El primer recuerdo

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos el tema «Mi primer recuerdo». Este ha sido el relato ganador:

La primera vez que llegué al pueblo, me resultó de otra época. Las casas de piedra, olor a vaca por las calles, el ladrido de un perro… silencio.
Cuando llegué a la casa que habían comprado mis abuelos, me maravilló desde el minuto uno.
El gran nogal en la entrada, tenía un improvisado columpio hecho con cuerdas y una tabla… se me iluminaron los ojos!!
Una antigua casa de tres plantas me dejó extasiada.
La puerta de madera, con una abertura a la mitad (para saludar al vecino o abrir al lechero o cartero?), un orificio para las cartas con un compartimento por dentro.
Al entrar. El olor… era un olor mezclado entre leña, dulzón y ahumado. En ésta planta sólo había un cuarto de baño y una zona a la derecha en bruto, para guardar la leña, una pila para lavar y guardar trastos.
Al subir las escaleras sólo nos encontramos con dos habitaciones. A la izquierda una sala de estar, con una pequeña televisión y un sofá… cuadros y objetos reciclados y antiguos pertenecientes a la familia…
A la derecha la cocina… un espacio amplio en el que se podria considerar más la «sala de estar» porque sólo es donde se haría «vida» con ratos de tertulia, cocina y montañas de cáscaras de pipas…
Tenía una cocina de leña antigua… que servia tambien de «calefacción» para los dias de invierno… y una pequeña habitación que servia como despensa, allí los primos comíamos en una mesa pequeña y nos sentíamos en nuestro espacio, riendo y hablando mientras comíamos nuestro calderete y pan crujiente…
Las escaleras para subir a la tercera planta eran de madera, muuuy empinadas y a cada paso que dañamos retumbaba el sonido hueco. Se componía de cuatro habitaciones llenas de camas y colchones, sin lujos ni parafernalias, preparadas para dar cabida a todos los que quisiéramos ir…
Cuatro primos dormiamos en una cama de matrimonio, mientras entraba por una rendija de luz a través de un pequeño ventanuco de madera . Por la noche recuerdo oir las campañas de la iglesia y a veces me acurrucaba debajo de la manta cuando me parecía oir las risas de unos niños en el silencio de la noche… no quiero pensar lo extraño que me resultaba…
Por las mañanas íbamos al horno del pan a comprar… el olor a magdalenas y pan recién hecho nos envolvía, tambien recuerdo ir a comprar la leche fresca… sentía estar en otro tiempo… la paz era infinita…
Gracias a mis abuelos, emigrantes de Andalucía a Pamplona… que quisieron recuperar esa vida de pueblo y paz, y reunir a todos sus hijos y nietos… recuerdo los mejores momentos de mi vida, en esa casita del pueblo… con todos esos olores, sensaciones y sentimientos.

CRISTINA MÉNDEZ PAZ

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Por el año 1962 en una alcoba con una cama con colchón y almohada de lana de las ovejas que dormian en su cobijo cerquita de la casa.La ventana de la alcoba con maderas que crujian al paso del viento del norte .Se oia en la noche el rumiar de alguna vaca que debajo de la vivienda , en la cuadra descansan. Y en aquella camita debajo de la ropa una niña en el centro del colchón que la lana cedia y hacia un hueco como para acunarla o protejerla de aquellos pensamientos de miedo que la atormentaban. Al final el sueño vence y sueña que corre por un prado verde con flrorecillas silvestres…..pero que se cae y ya no puede levantarse…….Al despertar la luz del dia entra por las rendijas de la ventana, eso hace que se anime .Se levanta se lava la cara e una palangana .Desayuna un tazón de leche migada.Coge el cabas , se pone las madreňas que ha llovido y en la calle de tierra hay charcos . De la mano de su madre camina hacia la escuela es la primera vez y en su estreno la incertidumbre de lo nuevo la hace aun mas pequeña .En la calle se en cuentra con mas chiquill@s que corren, que juegan.Y alguna vecina que la anima «que mayor » que ya vas a la escuela……..Buenos dias tenga usted se le dice a la maestra……..

MARÍA RUBIO OCHOA


Recuerdo bien el frío. Seco, punzante. Apenas nos tomaba veinte minutos andando, pero a cada paso nos auto abrazábamos con tal fuerza que acabábamos con agujetas en los brazos. Al llegar nos obligaban a colgar los abrigos y esperar pacientemente a que la estufa, recién encendida, acallara el castañetear colectivo de nuestros dientes de leche. Corríamos a sentarnos y frotábamos nuestras manos en los ásperos y desgastados pupitres para, con la fricción (primera lección de física aprendida), poder entrar en calor. La maestra, cigarrillo en la boca, escribía la fecha en la pizarra. Con envidia observábamos como la brasa del cigarro se encendía con cada calada y anhelábamos ser mayores para poder tener nuestra propia fuente de calor en un paquete ¡que te entraba en el bolsillo!
Tras las instrucciones pertinentes, levantamos la parte superior de nuestras mesas y sacamos los cuadernillos y lapiceros. En un último intento desesperado de atrapar unas cuantas ráfagas de calor, tornábamos coloradas las palmas de nuestras manos segundos antes de que la maestra comenzara a dictarnos y de que tuviéramos que aferrarnos a aquel lápiz tosco de madera fría.
Fuera los primeros copos del invierno nos liberaron del dictado, pero no del dictador. Varios niños se acercaron a las ventanas, emocionados y yo, sabiendo que no contaría de nuevo con una oportunidad como esa, me abracé a la estufa. Sentí mi corta vida deshacerse de placer. La maestra, enfurecida, tardó un poco en encontrar un hueco dentro del cenicero donde apagar su cigarro y con la fuerza de un lanzador de jabalina impregnó su furia en el borrador de la pizarra que ya volaba en dirección inequívoca al cabezón de Rogelio, al que afortunadamente toda la marca que le dejó fue un rectángulo de tiza, perfectamente delimitado, en la coronilla. Como era costumbre, aquel que recibía el «borrón» debía recogerlo, devolverlo a la bandeja de la pizarra y pedir sinceras disculpas a la maestra. Fueron casi quince segundos que pude aprovechar enganchado a la vieja estufa de carbón.
Llegó la hora del recreo y el patio, pese a no haber transcurrido ni dos horas, era ya inmensa nube blanca que se había posado allí para nuestro deleite. La maestra dio tres sonoras palmadas y a nosotros nos faltó tiempo para salir y liarnos a coponazos. Entre risas y excitación una de mis bolas de la muerte fue a estrellarse a la ventana de la clase. Allí me encontré con la melancólica mirada de la profesora que fumaba su cigarrillo mientras nos observaba. «Que suerte ser adulto que tienen cigarrillos para calentarse» volví a pensar. La maestra se dio la vuelta y escasos segundos después apareció por la puerta ante nosotros. Yo no la ví, pero oí que gritó mi nombre y cerré los ojos y esperé. Esperé estoicamente la estampita de tiza en mi cabeza. Al oír mi nombre por segunda vez abrí los ojos y vi su brazo estirado, hacia mi, mostrándome mi abrigo.

KARLOS WAYNE


Recuerdo aquél día,como si ayer fuese. Un día frio de noviembre. Bajé de aquél autobús, después de más de tres días de viaje. Dejando atrás una tierra que no permitia hacer cumplir mis sueños. Sentía algún que otro remordimiento por tomarme aquel año sabático y bastante culpa. Creo que ya era consciente de que no volvería a ver la universidad en mucho tiempo. Me puse a caminar con una valentía fingida por las calles de Tarragona,escuchando la palabrería incesante de mi amiga. Sentía como mis tripas se retorcian del pánico que poco a poco me invadía. Me sentía extraña,y la noche no me transmitía mucha tranquilidad. Pequeña en una ciudad demasiado grande para mi. Sin entender el idioma,sintiéndome como una niña asustada. Las maletas pesaban lo suyo y las manos ya completamente heladas,hacian que el camino se me hiciese eterno. Me estaba adentrándo en una nueva vida. En una ciudad que me arrastraba hacía un futuro incierto para mi.

IRINA GABRIELA ÁGAPE


Como muchos primeros recuerdos, el mío también es el recuerdo de un trauma en la infancia.
Febrero del 86, mis padres me hacen una pequeña maleta, lo justo para un par de días. Me montan en el coche y me llevan al hospital, donde soy ingresada, llevada a un cuarto con otras 5 niñas de mi edad y se marchan.
A la mañana siguiente allí están otra vez. Mi madre me coge de la mano y me acompaña hasta la puerta del quirófano. Iban a quitarme las amígdalas y las vegetaciones.
Tras entrar en el quirófano, un enfermero enorme me sentó en sus piernas, me cogió los brazos y los cruzó sobre mi pecho, tan fuerte que no podía respirar. Una enfermera me abrió la boca y un médico me pinchó la anestesia con una jeringuilla larguísima que metieron por mi boca. Dolió horrores.
Al rato llegó otro médico y empezó a cortarme las amígdalas mientras la enfermera succionaba la sangre con la aspiradora por el lado derecho de mi boca. Lloraba, me asfixiaba y quería salir corriendo.
Por fin terminó el suplicio y me llevaron a la habitación con mis 5 compañeras y mis padres.
Otra noche ingresada.
A la mañana siguiente vino el médico a ver qué tal los puntos. Según metió el palito y el dedo en mi boca, para apartar la lengua y ver bien, le pegué tal mordisco que le hice sangre.
Sólo tenía 4 años, ahora 33, y es como si hubiera sido ayer.

ANITA MIMOMBA


LA PRIMERA VEZ QUE ME PARTÍ EN DOS
No soy capaz de precisar el orden de mis primeros recuerdos. Los más antiguos que alcanza mi memoria transcurren entre el segundo y tercer año de vida. Recuerdo, en el jardín de infancia, un espacio diáfano y oscuro, con bancos de madera, previo a la luminosa sala de juego, donde construía torres con piezas verdes, mientras el sol me inundaba a través del ventanal. Los contrastes y claroscuros siguen siendo una constante en mi vida. Recuerdo pintar junto a mi padre y sus cuadros gigantes, con mi caballete y pinceles de miniatura. Sigo amando el olor a trementina. Recuerdo una cocinita, con el suelo de cuadrados negros y blancos, que pretendía despistar mi interes por encontrar el pis, el llanto y la leche de los biberones en el interior de las muñecas. Era un juguete pequeño, pero me recuerdo dentro de un gran tablero de damas, como una Jezabel en el País de las Maravillas. Conservo la curiosidad por los mecanismos internos y la magia de los cuentos. Soy una pésima cocinera. Recuerdo abrir el frigorífico y beberme una botella de cerveza, enfermar, vomitar y a mi madre acostándome. Pero no consigo recordar mi cama ni mi habitación. Recuerdo la cuna de mi hermano, pegada a la cama de mis padres y el día que me partí en dos. Mi hermano estaba sentado en la cuna, yo tenía unos tres años. Jugaba a cruzar de la cuna a la cama y de la cama a la cuna, ante su atónita mirada. Como la cuna era alta, me situaba de lado, pasaba primero una pierna, me impulsaba con las manos en el barrote, me inclinaba hasta tocar el colchón con el pie, y ya con una pierna y el cuerpo vencidos, deslizaba la otra pierna. Así una y otra vez, hasta que, en un exceso de confianza, me resbalaron las manos y caí de golpe sobre el barrote, sin hacer pie en ninguna de las orillas. No podía respirar. Solo hipaba. La presión en el pecho cediò un poco y me dejó llorar. Recuerdo sangre y a mi madre soplándome en el pubis, como único alivio posible. Cuando mi dolor le permitió tocarme, me untó nevasona y sentí que de nuevo era una bebé.
No he vuelto a sufrir un dolor físico tan grande, pero sí esa presión en el esternón cuando la vida te despedaza. Y volver a respirar.

JEZABEL MONTENEGRO


Recuerdo cuando llegué aquí, hace justo ahora nueve años. Siete meses atrás, le había advertido que «ya puedes ir buscando algo aquí, nunca dejaré mi ciudad, mi gente, mi vida de aquí…». Yo pensaba que esa especie de ultimátum estaba hecho de hormigón armado, pero parece ser que andaba flotando dentro de la fragilidad de una pompa de jabón.
Sucumbí a echar aquella beca pensando que nunca me la darían. Por supuesto no se lo conté a nadie. Cuando llegaron junio, las notas y la resolución de la beca concedida, aún no era consciente de que mi vida giraría ciento ochenta grados (en dirección norte).
Llegué con cuatro cajas llenas de libros, mis libros, un álbum con fotos de todos, con mi ropa… pocas cosas materiales y, detrás del coche, un camión de esos con el aviso «vehículo largo» encima de la matrícula con las risas de mis primos correteando en casa de mi abuela en el Tardón todas las tardes de colegio, los cafés en la calle San Fernando con los compañeros de facultad, los amaneceres cruzando el puente de Triana, camino a casa, tacones en mano, en cualquier mes de abril, los besos, abrazos, las voces de las amigas, el olor a azahar, el color de los naranjos, el adoquinado, los guisos de la abuela, las tardes en casa con mis padres y mis hermanas… ¿Dónde iba a guardar todo eso?
En un momento miré para atrás, y del peso, el camión descarriló. De repente otro nuevo camión, completamente vacío, se nos enganchó detrás, a nuestra disposición. Entendí que tenía que volver a llenarlo, de cosas nuevas.
Entonces exploté a llorar.
Hoy, vuelvo a evocar todos esos recuerdos y algo me revuelve por dentro.
Me pregunto cuántas vidas caben en el interior de una misma persona.

MARÍA JT


Recuerdo de mi primer atracón dondecasimueroasfixiada
Sí, no me he equivocado al escribir el título sin espacios, esas 3 palabras to juntas fue lo que sentí yo cuando sufrí mi primer empacho y precisamente no fue ligero no, la sangre extremeña que corre por mis venas hizo que me pusiera hasta los topes de polvorones, sí polvorones de la Estepa más Estepa de todas las Estepas…..os pongo en situación…
Navidades del 1990 aproximadamente. A mi madre no es que le entusiasmara mucho eso de realizar las compras navideñas pero al final las hacía tan bien que no faltaba detalle. Yo la acompañaba con el carro de la compra allá donde iba y cuando llegábamos al mercado le ponía ojitos como el gatito de Shreck para que me comprara una bolsa de pajitas rancias en el mismo puesto de encurtidos de siempre. Para mi el puesto de encurtidos no era el mejor, como cualquier niña de 9 años no me sentía precisamente atraida por un sitio en el que se encontraba una caja redonda de madera donde colocados en perfecta posición estaban los arenques más olorosos de todo el planeta, con esos arenques se podían alicatar cuartos de baño, esos arenques eran de cuando el Mar Muerto estaba enfermo, casi podía verles levantar sus colas a modo de saludo cuando iba a por mis pajitas…
Para mi el sitio preferido de todo el mercado era una pequeña tiendecita que se encontraba a la salida donde vendían cafés, caramelos de violetas, bolitas de anís y muchas más cositas que con sus olores dejaron grabados a fuego mis años de niñez. En Navidad el dueño de la tienda distribuía en boles de cristal todo tipo de polvorones, peladillas, turrones y frutitas de Aragón y a mi se me hacía la boca agua, guardaba a medias mi bolsita de pajitas rancias con olor a pescado en el carro y miraba atentamente como mi madre compraba las viandas navideñas.
Cuando llegábamos a casa, mi madre se disponía a organizarlo todo y los dulces los ponía en el sitio más alto del mueble del salón, al fondo del todo para que ni mis hermanos ni yo nos los comiéramos antes de tiempo. Cierto día aprovechando que me había quedado sola en casa, decidí que era hora de dar buena cuenta de la bolsa de polvorones. Cogí una silla, me subí en ella en plan bichobola, se me coló la pierna hasta la ingle (verídico) pero me dio lo mismo. Con la silla rota, la pierna llena de arañazos y con la ingle practicamente insensibilizada de la medio hostia que me pegué, tenía que coger los polvorones como fuera aunque terminara en coma. En una silla tambaleante, casi sin asiento, de madera fina, y colocada de puntillas agarré la bolsa con la punta de los dedos y tiré de ella. Bajé de un salto después de cerrar la puerta del mueble. En mi mente no había otra cosa que papeles brillantes rellenos de polvorones de diferentes sabores, no había sitio para pensar en qué le iba a decir a mi madre cuando viera la silla. Me senté en el suelo y me comí un polvorón de cada sabor, uno de coco, otro de limón, otros de chocolate, uno de almendras…así hasta 7, si 7 lo pongo con número para que no de lugar a dudas. Cerré la bolsa a toda velocidad, la volví a dejar en su sitio, y los papeles de los polvorones los enrrollé en un papel que tiré por el wc, no podía dejar más pruebas porque bastante había ya con la silla….
Cuando llegaron mis padres a eso de las 8 de la tarde les expliqué que me puse de pie en la silla para mirar por la ventana y no coló porque las ventanas me llegaban por los hombros y veía de sobra, gilipollas de mi por inventarme una excusa más absurda cuando si me subía a la silla lo que veía era el bombo de la persiana pero no la calle, pero bueno, como yo era bastante lerda pero buena niña no me regañaron mucho. Mi madre se puso a hacer la cena y mis polvorones empezaban a hacer la digestión en mi no tan pequeño estómago. Sí, siempre he sido la niña fuertecita, gordita simpática (tócate los huevos), rechoncha, la que ocupaba el banquillo en el partido de fútbol porque corría menos que un desfile de caracoles, la que soltaba 2 lágrimas como 2 violonchelos cuando veía aparecer un plato de jamón, así era yo, bueno y soy pero no tanto. Esa noche mi madre hizo huevos fritos y croquetas, todavía lo recuerdo. No podía hacer acelgas o unas espinacas de mierda, no, hizo huevos y croquetas ¿y qué hice yo? Pues comerme la cena con los ardores de los polvorones buscando salida desde la boca del estómago. Dos horas después de la cena decidí meterme en la cama, tenía una pesadez horrorosa como si me hubiera comido un tiranosaurio rex, tenía frío y calor a la vez, sabía que algo no iba bien pero no le di importancia y me arropé con la colcha hasta el cuello. A eso de las 6 de la mañana me desperté y la colcha pesaba el doble de cuando me quedé dormida entre espasmos estomacales. Postrado encima de la colcha y rozándome casi el cuello se encontraban los polvorones ingeridos hacía unas horas petrificados con forma de suelo gigante agrietado en plena sequía. ¿Pero qué mierdas es esto? Pensé…¡mamá mamá, que he reventao mamá, que aquí pasa algo mamá! A trancas y barrancas casi entre sueños mi madre apareció en la habitación y al ver semejante panorama, casi le da un parraque. Asomando media cabeza entre esa masa hormigonizada estaba yo como si fuera gilipollas casi sin poder moverme de lo que pesaba (no no exagero).
Mi madre me regañó durante días, casi tuvo que prender fuego a la colcha para que perdiera el olor. Hasta hace un par de años no he vuelto a comer polvorones, sólo el olor me levantaba el estómago, y eso de decir «Pamplona» con toda la boca llena me producía bastante rechazo…Pese a sufrir semejante episodio, aquellas navidades infantiles siempre las recordaré con cariño.

MAMEN DUNAS


MI PRIMER RECUERDO, O NO.
No sé si es mi primer recuerdo porque pierdo la memoria. He estado durante varios días intentando recordar, pero no consigo llegar más atrás. Aunque no es un recuerdo agradable, forma parte de mí y de lo que soy.
Mi abuelo materno murió cuando yo tenía tres años, de lo que hoy llamaríamos un ictus. Le gustaba el tenis a rabiar, y, también era gran aficionado al fútbol. Tuvo el ictus mirando un partido de tenis, era un 1 de abril. Y yo me recuerdo a mí sacudiéndole el pantalón y diciéndole: ‘ abuelo!, despierta!, abuelooooo!, vamos, despierta!, hasta que me apartaron y no vi nada más.
Varios años después, cuando estaba a punto de hacer la primera comunión, en mi familia todo estaba revuelto, mi abuela materna había muerto de cáncer de estómago el verano anterior (recuerdo que no podía ir a verla al hospital, mis padres no querían que viera su deterioro).
A mi abuela paterna ése mismo año le detectaron también un cáncer, ya con metástasis. Cuando estaba en el hospital, porque hizo un amago de recuperación, me llevaban, y desde la ventana ella me saludaba con su cabello blanco cortado a lo chico. Yo me alegraba mucho, porque la veía sonreír. Después, con el tiempo comprendí que sonreía por verme a mí, no porque estuviera mejor.
Cuando la enviaron a casa porque no se podía hacer más por ella, las idas y venidas a casa de los abuelos paternos eran diarias, por supuesto. En ella el deterioro fue interno. Poco a poco veías que se marchitaba. En mi caso, yo la veía con menos fuerza, muy cansada, los vecinos venían a visitarla. Bueno, yo lo veía y lo veía pasar. Para mí no era extraño las idas y venidas de vecinos.
Lo que descubrí en aquella época siempre estará grabado en mi memoria. Un día encontré el DNI de mi abuelo en el tocador, y cómo niña curiosa, lo leí. Tuve curiosidad porque hacía poco, mis padres nos habían hecho el DNI a mi hermano y a mí, yo ya escribía, por supuesto, pero mi hermano aún no, y en la casilla de la firma ponía no sabe.
Quizá tuve la curiosidad de leer el DNI del abuelo precisamente por éso. Me quedé muy sorprendida y extrañada cuando leí: padre desconocido, madre desconocida. No podía ser, yo había conocido a mi bisabuela paterna.¿Cómo ponía madre desconocida? Aquí empezaron mis preguntas.
Ésto me marcó mucho. A raíz de éllo empecé al cabo de unos años a investigar, pero ésto ya es harina de otro costal.
El día de mi primera comunión mi abuela me dijo que estaba muy guapa, lindísima, y que tenía que portarme bien porque ya iba a hacer la comunión. Estaba tan contenta que me hubiera dicho que estaba guapa, que me lo creí. Poco después descubrí que ése día mi abuela ya no veía, se había quedado ciega, pero también sonreía y me dijo cosas bonitas para que yo no estuviera triste. Me abrazó con todo el amor del mundo y marché camino de la iglesia. Por supuesto no hubo convite. Comimos cada uno en su casa. Mis padres me hicieron algunas fotos, pero nada más.
En el colegio los compañeros no entendían que yo no supiera dónde íbamos a comer ese día, porque todos los celebraban en algún restaurante. Yo tampoco entendía, pero sí entendía que no podíamos ir sin mi abuela.
Mi consuelo ese día fue la fanta de naranja, que era como un premio que sólo recibían el domingo, pero las caras tenían sonrisas por mí, para no estropearme el día. Luego ya eran de cansancio, abatimiento, tristeza, y…..poco más.
Ha sido de mayor, cuando he recompuesto el puzzle que conseguía encajar con todo.
Al mes siguiente, junio del 82, mi abuela murió.

LA XICUELA DE CORRIOL BENLLOCH


]Rebobinando el pasado[
7:30 AM
Invierno
1998
Debia poner prisa a mi paso pues el colegio no aceptaba impuntualidades,
ya era una niña grande y no era aun tan sonada la inseguridad,
un dia mi madre no pudo acompañarme en mi camino,
asi que debia tomar el mas seguro,
decidi cruzar la calle y seguir las vias del tren,
aunque aun era una ruta activa no podia correr peligro,
el tren siempre avisa su llegada.
La mañana era fria y sentia como congelaba un poco mis manos,
la mirada siempre abajo tratando de encontrar una piedra especial entre tantas,
ese dia encontre mas que una bella piedra…
Mis ojos no pudieron dar credito a lo que veia,
pues en el colegio te enseñan matematicas,literatura,geografia y un largo etc..
pero jamas me enseñaron a mi corta edad como enfrentar a la muerte cuando aparece frente a ti,
y no…yo no corria riesgo de morir aunque en esos instantes de un suspiro senti como si arrancaran la vida propia,
por alguna extraña razon me quede sin sentimiento alguno,
no miedo,no sorpresa,no nada…
aun recuerdo el rostro de ese señor,
estabaun poco inchado,un poco morado y que decir de su rostro…
todo conjugaba una sola pieza estatica,
ahi tirado junto a las vias del tren,
puedo jurar que percibia el frio que de el emanaba,
no el olor…si no el frio,
me quede observandolo durante algunos minutos,
creando una historia para mi con respecto a su vida,
y mil cosas giraron en mi cabeza,
en ese momento ya no me sentia pequeña,
en ese momento sabia que queria ser de grande,
Doctora! pense,
y curar a las personas que mueren,
no curarlos para que no murieran,
si no curarlos en la muerte…
mi razonamiento en ese entonces no era el mejor,
no me importo el llegar tarde al colegio,
no me importo lo que mi madre me diria cuando regresara a casa confundida,
nisiquiera recuerdo que hice despues,
llegue al colegio?
me fui a casa?
que paso?
lo unico que recuerdo es que el destino estaba escrito y con ello la controversia de mi edad adulta.
No fue el primer recuerdo de mi vida,
pero detras de esta historia no puede haber algun recuerdo mas importante,
Pues solo tenia 10 años…

KAREN ROSADO


Yo no recuerdo nada.
Ni si quiera soy consciente de que el recuerdo exista.
Me han hablado de él, pero yo supongo que tengo la misma percepción de él que un ciego al color rojo.
Quise que me practicasen la lobotomía por exceso de dolor
Y también de felicidad.
No sé qué jode más el cerebro.
Si un recuerdo alegre o uno triste.
Y no lo sé porque ya no recuerdo nada. Ni tengo conciencia de haber vivido anteriormente.
Es fácil juzgarme, pero, en esta sociedad en la que vivimos, ¿no sería una desfachatez culpar al que busca salvarse, cuando el diazepan o el prozac gobierna nuestros cuerpos y nuestras mentes?
Buscamos la inmunidad porque tenemos miedo al recuerdo.
Por eso yo arranqué de mis sienes todo rastro de emoción pasada.
Porque no quería ser menos que el que se droga para olvidar. Quería ser más, mucho más. Quería no sentir nada por un fantasma pasado.
Algo que se resbala de la conciencia debido a que solo es un sueño sobre algo que, creemos, Ocurrió.
Yo no sé si ocurrió, solo sé que no me quiero doler ni reír, porque aseguran es mucho más fácil para prosperar.
Es mejor olvidar la visceralidad a vivir subyugado a ella.
Dicen los sabios que la cima del éxito es no recordar lo sentido, prosperar y olvidar. Al menos olvidar parcialmente. Lo suficiente para que ese daño te enseñe.
Y yo, que no se dividir, prefiero dejar la mente en blanco, y cuando vuelvan a ensuciar la zona ático poder volver a no dejar ni rastro de la pelusa que me define.
Porque tengo miedo a que los recuerdos me enseñen quién soy.
Lobotomía, señores y señoras, para qué recordar.

CARLOS COSTA


LA AMBULANCIA
—“¿Qué te duele, cariño?”
—“La tripita, mami.”
—“¿Comiste muchas chuches?”
—“No, sólo el pintalenguas.”
—“A ver, a ver, tienes la lengua ¡azul! Ya llamo al doctor, “doctor, doctor, mi hijita tiene la lengua azul” Sí, sí, vale.”
—“¡Ay, mamita me duele mucho!”
—“Ya viene la ambulancia, cariño. Toma, toma este jarabe que sabe a chicle, verás qué bien.”
—“A chicle, ¡bieeeeen!”
—“Mira ya está aquí la ambulancia, ven.”
Y justo cuando iban a subir, de las tres ruedas se desprende una de las de atrás, al pisarla la madre, que trajina en la cocina en la que la niña juega en el suelo, porque todavía no ha empezado al colegio como sus hermanos más mayores, y tiene esparcidos todos sus juguetes y el triciclo listo para partir al hospital de muñecos.
—¡Ay, mamá! —protesta mientras rompe a llorar —, mi hija ya no se pondrá buenita y su lengua quedará azul para siempre.
Los lagrimones ruedan por sus mejillas mientras el pecho sube y baja acompañando el ritmo del llanto desconsolado.
El tobillo torcido de su madre es lo de menos.

LAPECA LAURA


LO PRIMERO ES LO PRIMERO Y LO SEGUNDO TAMBIÉN.
Me pongo a pensar en mi primer recuerdo por imposición del tema semanal y son varios los que se me vienen a la cabeza. ¿Qué pasa? ¿Es qué tengo varios primeros recuerdos? ¿Debería de ponerme a ordenarlos o debería de ponerme en manos de un psicoanalista? ¿A nadie le ha pasado lo mismo? Por favor, decidme que si, que me estoy preocupando.
Pues bien, me pongo a jugar con ellos a un solitario que deseche todos menos uno y curiosamente me quedo con el típico de la primera vez que fui a la playa (y vuelvo a entrar en conflicto conmigo mismo, pues no era la primera vez, era la segunda. Eso si, la primera vez yo tenía tres meses, eso me tranquiliza).
Bueno, volviendo a mi recuerdo ganador he de decir que no es un recuerdo como tal, sino un recuerdo de sensaciones, esas que te florecen cuando crees haber llegado al sumun de lo inalcanzable, de lo impensable; y es que siendo tantos de familia nuestras vacaciones no eran como las de la tele ni el cine, mas bien eran disfrutar del tiempo libre y la libertad en el barrio pero aquel verano fue diferente ¡nos íbamos a la playa!
La llegada fue de noche haciendo nuestra una casa ajena, con la visita inesperada de unos seres nocturnos, negros y con alas. Cosa que no solucione mi abuela con una escoba en mitad de la noche y soltando varios improperios que la daban fuerza para acabar con esa medio-plaga.
Ni que hablar del mercadillo: un mar de tenderetes que surcaban las calles de Sagunto dejando a su paso frutas, verduras, ropa, música… un sin fin de necesidades.
Pero lo mejor de mi recuerdo era esa inmensa playa de arena fina, que para un niño de 8 años era interminable. Una serpiente de espuma blanca separaba el color marrón del azul. Y en un rincón un chiringuito, fábrica de paellas con ¿habas? ¿y eso desde cuando? aunque he de reconocer que a pesar de ser legumbre, todos los hermanos nos las comíamos sin rechistar.
Y así podría estar contando mi «primer recuerdo» durante varios parrafos más, pues son muchas las imágenes y sensaciones que mi mente decidió guardar a modo de collage de aquel «primer» viaje a la playa.

ROBERTO MORENO CALVO

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17 comentarios en «El primer recuerdo»

  1. Me quedo con Cristina Méndez. Me ha transportado a la casa del pueblo de Serón, donde mis abuelos compraron una casa y vivimos momentos muy parecidos. Ellos también quisieron envolvernos con esa magia.

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