Despedida – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «despedida». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 9 de mayo!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

ANTONICUS EFE

Contemplo cabizbajo la ciudad desde las afueras, siento que algo allí he perdido definitivamente. El río ahora fluye en otra dirección, el puente está lejano y no tengo ganas de caminar. Los restos de mi alegría yacen esparcidos en la hierba, al lado de mis pies que se niegan a darse la vuelta, impidiéndome contemplar nuevos horizontes. Me obligan a divisar mi derrota una y otra vez.«¿Por qué motivo permanezco inmóvil sin darme la vuelta, cuando se perfectamente que es una postura insana?». Mi corazón se niega a aceptar la pérdida del ayer, no le gusta el presente, hoy no es una opción que le seduzca. No quiero despedirme de lo que conozco aunque sea doloroso.

Al cabo de un tiempo un brillo asoma dese el horizonte, un joven desvergonzado me muestra un doblón de oro mientras me observa risueño, con una mezcla a caballo entre provocación y oferta.

-Mira trovador, aquí tengo un nuevo corazón para ti, pero tienes que darte la vuelta y ponerte en marcha- al fin se decide a hablar.

-Lo siento, no puedo aceptar tu oferta, hay algo que me previene contra ti- contesto sin mucha convicción.

-¿Y ese algo no te previene contra tu forma de afrontar tus nimios fracasos? Estás haciendo un auténtico ejercicio de autoderrota sangrante, de algo que es normal en el paso del tiempo, las cosas se rompen y no tienen arreglo. Se dejan atrás y vuelta a empezar, a sentir de nuevo ilusión, a vivir y tu te recreas en tu cobardía para olvidar, si es que hay algo que olvidar. ¡Vive!, acepta mi regalo y vive – dice enfatizando lo que al él le interesa.

-¿Y con los restos del naufragio que hago, los dejo a la deriva? – intento refutar su optimismo.

-¿Qué naufragio? Tu barco ha encallado y la tripulación ha desertado. Busca otro barco y otra tripulación y navega en sentido contrario. Ya está.

Se que tiene razón pero sigo enfurruñado, ensimismado en mis cosas; así es más fácil.

-¡Abre los ojos, la mente, despierta!- me digo a mí mismo.

Me doy la vuelta por fin y avanzo, pero solo hasta el primer árbol que encuentro, donde sigo contemplando los restos de mi caos, sin advertir la mano que flota en el aire ofreciéndome una nueva copa de felicidad.

-¿Seré capaz de darme cuenta de su presencia?-

A lo lejos diviso por fin un alto castillo, con sus almenas y torres impolutas, firmes, altivas, invitándome a subir. Por fin me fijo en la copa que se me ofrece e ingiero su contenido.

-¡Ya era hora, se me estaba durmiendo el brazo- me dice una voz sin cuerpo visible.

-Ahora resulta que hablan las manos- contesto mecánicamente sin saber muy bien por qué.

El líquido de la copa es pura ambrosía, puro deleite para mis sentidos que despiertan en toda su extensión, obligándome a ponerme de pie y avanzar con paso firme hacia el castillo. La magnífica puerta labrada con escenas del libro de la vida se abre ante mí, enhiesta, sólida, desafiándome a entrar. Acepto su desafío, subo por los interminables escalones de piedra viva que me animan a cada paso, me insuflan energía, me elevan. Al final de la escalera se encuentra por fin la libertad: estoy arriba. Hay una gruesa vara firme plantada en la piedra y otra apoyada en la pared, supongo que es la que debo plantar, aunque todavía no se cómo. Observo el horizonte, el agua no está estancada, está activa, bravía, mece a los barcos que navegan en su seno, invita a que la observe, es el reflejo de mis emociones y quiere que medite sobre ellas. Hay tierra firme a lo lejos, solo debo atravesar las olas para llegar allí, pero antes debo planificar la manera de hacerlo. Doy con la forma de plantar la vara. Es con mi simple pensamiento -aceptándola-, que la piedra se abre y me deja introducirla. Al momento brotan hojas verdes, retoños, de las que saldrán nuevas varas. Ahora lo entiendo: cuando hayan crecido será cuando podré usarlas para transportarme a través de las aguas a modo de timón que gobierna las barcazas. La espera habrá merecido la pena…, también puedo rompérselas a alguien en la cabeza, eso libera. De cualquier manera me despido del ayer.

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

La estación albergaba el tren que me iba a llebar lejos de tí.

Te recuerdo vestido de negro en aquel andén vacío de gente, por eso, tu imagen triste se quedó grabada en mi corazón de hija pequeña ya que solo tenía trece años, pero, si era consciente de mí valía para ganarme el sustento y, también, con mi trabajo remediar en lo posible la necesidad que en aquella casa de 1958 había…

Tu mano alzada diciéndome adiós, grande y callosa por el trabajo en las tierras, desde la puerta abierta de tren la sentí en la cara dándome aque beso escaso en tu proceder pues en aquellos tiempos de antaño, mostrar el cariño de un padre hacía su hija estaba mal visto…

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Ana se levantó como un resorte al ver tanta claridad.

=¡Mierda, me he vuelto a dormir!= estas fueron las palabras que pensó antes de darse cuenta de que eran las cinco de la tarde. Llevaba un tiempo con el cortisol por las nubes. Respiró aliviada al darse cuenta.

El problema de dormir siesta es que por la noche le costaba conciliar el sueño, eso unido a que madrugaba demasiado para ir a un trabajo que odiaba con todas sus fuerzas hacían que la pobre Ana pasara las noches en vela, peleando con sus pensamientos en aquellas horas intempestiva.

Ella se encontraba mal desde hacía tiempo, el daño psicólogo que estaba sufriendo se le notaba ya en su aspecto físico. Estaba desanimada y muy deprimida, pensaba que era todo culpa suya y ese sentimiento se apiseraba de ella.

Se levantó harta de dar vueltas en la cama y empezó a leer un poco un libro y escribió su poema diario que tanto se ayudaba a continuar con la vida:

Siento la oscuridad de la noche,

me atrapa endemoniada cada mañana,

con ojereas y un dolor en el pecho,

que me aprieta y ahoga por dentro.

Necesito aire en mus pulmones,

me despierto y siento estar muerta,

no logro encontrar sentido a mi vida,

mi alma llora de pena a cada hora.

Cuando acabó de escribir desayuno y se puso la ropa del trabajo, eran las cuatro y media de la madrugada y Ana entraba a trabajar a las cinco y media, salía un poco antes para evitar cualquier percance, trabajaba en una fábrica de logística sitiada a unos veinte kilómetros de su casa.

Ana bajo al garaje y arrancó su vehículo, un Renault Clio del 2002 que ya empezaba a fallarle pese al grandioso servicio prestado, fue un regalo de sus padres por aprobar el carné de conducir.

El problema es que a Ana no le gustaba conducir, ni tampoco trabajar en una muerda de puesto de trabajo, había estudiado veintitrés años de su vida para acabar haciendo lo que le dictaba la muerda de sociedad donde vivía, a Ana lo que le gustaba era leer y escribir,¡pero claro eso no es ningún oficio! Son las palabras desgarradores que había escuchado de su vínculo familiar constantemente y ya hasta se lo había creído, tenía que renunciar a sus sueños porque así lo marcaba el sistema. Ni siquiera la daban opción a intentarlo, desconocían que Ana sería una escritora de fama mundial dos lustros después de esta peliaguda historia.

Ana llegó a su puesto de trabajo, empezó a meter las piezas que le mandaba la grabadora de pedidos, el encargado no la quitaba ojo de encima,aunque esa mañana la dejó trabajar si menospreciar como la mayoría de días. Una hora antes de acabar su jornada el encargado se acercó a Ana y de una forma peyorativa como era habitual se dirigió a ella con las siguientes palabras: – Pase al despacho cuando pueda- –

El corazón de Ana se aceleró como un caballo desbocado, se quedó muda de los nervios y no logró responder debido al estado de pánico en el que había entrado. Cuando por fin se calmó entró de facto en la oficina:

=Buenos días.= Acertó a decir Ana titubeante. Sin mediar palabra el encargado le entrega una misiva a Ana y la miró de forma burlona, para finalmente pronunciar con satisfacción las siguientes palabras: =Está usted despedida=.

Las lágrimas emanaban por las mejillas de Ana, sin saber que ese día comenzaba su nueva vida.

Con el dinero de la indemnización que su abogado reclamó y consiguió en el juzgado Ana pido invertir en su literatura convirtiéndose en un referente literario en su época, alcanzando su sueño de manera excelsa. Su arduo trabajo por fin dieron sus frutos.

Fin.

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

DIEZ MORENITOS – IX

Inocencio Azagra está sentado en una mesa de la cocina. Lo acompaña Merche. Los dos dan buena cuenta de un suculento desayuno mediterráneo. Teresa y Sagrario observan de reojo la escena y cuchichean entre ellas; un comentario de la más joven provoca una carcajada conjunta, que enfada a la cocinera.

―¿¡De qué os reís ustedes, coño, mamarrachas!? Más valía que engancharais con la faena, que se os va la mañana en avemarías ―refunfuña pasándole al sargento una gruesa rebanada de pan, generosamente perfumada en aceite de oliva, mientras cruzan una mirada cómplice, que el policía acompaña con un guiño.

―Se nota que ya refresca ―alza la voz Sagrario por encima del ruido de cacharrería―, yo no sé vosotras, pero esta noche he tenido que dormir con calcetines.

Teresa sofoca una risita, regaña a la otra con un visaje divertido, de mentirijillas, y toma el relevo en la chacota.

―¡Uy, no, mira tú! Yo soy muy calurosa; eso Merche, que es más de pies fríos, aunque lo mismo ha dormido con bolsica de agua caliente ―mete la puya hasta la cruceta.

Azagra, impertérrito, sigue a lo suyo; frunce la nariz, achina los ojos y se encoge de hombros, dando a entender a Mercedes que no merece la pena seguirles el juego. Pero ella, que si bien no es de natural bilioso, sí tiende al desparrame, se yergue en todo su esplendor y puesta en jarras, al más puro estilo de valquiria wagneriana, se enfrenta a las graciosillas.

―Pues mirad, guapas, he dormido abrigada, si tanto os interesa, en mi cama y muy a gusto, sí, no como alguna, que, sin señalar ―pero señala, vaya que lo hace, con ganas, a Teresa―, por las ojeras y los chupetones del cuello parece que le han bajado la calentura a mordiscos.

A la chica se le enciende la cara, instintivamente se lleva las manos a la garganta y musita: «¡ay, Jesús!», desatando un tsunami de risas.

―Señoras, señoras, compostura ―reclama Azagra, mientras hurga en el bolsillo de la americana, acudiendo al reclamo del móvil, que zumba impertinente.

Al sargento, el regusto que el aceite le ha dejado en la boca, está pidiéndole a gritos un colofón de anís y en otras circunstancias ya se habría entregado a la liturgia, con un buen cáliz de Machaquito seco, su elixir de cabecera para consagrar; pero hoy lo cohíbe la presencia de Merche, quiere causarle buen a impresión y empezar la mañana con un desengrasante alcohólico no es la mejor manera.

La llamada es del comisario Montesinos y para atenderla con más discreción, se aparta de la mesa, dando por terminado el almuerzo.

―Buenos días, Azagra, cómo va todo por allí, ¿alguna novedad? Alégrame el día, Inocencio, por tus muertos.

―Nada definitivo, comisario, aunque es muy posible que estemos a punto de abrir una nueva línea de investigación ―dijo, refiriéndose a la conversación mantenida con Antúnez el día anterior durante la comida―. Parece que hay otro huésped más en la isla del que no teníamos noticias hasta ahora. Un japonés, que tiene alquilada la vieja casa de los guardas. Un tipo raro, según el gerente, que lleva desde el mes de julio sin dar señales de vida, aunque en la casa sigue habiendo actividad.

Mientras habla se va alejando de la cocina. El comedor ya está vacío y Teresa anda ordenando las mesas y montándolas para la comida del mediodía. En el vestíbulo de recepción se cruza con Antúnez, que lo saluda con la mano, en silencio.

―Cuando menos la cosa no parece muy normal, tienes que investigarlo, Azagra, date una vuelta por allí a ver qué te encuentras―al otro lado de la línea alguien está llamando la atención del comisario, que ha debido de tapar el micro del teléfono, porque lo siguiente que dice no va dirigido al sargento, aunque a este le llega en sordina―. «Sí, coño, luego lo veo, que ahora estoy ocupado». Perdona Inocencio, es que hoy tengo lío. Bueno, lo dicho, que entres a la casa y me dices.

Azagra se para en la puerta de la casona. El fresco de la mañana le saca un pequeño estremecimiento y recula de nuevo hacia el vestíbulo.

―Necesitaremos una orden, comisario, la torre es un edificio aparte, el japo la tiene alquilada y no permite que nadie se le acerque; habrá que decírselo al juez.

―Yo me encargo ―la voz del comisario denota urgencias―. Otro asunto. En un par de días recibiréis visitas; cosas de arriba, qué quieres que te diga. Solo sé eso, no me han dicho más, así que poco puedo adelantarte. Aprovecharé para mandarte al mecánico y que arregle la barca; no podemos tener a la gente retenida allí por más tiempo.

Desde el piso de arriba, donde se encuentran las habitaciones de los huéspedes, llega ruido de voces y risas de mujer.

―No parece que estén muy a disgusto aquí, jefe ―sonríe para sí Azagra, recuperando mentalmente los episodios vividos en los últimos días.

―«¡Que sí, joder, ya voy!» ―recupera el comisario la sordina―. Oye, sargento, tengo que dejarte. Me pongo con lo del juez. Cualquier cosa me dices. Agur, cuídate.

Merche y las chicas ya han dejado de tirarse dardos; hay que trabajar y se impone un alto el fuego, pucheros, sartenes y cacerolas toman el relevo y las tres mujeres evolucionan por la cocina sin apenas tocar el suelo, como expertas patinadoras trazando ochos sobre una pista de hielo. Azagra se lo imagina, sabe que allí no puede volver y busca nuevamente la salida.

El jardín está vacío. A esa hora de la mañana el sol todavía se oculta tras la casona y el otoño, que se ha hecho fuerte, mantiene a los visitantes recluidos en sus habitaciones. Ligeras ráfagas de viento frío ponen cabrillas en el espejo de la laguna, los patos, como el poeta, ligeros de equipaje, abandonan los carrizos y migran en busca de un calor forastero; el personal de servicio está a sus cosas y los huéspedes, sin nada mejor que hacer, cómo decirlo, pues eso, no hacen nada.

Trota Quintanilla por su particular circuito de entrenamiento, con el rostro congestionado por el esfuerzo, la sudadera empapada y marcando músculo por todos los rincones de sus mallas de licra. Desde la ventana de su habitación, Rosi, que ha dejado de pintarse las uñas, no le pierde ojo y sigue, embobada, el metrónomo perfecto de esos glúteos berroqueños, que marcan el ritmo de la carrera.

―«¡Dios, qué culo!» ―piensa mordiéndose el labio inferior, sin darse cuenta de que se está poniendo los nudillos de la mano izquierda perdidos de laca ―. ¡Coooño, Rosario, hija, mira lo que haces! ―exclama mientras empapa en acetona un algodoncito, para reparar el destrozo―. Tú verás cómo te lo montas, pero está claro que necesitas echar un polvo urgentemente ―sentencia apartándose de la ventana.

Dicen que la distancia es el olvido, pero hay quien no concibe esa razón. Lo mismo piensa Manuel Corrales ―Manolo, para los íntimos, representante comercial de material odontológico, putero compulsivo y marido de Rosi―, que también, en ese mismo instante, a quinientos kilómetros de la Ínsula del Duque, frente a un café en taza de desayuno y dos porras, se está haciendo las mismas reflexiones filosóficas que su mujer.

―Marcial, fenómeno, ponte los gayumbos de Calvin Klein, que esta noche los socarras, bandido ―le grita al móvil, mientras espera que deje de gotear el churro―, sé de buena mano que hay género nuevo en El Elefante Rosa y acabo de enchufar tres unidades dentales completas, me arde el bolsillo con tanto billete: yo pago las titis, tú los cubatas. Y haz la maleta que nos vamos de viaje, a la Ínsula del Duque, viaje oficial, ya te contaré. Sí, joder, luego, esta noche, tú haz lo que digo y te traes a la parienta. ¡No, gilipollas, al Elefante no, a la Ínsula! Luego te explico.

No lejos del bar en el que Manolo está desayunando, en la calle Jorge Juan, entre Lagasca y Velázquez, Jimena Lozano Chordón, viuda de don Baltasar de la Mora y Castrillo de la Gomera, miss Calahorra 1998 y marquesa de Jarandilla, acaba de recibir la noticia de que, por fin, el juez le permite hacerse cargo de los restos mortales de su difunto esposo.

―Hilario, corazón, prepara todo para el funeral ―aparta el zumo de pomelo, pincha con el tenedor el último trocito de queso fresco que hay en el plato y se ajusta el albornoz―; en la intimidad, algo rápido, sin misas, un responso, si acaso, porque en la familia hay meapilas; incineración y a la capilla de la finca. ¡Ah!, que no se te olvide meterle en la caja el puto cuadro de los negros. No lo soporto.

El secretario y amante de la marquesa toma nota mental de todo.

―Vale un pastón, Jimena, te lo advierto; los diez morenitos, así rebautizó Baltasar ese cuadro, te lo subastan en Sotheby’s y te da para media docena de cartujanos de alta escuela. Tú verás.

Jimena, desde la puerta del salón, niega repetidamente con la cabeza.

―Un funeral vikingo, Hilario, una despedida de ópera alemana, a lo grande, para siempre. Eso es lo que se merece mi marido y si pudiera meterle en el féretro a todas las zorras con las que me puso los cuernos, ten por seguro que lo hacía ―vuelve sobre sus pasos y acaricia con mimo la mejilla de Hilario―, menos mal que siempre te he tenido a ti, amor mío. No hay más que hablar. Los morenitos se van con él al infierno.

Él atrapa la mano querida, se levanta de la silla, rodea con sus brazos el talle de la marquesa y se funden en un beso liberador, largo, apasionado.

Siempre en la misma secuencia de tiempo, en mitad de la Castellana, apoltronado tras la mesa de su despacho de director, en la sucursal número tres del Banco de Negocios y Chachullos, Marcial Buey rumia la doble propuesta que le acaba de hacer su amigo Manolo. No le cabe ninguna duda en cuanto a lo del Elefante Rosa, pero quiere saber más al respecto de viajar a la Ínsula del Duque. Allí se encuentran Conchi y la mujer de Manolo, Rosi, amigas ambas de la suya, Angelita, que no las acompañó en el viaje porque está embarazada. Al llegar a este punto de su reflexión, Marcial se mira la bragueta sonriendo, satisfecho y orgulloso de sus soldaditos: «y eso que los médicos estaban convencidos de que erais unos inútiles» ―dirige al ejército de espermatozoides una arenga mental―, «por los cojones, me iba a hacer yo las pruebas». Zanja así su reflexión sin mayor problema, satisfecho de sí mismo y anticipando el desmadre nocturno que le espera en el puticlub. Como dice el refrán: «El cornudo es el tercero en saberlo».

Quintanilla solo hizo la mitad del recorrido. Estaba cansado: a pesar de su juventud, dos noches seguidas de pasión a puro machete lo tenían casi pidiendo confesión. Con el corazón en la garganta y los pulmones borbotando como una cafetera italiana en la última fase del orgasmo, buscó asiento en uno de los norayes en que se amarraba el pequeño transbordador averiado. Necesitaba recuperarse de la carrera, atemperar el resuello, hacer las paces con su corazón. Desde donde estaba podía ver las tripas del barquito, que el mecánico dejara esparcidas por la cubierta, como un mondongo sucio, de acero y grasa. Sintió lástima y, sin saber muy bien por qué, quiso hacerle un homenaje castrense, de compañero caído en combate: se puso en pie, adoptó la posición de firmes y llevándose la mano derecha a la sien, saludó militarmente.

Entonces ocurrió el milagro que hizo desaparecer el cansancio del guardia, quien ignorando las súplicas del corazón, la amenaza de enfisema pulmonar o la casi seguridad de una rotura fibrilar severa, salió zumbando, como si el mismísimo demonio anduviera bufándole en la nuca, tras sus nalgas sandungueras y no paró hasta llegar a la casona, dónde un sorprendido sargento Azagra lo recibió en sus brazos.

Una nube negra, pasajera, de luto, se encaró con el sol, que, miedoso, agachó la cabeza sumiendo a la ínsula en un fugaz eclipse de mal fario. Y por primera vez desde hacía mucho tiempo, el cielo rompió a llorar, quizás no tanto por las muertes habidas, como por las que estuvieran por venir.

PEDRO PARRINA

DESPEDIDA

Yo, ignorante de tantas cosas…

Mediocre en tantas otras…

Impotente para tantas cosas…

Indeciso por muchas otras…

Arrepentido de algunas, incapaz de otras, orgulloso de muy pocas, admito que he fracasado como escritor… Pocas veces, como persona; en ser quién y cómo soy, simplemente yo: equivocado, erróneo, pasional, vividor…

Agradecido a todos vosotros: escritores, escritoras, lectores y lectoras-, os pido disculpas a todas vosotras: personas, y me despido por siempre, jamás.

Graci@s a tod@s.

PAULINA RODRÍGUEZ

LÁGRIMAS DE DESPEDIDA

Algunos evitamos las despedidas por ahuyentar la tristeza de nuestros cuerpos.

Despedirse siempre ha sido muy doloroso, en especial cuando te despides de algún ser querido.

Nunca pude despedirme de mi madre, y eso fue más doloroso.

La despedida que no te da opción a decir adiós.

Más tarde llegó despedir a mí abuela, a ella si puede decirle adiós, aunque quizá no el que se merecía.

La manera más acertada que he encontrado de decir adiós ha sido mendiante cartas.

Escribir cartas hace aliviar el dolor y la amargura que nos deja una despedida.

Escribir y leerlas en alto, haciéndoles participe de todo.

Una despedida nunca es agradable, pero de esta forma se hace leve, cariñosa y desahoga mucho al corazón.

Acompaño las cartas de lágrimas, convirtiéndolas en versos.

Trato de convertir esas despedidas en un homenaje con algo que me hace sentirme llena.

ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO

Ahí os quedáis

Madrid, 29 de abril de 2024

«Cabronessssss, que es lo que sois todos, unos cabronazos.

Sabéis lo que pienso de vosotros, pero voy a dejarlo por escrito porque me sale de las pelotas y, al que no le parezca bien, que se joda, me importa una mierda.

A mi hijo mayor, Luis Antonio. Siempre has pensado que yo era millonario y no, soy multimillonario, mucho más de lo que puedas imaginar. Has vivido del cuento y te has convertido en una auténtica escoria, mirando por encima del hombro a todo el mundo a tu alrededor, cuando eres un patán descerebrado. A partir de hoy, todas las propiedades de las que disfrutas, que recordarás en tu pequeño cerebro que son mías, pasan a manos de un inmigrante ilegal de Senegal, en herencia legal firmada ante notario, por el simple hecho de que sé que los odias. Además, me ha limpiado los zapatos de puta madre. Te auguro un futuro calamitoso, te vendrá bien, si antes no te mueres de hambre, hijo de la gran puta.

Para mi segundo retoño, José Francisco. Tú no eres tan cerdo como tu hermano, pero porque no te da para tanto. Estoy hasta los mismísimos de ver cómo te arrastras detrás de él y te quedas con las migajas que te deja. He puesto a tu disposición todo el dinero del mundo para que pudieras comenzar algo que te diera para vivir desahogadamente, y te lo has gastado todo en putas, cocaína y alcohol. Si ya eras tonto de serie, tus aficiones te han rematado. Como podrías comprender, si fueras una persona con un gramo de criterio, no te voy a dejar ni un chavo. En el fondo te deseo suerte, pero sé que no la vas a tener. Te veo en la cárcel o debajo de un puente, igual me da que me da lo mismo.

Y tú, la pequeña, Susanita. Me das asco. Tengo que reconocer que has sido la única de los tres monstruitos que he tenido por hijos, que ha aprovechado las oportunidades que le ha presentado la vida, gracias a mi dinero, si no, de qué. Tuviste la habilidad de contratar a una secretaria inteligente, que consiguió que tus negocios fueran viento en popa. Y la despediste porque era más guapa, simpática y resultona que tú. Hay que ser gilipollas para arruinarse por celos. Y, lo peor de todo, después de dilapidar millones, tienes los santos ovarios de venir a mendigar, pero con falsedad: “Ay, papaíto, mi secretaria me ha engañado y su traición me ha puesto en una situación difícil. Vas a tener que prestarme un par de millones. No querrás que vaya por ahí como una vulgar mujerzuela de la inclusa, anda, porfi”. Con un par, sí señora. Ve buscando sitio en la puerta del Mercadona, porque de mí, ni un puto duro, bonita.

Ahora, voy a tomarme un whisky con unas almendritas, el mayor placer que conozco desde que vuestra madre nos abandonó al darse cuenta de la bazofia que tenía por familia. Sabia decisión, sin duda.

No os hacéis una idea de lo a gusto que me he quedado. Ah, una cosa más, el nuevo propietario de mi entramado empresarial es el limpiabotas africano, jode, ¿eh?

Si en algún momento de vuestra repugnante vida habéis llegado a pensar que erais más hijos de Satanás que yo, os habéis equivocado, como en todo lo demás.

Lástima de Macallan 18 años, el arsénico le proporciona un regustillo amargo, podría haberme tomado un segoviano.

Pues bien, nos vemos en el infierno, si es que nos dejan entrar. Que os folle un pez. Adiós muy buenas.

Vuestro amantísimo progenitor, juás».

RAQUEL LÓPEZ

Nunca me gustaron las despedidas, prefiero un hasta luego, porque eso significa que en algún lugar del mundo nos volveremos a ver.

Despedida…esa palabra que esconde entre sus letras la tristeza que lacera mi corazón.

Mientras caminaba, ensimismada en mis pensamientos rumbo a la estación de tren, tú recuerdo se alojó de nuevo en mi mente.

Una leve sonrisa se reflejó en mi cara y a la vez, mis lágrimas comenzaron a brotar, mientras, la soledad me rodeaba de nuevo con sus brazos.

Tomé el tren que me conduciría a un destino desconocido y en mis ojos vidriados del llanto pude ver una silueta que difuminaba un horizonte gris, posiblemente una ensoñación porque tú ya no estabas.

Y me alejé, así como tú recuerdo fue desapareciendo entre el dolor y mi alma perdida. Así como la vida se evapora con fragancias que mueren en el aire, llevándose las ilusiones y las esperanzas marchitas.

Mi mirada ausente vio como la silueta se alejaba eternamente…. Quizás….en la próxima estación te volveré a encontrar.

DAVID MERLÁN

EL ÚLTIMO SUSPIRO DE GAIA

En el futuro…, muy en el futuro…

La Tierra había comenzado a despedirse de sus hijos. No era una despedida física, ni siquiera una despedida entre personas. Era una despedida de la Tierra misma, de su esencia, de su espíritu. La humanidad había olvidado cómo escuchar los susurros del viento, el murmullo de los ríos y el canto de las aves y había terminado con su esencia misma, pero Gaia, el alma del planeta, aún tenía algo que decir, cansada de los abusos a la que la había sometido los humanos generaciones tras generaciones.

Por ello, está historia comienza con Elia, una geóloga especializada en IA quien había creado una red de sensores para entender mejor los patrones climáticos. Una noche, mientras monitorizaba los datos, notó una anomalía: los sensores captaban una serie de vibraciones armónicas que no correspondían con ningún fenómeno natural conocido.

Intrigada, decidió investigar más a fondo. Delante de su computadora, comenzó a teclear infinidad de comandos informáticos y crear algoritmos avanzados para descifrar el patrón y, para su asombro, descubrir que las vibraciones formaban un mensaje. Era un lenguaje, uno que resonaba con la frecuencia de la Tierra. Gaia estaba hablando y no precisamente de forma amigable.

El mensaje era alto, claro y profundo: “Me estoy despidiendo. No de vuestra presencia, sino de lo que una vez fui. Mi verdor se desvanece, mis océanos se agitan con tristeza, y mi aliento se vuelve cada vez más tenue. Pero antes de que me transforme en algo que ya no reconoceréis, quiero dejaros un regalo.”

Sin duda parecía más una llamada de socorro que una amenaza, pero a tenor de su contenido, no deparaba buenas noticias para los humanos.

Al día siguiente, entre emocionada por la primicia y aterrada por lo que significaba, compartió el descubrimiento con sus colegas. Juntos trabajaron para interpretar el enigmatico mensaje de Gaia. ¿De qué regalo envenenado podía tratarse?

No tardarían mucho en descubirlo. Una semana más tarde, los ordenadores cuánticos acabaron de realizar sus cálculos y devolvieron su resultado: Era un conjunto de coordenadas, que llevaban a un lugar remoto en la selva amazónica. Sin perder tiempo, organizaron una expedición.

Tan solo cuatro días después:

—Es aquí— Dijo Elia— pero indica que está a diez metros de profundidad.Traer la maquinaría y descubramos de una vez por todas de qué se trata.

Apenas una hora más tarde, y ante la atenta mirada de los pocos elegidos para la ocasión, una cápsula biológica enterrada en lo profundo de la tierra, palpitante y viva se mostró ante sus ojos.

Dentro de la cápsula, había semillas de todas las especies de plantas que alguna vez habitaron la Tierra, incluso aquellas que se creían extintas.

Alucinados, intentaron entender el porqué de aquel regalo y pronto se percataron de lo evidente.

El regalo de Gaia era una oportunidad para empezar de nuevo, para restaurar el equilibrio y aprender a vivir en armonía con el planeta. Con las semillas, la humanidad tenía la posibilidad de revivir la biodiversidad perdida pero tendría que ser en otro planeta.

Un año después y ante el deterioro irreversible de la situación, Gaia dejó de latir. Era la señal. La humanidad tenía que partir y esta vez de forma radical. No bastaría con esquilmar una zona y mudarse a otra parte del planeta, está vez era global y lo sabian.

Dos generaciones después…a bordo de la Ia ISNE (International Ship New Earth) los primeros colonos llegaron al planeta elegido para convertirse en Nueva Tierra.

Con el recuerdo de Elia muy presente, se dedicaron a plantar las semillas, y con cada brote que emergía, sentían que estaban presenciando un milagro. La nueva Tierra estaba renaciendo, y con ella, la esperanza de un futuro mejor.

Pero el verdadero final sorprendente llegó cuando la última semilla germinó. Era una planta desconocida, con flores que brillaban con una luz propia. Al tocarlas, sentían una conexión profunda, como si la misma Gaia le estuviera hablando directamente al corazón.

La planta era en realidad un transmisor biológico, y a través de él, la conciencia de Gaia fue compartida con todos aquellos colonos, con los representantes de lo que una vez fue la humanidad. Por primera vez, las personas podían sentir lo que la Tierra había sentído en la antigüedad , compartir sus alegrías y sobre todo sus dolores.

Poco a poco entendieron el verdadero significado de aquel regalo que, una vez pensaron envenenado y que en realidad Gaia, lo único que había hecho era advertirles de no volver a cometer el mismo error por segunda vez. Todos al fin, entendieron que su primera despedida en realidad no era un adiós, sino una transformación. Nueva Tierra y la humanidad se habían convertido en una sola entidad, unidos por un vínculo inquebrantable. Y así, en la unión de conciencias, comenzó una nueva era de entendimiento y respeto mutuo.

Fin

<<Al fin he terminado las Crónicas. Creo…>>

—¡Mama, mamá! Cuéntame otra vez la historia de la abuela Elia—interrumpió una pequeña entrando grito al cielo en el gran habitáculo que formaba la sala de su casa.

—Esta bien, está bien. ¿Has terminado tus tareas?

—Si mamá, la Unidad R2D88 me ha ayudado.

—Asi no vas a superar el nivel 10bs-2. Luego no me vengas que no te dejo ir a jugar con tus amigos, ¿Está claro?

—Si mamá.

—Está bien, pues…todo empezó cuando…

FIN

FELIX MELÉNDEZ

Ir o volver,

dejarlo todo hoy

atardecer del tiempo,

adiós infinito al ayer.

Amanecer a la

desesperanza

coger las maletas,

de una vida

y cambiarlo todo,

comenzar de nuevo.

Con otras maneras,

con otros modos,

otras formas.

Llegar o marcharse,

de un lugar simplemente

terminar y empezar.

Sólo es cuestión

del lado donde estás.

De lo que pretendes.

Si vas o vienes.

Despedirse con

lágrimas en los ojos

de alguien quién

no verás más.

Saludar con

besos y caricias,

al nuevo en la familia,

enfrentándose

a un adiós definitivo

a una realidad distinta,

diferencias ante la vida,

que cambia cada instante,

cada vida, cada momento.

Ir o volver

todo es comenzar de nuevo.

Decir hola o adiós

Sólo es cuestión

de tiempo.

BENEDICTO PALACIOS

Despedida (de la rosa)

Muchas ciudades antiguas se fundaban sobre colinas, para emular a Roma que se edificó sobre siete. En la que habito solo existen dos y la importante se llama peña dura, una broma porque cuando tiraron al suelo una casa vieja no hubo necesidad de barrenar, arcilla era lo único que logró extraer una máquina excavadora. El nombre de dura se debe, creo yo, a la dureza de la subida, al tener que escalar hasta el punto más alto de la ciudad; de hecho para acceder hasta mi calle los arquitectos modernos acertaron construyendo una escaleras de piedra, con pasos sin excesiva separación para que sea más sencillo subir y bajar.

A lo largo de la escalera, y fue noticia extraordinaria, los jardineros del ayuntamiento plantaron cuatro filas de rosales, que ahora en primavera son un estallido de color y belleza y los ojos agradecen. Ayer mismo me senté en uno de los pasos de piedra y permanecí embelesado unos pocos minutos contemplando aquel cuadro que ningún pintor sería capaz de dibujar.

Me entretuve en hallar diferencias entre la gama de colores. Las hay blancas, rosas y rojas, pero entre las últimas también pude establecer distinciones: algunas son rojas púrpura, otras de terciopelo y también las hay más encendidas y más apagadas.

Con una mano sobre la barbilla, como buen erudito, dediqué aquellos minutos de contemplación a pensar algo sobre las rosas que nadie antes hubiera pensado o escrito, porque hay dichos, versos, poemas y canciones sobre el tema, pero nadie había puesto la atención sobre una de color más apagado.

Lo primero que anoté fue su enorme fragilidad: la rosa pierde con facilidad los pétalos, es la suya una belleza sin futuro, sin recuerdo, muere y no queda en la retina otra cosa que el antiguo color.

En aquel rato varias perdieron algunos pétalos. ¿Por qué se despedían tan pronto del hermoso cáliz que soporta a la rosa? Porque lo cierto es que todo entre el mundo vegetal tiende a perdurar. Las malas yerbas aguantan hasta que el sol las seca. Si alguien quiere estudiar qué cosa es lo efímero que repare en la rosa. ¿Por qué perdura tan poco lo bello?

Nos ocurre a los humanos como a las malas yerbas, que no queremos abandonar este mundo, y aguantamos como sea, aunque vivamos decrépitos y atontados. El ser humano huye de morir y la mayoría no sabe hacerlo. Los personajes importantes se despiden con fanfarria y bulla. De algunos se dice que han muerto en acto de servicio, como ejemplo superior de despedida.

Los pétalos de la rosa pálida que yo contemplaba cayeron al suelo lentamente y sin estrépito. ¿Por qué la rosa es especialmente hija del tiempo, por qué lo mide con tanta premura?

La rosa mide el tiempo porque lo tiene contado. La rosa que nace para mostrar toda su belleza al mundo piensa al rato despedirse de él.

No hay estética en la despedida, en la de la rosa sí.

PAQUITA ESCOBERO

Suerte.

Después de tantos años, las predicciones del futuro en la memoria y tras todo lo vivido, ahora sé que soy tremendamente afortunada.

Existen tantas posibilidades de partir sin despedirse de esta vida, que el hecho de que te dejen tiempo para hacerlo, aunque la arena del reloj ya haya comenzado a caer, es una fortuna asignada con la que muchos no cuentan.

Podría relatar historias, cuentos, anécdotas o simplemente inventar un relato que me condujera al destino marcado mediante las palabras que consigo transcribir.

¡Espera! creo que eso ya lo hice. Sí, lo hice para ti. Pero no era una historia inventada, era un impulso generado por la electricidad que mantiene a mí corazón latiendo, el que me condujo a pensar que quizá leerme en el futuro me mandaría por segundos al pasado, me devolvería tu sonrisa y el roce de tus labios sobre los míos al despertar.

Esos labios templados, suaves e inquebrantables. El beso eterno en el que podría mantenerme una y otra vez si escuchara en un bucle constante, el verso que construí para no perderme. Como las migas de pan del cuento, dejaría pistas en un libro de papel o mejor, piedras de colores brillantes, para que no pudieran desaparecer víctimas de un pájaro hambriento. Luces encendidas que pudieran guiarnos.

Entonces, al escuchar a través de tu dulce voz esas letras escritas, ya fuera en el silencio de la noche o al desperezarse el día, cuando me sintieras ausente, desorientada o perdida, sabedor de que al describirme el beso de cada mañana sonreiría al mirarte y volvería a estar ahí, presente, sonriendo y rozándote la mejilla, habría salvado la despedida. Quizá sonaría una canción que me hiciera bailar. ¡Ya sabes que siempre quise desnudarme en la vejez y bailar para ti!

Sí, soy afortunada. Me dieron el tiempo para atar fuerte las palabras y eso no es una dicha de la que todos puedan disponer.

Así que me descubro pensando que entonces las despedidas están unidas a la suerte. Hay algunas que se consiguen y otras que se pierden.

Por lo que pienso que lo que tenía que escribir está semana ya estaba escrito. Lo dejé escrito para ti.

MARI CARMEN MERFER

¡HASTA LUEGO, MAESTRO!

Abril siempre ha sido un mes por el que he sentido predilección.

Quizás porque el sol se deja ver más, por tus largos, cálidos y alegres días, y quizás también por ser un mes lleno de celebraciones donde festejamos la vida soplando las velas muchos de nosotros.

Pero este año ha sido diferente. No ha querido despedirse sin que su nombre quedara marcado en nuestras vidas, sin dejar señalado un día que no olvidaremos jamás, sin vincularse a la pérdida de un ser querido.

Ese viernes veintiséis, el cielo amanecía cubierto de nubes grises y con olor a tristeza. Quién nos iba a decir que esa mañana se truncaría, que esas mismas nubes terminarían envolviendo nuestros corazones y que sería la tristeza la que se adueñara de nosotros.

Quién nos iba a decir que lloraríamos al compás del cielo.

Se te fue la vida, maestro. ¡Y qué vacío más grande has dejado en nosotros!.

Tu ausencia es la protagonista estos días, acompañada del dolor que produce perder a alguien a quien quieres. El silencio solo es roto por las voces de los más pequeños de la casa, ignorantes aún de lo que la muerte significa, que son los que nos empujan a seguir adelante.

¡Ay, maestro, cuánto te van a añorar!

Sé que te has marchado orgulloso de los tuyos. De ver la gran familia que has creado. Y puedo decirte que nosotros también nos despedimos orgullosos de ti. Has sido un buen esposo, un buen padre, un buen hermano, un buen suegro, un buen abuelo, un buen cuñado, un buen tío… y has dejado una huella en cada uno de nosotros, una huella imborrable, una huella llena de amor.

¡Ay, maestro, qué dolor más grande tenemos!

Si supieras cuántas personas han pasado a darte el último adiós…: compañeros, amigos, vecinos, aquellos que fueron alumnos tuyos… Y, esos días, pudimos escuchar gozosos cómo a todos ellos les enseñaste algo, cómo marcaste su vida de alguna manera. Porque tú eras así, una bella persona con un gran corazón. Y aunque han sentido mucho tu pérdida, consiguieron que una leve sonrisa se dibujara en nuestro rostro al hablarnos de ti.

¡Ay, maestro, cuánto te querían!

Estamos seguros que allá donde estés descansarás en un sillón, uno como el de casa, que has dejado sin dueño. Y te acompañaran los libros, —esos que tanto te gustaban leer y que hoy echan de menos las caricias de tus manos.

Maestro, no te decimos adiós, esa palabra suena muy lejana. Con un «hasta luego» bastará, pues, aunque te hayas ido físicamente, seguirás vivo en nuestros corazones, seguirás vivo en cada recuerdo y permanecerás vivo en nuestro presente, pues no se llega a morir del todo si no se olvida, y nosotros nunca te olvidaremos.

¡Hasta luego, maestro!

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

ESTOY BIEN

Durante toda aquella mañana, triste y plomiza, Alicia no había dejado de deambular de un lado para otro, recorriendo con la mirada cada una de las paredes del antiguo caserón en el que transcurriera toda su infancia y gran parte de su juventud. Ahora ya poco quedaba de aquel antiguo hogar impregnado de recuerdos que rellenaban cada rincón. Imágenes detenidas para siempre en el tiempo, congelando etapas y momentos imposibles de olvidar.

De repente, el teléfono comenzó a sonar. Aquello la sobresaltó. Era incapaz de recordar el día en que aquel modelo góndola de color blanco marfil, ahora cubierto de suciedad y abandono, había hablado por última vez. Durante unos segundos que se le antojaron eternos, no pudo más que permanecer bloqueada ante la insólita situación, sin saber qué hacer, mientras el aparato no dejaba de sonar con insistencia. Llevaban años pensando en dar de baja aquel trasto inútil, pero uno u otro motivo, allí seguía, desafiando el paso del tiempo.

Súbitamente, movida por una extraña intuición, Alicia descolgó.

— ¿Dígame?

Al otro lado solo se percibía un ligero e inquietante zumbido acompañado de un chisporroteo intermitente.

— ¿Quién es? —insistió Alicia.

De pronto, una voz de hombre mayor rompió el angustioso silencio. No había duda. Era la voz inconfundible de su padre:

— Hola, hija mía. Te llamo para decirte que he llegado bien. El viaje ha sido rápido y cómodo. Lo he pasado medio dormido, casi no me he enterado. Dale besos a Carlos y a los niños. Diles que los quiero mucho. Alguna vez tendréis que venir por aquí a ver esto. Es precioso.

Paralizada, el teléfono cayó de sus manos y permaneció suspendido del cable, balanceándose en el vacío, en la semioscuridad del polvoriento salón. Cuando ya pensaba que no quedaban más lágrimas en su interior, Alicia rompió de nuevo a llorar, embargada por la incredulidad y el desconsuelo.

No habían pasado ni veinticuatro horas desde la última vez que lo viera. Aquella tendría que haber sido una llamada normal, de no ser por las circunstancias. Por el momento preciso y el teléfono equivocado. Por el dolor de Alicia aun quemando a flor de piel. Y porque el cuerpo de su padre reposaba en esos momentos en el interior de un féretro, recién enterrado en el panteón familiar.

HAROLD LIMA

Adiós Pangea.

Se nota cansada con cada nueva cuchillada, siento pena por ella.

—Me llamo, bueno me llamaba.

Es curioso no lo recuerdo, posiblemente sea porque me estoy desangrando y mi cuerpo ya muestra los efectos de mi próxima muerte.

Las primeras cuchilladas fueron dolorosas, luego pareciera mi piel dejo de ser sensible, solo las siento como pequeños picoteos de aves.

Posiblemente así sea morir. Solo perder los sentidos gradualmente, mientras solo observas como te pudres lentamente me alegra saber que mi colega el doctor V345 se equivocaba rotundamente; sus revolucionarias teorías sobre la petrificacion seguramente estaban equivocadas. Sólo unas semanas atrás el doctor presentaba al consejo su plan para evitar la extinción, que nos amenazaba.

Por un proceso complejo el petrificaria a la población y luego de ocurrido el cataclismo y en algunos años después las lluvias con po o contenido de acides nos retornarán a nuestras formas vitales y saludables sin el menor daño, reconstruir nuestra civilización sería difícil pero estaríamos vivos. Cuesta creer que el consejo mundial le diera fondos para esa idea antes que seguir apoyando nuestra propuesta de construir una flota de naves espaciales para colonizar un sistema estelar próximo.

Ella al parecer no se cansa sigue acuchillando mi cuerpo casi sin vida ¿tanto odio me tiene solo por reconocer como hijo al huevo de otra?

El sentido de la vista es de los últimos que perderé según lo que veo. Ella suelta el cuchillo, y aproxima sus delicadas garras a mi rostro, acaricia suavemente mis cuernos y sonríe.

Todo se hace oscuro pues ahora si moriré. Me voy contento y en mi despedida quiero saludar a nuestras dos naves que ahora viajan al lejano espacio, ese meteorito descomunal podrá intentar acabar con nosotros los dinosaurios, pero sobrevivimos a milenios en este lugar y lo haremos en otro planeta. Adiós Pangea mi hogar, espero los que se fosilizaron puedan volver de la muerte y reclamar el mundo.

Un cálido beso de mi amada es lo último que siento.

IRENE ADLER

NUNCA TE VAYAS SIN DECIR ADIÓS

—Ahí. ¿Lo oyes?

El técnico de la BEA Benoit Prudò congeló la imagen de vídeo en la pantalla y miró a Sabine. Ella se apretaba los auriculares contra la cabeza que empezaba a dolerle por el exceso de concentración. No oía nada más que las voces de los hombres en la cubierta del barco, el rumor metálico del oleaje y algo de estática porque el micrófono de la cámara no tenía cortavientos.

—Espera, voy a intentar otra cosa—dijo Benoit ante la desolación de ella—. Es un sonido muy bajo, alrededor de los 20 hertzios, pero estuvo ahí durante treinta segundos. Escucha.

Entonces Sabine advirtió el cambio de frecuencia parecido al centrifugado de una lavadora: constante, grave, corto.

—¿Qué crees que son, ballenas?

Benoit sacudió la cabeza.

—Podría ser. Las ballenas emiten sonidos en un rango de frecuencia que va desde los 10 a los 40 hertzios, dependiendo de la especie. Pero no creo que sea biológico, sino mecánico.

—¿Había otro barco allí?

—Un barco, una aeronave, no puedo decirlo con exactitud. Lo más raro es que la aparición del infrasonido en el vídeo coincide con un corte en la cinta. Creo que han manipulado la grabación original.

Sabine notó cómo un escalofrío le recorría la columna vertebral. Las familias de los tres tripulantes del “Orca” estaban convencidas de que las autoridades de Salvamento Marítimo y el juez de instrucción habían cerrado el caso demasiado pronto. La cinta de vídeo casero había sido la principal evidencia durante la investigación y sólo había servido para declarar la desaparición de los tres hombres como algo accidental.

Cuando Sabine se entrevistó con la viuda de Jean Baptiste, el capitán del ”Orca” y le habló del artículo que quería escribir para París Match, la mujer se echó a llorar. Luego le entregó la cinta de vídeo que la policía le había devuelto junto con los efectos personales de su marido y ella se la llevó a su buen amigo Benoit Prudò, investigador de accidentes aéreos de la agencia de seguridad en los aviones, para que la estudiara.

Sabine sólo quería saber si a las autoridades se les había pasado algo por alto. Sí acaso había en aquel video casero algún indicio de lo que pudo provocar que tres hombres desaparecieran en el mar sin dejar el más mínimo rastro. Cómo era posible que el ”Orca” fuera encontrado navegando a la deriva en perfectas condiciones, con el motor en punto muerto y los instrumentos de navegación intactos pero sin nadie a bordo. Sin daños estructurales; sin indicios de violencia; con la mesa puesta para cenar y el portátil de Jean Baptiste encendido sobre la mesa.

Sabine sólo quería saber si el ”Orca” era otro ”Mary Celeste”.

—¿Es posible que la policía manipulara la cinta de vídeo?—Sabine tenía la boca seca y habían empezado a sudarle las manos.

—La policía no, desde luego. Haría falta una tecnología muy sofisticada para hacer un trabajo tan bueno. Yo me inclino más por Defensa, alguna agencia aeroespacial, los Servicios de Inteligencia.

—¿Pero por qué?

Benoit se encogió de hombros.

—Lo que sea que sucedió en el mar durante los quince minutos que dura la grabación debió de ser malo. No puedo recuperar las imágenes, pero puedo trabajar con el sonido. Te llamaré si encuentro algo.

Sabine salió de las instalaciones de la BEA, en el edificio 153 del Aeropuerto de París-Le Bourget y condujo entre el tráfico fluido de la A1 mientras en su cabeza daba vueltas una y otra vez la grabación casera que Thomas Bèrry había hecho a bordo del “Orca” en su último día de vida.

Jean Baptiste iba al timón y a popa se veía la espalda de Henry Cavafis, el tercer tripulante, encorvado sobre las cañas de pescar. Era un día despejado, la mar estaba algo rizada y el catamarán navegaba a vela. Se veía un islote por babor, como una sombra azul hecha de humo contra las líneas puras del horizonte. Los tres hombres reían y bromeaban. El viento flojo hacía gualdrapear la lona por el través y había un par de tazas humeantes sobre una mesita en la cubierta. Bèrry filmó una panorámica de 360° que solo desvelaba la nada que los rodeaba y la calma—seguramente engañosa— del océano en el que el “Orca” se mecía con desgana. Quién iba a imaginar que un día de pesca se convertiría en el último día.

Sabine pensó en las tres mujeres que habrían ido a despedirlos al muelle, o quizá no, porque ciertas rutinas sólo eran éso, rutinas. Quizá no hubo adioses y ellas llevaron a los niños al colegio, a la piscina, a un cumpleaños. Se separaron con un gesto de la mano, un beso fugaz en la mejilla, un nos vemos mañana por la noche. Durante el resto de sus vidas iban a recordar dónde estaban y lo que hacían cuando vino un policía y les notificó la desaparición. Pero ninguna de las tres iba a ser capaz de recordar dónde estaba o lo que hacía la mañana en que ellos salieron a navegar.

Nunca decimos adiós. Y cualquier día puede ser el último día.

La luz roja del semáforo de la rue du Temple se le metió a Sabine en el cerebro como una advertencia, intentando iluminar algo que latía muy al fondo de su hipotálamo. Luces rojas. Luces rojas de posicionamiento. Luces rojas sobre la claraboya del “Orca”, justo a la izquierda del pie de Thomas Bèrry durante la grabación. Un destello diminuto como la cabeza de un fósforo reflejándose en el cristal de la escotilla desde arriba, en el minuto exacto en el que Benoit había identificado el infrasonido y el sabotaje. Algo había caído sobre el “Orca” o lo había sobrevolado. Algo que nadie quería que el resto del mundo viera pero que seguía estando allí. En la cinta de vídeo.

El semáforo cambió a verde. Sabine marcó el número de Benoit. Un conductor impaciente golpeó el claxon para que se moviera. Ella miró por el retrovisor. Benoit no contestaba. De pronto todo se volvió oscuro y Sabine perdió el control del coche, que dió tres vueltas de campana sobre el asfalto antes de incendiarse. El camión que la embistió había aparecido de la nada y era negro, sin matrícula ni distintivos.

Sabine vio los pantallazos rojos de un rotativo de ambulancia iluminando el habitáculo destrozado. Oyó un zumbido lejano que quizá fuera su propia respiración, pero sonaba muy parecido al ronroneo grave de una lavadora. Se preguntó si Benoit no contestaba al teléfono porque estaba tirado en su coche en alguna cuneta de la A1.

Ella tampoco le había dicho adiós…

Iban a verse mañana.

AMPARO SORIA

-Don Ceferino-

Aquella niña de una olvidada aldea que se escondía entre las balas de paja para dejar escapar su infantil imaginación, debía buscar sus hojas y lapiceros de forma clandestina en las casas dónde servía. Comenzó a tener problemas visuales, tal vez por escribir y leer siempre con poca luz, pensó ella.

En la consulta del doctor don Ceferino, del pueblo vecino, conversaban mientras revisaba su vista. Alicia le contó que sus padres no querían verla escribir ¡Menos letras inútiles y más trabajo! le gritaban, incluso le pegaban en ocasiones.

Alicia, siento comunicarte que…vas a perder la vista en poco tiempo.

– ¿Ciega? ¿Yo? ¿Por qué? –murmuró balbuceando, su mirada se volvió de cristal. Su desgracia le confirmó la triste despedida de la escritura. Su vida.

-No te preocupes. Volverás a escribir y leer. Yo te ayudaré, pequeña.

Meses más tarde, Alicia comenzaba a leer y a escribir de nuevo. Don Ceferino pidió a sus padres el servicio doméstico de su hija para su hogar, estos dieron su permiso. El doctor y Alicia mantenían en secreto su aprendizaje del braille.

Recuerda, un punto es A, tres puntos verticales L, dos puntos en diagonal I…

Sí ¡Ya sé mi nombre y algunas frases más en braille! ¡Escrito y leído! –exclamó ilusionada. – ¡Gracias, doctor! ¿Puedo abrazarle?

El sincero gesto de agradecimiento de la niña conmovió al hombre.

Gracias a la paciente e inestimable ayuda del doctor, la ya joven Alicia consiguió escribir algunos relatos de aventuras y publicar un libro. Sus padres, asombrados, le pidieron perdón y la felicitaron ¡Qué orgullosos estaban de su hija!

Alicia, sentada en la tumbona de su terraza, sintió la caricia de la brisa nocturna en su piel. Se sintió feliz, incluso siendo ciega. ¡Muchísimas gracias, don Ceferino! Pensó emocionada enviando un beso al cielo.

GUZMAN FABIANA

Ese día oscuro , triste , absurdo, había llegado.

En el umbral de la puerta hallábase algo de ti, despojos de alguien roto.

En tus pupilas vacías de entendimiento podía notar el agua abarrotada. No querías llorar, pero no podías evitarlo. Me preguntaste lo mismo decenas de veces, quizás esperando encontrar diferente respuesta. En vano, todo era ya inútil. Las cartas estaban echadas , y habían caído sobre tus hombros derrotados. Dolía respirar, se sentía como si mil puñales atravesaran mi alma, si que dolía…

Quedaron en ese umbral tantas palabras incoherentes!! Te pedí que llevaras contigo cada día de aquellos veinte y pico de años en que habíamos compartido todo. Creo que hiciste el esfuerzo de meterlos en la maleta, pero no cerraba, era demasiado peso, fueron muchos los momentos…

No quise abrazarte para no tener que pedirte que te quedes. Y ahí seguías, parado, encorvado, mirando sin ver, mientras las luces de la calle se encendían y las nuestras se apagaban. Susurraste un débil te amo y hasta hoy me pregunto por qué no lo gritaste…por qué? Acaso no te dabas cuenta de que tu partida me destrozaba ? Quién no sabe entender detrás de un «vete» un » por favor no te vayas»? Pasaron algunos años y mil noches vacías. Mi corazón dejó de sangrar un día , aunque esa herida nunca sanó. Te sigo esperando, cuando las luces de la calle se encienden, miro hacia aquella puerta que te dió la despedida y cierro los ojos…Quizás en otra vida, o en varias más…

SANTIAGO VILLA IBAÑEZ

Subida en el borde de la azotea, miraba hacia la calle decidida a acabar con su vida, mientras por su rostro compungido corrían lágrimas de tristeza y desesperación.

Era una esperada noticia, pero dentro de su ser, y hasta el último momento tuvo esperanza de que no ocurriese. La vida a veces golpea donde más duele.

Eugenia, lo dio todo por la empresa, durante casi cuarenta años se dejó la piel y porque no, el alma. Era su vida, la encantaba su trabajo, sacrificó el tener una familia, era un referente y un ejemplo para todos sus compañeros.

Eugenia comenzó a trabajar en el bufete muy joven, recién graduada, se convirtió en una brillante abogada, querida por todos y en especial por su jefe. Pero quiso el destino que los hijos del dueño al morir este, vendiese el negocio a un joven y afamado letrado, que empezó a incorporar «savia nueva» al bufete.

» Señora Eugenia,

la dirección de la empresa le comunica que a partir del próximo mes prescindiremos de sus servicios. Teniendo a su disposición el finiquito, con sus correspondientes devengos.

Gracias por su colaboración»

No hubo una forma más humillante de comunicarla su despido, que con una carta dejada encima de su mesa de trabajo… Intentó hablar con el joven jefe, pero la secretaria de éste alegó que tenía cosas más importantes que hacer.

Mundo cruel sin empatia, que rechazaba a una vieja abogada como el que tira un arrugado papel a la basura.

Ese mismo día recogió sus pertenencias, pero en vez de marcharse a su casa, decidió subir a la azotea del edificio.

A punto estaba de saltar al vacío y terminar con su vida, cuando una voz a sus espaldas, la detuvo en seco.

—¡Eugenia… no lo hagas! , ¡ten esperanza! … ¡puedes ayudar a mucha gente necesitada!

Un escalofrío recorrió su cuerpo, al reconocer la voz de su difunto y querido jefe. Una vez calmada, se arrodilló, y llorando de alegría alzó su vista pronunciando un… ¡Gracias! salido de lo más profundo de su corazón.

Bajó de la azotea, saliendo del edificio sin mirar atrás.

Unos meses después, Eugenia montaba un bufete de abogados a modo de ONG, para prestar sus servicios a los más necesitados, siendo feliz hasta el último día de su vida.

EDUARDO VALENZUELA

Sintió que se le desgarraba el alma y que si se iba quedaría incompleta, como si una parte de ella permaneciera allí para siempre.

Trató de fijar en su memoria la forma en que la luz tamizada entraba por la ventana y se derramaba sobre todo aquel espacio. Deslizó la llema de los dedos acariciando la mesa y los muebles. Una lágrima se asomó a sus ojos cansados.

Fueron décadas junto a Hugo y a los hijos. Un cúmulo de recuerdos alegres y otros no tanto. En fin, toda una vida.

Se sentó en la silla por última vez, abrazó la caja de cartón donde se asomaba un viejo retrato y pensó en que ya todo lo que se tenía que decir se había dicho; ya no quedaba más que marcharse. Hugo había sido claro, así lo decía la carta:

«Por necesidades de la empresa, queda usted DESPEDIDA.

Hugo Sánchez e Hijos»

ARCADIO MALLO

NO, NO ERA AMOR

Parecía un hasta luego, aunque se sentía un hasta siempre. Y en realidad es lo que le estaba diciendo, aunque él se resistiera a entenderlo. Aquella mirada de compasión, mientras sus dedos resbalaban por el cristal de la ventana del coche, lo tenían todo de despedida final y ya nada de aquel amor pasional que habían compartido. Y con el tiempo entendería que habían compartido toda la pasión del mundo, pero amor, lo que es amor, no habían tenido.

Y se vio contando las quinientas noches de Sabina, añorando sus besos de deseo y sus caricias de fantasía. Soñado cada palmo de su piel en aquel mapa tantas veces recorrido y en el que, de tanto caminar, había hecho camino. Pensó en cómo robarle tiempo al tiempo y poder retroceder horas, quizás días, y encarrilar aquel tren que llegaría por la mañana ya sin ella. Lo que menos tenía en mente era como iba a curar aquel corazón partido, dolido y náufrago en aquel mar de sentimientos, agitado por un feroz temporal que se tragaba al buque rey de aquellas aguas. No habría marea negra, pero si ríos de lágrimas desordenadas que nadie escucharía llorar.

Y seguro de que si ella decía ven lo dejaría todo, a pesar de aquella agonía, arrancó el coche chirriando las cuatro ruedas, en un intento inútil e inmaduro de alejar aquel mal trago. Y le dieron las doce, la una, las dos y las tres rodando en busca de la chispa que había volado aquella bomba de atracción fatal que vivían. Pero aquella madrugada los astros no le acompañaban.

La oscuridad se cernía sobre él. Se detuvo en la orilla del acantilado. Necesitaba respirar aire fresco y sentir que era libre como el viento. Aunque en realidad, su sentimiento era más de hoja seca arrastrada por la furia de la tempestad del mar Atlántico. Estaba en la puerta de la Costa da Morte con el propósito firme de ahogar aquella nube negra que le nublaba el sentido desde el momento del adiós. Quizás no fuera un hombre honesto consigo mismo, ni piadoso con sus sentimientos. Pero tampoco era un hombre valiente, no al menos para segar una vida y, menos, la suya.

Así que, volvió al coche sabedor de que el destino lo forjaban las piedras del camino. Estaba seguro de que aquel dolor curaría, pero también de lo que tendría que sufrir mientras cicatrizaba. Puso rumbo al nuevo amanecer en que el sol de nuevo brillaría y se llevaría su soledad. Sin duda. Tardaría más. Tardaría menos. Pero acabaría por descubrir que aquello que terminaba no era amor, ni siquiera obsesión.

Nunca olvidaría lo que le había dado. Ella había sido su punto de inflexión. Pero un día, a las puertas del verano, encontraba su rosa de los vientos, a quién le regaló su amor y su vida, porque a pesar del dolor era ella quien le inspiraba. A su lado se sentía seguro, tanto, que le prometió amor eterno.

Años más tarde, echando la vista atrás, supo que aquella despedida era un hasta siempre. Y se alegró de que así hubiera sido, a pesar de todo.

ANGY DEL TORO

El Refugio de los Sueños Rotos

MANICOMIO

En un laberinto de pasillos donde susurran las paredes, se cuentan historias de almas que vagan buscando respuestas. Observo tu comportamiento, no como juez, sino como testigo de tu verdad.

Dos años en este santuario de mentes libres no te condenan, te transforman.

—¿Por qué lo has hecho? Desnuda el alma, rompe las cadenas e ilumina tu existencia.

—Doctor, su mundo de certezas y diagnósticos no comprende el idioma de mis miedos, de mi despedida. No busco etiquetas; anhelo seguridad, aceptación, confianza y liberación.

— Te invito a un viaje, no al pasado, sino a un reino donde la ciencia danza con lo imposible. ¿Te atreves a cruzar el umbral? Sumérgete en la terapia de los sueños lúcidos.

Respira el éter de la libertad, deja que tu espíritu se eleve. Confía en mí, como yo confío en la luz que llevas dentro. Ahora, en este instante, eres una guerrera. Inhala la paz, exhala el temor. Comencemos:

“Tu presente, ¿es un reflejo del ayer?, ¿qué secretos guarda tu corazón?, eso es todo lo que deseo explorar.

Su mirada, un faro en la tormenta, me entregó a su guía. —¡No quiero recordar! grita mi ser interior—. El miedo me asfixia, los recuerdos son puñales, los gritos de terror mi sinfonía macabra.

Huyo de sombras que llevan mi nombre, caigo en un abismo de desesperación. Mi único deseo es volar lejos.

En la espesura del olvido, mi cuerpo, un lienzo de dolor, cuelga de la rama de un árbol ancestral. El dolor es inmenso, mi alma clama libertad… el monstruo regresa, su sombra me envuelve.

—Libera tu ser, respira la calma del universo… ¿hay más en las profundidades de tu memoria?

—El carcelero de mi libertad, un lobo disfrazado de cordero. Me ofreció su hogar tras las rejas de la injusticia. Tres años marcados por la sombra del narcotraficante, la explotación, la corrupción.

Otro demonio me acechó en la juventud, una etapa ya manchada por una infancia robada. Huérfana de amor, juguete de un padrastro y sus apuestas mortales…

Respira, regresamos al santuario del presente: uno, dos, tres, despierta…”

— Doctor, le suplico no revele mis confesiones. Borre mi voz de su memoria, selle la puerta a mi dolor. En mi refugio encuentro paz. Aquí, en mi castillo de silencio, soy invencible. Su mundo, el de los cuerdos me ha abandonado, pero en mi reino, el de los sueños y los olvidados, soy eterna, soy libre.

ANA MARTÍN-SIERRA

DESPEDIDA

Lo suyo no fue una despedida. Fue una salida por la puerta de atrás.

Todavía recuerdo esa última noche…de besos, de abrazos, de pasión…cuando sin venir a cuento, por la mañana mientras me lavaba los dientes y me abrazaba por detrás, me dijo: “necesito un tiempo para pensar”.

Nunca unas palabras tan simples sonaron tanto a sentencia de muerte. Pero no fueron esas las que se grabaron a fuego en cada pedazo de mi roto corazón…sino la cruel ironía de que, mientras las pronunciaba, cogió su cepillo de dientes y me dijo que se lo llevaba para que no me doliera verlo cada día y ser consciente de que se había ido. Se llevó el cepillo de dientes…¿en serio? No se dio cuenta que no es solo eso lo que se llevó. Se llevó mis sueños, las promesas de una vida juntos, mi sonrisa, mis ganas, mi ilusión, mi fe en el amor… pero eso sí, al menos no me “dolería” ver su cepillo de dientes en el baño…

Nunca sabrá que esa despedida me dejó rota en mil pedazos, pedazos que, todavía hoy, sigo pegando poco a poco haciendo un esfuerzo día a día por no darme por vencida.

Y es que nunca lo entendí…hubiera sido más fácil que todo hubiera ido mal, que se hubiera acabado el amor, que no conectáramos más… pero la despedida llegó sin causa, como un tsunami, sin avisar.

El miedo ganó al amor y nunca se atrevió a dejar una vida gris pero segura por una brillante felicidad que lo único que le pedía, era dar un paso y saltar… como yo salté al vacío confiando en nuestro amor y en lugar de una vida juntos, me encontré con un corazón destrozado, una herida que no deja de sangrar, una sonrisa pintada, una ilusión herida… así podría describir como fue tu despedida…

GRISELDA SIERRA

RENACIMIENTO

Aquello no fue una despedida, fue un incendio devastador. Fui testigo de ello y voy a contarte la historia, tu historia.

El fuego lo consumió todo: juventud, alegría, entusiasmo, risas, ilusiones, planes, enjundia, empuje, fuerzas, talentos, cualquier capacidad para admirar la belleza de la vida y hasta las ganas de seguir viviendo. Mientras tanto el responsable de la catástrofe jamás supo lo que había provocado, simplemente se marchó sin despedirse y sin volver la vista atrás. Nunca vio las llamaradas que te consumían mucho menos el montoncito de cenizas que quedó al final de la violencia del incendio, un incendio perenne que nadie pudo apagar, ni siquiera el aguacero de lágrimas que también fue perpetuo. Treinta años de impiedad en los que tu esencia estuvo sepultada y padeciste la indiferencia y el olvido de propios y extraños. Pero un día ocurrió un milagro. Un tímido viento dispersó las cenizas y dejó al descubierto la superficie de un huevo. Asombrada intenté romperlo; rápido desistí al darme cuenta de que era bastante duro y no iba a lograrlo. Con el tiempo me olvidé del asunto, hasta que una mañana me despertaron unos ruidos parecidos a un crujir de huesos. Al ir a ver de dónde provenían pude darme cuenta de que alguien desde adentro del huevo intentaba romper la cáscara y asomaba una patita. No tuve tiempo para sorprenderme, un escuálido pájaro asomó la cabeza y luego se volvió a encerrar en el cascarón. Pasó el tiempo. La lluvia y el viento golpeaban el huevo, pero yo comprendía que cualquier cosa que hubiera adentro se hacía cada día más fuerte. Meses después logré verte; eras tú convertida en un Ave Fénix con plumas frescas y sedosas y de colores brillantes. Con sutil gracia te levantaste de aquellos despojos, diste unos pasos cortos por el escampado y poco a poco te animaste y comenzaste a volar, primero despacio y después con ímpetu inusitado. Finalmente alcanzaste las alturas, volaste tan alto que al volver a tierra la gente de tu alrededor te tuvo miedo y algunos sintieron envidia de tu brillo encantador; te veías segura de ti misma y sin miedo a enfrentar la vida. Fuerte y decidida seguiste volando y tiempo después hiciste nuevas amistades, un amor verdadero tocó a tu puerta y la vida te acogió en su seno protector. Ahora tu vuelo es invencible, feliz. Por eso me alegro de que de aquella despedida no te quede ni siquiera un mal recuerdo.

MARÍA JESÚS GARNICA

La carta de despedida.

Luis llegó a casa agotado, fue un día muy largo. Mucho.

Le sorprendieron las luces apagadas y el silencio.

_Ana? Dijo.

Ana no contestó. Solo una carta en la mesa del salón.

«Querido Luis, cuando leas está carta estaré muy lejos, no me busques, es una decisión muy meditada. No puedo más, tras treinta años me voy. Estoy harta de tu egoísmo, de qué siempre te crees con la verdad, de tus engaños.

Si Luis, se de tus mujeres, de tus cuentas B. De cómo tuviste una hija, cuando a mí me dijiste que no querías hijos. Asta nunca. Ana.»

Luis arrugó la carta, la lanzo al suelo.

Mientras estaba en algún lugar lejano, Ana veía el anochecer y estaba en paz.

RUFINA SEVILLA CALLEJA

Con lágrimas se fue mi amor

en un triste atardecer

que no volverá a florecer

La tristeza abrazó mis tiernos

sentimientos,con lamentó

No hubo despedida

Uellas quedaron en mi piel

marcando surcos

de solo recuerdos

que el viento en su fragancia

se empeña en deshacer.

Sin embargo erguida me mantengo

a pesar de los enbastes cosidos

de las tormentas,y viento.

FRAN KMIL

POR ELLA.

No me agradó la despedida tan fría que ella me dio, mucho menos los motivos.

—Los médicos dicen que estoy enferma. Debemos separarnos. Esto no es real — me dijo con voz resuelta de alguien convencido por los hechos.

Sentados en el muro del antiguo fortín, construido por los españoles para defensa de la ciudad, mirábamos abrazados al tranquilo mar y al pequeño cayo que custodiaba la estrecha entrada de la bahía. Ella no se atrevía a mirarme a los ojos porque le dolía abandonarme y yo no quería importunarla con la mía.

—Dicen que no es normal, que debo abandonarte.

Hubiese podido brindarle miles de razones, otros tantos ejemplos de amores como el nuestro, pero, preferí callar porque hay secretos esotéricos que no se deben revelar ni siquiera a la persona amada.

— Me recetaron unas pastillas y terapia.

—Eso no —protesté —no estás enferma. El que ellos no comprendan, no significa que estés enferma. Ve a la terapia si quieres, pero las pastillas no, no las tome.

Y aprovechando que ella miraba al sol rojizo que se ponía en el horizonte, me marché, desaparecí de su vida.

Pero nunca pude olvidarla.

Entonces decidí regresar.

Cerré todas las ventanas de la habitación y la puerta de entrada para evitar interrupción. Preparé mi altar; puse en él, el libro de los hechizos en la página correspondiente. Dibujé en el piso la estrella de seis puntas y coloqué una vela encendida en cada una de ellas. Me arrodillé en el centro y comencé a recitar el mantra que me enseñaron los antiguos maestros. Cerré los ojos.

Poco a poco se fue conformando la realidad: la playa, la arena, las palmeras y ella caminando hacia mí. Ella, mi humana, la que me hizo romper todas las leyes y reglamentos de nosotros, los fantasmas.

GERMÁN MORALES

Es la segunda vez en esta semana que le digo a mi mamá que ya es hora de vivir sola,

Que ya estoy lista.

no es que me tenga que ir, sólo quiero ver la vida desde fuera.

¡Me dediqué a complacer a todos menos a mí!

Ya es hora de mirar lo que quiero, he ir por el mundo con independencia.

Debo pensar en cosas como;

Mi ropa no estará limpia, doblada y colgada, como la encuentro ahora,

deberé hacerlo yo!

Tal vez pueda con eso.

La Nevera no se llenará sola, tendré que ir al supermercado casi que a diario,

Y ni pensar en tener que barrer y trapear…

Seguramente existirán momentos en que sienta que mi mamá deba estar siempre con migo es necesario que recuerde que ya estoy sola, y no pensar que la soledad es mala.

¿Como será tener ese control de invitar a dormir al que yo quiera…?

¿Y si después siento que ya no deseo que vuelva a dormir con migo el que sea mi pareja? porque mi relación con él va tan en serio y se convierta en algo demasiado serio? probablemente pronto estaremos casados y pensaremos en tener hijos y pierda mi libertad.

Ya perdería el apoyo de mí papá y abuela… ¿Sería tan independiente como para perder ese apoyo?

¿Y mis finanzas de donde se mantendrían?

Ese trabajo de medio tiempo en la papelería de la universidad no da pa tanto.

¿mejor dejo la despedida para después?

Creo que sí estoy lista para irme y vivir sola.

pero mis padres no están listos para vivir solos.

Ellos no están listos para esta despedida.

SERGIO TELLEZ

UN PAIS PERFECTO

Aquel era un país ideal, con ultra calidad de vida, su sistema de salud y educación pública hiperdesarrollada, además todos tenían asegurada su estabilidad económica.

Debido a la perfección en el comportamiento de sus habitantes y la nula actuación de los empleados de justicia, está empezó a flaquear, no precisamente por la corrupción como la de sus países vecinos, sino por la casi falta de trabajo para todos sus funcionarios. Ante esta situación, se endurecieron las penas para los escasos delitos que pudieran existir.

Y acá empezó mi desgraciada historia.

Yo pertenezco a este país ideal, junto con mi adorada familia, somos afortunados, igual que el resto de mis compatriotas. Nuestro desastre empezó aquel día que los policías llegaron a nuestro hogar y arrestaron con gran amabilidad a mi querida esposa.

—Señora, tenemos orden judicial para detenerla.

—Pero no es posible— repliqué

—¿Qué delito pudo cometer mi amada esposa?, es una ama de casa excelente sin tacha en su proceder.

—En su momento el Juez Supremo les comunicará el motivo, contestaron los pulcros policías, exhibiendo una sonrisa sincera.

Los uniformados guiaron con suma cortesía a mi esposa hacia la patrulla.

—Los amo con todo el corazón—dijo ella al despedirse angustiada, pero con la fe sincera de no haber cometido delito alguno, o por lo menos eso aparentaba.

Los sistemas de seguridad instalados en todas las casas de la nación comprendían una amplia gama de cámaras que vigilaban todas las acciones de sus habitantes, eso sí, respetando su privacidad.

El fallo en primera instancia solo duró unas pocas horas, consecuente con los procedimientos de mi querido y perfecto País.

La sentencia rezaba lo siguiente:

«Por hechos detectados el 26 de abril de 2024, y que razonablemente se ejecutaron durante treinta años, el juzgado único de ejecución de penas condena a la señora Virgelina Lucia del Perpetuo Socorro a la pena máxima de cadena perpetua por el delito de CORRUPCIÓN CONTINUA. Se explica la medida en el hecho de que cuando freía las tajadas de plátano, se las iba comiendo, y a la hora de servir las dividía en partes iguales, haciendo casi indetectable el delito».

Cuando se leyó el fallo en el tribunal, no podía salir de mi asombro, me indigne a tal punto que las lágrimas salieron a borbotones.

Cómo era posible que mi esposa nos hubiera engañado durante treinta años, día tras día, a la hora meridiana, cuando sin darnos por enterados freía las rebanadas de plátano, robaba unas porciones, las consumía muy discretamente, y las pocas que quedaban las distribuía equitativamente entre su familia, incluyéndose ella por supuesto.

Treinta años de robo continuo aprovechando nuestra absoluta confianza.

Era lo menos que podía recibir como castigo mi amada esposa.

La despedida fue en extremo dolorosa, al final, sentí que aún la amaba y la seguiría amando, a pesar de su gran pecado. Pero nunca se apeló, era un fallo más que justo y mi querida esposa así lo comprendió.

ANA DEL ÁLAMO

CUANDO DEJE DE DOLER

A una guitarra callada

se le olvidaron sus notas.

A una guitarra española

sobre la silla de enea.

Nadie le compone acordes

ni se abrazan a su cuerpo.

Nadie besa ya su boca.

Nadie trastea en sus trastes.

Lágrimas de nylon lloran

sobre sus cuerdas tensadas.

Me pregunto cuántas

vueltas necesita

para contar una vida.

¿Sesenta y seis primaveras

con sus soles y sus lunas?

¿La llenarán los recuerdos,

los juegos y las canciones

de aquel pupitre de infancia?.

Tal vez, cuando deje de doler

se escuchará tu guitarra.

Ella hablará de ti,

de tus luces y tus sombras,

de una balada serena

entonando despedida.

Tal vez…cuando deje de doler.

YOMALCKRY OSORIO

Ese dia de Abril ,la despedida fue inminente ,cada minuto pasaba aceleradamente como un cohete .

Y no se imaginaron que se seria la última vez que se verian frente a frente ,las miradas fueron interminables .Palabras iban palabras venian como en una danza con el viento,y como testigo el inmenso cielo.

El tiempo parecia que se detuvo en ese instante ,solo se profesaron esos abrazos tan sinceros y que se quedaron perpetuados como un tatuaje en la piel.

Con el tiempo ese recuerdo va y viene de la mente cuando quiere como si estuviera de paseo,se convierte en un eco que se repite con sabor a nostalgia y con el dolor de que se debe olvidar para poder continuar.

Quedo grabado en la memoria del tiempo congelado en una fotografia sin papel que no se extingue jamas.

Con arboles de testigo,carros iban y venian.

Pero en realidad el camino parecia un desierto todo quedo estático, paralizado y el desespero invadia el alma ante el desconcierto y el desespero sin saber porque.

Ella cuando se marcho como que presentia lo que sucederia despues.

Fue en ese viaje inesperado lo que se desencadenaria los acontecimentos que se suscitaron uno tras otro,y sin poder evitarlo por que no se tiene ese poder ante la potencia de las leyes de la naturaleza que son incuestionables quedamos inhabilitados y sin fuerzas.

Hay situaciones que son inevitables ,dejan un profundo dolor que el tiempo no puede sanar, solo queda la resignacion y aceptacion e ir tomando las lecciones y aprender a vivir de la mejor manera.

Existiran dias altos y dias bajos ,como si estuvieras en una verdadera montaña rusa.

O tal vez como las olas a veces el mar embravecido y casi sereno al mismo tiempo.

O como el estruendo que se produce cuando este choca contra las rocas.

Lo que tal vez puede ser cierto es que las «Despedidas» son solo momentaneas ,se reaviva la ilusion de un nuevo encuentro esta vez «Sin Final»

EFRAÍN DÍAZ

El fin del mundo.

El final de los tiempos se acercaba. La guerra y el hambre se habían apoderado del planeta. La miseria mostraba sus colmillos y sus garras como lobo hambriento. Al llegar el año 2000 la gente pensaba que habían dejado atrás el siglo más violento y con más conflictos bélicos de la historia de la humanidad. Idiotas, no sabían lo que se les venía encima.

El nuevo siglo trajo el derribamiento de las torres gemelas en New York y con ello, trajo la guerra de Afganistán. Irak cogió su agua. No porque tuvieran algo que ver en el incidente de las torres gemelas, sino porque eran una buena fuente de petróleo. Así que con una de las mentiras más burdas jamás inventadas, que tenían armas de destrucción masiva, los gringos atacaron a Irak con la idea de convertirla en «Bush Gardens». Pero esos no fueron los únicos conflictos. Estrenando el año 2000 Etiopía entró en guerra con Eritrea. De no haber sido por los uniformes, la mayoría de las muertes hubiesen sido por fuego amigo o «friendly fire», pues no podían distinguirse unos de otros por su color de piel. No hubiese sido mala idea tirarlos al campo de batalla en ropa civil o desnudos y que se aniquilaran todos. Después de todo estamos sobrepoblados y menos gente no nos vendría mal.

Otros conflictos que se desarrollaron fueron la guerra civil de Siria, la guerra de Waziristán, el conflicto contra Boko Haran, la guerra de Yemen y la guerra contra los carteles en México, guerra que duró hasta que llegó al poder un tal AMLO que, queriendo optar por el premio Nobel de la Paz, le entregó el poder y la autoridad a los carteles. El pobre idiota no sabía que el Nobel de la Paz se gana bombardeando países. Pregúntele a Obama.

La gota que colmó la copa fueron los movimientos LGBTTQ. Dios no podía tolerar que personas del mismo sexo se unieran frustrando su plan de procreación. Si nadie procreaba, no habría gente a quien amedrentar y castigar con el fuego eterno y eso era intolerable.

Dios, dueño, amo y señor de todo lo que se mueva y respire y de lo que no también, estaba harto de la situación. No entendía como el paraíso que había creado se había convertido en un cricalero sin visos ni esperanza de redención. Mandó a llamar a Jesús.

-Hijo, ya es hora de tu segunda gran venida.

Jesús sonrió maliciosamente.

-No esa venida, tonto. Me refiero a que ya es hora de ajustar cuentas en la Tierra. Que vuelvas.

-Ay no padre, la última vez que fui terminé clavado y no fue una experiencia que quisiera repetir.

-No la repetirás, hijo. Esta vez irás por tus propios fueros. Salvarás a una minúscula parte. A los pocos que han vivido bajo mi ley y destruirás al resto, que conforman la gran mayoría. No los ahogues por favor. En el pasado utilicé agua y no funcionó. Achichárralos con el fuego del infierno.

Jesús sonrió. Llevaba veintidós siglos esperando este momento. El momento de la venganza.

Jesús, de mentalidad surrealista, más cotidiana que ocasional, listo para su revancha y preparada la vendetta, dejó ver el gran símbolo del Hijo del Hombre. El símbolo del principio del final. Una enorme cruz de fuego apareció en lo alto del cielo. Pero apareció boca abajo. Jesús recordó que la Biblia no especifica cuál será el símbolo oficial del final. Igualmente recordó que habían sacerdotes y pastores que identificaron el símbolo de Dios como una cruz, pero otros lo habían identificado como un pescado. Por lo que junto a la cruz de fuego hizo aparecer un pescado, un mero frito, en señal de cómo morirían los condenados.

Los signos del final de los tiempos habían aparecido. Podían verse claramente por todos los confines de la tierra. Se formó un caos y la gente se tornó histérica. Muchos se suicidaron antes de sufrir los rigores del final. Las ferreterías hicieron su agosto vendiendo soga y las armerías, vendiendo municiones.

Las iglesias se llenaron. Los que tradicionalmente iban, acudieron a sus respectivas iglesias y los que nunca habían ido, ingresaron en la primera que vieron. Algunos que nunca habían ido a iglesia alguna e ingresaron en una protestante, cambiaron a la católica cuando los ujieres intentaron cobrarles el diezmo. Les salía más económica una ofrenda.

Los Pastores no perdieron tiempo en cobrar el diezmo, por si acaso las señales del final eran una falsa alarma. Un ensayo. Bajo igual pretexto, el Vaticano autorizó la venta de indulgencias de última hora. Aquellas por las cuales Martín Lutero se separó, creando el cisma.

Jesús dejó los símbolos del final a la vista de todos por seis semanas. Le divertía ver a la gente histérica y llena de miedo.

Luego de seis semanas de caos y sufrimiento en el planeta, el cielo se abrió y Jesús salió de su escondite. Pudo verse simultáneamente desde todos los rincones de la tierra a la misma vez. Dentro del sufrimiento, los terraplanistas celebraron. Si Jesús podía verse desde todos los confines simultáneamente, su teoría había prevalecido y la tierra era plana. Podían morir en paz aunque fuera achicharrados.

Jesús miró la cruz de fuego boca abajo y guardó prudente distancia. No quería quemarse. En su mano derecha portaba un pergamino sellado con siete sellos. Con una maquiavélica sonrisa rompió los primeros cuatro. Del primer sello salió uno de los llamados jinetes del apocalipsis. Cabalgaba un bello corcel blanco. Era el jinete de la conquista y éste declaró la guerra. Jesús rompió el segundo sello y salió un jinete cabalgando un vigoroso caballo bermejo. Este era el jinete de la guerra y daría cumplimiento a la declaración del jinete del corcel blanco. Acto seguido Jesús rompió los otros dos sellos para consumar su venganza de la gente que hace veintidós siglos atrás lo clavaron. De ellos salieron dos jinetes más. Uno cabalgaba un caballo negro y el otro un caballo bayo. Representaban el hambre y la muerte.

Los jinetes de los caballos bermejo, negro y amarillo bayo no iban solos. Atados a sus caballos llevaban miles de demonios amarrados, desnudos y con enormes y potentes vergas erectas que parecían tubos de verja. Estaban listos para sodomizar a los condenados. Al verlos, las putas se negaron a participar de la fiesta. Sin dinero de por medio, no darían el culo. Habían invertido mucho para darlo de gratis. En cambio, las de rostros angelicales y caras de que no rompían un plato, babeándose, clamaban por castigo eterno. No querían quemarse en el fuego eterno sin probar esas vigorosas vergas. Corrieron como locas hacia los demonios. Los demonios comenzaron con su festín y metieron todo lo que pudieron. No hubo mujer que no recibiera un pingazo. Pero cuando los demonios vieron una segunda horda de homosexuales que venían a toda carrera buscando un vergazo, comenzaron a pedir piedad a sus respectivos jinetes. Nadie les advirtió de antemano que los homosexuales estaban incluidos en el festín anal. Jesús estaba meándose de la risa.

Jesús sabía que tenía que ser justo y salvar a los pocos que habían seguido su palabra al pie de la letra. Comenzó a seleccionar a aquellos que habían seguido su mandato.

Cuando un católico vio que un protestante y un budista habían sido escogidos por Jesús, protestó. ¿Cómo era posible que unos impíos que no practicaban la única y verdadera religión, que eran «hermanos separados» y que no recibían la santa eucaristía, pudieran ser salvos? Merecían el fuego eterno, exigió el católico. Jesús, harto del trillado argumento, volvió sus ojos hacia atrás en señal de hastío, lo sacó y lo condenó inmediatamente a la fiesta sodomita. Cuando uno de los demonios lo empaló, ningún otro católico se atrevió a protestar las decisiones de Jesús. Contrariarlo no era una buena idea.

Dios mio, Dios mio, porque nos has abandonado? clamó un ferviente creyente al ver toda aquella hecatombe. Al oirlo, Jesús le respondió «eso pensé yo hace poco más de dos mil años, pero estaba equivocado. Dios no me había abandonado. Tampoco los ha abandonado a ustedes. Solo los dejó a mi cargo por un rato en lo que iba al laboratorio a trabajar con algo que se le diera mejor que ustedes. Los humanos son un experimento fracasado. Hay que hacer espacio para su nuevo invento. Y con esto, continuó dándole cumplimiento al mandato del padre.

JOSÉ LUIS USÓN

OÍR EL MAR

Hacía dos días que el perro había dejado de ladrar, sin embargo, en su cabeza, el ladrido seguía resonando como una letanía rítmica, adormecedora. ¿Qué motivos lo habrían llevado a desaparecer? Seguramente, acosado por el hambre, habría buscado cobijo en otra finca. En cualquier caso, él nunca iba a poder averiguarlo. Llevaba tres días con sus tres noches postrado en esa cama. Lo sabía porque había contado las veces en que el sol, de improviso, lo llenaba todo de un fuego anaranjado, y a las horas volvía la negrura.

Entonces dejaba de ver, a través de la ventana, las copas de los olmos del bosquecillo contiguo a la vivienda. Había días en que se mecían suavemente y otros que permanecían inmóviles, como estatuas de hielo.

Quizás aún hubiese tiempo, quizás alguien lo echase de menos y preocupado, acudiese allí, a su apartada vivienda. Entraría en ella gritando su nombre, él contestaría con languidez, y por fin, el auxilio necesario llegaría.

Seguía pasando el tiempo sin que nada ocurriese, la ventana volvía a su luz cegadora y de nuevo a la oscuridad. Por las mañanas, cuando el primer fogonazo iba perdiendo intensidad, el enérgico trino de los pajarillos que poblaban los olmos, emergía como un torbellino. Incluso en algún momento, en esos días en que el viento, sí agitaba los árboles, le parecía oír el mar, — oír el mar — se decía, qué cosas tiene esta cabeza de viejo. Cómo podría oírlo estando tan lejano, y aunque pudiese, cómo iba a saber que era el mar, si él nunca había estado allí.

FÉLIX LONDOÑO G

Despedirse es morirse un poco. Tan pronto te despides te agobia la añoranza. También es liberarse, te despides y sientes la liviandad de ese peso que te quitas de encima. Lo curioso es que sufras de esta ambivalencia al despedirte de la misma persona. Es lo que pensó Graciela al observar a Modesto Guaro alejarse por el andén.

GRACIELA PELLAZZA

Inclinó el cuerpo hacia delante, bajó la cabeza con delicadeza y en medio de la fiesta que es la vida, hizo su reverencia.»

Si hay algo que nos unirá son las despedidas.

Quizás lo que inquieta, es si existe la fecha para armar las valijas.

La Pepa no quiso médicos, ni frascos, ni agujas ni pérdida de tiempo.

Tenía sabiduría de elefante.

Puteó a los santos, a la mala racha y al universo.

Cuando se puso en cuclillas, después del derrumbe, llamó a su mejor amiga y le contó la historia. Y en todos esos apretujones, la miró a los ojos y le dijo – ¡Tranquila! Necesito poco ya. Quédate con esto, lo sabes casi todo, llueve en la cocina un poco, y a veces cierra mal la puerta del fondo. Me voy.

Allá en el norte está la vieja siempre esperando que vaya y yo le miento y le miento. Y no llores. Cuidame a la Lola, no quiero llevarla, juega todos los días con la nena de la vecina.

No te apenes. Nadie sabe cuando.

Prefiero esto; el mate cocido de la vieja, las tortillas amasadas y el horno de barro, los cuzcos que alimenta mi madre, ese calor que te motiva el riego, y sentarme donde una vez nací para mirar el cielo. Hace unos meses plantó unos choclos, le voy ayudar a cosechar. Hoy entiendo el olor que tenia su delantal y esa cara de asustada cuando me venía.

Dejo en tus manos todas mis alegrías.

Y así, la Pepa se fue de viaje.

¿Quién sabe que puerta se abre, cuando uno inclina el cuerpo para homenajear la vida?

JUAN pEÑA

Reconoció la letra y abrió la carta con dedos urgentes, febriles, temblorosos. Leyó y con la primera frase: «Te gustará saber, que pude olvidarte y no he querido», se llevó la mano a la boca. Era él, ahora, no tenía dudas, pues como siempre hiciera, citaba a su cantante favorito.

A pesar de la impresión, siguió leyendo:

«No dejaron ni que nos despidiéramos y nos han obligado a estar alejados mucho tiempo…».

No pudo seguir, las lágrimas le inundaban los ojos. Después de tanto tiempo y sufrimiento, no se lo podía creer.

Vencida, dejó la carta sobre la mesa, como si fuera una sentencia de muerte. Sus manos callosas hicieron girar las ruedas de la silla, maniobró para entrar al comedor y se detuvo cerca del teléfono. Marcó el número de la policía. No albergaba muchas esperanzas de que hiciera nada y, esta vez, no podría ni correr.

MARTU MONFORTE

Legado de vainilla, olivos y poesía.

Mamá murió; quiero detener el tiempo. Sé que eso es imposible y me siento perdida.

Lentamente, un rayo de luz ilumina instantes que caen sobre mí.

Las imágenes me pasean a su antojo. Desde el tazón de chocolate espeso y el bizcochuelo de vainilla con que me esperaba al regresar de la escuela, tan alto, amarillo y esponjoso que era la envidia del barrio hasta ese caracol que se asoma desde la repisa;l recuerdo de nuestras primeras vacaciones en la playa. Las risas de aquella tarde de sol resuenan en el silencio de su casa vacía.

La cocina era su reino, ahí flotaba la miel, la canela; el olivo se abría paso en las tardecitas cuando sus manos volcaban sobre la mesada una montaña de harina, luego hacía un hueco y derramaba esas gotas de aceite como ojos verdes. Mientras, en un rincón y bien abrigadas, las levaduras se batían y debatían para alcanzar una cima aún más alta que el bizcochuelo. Mamá las entibiaba con el calor de su espíritu, les hablaba bajito, les contaba historias, le rezaba versos, quizás le contaba sus sueños. Un tiempo después, vendría el trabajo amoroso de sus manos. Ella formaba el bollo con paciencia, unía, giraba la masa y cantaba. Cuando estaba listo las tapaba con un lienzo blanco en el rato de descanso. La espera era mágica. La masa empezaba a crecer, como la esperanza solía decir con una voz ronca que la llevaba lejos, pero volvía enseguida. Volvía conmigo y ese era nuestro momento sagrado. Luego, el bollo airoso, se entregaba a las manos hábiles de mamá y ella formaba el pan. El horno a leña que se erguía ardiente, entre el parral y el jardín, hacía el resto. Nacía el pan nuestro y ese beso de cada día que me enseñó a dar. Besos en el pan, decía. Besos de azúcar juegan en mi memoria. Besos de despedida que no le di, que no nos dimos porque cómo saber que el día final estaba a la vuelta de la esquina (o de la vida).

Sus manos estaban perfumadas por las hierbas de su huerta. Al costado del jardín y vecinas de sus rosales y lavandas, convivían la salvia, el romero, las albahacas. Más atrás, en un rectángulo dibujado con precisión, se veía una hilera de tomates y ajíes. Y justo allí, se abría un baldío, donde sucedían sorpresas que emocionaban, mamá festejaba con el entusiasmo de una niña. ¡Vení hija, mirá, han nacido unos rabanitos! Y yo corría, corría hacia ella y esa alegría nos envolvía. Al acercarnos, una vez, descubrimos un zapallo redondo y naranja que se asomaba tímido como un hijo pródigo. Nadie lo sembró, repetía. ¿O sí? Todo eso le daba más felicidad que un regalo de moño dorado.

Y claro, en el mientras tanto, la acompañaba su mate tibio y su anotador, con frases apenas hilvanadas y pequeños poemas que se levantaban sobre esas hojas salpicadas de harina, vainilla o ralladura de limón. En ese mientras tanto de la cocina humeante, el tendal se completaba con nuestras ropas que se agitaban al sol y las hierbas buenas crecían. Y la malas también, de ellos, de los yuyitos malos se encargaba con sabiduría. De raíz, decía, hay que sacarlos de raíz, aunque ahora duela, para que no vuelvan, al menos esos, claro. Después vendrán otros y otros, así es la vida; hay que aprender y crecer. Pero por entonces, yo aún no lo sabía.

Cierro los ojos y siento su mano fresca sobre mi frente acalorada, su alboroto de jengibre y miel, la infusión sanadora para los primeros resfríos y aquel olor del eucaliptus evaporándose entre los cuentos por las noches. Y entre tanto, sonaba su tango de domingo, mientras sus manos iban y venían preparando el trabajo, las planificaciones, un texto nuevo…mamámadre, mamámaestra.

Huelo su abrazo en los días fríos. Ya mujer, ya madre y, sin embargo, siempre hija sobre su pecho que se mantenía firme para mí.

Me llega su imagen, sentada bajo la sombra de los aromos del final del patio, con su vestido floreado, fumando y perdiéndose con la mirada lejana. Mamá joven aún, esperando qué. Revivo las rondas, escucho la tabla del nueve una y otra vez y mi rezongo con el pluscuamperfecto y esa mamá firme que se convertía, por un rato, en mi maestra. Recuerdo mis primeras lágrimas de amor y desamor, mi desaliento laboral, la incesante búsqueda de mi misma, mis alegrías, mis confesiones recostada a su lado. También veo mi mano diciéndole adiós a su nido de vainilla.

De su viejo cajón se abren paso media docena de anotadores, con su inconfundible letra sobre hojas ajadas pero vivas. Leo frases a medio camino, versos y canciones, las nuestras, y algunos comienzos de aquellos cuentos que recordé enseguida. Cuentos con finales improvisados, los armaba al vuelo, y muchas veces lo inventábamos juntas. Mamá volvía en un manojo de cartas y ahí supe que, en medio del trajín y sus aromas, escribía para ella, para mí. Para vivir, le había escuchado decir. Mamá llegaba en versos libres, en rimas, en frases completas o inconclusas, quiero pensar que las dejó así con la intención de que las continuara yo, su heredera soñadora, como me llamaba. Y las compartiera, claro. Con mis hijos, con mis amigos, con el mundo. ¿Para qué sino? ¿Para qué sirve un poema si no se comparte, hija?, la escucho claramente. Mamá de algún modo se preparó para este día, mamá vuelve y me acaricia.

Así, ese legado, ese sostén que nació con su primera canción de cuna, regresa y me contiene. Me abraza, se despide hasta que volvamos a encontrarnos. Eso decía siempre, volveremos a encontrarnos, a estar. Eso decía antes, cuando este momento era tan lejano que no cabía en mi alma.

Sigo muda, inerte.

No voy a decirle adiós…

De a poco, cada instante revivido me trae calma, consuelo y eternidad…

SHELO SHELO

carta a la despedida:

querida despedida, te escribo esta carta e forma de ligeros versos para tratar de describir lo duro que fue ver tu partida a un lugar oscuro y lugubre.

La despedida es como el hielo

frio , frio , duro y furo como el mismo duelo

un falso anhelo de recuerdo vivido

de lo convivido , dudas hacia al futuro prohivido.

Pájaros negros vuelan, hablan, bromean

intuyendo lagrimas derramadas sobre lapidas

que entonan sonatas tristes y languidas.

flores nuevas que condolientes derraman

corazones, que en su interior amanzan.

NUMIRALDA DEL VALLE

DESPEDIDA

En el aeropuerto la pareja de enamorados se abrazan. Los rostros mojados por lágrimas de tristeza. En lo alto, la bandera nacional ondea en un ritual de despedida. Luis José es profesor y Lucia maestra de educación infantil. A tres años de noviazgo desean casarse, tener hijos, formar una familia, pero el temor a un futuro incierto los llevó a tomar la decisión de emigrar en búsqueda de mejores oportunidades. Debido a sus escasos recursos no podían hacerlo juntos.

Analizando posibilidades, decidieron que ella partiera primero. Familiares en el país destino le ofrecieron apoyo. Separarse de los seres queridos, su tierra y costumbres constituyó el más doloroso momento. Con una mezcla de incertidumbre, miedo e ilusiones, arribó a una ciudad extraña. La amabilidad de los primos, bálsamo para su afligido corazón, atenuó un poco el temor.

A pesar de considerarse una mujer valiente, sabía que no iba a ser fácil. No obstante, pronto asumió el reto que implica la migración.

Parte de la la odisea fue trabajar sin el permiso correspondiente. Ejecutó duros y diferentes oficios para sustentarse mientras realizaba los trámites. Sentimientos de soledad, nostalgia y arrepentimiento la invadían a menudo. Emociones que aprendió a vencer anteponiendo el deseo de lograr sus sueños. Día a día fue superando obstáculos.

Dos años han pasado desde aquella despedida. Lucía sale apresurada del colegio donde trabaja. Cuenta con el tiempo justo para llegar al aeropuerto. Allí, la pareja de enamorados se abrazan. Los rostros mojados por lágrimas de felicidad. En lo alto la bandera nacional ondea en señal de bienvenida.

ARITZ SANCHO MAURI

Agur

En el lienzo del recuerdo, tu imagen se difumina,

una mirada transparente, cristalina,

que sin palabras, me hablaba de amor.

¿Acaso hubo un adiós? ¿Un final escrito?

La incógnita me hiere, cual daga de desdén,

mientras el guion de esta historia,

ya no me trae consuelo ni solaz.

Desde que tu luz se extinguió en mi cielo,

soy náufrago en un mar de dudas y dolor.

¿Volveré a ser el mismo? La pregunta, mi tormenta,

en esta soledad que me ahoga sin cesar.

Egoísta tal vez, al desear tu sanación,

que las heridas del pasado cicatricen por fin.

Anhelo verte feliz, junto a un nuevo ser,

que valore tu esencia, tu brillo interior.

Que en tus imperfecciones vea belleza singular,

y te ame con la fuerza de un vendaval.

Verte así, sería mi mayor liberación,

aunque mi corazón en silencio sufra y sangre más.

No te culpo por tu decisión, aunque la lamente,

solo me queda el eco de lo que pudo ser.

Quise perderme en tu mirada, vivir en ella,

pero la sombra me envolvió, sin dejarme crecer.

Como un pequeño árbol, entre gigantes me encuentro,

incapaz de alcanzar la luz del sol.

Mas no me rindo, mi espíritu aún es fuerte,

y buscaré mi propia luz, mi propio sol.

En la memoria te guardaré, por siempre presente,

como un pedazo de cielo que perdí sin querer.

Y aunque el dolor me marque, seguiré adelante,

con la esperanza de un nuevo amanecer.

IVONNE CORONADO

No te dijimos adiós

Frente a la foto de mi abuela Inés, cuando joven, luciendo su corte de pelo de la época de los veinte, con unos ojazos en una cara sumamente atractiva, veo de pronto surgir otra imagen. La de una mujer vencida por los años y las enfermedades, tendida en una cama.

Mi abuela fue una gran nadadora, cantante de ópera, y después de casada, muy mimada por mi abuelo, tuvo fama de ser una de las mujeres mejor vestidas de Guatemala. Murió casi centenaria.

Desde la muerte de mi abuelo, antes que yo naciera, ella viuda y mi madre divorciada, con dos niñas, decidieron regresarse a El Salvador.

Nos fuimos a vivir a la finca de una tía abuela. Mientras mi madre trabajaba, ella se quedaba cuidándonos. Nos hacía los vestidos a las tres, y nos mostraba como hacerles vestidos a nuestras muñecas.

Yo ya estoy mayor, veo los cambios en mi cuerpo. Cuando me junto con amigas de mi edad, todas coincidimos con que nos olvidamos de donde hemos dejado los anteojos, por ejemplo, pero nos recordamos de detalles del pasado con mucha claridad. A veces nos asaltan recuerdos que ignorábamos tener, hasta que algo los hace resurgir. Esa foto fue una sorpresa, nunca antes la había visto.

Por eso, frente a esa foto, la recuerdo como era ayer, una mujer ya mayor, y aunque todo lo que sé de ella, fue ella misma que me lo contó, no me la imaginaba de joven.

Nuestras tertulias eran amenizadas por su linda voz de soprano y la de mi madre, declamando versos con mi tío Augusto, su hermano menor, que vivió con nosotros cuando niñas.

Estoy jubilada, y ahora la comprendo. Los muy mayores tenemos menos paciencia con los chicos.

Para mi abuelita, sus escapadas del bullicio de dos muchachitas eran sus visitas a su prima hermana, tía Teresa. Me las imagino contándose toda clase de confidencias. A veces, a su regreso, la sorprendía carcajeándose con mi mami, de alguno de los chistes de su prima.

Cuando acompañaban a mi abuela a visitarla, ambas me hablaban como si fuera grande. Claro, las entendía muy bien. Estaba acostumbrada a estar entre mayores casi todo el tiempo. Mi hermanita era una bebé todavía. Le llevo casi seis años.

Pasamos un buen tiempo en la finca. La veo con su escoba barriendo las hojas secas del árbol de matasanos, y escondiendo las frutas envueltas en periódicos, debajo de su cama. Le encantaba comerse una fruta antes de ir a dormirse.

A veces me llevaba a ver a su prima. Las dos se ponían a cantar. Tía Teresa no tenía la voz de mamá Inés, pero “declamaba:” las canciones. Sabía que me gustaba la poesía y que hacía mis primeros versos. Nos pasábamos horas cantando, recitando y haciendo bromas. Me trataban como una de ellas.

Las dos tías tenían casi la misma edad, eran íntimas amigas, y como buenas amigas, al llegar a viejas, las dos se fracturaron la cadera. Entonces ya no era muy fácil que se vieran. Su hija Margara, venía por mi abuela para que pasara con su madre unas horas, pero como trabajaba, se limitaban sus visitas a los fines de semana.

Para esa época, nos habíamos pasado a vivir a una colonia nueva, donde habíamos adquirido una casita. Ya no tenía que cuidarnos, nosotros la cuidábamos. Siempre la había visto con un cigarrillo en la mano, pero nos sorprendió cuando nos dijo: Ya no fumaré más – y dejo el vicio de un día para otro.

Margara traía a su mamá a nuestra casa, para que se siguieran viendo.

Luego vino la guerra civil. Yo me comprometí, y al casarme, emigraríamos a Canadá. Mi madre ya no podría hacerse cargo de la suya. Fue entonces cuando tuvimos que aceptar llevarla a la Casa de San Vicente de Paul. Su hijo menor correría con los gastos.

Mamá Inés hacía ya unos meses que no nos reconocía.

Margara, su sobrina, me acompañó a dejarla. Íbamos muy calladas en su carro. De pronto me dijo:

-No te preocupes, las monjas la cuidarán bien, y el lugar es bonito.

– “Sí, pero estará entre extraños” – pensé.

Atrás, mi viejita adorada iba dormida. No tenía conciencia de lo que pasaba a su alrededor.
Mil imágenes inundaban mi cabeza. Todas de mi abuela.

Nuestras escapadas a Guatemala a ver a mi padre. Mi Primera Comunión, ella haciéndome el vestido, y luego ajustándolo para mi hermana; nuestras idas a la misa de las 6 de la mañana, las historias de santos que me contaba, las carreras que la hacíamos hacer cuando nos escapábamos corriendo de ella y su chirivisco, nuestras idas al río a lavar la ropa.

Toda una vida juntas.

Margara seguramente estaba pensando en mi tía Teresa, quien más o menos estaba en las mismas condiciones que su prima, mi abuela.

¿Quién nos hubiera podido decir que nos separaríamos?

Al llegar a Santa Tecla, la dejamos en su cuarto, acostada. No estaba sola. Había un pequeño bulto en la cama contigua. Sus ronquidos indicaban era otro huésped en condiciones parecidas.

Las monjas eran amables, pero en los corredores amplios y abiertos, al estilo español, con el jardín al centro, a pesar de ser un día luminoso, hacía frío y rondaba la tristeza. Las moscas pululaban.

¡Mamá Inés odiaba las moscas!

Fui a inspeccionar los baños, nada de bonitos, puro cemento.

Regresé a su cuarto. Ella era un paquete de huesos.

De regreso, ya en el carro, ni mi tía ni yo decíamos palabras. Por las ventanas abiertas, el viento azotaba nuestras caras.

Mi boda se realizó un mes después y al siguiente partimos rumbo a Canadá. Más tarde logré llevarme a mi madre a vivir conmigo, que se sentía mal de haber dejado atrás a mi hermana, ya casada, y con dos niñas pequeñas. Tenía también miedo de no volver a ver a su madre. La consolaba diciéndole que no hubiera podido hacer mucho, sino que, al contrario, mi hermana hubiera tenido que cuidarla a ella y velar por mi abuela. Imposible, con dos niñas en los brazos.

Mi hermana iba seguido a ver a mamá Inés, le llevaba a las nietas. Pasaba un rato agradable con ellas. Ya no tenía dos, sino tres niñitas.

Una noche, en septiembre, mi hermana me llamaba por teléfono para anunciarme la muerte de mamá Inés, acaecida unos días antes de su cumpleaños.

-Llamaba a mi mamá- me dijo-y continuó: Me hice pasar por ella. Le cerré sus ojos. Puse su dentadura entre sus manos- Mi abuela nos decía: Si muero, por favor no quiero que me vea sin mis dientes- pero mi hermana dijo no haber podido abrir su boca para ponérselos.

Poco tiempo después, llamaba Margara.

-¡Mamá Tere, se nos fue! – me dijo llorando.

“Ellas dos, cómplices hasta en la muerte”- pensé.

Mi madre siempre tuvo la idea de que su hermana mayor era la preferida de su madre. Fue grande su asombro al saber que a la única que ella llamaba en su lecho de muerte era a ella. En un abrazo mezclamos nuestras lágrimas.

Habíamos pensado ir a verla justo para la Navidad. Las valijas ya estaban hechas. No podríamos por mi trabajo, irnos antes de mis vacaciones. De todas formas, no podríamos ya despedirnos de ella.

Nunca pensamos en las despedidas, y a veces dolorosamente nos llegan de sorpresa.

NILA J BOHORQUEZ

En aquella triste tarde…

¡Quedaron en mis temblorosas manos, esas rosas rojas que no

quise lanzar al vacío en el momento

de tu despedida, mi amado Martin, conservándolas entre los recuerdos de nuestras vivencias en esta dimensión!

¡Rosas que jamás se marchitarán,

manteniendo su lozanía con el rocío

de mis lágrimas brotadas en silencio…en un silencio profundo que solo las corolas sentirán el roce de cada gota llena de amor deslizada en sus pétalos!

¡Y tú, bendiciéndolas desde la Eternidad en cada amanecer, dándome fuerzas para continuar por estos senderos…sin ti!

CARMEN UBEDA FERRER

El loro Rubén 

El loro se consideraba el volátil más afortunado del mundo. Vestía hermosas plumas de vivos colores, hablaba hasta por las alas y su nombre era Rubén, nombre de gran importancia por lo que él, había oído decir a su dueño, granjero de profesión, al que le gustaba mucho la lectura y la poesía y a las que dedicaba sus momentos de descanso.

Mientras que el resto de los animales de la granja vivían en gallineros, porqueras y establos, Rubén, habitaba el confortable y rústico comedor de la casa de su amo. Un palo largo y alto, atravesado como una cruz, le servía de pedestal para andar y dar vueltas de un lado para otro, además podía volar cuanto quisiera e incluso posarse en los muebles de la estancia y era dueño absoluto de una espaciosa jaula. Ciertamente, se sentía un ave diferente y especial. Imitaba toda clase de sonidos y pronunciaba palabras con mucho entendimiento. Pues sí, Rubén se sentía muy afortunado y dichoso en aquella hermosa y próspera granja desde donde podía divisar las montañas y los verdes prados.

El loro Rubén, con tantas regalías comenzó a despreciar a las gallinas, pollos, patos, faisanes y pavos. Los consideraba de todo punto inferiores, era más, se avergonzaba de que tuviesen plumas como él. A la vaca, el caballo, los cerdos, y la medía docena de ovejas que pastaban tranquilamente por el prado, aunque eran bestias de enorme tamaño, las ignoraba ¿quién podía fijarse en animales tan zafios? Su soberbia había alcanzado límites absurdos.

Una noche el granjero recibió la visita de algunos vecinos que se mostraron muy nerviosos y excitados. El loro, que ya dormitaba en su jaula, escuchó revolución y guerra y con estas palabras que le resultaron agradables por aquello de las erres, se quedó dormido.

Dos días más tarde vio partir a su amo con el camión en el que había metido un gran saco que se movía muchísimo y del que salían extraños sonidos. El loro andando de aquí para allá sobre el respaldo de un sillón y dando fuertes silbidos, miraba a través de la ventana de la casa con inquietud. La conducta del granjero le parecía extraña. Pronto se tranquilizó. Todo lo que ocurriese al exterior de su ventanal no tenía nada que ver con él.

A la semana siguiente, sobre la misma hora, el hombre se

subió al camión y esta vez, no era un saco que se movía, lo que se llevó fueron las ovejas. El loro que de tonto no tenía una pluma, se fue percatando de que cada vez había menos animales en la granja, y de que las gallinas y demás plumíferos ya hacía tiempo que habían desaparecido. No obstante, seguía pensando que aquellas cuestiones no podían ni debían afectarle en lo más mínimo.

El viaje en el camión lo hicieron los cerdos, la vaca, y un día desapareció hasta el caballo.

El granjero era una buena persona que ante la adversidad no se encolerizaba. Le daba mucha tristeza tener que deshacerse de sus animales, pero lo había decidido así porque no quería que cayesen en manos del enemigo, de modo que los llevaba al matadero del pueblo y los hacía sacrificar. Vendía parte de la carne y de esta manera obtenía alimento y dinero. Tenía que ser previsor, porque los suceso que estaban ocurriendo últimamente no auguraban nada bueno y temía que en cualquier momento tuviese que poner sus pies en polvorosa. Solo le quedaba el loro y también debía deshacerse de él.

Un mal día Rubén fue vendido por unas míseras monedas en el mercado. Nadie quiso dar más dinero por tan insignificante ave parlante. Su amo lo dejo en manos desconocidas y se metió la calderilla en el bolsillo.

Miró al loro con tristeza le acarició el plumaje y se despidió de él.

– Adiós, compañero. Espero que te traten bien – Y se alejo murmurando.

-Corren malos tiempos…-

EVA AVIA TORIBIO

Despedida

Como cada mañana, cabizbajo, aburrido de lo tediosa que es mi vida, voy dirección a ese trabajo que apenas me da para mal vivir y en el que he pasado gran parte, ese en el que las expectativas de mejora eran infumables y en la que me queda poco tiempo, ya que está a punto de cerrar, y en la que no lograré alcanzar la jubilación. Es un negocio familiar en la que los avances tecnológicos, más haya de un ordenador como máquina registradora, no dan cabida.

—Lo siento mucho, Toni, sabes que como está la situación. Todavía recuerdo cuando venías con tus padres a comerte una torraeta de anchoas y ya han pasado más de treinta años desde que comenzaste a trabajar, con esta tu familia, pero las grandes superficies se han llevado a las afueras todos los negocios y cada vez vienen menos clientes y los pocos que vienen están demasiado mayores para que nos duren mucho. Aquí —dándome un sobre—, tienes tu liquidación, no es gran cosa para todo lo que te mereces, pero te dará para que vivas cómodamente hasta que encuentres un trabajo donde puedas terminar tus días y quizás, al no sentir el apego emocional que te tenía atado aquí, te de otra perspectiva y puedas desarrollarte en ese sueño que desde joven tanto nos has mostrado.

—Gracias, doña Silvia —apretando entre mis brazos a esta menudita mujer que ha sido casi como mi, fallecida, madre.

—¿Vendrás a vernos? Con la carta —señalándola—, tienes todo lo necesario para que vayas a la oficina de empleo.

—Prometo estar aquí como un reloj todos los días, nadie prepara las torraetas mejor que usted.

—No llores, mi niño —enjugando mis lágrimas.

Salgo de este, aunque tedioso, el que era hasta hoy mi único hogar y no sé qué voy a hacer a partir de ahora. Llego a mi pequeño y solitario piso, un cactus es mi gran compañía, tampoco tenía muchas horas en las que invertir en sociedad. No soy una persona muy sociable, más allá del ámbito laboral, una actitud adquirida con el tiempo y que tampoco me ha servido de mucho para mantener una relación duradera. Las pocas mujeres que pasaron por mi vida se fueron sin tan siquiera una despedida y, a las que no se lo reprocho, lo hago conmigo mismo, por no intentar superarme, por no saber escuchar lo que realmente quería cuando aún tenía tiempo. Ahora, con cincuenta y tres años qué futuro me espera, gris, muy gris, nadie contrata a personas como yo, sin más experiencia que la adquirida tras tantas horas entre los fogones.

Es el primer día en el que no tengo la obligación de levantarme temprano; ni ver los mismos rostros que en ocasiones te sonríen y otras te utilizan de terapeuta; tampoco podré escuchar cómo nos deleitaba, doña Silvia, con su voz.

Abro el sobre y en el encuentro un generoso cheque y un papel escrito a puño y letra de ella.

Toni, mi niño. Has sido durante todos estos años el hijo que nunca tuve. Has dado a esta anciana la chispa que necesitaba para continuar con el negocio que me dejó mi familia, la motivación para cantar, bueno, más bien berrear, ¡ja, ja, ja! La persona por la que pensar en el futuro y por la que guardar cada peseta, cada propina. Tengo que contarte algo que llevo tiempo guardado y es que no me queda mucho tiempo, el médico me ha, digámoslo, desahuciado. No vengas a buscarme, el negocio familiar no abrirá sus puertas, pienso pasar los días que me queden de viaje en viaje, ¡ya me lo he ganado! Así que, mi niño, aprovecha esta oportunidad y el dinero que te has ganado para retomar lo que dejaste aparcado hace tanto tiempo, tus letras me hacían reír.

¿Tú crees que todavía estoy a tiempo de esbozar sonrisas, lágrimas, pasiones o cualquier otro sentimiento con algo tan complejo como son las letras? ¿Crees, doña Silvia, que alguien invertirá su tiempo en mí? Sabes, has sido mi madre desde el momento cero en el que tus ojos me miraron como a un hijo y te voy a echar mucho de menos, disfruta el tiempo que te quede, recorriendo este maravilloso mundo y si te queda un poquito de tiempo, sigue invirtiéndolo en ti y sólo en ti. Ahora toca seguir a mi corazón y voy a luchar por que los días anteriores a mi despedida sean tan alegres como tus berridos.

Besos, la Incondicional.

LOLI BELBEL

Soledad

y

miedo

Cada noche

cuando una almohada

invita a nuestras cabezas

como los dos polos de la tierra

a la fiesta de la tristeza

veo que la

despedida

habita entre nosotros

-brillante y fría

como una daga-.

No hay pensamientos

ni fe

ni entrañas

ni corazón…,

solo miedo

y

soledad.

Permanezco despierta

-mirándola-

y…

lloro.

¿La ves tú como la veo yo?

MAITE BILBAO

ETERNA DESPEDIDA

Adela, de cabello plateado y mirada serena, camina por los senderos del cementerio con la paz melancólica que solo la familiaridad con la muerte puede otorgar. Desde la partida de su Antonio, hace ya varios años, el camposanto se ha convertido en su refugio, un lugar donde las memorias se mezclan con la quietud de las lápidas.

Un día mientras, está frente a la tumba de su marido, arreglando las flores, nota la presencia de un hombre alto y delgado, vestido de negro, apoyado contra un mausoleo cercano. El desconocido rostro surcado por arrugas y enmarcado por una espesa barba gris, refleja una profunda tristeza. Intrigada por su presencia, se acerca a él con una sonrisa amable.

—Buenas tardes. ¿Es usted nuevo por aquí?

El hombre la mira con ojos penetrantes, atravesándola con su mirada.

—No soy nuevo. La he estado observando desde hace días.

Adela se sintió algo incómoda, pero decidió no darle importancia.

—Me llamo Adela, viuda de Martínez. ¿Y usted?

—Puede llamarme Destino. Vengo a llevarla conmigo.

Las palabras le impactaron como un rayo. La idea de la muerte, siempre presente en sus pensamientos, se había hecho tangible.

—¿Llevarme a dónde?

—Al otro lado. Ha llegado su momento.

Adela siente un escalofrío, pero no se acobarda. Le mira con determinación.

—No estoy lista todavía. Tengo historias que contar, sueños que realizar.

—¿Y qué historias puede contar una mujer como usted?

Adela sonríe con picardía.

—Historias de una vida llena de amor, de alegrías y de penas. Historias de una mujer que ha vivido, que ha amado y que ha perdido.

Y así comienza tarde tras tarde el peculiar ritual entre Adela y Destino. Ella, sentada en un banco frente a la tumba de Antonio, le narra las historias de su vida. Él la escucha con atención, mientras una extraña mezcla de compasión y admiración se refleja en sus ojos. Sin embargo, el reloj de la vida se agota y la paciencia del destino con él.

Aquella tarde el reloj de la entrada da las siete y media. A esas horas, el lugar está poco frecuentado, y más en una tarde fría y gris de invierno. Pero no piensa perder la oportunidad de disfrutar del mejor momento del día. Hacer lo que más ha extrañado durante toda su vida: conversar de sus cosas, sin que nada la interrumpa.Con su Antonio, apenas podía hacerlo, siempre había algún asunto sobre la casa o la familia que resolver. Y lo suyo quedaba siempre relegado. Recuerda como su madre le decía «Todo llegará cuando Dios quiera». Tardó mucho en querer, aunque no le extraña, con tanto que hacer por el mundo. Había llegado el momento de vivir para ella. Ensimismada en ese pensamiento que le alegraba no se percató de que Destino le aguardaba.

—Adela, llegas tarde. No puedo demorar más lo que ya sabes. Hoy vendrás conmigo. Antes de que den las ocho y cierren el camposanto.

—¡Sí, hombre! Vas apañado, con todo lo que tengo que hacer cuando llegue a casa. Mis hijos vienen de visita el fin de semana. Venga, siéntate, te voy a contar algo que aún no sabes. ¿Te he contado que, en realidad, yo soñaba con ser profesora?

—Adela, recuerda, hoy voy a llevarte conmigo.

—Mira que eres cansino, ¡calla y escucha! Eran otros tiempos, no pude estudiar, había que trabajar y en cuanto aprendí a leer y escribir me puse a servir para llevar dinero a casa, pero eso… ya te lo conté ayer, ¿verdad? Últimamente me falla la memoria. Te he dicho que me gusta hablar contigo, con esa mirada profunda que tienes. Eres un gran escuchador. Lo único que no me gusta es esa manía que tienes de no sentarte y tu obsesión por llevarme. Tienes que saber ya, que no me voy a ir contigo a ningún lado. Una cosa es encontrarnos aquí desde hace unas semanas y hablar sobre la vida, y otra irme de tu brazo. Ni imaginas cómo son en el pueblo. Una es muy decente. Por cierto, ahora que me fijo bien, supongo que te habrás mirado ese problema de espalda que tienes, debe de ser doloroso. Mira, tengo una tía que conoce a una curandera de esas que usan plantas y rezos y consiguen quitar los males. No es que yo crea en esas cosas, pero de allí sale todo el mundo muy contento. Yo, si quieres, te doy el número para que cojas cita antes de ir. Ahora me explico lo de la vara para apoyarte, pobre. Te miro y me recuerdas a alguien, pero no me hagas mucho caso, mi vista ya no es lo que era.

—Sabes quien soy, solo tiene que decir mi nombre. Me llaman…

—¡No me lo digas! Déjame que lo adivine. Te conté que de pequeña me gustaba acertar lo que iba a suceder. Para eso, mi difunta suegra, ahora estará mi Antonio con ella. Te cuento: iba de negro, de luto siempre, pobre.Todo lo que decía se cumplía, pe nunca lo bueno. Ahora que me fijo, tú también vistes de negro, dicen que es un color que hace parecer más delgado, pero tú estás en los huesos, aunque hay que reconocer que es un color elegante, a mí me recuerda al de los muertos. No me hagas mucho caso, a veces dramatizo un poco. Volvamos al tema de tu nombre.

—¡Di mi nombre!

—No seas impaciente, a ver, buena altura, vestido de negro, parco en palabras, paciente. Ahora recuerdo una anécdota: cuando era joven todos me decían que tenía la paciencia de una santa. Más que eso era resignación. No podíamos hacer otra cosa que esperar. Ahora con lo que sé, ya no espero nada. Por cierto, ¿de qué hablábamos?

—Adela…

—¡Ay, la hora que se me ha hecho! ¿No escuchas las campanas? Dan las ocho. Me tengo que ir, me pierdo la telenovela. Lo siento. Si eso, seguimos mañana, quedamos aquí a las siete. Sin despedida, hasta mañana.

ALMUT KREUSCH

La despedida

Durante los últimos dos años he hecho acopio de benzodiacepinas, recetadas por mi oncólogo para tratar el insomnio que padecía, después de diagnosticarme un cáncer de pulmón bilateral e inoperable. Este hallazgo es una sentencia de muerte.

Mi intuición no me había engañado. Fumadora de dos paquetes de cigarrillos al día, la tos cada vez más persistente y la perdida de peso eran indicios suficientes. Mi hermano sobrevivió a la misma enfermedad, pero mi hermana no tuvo tanta suerte..

Su calvario aún está fresco en mi memoria: los meses de la lucha inútil, el dolor, los vómitos, la putrefacción de su cuerpo, la agonía, los analgésicos, y al final apenas le quedaban venas para administrar la medicación. Sus enormes ojos pidiendo clemencia cuando apenas podía levantarse de la cama o hablar.

Hacía tiempo que las mentiras habían dejado de funcionar y su fe se había ido con ellas.

Opté por un tratamiento corto de quimioterapia, casi más por cortesía que por convicción. Después reforzaron mi sistema inmunológico, la fiera que llevaba dentro se calmó y me concedió una tregua que duró casi 2 años.

Pero a pesar de la aparente calma, nunca dejé de sentir la fría hoja de la espada de Damocles en la nuca.

No tengo hijos y poca familia. Mi marido es ahora un poco más amable conmigo y cumple con su papel de cuidador responsable. Se lo agradezco, aunque percibo su incomodidad y su inseguridad. Mi mejor aliado es la música clásica, que me calma y que me da cierta tranquilidad.

El último viaje que hice con mis amigas fue a Paris. También hemos estado en Roma, Lisboa y Londres. Tener amigas como ellas no tiene precio.

Volví de este último viaje agotada, me mareaba a menudo y los dolores de cabeza eran cada vez más persistentes.

Me radiaron la metástasis cerebral y disfruté de un descanso breve.

Pero una mañana me levanté de la cama, la habitación empezó dar vueltas y una fuerza poderosa me tiró de nuevo sobre el colchón. Estaba sola en casa. El segundo intento fue mejor y me arrastré hasta el salón. Pero sin previo aviso, y como si hubiera recibido otro violento golpe, caí sobre un sillón cuyo respaldo se partió en dos.

El tratamiento que he recibido en el hospital me ha aliviado los vértigos. Pero conozco mi cuerpo. Cada día que pasa me pertenece un poco menos, es como una vela que se está apagando. Estoy cansada sin poder descansar. Tengo la sensación de que las sanguijuelas de mi interior me chupan la poca energía que me queda. Apenas tengo dolor porque me dan medicación, pero la comida me da asco, no me puedo levantar de la cama mas que para lo imprescindible; cuando me hablan enseguida pierdo el hilo y no entiendo nada. Tengo alucinaciones. Veo a mis padres bajando las escaleras de su casa, les llamo, pero no me oyen, estoy desesperada y lloro hasta que alguien me zarandea y me dice:

—Cálmate, estás soñando, has tenido una pesadilla.

He aprendido a leer la cara de la enfermera que viene todos los días. Leo las caras de mi marido y de mis amigas que vienen a visitarme y veo la lástima, la impotencia y el esfuerzo por hacer creíbles sus mentiras. Me gustaría hablarles de mi muerte, pero cada vez que lo intento arman un escándalo.

Esta madrugada me he despertado con una lucidez sorprendente. Como si hubiera desaparecido un espeso velo que últimamente cubría mi mente. Con absoluta clarividencia, me di cuenta de que había llegado el momento de despedirme. Lo he meditado y planeado muchas veces, desde el día del fatídico diagnóstico. Tiene que ser hoy, porque sé que pronto ya no me perteneceré a mi misma, que ya no tendré fuerzas ni para sostener un vaso de agua y que las alucinaciones dominaran mi mente que la desorientarán. Que ya no tendré ningún poder de decisión y que dependeré por completo de los demás, y estaré sujeta a lo que para ellos será una muerte digna.

Estoy tranquila, no siento miedo, sino todo lo contrario. Me imagino entregándome pronto a los más dulces sueños y quizás alcanzo yo la luz al final del túnel, de la que han hablado los que no consiguieron llegar. Imagino volver a abrazar a mis padres. Dejaré atrás los despojos inservibles de mi cuerpo. Dejaré mi gratitud y mi afecto a los demás. Nos daremos la paz los unos a los otros. No, no tengo miedo.

Sigue reinando el último silencio de la noche. Salí de la cama con dificultad para buscar en el fondo del armario el frasco de «muerte blanca», como he bautizado a las pastillas blancas. Está casi lleno. ¿Será suficiente? ¿Me encontrarán con vida? No, aún faltan muchas horas para que empiece el ajetreo de la mañana.

Llené un gran vaso de agua sin que me temblara la mano.

Ha sido difícil tragar tantas pastillas.

Ahora me pongo los auriculares, sonrío y me dejo llevar por la belleza de mi favorito Nocturno Op. 9, nº 2, de Chopin. Los casi cinco minutos que dura la pieza serán suficientes para acompañarme hasta mi propia oscuridad luminosa , empiezo a flotar, a dejarme llevar, siento calor, gracias, debería, no puedo sos…

RAFAEL MENCÍA

Hasta pronto.

Cuando la muerte vino a verte a mi me cogió desprevenido. No esperaba perderte tan pronto, con la cantidad de planes que tendrías hechos.

La última vez que nos vimos no me dio la impresión de que te fueras a morir, y sin embargo lo has hecho, a tu manera, como si fuese solo cosa tuya.

No te creas que estoy enfadado, un poco dolido, es que me hubiera gustado que me avisaras con más tiempo, más que nada para decirte adiós. Además, tu siempre fuiste una persona educada que ha compartido los muertos con los demás.

Me pregunto si hay alguna posibilidad de que recapacites en tu decisión y tengas a bien volver para darme una explicación: si te has muerto por gusto, por defecto de diseño o por algo que he dicho o he hecho. Sabes que nunca he estado de acuerdo con la obsolescencia programada. Nosotros éramos más de <<ahora y porque me da la gana.>>

Puede que tú hayas descansado pero a mi me dejas con el insomnio a flor de piel.

No se si recordarás a aquel muchacho que tanta gracia nos hacía, sí hombre, el que desayunaba Bacardí. Si le ves le das recuerdos de mi parte.

Siempre supe que tanto reírte de la parca al final te iba a pasar factura. Yo de momento no tengo intención de morirme a corto plazo, aunque nunca se sabe, me has dejado tan solo y con tanta edad que cualquier día me lío la manta a la cabeza y voy a hacerte una visita.

Como siempre fuiste un paso por delante, tu experiencia me sirve para poner mis cosas en orden y avisar a nuestros amigos al menos con un año de antelación. Porque la familia ya imagino que sabrían de tu marcha, eso se sabe cuando estás muy cerca. Somos los amigos, la otra familia, los que solemos recibir la noticia a contramano.

No te escribo más porque eres tan despistado que te habrás dejado las gafas en cualquier sitio.

Piensa de vez en cuando en mí, yo seguro que alguna vez te tendré en la punta de la memoria, cuando no de la lengua.

Solo te pido un favor: cuando hables con la muerte a mi ni me nombres, no me jodas que a veces tienes unas bromas muy pesadas.

PD: Aquí me quedo… comiéndome el bollo.

MERCEDES MEDIANO

Despedida

Nunca, suena a infinito

Igual que siempre,

pero son palabras que

abrasan los sentidos,

que nos hacen creer que poseemos el tiempo

y el tiempo no tiene dueño.

Desabrochate el recuerdo

y ya desnuda el alma,

podrás abrazar la despedida.

Ponerte en el borde del abismo

para lanzarte al nuevo mar

lleno de olas

que te llevarán a tu destino.

Ahoga la despedida entre suspiros

que flotarán en el viento del olvido.

Decir adiós, oprime el alma

o la libra de someterse a la rutina.

Adiós y acabar con todo.

Adiós y quedarte clavado en el recuerdo.

Adiós y a otra cosa,

cómo a rey muerto rey puesto.

Despedida para un rato.

Comida hecha y compañía deshecha.

Decir adiós para nunca más volver.

Decir adiós, hasta mañana, cuando vas a dormir.

Decir cuelga tú y nunca colgar.

Despedirse a la francesa

Despedirse en todos los idiomas.

Cuando de verdad quieres a alguien

no hay despedidas que te puedan separar,

porque volverás, lo llevas en tu alma.

En la bolsa de amor que tú me tienes,

hay un agujero

por donde se escurre tu sonrisa

y tú cariño.

Cuando me di cuenta,

puse mil manos para taparlo

Y encontré un último beso.

El beso de la despedida

Desde entonces,

siempre llevo un paraguas

por si en la despedida

me salpican tus lágrimas.

GAIA ORBE

Tomé la capa, la bufanda, las botas prestadas y con mi mochila siempre lista para evacuar, me fui a caminar a Mills Parkbajo una insistente lluvia. Subí hasta el punto más alto de Watchung Mountain. Nunca me cansaba de mirar la silueta de los rascacielos de Manhattan. Me quedé una hora larga. El huracán Sandy había depurado la tierra. Lentamente la trepidante música de New York volvía a sonar.

Durante un mes me había sumergido en el mundo del arte, había entrado por la puerta del amor y mi espíritu siempre había estado a tono con el alma de la naturaleza. Era el final del otoño, caían las últimas hojas amarillas rojizas. Llegaba el invierno. Al día siguiente, viajaría rumbo al verano. Me sentía cansadísima. ¡Todo había sucedido tan rápido!

Aquel día supe que el arte es todo aquello que nos permite expresar emociones, percepciones e ideas que aportan a la creación. El arte le había dado alegría a mi cuerpo, me había sostenido en momentos difíciles, me había conmovido hasta derramar lágrimas y había sido mi fiel compañero en ese intenso mes neoyorquino. El arte es magia que transforma.

Salté un tronco caído entre los cedros blancos de Wells Mills Park. De pronto un profundo extrañar con locura me detuvo en un claro del bosque. Miré hacia arriba. Eran lánguidos los árboles que buscaban el sol. Lloré. Fueron preciosas lágrimas, en una última caminata por Montclair, que me hicieron comprender que despedirse es sabernos peregrinos. Que decir adiós a una etapa es comenzar a saludar la próxima. Ya estaba preparada para volver a mi hogar en la Argentina. Tomé el sendero hacia la salida.

Esperando el tren para ir a preparar la valija, tomé el lápiz y el papel que viajan siempre conmigo y escribí:

El cielo cobalto, diáfano

rayado de sol

penetra los álamos.

Árboles añejos

se estiran

verdes turquesas

son rojos caobas

marfiles de miel.

Sus hojas más altas

lloran muchas lágrimas.

Los vientos de Sandy

quebraron sus brazos

torcieron sus troncos

sacaron raíces.

Otra vez inhiestos

buscan la luz.

LETICIA R MENA

El tren ya se adivinaba, precedido de su característico silbido, llegando a la estación.

Fuera el aguacero, que había vuelto gris la ciudad y de espejos el suelo, ahora era una lluvia fina, esa clase de lluvia fina que no parece mojar pero que acaba calando hasta los huesos.

Sacudiéndose la gabardina de esa lluvia fina hace aparición la criatura. La llamo así porque no sé bien como nombrarla.

No era muy alta, ni tampoco baja. No era delgada, pero tampoco lo contrario. No era muy humana, pero tampoco podía decirse que no lo era o no lo había sido en algún momento.

Dicha criatura había llegado a la estación con la firme resolución, puede que también sin más opciones, que tomar el primer tren, no importaba dónde, y huir. Huir, sí. Aunque nadie diría que aquella criatura fuera un ser cobarde. Pero huía.

Nadie acudiría a despedirla y desearle buen viaje a donde quiera que fueran a pasar sus pies.

Ella misma se había despedido de todo, de todos. Había recogido sus cuatro cosas, o al menos las cuatro que cabían en una bolsa de viaje, no muy grande, práctica a la mano. Había mirado a los ojos de aquellos que sabía no volvería a ver, sin abrazos por favor, no quería echarse atrás.

Durante unas horas se había dedicado a despedirse de los lugares. Lo había hecho bajo la lluvia. Parecía que el clima había decidido llorar por ella todas las lágrimas que sus ojos no derramarían.

Se había despedido de su vida, su vida tal y como había sido hasta entonces.

Había cerrado el capítulo, puesto el último punto, el final, a esa historia que había ido escribiendo tinta sobre blanco. Algunas de las páginas emborronadas. Otras arrugadas. Algunas arrancadas, quedando solo un borde, un papel al filo como señal de que una vez estuvieron ahí.

Se había despedido de su pasado.

¿ Y ahora?, se preguntaba la criatura, ya en un tren mecido por su traqueteo sobre las vías.

Ahora, se dijo.

Sacó una libreta, imitación de cuero rojo. Parecía la piel arrancada de un animal mitológico. La abrió por la primera de todas las páginas, en blanco cada una de ellas.

Deslizó los dedos en el bolsillo de la gabardina. Tanteó, sin encontrar al principio, hasta dar con aquella estilográfica que conocía más historias de las que contaría jamás.

Papel y tinta se encontraron, como solo lo hacen dos viejos amantes que se aman tanto como se odian.

Trazó la primera palabra, la más difícil, el resto irían llegando por si solas.

La criatura se había despedido de su vieja piel y ahora empezaba a inventar una nueva.

Contempló aquella primera palabra en mitad de la blancura.

Giró la página y, entonces, comenzó a escribir.

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

Son las cinco de la mañana, la nieve ha cubierto el patio del jardín donde en primavera florecen las gardenias. Ya no nieva, el sol esplendoroso deja dibujar el cielo azul. Aparente silencio resuena en las mentes temerosas de la familia de Oriana. Los padres de ella y su hermano actúan en el teatro del día a día tratando de sobrellevar una vida normal. Son muchas las veces que han tenido que correr al refugio antinuclear. Las alarmas han cesado durante una semana. Los drones vigilan el espacio. Oriana de tan solo cuatro años, los mira señalándolos, como aves de rapiña plateadas.

Su hermano Pedro con una risa entre sus labios le dice:

—Hermana no temas, que no te harán daño, son de los nuestros.

Orina no lo entiende, pues para ella no existen bandos, solo sonidos ensordecedores, falta de alimento, unos días va a la escuela y otros quien sabe. Cuando quiere jugar en el patio no puede, solo recuerda a sus padres tomarla de la mano y huir a ese sótano oscuro donde el sol no llega.

Los días y las noches pasan sin comer. El padre de Oriana no ha tenido suerte esta vez. La caza del venado y del conejo ha fallado. Los víveres son difíciles de encontrar.

Con la luna dándole paso al sol, han llegado racimos de bombas que estremecen la ciudad plagada de familias que tratan de escapar.

Oriana se fuga de la casa, cuando ve al siervo color caramelo que se acerca al patio.

Las bombas se escuchan más cerca, los padres de Oriana y Pedro la buscan para ir al refugio, cuando de pronto, la nieve se cubre de rojo en el patio de la casa de Oriana. La fragancia de las gardenias y jazmines no volverán, el columpio dejó de moverse. En su lugar los hierro candentes, retorcidos y las almas confundidas por el nuevo transitar a un jardín desconocido.

Los vecinos gritan:

—Los Perkuson han muerto, cayeron dos bombas en su casa.

Instantes de dolor y despedida de sus amigos y vecinos.

Magdalena se dirige a la humareda dejada por el bombardeo en búsqueda de algún sobreviviente. Todavía se siente el calor, las pisadas marcadas entre las cenizas, agitan el corazón de Magdalena ante aquella dramática escena de dolor e impotencia que ven sus ojos envueltos en lágrimas.

Una luz de esperanza ha tocado su mente, pues no encuentra a la pequeña entre los cuerpos de los tres vecinos.

Pide ayuda a sus compañeros para ir en búsqueda de la niña.

Magdalena es una mujer de unos cuarenta años, pero aparenta unos sesenta, son más de ocho años sumergida en el mar de una crueldad inútil, entre un pequeño grupo de inconscientes que solo les importa, una línea que separe los territorios que se acreditan cada quien como propios.

Magdalena vive en dos infiernos; el externo y el interno. Antes de que comenzara la guerra le habían diagnosticado bipolaridad. Unas veces se siente eufórica, alegre y otras veces siente las toneladas de plomo que no la dejan ni levantar la cabeza para respirar.

Pero la guerra la ha enseñado a despedirse de su enfermedad, el instinto de supervivencia quizás. El trastorno sigue latente en su mente. Pero los acontecimientos la empujan a tantear otras maneras de sobrellevar la carga.

Cuatro días han pasado buscando a Oriana y a la chiquilla la dan por desaparecida.

La niña interior de Magdalena no desea despedirse de Oriana, su mejor amiga.

Ella solo quería jugar con esa pequeña de cuatro años que le hacía: volar, reír, soñar, evadir de una realidad ajena a su trastorno que parecía sanar con el angelito que jugaba.

Con la despedida de la imagen de Oriana en la mente, Magdalena mira como se mueven las ramas del viejo nogal que sobrevive al bombardeo. Él es testigo de los juegos entre ambas. Ese árbol separa y une a la vez a las dos familias vecinas. De pronto un tintineo de campanas anunciando los balbuceos que piden auxilio. Un auxilio débil a punto de expirar, pero con la fuerza de tocar aquellas ramas que tanto la acariciaron un día. Era la chiquilla de ojos azules y cabellos rubios que se han tornado color de barro.

Esta vez la despedida no se encuentra entre estos dos seres, la despedida dio paso a la bienvenida.

CESAR TORO

Después de tomar el café , recojo la maleta el auto me espera en la puerta, ella me mira y baja la cabeza, no dice nada, pero su alma está hecha pedazos, la abrazo fuerte junto a mi pecho siento su corazón agitado. La partida es inevitable, el país ha sido tomado por los bárbaros el hambre la miseria y la violencia, recorren las calles dia y noche los que podemos nos vamos, para salvar al menos el pellejo y no perecer en esta espiral de violencia, desidia y miseria, unos en nombre de la libertad, otros en nombre de la revolución todos se proclaman «salvadores de la patria», más sin embargo se llenan los bolsillos mientras el pueblo gime y se muere.

Me despido con el corazón en la mano de los míos, no se si volveré a verlos o si tendré la dicha de abrazarlos algún día de nuevo. Solo se que Dios en su infinita misericordia un día no muy lejano, hará brillar su justicia.

Y aun que yo ya no esté. El sol volverá a brillar para todos.

El bien triunfará ante el mal, por que los buenos somos más.

» por si acaso yo no vuelvo me despido a la llanera despedirme no quisiera, pero no encuentro manera…»

MANOLI DÍAZ TORRALBA

Un año más …

Y no se porque estoy llorando otra vez si yo no soy fallera…. Es un pensamiento que me acompaña cada año mientras las llamas devoran el pequeño monumento que entorpecía el paso de la calle de salida del barrio, causante de que no se pueda aparcar cada tarde al volver cansada de trabajar y de que el autobús cambie su recorrido, haciéndolo mas largo y tedioso. Aún así no lo puedo evitar, pero es que ver a las pequeñas falleritas llorando desconsoladas y sonriendo al mismo tiempo provoca una emoción difícil de explicar, sus caritas reflejan una mezcla de cansancio, alegría, tristeza y esperanza, mientras cantan el himno al compás de las llamas que salen de los ninotets de la falla infantil, en apenas 15 minutos esa obra de arte se ha reducido a cenizas, rápidamente los llantos cesan en cuanto niños y mayores se reúnen para esa última cena de sobaquillo bajo la carpa montada para la ocasión, al son de Nino Bravo, Los inhumanos y un sinfín de música festera se comen el bocata, picotean papas, ganchitos, cacaos, tramussos y olivas, regados con litros de refrescos los peques y cerveza los grandes, eso sí la coca en llanda de postre que no falte; ya repuestas las energías se preparan para ver quemar la falla grande, las falleras delante, los falleros detrás y el resto del público un pelín más atrás, todo el mundo ríe y habla en voz alta hasta que suena la primera carcasa, anunciando que está a punto de comenzar la cremá, en ese instante el silencio acompaña a la fallera mayor, que con la mecha en la mano enciende la traca, provocando las primeras llamas en el interior del hermoso monumento, al unísono todo el mundo empieza a cantar:

Per a ofrenar noves glòries a Espanya,

tots a una veu, germans, vingau.

¡Ja en el taller i en el camp remoregen

càntics d’amor, himnes de pau!…..

antes del siguiente verso de este precioso himno las lágrimas ya recorren las mejillas de todas las falleras y de gran parte del público, las llamas poco a poco cogen fuerza alimentadas por los ninots, cuando el fuego es lo mas alto posible suena a todo volumen Francisco cantando ¡Valencia! coreada por todos los presentes a viva voz, durante esta canción suele caer el esqueleto de madera de la figura principal, signo de que está terminando la fiesta por este año; cuando ya solo quedan las brasas las lágrimas desaparecen en un suspiro, en ese momento con el corazón encogido, falleras, fallaros y acompañantes se despiden por un año más de sus preciadas fallas, con energías renovadas y deseos de que el siguiente sea mejor.

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22 comentarios en «Despedida – miniconcurso de relatos»

  1. Todos los relatos maravillosos, pero solo me permiten votar hasta 4 participantes:

    * Benedicto Palacios
    * David Merlán
    * Carmen Ubeda
    * Antonicus EFE

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  2. Todos lindísimos.
    Cada vez es más difícil. Me decido:
    Martu Monforte por hacer poesía con su prosa.
    Graze por esa sensibilidad pegada a la pluma.

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  3. Enhorabuena a los 53
    . Benedicto Palacios por la belleza de la despedida de la rosa.
    .Arcadio Mallo, por su despedida con letras musicales.
    . Ana del Álamo, cuando deje de doler
    . Eva Avía por ser despedida.

    … seguiría. Es muy complicado elegir entre tanto y tan bueno.

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