Discurso de Antonio Sánchez Buenadicha sobre «Amor sin pedagogía» y sobre su autor, Benedicto Palacios, en la presentación del libro.
Es casi obligado comenzar la presentación de un libro recorriendo el currículo, generalmente brillante, del autor. No seré yo quien lo haga. En primer lugar porque de todos nos es conocida la trayectoria de Bene y en segundo lugar porque un currículo no nos acerca de la persona. Describe su trayectoria pero no nos dice quien es. Si tuviera que calificar a Bene con una palabra elegiría esta. Confortable. No solo acogedora sino que hace que te sientas a gusto a su lado. Nunca escatima una alabanza sino por el contrario, hace patente la felicidad que le procuran tus palabras o tus hechos y celebra con una estruendosa risotada tus ocurrencias. Un comportamiento que le ha procurado la admiración de sus alumnos, el cariño de sus amigos y la fidelidad de todos. Es un magister sobre todas las cosas entregado a su tarea con amor.
A lo largo de su dilatada carrera docente ha puesto de manifiesto varias de sus cualidades. Honestidad, responsabilidad, afán de superación, innovación, entrega incondicional. Las virtudes que adornan al personaje central de esta novela, por lo que alguno puede pensar que se trata de su autobiografía, cosa que yo también pensé hasta que leí sus conquistas amorosas y su comportamiento en los lances eróticos y no me pareció que le hubieran sucedido a él.
Escribir una novela es sentirse un dios menor. Un dios creador de escenarios y de personajes. Para hablar de personas reales están las biografías y para epatar con personajes inmaculados están las autobiografías. En esta novela Benedicto ha creado un ambiente, la España de los años setenta y un personaje, Ricardo, que es algo de lo que somos cada uno de nosotros, algo de lo que quisimos ser y algo de lo que deseamos que sean todos los hombres. Nos lo narra con la claridad de un pedagogo, la profundidad de un filósofo y la bonhomía de un amigo. Y lo hace a través de un lenguaje sencillo, cálido, desenfadado, que nos permite estar cercanos a los personajes, a sus peripecias y zambullirnos en el ambiente en el que se desarrolla la trama. Una trama, unos personajes y un ambiente inventado sí, pero fabricado con retazos de la realidad, lo que hace que la novela sea creíble y hasta ejemplar a través del mensaje que pretende enviarnos.
El lector se verá trasladado a los albores de los setenta, aquellos años en los que muchos suspirábamos con la revolución, cualquier revolución, porque entonces teníamos ideales y creíamos que el mundo lo podíamos cambiar pues, como dijo el filósofo, todo era cuestión de la voluntad. Habíamos seguido la revolución cubana con entusiasmo y enaltecido al Che sin necesidad de ser comunistas, tan solo como ejemplo de derrocamiento del tirano y del espolio estadounidense, el imperio. Sabíamos quienes eran nuestros enemigos y estábamos dispuestos a luchar contra ellos con la seguridad de que los venceríamos. Había utopías. Hoy nadie conoce al enemigo. Es una sociedad anónima, Y por lo tanto la revolución se hace imposible. No hay lugar para las utopías. El presente lo llena todo.
La España de Ricardo aún permanecía dormida y sumida en las miserias materiales y espirituales pero comenzaban a atisbarse señales de cambio. Un país en el que se juntaban las herencias más oscuras del pasado y las luces del futuro por hacer, en la que el pueblo natal de Ricardo encarna la perseverancia de las costumbres ancestrales, como el luto que incluso ennegrecía el alma e impedía las relaciones matrimoniales, y las ansias de desprenderse de ellas aunque fuera necesario huir del lugar para buscar en la emigración el acomodo porque allí no había más futuro que el del labrador, el cabrero, el pastor, el estudiante. Había que salir incluso haciéndose pañero y recorriendo los pueblos de los alrededores. Y en el pueblo, el bar como centro de la vida social, con su barra atestada en los días de fiesta, sus vasos de cristal, reservado al género masculino que dispone de un templo del sexo del que nadie se atreve a hablar pero que, en el colmo de la hipocresía, muchos conocen y hasta frecuentan. La botella de agua caliente en la cama, la separación de hombres y mujeres hasta en la misa, la señora con ínfulas que no desea casar a sus hijas con un labriego y hace todo lo posible por cazar a un funcionario. Una chica, tres años enlutada por la muerte del padre, que abandona la escuela a los catorce años y da clases a los más pequeños en verano, las famosas escuelas de cagones. Una escuela con cuatro mesas y varias tajuelas, una pizarra. Y allí Ricardo de vacaciones dispuesto a revolucionar el pueblo con sus clases particulares. Un Ricardo que a lo largo de la novela se nos muestra como un hombre cabal, honrado, inconformista, instruido, es maestro y lee a Camus en francés y a Unamuno, que por atreverse a pensar es un revolucionario incruento, moderado como en todos sus actos, que se enfrenta a la rigurosidad de las autoridades educativas para quienes el padre Manjón era el gurú educativo y que a causa de sus pequeñas innovaciones se ve perseguido. Porque iniciar a los alumnos en el baloncesto, desconocido hasta entonces entre ellos, era un avance incomprensible. Un maestro capaz de empatizar con alumnos, padres y compañeros, que abre itinerarios y deja elegirlos, que no profesa el proselitismo, que sigue la trayectoria de los chicos después de abandonar la escuela. La pedagogía que no está en los libros.
Y las mujeres. Su madre, para quien sigue siendo Ricardín, que le hace la maleta mientras le llena de consejos, que intenta abrirle los ojos para librarle de las mujeres que no le convienen, » no le hagas un bombo» le dice, y que sobrevuela por todas las páginas como nuestra madre sobrevuela nuestra vida. Al fin y al cabo han sido las mujeres quienes se han encargado de la educación de la prole.
Las maestras compañeras ante las que despierta sentimientos maternales y eróticos. La dueña de una pensión para la que es su hijo adoptivo.
Y Amalia. Siempre Amalia. Alumna brillante, suspiro, amor.
Es la España del ordeno y mando. Del sentido omnipotente de la autoridad sea esta la que sea. El padre, el marido, el inspector, la guardia civil, la » secreta» e incluso las personas influyentes, un veterinario. Y el gobernador civil que en el discurso de una inauguración se gloría de D Pelayo, del Cid y de Isabel la Católica y los pone de ejemplos para hombres y mujeres.
Y en todas estas salsas Ricardo. Lleno de buena voluntad, de cercanía, de buenos sentimientos enamora a las mujeres mas no llega a consumar porque » No es el momento». No es un beato ni un mojigato pero nunca accede al sexo pese al atractivo de quienes se le ofrecen. Quizás esté esperando algo, quizás a Amalia que llena páginas del libro y de su vida.
!El amor!. Si, esta es una novela de amor. Amor a una profesión, amor entre hombres y mujeres y amor de un autor a sus personajes.
Me preguntó Bene si me había reído con la lectura de la novela y le contesté » Y llorado».
Quienes hemos dedicado una parte de nuestra vida a satisfacer las inquietudes intelectuales tenemos motivos más que sobrados para denostar aquellos años. No había libertad de expresión pero podías saltártela en los conciliábulos a los que éramos tan dados algunos de los jóvenes estudiantes y profesionales; el sexo era perseguido pero no todas las chicas eran hijas de María ni de comunión diaria, pero las corrientes modernas de pensamiento nos estuvieron vedadas y no supimos que la educación no era cosa de san José de Calasanz, que la filosofía no se reducía a la Escolástica y que el mundo se construía con la participación de todos. Y eso yo no lo he perdonado todavía. Muchas gracias.
Antonio Sánchez Buenadicha