vez en cuando entre la espesura del manto de hojas. El camino estrecho les hacía ir en fila de a dos, un profesor delante, Don Matías, otro detrás, Don Alfonso, y las profesoras controlando la fila por los laterales.
– ¡ No os separeis, de dos en dos, tranquilos…ya tendréis tiempo de diversión cuando lleguemos!- gritó Don Matías, intentando no mostrar su inquietud y estupefacción al encontrarse en ese bosque desconocido e inexistente para él.
Don Matías era joven y atlético, caía bien a todos los niños. Doña Pilar acusaba su exceso de sobrepeso, a los diez minutos ya estaba asfixiada, era una mujer mayor a punto de jubilarse, esa iba a ser su última excursión, se apuntó voluntaria. Su albino moño se había desmoronado. La señorita Katia era nueva en el colegio, a Álex no le daba clase, era joven y simpática.
Al contrario que en el autobús que Santi y él se sentaron en primera fila, esta vez decidieron colocarse los últimos, detrás de ellos Don Alfonso.
El veterano profesor confiaba en Alex y Santi, eran buenos chicos, no le darían problemas, los chicos más revoltosos estaban en cabeza de la fila.
Alex se sentía incómodo, miraba los árboles y percibía que ellos que ellos le devolvían la mirada. Era extraño. Miró hacia atrás y tuvo la certeza de que el camino que acababan de recorrer se había volatilizado. La arbórea espesura los rodeaba y de pronto Don Alfonso no estaba.
Preocupado y temeroso se dispuso a seguir y llegar cuanto antes, pensó en meter prisa a todos. Cuando se dio la vuelta y miró para la hilera de compañeros…está había desaparecido. Horrorizado observó que se encontraba solo, permanecía paralizado y temblando. Quiso gritar,.no le salía la voz del susto. Se percató que el sendero ya no existía. Los árboles le rodeaban, la oscuridad le acompañaba, escuchó susurros escalofriantes dentro y fuera de su cabeza. Intentó andar y salir de allí pero siempre se lo impedía algún árbol que le entorpecían la salida. Pasó mucho tiempo- no sabía cuánto ya que su móvil y su reloj se apagaron- probando y pensando diferentes opciones. El ambiente tétrico que le abrazaba le dio la solución: debía resignarse. El bosque le requería.
» La búsqueda de los treinta y seis niños y los cuatro profesores desaparecidos en extrañas circunstancias hace una semana continúa. Se les vio por última vez el viernes sobre las nueve de la mañana en el área de servicio de la conocida pedanía de Bosque Oculto. Lo sorprendente para los investigadores es que solo tenían que llegar a un camino tras pasar un descampado sin vegetación ni árboles, nadie recuerda haberlos visto, a pesar que hubo campistas que recorrieron esa misma dirección hasta la zona de acampada, que son unos veinte minutos andando y no los vieron. Guardia civil, Policía y Bomberos siguen rastreando la zona. Las familias permanecen en el lugar siendo informadas en todo momento sobre la investigación. Les ha informado Luis Sanz de informativos…»
El padre de Álex, Raúl, apagó la radio. Estaba en medio del descampado, en el mismo punto de todos los días, justo ahí podía escuchar la voz de su hijo, pidiendo ayuda. Los primeros días lo comentó a los efectivos de la búsqueda, a su familia y amigos, pero le miraban atónitos, sorprendidos, incrédulos: en ese solar desértico no había nada ni nadie. Decidió no volverlo a comentar ya le traspasaban las miradas de pena y dolor, primero su mujer y ahora su hijo.
Decidió mudarse allí al poco tiempo y buscar la manera de encontrar a su hijo. Su trabajo como informático se lo permitió. Estuvo indagando. Según la historia y leyendas de la pedanía, el nombre de Bosque Oculto databa de hace muchos años, no se sabía con exactitud. Lo que sí averiguó es que cada cierto tiempo aparecía un bosque en esa zona y que mucha gente quedó atrapada en él, algunas personas aseguraban que si pasabas por la zona a veces se podían escuchar los lamentos de los encerrados en el bosque escondido. Se comentaba que este suceso acontecía cada veinte años.
Los lugareños fueron testigos durante años de la presencia de Raúl todos los días en el mismo sitio, trabajaba desde su casa y el resto de horas las pasaba allí.
Pasaron veinte años, Raúl seguía escuchando los chillidos de su hijo siempre en una espiral sin fin, suplicando encontrarlo.
Un viernes de primavera atípica con un manto de niebla espesa sobré el lugar, notificaron la desaparición de ocho excursionistas en el mismo lugar. Se inició la búsqueda sin resultado durante meses.
Nadie denunció la desaparición de Raúl. Simplemente desde ese viernes dejaron de verle.

LOLY MORENO BARNES

MI ÚLTIMA SÚPLICA
( Tema de la semana)
Me he pasado casi toda la vida suplicando, digo casi porque los últimos dos años de mi vida fueron diferentes .
El resto , solo una interminable súplica .
Desde que nací fui despreciado . No reunía las cualidades para merecer la vida y tirado a la calle sin esperanza alguna de sobrevivir.
Alguien se apiadó de mi y me dio una oportunidad pero duró poco la bonanza .
No era lo bastante bueno para merecer un plato de comida y ni tan siquiera una correa porque según se decía era indomesticable .
Al poco tiempo fui abandonado en un refugio . De él nunca me quejé del trato . Nunca me faltó un plato de comida, ni agua , ni techo, pero para ganármelo seguí suplicando.
Así pasaron ocho largos años hasta mi cumpleaños número doce en el patio rodeado de valla metálica.
Entonces, cambié mi súplica de comida por la de una muerte digna que agazapaba con una u otra enfermedad.
Por una de ellas quedé medianamente sordo y me e extirparon el mal dejando una de mis orejas caídas por siempre.
Mi cabeza parecía el gesto que suplicaba ayuda como un puño humano con una oreja caída y otra rígida.
Me convertí en una especie de leyenda en el refugio.
El que hacía todo tipo de trucos que me pedían los humanos pero que era incapaz de controlar mi carácter con otros perros .
Excepto una hembra, Luna, tan desdichada como yo con la que compartí largos estadios de diversas enfermedades.
Un día Luna se fue y volví a quedar solo .
Era el que no se podía juntar con el resto.
Los humanos decidieron buscar una última oportunidad para mi suplicando una familia .
Grabaron un vídeo donde hacía mis trucos y rogaban que alguien se apiadara de mi vejez .
Una tarde el milagro llegó al refugio y nuestras miradas se cruzaron .
Perro y humano en la misma línea de sus ojos.
El resto fue la felicidad para ambos durante dos años .
Dejé de suplicar y comenzó la verdadera historia de mi vida .
Llegó el invierno a mi cuerpo viejo aunque el cachorro en mi interior seguía jugando feliz y un día partí al cielo de los perros dejándome acariciar el alma por el humano.
Las súplicas cambiaron de bando .
Eran los humanos los que suplicaban que no marchara y tuve que dejar un vacío.
Hoy desde mi eternidad sigo suplicando por los infelices que a pesar de suplicar en cada gesto no reciben amor por el solo hecho de ser animales .
Suplico eternamente que no sean abandonados como basura, que no sean atados ni maltratados porque no hay nada más ruin en los humanos que darle un puntapié de desprecio a un animal, que merece como ellos una buena vida.

ARACELI ARROYO BRONCANO

Había estado toda la tarde sobrecargada, trabajando sin parar, necesitaba libertad, respirar aire puro.
Tenía ganas de caminar, era una noche plácida. Pisé la calle, sintiendo aire fresco sobre mi tez, ¡qué alivio!, ¡qué placer! Tomé una gran bocanada de aire, me concentré en mí misma, y solo pude sentir como todo el estrés del día se disipaba.
Decidí dedicar la noche a mimarme, mi cuerpo decidía, y mi mente descansaba. Mi cuerpo pedía poco, solo caminar y caminar, y disfrutar de la calidez de este paseo nocturno.
La calle de la ciudad respiraba tranquilidad, mucha quietud, apenas percibía el ruido de algún motor lejano.
Ensimismada en mi paseo, maravillada por el silencio y mi libertad continué con mi salida nocturna; mi cuerpo lo requería. Me estaba liberando de toda la carga mental del día, de la pesadez.
Empezó a caer una llovizna, no me importó, me puse mi capucha y la noche aún mejoró; deleitada con esta lluvia decidí disfrutarla de vuelta a casa.
Algo, me llamó la atención, y me sobresaltó; alguien se aproximaba excesivamente a mí, caminaba detrás, escuchaba sus pasos cada vez más cercanos. El corazón que había logrado relajar, comenzó a latir deprisa; de pronto se aceleró…y de repente sentí que me paralicé.
Alguien me había agarrado por la cintura fuertemente. Quería gritar, y no podía, me quedé inmóvil. Quería suplicar, y no era capaz…mi voz estaba ahogada. Mi cuerpo temblaba; tiritaba de miedo y a la vez, paralizado de terror.
Mi cuerpo, ese cuerpo que un instante antes, pedía libertad, y gozaba de libertad; ahora estaba preso, con ese hombre que le estaba coartando, forzando, agrediendo y destruyendo.
Mi cuerpo suplicaba, mis ojos suplicaban, y también mis manos…, suplicaban por todas las mujeres…. y ahora suplicarán por mí.
El mundo sigue, imparable; pero deseo que esa súplica latente se detenga.
Se lo dedico a todas las mujeres víctimas de violencia de género. Que no tengamos nunca miedo a dar un paseo nocturno, es mi súplica.

GAIA ORBE

El padre de Kito era sacerdote sintoísta. Cada mañana con su familia ofrecía un vaso de agua y un tazón de arroz cocido sobre el kamidana. Después de ese acto de adoración comían del tazón de arroz. Kito confiaba en que al hacer esto los dioses lo protegían. Sin embargo, un día suplicó a los dioses de su padre por su desobediencia. Y el silencio respondió con más silencio.

ROBERTO ALEJANDRO MOCTEZUMA

Cuento absurdo #1
En uno de mis tantos recorridos diarios, los cuales siempre llevan a un lugar poco deseado, me encontré un payaso en el tren, misma ruta, mismo vagón. Me tomó de la mano. Me tomó por sorpresa. Confieso mi temor a los payasos debido a un thriller de Stephen King. Así muy a pesar del temblor interno debí permanecer inmóvil, porque es el deber de todo macho alfa lomo plateado.
Sí, detrás de aquel maquillaje habían unos ojos macabros. Nunca he podido saber el verdadero origen de los payasos. ¿Es que acaso provienen de una dimensión paralela? ¿Será que en realidad no promueven la felicidad sino un estrés casi infartante que consigue convertir la tensión en risas?
Ante mi rostro imperturbable el payaso comenzó hacer mofas. La gente reía, disfrutaba del incómodo momento. Nadie había notado la verdadera intensión de aquel ser. Los había logrado controlar, ahora estaban bajo su influencia, totalmente bajo su poder.
Supliqué para que todo aquello terminara de un golpe, “qué ya se acabe esto diosito”, profesaba en mi fuero interno. No sé, no recuerdo que tanto dialogó aquel personaje. De golpe separé mi mano, las caras burlonas de los pasajeros trajeron recuerdos insanos a mi mente: la escena de Penny Wise bailando frente a un carrusel en llamas.
El timbre sonó avisando del arribo a la estación, me levanté y salí apresurado, actuando como si nada de aquello hubiera ocurrido. Qué desgracia la mía, entre tanto alboroto no había notado que escasos metros estaba la chica que me gustaba, ella también se mofaba. Lo peor de todo no fue eso, sino que afuera, en el andén había un ejército de payasos…
En uno de mis tantos recorridos diarios, los cuales siempre llevan a un lugar poco deseado, me encontré un payaso en el tren, misma ruta, mismo vagón. Me tomó de la mano. Me tomó por sorpresa. Confieso mi temor a los payasos debido a un thriller de Stephen King. Así muy a pesar del temblor interno debí permanecer inmóvil, porque es el deber de todo macho alfa lomo plateado.
Sí, detrás de aquel maquillaje habían unos ojos macabros. Nunca he podido saber el verdadero origen de los payasos. ¿Es que acaso provienen de una dimensión paralela? ¿Será que en realidad no promueven la felicidad sino un estrés casi infartante que consigue convertir la tensión en risas?
Ante mi rostro imperturbable el payaso comenzó hacer mofas. La gente reía, disfrutaba del incómodo momento. Nadie había notado la verdadera intensión de aquel ser. Los había logrado controlar, ahora estaban bajo su influencia, totalmente bajo su poder.
Supliqué para que todo aquello terminara de un golpe, “qué ya se acabe esto diosito”, profesaba en mi fuero interno. No sé, no recuerdo que tanto dialogó aquel personaje. De golpe separé mi mano, las caras burlonas de los pasajeros trajeron recuerdos insanos a mi mente: la escena de Penny Wise bailando frente a un carrusel en llamas.
El timbre sonó avisando del arribo a la estación, me levanté y salí apresurado, actuando como si nada de aquello hubiera ocurrido. Qué desgracia la mía, entre tanto alboroto no había notado que escasos metros estaba la chica que me gustaba, ella también se mofaba. Lo peor de todo fue eso, sino que afuera, en el andén había un ejército de payasos…

ZOE EMM TEXIS

Por favor llamame ; por favor escríbeme.
Por favor abrázame fuerte hasta el amanecer por favor cuidame
por favor cargame en tus hombros,
por favor nunca te vayas
por favor una & otra vez regresa a ti por que tu lugar es un mi & yo yo tu lugar especial
¿Cuantas veces tengo que suplicar?
Ya te he dicho que eres mi todo & que no hay nadie más…
Veeen vuelveme a sertir;
te quiero volver a tener para calor volver hacer… eres mi amor & lo sabes,
eres mi amor y solo mi amor ;
celos no debes tener por que yo ya te he explicado por que…
Ven amor te abrazo
siempre te daré un abrazo eterno hasta el amanecer… Zoo`

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22 comentarios en «Suplicar – miniconcurso de relatos»

  1. Mi voto esta semana va para:
    Guillermos Arquillos
    Gloria Albadarejo
    Pedro A. Lopez Cruz
    Bego Rivera

    Y me quedo con pena de no poder votar a más porque la lista sería muuuucho más larga.

    Responder

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