Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «me vino la vergüenza». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 21 de marzo!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Eran las ocho de la mañana y me desperté con un dolor de cabeza insoportable , las emociones del día anterior habían despertado en mí un sentimiento hasta entonces desconocido, estaba totalmente avergonzado de lo que había sucedido. Es más; creo que hice el mayor ridículo de mi vida.
Ayer presenté mi primer libro publicado: «No tengo elocuencia» -y me vino la vergüenza -. Ahí ante toda esa turbamulta, sin anestesia, más de doscientos individuos con los ojos clavados en mi persona, me quedaré «in albis» y no sabré qué decir, o lo que es peor; me dará un ataque de pánico y saldré de la biblioteca despavorido.
Todo iba bien hasta que la noche anterior para templar un poco los nervios decidí tomarme un cubata tras un lustro de abstinencia impoluta. No pude parar(creo que bebí siete u ocho más). El caso es que no recuerdo muchas cosas. De manera paradójica la editorial me ha llamado para darme la enhorabuena ya que fue un éxito rotundo firmar los libros mojando un churro en el cubata antes de estampar mi rúbrica, novedad en este mundo; ya que hasta el momento nadie, absolutamente nadie había sido tan original y como de lo que se trata es de vender, pues eso, que me ha dado una publicidad increíble.
SOLEDAD ROSA
Creo que nunca te he nombrado, ni te ha hablado tan directamente, a pesar de que te conozco desde pequeña.
Qué contradicción, ¿verdad? Siempre me he considerado fuerte, pero contigo siento que no lo soy tanto.
Has sido mi compañera de vida. Has estado en momentos privados, que muchos ocultan, porque no todos nos atrevemos a mostrarnos débiles. Y en eso, siempre me he abierto sin pudor. También estuviste en aquellos donde me perdí cosas increíbles, por miedo de lo que pensarías.
Ahora me doy cuenta de que he dejado que marques mi vida durante demasiado tiempo. Y es ahora, precisamente, cuando me veo capaz de darte con la puerta en las narices.
Porque me niego a que me limites.
“¡Qué maleducada!”, pensarás. Pero tengo que hacerlo. Y es que, por ti, dejé de ser quien soy.
Has sido la protagonista de mi historia durante un tiempo. Me convertí en una espectadora de mi propia vida, mientras el resto disfrutaban de cosas que yo solo me atrevía a hacer en privado.
Tú ganabas mientras que yo perdía.
Por eso decidí enfrentarme a ti. Poco a poco, sí. Pero así fue como comencé a ser más libre, a creer más en mí, en lo que puedo hacer, y poder expresar lo que realmente pienso.
Porque somos lo que hacemos y lo que pensamos.
Y no podía darte a ti el papel que me correspondía.
Esto no es una despedida. He avanzado con valentía, echándole cara a la vida. Pero siempre apareces cuando menos lo espero, como una sombra persistente.
Aún no te he soltado del todo. Pero estoy en ello y no descansaré hasta liberarme de ti por completo.
Lo hago por mí.
Y por todos los momentos y oportunidades que perdí.
RAQUEL LÓPEZ
En el apoteósico umbral del sueño
la magia se entremezcla,
el mundo se detiene por un momento
liberando los miedos de la impaciencia.
tímidas miradas,
instantes sublimes
almas encontradas.
Puedo sentir tus labios
simplemente sin rozar los míos,
y saborear el preámbulo
del amor prohibido.
Puedo entender tus palabras
a través de los silencios,
abrazar tu cuerpo sin tocarte
y respirar tu aliento fresco, sin besarte.
Y al acercarme a tí, me vino la vergüenza
que un tímido beso travieso
sellara nuestro recuerdo,
cándido y tierno.
Inocencia disparada
en el éxtasis del fuego,
trémulas palabras se escapan
en el latir de mis deseos.
Y atrapados por la magia
el amor sale al encuentro,
dulce quimera en la noche,
poeta de sueños y versos.
JOSÉ ARMANDO BARCELONA
DIEZ MORENITOS – II
Corría el año del Señor de 1359. La primavera hacía madurar en oros los trigales, mientras los vencejos pespunteaban el cielo de filigranas magrebíes y la viña prometía mostos pariendo ya las primeras uvas. Fue de aquella cuando Doña Leonor de Juanes y don Fadrique Atienza juntaron casas, hatos y deudos, el escribano real redactó las cédulas y el abad de Veruela dispuso los esponsales—la dama era hija de Pero Juanes, rico hacendado de Bulbuente, cuyo señorío pertenecía al monasterio.
Afincóse la pareja en la casa de Querencia, de la que era mayorazgo don Fadrique y cuya baronía ostentaba desde la muerte de su padre, Juan Atienza «El Gordo».
Eran tiempos convulsos, de guerras fratricidas en las que se disputaba la corona del reino. Enrique, hermano bastardo del rey Pedro, luchaba por arrebatarle el trono, ayudado por buena parte de la nobleza, descontenta con los modos que el legítimo heredero usaba con ellos. Don Fadrique era uno de esos nobles levantiscos leales al pretendiente, así que apenas sin tiempo de celebrar las nupcias, partió hacia Nájera, que estaba siendo asediada por las tropas del rey. Quedó, pues, Leonor, recién casada, sin estrenar el matrimonio, pero dueña y señora de casa y hacienda.
Fue en esta situación, que el bastardo real, agradecido por el buen servicio que a su causa y persona prestaba don Fadrique, se vino hasta Querencia a presentarle sus respetos. La aragonesa, que era generosa de pecho, por albergar en él un corazón inmenso, quiso corresponderle en la misma medida y mandó preparar mesa, mantel y viandas. Compartieron cena, pesares y confidencias hasta bien entrada la noche, de forma que no dejó de haber maldicientes, que hicieron correr el chisme de que, ausente el buey del corral, era de suyo que el toro fuera a la querencia.
Partióse, don Enrique, al día siguiente, descansado y con buena cara; camino de Nájera y al llegar a Naverrete mandó concederle a don Fadrique el señorío de Jarandilla —que desde entonces pasó a llamarse Jarandilla de la Real Orden—, con dehesas, caseríos, deudos y vasallos, incluyendo derecho de pernada; aunque este privilegio nunca pudo gozarlo el buen caballero, porque en el sitio de Nájera, una flecha traidora le alcanzó las criadillas dejándolo capón, sin que ello fuera merma para que, a su vuelta a Querencia tras el combate, encontrara a su esposa adelantada de tripa, bascosa y con la color de acelga. Mucho se dijo de la preñez de doña Leonor y hasta coplas se cantaron, pero no hubo falta de clérigos que la certificaran de milagrosa y hasta el obispo de Toledo dio fe de la legítima paternidad de don Fadrique, eso sí, con la graciosa intercesión del Espíritu Santo de por medio.
Recompuesto, pues, el honor del caballero y a salvo de sufrir agravios o vergüenzas, añadió a su escudo de armas dos toros rampantes enfrentados, sobre campo de plata, pedestal de sinople y lambrequines de armiño, e hizo grabar el siguiente lema: «Favor, con favor se paga». Así comenzó su andadura el linaje del marquesado de Jarandilla y su casa solariega, que hoy viste los visillos de sus ventanas con crespones de luto por la muerte de don Baltasar.
—○―
No es cualquier cosa, alzarse con el título de Miss Calahorra 1998, y a punto estuvo de conseguir la banda del de La Rioja, pero la ganó por media cabeza aquella mosquita muerta de Cenicero; ¿Aleja, se llamaba?, quién se acuerda. El caso es que le cambió la vida. Un nuevo horizonte de posibilidades, cuajado de purpurina, brillo y lentejuelas le cebó el anzuelo, quedando atrapada en sus redes, como la sirena díscola de un cuento infantil. Se echó, pues, al mundo dispuesta a comérselo a mordiscos, pero enseguida vinieron las mentiras, los fracasos y el desengaño.
Triunfar en las pasarelas, lo que se dice triunfar, no lo hizo, para qué mentir, pero de no haber sido por aquella primera experiencia riojana nunca habría llegado al tálamo nupcial de todo un marqués. Encamarse con alguno sí —eso nunca ha sido complicado para una miss—, pero con papeles, testigos y después de pasar por la sacristía de los jerónimos no está al alcance de cualquiera.
—Hilario, hágase usted cargo de todo lo relativo al funeral —Jimena, dobla la servilleta y deja que la doncella retire el servicio del desayuno—. Hable usted con Bonifacio Escrivá, que mueva hilos en Interior para que nos entreguen el cadáver lo antes posible y que Damián prepare el Bentley; nos volvemos a Madrid esta misma tarde.
El hombre escucha con atención. No necesita tomar notas, su cerebro es un potente ordenador capaz de trabajar en varios procesos a la vez sin merma alguna de eficiencia; es lo que se espera de un secretario personal de alto nivel. Asiente, moviendo la cabeza, mientras juega con los gemelos de plata —Jean Pierre Tourbillon—, que adornan el puño francés de su camisa.
—¿Quiere la señora marquesa que vaya preparando el comunicado de prensa?
Sabe que la pregunta es ociosa, pero también que a doña Jimena le aterra la improvisación, por eso no le importa sobreactuar en situaciones de estrés y esta sin duda lo es.
—Todavía no, esperemos a tener más datos, no sea que mi difunto esposo haya tenido la mala ocurrencia de morirse entre las piernas de alguna de sus queridas y tengamos que dar más de un martillazo para que encaje el puzle. ¿Es un Scalpers? —pregunta señalando el traje gris marengo, de exquisito corte, que luce su secretario.
—No, es de Langa —Hilario no evita una sonrisa de satisfacción, mientras se sacude de la americana una imaginaria mota de polvo—. Me he tomado la libertad de cancelar su agenda para las próximas cuarenta y ocho horas; en cuanto a eventos sociales no había nada reseñable y he supuesto, veo que con acierto, que desearía volver a Madrid.
Jimena se acerca al gran ventanal. El cielo está cubierto y amenaza lluvia. Parece que el día también quiere sumarse al luto. El cristal le devuelve el reflejo traslúcido de un rostro sereno, elegante, a medio camino de la madurez, al que parece sentarle de maravilla la recién estrenada viudedad.
—Hilario, ¿cree usted en el destino? —hace la pregunta dando la espalda a su secretario, con la mirada viajando hacia un horizonte, que desde hace unas pocas horas le pertenece en exclusiva.
Él tarda unos segundos en contestar. Se atusa la cuidada barba, tupida y negra como sus cabellos, en un gesto que sugiere honda reflexión; pero en realidad está regalándose la vista con las hechuras de la marquesa.
Ve caer la roja melena sobre aquellos hombros delicados, sensual como la colada ardiente de un volcán lujurioso; la esbelta figura tallada a golpes de cincel por algún dios pagano de la belleza; la cintura estrecha que se derrama, voluptuosa, en la armonía de unas caderas, generosas en su justa medida; intuye unas piernas amables, perfectas, torneadas, bajo la elegante frescura de la falda informal de mezclilla, que realza sus delicadas formas de mujer. Hermosa, deseada, inaprensible.
—Si la señora marquesa siente curiosidad por cómo entiendo la vida en el plano filosófico, le diré que en mi juventud mantuve un tórrido idilio con Sartre, Kafka y Camús; me amamanté en las ubres del existencialismo ateo y maldije a Einstein por su complicidad con Dios y el determinismo relativo. Sin embargo, con el paso del tiempo llegué a reconciliarme con él un poco, aunque solo fuera desde una percepción meramente atómica. Pero últimamente, la falta de formalidad cuántica que impregna el discurso teórico está haciendo que me replantee la influencia del libre albedrío en el desarrollo de la humanidad. Si he de serle sincero, señora, en estos momentos me siento más inclinado a explorar territorios indeterministas.
Jimena se da la vuelta lentamente y él tiene la sensación de que el sol ha roto las nubes e irrumpe, avasallador, por la ventana, iluminándolo todo.
—¿Me estabas mirando el culo, Hilario? —la ausencia de testigos hace que la marquesa abandone, divertida, el tratamiento formal—, porque te pones muy intenso cuando te empalmas. ¡Huy, míralo, se ruboriza! Eres un cielo, querido. Bajo ese aspecto de fornido galán de cine, poderoso y bello como un héroe de tragedia griega, se esconde un tierno osito de peluche, vergonzoso como un colegial. Me encanta.
Hilario siente las mejillas encendidas y se maldice por la forma en que esa mujer consigue desarmarlo; es un chiquillo, sí, en sus manos. «¿Serías capaz de matar por mí?», le susurró al oído aquella tarde en las caballerizas y todavía le quema en la garganta el fuego del primer beso que vino después.
—No te burles de mí, Jimena, y córtate un pelo, reina, que las paredes oyen y el servicio murmura —replica mientras barre la estancia con la mirada. Ella ríe.
—Deja tu coche aquí y vente a Madrid en el Bentley, conmigo —se ha acercado al hombre y dibuja filigranas sobre el pecho de su camisa, con una uña larga y roja de pasión, que a él le provoca un latigazo de deseo—, soy una pobre viuda y necesito que alguien me consuele. Volveremos pronto a Jarandilla, en cuanto terminemos con esta farsa. Si tienes que moverte por Madrid coge alguno de los coches del difunto, supongo que no le importará demasiado. Estos días te quiero conmigo, en casa, ayudándome a sobrellevar la pena, eres mi secretario personal y a nadie le va a extrañar. ¡¿De qué te avergüenzas?! No me vengas con tus sandeces del qué dirán y deja que sea yo quien gestione mi buen nombre.
—¿Cuándo quieres que salgamos? —se rinde él mostrandole las palmas de las manos.
La marquesa se aparta unos pasos, repeina con los dedos un rojizo mechón de cabello indisciplinado y se pone de perfil frente al gran espejo que preside el salón. Le gusta la imagen que este le devuelve.
—En cuanto Damián lo tenga todo listo para el viaje. Anda, ve y encárgate tú, cariño. ¡Ah!, y dile a la doncella que venga, por favor. Te quiero, eres un sol.
Hilario atrapa el beso volandero, que ella le manda por el aire, y sale en busca del chófer. En el jardín se topa con la doncella.
—Angustias, la señora marquesa requiere de sus servicios, la está esperando en el salón.
—Al instante, don Hilario, gracias.
El trajín cotidiano de Jarandilla de la Real Orden no se detiene, ni tan siquiera parece haber sufrido el más mínimo trastorno; la muerte ha pasado de puntillas, como excusándose, pidiendo perdón y poco a poco la han ido dejando olvidada en algún rincón del desván.
Las nubes se abren ligeramente para que el sol dé realce al carmesí de la viñas, mientras en las bodegas comienza a fermentar el mosto joven.
La vida sigue.
CORONADO SMITH
Vergüenza hace tiempo que no que queda, me la han robado.
Mire la tele y vi que íbamos hacia la extinción,
un “Subnormal de pelo naranja” había sido elegido
en la supuesta más grande y ejemplar nación.
Me vino la vergüenza y compuse La conjura de los necios.
Nadie me escuchó.
Desperté y vi que nos estaban manipulando;
me vino la vergüenza y compuse la Balada del rebaño.
Fui completamente ignorado.
Me llegaron noticias de que algo estaba siendo silenciado,
me vino la vergüenza y compuse “El Ocaso de la razón”.
Los “femilistos” de escaparate no me hicieron ni puto caso.
Abrí los ojos y vi que estaba siendo invisibilizado;
me vino la vergüenza y publiqué mi “Anti-poemas”.
Los lectores miraron para otro lado.
Vi horrorizado como pueblos enteros eran bombardeados;
me vino la vergüenza y compuse “En un suspiro”.
La sociedad hipócrita prefirió escuchar a la Loba y al Caperucito.
De buenas a primeras, de mi madre me vi privado;
me vi hundido y compuse “Soñar contigo”.
31 segundos de canción supuse para much@s de quien@s me había adulado.
Creo que ”A cada cual le llega su San Martín”, no les ha gustado.
¿Vergüenza? Os la regalo
Ahora me voy a centrar en mí que es lo que me importa,
podría hablar de alguna otra gente,
pero aunque no soy un señor, mejor me lo callo.
VUELVO EN UN MOMENTO, SALGO A COMPRAR TABACO.
-¿Lisensiado, tú crees que…?-
-Creo Santi, creo-
-No se apuren muchachos, le invito a unos chatos de vino-
-¡Enfermero Cabrera, qué sorpresa, si usted no paga una ronda desde que los Rollings sacaron el Satisfaction!
-¡Nos jubilamos, muchachos, nos jubilamos!-
MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO
El caso ocurrió en los atardeceres de mi recién cumplidos catorce años.
Al salir de aquel pabellón grande sito en el inmenso jardín de un colegio de monjas las cuales ayudadas por gente caritativa sin abito religioso, nos enseñaban a las pequeñas niñas venidas a trabajar a la gran ciudad , cuatro cuentas y, cuatro letras…
Subía pues, la avenida del Tibidabo disfrutando con la vista de aquellas mansiones construidas
A las dos partes de mi recorrido.
Cerca ya de donde vivía pero que no era mi casa, me adentré en la calle R_. M_ la acera era ancha más llena de llerbajos. A mitad de la calle un coche parado. Yo iba con mis pensamiento libre de maldades, mi poca edad me vestía con ese don…
La ventanilla bajada y aquélla voz potente que salió del coche a mi paso por el lugar, me hizo mirar lo que había dentro…
Me vino la vergüenza y el sonrojo, al ver el atributo deshonesto entre medio de aquellas piernas, desmerece al hombre que lo lleva a cabo…
PAQUITA ESCOBERO
Vergüenza en el calendario
11 de marzo de 2004, 11 de marzo de cada año hasta el día de hoy.
Tres o cuatro días antes, cada año, ya comienza nuestro corazón a sentirse invadido de ese pesar que aplasta el pecho, te roba el aire y te inunda de silencio y vergüenza. La vergüenza del que sobrevive por las casualidades de la vida.
Madrid fue el destino elegido en los años 90 con una admisión en la facultad de educación. En 1994, en una localidad donde éramos más extremeños que madrileños, Alcorcón, acogida en la casa de mi hermana, comenzó a tejerse el futuro que quería forjar para tener una vida mejor que la anterior, no sin mucho esfuerzo, dobles y triples trabajos compaginados incluso entre mi tierra natal y la gran ciudad a 300 km de distancia, para poder costear el destino que nos era negado a los hijos de clases obreras, cuestiones del distrito compartido y estudiar fuera de tu ciudad.
Luego llegaron los pisos compartidos en Madrid capital, para estar más cerca de la Universidad y del trabajo.
La vida transcurría atada al despertador de las 5 de madrugada para abrir la cafetería que me sustentaba a las 7, ya con las tortillas de patatas hechas. El intervalo entre las 15 y las 16 horas en el que terminaba el trabajo y marchaba al turno de tarde de la facultad, era el tiempo de la comida exprés y el repaso de alguna asignatura de última hors. A las 22 horas cuando salía de la universidad, ponía rumbo al piso donde viviera, cena, estudiar, preparar el siguiente día, dormir 4 horas y volver a empezar.
Los años avanzaron en ese ritmo frenético que no daba tiempo a descansar y entre el periplo de la vida llegó de manera inesperada y bendecida tu luz. ¡Es curioso como los detalles de nuestros primeros encuentros y el comienzo de la vida juntos, son más nítidos cuanto más mayor me hago! Y sin embargo olvido que he desayunado…
Decisiones de vida.
Un sí me voy contigo a vivir a Madrid, decorado en una pequeña llave unida por una arandela de metal a una media luna plateada, que llevarías años en tu bolsillo, sería nuestro comienzo de vida juntos.
El gran esfuerzo.
Mi ritmo de vida se convirtió en nuestro. Ambos unidos al reloj, los trenes, el metro, las prisas, el robar tiempo al tiempo para vernos y crecer juntos, crear futuro.
Cuánto trabajo en nuestras jóvenes espaldas, más la tuya, siempre diré que me enamoré de un joven chico casi 4 años más pequeño que yo. ¡Cómo si a esa edad los 20 y los 24 fueran tan diferentes!
El esfuerzo de montar una vida cuando no se tiene nada es inmenso.
Pero éramos felices con la TV encima de una caja de cartón, una cama que servía de mesa y zona de descanso o un salón con las pocas cosas que teníamos en propiedad, algo de ropa, libros y nuestra amada música. Una mesa de estudio donde pasé tantísimas horas sentada durante la carrera y después para opositar. Siempre apoyada en tí y por tí. No fueron años fáciles, más lejos de eso fueron de grandes sacrificios, pero éramos felices.
Tú conseguiste trabajo nada más llegar a Madrid, yo terminé la carrera entre el trabajo y la universidad. Cada día que coincidíamos en libranzas por tener turnos diferentes eran una fiesta. No había dinero más que para ir montando a cachitos ese hogar en el Barrio del Pilar, pero paseábamos por Madrid con una pipas, una charla, besos y las ganas de soñar.
Y así el tiempo fue pasando. A mí Madrid me empezaba a pesar. Había vivido varios atentados ya en esa ciudad, de uno salí justo antes de que el autobús detonará en una calle central. Recuerdo mi incredulidad.
Pero pese a que era algo que en esos años solía pasar de vez en cuando, con toda la gravedad que un acto así tiene para la ciudad y su gente, la vida seguía. Continuaba entre trenes, metros, autobuses y prisas por llegar.
Nadie nos advirtió de que la vida iba a cambiar.
Tu llegada.
El sonido de las llaves en la puerta aún de madrugada, indicaba que acababas de llegar. Mi felicidad se salía por la tela del pijama, ¡podíamos desayunar juntos! Un día especial. Después yo sentarme a estudiar y tú descansar del turno de noche.
Un beso de buenos días mi amor y comenzamos la rutina o el ritual de vivir en una gran ciudad.
La llamada.
El teléfono suena temprano, no habían dado las 7.45 cuando la voz de una de mi hermanas me saca del tema de la oposición y me lleva a su cruenta realidad y la de muchos otros. No consigo consolarla y entre su llanto descifró que algo terrible acaba de pasar. Mi cuñado había cogido un tren en Atocha. No sabíamos cuál.
El televisor.
Encendí la TV sin dejar de temblar, no sabíamos lo que aún estaba por llegar. Todo era caos, destrucción, muerte en los andenes. Raíles que debían conducir la vida se rompieron por la inquietante necedad de unos paranoicos, que ese día cambiaron el rumbo de la historia. Dejaron sin seres queridos, sueños y vidas a muchos y en su crueldad unieron a toda una sociedad. Aunque nos envolvieron durante meses en el silencio más arrollador que Madrid hubiera vivido nunca y nos llenaron de la vergüenza del que sobrevivió a la barbaridad.
Mi vergüenza.
No sabía como despertarte. Habías trabajado un turno de 12 horas y quería dejarte descansar. Las noticias se agolpaban en la radio, en la TV, en el sonido de mi hermana llorando por no encontrar. Su desconsuelo, la distancia nos unia por el teléfono fijo al que dejábamos tranquilo para ver si sonaba y nos daba la noticia que esperábamos escuchar.
Me recuerdo de rodillas en el lateral de la cama, dando gracias al compañero que adelantó su turno para que pudieras marchar un poco antes. Cuanto más lloraba por la barbaridad que estábamos viviendo, por tanto horror, dolor y muerte sin razón, más vergüenza sentía por habernos librado de la crueldad.
Tras casi 8 horas noticias de mi cuñado, otro afortunado que cogió un tren antes de la explosión inicial.
Mi vergüenza estuvo y estará. Al sentirme aliviada por tenerte cerca escuchándote respirar, la de alegrarme de ver al padre de mis sobrinos a casa regresar. La de la suerte de no tener una entrevista de trabajo ese día o cualquier casualidad.
La vergüenza que les debería dar.
Los días transcurrieron en una comunión de personas en esa gran ciudad. Las mentiras, los engaños, intentando manipular. Los gritos de millones de personas en la calle pidiendo justicia y Paz.
Caminamos juntos de la mano en la manifestación más multitudinaria de la historia, mientras otros lloraban pérdidas de vidas amadas o rezaban por no perder a alguien en un hospital, tú y yo gritábamos al compás de millones de voces más.
No olvidaremos a todos los que ya no están ni el silencio que inundó la ciudad.
No se olvidarán las mentiras.
No se marchará la vergüenza que cada 11 de marzo vuelvo a sentir al despertar. Tan contradictorio como real.
2004 el año que dejamos Madrid atrás.
Por todas aquellas víctimas que perecieron una mañana en la que su vida debía continuar.
Por todos los supervivientes de los atentados, los que en andenes o vías de tren lo sintieron resonar.
Por todos los supervivientes que por casualidad se escaparon y la vergüenza nos acompaña desde entonces y nos acompañará.
11 de marzo de 2004 -11 de marzo de 2024
Veinte años ya.
BENEDICTO PALACIOS
Vergüenza torera la de Tomás que crió un perro y gato juntos y juntos los echaba de comer, pese a que le gustaba más el perro Leal, así le llamaba. Habían aparecido por casa en el mismo día y había logrado que perro y gatito se llevaban tan bien que cuando salía a pasear con Leal, el gato refunfuñaba en su lenguaje y tenía que sacarle, aunque cogido entre sus brazos. ¿Era celoso el perro? Para nada. Jugueteaban y jamás disputaban por llegar antes a la pelotita de tenis que les lanzaba Tomás.
Un día que los llevó al parque se puso a diluviar, una tormenta que descargó de pronto y no dio tiempo a llegar a casa. Perro y gato se empaparon de agua, pero el gatito temblaba de frío. Rosa, la mujer de Tomás, le echó una buena reprimenda.
—¿Cuándo has visto bañarse a un gato?
—Mujer, ha sido un imprevisto.
—Envuelve el gatito en un toalla y sécalo.
—¿El gato no es de tu incumbencia? —No esperó respuesta Tomás, porque hizo ella una señal que significaba lo tomas o lo dejas.
La pareja tenía un comercio de coloniales, del que se encargaba Rosa. La gente decía que daba gusto ir a la tienda porque estaba no limpia sino requetelimpia. Pero no le faltaban detractores. Que robaba en el peso, decían unos, que los garbanzos eran más duros que los pies de un santo y que en algunos productos se le iba la mano con el precio. «Vergüenza les debía dar, se están haciendo de oro y no han sido capaces de tener un crío.»
Se decía de Tomás que era buena persona, que cuidaba con esmero de los animales, que el perro estaba siempre reluciente, algo menos el gato.
—Porque el gato lo cría su mujer.
No faltaban comentarios más complacientes a los que la pareja no hacía el menor caso.
A Tomás además de los perros le gustaba cuidar los árboles. En un pequeño jardín había plantado limoneros y eran gloria bendita sus limones. A ellos se había aficionado una pareja de jilgueros y entre sus ramas habían logrado fabricar el nido. Y como el matrimonio dormía con la ventana abierta, en las mañanas les despertaban sus trinos.
—Ofréceles un trozo de lechuga y se posará en tu mano.
No en la mano pero sí en la habitación. Y lo que fue bendición para el oído fue también problema, porque el gato empezó a desentenderse del perro y no le secundaba sus juegos por estar más pendiente del pajarillo. Le seguía con la mirada, controlaba sus revoloteos y poco faltó para que le alcanzara con sus garras.
—Vigila al gato –le dijo a su mujer— el pajarillo también tiene derecho a la vida.
Hasta entonces habían llevado con buena armonía las mutuas preferencias, unas por el perro Leal y otras por el gatito. A veces contendían, sobre todo con la aparición de pajarillo, pero nunca la sangre no llegó al río porque si los dos animales compartían un camastro no podían ser ellos menos que compartían una cama.
Pero una mañana el jilguero desapareció y hubo crisis matrimonial. Tomás culpaba a Rosa y a su gato de la huida del jilguero, y enfadado y furioso la gritó un día con la tienda llena de clientes que era debido a sus excesos por el maldito gato. La gente se quedó asombrada de las voces.
—Vaya escandalera. Qué poca vergüenza —comentaban— discutir por un gato.
—Mucho me extraña de Tomás.
—¿Le conoces bien?
—Hasta enfadado es buena gente.
—Y Rosa?
—Es otra cosa.
—¿Estás segura?
—Pregúntale al jilguero. ¡Menuda pájara!
TALI ROSU
Malos modales
Estaba comiendo en el jardín cuando llegó mi hermana a echarme la bronca.
—¿Qué pasa? —contesté con la boca llena de carne y mirándola de reojo mientras vigilaba que nadie me quitara la pierna que me estaba zampando.
De la boca me escurría un hilo de saliva marrón rojiza que estaba manchando la mesa. Ya no importaba si me ensuciaba las manos y la ropa; a esas alturas, un poco más, un poco menos…
—Vas a acabar sola en la vida , lo sabes.
—No estoy sola, mira, saluda al vecino —repliqué mientras cogía la mano de Marco.
—¿Qué te hizo?
—Pateó a Bolita de Nieve.
—Rosi, tía, deja de moverle la mano, me da repelús. Y por lo menos límpiate un poco y cierra la boca cuando comas, esta manía tuya de comerte a los que te molestan se te está yendo de las manos.
Miré el cuerpo del vecino descuartizado sobre la mesa, observé mis manos ensangrentadas y mi ropa percudida, y de repente me entró una especie de vergüenza inquietante que no había sentido nunca.
Terminé de masticar, me tragué el bocado, me miré en el espejo, me limpié, me arreglé el pelo y fui a pedirle perdón a la madre del mocoso.
—Joder, Rosi, siempre tengo que salvarte el culo. Si no la matas se va a ir de la lengua —dijo mi hermana mientras cogía el cuchillo jamonero para acabar con el trabajo que empecé—. Bueno, por lo menos tendremos comida durante un tiempo.
MARI CARMEN MERCHÁN
Te has levantado temprano. Hace tiempo que no consigues dormir del tirón,
-¡ni las pastillas hacen ya efecto! -refunfuñas
No sabes si será porque tu cuerpo ya se ha acostumbrado a ellas o porque tu mente, que siempre ha sido maravillosa, no deja de pensar en ese viaje que estás a punto de emprender.
Un viaje hacia un lugar desconocido.
Un viaje en el que no necesitas equipaje, llevarás lo puesto y, eso si, siempre te acompañaran tus vivencias, tus recuerdos y el amor de esas personas que han caminado junto a ti…
Junto a la ventana, te sientas en el sillón que tantos días lleva abrazándote, ese sillón donde has quedado marcada tu silueta y te arropas con la manta que heredaste de tu abuela. Hecha por ella, de ganchillo, en la que se unen distintas formas de colores y que la primera vez que la vistes te pareció un poco hortera. Pronto te diste cuenta que era la más hermosa y sofisticada que podían regalarte. Comprobaste que no sólo era única sino que cada una de esas formas guardaba un recuerdo que permaneceria vivo por siempre.
El cielo, vestido de gris, intenta simular su tristeza dejando pasar entre sus nubes algún que otro rayo proveniente del astro rey mientras te deja visualizar un discreto arcoiris a lo lejos.
En tus rodillas, un gran álbum de fotos.
En esta era digital donde se ha pasado del revelar fotografías a guardarlas en «la nube» tú, nostálgica empedernida de coleccionar momentos, has seguido imprimiendo esas imágenes que la cámara de tu móvil captaba.
Comienzas a ojear el álbum y, al mismo tiempo que unas hojas van dando paso a las otras, la melancolía va dando lugar al gozo. Vuelves a revivir tu niñez mientras una sonrisa se dibuja en tu rostro.
Cierras los ojos y vuelas años atrás. Y sonríes. Sonríes al transportarte a esa época. Sonríes al volver a jugar con tus amigas, a corretear con ellas las calles tranquilas y despejadas del pueblo. Sonríes al jugar a todos esos juegos que hoy ya casi no se recuerdan. Sonríes porque eras feliz.
Sigues ojeando, pasando páginas, hasta que una foto te llama la atención. A simple vista, el retrato no muestra más que una niña que simula estar cantando , pero, en realidad, esa imagen lleva implícito un texto que solo tú puedes leer.
Vuelves a fijar tus ojos en ella. Te ves. El micrófono no era otra cosa que la mano de un mortero de cocina que previamente habías forrado con papel de aluminio y cinta aislante; aunque otras veces, el palo de un cepillo apoyado en una silla era más que suficiente.
Te vienen a la cabeza esas canciones que entonabas, de Mari Sol, Rocío Durcal, Paloma San Basilio… ¡hasta te atrevias a componer las tuyas propias! Pero todo se quedaba ahí, en aquel patio sin espectadores, en aquel rincón donde sólo tu podías disfrutar. Y ¿por qué? Por vergüenza Una vergüenza que sin quererlo se hizo tu amiga y que, sigilosamente, terminó por apoderarse de ti. Y tu, esa niña ingenua no percibiste su intención. No fuiste consciente de que poco a poco te iba desplazando para ser ella la protagonista
-¡Qué tonta fui! -te dices mientras lamentas no haber tenido más valor, mientras ves como, por vergüenza, no fuiste capaz de hacer tantas y tantas cosas…
Acaricias la fotografía a la misma vez que dos lágrimas acarician tus mejillas.
Hoy ya no sirven de nada los lamentos. Tu tiempo se agota.
Miras tras la ventana y observas como el cielo quiere cambiar el color de su vestido para que el sol pueda lucirse brillando más que nunca. Y piensas -Yo también brillare…
Y brillaste, querida amiga. Fuiste capaz de reunirnos a todos, te despojastes te esa vergüenza que durante años había convivido contigo y, con la mano de un mortero de cocina forrado de papel de aluminio y cinta aislante, te desnudastes ante nosotros embrujandonos con la melodia de tu voz.
CARMEN BERJANO
Pienso en la vergüenza y viajo a mi infancia y primera adolescencia.
Vergüenza cuando aún jugábamos a los médicos, con mi hermano y primos. Había una norma no escrita. A mi me tocaba mi primo y a mi prima mi hermano. Empecé a pasar vergüenza cuando nos reñían los adultos. Y a pasar más vergüenza cuando falleció mi abuela. Tendría 9 años. Me empezó a obsesionar la idea de que ella podía vernos desde el cielo. Y esa idea me atormentaba. Dejamos de realizar esos juegos.
Vergüenza cuando nos colábamos con los vecinos del barrio en el estadio municipal por las tardes y saltábamos en las colchonetas amontonadas de atletismo, vergüenza porque mis incipientes tetas se movían va y yo notaba como los vecinos miraban mi camiseta blanca y el descontrol de mis senos.
Vergüenza cuando estaba besando a un chico y notaba que mi sinusitis hacía de las suyas y mocos recorrían mi nariz hasta mi boca.
Vergüenza cuando fui al cine con un chico idealizando el magreo, pero justo ese día habíamos comido filetes empanados aliñados por mi padre y me pasé toda la peli repitiendo el ajo y el pimentón.
Todo esto me hace pensar que llevo viviendo mi sexualidad con vergüenza desde el principio de mis tiempos. Y que la cura, igual, ha llegado ya, de tu mano.
MARÍA CID
Me vino la verguenza!
A mi me vino la verguenza en una ocasión en que viajaba con mi hija de norte a sur o de sur a norte,ya no recuerdo bién si iba o venía de un trabajo fuera de mi ciudad.
Resulta que habíamos parado en Zaragoza por esto de conocer la ciudad,fuimos a desayunar a una cafetería de una de las calles mayores,no recuerdo el nombre,pero estaba hasta los topes de gente.
Nos sentamos y pedimos el desayuno,café con leche,media tostada y unos churros para probarlos pensando que eran cómo los de mi pueblo…recién hechos!
Pués no! por lo visto allí los hacen a las 6 de la mañana y a las 10 ya están los churros cómo témpanos de hielo y flojos cómo algo que no recuerdo ahora qué es!!!
Desayunamos regulín,porque se nos quedó el estómago renegando del frio que había cogido,cuándo habíamos terminado me levanté y fuí a la barra a pedir la cuenta,al lado había un hombre que por lo visto tenía amistad con los camareros y empezó a hacer la cuenta de cabeza, yo le dije!…no se preocupe! él dijo!…No pasa nada, soy un asiduo de esta cafetería!
Digo yo!…qué bien que no tiene que trabajar!
Dijo él!…Quién le ha dicho que yo no trabajo?
Digo yo!…ahhh jope qué trabajo es ese que le da para pasar horas en el bar?
Dijo él!…Un trabajo al cuál usted no puede acceder!
Ahí la sangre se me alteró de tal manera que con los brazos en jarras le dije a aquél señor tan insolente!…
Qué se cree usted,que yo no puedo hacer el trabajo de un hombre???
Dijo él!…No! el mio no!
Ufffffff ya resoplaba pensando en cómo contestar a aquél cretino que tenía delante con educación y sin pasarme…
Ah no? y quién lo dice?
Lo digo yo!…
Pués es usted un insolente prepotente y machista!…
Mi hija, venga mamá vámonos!!! qué verguenza!!!
Si, ya nos vamos,no pasa nada!
Dijo él!… Nada de eso señora, simplemente que yo soy Capitán General de la Comandancía de Infantería de Zaragoza y para llegar aquí a usted se le ha pasado la edad, no porque usted no pueda, simplemente porque ya es tarde para empezar!…
Ahí dije tierra trágame!!! y nos echamos a reir!…Aún me rio cuándo me acuerdo.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
CUANDO EL AMOR ATA(S)CA
Me presento ante ustedes. Mi nombre es Tonino.
Si, Tonino. Tonino Cassiotone. Sé que parece un nombre de payaso de circo, pero nada más lejos de la realidad. Detrás de ese ridículo nombre se esconde un aguerrido y veterano sargento de la división aérea del ejército italiano. Pero eso poco importa ahora.
A lo que he venido es a hablarles de amor. De amor del bueno. De amor verdadero. No de ese que se manifiesta en forma de mariposas gástricas que revolotean como locas haciendo cosquillas en las paredes del sistema digestivo, no. Me refiero al verdadero amor que llega a las vísceras hasta producir espasmos, del que te atraviesa como una descarga de alta tensión. De ese que llega un día de pronto para quedarse a vivir, sin que exista una manera fácil de explicar como ha sucedido.
Y vengo a hablar también de las primeras veces. Porque ya saben que siempre hay una primera vez para todo, o al menos eso dicen. Con veinte años recién cumplidos, está claro que ese no fue mi primer beso. Pero sí que fue, sin duda, el mejor.
Solía frecuentar en mi tiempo libre aquel conocido barrio de la periferia de Londres, junto a mis compañeros de división. Allí solíamos quemar las horas de la manera más insustancial, entre risas, bromas y borracheras. Pero esa tarde, sin saber cómo, lo inesperado se cruzó ante mis ojos. Alta, esbelta, delgada… angelical, en una sola palabra. Sé que soy un enamoradizo empedernido, rozando la náusea diría yo. Aquellos que no entienden de este sentimiento azucarado y empalagosamente diabético nunca lo llegarán a apreciar en toda su dimensión. Pero así soy yo, me enamoro hasta las trancas. Cuando el amor me ataca, me ataca de verdad.
A las primeras miradas furtivas siguieron las sonrisas, cada vez más evidentes y descaradas. Por fin, un día que paseaba solo me atreví a intentar resquebrajar el hielo:
— Señorita, con todos mis respetos… Perdone mi atrevimiento, pero… ¿Podría invitarla a una leche merengada? —balbuceé mientras las piernas me temblaban.
Ella se ruborizó al instante. Y a mí, para qué negarlo, eso me encantó. Permanecimos un rato mirándonos en silencio hasta que, finalmente, ella respondió:
— No sé si debería… no suelo aceptar peticiones de desconocidos.
— Bueno, técnicamente no somos desconocidos. Llevamos viéndonos mucho tiempo, y usted lo sabe bien. De alguna forma ya nos conocemos.
Tras unos segundos que me parecieron eternos, acabó accediendo a mi oferta. Durante un buen rato, entre sorbo y sorbo a la leche merengada, hablamos, reímos y conectamos. Hasta que, lamentablemente, aquella mágica tarde fue muriendo y llegó el momento de la despedida. No sé cómo conseguí reunir el valor necesario, pero antes de que pudiese articular palabra, la agarré entre mis brazos y la levanté en el aire, haciéndola girar como una peonza desbocada, mientras nuestras bocas se fundían en el beso más apasionado que se pueda recordar en toda la historia del cine. Porque fue exactamente eso, un beso de cine. O al menos así recuerdo yo la escena. Una película en blanco y negro de los años cuarenta en plena guerra mundial con un cartel de fondo que recordaba lo que el mundo necesitaba en aquellos momentos: una nueva esperanza. Años después, George Lucas me copiaría la idea para la primera película de su saga espacial. Pero esa es otra historia.
Como decía… un beso de película. No había sido consciente hasta ese momento, pero de pronto, un concierto de trompetas comenzó a sonar a nuestro alrededor, al tiempo que se escuchaban los cánticos de un coro de ángeles celestiales. Cosas del amor, pensé.
— ¡Imbécil!
— ¡Gilipollas!
— ¡Que no tenemos todo el día!
— ¡Vamos yaaaa…!
Desperté de la forma más brusca, dando un respingo en el asiento mientras mi cabeza sufría un melonazo contra el techo. En un instante, había pasado de ser Tonino el militar a Antonio, “el chapuzas”, vecino de Carabanchel alto para más señas. Mientras intentaba salir de mi asombro, medio Madrid me estaba acariciando los tímpanos con aquellas bellas palabras. Las trompetas no eran celestiales ni divinas, sino una masa informe de vehículos pitando tras de mí y la coral de querubines se había transformado en otro coro muy diferente de energúmenos al volante que se desgañitaban haciendo referencias explícitas a mi madre, mi padre y el resto de mi árbol genealógico.
Efectivamente, me hallaba detenido con la furgoneta al ralentí, en mitad de la M-30, en obras y en hora punta, atascando el único carril que se encontraba operativo. Frente a un semáforo que no sé cuánto tiempo llevaría en verde. ¿Saben ustedes lo que es la vergüenza más absoluta? Pues justamente eso, o algo bastante parecido. Un consejo: no se aficionen a las películas románticas ni a las de la Segunda Guerra Mundial.
ARITZ SANCHO MAURI
Es un sentimiento que me remuerde la conciencia, por una parte es el miedo al rechazo que llevo tan mal, por otro es que eres un fistro, cobarde; fuera coñas, pero tengo que hacer algo pronto sino la perdere para siempre y ya no habra mas oportunidades. Sueño con un destino caprichoso que me haga que nos volvamos a cruzar como por arte de magia, donde nos tatuemos en los corazones un recuerdo imborrable. Ella es el sueño de mi insomnio que con su mirada me desvanece cualquier malestar. A veces los sueños se cumplen, otras no pero yo no pierdo la esperanza. Solo puedo esperar eso, eso o que confiese que siente un amor verdadero y genuino, un milagro. El tiempo no juega a mi favor precisamente y tengo que estar preparado para el momento, no dejar escapar este ultimo tren que me depara la vida; ademas entre dos todo es mucho mas divertido, se comparte todo y los problemas son la mitad. Estoy bloqueado, confuso, disperso, asocial, no me reconozco, solo quiero estar con ella, se mezclan el miedo a perderla y la vergüenza. Si no hago algo ya me arrepentiré, ya he desperdiciado unas cuantas veces la oportunidad. Si no hubiera algo mi corazon y en mi intuición la habrias dado por perdida. Ademas eres creativo, espontaneo, sabes como sorprenderla, se te da bien improvisar. ¿Porque sufro tanto por ella, si seguro que esta mejor que yo? ¿Sera porque no le importo lo suficiente? ¿Sera que cuando me enamoro loca y perdidamente perdi todo mi atractivo? Deja de cavilar de una vez y centrate en tus asuntos. ¿Como me ha podido inutilizar de esta forma que soy incapaz de concentrarme en nada?¿Estara bien? ¿Estara sufriendo?¿Por qué no puedo dejar de pensar constantemente en ella? ¿Le pasara lo mismo? Ella es la unica que me ha demostrado creer en mi, en mi abanico de posibilidades, que ve la luz al final del túnel, la que apaga las oscuras sombras y devuelve el brillo a mis ojos.
Hay una llama en mi que no puedo explicar ni apagar, que me dice que solo puede ser ella, que no hay mas. Yo no la busque, aparecio sin mas, tiene que ser ella.
Cuanto mas intento olvidarla y no puedo. Es hora de tragarse el orgullo y dejar de ser un cobarde pero tengo miedo de volver a hacer el ridiculo. Solo tienes que armarte de valor, los valientes siempre han sido los grandes conquistadores, los guerreros que no se rinden a la primera; y la vida, la vida no es solo mas que un juego donde hay que saber ganar y perder, aunque sea con los cachetes colorados.
ARCADIO MALLO
ACCION Y REACCION
Se acomodó en el asiento, miró fijamente a sus interlocutores, se ajustó la chaqueta, carraspeó y, mirando al frente, dijo:
— Lo vi y lo escuché todo. Llegaron discutiendo a voz en grito. Nada normal el tono de voz para aquellas horas de la madrugada. Principalmente, se escuchaba la de él, que profería insultos y blasfemias con cada palabra. Ella caminaba a su lado, mirándolo, tranquila y segura, mientras él hacía aspavientos con las manos y se interponía en su paso a cada poco, en un intento de obligarla a mirarlo. Su actitud era chulesca, agresiva y amenazante. Pero ella seguía su camino, esquivándolo cada vez que se le cruzaba, lo que todavía lo enfadaba más. Esto que cuento, lo observé en un corto espacio de tiempo, pues era poco el camino que había desde que los avisté hasta que llegaron a la puerta de la casa.
»Mientras ella rebuscaba en el bolso, él continuaba con su griterío, enervándose un poco más con cada palabra ignorada por la chica. Fue aquí cuando sí percibí que aquella supuesta calma que ella mostraba no era tal. No daba encontrado las llaves de la puerta y se veía claramente incómoda con su acompañante. Hasta que explotó, justo en el momento que él la cogió de un brazo para girarla y obligarla a que lo mirase. En ese momento fue ella quien comenzó a gritar y a pedirle que se fuera, que la dejara en paz, que no quería saber más de él ni de sus historias. Que no quería más explicaciones, que solo quería entrar en casa y descansar. Personalmente, interpreté que lo que quería era sentirse a salvo, pues en ese momento me dio la impresión de que se sentía amenazada realmente, a pesar de conocerlo muy bien.
»Al fin encontró las llaves en el bolso. Fue justo al girarse para abrir cuando el chico, fuera de sí, la agarró de los pelos y la empujó contra la pared. En ese momento me vino la vergüenza. Vergüenza de mí mismo por no tener la determinación de abrir la puerta y ayudarla. Pero rectifiqué a tiempo y, aunque estaba más que avisado que no me metiera en sus asuntos, salí. En este punto se produjeron los hechos de los que se me acusa.
»Lo agarré por la chaqueta desde atrás y lo quité de delante de la chica, empujándolo y desplazándolo hacia la vía pública. Como usted podrá imaginar y teniendo en cuenta que, como he venido diciendo, estaba fuera de sí, volvió hacia mí insultándome y amenazándome, a lo que respondí con un nuevo empujón. Esta vez se cayó en la acera. Pero se volvió a levantar y volvió a embestirme. Ya no tuve más remedio que golpearlo. De la primera intentó devolvérmela, así que repetí reiteradamente y sin hacer caso a los gritos de mi hija de que parara. Solo lo hice cuando me di cuenta de que ya se estaba quieto. En ningún momento tuve la intención de matarlo ni mucho menos. ¡A dónde vamos! Siento haberlo lesionado, ni siquiera era mi intención golpearlo, pero no me dejó otra alternativa.
»No niego los hechos, señor juez. No lo hago. Ahora bien, tampoco me avergüenzo de lo ocurrido. Desde mi humilde opinión están haciendo el juicio de una forma equivocada. Yo no soy el delincuente. Ni siquiera me considero el agresor. Solo reaccioné ante una situación que, bajo mi punto de vista, es la que supone el delito. ¿Tiene usted hijos? ¿No habría hecho lo mismo?
FRAN KMIL
No debí inventar la historia.
Por su culpa, allí estaba yo, escondido en un hediondo y oscuro sótano de una de las casas abandonadas de mi pueblo, rodeado de cadáveres putrefactos, con los ojos cerrados para no ver a los seres malolientes que pretendían suplantarnos en el planeta , apretando mi arma contra mi pecho, con más miedo que valor, con la vergüenza de haber sido el causante de los males, entre los pocos que nos propusimos luchar. La resistencia, gustaba decir Margarita con orgullo en sus arengas para elevarnos el ánimo; los sobrevivientes, decía Xiomara en su habitual desidia y desinterés en el mañana; los empecinados, decía yo recordando al flaco hidalgo de la Mancha.
Un día desperté con ansias de ser oído y me inventé un sueño: en el trigal de la familia Andrade, habían aterrizado naves espaciales que…
Luego me vi obligado a inventar esperanzas: sobreviviremos, la victoria será nuestra. Por eso luchaban, porque les inventaba futuros. Maldije los supuestos dones que se habían apoderado de mí.
Esperé ecuánime que el verde ser se acercara a mí para apretar el gatillo y eliminarlo. Quizás hubiese podido cambiar el destino inventando otra mentira, una más conveniente a nuestro destino como raza, pero la vergüenza que había caído sobre mí, me obligó a luchar con la verdad.
EFRAÍN DÍAZ
Hay que tener mucho cuidado con los duelos y a quien retamos, porque como dicen en mi tierra, se puede virar la tortilla y terminar jodidos.
Era el año 1800 y Viena, ciudad refinada, florecía como la capital de la buena música y del buen gusto. La meca del arte. Quien conquistara Viena, conquistaba el mundo.
Daniel Steibelt se perfilaba como una joven promesa de la música. Alemán de nacimiento, era considerado como el típico prusiano: formal, correcto y muy propio, aunque arrogante y atrevido.
Su ambición y la búsqueda de reconocimiento, fama y fortuna lo condujeron a Viena. Despuntaba como un magnífico pianista.
Para darse a conocer en las altas esferas aristocráticas, él y su mecenas, el príncipe Lobkowitz idearon un duelo musical contra nada más y nada menos que Ludwig van Beethoven.
Aunque Steibelt era cinco años mayor que Beethoven, éste último le llevaba amplia ventaja en el mundillo musical.
Cuando llegó a sus oídos que lo habían retado a un duelo musical, Beethoven y su mecenas, el príncipe Lichnowsky aceptaron sin titubear. Ambos mecenas se encargaron de los arreglos.
La noche del duelo el teatro estaba lleno a capacidad. Tal fue el interés por asistir al duelo musical que hasta los pasillos estaban llenos de gente de pie.
Para el duelo, ambos músicos utilizaron un piano fabricado por Conrad Graf y afinado por un experto a la perfección.
Durante los duelos musicales, ambos contendientes iniciaban tocando una pieza de su elección, aquella de mayor dificultad técnica que conocieran.
Steibelt, soberbio, comenzó con una complicada pieza de Haydn. La tocó rozando la perfección y recibió un largo aplauso de los allí presentes.
Beethoven, por su parte, comenzó con una sonata de Mozart, que le ganó una ovación de pie.
La segunda parte del duelo consistía en improvisaciones de cada uno de los músicos sobre temas que cada ejecutante proponía al otro. Aunque Steibelt estuvo impecable, Beethoven, debido a su experiencia, logró superarlo.
La tercera y última parte del duelo consistía en tomar la partitura musical propuesta por el rival, sin haberla visto de antemano y ejecutarla con improvisaciones. Steibelt comenzó con la partitura propuesta por Beethoven. La nueva, sonata para piano número 11 en Si Mayor, Opus 22. Estuvo a la altura y debido a sus improvisaciones, el público lo aplaudió de pie.
En su turno, a Beethoven le fue entregada una partitura para violonchelo y piano, algo que violaba las reglas de la época, pues comprendía dos instrumentos en vez de uno.
Entonces ocurrió lo inimaginable. Lejos de protestar y negarse, Beethoven, genio y figura hasta la sepultura, agarró la partitura, las colocó de cabeza, sí, al revés y comenzó a ejecutarla. Lo hizo al derecho y al revés. De la primera nota a la última y luego de la última a la primera. No solo demostró maestría y pericia al tocarla a la perfección leyendo al revés una partitura nunca antes leída, sino que sus impecables improvisaciones a la pieza entretuvieron al público por más de treinta minutos. El público lo ovacionó nuevamente de pie con aplausos y vítores.
Entonces a Steibelt le vino la vergüenza. Fue tal la humillación que recibió de su contraparte, que salió del teatro seguido de su mecenas y gritando a viva voz que no volvería a pisar Viena mientras Beethoven viviera en ella.
SERGIO TELLEZ
Me vino la verguenza bochornosa, mezclada con un rubor sonrojado por lo que les voy a contar.
Es la historia de un funcionario público que llegó a mi oficina para aclarar un caso que le ocurrió en su labor como investigador, la cual transcribo tal cual.
El funcionario preguntó, mi secretaria transcribió sin quitar ni poner ni una coma de más.
Ustedes perdonarán la cantidad excesiva de redundancias repetidas en forma reiterativa.
Disculpen al funcionario por lo repetitivo y a mí por lo reiterativo e insistente. -«que verguenza»-
UNA SORPRESA INESPERADA
Cuando lo conocí por primera y única vez, lo hizo sin cita previa. Entró a mi oficina sin ser invitado por mi secretaria, cerró de un portazo la puerta de madera, luego pasó por la pared divisoria que conducía a mi escritorio.
Era un tipo de estatura media, con una peluca postiza, gafas telescópicas y un estómago prominentemente gordo que no le impedía caminar de manera ágil. Sostenía en su mano derecha un paraguas para la lluvia, se dirigió hacia mí y sus ojos se veían penetrantes.
—Soy funcionario público y estoy investigando un accidente fortuito que ocurrió la noche de anoche.
Lo primero que pensé fue: «Qué tipo tan maleducado».
Apenas me dejó decir una palabra.
—¡Cuénteme!
—Le repito de nuevo, estoy investigando un accidente fortuito que le ocurrió a un par de gemelos que pertenecían a una orquesta de música de la ciudad.
El tipo gritaba alto y, en mi opinión personal, no estaba del todo cuerdo.
—Los resultados obtenidos y según nuestras investigaciones son hechos reales los que sucedieron.
—Y el protagonista principal como testigo presencial de los hechos sucedidos es usted, mi querido y estimado amigo.
—¿Yo, por qué? —pregunté.
—Porque en el periodo de tiempo transcurrido entre las ocho y las ocho y media de la noche anterior, usted transitaba por el túnel subterráneo del metro de la ciudad y, según nuestro espía secreto, que es uno de los más idóneos de nuestro cuerpo de investigación, en ese lapso de tiempo usted se encontraba en el sitio de los acontecimientos.
—Entonces necesitó que realice un breve resumen para su evaluación.
El funcionario público dio un gran golpe con su puño cerrado a mi escritorio y prosiguió.
—Empecemos de nuevo con los antecedentes previos, y vuelvo a reiterar: ¿estuvo en el lugar de los hechos acontecidos?
—Sí —contesté afirmativamente.
—¿Qué vio con sus ojos?
—Pues, observé al par de gemelos tirados en el piso. Luego pasó una jauría de perros por encima de los pobres muchachos, pero curiosamente no se detuvieron a oler la hemorragia de sangre que había en el piso.
—¿Eran cadáveres sin vida?
—Sí.
—¿Estaban en parejas de a dos, o esparcidos por separado?
—Sí, señor, estaban los dos gemelos muy juntos. A pesar de que no los vi muy bien al principio, luego los observé con mis propios ojos. Todo pasó en un lapso de tiempo muy corto.
—¿Con sus ojos, observó a otras personas en el sitio?
—Pues, unos minutos antes de pasar por el lugar donde estaban los dos gemelos en el piso, observé a un trío de tres chicos fumándose un porro de marihuana. Se reían nerviosamente y vi algo que parecía sangre en uno de ellos. Además, introdujeron dentro de un frasco de vidrio unos objetos que no logré distinguir con mi vista.
—Vuelvo a repetir: ¿no observó otra situación anormalmente rara?
—No.
—Le recuerdo señor, que ante la ley no puede decir mentiras falsas, y no puede hacer suposiciones antes de conocerlas, hasta que no determinemos el veredicto final que va a ser la base fundamental para castigar con sanción a los homicidas asesinos.
—Entonces, sacando las conclusiones finales y como testigo presencial de los hechos acaecidos, lo emplazó citándolo a testificar ante el juez cuyo despacho está subiendo para arriba la lomita antes de la calle principal.
El funcionario público, salió como entró, y me dejó cavilando mientras pensaba: «¿En qué lío problemático me había metido?».
Luego me tranquilicé.
Yo personalmente era un simple tonto, testigo observador de un asesinato delictivo.
Hice memoria del recuerdo de la noche de anoche y caí en cuenta de algo que no le había comentado mientras hablaba con el funcionario público. En el frasco de vidrio que tenía uno de los tres chicos del trío, brillaban centelleando un par de objetos que parecían dientes.
Todo se aclaró cuando mi secretaria personal me llevó el diario matutino de la mañana. En primera página aparecía el siguiente titular:
Aparecen muertos sin vida un par de gemelos en el túnel subterráneo del metro
Y más abajo, a continuación, un subtítulo pregonaba:
Cada uno de los dos gemelos componentes de una orquesta de música se encontraba sin un diente incisivo delantero. Sus padres progenitores aseguran que eran de oro.
EDUARDO VALENZUELA
Yo estaba aterrado, pues mi padre era terriblemente estricto. La última vez que me llamó a su despacho me azotó hasta fracturarme con el herraje de la hebilla que remataba su cinturón.
Mientras esperaba a que él llegara me mantuve de pie, firme, de espaldas a la puerta y con las manos cruzadas tras la espalda, ¡cómo un hombre! , tal como él ya me lo había enseñado en mi más tierna infancia. Me ocupaba en recorrer con la mirada cada una de las cornisas, rosetones y ménsulas que ornamentaban su preciado estudio. Recordé cuántas veces había sido castigado en ese lugar donde el aroma de los libros viejos se mezclaba con la fragancia del elefante de sándalo que desde siempre hacía guardia junto al escritorio.
Cuando escuché que la puerta se abría, me estremecí. Él entró, sentí cuando pasó junto a mí sin dirigirme ni una palabra, ni una mirada; simplemente caminó hasta ubicarse detrás de su escritorio.
La luz cenital del estudio esculpía su rostro haciéndolo parecer cadavérico y amenazante. Se mantuvo en silencio, ocupado en revisar algunos papeles. Yo sólo oía mi respiración agitada y el sonido que se producía dentro de mi cabeza cada vez que tragaba saliva. Finalmente dejó sus papeles, fijó su vista en mí, rodeó el escritorio hasta quedar cerca mio y dijo:
―Alfredo. ¿Tiene algo que decirme?
Me sentí acorralado, su sentencia era ambigua. Pronunciar mi nombre era la mayor muestra de afecto y ternura que podía esperar de él; yo dejaba de ser una cosa y pasaba a ser una persona: su hijo, su simiente, su heredero. Por otra parte, al preguntarme si yo tenía algo que decirle me estaba amenazando con que sabía más que yo, y me ofrecía la oportunidad de entregarme y esperar misericordia.
―No, señor ―dije, jugándome el todo por el todo.
―¿Está seguro?
―Seguro, señor.
Bajó la vista y calmadamente volvió a colocarse detrás de su escritorio. Abrió un cajón que chirrió y sacó algo que yo no esperaba ni en la más horrible de mis pesadillas.
―Entonces… ¡¿Qué significa esto, tunante?! ―dijo, mostrándome la evidencia del robo que yo había cometido en mi trabajo hace unas semanas.
―Me arrepiento, me avergüenzo de haber cometido ese robo, señor ―Bajé la cabeza y me rendí, de nada me habría servido continuar negándolo.
―¿Hay testigos? ¿Alguien te vio?
―No, señor. Nadie me vio.
―Si nadie te descubre no tienes nada de qué avergonzarte ni arrepentirte. Por el contrario, debieras estar orgulloso. Lo importante es que lo que hagas, lo hagas bien.
Me volvió el alma al cuerpo, levanté nuevamente la cabeza, lo miré a los ojos y con alegría le dije:
―Entonces… ¡Estoy orgulloso de lo que hice, señor!
Caminó hasta un rincón. Allí tomó algo que yo no veía desde que tenía doce años. Era su vara de cerezo, la que usaba para “corregir” mis travesuras de niño.
―Es verdaderamente decepcionante el tener que utilizar esto en circunstancias que usted ya tiene veintiún años de edad ―dijo, sosteniendo la vara con la diestra y dándose golpecitos en la palma de la siniestra.
Ante mi inequívoca expresión de confusión tuvo que aclararme:
―Le acabo de explicar que se debe sentir orgulloso sólo si nadie lo descubre, pero evidentemente se olvida de que yo lo he descubierto. ¡Bájese los pantalones, cretino, y aprenda a hacer las cosas bien!
Y entonces sí; allí, a mis veintiún años y con los pantalones abajo, me vino la vergüenza.
IVONNE CORONADO
La caricatura
De mis recuerdos de infancia, hay uno que me avergüenza, y por más que quisiera borrarlo, se viene de tiempo en tiempo trayéndome a esa tarde en el Balneario Los Chorros.
Mi abuelita me había pasado su calzoneta, y si me la puse, andaría por los trece años, algo así. Ella era bajita, delgada, y su amor la hizo ver que me moría por bañarme en la piscina natural de ese lugar, pero que no tenía traje de baño.
Entonces me ofreció el suyo. Me quedaba holgado, pero no me importó. Su color ya no era negro, sino más bien pardo de tan usado.
Hacía mucho viento, el agua siempre fue helada ahí, y me veo con ese traje mojado, abriéndose un poco a causa del agua y del viento, y mis piernas delgadas.
Un hombre se me acercó de pronto y me dijo: ¡Mira! ¿Te gusta?
Era una caricatura. Una mujer o niña, su traje inflado por el viento, dándole un aire cómico. Creo que parecía una falda.
Mire a todos lados, vi a alguien así, y le dije riéndome: Es esa señora?
-No, eres tú! – y se carcajeaba.
Me vino la vergüenza, no solo de mi propia comicidad y pobre atuendo, sino de haber malinterpretado ese dibujo y reírme un poco de este, que ni era siquiera uno bueno, cuando creía era el de otra persona, y sentirme vulnerable, atacada quizás, al descubrir que era yo la que había sido caricaturizada.
Cada vez que lo recuerdo, me perturba. ¿Por qué? ¿Por no haberme reído de mí misma a ese instante? ¿Qué diría un psicólogo?
OMAR R LA ROSA
Hola, tanto tiempo que no ando por aca. Estoy muy perdido, lo sé Es una vergüenza…aunque no creo que nadie lo note.
¡Que vergüenza! ¿como puede ser?
Estoy tan avergonzado que no sé que escribir…
¡Que vergüenza!, mejor me voy.
…..
JUAN PEÑA
Isekai
El consejo de administración estaba reunido en la planta noble del edificio Isekai, alrededor de la mesa elíptica que daba cabida a las siete personas que lo componían. A través de las cristaleras, se podían contemplar los rascacielos amontonados de la ciudad, pero los consejeros no miraban por ellas, sino que permanecían atentos a la pantalla gigante y a las explicaciones, que una mujer con bata de laboratorio, les ofrecía.
―E53b37a es un planeta rocoso, con agua y atmósfera, de una masa similar a la de la Tierra. Pero tiene un problema: alberga vida.
―¿Está en rango de acción? ―preguntó uno de los consejeros.
―¿Perdón? ―se excusó la ponente ladeando un poco la cabeza, señal de que no había oído bien.
―Si está en rango de acción.
La doctora asintió repetidamente con la cabeza, haciendo notar que esta vez había escuchado con claridad.
―Lo está, ciertamente, a tres saltos, pero las directrices éticas del Gobierno Terráqueo prohíben colonizar y/o explotar un planeta habitado.
A Maturana le pareció que aquella información había hecho que los consejeros perdieran el interés en la reunión, pero uno de ellos dijo:
―No prohíben explorar y estudiar sin interferir.
Maturana lo observó. Era el más joven de todos, blancuzco y delgado, bien vestido. Martín Orbiola, lo conocía de haberlo visto en algún reportaje de las revistas de sociedad.
―No, no lo prohíben ―afirmó la doctora, aunque negaba con la cabeza y añadió―. Aunque sería extraño que una empresa de extracción como Isekai se interesara en un planeta habitado. Sería difícil de explicar y, más aún, de convencer al ministerio Ético de que no se va con afán lucrativo.
―La vida que alberga, ¿es inteligente, evolucionada o hablamos de plantas? ―preguntó Orbiola.
La doctora apretó los labios. Pensó que las plantas podían estar más evolucionadas que la vida sentada a esa mesa, podían llevar en su sabía la adaptabilidad al entorno de millones de años, pero se contuvo y solo dijo:
―No lo puedo asegurar, pero la probabilidad de que sea inteligente es alta.
―¿Tecnológicamente avanzada?
―No ―dijo la doctora sin atisbo de duda, aunque pensó que debía matizar―. No hay evidencias. Sin embargo, cualquier forma de vida debe de ser respetada y protegida. Hay muchos otros planetas y asteroides apropiados para la extracción. ―Se giró, se agachó, despareció por unos instantes de la pantalla, reapareció con un papel en las manos y dijo―. He preparado una lista de posibles destinos.
Orbiola se levantó, se acercó a la pantalla y preguntó:
―Doctora Maturana, ¿me conoce?
Maturana asintió y dijo:
―Sí, lo conozco. Usted es Martín Orbiola, el hijo del jefe.
A Orbiola le vino la vergüenza, se sonrojó, esbozó una sonrisa entre el resentimiento y la frustración, y dijo:
―Exacto, el hijo del jefe. Por desgracia, el jefe, mi padre, no ha podido venir a la reunión, ni podrá participar en ninguna por un tiempo. Está… enfermo.
―Lo siento. No lo sabía.
Orbiola se giró de espaldas a la pantalla y dijo:
―No tenía usted porqué saberlo. De hecho, pocos lo saben, espero que sepa guardar el secreto.
―Por descontado. No es algo que me incumba.
Martín volvió a mirar la pantalla y dijo:
―Se lo agradezco. ―Sonrió―. El caso es que ahora, Isekai está bajo mi tutela y tengo ideas diferentes a las de mi padre; más acordes a la época en la que vivimos. No quiero decir que mi padre estuviera equivocado. Era un hombre de su tiempo, levantó un imperio con base en el trabajo duro y métodos que hoy en día hacen que los remilgados se lleven las manos a la cabeza y, poco menos, que se rasguen las vestiduras, pero así se hacían las cosas por aquel entonces y nadie se lo debería reprochar juzgando desde nuestra moral y nuestro presente. Lo tendrían que alabar por los logros conseguidos e idolatrarlo como el visionario que fue, no criticarlo ni vilipendiarlo.
La doctora Maturana escuchaba con atención, aunque no sabía a dónde quería llegar Martín Orbiola con esa apología. Orbiola prosiguió:
―Hasta las rosas más bellas tienen espinas ―sentenció y sonriendo como si hubiera hecho una travesura, dijo―. Perdón por la cursilería, creo que es un verso de algún poeta clásico.
«Ni de coña. Ni poeta ni clásico, un pedante de aquí te espero, si acaso», pensó Maturana, y Orbiola seguía hablando:
―…creo que ha llegado el momento de devolverle a la sociedad parte de lo que nos ha dado, y encumbrar a Isekai al lugar que se merece y le corresponde…
Maturana, que ya no soportaba más la disertación, había sobreentendido el eufemismo y replicó:
―Imagino que extraer materiales de un planeta con vida no será parte de ese lavado de cara.
Martín Orbiola hizo un gesto de extrañeza, como si no supiera quién le había interrumpido o por qué. Se ubicó enseguida, miró sonriente a la pantalla y dijo:
―No, por descontado, esa no sería la manera apropiada de hacerlo. Mi propósito es completamente otro. Pretendo crear la Fundación Isekai para investigar la vida en otros planetas y, antes de que me interrumpa de nuevo, lo haré teniendo en cuenta y siguiendo a rajatabla las normativas del ministerio Ético.
―¿Una fundación? ―preguntó o dudó Maturana.
―Una fundación ―confirmó Orbiola―. Es cierto, para qué negarlo, que una fundación ofrece cuantiosos beneficios fiscales, pero no es esa mi principal motivación, sino aportar mi granito de arena a la Ciencia.
La doctora Maturana estaba sorprendida, observó a los demás consejeros. Sentados, cuatro de ellos comprobaban sus dividendos en el móvil o, quizá, jugaban. Los otros dos se debían de haber quedado sin batería, aunque tampoco prestaban atención a lo que se decía. Uno tenía la mirada perdida en las cristaleras y el otro daba vueltas a una pluma, tal vez, intentando adivinar cuántas daría.
«¿Cuándo han dejado de escuchar?», se preguntó Maturana. No estaba segura, pues había estado mirando a Martín Orbiola en todo momento y no se había fijado en ellos. Pero no había sido antes de que Martín Orbiola tomara las riendas de la conversación. «¿Justo cuando se levantó?», hizo memoria Maturana, aunque no estaba segura, e intuyó que lo de la fundación era una idea que todos los demás consideraban descabellada y al saber que el planeta estaba habitado, dejó de interesarles. «Ahí fue», recordó la sensación que había tenido.
«Lo de la fundación debe de ser un caramelo que le dan al niño para que no toque los cojones. Por muy hijo del jefe que sea, lo tienen o es un pelagatos. Le regalan un juguete para tenerlo entretenido y no moleste», se dijo Maturana y, entonces, se le iluminó la mente.
La fundación podía ser un juguete, pero uno con el que ella también quería jugar. Era una oportunidad única para estudiar vida en otro planeta y dijo:
―Ese tipo de estudios son exageradamente caros…
Los consejeros volvieron a prestar atención y uno de ellos, quizá el que jugaba al buscaminas, si es que jugaba a eso, preguntó:
―¿De cuánto dinero hablamos?
Maturana no lo sabía, no tenía ni idea, solo era consciente de que eran caros y haciendo un gesto inequívoco de ignorancia, planteó una cifra a modo tentativo:
―¿Mil millones?
Maturana observó las reacciones de los consejeros. No eran de sorpresa, seguro que ya habían tanteado el terreno y manejaban las cifras aproximadas de lo que costaba una aventura científica de ese tipo. El que había preguntado asintió, dejó el móvil sobre la mesa, miró a Orbiola y dijo:
―Quinientos. Ni uno más.
―¿Es un trato? ―preguntó Orbiola.
El consejero enseñó los dientes en una sonrisa amplificada y sin ruborizarse ni atisbo de vergüenza dijo:
―De compra y venta.
CARMEN ÚBEDA FERRER
En la vereda te espero
—————————-
-Esta noche, prenda mía,
en la vereda te espero-
-No puedo… ya sabes que soy casada.
Que solo de pensarlo sé
me viene la vergüenza…-
-Y yo, por muy casado me tengo.
Esta noche, sin reparos,
en la vereda te espero,
que tanto tú, como yo,
tenemos roto el corazón
de antojos y de deseo…-
Y llegó la noche oscura.
Era muy negra y serena,
más consolaban su negrura
los guiños de rutilantes estrellas.
En la penumbra de la vereda
se encontraron él y ella.
Se abrazaron con urgencia los amantes,
y se amaron con irreverente arrebato.
Los besos fueron ardientes,
y entre los besos susurros
de lamentos inconscientes.
-No debo… ya sabes… que soy casada…
Que solo de pensarlo sé
me viene la vergüenza…-
-Y yo… por muy casado me tengo…-
……………………………………………………
La noche envuelta en su
negro manto
continuó serena en el cielo
ajena a estos trajines,
y quisieron las estrellas
para mitigar su luto,
hacerle una corona
de diamantinos destellos.
IRENE ADLER
EL CERRO DE SANTA CATALINA
Desde que el conde Alfonso Enríquez abandonó la fortaleza para buscar en Francia una mediación diplomática al asedio de Gijón, su esposa Isabel de Portugal conducía a las tropas que resistian en el castillo del cerro. Organizaba las defensas; distribuía los víveres; atendía a los heridos; racionaba la munición, el agua y las esperanzas de los insurgentes, que a fe del pirata inglés y a estas alturas, no habían de ser muchas ni muy halagüeñas.
Harry Pay, capitán mercenario del Mary de Pool, les servía para burlar el bloqueo que el ejército de Enrique mantenía sobre el cerro de Santa Catalina, férreo como un torniquete, con el que esperaba asfixiar al bastardo de su tío el conde Alfonso y su mujer, que resistian a pesar de lo desesperado y absurdo de la situación. Las tropas reales, acampadas al pie del cerro, los doblaban en número y en armas, pero poco o nada parecían estar avanzando: porque la fortaleza resistía.
Y mientras el inglés les aprovisionara la despensa y el arsenal, el asedio bien podía eternizarse.
La partida del conde Alfonso se pactó a condición de que su hijo mayor—que sólo era un niño— permaneciera como rehén en el campamento real hasta su vuelta. Y aunque en rigor aquello no era ni un alto el fuego ni una tregua, se produjo un aletargamiento de las hostilidades. Una suerte de impasse que se asemejaba en su calma tensa al silencio que precede a la tormenta.
Fue en aquellos días extraños que Harry Pay se enamoró de ella, observándola agotada y despierta recorrer los adarves con la mirada perdida en las luces del campamento real o en la oscura profundidad de las aguas del Cantábrico. Más allá del mar, estaba Alfonso. Y al abrigo de cualquiera de aquellas luces que titilaban en la noche como estrellas o luciérnagas, estaba su hijo. Y aún así, ella jamás descuidó sus quehaceres ni eludió su responsabilidad. Incluso con el corazón partido en dos y una fatiga insoportable, tomaba decisiones y consolaba a los más débiles. Una mujer sola enfrentada a todo un ejército.
El inglés nunca había visto tanto valor en un hombre como el que vio en ella durante aquellos días extraños en los que se creyó, en verdad, enamorado.
—No tengo mucho que ofreceros. Sólo mi barco, una casa en Pool y mi modesta reputación como capitán de la Liga de los Cinco Puertos. Sé que él os ha prometido un reino. Yo sólo puedo ofreceros un trono de mujer en mi corazón.
Isabel lo miró sin sorpresa ni reproches. La oscuridad que envolvía la muralla vino a disimular el nacimiento de una lágrima y el escalofrío que le recorrió la espalda.
La asaltaron a la vez la vergüenza y el desasosiego, porque durante un momento—lo que dura un parpadeo o el latido de un corazón— ella dudó.
Empezar desde cero en otra parte, con otro nombre, bajo otro cielo, era ciertamente un anhelo tentador. Pero no se había casado dos veces con el mismo hombre por codicia o ambición. Amaba a Alfonso. Lo había amado desde que tenía nueve años, aquel día sobre el Tajo, la primera vez que lo vio.
Con extrema cortesía y con voz queda, como si le estuviera haciendo al inglés una confidencia más, Isabel declinó su propuesta con una dulce tristeza, como si en verdad lamentara no poder dejar de ser quien era, ni tan siquiera por él.
—La primera vez que Alfonso y yo nos casamos fue por razones de estado, una alianza política entre Castilla y Portugal. Nos casamos por ser lo que éramos. Pero la segunda vez nos casamos por ser quiénes éramos, porque cuando de verdad nos conocimos descubrimos no sólo el amor, sino también las semejanzas. Ambos primogénitos y bastardos, huérfanos tempranos de madre, peones en la partida de ajedrez que otros jugaban por nosotros. Sólo nos teníamos el uno al otro, nuestros agravios y nuestras carencias. Hay más de mí en Alfonso que en mí misma, Harry, jamás le abandonaré. Y hace muchos años que sé que nunca seré reina.
El pirata inclinó la cabeza, más triste que avergonzado, y sonrió.
—Es un hombre afortunado.
Isabel apoyó una mano sobre el matacán de la muralla y miró abajo: al hormigueo incesante de hombres y de antorchas, de máquinas de guerra y relinchos inquietos de caballos. El ejército de Enrique oscilaba y se movía como un mar con oleaje, amenazante y siniestro. Y entre ese ejército y todo lo demás, sólo se interponían las murallas del castillo y la férrea voluntad de una mujer solitaria como un mascarón de proa.
—La Fortuna también lo abandonó hace tiempo. Y la suerte, y el destino.—dijo ella, absorta en aquel mar de hombres y de fuegos que latían al pie del cerro como una marea inexorable que avanzaba—¿Entendéis ahora por qué no puedo abandonarlo? Soy lo único que le queda de tanto como pudo llegar a ser.
JAVIER GARCÍA HOYOS
Toda su vida, Sonia, se había dedicado al oficio de sus sueños.
El escenario era el lugar donde creaba su mundo, en el que se alejaba de una realidad para crear otra alternativa. Donde dejaba de ser ella misma para transformarse en heroína, villana, en la mujer que siempre quiso ser, o en la que más despreciaba. En alguien que no comprendía pero que necesitaba entender.
El escenario otorgaba, a sus ojos, la visión desde la que podía dirigir, no solo el personaje que interpretaba, si no las emociones de quienes la observaban desde las butacas.
Era como el péndulo de un hipnotizador, y ella era quien tenía la facultad de hacer soñar, o despertar, a quien tenía la fortuna de poder verla.
Sonia disfrutaba, jugaba y, a veces, sufría con las vidas que ella creaba.
Miles de ojos estaban atentos a sus actuaciones. Miles de nervios que crecían con intensidad, desde que llegaba al teatro, hasta que salía tras las bambalinas.
Y esa noche no era una excepción. Ensayaba sola, como de costumbre era la primera en llegar. Le encantaba hacer pases para si misma, recordar cada movimiento, cada palabra. Se convertía, así, en emperatriz de aquel pequeño mundo.
Atada por completo a su personaje, Sonia disfrutaba.
Hasta que oyó unos pasos. Sonia fue consciente de que alguien la observaba, y sintió algo extraño, sintió vergüenza, ¿por qué? No lo sabía, pero había aparecido.
Su director la preguntó qué ocurría. Ella no supo que responder, en su mente solo aparecían, ahora, butacas ocupadas, ojos mirándola, como siempre, pero con un sentimiento que ahora la ahogaba, que no dominaba.
Solo una pregunta ocupaba su mente y, a la vez, borraba de ella su guión:
¿Y si no puedo controlarlo?
AMPARO SORIA
HÉCTOR
Isaac, Israel y Héctor cronometraron sus relojes. Llevaban meses planeando cada detalle del atraco. Una misión cobrada de antemano con una suculenta cifra pagada por un pez gordo de la banda “Los Tracaderos”. No fallarían, no les convenía, existía un riesgo muy alto y certero de acabar con sus huesos fracturados en un acantilado. Su veteranía y agresividad les avalaba, eran buenos en lo suyo, por eso confiaron en ellos. 14:57h. Israel y Héctor serían los ejecutores, Isaac esperaría en el Mercedes prestado para la misión sin permiso de su incauto propietario.
– ¡¿Preparados?!–ordenó Israel. –Recuerda, Isaac, das la vuelta y a las 15:02h. apareces clavao en este mismo punto.
Isaac y Héctor afirmaron con la cabeza. Israel y Héctor se colocaron los pasamontañas, salieron del vehículo dirigiéndose al comercio en cuestión. Una vez en su interior, Israel apuntó con su arma a los dos clientes y al dependiente alzando su voz en tono brusco y autoritario – ¡Manos arriba! – Extrañado, echó un vistazo a su compañero, este permanecía inmóvil y sonrojado tras él. Le hizo una seña para que procediera a su trabajo.
-Pero ¡¿Qué demonios te ha pasado, gilipollas?! -gritó Héctor en el interior del Mercedes que circulaba a gran velocidad por la carretera secundaria. –¡Hemos estado a esto de que no pillaran por tu puta culpa! ¡Inútil!
-Me dio la vergüenza. –respondió cabizbajo Héctor.
– ¡¿Vergüenza…?! ¡¡¿Tú?!! –añadió Héctor socarrón.
– ¡Síí! ¡¿Qué pasa?! –exclamó plantando cara al líder del grupo. –No puedo…no puedo evitarlo. -Su voz se rompió. -cuando un anciano me recrimina con la mirada como el de la joyería, es como si viera a mi viejo ¡Y le juré justo antes de morir que no volvería a las andadas!
……………….
EVA AVIA TORIBIO
Me vino la vergüenza
Te voy a contar una anécdota, que me pasó cuando era joven camino al trabajo, por una de esas calles mas transitadas de mi ciudad, que, a todo esto, parecía un pueblo, porque era pequeña y en la que, en aquellos días, casi todas las caras las habías visto en algún momento de la vida.
Ese día, como otro cualquiera, voy al que era mi insufrible trabajo de aquel entonces, insufrible, porque trabajaba largas horas en una cocina, y asombrosamente no pasaba prácticamente nadie, ¡menos mal!, porque en la vida he pasado más vergüenza.
Algo hizo que mi mirada se desviara hacia la cera de enfrente y allí, un rostro que no había visto hasta ese día, y tengo que decir que tampoco después. Pensarás que es habitual, eso de ver rostros no antes vistos y sí, tienes razón, lo que no fue normal es que era tan guapo, que no vi lo que tenia en frente, y era una farola con papelera incluida.
¡No te rías, que te veo! y sí, de morros contra la farola. El chico me miró y por supuesto se rio como tú lo estás haciendo, me sonrojé y me entró la risa. Agaché la cabeza y acalorada puse no sé cuántas marchas a mis piernas. ¡Qué vergüenza, por el amor de Dios!
GRACIELA PELLAZZA
«Si arrastré por este mundo
La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser..»
Así canturreaba mientras las ventanas del caserío se iban cerrando. La noche llegaba así, con dos faroles que se prendían, de vez en cuando, si ninguna piedrita esa tarde le habia quitado la suerte.
Estaba Pedro; acostumbrado a los perros que ladran, al cri cri del grillo, y al susto de alguna sombra que le aceleraba el paso hasta llegar a su casa, y también; a la flojera del desencanto.
Pedro Iba cuesta abajo, como el tango de Gardel. Con la resignada vergüenza del llanto, con el «no seremos nunca» atrapado en la mochila.
Acostumbrado.
No se había olvidado nada, si hasta el fracaso le tintineaba en los bolsillos, iba creciendo centavo a centavo.
Pedro había nacido con esa condición.Vivía en la última casita del rechazo.
Todas las noches lo veo venir, por las tablitas rotas de la persiana. Pocas veces mirando estrellas, o columpiando los brazos, como si el mundo no tuviera guirnaldas.
Como yo.
Una noche de estas, haré un ruido raro, uno chiquito, uno que dispare sobre su hombro, uno que le mate la timidez de los ojos, y en esta poca luz, vea el rubor de mis mejillas.
«Si fui flojo, si fui ciego, solo quiero que comprendas
El valor que representa el coraje de querer…
GAIA ORBE
Manifiesto:
se prenden las luces
desvanece la gran ciudad
detrás de la cortina de agua
ojeo en un libro miríadas
de la historia humana
descubrimos el fuego la rueda
transformamos las letras
definimos consonantes vocales
construimos las palabras
y las palabras hicieron oraciones
sin embargo
los experimentos políticos
terminaron frustrados una
y otra vez
asociar la buena vida
con el consumo material
nos fijó a los bucles
de la contradicción
inmersos en los juegos
de recompensas premios
y castigos permitimos
matanzas genocidios
traicionamos a la naturaleza
olvidando la magia
de ser parte en su red
asociamos la salud a los hospitales
drogas técnicas diagnósticas
sin preguntarnos
por qué nos enfermamos
basta de ser víctimas o peones
tengamos vergüenza
la esencia del hombre
no es buena ni mala
es solo proceso intuitivo
de transformación
en tiempo de crisis
la rueda sigue girando
rompamos las líneas
sintamos vergüenza
y demos el salto
aunque suene audaz
tal vez un poco romántico
todo puede ser de otra manera
nosotros somos el futuro
GRISELDA SIERRA
La historia que voy a contarles sucedió hace más de medio siglo, cuando yo apenas era un niño de siete años y vivía con mis padres en un pequeño pueblo rural donde no había agua potable, ni luz eléctrica, ni carreteras pavimentadas ni nada que tuviera que ver con el progreso o con las exquisiteces o buenos modales de la ciudad. Porque, además, el pueblo quedaba bastante alejado de la ciudad, tanto que para llegar allá se hacían hasta dos días de camino por las estrechas terracerías por donde corría el autobús de pasajeros, si acaso dos veces al mes.
Recuerdo que el correo llegaba una vez al mes y casi nunca veíamos en aquellas tierras a un visitante de los pueblos vecinos y mucho menos de la capital del estado. Pero un día ocurrió. Nunca supe cuáles habían sido los motivos para que aquel forastero se arriesgara a recorrer las intrincadas veredas de la Sierra Madre Occidental, y tampoco supe por qué fue a dar a casa de mis abuelos. Quizás ni siquiera hubiera sabido de su visita si no hubiera sido porque a ese hombre le entró la urgencia por ir al baño.
Como la casa de los abuelos estaba cerca de la de mis padres y compartíamos la letrina, el hombre atravesó el callejón que iba hasta el corral y ahí andaba yo recogiendo los huevos de las gallinas.
-¿Dónde está el baño? –me preguntó aquel hombre apenas se paró delante de mí.
Sorprendido por su presencia, y también por la pregunta, casi me echo a correr, pero en último momento logré balbucear.
-¿Qué?
-¿Dónde está el baño?
Yo estaba realmente confundido y no sabía qué contestarle. ¿Para qué quería aquel desconocido saber dónde estaba el baño?, ¿acaso iba a bañarse?
Por la cara que puse imagino que él se dio cuenta de que yo no entendía ni jota de lo que realmente quería decir con su pregunta.
Entonces vi como su rostro se ponía rojo, como tomate, y casi con un grito ahogado me decía:
-El excusado, ¿dónde está el excusado?
-Ah, el excusado; está ahí –dije señalando el pequeño cuarto en donde estaba la letrina.
El hombre caminó de prisa hacia donde yo le decía, y yo me quedé pensando por qué le había venido la vergüenza al tener que pronunciar la palabra excusado. Aunque, ahora que lo pienso bien, quizás para ese momento ya él se había ensuciado los pantalones.
ALMUT KREUSCH HOFFMAN
Me vino la vergüenza
No debería haberle mirado nunca a los ojos.
Era un viernes por la tarde, agotada tras de una semana de intenso trabajo, y con impaciencia esperaba mi turno en una larga cola de la caja del supermercado.
De repente noté ese fenómeno inexplicable. Sentí que un par de ojos se clavaban en mi espalda.
No podía resistirme y, aunque no sin cierto hastío, me di la media vuelta. La intensidad de su mirada me hizo estremecer. No fui capaz de mantener aquel primer contacto visual. Vi en ellos curiosidad, calidez y bondad pero también deseo, admiración y súplica. Aparté la vista.
Pagué mi cuenta, llené con las bolsas mi carrito, me dirigí a la salida y al aparcamiento. Sus ojos seguían clavados en mi espalda.
—¿Puedo ayudarte a meter las bolsas en el maletero?
Esta voz suave y un poco ronca no admitía un “no”.
—Muchas gracias—, eran las únicas palabra que salían de mi boca.Le observé mientras depositó las bolsas. Un joven alto con un cuerpo atlético, los pelos negros atados en una coleta, barba de tres días que acentuaba aún mas su rostro anguloso y ojos verdes como los gatos.
Cerró el maletero y me miró. Era consciente de que podía tener cierto atractivo para el, iba arreglada, con un vestido ceñido negro y zapatos de tacón alto; ropa de mi trabajo como directiva en una gran empresa.
—Me tienes que perdonar, pero cuando te vi en el supermercado no pude apartar la vista. No puedo explicarlo bien, pero de repente sentí algo tan profundo, tan intenso, como encontrar un tesoro sin haberlo buscado.
Le miré incrédula, pero en mi interior sentí de repente un atisbo de excitación que no pasó desapercibido a sus ojos. Entablamos conversación. Resultó ser un hombre culto, educado, atento y muy atractivo. Pero lo que yo quería era irme a casa, ponerme ropa cómoda y descansar. A insistencias suyas quedamos en la tarde del día siguiente en un bar de copas.
Dudé mucho en acudir a la cita.
Yo acababa de pasar de los cincuenta, él tenía treinta y dos y nunca me he sentido atraída por hombres más jóvenes.
Pero con Elías, así se llamaba , fue diferente. Como si estuviéramos conectados por un cordón umbilical invisible, en pocas horas alcanzamos una profundidad de confianza, comprensión, cercanía y atracción mutua que no volvería a sentir jamás.
A última hora de la tarde, cuando el pub estaba a punto de cerrar, me miró con aquellos hermosos ojos que ya me eran tan familiares y me dijo:
– Lucía, ven a casa conmigo, te quiero hacer el amor. No soy como los demás. No quiero ni que lo pienses. Pero me siento tan unido a ti, te sentía como mi alma gemela incluso antes de dirigirte la palabra, y por eso quiero llenar tu cuerpo y tu mente, ofrecerte todo lo que durante tanto tiempo he reservado en mi interior sólo para ti.
Desde el primer impulso, todo mi ser quiso gritar: >Sí, llévame contigo, siento lo mismo que tú, entreguémonos a nuestro noble destino…>
Pero de repente me vino la vergüenza. Elías se dio cuenta de mi vacilación y me preguntó: «¿Qué te pasa? Sé que estás tan excitada como yo.
Súbitamente tímida y ruborizada, le dije:— ¡Dudo que te guste mi cuerpo! Ya no tiene la firmeza de mis años más jovenes; mi vientre está marcada por una cicatriz, de una intervención quirúrgica; mis pechos siguen implacablemente la ley de la gravedad; mi…
Elías no me dejó terminar de describir el siguiente defecto. Selló mi boca con un beso cálido y apasionado. Luego me susurró al oído:
—Acariciaré todas tus cicatrices, las visibles y las invisibles, haré de tu cuerpo mi castillo, habitaré todas sus habitaciones y juntos construiremos nuestro reino para siempre.
Me fui con él, temblorosa, ansiosa, con el corazón acelerado y las pupilas dilatadas, mi mano fría en la suya, cálida y firme. Me dejé llevar. Dejé que me desnudara lentamente, con ternura y suavidad. Nos lanzamos al antiguo ritual, bailamos en el agitado mar del placer, cuyas olas nos llevaron a alturas nunca antes conquistadas. Nos abrazamos mientras íbamos a la deriva por la cresta, que finalmente rompió con un rugido y, acompañada por nuestros gritos de gozo, nos dejó caer sobre un lecho como la cálida arena de una playa tropical. Poco a poco el mar se calmó, pero nuestra sangre seguía hirviendo, aún podíamos sentir la humedad yel salitre. Más tarde el manto del silencio se cernía sobre nosotros.
Elias acercó su boca a mi oido y con voz quebrada por la emoción me dijo:
—¡Gracias mamá!
Me quedé como un bloque de hielo.
Esperé hasta que se quedó profundamente dormido.
Me vestí sin hacer ruido y dejé una nota encima de la mesa antes de desparecer de su vida para siempre.
Decía:
“Te deseo lo mejor, Edipo, cuídate mucho.
Yocasta.”
MARÍA JESÚS MARTÍNEZ SANCHO
Ya lo decía mi padre que en gloria esté…»Quién tiene vergüenza, ni come ni almuerza» no le hacía mucho caso y cómo suele pasar cuándo ya es demasiado tarde, hace un rato pensaba «Que razón tenías papá»
No llevaba la cuenta de los años que atendia ocasionalmente al chico misterioso que compraba cada tres o cuatro meses algo de fruta en mi establecimiento, no llevaba la cuenta de todas las veces que me daba un vuelco el corazón al verle entrar y pensar que ese era el momento de lanzarme y atreverme a decirle algo y a la vez pensar que mejor me callaba, porque para algo era la solterona del barrio. No llevaba la cuenta pero eran más de diez años en esa tesitura de sentirme fugazmente feliz unos minutos cada tres o cuatro meses.
Cada vez que aparecía y me miraba directa y profundamente a los ojos intentando entablar conversación sobre las manzanas Granny Smith…Uff…no sé qué me pasaba pero mí cara se convertía en algo tan ácido cómo la manzana, mí boca apenas articulaba palabra y me sentía tan ridícula…¡Maldita vergüenza!
Mi compañera bastante más resuelta que yo me advirtió ese día que pronto iba a intervenir para que no pareciera tan tonta y no sé si sentí miedo o alivio al pensar que alguien pudiese hacer algo por mí; total lo peor que podría pasar era que no volviese a verle el pelo nunca más y ¡quedarme sin momento feliz del trimestre!
Y así, un día cualquiera dónde hacía mucho frío y estábamos a primera hora de la mañana reponiendo aún la tienda, el destino caprichoso quiso que apareciera mi amor secreto en el peor momento (o desde la perspectiva del tiempo el mejor) pues me acababa de quedar enganchada con una caja de las dichosas manzanas preferidas del susodicho.
-¿Te encuentras bien? ¿Puedo ayudarte?
Su cara de preocupación y el tacto de su mano en mi brazo mientras trataba de enderezarme, me enternecio tanto cómo me estremeció y una vez más, atrapada en la dichosa vergüenza no pude decirle mucho más que un «Estoy bien» seco y antipático que solucionó en un plis plas la aparición estelar de mí compañera Inés diciéndole:
-Anda muchacho, llévate a esta mujer a casa que descanse que ya me encargo hoy de la tienda y te llevas gratis unas manzanitas de estas que te gustan tanto!
No recuerdo mucho más porque casi me desmayo o casi la mato después de verla guiñandome cómplice e ilusionada el ojito, pero la realidad es qué encantado de la vida se prestó a acompañarme hasta la mismísima puerta de mi casa y habló conmigo lo suficiente para que desapareciera mi mutismo mientras duraba el camino… La vergüenza se esfumó y dio paso a este día, un año después lleno de momentos de ilusión y complicidad alejados de complejos, miedos e inseguridades y en los que para ser feliz ya no hacía falta esperar un día al azar cada tres o cuatro meses.
JOSÉ LUIS USÓN
MIS DISCULPAS
Ya lo siento compañeros
Esta semana no hay nada
Mi mente sigue varada
En playas de arena blanca
Donde mueren las palabras
En la pantalla vacía
Se refleja mi mirada
Es que me estrujo los sesos
Pero que no sale nada
Ay, que jodida palabra
Voy al face, a ver qué pasa
Y aquello es una comparsa
Lo ha colgado Coronado
Y mi maño Jose Armando
Es que todos tienen algo
Y yo que no encuentro verbo
Ni sustantivo, ni adverbio
Que decoren con su gracia
Este intrincado panfleto
¿Me estaré volviendo viejo?
¿Y si me marco una rima?
José Luis, no eres de rima
Tu eres más… de prosa fina
No te metas en harina
Que sabemos lo que pasa
En mi mente se amontonan
Palabras y más palabras
Todas revueltas, sin gracia
Me gritan que las ordene
¡Caray, dejadme que piense!
Me acecha la madrugada
Suenan ya tres campanadas
Y yo sigo aquí en lo mío
Que no, que no sale nada
Mejor será que me vaya
Y echando la vista arriba
Me leo la payasada
¿Y si la cuelgo, que pasa?
Que va a pasar, hombre
¡Nada!
Vergüenza me da presentar esto, pero ese era el tema de esta semana ¿no?
YOMALCKRY OSORIO
Veo a lo lejos.
El pasado que ya no
Recuerdo y quiero enterrar .
Guardo los mejores momentos una
U otra vez para siempre.
En todos los dias puede ser colores .
Nubes grises que dan
Zarpazos de
Alegria y nostalgia al mismo tiempo..
ABBY MARSIE ROGOM
LA CHEROKEE.
Aquél amanecer fue rojo y el picante olor de la pólvora se suspendía en la mañana recién nacida, envuelto en las nubes de humo.
Ella lo vio, había salido confundida y sin haber corrido del todo el velo del sueño de sus ojos, al sentir sacudirse el suelo y el golpe acústico explotando en sus oídos, y vio a Nashua salir de su tienda, ahí parado con su bebé muerto en brazos. Resonó el grito de horror del padre en esa mañana de 1930 gris y oscura. La madre, Delane estaba tras él con los brazos caídos, la cara ensangrentada y quieta y perdida la mirada en un abismo oscuro, lejano e insondable, en el que quedaría perdida para siempre.
A veces cuando hablabas con ella y la mirabas, allí desde el fondo se sus ojos la veías escalando, haciendo esfuerzos por subir las paredes de ese agujero en el que estaba, pero volvía a resbalar, cayendo al vacío de nuevo.
Destruido su poblado a cañonazos.La casa del consejo en el centro, ardiendo.
Allí se reunían los clanes. Los lobos, los pantera azul, los pájaro, los cabello largo y otros, para tomar decisiones en común, ardiendo como una tea.
Y los echaron de sus tierras hacia el este, en dirección a las cercanías del Missisipi, un lugar que se consideraba territorio indígena, iniciando el que sería llamado » el camino de las lágrimas».
Allí en la meseta flanqueada por dos montañas nació ella, de allí fue expulsada con toda su gente. Esa noche junto con su llanto, entró en vuelo una lechuza blanca, parándose al lado de hija y madre. Su tótem, su espíritu protector. Murió una, nació otra.
La partera pensó que la niña especial en verdad, pues su espíritu protector, encarnado en esa lechuza , fue a buscarla el día de su nacimiento,
_Su nombre_ le dijo la partera.
_ Nidawi Denahi_dijo la madre, antes de perder la vida en el río de sangre que manaba de su cuerpo.
Su significado era » ser mágico del pequeño valle»
El primero era nombre de varón, y puesto que había seres mágicos femeninos, se llamaria Nidawi, dijo un día la madre, sabiendo, quién sabe por qué, que sería niña.
En la tribu Cherokee las mujeres eran consideradas igual al hombre, muy respetadas. Cuando en los consejos no había acuerdo, la última palabra la tenía una mujer, la considerada más sabía de la tribu. Ésa fue su madre, junto con una anciana, así consideradas.
Nidawi pues.
Ahora partían de sus tierras, sin su padre también, muerto debatiéndose en una enfermedad de hombre blanco.
Grandes traiciones del hombre pálido habían caído sobre ellos, la antigua tribu Cherokee procedente de Méjico y asentada en las tierras que ahora decían los colonos ingleses que pertenecían a la recién creada nación de Estados Unidos.
Los expoliadores europeos no querían que los indios pasaran por sus tierras, por esas tierras robadas a los nativos, ni siquiera querían que pisaran el camino que habían de atravesar para abandonar su territorio.
A veces se encontraban en alguno de los pasos que habían de atravesar y donde además los obligaban a pagar una especie de peaje.
No era suficientemente delirante y sin sentido todo aquello, que a veces grandes grupos de soldados armados se apostaban en algunos lugares haciéndolos pasar por una especie de embudo o paso natural, empujando y dando golpes para que caminaran aprisa.
Un soldado maloliente y borracho le dió con la culata del arma un golpe a la abuela de Nidawi, haciéndola caer al suelo.
Muchas cosas se atropellaron en su sucesión en unos segundos.
El soldado volvió a levantar el arma con la intención de golpear a la anciana en la cabeza, tendida boca abajo, sobre la nieve; a su nieta no le dió tiempo a lanzarse sobre el militar beodo, porque surgió un muchacho, soldado también, que cayó sobre él, golpeándole con furia en la cara.Lo mató allí mismo, levantó la vista y sus miradas se cruzaron. Nidawi cayó en el cielo azul de sus ojos, y el soldado Barnet se perdió en el cielo nocturno de los de ella.
Y huyó. Acababa de traicionar a los suyos, por un indio.
El frío los iba matando en el camino, el cansancio, el hambre y la sed. Una segunda vez volvió a verlo.
Habían llegado a un lugar donde les volvían a exigir el pago para pasar. No tenían nada.
Entre risas los soldados sugirieron que hicieran una colecta.
Se retiraron los indios al bosque, y apareció el, acercándose a uno de los hombres de la tribu. Éste en su desesperación hizo un amago de atacarle, y está vez lo salvó ella.
_ ¡Kato!
El indio la miró.
Habló Barnet.
_ Podéis pasar cruzando el río por la parte baja, habrá que desandar una parte del camino, unas dos millas, pero podremos pasar.
_ ¿Podremos? ¿Por qué nos ayudas?_ le dijo Kato, mirándolo con desconfianza.
Nidawi adelantó un paso.
_ lo he visto matar a otro soldado porque la golpeó_ dijo, señalando a su abuela, sentada sobre su hatillo y tosiendo. La colonizaba a ella una incipiente neumonía, quedando también como uno de los caídos durante el camino de las lágrimas.
_ pero tengo que evitar que den la voz de alarma. Esperad aquí_.
En el puesto había esa noche cuatro soldados.
Se escucharon cuatro disparos rápidos.
Volvió Bernet y dijo:
_ Quiero ir con vosotros._
Kato miró a Nidawi, que asintió, miró después a la consejera del clan, se acercó ésta al soldado, y lo miró a los ojos fijamente. Se sintió él como si estuviera desnudo ante ella. Y asintió también.
Fue con ellos el resto del camino, no fue aceptado por todos, pero al llegar a término el viaje, Bernet era considerado un Cherokee más.
Les costó a muchos, era un blanco.
Pero la vergüenza que sentía el blanco de su propia raza lo hizo indio.
Y los indios lucharon con los blancos en su guerra de secesión, bajo la promesa de concederles las tierras que habitaban. La única tierra que les concedieron fue la que cubrió sus tumbas.
A pie marcharon niños, mujeres, hombres y ancianos; descalzos muchos y con lo que podían llevar cargado a la espalda, así caminaron, cruzaron el río y siguieron.
Nidawi caminaba junto a su abuela, sobre el camino helado.
Una lechuza miraba pasar la larga fila de personas, miles, a la caída de esa noche fría. Más de cuatro mil fueron quedando en el camino en toda su extensión.
Voló la lechuza al llegar a Los Apalaches y se puso en el hombro de Nidawi, asustándola, pero la aceptó a su lado, porque su pueblo respetaba las señales y aun sin saber qué significaba aquello, la llevó con ella y la cuidó hasta que llegaron al nuevo destino, que los acorralaba un poco más cada vez, y siguió con ella siempre. Barnet también.
Llegó la segunda primavera con su hijo, un mestizo de piel tostada, pelo oscuro y unos hermosos ojos azules, su nombre era Anaki, «guerrero».
Y llegó el día en el que se hizo hombre, y su lucha fue transmitir y preservar la historia, la lengua y la cultura de su pueblo. No es la sangre, es el sentir.
El día que se marcó la primera huella del camino de las lágrimas, dejando atrás sus tierras y su poblado en llamas, del exterminio de un pueblo y la vergüenza de otro, sus padres fueron testigos de la muerte sobre la vida, ahora su hijo era testigo de la vida sobre la muerte.
Miraba Anaki la madre tierra que pisaba, con el lago al fondo, en el pequeño valle en el que se asentaron, como el propio nombre de su propia madre pronosticara. Voló una pequeña lechuza blanca y se posó sobre su hombro.
RAFAEL MENCÍA ESTEBAN
Flor violada
Miro tus ojos vivaces, tus manos diminutas. Contemplo tu pequeño cuerpo sobre mi regazo y me pregunto cómo sería tu padre de niño, antes de convertirse en un monstruo, antes de violar a tu madre. Y ahora intento olvidar por ti, para poder amar sin culparte, para guardarme el asco y el vómito que me levanta su recuerdo. Borrar la imagen de mi falda de colegiala ensangrentada, borrar el comportamiento de mi propio padre. Y seguir viviendo para quererte.
Hace nueve meses era una niña feliz. Salía del colegio sonriendo y jugando con mis amigas. Marta me pidió que le pasase los apuntes de geografía y buscando en la cartera perdí el autobús escolar. Pero don Anselmo fue muy amable al llevarme a la parada de Entrearenas, antes de acudir a dar la misa de Puente el Pico. Cómo iba yo a pensar que, aquel día, mi inocencia se escaparía por mis piernas entre lágrimas rojas, orín y heces. Y sin embargo entraste tú que hoy llenas mi vida de felicidad.
Mi padre no denunció la violación. Era más la vergüenza y el deshonor, junto a la venganza debida, que el valor de otra niña sometida a la brutalidad del hombre. Y las monjas recogían los despojos infrahumanos, que como ellas, perdían la capacidad de ser madres reconocidas; ocultando el fruto del dolor, con la esperanza de que con educación y amor no se convirtieran en sus propios padres.
Llegamos a Entrearenas antes que el autobús, y don Anselmo me confió a Hermenegildo, que era primo del cabo de Crescente y que de alguna manera era familia mía porque su abuelo Pastor y mi abuela Dorotea eran primos por parte de madre. Mene, como todos le llamaban, para el Ángelus ya estaba chispao y me apretaba muy fuerte del brazo que me tenía cogida, cuando se despedía de don Anselmo, que con la prisa de la Santa Misa hizo derrapar las ruedas de la 4L al girar en la plazuela y coger el camino del pantano.
Manolo, el chófer del bus, le dijo a mi padre, que paró cinco minutos más de lo que hubiera querido en Aldeanueva, para que subiera el cartero, con la bicicleta. Siempre lo recogía para librarle de la cuesta de Entrearenas que por más de un kilómetro ascendía hasta el páramo desde el Molino de las Tuerces. Cuando llegó a la plazuela, de Entrearenas, le extrañó que Flor no estuviera esperando, pues la había visto pasar en el coche del cura un poco antes de la curva de los pinares. Otros cinco minutos esperó por la niña pero no aparecía. Sólo vio pasar al Mene, muy raro, agarrándose el brazo izquierdo y mascullando maldiciones y blasfemias que sin oirlas, de viva voz, ya se le conocían en su boca sucia.
Me llevó hasta la taberna de La Petra para seguir tomando vino. Tuve que darle un buen mordisco en el brazo para que me soltara. En el portalón de Enrique me subí a la escalera del pajar porque se había soltado el perro. Cuando lo volvieron a atar ya era demasiado tarde y Manolo iba camino del páramo. Mi madre, preocupada cuando paró el autobús y yo no estaba, mandó a mi padre con la motocicleta de vuelta a Entrearenas, pero no me vio porque cogí el camino de la fuente, el que sube por detrás del monte. Y allí fue donde el maldito bastardo me golpeó en la cara antes de decir palabra.
Durante una semana o más, se me amontonan los recuerdos, me tuvo en la cabaña del monte. El primer día me golpeó por todo el cuerpo. Me dolía tanto la barriga, de los puñetazos, que me hice mis necesidades encima; y el maldito cabrón se reía cuando me echaba un cubo de agua como si fuera una presa que estaba lavando para desollar.
Allí murió mi llanto infantil, con el olor fétido, rancio, de aquel animal y mis excrementos.
Al día siguiente me arrastró por las piernas hasta que la falda tableada del colegio quedó por encima de mi cintura; se echó encima y yo no podía respirar. Se incorporaba para empujar cada vez con más fuerza, entonces yo respiraba porque cuando se volvía a dejar caer sobre mi, no me entraba el aire y las costillas se me clavaban en el pecho y no podía podía gritar, no tenía aire que aventase mis cuerdas vocales.
El tercer día, sin hablar, volvió a baldearme para quitarme la sangre de las piernas, y sus restos con los míos. Al echarme el agua por la cara conseguí que una parte entrara en mi boca con el dolor que me producía al pasar por mi garganta seca, después de tres días sin comer ni beber.
Yo estaba segura de que iba a morir, y me dio de comer al cuarto día. Creo que pensó que como el resto de animales que tenía, yo era uno más. Me lanzó unos trozos de pan duro y puso una lata de chapa oxidada con agua. No tenía fuerzas para recoger la comida pero necesitaba sobrevivir. Cuando me acerqué a beber el agua me dió una patada en la cabeza, ya no recuerdo más.
Todos los días, y algunas noches, don Anselmo, Mene y Manolo salieron a buscarme. Se sentían responsables, cada uno a su manera, por haberme perdido aquel día. Mi padre se rompió, me contaba mi madre, pero ella sabía que aún había esperanza.
Sólo faltaba ojear el camino de la fuente, detrás del monte. Cuando abrieron la puerta de la cabaña, me encontraron tirada en el suelo con la ropa destrozada y llena de moratones y costras de las heridas. La sangre seca entre las piernas hizo que los ojos de Manolo se llenaran de lágrimas, mientras Mene blasfemaba y don Anselmo, arrodillado, me recogía del suelo sollozando: que aún vivía, que estaba viva.
Coge mi pecho para mamar.
Te mentiré mi pequeña cosita,
tu padre murió en el mar
pero me regaló tu sonrisa bonita.
CARLOS RODRÍGUEZ
Vallejo preguntó a los jóvenes por si habían visto quién había dejado aquel sobre, pero ninguno había visto que nadie se acercase lo suficientemente a la moto como para dejar nada. Observo alrededor, pero nada había que pudiera parecer sospechoso, nadie en los vehículos estacionados ni en la calle, el grupo de chicos y ellos dos parecían ser los únicos en la zona.
En aquella exploración visual sus ojos se detuvieron en tres puntos muy concretos, una cámara de control de tráfico y las cámaras de seguridad de un par de locales próximos, tal vez de las grabaciones pudiera sacar alguna imagen de quien estuviese intentando jugar con él.
Llamo a la comisaría de Vigo, desde allí podían iniciar la petición de las imágenes de la cámara de tráfico, y aunque estaba fuera de servicio, sería él mismo quien hablaría con los locales para hacer un visionado previo y pedir que le hicieran copia de las mismas.
La franja horaria a escudriñar estaba clara, sabía perfectamente a que hora habían llegado ellos, y por las respuestas que la pandilla le había dado, también cuando lo había hecho el grupo. Aunque, por si acaso, pediría hasta que Amalia y él habían regresado, era posible que quien hubiese puesto el sobre allí se hubiese quedado para asegurarse de que era Vallejo quien recibía el mensaje.
No estaba dispuesto a que nadie pusiera en duda su profesionalidad, y mucho menos a dejar que, quien parecía estar detrás de toda aquella trama de informaciones filtradas y el posible asesinato de un hombre, se acercase a Amalia y pudiera dañarla o algo peor. De modo que no perdió tiempo alguno, y se puso manos a la obra. Tras pedir a los compañeros de una de las patrullas que le enviaron que llevaran a Amalia a casa de sus padres, tranquilizándola y despidiéndose de ella con la promesa de llamarla en la mañana para regresar juntos a Santiago.
Mientras esperaba poder visionar aquellas grabaciones su cabeza rumiaba el contenido de aquella nota, que ya se encontraba embolsado junto al sobre y camino de la comisaría. Aquella frase había traído a su memoria aquella composición perfecta con la que se había encontrado, ahora algo destacaba en su imagen mental, era el tablero que se encontraba en la mesa central, la única que no había sido utilizada durante la partida múltiple que se había jugado aquella noche.
Sí, ahora lo estaba viendo ¿cómo se le había podido escapar algo tan evidente? El tablero estaba preparado para comenzar una partida de damas, pero… ¿qué pintaban en el centro del tablero, tumbados, la reina y el rey blancos y junto a ellos, de pie, el rey negro? Desde luego aquellas piezas nada tenían que ver con el juego que se disputaba allí esa noche ¿Cuál sería su significado? ¿Sería acaso algún tipo de amenaza?
Todas aquellas preguntas estaban embotando su cabeza sin conseguir respuestas para ellas.
– Tranquilo Vallejo – se dijo a si mismo – ahora céntrate en las imágenes, los compis de científica lo han fotografiado todo y se han llevado todos los tableros y piezas del campeonato, etiquetando su ubicación exacta dentro de la escena y quien había jugado en cada mesa.
Ninguno de los locales tenía modo de visionar las grabaciones in situ, de modo que recogió las copias en cuanto los propietarios de los negocios se las entregaron y se fue a comisaría, no importaba cuánto llevaba sin dormir, quería verlas de inmediato.
No tuvo que quemarse las retinas con el visionado de horas de grabación. Inicio el proceso por la cámara que parecía tener mejor ángulo de la moto, y sí, allí estaba, a menos de cinco minutos de salir ellos del plano de la cámara, una figura aparecía acercándose al motociclo desde el lado opuesto al que ellos se habían ido.
Pausó la imagen, la volvió atrás y adelante fotograma a fotograma, intentando distinguir un rostro, un detalle que delatase a quien se escondía en las sombras de la noche, pero era imposible, sabía muy bien lo que hacía, todo lo que conseguía distinguir era un mono de lo más corriente y un casco sin rastro distintivos.
El resto de grabaciones tampoco arrojaron mejor resultado, salvo la marca y modelo de una motocicleta sin matrícula que llegaba a la zona justo después de hacerlo ellos y que la abandonaba cuando ellos regresaron, pero justo antes de que Vallejo encontrase el sobre.
En los videos también se podía distinguir que aquella persona era una mujer, la figura que marcaba el ajustado mono y la melena que sobresalía bajo el casco.
Los expertos en audiovisuales tratarían de mejorar aquello, y desde la sala de control de tráfico tratarían de seguir el recorrido de la sospechosa e intentar dar con su paradero.
Vallejo, agotado por las horas que ya llevaba despierto, y la tensión de saber que a presunta responsable de todos aquellos hechos que estaba investigando hubiera estado tan cerca, dejó todo en manos de los compañeros y se fue a dormir unas horas.
Aunque este último suceso le afectaba e implicaba directamente, había aprendido a delegar en los compañeros muchas de las tareas de la investigación de los casos, pues siempre aportaban puntos de vista diferentes al suyo y esto complementaba el abanico de posibilidades, dando como resultado conclusiones mucho más exactas.
Serían sobre las doce y media de la mañana cuando le despertó el sonido del móvil oficial, le llamaban para informarle de los resultados de la búsqueda en las cámaras de tráfico, aunque las noticias no eran buenas. Habían perdido a la sospechosa en una zona ciega, por lo que habían desplazado varias patrullas en busca de la motocicleta, pero justo antes de su llegada a la barriada donde se le había perdido la pista, los vecinos habían alertado de una motocicleta en llamas, que coincidía con el modelo que buscaban. No se había podido recuperar nada, quien la había incendiado sabía muy bien como deshacerse de cualquier prueba, pues antes de iniciar el fuego había cortado el número de serie del bastidor.
Vallejo pidió que le mantuviesen al tanto de cualquier avance en lo relativo al incendio, y que le enviasen el sobre con la nota a Santiago.
Luego llamó a Amalia, que tampoco había dormido mucho con los nervios, para organizar el regreso a Compostela. Acordaron hacerlo aquella misma tarde, después de aprovechar para comer cada uno con sus padres. La recogería en la casa familiar a las cinco, aunque ambos sabían que saldrían más tarde de allí, Vallejo tendría que pasar a saludar a los padres de Amalia y era seguro que no se escaparía sin tomarse un café y charlar un ratito con ellos.
La charla fue del todo intrascendente, las típicas preguntas de siempre, que como va el trabajo, la vida, etc. Todo aquello que ya había vivido en otras ocasiones.
Durante el trayecto de regreso Amalia quiso saber que había sucedido con la misteriosa nota y quien la había dejado allí, a lo que él no dudó en contestar poniéndola al día de cuanto sabía de lo ocurrido la noche anterior.
Vallejo no iba tranquilo, vigilaba continuamente los retrovisores, hacia el amago de parar en áreas de servicio o descanso, salía de la autopista y volvía a entrar en el mismo punto, incluso realizó parte del viaje por carreteras secundarias, todo para asegurarse de que no les estaba siguiendo ningún vehículo.
Amalia no era ajena a aquellas técnicas, pues ya lo había vivido en alguna ocasión en la que él las había visitado y habían ido juntos a algún sitio. En varias ocasiones Vallejo había estado amenazado y la seguridad se había vuelto una obsesión cuando ellas le acompañaban.
Esa misma obsesión fue la que le llevó a solicitar protección para Amalia, pues temía que estando también implicada en la investigación del caso pudiese haberse convertido también en objetivo de quien fuese que estuviera tras todo aquello.
Espero a llegar al domicilio de esta para comunicarle lo que había hecho, y aunque no le hizo ninguna gracia a Amalia, consiguió convencerla de que era necesario, pues se habían acercado demasiado a ellos y el peligro era evidente.
Vallejo verificó que todo estaba en orden en la casa y se quedó con Amalia hasta que llegaron los agentes que se encargarían de la vigilancia aquella noche, luego se despidió de ella hasta la mañana siguiente, volvería a ver había ido todo.
No quiso quedarse a pasar la noche, necesitaba aliviar tensión, saldría a correr unas horas por las calles de Santiago y aprovecharía para intentar encajar las piezas de aquel rompecabezas que tenía entre manos.
Pero la noche le reservaba alguna sorpresa más. Para su recorrido había optado por comenzar por el sendero junto al río antes de volver a las gastadas piedras de las calles del casco histórico y el parque de la Alameda, para pasarse por la comisaría antes de regresar al hotel donde estaba residiendo.
Fue al doblar una esquina, bajo los soportes en penumbra de una de las calles próximas a la zona donde suelen reunirse los estudiantes universitarios, donde entre las sombras se besaba apasionada una pareja. No quiso interrumpir el momento, y disimuladamente se apartó lo suficiente para que la pareja no se sintiera incómoda con su paso.
Eran dos chicas las que furtivamente se abrazaban aprovechando la oscuridad de la noche y la poca luz que de las farolas se colaba bajo los arcos aquellos soportales, pero esto no era nada que estuviera fuera de la normalidad, pero tras la tremenda maraña de melenas entremezcladas un ojo alcanzó a llamar su atención… parecía Valeria.
Quiso hacer como que no la había reconocido, pero fue ella quien corrió hacia él.
– ¡No le cuentes a mi madre, por favor! – dijo la quinceañera mientras se abrazaba fuertemente al sudado cuerpo de Vallejo.
– Tranquila mi niña, será nuestro secreto, pero tarde o temprano tendrá que saberlo.
– Pero… se enfadará cuando se entere, ya sabes que es muy tradicional… como los abuelos.
– No, ella no es así, a tu madre le importa más tu felicidad que el género de la persona que te haga sentir así. Más de una vez lo hemos hablado a raíz de situaciones parecidas que hemos vivido.
– Entonces … ¿me ayudarás a contárselo?
– ¡Claro que sí, cariño, claro que sí! – respondió Vallejo mientras una enorme sensación de vergüenza le invadía al ver a “su niña» más ruborizada que capote al sol en tarde de toros, no por lo visto, si no por haber sido él quien hubiese descubierto aquello que Valeria estaba escondiendo como si de un delito se tratase.
– ¡Gracias, gracias, gracias! – no había más que repetir aquella jovencita que él había visto crecer y a quien tantas veces había visto dormirse en sus brazos.
– Pero…
La interrupción de Vallejo puso a Valeria al borde del llanto, pues pensó que sería él quien le recriminaría aquella relación, pero nada más lejos de la realidad, y tras un breve silencio volvieron a brotar las palabras desde la garganta de aquel hombre al que ella quería muchísimo más de lo que nunca había querido al que había sido pareja de su madre mientras ella era muy pequeña.
– Yo también tengo que pedirte algo… no puedo decirte el porqué, pero durante una temporada necesito que salgas de casa lo mínimo, sé que no es fácil lo que te pido, pero es imprescindible que así lo hagas ¿podríais ir ahora para casa? Yo me pasaré un ratito.
– Claro que sí, cuando me lo pides así de serio es que algo malo está pasando, tú nunca te pones serio conmigo.
– Luego te lo contaré, si quieres lleva a tu novia contigo, así también se la presenta a mamá.
– Ya la conoce, lo que no sabe es que somos pareja.
MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ
¿VERGÜENZA O INOCENCIA?
Nos conocíamos desde los diez años, cuando nos encontramos en el Instituto para cursar Primer Curso de Bachillerato, aquel de las famosas reválidas que tantos dolores de cabeza dieron durante un par de décadas a hijos y padres.
Se llamaba Paquito y era divertido, aunque bastante esmirriado. Pero nos caíamos bien, quizá porque yo tampoco destacaba ni por altura ni por desarrollo físico por lo que éramos diestros en trepar a la morera para coger hojas para los gusanos de seda del resto de la clase así como dátiles cuando maduraban en la palmera, pero incapaces para encestar una pelota en el aro de básquet. Y el tiempo fue pasando y como sucede siempre, dimos el estirón, el cambio de cuerpo y de voz. Pero nuestra amistad prosiguió.
Paquito, mejor dicho, Paco ya, fuese por estar de paso a la suya o porque la verdad, nos encontrábamos a gusto el uno con la otra, me acompañaba siempre a casa a la salida del Instituto. Pero palabra, que no existía ninguna otra razón, al contrario, nos aconsejábamos mutuamente sobre los chichos o chicas que nos podían hacer algo de “tilín”.
Hasta que llegó el curso Preuniversitario. ¿Qué sucedió entonces? No lo sé. Algo extraño sucedió a la vuelta del verano ya que él dejó de hablar de chicas y yo…pues solo lo tenía a él como referente masculino. Pero nada más.
Los meses pasaban y con diecisiete añitos se nos planteaba por delante el qué haríamos el próximo curso, en que comenzaría una nueva época de nuestra vida. Y de eso solíamos hablar camino de nuestras casas. Hasta que un día a mediados de mayo, cuando ya las tardes eran largas, él me propuso acercarnos al recinto del viejo edificio de la Universidad, rodeado por un jardín con múltiples especies vegetales. Paseamos por allí un rato cruzándonos con estudiantes ya universitarios.
-Mira, así seremos el año que viene nosotros.
-Si aprobamos, claro.
-¿Has decidido qué estudiarás?
…………………………………………………….
Finamente, cansados de dar vueltas nos sentamos bajo un árbol lleno de flores rosadas, y Paco pegando un salto, cortó una pequeña ramita que conteía algunas y me la dio. La olí pero no emnaba ninguna esencia.
-Oh, no huele- dije apenada.
-No, pero es bonita. Y ¡mira las hojas! Tienen forma de…anda ¡corazón! -dijo sorprendido.
-Aaaaah, entonces debe ser el árbol del corazón…no, espera…ah, si ¡el árbol del amor!- solté inocente de habérselo oído a mi madre.
El entonces me mitó y, cogiéndome una mano me dijo serio:
-Esto es una premonición- y se quedó callado, igual que lo hice yo.
Pasó un rato, pudieron ser minutos, segundos, horas…y se repente, se giró dándome un beso en la mejilla mientras decía algo que no llegué a oír ya que, avergonzadísima, me levanté y salí corriendo.
Por supuesto, es la risa de hijos y nietos cuando lo explicamos.
NILA J BOHORQUEZ
Isolina era la ayudante doméstica(con residencia permanente) en nuestra casa solariega; joven y bonita chica, quien como toda mujer enamorada, soñaba lucir su encantador vestido blanco, jurando ante el altar su amor y fidelidad a su futuro esposo, el apuesto Nepomuceno.
Yo, como madrina de la boda en el acto sacramental religioso, tenía la responsabilidad de la organización de la fiesta familiar con los detalles requeridos, para que Isolina tuviese la noche más hermosa y trascendental de su vida.
Habiendo cumplido con los requisitos exigidos por la iglesia católica, con el visto bueno del Párroco de la Catedral de «Santa Clara», procedimos a elaborar la lista de invitados para la gran celebración, cuyas tarjetas finamente diseñadas por mi hermana menor (Tity), fueron entregadas a su debido tiempo.
¡Y así, transcurrieron los días entre ‘corre-corre’ en los preparativos y otros pormenores relativos a estos eventos…y también, algo de estrés!
¡Al fin!..¡Llegó el gran día sábado e Isolina feliz al ver su imagen reflejada en el espejo de su cómoda, «vestida de velo y corona», bailó y cantó de alegría demostrando emoción y satisfacción!
Mi hermana mayor y yo le dimos los últimos ‘toques’ de maquillaje resaltando su natural belleza, pero ella no quedó conforme con nuestro trabajo de «maquillista», diciéndome que había quedado muy pálida y que quería le retocara un poco más. No pude convencerla de que, así como estaba, lucía muy bien…y ante su persistencia, procedí a aplicarle en el rostro más crema y rubor, a pesar de mi preocupación, porque la crema facial estaba fallando y no deseaba seguir oprimiendo el ‘tubito’ para que saliera la sustancia cosmética.
Isolina insistió tanto…y yo, para complacerla continué presionando el envase …y…¡lo apreté tan fuerte que el líquido cremoso brotó a una velocidad increíble manchando la parte delantera del vestido!…
¡Oh!…¡Que vergüenza y culpabilidad la mía!…¡He ensuciado su albo y reluciente atuendo nupcial!…
¡En esos instantes clamaba por tener la varita mágica de los cuentos de hadas, tocarla y desaparecer de ese álgido escenario!…Y pensé…
«No habrá boda, pobrecita Isolina!»
Mientras tanto, los demás familiares estaban ansiosos por ver a la novia salir de su recámara feliz y radiante, pero…fue a mí a quien vieron, asomándome lentamente con el rostro compungido y lleno de vergüenza, explicando lo sucedido y solicitando ayuda…con la suerte de que nuestra vecina Filomena, experta en esos asuntos de quitar salpicaduras difíciles en telas finas y delicadas, solucionó de inmediato el engorroso contratiempo, quedando solamente sombras de lo sucedido, confundiéndose con los adornos de cintas y perlitas.
Isolina pudo sonreír nuevamente y llegar, aun retrasada, a la ceremonia matrimonial, eludiendo la mirada sentenciosa del Cura Párroco, por no estar presente a la hora indicada.
¡Lo más importante de ese episodio real (hace 40 años), fue que Isolina disfrutó de la fiesta más linda de su juventud y nosotros, testigos del hecho, callamos durante el festejo y algarabías, pues su traje de novia lucía tan cándido y brillante, como la luz selene de esa romántica noche de boda!
SHELO SHELO
Facundo era un joven bien considerado según la sociedad: buen hijo, buen hermano, buen estudiante. Sin embargo, guardaba un amargo secreto. Cuando sus padres no estaban presentes, adoptaba el papel de hermano cariñoso, juguetón y amable, una faceta que encantaba a su hermano menor. Pero en la escuela, luchaba por ocultar su verdadera identidad, temeroso de ser etiquetado con epítetos despectivos como «marica» por sus compañeros. Esta presión lo llevaba a adoptar un comportamiento exageradamente machista, lo cual molestaba profundamente a su hermano, quien estaba en el mismo curso debido a la repetición del año.
Un viernes, durante la clase de español, Saya, una compañera extrovertida, se acercó a Facundo con una sonrisa. «¿Quieres que te acompañe afuera? Sé maquillar, podría hacerte lucir genial», le propuso. Emocionado por la idea de un cambio de imagen, Facundo aceptó sin dudarlo. Después de la transformación, Saya lo dejó plantado en el parque y se marchó corriendo. Paralizado por el miedo al ridículo, Facundo se encerró en el baño, sin atreverse a enfrentar las posibles burlas de sus compañeros. Fue entonces cuando escuchó la voz de su hermano resonando en el pasillo. Salió sin pensarlo al ver a su hermano con los otros compañeros y se ruborizó todo su cuerpo temblo,sudó. Acto seguido, sus compañeros le hicieron burla, lo cogieron y le arrojaron agua, barro y jugo del refrigerio. Al terminar con semejante trauma de camino a la casa fue declamnado el sig poema:
como decia mi abuela las penas bailando se esfuman.
la musica de los tambores resuenan.
las comparsas alegran el alma….
Al llegar a su casa, Facundo se sorprendió al escuchar a su hermano decirle que aquel pasado suceso era solo una pequeña broma. Facundo gritó como nunca, casi se volvió loco y empezó a romper todo. El hermano no pudo contenerlo. Solo se oía: «¿Cómo pudiste hacerme algo así? Eras mi pequeño héroe.
Lamentablemente, Facundo comenzó a sumirse lentamente en la depresión. Nadie se dio cuenta hasta que una mañana no bajó a desayunar. Cuando la nana fue a su cuarto, gritó fuerte: «¡Facundo se mató!».
A su hermano le rompió el corazón, y le pesó tanto que le daba vergüenza pensar que, por querer que su hermano fuera él mismo, terminó por hacerle tanto daño, no solo a él, sino a toda su familia de por vida.
GUILLERMO ARQUILLOS
TEUDIS SE MIRÓ LOS ZAPATOS
Cuando Javier Macías, la mosca cojonera, empezó a hacerme preguntas incómodas, miré hacia el público del plató. Busqué con la mirada a mi representante para que supiera que lo iba a matar de un bocado en la nuez, pero el muy cobarde ya se había largado. Son cosas típicas de las ratas traidoras, ya sabéis.
Antes de destrozar mi carrera, el hijo de perra de Macías quiso reírse un poco de mí:
—¿Y tu nombre, Teudis? ¿Es que tus padres te odiaban? —La sonrisa de Macías era como la del payaso de Stephen King.
Parece mentira que se pueda encerrar tanta mala leche en una alimaña del tamaño de un renacuajo que vive de lamer a los famosos y nunca mira a los ojos.
Alguien soltó una carcajada en medio del público.
—Si mis padres me hubieran odiado, como a ti los tuyos, ahora yo estaría haciendo una mierda de entrevista; no habría vendido setenta y dos millones de copias de mis discos…
Macías no dejaba de sonreír como Pennywise.
—… ni sería número uno en doce países, ¿no crees?
Estaba eufórico. Antes de empezar, me había metido un par de rayas y unos cuantos lingotazos. No me importaba que mi representante y el hijo de perra de Macías se llenaran los bolsillos a mi costa. Al fin y al cabo, se trataba de promocionar mi nuevo álbum en prime time.
Lo vi, lo vi con claridad, os lo juro… Los ojos de aquel maldito, que no levanta metro y medio del suelo, comenzaron a brillar, rojizos, como los de una cobra. Me empezaron a sudar las manos porque supe que iba a atacarme.
Como si aquello fuera una charla trivial, el muy ladino, comenzó a recitarme la letra de «Estoy harto de esperarte», mi primer éxito internacional. Pero el muy cerdo tenía un truco escondido: al llegar al cuarto verso cambió la palabra «otoño» por «retoño». La esencia de la estrofa cambió de repente y hasta un cámara soltó un silbido de asombro. Se hizo un silencio tenso, como si me retara a duelo; hasta se escuchó el tic-tac de los relojes de las muñecas.
Me hirvió la sangre en la cara, nunca he sentido tanta vergüenza; bueno, sí, sí que la he sentido: cuando Lidia se rio y me humilló tras confesarle que soy impotente.
Aunque suene increíble, ante millones de espectadores que me veían en sus casas, agaché la cabeza y me miré los zapatos. Unos zapatos muy caros, claro está, porque todo lo mío es exquisito y caro.
—Estás destrozando mi canción… —le dije.
Y ya no supe decir ninguna otra cosa.
A partir de ese instante, Javier elevó el tono de su voz. Casi gritando, comenzó a recitar la letra de mi éxito «Esfúmate, nena, que ya no te aguanto». Cuando llegó a la parte que dice «…me haces sufrir, tía, me tienes sin aliento, en todo momento…», de no sé dónde, salió ella. Me costó reconocerla, porque habían pasado un montón de años y, cuando la dejé, Lidia era una cría de dieciséis. Se acercó cantando, recitando las estrofas con la letra original, la que ella había escrito y había colgado en su blog. Yo creía que mi representante le había soltado bastante pasta cuando se lo mandé. Estaba convencido de que nadie encontraría las letras que me han hecho famoso, después de modificarlas con mis cambios.
□ □ □
Ya ha pasado casi un año desde que Javier Macías se convirtió en una auténtica celebridad, hundiendo mi carrera. Tampoco sé para qué leche necesitaba pisarme el cuello de esa manera.
Lidia ahora es rica, ya sabéis. Escribe letras para los payasos que venden los discos que yo he dejado de vender, se ha enrollado con el hijo de perra de mi representante y han prometido publicar juntos un libro sobre mí; creo que lo van a llamar «Plagio, impotencia y cocaína» o algo así.
Yo he decidido tomarme una pausa para reencontrar mi inspiración poética. Sí, aquí, enterrado en el silencio de esta cabaña, en medio de la nieve, intento superar mi vergüenza. Necesito una pausa, un par de años me vendrán bien, ahora que las madres ya no llaman «Teudis» a sus hijos.
Quizá la pausa sea para el resto de mi vida.
MARÍA JESÚS GARNICA
Zuleima creció en el palacio rojo. La pequeña de todos los hermanos, creció libre.
Hasta el momento qué se tenía qué casar.
Ninguno de los candidatos le gustaban. El sultán arto, la encerró en una almena.
Desde allí Zuleima vía casi todo el palacio.
Y vio a un joven que le gustó.
Pero era cristiano. Estaba en el palacio por ella. Un noble cristiano pedía su mano.
El sultán nunca lo permitirá.
Los jóvenes hablan y sienten una unión. El amor surge.
El joven le propone huir.
En la noche oscura, sin luna, Zuleima sale de la almena. Siente tan cerca a su amado, qué se turba. Una súbita vergüenza le atenaza.
La noche los protege. Los amantes huyen.
LETICIA R MENA
Love is in the age
Así como una quinceañera, así mismito, me pongo colorada cuando lo veo pasar cerca de mí.
Muertita de vergüenza cada vez que sus ojos se desvían del frente para venir a posarse en mí.
Ya no sé si me he vuelto loca de remate, o son esas pastillas nuevas que me ha cambiado el médico, lo que me hace volver a la adolescencia que hace ya la tira de años que deje atrás.
Y es que siento palpitaciones cuando lo veo aparecer, y hasta celos me dan cuando lo veo hablar con otra.
Horas me paso contemplando su escultural cuerpo de jugador de petanca, mirándolo de reojillo cuando juega con sus amigos.
Ay, y suspiro y suspiro por los rincones.
Hasta he vuelto a entender las canciones de amor.
Incluso esas modernas que escuchan ahora los jóvenes, «regiton» lo llaman o algo así.
Si hasta mi nieta me ha dicho que me va a enseñar a perrear, sea lo que sea eso.
Ay, que vergüenza que por ahí viene.
Ay, que me vuelven las palpitaciones.
Ay, que me dan los calores y el sofoco.
Ay, que me empiezo a marear un poco.
Ay, que veo el suelo acercarse muy deprisa.
Ay, que dos brazos fuertes me sujetan para que no me caiga.
—¿Está usted bien, doña Enriqueta?
Y a mí no me sale decir que en ese momento me encuentro divinamente.
No me sale decirlo porque el chico, uno de los enfermeros nuevos, es guapísimo y jovencísimo, y fuerte, que tiene unos brazos que parecen dos columnas griegas.
Ay, y qué ojos más preciosos, como todo él.
Ay, y qué sonrisa… y me pongo colorada de pies a cabeza.
Levanto la vista del suelo, toda
vergonzosa como una quinceañera, y veo el revuelo que se ha formado a mi alrededor.
Y allí está él.
Miro a uno y miro al otro… y el cosquilleo mariposíl hace que sonría tontamente.
Y es que miro a uno y luego miro al otro y pienso:
«Ay Diosito mío, que ahora no sé cuál de los dos me gusta más.»
YOLILLANA RELATOS
Roberto miraba asustado a su mujer. No se podía creer que ver a Conchi de aquella guisa, con lencería sexy y enfundada en esas botas de cuero, tan altas que le llegaban hasta casi las ingles, le estuviera causando más terror que deseo.
-Roberto hijo, no me mires así, intenta actuar con un poco de naturalidad, ¡que pareces más perdido que un pulpo en un garaje!
-Mujer, naturalidad… ¿Pero tu has visto cómo te miran?
-De eso se trata, ¿no? ¿no querías reavivar nuestra vida sexual? Pues ya sabes lo que dijo la terapeuta: “tenéis que darle vidilla a vuestra relación”, así que relájate y disfruta hombre. Anda vete y pide un par de gin tónics. El tuyo bien cargadito, que lo estás necesitando.
Tras estas palabras Roberto dejó a su mujer sola en aquel local de intercambio de parejas al que le había recomendado ir su amigo Raúl, con el que iba a tener que mantener una conversación muy pero que muy seria.
¡Normal que se lo pasara pipa! Pero es que él, Raúl, iba solo desde que se divorció, con lo que no tenía que ver como todo el local se comía con los ojos a su mujer. Además aquello era una exhibición de tangas, máscaras de carnaval y pezoneras con brillantitos.
Hasta había hombres que llevaban algo que, prefería no saber qué era, brillaba como un diamante donde debería estar el tercer ojo.
Por mucho que había leído y le habían contado, nunca hubiera podido imaginarse lo que allí veía.
Y ahí estaba él, paseándose con una toalla minúscula que apenas le tapaba media nalga, camino de la barra para pedir un par de copas.
Mientras esperaba que se las sirvieran buscó con la mirada a su mujer y, ojiplático se quedó cuando vio que Conchi estaba entablando conversación con una pareja. Los tres estaban en una enorme cama redonda, repartiéndose sonrisas y manoseándose como si se conocieran de toda la vida.
Cogió los gin tónics y se dirigió, con su medio culo al aire, en dirección a su mujer y sus cariñosos acompañantes.
-Ejem… tu copa querida – dijo para llamar su atención
-Mirad chicos, os presento a Roberto, mi marido. Mira cariño, son Alejandra y Carlos – Roberto notó que lo miraban de arriba abajo, sobretodo la tal Alejandra, que estaría intentando explicarse cómo podía ser él, el marido del bellezón de su mujer (cosa que él ya se preguntaba habitualmente)
-Hola – dijo levantando las manos, con un gin tonic en cada una de ellas
-Ven, siéntate con nosotros – dijo su mujer
-No tranquila, si yo estoy bien así, casi que me siento en la barra y os dejo con lo que estábais…
-No hombre no, ven aquí – y cuando fue a cogerle el brazo para que no se marchara, por accidente agarró la toalla y dejó al pobre Roberto como su madre lo trajo al mundo, aunque un poco más crecidito, con los dos gin tonics en la mano y las piernas semi cruzadas intentando ocultar sus testículos.
Para foto estaba el pobre.
-¡Mira Roberto, yo así no puedo! O nos ponemos o no nos ponemos! Mira que te dije que lo de la toalla era una horterada, que te pusieras los calzoncillos de Batman que te regalaron los niños por Navidad. Pero nada, el señorito tenía que venir sin nada y liarse en la toalla de pin y pon, es queeeee… ¡más sexy no se puede ir hijo!
Todo esto ante la mirada atónita del resto de los asistentes del local. Porque Conchi había empezado a hablar casi gritando. Lo que le faltaba al pobre Roberto, que todo el mundo le mirara las vergüenzas mientras él seguía sosteniendo los gin tonics y su mujer le echaba la bronca
-Mira, ¿sabes que te digo? que mejor nos vamos y ya vuelvo yo sola otro día, que me has cortado el rollo. Ni tomándome tres copazos me quedo aquí contigo. Tu te vienes cuando quieras, sólo o con tu amiguito Raúl, que seguro a él también le va el rollo look toallita – dijo esto último con rintintín
Roberto seguía sin inmutarse, aunque había empezado a beberse el gin tónic como si fuera agua, a ver si se emborrachaba rápido o se acaba la escena, lo que antes ocurriera
-Alejandra querida, espera que voy a la barra a por un boli y me escribes tu teléfono en el brazo, luego te hago una perdida y quedamos otro día. Tengo unos conjuntitos en casa que seguro que te quedan monísimos – dijo Conchi con una sonrisa y su mejor voz sensual, como si no hubiera estado gritando hacía unos segundos
Y así fue como Roberto y Conchi terminaron las prácticas de reavivación sexual, y empezaron los trámites de divorcio.
FIN.
ANTONIO JOSÉ ROMERO GÓMEZ
—¡¡¡IKER!!! ¡¡¡IKER!!! ¡Es tu madre!— gritaba fatigado mi supervisor con el teléfono en la mano. Me encontraba como cada día trabajando en el muelle seis. Los ruidos de radial y el electrodo al fundir no me permitían escucharlo convenientemente, así que tuve que soltar la pinza y levantarme la pantalla, a la vez que ambos nos aproximábamos.
—Es tu madre desde el hospital, habla con ella—, me ordenaba mientras me pasaba el teléfono.
Dos horas mas tarde me encontraba a pie de pista, haciendo cola para subir a aquel avión rumbo a Bilbao. Entretanto pensaba que había podido salir mal. A mi padre le habían intervenido para implantarle un catéter, algo «rutinario» en palabras del cirujano y aparentemente todo había salido de maravilla. La felicidad que irradiaba mi madre al contarme como se había solventado la operación hizo que no me preocupase demasiado, hasta el punto de no ver necesario perder días de trabajo. Ahora algo había cambiado, por azares del destino mi padre había empeorado repentinamente, cayendo febril hasta al punto de tener que inducirle al coma. Mi padre, que era un hombre chapado a la antigua, de los que nunca se quejaba, nada le iba mal, pareciera que carecía de emociones o al menos de expresarlas, esa clase de tipos que son protagonistas en los westerns, hombres duros e impertérritos. Jamás me dio un consejo basado en lo sentimental o emocional, jamas me dijo un «te quiero, hijo». ¿Lo pensaría? Supongo que si. Yo por supuesto si, lo quería y mucho, pero como siempre, queriendo parecerme a él, incluso en eso, tampoco nunca se lo dije. Seguramente por vergüenza. No quería que pensara que soy un sensiblón, o un débil, aunque nada de lo anterior tenga que ver con expresar tus emociones.
Para colmo me tocaba volar, algo que me horrorizaba. Me entraban escalofríos solo de pensarlo. Se me aceleró el pulso al ver aquella escalerilla mimbreante apostada contra el fuselaje del avión aquella tarde de otoño. Nada más puse mi trasero en estrecho asiento comencé con mi ritual para este tipo se ocasiones. Clorazepam, trago de agua, pido un whisky doble y me pongo los auriculares.
Un par de horas mas tarde, volvía del sueño cuando una sacudida me zambulló en la realidad. Habíamos empezado a descender. El aviso de abrocharse el cinturón iluminaba mi adormilado rostro. ¡BUM! Otra sacudida lateral y siento como mi corazón se encoge abruptamente. De repente un bebé que debería estar un par de filas por detrás rompe en llanto. Miro por la ventanilla en busca de un horizonte tranquilizador y me
topo de bruces con una tormenta típica del norte. Agua, viento y millones de gotas de lluvia chocando con todo a su paso. Miro el extremo del ala izquierda peleando contra el viento, yendo de arriba a abajo una y otra vez. Pareciera que fuese a troncharse en cualquier momento. Es angustioso solo observarlo. El niño sigue llorando y mi pulso se acelera cada vez mas. El moto zumba cada vez mas gravemente y comienzo a transpirar. La mujer a mi derecha me mira con estupor, en mi cara se refleja toda la agonía que siento por dentro. Casi siento el corazón escaparse por mi garganta cuando el avión empieza a descender bruscamente y entiendo que no es algo normal cuando a una de las azafatas se le escapa un breve grito de terror. El corazón me va a mil revoluciones por minutos. BumBum, Bumbum, puedo sentir el pulso acelerado golpeando mis sientes. Me produce dolor de cabeza. Zumban los motores y el niño cada vez llora mas fuerte, ahora parece que lo tenga al lado. Empiezo a empapar la camisa. ¡BUM! Otra sacudida lateral y el motor sigue acelerando a pesar de los baivenes y las turbulencias. Estamos demasiado cerca de la pista para volar tan alto. El ala va de norte a sur y parece que en cualquier momento va a peder el control. Me temo lo peor. Antes de cerrar los ojos veo a las azafatas dedicarse miradas de terror. No quiero ni asomarme de nuevo por la ventana. BumBum puedo sentir el corazón trabajando al 200%. Un nudo atraviesa mi garganta y solo puedo apretar mis manos contra la piel del asiento. Siento una gota de sudor que ya se desliza en mi rostro. Araño el asiento y aprieto los dientes. De repente en mitad de tormento unos sedosos dedos se deslizan entre los míos y me aprietan la mano con firmeza.
—Tranquilo. Todo va salir bien— me susurró la chica del asiento derecho. De pronto me calmé, sintiendo un profundo alivio por todo el cuerpo, haciendo que mis músculos se destensasen y mi acelerado palpitar se detuviese. Alcé la vista y mire sus ojos rebosantes de paz como un mar en calma. Solo sus ojos, el resto silencio. Tras unos instantes todo había terminado. El avión estaba rodando en pista aproximándose al edificio. Hasta el niño detuvo su llanto.
—Gracias. Esbocé junto a una tímida sonrisa Es lo única palabra que pude articular antes de que cada uno cogiésemos nuestro equipaje y nos despidiésemos. ¿Que hubiera hecho yo en su lugar? Probablemente no hubiera hecho nada, por vergüenza, habría dejado que la angustia consumiese a esa chica. En cambio ella rompió el hielo y me rescato de mi propia ansiedad.
Ya en hospital, solté el equipaje y me lancé como cuando era un crio a brazos de mi padre ante la atonita mirada de mi madre. Había despertado y parecia estar bien. Nos abrazamos y escuché un débil hilo de voz que me decía: Te quiero
Se lo dedico a todas esas personas que como yo tienen terror a volar.
NUMIRALDA DEL VALLE
VERGÜENZA EXAGERADA
Una sensación me envolvió
Lento levanté la cara
Para ver qué la causó
Ahí estaba ella
Observándome extrañada
La chica más bonita
La que tanto me gustaba
El rubor tiñó mi rostro
Al encontrar su mirada
Y me vino la vergüenza
De una forma exagerada
Por ser visto trabajando
En condiciones precarias
Limpiando zapatos ajenos
Con las manos engrasadas
Hoy temprano en la escuela
Una sonrisa me dio
En mi pecho el corazón
Con emoción palpitó
Lo que tanto yo esperaba
Ella misma demandó
Una cita en el recreo
Solos, nosotros dos
Para mañana la acordamos
En un bonito lugar
Rodeado de flores frescas
Viendo mariposas volar
Pero, ahora estoy aquí
Petrificado, casi sin respirar
Entonces me pregunto
Por qué tanta vergüenza
Nada malo estoy haciendo
El trabajo dignifica
Aunque humilde sea este
Si a ella la decepciono
De verdad que lo lamento
Será inicio y final
Los dos al mismo tiempo
Eso lo sabré mañana
Cuando llegue nuestro encuentro.
ANGY DEL TORO
EL PARÍS DE MIS SUEÑOS
Soy una apasionada de la moda, y el diseño, nunca había tenido la oportunidad de seguir mis sueños. Hace algún tiempo, recibí una sorpresa. Mi vida, pensaba, si acepto esta propuesta cambiará para siempre. La tía Luisa, quien vive en Francia, me invita a pasar el verano, junto a ella, en París.
Grandiosa oportunidad para explorar la ciudad de la moda y aprender de la mano de los mejores diseñadores del mundo. Comuniqué con la línea aérea, saqué un boleto de avión y pasé el verano en Francia, me actualicé, desarrollé nuevas habilidades en el diseño ya la moda. Trabajé duro, pero logré mi primera colección. La presenté en una pequeña exhibición en el centro de París. ¡Éxito rotundo! Dijo mi tía al abrazarme.
Cuando llegó el momento de regresar a casa, me sentía triste por dejar atrás el sueño de toda mi vida. Sabía que tenía que volver a la realidad. Regresé a Galicia donde familiares y amigos me esperaban.
— ¡Sorpresa, he vuelto! pero advierto que no estoy sola, he conocido en París, a Adrián, un francés, y confieso, que me he enamorado.
Con Adrián, la relación se mantuvo a distancia y a través de las redes sociales nos comunicábamos con bastante frecuencia. Colmados de ilusión, esperábamos el momento en que nos volviésemos a encontrar. Un día, descansaba en casa cuando de repente recibí la más agradable de las sorpresas, era él, mi Adrián, que me había dejado un mensaje de voz en WhatsApp. Le escuchaba, y mi corazón latía apresurado. Había reservado un vuelo a España. No podía creerlo ¡Adrián regresaría a mi vida!
Nuestro encuentro avivó la llama de un amor que yacía aterido por el letargo de la lejanía. La magia de los enamorados nos fue envolviendo mientras explorábamos las maravillas de mi España querida.
Tenía una decisión difícil que tomar. ¿Debería dejar todo en España y volver a Francia? Seguí los dictados de mi corazón y regresé con Adrián a París. ¿Qué extrañaré a mi familia?, pues claro que sí. Tengo que alcanzar lo que tanto he anhelado, él me ama y me apoyará en mi nuevo proyecto de vida.
Y así, regresamos a Francia, pero esta vez no para unas vacaciones, sino para darme a conocer y llegar a ser una gran diseñadora de modas.
Al arribar a Francia, desconocía cuanto cambiarían nuestras relaciones. Adrián me presentó a Marie, una mujer encantadora y dueña de una internacional y famosísima casa de modas. Durante los primeros días, compartíamos intereses, visitábamos la ciudad y disfrutábamos los tres de la encantadora ciudad de la moda. No obstante, había una espinita que cada vez se hundía más en mi corazón. Adrián ya no era el mismo, se comportaba diferente, sobre todo cuando Marie estaba presente. Revisaba el móvil, hablaba en privado con su interlocutor, llegaba tarde a casa o lo que resultaba peor, pasaban los días y ni nos veíamos.
Una noche, cuando Adrián salía de mi apartamento, decidí seguirlo. Sorprendida, le vi entrar a la casa de modas de Marie. Me oculté detrás de un árbol y alcancé a ver que en la terraza, Adrián y Marie se besaban.
Traicionada, herida y avergonzada, sí, sentía vergüenza de la posición en que estaba. Adrián me reveló la verdadera historia de su vida. Por razones, según él, obvias, se había casado con Marie: Los negocios. Insistía en decir que no la amaba, pero que la situación era muy complicada y no podía dejarla.
Adrián me había mentido. Por una parte, yo deseaba que nuestra relación continuara, estaba enamorada. Pero, por la otra, estaba casado. La dueña de la casa de modas era su esposa y justo aquí, en este lugar, él quería que yo trabajara.
Una de las tantas noches en que no lograba conciliar el sueño, un dolor, cual, si fuese un puñal, se clavó en mi corazón. La angustia me estaba aniquilando, por lo que decidí enfrentar la situación. Adrián me suplicaba, quería que nuestra relación no acabara, e insistía en que él sabía que una vez más, Marie soportaría sus infidelidades, y decía que ella era capaz de admitir cualquier tipo de relación. Ana, por favor, no me dejes, a quien amo es a ti, repetía mientras se secaba las lágrimas.
Finalmente, tomé la decisión de volver a España. No quería ser parte de una situación tan complicada. Aunque me dolía, estaba convencida de que era lo mejor. Regresé a Galicia con el corazón herido, pero con una determinación férrea. Cada día, me enfrentaba al lienzo en blanco de mis diseños, canalizaba mis emociones en cada trazo y cada costura. Las noches en vela se convirtieron en mi santuario de creatividad, donde las memorias de París se transformaban en inspiración. Con cada colección que creaba, sentía cómo la traición se convertía en fuerza, cómo la vergüenza se disipaba en orgullo.
Reflexionaba a menudo sobre cómo la experiencia con Adrián había cambiado mi perspectiva. Aprendí que la confianza es un regalo precioso, pero frágil, y que la integridad personal no tiene precio. Me prometí a mí misma que nunca más permitiría que mi valor dependiera de la mirada de otro. Con cada decisión, con cada diseño, me reafirmaba en mi nueva filosofía de vida: la autenticidad es la esencia de la verdadera belleza.
Con el tiempo, mi reputación creció y mi nombre resonó en los círculos de la moda. No solo había superado los desafíos, sino que había redefinido el significado del éxito. Era una diseñadora no solo reconocida por su talento, sino también por su resiliencia y su capacidad de transformar el dolor en arte.
MAITE BILBAO
Besos de otoño
Se conocieron en el parque, junto al quiosco. Ella peinaba hojas de otoño y él, ramas de invierno.
Sentada ella, y él caminando, en una tarde en la que el aire fresco invitaba a abrazos. El suelo se cubría de hojas secas que crujían bajo sus pies.
Como un imán, sus cuerpos se acercaron, y sus manos se unieron en un gesto natural. La piel de ella era suave y cálida, y la de él, rugosa y caliente. Un simple roce fue suficiente para encender la llama del deseo.En un instante, sus miradas se cruzaron, y el mundo se detuvo. La vergüenza tiñó de rojo carmesí sus mejillas, bajando la mirada al suelo. Dos almas que se habían encontrado al fin. Volvieron a mirarse en los ojos del otro, ambos anhelaban ese beso, sus labios se acercaron. La tensión era palpable, y sus respiraciones se aceleraron, uniéndose a sus corazones en una melodía discordante.
Una ráfaga de viento inoportuno irrumpió entre ellos, separando sus manos. Se miraron con una mezcla de deseo y timidez en sus expresiones. Sin decir palabra, se alejaron en direcciones opuestas.
Él, incapaz de contener la necesidad de contacto, se giró y la llamó. Ella se detuvo con el corazón palpitando en su pecho.
—¿Cómo te gustan los besos?
Ella esbozó una tímida sonrisa, entre deseo y vergüenza.
—Dulces como un suave roce, intensos. Que me hagan temblar.
Se acercó con paso decidido, las dudas se evaporaron. Rozó los labios con los de ella en un beso delicado, imperceptible. Un escalofrío recorrió sus cuerpos, una ola de calor les envolvió por completo. En segundos se perdieron en ese beso. Al separarse, ambos temblaban dibujando una sonrisa en su rostro.Se volvieron a besar apasionados, dejando atrás la timidez.
El otoño se había unido al invierno, surgiendo una primavera inesperada.
RAÚL LEIVA
Crímenes imperfectos
Esto que vas a leer, es la primera vez que lo cuento. Lo callé varios años por vergüenza.
Cada vez que mis viejos se iban a hacer un mandado, a mí se me ocurría la brillante idea de dar rienda suelta a la imaginación. Por aquel entonces yo tenía nueve años y los únicos dos canales de televisión que teníamos daban dibujitos animados entrada la tarde, de esa manera tenía vía libre para jugar a ser grande.
Uno de los primeros experimentos fue fumar, armaba minúsculos rollitos de papel higiénico y los fumaba en el patio. Recuerdo que me quitaba el olor haciendo buches con agua y dentífrico. Jugaba a tomar vino, ponía un poco de esta bebida en un vaso de agua y le usaba una camiseta sin mangas a mi viejo que me quedaba enorme. Pero lo máximo fue el día que jugué a afeitarme. Ese día se dio cuando mis viejos dijeron las palabras mágicas —Che Negro, vamos a la cooperativa y después pasamos por lo de la tía Teresa, vamos a tardar.
El ritual tenía una serie de pasos: primero esperar que los viejos se vayan y quedarme leyendo historietas más o menos diez minutos, como si eso fuese a durar toda la tarde, luego poner la escoba contra la puerta de calle, que varias veces al caer cuando mis viejos entraban, me daba unos segundos para borrar rastros una última era dejar una lección que ya sabía preparada sobre la mesa por si me preguntaban si había estudiado. Esa tarde en particular, no tuve en cuenta lo de la escoba, la ansiedad me pudo y bajé la guardia un centímetro. Me preparé para la afeitada y busqué la taza donde preparaba la espuma de jabón con la brocha de mi papá. Él usaba una navaja y yo era muy consciente del filo del instrumento, pero con bastante cuidado y deslizándola por los cachetes sacando la espuma, era una experiencia más que interesante. Esa tarde fue distinto, cuando abrí el botiquín del baño vi un tarrito verde que tenía una fotografía de un copo de crema perfecto, abajo se leía “crema de afeitar Gillette”. Juro que sentía música de victoria en el ambiente, aunque el que vendía helados tenía una bocina que tocaba “Para Elisa” de Beethoven, así que no puedo asegurar si fue la magia del momento o algún vecino que se antojó de un almendrado. Me puse un copo en la palma de la mano y empezó a crecer hasta tener el tamaño de una pelota de tenis. Puse el tarrito mágico en el estante superior del botiquín y me desparramé esa cremosa sensación por la cara, era la caricia de un ángel tibia y suave. Tomé la navaja con sumo cuidado y la deslicé por la cara casi acariciándome, era increíble ver como afloraba la piel bajo ese manto blanco cremoso. Solo faltaba “afeitarme” el bigote cuando escuché la puerta de calle abrirse. Mi mente se puso en blanco y con la remera limpié velozmente la navaja y la guardé en su estuche, me pasé la toalla por la cara hasta sacar el resto de crema y me bajé del banquito que usé para verme en el espejo del botiquín. Escuché la voz de mi mamá llamándome y le contesté que estaba en el baño, que ya salía. Me dijo que me apure, que mi papá quería usarlo, así que hice una inspección rápida de la escena del crimen tratando de no dejar huellas de mi juego de adulto. Estaba por abrir la puerta del baño cuando veo la tapita de la espuma de afeitar en la pileta del lavatorio. La tomé en un movimiento rápido y estiré el brazo lo más que pude hasta colocarla encima del tarrito tapándolo. Misión cumplida, me sentí como los tipos de la tele cuando zafan de las situaciones en el último segundo. Ya estaba saliendo del baño y me quiero asegurar que el tarro haya quedado tapado bien, así que apreté la tapita e inmediatamente se quebraron los tres estantes del botiquín con un ruido ensordecedor. En la pileta del baño cayeron los antisépticos, el merthiolate, la crema de los callos de mi mamá, la espuma de afeitar de mi papá, el frasco de Glostora, la colonia para los piojos, y un sinnúmero de frasquitos con medicación.
Mis viejos abrieron la puerta del baño y me vieron con la tapita plástica verde en la mano y la pileta del lavatorio repleta de peligros.
Mi mamá me miraba con una profunda decepción como si hubiera bombardeado un hospital público, en cambio mi papá, que jamás me dijo una mala palabra, puso cara de “¡qué pibe pelotudo!” mientras hacía que no, con la cabeza.
Creo que esa fue la última vez que me dejaron solo en casa.
Mis votos
Paquita Escobero
Eduardo Valenzuela
Angy del Toro
Mis aplausos a todos.
Mi voto para:
Rafael Mencía
Mi voto para:
Efraín
Guillermo
Mi voto es para
Maite Bilbao
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Rafael Mencía
Mi voto es para
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CARLOS RODRÍGUEZ
MAITE BILBAO
Mis votos para:
Leticia R Mena
José Armando Barcelona
Rafael Mencía
Mi voto para Rafael Mencía.
Cada vez resulta más difícil elegir. Los relatos son buenísimos, enhorabuena a tod@s.
Mi voto para Raquel López y José A. Barcelona
Mi voto es para:
– Patricia Escobero
– Guillermo Arquillos
– Eduardo Valenzuela
Mi voto compartido es para…
* Raquel López
* José Luis Uson
* Pedro A. López Cruz
* María Cid
Mi voto para esta semana
-Numiralda del Valle
Por su mensaje poetico.
Numiralda del Valle
Vergüenza exagerada
Mi voto: Raquel Lopez
CARMEN ÚBEDA FERRER
Mi voto lo comparto con:
Tali Rosu
Eduardo Valenzuela
Irene Alder
Abby Marsie
Muy difícil, como siempre.
Entre 4.
La poesía de Carmen Úbeda.
Arcadio
Soledad
Raúl Leiva.
Enhorabuena a todos.