Llega un extraño

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «llega un extraño». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 12 de junio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SUSANA NÉRIDA

Para el tema de la semana: llega un extraño

De tantas espinas que me clavaron, ya no era rosa. Estaba hinchada, amoratada y parecía cactus.

Con paciencia y amor propio, fui quitando espina a espina, para poder lavar la herida y desinfectarla.

Todo es más sencillo cuando las heridas cubren la piel, como cuando era niña. Ahora que esas heridas amorataban y supuraban mi alma, cubierta de espinas, todos se enfadaron por mis métodos de curarlos, porque eran ofensivos, violentos, irrespetuosos y además, dañaaban la imagen.

La imagen de quién? Si el monstruo contra el que me enfrentaba era anónimo; un pasajero que demoraba demasiado en proseguir su camino. Una sombra cosida con retales de cada una de las almas que se cruzó en mi camino.

Ni siquiera me reconocía, tan magullada, con la mirada perdida, tan abandonada a mi suerte, tan agotada y afligida.

Y entonces sonó mi primer grito sordo en el tiempo, porque ya no existía centímetro que no hubiera sido mancillado en mí.

Y lo consentí. Lo consentí mientras una voz de ultratumba repetía tras de mi, con sonidos guturales y miles de ecos: si son todos contra ti, la culpa es tuya.

Así, en silencio, por mi culpa por ser diferete, acontecieron las causas. Causas vacias, ilegales, pero que todos aplaudían. Había que amoldar a ese ser libre y rebelde, ese ser tan ajeno al sistema y a sus leyes, ese ser maldito desde un inicio. Y ese ser era yo, que miraba atentamente a ese pasajero.

Un Frankenstein con retazos de muchos seres. Lo único que sonaba ya eran los latigazos. Esos Frankenstein que, cual romano, castiga y carga contra lo diferente, porque todo ha de ser cuadriculado.

Que nadie me baje de esta cruz, que ya me bajo yo sola, para no tener que escuchar que, encima, soy desagradecida con el pasajero romano Frankenstein.

Llega un ser extraño, un cactus que pincha con espinas ajenas. Ese cactus maltrecho son mis restos moribundos.

BEGO RIVERA

El diario de Edith

Siempre que llega un nuevo extraño sigo el mismo ritual: peluquería, ir de compras y adoptar una nueva mascota.

Porque cada extraño es diferente…yo soy diferente para cada uno de ellos.

Al vivir a las afueras del pueblo nadie me molesta, además cuento con el honor de tener el título de vieja loca que me costó lágrimas y sudor conseguir pues no es tan fácil…visto la gran competencia que hay.

Así pues, todos los meses publico un anuncio brindando una habitación en alquiler tranquila y cuqui a un precio muy razonable; incluye comidas.

Siempre hay alguien con los requisitos que busco que contesta.

La última fue Nancy, una señora venida a menos, sin familia ni amigos (condición indispensable) que rozaba los cincuenta. Para ella escogí un gato de mascota, se llamaba Lily.

Digo «se llamaba» porque como podrán imaginar yace junto a Nancy en la tumba diecisiete, ya…ya…no son muchas; ¿Pero qué quieren? Empecé con esta afición tarde.

Me pongo un mes de plazo para aliviar a estas almas de su paupérrima vida y las ayudo a trascender.

Hoy llega Nicolás, un joven muy simpático pero traumatizado, yo le ayudaré, para eso estamos ¿No? Está vez el elegido para Nicolás ha sido un perro, Sammy.

No sé, este perro me mira mal, pareciese que supiera lo que le espera, no para de gruñirme…Se va a enterar.

Esperen, ahora vuelvo…

JUAN MANUEL CABALLERO

UN EXTRAÑO A LA MESA El joven Andresín sobrellevó durante cada una de sus seis primaveras aquella mochila a la espalda cargada de angustia. Como además su espíritu sensible estaba lacado con una fina, pero firme, película de estoicismo (cosa no tan común en casos como el suyo), casi nunca exteriorizaba la ansiedad, de modo que siempre tuvo que gestionarla solo. Enuresis, encopresis, pasar días enteros sumido en un mutismo apenas resquebrajado para no levantar sospechas en su familia; dejar transcurrir casi toda la tarde metido en su habitación. Todos ellos indicios de un tipo de perfil, de personalidad, que la psicología tiene a bien catalogar en sus listas de perturbaciones como PAS (Personas de Alta Sensibilidad). Pero que en su caso no había sido diagnosticada por la simple razón de que, entonces, todavía no se había inventado ese diagnóstico.

El caso es que un dia en la vida de Andresín era un continuo salir de la sartén de un agravio que lo sumía en un mar de interna conflictividad (el pequeño abuso de un compañero de aula que barruntaba su delicadeza de carácter, por ejemplo), para caer después en las brasas de la visión de una injusticia (la pedrada propinada a un perro callejero por parte de cualquier gamberro, pongamos) que lo diezmaba en lo más profundo de su ser por largo rato. No era, desde luego, una escuela pública española en aquellos primeros años del posfranquismo el lugar más apropiado para un espécimen como Andresín, adelantado a su tiempo quieras que no. Tampoco lo era lo que daban por la tele: los disparos de aquel tal Tejero sobre el techo de ese sitio que a él le parecía una enorme aula para adultos, con todos sentados allí escuchando al maestro en pie en el atril, aunque siempre echaba de menos la pizarra; y el de los disparos quién habría de ser sino uno de esos inspectores que se pasan por las escuelas de vez en cuando; y al que, por lo que se ve, no gustaba nada como se gestionana aquello. Eso sí…ese alumno, ese tal Suárez, hay que reconocer que le echó un par de narices. Después, ya a la noche, los tanques que atravesaban Valencia… Sin tener ni idea del significado de todo aquello, Andresín sufría su sufrimiento descompensado porque veía la preocupación en sus padres; como la veía también cuando el Real Madrid perdía en el trofeo ese de la Copa de Europa. No digamos cuando, muy de vez en cuando, sus padres discutían por cualquier nimiedad. En todos estos casos, y aún en muchos más, el joven Andresín no tenía más remedio que intentar drenar por algún lado el exceso de energía negativa. A veces se mordía las uñas hasta tal punto que le sangraban las puntas de los dedos; Otras veces agarraba una chincheta con el puño cerrado y la apretaba hasta hacerse un poco de daño, tampoco demasiado. Era si como esa pizca de dolor físico, al irse, retirase también consigo parte del otro, del propio del alma. Lo anterior no era óbice, sin embargo, para que cuando la angustia le sobrevenía a causa de alguna desavenencia directa con alguien conocido o de su propio entorno, tuviera Andresín una manera de proceder que, siendo como era, no dejaba de resultar curiosa: se autoimponía el deber de obviar a esa persona durante largo rato, tal vez días. Incluso, de ser posible, hacerle al perpetrador del agravio un poco de luz de gas. Fue así que aquella noche dejó de tener padre; con total naturalidad.

Ocurrió mientras su progenitor, un hombre por lo demás dulce y entregado con él, le leía el cuento de todas las noches para que su hijo, el único que tenía, conciliase el sueño sumido en un Universo de fantasías limpias, blancas, sin aristas que pudiesen desangrar su delicada mentalidad durante la fase onírica, en la medida de lo posible. Con tal fin, adaptaba sobre la marcha las zonas rasposas de las historias, los detonantes o puntos de inflexión que pudieran resultar lesivos para la psique sin piel de aquella sangre de su sangre. Es solo que, aquella noche, el hombre ya había llegado trastabillado del trabajo y su rato a solas con su hijo no pudo desarrollarse en tiempo y forma. Además, no estaba fino para las adaptaciones sobre el terreno que convirtiesen la lectura en algo apto para el niño, su único público al cabo. Y el error llegó y la historia para dormir rechinó en la aterciopelada inteligencia del zagal, que para mayor escarnio hubo de soportar lo que le pareció un asomo de abulia por parte de su padre y protector, que sucumbió al agotamiento acumulado durante el día y despachó con cierta precipitación la narración de esa noche.

Con fuerza callada se activó en el niño la sigilosa, discreta venganza de silencio. Nada dijo a su padre por la mañana, en el desayuno, donde coincidieron. Conocedor este del estado de tensión en el que su vástago había posicionado sus elementos diplomáticos individuales para con él, había decidido comenzar a restañar heridas ya a la hora del almuerzo, donde lo volvería a ver. Sabía que la reconstrucción del estátus perdido era cosa delicada y ardua, así que no había tiempo que perder. Quiso la suerte, sin embargo, que los condicionantes laborales impidiesen al padre llegar a tiempo para coincidir con el niño al mediodía, de modo que habría de esperar a la noche. Además, pensó, todo ese tiempo sin verse con su hijo -una jornada entera, cosa inhabitual- habría de servir para que este bajase sus defensas y se mostrase más receptivo; al fin y al cabo, sabía que su hijo lo necesitaba para respirar, tal y como él precisaba de su hijo; porque entre los dos generaban en derredor una atmósfera respirable para ambos sin la cual la vida no sería posible.

Por fin llegó, la hora de salir de aquella notaría asfixiante donde trabajaba. Estaba deseando llegar a casa y empezar a acercar posiciones con su retoño. Se le hizo eterno el trayecto por la carretera de circunvalación, atestada de tráfico a aquella hora punta, con todos esos tipos regresando después del trabajo. Aún le costó lo suyo encontrar aparcamiento; ¡por el amor de Dios!…si en aquel barrio siempre hay espacio para estacionar, y precisamente hoy… Cuando al fin lo logró, agarró su maletín y aceleró el paso (llegó a mirar sus pies: ¿sería aquello posible?. Al parecer, sí: ¡estaba corriendo!) hasta ganar el portal de su bloque.

Dentro, en el saloncito de casa, madre e hijo esperaban para cenar, a la mesa, la inminente llegada del padre. Como un rumiar de llaves en la puerta y, al fin, el hombre asomó la cabeza, con una sonrisa franca, esperanzada dibujada en el rostro. Al otro lado del salón, sentado frente a su plato aún vacío, el niño, Andresín, mira hacia la puerta con aire indolente, y entonces, algo pensó: «oh, vaya…llega un extraño. Al parecer, tendremos a un extraño a la mesa…».

DAVID MERLÁN

EL ESPIA JUBILADO

El pueblo era pequeño y acogedor, con casas que olían a salitre y a rutina. Se lo habían elegido a Enrique Ferrer para su retiro forzado por las circunstancias, no por su edad. Todavía cuarentón.

Ya no era “Efe”, el nombre clave que durante años susurraban agentes en medio mundo. Ahora solo era Enrique, un hombre con una Glock escondida en el cajón de la mesilla junto a los calcetines, calzoncillos y una medalla que usaba como pisapapeles.

La calma en el pueblo era casi artificial, como si la vida se hubiera detenido a su favor. Hasta que llegó un extraño.

Al principio no fue más que una silueta en un banco, un turista más con sombrero y periódico. Pero Ferrer mantenía su radar afinado, y aquel hombre le sonaba a entrenamiento militar y a problemas.

Por si fuese poco, un par de noches después, un coche oscuro apareció frente a su casa. No se movía. No se encendía. No se iba. Ferrer, decidido no aguantó más y salió con su Glock. Se acercó y llamó a la ventanilla con los nudillos.

—Bonita noche —dijo.

El conductor se sobresaltó. Enrique, antes de que aquel hombre pudiese tomar la iniciativa y perderla él, reaccionó abriendo bruscamente la puerta del coche y sacándolo de un fuerte tirón dió con el hombre en el suelo. Tendrian que pasar unos intensos minutos de explicaciones más o menos creíbles y verosímiles para que se creyese la historia de que no era más que un detective privado, supuestamente vigilando a un marido infiel. Ferrer no le creyó del todo, pero lo dejó marchar. Aquello no era paranoia: era una mezcla de precaución y preludio de lo que estaba por venir.

Unos días después, en el banco de siempre del parque cercano a su casa, otro extraño se sentó junto a él. Alto, elegante, cicatriz mínima en la mejilla y voz de viejo compañero.

—No es fácil dejarlo, ¿verdad, «F».?

—Estoy fuera. Así lo quisisteis, ¿Recuerdas?.

—Nadie está fuera del todo.

«E» Le entregó una tarjeta y se marchó sin mirar atrás. Ferrer no necesitaba más para saber que estaba dentro otra vez. Porque cuando un extraño te reconoce por dentro, no es un extraño: son ordenes disfrazadas de encuentro casual. Órdenes que le conducían sin dilación a Lisboa.

******

Lisboa lo recibió como a un viejo amante. Allí lo esperaban su pasado en forma de escondite bajo el azulejo del baño del mismo hotel donde año tras año, solicitaba hospedarse en la misma habitación para tener a mano sus pertenecías de emergencia.

De paso, servía de buzón para recibir instrucciones. Analizó lo que podia serle de utilidad y encontró las ordenes de su nueva misión: tras un par de etapas, tendría que vérselas de nuevo con el Argentino. El hombre que nadie veía, pero que lo veía todo.

En una ciudad que hablaba con tranvías y espías, Ferrer recorrió librerías ocultas, restaurantes en sombra, y tras una reunión con Duarte y un encontrónazo con el Canario, consiguio encajar las pistas necesarias que hicieron que diese con sus huesos en Buenos Aires. Allí, donde los secretos aún se guardaban en disquetes y microfilms, recorrió todo el tablero para impedir que la información cayera en las manos equivocadas.

Pero cada paso que daba lo acercaba más a la verdad: él ya no era un espía jubilado. Era un extraño en su propia vida.

Cumplida su misión y con la información a buen recaudo en las manos de una confidente en el tranvía de Lisboa, regresó a España, a la seguridad de su pueblo. Todo seguía igual: el mar, la panadera, su café preferido con vistas…. Pero él ya no era el mismo. Ya en su casa, y cuando desde la terraza del porche trasero mirando la puesta de sol en el horizonte, whisky en mano y con su pistola cerca de él, observó como desde la colina cercana brillaba el reflejo de un objetivo, supo que lo observaban. Que quizás, siempre lo habían hecho.

Suspiró, dio un trago de whisky y susurró con una sonrisa cansada:

—Los espías no se jubilan. Solo aprenden a esconderse mejor.

BENEDICTO PALACIOS

Dos relojes cantaron la hora al mismo tiempo. Las doce, media noche. Estaba preparando su cuarto, sabía que tenía que llegar, me lo había prometido y no dudaba de sus palabras.

Había enviado a mi móvil la hora de salida, las nueve. Y sabía que le llevaría cerca de tres horas hacer los trescientos kilómetros que nos separaban. Por eso desde que escuché la hora en los dos relojes, el tiempo se detuvo y a partir de entonces empezó a contar: las doce y cinco, las doce y diez… La imaginé llegando, vendría cansada, seguro que se había encontrado en medio de un atasco. Le pedí que viniera en tren, pero me puso cien excusas, estaba con el tiempo contado y tenía que entregar una memoria.

Cerraría el ordenador a las ocho, se daría una ducha, se pondría las cremas, se pintaría los labios y elegiría el vestido verde, el que me gustaba, el que ceñía su figura y la hacía más femenina, ¡como si no lo fuera! Se calzaría los zapatos de tacón. ¡Oh! No, de tacón no, que venía conduciendo. Echaría una última mirada al espejo, empujaría la puerta y la cerraría con llave. Y como era muy meticulosa, comprobaría que la puerta estaba bien candada.

Metió al fin en el coche la maleta y salió a la calle, que estaba concurrida. Era viernes y aunque la temperatura era fresquita, apetecía pasear, salir a cenar o tomar unas cervezas o unos vinos, a degustar unas tapas. Cerca de su casa hay lugares para perder el gusto.

Se encontró con el primer semáforo cerrado y aprovechó la parada para poner la radio. Tardó unos minutos en acceder a la carretera nacional, iba a buena velocidad, pero inmediatamente tuvo que detenerse. Un guardia dirigía la circulación y se veían a lo lejos las luces de la policía. Un accidente seguro.

—¿Un accidente grave? —Logró preguntar al policía.

—No, el fuego de un pastizal.

—¡Ah! Bueno, eso tiene arreglo.

—Afortunadamente. Aguante unos minutos.

Arrancó cuando acababan de dar en la radio las noticias de las diez. Bajó el volumen en el instante en que un pitido le indicó que iba en la reserva. En el GPS aparecía cercana una gasolinera. Aprovecharía para tomarse un café.

—¡Candela! Vaya casualidad, ¿dónde vas a estas horas? ¿Te apetece una coca cola? —Era Lucio.

—Un café bien cargado. Tengo un compromiso.

—Debe ser importante la persona.

—Un buen amigo.

—¿Solo bueno o muy amigo?

—Las dos cosas.

Cuando la radio dio la media estaba sentada de nuevo al volante del coche.

También yo seguía sentado pero frente al televisor que tenía apagado, esperando cualquier novedad en el móvil. Me estaba tentando el sueño. Miré el reloj, ya tendría que estar llamando al timbre de casa. Siempre lo hacía. ¡Maldita sea! A ver si ahora se ha averiado. Salí al pasillo y lo pulsé. Funcionaba. Me metía en casa, cuando un vecino, al ver encendida la luz del pasillo, me llamó por el nombre.

—¿Tienes un paracetamol o un ibuprofeno o algo parecido? Mi mujer tiene una horrible jaqueca y no tengo a mano medicina alguna. Está fatal.

—Un minuto y bajo a tu casa.

Rescaté del armario de la cocina paracetamol y aspirinas. Le aconsejé que calentara un café o una infusión para que las medicinas hicieran efecto rápido. Esperé a que se tomara una aspirina. Eran las dos de la madrugada.

Subí de nuevo a mi casa, me recosté en un sillón y me puse a ojear una revista, mientras me comía la impaciencia. Candela no acaba de llegar y carecía de noticias. Encendí la radio. No se hablaba de accidente alguno. Volví a mirar el reloj. Las dos y cuarto. ¡Ah! Al fin sonó el timbre. Salí volando y abrí la puerta.

—Buenas noches. Soy médico ¿quién es el enfermo?

RAQUEL LÓPEZ

Casi estaba anocheciendo, me dispuse a salir de casa como todas las noches a pasear, me relajaba antes de ir a dormir.

Este año el invierno estaba siendo bastante glacial. Me abrigue bien cogiendo mi inseparable paraguas, aunque el cielo no amenazase tormenta.

Resultaba peligroso salir a esas horas y más una mujer. Se escuchaba que por el barrio andaba un asesino sin escrúpulos, tan solo de pensarlo me daba escalofríos.

Todas las noches hacia el mismo recorrido hasta terminar en la cafetería de Marta. Entré en el bar, el entorno era cálido, como siempre, me sentía bien allí, había poca gente, una pareja de enamorados y unos hombres posiblemente borrachos.

Me senté en la barra y dejé el paraguas en un rincón para que no molestará pero cerca de mí. Conversé con Marta y me marché.

Según me acercaba al portal sentí unos pasos detrás de mí, no quise mirar hacia atrás y aceleré el paso. Cuando saqué las llaves para abrir, alguien me puso la mano encima del hombro, me giré dando un respingo, asustada.

Era un hombre que miraba fijamente al suelo mientras me hablaba, su mirada era vacía. Sus ropajes estaban deshilachados, posiblemente era un vagabundo, había muchos que transitaban las calles. Lo que más me llamó la atención fue la cicatriz que tenía en la mejilla.

Apenas le entendía cuando me hablaba, sus palabras eran claras y evasivas y su voz como un susurro.

– Se le olvidó el paraguas- me dijo con las manos temblando levemente.

– Sé quién es usted- me dijo agarrándome de la mano fuertemente. Pasaron unos minutos en un forcejeo…. Subí rápidamente a casa nerviosa sintiendo los latidos del corazón cada vez más fuertes.

Al cabo de un rato escuché las sirenas de la policía, me asomé a través de la ventana, aquel hombre estaba allí, tirado en el suelo. También pude ver en el coche forense otro cadáver más.

Respiré hondo y me metí en la ducha.

Tendría que tener más cuidado la próxima vez.

Quité el cuchillo pequeño que llevaba en la contera del paraguas y lo limpié bien.

No podía cometer más torpezas para la próxima vez.

Aquel extraño hombre me podía haber delatado……

ARMANDO BARCELONA

NO TOQUEMOS LOS BOSONES.

Querida Amelia.

No veas la que tenemos montada aquí arriba, se ha liado gordísima, el padre de Yeshua está de los nervios y esto va manga por hombro, un desastre, mi amor. Pero déjame que te cuente.

Resulta que, según los del Ministerio de Relatividad Espacial, a la curvatura del espacio-tiempo le ha salido un poco de chepa; nada grave, al menos de momento, pero debe ser corregida, por no sé qué cosas raras de la supersimetría, que viene a ser como una aplicación para emparejar partículas y unificar fuerzas.

Me explico: los fermiones se emparejan con los bosones, de manera que la media naranja de un electrón es un selectrón y la de un quark es un squark. Pero es que a la inversa ocurre lo mismo: un bosón como el fotón, por poner un ejemplo, se empareja con un fotino, que es un fermión, y todos felices hasta que pasa como en todas las parejas, que la pasión se mustia, surgen los roces y eso en física cuántica parece que es muy jodido.

Lo explicaron en unas charlas que nos dieron los del ministerio, pero, la verdad, acababa de estrenar iPhone y, entretenido en lo mío, no me enteré muy bien de qué iba la cosa.

Resumiendo: que por lo visto el apaño es sencillo, pero no puede hacerse desde aquí, tiene que ser un sujeto de alguno de los tantos planetas que existen con vida inteligente el que dé con la tecla y como el asunto tiene miga, al padre de Yeshua se le ocurrió mandar un propio con la solución y susurrarla al oído del científico más listo del Universo, Evaristo Cornejo, que está de becario en el departamento de Física Teórica de la Universidad Carlos IV. La cátedra se la dieron a un primo del presidente de la comunidad autónoma que, cuando hizo el Erasmus en Berlín, festejó unos meses con la eminente doctora Edwina Strudembuorg, por entonces ávida consumidora de birras, bratwursts de todas nacionalidades y canutillos de la risa y hoy una fiera en lo que a teoría de partículas se refiere.

Se presentó el emisario celestial en el vestíbulo de la universidad y, más o menos, esta fue la secuencia de los hechos:

―Dios te salve, Genaro ―el de seguridad se llama Genaro, suspendió las pruebas físicas para entrar en la policía y es de Calaceite, provincia de Teruel―, lleno eres de gracia… Hosti tú, perdona, esto es de otro sainete, ando un poco espeso, debe ser el jetlag. En definitiva y para no alargarnos, quiero hablar con Cornejo, asunto oficial de la máxima prioridad.

El de Calaceite ni se inmutó, comparte piso con otros tres colegas de Profemur en Lavapiés y está hecho a ver de todo; sacó de debajo del mostrador el libro de registro y se dispuso a verificar la filiación del sujeto.

―Nombre, D.N.I., y motivo de la visita ―exigió con el tono impersonal aprendido en los cursos de formación para cuerpos y fuerzas de seguridad privada.

―Genaro no me jodas que soy el Emisario de Dios, el portador de la palabra divina, el Ángel del Señor. Anda llama a Evaristo que no tengo todo el día y llevo un dolor de juanetes que te cagas ―se amoscó el mensajero del cielo.

Pero Genaro como el que oye llover, Amelia, cariño, no se le alteró ni un músculo, impasible y frío, como un témpano de hielo.

―Angelito, menos humos, a ver si te crees que le voy a levantar yo la barrera al primer extraño vestido raro que se me ponga delante; esta es una universidad privada, rascarse los venancios hasta que te regalen el título sale por un ojo de la cara y estoy de aguantar pijos hasta el putiglán de la taba ―le salió al turolense el ramalazo castizo―, o me rellenas el formulario o esperas al Cornejo en la puerta, pero por la parte de fuera, que hace jornada intensiva y sale a las tres.

El ángel, que se llama Zerachiel y tiene muy mal carácter, se puso en modo «¡A que te meto, mierdecilla!».

―Mira chaval, tú no sabes con quién estás hablando, anda, deja de tocar los huevos y llama al encargao.

Total, para no hacerlo largo, que en lugar de al encargao, Genaro llamó a Matías y a Fulgencio, dos compañeros de seguridad tipo armario ropero y aquí tenemos de vuelta a Zerachiel, con fisura en dos costillas, el tabique nasal desplazado y la huella de una bota del cuarenta y cuatro marcada como a fuego en el nalgatorio.

El pare de Yeshua está hecho un basilisco, no sabe si mandaros una plaga bíblica por descreídos, probar suerte en otro planeta menos bestia o mandarlo todo al carajo y presentar la dimisión.

Mientras tanto, la crisis de fermiones y bosones sigue abierta y la chepa del espacio-tiempo creciendo, Amelia, un sin dios. Ya veremos cómo acaba.

En fin. Cuídate, mi amor, y no le hagas ojos a Ricardo, que tiene los bosones alterados y está más salido que un condón en el carnaval de Rio.

Este que te quiere.

CARMEN BERJANO

Y de repente llega un extraño. Se acerca a ti con respeto y cariño. Con complicidad plena.

En pocos días las casualidades de la vida hacen que la muerte, que siempre ronda, nos acerque aún más. La muerte o su posibilidad.

Y nos leemos y escuchamos.

Hasta llegamos a llorar.

La vida por momentos se torna tan dura… Y siempre los peores enemigos somos nosotros mismos.

Está bien alguien que te mire más objetivamente. Que aprecie tus fortalezas y oportunidades. Que no tema a tus amenazas y debilidades.

A veces llega un extraño y la vida hace que lo pongas en tus prioridades.

Que cuando te ocurra algo bueno, pienses en compartirlo con él.

Alguien a quien escribes para no escribirle, en tu vieja libreta.

Alguien que está sufriendo por encima de sus posibilidades y a quien te gustaría tanto poder aliviar.

A veces siento que la extraña era yo.

Antes de este viaje compartido.

Antes de este universo.

Antes de este cariño que me llena.

Antes de ti.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

DE RASO Y FRANELA


Ha pasado ya casi un año desde que lo conocí y, aun así, me sigue pareciendo un extraño. Y es que hay veces en las que la convivencia no resulta fácil, sobre todo con criaturas así.


Él tiene sus días y yo la paciencia del santo Job. Hoy, sin ir más lejos, le ha dado por seguirme. No es la primera vez que lo hace. Parece un perrillo faldero. Harta de llevarlo pegado, me he girado, le he puesto cara de asesina y ahora estoy clavada frente él, contemplándolo fijamente, como una madre regañona. Y él ahí, quieto, sin inmutarse. Tan solo se mueve para imitar con exactitud cada movimiento que hago. Le gusta desafiarme, ponerme de los nervios, con la ropa siempre arrastrando por el suelo, que a punto he estado de pisarla y tropezar varias veces. Eso cuando no le da por jugar con los complementos, que me tiene el parqué destrozado, de tanto arrastrar sus cosas.


Me lo tropecé por primera vez una noche, en mitad del pasillo. Yo estaba recién llegada, después de una larga, aunque poco fructífera, jornada de fiesta, medio borracha, vencida por el sueño e intentando localizar la cama como quien busca agua con desesperación en mitad del desierto. De repente, descubrí que todo estaba revuelto y que la sábana encimera había desaparecido. La misma que poco después vislumbré con el rabillo de ojo, paseándose sola por la cocina. Cómo sería el grito, que aquel pedazo de tela con ojos huyó despavorido. Se asustó él más que yo. Fue ahí cuándo comenzó nuestra intensa relación.


Desde entonces, mi vida transcurre entre sustos y sobresaltos. La primera vez que se me plantó en mitad del baño casi me da un síncope. Me estaba duchando y de repente lo vi, quieto frente a mí, espiándome, estático como un pasmarote. No sé ni para qué me molesto en cerrar la puerta. Dichosa manía de atravesarlo todo sin llamar. Claro que, ¿con qué va a llamar la pobre criatura, tan etérea y volátil ella?


Oye, que resulta que tiene nombre y apellidos. Como te lo digo: Don Rodrigo Núñez de Braganza, señor del condado de Villamanrique, caballero medieval donde los haya. Y por lo visto de los de alta alcurnia, que me he estado informando en el archivo municipal. Se conoce que aquí, en el mismo terreno que ahora ocupa mi apartamentito, antes se alzaba un pedazo de castillo, en el siglo XII o así. Y no piensen ustedes que murió en fiera batalla, no. El muy imbécil se atragantó con un hueso de faisán durante una cena, mientras el bufón lo entretenía haciéndole cucamonas. Manda narices. De todos los fantasmas errantes que hay en el más allá, me ha tenido que tocar el más tonto e inútil de cuantos se aparecen en el más acá.


Mi espectro es un clásico. Prefiere la sábana blanca de toda la vida, aunque a veces le gusta ser atrevido, y me lo encuentro deleitándose en el espejo con modelitos estampados y colores chillones, de raso y de franela, esta última para cuando el frío aprieta. Eso sí, no gana una para sábanas. Me las tiene todas destrozadas, con la manía de los huecos por los que asegura que tiene que asomar los ojos, unos ojos que para colmo tampoco tiene. Al menos, yo no se los veo.


¿Y ahora dónde se habrá metido el ectoplasma este? Seguro que se ha largado a vagar por ahí, como si lo viera. Todos los fines de semana igual. Se quita la sábana, la esconde bien escondida para que no la encuentre y ya no le vuelvo a ver las cadenas hasta el domingo por la noche. A saber. Para mí que me la está pegando con alguna fastasmona. Y es que no puedo evitar sentirme celosa ¡Quién me iba a decir a mí que iba a acabar cogiéndole tanto cariño a una simple sábana con un par de agujeros!

SERGIO TÉLLEZ

LA SOMBRA DEL CANARIO

El canario estaba tendido boca arriba, un ligero hilo de sangre brotaba de su pico entreabierto. La abuela se acercó a la jaula con su rostro pálido.

El niño permanecía de pie a su lado, mirando al pájaro muerto con sus ojos grandes y redondos; su rostro era inexpresivo. Sus manos, que momentos antes sostenían un juguete, ahora colgaban pendulantes a sus lados.

La sala estaba en silencio, excepto por el suave susurro del viento que entraba por la ventana abierta, y la mirada de la abuela parecía acusar al niño sin decir una palabra.

El día anterior, la madre había susurrado al oído de su hijo: «Un pajarito me contó que no hiciste la tarea». El niño la miró con ojos inocentes, pero con cierta preocupación, como si supiera que había hecho algo mal. «No mamá, no la hice», dijo, pero su voz tembló ligeramente. Mientras hablaba, su mirada se desvió hacia la jaula del canario que cantaba en ese momento. La madre sonrió y acarició su cabello, se fijó en él con la intensidad de una persona que busca más que una simple respuesta.

La abuela se retiró a su habitación, con una expresión sombría. Mientras cerraba la puerta, sus ojos se fijaron en la oscuridad del pasillo, buscando algo que solo ella podía ver. «La muerte del canario es un signo de lo que puede llegar a hacer». Su mente comenzó a tejer una red de acusaciones y culpas, recordando todos los momentos que el niño había actuado de manera extraña. «La manzana no cae lejos del árbol», se repitió a sí misma, pensando en la forma en que su nuera se comportó en el pasado. Sus labios se curvaron, como si estuviera saboreando un secreto que solo ella conocía.

Mientras tanto, en la cocina, la madre preparaba café con movimientos precisos y calmados. Molió los granos con un sonido suave y luego vertió el café en una taza. El aroma del café recién hecho llenó la cocina, pero no parecía afectar la atmósfera sombría que se había instalado en la casa. Se detuvo un momento. «Vamos a ver cómo está», se dijo, sin mostrar ninguna emoción en particular.

Entró en la habitación de la abuela con la taza de café en la mano. «Carmen, te he traído un café». La abuela se sentó en su silla favorita y tomó la taza de café sin decir una palabra. Ana se acomodó a su lado y comenzó a hablar en voz baja. «No creo que debamos culpar a Tomás por la muerte del canario. Es solo un niño, no sabe lo que hace».

La abuela miró a su nuera con una expresión intensa. «Tú sabes tan bien como yo que ese niño no es como los demás», dijo en voz baja. «Hay algo en él que no está bien». La madre sonrió de nuevo y tomó la mano de la abuela. «No te preocupes, yo me encargaré de todo».

Tomás se sentó en la cama, mirando al vacío. Pensaba en el canario muerto y en la nona que parecía tan triste. Se preguntó por qué lo miraba de esa manera, como si hubiera hecho algo malo. Él entendía qué había pasado y sabía que el canario estaba muerto y que la nona estaba triste.

Mientras pensaba, la madre entró en la habitación y se sentó a su lado. «¿Estás bien, Tomás?», Tomás asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Lo abrazó y lo besó en la frente. «No te preocupes por la nona, ella solo está un poco triste por el canario».

Tomás se sentía confundido. Se levantó y se acercó a la jaula del canario, que ahora estaba vacía. Miró el lugar donde había estado el pájaro, y se preguntó qué sería de la suerte del pajarito. La madre lo llamó desde el sofá. «Ven, Tomás, vamos a mirar la tele un rato». Tomás se dio la vuelta y se acercó a la madre, que lo esperaba con una sonrisa. Pero en su mente, todavía estaba la imagen del canario muerto y la abuela mirándolo con tristeza y sospecha.

*

Estoy solito sentado en mi silla, viendo Los Simpson. Bart ve a «Tomy y Daly» y la escena en que el ratón le quita la cabeza al gato con un hacha me hace reír. Bart se está divirtiendo mucho. Me parece grandioso cómo Tomy siempre parece ganar, aunque Daly es muy gracioso cuando se sorprende.

Me pregunto dónde estará mi pajarito ahora. ¿Se habrá ido a volar al cielo con sus amigos pájaros? ¿Por qué la Nona y mi mami están tan tristes y se gritan? Yo solo quiero que otro canario vuelva a cantar para mí, cuando me despierto en la mañana.

Al otro día llega un extraño a casa, es un señor con un traje raro. No sé qué es eso que lleva puesto, parece un uniforme, pero no como el de la escuela. Mi mami y la Nona lo saludan y se ponen de pie. Él se sienta en el sofá y me mira con una sonrisa. «Hola, soy el señor de Bienestar Familiar». Me siento un poco nervioso y lo miro, tratando de entender qué quiere. ¿Por qué viene a visitarnos?

El extraño me pregunta: «¿Cómo te llevas con tu mami y la Nona? ¿Te sientes querido y cuidado por ellas?». Mi mami y la Nona se gritan a toda hora y se enfadan entre sí. No sé si debería decirle eso al señor. Me quedo callado por un momento, pensando en qué decir. «A veces… a veces se enfadan», digo finalmente. El señor me mira con atención. «¿Y cómo te sientes cuando se enfadan?». No sé qué decir. «¿Qué pasó con el canario de tu mamá?». Me encojo de hombros. «Se murió». El señor mueve su cabeza. «¿Sabes por qué se murió?». Vuelvo a encogerme de hombros. «No sé». Me mira con atención. «Tu mamá dijo que un pajarito le contó que no hiciste la tarea. ¿Es verdad que no hiciste la tarea?». Me pongo un poco nervioso. «Sí, no la hice. Pero yo no maté al pajarito». Miro al extraño con ojos grandes y sinceros. «Yo quiero a los pajaritos».

El señor se acerca a mi oído y me dice en voz baja: «Cuéntame, cuando tu mamá y la Nona discuten, ¿qué se dicen entre ellas?». Miro alrededor, temiendo que alguien me escuche. «Dicen cosas feas, la Nona dice que mi mamá no me cuida bien, y mi mamá dice que la Nona es mala». Anota algo en su cuaderno. «¿Y tú qué sientes cuando discuten?». Me encojo de hombros. «Me da miedo. No me gusta cuando gritan». El señor me pone una mano en el hombro.»No te preocupes, vamos a tratar de ayudarte a ti y a tu familia».

Mi mamá y la Nona no están aquí, están en sus cuartos. El señor me sonríe y me dice que todo va a estar bien. «Vas a venir conmigo a un lugar donde estarás seguro y feliz». Me mira y me pregunta si estoy listo.»Sí»,contesto. «¿Voy a tener juguetes nuevos?», pregunto. El señor se ríe y dice que sí, que voy a tener muchos juguetes y amigos nuevos. Me siento aliviado y emocionado. El señor firma algunos papeles y luego las llama a ellas. La verdad, a mí me parece que para nada están disgustadas.

Cuando salgo de casa de la mano del extraño, veo a unos policías que nos siguen, me devuelvo y siento que detrás de las cortinas de los dos cuartos ellas me miran sonrientes. Igual, yo también sonrío. Ojalá el canario me perdone.

FRAN KMIL

El extraño.

Con los ojos cerrados, para animarse, se repetía que nada malo podía pasarle porque los fantasmas no existen, tan solo son recreaciones de la imaginación provocada por el miedo. Quizás estaba soñando y despertaría dentro de un rato, cuando suene la alarma. Acurrucado en el rincón derecho de la habitación, justo al lado de la puerta de entrada, con la cabeza entre las piernas, podría mirar hacia la cama donde un cuerpo inerte yacía, pero no quería. Tenía miedo. Si realmente los fantasmas existen, no entraría en contacto con ellos. Comenzó a repetirse: El muerto no existe, el hombre de traje negro y la muchacha vestida de uniforme de camarera que observan al hombre muerto, tampoco, es más, ni la habitación donde horas antes había entrado con un fuerte dolor de cabeza y los oídos zumbando como tetera lista para ser bajada del fuego.

Los dos estuvieron de acuerdo en llamar a la policía ¨ es lo normal en estos casos¨, agregó el hombre.

Intentó protestar.

La indignación sustituyó al miedo. Gritó. Nadie lo oyó. Pretendió halar la manga del traje del hombre pero sus manos se cerraron en la nada. Son fantasmas, se dijo, no debía temerles. Los vio marcharse. Hizo acopio de valor, se puso de pie y miró hacia la cama donde yacía el supuesto extraño que se había introducido en la habitacion: Allí estaba él, muerto, según los fantasmas habían afirmado.

ANGY DEL TORO

EL MONSTRUO DE LAS AGUAS NEGRAS

Crónica urgente de Mme. Géminis Londoño, enviada especial del «Periódico Digital»

Desde la Constelación de Hidra nos ha llegado un ser enigmático. Aparece disfrazado de Monstruo de la Laguna Negra —sí, ese del cine antiguo— y pretende colarse en la fiesta de las brujas. Su presencia despierta murmullos y alarma:

—¿Quién es este tipo? Parece un mamarracho. Viste como reptil, se arrastra… y cuidado, al parecer quiere husmear nuestras profundidades.

—No se fíen. Pronto empezarán a brotar cabezas de distintas casas. Será de puñeta encontrarlo.

La reportera estelar, Mme. Géminis Londoño, decidió seguirlo. Trabaja para Disparates News, medio independiente con sede en el cuadrante pirata de Erídano. Lo bautizó: “El Monstruo de las Aguas Negras”. Sabe que con tantas cabezas puede perderse entre la niebla digital. Sí, digital. Porque algo nuevo está circulando.

El incendio de las casas de brujas continúa…

La mayoría de los ET residentes partieron hacia la Constelación de Sagitario, donde se alza la Estación Central de la Guardia Civil. Mientras luchan por sus derechos, las casas del ciberespacio intentan contener las llamas que ahora se esparcen también en forma de virus incendiario por la red neuronal de la Osa Mayor.

—¡¿Qué es esto?! Hay heridos por doquier. Algunos siguen hacinados bajo códigos humeantes.

—Es una cabeza de reptil. —respondió un bombero del espacio, alzando algo que parecía una escultura de escamas rotas.

—Llévenla a la ambulancia digital. Quizá podamos rescatar algún dato en la zona craneo encefálica.

Oculta entre las sombras, Mme. Géminis montó su moto espacial —modelo antiguo, sin chip de rastreo— y se adelantó a la comitiva. En el centro médico, le informaron que ya habían trasladado al Hospital Central a un hombre disfrazado de Hidra, el monstruo de las muchas cabezas.

La policía espacial custodiaba celosamente sus pertenencias: ropas chamuscadas, piel sintética, escamas artificiales… Todo bajo clave de acceso con tres niveles de cifrado.

Pero eso no detuvo a Mme. Londoño.

Entró en la morgue sin autorización. Se ocultó entre camillas y esperó. No vio cuerpos, pero sí restos… algo latía en una caja de datos biológicos. Y allí estaba.

—¡Recórcholis! ¡Al fin lo encontré! —susurró. Sostenía un lápiz de pluma de ganso y papel de impresión a mano.

Notas confidenciales.

Pista 1. Seis cabezas diseminadas en la zona de fuego. Algunas aún latían, procesaban imágenes.

Pista 2. Vestuario envuelto en nylon térmico: dos pies con escamas electrónicas y diez garras afiladas capaces de hackear puertas automáticas.

Pista 3. Doce ojos saltones, arrugados… y visiblemente conectados a algún tipo de red de vigilancia.

—¡Eh, eh! ¿Y usted qué? ¿Está trastornada? Esto es información clasificada.

—¿Acompañarle? ¿A dónde? Mire, guardia, apártese de mi camino. Esto es mi trabajo. ¡Los terrícolas deben saberlo! Se habla de una conspiración de datos mutantes y no voy a quedarme callada.

—¿Datos mutantes?

—Sí, señor. Archivos encriptados con código orgánico. Rumores supersónicos que ya han infectado tres satélites y medio foro astral. ¡Mis colegas me esperan! De aquí salen mis frijoles. ¿Usted cree que mi familia come con likes? ¡No, señor! Se come con clics, crónicas y titulares.

Reportó: Mme. Géminis Londoño.

El Periódico Digital— Noticias para los que no creen todo lo que leen (pero les encanta leerlo).

EFRAÍN DÍAZ

Juan llegó a su nueva comunidad en silencio, como quien quiere pasar desapercibido incluso para el aire. El camión de mudanzas tardó tres horas en vaciar su contenido, pero ni un vecino logró verle el rostro con claridad. Apenas se escuchaba su voz cuando indicaba a los trabajadores dónde colocar cada cosa.

Al marcharse los mudanceros, Juan cerró la puerta con doble llave y recorrió la casa como un centinela. Verificó meticulosamente cada ventana, deslizó los cerrojos del garaje y bajó las persianas. No quedó ni una rendija abierta al mundo.

Al día siguiente, algunos vecinos se acercaron con sonrisas forzadas o tímidas y bandejas de bienvenida. Aparecían de uno en uno, espaciados, como si el vecindario necesitara estudiarlo por turnos. Juan respondía con cortesía, pero jamás prolongaba la charla.

—¿Y usted de dónde viene?

—Eso no importa. Lo importante es que estoy aquí.

—¿Y en qué trabaja?

—Retirado. Me acogí a un retiro temprano.

No hacía preguntas. No aceptaba invitaciones. No miraba a los ojos. Salía poco y, cuando lo hacía, parecía más un preso en permiso especial que un vecino común.

Pasó un mes. Las bandejas cesaron. La cordialidad mutó en cuchicheo. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué escondía? ¿Por qué vivía como si temiera ser visto?

Una mañana de cielo plomizo, el cartero hizo su ronda habitual. Caminaba con paso tranquilo, dejando cartas en cada buzón. Cuando llegó al de Juan, introdujo un pequeño fajo de sobres sin notar al niño que lo observaba desde la acera de enfrente.

Andrés tenía doce años y una obsesión: descubrir el secreto del nuevo inquilino. El extraño. Cuando el cartero se alejó, cruzó la calle a toda prisa, abrió el buzón de Juan y se llevó el contenido. Nadie lo vio. O eso creyó él.

Se escondió en el patio trasero de una casa deshabitada. Ahí, con manos temblorosas, fue revisando una a una las cartas. Facturas de servicios, publicidad bancaria… y una, distinta: sin logotipo comercial, sin ventanilla transparente, con un membrete oficial.

Oficina de Servicios de Protección a Víctimas y Testigos.

El corazón de Andrés se aceleró. Abrió el sobre. Leyó. Volvió a leer.

Miguel A., alias “Juan”, testigo protegido del Ministerio Público… testimonio contra la banda criminal Los Siete… traslado confidencial… cambio de identidad… inmunidad total…

Andrés sintió un escalofrío. El extraño no era solo un extraño. Era un sicario profesional escondido entre vecinos. Un asesino disfrazado de hombre común.

No escuchó los pasos detrás de él.

Un pañuelo húmedo lo cubrió de pronto nariz y boca. Luchó, pataleó. Pero el brazo que lo sujetaba era firme, como de piedra. Todo empezó a volverse difuso: los árboles, el cielo, el papel que aún sostenía.

La voz de Juan le susurró al oído, casi con pena:

—No debiste leer eso.

Cuando Andrés quedó inmóvil, Juan sacó un pequeño frasco de su chaqueta. Con la precisión de quien ha hecho esto antes, llenó una jeringa y la introdujo bajo la piel del niño. Heroína. Una dosis suficiente para matar a un adulto.

Lo miró un momento. Aún no lo creía. Nunca pensó que llegaría a eso: un niño.

Se quedó a su lado unos minutos, en silencio. No oró. No lloró. Solo tragó saliva y se alejó.

El cuerpo fue hallado tres horas después, a pocos metros de un callejón. La policía habló de una sobredosis accidental. La comunidad se estremeció, buscó culpables en la música, en las redes, en los videojuegos. Nadie pensó en el extraño que vivía tres casas más allá.

Juan siguió saliendo lo mínimo. Cerrando puertas. Bajando persianas. Protegiendo su secreto.

Y en las noches, cuando por fin lograba dormir, soñaba con la cara de Andrés. Con su mirada de espanto. Y con esa condena silenciosa que lo acompañaría hasta el fin de sus días.

ANA DEL ÁLAMO

Nadie lo esperaba. Nadie en su sano juicio esperaba un extraño de tal calaña.

Martina acudió a su revisión anual con su doctora, como tantas veces. Todo iba bien hasta entonces. Revisiones cotidianas. Unas cuantas pruebas: análisis, ecografías. Lo de siempre y siempre bien. «Todo perfecto», es la frase final que te relaja el cuerpo y también el alma.

Esta vez no fue así y está vez iba sola, confiada.

¿Tal vez el ángel que cuidaba de ella se había descuidado? Como cuando era niña que rompía alguna cosa y le rezaba para que su mamá no la reprendiera.

De eso hacía ya mucho tiempo y ella había dejado de ser niña.

Subió a la primera planta. Su andar era sereno, como el que espera buenas noticias. Ese día estrenaba un vestido ligero como el verano de junio.

Acudió a primera hora de la mañana. Su cita era temprano. La mañana acababa de despertar a la vida.

En la consulta, junto al escritorio, hoy habitaba un extraño. El que nunca es bienvenido. La doctora la cogió de la mano y la alentó. La volvería a ver pronto. Ella sintió en su abrazo un rayo de esperanza.

Martina salió a la calle apesadumbrada. Tendría que luchar en firme contra ese ser que quería compartir su existencia, pero sin duda lo haría. Ella no se amedrentaba fácilmente.

Se sentó en un banco. Reflexionó mucho sobre cómo afrontaría su vida a partir de ese momento.

De repente se hizo un silencio atronador. Dejó de escuchar cantar a los pájaros. Las bocinas dejaron de sonar, los niños de gritar. Una nube negra se abalanzó sobre la tarde veraniega y ella recibió la lluvia con agrado. Se levantó y caminó buscando el sol que abrigara sus otoños.

Había pasado un ángel. Con algo de suerte, quizá fuera el suyo; el de niña. El que velaba por ella para que no la castigaran. El que le ponía una sonrisa a su madre y de buen humor a su padre.

Sabía lo que tenía que hacer: no rendirse nunca.

Porque estaba segura.

Había pasado su ángel.

MAYTE SOCA

La llegada de un extraño.

Cuentan quienes la conocen que espera a su amado, aquel que había prometido volver. Se habían despedido allí, en ese banco de la plaza en el que cada día le espera. No había un solo día en que aquella mujer estuviera sentada en ese banco, todos los que la conocían sabían su historia, aquel que ella amaba y le había prometido casarse a su regreso había partido un día y jamás volvió.

La llamaban juana la loca, no había un solo día en que ella no estuviese allí, si llovía o hacía frío se paraba bajo el alero que cubría la vitrina de la tienda que estaba justo frente a ese banco, no quería perderle de vista por si él volvía y ella no estaba allí sentada.

Un día de esos en que Juana la loca estaba esperando, la llegada de un extraño interrumpió sus pensamientos.

— Elisa, ¿eres tú ?.

Ella miró por un segundo a aquel hombre ya entrado en años, de pelo blanco y mirada triste, luego volvió a encerrarse en sus pensamientos, esperando volver a ver a su amado, aquel que una vez se despidió de ella en aquel banco de la plaza.

MAITE BILBAO

ESCALOFRÍO

Un escalofrío hiela a Begoña en el salón. Las cortinas se mueven, revelan el sendero. Tela de sombra en danza. Un hombre se acerca. Se dibuja contra el ocaso. El denso silencio del atardecer contiene el aliento. Un eco de nada. Miedo. Se detiene ante la casa. No llama. Silencio. Luz agonizante en el último suspiro del día. Tras la ventana, levanta la mano sin prisa. Las uñas tamborilean el cristal de forma repetitiva. Espera… De pronto Begoña siente un roce inequívoco que le eriza la nuca. Tras ello, silencio.

HAROLD PADILLA

La llegada de un extraño

Al amanecer del día catorce, el Ken Wave arribó. Lo esperaban desde la noche anterior. Era un petrolero grande, sucio, con sal en las costuras del casco.

En el muelle había tres hombres con chalecos naranjas. Uno fumaba. Otro se mesaba el bigote. El tercero miraba la proa como si fuera a decir algo.

A media mañana, el sol ya quemaba la arena. Uno estiró las piernas. Otro lo imitó. El tercero se frotó los ojos. Había visto algo.

Algo se movía cerca de la pala del timón. No era grande. No era rápido. Pensaron en aves. Luego en ratas.

Entonces cayó un hombre. Después, otro. Luego dos más.

No hicieron ruido. Cayeron como si alunaran.

Uno sangraba por la nariz. Otro no podía abrir los ojos. El más flaco murmuró algo que nadie entendió. El más joven sonrió. Tenía los pies hinchados, como frutas pasadas.

Nadie los tocó. No al principio. Después, alguien trajo agua.

Uno de los trabajadores preguntó si venían de África. No contestaron. Solo miraron el barco. Luego los edificios. Luego el mar, como si la ciudad de Lagos aún estuviera ahí.

Horas después los llevaron a un refugio. El más joven se quedó un rato sentado en el borde del muelle, mirando el agua.

Cerró los ojos. Recordó la penúltima noche. El hambre apretaba. La sed ardía. Entonces una ballena rompió con un coletazo el mar en el horizonte.

Ancestral. Lenta. Lejana.

Y por un momento, solo uno, se le olvidaron el hambre y la sed.

CESAR TORO

He sacado fuerzas extraordinarias para escribir sobre el tema de la semana, pues tengo una extrtaña que me persigue desde que me levanto hasta que me voy a dormir.

Por las mañanas me despierto a las 5 am despues que leí “ el club de las cinco de la mañana”, me dirijo al trabajo, en el autobús a veces aprovecho el viaje para escribir un texto en el móvil; pero ella esta ahi a mi lado, en la tarde regreso a casa hago algo de ejercicios, tomo la cena ella se sienta y me acompaña, tengo un sin fin de cosas pendientes pero no logro terminar, a las 8 pm la computadora me llama debo empezar a escribir, a veces la extraña me susurra una frase que me falta se las sabe de memoria, cuando por fin caigo en los brazos de morfeo, ella me espera con los brazos abiertos. Volteo tratando de ver su rostro no veo a nadie, entonces voz en cuello le digo: Quien eres que no me dejas en paz ni un minuto. Con una voz casi imperceptible reponde: Soy la rutina.

Rutina

La rutina tenaz

me carcome el alma

aun que intento escapar

siempre me atrapa.

Hoy la aurora me despierta

me susurra al oído

tienes otra oportunidad

aprovéchala, me dijo

esbozo una sonrisa

mi rostro resplandece

soy un nuevo Ser

he vuelto a la vida.

Tomo mi guitarra

le canto al amor

gracias Dios

por levantarme,

la vida continúa.

MARÍA JESÚS GARNICA

Está historia me la contaron muchas veces, por lo qué tal vez este distorsiónada.

En aquel verano del 36, la joven pareja, estaba ilusionada. Acababan de tener su primer hijo.

Aún vivían con los padres de él, pero ya habían comprado un huerto para hacer la casa.

En el pequeño pueblo las noticias llegaban tarde. Las pocas qué llegaban de guerra nos las habían creído hasta qué vieron pasar a gente camino de la otra parte. El pueblo era la frontera entre nacionales y rojos.

El pueblo era nacional.

Y todo se trastocó en la vida de aquellas gentes humildes.

En noviembre el marido fue llamado para el frente. Tenía veinticinco años.

Cuando volvió, ileso en cuerpo, tenía veintiocho años. Su hijo tenía tres años.

El hijo rechazo al padre, para el era un extraño. Lloraba cuando se acercaba.

Cosas de guerras.

EL IDIOTA

El extraño.

Se sentía extraño entre los compañeros de trabajo, gente de rancho, sin cultura, que apenas sabían leer y escribir con muchas faltas de ortografía.

Conversaba poco.

Llegaba a la cocina y comenzaba su día fregando platos y del mismo modo lo terminaba. Respondía a los saludos con movimientos de cabeza, o de ojos, o con monosílabos. No valía la pena conversar con gente que no conocían a Cervantes: los mexicanos no sabían de Rulfo, ni los colombianos de Marquez. ¡Vaya incultura!

Soportaba la cadena del exilio escondido en el silencio hermético de no querer conocer a los otros , maquinando planes imposibles de realizar, para liberar a su isla natal. A veces se imaginaba paseando por el frente del anfiteatro, impartiendo clases a fururoa profesores,de lengua española.

—¿De donde eres?

Le preguntó Rosario, la mesera delgadita y rubia, con su habitual sonrisa de tratar a los clientes.

—Cubano.

Respondió de mala gana.

—Linda isla.

“ Qué sabes tú de Cuba” se dijo para sí y para comprobarlo:

—Lindo paisaje, lindo clima, pero mal gobierno.

—Lo pude comprobar con mis propios ojos—Agregó ella.

—Es verdad que en Cuba…

Se había animado José al oirlo decir tantas palabras seguidas, pero él le cortó tajante.

— No sé.

José comprendió y se quedó callado.

No encajaba en ningún lugar. Se había convertido en un forastero en el planeta tierra, Era más que un extraño, era un amargado de la vida, un resentido, un odioso.

¿Debía buscar ayuda?

RAÚL LEIVA

Detalles

La verdad a veces se esconde detrás de los detalles.

La policía llegó a la casa del vecino de la casa verde. El barrio estaba entre convulsionado y sorprendido por partes iguales. De entre todas las voces que gritaban se escuchó la palabra que iba a destrabar la confusión: Pedófilo. En ese momento todos estuvieron del mismo lado, intentaron llegar al hombre para golpearlo, le arrojaron lo que encontraban hasta que uno del montón empezó a romper los vidrios de la casa verde a pedradas. Lo siguió otro vecino que empezó a darle palazos a la puerta de entrada y otros comenzaron a armar una improvisada fogata. Mientras se llevaban al vecino de la casa verde, esta era incendiada por todos los demás habitantes del lugar que indignados buscaban una suerte de justicia inmediata, esa que no entiende de los plazos ni los juicios.

Según comentaban en el barrio, el vecino de la casa verde era profesor de teatro de niños que había llegado al pueblo hacía poco tiempo. Con algo de esfuerzo había montado una salita de ensayo en el recibidor de su casa. Ahí daba clases a los niños pobres del barrio, tenía una especie de vestuario y con cartones pintados habían armado una escenografía bastante respetable. Había filmado con ellos una suerte de cortos basados en los grandes clásicos y los había utilizado para gestionar un dinero en el Fondo Municipal de las Artes y así construir un pequeño teatro en el fondo de su casa. Uno de los chicos más chiquitos y desenfadado, Bruno, se quedaba hasta tarde para ayudar a juntar los elementos. Una noche su mamá lo encontró raro. Su mirada estaba esquiva, apenas comía y se encerraba largas horas en la habitación. Su hermana mayor lo encontró mirándose los genitales frente a la computadora, las alertas se encendieron todas juntas y llevaron al niño a una asistente social. Después de muchas pruebas, el niño reveló que el hombre y un amigo lo hacían hacer algunas escenas raras, lo hacían desvestirse a cambio de chocolates y lo filmaban. Era delicado concluir lo que les daba a entender el niño, no encontraron evidencias de abuso corporal, pero si lo que sospechaban era cierto, podían frenar a tiempo el macabro plan del profesor. Con estas sospechas los padres radicaron la denuncia e inmediatamente allanaron la casa del vecino llevándose dos cámaras HD y una computadora portátil, y por supuesto al vecino para declarar. A pesar de peritar la computadora y los casettes de la filmadora, solo encontraron fragmentos de Hamlet, de Romeo y Julieta, de Sueños de una noche de verano y un completo Dossier de cada niño donde contaban en primera persona quiénes eran y que querían hacer de grandes, también decían cuáles eran sus miedos y describían la escena más linda de sus vidas. Era un material que causó más sorpresa que indignación a los padres. El vecino rescataba una flor en cada niño desprotegido del humilde barrio, estaba haciendo un excelente trabajo de campo y no encontraron relación entre lo que veían y lo que esperaban encontrar. El vecino recuperó sus artefactos y se fue del barrio. Dejó las filmaciones para que los padres se enteren del grave error que cometieron con él. Lo que quedó de la casa no fue reconstruido nunca. Se fue una tarde cuando todos estaban distraídos con alguna novela de la televisión y volvió a ser un extraño más entre todos los que pasan por el pueblo.

Unos meses después, una muchacha estudiante de cine, se encontró revisando las filmaciones del profesor, realmente estaba haciendo un trabajo interesante con su hermanito Bruno. Casi no lo reconocía en las filmaciones, encarnaba a Mercutio el primo de Romeo, también fue un arrogante Píramo. Realmente era un niño muy creativo y dejar de actuar lo había vuelto un niño solitario y triste que fue sometido a mil interrogatorios sin éxitos. La muchacha no pudo evitar que cayeran unas lágrimas en el teclado. De pronto, en un fotograma perdido de las filmaciones lo vio. En una especie de vidrio que había tras su hermanito pudo ver un rostro, le era familiar pero no recordaba dónde lo había visto. No era el profesor de teatro, pero tenía recuerdos de esa cara. Después de media hora una imagen se le cruzó por la cabeza, buscó a toda velocidad en Internet la cobertura periodística de la detención del profesor de teatro, vio como se lo llevaban y los demás lo agredían, y ahí estaba, el rostro tan buscado, era el primer vecino que rompió los vidrios. Sin dudas fue el que inició el fuego, sin dudas fue el que arengó a la masa a destruir la casa verde, y con ella todo el set de pornografía infantil montado en el sótano del cual no quedaban más que cenizas que no aportaron ninguna prueba legal para detener al pedófilo que a estas alturas debe estar lejos de allí, portando otro nombre, con su amigo repitiendo esta realidad una vez más, a la luz del día, mientras todos miran la novela.

La verdad a veces está en los detalles y por lo general el árbol nos tapa el bosque.

SILVIA R G

DESENCUENTRO IRREMEDIABLE

Se presentaron ambos (el responsable de la empresa de servicios y la nueva cuidadora prevista) en el domicilio de Remei tal como habían acordado.

Tanto a Susana como a Remei (su madre) les pareció extraña. Susana no quiso hacer caso de su primera impresión. No había habido nada en especial durante la entrevista por lo cual alarmarse ni sospechar que no contaría con las cualidades para cumplir con su servicio. No existía, por lo tanto, ningún motivo plausible para impedir que al día siguiente, ya sola, regresase para instalarse definitivamente, unas horas después de que Elena, la cuidadora habitual, hubiese abandonado el domicilio para comenzar sus vacaciones.

«Quizás es que no podemos evitar compararla con Elena» (le comentaba Susana a Remei, quien se mostraba inquieta y algo angustiada ante la idea de convivir con aquella persona) » y quizás sea sólo por éso que nos parezca ahora extraña».

Susana vivía justo al lado, puerta con puerta, de su madre; y tenía previsto pasar varias veces al día

para cerciorarse de que todo andase bien, además del tiempo que diariamente se quedaba con ella para que la cuidadora pudiese disponer de unas horas libres.

» Elena al principio también era una extraña, y luego…», le decía Susana a Remei para calmar su inquietud, aunque ella tampoco las tenía todas con Afrodita (ya sólo cuando en la entrevista se presentó con ese nombre le produjo una extraña sensación en cuanto a la autenticidad de su identidad)

A media mañana del siguiente día llamó a la puerta con una inmensa bolsa de viaje. Dió los buenos días y, tras un «con permiso…» se fué directa, bolsa a cuestas, a la habitación que iba a ser su dormitorio y allí permaneció durante cuarenta y cinco minutos, mientras Remei y Susana la esperaban ( Remei muy inquieta) en la estancia del domicilio destinada a sala de estar que, previamente, Afrodita había atravesado cargada con su bolsa.

Cuando por fin salió de su habitación, ante el asombro

de Susana y Remei, llevaba

una peluca de melena larga ondulada y rubia ( ellas la habían conocido morena y de cabello corto). No pudieron evitar, ninguna de las dos, sentir una extrañeza que optaron por disimular.

Susana quería evitar hacer juicios de valor sin causas de peso; tampoco quería que se pudiese sentir importunada, así que le habló con toda la naturalidad posible respecto a cuáles deberían ser sus ocupaciones en cuanto a las atenciones y cuidados hacia Remei. Deseaba explicarle bien, con suficiente calma y claridad, qué motivos les había llevado, como familia, a solicitar para Remei un servicio de cuidadora interna.

Pero Afrodita le respondió, tras interrumpirle con una risa de intención no identificable, que ya lo recordaba del día anterior y que ella, Susana, ya podía retirarse a su casa tranquila; que ya había cuidado a «muchas ancianitas» y que tenía mucha experiencia y muy buenas cartas de recomendación (aunque para aquella empresa en concreto fué su primer servicio).

Susana le indicó igualmente

de qué debería ocuparse, aunque nada segura de ser escuchada, y le hizo saber que durante la primera semana iría pasando a menudo o permanecería muy cerca, para que todo fuese quedando bien clarificado y poder dar respuesta a cualquier duda o problema que se presentase. Y que, a parte, Remei ( quien, mentalmente, para su avanzada edad estaba en buenas condiciones) le iría también indicando cuáles eran sus hábitos y qué necesitaba de su parte.

A media tarde, Susana entró al domicilio de su madre.

Ella, Afrodita, estaba barriendo la terraza mientras, a grandes gritos, charlaba con los albañiles que se ocupaban de las obras del edificio de al lado. Ya no llevaba puesta la peluca.

Remei le explicó a Susana (además de hacerle saber que no le había gustado nada cómo guisó la comida, por lo cual se dejó la mitad) que, luego de comer y lavar los cacharros se tendió a dormir en el sofá y cuando se despertó se fué a buscar la escoba y la fregona, salió a la terraza y así llevaba igual desde entonces; y que a ella apenas le había dirigido la palabra y que también durante el rato de preparar juntas el almuerzo en la cocina la había ignorado totalmente y, sin permitirle colaborar en nada, sólo le repetía «tú estate aquí, bien tranquilita, que yo ya hago»

Susana acompañó a Remei a otro espacio de la sala con unos cuantos materiales con los que encontraba.placer en distraerse. Susana asomó la cabeza por la terraza y le indicó que estuviese al caso de si Remei tenía alguna necesidad ( llevaba una pulsera que pulsando un botón hacía sonar un timbre por si…, pero desde la terraza a puerta cerrada no podría oirlo). También le comentó que Remei estaba habituada a que, ella y Elena, a media tarde o un rato antes de cenar hacían alguna o varias partidas de parchís, o de cartas…, a lo que Afrodita le respondió que a ella no le gustaba jugar.

Susana le sugirió entonces mirar un rato las dos la televisión (algún concurso…) para que así, estando un rato juntas fuesen entablando algo de conversación, relacionarse… y que hacia las ocho y media, después de que hubiesen cenado (preparó antes ella, para evitar complicaciones, una cena rápida y sencilla) pasaría un momento a darle las buenas noches a su madre.

Susana pensó que por la mañana buscaría algun momento para conversar las tres juntas (ella, Remei y Afrodita) sobre qué necesitaban exactamente del servicio que habían solicitado, ya que se iba manifestando que, evidentemente, el día de la entrevista no le había quedado suficientemente claro.

A éso de las ocho y media Susana pasó y…

mientras Remei estaba en el sillón intentando mirar el concurso que diariamente le gustaba seguir, Afrodita se había colocado ante el televisor, tapándolo totalmente y haciendo gimnasia encarada a Remei, quien con cara de agobio total la miraba sin mirar…

Susana, ante el panorama, le preguntó qué estaba haciendo y le pidió que se sentase junto a Remei.

Ella también se sentó, y pensó que quizás deberían adelantar la conversación que tenía prevista para la mañana del día siguiente; aunque luego optó por intentar mantener una conversación distendida, sobre cualquier cosa, para conocerse algo mejor ( y ver qué).

Pero la conversación sólo la dirigía ella, Afrodita, sin mostrar la más mínima intención de diálogo, sinó únicamente de monólogo.

Comenzó a monologar sobre su gran experiencia como cuidadora; y hablando hablando…dejó caer que una mujer que cuidó en…(otra localidad) la quiso tirar un día escaleras abajo… Pero que aquella misma noche llamó a sus tres hijos para que la viniesen a buscar y cogió su maleta y se marchó.

Y como esa historia, pero más subidas de tono, fué explicando muchas más, a Remei cuando estaban solas y también a Susana cuando estaban las tres; entre ellas, de otra señora a quien también cuidó que le decía que no la quería en su casa y un día la amenazó con que se tiraría por el balcón si no se marchaba, y que, tras aguantar esa escena, llamó a sus tres hijos para que la viniesen a buscar (como en el caso de quien la había querido empujar escaleras abajo).

Y de otra señora que un día entró en su habitación de noche con un cuchillo en la mano ( y también, lo mismo, que llamó a sus tres hijos y…).

Ésto lo iba combinando con advertencias de que ella,

y «todas las chicas» (decía),

disponían de un abogado gratuíto que les ayudaría a denunciar a aquellas jefas que no las tratasen bien o que las quisiesen despedir.

Remei se sentía ( y Susana también) contínuamente como si las estuviese intentando amenazar, o como si desease tal vez asustarlas.

Por otra parte, le dió por limpiar y limpiar todos los recovecos del domicilio, aunque utilizando lejía y salfumán (que había comprado ella por su cuenta) aunque Susana le hubiese advertido de que no utilizaban productos tóxicos ni de olores excesivos. Otros ratos hacía gimnasia estirada en la terraza mientras vociferaba para hablar con aquellos albañiles.

Con Remei seguía comportándose como si cualquier cosa que le pudiese pedir o sugerir le importase un rábano. Ella iba a su bola y…

También seguía, a ratos, después del almuerzo, tapando con su cuerpo el televisor cuando Remei miraba el programa que estaba habituada a seguir, gritando que a ella no le gustaba aquel programa y que se aburría mucho en aquella casa.

Susana no se sentía nada tranquila, obviamente.

Un día, ya cerca de la hora del almuerzo, Remei llamó a Susana pidiéndole, con voz angustiada, que se acercase.

Estaban las dos en la cocina, enfadadas una con la otra. Remei quejándose de que en lugar de sofreir las verduras, como ella le había indicado, las había hervido y que a ella no le gustaba ni la berenjena ni el pimiento hervido; y que no la dejaba en paz con que tirase a la basura los paños de cocina y pusiese los que tenía guardados.

Y Afrodita quejándose de que, ella, a todas las señoras que había cuidado les hervía las verduras y luego las pasaba por la batidora, y que sabía muy bien lo que era bueno para las ancianitas (como si todas fuesen iguales); y que tenía trapos nuevos por estrenar en un cajón y no los quería cambiar por los que tenía colgados, ya gastados.

Y prosiguió, exclamando, dirigiéndose a Remei «cuando se te caiga la baba y te cuelgue la comida de la boca, de qué te van a servir los trapos nuevos».

Susana «le paró los pies» criticando, aunque con calma ( conteniendo su enfado ) su actitud en aquel momento hacia Remei. Y entonces Afrodita se puso roja como un tomate, saltándole algunas lágrimas en sentido horizontal; y le dijo a Susana llena de indignación

» tú me has humillado» y se fué directa a la terraza, donde, mirando hacia el lugar donde estaban trabajando los albañiles, alzó en vertical su brazo ( con un gesto que recordaba a la escena de Lo que el viento se llevó cuando hace aquel juramento de que nunca más volverá a pasar hambre) y comenzó a gritar, caminando luego a uno y otro lado «me han humillado; en esta casa me han humillado».

Y, pasado un rato, se fué corriendo y lloriqueando a su habitación.

Susana se llevó a su madre a su casa y le dijo a Afrodita que se iban hasta que ella se tranquilizase y regresarían algo antes de la hora de cenar.

También le podría haber pedido que saliese ella un rato a caminar y a serenarse, pero como ningún día quería salir…

Aproximadamente a la hora de cenar, Susana y Remei regresaron, no sin cierto temor en cuanto a qué podría haber hecho ella sola durante aquel rato.

Parecía que estaba ya serena. Susana preparó la cena para ambas y, una vez sentadas, intentó de nuevo establecer una conversación distendida y decirle a Afrodita que, si ella no se adaptaba a los hábitos y maneras de hacer de Remei y entre ellas no se había podido establecer una buena relación, deberían plantearse hablar con la empresa para interrumpir el servicio.

Pero antes de que pudiese decirle nada, Afrodita se avanzó diciéndole a Susana que se había sentido muy maltratada y que había grabado todo lo que ella había dicho y se lo enseñaría al abogado para denunciarla por querer despedirla sin motivo.

Susana tuvo que contener su ira ya que temía dejar esa noche sola a su madre con Afrodita, por cómo pudiese llegar a comportarse si la discusión acabase subiendo mucho de tono; aunque sí le respondió que por su parte no había dicho absolutamente nada que fuese denunciable y que si acaso no había grabado también todo lo que antes ella había dicho y hecho (enumerando sus reprochables actitudes).

Afrodita cambió de conversación lloriqueando sobre cuánto añoraba a su primera jefa, que murió ya, y que por las noches muchas veces le llevaba una infusión a la cama y la cubría para que no tuviese frío y la besaba en la frente dándole las buenas noches.

Susana se despidió, regresando a su casa para luego volver a pasar antes de irse a dormir (aunque aquella noche no durmió) para comprobar que Remei ya estuviese en su cama , que todo fuese bien, que tuviese a mano su movil y el botón de teleasistencia ( por si…).

Había enviado un mensaje a la empresa avisando de que querían interrumpir el servicio con Afrodita.

Pero a la mañana siguiente, Afrodita había desaparecido, no había rastro de ella ni de sus cosas. Tampoco de aquella peluca de melena rubia que tenía siempre colgada en el respaldo de la silla de su habitación y que, por cierto, no se la había vuelto a poner ningún día más.

En la empresa, que contactaron con Susana cuando vieron el mensaje, tampoco tenían noticias de ella. Aquel día lo pasaron sin cuidadora y al siguiente la empresa ya envió a otra, quien, afortunadamente, sólo resultó extraña el primer día (no por su actitud sinó por ser aún desconocida).

Todo ésto me lo explicó Manuel cuando nos econtramos. Que Susana se lo había comunicado para disculparse de no haberle llamado esos días que habían dicho que intentarían verse. Y que cuando hablaron ya se sentía tranquila porque Elena, la cuidadora habitual, había regresado de sus vacaciones y la situación llevaba ya unos días normalizada. Pero que durante aquellos días no estuvo para quedar con nadie, porque fué una situación muy inquietante y estresante. Y, la verdad, no me extraña.

(Sílvia Rafi Gracia// 02/06/2025)

EMILIANO HEREDIA

AL ABRIR LA PUERTA

Hace tiempo.

Demasiado, diría yo. Y todo por culpa de un cumulo de cosas que han sido sobrevenidas por el transcurso de los sucesos que estos años han ido acumulándose como capas de barro secas una encima de otra después de otras tantas tormentas.

Espero que no tarde demasiado en bajar.

Ya se abre la puerta del ascensor.

-Hola hijo –le doy dos besos-

-ah, hola –responde con la misma desgana con la que me responde a los besos-

-¿Cómo estás?-intento que no se me note la impaciencia por saber de él, de su propia voz, sin whatsapp, aunque sé que me responderá que bien-

-Bien-responde mecánicamente, un formalismo-

-¿Dónde te apetece que vayamos?-tengo pensado ir por el centro, si el quiere-

-No se, me da igual-responde, mientras andamos hacia la parada del autobús-

-Podríamos ir al centro si quieres, a la Botica, a tomar unos churros con chocolate, ¿te parece?, y así hablamos, si tú quieres, que llevamos mucho tiempo sin vernos- le propongo-.

-Vale.

El trayecto hasta la parada del autobús es un intercambio de preguntas por mi parte de lo más anodinas (que tal el instituto, si tienes alguna amiga, que tal ….) y la misma respuesta para todas: “bien”.

Llegamos a la parada del autobús, nos bajamos y nos vamos a la cafetería “la Botica”. Pedimos un café con leche, un chocolate y unos churros y porras para dos.

Voy directo, y sin rodeos. Estoy cansado de esta situación absurda que dura ya demasiado tiempo.

-A ver hijo, voy a ser directo, porque aparte de que disponemos de poco tiempo, hasta que te lleve de vuelta a casa, no quiero pasarme el rato contigo hablando banalidades. Sé que, si te pregunto, me vas a contestar con vaguedades, como si no te interesara nada de lo que te estoy diciendo. Por lo tanto, creo que más bien creo que va a ser un monologo por mi parte dado que tú no vas a decirme nada.

-Vale- responde comiéndose un churro, como si no le importara nada de lo que le acabo de decir-

-Verás hijo, creo que, si no inmediatamente, volvamos a retomar el contacto entre tú y yo, y no solo por whatsapp que no respondes, o llamadas que en las que me cuelgas. Verás, ya sé que estos casi tres años desde que me separé de tu madre, han pasado muchas cosas que seguramente no habrás entendido porque han sucedido de forma imprevista. Ya sabes que la separación entre tu madre y yo no ha sido fácil por el motivo tan doloroso ajeno a nuestro matrimonio, que adelantó una separación que estaba anunciada en el tiempo.

Nosotros cuatro, es decir, tu hermana, tú, tu madre y yo, sabemos perfectamente en lo que ha consistido la convivencia durante tantos años. No hace falta ni quiero entrar en detalles, pero quiero que sepas, que por razones que se han podido demostrar, determinaron la decisión de tu hermana y yo, de interponer una demanda contra tu madre que tú, por razones que no quiero que me cuentes, no lo hiciste. Fue tu decisión, voluntaria o no, y la respeto.

Creo hijo, que dejemos de una vez por todas, dejar los “tu no has hecho nada como padre, yo te importo una mierda, …etc.”.

Cada uno, como te he dicho antes, es responsable de las acciones y de las decisiones tomadas durante estos tres años.

Debido a la especial y crítica situación de tu hermana, que sabes perfectamente, me he visto obligado a tomar decisiones que me han dolido como padre al alejarte de mi lado, para que no estuvieras con tu hermana, y te hiciera daño dado el estado psicoemocional que en ciertos momentos ha padecido.

Quiero decirte hijo, que ahora que todo está más tranquilo, quisiera recuperarte, y compartir contigo, la nueva etapa de mi vida, de la que estoy disfrutando.

Ya sabes que tengo nueva pareja, y estamos muy feliz los dos. Vamos a empezar una nueva vida juntos. Quiero que vengas los fines de semana alternos, las vacaciones, y las veces que te deje tu madre venir, si tú quieres. Ella también está ilusionada con la posibilidad de que vayas los fines de semana a nuestra casa, y estemos juntos lo cuatro.

Y como no quiero enrollarme más, porque el autobús viene dentro de veinte minutos, quiero terminar pidiéndote perdón, por todo el daño que te he podido causar estos tres años, porque el daño que me has hecho con tu falta de interés por mí, no lo he tenido en cuenta, porque sé que lo estás pasando mal, porque te miro, y eres mi hijo.

Anda, vámonos.

Sin decir nada durante el trayecto a casa, llegamos al portal.

Le doy dos besos y cuando va a entrar, le digo:

-Hijo, piensa en todo lo que te he dicho. No quiero que el día de mañana, alguien llame a mi puerta, mire por la mirilla, vea que, de repente un extraño, abra la puerta, estés frente a mí, y me digas: “Hola papá, soy tu hijo”.

FIN

BLANCA CERRUTI

EL GUARDIÁN DE LA VERDAD

Luis ha heredado una casona. Está a las afueras de Puebloalba, al final del camino que conduce a un denso bosque de álamos y, según le han dicho, lista para entrar a vivir. Están de vacaciones . Luis propone pasarlas allí y a su mujer, Teresa, le parece bien.

Tienen dos hijos: Rubén de siete años y Carla de cinco que, como nunca han vivido en un pueblo, están hasta emocionados.

Después de dos horas de viaje llegan a la casona. Es toda de piedra. Tiene dos plantas. Las ventanas cerradas con postigos.

Bajan del coche y los chiquillos alborotados corren hacia el portón. Luis lo abre con una llave que casi no le cabe en la mano y entran en el zaguán; apenas se ve ya que la ventana que da al camino está cerrada. La abre.

—Papá, qué portal más raro —dice Rubén.

—Todos los de pueblo son así, hijo.

Descargan las maletas y entran en la casa. Van recorriendo las estancias. Efectivamente, la casa está para entrar a vivir. Se instalan y, como es mediodía, Teresa va a la cocina a preparar la comida.

Luis va al huerto. Está descuidado, lleno de hierbas altas, rosales asilvestrados y dos higueras que sobreviven bien frondosas. Para que jueguen los niños, perfecto, ya andan por allí corriendo.

En esto llaman a la puerta.

«¿Quién puede ser?, si esta casa está a las afueras del pueblo y nadie nos ha visto llegar», piensa Teresa.

Se asoma a la ventana de la cocina que da al huerto y le grita a su marido que vaya a abrir.

Luis abre el portón y se encuentra con un hombre extraño, vestido de negro, más que delgado, enjuto. Lo mira y se estremece. La piel de su cara y de sus manos es tan pálida que parece trasparente.

—Buenos días, perdone la molestia —dice el hombre.

—Usted dirá qué se le ofrece.

—Sé que tiene higueras en su huerto, si fuera tan amable de dejarme pasar a coger unas hojas.

Luis se queda perplejo ante la petición del extraño hombre, pero reacciona y…

—Faltaría más, pase usted al huerto y coja las que necesite.

—Muchas gracias.

Luis lo encamina a la sala donde está la salida al huerto y luego va a la cocina a comentarle a su mujer la impresión que le ha producido el hombre y su extraña petición.

—Anda, llama a los niños, que vayan entrando que enseguida vamos a comer.

El padre va al huerto y no ve al extraño hombre, solo a los niños jugando.

— Rubén, ¿cuándo se ha ido el señor que ha entrado a coger hojas de higuera?

—No sé, papá, era un señor muy raro, estaba hablando conmigo y luego ya no estaba.

—A ver, Rubén, no inventes historias, los fantasmas no existen.

—¡No miento, papá!

Entran en la cocina.

—Teresa, el señor que ha venido a por hojas de higuera, ¡que se ha ido sin despedirse! Según Rubén ha desaparecido —dice Luis riéndose.

—Mamá, ¡que no miento, que es verdad! Estaba hablando conmigo y ya no estaba.

—¿Y de qué hablabais, hijo? —pregunta Luis al chiquillo.

—Me dijo que las mentiras no nos dejarán salir de la casa.

—Vaya ocurrencia, qué manera de asustar al niño —dice Luis. —Ahora mismo vamos tal portón y veréis como sí se abre.

Van todos al portón, pero cuando el padre mete la llave en la cerradura, intenta girarla y no puede. La puerta no se abre. Vuelve a intentarlo y nada. Están encerrados. La casa no los deja salir.

—Me lo dijo el hombre de negro, que si hemos mentido la casa no nos dejará salir hasta que digamos la verdad.

—¡Yo no he mentido, quiero salir! —dice la niña llorando.

—Calla, hija, todo se va a arreglar —la consuela Teresa. .

Entran en la casa y se sientan a la mesa. Todos callan. Acaban de comer y los niños se echan la siesta, Luis y Teresa van a la sala. No hablan. El silencio es tenso. Luis es el primero en romperlo.

—Teresa, ¿quién era ese hombre? ¿Por qué una petición tan extraña? ¿Por qué se fue sin despedirse? Según Rubén desapareció ante sus ojos. Y es cierto que estamos encerrados. Los niños no mienten.

Luis deja pasar unos minutos, luego le coge una mano a Teresa y…

—Pero yo sí oculto una mentira. ¿Recuerdas que hace dos años viajaba bastante por trabajo? Tuve una aventura. Apenas duró unos meses; la conciencia me remordía demasiado y cortamos, pero no me atreví a contártelo por si pensabas que había sido algo serio.

—Luis, creo que el extraño hombre que vino pidiendo hojas de parra nos ha hecho un favor. Yo también guardo una mentira. Lo mío solo duró tres semanas. Me deslumbró con sus atenciones, pero, aun así, me sentía mal y corté. Yo también callé por miedo.

Los dos, libres al fin del peso de su mentira, se abrazan. Van al portón. Luis coge la llave, la mete en la cerradura y la gira…la puerta se abre. Los dos respiran aliviados y vuelven a la sala.

—Ahora, ¿qué les decimos a los niños? —pregunta Luis. Si ellos no han mentido.

—Les diremos que hace un tiempo nos mentimos, que lo hemos reconocido y nos hemos perdonado. Luego vamos a abrir el portón para que vean que no estamos encerrados; eso los tranquilizará. Para ellos será suficiente.

—De acuerdo, Teresa, después los llevamos al bosque a explorar y a ver los venados; ese plan les entusiasmará y se olvidarán.

Luis y Teresa no solo han heredado una casona, con ella, la ocasión de sincerarse y recobrar la paz interior, gracias al extraño guardián de la verdad.

Blanca Cerruti

MANUELA CÁMARA

Ramo de Voces

Estoy sola y la vida me pesa hasta no contarlo.

Me pesa no como una piedra,

ni como un cuerpo dormido entre los brazos,

pesa como una ausencia que respira por mi,

que entra en las habitaciones vacías,

abre las ventanas y no conduce a ningún lugar.

.

Estoy sola,

aunque la calle está llena de murmullos,

aunque las manos se busquen

y encuentren otras manos,

aunque las palabras se alarguen

y otras les respondan como sombras

que buscaran su eco.

.

Estoy sola,

como se está cuando se pisa el arco del tiempo

de lo que ya no vuelve,

como se está cuando hasta los muertos nos dejan

sin consuelo.

.

Y, sin embargo, en este corazón endurecido

como un muro, algo vibra todavía.

Siento una pequeña luciérnaga en el pecho

que tiembla como un pajarillo bajo la tormenta.

Hay un resto de dios mirando por mis párpados

y estoy rodeada de objetos, hechos, personas,

vidas que me muestran el calor

de su historia no contada.

.

La solución no es huir,

ni hacer muchas cosas

para no tener tiempo de escucharme,

ni llenar este vacío con notas de mil ruidos.

.

Caigo en un mar de sonidos blancos

que no me consuelan.

Y dudo hasta que una voz antigua se levanta

dentro de mí y dice:

.

«¡Tira, sé valiente, ten coraje!

La solución está en sentarse con la soledad.

Invítala a beber de tu taza

y pregúntale por su verdadero nombre.

.

Porque tal vez no estás sola.

Tal vez eres tú esa extraña que llega,

la que aún no ha regresado del todo a casa.

Y cuando lo hagas,

te encontrarás allí

esperándote,

con un ramo de voces nuevas

y una promesa de tierra firme

más allá de esta niebla.»

NILA J BOHORQUEZ

El extraño beso…

En una mañana primaveral me dirigí apresuradamente al subterráneo del «Metro» para embarcarme en el próximo vagón y poder llegar a tiempo a la Municipalidad de la comunidad, en cuyo auditorio dictaría una conferencia sobre la importancia de conservar el medio ambiente.

Enseguida busqué ubicación cerca de la ventana desde donde podía visualizar el hermoso paisaje en el recorrido…De pronto se sentó a mi lado una señora de aspecto serena y concentrada en lo suyo…me miró y sonrió con mucha dulzura (como si me conociera, pero yo jamás la había visto). Le respondí con la misma amabilidad y simpatía.

Durante la travesía no intercambiamos palabra alguna. Ella se volteaba de vez en cuando para mirar por la ventanilla, perdida en sus pensamientos y yo, seguía revisando la carpeta de trabajo.

El silencioso ambiente cambió cuando en una de las estaciones subió un chico con su guitarra y un mini equipo de sonido, quien nos deleitó con su voz melodiosa y al final de su «show» caminó por los pasillos con su «raqueta», obteniendo algunas monedas.

El tren se detuvo en el siguiente paradero y mi «compañera de viaje» se preparó para bajar, pero antes de marcharse, se inclinó hacia mí y me dio un besito en la mejilla. En esos instantes quedé abrumada por tal gesto, sintiendo una rara sensación con esa persona y solo pude decirle,

«gracias»… respondiéndome…

«que le vaya bonito».

El programa ferroviario del transporte continuó con sus horarios establecidos y en los diez minutos que faltaban para llegar a mi destino, mi mente revoloteaba…

pensando en el porqué de ese pequeño beso tan inesperado de una desconocida con mirada de ‘Ángel’,

desapareciendo en silencio…

Sentí alegría y satisfacción por esa conexión humana, deseando volver a ver a la mujer que apareció en mi vida en un momento fugaz, para agradecerle la bondad y calidez de su corazón, sentimientos aún vivos en ciertos seres que encontramos en nuestros caminos.

El operador de la máquina anunció la parada # 23…la puerta se abrió y salí rápidamente entre el desesperante gentío y en el andén hice una pausa al caminar para preguntarle al universo …¿será que se confundió o le recordé a alguien?…

¡La respuesta se la llevó la extraña pasajera!

LETICIA R MENA

LLEGA UN EXTRAÑO

La muy ilustre familia Montemayor de Calatrava y Balmaseda estaba reunida al completo, como pocas veces acostumbraban ya a reunirse.

El motivo no era celebrar el logro de alguno de sus miembros que aumentara aún más el rancio abolengo de su apellido.

La razón esta vez era despedir al cabeza de familia, don Máximo. Noventa y once años de mano firme y fuerte carácter, desde el primero de sus días en que sin dientes mordió la teta de la nodriza, hasta el último en que casi hubo que obligarlo a morirse. Tiempo más que necesario para amasar una indecente cantidad de dinero y patrimonio.

La muy ilustre familia Montemayor de Calatrava y Balmaseda, en realidad, no se habían reunido para llorar al finado, ni para velar y acompañar su cuerpo hasta el momento en que lo sepultaran en el panteón familiar, junto con sus otros ilustres antepasados.

Más bien para asegurarse de que una vez muerto, bien muerto se quedase. No es que no le tuvieran aprecio, ni que el difunto les hubiera negado una vida de amplias comodidades y lujos. Pero eso sí, siempre con el puño abierto lo justo.

Y una vez asegurado el muerto en el hoyo, lo más importante de todo: la lectura del testamento.

Una semana pasó la familia al completo juntitos en la enorme mansión, hasta que llegó dicho día. Ninguno se había atrevido a irse, no fuera a ser que se quedara sin parte del pastel.

Cada uno ya había gastado en su imaginación lo que aún no era suyo.

Tan ocupados estaban vendiendo la piel del oso y apuñalándose por la espalda los unos a los otros, que ninguno se percató de la llegada del extraño.

Un tipo sobrio y elegante, en aspecto, vestimenta y aparente actitud. Se limitó a observar a todos y cada uno de los allí reunidos. Puede incluso que alguno de ellos le tomara por alguien del servicio.

Observó con atención, desde el mismo último aliento de don Máximo, las falsas lágrimas en el funeral, el suspiro de alivio al cerrarse la lápida para la eternidad, la intranquila inquietud de los días posteriores hasta aquel. Claro que, cada cual tenía sus secretos, sus pecados y pecadillos, esas cositas solo confesables a tu yo en el espejo. Aquel tipo parecía conocerlas todas.

El reloj sobresaltó a más de uno cuando resonó dando las seis. Tal fue el eco que parecieron resonar seis veces en seis. Inmediatamente después, la puerta se abrió, y todos posaron su mirada ávida sobre don Enrique, el abogado de don Máximo.

Se sentó a la cabecera de la mesa, donde mil veces lo había hecho el señor, y al igual que ahora, con toda la familia reunida a su alrededor.

El abogado carraspeó, bebió agua para aclarar la voz y procedió a leer las últimas voluntades de don Máximo Montemayor de Calatrava y Balmaseda.

Fue breve, todo, absolutamente todo, había sido heredado por… ¿quién era ese?, se preguntaron. Se miraron los unos a los otros sin saber.

No hubo tiempo para especulaciones, pues el extraño dio un paso al frente. Había permanecido de pie en un rincón, invisible entre las sombras.

No dio más explicación qué que recuperaba lo que era suyo. Lo que le había dado a don Máximo como pago por su alma.

Y ahora, tenía las dos cosas: la herencia y su alma.

Probablemente, don Máximo se estuviera retorciendo en las llamas del infierno ante tal engaño, pero nadie dijo que el Diablo jugara limpio alguna vez. De hecho, llevaba milenios marcando las cartas que repartía, como buen crupier.

El Diablo con su sonrisa torcida, contempló a los miembros, ahora pobres, de la muy ilustre familia Montemayor de Calatrava y Balmaseda.

¿Cuál de ellos vendería ahora su alma por recuperar todo aquello?

AXY LINDA

Cada mañana llega un extraño. Me abraza como si me conociera, me sonríe como si le importara. Me hace preguntas, demasiadas.

El mundo parece flotar a mi alrededor: cosas que aparecen, cosas que desaparecen. Objetos raros, nuevos. ¿Para qué sirven?

Las personas con rostros desconocidos, dicen que me quieren, pero me miran como si fuera a romper algo.

Hoy desperté en un lugar que no conozco. Me siento observar por las paredes. Hay un papel con letras incomprensibles, en otro idioma. No quieren que sepa la verdad.

¡Conspiran! De seguro algo me dieron, algo que me hace olvidar. Palabras, nombres, hasta mis propios pasos.

Insisten con una cuchara, quieren que abra la boca. ¿Creen que me dejo dominar así?

Hoy alguien pronunció una palabra rara… Alz… heimer.

Y entonces supe que algo iba mal:

han puesto a un extraño en mi espejo.

ANTONIO PRADES

El extraño que llegó en otoño

La llegada del otoño trajo consigo un desfile de hojas doradas que descendía sobre los coches y los charcos. Tonos tierra, ocres y rojizos pintaban de fuego los árboles del parque que se veía desde la ventana del segundo piso de la oficina.Pero la variación cromática no fue lo único que llegó ese año. Hubo otro cambio, uno más sutil, pero igual de determinante: la llegada de Mehmet.

Él era el suplente de una baja por maternidad, recién aterrizado de Berlín. Su padre era turco, su madre alemana, y hablaba un español casi perfecto que despertaba pequeñas sonrisas entre sus compañeros. Tenía una mirada intensa y profunda, unas cejas marcadas y cabello oscuro, siempre algo despeinado. Su rostro bronceado, su barba espesa y bien cuidada, reflejaban una determinación férrea, similar a la de un antiguo sultán.

Durante los próximos meses sería Team Leader de la empresa dedicada al desarrollo de inteligencia artificial para software y aplicaciones móviles. En la oficina, todos eran jóvenes, gente que aún creía en la innovación como un modo de vida. Mehmet encajó de inmediato. Tenía esa mezcla de humor tímido y curiosidad constante que lo hacía irresistible en las reuniones.

En especial, parecía llevarse bien con Melisa, la CEO. Ella era atlética, con un pelo rizado que simulaba sacacorchos brotando de su cabeza, con una sonrisa vivaz y unos ojos azules que despedían un brillo que hacía sentir importante al que fuera el objeto de su mirada. Siempre vestida de forma casual, un estilo que, lejos de darle un toque desaliñado, le daba un aire desenfadado pero eficiente.

Durante una reunión informal en su despacho, entre risas, ella le puso la mano en el hombro. La dejó ahí demasiado tiempo, más de lo necesario. Mehmet notó el peso leve, cálido, y luego la ausencia súbita. Desde entonces, empezó a verla más. Coincidían solos en la cantina. Ella comía tarde, y se sentaba a su lado sin que hiciera falta invitarla. Reía con la boca llena y se mordía el labio con disimulo cuando lo escuchaba contar sus anécdotas.

Algunas tardes, salía más tarde que los demás, y coincidían en el parking, donde ella le ofrecía tomar una copa. Él empezó a sentirse atraído por su seguridad, por su forma de hablar mirando directo a los ojos. Pero no quiso hacer ningún movimiento sin estar seguro de no malinterpretar nada. Así que habló con Martín, un compañero que llevaba más tiempo.

—¿Te has fijado que Melisa… no sé, como que está más encima de mí de lo normal?

Martín lo miró con una mezcla de lástima y prudencia.

—Sí, se nota algo. Pero cuidado, Mehmet. Ella está con Chema, el de Recursos Humanos. Se casan en primavera.

Aquello lo dejó seco, hueco como un muñeco de plástico. Desde entonces, empezó a verla con una mezcla de recelo e incomodidad. Lo que antes era halago, ahora parecía juego sucio. No sabía si sentirse indignado por el engaño que percibía o por el deseo traicionado que le obstruía la boca del estómago.

Pasaron las semanas. Llegó diciembre. El grupo organizó unas cañas prenavideñas. La noche se alargó. El frío hacía que el alcohol se bebiera más rápido. Uno a uno se fueron yendo, hasta que solo quedaron Mehmet y Chema, el prometido. Mehmet, con la lengua suelta por la cerveza y la rabia mal digerida, no aguantó más.

—¿Puedo hablar claro contigo, José María?

—Claro, faltaría más. Y por favor, llámame Chema. Ya llevas un tiempo en la empresa y además te llevas muy bien con Melisa.

—Tío… déjala —interrumpió Mehmet—. No es lo que parece.

Chema lo miró sin entender.

—¿Qué?

—Melisa. Coquetea conmigo. Lo hace delante de todos. Lo hemos hablado varios. No está bien. Te mereces algo mejor.

El silencio se hizo largo. Chema se levantó sin decir palabra y se fue. Mehmet se quedó un rato más, pidió otra copa que no necesitaba y, al volver a casa, con el cuerpo pesado y la mente embotada, se durmió al volante. El coche se salió de la carretera. Por suerte, salió ileso, pero con el orgullo herido y el parachoques roto.

Después de un eterno fin de semana, lleno de remordimientos de sofá y culpabilidad roneante, llegó el lunes. Apenas cruzó la puerta de la oficina, vio a Melisa. En sus ojos ya no quedaba nada de la seducción que derrochaban antes, ahora eran una lanza de hielo. Apoyada en el marco de la puerta, le hacía gestos con el dedo, indicando que se acercara. En su despacho estaban ella y Chema, ambos con gesto sombrío y rostro fruncido. Melisa habló primero.

—¿Se puede saber qué coño te has creído? ¿Cómo se te ocurre ir diciendo cosas que no son ciertas?

Mehmet, aún con resaca, solo pudo tragar saliva y bajar la cabeza. Culpó a la bebida y murmuró al suelo un “perdón” que le supo a hiel. Después de una hora de soportar reproches, le pidieron que, por su bien, no comentara nada con nadie y siguiera con su trabajo. Eso hizo.

Durante los tres meses que siguieron, Mehmet fue el fantasma de la oficina. Nadie lo excluía, pero ya no era el chico nuevo simpático. Melisa y Chema endurecieron su trato con todos, los culpaban por haber cotilleado a sus espaldas. La oficina se volvió un lugar más gris, más tenso. Los demás notaban el cambio, pero nadie sabía de manera exacta por qué. Solo Mehmet, Melisa y Chema compartían ese silencio espeso que lo cubría todo.

Finalmente, la trabajadora de baja regresó. Mehmet recogió sus cosas. No dijo mucho. Solo una sonrisa amable de despedida. Pero nadie olvidó cómo aquel otoño, entre hojas que caían y cambios de color, la llegada de un extraño cambió el clima de la oficina más de lo que ningún parte meteorológico hubiera podido prever.

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

El sabor no da la felicidad (Parte 7)

Una amazona custodiaba la entrada al bosque sagrado. Luna había ordenado redoblar la seguridad, pues en pocas horas, con el alba, el rey del imperio comenzaría el asedio.
De repente, algo se movió tras un arbusto. La valerosa guerrera adoptó postura de combate.

—Sal de ahí —pronunció con firmeza—. Has cometido el último error de tu vida.

Del arbusto salió Abigail. Pero su apariencia había cambiado. Se había transformado en otra mujer.

—Sé que estáis a las puertas de una cruel contienda. He venido para ayudaros.

—Pues venga, empieza a hablar —la amazona apretó fuerte su lanza. Para ella, la guerra quizá ya había comenzado.

—El chico…

—¿Qué chico? —preguntó, confundida.

—Al que tenéis encerrado. Ese chico es la solución… por el momento —susurró Abigail, mirando a todos lados como quien esconde algo.

—No sé por qué lo dices. Pero como bien sabes, Luna ordenó encerrarlo.

—Lo sé. Pero también veo en tus ojos que no es ahí, en esa celda, donde te gustaría que estuviera él.

—Lo que a mí me gustaría no importa. Nosotras somos solo una, guiadas por Luna.

—Ah, por cierto, ya he de irme. Dile esto a Luna —Abigail se acercó con el sigilo de una serpiente embaucadora—: El soberano no es quien parece ser. Si demuestra no ser un líder, sino un simple buscador de tesoros que manipula a sus hombres, estos dejarán de seguirlo.

Aquellas palabras comenzaban a sembrar dudas en la aguerrida soldado.
Entonces, la atención de la joven se desvió: frente a ella apareció la figura de un enorme lobo negro, con ojos de un rojo intenso. Permaneció quieto unos segundos… y luego desapareció entre la maleza. Cuando la amazona volvió a mirar a su interlocutora, Abigail también se había desvanecido.

Mientras tanto, el viajero se adentraba en el bosque, acompañado por la noche… y por sus pensamientos más oscuros. Fue entonces cuando descubrió lo que muchos consideraban solo un mito.
Ante él, un inmenso acantilado. A sus pies, lo que parecía la entrada a otro mundo: una grieta natural tan grande que dos hombres podrían atravesarla a la vez.

Aquel lugar prometía albergar peligros.
Pero en ese instante, el corazón del viajero lo empujó hacia delante. La sed de venganza que juró a Zeus lo guiaría, sin titubeos, hacia las fauces de cualquier bestia. Si con ello cumplía su propósito.

Con paso firme accedió al interior. La luz de la luna aún dejaba ver una galería larga que parecía conducir a ese mundo del que hablaba el mito. No llegó a su destino: un fuerte golpe lo derribó desde atrás.

Al despertar, parecía moverse entre la realidad y un sueño. Estaba rodeado de criaturas humanas, pero todas con el doble de la talla normal de un hombre.
Los habitantes de aquel lugar lo observaban, expectantes.

—No cabe duda de que eres un tipo con coraje. Estúpido, pero con coraje —dijo el que parecía ser el líder, mientras se acomodaba en un enorme asiento de piedra y se apoyaba en un bastón de madera inmenso.

—Estoy del lado de las amazonas —dijo el viajero, con voz firme—. Y vengo a deciros que el bosque está en peligro. Necesita la ayuda de quienes lo aman.

—Se nota que eres ajeno a la vida del bosque… y de cómo quedó organizado hace ya cientos de años —respondió el líder con solemnidad.

—Pero estamos en el hoy. Y sin vuestra ayuda, las amazonas no podrán detener al ejército del rey —insistió el viajero, con tono angustiado—. El bosque nunca volverá a ser como lo habéis conocido.

—¿Y por qué habríamos de creerte?

—Podéis no hacerlo. Pero cuando vuestros propios ojos os lo confirmen… deseo que no sea ya demasiado tarde.

El líder guardó silencio. Pensativo, apoyó su mano sobre una roca que sobresalía de la pared. El viajero lo miraba, esperando una respuesta.

—¿Qué haréis? El tiempo se acaba. La batalla está cerca —dijo con cierta osadía, mientras se quitaba la capucha y mostraba su rostro.

—Aún no he tomado una decisión —respondió el líder—. Pero si estás tan seguro de lo que dices… deberías regresar junto a las amazonas. Ellas te necesitan.

Con un gesto, le indicó que se marchara.
El viajero obedeció y salió rápidamente de la cueva. Mientras corría de regreso, su mente dibujaba una balanza. Y en ella, por más esperanza que albergaba, el peso de la guerra parecía inclinarse a favor del imponente ejército del rey.

El alba de un nuevo día ya reinaba en el cielo. Y con ella, se había agotado el tiempo que el soberano ofreció a Luna.
El bosque aguardaba como testigo sereno a que el incierto futuro de la batalla dictara sentencia.

Pero entonces sucedió algo.
En su camino de regreso, el viajero se topó con un anciano. De mirada serena, estaba sentado junto a un árbol, acariciando entre los dedos una hoja morada…
Igual a aquella que, tiempo atrás, se posó sobre la cabeza del joven Rayan.
La batalla estaba servida.
Y aquel gesto… parecía anunciar que el bosque, también estaba listo para luchar.

©Fernando D. López Aguilera

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Cuantas historias se tejen a diario?, con conocidos y extraños que llegan a nuestras vidas a invadir espacios. Algunos, desaparecen, otros más permanecerán por siempre.

Unos serán sinceros, amables, habrá soñadores, mentirosos, vacíos, piadosos, manipuladores, etc.

¿cuántas clases de personas existen?. Algunos se posesionarán de tu alma, acabaran poco a poco por destruirte, destruirán tus sueños, te envolveran en una sarta de mentiras, y así terminarás siendo parte de ese mal que corroerá tus entrañas, dejarás de ser tú se convertiran en uno solo; dejarás de existir.

¿Cuántos muertos hay en vida?, que se ocupan de los demás y no saben que dejaron de ser, de vivir, para si mismos, dejándose engullir por una sociedad insana y corrupta…

Finalmente, muchos nos podremos máscaras qué nos hemos dejado imponer, y dejamos de ser un yo.

Y, nuestros rostros y cuerpos pertenecen ya a esos otros, a los que no existen, ni tienen voz ni voto, pertenecemos a esa masa inservible e invisible.

Finalmente lo lograron

Y así nos convertimos en una nada, en extraños de nosotros mismos.

ARTURO OVALLE

Me expulsaste de tu vida, me he convertido en un extraño más.

Nuestros sueños juntos al olvido se irán.

Todo es volver a empezar una y otra vez.

Aquello que es extraño a nuestras vidas se vuelve parte de nosotros mismos.

Ahora, huérfano de mi.

Me dejaste con el amor que ahora no se a quien más proferir.

Tardaré en sanar esta herida, pero con ella debo aprender que el camino no es fácil y que cauteloso debo ser.

BELBEL L

Misión fallida

Víctor, date prisa que llegamos tarde. No. Tranquila, tenemos tiempo de sobra. Hasta nos tomaremos un cafetito en el bar de Luis y Ana. No sé yo…¡Que sí mujer!…, ya casi estoy. Venga, vamos cariño. ¿Lo ves? Tenemos tiempo de acercarnos al bar.

– Para mí un café con leche y un croissant, pide Víctor.

– Yo tomaré lo mismo, pero ya sabes Luis, el mío muy caliente como siempre, dice Julia.

– ¡Marchando dos cafés y dos croissants!

-Julia, voy al baño y nos vamos.

– De acuerdo Víctor.

Pagan la consumición y salen del bar camino a la estación de autobuses. Han de coger uno que sale en quince minutos. Pero aún les sobra tiempo. La estación está a unos 8 ó 10 min. a paso normal.

Llegan finalmente, pero el bus no está aún. Julia fuma un cigarrillo y justo al apagarlo llega el bus. Es un bus metalizado gris plata. Imita a los buses americanos de los años 50. Con el morro muy alargado. Por dentro es una maravilla. Asientos comodísimos, cinturon de seguridad automático. Te sientas y ¡zas! Cinturon puesto a tu medida.

Entran al bus y ven aparte del conductor, una chica al fondo de unos 30 años, dos chicos, seguramente pareja, de entre 24 y 27 años, otra pareja de más de 30 años,

Un chico solo de unos 35 años, una señora de unos 40 años, sola también, Un señor de unos 45 años. Luego, ellos. En total son 10 personas, elegidas expresamente para el gran viaje para una misión espacial a Veltegeuse, un planeta prácticamente desconocido

Oyen un ruido intermitente metálico y el bus arranca. Pronto alcanzará los 300 km/h .

-¿Cuándo se prevé llegar a la base? -pregunta Julia.

-En una media hora aproximadamente -responde Víctor.

El bus está en absoluto silencio. Se diría que nadie fuera en él.

El viaje lleva preparándose casi dos años. No todo el mundo podía optar al mismo. Exámenes médicos, personales, psicotécnicos, científicos, culturales, físicos. Muchas pruebas teóricaa y prácticas (las que más). Curiosamente, Víctor y Julia eran compañeros en la carrera de física espacial. Eran de la misma edad y tenían competencias similares. Solo llevaban juntos hacía tres años. Y los dos habían pensado por separado presentarse como candidatos al viaje espacial a Beltegeuse. El planeta estaba a dos años, tres meses y cinco días desde la tierra.

Ya en la base y habiendo bajado todos del bus, se vio una nave espacial grande, plateada, blanca y gris. Preciosa, resplandeciente. Los ojos de todos parecían salirse de las órbitas, tan bella era la visión de la nave.

Cuando se dirigían para entrar por orden riguroso, y a lo lejos, vieron una silueta de dimensiones enormes. ¿Un animal? Imposible -se dijeron. ¿Una persona? -Menos aún…Mediría unos dos metros y medio, una cabeza enorme y las extremidades muy cortas. Vamos, un montruo….Todos paralizados no sabían reaccionar. La «cosa» fue acercándose poco a poco. ¿Qué hacemos? -pregunta uno de ellos. No sabemos -responde la mayoría. Un miedo se apodera de todos. El extraño se va acercando poco a poco. Sus movimientos son lentos. Con lo que da más tiempo a los pasajeros a reaccionar. El extraño se detiene, los mira con ojos grandes y llorosos e intenta balbucear unas palabras. Le es imposible. Con señas, pide un papel y bolígrafo para escribir. Finalmente, alguien se lo pasa. Lo coge y escribe; «No hagáis el viaje espacial». «Peligro». «Experimento fracasado».

Acaba de escribir y se va derrumbando, desmayándose; hasta caer con epilepsia al suelo.

Una nube interrogante se abre sobre la cabeza de todos ellos. Lívidos, mudos, quedan paralizados, colapsados.

Víctor y Julia se cogen apretándose fuertemente de las manos.

– ¡Es él…,! -dice aterrorizado Víctor.

¡No puede ser! ¡Noooo! -grita Julia

EVA AVIA TORIBIO

Llegada de un extraño sentimiento

—Mei, no te vayas —Agarrándola del brazo—. Tenemos que hablar, lejos de las miradas de aquellos a los que no les importa lo que sucede entre los dos.

La llegada de este extraño sentimiento es abrumador y no sé si se debe a la presencia de Pedro. Y lo cierto es que, tampoco, como entró él en mi vida.

A eso te puedo responder yo.

—Lo siento, creo que debemos de dejar de vernos fuera del ámbito laboral. El odio que siento, las ganas de abofetearte, es demasiado confuso. Sé que no es por ti, si no por él —Señalando su pecho.

—Eso, vámonos de aquí que no tengo ganas de verlo.

—¡Cállate! —Soltándola, grito a Pedro.

—¡Ya! —Agarrándome la cabeza—. ¡Ya está bien, Aida! ¡Escucharme los dos, no tenéis derecho a decidir qué hacer con nuestros cuerpos, con nuestras vidas!

—Mei, por favor, necesito saber qué es lo que siento, dime hora y lugar y ahí estaré —Rozando su mano.

Déjala marchar. Está lidiando con un sentimiento que lleva siglos enquistado y es para volverse loca. Mi madre fue muy cruel.

—Discúlpame con el resto. Necesito que me de el aire. Tengo una conversación pendiente con Aida —Saliendo del despacho.

Solo en mi despacho doy vueltas y converso largo y tendido con Pedro. Si los vigilantes visualizaran las cámaras en estos momentos, pensarían que estoy loco. Creo que así se sienten las personas con problemas mentales, que pena que no se destinen más recursos para estas enfermedades.

Me alegra haber descubierto que los sentimientos de Pedro hacia Aida son genuinos y confirmar como a llegado hasta mí. Su alma ha saltado de generación en generación y ha permanecido en silencio hasta que percibió el perfume de su amada. Hemos llegado a un acuerdo, que él abandonaría mi cuerpo siempre que esté frente a Mei. Tiene que ser mi alma la que hable con ella.

Recostada en mi cama, con la habitación cerrada y en penumbra, mantengo una dura conversación con Aida. Su odio, aunque es compresible, no le permite seguir hacia delante y castiga a quien la alberga. Me he puesto en mi lugar y le he exigido que me permita ser yo misma cuando esté frente a Carlos. Espero que el ver como descubrimos él y yo lo que podamos sentir, le hagan recordar aquellos que ella procesó hacia Pedro. La cita será en La Quinta de los Molinos.

Unas horas más tarde. Frente a la puerta.

—Estás preciosa —Parece una Diosa con ese vestido rojo. Pedro a mantenido su promesa —. ¿Dónde has dejado la moto? —Que pregunta más tonta termino de hacer, estoy nervioso.

—Gracias, tú también estás muy guapo —Y ahí tengo de brazos cruzados y enfurruñada a Aida, mirando a la nada, bueno, a la nada nada, no, porque imagino que está viendo a Pedro, porque Carlos está mirando dirección a donde está ella—. Bueno, no había tenido la ocasión de ponérmelo. ¿Entramos? —Atándome a su brazo.

—Por supuesto, nos están esperando.

Espero que esta noche terminemos lo que aquel día en el que se hizo la luz en la oscuridad, no pudimos concluir. Que los sentimientos que han despertado en mí sean correspondidos por la hermosa mujer que el destino a dispuesto para mí.

————————————————————–

1614, Fort Nassau. Asentamiento holandés.

—¡¿Qué quieren de mí?! —Intentándome soltar de unos extraños hombres.

Que quieren de una mujer como yo. Las noches en la intemperie son mi lugar de trabajo, la habitación de una pensión y mi hijo de nueve años, son mi hogar durante el día.

Desde la llegada de los holandeses están ocurriendo sucesos extraños y otros no tantos. La historia nos ha demostrado que existe la barbarie y que los colonizadores no han, ni serán, respetuosos con los que viven en su hogar.

—¡Cállate, zorra! —Golpeándome. Me cubre la cabeza y me coloca en su hombro.

Unos minutos después.

—Aquí la tiene —Soltándome como de si un saco de patatas se tratara.

—¡Eres un inepto! ¡Te dije que la trataras como a una dama! —Grita el que deduzco es mi secuestrador.

—¡Esta lo que menos es, es una dama!

El saco que me cubre la cabeza me deja entrever algo que no quiero creer que estoy viendo. Aterrorizada, me mantengo en silencio.

—¡Llevároslo!

“¿Se encuentra bien? —Tomando mi mano, me ayuda a levantarme—. Espere, que le quite esto.

—Sí, gracias —Aunque estoy temblando no me atrevo a responder negativamente.

No reconozco el lugar donde me encuentro, pero lo que veo en el es algo que ni en toda una eternidad podría tener.

—Traer un baso de agua a nuestra invitada.

—Su invitada —soltado un risa irónica—. ¿Qué quiere un hombre como usted de una mujer como yo? —Dándole posteriormente un sorbo al agua.

—Su belleza, será muy útil para los planes que tengo.

—Pues como todos, solo quiere mi cuerpo. Porque apenas se leer lo suficiente para sobrevivir. Así que déjeme marchar, mi hijo estará preocupado.

—Por su hijo no se preocupe, si me dice sí, a ninguno de los dos les faltará de nada. Pero solo hay una condición, más bien no querrá usted si la acepta, no podrá mantener contacto físico con su hijo.

Su serenidad es abrumadora. La seguridad de sus palabras es perturbadora. Su belleza es inusual.

—¿Cómo puede pedirme eso? Es lo único bueno que tengo en mi vida. Le ruego que me deje marchar.

—No es una opción realista. Sus vidas son miserables y yo le ofrezco algo que no debe rechazar. Le prometo que su hijo estará bien. Dígame que sí —Ofreciéndome su mano.

—Está bien, sí —Por alguna extraña razón, creo que, a pesar de que no ha sido la forma correcta de contratarme, puedo confiar en él, total, no tengo nada que perder.

—Siéntate aquí —Mostrándome su regazo.

—Acepto —sentándome—, pero con una condición, poder ver a mi hijo crecer, aunque sea en la distancia.

—Te prometo que verás muchas cosas más.

Su mirada profunda se clava en la mía. Su fría mano roza mi cara y posteriormente mi cuello, al que su boca acaricia. Una punzada en el me hace entrar en un trance en el que no soy dueña de mi cuerpo. Tengo la sensación de que pierdo la vida gota a gota.

“Bebe —Mordiéndose la muñeca, la acerca a mi boca—. Deja que mi sangre forme parte de ti, que te alimente, la vas a necesitar.”

El apetito se apodera de mí. La sangre con sabor a metal y dulce a la vez es embriagadora. Su calor recorre mi garganta. Me aferro a su muñeca con fuerza.

“Suficiente. Ahora tienes que descansar mientras preparamos tu renacer —Levantándome de su regazo—. Llevarla a su habitación. Ir por el nuevo miembro de la familia y llevarlo a la casa de invitados. ¡No se toca, está claro! —Les recalca con semblante autoritario.

¿Qué habrá querido decir con que voy a renacer? ¿Qué es lo que termina de suceder? ¿Qué son todos estos aromas y sonidos que ahora percibo? Me llevan a la que a partir de ahora será mi habitación. Me recuesto en una cama en la que nunca soñé que haría. Un extraño a llegado a mi vida, uno enigmático, con promesas que confío cumplirá. Por primera vez en mi vida, puedo dormir tranquila.

ANDY PARIONA

Dolor

Con la orilla del rio a sus pies se comenzó a despojar de la poca ropa que tenía para ingresar a bañarse. Cada golpe del agua a su rostro le recordaba lo que había hecho, desaparecer a la mitad de los seres humanos. No comprendía lo que le sucedía, él estaba acostumbrado a aniquilar todo tipo de razas y seres en sus viajes por la galaxia, sin embargo, un hecho lo cambio todo. Encontró lo que no buscó: amor. Compatibilizó con una mujer al punto de embarazarla, pero su plan ya estaba en marcha y un grito de furia concluyó con la mitad de la vida del planeta. El ser que ahora yace sufriendo en el rio cumplió su misión y aprendió algo nuevo y extraño para su naturaleza: el dolor.

EDGAR BORHA CUAUHTLI-ARTE

toc, toc,toc

-¿quién es? ¿la vieja Inés?¿ El ropavejero que se lleva a los niños? ¿el coco? ¿un vagabundo? ¿el velador? ¿el señor de la basura? Mamáaaa están tocando.

-ay hijo, pus pregunta quién es.

-ya le pregunté y no contesta.

-pues no le abras.

FURUKAWA CREATIVES

El despertar.

El hedor a sangre y metal oxidado fue lo primero que me golpeó, un puñetazo en la nariz que me hizo retorcerme. Estaba atrapado, inmovilizado bajo el peso de escombros fríos y húmedos. El edificio, mi hogar, se había desplomado a mi alrededor, engullido por las llamas que lamían voraces el cielo nocturno. Grité, sintiendo el humo arañando mi garganta, pero mis gritos se perdieron en el rugido del fuego y el crujido de la madera. El dolor era un monstruo que me roía las extremidades, extendiéndose por cada fibra de mi ser. Sentía el hueso astillándose, la carne desgarrándose. Intenté moverme para liberarme de la trampa mortal, pero fue inútil. La desesperación me ahogaba en un mar obscuro y frío que amenazaba con arrastrarme a las profundidades. En ese instante, la muerte se presentó inevitable, haciendo aún más densa la obscuridad. Un silencio sepulcral cayó sobre mí, un silencio que fue interrumpido por el crepitar de las llamas que se acercaban peligrosamente; y entonces, en medio de la desesperación, algo cambió.

Sentí un calor nuevo, un calor que no provenía del fuego, sino de dentro de mí. Una llamarada que crecía y se expandía, llenándome como una marea creciente. Mis músculos se tensaron, la sangre pareció hervir en mis venas y el dolor, antes insoportable, se transformó en una extraña sensación de fortaleza, de poder bruto y primigenio. Entonces, lo sentí: una fuerza nueva, una presencia obscura y voraz emergiendo de las sombras de mi propio ser. Era como si una bestia dormida se hubiera despertado, una bestia que no conocía pero que, al parecer, siempre había estado allí, acechando en las profundidades de mi alma.

En medio del caos, cuando la esperanza se había extinguido, llegó un extraño. Un hombre que estaba envuelto en las penumbras, que, aunque difuso, sus ojos brillaban con una intensidad inhumana, transmitiendo una calma inquietante, una certeza que desafiaba la lógica. Me observó y su mirada penetró hasta lo más profundo de mi ser, como si estuviera leyendo los secretos que yo mismo ignoraba.

―Estás a punto de despertar ―su susurro se quedó resonando en mi interior, ―la bestia te reclama.

En ese momento, mis extremidades, antes destrozadas, comenzaron a regenerarse a una velocidad asombrosa. Mis huesos se soldaron, la carne se reconstituyó y una fuerza sobrehumana recorrió mi cuerpo. Me liberé de los escombros con una facilidad asombrosa, con un poder que nunca supe que poseía. Me puse de pie con el cuerpo tembloroso, pero ya no por el dolor, sino por la extraña energía que me recorría. Detallé mis manos, observándolas más grandes, más fuertes y con uñas que se extendían como garras. La bestia en mi interior había despertado y yo, sin saberlo, me había convertido en su anfitrión.

El extraño sonrió, una sonrisa que no prometía nada bueno. ―Ahora, la verdadera pesadilla comienza ―esas fueron las últimas palabras que dijo antes de desaparecer en la obscuridad, dejando tras de sí un rastro de fuego y un futuro incierto para la bestia que ahora habitaba en mí.

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13 comentarios en «Llega un extraño»

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