A la intemperie – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «la luna». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 29 de mayo!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

JUAN MANUEL CABALLERO

El viejo patriarca estaba dentro de su chabola, la más magnificente de aquella parte de Pitis. Rodeado de los suyos, esperaba a su hijo y a su yerno, que tenían que regresar para hacer cuentas con él después de la jornada de meduneo del caballo y de la farla. Para colocar esta última tenían que tratar con todo el pijerío que llegaba de la ciudad, pero valía la pena aguantar el trago porque les dejaba pingües beneficios.

Alguien llamó a su puerta trasplantada, que era una puerta robusta que en su día habían recogido de la calle, apoyada como estaba contra el muro de un casoplón a la espera de que el Ayuntamiento enviase a los que retiran el mobiliario viejo, en uno de esos barrios residenciales de alto standing. El primo que había aporreado la puerta asomó la cabeza luego de que el patriarca, el capi, le concediese el permiso para entrar, y dio un escueto mensaje: dos finolis del Ayuntamiento se dirigían hacia allí, hacia su casa, para hablar con él, como estaba previsto. El viejo hizo un gesto de aprobación con la cabeza y el emisario volvió a cerrar la puerta. En pocos minutos volvieron a llamar para comunicar que aquellos hombres ya estaban allí, a su puerta, así que el patriarca, ayudado tal vez por una de sus hijas, se levantó de su sillón raído y decadente (pero de una decadencia hermosa que denotaba que alguna vez había servido en algún salón con clase), anduvo con su andar cansado y ya doliente y ya necesitado de su báculo, que él mismo fabricó con la rama madre de una encina, hasta la puerta y accedió al exterior. Allí, bajo el sol vespertino y ya casi postrero de principios de junio, un hombrecillo y otro hombre larguirucho del Ayuntamiento trasladaron al anciano la noticia de que los pisos de protección oficial para su familia estaban listos para ser entregados y que, a tal fin, debían estar en tal lugar a tal hora de tal día, donde se haría efectiva la entrega de las llaves en solemne acto que hasta sería televisado por la televisión regional.

Partículas de sudor al contacto con el sol declinante perlaban la frente del patriarca entre el filo de su sombrero y las cejas oscuras y pobladas, que servían como parapeto de las veleidades de la transpiración a sus ojillos enterrados y negros como el infierno. Con ellos así protegidos, escrutaba el rostro, los ojos, el ligero temblor de manos del hombrecillo, que ahora tomaba la palabra para explicarle, grosso modo, sobre las costumbres a adoptar en la que habría de ser su nueva comunidad en breve. Así, aquel conato de hombre le expuso con cautela, pero también con rigor, sobre los horarios para tirar la basura, sobre la obligatoriedad de asistencia a las reuniones vecinales, donde el Ayuntamiento tenía depositadas firmes esperanzas de avenencia entre gitanos y payos. Un experimento al que también habían alentado a los payos con los que tendrían que compartir comunidad, y que tenía que salir bien en vista de que el consistorio pretendía no demorar demasiado el desmantelamiento de aquel macropoblado chabolista.

El viejo miró un momento a su alrededor; otros gitanos apartados unas decenas de metros más allá miraban aquel parlamento desde lo lejos, conscientes del deber de no acercarse demasiado por no pertenecer al mismo clan. Algunos, incluso, habían tenido sus más y sus menos con el clan del patriarca que ahora era objeto de la atención de aquellos payos. El viejo volvió a mirar a los del Ayuntamiento y frunció por un momento su tupido mostacho. Ahora, el tímido sudor había empezado a acumulársele en los agujeros agrietados del rostro cobrizo y curtido, consecuencia de la viruela que sufrió cuando niño, formándole en la cara una especie de salpicón de pequeños charquitos. Eso significaba una cosa: que el tiempo que le estaba dedicando a aquellos dos tipos empezaba a ser demasiado. Sin embargo, ahora el larguirucho tomó el testigo de su compañero y continuó: «cuando estén instalados en la nueva comunidad, yo le recomiendo -el Ayundamiento les recomienda- que tengan presente lo que los payos con los que compartirán el bloque les digan acerca de las costumbres que deben ser aplicadas para el buen funcionamiento de los bienes y servicios…del patio comunitario, del buen uso de los buzones…Así como de lo que sería recomendable para los aledaños de la comunidad, y para los portales y escaleras, y zonas comunes en general. Porque se haría necesario que en esos lugares no se realicen determinado tipo de actividades…ya sabe, poco salubres. De resultar totalmente necesario, nosotros – acercó un poco la cara a la cara del viejo y bajó un poco la voz de manera absurda- le recomendaríamos que hagan sus cosas, sus industrias, en otro lugar, a las afueras o donde sea…pero lejos de la nueva comunidad para el bien de todos, de ustedes también…». El otro tipo del Ayuntamiento miraba a su compañero mientras hablaba.

El anciano sacó un pañuelo de tela plegado del bolsillo de su chaqueta algo polvorienta y se secó el sudor de la frente y las mejillas con un movimiento de mano saltarín de presión sobre la piel. Al hacerlo, el reloj de oro macizo que llevaba en la muñeca chocaba con la esclava de idéntico material que tenía ajuntada, emitiendo un leve sonido metálico. El mismo hombre que estaba hablando, continuó: «entiéndaseme: no quiero decir que ustedes deban seguir las órdenes de nadie…esos ciudadanos payos con los que compartirán el nuevo barrio son gente humilde también…».

Por fin los dos mensajeros, al poco, dejaron de hablar, habían terminado de dar sus instrucciones, su mensaje. Se miraron entre sí ante el silencio del patriarca, que no había articulado palabra durante todo el rato y se había limitado a mirarles atentamente, con aire entre cansada y displicente. Uno de ellos, el pequeñajo, le extendió entonces un papel impreso que sacó de una especie de carpeta forrada. «No sé si le importará firmarme esto…no es más que un documento de confirmación de haber usted recibido este mensaje que acabamos de darle. Con que ponga usted una cruz aquí (le señaló el lugar destinado a la rúbrica) es suficiente». Le dijo esto último mientras le extendía un bolígrafo con la otra mano. El viejo tomó el papel y lo miró por encima con expresión relajada, aunque tuviera que arrugar la frente para afinar la visión sobre aquellas letras, y se diría que con un ligerísimo punto guasón; como curado de espanto, en todo caso. Después agarró el bolígrafo que aún permanecía en la mano de aquel paliducho y estampó su firma con un movimiento complejo de los dedos, que se juzgó largo en el tiempo según el mensajero. Devolvió ambas cosas al hombrecillo y les hizo un gesto con la cabeza en señal de despedida antes de darse media vuelta y meterse en su suntuosa chabola seguido por las dos mujeres que le habían servido de acompañantes en aquel parlamento únicamente de una parte; en aquel soliloquio, en realidad.

Mientras caminaban hacia la salida de aquella inmensa civilización levantada con cartones, tablas, chapas de todos los colores y plásticos con una dosis de miedo que habían presumido menor que la que experimentaron a la entrada pero que a la postre no lo había sido, acompañados por el mismo gitano que los guió al entrar, el bajito, que portaba consigo el papel firmado por el viejo patriarca, decidió, en parte para disimular su mal trago ante la mirada de toda aquella gente a su paso, echar un vistazo a la firma cuya elaboración le había llamado la atención un momento antes.

Y fue así que, al posar la vista sobre ella y a pesar de que nada le apetecía más que aligerar el paso para terminar cuanto antes aquella travesía por el fin del mundo y llegar al coche, hubo, por un momento, de detenerse. «Prefiero vivir a la intemperie». Eso era lo que allí, en el espacio para la firma, había escrito.

ARMANDO BARCELONA

SI LO LLEGO A SABER.

«¡Sal de esta casa, espíritu maligno!», me ordenó el exorcista hecho un basilisco, gritando como un poseso, mientras lo ponía todo perdido de agua bendita a lo tonto, todo hay que decirlo, porque a mí el agua no me espanta por muy sacralizada que esté.

Sin embargo, soy muy sentido, qué quieres, hay cosas que no soporto y lo que menos los gritos; además, al franciscano le apestaba el alerón a cebolla rancia, un tufo producto de largas temporadas huérfanas de jabón; hedor con personalidad jurídica, al punto que te lloraban los ojos, lo juro, y eso sí que ya pasaba de castaño oscuro, que uno será un ectoplasma freelance, un autónomo espiritual, como si dijéramos, pero escoscado y limpio como el que más. Así que me tapé las narices con el embozo, hice volar por los aires media docena de cacharros de porcelana de Sèvres, para joder al duque, y dando un portazo me eché a la calle.

En mala hora, quién lo iba a pensar; no veas lo mal que está la profesión, hay fantasmas a patadas, cualquier pelagatos con una sábana y conexión wifi se cree el rey del inframundo amamantado a los mismísimos pechos de Caronte. Ahora los llaman youtubers, influencers, tiktokers, streamers, vloggers, podcasters, y lo malo es que lo petan, los muy jodidos, se han hecho con el mercado de lo paranormal estando en vida; eso sí que es gordo. Intrusismo profesional descarado.

Intenté colocarme en un convento de monjas de clausura, las Esclavas de San Farlopio, por seguir viviendo entre claustros y hornacinas, como en el castillo del duque, pero resultó que solo quedaban cuatro hermanas, ya muy mayores; habían vendido el convento a una promotora de viviendas y ahora compartían un pisito en Moratalaz que, la verdad, no daba juego; además estaban enganchadas al Candy Crush y no me prestaban atención. Esas no son trazas de trabajar. Pedí el finiquito. De nuevo estaba en la puta calle.

Los palacetes y las casas buenas de zonas ricas estaban ocupadas por colegas con más suerte: «No creas que es un chollo―me dijo el espectro de un antiguo comerciante de paños de Sabadell, que llevaba colocado siglos en casa de unos marqueses en el barrio de Salamanca―, antes estaba más valorada la profesión y la nobleza se mataba por tener en casa un fantasma como Dios manda, había curro fijo, por toda la eternidad y uno tenía su caché, pero ahora no pintamos un carajo y si te empeñas en tomártelo en serio, con oficio, a la menor te abren expediente y a la puta calle; créeme, hay que pasar desapercibido, con decirte que a mí me encierran en el sótano cuando vienen visitas».

Este mismo me dijo que mirase en el extrarradio, donde se congrega la población más normal: currelas, migrantes, abuelos con la pensión mínima… Me metí en casa de unos ecuatorianos, gente maja, honrada, pero muchos, demasiados, eran una tropa; no sé cuánta gente vivía en aquel piso. Subarrendaban habitaciones y solo venían a la casa para dormir a turnos, tan cansados que no había forma de sacarles un susto decente.

Además, cuando se dieron cuenta de que estaba entre ellos, me pusieron las cosas claras: podía quedarme en la despensa, que estaba siempre vacía, un cuchitril de medio metro por uno, con derecho a cocina, sí, pero previo pago de quinientos euros al mes de alquiler y los gastos comunes a escote. Esa es otra, cómo están los alquileres, por favor.

Aprovechando unas jornadas de puertas abiertas, me colé en el Congreso. Aquellos largos pasillos eran ideales para mis fines. Como venía de años trabajando en la casa ducal, por mor de la querencia, me arrimé al ala conservadora, gente de orden, patriótica y liberal. Me acogieron bien, porque a ellos eso de meter miedo les va. Sin embargo, duré poco allí: hicieron que me pagase yo los ibuprofenos; por no sé qué de la unidad nacional, me prohibieron comer botifarra amb mongetes y pretendían congelarme la pensión, a mí, que me pegué cuatro siglos cotizando.

Era quedarse con eso o pasarme a los progresistas, que sí, lo admito, tienen sus buenas cosas, pero están todo el tiempo peleándose entre ellos. Aquello parece una corrala de vecinos mal avenidos y me montaron una gordísima porque me presenté como «espectro». Parece que eso es una declaración de machismo supremo, que pone de manifiesto el fuerte arraigo del patriarcado que todavía persiste en el más allá; querían rebautizar mi identidad a «espectre» o «espectx» y qué queréis que os diga…

De manera que no encuentro acomodo en ninguna parte y me veo a la intemperie, vagando entre los dos mundos, solo y desamparado, compartiendo mis noches en el cajero de un banco con dos indigentes, adictos al vino en tetrabrik, y un perro multiraza al que llaman Trotski.

Muy harto estoy. Poca salida le veo yo a la cosa, no sé, lo mismo me lio la manta a la cabeza y preparo oposiciones al McDonald’s. Con lo que uno ha sido y tener que verse así.

RAQUEL LÓPEZ

En la noche de luna llena en el silencioso campo de batalla, se escuchaban los sonidos chirriantes de los grillos, el zumbido de los insectos y el grito de las ardillas… Mientras yo, permanecía inmóvil, tumbado, intentando pasar desapercibido, pero en alerta.

¡ Dios mío! Ese ruido se clavaba en mis oídos cada vez más, era como un aeroplano aleteando.

Y empezaba de nuevo la batalla. Una persecución constante donde la agilidad y el tamaño era la prioridad para escapar de la captura.

Una lucha desesperada intentando protegerme.

Intentaba sobrevivir esquivando los ataques del enemigo en una prórroga interminable.

Al final no tuve escapatoria y atacándome por la espalda como un bellaco, a hurtadillas fue a parar a mis posaderas camuflándose por dentro de los pantalones, dando así en la diana.

Sentí un dolor sutil que me hizo recordar que la batalla estaba perdida….

¡ Antoniaaaaa!- grité maltrecho

¡ Ésta es la ultima vez que venimos de acampada aquí, a la INTEMPERIE a espensas de los mosquitos…….

BENEDICTO PALACIOS

A LA INTEMPERIE

Brinda la naturaleza plácidos y delicados espectáculos con amaneceres arrogantes y enloquecedores, unas veces, y violentos e inquietantes otras. Llovía plácidamente en la mañana mientras paseaba por un camino rural, y cada especie a su manera celebraba la llegada del agua. Una cigüeña aguantaba impávida sobre el nido y solo de vez en cuando abría y sacudía las alas, una urraca se acurrucaba en una rama de acebuche y graznaba llamando a la pareja. Imaginé que las encinas, alcornoques, acacias, olivos y otras especies vegetales celebrarían a su modo aquel regalo que caía mansamente de las nubes. Si celebraban el regalo de la vida, también lo estaba haciendo yo, pese a que me estaba calando.

Alguien me hubiera aconsejado, en una mañana como aquella, quedarme en casa, y tendría sus motivos, porque nos hemos alejado tanto del mundo natural y le damos tan continuamente la espalda, que nos sentimos extraños y una minúscula dificultad logra asustarnos. Un niño de la selva que se pierde, no perecerá en ella, nosotros, que no podemos vivir sin semáforos, apenas sobreviviríamos dos días. Somos incapaces de vivir a la intemperie, porque la naturaleza es más veces de lo deseado hostil.

Viene ahora con nosotros. Desde que nacemos la tecnología nos rodea y nos envuelve. Lo primero que vieron nuestros ojos no fue seguramente la luz del día sino la de una lámpara. Habitamos un mundo creado por nosotros, un mundo artificial, pero que empieza a parecernos, en cuanto abrimos los ojos, natural.

Pero un mundo trae otro mundo, y este último, imparable, que nos entra por todos los sentidos, no viene con nuestras señas de identidad y se cierne sobre nuestras cabezas con una ingente cantidad de ocurrencias descarnadas, palabras, frases e imágenes que tienen la vigencia del instante, que no son nada o son gotas de agua que nunca tendrían que cuajar en la tierra, pero que de tanto repetirse se hacen charco.

Es un mundo cruel y despiadado, una irrealidad, es un montaje y una verdad mal apañada. La lluvia nos calará si nos logra coger desprevenidos, porque esta máquina endiablada no solo empapará la ropa, sino que nos dejará desnudos.

Las manos que acarician, los ojos que contemplan la belleza, el corazón que ama y la razón que piensa han de cambiar de objeto. Las manos que acarician pueden retorcerse y los ojos aprender a escudriñar la filfa y el engaño.

Podemos aguantar un chaparrón como la encina y el olivo y aprender a chapotear los charcos, pero no permanecer a la intemperie y eternamente mojados.

SUSANA NÉRIDA

Tantas veces mandé a freír espárragos al mundo, mientras daba un portazo, tan sólo con lo puesto, disponiéndome a dormir a la intemperie.

Me quedaba en los bancos que había delante de la policía local o la guardia civil, por una falsa sensación de seguridad.

La salida se ve muy angosta cuando hay maltrato, cuando te cercan económicamente; aún se complica más cuando hay hijos.

Pero en mi caso, que llevaba años sufriendo tantas violencias de todos los lugares, creía, ingenuamente, que la puerta de la policía y la guardia civil me protegería. Por lo menos, alguien saldría si grito «Socorro» o «Ayuda». Alguien vendría, por primera vez en mi vida, a protegerme, mientras duermo a la intemperie. Por primera vez me siento segura y consigo descansar algo.

Para descubrir, poco después, las burlas y risas de la policía, por ser una sintecho con un móvil que pocos podrían tener. El último esbozo de una vida que ya fue.

Morí tantas veces, mientras dormía a la intemperie…

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

VIVO EN LA CARRETERA


¡No, nooo, nooooooo!


Esas fueron las tres palabras previas (una, si consideramos que es la misma por triplicado con extra de oes) que dieron comienzo a la hecatombe: la detención definitiva y sin contemplaciones del Mini Cooper blanco que hasta ese momento conducía Leo. Curiosa la coincidencia, nombre y horóscopo. Pero ese no es el tema ahora.


A lo que vamos… Leocadia Leonor de Ridruejo, pija de condición, histérica en sus días habituales y residente en el Moratalaz profundo, se dirigía, blanca toda ella, como una sábana recién lavada con la más pertinaz lejía, a la fiesta ibicenca de despedida del verano en el chalet de Pitita. En esas estaba cuando el coche decidió de forma unilateral dejar de surcar a toda velocidad la comarcal M-143 en dirección a Horcajo de la sierra y declararse en huelga motriz, no sin antes hacer unos extraños ruidos, que estas cosas, ya se sabe, sin ruido no son iguales.


Eran las seis de la tarde, mala hora para cualquier cosa, más incluso si te encuentras a la intemperie, sin una triste sombra que te regale un poco de cobijo. El calor abofeteaba sin piedad y la única preocupación de Leo en ese momento pasaba por si el chaleco amarillo reflectante obligatorio hacía juego o no con su vestido blanco de gasa. La temperatura apremiaba, por lo que Leo no tardaría en escapar de su trance estilístico y agarrar su iPhone superplus de los gordos en una mano y los papeles del seguro en la otra. Por fortuna, la suerte se había puesto de su parte y la grúa no tardaría en llegar. Eso le dijeron.


Con cuarenta y tres grados, sin una maldita sombra y sentada en un quitamiedos que cortaba y abrasaba el culo a partes iguales, los sudores pronto comenzaron a chorrear sin piedad por cada centímetro de la epidermis de nuestra pija ibicenca. La pobre chavala, para amenizar la espera, decidió hacerse unos selfies bien aderezados de morritos y sonrisa repleta de dientes, tan blancos y perfectos como su vestido. Aquí, sufriendo… escribió en su Instagram. Lo irónico es que, a diferencia de anteriores ocasiones, esta vez era terriblemente cierto.


De repente, Leo comenzó a sentir una suerte de calambres que le recorrían la pierna derecha. “La insolación va a acabar conmigo”, pensó. Sin embargo, dio un respingo descomunal hasta dar con sus huesos en la cuneta de hormigón cuando comprobó el origen de su picazón. Dos lagartijas enamoradas de dimensiones considerables, espoleadas por el calor y la necesidad de juego, subían y bajaban por su pierna, rozando por momentos sus partes nobles, lo que le produjo un repelús difícil de describir. Se las quitó a manotazos, expulsó algunos alaridos y rápidamente se recompuso como pudo, dando gracias a que no pasara nadie en ese momento para contemplar el despatarre de la caída y el maravilloso espectáculo de sus bragas, que al menos eran de las buenas, de las de los días especiales.


Dos horas más tarde, Leo ya se había convertido en la musa de Miguel Ríos, la protagonista del blues del autobús. Prácticamente ya vivía en esa carretera. El de la grúa, por su parte, no parecía tener prisa ni grandes intenciones de llegar. Achicharrada viva, la criatura sobrevivía a los embates solares gracias al férreo entrenamiento seguido durante todo el verano. Mañanas y tardes en la playa, vuelta y vuelta, habían conferido a su piel un aspecto acartonado y resistente a cualquier tipo de rayo UVA o parecido. Su epidermis era una cáscara. Fue eso, con seguridad, lo que la salvó de acabar sus días aquella tarde.


Finalmente, perdida ya toda esperanza y al borde del anochecer, la grúa hizo su aparición por lontananza como una especie de Moby Dick en mitad del desierto. Pero no, el contramaestre no se llamaba Ismael. Esta vez le había tocado en suerte Matías, todo un profesional del ramo del arrastre de coches, tan veterano como tranquilo, que se hallaba a escasos meses de abrazar la jubilación y dejar el negocio en manos de su vástago, Celedonio, el mayor.


—Naaaa, el chiquillo, que no s’ha enterao bien. No sirve ni pa apuntar en la libreta. De Segovia venimos ¿sabe usted? Y yo venga a decirle, que noooo, que no es por ahí. Esta juventud, madre mía. Arreglaos estamos.

SERGIO TELLEZ

UN SUSURRO, UNA GUERRA

—Oye, Lucas, escríbele a tu hermana y dile que traiga leche deslactosada de la tienda de la Flaca cuando venga del colegio —le dice su mamá mientras prepara la cena en la cocina.

Lucas teclea rápidamente en su móvil. Mientras tanto, Gaby camina hacia casa después de un largo día en el colegio. El teléfono vibra en su bolsillo y lo saca, el mensaje de su hermano dice: «Gaby, ven con la Flaca de la tienda cuando vengas del cole». Gaby se detiene en la acera, confundida. ¿Qué querrá decir Lucas con eso? Mira a su alrededor, luego sigue caminando, intentando decidir qué hacer.

Cada viernes en la madrugada, la Flaca avanza a la intemperie por las calles desiertas con un bolso grande y pesado que contiene todos los materiales necesarios para su arte. Se reúne con otros en un lugar apartado, donde las sombras son largas y el silencio es casi palpable. Juntos, trabajan con dedicación, sus manos moviéndose con rapidez y precisión. La noche es su momento favorito para crear.

Gaby entra en la tienda de la Flaca y le dice:

—Mi mamá te necesita en casa, ¿puedes acompañarme?

Ella mira a Gaby con sorpresa y luego con una sombra de inquietud.

—¿Qué pasa? —pregunta con su voz ligeramente temblorosa.

Gaby se encoge de hombros.

—No sé, solo me dijo mi hermano que viniera contigo cuando viniera del cole. Ella se queda en silencio, su mirada perdida en sus pensamientos. Algo no está bien. Su instinto le dice que pasa algo inusual.

La Flaca y la mamá de Gaby comparten un secreto como miembros de un colectivo de arte callejero que usa murales y grafitis de gatos para expresar mensajes sociales y felinos. Sus obras, que van desde gatos con megáfonos hasta gatos con pancartas, son conocidas en toda la ciudad, pero el colectivo tiene un lado oculto, comunicándose solo a través de mensajes crípticos que parecen ser inofensivos para los no iniciados, pero que en realidad contienen códigos y símbolos que solo los miembros del colectivo pueden descifrar.

Ellas están inquietas por los mensajes misteriosos que han estado recibiendo últimamente. ¿Podría ser que alguien haya descubierto su secreto? Se levanta y comienza a prepararse para ir con Gaby, pero no sin antes enviar un mensaje cifrado a sus compañeros del colectivo: «El gato ha visto al pájaro en el tejado. Preparen las uñas».

En una habitación llena de pantallas y cables, un equipo de analistas trabaja en silencio, escaneando mensajes y comunicaciones en busca de patrones sospechosos. Uno de ellos, un joven con gafas y un café frío en la mano, se detiene en un mensaje que ha llegado esa mañana: «El gato ha visto al pájaro en el tejado. Preparen las uñas». Al principio, parece un simple mensaje sin sentido, pero algo en él llama su atención. Lo marca como «posible amenaza» y lo envía a su supervisor para que lo revise.

Horas más tarde, el supervisor, un hombre llamado Mateo, se reúne con su equipo para discutir el mensaje. Después de un debate acalorado, llegan a la conclusión de que el mensaje podría estar relacionado con una trama terrorista. Mateo está convencido de haber descubierto algo grande y decide llevar el caso al ministro de defensa.

El ministro de defensa entra en el despacho del presidente, un hombre conocido por su estilo enérgico e intenso.

—Señor presidente, tenemos un problema —dice el ministro, entregándole un dossier con el mensaje críptico.

El mandatario lee el mensaje y su rostro se ensombrece.

—Esto es grave —dice, frunciendo el ceño—. El gato ha visto al pájaro en el tejado. Preparen las uñas. Necesitamos determinar qué significa esto.

—Estamos trabajando en ello, señor presidente. Pero es posible que sea un código o un mensaje cifrado.

El presidente se inclina hacia adelante, su voz toma un tono grave.

—No me gusta esto. Hay algo que no me están diciendo. Quiero que se investigue a fondo y se encuentre al responsable de este mensaje.

—Sí, señor presidente. Pero tal vez deberíamos considerar la posibilidad de que sea un simple mensaje sin importancia.

—No hay mensajes sin importancia, ministro. Solo hay mensajes que no entendemos todavía.

El presidente se levanta de su silla y comienza a caminar por el salón.

—Ministro, sabe que nuestras relaciones con el país vecino han sido tensas últimamente. No podemos descartar la posibilidad que este mensaje sea una señal de que están planeando algo contra nosotros.

—Sí, señor, estamos monitoreando la situación y hemos aumentado la vigilancia en la frontera.

El mandatario se detiene frente a un mapa de la región.

—No podemos permitir que nos tomen por sorpresa. Quiero que se movilicen las tropas y se prepare un plan de defensa.—Sí, señor presidente. Tomaremos medidas inmediatas para proteger la seguridad nacional.

Mientras tanto, en el país vecino, el presidente y sus asesores discuten problemas internos, sin saber que su vecino esta preparando una respuesta defensiva.

Ellos no tienen la más mínima idea de lo que se avecina.

El mandatario se dirige a la nación en un discurso televisado, su voz firme y decidida.

«Compatriotas, hoy nos enfrentamos a una amenaza grave e inminente. Después de recibir un mensaje críptico que sugiere una posible invasión por parte de nuestro país vecino, hemos tomado medidas drásticas para proteger la seguridad nacional. Desafortunadamente, nuestras advertencias y demandas de explicación no han sido atendidas. Por lo tanto, hemos decidido tomar acción militar para defender nuestra soberanía y proteger a nuestros ciudadanos.

«Las fuerzas armadas han sido desplegadas en la frontera y hemos iniciado una operación militar para neutralizar cualquier amenaza potencial. Nuestra prioridad es la seguridad y el bienestar de nuestra nación, y no permitiremos que nadie amenace nuestra integridad territorial.

«Pedimos a la comunidad internacional que comprenda nuestra posición y apoye nuestras acciones legítimas de defensa propia. Estamos dispuestos a dialogar y encontrar una solución pacífica, pero no nos detendremos ante nada para proteger a nuestro país.»

Y, en el país vecino, la sorpresa y la indignación eran palpables. El presidente se dirigió a su pueblo, denunciando la invasión como un acto de agresión injustificado.

«Esta invasión es un ataque a nuestra soberanía y nuestra integridad territorial. No hemos hecho nada para justificar esta agresión y exigimos la retirada inmediata de las fuerzas armadas extranjeras de nuestro territorio. Apelamos a la comunidad internacional para que condene esta acción y apoye nuestra legítima defensa.»

La guerra estalló como un trueno en un cielo despejado. La sociedad se encontró a la intemperie, expuesta a los vientos del poder, sin un refugio seguro donde guarecerse. La confusión y el caos se apoderaron de las calles, mientras la gente común y corriente se preguntaba qué había pasado y qué iba a pasar. Los rumores y las noticias contradictorias se propagaban como un incendio forestal, alimentando la ansiedad y la incertidumbre. En medio de la tormenta, los líderes parecían estar jugando con el destino de la nación, sin considerar las consecuencias de sus acciones. La gente se sentía sin control sobre su propio futuro.

La vida cotidiana seguía su curso, a pesar de la guerra. La mamá y la Flaca conversaban en la cocina, ajenas a los problemas recientes entre las dos naciones, mientras los chicos estaban absortos en sus celulares. —Flaca, el próximo viernes pintamos el gato amarillo con franjas negras —dijo la mamá. —Sí, y con un megáfono diciendo… «¡No crean todo lo que escuchan!» —añadió la Flaca y comenzó a pintar el bosquejo. En la pancarta del gato, se leía: «Un rumor puede cambiar el mundo».

Los chicos seguían en sus mundos virtuales.

ANGY DEL TORO

Los Centellas del Crepúsculo

—¡Desaparecieron! ¡Mi madre y otros más del Club Social Renacer! —reclamó a viva voz, agitando una carpeta con fotos en la cara del alguacil.

El oficial apenas levantó la vista.

—¿Desaparecieron… cómo?

—¡Así como lo oye! Salieron ayer de la Discotemba, y ninguno volvió a casa. Ni mensajes, ni llamadas. ¡Nada!

Mientras sucedía el reclamo en la comisaría, las redes sociales ardían. Un video subido por un mochilero alemán que pasaba por el acantilado de Playa Bocabarranco había explotado en TikTok: una escena mágica al atardecer. Adultos mayores sentados en sillas plegables, frente al mar, algunos con bufandas florescentes, otros con gorros de lana, riendo, bailando, uno de ellos levantando una copa gritaba al viento:

—¡Reto aceptado! ¡Pasaremos la noche a la intemperie! ¡Somos los Centellas del Crepúsculo!

La imagen, acompañada de una leyenda: JUVENTUD ACUMULADA.

En cuestión de horas, el hashtag #CentellasDelCrepúsculo había sido compartido más de un millón de veces. Influencers de todas las edades se sumaban al reto. Youtubers, abuelas tiktokers, incluso un político local publicó un video en pijama diciendo: “La vejez no nos apaga, ¡nos ilumina!”

En los hogares, el caos era total. Hijos y nietos se agolpaban en comisarías, hospitales y estaciones de radios comunitarias.

—¡Mi padre lleva marcapasos! ¡No puede dormir en la arena!

—¡Mi abuela es vegana y olvidó su pastillero lunar!

En el centro de monitoreo municipal, las cámaras de seguridad mostraban imágenes inconexas: una caravana de sillas plegables, una linterna colgada en un bastón, una bandera improvisada que decía: «Los años nos liberan». Ninguno sabía dónde estaba. Y peor: nadie se atrevía a detenerlos.

En un intento desesperado por controlar la situación, los canales de televisión emitieron un comunicado oficial:

—“Se solicita a los ciudadanos mayores de 65 años abstenerse de participar en retos virales sin autorización médica.”

Pero ya era tarde.

Un joven documentalista captó la escena desde el aire: una media luna de carpas coloridas, una fogata tímida ardiendo, Ancianos tocando armónicas desafinadas, otros escuchando poemas de Benedetti.

—Esta noche —decían— nadie nos vigila. Nos cuidamos entre nosotros. No huimos, solo acampamos para recordar quiénes fuimos… y continuar siéndolo.

Al amanecer, carros de patrullas e hijos llegaron al acantilado, jadeantes, cargados de abrigos gruesos y linternas. Habían sido guiados por el GPS de un smartwatch geriátrico.

Pero no encontraron drama. Ni fiebre. Ni llantos. Solo a sus padres bailando descalzos sobre la arena mojada, con un cartel colgado entre dos ramas que decía:

“No nos busquen. Solo estamos viviendo. Acumulamos juventud, no dolencias.”

Los familiares quisieron gritar, pero se quedaron mudos al ver a sus padres sonreír como hacía años no lo hacían.

—¿Se van a enojar? — preguntaron los de la guardia civil. —. ¿O se van a quedar?

Nadie supo muy bien por qué, pero esa mañana, muchos hijos y nietos amanecieron sentados en el suelo, pasando la taza de café humeante, escuchando historias, dejando que el viento les despeinara un poco el control de si mismos.

Y fue así como el Reto Centellas se convirtió en un movimiento: no solo una noche a la intemperie, sino la reconquista de la vida, sin permisos, sin edad.

Porque el crepúsculo no era el final… era solo el comienzo de otra aventura.

MAITE BILBAO

¿EN LA INTEMPERIE?

Desde la rama más alta de nuestra haya, mi curruquita y yo observábamos el mundo. La primavera, que por fin había llegado, nos regalaba una tarde de postal en el alto del monte. En las laderas, las vacas, con sus terneros a su vera, rumiaban con la parsimonia de quien sabe que la vida es solo pasto y sol. Una banda sonora de pajarillos completaba la idílica escena. Éramos la viva estampa de la tranquilidad, solo rota por el ocasional rugido de algún avión del aeropuerto cercano, recordándonos que, aunque parezca mentira, el mundo de los humanos sigue girando.

Y hablando de humanos, aparecieron un par. La raza humana, en cuanto sale un rayito de sol, brota de sus madrigueras como caracoles después de la lluvia. Estos, en particular, venían acompañados de uno de esos cánidos domésticos, de nombres tan raros como «Tobi» o «Luna». Nunca he entendido el motivo. El caso es que les soltaron las correas y allá que se fueron a disfrutar de la libertad condicional. Nosotros, ajenos a sus peculiaridades, ya estábamos en lo nuestro: ¿qué íbamos a cazar para la cena antes de que el sol nos abandonara? Un escarabajo, una lombriz jugosa… las opciones eran infinitas.

De repente, nuestra charla sobre el menú se interrumpió. Los dos humanos se detuvieron justo debajo de nuestro árbol. Y lo que vino después haría sonrojar al mismísimo Félix Rodríguez de la Fuente. Primero, se abrazaron con una fuerza que me hizo pensar que uno intentaba sacarle el aire al otro. Luego, empezaron a quitarse la ropa con una velocidad digna de un concurso de desnudistas, mientras miraban a los lados. Como el sol apretaba, no llevaban mucha ropa, una camiseta y unos pantalones cortos; donde estén unas buenas plumas… pero sigo, que el ritual de apareamiento que continuó es digno de ser narrado, como nuestro amigo Félix lo haría:

Observen, amigos de la naturaleza, un fenómeno insólito. Ante nuestros ojos, dos especímenes de Homo sapiens, en un alarde de espontaneidad primaveral, se disponen a realizar un ritual que, entre las aves, solemos ejecutar con más discreción y, si me permiten, bastante más eficiencia. Los machos, en su afán de impresionar, suelen erguirse, pavonearse y ofrecer su plumaje más vistoso. Las hembras, por su parte, evalúan con ojo crítico la calidad del nido y la promesa de alimento. Aquí, sin embargo, el cortejo adopta otras formas. El macho, con movimientos que recuerdan a un molinillo de viento, se lanzaba sobre la hembra. Ella, por su parte, emitía unos sonidos guturales, algo entre el graznido del cuervo y el ulular del búho, que bien podrían interpretarse como señales de apareamiento. El acto, una mezcla de contorsiones vista desde la altura, se desarrollaba con tal intensidad. Menuda danza nupcial más… una coreografía más elaborada que el baile de cortejo de un pavo real. A diferencia de nosotros, que con un par de picotazos y un revoloteo solucionamos el asunto, estos seres parecen necesitar una coreografía mucho más enrevesada.

Cuando por fin terminaron su «ejercicio» vespertino (el sol ya no nos daba para más análisis), se quedaron un rato tendidos en el suelo, como dos lombrices recién desenterradas. Luego, con la misma prisa con la que se despojaron de sus ropas, se las volvieron a poner, aunque con menos gracia. Llamaron a sus cánidos y, sin más miramientos, se marcharon, dejando un rastro de hierba aplastada y un par de pañuelos de papel arrugados.

Miré a mi compañera, la piqué suavemente en la cabeza, con una insinuación juguetona en mis ojos. Ella me devolvió la mirada, con esa expresión suya de «ni se te ocurra». Soltó un graznido:

—Déjate de tonterías, aquí, a la intemperie, ni de broma. Empieza a montar el nido, y cuando esté listo, ya veremos.

No abrí ni el pico. Las urracas somos prácticas. Nada de espectáculos para el público. El hogar es lo primero.

CARMEN ÚBEDA FERRER

La lumi

———–

La lumi, estaba en una

carretera rural

a la intemperie total,

abrasándose

de la cabeza a los pies,

con aquel sol infernal.

Allí tenía su punto

de aguardar,

con mil paciencias,

a que un buga se parase.

Se abriera la portezuela

y a subirse la invitasen.

Mejor que un buga cualquiera

fuese un gran cochazo,

con un tío bien reguapo

con el que se tomase una copa

y la pasease un buen rato.

Más tarde, en un hotelazo

y la “función” terminada

que la devolviese a su punto

y le soltara los cuartos.

*******

De pie, o andando

de aquí para allá,

con aquel calor de matar,

por aquella carretera,

de calina y de sudor,

por no pasar no pasaba

ni gorrión ni jilguero

y no pasaba ni dios.

Al cabo de tanto tiempo

en aquella soledad,

divisó un tractor a lo lejos

que conducía un gañán.

Aquel, con la mano

le hizo señas

para que se subiera a su lado.

La lumi, que ya estaba trastornada

a punto de insolación,

sin chistar, no dijo nada

y al remolcador se subió.

*******

Veremos lo que este rusti

de poca monta

me va a pagar al final.

Supongo que sabrá

a donde me lleva

y a lo que va.

Ya solo me faltaría eso.

Que no supiera “montar»…

¡Yo me largo con él.!

¡Qué al sol ya no aguanto más.!

El rústico puso

en marcha el motor

y atravesaron los campos

de las amapolas en flor.

El aire era placentero

y refrescaba un montón.

*******

La lumi se relajó,

cerró los ojos

y dormida se quedó

apoyada su cabeza

en el hombro

del rústico labrador.

*******

Cuando se despertó

no sabía dónde estaba.

De pronto se le apareció

el gañán, más apuesto

y compuesto que un pincel

rasurado hasta la sien.

Te sentías tancansada

que dormida te quedaste,

tan hermosa como un ángel,

y no quise despertarte.

*******

La lumi se sienta en la cama.

Se despabila al instante,

y ve al que tiene delante.

Es el chulo marrullero

que la tiene como esclava.

EL IDIOTA

Una semana más tarde volvió a la plaza y observó el mismo paisaje: niños pateando a un balón , parejas sentadas en el césped disfrutando del mañanero sol primaveral, ardillas juguetonas que se divertían acercándose a los humanos para luego escapar veloces, palomas revoloteando alrededor de la fuente, pájaros cantandole al nuevo dia y, sobre todo, gente atravesando la plaza con prisa sin notar cambio alguno en su vida ni en el panorama.

Incluso a él le pareció que todos los días eran iguales o que el mismo día se repetía indefinidamente pero el libro que se le había quedado sobre el banco frente a la estatua de un hombre para él desconocido porque al igual que los demás nunca se había detenido a leer la tarja, le demostraba que no, que el tiempo corría y hacia estragos en las cosas, pues , por haber estado a la intemperie, sus húmedas hojas se habían hinchados y comenzaban a cambiar de color. Ya no servía par leer. La tinta corrida, las hojas pegadas…

Y él que no regresó pensando que no valía la pena. que ya había encontrado dueño y otra persona lo estaría leyendo.

FRAN KMIL

A la intemperie.

EL cielo comenzó a tornarse negro. Grandes nubes taparon al sol y un fuerte viento sur comenzó a soplar en tanto truenos y relámpagos aparecieron en el firmamento. La gente se movía inquieta por la amenaza de mal tiempo, ya que la lluvia solía convertirse en temporal en Cerroseco, donde pocas veces llovia, pero cuando lo hacia, llovía con ganas, como queriendo verter toda el agua del cielo en un pequeño lugar para borrar a los habitantes y rehacer la creación.

No hubo anuncio oficial ni rumores ni alerta de quienes oteaban a la naturaleza para saber si habria tormenta y si era adecuado asistir a la convocatoria.

—Ya decía yo —dijo Mauro sin dirigirse a nadie en especial, pero para que muchos lo oyeran —Esta bruja no es de Dios. ¿De dónde ha salido este mal tiempo, así tan de repente? ¡Castigo divino!

Y comenzó a orar, más que por salvar su alma, para que todos lo oyeran y supieran que él sí andaba por los caminos de Dios: por algo lo habían elegido pastor.

Y fue que tanto gobierno, como autoridades y líderes religiosos, habían tomado el acuerdo tácito de acabar con la maga, quien había convocado a los pobladores para el lado sur del río, territorio árido.

EL río de Cerroseco era famélico, de pocas aguas que avanzaban sin ganas, cansadas del camino a recorrer hasta el mar por lo largo que era. También fungía de frontera natural: del lado norte, tierra fertil y del sur, terrenos baldíos, tan malo para la vida que ni la mala yerba quería crecer.

Comenzó a caer espaciadas y grandes gotas de agua. La gente, nerviosa, buscaba donde guarecerse. Sabía que andar a la intemperie era muy arriesgado, pues el débil río comenzaba con rugidos que parecían salir de las mismas entrañas de la tierra para luego desbordarse y arrastrar todo lo que encontraba en su camino.

Allí, sobre una de las grandes piedras ( otro de los misterios del pueblo) apareció la maga del vestido rojo. Alzó sus brazos al cielo y

la gente vio como la lluvia caía en una especie de domo transparente y rodaba hasta el suelo. Se veían los relámpagos, pero no se oían los truenos ni el sonido de la lluvia al caer.

Los soldados y policías intentaron avanzar con la orden de obligar a la multitud a regresar a sus hogares, pero una pared invisible se lo impedía.

A pesar de la voz suave de la maga, los más alejados tambien oyeron claramente cuando dijo:

— ¡Ha llegado el tiempo!

Comenzó el discurso.

La apacible mañana regresó para los que estaban dentro del domo. Afuera llovía fuertemente y el río comenzaba a rugir..

EFRAÍN DÍAZ

Todas las pertenencias de Enrique cabían perfectamente desordenadas en su carrito de supermercado. Hacía años que había perdido su empleo, su casa y su familia. Dormía en un duro banco de cemento en un parque pasivo cercano a la universidad, bajo una bóveda de estrellas. Cuando tenía suerte, usaba un pedazo de cartón como sábana. Vivía a la intemperie, solo, harapiento y maloliente.

Decía el Nobel de Literatura José Saramago en su novela Ensayo sobre la ceguera que el ser humano puede convertirse en un animal si se le dan las condiciones adecuadas. Enrique iba por ese camino. Salvo por el carrito que empujaba con dignidad por todo el parque y por las calles de la ciudad, no era muy distinto de un perro realengo.

Algunos decían que se había vuelto loco. Los que lo conocíamos pensábamos, en cambio, que era exceso de lucidez.

Nunca le faltó comida. Tampoco ropa. Yo mismo solía llevarle camisas pasadas de moda, pantalones que ya no me entallaban. Las aceptaba todas, le sirvieran o no. En invierno, cualquier capa de tela es un consuelo. Como yo, había otros profesores que lo visitaban con frecuencia. A veces íbamos solos, otras en grupo. Siempre lo encontrábamos igual: sentado con calma, como si esperara el final sin ningún apuro.

A pesar de la necesidad, Enrique comía lento. Masticaba con pausa, como quien no le debe nada al mundo. Charlábamos mientras comía. Nunca quiso contarme qué lo llevó a aquel nivel de miseria. Yo tampoco me atreví a preguntarle. Parecía estar en paz consigo mismo. Y eso bastaba.

Una tarde fuimos tres profesores a llevarle comida. Charlamos con él por más de una hora. Varios estudiantes pasaron por el parque, sin mirarnos. Nadie se detuvo. La mayoría no ve a los deambulantes. Son invisibles a la sociedad. Se les interpreta como una advertencia, como el resultado visible del fracaso. Prefieren virar la cara. Pasar de largo.

Al terminar la visita, regresé al salón. Apenas entré, varios alumnos me abordaron con preguntas: por qué hablaba con el deambulante, por qué me sentaba con él, qué podía aportar a mi vida un loco, un apestoso y harapiento deambulante.

Me quedé un segundo en silencio. Luego respondí:

—Ese deambulante apestoso y harapiento, a quien alimento y con quien hablo cada vez que puedo, no está loco. Se llama Enrique y fue nuestro profesor de Filosofía en esta misma facultad. Si hoy soy su profesor, se lo debo a él.

El silencio que siguió fue tan denso que se podía oír caer un alfiler.

ARCADIO MALLO

YO SIN TI

Yo sin ti soy

un cielo sin estrellas,

una luna sin sol,

una noche sin amanecer.

Yo sin ti soy

un océano sin agua,

un río sin curso,

una fuente sin caño.

Yo sin ti soy

un otoño sin hojas,

un invierno sin nieve,

una primavera sin flores.

Yo sin ti soy

un verano en el desierto

en lo que nada queda.

Y si tú te vas, amor,

te llevas mi yo,

dejando en el dolor

esta alma, desnuda,

a la intemperie,

inclemente,

agonizando, sin salvación.

¡Oh amor de mi vida!

No hagas trizas este corazón.

¡Oh luz de mis noches!

No me condenes a la sin razón.

¡Oh aliento de mis penas!

¡Fervor de mi pasión!

¡Sonrisa de mi amanecer!

¡Confesora de mis pecados!

Si te vas,

no olvides que contigo

se va mi vida,

por siempre jamás.

LOLI BELBEL

LA FUERZA DE LA POESÍA

A veces los poetas

Gritan solos en la noche

Muchas veces contando estrellas

– a la intemperie-

!Que viva la vida, el amor

Y la poesía!

A veces la poesia no

Siempre encuentra las palabras

Que definan al amor

a la soledad

A la injusticia

A la muerte…

Entonces despiertan al poeta

Tumbado a la intemperie de la noche

-y con permiso del mundo-

Para que les dé esas palabras

Y las grite con fuerza al viento…

Y luego, si le dejan

Dibujará el más bello

De los paisajes

Llenos de letras y palabras

De todos los colores

Seductoras y guerreras.

Pero hemos de saber

y también dejar

Que la poesía perdure

Para siempre:

Llueva, nieve,

Con tempestades

Sunamis… ,

O cielo raso

Y dejar al vagabundo

(El poeta) a su intemperie

De todo y de nada

que siga gritando

al mundo todos los

Sinsabores de la vida y

Del amor

De la muerte

Y la esperanza

………

Mientras yo,

a resguardo y

en sagrado silencio

contemplo de lejos

Y de cerca a ese vagabundo

como moldea la escultura

de su obra,

su poesía

….

Y

Ruego, por favor

Que nadie ose acallarla…

….

Que perfore si es preciso

Los oídos de los hombres

Y los despierte de su perenne

E inconsciente letargo.

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

Era de tarde ya, cuando sentí que los árboles susurraban secretos en lenguas antiguas y las flores exhalan perfumes que parecían de otros tiempos. Clamé por un refugio de esperanza y resistencia. Sentía que mis raíces se hundían en la tierra como dedos ansiosos por aferrarse a la vida, y las ramas de los árboles se entrelazaban en un abrazo perpetuo con migo, formando un techo de hojas que filtra la luz como un velo de nostalgia y sueños no cumplidos.

En medio de esa intemperie de la existencia, donde el cielo gris de la sociedad opresora cubre todo con su manto de reglas y expectativas. Esa que nos rodea es como un bosque de acero y cristal, donde los árboles son columnas de poder y las flores, símbolos de éxito impuesto. Allí, el perfume de la ambición se mezcla con el aroma de la opresión, creando una fragancia tóxica que impregna cada rincón. Los animales que habitan en ese mundo son como sombras que corren sin descanso, atrapados en un ciclo de trabajo y expectativas, sin tiempo para oler la brisa, ni escuchar el canto de los pájaros.

Pero existe un sendero oculto, una grieta en la tierra que nos invita a escapar. La intemperie del destino es dura, pero en el corazón arde un perfume de resistencia, un aroma que no se puede apagar con reglas ni cadenas.

Para avanzar en este mundo de paz, los árboles serán nuestros hermanos, sus ramas como brazos protectores, y los animales, libres en su esencia, acompañados en silencio. Sabemos que no será fácil, que la pseudo esclavitud de la sociedad nos perseguirá como una sombra persistente, pero también sabemos que en ese bosque fantástico, en esa tierra de sueños y resistencia, aún hay espacio para la vida auténtica, para el amor que desafía las reglas y para la esperanza que florece en la intemperie de un mundo que aún puede cambiar.

MARÍA JESÚS GARNICA

A la intemperie.

La luz del día era cada vez más gris, los contornos se difuminaban.

Tenía frío, me cobije entre matojos. Mi estomago me dolía, comí hierbas, bebí en el río cercano. El cansancio se apoderó de mi.

Me dormí.

Soñé? No se. Con la candidez de mi madre, su leche caliente.

Por la mañana, todo volvía a ser igual.

Sólo, hambriento.

Me tumbé para morir, entré los matojos.

Cuando abrí los ojos, la luz me cegaba, las voces dulces me rodeaban.

Me encontré acostado en algo mullido y caliente.

Unos humanos me miraban y me pusieron un cuenco con comida, qué devoré.

Los humanos dijeron palabras qué no entendía, pero comprendía.

_Como pueden dejar a esta criatura tirada por hay, pobre lo qué a tenido que pasar.

Y me miraban con cariño.

Yo feliz. Había encontrado un hogar, nunca mas tendría qué vivir a la intemperie.

MANUELA CÁMARA

“A cielo abierto”

«Y aún sin techo, sin tregua, ni abrigo,

le amé como se ama a un dios en la ceniza:

con todo lo que falta, con todo lo que duele.»

No sé el momento exacto en que empezó. Pero cuando la intemperie llegó lo hizo para quedarse.

No fue la noche en que me quedé sin sus pasos en la casa. Ni el día que cambié la cerradura porque escuchaba que la puerta se abría sin que nadie entrara. No fue cuando me dijeron «sé fuerte por ella», señalando con la mirada a mi hija dormida en el sofá, tan pequeña, tan intacta todavía.

La intemperie llegó después, cuando el mundo se volvió lento y dejé de escuchar mi voz mientras hablaba. Cuando el café se me enfriaba entre las manos. Cuando al entrar en mi dormitorio, sólo encontraba su ausencia flotando como una sábana rasgada.

La casa seguía en pie. Las ventanas abiertas al sol, los juguetes desparramados por el piso, los platos sin fregar y el cesto de la ropa limpia vacío. Pero todo eso era parte de un escenario ajeno, de algo que no podía estar pasando. Yo caminaba por dentro, como quien atraviesa una estación abandonada y lleva sumo cuidado al pisar el polvo de los recuerdos. Con la certeza de que pasara lo que pasara, nadie más iba a venir a rescatarme.

Le contaba a mi hija cuentos, del viento, de las semillas que duermen bajo la tierra, de los pájaros que se van y vuelven en otras estaciones. Y dormíamos juntas. Ella debajo de mi brazo como si pudiera protegernos a las dos. Pero yo sabía que ya nada nos cubría. Ni los techos, ni las mantas. Que dormíamos bajo la intemperie aunque nadie lo supiera.

Una noche me desperté con su respiración sobre mi rostro. Fue un instante breve, exacto, como el último parpadeo de una llama antes de apagarse. Y sentí dentro de mí algo antiguo y persistente.

No era la esperanza.

Era AMOR.

Y descubrí que el Amor que sientes es lo único que sobrevive a la intemperie.

Desde entonces camino despacio. Sin tocar el armario de su ropa y rodeada de fotos que no me atrevo a guardar. Pero me levanto una y otra vez, porque hay una niña a la que amo con toda el alma y sin condición, que me toma de la mano y me arrastra al mundo, sin saber que me está salvando.

Y aunque todavía hay días que son noches y que duelen como si no tuvieran fin. Ella se levanta por la mañana y me grita:

—Arriba mamá, que ya ha salido el sol.

Y yo miro. Y es cierto.

El sol sigue saliendo, incluso en la intemperie.

MCP.

BLANCA CERRUTI

NO MÁS INTEMPERIE

Hace tanto tiempo que el techo de mi casa es el cielo, que no recuerdo cómo acabé viviendo en la calle y durmiendo a la intemperie.

En los albergues me aseo, como algo caliente… pero no puedo dormir en ellos. Allí, el aire pesa, está cargado de derrotas, dolor, desesperanza. Lo que oía, a veces sollozos ahogados, se me metía dentro y se sumaba a lo que yo ya cargo, así que decidí dormir a la intemperie, en el banco de un parque, abrazado a mis propias angustias y arropado por los árboles.

Ayer noche, en uno de los bancos, encontré un saco de dormir nuevo con una nota: Para que te alivie de las inclemencias del tiempo al tener que dormir a la intemperie. Ya lo creo que me aliviará; al fin podré deshacerme de esta deshilachada manta. «Algún dios existe», me dije y mi desesperanza descendió un grado.

Durante el día vago por las calles y observo la vida como si yo no formara parte de ella. Si hace tanto frío que mi raída cazadora no me protege, entro en la iglesia del barrio del albergue y me siento en el banco más apartado. No rezo. No sabría cómo hacerlo. Solo escucho el murmullo de las oraciones de los que sí rezan y mi corazón se calma.

Según la hora no hay nadie, pero siempre está abierta. Ahora mismo voy hacia la iglesia porque hace un frío infernal, nunca peor dicho.

Al llegar, entra y se sienta en el banco apartado. No hay nadie ni rezos que le calmen, pero el titilar de la llama de las velitas también le serena. Está tan absorto que, al sentir que le hablan, se sobresalta.

—Discúlpeme, señor, siento interrumpir su rezo.

—No se preocupe, no rezaba, no sé hacerlo. Entro en la iglesia porque en la calle hace mucho frío.

—¿No tiene usted casa a dónde ir?

—Ni casa ni familia ni trabajo…

—Atienda, señor….

—Braulio.

—Escuche, Braulio, anejo a esta parroquia tenemos un almacén donde seleccionamos y organizamos la ropa que nos donan y, nos vendría muy bien contar con alguien que se ocupara de recibirla a cualquier hora, los voluntarios trabajamos y no podemos tener el almacén siempre abierto.

No podríamos pagarle un sueldo, pero le daríamos ropa, vales de comida y techo, pues en el almacén hay un cuarto con un baño que ocupaba el vigilante del antiguo dueño del almacén.

—¿Qué decide?

Braulio no puede creer lo que está oyendo. «¿Habré rezado sin saberlo?», piensa.

—Acepto acepto. ¿A quién tengo que darle las gracias?

—Hombre, Braulio, yo diría que a Dios que ha guiado sus pasos hasta aquí.

—De acuerdo, ¿pero ¿cómo lo hago? No sé rezar, ¿a dónde voy?

—No hace falta ir a ningún sitio ni una oración especial, basta que diga de corazón: ¡Gracias, Dios!

—¿Y ya está?

—Sí, tan fácil como eso.

—¡Gracias, Dios, ¡de corazón! —dice Braulio en voz alta.

El voluntario también da gracias a Dios por haber encontrado a Braulio y se lo lleva al almacén para explicarle cómo funciona todo.

Braulio se deja llevar mientras va pensando: «Esta misma noche me acerco al parque a dejar en mi banco el saco de dormir con la nota, para alguien que tenga que dormir a la intemperie.

AXY LINDA

Papá, ¿por qué me obligan a usar esta ropa? ¡No me gusta! Algunas cosas me pican, otras me aprietan… ¡y con estos zapatos algún día me voy a caer!

—Hijo, no exageres.

—Es por cariño.

—¡Por cariño deberían dejarme ser yo mismo! Pero, quieren cambiar mi esencia; me disfrazan, me toman fotos y cuando vienen visitas me ponen a entretenerlas…

—Y lo haces muy bien.

—¡Eso no ayuda! Estoy tentado a irme.

—¿A dónde? ¿A vivir a la intemperie? Allí no hay camas mullidas ni comida servida. El vecino me dijo que a los que viven en la calle se los llevan… y no precisamente a un spa.

—Al menos sería libre.

—¡Libre!. Anda, sé obediente. Haz tus gracias… ya viene la señora con las croquetas gourmet.

RAÚL LEIVA

Indultos

¿Cómo seguir cuando el único camino es el de vuelta?
Si los intentos se desvanecieron,
y los silencios se multiplicaron como una plaga.
Ni el eco de las paredes vacías me dejó en paz,
ni las ganas de olvidarte alcanzaron para respirar.

Me encontré hablando solo, con el cielorraso como mi único cómplice en este teatro de lo absurdo.
Tomé mi alma y la corté en pedacitos, los alineé en una trampa de algodón y telarañas, esperando atrapar un poco de tu atención.

El viento de la indiferencia se llevó los restos, y aquí estoy, sin alma ni calma.
Los nombres y las caras cambiaron, pero la nostalgia sigue siendo la misma, el salto sin red se volvió eterno, y mi efímero ser se fundió con el paisaje.

Desde esta intemperie, miro las sonrisas brillantes, las alegrías que ganan terreno a los corazones, y me siento acompañado en un mundo de soledades grises, los veo avanzar sin mirar atrás, sin un atisbo de conciencia del otro.

Hoy me desperté y la banda sonora de estos días se apagó, ya no resonaba esa triste melodía desafinada de tu voz, hoy encontré fuerzas para ponerme de pie y decir basta.
Me convertí en un solitario a punto de perderse en un mar de soledades sin rumbo, en la puerta de un universo incierto donde solo yo decidiría qué y cómo.
Las angustias se subieron al escenario abucheando mi actitud mientras los rencores, con sus ojos vidriosos, por primera vez guardaron silencio.

En esta intemperie, donde las noches me abrazaron, tomé una decisión:

te voy a olvidar.

ANA DEL ÁLAMO

LA INTEMPERIE

Aún recuerdo esos días de verano en la casita de la playa, donde te sentías tan libre, a la intemperie, sin puertas ni balcones que aprisionaran tu espacio.

Te gustaba posar semidesnuda, como una maja, disfrutando del sol que bañaba tu piel morena y curtida.

Era un bálsamo para ti y también para mí, que te contemplaba extasiado leyendo un libro o revisando apuntes.

De vez en cuando te miraba por el rabillo del ojo o directamente dejaba el libro sobre la mesa de metal y levantaba la vista para ver el espectáculo, mientras degustaba un café frío. Yo te lo ofrecía con un gesto y tú me lo negabas, como tantas otras cosas.

Tu cuerpo resaltaba sobre la arena mullida y clara. Tu pelo recién mojado se secaba lentamente al aire fundiéndose con el dorado del sol.

Cuando tu piel ardía de calor, buscabas refugio en el agua de tonos claros y nadabas con movimientos ligeros hasta convertirte en un punto.

Te confieso que a veces me asustaba porque casi te perdía de vista en el horizonte. Entonces salía afuera a buscarte entre las olas. Poco a poco regresabas a la orilla y volvías a hundirte bajo la arena cálida que te acogía sin rechistar.

Debo decirte que me hubiera gustado ser tierra para plegarte en mi seno hasta fundirte conmigo.

Me sentía feliz porque lo bueno para ti lo era también para mí.

Ahora lo admiro como a un cuadro de Sorolla con su luz mediterránea.

Te gustaba tanto sentirte libre, que decidiste quedarte ahí, a la intemperie, a tu ritmo, a tus cosas que ya no eran las mías.

Y un día te perdiste en la lejanía hasta convertirte en nostalgia, con tus luces y tus sombras.

EVA AVIA

Noches a la intemperie

La ciudad de los rascacielos es mi hogar. Ella me vio nacer mucho antes de que las estrellas fueran las luces que ahora la iluminan. Tiempos de inmundicia fueron los que me convirtieron en lo que soy. Y ahora me veo envuelta en algo de lo que, aunque mi condición te muestre lo contrario, no soy responsable.

—Capitán, nos han avisado de un nuevo caso. Aquí le dejo lo que tenemos del cadáver.

—Gracias, Carlos, déjamelo encima de todo este montón de papeleo. ¿Sabemos algo de esa mujer misteriosa? —Recostándome en el respaldo, apoyo mi cabeza entre mis manos y pienso, quien será ella.

—Si le puedo dar mi opinión, nada. Las redes se han llenado de imágenes de una mujer que pasa las noches a la intemperie y que da la casualidad de que sus avistamientos coinciden con el rastro de cadáveres que están sacudiendo a la ciudad. Y con la llegada de la IA ya no sabemos lo que es real de lo que no.

—Voy a por un café —Levantándome—. ¿Quieres uno? —Cogiendo la chaqueta.

—¿Del puesto de la esquina?

—Es el mejor. ¿Vamos? —Cerrando el cajón del escritorio. La llave, por supuesto, al bolsillo, pues nunca se sabe.

El barrio del Bronx me vio nacer. Crecer allí, ya puedes imaginarlo, no hace falta que te diga más. Ser negro, aquí, es complicado, pero que me respeten en el cuerpo de la policía y llegar a ser capital, ni te cuento. Y ahora, tengo en mis manos uno de los casos más complicados de los últimos años. Todas las evidencias señalan a esa mujer misteriosa, pero ¿cómo una mujer podría ejercer tal brutalidad?

Otro cadáver más y no consigo descubrir quién es el responsable de tales actos. La policía me sigue los pasos y para lo único que sirven es para entorpecer, porque esto no lo ha hecho un humano. Las redes tampoco están ayudando, permanecer oculta es mi prioridad, mi supervivencia depende de ello. Huelo…, ¡sangre!

—¡Detente! —Saltando desde la azotea al callejón.

—Por fin —Soltando a la víctima, que cae al suelo. Me relamo la sangre—. Deliciosa, ¡ja, ja, ja!

—¿¡Quién eres!? —Agarrándolo del cuello, lo empotro contra la pared.

—¿No me reconoces? —Zafándome de mi madre, ahora soy yo quien la tiene contra la pared. No la recordaba tan hermosa.

—¿¡Quién anda ahí!? —La oscuridad no me deja ver—. ¡Deténganse! —Apuntándoles con la pistola. Veo como uno de los dos sale corriendo. Y ahí, de espaldas a mí, reconozco esa silueta.

—Nadie —Saltando a la azotea.

Las noches a la intemperie no van a ser suficientes para atrapar a, él. ¡Maldita sea, creí que murió en la segunda guerra mundial! Voy a tener que salir a la luz del día si quiero atraparle, pero para ello voy a tener que beber sangre humana, algo que hace muchos siglos que dejé de hacer. Lo peor es que, ese hombre, del que su aroma me resulta familiar, me ha visto. Voy a tener que acecharlo entre las sombras para averiguar todo lo que sabe de mí, de nosotros. Y él, si sangre es lo que quiere, sangre le voy a dar, pero será la suya.

Esta noche es el fin de una verdad que lleva muchos siglos oculta en las noches de intemperie. El cuero y los tacones solo estarán presentes por las noches, noches en las que espero que tú me acompañes, sino es posible que me beba tu sangre.

Por el día, seré una mujer más, oculta detrás de la dulzura que ya no recuerdo. ¿Cuál de las dos llegará a ese aroma que me resulta familiar? ¿Cuál pondrá fin a lo que un día no tuvo que comenzar?

SILVIA R.G.

ENCONTRÁNDOSE

Gabriel era un muchacho de carácter sensible y emotivo; aún muy joven y todavía demasiado inexperto en los inicios de su madurez, en sus incipientes vivencias como adulto, para poder disponer de suficientes herramientas que atenuasen su vulnerabilidad. Vulnerabilidad ante determinados juicios de valor por parte de sus allegados, de aquellos seres que, se suponía, le harían sentir «ser parte de una tribu» con cuyos miembros compartir raíces; con amigos (¿o sólo casuales compañeros?)

a los que diferentes momentos de su infancia y adolescencia habrían ido uniendo; y con los que sentía haber experimentado significativas emociones y sentimientos comunes en unas cuantas vivencias.

Pero percibía que algo no le permitía «ser», ni crecer. Que, quizás por una inercia de las costumbres que enmascaraba un consecuente vacío, la relación no le satisfacía

Y él era valiente y honesto con su propio sentir. No estaba hecho para comulgar con ruedas de carreta, para aceptar lo absurdamente establecido sin opción a otros planteamientos.

.

A partir de un día se fué desnudando, desprendiéndose de las máscaras y corazas que le asemejaban a aquella homogeneidad supuestamente deseable. Y fué mostrando con transparencia su «ser» en un entorno que resultó ser hostil a la autenticidad, hostil a manifestar particularidades

que pudiesen alterar aquellas actitudes establecidas que, aunque invisiblemente, se hubiesen pactado y sellado (pareciese que a hierro candente) a modo de una especie de «reglamento interno». Fundamentado en …¿qué?.¿quizás creencias basadas en costumbres con las que, a falta de consciencia individual, cómodamente identificarse?. O en lealtad a… ¿qué? ¿unos supuestos lazos de amistad? ¿una red de relaciones inquebrantable, inmutable en los roles establecidos? ¿una especie de imaginariamente merecido estatus individual como parte de otro estatus colectivo del cual no se debiese dudar?

A veces ocurre que no se permite dar cabida en un grupo a quien no se adapta a ninguno de los roles que se le desee adjudicar; resulta muy molesto para el resto de integrantes; más especialmente para aquellos que sientan gran complacencia asumiendo el suyo, alertados por el miedo a perderlo.

Y poco a poco, Gabriel se fué sintiendo ninguneado, incluso intencionadamente infravalorado mediante actitudes cómplices por parte de los que se sentían más incomodados por esa actitud suya «diferente a la del resto».

Y llegó un momento en que Gabriel se sintió muy solo. Como si una parte de sus raíces se hubiese desprendido. Se sintió a la intemperie y expuesto a su propia vulnerabilidad.

Pero afortunadamente tenía padres (y hasta abuelos, y tíos…) en los que se reconocía entre unas profundas raíces comunes; aunque no teniendo hermanos ni tampoco primos de su edad, éso le había creado una mayor dependencia emotiva de quienes creía amigos desde la infancia. Y fué aprendiendo a sentirse orgulloso de su autenticidad, de su honestidad, aunque debiese pagarlas con el precio de estar solo en etapas en que pertenecer a un grupo parecía imprescindible. Sintió paz interior de no pertenecer ya a ninguna «tribu» ( sinó en todo caso a una tribu más universal) liberándose de presiones. Aprendió a sentirse a gusto con su propio «ser» sin sufrir ya innecesariamente, ni caer en depresión, por infundados juicios de valor ni menosprecios. Y a entender que las vidas tienen muchos giros y que a la vuelta de cualquier esquina pueden aparecer gratas experiencias.

Aprendió, lo más importante, a amarse, aceptando estar aún en los inicios de un camino lleno de aprendizajes, y a que fuese esa autoestima el techo que a lo largo de su vida le protegiese de las inclemencias de cualquier intemperie.

CARMEN BERJANO

Así me he quedado

Desde que salí de tu abrazo.

JOSÉ LUIS USÓN

Se trata de un texto que ya presenté, pero que he ampliado y espero que mejorado.

Introspectivo

A media luz, observo atento el bulto de su cuerpo bajo la sábana. Su respiración, pausada ahora, provoca un movimiento rítmico, semejante al suave ir y venir de las olas de un mar adormecido.

Encorvado sobre el sillón articulado de escay me remuevo e intento encontrar la calma que hace días me falta. Acompaso mi respiración con la suya para sentirme más profundamente unido a ella, intentando crear una ligazón que la sujete a mi lado. Nuevamente, una sensación de indefensión se apodera de mí, también de cierta incompetencia; de haber incumplido mi juramento, mi sacrosanta misión de protegerla a ultranza, contra todo y contra todos. Un pensamiento ridículo, un acto de arrogancia que no puedo evitar.

La esquelética noche ha pasado vacía de sueño, el continuo ir y venir del personal del hospital, me impide encontrar un momento de sosiego en el que acomodarme en esa sensación cotidiana, que te invade con su vaho espeso haciendo que se evapore la consciencia.

La escasa luz que se filtra a través de la persiana imperfectamente cerrada, se proyecta sobre el suelo en una sucesión geométrica de puntos luminosos. Me levanto y tiro con suavidad de la cinta, la hago subir despacio, provocando un sonido ronco que llega a sus oídos y la hace removerse bajo la sábana. Un sol gozoso e inspirador atraviesa los cristales y se desparrama por la habitación inundándolo todo; iluminando a ese hombre pequeño que ahora habita en mí, iluminando también cada uno de esos rincones en los que, hasta ahora, reinaba una oscuridad ominosa que me empujaba hacia algún lugar indeterminado, borroso, donde apenas había algún resquicio por el que pudiera colarse una brizna de esperanza.

Me recompongo, armo una sonrisa con la que darle los buenos días, en su rostro se dibuja otra y me da algo a lo que agarrarme; y es en ese algo —una palabra indeterminada—, en el que todo se sustenta, es ese algo el que mantiene un precario equilibrio entre la fe y el desconsuelo, es ese algo que justifica todo lo pasado, todo lo vivido, todo lo sufrido, y te empuja con una fuerza extraordinaria hacia delante. Algo que me hace salir poco a poco de ese abismo en el que caímos los dos, como materia cósmica absorbida de una manera fatal. La tormenta nos sorprendió a la intemperie, sin esperarla, con la violencia que siempre lo hacen las tormentas. Intentábamos zurcir la cicatriz con palabras menudas que no alcanzaban para el consuelo. Sentíamos en los huesos la febrícula del miedo a su ausencia presentida. Callaban los labios aquello que ambos pensábamos: que no era hora para una precoz despedida. El invierno tocaba a rebato y una amarga primavera nos estalló de pronto, se madrugó de dolor, asoló de hambruna nuestros pechos, calcinó el ingenuo hogar de lo imperecedero quedando solo las brasas de la provisionalidad, se enroscó como sierpes viperinas oprimiendo el corazón de los amantes.

«Hoy nos vamos» me dice. Y así es, hoy nos vamos. Abandonamos esta habitación que en los últimos días ha sido la nuestra, pero que mañana será de otros y al cabo de unos días de otros más, una sucesión de historias diferentes unidas por un mismo espacio.

Ya no siento cansancio. El dolor se va mitigando y es sustituido por una creciente sensación de júbilo. Y subido a este monte que alcanza ya cincuenta y tres horizontes, solo pienso en lo bello, en lo verdaderamente hermoso, en lo valioso, en todo a

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Me probé el vestido con el que se casó mi madre y, me quedó perfecto, era muy lindo, ya no tenía problema de buscar uno.

Al fin, Emilio se había a decidido pedirme en matrimonio después de cuatro años de un maravilloso noviazgo.

Creo, que estábamos hechos el uno para el otro, teníamos muchas cosas en común, pocos desacuerdo pero siempre llegábamos a un arreglo.

Con nuestros ahorros ya habíamos comprado una casa con un pequeño jardín lleno de flores, que me encantaban, era muy acogedora, tenía tres recámaras, pensábamos en tener dos hijos, nos gustaban mucho los niños.

Mañana mandaríamos a hacer las invitaciones, ya teníamos la iglesia y el salón donde sería la recepción, serian 150 personas, entre amigos, familiares y compañeros de trabajo.

Por las noches, imaginaba que estábamos ya en nuestra casa y que algunas veces por las tardes, nos sentábamos frente a la ventana para ver un atardecer.

Y que por las mañanas escucharíamos juntos el trinar de los pájaros al despertar tomados de la mano.

De verdad que me hacía tanta ilusión unir mi vida al hombre que amaba tanto y que también me decía que yo era el amor de su vida.

Así, quisimos arreglar las cosas con tiempo, para que salieran lo mejor posible.

Faltaban cuatro meses para el enlace.

Seguiríamos en tanto con nuestras vidas.

A la semana siguiente… me dice que del trabajo le piden que vaya un mes a otra de las empresas que se encuentra en otro estado, pero que se estaría comunicando conmigo constantemente. Creo que ya no hay tanto más por hacer para la boda. Le digo que lo extrañaré, y le deseo que le vaya muy bien.

Se fué. Me llamaba cada tercer día, siempre le deseaba que todo estuviera bien.

A la tercera semana ya casi no me hablaba pensaba que estaba muy ocupado y, yo no le hablaba para no distraerlo.

Al empezar la cuarta semana me llama, escucho su tono diferente, le pregunto que pasa, y me contesta que ya no piensa regresar, le contesto que no entiendo, le pregunto que ¿porqué?…

Y me pide que por favor lo perdone que conoció a otra persona y se enamoró de ella, que no sabía como había sucedido; pero que las cosas así estaban y que lo sentía mucho, que yo era una una gran mujer y que pronto encontraría a alguien que me amara.

Que me quedara con la casa, con todo lo que habíamos comprado.

Que él le llamaría a las personas a las cuales habíamos invitado para disculparse. Se despide y me desea suerte…

Que más le podía decir, realmente me había dejado sin palabras me sentí ¡a la intemperie!, con el corazón roto en mil pedazos.

No sé si algún día pueda comprender esto, creo que jamás.

Me pregunto ¿a cuantas personas les habrá pasado algo como esto?.

Y no quiero decir ¿por qué a mi?.

Nunca pensamos en cuantas cosas nos podrían suceder en nuestros días de vida.

Me desahogo en un mar de lágrimas.

Ahora, debo tratar de conservar la calma, no voy a destruir mi vida por esto.

Me cambiaré a esa casa que con tanta ilusión arreglamos, y seguiré adelante.

Tal vez; algún día realmente encuentre al verdadero amor de mi vida.

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

El sabor no da la felicidad (Parte 6)

El joven Rayan, guiado por la respuesta que había encontrado en su interior, se adentró en el bosque. Iba con la firme convicción de que, esta vez, sí estaba haciendo lo correcto. Como única compañía, una caracola colgando de su cuello.

Fue entonces cuando fue sorprendido y capturado por un grupo de valerosas Amazonas.

—Tranquilas, solo vengo para ayudaros —dijo el joven, alzando los brazos en señal de que no pretendía entrar en conflicto.
—Sí, pero eso se lo explicarás a Luna —le dijo, a espaldas del joven, una Amazona, mientras maniataba con firmeza sus manos—. Vamos, camina y defiende tus intenciones… si es que puedes.

La segunda noche caía. Oscura. Silenciosa. Como la antesala de una contienda inminente.

Pronto llegaron a un claro del bosque, iluminado por el fuego. Rayan lo reconoció. Allí, en el centro del paisaje, se erguía el árbol milenario de pie de elefante, guardián de la ayahuasca. A su lado, una gran roca conectada al tronco por una rama arqueada: un arco natural, como si el bosque mismo señalara una entrada sagrada o un elemento por descubrir.

—Venga, ahora es el momento de que hables y salves tu vida —ordenó la guerrera que custodiaba al muchacho. De una patada certera, lo derribó. Rayan cayó de rodillas, con el filo de una lanza apuntando a su nuca.

Fue entonces cuando Luna se giró. Imponente. Silenciosa. Líder indiscutible de aquellas fieras y sabias mujeres.

—Fui yo… —se atrevió a decir con voz temblorosa el joven—. He sido yo quien puso en las costas de vuestra playa la sombra de la muerte.

—Termina ya con esto, Luna —dijo, enfurecida, la Amazona, comenzando a clavar la lanza.

—No. Aguarda. No puede ser tan necio —levantó la mano Luna para frenar el ímpetu de su hermana—. Algo más habrá venido a contarnos.

—Así es. Yo fui quien encontró este bosque y vi ese fruto tan especial. Formaba parte del grupo de hombres que os asaltamos… y que vosotras masacrasteis. Pero logré escapar y le revelé al rey vuestro secreto.

—Pues vaya, sí que eres estúpido —Luna volvió a dar la espalda al joven mientras decía—: Acaba con su vida y preparemos la batalla.

La Amazona, gustosa, se dispuso a terminar con él. Pero, en un último intento desesperado, el joven gritó:

—¡Escucha la caracola que porto!

Luna se acercó al muchacho, le arrancó la caracola del cuello y la acercó a su oído.

—Si quieres ganar, ningún cabo suelto has de dejar —susurró una voz dentro del cuenco.

Fue entonces cuando ocurrió lo imposible.

Una hoja morada del árbol milenario —de esas que nunca caen— se soltó del ramaje, danzó en el aire y se posó suavemente sobre la cabeza del joven.

Solo cuando el bosque quiere hablar, una hoja cae.

Luna lo entendió.

—El bosque ha hablado. Encerradlo. Su momento aún no ha llegado —dijo, derramando con sus palabras un torrente de sabiduría.

Así fue como Rayan acabó en una celda suspendida en lo alto de un árbol, abrazado a su destino con la serenidad de quien ya no teme.

Cayó la segunda noche. Y como si de un inmenso cristal se tratara, los Dioses del Olimpo vieron con claridad cómo estaban colocadas las fichas antes de la sangrienta y épica contienda. Fue entonces cuando, a la intemperie, se conjuraron los pensamientos de los actores principales.

El rey, aferrado al mástil de la popa de su barco, miraba el bosque como el líder de una manada de hienas que ha acorralado a la leona y espera el momento justo para cazarla.

La hechicera, a hurtadillas y sin que nadie la viera, se internó en el bosque. El viento helado de la noche le sirvió de aliado, enfriando su juicio y templando el pulso en un plan que tal vez no era del todo suyo.

Luna, por su parte, se retiró a reflexionar sola, alejada de todas. Parecía buscar en el infinito de las estrellas una que la guiara en la difícil misión de proteger el bosque.

El joven, desde su celda, se aferró a uno de los barrotes. Como quien se abraza a la dificultad sabiendo que, después, algo mejor llegará.

Y el viajero, que ya había escuchado mitos y leyendas sobre aquel bosque, penetró en lo más oscuro de este, buscando una historia que aún dormía…

CÉSAR TORO

“ Voy caminando por la vida en el tren de la muerte, viendo como el progreso acaba con la gente y si llueve me mojo; pero no encojo, me pongo el sol al hombro y el mundo es amarillo.”

Facundo Cabral.

En el largo camino de la vida, encontré de todo. Risas, llanto, alegrías y penas, así transcurrió el viaje con altos y bajos cayendo y levantándome, creí erróneamente que podía solo, que era autosuficiente y que lograría llegar a la meta sin la ayuda de nadie, naturalmente estaba joven y la dicha me sonreía. Pero un dia recibí una lección, caí y me di cuenta que no podía levantarme solo, fue entonces que me di cuenta que: cual Adan en el eden estaba desnudo y a la intemperie. Pero entonces me acordé de Jonás y su oración cuando se encontraba dentro del pez. Desde lo mas profundo clamé a Dios y el me respondió. Me saco del hoyo en que habia caido, me cubrio con su manto y me brindó abrigo y paz a mi alma.

Nunca mas estaré a la intemperie.

El señor es mi pastor nada me faltará.

LETICIA R MENA

INTEMPERIES

Huimos de la Ciudad, del demasiado racional Estado que hace de nosotros siervos dóciles. Sumisos bajo el miedo a lo que ellos llaman “lo salvaje”, lo que existe más allá de los muros de la Ciudad, ahí fuera a la intemperie.

Vivimos libres, con el cielo, azul o estrellado, como único techo sobre nuestras cabezas, habitando cuevas como modernos prehistóricos. Comemos cuando tenemos hambre, dormimos cuando tenemos sueño. Ajenos a cualquier medida de tiempo que no sean el sol, la luna o las estaciones.

Sí, las estaciones. Porque en esta intemperie nuestra aún existen las estaciones. Esas que fueron erradicadas hace generaciones, que solo aparecen en los antiguos libros como si se tratara de criaturas mitológicas, y que se sustituyeron por un clima que el Estado decide según conveniencia medioambiental.

Y no es que dentro de los muros de la Ciudad no exista naturaleza o fauna. Bosques domesticados, cultivos artificiales, animales sintéticos.

No natura viva, feroz, capaz de dar cobijo y alimento. O de devorar sin piedad a cualquiera de sus hijos.

Hay muchas intemperies aquí en el mundo exterior. Incontables. Cientos de formas distintas de habitarlas. Los más ancianos llaman a eso “diversidad”. Una palabra arcaica que los que hemos sido incubados y criados en la Ciudad, aún no comprendemos del todo bien.

Pero sabemos que este es el futuro. Debe serlo, pues lo contrario, la Ciudad con sus estrictas leyes, no sería más que el camino hacia la extinción de la humanidad tal y como se creó: viva, libre, cambiante. No una serie de patrones humanos a repetir, más mecánicos que de carne, hueso y emociones.

Seguimos huyendo, la Ciudad nos ha tomado por sus enemigos, dicen que rompemos el orden y que queremos el fin de todo Estado.

Al principio no nos defendíamos. Ahora, después de contemplar la crueldad de la Ciudad para seguir manteniendo su poder; después de arrancarnos la venda de los ojos que nos impedía ver a un Estado corrupto y manipulador, que nos quiere sumisos y obedientes, ahora nos defendemos.

Pronto seremos los atacantes.

No tememos, la intemperie nos protege.

NILA J BOHORQUEZ

La borrasca…

La cabaña veraniega frente al mar era nuestro santuario, lugar de descanso y esparcimiento de toda la familia, escapando del ruido infernal de la ciudad capitalina.

Esta vez fue todo distinto…las puertas y ventanas de la casita (desde donde se podía divisar el piélago), se tambaleaban por la fuerza del viento… entonces pude observar nubes negras presagiando

tremendo aguacero…las inmensas olas chocaban con furia en los riscos creando enorme estruendo que se escuchaba en el interior y estremeciendo la serenidad de mis pensamientos.

Cuando me acerqué a la enramada sentí la impetuosidad de la lluvia golpeando mi rostro y humedeciendo mi cuerpo con el agua mezclada con olor salobre.

La velocidad del ventarrón limitaba mi andar, pues deseaba retozar en la blanca arena rociada con la espuma marina; aún así, logré caminar hasta la ribera sintiendo en la cabeza y espalda las gotas gruesas y frías de la precipitación, retando a la naturaleza, sin importar las inclemencias de la intemperie, pero disfrutando momentos que no se repiten.

No fue buena la decisión de continuar afuera, al aire libre, por varias horas…de pronto recordé que había abandonado mi cuaderno de apuntes en la mesita de hierro colado y enseguida regresé al recinto, pero olvidé cerrar el portón y la fuerte brisa esparció por toda la sala, las níveas hojas en las cuales hilvanaría letra a letra para crear un poema destacando la belleza y majestuosidad del mar. Este objetivo no lo logré, pues las diminutas letras asomadas en mi mente revolotearon en el espacio cual libres mariposas…

papeles y lápices quedaron flotando en el charco.

La borrasca pasó, como pasa todo en esta vida… descansé en la orilla de la playa contemplando el horizonte extasiada, pensativa, deleitándome del firmamento cual lienzo pintado con los Pinceles Divinos de Dios, con sus rayos crepusculares de diferentes y maravillosos matices…reflejos indescriptibles que el sol deja cuando se despide de estas latitudes para seguir iluminando el otro lado del universo, dándole paso a la noche iluminada por la luz selene y las estrellas.

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3 comentarios en «A la intemperie – miniconcurso de relatos»

  1. Esta semana no ha sido fácil. Hay muchos que me han gustado. Me encanta el nivel de este grupo.
    Finalmente, mis votos son para:
    – Juan Manuel Caballero
    – Fran Kmil
    – Manuela Cámara

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