Ayudar – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «ayudar». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 17 de noviembre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

CORONADO SMITH

-¡Ayúdame Isa, ayúdame!
– Yo no te he empujado.
-¡Mamá, mamá, Pablo se ha ahogado ¿Me puedo comer su chocolate?
Fin de la historia.

RAQUEL LÓPEZ

Henry se quedó absorto ante la recepción de aquel edificio majestuoso, el lujoso hotel Hillside.
-¿Puedo ayudarle en algo?- le preguntó la recepcionista.
-Sí…-dijo Henry titubeante- Estoy esperando a mi mujer, Susan, si es usted tan amable de avisarme cuando llegue, la estaría infinitamente agradecido. Sabe, hoy es nuestro aniversario, celebramos las bodas de oro. Espero que Susan lo recuerde, de todas maneras la dejé una nota en la mesita del hall con la dirección del hotel…¡Es tan despistada!..
-De acuerdo señor Henry, no se preocupe que yo le avisaré, mientras tanto le serviremos un café.
-Gracias, un placer-dijo Henry.
Las horas pasaban y Susan no llegaba. La recepcionista en un intento de querer ayudar le preguntó:
-¿Está seguro de que vendrá? Quizá sería conveniente de que llamara a casa, puede que no haya visto la nota con la dirección.
– No hace falta, sé que vendrá, es cuestión de esperar.
La recepcionista se encogió de hombros y siguió con su trabajo.
Henry se quedó dormido…
– Señor Henry, alguien pregunta por usted.
-Henry se despertó medio aturdido,»¿que hago aquí?-se preguntó..
Alzó la mirada y no podía creer lo que veían sus ojos..
-¡Susan!
-Papá, no soy Susan, ya sé que soy la viva imagen de ella, pero soy Lisa, tu hija.
Henry reaccionó enseguida, en sus ojos se apagó el brillo que sintió al verla entrar y la tristeza fue apoderándose de él poco a poco hasta hacerle sentir vulnerable limitándose a llorar.
-Papá, sabes que mamá murió hace mucho tiempo, ella, no volverá – dijo Lisa apenada.
-¿Entonces, porque estoy aquí si ella no va a volver?..
-Gracias- le dijo Lisa a la recepcionista.-Gracias por cuidar de él, encontré la dirección de este hotel en la nota que dejó.
-Pero..no comprendo ¿Y su esposa?
-Mi madre murió hace mucho tiempo y desde entonces empezó a tener pérdida de memoria, cree que mi madre aún está viva.
-¡Vamos papá, tenemos que ir a casa!
-Pero ¿ y si tu madre vuelve? Se va a enfadar, ya sabes cómo es..
-No se preocupe-dijo la recepcionista- yo le avisaré en cuanto llegue.
– Se lo agradezco señorita, – contestó Henry.
Lisa le hizo subir al coche. Henry a través de la ventanilla y con la mirada perdida vió a una mujer que decía adiós a través de una de las ventanas del hotel.
-«Sabía que vendrías Susan» murmuró lanzándole un beso…

CARLOS TABOADA

LA MONTAÑA RUSA
La semana pasada, David celebró su trigésimo cumpleaños en casa, y, tras la tarta casera, su madre comenzó a recordar las habituales escenas del pasado cuando él era un niño, como el día que disfrutaron en la Casa de Campo. Su padre pagó por unos viajes en el carrusel, pero a David le motivaba más otra atracción: la montaña rusa. Aquellas subidas y bajadas espeluznantes, como el saberse más cerca de las estrellas por un segundo para al cabo desplomarse hacia una aparente normalidad, habían formado y formaban la esencia de su vida. Por ejemplo: perdió —en seis meses— los miles de euros que reunió cuando alquiló un despacho para consultas psicológicas en el local de abajo —podía contar con los dedos los clientes que tuvo—; a continuación, la novia de la universidad le dejó por otro mejor situado; después, el coche de tercera enfiló al desguace y, al día siguiente, el portátil perdió la luz y… y había desechado la lista negra en cualquier parte, ya que sucesos algo más triviales fueron acaeciendo a cada semana, mes tras mes. Al menos, pensó, al menos había superado —en el día de su cumpleaños— un par de pruebas para comenzar un trabajo en el supermercado del barrio. Firmó un contrato indefinido, y de veras creyó que empezaría a tocar las estrellas desde la montaña.
El primer día, llegó media hora tarde. Cuando fuera a llegar a casa, comprobaría qué había pasado con la jodida alarma del móvil. Afortunadamente, su madre lo despertó desaguando el agua del váter. «Maldita sea, maldita sea», vociferaba, corriendo hacia el supermercado. «Lo siento, lo siento, siento», se disculpó una y otra vez. El gordo encargado lo miró impasible tras las gafas, pero le dejó muy claro, con los ojos por encima del filo de la montura, que sería la primera y la última. Aun así, le animó. «Está bien. Olvídalo. Ponte el disfraz», le dijo, señalando algo que colgaba de una percha.
«¿Qué? ¿Cómo? ¿Un disfraz?»
David adivinó fácilmente qué clase de disfraz era, aunque nunca lo había visto puesto en alguien, y jamás se le ocurriría colocarse tal cosa — eso creyó. «¿Me tengo que poner eso?», preguntó al tipo.
—Por supuesto. Te lo acabo de decir. En tu contrato figura la cláusula. Te espero en la línea de cajas —le dijo, dándose la vuelta.
—Pero, pero… —le interrumpió un aterrorizado David—. ¿No llegará el público más tarde? O sea, los clientes… Es decir, ¿no debería ponérmelo cuando se abra la tienda? O sea, quiero decir, ¿para qué ponerme el disfraz si ahora nadie me vería?
—Ponte el disfraz. Un conductor de reparto te llevará al sur y allí pasarás el día. Después, alguien te traerá de nuevo. ¿Lo entiendes ahora? Ponte el disfraz. Te espero afuera —le dijo el tipo, saliendo del vestuario.
David quiso chillarle, hacerle pagar por la ruleta de su vida, pero la puerta contraincendios se cerró y ni un solo grito salió. Impotente, miró el disfraz. Se acercó a él. Trató de acariciarlo. Comenzó a llorar. La tela era suave. Llorando, deslizó una mano por la parte marrón y después utilizó las dos. No pudo parar de llorar. Necesitaba ayuda. «¿Alguien me puede ayudar? ¿Alguna vez la he pedido?», se preguntó. «Veo una montaña rusa desmoronándose, convirtiéndose en un amasijo de hierros. ¿Será posible?», se preguntó llorando, desmontando el disfraz de la percha.
Se acercó a un enorme espejo. De cabo a rabo, se podría ver disfrazado. Entonces, abrió la cremallera y se introdujo fácilmente. Comprobó que… ¡Le sobraba por todas partes, como si se hubiera colocado un pantalón del gordo encargado! Subió la cremallera y ajustó la entrepierna por delante y detrás y pegó varios saltitos. A continuación, dirigió la mirada al frente, a través de una malla de tela que, en parte, entorpecía la visión.
Frente al espejó, dejó de llorar. Se miró. Se adelantó para comprobar la visión de sus ojos. «¿Cómo me verá la gente?» Se dijo que nadie le reconocería, si es que alguien del sur fuera a reconocerle. «¡E incluso podría poner la voz de macarra que tan bien me sale!», rio. Empezaba a animarse. Se echó hacia atrás. Delante del espejo, tocó y recorrió la parte marrón, acarició las eses del kétchup y la mostaza y, finalmente, el panecillo de tela que envolvía la salchicha. «¡Coño!, pues no está tan mal», carcajeó. Carcajeó una y otra vez, elevando los puños a la altura de la cara, subiendo uno y después el otro, sincronizándolos con el ritmo de la cadera, doblando ligeramente el disfraz de izquierda a derecha. «Jajaja», carcajeó. «Hay que joderse, cómo es la vida…», se dijo, subiéndose al carro de la montaña rusa.

MARÍA CRUZ ESTEVAN APARICIO

El camino hacía el molino viejo estaba tan deteriorado como la construcción en sí. Mas dos jóvenes deseosos de aventura deciden ir a ver las ruinas de lo que un día fue una fábrica de moler cereales.
El agua del arroyo movía las piedras con tal rapidez que estás trituran el trigo dejándole en su blanca harina.
Los burros cargados con grandes sacos andaban por las sendas medio cubiertas de naturaleza que impedían ver con claridad el paso muchas veces al borde del majestuoso paisaje.
Los escursionistas habían disfrutado de la belleza del entorno. Pero de regreso a casa, la hierba del camino había reyenado un Portillo abierto en el precipicio.
La pisada de uno de ellos dio con el agujero y pédio el equilibrio ZAS…
Por suerte el chico quedó en el abrigo de una roca junto al nido de una cigüeña.
Ayudar, Ayudar…
El viento soplaba la petición del herido. Ayudar, Ayudar.
El compañero del desafortunado con móvil en mano y agobiado buscaba cobertura.
Un elicoptero con su equipo de salvamento surcaba el cielo.
Las personas que AYUDAN. No ven dificultad ni peligro…

AMALIA MARTÍN

La biblioteca del viejo Luis recientemente enviudado era una estancia en la que a uno le apetecía refugiarse durante días.
Los recuerdos de toda una vida junto a Marita .Los viajes realizados en su juventud enmarcados en portafotos inanimados así como los innumerables volúmenes de libros y antigüedades que antes rezumaban calidez y personalidad ahora los atesoraba celoso entre paranoia y enigma.
Luis era espiritual ,algo sensible y dado a dar lástima a pesar de su corpulencia y estatura.
Sucumbió al abrazo de su viejo sillón que durante meses fue testigo inalterable de tantas horas de vigilia y tristeza desde que la pobre Marita se marchó de este mundo.
Una vida siniestra de sombras y tenebrosos días.
Recuerdos de un pasado lejano pero presente e inalterable en su mente como guardián de su centeno.
En ese momento entró la srta Amelia con una bandeja de plata en la que había dos tazas de té como dada tarde desde la partida de «ella».
_¿Señor desea algo más o puedo retirarme?
Luis permanecía en silencio sin esgrimir gesto alguno en su constreñido rostro.
_Señor ¿Se encuentra usted bien? ¿Desea que llame al doctor por su dolencia?
Transcurridos unos segundos tensos de incoherencia el rostro de Luis dejaba derramar una lágrima que le corría entre los surcos de su piel arrugada y algo ensimismado dijo:» Ayúdame»
Amelia que tan preocupada estaba lo abrazó con tanta fuerza durante un tiempo prolongado que el frío cuerpo de Luis entró en calor y sintió la ternura femenina que tanto añoraba.
Lloró con ansia hasta vencerse por un sueño reparador que lo dejó en paz consigo mismo.
Luis necesitaba el calor que le devolvió a la vida.
Amelia y Luis se abrazaban cada día curando las viejas heridas de soledad y desamparo.
Un día compartieron lecho y el calor de sus cuerpos fue bálsamo reparador para sus mentes.
Formaron un tándem perfecto entre dos almas solitarias.

BENEDICTO PALACIOS

—¡Baja inmediatamente del árbol!
—No.
Era Blas el que se negaba, el más pequeño de tres hermanos y el más respondón. Tenía sus motivos. Dejaba la madre el encargo de comprar una libra de pan y Alejo, el mayor se lo pasaba a Santiago, el segundo, y este a Blas. Cuanto podían hacer los hermanos mayores se lo encargaban a Blas y él protestaba.
—Siempre me toca por ser el más pequeño, no es justo.
Pero aquel día había gateado al tronco de un árbol por otro motivo y se negaba a bajar por más que su madre se lo estaba rogando. Solía perdonarle, pero en la presente ocasión no escaparía sin que le diera en el culo con la zapatilla. La fechoría era considerable. Durante la media hora de recreo se había peleado con su primo Bruno porque primero se pusieron la zancadilla y después se insultaron.
—¿Qué cosa tan grave te dijo?
—Me llamó monaínas.
—¿Y tú a él?
—Le dije que le daban ataques a las orejas.
Tuvieron que separarlos y sangrando por la nariz los llevaron ante el señor maestro. Don Ernesto les dio un tironcillo de orejas y les mandó situarse de pie a ambos lados de la mesa donde él estaba sentado.
Volvieron los alumnos del recreo y el maestro explicó para todos la lección sobre el origen de los glaciares. Y dibujó en la pizarra una montaña y en su vértice un glaciar. Y mandó dibujar en el cuaderno. Había transcurrido un buen rato y los dos primos seguían de pie. A ver si se habían vuelto invisibles, porque el maestro ni siquiera les tenía en consideración, como si no existieran. Se daban de señas, se hacían burla y el maestro pasaba de lección.
Había sobre la mesa un cepillo de borrar y Blas empezó a imaginar qué podía hacer para llamar la atención del maestro. Y encontró como mejor solución lanzarlo a la cabeza de Bruno. Esperó que volviera el maestro a la pizarra, cogió el cepilló, guiñó un ojo y apuntó a la frente del primo. Y se lo arrojó justo en el momento en que el maestro giró y con tan buena puntería las gafas de leer que llevaba de la mano salieron volando. Los alumnos se mondaron de risa.
—Perdón, perdón, discúlpeme.
Don Ernesto no se inmutó. Sacó un folio del cajón, dibujó unas gafas y puso debajo el precio. 57 euros.
Blas no quería entrar en casa y menos entregar el folio a su madre. Subirse a la acacia era la solución. Allí seguía cuando llegaron los dos hermanos que ya estaban al tanto de la gamberrada.
—Anda, baja —le pidió Alejo— madre ha decidido visitar al maestro y le pedirá perdón en tu nombre. Pero no esperes regalos en tu cumpleaños.
—No, no quiero bajar.
—Baja y no seas remolón. Santiago y yo te ayudaremos a pagar los 57 euros.
—¿De verdad? Bueno, pues entonces bajo.
—Ya estás tardando.

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

NO, SI YO ERA POR AYUDAR…
—Que no, hombre, que no, cómo vas a colocar tu solo esta televisión. Qué, no había otra más grande en la tienda, ¿no? Menudo barco. Mira, entre los dos lo hacemos en un santiamén. Tú coges de allí, yo de aquí y a la de tres: una, dos y tres… ¡Huy, qué mala leche, hombre, se me ha escurrido de las manos! ¿Ha sido mucho? ¡Jodo, menudo estropicio! Pero no sé, estando en garantía…, ya, que estas cosas no las cubre. Tú prueba a ver, oye, a veces cuela. No sabes como lo siento, Rogelio, majete, yo era por ayudar y mira. Me voy con mal cuerpo, de verdad, pero me está esperando Donato. ¡Qué jodido! Tiene que cambiar un interruptor de la luz y quería llamar al electricista, con lo que cobran. Eso se lo hago yo en un plis plas. Te llamo luego para ver en qué ha quedado la cosa y, oye, lo dicho, que lo siento un huevo.
»¡Donato, machote, campeón, dónde está ese interruptor, coño! Si esto es muy fácil, hombre, mira y aprende para otra vez: pillas este cable y lo metes por aquí, aprietas el tornillo; luego haces lo mismo con este otro, aprietas y listo; ahora le damos al interruptor y… ¡Hostias, vaya fogonazo! No lo entiendo, si es muy sencillo, no hay que estudiar, solo son dos cables. ¡Joooder, el diferencial socarrado! Esto sí que tiene miga, chico, aquí no te queda otra que llamar al electricista ese que conoces. Ya lo siento, tú, uno quiere ayudar y ya ves, la acaba cagando. En fin, te dejo, tengo que acercarme al hospital a ver a Mariano, criatura. La otra tarde me dijo si podía ayudarle a arreglar un canalón de su tejado; nada, cosa fácil, solo era sujetarle la escalera, una de esas de mano, muy larga, mientras él le ponía un parche a la chapa. Chico, no me preguntes qué pasó: serían los calces, que estaban desgastados, el suelo con grasa, no sé, el caso es que se fue la escalera a cascarla y el pobre Mariano…, las dos piernas rotas, un brazo y tres costillas. Ingresado está, el muchacho, que no puede moverse de la cama. Voy a hacerle un ratico de compañía. Tenme al tanto de lo que te diga el electricista y, oye, lo siento mucho, de verdad.
»¡Mariano, Marianico, cómo está el hombre! Coño, Mariano, ni que hubieras visto un fantasma, ¿te sientes mal, quieres que llame a alguien? Anda, que te echo una mano con la almohada, lo mismo es eso, que estás en mala postura. ¡Pero, coño, Mariano, qué te pasa, por qué gritas de esa manera, se van a pensar que te estoy matando! ¡Nooo, señorita, nada, pobre de mí! Quería ayudarle con la almohada, para que estuviera más a gusto y se ha puesto a chillar como un loco, no lo entiendo. Sí, seguro, será mejor, ya vendré otro día. Que no, dices, Mariano, que no vuelva. Pues nada, hombre, lo que quieras. Será la medicación, porque otra cosa… En fin, me voy a acercar a la tienda de Evaristo, por si le hace falta algo, que a fin de mes siempre tiene jaleo.
»Noches de bohemia e ilusión, yo no me doy a la razón. ¿Cómo te olvidaste de eso? Lailo lailo lalilo lara lo, larariro lailoró lara lara lara lero…

ALBERTO MEDINA MOYA

Yo era la primera vez que subía a un autoestopista, y él era la primera vez que hacía autoestop. Se llamaba Román, y no tardamos en congeniar, lo cual echó por tierra cualquier resto de duda o inseguridad que pudiera tener en cuanto a meter a un desconocido en mi coche.
Román me contó que era un ejecutivo de altos vuelos. Tenía chalet con piscina, tres coches de alta gama y hasta un jet privado. Se acababa de divorciar, y para pasar página había decidido viajar un par de meses por España con una mochila. Era un conversador interesante y simpático, y me alegré de haberme animado a parar, hasta el punto de que cuando llegamos al lugar en el que se bajaba sentí quedarme sin su compañía. Antes de abrir la puerta sacó un billete de cien euros y me lo alargó. Asombrado, le dije que no podía aceptarlo.
– Tú me has hecho el favor de llevarme, hazme ahora el favor de aceptarlo. -zanjó.
Mirándolo alejarse pensé que al ayudarle había recibido más de lo que había dado, por eso al llegar a mi destino, y poco después de aparcar, quise equilibrar la balanza dándole los cien euros a un mendigo que había en la puerta de un supermercado. Éste cogió el billete y me miró con suspicacia.
– Las bromitas a tu padre. -dijo antes de romperlo en pedazos.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

A Irene le gustaba ayudar, desde pequeña, siempre había sido cómo un ángel para Óscar. La mirada de Óscar hacia Irene siempre había sido correspondida, el amor iluminaba el rostro de ambos con cada mirada.
Poco a poco Óscar se fue recuperando con la inestimable ayuda de Irene.
Óscar había sanado, se podría decir que el amor de Irene le había curado.
Irene, incansable también se había enamorado de Óscar.
La parálisis cerebral con la que nació Óscar no fue impedimento ante el amor que se procesaban ambos, sincero, verdadero, recíproco. El respeto era el denominador común en esta pareja tan peculiar que tras varios años de noviazgo habían decidido unir sus vidas para siempre.
No era el final de una historia, sino el principio. El amor había ganado la batalla a la enfermedad gracias a Irene que con su gran corazón y sus ganas de ayudar al prójimo había consumado el milagro de la vida, había cambiado el destino de Óscar.
Fruto de este amor tuvieron dos vástagos preciosos: Raúl y Elvira. Raíces de un amor eterno y perpetuo.
Fin.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

MIRADAS EN LA NOCHE
El reloj estaba a punto de rozar las dos de la madrugada cuando el joven irrumpió en el pequeño habitáculo, tambaleándose y con evidentes dificultades en el mantenimiento del equilibrio. La noche había sido intensa y bien aprovechada por lo que a esas horas su cartera ya comenzaba a mostrar, de forma más que patente, un grado severo de escasez monetaria. Pero semejante esfuerzo había merecido la pena y aquella noche, sin duda, pasaría a los anales de la historia, en concreto de la suya. Aunque su estado mental estaba cercano al coma etílico, milagrosamente, y a pesar de todo lo ingerido, no mostraba el más mínimo síntoma de sueño, por lo que decidió continuar hasta donde el destino y aquel dinero que iba a devolver la vida a su maltrecha cartera, le alcanzasen.
Torpemente, extrajo el pequeño rectángulo de plástico y lo introdujo como pudo en la ranura situada bajo la línea de luz verde que parpadeaba de manera hipnótica. El cajero era de los antiguos, por lo que descartó cualquier tipo de maniobra táctil sobre la pantalla. Pulsó en el teclado metálico las cuatro cifras, escribió una cierta cantidad y seguidamente, con un sonoro golpe sobre la tecla verde, solicitó los trescientos euros del saldo máximo disponible.
A menudo jugaba a imaginar que aquel artefacto funcionaba gracias a un equipo de pequeños enanos que, de forma escrupulosamente sincronizada y precisa, realizaban todas las operaciones necesarias. Uno recogía la tarjeta, comprobaba los datos en su ordenadorcito y una vez daba el visto bueno, otro compañero sacaba de un pequeño saco el fajo de billetes, los contaba varias veces mojándose el dedo en saliva, y los pasaba a un tercer hombrecillo que, subido a una escalera de mano, entregaba por la ranura la cantidad solicitada. Todo ello en un absoluto silencio, ambientado solamente por los efectos especiales de mecanismos, engranajes, muelles y motores que otro enanito tenía ya pregrabados para dar la sensación real de que el usuario se encontraba frente a una máquina.
Pero los segundos transcurrían y algo allí no encajaba. Esa noche la máquina no tenía la más mínima intención de expender billetes, ni nada de curso legal. Para su asombro, el cajero se limitó a escupir un papelito, toscamente cortado a mano, donde se podía leer un breve mensaje:
“Por favor, ayúdeme. No puedo respirar. Estoy atrapado sin teléfono ni forma de pedir auxilio. Llame al 671201318.”
Con el corazón en la boca, el joven dio un respingo hacia atrás. Varios segundos después, receloso, aunque con extrema curiosidad, acercó sus ojos a la ranura más grande, al tiempo que iluminaba el interior con la linterna de su teléfono móvil. En ese momento descubrió con sorpresa otros ojos, muy asustados, a escasos diez centímetros de los suyos, que formaban parte de un rostro inmóvil, sudoroso y desencajado.
Se trataba de Matías Fernández de la Rosa, empleado de banca a punto de jubilarse, además del encargado habitual de reponer el cajero. Aquella mañana, justo antes de acabar su jornada, se disponía a rellenar los cajetines, con tan mala suerte que un tropiezo le hizo caer dentro, el hueco justo para alojar a una persona. Un golpe de viento hizo todo lo demás. La puerta se cerró con la llave fuera mientras los compañeros, sumidos en las prisas del día a día, marchaban sin reparar en el pobre Matías. Y allí quedó la criatura, como un José Luís López Vázquez cualquiera dentro de su cabina, encarcelado hasta nueva orden mientras practicaba ejercicios imposibles de yoga y contorsionismo tratando de no romperse. Doce horas eternas en aquella oficina de las afueras por la que no pasaban ni las águilas. Por fin, a las dos de la mañana, hambriento y derrotado, el destino quiso compadecerse de Matías, plantando frente a él a aquel joven etílico al que tratar de implorar ayuda. Silenciosamente, con sus ojos, el único medio de expresión que le quedaba operativo dentro de aquella diabólica jaula destinada a escupir dinero. Y en sus ratos libres, a atrapar hombres.

BEGO RIVERA

La ventana
Lo primero que hacía Isabel nada más levantarse era ponerse un café, sin él no era nadie. Lo necesitaba para activarse, para comenzar el nuevo día.
Con su taza de café en la mano se acercó a la ventana del salón.
Estaba amaneciendo. Según iban pasando los minutos la circulación de coches y transportes iba aumentando hasta llegar al consabido atasco de siempre. Los peatones se iban multiplicando.
Isabel miró al horizonte, grandes moles de cemento le impedían verlo. Solo la luz del sol reclamando su espacio aumentaba por momentos.
De fondo como siempre, la radio puesta con su locutor favorito dando las noticias de actualidad.
Como casi todos los días, ninguna buena.
Pensó mientras tomaba lentamente su café, saboreándolo, en otra parte del mundo.
Hablaban en la radio de la guerra en Ucrania.
¿Habría en ese mismo momento alguna mujer mirando por una ventana al horizonte… tomando un café como ella?
Seguro que habría más de una, pero sin café. Tendría miedo y estaría mirando al cielo… pero no para ver el horizonte, si no para ver si les atacaban.
Viajó mentalmente a Burundi gracias a la radio.
No creía que hubiera nadie tomando un café asomado a la ventana. No creía ni que la mayoría tuviera ventana.
Acabado el café, Isabel se dispuso a prepararse para ir a trabajar, sin dejar de escuchar las noticias, sin dejar de pensar.
Si los poderosos no ayudaban a los más necesitados…¿ Que podría hacer ella?
Lo que no sabía nadie, es que Isabel donaba de su sueldo a los más necesitados, niños y ancianos sobre todo.
También amadrinaba animales abandonados.
Al final, le costaba llegar a final de mes porque no podía con las injusticias y le invadía un dolor enorme que le obligaba a actuar.
Lo irónico en la vida de Isabel, es que tenía un montón de problemas. Cuando pidió ayuda… nadie la escuchó.
Dejó de suplicar ayuda hace tiempo, aburrida, impotente.
Los médicos le habían desahuciado.
Isabel salió para su trabajo, sin pensar en su cercano final en este mundo.
Se guardó para sí ese ultimátum.
Los demás eran ajenos a su situación, no la oyeron cuando les habló, y ahora tampoco preguntaban.
Se perderá un granito de arena de ayuda de un ser humano con corazón.
Mientras, la vida sigue para los demás.
Y esa ventana vacía quedará.

CARLOS RODRÍGUEZ

El barrio.
Aquellas calles le habían hecho quien era, esforzarse siempre al máximo tratando de salir de un entorno donde la pobreza se podía oler antes incluso de ser vista.
Incluso las instituciones se habían olvidado de ellos, las calles no se asaltaban desde el día en que las construyeron, de hecho el negro pavimento era casi inexistente, quedando algún pequeño vestigio como prueba de que en algún momento había existido.
Pero en el barrio no todo era malo, al contrario, era algo más que un barrio, era una gran familia donde todos se preocupaban por todos, donde los niños eran de su padre y su madre, aunque parecían serlo de todos, pues allí donde estuviesen jugando allí merendaban todos.
No eran muchas casas las que componían el barrio, un pequeño núcleo de sesenta viviendas sociales construidas para albergar al mismo número de familias desfavorecidas por la vida. Aunque ese había sido el eslogan oficial, la realidad era bien distinta, habían sido levantadas para alejar a aquellas personas de un barrio residencial lleno de grandes y lujosos chalets donde habitaban importantes políticos, empresarios y “gente bien “ que no querían ver a personas sin recursos merodeando por las mismas calles que ellos transitaban en sus lujosos vehículos
En el barrio se había creado una pequeña escuela, del mismo estilo que las del rural, esas donde en el mismo aula imparte clase un único profesor para todas las edades. Era Don Ernesto el encargado de intentar que todos aquellos pequeños aprendieran a leer, escribir y hacer algunas cuentas, mientras trataba de que recibiesen unas nociones mínimas de como comportarse en una sociedad que les quería lejos.
Don Ernesto era un maestro de aquellos de antes, con los que la disciplina era fundamental, pero tenía el hombre un corazón tan grande que se dejaba en aquellas criaturas algo más que la paciencia intentando hacer de ellos hombres y mujeres de provecho.
Sin duda su sueldo no era elevado, pero consciente de que el hambre era fiel compañera el barrio, se dejaba sus ganancias mensuales en aquellos pequeños estómagos. Cada día dejaba el aula a cargo de alguno de los mayores durante los diez minutos anteriores al recreo mientras él iba a la cocina y lo preparaba todo, luego llamaba a un par de los de más edad que se apresuraban en llegar donde él y ayudarle a repartir entre todos los alumnos un vaso de leche y un trozo se pan.
Antonio había tenido la suerte de haber estudiado con aquel hombre, él le había enseñado no sólo las materias que impartía en el aula, sino también el valor de compartir con quienes tienen menos.
Fue Don Ernesto quien le ánimo a estudiar más allá de los temarios obligatorios, quien por las tardes le daba clases de otras materias y ampliaba sus conocimientos invitándole a leer obras de los grandes pensadores y filósofos, quien le prestaba libros de ciencia… en definitiva, fue quien le empujó a crecer y a creer que otro futuro era posible.
Don Ernesto se encargó de conseguirle una beca para proseguir con los estudios de bachillerato, y luego la universidad. Antonio siempre estuvo agradecido a aquel hombre que había cambiado su vida.
Un golpe de suerte y el duro trabajo habían colocado a Antonio entre los directivos de una gran empresa, lo que le proporcionaba una vida fácil y sin estrecheces. Pero él no olvidaba las enseñanzas de su primer maestro.
En el barrio nadie sabía que había pasado, el caso es que de repente habían dejado de pasarles los recibos del alquiler, el agua y la luz. Algunos habían tratado de averiguar, pero solamente les decían que todos los recibos estaban al día, que no había ninguna deuda y tampoco ni un error.
Pasados unos meses las máquinas llegaron al barrio, poniendo en alerta a todos durante las primeras horas, y dejándoles boquiabiertos al ver cómo iniciaban la reparación de aquellas cuatro calles.
Al mismo tiempo comenzaron la construcción en una parcela anexa y que siempre había estado vacía.
Las obras duraron quince meses, y unos días antes de navidad llegó a todas las casas una invitación para la inauguración, les invitaban a una cena, a todos, no querían que faltase nadie, niños y mayores debían acudir la noche del 24 de diciembre. Tan sólo les pedían que llevasen su mejor sonrisa.
El edificio tenía un gran cartel que permanecía tapado, y que así estaría hasta el momento de la cena.
Y fue entonces cuando sin que nadie tocase nada la gran tela de desplomó al suelo y un sepulcral silencio se hizo en el enorme pabellón donde se habían dispuesto mesas y sillas para una gran cena de nochebuena en familia. Aquel cartel rezaba de la siguiente manera:
En recuerdo a Don Ernesto Giráldez, gran maestro y mejor persona.
En agradecimiento a su esfuerzo y dedicación en favor de todos los niños y niñas del barrio, que disfrutamos de un vaso de leche y un trozo de pan cada día, satisfaciendo así el hambre de nuestros estómagos, mientras sus enseñanzas alimentaban nuestras mentes.
Tras el asombro inicial se escuchó una voz que gritaba – ¡a comer, que la cena se enfría! – y todos comenzaron a cenar, mientras se comentaba quien podría estar detrás de todo aquello.
A día de hoy siguen sin saber que el nuevo colegio, en cuyo pabellón de deportes se sigue celebrando la cena de nochebuena cada año, y esos recibos que siguen sin llegar es todo obra de uno de sus vecinos, alguien que pudiendo estar lejos prefiere estar allí donde se crió y donde aprendió la importancia del verbo ayudar.

OMAR R. LA ROSA

– No doy más, estoy muerta de hambre – bufó para sus adentros, de manera que quien quisiera pudiera oírla.
– Mira que son rebuscados para el tema de la semana – continuó su queja.
– ¿En que puede variar lo que una coma o no coma? –
– ¿Puedes explicármelo? – preguntó su compañera de escrituras.
– ¿Explicarte qué? ¿No has leído la consigna acaso? –
– Sí, sí la he leído, ¿crees que soy tonta? y no entiendo de que te quejas –
– Pues de eso. ¡Mira que pedirte “ayunar”! para escribir un cuentito. Me parece que no participare más de esta página. –
– ¿Te puedo ayudar? –
– ¿Y cómo? –
Sin decir palabra le quito los anteojos, se los limpio y se los volvió a colocar.
– Entiendo. Bueno, no me borro nada –

NEUS SINTES

Alán se hallaba escribiendo, mientras miraba a su amada que dormía plácidamente, la carta que desataría la verdad sobre quien era en realidad.
Querida Ruth,
Te escribo esta carta porque si te dijera la verdad, tal vez no me creerías. Tengo más años de los que crees, He viajado por el mundo y he sido testigo, de ver con mis propios ojos, cuando Dios creó a la primera mujer y al primer hombre en la Tierra. Hace unos años había permanecido fiel y obediente como los demás ángeles. Sí, ángeles mi amada Ruth. Hasta que desobedecí unas órdenes, junto a otro ángeles que Dios nos había impuesto. Tal castigo, nos llevo a ser desterrados del cielo. Soy un ángel oscuro, un ángel caído, por desobedecer las órdenes del Supremo.
Con el tiempo nos hemos dividido por el mundo, buscando la mujer perfecta para engendrar a un nueva generación más fuerte y poderosa. Te amo, tal vez demasiado para dejarte marchar. A tu lado deseo permanecer, pero de momento en las sombras me esconderé, esperando tú llamada.
Tu amado, Ángel Caído Alán.
Al despertar encontró el paraguas con el que había tenido que utilizar el día anterior. Junto a él una carta esperaba ser leída. Se incorporó en su recámara. Parpadeando varias veces al leerla. La releyó de nuevo, con la seguridad de haberla leído y entendido bien.
—Pero, pero….—tartamudeo, sin poder creer lo que estaba leyendo.
Cerró los ojos recordando el día anterior. Había sido un día lluvioso, se había olvidado el paraguas y de casualidad encontró uno en la acera. No había tenido reparo en cogerlo, para cubrirse de la lluvia. Aunque su torpeza la hizo casi resbalar y caerse de no ser por la ayuda de Alán. Alan ese joven de ojos claros y bien vestido. De facciones varoniles y un tacto suave en sus manos, cuyos dedos eran largos y manos fuertes. De tez blanca y complexidad delgada. Recordó quedar embelesada por su belleza angelical…
Miró de nuevo la carta que reposaba en su regazo y deseo saber más. La curiosidad le invitó a no temer a a la verdad. Pues nunca había pensado en la posibilidad de que existieran otro tipos de ángeles, aunque si Adán y Eva provocaron la lujuria, ¿por qué algún o algunos ángeles no tuvieron que rebelarse contra las leyes o normas de Dios?.
—¿Lo hago llamar? — se preguntó a sí misma, mientras meditaba, masticaba una manzana. Sino lo llamo, me quedaré con la duda de si es cierto o no.
—Alán sal de las sombras, por favor….
—Me has hecho llamar, amada mía.— respondió ,envuelto en dos alas negras.
—¡Acércate! — deseo verte, de nuevo. Descubrir en ti, en el ángel oscuro que así te hacen llamar, mientras trazaba con las yemas de sus dedos su hermoso rostro, con una mirada de haber sufrido durante mucho tiempo en la soledad.
—¿No me temes, al saber quien soy en realidad?.
—¿Cómo puedo temer al ángel caído que me ha robado mi corazón?.

SON SONIA

RENDICIÓN
Había decidido suicidarse. No es que se pudiese considerar la típica suicida ya que, desde su punto de vista, más bien sería eutanasia, una palabra con mejores connotaciones dentro de lo peor que abarca.
Suicidarse era la forma de acabar con aquel horrible dolor físico que la enloquecía. Era una locura cuerda, sí. Se decía a sí misma que si no podía tener calidad de vida no quería cantidad de años sumergida en aquella pesadilla. Ya había tenido más de siete tazas de un caldo que no había pedido. Si aquella era la letra pequeña de un contrato firmado antes de nacer… que le diesen por culo al puto contrato y a quien lo hubiese redactado.
Lo tenía todo preparado para el siguiente momento en el que el dolor la llevase a la desesperación y ese momento había llegado tiñéndola de una fría determinación. No era a sí misma a quien iba a asesinar; iba a asesinar al jodido monstruo que la tenía secuestrada desde hacía unos años.
Eran las cinco de la tarde de un día adornado con nubes tan negras que ya parecían estar guardando luto por ella. Cogió el bisturí que había comprado para la ocasión y se fue al cuarto de baño. Había una pequeña ventana por la que, a pesar del nublado, entraba suficiente luz para morir, como si ya estuviese entrando en la penumbra del túnel que esperaba no existiese. Quería que no existiese nada más allá, que aquel fuese el absoluto final.
Nada de desnudarse y meterse en la bañera. No había tiempo, no aguantaba un segundo más. Quizá aquel era un crimen pasional por más que hubiese premeditación y alevosía.
Tras arrodillarse ante la bañera, retiró hacia atrás la manga que cubría su brazo izquierdo; pena haber descubierto tan tarde su vocación cirujana. Veía en su mente la arteria que tenía que alcanzar y su pulso era totalmente firme al tomar el bisturí entre sus dedos. No había duda alguna, no había miedo alguno… ni tan siquiera sintió dolor cuando, con precisión y la fuerza de la decisión, el bisturí abrió el camino hacia su libertad.
Y, entonces, sucedió. Aquello no estaba previsto en su plan, para nada se había planteado que algo así podría suceder.
Un corte tan profundo y largo y solo una gota de sangre brotó. El brazo colocado hacia abajo en la bañera y la gota de sangre ascendiendo, ignorante de la ley de la gravedad. Al mismo tiempo que algo tan inaudito la descolocaba, el cuarto de baño se llenó de luz, una extraña luz que la hizo levantar la vista y girar la cabeza buscando su origen.
Su cuerpo resbaló hasta quedar sentado, de espaldas contra la bañera. Su brazo izquierdo, convertido en un callejón sin salida, extendido hacia el suelo. Sus ojos inundados por la aparición de su hermano muerto, tan vivo en aquel instante. Y la paz… y el amor…
Después, poco a poco, él se desvaneció sin dejar de mirarla; su sutil y amada sonrisa le prometía un final feliz. Del cuarto de baño volvió a adueñarse la penumbra causada por nubes negras que ya no guardaban luto por ella.
Comenzó a llorar… y llorar… y llorar.
Se preguntaba por qué se le enviaba a ella aquella ayuda justo cuando había perdido la fe. En el momento en que menos creía merecerlo; en el momento en que ella ya solo era rendición; en el momento en el que había aceptado que aquello era el infierno y ella su peor demonio.
Se levantó despacio. Tendría que ir a urgencias a que le cosieran su fracaso. Sin embargo, antes cogió la moto olvidada de su ex. Contempló su melena mientras llovía mechón a mechón sobre el lavabo.
Con la cabeza ya afeitada, se miró en el espejo con atención. Aquello era la guerra y ya solo había una alternativa: ganar. Al fin y al cabo, tenía el cielo de su lado.
FIN

ROSA ROSANA

He muerto y he resucitado tantas veces, que el infierno no me es un lugar extraño. Cuando paso por ahí, ya saludo, como el que va al bar de al lado, y con una sonrisa con sorna en los labios, le digo al demonio: ¡Sírveme un trago!
Él me mira de soslayo, coge la botella verde con el veneno más rancio y me sirve. La reserva para mí, sabe que no bebo otra cosa cuando voy a visitarlo. Hasta me cae bien el tío, pero nunca nos damos la mano.
La primera vez que le visité, pensé que estaría muerto para siempre, él se frotaba las manos. ¡Un alma nueva había entrado!
La verdad es que él aún no me conocía, ni siquiera yo aún me conocía tanto.
Fue de impacto la primera visita, eso de morirse en vida es algo extraño. Sentir como te mueres sorprende y todo sucede tan rápido. El pensamiento se borra, encefalograma plano, finito, caput, todo ha terminado, y esto sucede en vida mientras aún estás respirando. Las luces y las sombras que llevamos. Cada vez duele menos y ya sabes que es el infierno. cada vez permaneces menos ahí dentro. Él ya lo sabe, el demonio es muy sabio, por eso no se alegra de verme, sabe que estoy de paso hasta que decida salir volando.
Me di cuenta la primera vez que me morí que tenía unas alas, aunque nunca antes las había desplegado. Supongo que al estar allí la primera vez me resistí a morir del todo y así fue como las descubrí., son ignifugas por eso puedo salir.
He sido cliente asiduo y no descarto volver a visitarlo. Quizá para ver la luz haya que ver la oscuridad.
En cada muerte se mueren algunas cosas y renacen muchas más, es algo necesario, hay que dejar espacio. Quizá eso te haga ver las luces y las sombras no sólo en uno mismo sino también en los demás. Quizá hay que apagarse para seguir brillando. Quizá por eso me entristezco tanto cuando veo a otros que se han apagado, cuando pueden brillar. A veces no hace falta ver mucho para conocer más y dicen que si no quiere ver, déjale a oscuras. No se puede ayudar a quién no pide ayuda.
Quizá sus ojos estén cegados para ver la luz que irradian. Quizá un día los cerró una mano extraña.
¡Cuántas personas ciegas en esta sociedad tan rara! Llena de valores de fábula. Quizá unas apagan a otras y eso les haga brillar.
¡Cómo pueden apagar la luz de los demás para encender la propia!
Un mundo lleno de carencias, de valores en ausencia. Nos cegamos por las apariencias y olvidamos la esencia. valores en decadencia, apariencias que llenan. Raseros para medir, llenos de miserias. reflejos de luces ciegas. Nos deslumbra tanta radioactividad, cegados sin saber mirar.
Tengo ganas de gritar: ¡DESPIERTA!
No me hizo falta verte para querer conocerte. No necesite una imagen llena de falsos cánones. Sentí tu alma intensa y deseé verla. La belleza es algo raro muchas veces no se muestra a los ojos del que ve y no por ello no la sientes.
No me quedé afuera, no me quedé con muestras que otros valoran. Tengo mis propias creencias. Me quedo con los sentimientos, todos esos que despiertas.
La belleza y sus cánones. ¡Cuántas inseguridades deja! Cerrándose uno mismo las puertas, sin poder verse. Eres para quererte. ¡Cuándo tú te quieras! La belleza no es la que enseñas es la que llevas. Alguna vez yo tampoco vi, quizá por eso puedo ver. Quizá primero hay que estar ciego. Quizá primero hay que visitar el infierno. Quizá por eso te encontré, para que puedas verte, para que puedas ver, para que yo también siga viendo. ¡Toda la belleza que contienes!
La suavidad de tus manos, la fuerza de tu voz silente hace que me despiertes. El brillo de tu inteligencia, las palabras y maneras. la profundidad de tu mirada hace que en ti me pierda, la humedad de tus labios, la pasión besando despierta, querer colarme en tus poros y sentir tu esencia. Y tú… ¿Tú me hablas de belleza? No sabes cuanta despiertas, con tus manos en mi cuerpo la dejas, me impregnas, me llenas. ¡Vuelve a verte! No seas tan insistente en querer ocultar la que llevas. ¡Tanto como contienes! Espero que con esto no te crezcas y se estropee la belleza que tienes. Sólo es para que sepas verte, para quererte, para que te quieras, para que no les creas, para que te veas y confies en toda la belleza que tienes. Me ayudas a verte, me ayudas a verme, espero que tú también te veas.

EFRAIN DÍAZ

Al terminar la comunión pero antes de la bendición final, el cura le rogó a la feligresía que les hablaran a sus hijos varones sobre las vocaciones sacerdotales. La gran mayoría de los sacerdotes rondaban la tercera edad. Muchos estaban por cruzar a la otra orilla y los seminaristas escaseaban. A medida que las sociedades progresaban, si es que a lo que vivimos se le puede llamar progreso, se producían menos vocaciones. El Vaticano había notado una tendencia en los últimos años que las pocas vocaciones que surgían, venían de las comunidades más pobres y marginadas, por lo que ordenaron a los sacerdotes destacados en dichas comunidades a que intensificaran la campaña.
Padre Roberto estaba destacado en la comunidad más pobre y desdichada de la ciudad. Tan pobre y desdichada era la comunidad que ni la suerte ni la fortuna habían pasado por allí ni siquiera por error.
Al oír esto, Tomasa, madre de Antonio, vio una oportunidad. Antonio tenía 14 años. Iba a la escuela, aunque rara vez entraba. No tenía futuro. Y de tener alguno, no sería prometedor. Su mayor tarea era buscar comida en los zafacones, pues los zafacones tenían más comida que su propia alacena. No necesariamente en el estado que él deseaba, pero como dice el dicho «la mejor salsa es el hambre». También se la pasaba con Susana, una niña de la misma comunidad, de la que estaba enamorado y con quien compartía hambre, pobreza y miseria.
Al dar la bendición final, el sacerdote caminó solo por el pasillo central de la capilla. Tenía la cruz y la Biblia en brazos, pues no tenía monaguillos. A Tomasa no le pasó desapercibido.
Tomasa miró seriamente a Antonio y le dijo que sería voluntario para servir de monaguillo, con miras a convertirse en sacerdote. Ayudar al cura y ser su mano derecha, era una forma de salir de la pobreza. Antonio miró a su madre con indiferencia. Ignoraba las implicaciones de su plan.
Habiendo terminado el cura de despedirse de toda la feligresía, Tomasa se acercó con Antonio. Le dijo a Padre Roberto que Antonio estaba deseoso de ser monaguillo y servir en el altar. Le dijo que Antonio era un chico muy católico, que rezaba todas las noches y hacía regularmente el santo rosario. Antonio la miró sorprendido, reacción que no pasó por alto Padre Roberto. Antonio no entendía cómo su madre podía mentir descaradamente luego de comulgar. En ciertas ocasiones la necesidad obliga. Ya después habrá tiempo, espacio y lugar para arrepentimientos.
El Padre Roberto sabía que Tomasa mentía pero no estaba en posición de rechazar ayuda. En su situación, cualquier ayuda sería bien recibida.
Luego de ultimar los detalles, Padre Roberto citó a Antonio para el lunes después de la escuela en la casa parroquial. Comenzaría a enseñarle todo lo necesario para servir en el altar y ser un buen monaguillo.
Antonio llegó puntual, pues como ya sabemos, parte de su rutina era no entrar a la escuela. Al llegar a la casa parroquial, fue recibido por Padre Roberto. Luego de una sesión de dos horas y media de entrenamiento y aprendizaje, Padre Roberto le preguntó a Antonio si había comido. Antonio quiso contestarle que ese día no había tenido oportunidad de probar bocado. Que no le había ido muy bien en los zafacones, pero optó por decirle que se encontraba de ayuna a modo de sacrificio y penitencia. Lucir mejor siempre era una buena idea.
Padre Roberto, que no era tonto, abrió la alacena para sacar unas conservas y Antonio quedó maravillado con la cantidad de comida que vio. Nunca había visto una alacena tan llena. Luego de comer el suculento plato que le preparó Padre Roberto, una nueva vocación sacerdotal había nacido. Antonio decidió que sería sacerdote. Si no llegaba al reino de los cielos, al menos bajaría los escalones con la barriga llena y por ahora eso le bastaba.

GAIA ORBE

loto sagrado
es fruto y flor a la vez
el placer de dar
un bien por hacer el bien
no revela su interior

DAVID MERLAN

Las vidas de Sam.
Año 1983.
”Que fastidio. Tengo que acudir a la reunión como sea, pero el dentista me dice que me hace un hueco ahora para verme la muela» pensó Sam colgando el teléfono. «No aguanto más. ¡Dios, qué dolor!
Sam decidió salir cuanto antes de casa. Cuanto antes fuera al médico, antes llegaría a la reunión. Se jugaba mucho, casi se podría decir que se jugaba su futuro profesional en la empresa. No llevaba mucho tiempo trabajando allí y la oportunidad era única. La posibilidad de sorprender al jefe estaba al alcance de su mano y él lo sabía.
Una vez en la calle, Sam aceleró el paso adelantado a la gente que iba en su misma dirección por la acera. La boca del metro aún quedaba lejos y no tenía tiempo que perder.
Cuando esperaba impaciente a qué el semáforo peatonal cambiará a verde, una pelota apareció botanto hacía él y justo detrás un niño que, sin preocuparse del resto del mundo, no vió como el semáforo para los vehículos cambiaba a verde.
Sam se dió cuenta en seguida de lo que iba a suceder, y sin pensárselo dos veces, se abalanzó sobre el niño para protegerlo con su cuerpo.
Diez segundos después recibía toda la fuerza del impacto del parachoches delantero del todoterreno lo que daría con sus huesos en el hospital durante una larga temporada.
Quince días después, y con el alta hospitalaria, y sin muela, llegaba a su casa y se dejaba caer en el sofá después de apoyar las muletas en el reposabrazos y apretó el botón del contestador automático.
–Tiene ochenta y tres mensajes nuevos –dijo la máquina.
Después de un buen rato de recibir mensajes de ánimos al principio, y de enhorabuenas al final tras su recuperación, con lo único que se quedó fue con el mensaje de su jefe anunciándole que, muy a su pesar, y al no poder estar en la reunión, el puesto se lo habían dado a Peter.
«Maldita sea. Me he quedado sin el puesto y aún encima se lo han dado al estirado de Peter» se lamentó mientras seguía recostado.
Año 2022
Sam se ha levantado temprano como todos los días. Las viejas secuelas que le habían quedado fruto de las heridas del malogrado accidente, le hacían ir más lento de lo habitual.
Hoy era un día importante en la oficina, el jefe tenía noticias y todo el personal debía ser puntual.
Al llegar, todas las caras con las que se cruzaba, era largas y los rostros, serios. Una vez en la segunda planta, y tras cinco minutos de demora, el jefe hizo acto de presencia en el hall acompañado por una pareja más joven que él.
–Buenos días a todos. Antes de nada, quiero darles las gracias por venir. Es un día difícil para mí pero hay que hacerlo. Tengo que anunciarles –, mientras agarraba por las cinturas a cada uno de sus acompañantes –, que tengo que retirarme por motivos de salud. Alguno de ustedes ya lo sabían. Otros no, pero ahora eso no es lo importante. Estos que ven aquí, son mis hijos, Megan y Bruce. Megan me acompañará y cuidará el tiempo.que me quede de vida y…Bruce… será a partir de ahora el que esté al mando de la compañía. Bruce, por favor.–mientras le hacía un gesto para que dirigirse unas palabras.
–Buenos dias a todos. Antes de nada quiero darle las gracias a mi padre. Me ha enseñado y educado bien todos estos años y creo que estoy prepararos para arontar el reto que se me presenta. Por otra parte –, interrumpió lo que estaba diciendo mientras buscaba con la mirada la autorizacion de su padre para continuar, a lo cual él asintió parpadeando – quisiera saber si entre nosotros se encuentra…. ¿Sam, dónde estás?
Sam se quedó sorprendido de que aquel niño rico, con el que nunca había intercambiado ni media palabra, supiera si quiera de la existencia de aquel viejo trabajador de su padre.
–¿Sam? Se que estas aquí. Hazme el favor de levantar la mano para que pueda ver dónde estás.
Sam obedeció y el veterano trabajos.levanto despacio su brazo.
–Ahi estás. Gracias Sam. De verdad te ha que darte las gracias. Si no llega a ser por ti, no podría estar hoy aquí con todos vosotros.
Sam no entendía nada, lo único que sabía positivamente es que al estar allí, parado de pie, de plantón tanto tiempo quieto, lo único que hacía es que le doliera aún más la pierna. Aún así, decidió contestar.
–Perdone señor, pero no le entiendo –. contestó Sam desde la distancia.
–Sam. Nunca te lo dije, ni mi padre tampoco, pero tú me salvaste la vida hace muchos años, cuando era pequeño. Gracias a aquella pelota, y que tú estuvieras allí, hoy puedo estar yo aquí. Gracias de verdad por salvarme la vida. Con ello, también salvaste la vida de mi padre, cuando falleció nuestra madre. Siempre nos dijo a mi hermana y a mi, que ellos habían conseguido paliar su perdida y que sin ellos no hubiera sido posible –. Mientras dejaba escapar unas lágrimas por su rostro contagiando a casi todos de los allí presentes.
Bruce arrancó a aplaudir y fue seguido por el resto de los presentes mientras se giraban y sonreían a Sam dándole palmadas algunos, y abrazos y estrechando la mano, otros.

EL FARO

¿Como sabes que pasará? Te paras en el umbral y me vas llenando de palabras para contenerme, como un colchoncito de plumas para que viaje cómodo y seguro.
Y aunque apenas puedo verte con nitidez, sé que estás atando el ahogo genuino de la pérdida; es la ayuda incondicional, el amor que nos profesamos, la última ternura. Te vería entre millones de humanos porque tienes el color de mis tintes más profundos.
Tengo una tristeza inmensa.
Hice malabares años y años para seguir en este mundo tan curioso. Me dejé muchas veces,relajado, que la marea me balanceé y otras luché como un pésimo gladiador contra demonios de mentira; sin embargo la experiencia de vivir es tan pero tan maravillosa, que es difícil aceptar que una vez termina.
Podría hoy decir tantas cosas, pero hasta en eso coincidimos..yo también quisiera envolverte en una manta de palabras ; esas tibias que sirvan de consuelo…Y aunque lo intento con todas mis fuerzas no salen más que flechas de amor por mis ojos cansados.
Siéntate cerca, quiero olerte.
Ayúdame a que te suelte.. no sé qué será de mí..
Poco importa ya..
no quisiera perderme esa piedad que tiene el pañuelo hermoso de tu despedida.

OMAR ALBOR

Sorprende quien vende, de su interior una pasión extrema.
Quien quema la idea para otro corazón una flor primera.
Ayuda.

GABRIELA INÉS COLACCINI

Quiero ayudarte a vos
que detuviste la marcha
en el umbral de mis versos.
Contá conmigo,
te aseguro que no sacaré
ninguna de las piedras
en tu camino,
pero tené por seguro
que estaré allí para ofrecerte
mi mano, mi brazo, mi cuerpo todo
como apoyo para que puedas
agrandar tu paso lo suficiente
como para pasarles por arriba
sin lastimarte.
Si las quitara
estaría malogrando
tu posibilidad de aprender,
contribuiría a debilitar
la estima que te tenés
a vos mismo.
De corazón te digo,
yo no sería más
que otra piedra
en tu andar.

RAMÓN SANTOS

Ayudar es cooperar, apoyar, contribuir, intervenir, colaborar, auxiliar, socorrer, proteger, amparar, secundar…


ARITZ SANCHO MAURI

Que mejor forma que comenzar solicitándola.
Resulta que necesito el favor de vuestra participación y capacidad para construir un relato juntos.
Daré una mínima descripción de los personajes
y una breve sinopsis, a partir de ahí libre albedrío. ¡A ver qué sale! Creo que va a ser divertido.
El relato trata sobre un grupo de terapia bastante variopinto, que se reúnen los lunes y jueves, donde profundizan sobre sus sentimientos, dificultades y progresos.
Personajes
-Elena: La terapeuta 100% vocacional.
-Juan: Un hombre que ha sufrido malos tratos durante 20 años por su exmujer.
-Ángeles: Una chica muy inteligente con Asperger.
-Nieves: 17 años con adicciones al alcohol y tragaperras.
-Juan: Un empresario que está en la ruina
-Patxi: De ámbito rural que tiene 48 y todavía es virgen.
-Tere: Adicta al sexo por la falta de figura paternal en la infancia.
-Iñaki: Síndrome de Tourette.
Comienzo con unas líneas, luego ya es todo vuestro, espero que os animéis. Gracias.
Como cada lunes y jueves a las 17:55 de la tarde, abro el salón n.º 3 de la casa de cultura de mi ciudad, para atender a mi pequeño rebaño donde las ovejas son de todos los colores. Preparo las sillas mientras va llegando mi grupo.
Espero 5 minutos y ya estamos todos sentados en círculo.
-Por favor silenciar los móviles. ¿Quién empieza?

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Desde qué murió su mujer José estaba perdido, se pasaba los días dormido en el sofá.
Cuando por la tarde llegaba su hija, esta superada, le regañaba.
Un día su hija respiró. No podía seguir así su padre, ni ella.
No llegaba, el trabajo, los niños, la casa.
La tristeza de la perdida de su madre.
Por eso lo cogió y se lo llevó a casa. Allí con los nietos estaría entretenido.
Así fue como se ayudaron mutuamente, con la compañía y el cariño.

MAR SHA

Estaba en la ventana, el llevaba meses triste y pensativo, nadie lo notaba porque siempre su actitud tenía ritmo y alegría, su sonrisa contagiaba a todos, al ir al trabajo sus piernas flaqueaban, su cuerpo temblaba y sus ojos estaban llenos de lágrimas, pero al pisar el piso del establecimiento donde trabajaba todo cambiaba, esos sentimientos, los escondía en lo profundo de su corazón.
Desde hace rato se estaba apagando, nadie podía hacer nada por que no podía intuir lo que le ocurría en su interior. Regularmente el ayudaba a mucha gente, cuando en realidad el que necesitaba ayuda urgente era el…

EDUARDO VALNZUELA JARA

―¿Ayudar? ¿Por qué debería hacerlo? ―dijo Valenzuela, con su acostumbrada antipatía― Que se levante sola.
Doña María era una ancianita muy dulce ―tendría unos setenta años y me recordaba un poco a mi madre―; el azote que le dio una ola a la balsa, le jugó una mala pasada y la pobre fue arrojada ―como quién tira un saco de patatas― sobre un montón de cordeles mojados. Don Anselmo y yo, gateamos como pudimos por el piso oscilante y resbaladizo de la embarcación, alcanzando a agarrar a la anciana antes de que cayera por la borda. Doña María tenía un peso respetable, por eso le pedimos a Valenzuela que nos ayudara a incorporarla, pero el muy infeliz no quiso.
―Cretino, mal parido ―le dijo don Anselmo, sin poder aguantar la repulsión que le causaba el hombre.
―No se haga mala sangre, don Anselmo ―traté de calmarlo―. Yo creo que entre los dos podemos levantarla. Afírmese bien, que no sería ninguna gracia que usted cayera al agua también.
Ya llevamos muchas horas abordo de esta balsa. Todos ilegales, todos cruzando pa’l otro lado, tratando de encontrar una mejor oportunidad para vivir. Éramos cinco compartiendo, por azar, la miserable embarcación: doña María con su nieta, Soledad ―una chica flaca y pálida, de unos trece años―, don Anselmo ―un jubilado, solo, sin familia―, el antipático de “Valenzuela” ―¿tendría unos veinticinco años?―, y yo. Habíamos pagado la cuota a los inescrupulosos que organizaban estos cruces clandestinos por el océano y nos habían botado en esta balsa de tercera mano, toda parchada y hedionda. Éramos uno más de la decena de botes inflables que zarparon en grupo ayer a media noche, ocultos de las miradas indiscretas, con rumbo a un sueño. Solo debíamos remar siguiendo la corriente cálida que acariciaba al golfo. Nos dijeron que en doce horas llegaríamos a la costa y una vez allí, a correr como condenados. Pero la fortuna tenía otros planes para nosotros, porque una turbulencia nos separó del grupo y por más que remamos no pudimos evitar que la mar nos llevara pa’dentro. Ninguno de nosotros sabe de navegación y, con excepción de Valenzuela, ni siquiera sabemos nadar, pero el muy miserable es tan cobarde que no se atrevió a dejar la balsa cuando tuvo la oportunidad. Es muy raro ese tipo, nos mira y nos trata como si le diéramos asco, como si creyera que él es distinto a nosotros… cuando basta leer en su ropa, en sus rasgos y en su piel, que solo es uno más de los que estamos aquí, perdidos, a la deriva, esperando un milagro.
―Es que no entiendo cómo este infeliz no es capaz de ayudar ―insistía, vociferando, don Anselmo, mientras lográbamos sentar a doña María, que de inmediato fue abrazada por Soledad, su nieta, quien no paraba de llorar―. Sí estamos todos juntos en esto.
―Yo pagué mi pasaje y punto ―replicó Valenzuela―. No tengo ninguna obligación de ayudar a nadie.
―Entiendo que no quieras zambullirte para ver si por aquí hay peces para comer ―le respondió don Anselmo―, a mí también me daría miedo… pero ¿cómo es posible que no te conmueva ayudar a esta anciana a sentarse? ¿no te das cuenta que podría haberse ahogado? ¿es que no tienes humanidad?
―No me conmueve… le estoy siendo sincero o ¿espera que me sienta culpable por no sentir afecto por ninguno de ustedes?
Don Anselmo tenía la cara roja de ira y me miró con una expresión que yo interpreté como: “ayúdame a golpear a este miserable”.
―No los quiero. No los necesito para nada ―continuó Valenzuela―. Y si lo tranquiliza saberlo, le diré que no se lo tome como algo personal, no es algo contra usted ni nadie en especial, sería lo mismo con cualquiera. Ustedes no me sirven para nada.
―Infeliz ―don Anselmo apretó el puño con fuerza.
―Debieran agradecerme que soy sincero y no miento. Quizás deban sincerarse entre ustedes también. Piénsenlo ¿Vale la pena preocuparse por esa señora? Ni siquiera es capaz de remar. Es solo peso muerto para la balsa. Está vieja, ya hizo su vida, ahora solo es un problema, no me imagino para qué hizo este viaje ―doña María comenzó a sollozar.
―¡Te partiré el hocico! ―amenazó don Anselmo, con el puño en alto.
―Usted mismo ¡Mírese! Un jubilado ¿Para qué sirve? Apenas y tiene fuerzas para remar y llevarnos hacia la costa. Si de mí dependiera, solo él ―me apuntó con la barbilla― y la chica, podrían ser de utilidad para salir de aquí.
―Ya llegará el momento en que necesites nuestra ayuda, desgraciado ―le advirtió don Anselmo―. Ya verás cómo ese momento llegará.
―Tranquilos ―les dije a doña María y a don Anselmo―. Por favor no le hagan caso. De seguro está tan asustado como todos nosotros. Solo ignórenlo.
―Chico, ¡tú eres fuerte! ―me dijo don Anselmo―. Por favor, pártele la cara a ese desgraciado. No permitas que nos trate así.
―Don Anselmo, doña María, Soledad ―les dije, tratando de darles tranquilidad―. No soy hombre de violencia, solo les aseguro que mientras yo esté aquí, a ustedes no les pasará nada. Confíen en mí y tengan un poco de paciencia, que pronto saldremos de esto ―les mentí descaradamente mientras observaba cómo el sol de la tarde se aproximaba a un horizonte infinito, sin rastros de tierra―. Ya verán como mañana la marea nos lleva de vuelta a la costa.
Pasamos la noche, entumidos bajo las estrellas, como polluelos recién salidos del cascarón, deseando que pronto llegara el alba para ver, a luz del sol, aunque fuera una promesa de tierra.
Al amanecer, lamimos toda el agua que dejó el roció en la goma de la balsa. La sed empezaba a torturarnos y no se nos ocurría nada más que remar y remar hacía donde suponíamos ―por la salida del sol― que estaba la costa… La verdad es que, observando el sube y baja de las ondas marinas que se extendían por donde quiera que uno mirara, yo no estaba seguro si avanzábamos o retrocedíamos.
Empezamos a notar que un fuerte viento hacia que el mar se picara y bamboleaba la balsa con creciente violencia. Le dije a doña María y a Soledad que enrollaran fuertemente sus brazos y piernas a las cuerdas y que con las manos no dejaran de agarrar fuertemente las amarras sin importar lo que pasara. De pronto, estábamos en medio de olas gigantes que levantaban la balsa para luego dejarla caer sin piedad. El miedo nos apretaba el corazón y no supimos cómo el mismo vendaval que alborotaba las aguas, arrastró la nave lejos de aquella turbulencia, pero entonces, una última ráfaga nos elevó de tal manera que en la caída, don Anselmo y yo, no pudimos mantenernos agarrados y la sacudida nos arrojó al mar. No se qué habrá sentido don Anselmo al hundirse en esa inmensidad sin fondo, pero yo pensé que me moría. Desorientado y haciendo esfuerzos desesperados por respirar, trataba de apoyarme en algo y no lo hallaba. Creo que fue mi angustia la que logró mantenerme instintivamente a flote, lo suficiente para ver cómo me alejaba de la balsa y ver cómo Valenzuela permanecía en el borde, mirando hacia donde estaba yo, sin hacer nada, mientras doña María y Soledad chillaban y lloraban impotentes.
No se cuánto tiempo paso, hasta que vi que Valenzuela se movía para arrojarme con fuerza una cuerda, a la que me aferré como si fuera la vida misma. Luego, vi cómo le entregaba la cuerda a Soledad para después lanzarse al agua en dirección poniente.
Soledad, llorando, jaló y jaló la cuerda hasta que alcancé la balsa. En un último esfuerzo logré subir para quedar tirado echando agua y mocos, por boca y narices. No alcancé a reponerme cuando escuché la voz de Valenzuela gritar:
―¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Ayúdenme a subirlo!
A duras penas me incorporé y vi a Valenzuela en el agua, arrastrando el cuerpo inanimado de don Anselmo. Rápidamente, cogí al viejo por las ropas y tiré. La ropa se desgarró en el esfuerzo, pero logramos subirlo. Estaba inconsciente, pero aún respiraba.
Pasado un rato, don Anselmo se había recuperado. Los dos permanecimos juntos en un extremo de la balsa, estábamos exhaustos y de cuando en cuando tosíamos escupiendo restos de agua salada. Valenzuela, en el otro extremo, nos daba la espalda y permanecía mirando el horizonte.
―Él nos salvó, don Anselmo ―le dije en voz baja.
El viejo miraba como si no lograra comprender lo ocurrido.
―Pero tú lo viste, mijo. Él nos vio hundirnos y no hizo nada. ¡Estaba dispuesto a dejarnos morir! Y yo le grité y le grité, le pedí ayuda y él no hizo nada, solo se quedó mirando. Después me hundí sin poder salir y perdí la consciencia.
―No lo sé, don Anselmo. No sé qué pasará por su cabeza, ni cómo funcionará su corazón. Solo sé que le debemos la vida.
Doña María echó mano a una ración de agua fresca que estaba guardando en una botellita. La destapó, se acercó a Valenzuela, le puso la mano izquierda en la espalda y con la derecha le ofreció el agua, diciendo:
―Gracias, muchacho. Muchas gracias.

JOSTIN ABAC

Es mi primera publicación, soy nuevo. Acepto críticas para mejorar.
La vida se me tornó aburrida, me sentía como un desconocido, me tenía abandonado, un fracasado en toda norma, toda los días parecían ser iguales.
– ¿Necesitaré ayuda?… – pensaba, mientras acostado escuchaba el silencio de la habitación. – ¿Necesitaré ayuda para sentirme vivo? – una pregunta que suena tonta, pero ¿Ya pensaste en ello? ¿Necesitamos ayuda para sentirnos vivos? ¿Por qué solo con compañia nos sentimos bien?. No me mal intérpreten, los momentos vividos con buena compañía son disfrutables, pero ¿Qué pasa cuando esa persona que hizo especial ese momento se va? El recuerdo ya no es tan grato, te causa cierta melancolía y ahora intentas llenar el vacío con alguien, con algo más. Lleno de tristeza socorres a nueva compañía para dejar de lado aquella desgraciada soledad.
Ahora va de nuevo ¿Necesitamos ayuda para sentirnos vivos? ¿Necesitamos ayuda para resolver nuestros problemas? Yo diría que si, o al menos eso sentí después de su abandono.
Necesitaba de una mano amiga que acariciara mis mejillas mientras en sollozos recordaba su nombre, necesitaba un par de oídos dispuestos a escuchar infinitamente mis quejas, necesitaba de una voz cálida que dijera que me quería, necesitaba de unos ojos tiernos que me vieran con amor. Necesitaba ayuda para olvidar el recuerdo de aquel hermoso monstruo.
[…]
Pero esa ayuda ya me la había dado ella. Necio yo, que no quería verlo, quería su compañía, en mi necedad no vi que su abandono era la ayuda que necesitaba. El secreto estaba en las últimas palabras que me dijo la muy sinvergüenza – Lo siento, yo no estoy para esas cosas – sin dinero, sin trabajo, después del abandono de mi familia, la única persona que mantenía en pie mi mundo decidió no ayudarme, decidió dejarme en soledad, decidió no amarme. “lo siento, no estoy para esas cosas», esa frase no me dejaba dormir, pero tenía razón, ella no podía estar para esa cosas porque no podia ayudarme ¡Tenia que ayudarme yo! nadie está obligado a hacerme feliz, nadie está obligado a escuchar mis problemas, nadie está obligado a consolarme. Nadie puede ayudarte más que tú mismo. Las personas no te hacen mejor persona, tú te haces mejor persona. Soledad no es sinónimo de solitario.
Desear amor de terceros solo te prohíbe del amor propio. A veces la falta de ayuda es la ayuda que necitas para ser mejor que ayer.

JOSÉ SANTIAGO MONREAL

Auxiliar al desamparado,
y hacerlo con desinterés,
un acto de buena fe,
dando sin esperar recibir
algo a cambio y sentirte
realizado por ello.
Ayudar a los demás
y hacer el bien
una y otra vez
donando servidumbre
aliviando la carga ajena
resolviendo sus problemas.
Amar al prójimo
y besar sus almas
unificando la humanidad
dedicar tu mirada
a una persona necesitada
recibiendo sus sonrisas.

GLORIA ALBADALEJO

NO PROFANARAS ESA TUMBA. 2ª parte
Parecía que nunca iba a llegar, pero Juan, consiguió arribar a la cima de la puerta, pero tenía que intentar no resbalarse y caer a dentro del pozo de los zombis, y la bajada hacia el parque, tampoco sería nada fácil, ya que los muertos asomaban sus esqueléticos brazos hacia los barrotes, esperando la oportunidad acertada para agarrar a Juan cuando bajara. El chico, ya había pensado en ello, aunque estaba demasiado fatigado. Esa escalada le había costado horrores y en cualquier momento podía caer, así que cuando estuviera cerca de los malditos, tendría que saltar unos metros arriesgándose a romperse una pierna, pero no le quedaba otra. La bajada de la puerta, siguió siendo complicado, resbalaba demasiado, además, tenía que apoyar, sobre todo, el pie a donde tenía el zapato. El pie descalzo, ya tenía el calcetín a rebosar de agujeros y también de heridas que le sangraban, pero a Juan, no le daba importancia nada de eso, solo quería salvar su vida y poder explicar todos los sucesos tan alarmantes e increíbles a todo el mundo que pudiera.
Cuando alcanzó el límite, hasta a donde podía llegar, se cargó de fuerza para saltar lo más lejos posible de las amenazas. Se concentró en ello, contó hasta tres, hasta cinco, hasta diez y saltó como nunca lo había hecho. No quiso mirar hacia atrás, los alaridos que provocaban esos seres de ultratumba, eran escalofriantes, estaban sedientos de sangre fresca y parecía que no habían tenido suficiente. El golpe que recibió Juan por el salto, fue brutal, pero nada serio. Se hizo simplemente algunos rasguños y heridas sangrantes, pero lo que más le preocupaba, era el pie descalzo que le comenzaba a molestar. Así que entre cojera y cojera fue saliendo de ese lugar maldito, intentando ir lo más deprisa posible, mientras las quejas de los muertos por no haber conseguido más alimento, se fueron alejando cada vez más.
El parque era bastante grande, solo tenía que encontrar la salida, pero no lo conocía y todo estaba muy oscuro. Iba sin linterna y por ahí tampoco había iluminaciones. Necesitaba descansar antes de continuar su camino. Su teléfono lo había dejado en casa, pensó que no lo necesitaría, pero ya lo estaba echando de menos. En ese plan, no podría pedir ayuda. Cuando encontró un banco, ahí que se sentó. Estaba demasiado alterado y entonces se dio cuenta que la cabeza le dolía horrores, además no podía evitar pensar en sus amigos asesinados por algo desconocido. Las imágenes de lo sucedido, le pasaban continuamente por su cabeza, y esta parecía que iba a estallar. Fue pasando sus dedos por las sienes y su respiración se fue relajando poco a poco, hasta que el silencio del parque se rompió por un sonido que escuchó detrás de él. Esto hizo que se levantara de golpe de nuevo mirando hacia atrás. El zumbido se asemejaba a varias voces que se escuchaban tímidamente y después algo se movió zarandeando las plantas de la jardinera. Juan se asustó aún más y tuvo que correr como pudo casi a pata coja hacia alguna parte, sin poder ver apenas, solo por el alumbrado de la luna llena que resplandecía en el cielo nocturno. (Algo es algo), pensaba Juan. (Menos mal que existe la luna). Por el contrario, no se escuchaba ningún animal, ahí parecía que la naturaleza no existía, aunque quiso pensar para tranquilizarse, que aquello que había escuchado, se trataba de algún bicho del parque.
El pie, le dolía cada vez más. La obligación de ir sin zapato, le estaba causando llagas y el roce le hacía ver las estrellas cada vez que tocaba el pie al suelo, pero tenía que continuar y alejarse de ese lugar maldecido por los muertos. El parque parecía más grande en esos momentos que a la ida. Entonces todo fue mucho más divertido, el camino hacia el cementerio con sus amigos, había sido maravilloso, estuvieron riéndose a cada instante, contándose sus anécdotas y muy contentos por la decisión que habían tomado, pensándose que todo iba a ser un simple juego, nada más, pero aquello, les había costado demasiado caro. Los recuerdos hacían que Juan, comenzase a llorar por ellos. Deseó con toda su alma, que todo eso no fuera más que un sueño extraño, provocado por algo, aunque ellos nunca habían consumido drogas, ni siquiera se habían emborrachado en todo el tiempo que estuvieron juntos. No comprendía la situación, él siempre había pensado que los muertos no pueden volver, ni siquiera salir de sus tumbas. Esas películas tontas, siempre le habían dado risa más que otra cosa, pero le había sucedido en la realidad y habían matado a sus amigos. Nadie le creería, se pensarían que los había matado él. No quiso pensar más en el tema. Lo primero que tenía que hacer, era salir de allí, después ir a su casa y descansar. Bueno, esto último sería más complicado, se los diría a sus padres y les diría a ellos, que pidiesen ayuda a la policía.
-Hola Juan, ¿dónde estás?
Es lo que le pareció escuchar. No podía ser posible, parecía la voz de Manuel que lo llamaba, pero él había sido atacado junto a los demás por esas cosas vivientes.
La noche cerrada le daba escalofríos y lo siguiente que vivió, fue una manada de murciélagos repentinos, que lo comenzaron a perseguir. Esos bichos enormes, negros, con esos colmillos amenazantes, iban detrás de Juan no con buenas intenciones. Los pasos del chico no podían ser muy rápidos, así que se le ocurrió esconderse detrás de un árbol gigante, que encontró por su camino. Los animales sedientos de sangre, le rozaron el pelo y se marcharon hacia otro lugar, pero sin saber si volverían. Tal vez, habían encontrado otra víctima más interesante.
-Juan, no te encontramos, ¿dónde te has metido?
La voz que retumbaba en ese parque, era la de Alfonso. Juan, todavía con el corazón acelerado por los murciélagos, no podía dar crédito. ¿Qué diablos era aquello?, se preguntaba. Él los había visto como morían, como eran comidos por los muertos y ahora lo estaban buscando.
-Juan, venga, no te escondas. Nos tenemos que ir, llegaremos tarde a casa -decía Fede.
La copa de un árbol frente a él, comenzó a moverse más de la cuenta y de ahí mismo, salieron de nuevo los murciélagos que lo habían estado esperando. Lo miraban con esos ojillos negros del diablo, y esa gran boca enseñando esos colmillos sangrientos. La bandada de quirópteros, chillaban conforme se acercaban a Juan y los gritos de él, se mezclaron al unísono con los vampiros voladores. Casi no se podía diferenciar los chillidos de uno y otros.
Juan, estaba siendo mordido por ese grupo de seres repugnantes y sus gritos, se escucharon en la lejanía.
Por otro lado, Manuel, Fede y Alfonso, escucharon los gritos de Juan. No entendían lo que estaba sucediendo, ni a su amigo, pero tampoco a ellos. Se sentían torpes, no podían avanzar. Sus voces se desencajaron de repente al pronunciar el nombre de Juan y cada vez se sentían más diferentes, extraños consigo mismos, pero a la vez más ansiosos por algo que no sabían que era exactamente, más agresivos y monstruosos. Al final, al llegar junto al que había sido su gran amigo, lo miraron como vegetales sin cerebro, ni alma, encontrando no una amistad, si no algo con que alimentarse. La cuestión es que Juan, ya se sentía mal herido por las mordeduras de esas especies rapaces nocturnas, pero pudo abrir los ojos un momento, cuando intuyó unas sombras que lo observaban, pero solo eso, durante un breve instante. Su escapatoria, ya no pudo ser conseguida y sus amigos, se volvieron enemigos.
Un buen consejo; no juegues nunca con fuego.
Fin de la historia.

GUILLERMO ARQUILLOS

Pelo de rata
—Llámame Eli, mujer. —Y doña Elia se queda mirando a su nuera.
Tiene esa sonrisa fría, la que solo ella sabe ponerle, y la mantiene inmóvil unos largos segundos. Sofía, casi sin respiración, piensa que los gestos dicen más que las palabras y termina mirando a la pared para no verle la cara.
Sofía, que tiene los ojos azules como el Danubio, la piel tostada y los gestos de una muñeca, nunca la llamará Eli: no puede.
—Es por respeto, señora. En mi pueblo, nos dirigimos a los padres y a los suegros con mucha deferencia.
—No me seas estirada, chiquilla… —. Y sonríe complacida.
«¿Por respeto? Por respeto y porque no quiero confianzas contigo, pelo de rata. Y tampoco te voy a dar el gusto de que nos peleemos y consigas que tenga un problema con mi marido», se dice Sofía.
Le molesta que le quite su sillón y que encienda la tele sin preguntarle.
Hace ahora cuatro años que se casó con Daniel. Naturalmente, Doña Elia se opuso a que su hijo, todo un ingeniero con un buen futuro en su empresa, terminara con una rumana desconocida que lo pescó en Internet y que es mayor que él. La suegra opina que es mejor que no hayan tenido hijos, que así será todo más fácil cuando se divorcien, cosa que desea que no tarde en pasar.
Daniel es un hombre reservado y no quiere preocupar a su mujer porque siempre repite que todo tiene solución, que la superación de cualquier problema se logra buscando e intentando, buscando e intentando… Hace semanas que tiene la mirada oscura y ya no alaba los ojos de Sofía ni acaricia su espalda.
Cuando vuelve a casa, un poco antes de lo habitual, le da un beso desganado a cada una. Doña Elia levanta la cabeza y dibuja una pregunta con sus cejas.
Sofía ya no sabe si llegarán a fin de mes con el sueldo justo, las cosas cada vez más caras y lo que se les viene encima. Por si fuera poco, la suegra se les mete en casa, porque está claro que ha llegado al piso para una buena temporada:
—Hasta que termine la reforma de mi casa…
—No te preocupes, mamá, que aquí tienes un cuarto para vivir el tiempo que necesites. Nosotros estamos encantados de poder echarte una mano.
Daniel lleva semanas cansado y no mira a su mujer por las noches. Acostados, charlan antes de quedarse dormidos.
—¿Sabes? —dice el marido—. Me encantaría que os llevaseis bien mamá y tú.
Sofía carraspea.
—Algo tenemos que hacer, Daniel. No se puede quedar mucho tiempo con nosotros…
Él abre bien los ojos y se aclara la voz:
—No tenemos más remedio, cariño. Debemos conseguir que se quede una buena temporada.
En la oscuridad, Sofía pone cara de asombro, pero su silencio tiene sabor a pregunta.
—Las cosas están muy mal en la empresa. Es posible que cierre. Si voy a la calle, no podremos hacer frente nosotros solos a los gastos y a la hipoteca. La condición que ha puesto mamá para echarnos una mano es que la dejemos vivir con nosotros. Si no se queda en el cuarto que nos sobra, no nos ayuda.
Sofía no permite que el aire escape de sus pulmones. Durante un instante la vuelve a imaginar como una rata enorme, con su pelo enmarañado y negro, y se acuerda de su pueblo, a orillas del Danubio. Allí había una playa de arena fina y, en la ribera, se sentaba un afilador con muchos cuchillos, algunos muy gastados. Le gustaba ver su brillo.
Y ahora se acuerda del cuello de Doña Eli, pelo de rata.
—Estoy embarazada, Daniel.
En el acto, él piensa cuántas pastillas tiene que ponerle en el café para que su madre no se pueda negar a ayudarlos. En poco tiempo, necesitarán el cuarto libre.
Daniel y Sofía se abrazan.

RAÚL LEIVA

Leticia

Leticia era la nena gordita del curso. Tenía ojos celestes, dos trenzas enormes y una timidez que la convertían en el blanco de todas las burlas. Odiaba la escuela y sobre todo odiaba la exposición o ser el centro de algo, dado que temblaba y transpiraba mucho en iguales cantidades. A su papá le daba igual lo que sintiera siempre que no se quedara de grado, y su mamá empezó a preocuparse, cuando Leticia cumplió los trece años. Tenía un importante sobrepeso y una gran debilidad por la comida dulce y abundante.
Una tarde la mamá de Leticia se dijo basta. En esa época la ayuda no se pedía, se daba a pesar del damnificado y las consecuencias que esto ocasionara. Sin preguntar demasiado los pareceres, la decidida madre tomó a su hija por la fuerza y la llevó a una clínica de rehabilitación. Los métodos que se aplicaban eran un tanto extraños, experimentales y poco se sabía de la reputación de los profesionales. Se sospechaba de tratamientos mediante hipnosis y yoga, hasta de torturas y suplicios; el último trimestre de tratamiento, Leticia debía quedarse internada sin contacto alguno con el exterior. Unas semanas antes del cumpleaños, una muchacha apareció en la puerta de casa. Leticia era otra persona, delgada, cutis limpio y sus trenzas se habían convertido en un increíble cabello lacio. Era increíble el cambio. Su hermoso semblante no exteriorizaba ningún gesto o emoción, pero ese detalle a nadie le importó.
Llegados el día de la fiesta, la mamá de Leticia le había adaptado el vestido de casamiento de su madre para que se luzca como una princesa. El maquillaje y las luces la elevaron por sobre todos los asistentes. La música era el marco perfecto para ese día, la madre no paraba de llorar de emoción y el padre la miraba conmovido como la mujer en que se iba a convertir.
Llegó el momento tan esperado, la torta. Justo cuando entró la enorme confitura por la puerta del salón a Leticia le brillaron los ojos por primera vez en meses. Sonaba la música y Leticia estaba más resplandeciente. El flash de la cámara de la mamá detonó un extraño mecanismo en la mente de la muchacha que bastó para que se abalanzara sobre la torta mordiéndola a todo lo que le daba la mandíbula. Respiraba con dificultad, pero tragaba un pedazo tras otro. El vestido manchado de crema y chocolate comenzó a rasgarse ante la mirada en silencio de los invitados. La felicidad de su rostro se transformó en una mueca deformada por las luces. La gente empezó a salir del salón casi corriendo. El padre cayó redondo al piso para nunca más levantarse y la madre la miraba inmóvil el pantagruélico espectáculo. Las mesas quedaron vacías y gruñendo como un animal, Leticia seguía atragantándose con la crema batida. El asco provocó vómitos en los parientes cercanos que se fueron de inmediato. Solo quedaban en el salón la madre y Leticia que se había transformado en un animal depredando lo que quedaba de la torta. Sus mejillas se hincharon deformándole la cara y la ropa era un harapo maltrecho y sucio. El monstruo estaba llegando al final de su faena, cuando se vio en el espejo del fondo. Entonces se detuvo de repente, se miró, observó el salón vacío y en silencio, le subió una angustia incontrolable por el pecho y buscó desesperadamente un gesto o una mirada contenedora, alguien que la rescate del vacío. Sintió una respiración entrecortada a su espalda, era una presencia familiar. Se dio vuelta con los ojos llenos de meses de lágrimas contenidas, cuando se encontró con los ojos de su madre.
El tiempo se detuvo.
Veintisiete cachetadas le dio la madre gritando como loca “¡El vestido de mi mamá! ¡Hija de puta, el vestido de mi mamá!¡Sos una hija de puta Leticia!” mientras su rostro y el de Leticia se deformaban por distintas causas.
La única foto del evento, está pegada en una pared blanca acolchada, paradójicamente es la mejor foto que jamás se sacó Leticia. Su mamá la mira desde el otro lado de la habitación mientras repite “el vestido… el vestido…”
De Leticia es poco lo que se sabe, se casó y vive retirada de la ciudad, nunca visitó a su madre y se cambió el nombre. Los que estuvimos esa noche, aún recordamos a la gordita de ojos celestes con trenzas largas y su terrible metamorfosis.

MARÍA LORETO ARGANDOÑA

S.O.S.
Deberás amarme
despacio, como copo de nieve que desciende callado,
advirtiendo el instante en que mi piel despierta
tan solo con el roce de una sílaba tuya,
pronunciada levemente, cerca de mi oído.
Yo contemplaré la inclinación de tu pelo,
el calor del suspiro que abandona tus labios,
el parpadeo inconcluso de tu mirada,
la tibieza de tus dedos a punto de tocarme,
y tu boca recorriendo mi cintura.
Si estas instrucciones ignoras,
un mudo grito se eternizará
en la debilidad de las horas,
que avanzan inclementes sentenciándonos.

MAR GINEZ

«El día que te enteres de tu ayuda»
Se sigue respirando y viviendo aún después de que pasamos por algo que nos ha destrozado por completo el alma. Regresaste a mi vida como si nada hubiese pasado, te acogí y te di el amor que te hacía falta.
Los recuerdos llegaron después de una ausencia inesperada estando tú tan presente y de la nada decides irte, no sabía nada de la vida que tenías tras de esas palabras o acciones que pasaban cuando te veía. La gente suele tener una mirada seca, cuando hace algo inapropiado o mintiendo, tú la tenías cada vez que me decías algo y me mirabas a los ojos, sabía que algo pasaba, sin embargo no le tome la importancia necesaria.
Mujer vacía- No me dejes sin respuesta, por favor!
Tu brujo- Te saque de la vida en la que estabas atrapada de una realidad que no aceptabas, te brinde el amor que le hacía falta a tu corazón, te di tiempo que te faltaba vivir, te brinde las palabras más sinceras que pudieron salir de mi alma, hicimos recuerdos juntos, vivimos algunas experiencias por primera vez, te di cariño que te hacía falta por parte de tu esposo, te di el aliento que le faltaba a tu boca para poder respirar y seguir viviendo.
Mujer vacía- La realidad es otra, tú no sabías nada de la vida que tenía, pero use todo aquello que tú me dabas para sanar o sentirme completa. Estoy casada apunto de ser madre, pero te use, te use para ser libre, para poder tener recuerdos y amor bueno y poder sentir eso con mi esposo, use tu rostro, tus manos, tu voz, para plasmarlos en la persona incorrecta y poder continuar. Me diste la ayuda que necesitaba sin siquiera tú saberlo, arreglaste algo para que mi familia continuara, sé que deje una fractura muy grande en tu vida que quizá conllevará mucho tiempo en que lo arregles.
Tu brujo- Cuando las personas enamoradas mienten usan a otras para que les brinden ayuda sin que la otra persona que es usada esté enterada, pues la persona ayudadora lo hace con una finalidad de obtener lo mismo (amor).
Mujer vacía- use tu ayuda dejándote destruido.
Tu brujo- Te di la mitad de mi viveza, aún puedo recordar tus manos tocando mi rostro, el hecho de que hayas abandonado mi vida no ha quitado que aún sigues en mi corazón, pero de manera oculta.
Mujer vacía- se acercó y me dio la mano. De todas aquellas manos, la suya era la única que me transmitía vida, MB *la yuda que nunca supiste que me diste*.

AMPARO SORIA

-Tras la cerradura-
Una vieja y oxidada cerradura, a través de ella un ojo de inquietante y oscura mirada curiosea el otro lado de la puerta desde hace un tiempo. Un ojo que en muchas ocasiones deja escapar silenciosas lágrimas de amargura. Nadie sabe quién es, pero todo el que pasea a menudo por ahí conoce su existencia. Los niños se atreven a devolver su mirada agachándose y colocando un ojo por esa vieja y oxidada cerradura, un sobresalto los aleja de inmediato, sin embargo, se niegan a contar lo que han visto. Ese misterioso ojo no sonríe nunca.
¿Quién estará tras ese ojo? Sin ni siquiera haberlo visto nunca, unos dicen que es femenino, otros que masculino, incluso algunos se atreven a afirmar que es un animal. Los niños aseguran que es una pobrecita niña ¿Acaso han descubierto algo más a través de la cerradura? ¿La han visto en alguna ocasión? No, es imposible. Ese viejo portalón de madera encadenado con un grueso candado jamás se ha abierto. Han intentado que responda, pero el silencio al otro lado es el dueño ¿No sabe, no quiere o no puede hablar?
Aquella invernal y lluviosa mañana, los transeúntes escucharon atónitos lejanos y ahogados gritos en el interior de aquella singular vivienda de altos y oscuros muros. Los pequeños, inquietos, lloraban suplicando a los adultos que AYUDARAN a la pobrecita niña. Imposible, aquel lugar parecía un bunker.
Desde entonces el misterioso ojo no ha vuelto a curiosear tras la vieja y oxidada cerradura, se nota su ausencia a pesar de no haberla visto nunca. Los niños sollozan al pasar cerca del portalón sin dejar de mirarlo.
Amparo Soria M.

SILVANA GALLARDO

Alma en pena.
Vagó por mucho tiempo, el duro invierno tiñó sus cabellos otrora luminosos como el sol. Sentado en un rincón, desgarbado, en ese sillón tan viejo y maltrecho como su propia imagen. Fijaba la vista a través de un ventanal. Se podría pensar que admiraba un hermoso paisaje, pues absorto ni parpadeaba. Pero no, tenía la mirada perdida, buscaba tal vez en ese silencio las voces de su interior que nunca fueron escuchadas.
Su pensamiento aleteaba bajo una insondable tristeza, avasalladora, que lo arrastraba con un dolor inconmensurable y amenazaba detener los latidos de su corazón. A sus ojos asomaban perlas transparentes que ya no soportan la opresión de sentimientos aciagos pudriéndose en su alma. Un corazón oprimido hecho pedazos cuyos fragmentos clavados con dolientes espinas que hieren insensibles cada rincón de su piel y sus entrañas, no dejaban resquicios de esperanza.
El pensamiento se vuelve una maraña de preguntas sin respuesta que laceran sin piedad cada fibra de la existencia y se vuelve oscuridad. Pero el tiempo, tan eterno y tan escaso, pasa sin compasión por nuestras vidas y arrebata los instantes con conocimiento de causa. ¡Así se le fue! entre las manos, entre la indiferencia y la soberbia, creyéndose inmortal. Se le fue como el agua que corre su caudal sin detenerse.
Es, en ese rincón una alma en pena que suplica ayuda, implorando al cielo, calmar cruentos dolores que nadie sabe curar, porque son marcas tatuadas, definitivas, que van minando su existir.
Hasta respirar le duele, llorar ya no es opción, aletargado solo se deja vencer por esa carga que lastima tanto y no lo mata ¿qué ha pasado a esa alma infeliz, para sentirse en ese infierno?
Solo, en su efímero existir, las fuerzas ya debilitadas le permiten clamar un grito desesperado: -¡quién me puede ayudar!- No hay eco, ni respuesta a su desesperado lamento. Cae de rodillas inundado en su propio llanto y sin esperanza alguna.
¿Cómo pedir ayuda? El daño es irreversible, ya está hecho.

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15 comentarios en «Ayudar – miniconcurso de relatos»

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