Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «el cobrador del frac». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 17 de agosto!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
Sergio dió las últimas instrucciones a Dimitri tras acordar las regalías correspondientes. El objetivo era reservar el mayor número de ejemplares del libro «Melancolía infinita» que ya estaba en preventa pero se negaban a reservar.
Dimitri comenzó a tirar de lista, los casi diez mil miembros del grupo serían visitados uno por uno.
Amablemente Dimitri pediría a cada miembro del grupo su colaboración para que reservaran su ejemplar y así poder cobrar el porcentaje estipulado.
Dimitri.
Buenos días Coronado, ¿qué tal tus vacaciones? Vengo a pedirte de manera amable que hagas tu reserva de «Melancolía infinita».
Coronado.
Buenos días Dimitri, cuanto tiempo.
Pues resulta que estoy de vacaciones, sí. Lo haré, debido a tu amabilidad, es imposible decirte que no.
Así sucesivamente, miembro a miembro, el bueno de Dimitri, hacia las veces de cobrador del frac, era un trabajo que le encantaba, especialmente cuando su amabilidad no conseguía su objetivo y tenía que emplear, muy a su pesar, la violencia.
Dimitri.
Buenos días Raquel, ¿qué tal estás?
Ya sabes el motivo de mi visita, ¿no?
Raquel.
Buenos días, Dimitri. Me lo imagino. Ya he hablado con Sergio por privado, para que me dedique un ejemplar de » Melancolía infinita» cuando los tenga físicamente.
Tras varias visitas Dimitri decidió pasar a la acción y mandar un comunicado al grupo.
Dimitri.
Buenos días, estimado grupo: cómo ya sabréis trabajo para Sergio y amablemente os pido que reservéis el libro «Melancolía infinita» que ya está en preventa, de lo contrario…
Sergio.
Dimitri, por favor, baja el arma, no es necesario, creo que lo han entendido perfectamente debido a tu inagotable amabilidad.
Se presentó en mi casa con aquel abrigo negro que le llegaba a los pies
Quedé tan sorprendida al ver ante mi puerta aquel mozo tan elegante vestido que en vez de pedirle explicaciones por las palabras que acababa de decir lo que hice es invitarle a pasar a casa.
Teme asiento ,le dije.
Por favor señorita, me puedo sacar el gabán…
Asentí sin mediar palabra pues mi cara mostraba mi conformidad.
La figura del guapo joven se resaltaba con la camisa , chaleco y pajarita blanca junto con el resto de la vestimenta se podría decir venía de etiqueta.
Señora de nuevo su voz resuena… Si no paga a mi cliente me veré obligado a ir detrás de usted.
Por fin las palabras vienen a mi boca.
No importa caballero que me acompañe a diario ahora bien será mejor se coja de mi brazo ya que suelo expulsar por el trasero ventosidades….
—Porque quieres ver uno—. La respuesta había llegado de repente en comparación con el pequeño gesto decadente de sentar una mano sobre la rodilla, pero la noche había descendido tan oscura como la obsidiana de los botones de su camisa.
—Eres una ilusión mía, entonces.
—Soy Hammurabi, Ptolomeo, soy Saúl de camino a Damasco, o tal vez Justiniano en Hagia Sophia.
—No podría decir que los conozco, lo siento.
—No tienes que sentir pena excepto por el hecho de que eres un ser humano— brillaron sus ojos por encima de los botones de obsidiana de la camisa y la nebulosidad circundante—. Si hubieras entendido este pequeño detalle, no habríamos tenido esta conversación.
—Pero acabo de abrir la puerta de la casa, como todos los días en los últimos años.
—Es curioso que, sustituyendo la puerta por cualquier otra cosa: Rodolfo de Alemania o Ponce de León, Guy Fawkes y hasta la hija de Powhatan, llamada Pocahontas, me contestaron de la misma manera. Finalmente isonomía; disculpa, quería decir que la igualdad es la misma aunque las leyes sean diferentes.
—¿Qué quieres de mi?—Sentí una irritación fulminante imposible de discutir.
—Te preguntaste por qué tienes que llevar a cabo X veces por Z veces, y yo me personifiqué para quizás satisfacer mi curiosidad. Del mismo modo me senté al lado del rey Luis XVI, cuando lo guillotinaban, o al lado de Robespierre… ¿Te suena la batalla del Álamo? —De su chistera caía un silencio de eterna expectativa, una asunción de un estado de ingravidez que no hacía más que maximizar la impotencia que sentía—. Pero, al final, no es el número de intentos de satisfacer una curiosidad lo que importa, sino el número de curiosidades que formulas renunciando a cualquier satisfacción.
—¿Quién eres, por favor?— Encontré las últimas fuerzas rogativas para disuadir el abismo que se abría entre el hombre del frac y yo y él sonrió tan venusto que tuve que admitir que en realidad su presencia en esos momentos era un regalo invaluable.
Cuando al fin se levantó de la cama y abrió el móvil, necesitó sujetarse con las manos al cabecero. El mensaje decía: tienes que liquidar a Recabido. Lo volvió a leer y a deletrear, y una nube se instaló en sus ojos, una nube más negra que el rostro de la muerte.
Existía un problema, que él no sabía matar, que jamás había espachurrado una araña ni un mosquito, y desconocía además quién era Recabido.
El calendario de la última semana había pasado por traidor y envilecido. A su mujer la habían despedido del trabajo y a su madre la habían ingresado en el hospital. De sus manos dependía que las dos mujeres salieran adelante. Y la nube negra llevaba días tiñéndose de gris. Había echado sus cuentas, y entre sumas y restas maldito que llegara a fin de mes.
Se las arregló prometiendo el puntual cumplimiento de los plazos. Y la empresa le fió. Contó además con el favor de un hermano que tampoco andaba sobrado de peculio, pero ¿en quién si no podía confiar? Y durante un par de días el mundo giró al ritmo convenido, aunque la nube negra seguía apareciendo densa en la sustancia de los sueños.
Por aparentar normalidad, su mujer le obligó pasar la tarde del domingo en la barra del bar con los amigos. Lo pasaba bien, se reía distraído, como si las penurias se hubieran apagado como se desvanecía el vaho del café. De pronto dejó de reír y la niebla de los cigarros se convirtió en una nube gris, porque apareció de entre las sombras un señor vestido de frac. «Soy Recabido, dijo a modo de presentación.» Y el personaje le miró con ojos de ira y de desprecio. Y él se fijó en que tenía cara de piedra. Y entonces comprendió que tenía que acabar con él.
Dejó la copa a medias y se marchó volando a casa. Rebuscó entre útiles y aperos el que le pareció más contundente: un martillo, un destral, el cuchillo matancero, el mango de un azadón y una bigornia.
—Pero marido, que no es tiempo de matanza ni de siembra.
—Lo sé pero tengo que matar al cobrador del frac.
—¿Tú? Mira no vayas a confundir lo negro con lo gris.
Las palabras de su mujer le dejaron al desnudo en cueros. Nunca tuvo claro la distancia entre colores. Guardó los avíos, entró en la cocina y apoyó los codos sobre la mesa y pensó. Echaba humo, pero no era el de una sola nube sino el de una noche entera. Estaba completamente confundido. ¿A santo de qué tenía que liquidarle?
Amaneció al día siguiente entusiasta y vital. Y era este el motivo: su mujer tenía razón: no podía acabar con Recabido porque ignoraba el color de su sombrero. Y menuda confusión.
—¿Qué importancia tiene? —Le alertó un colega de los del bar—. La muerte no hace caso de colores.
—¡Que te lo crees tú! —Le respondió—. A ver si por vestir de negro te vas a convertir en cobrador de frac.
—Entonces debes preguntar. Si responde que sí, prepárate.
—¿A morir?
—Y antes a pagar. Debes tener en cuenta este matiz.
—Y si lo mato primero ¿no sería un matiz con el que también habría que contar?
Residencia de Fiódor y Anna, San Petersburgo, 8 de noviembre de 1880.
―Anna, hermosa, por fin, a mis sesenta años, he terminado mi última novela.
―Refréscame la memoria, Fiody, que con tanta publicación, ya me hago lío.
―Pues, anda que no te he hablado de ella, “Los hermanos Kar…”
Toc toc toc.
―Espera, que abro. Tú, querido, prepárate, por si te toca actuar.
―Vaaaaale.
―Buenos días, señora. Busco a Фёдор Миха́йлович Достое́вский. ¿Sería tan amable de avisarle?
«Hmmm, este viene a por rublos frescos, solo los cobradores le reclaman en cirílico…»
―Póngase cómodo, que creo que está con un ataque de asma. Ahora vuelvo.
―Y dígale que soy el cobrador de la casaca de los domingos, que eso acojona muchísimo.
―Fiody, otro acreedor, ¿qué hago?
―Que pase, estoy listo para la acción.
― ¿Maquillaje verde?
―Controlado.
―Voy… ¡¡¡El de la casaca, venga pacá!!!
―Buenos días, mi nombre es Mihail Miháilovich Miguelitodelarodich. Traigo un asuntillo de unos pecunios que… Oiga, se ha puesto verde… oiga, está echando espuma por la boca… oiga, que le ha dado el baile de san Vitovsky…
―No se preocupe, Miki, ¿puedo llamarle Miki?, es uno de sus frecuentes ataques epilépticos, se le pasa enseguida.
― ¿Y se queda como si nada?
―Sí, lo único es que nunca se sabe cómo va a reaccionar. Ayer, sin ir más lejos, estranguló con sus propias manos a uno que venía para hacer efectivos unos pagarés. Después, lo enterró en el sótano, pero no debió de cubrirlo muy bien, porque empieza a oler… ¿o será el del jueves? No sé no sé, el caso es que me tiene la casa manga por hombro. Mire, ya se le está pasando… Oiga… ¡¡¡Juás, ha huído!!! Ya puedes dejar el teatro, cari.
―Este ataque ha sido de verdad, he llegado al éxtasis.
―Jomío, eres más raro que un perro verde. Bueno, ¿qué me estabas diciendo antes de que ese incauto nos interrumpiera?
―La epilepsia me confunde, como a mi colega Diniovinsky. Creo que te comentaba que he dado por concluida mi novela “Crimen y castigo”.
―Ay, madre, que se le ha ido la pinza a los años sesenta. Fiodorincín, queri, ¿estás ahí, hay alguien en casa?
―Percibo una dispersión mental como cuando me pasé al cristianismo, o como cuando estuvieron a punto de fusilarme por revolucionario, ¿o, tal vez, como en mi época machista? ¿O en la feminista? ¿O en la nihilista, la de intelectual liberal, la existencialista, la de justicia social, la zarista, la socialista, la tradicionalista, la de ingeniero, la de militar, la pacifista?
―Jooooooder, es más grave de lo que parecía.
―Como te iba diciendo, he escrito las últimas líneas de “El jugador”, que me ha costado un huevo y parte del otro.
―Sí, hace más de diez años, menudo chocho mental me llevas, Fiódor Mijáilovich Dostoyevski.
―Coña, en qué estaría pensando, me refería a “El idiota”, por supuesto.
―Tú sí que eres idiota, chaval, ya puedes ir escribiendo tu epitafio, que no te queda ná.
―Ah, pues mira, por ejemplo: “En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto”.
―Eso no es tuyo, so jeta, además de ser una gilipollez del quince, es del Evangelio de san Juan, ¿tendrás morro?
―Pues, se me acaba de ocurrir. Por cierto, hablando de ocurrencias, me acaba de venir un título bueno bueno buenísimo para otra novela: “Los hermanos Karamazov”, ¿cómo lo ves?… ¡Annita, ¿qué haces con ese sable, por Dios?!
―Tú, sigue vacilándome…
―Se te está poniendo un carácter con la vejez… ¡¡¡Cuidado, leñe, que corta!!!
La puerta rechinó al abrirse, aun así Roberto ni se inmutó. Se quedó absorto mirando la pantalla tonta que lo había hipnotizado. Como él, Rubén, María, Celia, Luis, Antonia, Cecilia, y millones de personas más pasaron por lo mismo.
Los cobradores entraron despacio, no por miedo a ser descubiertos, pues se sabían triunfadores ante aquel despropósito de humanidad, sino porque su gran tamaño los hacía lentos e incluso un tanto torpes. Enfundados en impolutos fracs y despidiendo la fragancia inconfundible de Eau de toilette Polo Blue, de Ralph Lauren, se abrieron paso en las casas habitadas por fantasmas.
Cuando el reloj marcó las siete de la mañana, los humanos estaban enchufados a los dispositivos. Los cobradores se llevaron su primer pago: esos amigos de carne y hueso que habían sido sustituidos por los engendros virtuales. Cuando el reloj marcó las doce del medio día, habían cobrado gran parte de los bienes no materiales que alguna vez le pertenecieron a la raza humana. Cuando el reloj marcó las diez de la noche, empezaron a llevarse también sus objetos más preciados, debidamente sustituidos por hologramas y sensaciones artificiales. Cuando por fin dieron las doce de la noche, los cobradores unieron sus bocas a las de los humanos idiotizados y absorbieron sus vidas hasta la última gota.
Salieron de las tumbas que alguna vez fueron llamadas «hogar» y siguieron construyendo su universo dentro de un ordenador. Los cobradores del frac habían triunfado una vez más y estaban listos para invadir un nuevo planeta. ¿Quedaría alguno con vida absurda?
—Estupendo. Espere que busco la nota y le digo cuánto es.
—¿Es usted el cobrador?
—Si, soy yo mismo. Aquí está. Son 99€.
—Muy bien. Tome 100 y quédese con la vuelta.
—Gracias señor. ¿Salió todo bien?
—Si, si. Salió todo a las mil maravillas. El novio y la novia estaban guapísimos. Fue una boda preciosa.
—No sabe cuánto me alegra saber eso. Siempre deseamos que los novios, padres, padrinos o demás invitados a eventos de etiqueta, queden satisfechos con «Fracs, el dandy».
—Si, la verdad es que todo perfecto. Ya sé dónde encontrarles por si les vuelvo a necesitar. Adiós y buenas días.
—Me alegra saberlo, señor. Vuelva cuando quiera. Que pase un buen día.
La penúltima brisa cálida del verano puso repiqueteo de esquilas en las hojas cansadas de los abedules y un entrevero de agujitas de hielo en la arboleda, que se vació el hastío con un suspiro hondo, como hecho a propósito para un réquiem. La tarde, todavía reacia a acostarse temprano, trazaba bostezos bermellones por las crestas del horizonte y en la distancia, una vieja campana de iglesia campesina hacía pastoreo de almas, con tañidos cascados de bronces viejos.
La azada mueve pellas de barro levantando diques por las regueras del huerto para que el agua corra entre las achicorias. Mientras, el hombre de negro se refresca el gaznate bajo la parra con un generoso trago de vino. Se ha quitado la corbata; por la desabrochada camisa aflora una espesa mata de pelo negro y utiliza el bombín a modo de abanico. Mario lo observa en la distancia y sonríe: ese atuendo raro, de funerario ritual, le resulta cómico. «Tiene que haber de todo en el mundo», piensa meneando la cabeza reflexivo, mientras abre un nuevo canal de riego, que aliviará la sed de las zanahorias. Luego, despacio, con cuidado para no pisar el plantel de acelgas, se acerca al sombrajo para reunirse con el forastero.
—Caro es el precio, por más que ponderado, y a desmano me pilla el reclamo —suspira arrimando otra silla de anea. Luego, pensativo, sopesa la salud de la bota con una mano, mientras se enjuga el sudor de la frente con la otra—, no tenía yo columbrada semejante urgencia.
El de negro chasca la lengua. Parece afligido y contesta con voz quejumbrosa, de disculpa:
—Son cosas de arriba, Mario, que nos pueden parecer caprichosas, pero tienen su razón de ser. La deuda existe y hay que pagarla, lo sabías cuando aceptaste el arreglo. Los hay que no saben tratarla bien, la retuercen hasta romperla, no hacen por que medre, la dejan marchitar. Sin embargo, tú eres un hombre cabal, has porfiado por sacarle provecho y, créeme, eso hace que me sienta mal. Pero son las normas.
Mario deja correr la mirada por los cerros entorchados de púrpura. El viento ensaya retretas en los escaramujos, con un lamento de majada triste, y los últimos vencejos apuran cabriolas buscando la querencia del nido.
—El cuento es muy sencillo, sin embargo, cuesta entenderlo —echa un trago de la bota y se la ofrece al del bombín—. Alguien debería darle una vuelta a las instrucciones de uso; te pasas la vida tratando de entenderlas y cuando por fin lo consigues apenas te dan tiempo para disfrutar el hallazgo.
Ambos guardan un silencio ausente, perdidos en la hondura reflexiva de sus pensamientos. Mario es el primero en sacudirse el torpor; entra en el casetón y sale con un trozo rumboso de queso en las manos. Corta unas lascas sobre la tabla cuarteada de la mesa y los dos se dejan llevar por los sentidos. El agua canta en las regueras; los praderíos del valle se tiñen de un ocre rojizo y la hierbaluisa aroma de cítricos la tarde. El hombre del traje negro se despereza, vuelve a ajustarse la corbata y manotea el viento, como queriendo espantar un mal fario.
—Es la hora, Mario, tenemos que irnos —dice mientras se yergue, membranoso y consumido, como una higuera maldita.
El otro, apaña un pequeño zurrón con queso, pan y algunas brevas maduras:
—Para el camino —anuncia, levantando el hatillo—, y por si fuera menester…, con las prisas.
Rompen a andar sendero adelante, a contraluz del sol, que juega al escondite con la noche nueva.
—Yo te dejo en la frontera, simplemente soy quien cobra la deuda, desconozco qué hay más allá, no es cosa mía. Ese era el trato.
Suspira el labriego. Se detiene un momento y vuelve la cabeza para mirar atrás. El huerto dormita al arrullo del agua. El canto de un autillo pone silbos de flauta sombría en el adiós. Bajo la triste parra, desmayado, hueco, como una camisa de serpiente recién abandonada, el cuerpo de lo que fue Mario se viste de plata con los primeros rayos de luna.
—Justo precio, el de la muerte, por toda una vida.
—No sabría decirte —contesta el hombre del traje negro, ajustándose el bombín—. ¿Vamos?
Toda una vida dedicado a su trabajo como contable desde los veinte años y ahora, Ernesto se veía de patitas en la calle con cincuenta y cinco años, esposa y cuatro hijos.
Pero él no era de los que se amedrentaran, decidido y con muchas ganas de salir adelante se crecía ante las adversidades, aunque tal y como estaba el panorama actual no es que abundara mucho el trabajo…
Cansado de recorrer muchos sitios y obteniendo como respuesta: » lo siento buscamos a una persona más joven», vió a su paso un cartelito en el que ponía que se necesitaba cobrador de impuestos, algo que le sonaba a contabilidad y de eso él, sabía mucho…
– Pues si señor, queda usted contratado, le entregaré su uniforme- le dijo el hombre de aspecto desaliñado y portando un puro en sus manos.
Un uniforme que consistía en un frac y un sombrero de copa. Un trabajo conocido como «el señor del frac», que consistía en cobrar deudas de forma poco ética y en ocasiones con intimidación.
El trabajo después de unas semanas empezó a estresarle y más cuando tuvo que ir a la dirección de su amigo Pablo, para cobrarle las deudas…
– ¡ Ernesto, amigo!- le dijo Pablo con alegría al verle en la puerta de su casa. Pero al momento se percató a lo que venía.
– Hola Pablo, siento presentarme así, pero es mi trabajo..
– Lo entiendo, no te preocupes en cuanto encuentre trabajo pagaré todo, pero ahora sabes que no puedo.
– ¿ A cuánto asciende la deuda? – le pregunto Ernesto.
– A diez mil pesetas- le contestó.
– Yo te las pagaré – le dijo Ernesto.
– Pero…a ti también te hace falta, Ernesto, no tienes que….
– Tranquilo, pediré un adelanto, mi jefe paga bien. – Un día por ti otro día por mí…
Después de un año y sin saber nada de su amigo Pablo, Ernesto le volvió a ver..
– ¡ Ernesto! ¿ Cómo estás? Sabes, no he podido olvidar ese gesto que tuviste conmigo, en este momento me dirigía a tu casa para hablarte de un nuevo negocio que he montado con Luis, ¿ Le recuerdas?
– Perfectamente- le dijo Ernesto.
– Quiero que te unas a nosotros y trabajes como contable en nuestra nueva empresa. Olvida al hombre del frac que lleva tiempo amargando tu vida y convirtiéndote en un hombre que tú no quieres ser.
– Pero…eso es estupendo Pablo, no sé cómo agradecertelo- le dijo Ernesto.
– Tranquilo amigo y recuerda el dicho que me dijiste » hoy por ti y mañana por mi» . Me salvaste la vida en un momento en el que no tenía nada, hoy te la salvo yo a tí para que vuelvas a ser el mismo amigo amable que fuiste siempre…
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
ELOGIO A LA TRANQUILIDAD
Plácido González Ramos era un hombre de los que, en esencia, podríamos denominar tranquilos. Era la pereza, de entre los siete candidatos capitales, la que finalmente había decidido instalarse y habitar en su interior desde el día que llegase a este mundo, después de casi diez meses de gestación y otras diez horas de parto. El diez. Ese número, sin duda, marcaría su vida.
El señor González Ramos se movía a su ritmo, con una velocidad particular, era una persona de sangre reposada. Su andar lento y característico, siempre arrastrando los pies, le confería un aspecto enigmático y curioso. El tiempo parecía detenerse a su paso. Era el último para todo, no sentía urgencia ni precipitación, nada le apremiaba. Eso, muy lejos de importarle, era algo que sacaba de quicio a cuantos le rodeaban. Sin embargo, con el tiempo, acababan acostumbrándose. No había maldad ni intención alguna en sus actos. Era, simplemente, su naturaleza.
El día señalado sopló las velas, como siempre, de manera tranquila y sin sobresaltos. En los últimos treinta años había visto desaparecer a todo el mundo a su alrededor, un goteo de amigos y familiares que dejaban huecos de amor que nunca más se volverían a llenar. Poco a poco, uno a uno, lágrima a lágrima. Su círculo más cercano se extinguía, se iba consumiendo lentamente, como la llama de una vela. Pero él no tenía prisa alguna. Esa ralentización del tiempo, buscada y disfrutada, es lo que le había hecho aferrarse a la vida, disfrutándola con calma, saboreándola como la mayoría de nosotros no sabe y nunca sabrá hacer.
Sobre la tarta humeaban las tres velas ya apagadas. Su número, el diez, seguido de un cero más. Un siglo entero acababa de pasar sobre él como una apisonadora. Mientras esto ocurría, el señor elegantemente vestido de negro que acababa de llegar aguardaba impaciente sentado con su maletín. Estaba allí para cobrar una deuda, una muy importante: había venido a llevarse su alma. La muerte adopta muchas formas, no siempre femeninas ni portando la segadora guadaña. Pero a menudo, más veces de las que pensamos, lo hace de manera inesperada. Esta vez llegaba disfrazada de insaciable cobrador dispuesto a cobrar su pieza. Rubén lo observó risueño mientras, con un gesto de la mano, le indicaba que se tomara su tiempo, y de camino un trozo de tarta. El del frac no lo sabía, pero la espera iba a ser larga. Muy larga.
GRACIELA PELLAZA
«A veces me gustaría que se entendiera…No por mí…Todo lo que escribo bulle; lo mío es el manotazo primario en el intento de contar. Destejer el ovillo.
Yo… lo vivo.
Lo escribo para usted, para que no se lo pierda, para que un día en la pausa, sienta que lo han querido.
Así porque sí.
Un día comprenderá las intensidades, es la elipse de un aura que fabriqué para rodearlo.
Usted es el centro.
Como si fueran ofrendas mis honores, la festiva fiesta de mis ojos, y la firme atención.
No es amor. ¿o sí?
¿Una persistente fascinación?
El sopor de una quietud donde disfruto la pequeñez de un rato…no hay más que eso en ese tiempo que es perecedero para mí.
Usted impávido.
Ajeno al temblor de la bandeja cuando le sirvo el café de las mañanas. Y pregunta con soltura como viene mi día; justo cuando todos los panes que he tostado me están mirando.
¡Bien! respondo, con la mejor sonrisa que se merece, devolviendo el halago de sus preguntas. Hace meses que recuerda mi nombre y que tengo que mudarme, que mi gato se llama Felipe, y que cerramos a las cinco. No ha olvidado que mi madre no me ha escrito, que me gustan las películas viejas y que el bar es mi segunda casa y el dueño mi mejor amigo.
Ni siquiera es urgente
Yo quisiera que comprendiera que tomo esa ternura tan frágil todas las mañanas con su propina, y me la llevo a la piecita y la guardo en la tetera.
No tengo ni la pálida esperanza que se diera cuenta, porque todo corre maratones en ciudades como esta, y yo tengo esa paz que tienen las enredaderas de mi pueblo. Pasa el viento…y sueño.
Le escribo…porque en esos sueños infantiles que no controlo, viene usted de frac a cobrarse las monedas de mi tetera. Impecable.
Y yo… que nunca sé que decirle
Se las entrego.
EDUARDO VALENZUELA
Cuando llega la hora en que les toca pagar la deuda, he visto de todo. ¡Creédme!
Hay quienes agachan la cabeza y la liquidan con resignación, pero hay otros…
Los he visto llorar de rodillas, suplicantes; los he visto negarse encolerizados, los he visto intentando convencerme de que me he equivocado de persona (¡Ja!), y hasta hay quienes han tratado de sobornarme.
Mis favoritos son los que intentan huir a toda costa. Me presento ante ellos, cojo mi sombrero de copa para descubrirme con una elegante reverencia anunciando: «Soy el cobrador del frac» y completo la broma con mi risa más macabra. Entonces corren despavoridos. Ilusos. Creen que podrán burlarme. Es cierto que a veces me toma un par de años, pero al final los encuentro, y aún así intentan regatear:
―Está bien. Aquí está todo mi dinero.
―Faltan las propiedades.
―¡¿Las propiedades también?!
―Sí, también.
Cuando, al final, se resignan y me entregan todo sus bienes, los remato.
―¡Falta!
―¡Pero si le entregado todo lo que tengo!
―No es suficiente. Falta todo lo que tuviste y todo lo que podrás llegar a tener. Faltan tus afectos, tus recuerdos, tus anhelos, tus sueños. Me llevo todo. ¿O es que aún no entiendes quién soy realmente? ¡Mirame! Frac negro, sombrero negro, manos huesudas, rostro cadavérico… Yo vengo por tu vida.
EFRAÍN DÍAZ
En la vida hay deudas que se saldan con monedas y billetes, y otras, mucho más costosas, que reclaman un tributo mucho más alto: la vida misma.
No hay lugar más seguro para realizar una transacción ilegal que un lugar completamente vigilado. Nadie sospecharía.
Un chivatazo alertó a uno de los empleados del casino sobre una discreta transacción de narcóticos, meticulosamente planeada como una escena extraída de una película de alto octanaje. Un individuo, con su maletín repleto de dinero, se apostaba frente a una máquina tragamonedas. Otro, con su maletín lleno de narcóticos, entraba sigilosamente para intercambiar los maletines. Nada podía fallar, a excepción del inoportuno chivatazo.
Victor, agudo observador, rastreó cada paso de los clientes que merodeaban el casino. Su mirada fija y perspicaz se posó en un individuo portando un misterioso maletín. Atentamente, Victor siguió sus movimientos: se sentó, escudriñó a su alrededor y sacó monedas de su bolsillo para deslizarlas en la voraz tragaperras.
Minutos después, un segundo individuo, acompañado de otro maletín, hizo su entrada. Victor no despegó sus ojos de él, hasta que, como un eco, de su boca resonó un grito desesperado que anunciaba un siniestro fuego. La multitud entró en pánico, corriendo y clamando por socorro. Aprovechando la confusión, Victor agarró el maletín del apostador y se fundió entre la maraña de gente, sin tener consciencia de la peligrosa intriga en la que se estaba sumergiendo.
El descontento y furia embargaron a Enrique cuando supo que Jacobo había extraviado un maletín repleto de dos millones y medio de dólares, y para su desgracia, tampoco trajo la esperada heroína. Con pocas alternativas, se vio obligado a recurrir a Timothy, o «Tim», como le conocían, un ex miembro de las Fuerzas Especiales que había dedicado dos décadas a los Navy Seals, convirtiéndose en un maestro de las armas, el combate cuerpo a cuerpo, operaciones militares y tácticas de emboscadas y seguridad. Sus habilidades y destreza lo convirtieron en un valioso activo dentro del oscuro mundo de las drogas.
Tim emprendió la tarea encomendada, trasladándose hasta el casino para acceder a las cámaras de seguridad. Aunque la resistencia inicial fue evidente, una falsa credencial de policía le franqueó la entrada al entramado de las cámaras ocultas. Tras un minucioso análisis de los videos, logró identificar al empleado que se había adueñado del maletín. Apoyándose en una supuesta apropiación ilegal, la gerencia no tuvo más opción que facilitarle la dirección de Victor.
Sin previo aviso, Tim se presentó en el modesto apartamento de Victor. La mera mención de un supuesto nombre de casino fue suficiente para que la puerta se abriera. Sin embargo, aquel inopinado visitante, con una fuerza inaudita, irrumpió en la estancia, arrojando a Victor al suelo. Con delicadeza, Tim cerró la puerta tras de sí, protegiendo su identidad con guantes de látex.
«Hola Victor. Soy el cobrador del frac, aunque en esta ocasión, no visto tal atuendo. Pero algo tuyo sí me pertenece», espetó Tim con desdén.
Sin comprender plenamente la acusación, Victor balbuceó su inocencia, pero las pruebas lo incriminaban. Tim había sido testigo, por medio de las cámaras, de su astuto robo del maletín. Sin embargo, Victor jamás hubiera imaginado las consecuencias de su audacia.
«Un hombre ya ha perdido la vida por ese maletín, y tu no quieres ser el segundo. Tus ‘amigos’ no te han resultado tan leales, ¿verdad?», continuó Tim, desvelando la trama mientras extraía con frialdad una pistola calibre .45, silenciador incluido.
Preso del terror, Victor imploró clemencia, negándose a afrontar su inminente destino.
«¿Matar? ¿Quién ha hablado de matar? Eso es cosa de la ficción. No me complacería mancharme las manos de esa forma. No, no», murmuró Tim con una mezcla de burla y siniestra certeza.
Mientras la pistola apuntaba amenazante, Tim propuso dos opciones a Victor: cooperar o sucumbir. La presión era insoportable; la vida colgaba de un hilo tan fino como la más tenue seda.
Con lágrimas en los ojos, Victor accedió a las demandas de su sombrío visitante. Sin objeción, rebuscó en busca del maletín. Tim inspeccionó su contenido, corroborando la presencia íntegra del dinero.
«Buen chico, Victor. Eres todo un buen chico. Si tan solo no te hubieras atrevido a embaucar a Jacobo robándole el maletín, él estuviera vivo y tu podrías haber estado ahora mismo disfrutando de un polvo con tu linda novia Laura. Afortunadamente te encontré aquí. De lo contrario, el saldo de víctimas se multiplicaría», aseveró Tim con macabra ironía.
Rodeado de temor y angustia, Victor fue forzado a compartir una cena con su inesperado huésped. Tim lo hizo buscar comida para ambos. Cada bocado se mezclaba con un nudo en la garganta, mientras Tim se deleitaba con su propia perversidad.
Terminada la macabra cena, la orden de fregar los platos fue inapelable. Tim despreciaba el desorden, especialmente cuando dejaba rastros innecesarios.
Tras el desalentador ritual, Tim extrajo una jeringuilla, la cual contenía una dosis letal de fentanilo, suficiente para acabar con la vida de cuatro personas. La elección quedó en manos de Victor: cooperar y experimentar una muerte serena o resistirse y enfrentar la agonía lenta y dolorosa de un balazo entre los ojos.
Lágrimas y súplicas llenaron la estancia, pero Tim no se inmutó. Para él, todo aquello no era más que una representación inevitable del sombrío teatro de la vida, un trágico acto en el cual él era el director sin concesiones.
La pistola aún apuntaba a Victor, quien, entre sollozos, se aferró a la jeringuilla. La mirada gélida de Tim lo instaba a tomar una decisión. En un último intento por apelar a la compasión de su siniestro captor, balbuceó una petición desesperada.
«Por favor, déjame vivir. Haré lo que quieras, estaré a tu disposición, pero no me hagas esto», suplicó Victor, con la esperanza de tocar alguna fibra compasiva en el corazón inquebrantable de Tim.
Sin embargo, la sonrisa cruel de Tim fue la única respuesta a sus súplicas. Era un maestro en el arte de la manipulación y la crueldad, una criatura carente de remordimientos. La vida y la muerte estaban en sus manos, y no tenía intención de soltar a su presa.
«Los deseos de los demás nunca me han importado, Victor. La única ley que rige en este mundo es la del más fuerte, y yo soy el más fuerte», pronunció Tim con una convicción inamovible.
El reloj marcaba los minutos como latidos apresurados, mientras Victor se enfrentaba a una elección imposible. Finalmente, con lágrimas desbordando sus ojos, el peso del miedo y la desesperación lo llevaron a tomar la jeringuilla y administrarse la letal dosis de fentanilo.
El veneno empezó a fluir por sus venas, y una sensación de pesadez envolvió su cuerpo. Una somnolencia abrumadora lo invadió, arrastrándolo hacia un sueño eterno del cual no despertaría.
Mientras la vida se desvanecía en el cuerpo de Victor, Tim observó impasible el resultado de su implacable destino. Para él, era simplemente un acto más en su papel de cobrador del frac.
Completada su misión, Tim recogió el maletín y desapareció entre las sombras, como una figura sin nombre en el oscuro telón de la noche. Nadie escuchó ni vio nada, y el apartamento de Victor quedó sumido en el silencio sepulcral.
Dos días más tarde, los titulares de prensa anunciaban la trágica muerte de Victor debido a una supuesta sobredosis de fentanilo. Las autoridades y la sociedad aceptaron rápidamente esa versión, sin sospechar la sombría verdad que se escondía detrás de la noticia.
EVA AVIA TORIBIO
El cobrador del frac
—Antonio, este traje que tienes colgado en armario ¿para qué lo necesitas?
Hola, todavía no me he presentado, me llamo Isabel, Isa para los amigos, soy la típica ama de casa, llevo casada con Antonio… bueno, creo que he perdido la cuenta. Al grano que me lío. Antonio lleva unas semanas un poquito mas raro de lo habitual, y es que hace dos años se quedo sin empleo y con esta edad, ya no hay quien le contrate.
—Mujer, te he dicho que no mires entre mis cosas -entrando nervioso en la habitación.
—¿Crees de verdad que ha estas alturas, yo no conozco la ropa que tienes? Estoy harta de lavarte los calzoncillos. ¡Dios que cruz!
—Ponte guapa que nos vamos a cenar -elevándome con gran fuerza.
—¿Con que dinero, Antonio? No estamos precisamente para tirar cohetes.
—Tú solo has lo que yo te digo, mujer, que estoy muy contento. Por fin he encontrado trabajo y he cobrado un buen pellizco.
—¡Mira, Antonio, que nos conocemos! ¿No te habrás metido en algún lio? -salgo de la habitación rezando por que no sea nada chungo, como diría mi nieto.
—¡No, cariño! Es un trabajo, digamos, diferente -alzando la voz-. —Toma, que te he comprado este vestido, espero haber acertado con la talla -saliendo de la habitación.
—¡Pero…, te ha tenido que costar un dineral! -mis manos jamás habían tocado una prenda tan sedosa.
—Quiero verte preciosa, te lo mereces y te voy a llevar al mejor restaurante de toda Barcelona. Por cierto, abre la caja que he colocado encima de la cama, te faltan los complementos.
Una hora después
—Simplemente, divina. Te quiero -mirándome abobado.
Ya no recordaba esa mirada. De soñador, de enamorado…
Un ratito después, ya estamos sentados en la mesa reservada.
—Siempre imaginé poder estar aquí. ¿Me puedes contar que trabajo da para tanto lujo? Nadie da duros por cuatro pesetas.
—Disfruta, no te preocupes. Después de la vida que hemos llevado, nos merecemos esto.
Se aproxima el maître.
—Caballero, aquel caballero de la puerta ha preguntado por usted. Me ha entregado esta nota para usted -entregándosela.
Al leer la nota, cambia totalmente su semblante.
—Cariño, no te muevas, ahora vengo. Tengo que hablar con ese caballero unos minutos.
El semblante del caballero no es precisamente el de muy buenos amigos. Luce el mismo traje que hay en el armario y con el lleva un maletín. Antonio está nervioso e invita al caballero a salir del restaurante. No sé que está ocurriendo, pero estoy empezando a ponerme nerviosa.
Pum, pum, pum.
Se han escuchado unos disparos en el exterior del restaurante y Antonio no entra. Corro desesperada a su encuentro, dejando todas nuestras pertenencias en la mesa.
—¡No, no, no, no…! Antonio, Antonio -zarandeándole con fuerza -. —¡No me dejes, Antonio, despierta, despierta! -golpeándole, mientras mis piernas ceden ante su cuerpo y caigo rendida en su pecho.
Sobre el cuerpo sin vida de mi amor, encuentro una nota en la que me dice:
“Estimada sra. Isa, soy el cobrador del frac y su esposo tiene una deuda con mi cliente. Ahora le toca a usted trabajar para mi cliente, como cobrador del frac. Tiene dos días para presentarse a su nuevo puesto de trabajo. Las instrucciones las tiene en el bolsillo interior del traje que tiene en el armario”
Moralejas, jamás entregues tu vida y salud a tu trabajo y la más importante, todo tiene un precio y hay precios que ni por todo el dinero del mundo vale la pena pagar con tu dignidad y en este caso, con la vida tuya y la de los tuyos.
Besos, La Incondicional.
GABRIELA MOTTA
Sí, yo era el cobrador del frac, mi trabajo o mejor dicho mi vida no era sencilla. Mi sola presencia hacía que la gente quedara en pausa, se sentía incómodo por momentos, por otros no tanto. Uno se acostumbra a ser el malo de la película, aunque no fuera así. Porque déjenme recordarles que yo estaba ahí por una sola razón, buscar saldar una deuda. Sea como sea yo era poco apreciado por la gente, inclusive por mi familia, quienes evitaban convidarme a eventos cuando sabían que algunos de los invitados era un deudor. Recuerdo un día en especial, el cumpleaños de mi hija mayor, quien había solicitado un préstamo al banco y no había culminado el pago, yo hacía algunas semanas había recibido la orden de cobrárselo, pero como era mi hija opté por saldar la deuda y regalársela para su cumpleaños. Sin embargo, con regalo pronto y frac planchado, no fui invitado al evento. Debo reconocer que me dolió, aunque no me sorprendió, esos desplantes eran usuales en mi vida. Seguro alguien le habría ido con el chisme de que yo sería su cobrador. En fin, nunca le guardé rencor, pero imagínense que cuando supo que su deuda había sido saldada agradecía al cielo por el ángel de la gurda que le había dado una mano, sin sospechar que ese había sido yo.
LA PON DEROSA
Ha pasado ya una década desde que me hice amiga del cobrador del Frac. Fue divertido y todo un desafío ser cómplice de una imagen no amigable y quise retarme.
¡Qué fácil era entonces favorecerme de su amiguismo y subirme al tren sin pagar billete, porque yo era joven y segregaba grandes dosis de colágeno . Se me fueron escapando los privilegios conforme sumaba años y el lo hacía con su frac… Pasados unos cuantos años , acumulé un 41% de interés en deuda inicial , de un crédito que nunca quise pedir.
Sus llamadas pasaron de la amistad al reproche y ya no había vuelta atrás, ya no podía pagarle
Empecé entonces a preguntarme: ¿eligió el esta profesión porque iba acorde a su carácter?¿cobrador del Frac nace o se hace?. Entonces recordé que él siempre llevas en el bolsillo del traje unos cubiletes con sus bolitas y cuando no estaba de servicio le gustaba jugar con la mente de la gente (sentía que tenía el control) y ahí obtuve la respuesta
Nunca sé cuando volverá a aparecer o si lo hará y viviré con el miedo a ser pillada veinte años después por un crimen que creía olvidado , pero lo que si sé, es que yo fui amiga del cobrador del Frac
SANCHEZ KATA MAR
Me gustaría que el entendiera mis escritos, vienen de fondo del alma, en esta época son muy pocos los que entienden todo lo que mi corazón quiere decirle al oído. Lentamente, lo vivo, lo pienso y lo siento.
Lo escribo para el señor del almacén (como se me apetece llamarlo) para que usted tal vez pueda sentirse querido tan solo un instante.
Sé que ya tiene quien lo acompañe en su cama, pero también sé que usted siente frio a su lado, usted no me lo ha dicho, simplemente lo siento Así por que sí.
Espero que la aurora que lo acompaña le haga ver el amor que siento por usted, a quitarse el miedo, dejarse de mentirse a sí mismo.
Si para usted mis detalles más honorables le representaran molestia… al parecer sus ojos dicen otra cosa. ¿me equivoco?
¿es una suposición de mi imaginación, de mi deseo de que tan solo por un momento sus labios rocen mi mejilla?
El soplo del viento que embadurna sus mejillas me dijo al oído que alcanzo a disfrutar del rato por un breve momento, eso me alegra porque me recuerda una frase de un escritor ese que a usted le gusta. “el tiempo es efímero y muy frágil”.
Al verle entrar al restaurante me quedé impávido, seguido torpemente deje caer la bandeja con la bebida preferida suya y la de su compañera, por su puesto comprendo su enojo, en cambio usted sonrió tímidamente, vi que sus mejillas tomaban un color rosa pálido, muy bello ante mis ojos emocionados. Rápidamente me di vuelta, temí que su honorable compañera me estuviera mirando. Al rato vuelvo con un lito, me acerco lentamente a limpiar su majestuoso vestido, a lo que usted me contesta con un gesto bonito, en mi mente dije: ¡bien! Respondió a mis indirectas.
Hace meses que pregunte su nombre, no me lo quisieron dar opte por preguntar si tenía mascota a lo que me respondieron que tenían un gato gris llamado Félix. Recordé que tengo que enviarle un telegrama a mi querida madre, hace rato que no le escribo. Al igual que usted me gustan las películas antiguas esas de blanco y negro… las cantadas en mi memoria esta todavía está la canción del inicio de la película “el recinto “la cual cantaba con emoción cuando esta había terminado.
En la noche me fui a casa, un pequeño bar de la esquina de la 67, el dueño es mi padrino, el es que me acolita todo, incluso este amor imposible.
Quisiera que comprendiera mi ternura, mi carácter frágil y dócil, todos los días paso por el almacén con el único objetivo es verlo a usted atendiendo en el mostrador, la próxima vez me acordare de darle una buena propina por la grandiosa atención que me da, no se preocupe que pronto le pagaré lo que le debo, en la fábrica no demoran en pagarme.
En nuestro pueblo es de ensueño me lleva a recuerdos de la infancia, en el que tardes enteras me la pasaba mirándole en el taller de su nona jugando a ser modistería, eso sí a escondidas, para que las miradas largas no sospecharan más allá, ni las malas lenguas empezaran a hablar.
Le escribo porque he tenido sueños profundos, los cuales no puedo controlarlos al verlo a usted de frac se me pone la piel de gallina, no quisiera despertar jamás, pero sé que solo en mis sueños lo puedo tener a mi lado.
Se las entregue al cartero, puesto que me da vergüenza que su compañera pudiera sospechar del enorme cariño que le tengo a usted, mi querido señor del almacén…
PD tenga la molestia de no presentarse ante la puerta del bar, el cartero le va a dar mi deuda.
NORA DELLABIANCA
Sentado junto a la ventana del bar revolvía sin mirar la tasa de café. Su mirada perdida en el ir y venir de los peatones parecían mostrar indiferencia. Cuantas veces se había sentado en ese mismo lugar esperando que algo hiciera la diferencia?
Clavó su mirada en la esquina y entre el tumulto descubrió un hombrecito vestido con frac , se estiro un poco para visualizarlo mejor; sobre su cabeza un sombrero bombín hacia malabares para no caerse debido al extraño caminar del caballero que sostenía un bastón en una mano y unos diarios en la otra lo que le complicaba muchísimo guardar al mismo tiempo el dinero en su bolsillo, el cual curiosamente tomaba si entregar ningún diario a los clientes.
Se sintió confundido y froto sus ojos con fuerza, bebió un sorbo de café y sintió que ya estaba helado ,volvió a mirar hacia la esquina que ahora estaba vacía y advirtió que ya había oscurecido, miro su reloj puso unos «australes» en la mesa, tomo su sombrero, su bastón y una hoja de diario arrugadisima. Salió apresurado seguro de que el celador del hospicio lo iba a regañar.
_ Llegaste muy tarde Carlitos!
El le sonrió y cruzó el pasillo con ese andar tan suyo tan extravagante tan Chaplinezco.
MANOLI DÍAZ TORRALBA
Cuando por fin parecía que iba a coger el sueño esa noche tan calurosa ¡odiosa ola de calor! noto como unas patitas y un hocico intentan quitarme la fina sábana que me cubría, frunciendo el ceño levanto un poco la voz – ¡Hera estate quieta! – se sienta a mi lado y gimotea mirándome con carita de pena, aisss si es que es imposible enfadarme con ella cuando me pone esos ojitos, miro el móvil y veo que son las seis de la mañana, vale va vamos a la calle, le digo resignada.
Me doy una rápida y fresca ducha para espabilar un poco, me pongo un vestido de algodón y las sandalias, cojo la correa y las llaves y salimos cara al nuevo parque perruno que han hecho cerquita de casa, nada mas cruzar la calle nos encontramos con un señor que lleva un traje algo peculiar que nos sonríe y nos da los buenos días, Hera le ladra y no se acerca a saludar como suele hacer con todo el mundo, que raro pienso para mis adentros; al girar la esquina tenemos un encontronazo con otro señor vestido igual, pienso que habrá alguna fiesta en el barrio con alguna temática que desconozco.
Llegamos al parque y ya hay un par de perritos amigos, la suelto y se ponen a jugar, la dejo disfrutar una media hora y la llamo, cuando le estoy poniendo la correa veo al otro lado del parque a los dos señores raros, le quito importancia pues estarán esperando a alguien, volvemos a casa charlando distraídas con mi vecina Lucia y su caniche.
Subo a Hera a casa cojo el carro y el bolso y me dirijo al mercado pues la nevera está tan vacía que hace eco, cuando salgo del patio me veo enfrente otra vez a los dos señores raros les sonrío a modo de saludo y echo a andar haciendo una lista mental de lo que tengo que comprar; entro primero al súper a coger lo de peso y en el pasillo de la leche me los vuelvo a encontrar ¡esto empieza a mosquearme!
Estoy pidiendo en la charcutería el jamón y en eso entran los señores raros que vienen directos a mí, me llaman por mi nombre y me dicen que necesitan hablar conmigo, un poco temerosa les digo que vale pero que esperen a que acabe las compras, muy educados dicen que no hay inconveniente, es más me ayudan a cargar las bolsas que no caben en el carrito, nos dirigimos a mi casa, descargamos y nos sentamos en las sillas de la cocina, el más mayor comienza a hablar y me dice que tengo una deuda que se va incrementando, con extrañeza los miro y les digo que es imposible que estoy casi al día en todo, el joven sonríe y dice tranquila mujer que no nos debe dinero, nosotros somos los cobradores del frac literario y nos debe varios temas de la semana, cuando intento replicarles que eso es voluntario se ponen en pie y empiezan a reír a carcajadas mientras esos extraños trajes se transforman en túnicas blancas, cuando cesan las risas me cuentan que en realidad son musas y hacen estas visitas intentando inspirar a los participantes.
RAÚL LEIVA
Burócratas
Un domingo cualquiera, llamó a la puerta de mi casa un hombre delgado y alto que lucía un andrajoso frac púrpura. Pensé que se trataba de una mala broma de algún amigo, o de alguna celebración que pude pasar por alto, o simplemente de un error en el domicilio al que se dirigía este curioso individuo.
—Buen día. ¿En qué te puedo ayudar?
—Buen día Raúl Leiva. ¿Puedo pasar?
Que me haya llamado por mi nombre y apellido, no pudo menos que inquietar mi mañana. Me quedé congelado e intentando darle lógica al encuentro.
—Buen día Raúl Leiva. ¿Puedo pasar? Tengo una propuesta para hacerle.
La palabra propuesta me sonó a amenaza mafiosa en un tono amable que, sin embargo, a pesar de su carácter invasivo, me estaba abriendo una posible puerta de salida a una situación hasta el momento desconocida para mí. Lo hice pasar y se sentó en mi mesa. Le ofrecí café y negó con la cabeza. Buscó en su maletín una carpeta gris con mi nombre y un montón de hojas prolijamente ordenadas.
—Voy a ser breve Raúl, te voy a contar el porqué de mi presencia aquí y la propuesta concreta que, de ser aceptada por vos, la formalizamos con una firma y te dejo libre por el resto del día. ¿Entendido?
No sé bien en qué momento asentí, pero él interpretó que sí.
—Bien, sigamos. Mi nombre no va a agregar nada a esta charla, soy solo un enviado. Mi función es de cobrador. Dicho así suena un tanto frío y que solo busca un dinero so pena de incautarle sus bienes materiales. Nada más alejado de eso, te cuento de qué se trata mi visita. A lo largo de tu vida te has cruzado con personas o situaciones riesgosas para tu salud y para tu propia vida. Desde tu nacimiento venís teniendo una especie de suerte. Las posibilidades de nacer vivo fueron muy bajas, dado la edad avanzada de tu madre como las condiciones en las que naciste. Tu infancia pasó por lo menos por una decena de situaciones riesgosas en las que tu vida estuvo en peligro, desde la imprudente acción de subirte al colectivo en marcha y viajar colgado del pasamanos, hasta ese día que jugando a los drogadictos se tomaron unas pastillas de insulina de tu abuelo Ramón. En tu adolescencia y juventud, los accidentes automovilísticos y las caídas de la moto jugaron un rol importante en esta colección de riesgos, pero la frutilla del postre fue cuando a los veintitrés años, ibas a suicidarte en la vieja casa de tu tío Victorio donde vivías solo, y justo llegó tu mamá para ver cómo estabas o si necesitabas algo. ¿te acordás Raúl?
Claro que me acordaba, lo que no entiendo es de dónde sacó este individuo estos datos que solo yo sabía y me había guardado en secreto hasta hoy.
—Sé que te estás preguntando cómo conozco todos estos datos. Te explico; cada vez que tomaste un riesgo o la situación te encontró, nosotros estuvimos allí para cuidarte. Algunos nos llaman suerte, otros creen que somos el destino, algunos nos dicen como un eufemismo que somos “ángeles de la guarda”. Solo somos los administradores de los tiempos. Nadie nace con algún propósito o algo así, solo vienen al mundo a vivir cuanto puedan o cuanto quieran. En tu caso particular, te fuimos dando posibilidades porque vimos algo de potencial, no sé, eso no lo evalúo yo. Existe una suerte de comité que mide tus posibilidades de, por así decirlo, contribuir a un mundo mejor, y a medida que vas creciendo si seguís teniendo potencial te vamos salvando de situaciones en las que nos confundimos con el azar o en algunos casos, le toca pagar a otro ser humano con menos posibilidades. Esto te da unos años extras para que puedas vivir y ver los cambios. Ahora, si de alguna manera tus méritos decrecen o abandonás la idea de crear un mundo mejor, el comité reevalúa tu accionar y puede costarte incluso la vida. Ante que esto ocurra, me mandan a mí a negociar con vos una suerte de retiro voluntario de la actividad. Si firmás estos formularios que te cuentan un poco más técnico todo lo que te dije recién, te desvinculamos y tenés un mes de vida. Después de eso, te da un infarto sin dolor mientras dormís y nada más.
—¿Y si no firmo nada?
—En ese caso quedás en manos del comité. Ellos deciden cuándo y dónde termina tu vida. No hay garantías en cuanto a tiempo o si vas a sufrir mucho o poco durante tu deceso. Eso no está en mis manos. Nosotros solo tratamos de negociar lo mejor para vos.
—¿Lo mejor?
—Y sí. Imaginate que podés vivir un último mes a pleno, que podés despedirte de tus hijas, de hacer algo con tus amigos, de ordenar por así decirlo tus cosas. Un mes es lo máximo que se otorga. La experiencia dice que, si te dan más tiempo, podés resentirte y volverte destructivo. A los más resentidos solo le dan horas de vida, lo suficiente para un par de llamadas. ¿Alguna duda?
—No… Ninguna.
—…
—¿Dónde firmo?
DARILU DEL CARMEN CÓRDOBA
Era tarde y no había podido dormir… Sabía que hoy era el día de pagar su deuda, el reloj era lento para pasar los minutos, el calor, los nervios y el maldito tiempo cumplido. Miro de nuevo el reloj solo falta un puto minuto pero parecía que se había detenido y no corría el reloj. Supo que está agonía se debía a la ansiedad. Escucho la algarabía de muchos perros en la calle… Su alma a cambio de tener el poder sobre la vida de tanto desdichado y tener el dinero que había querido… Diez años ahora era muy poco tiempo a cambio de su alma. Recordó como si una película pasará frente a sus ojos, cada minuto, cada víctima, cada mujer que había asesinado, fueron poco esos diez años, se habla vuelto un experto en el arte de matar, las mordidas, el cambio de color del cabello de cada víctima y su sabor… Casa una tenía un sabor diferente… Recordó el pacto y ahora el hombre que apareció junto a la chimenea, ese hombre de frac, ese demonio que lo engaño con solo diez años estaba allí, había venido a cobrarle… El cobrador del frac traía consigo la hoja firmada con sangre y desesperanza, el cobrador del frac que no trae nada más para llevarme al infierno. Solo anhelo poder verlas pero el me hace recordar que al hacerlas vivir el infierno en la tierra al desollarlas vivas y comer su carne habían purgado sus culpas, no estarán ahí, el cobrador del frac me da el papel, miro la firma de sangre, me toma de la mano y siento como ese hombre del frac me arranca el alma. Maldita sea porque no asesine a mi madre, así y solo así hubiese valido la pena
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