Choque cultural

 Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «choque cultural». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 2 de septiembre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

Es un regalo para ti, abuela dijo mi nieto pequeño. Papá tu hijo la ha programado a todos los aparatos electrónicos que tienes en casa, solo tienes que pedir y Alexa obedece.
Abrí la cajita y me encontré cara a cara con ella…
Un choque cultura ante mis narices obedecía a la ancianidad de mi persona con 95 años cumplidos.
Alexa, le dije,enciende la tele.
Tele encendida.
Alexa, pon la lavadora
Ropa limpia.
Alexa acércate a mí y dame compañía.
No, no, no estoy programada para dar cariño, solo soy una máquina de servicio.
Toma choque de cultura…

ALBERTO MEDINA MOYA

Después de varios meses de asedio, mi mujer me convenció para acoger a un negrito de once años que había llegado en patera hacía poco. Se llamaba Omar, y aún recuerdo su mirada de éxtasis cuando le mostraba el frigorífico abarrotado. Esperaba a que hiciera ademán de coger algo y entonces cerraba de golpe. Se echaba a llorar y salía corriendo mientras me partía de risa. Igual que cuando ya estaba acostado y le encendía la luz del cuarto sin que se diera cuenta. Se levantaba, la apagaba y se acostaba, entonces se la volvía a encender. Mi mujer me decía que era un capullo, pero un poco de diversión no hace daño a nadie.
Un día Omar dijo que quería un ordenador. Le dije que a cambio tendría que poner la mesa, fregar los platos y barrer todos los días. Más adelante lo mandé a hacer la compra, y a limpiar la casa. Mi mujer decía que lo estaba explotando, pero yo contestaba que de no ser por nosotros estaría muriéndose de hambre. A veces el chaval refunfuñaba, pero con el ordenador en juego no tardaba en obedecer.
Finalmente se lo compré, y todo empezó a complicarse. Se habituó a pasar horas delante de la pantalla, y se volvió hosco y solitario. Llegaron los malos modos, las discusiones. Un día, cuando ya tenía diecinueve años, desapareció. Descubrimos que el muy canalla se había llevado todo el dinero que había en casa, pero lo peor vino después. Mi mujer y yo nos volvimos locos al enterarnos de que había estado jugando a las apuestas por internet, y nos había arruinado. Poco después nos vimos en la calle, culpándonos el uno al otro por haber llegado a esa situación, hasta que nos separamos.
Ahora vivo mendigando. Voy cada día a un comedor social, y duermo en una caseta ruinosa que he encontrado. A veces sueño que miro extasiado un frigorífico lleno, pero cuando alargo el brazo para coger un maldito plátano, se cierra de golpe.

BENEDICTO PALACIOS

Se anunciaba la Navidad de 1976, sobre todo porque Galerías y el Corte Inglés llenaban de luces las tiendas de la calle Preciados, pues en el Madrid restante apenas se notaba. Unos cuantos motivos navideños colgaban de las farolas de la Gran Vía y del Paseo del Prado. Tampoco anunciaba la cercanía de esta efemérides la estación del Norte ni la de Ávila, donde el tren se había detenido un par de horas antes. Allí solo quedaban restos de una copiosa nevada.
Bento se había citado a las siete de la tarde con varios compañeros en un café de la Glorieta de Quevedo y juntos se metieron en el cine. En uno de Callao se estrenaba Barry Lyndon, de Kubrick. Hacía frío en Madrid. La gente que hasta las ocho de la tarde llenaba las calles más céntricas comenzaba a despejarlas. Estaba empezando a helar. Bento y los compañeros hicieron luego lo propio. Habían reservado habitaciones en una pensión.
Acababan de sonar las diez cuando la dueña les abrió la puerta, rogándoles que aguardasen un minuto en un comedor donde la televisión sonaba a todo trapo. Sentados en un tresillo, dormitaban tres individuos que debían rondar los 70 años. Se proyectaba una película de Fernán Gómez y para nada parecía interesarles. Despertaron de la modorra cuando se interrumpió la proyección para comunicar a los telespectadores que Santiago Carrillo, el secretario del partido comunista, había entrado en España clandestinamente y había sido detenido y enviado a prisión.
El suceso produjo entre el trío de durmientes distintas opiniones. “¡Los muy cabrones!”—Dijo uno y el otro añadió que mejor en el calabozo. “A buenas horas vuelve.” Y el tercero remató diciendo que nunca era tarde, pero estaba seguro de que Carrillo nunca tuvo que comerse y tragar el carné del partido. “Menuda cagantina me produjo.”
Como lo noticia fue así de escueta al instante cesaron los comentarios. Entregó luego la patrona la llaves a cada cliente y Bento y sus colegas se metieron en sus respectivos cuartos, porque antes de las ocho de la mañana debían comparecer en el aeropuerto de Barajas. Les esperaba un largo viaje a Cuba. La nave era un Aeroflot ruso para 200 pasajeros.
Atardecía cuando el avión sobrevoló La Habana. Un autobús marca Pegaso nuevo y confortable les estaba esperando para trasladarlos al hotel, al borde mismo del malecón.
—¿Ruskis?
—No, no, españoles.
—¡Ah, ah! Mi abuelita nació en Galicia. —Y la mía en Asturias.
—Todas deseamos conocer la tierra de mis antepasados.
Y testimonios semejantes del personal que atendía el hotel. La habitación 678 era de lujo, nada parecida con la pensión donde habían pernoctado la noche anterior. Los grifos de la ducha era dorados, el ventanal inmenso. El mar que iluminaban las farolas del paseo en calma. El organizador del viaje aprovechó la cena para avanzar el programa del día siguiente. Programa que se quedó cojo porque la televisión cubana avanzaba la noticia de que Carrillo había sido liberado. Se lanzó algún viva entre los comensales, pero ninguna otra manifestación extemporánea.
—Viajaremos a Santiago de Cuba, continuó. Debemos visitar una escuela pionera e innovadora. Este es en buena medida, como sabéis, uno de los motivos de nuestro viaje cultural. Pulsaremos el progreso de la isla en la enseñanza media y universitaria.
Atravesaron la isla de parte a parte por carreras de muy distinta condición. A veces faltaba el asfalto. Llegaron anochecido. El hotel era de otro mundo o categoría. Allí por lo que contaban no habían hecho escala los americanos anteriores a Fidel. Se conformaron con La Habana.
Le escuela era mixta, un avance porque en España aún se resistían a mezclar en la misma aula chicos con chicas. Aparte de eso, era aquella una educación pasada por el cedazo de la ideología que impartía el partido único y el periódico oficial Granma. Más interesante fue la charla particular con maestros y profesores, la mayoría de doble fondo o reversibles. “La revolución es un fracaso.” —Solían decir en cuanto doblaban las esquinas.
Al día siguiente, Bento en lugar de visitar la Universidad, donde encontraría el trasunto fiel de lo visto aquella mañana, puso pies en dirección a un convento. Allí vivía con sesenta años o más una parienta de su abuela, sor Aurora.
Golpeó el llamador, una pieza de hierro que debía pesar más de ocho kilos y nadie contestó ni abrió una puerta. Repitió la llamada.
—¡Ya va! Ave María purísima
—Sin pecado concebida.
—¿Qué necesita?
—Ver a sor Aurora. Soy español, de Salamanca.
—Es que yo soy la madre superiora. Ahora le anuncio.
Sor Aurora llegó arrastrando unas franciscanas y toda pudorosa se tapó la cara con la toca. Hacía tiempo que solo las visitaba don Marino, un cura que rondaba el siglo de existencia.
—Soy hijo de Luciana. Mi abuela Antonia y usted eran primas. Le traigo fotos y unos cuantos encargos. Mi madre los puso en la maleta. ¿Se lo puedo entregar?
—Claro, claro. Estamos en clausura, sabe, y los hombres no pueden atravesar el dintel de la puerta, pero hay excepciones si el hombre es tan guapo como usted.
Le hizo reír. Entraron en un cuarto pequeño pero luminoso y dio una voz para que trajeran café y puros. Le preguntó si fumaba. Ella encendió uno. Lo realizó con ceremonia, sin prisa, dulcemente. Las volutas de humo se desvanecían por la ventana cubierta por la celosía.
—¿Le extraña verme fumar? Es un Montecristo. Aquí fabricamos algunos números. Tenemos buena mano. Acababa de cumplir 42 años en la primavera del 59. Entonces yo era una mujer muy guapa. Me había divorciado y tenía un segundo marido americano. Al año de casados, con la revolución en marcha, él tuvo que huir a toda prisa y a mí me detuvieron. Les hablé de mi vocación de monja y me dejaron ingresar en un convento. Mi marido fumaba puros. Es el único recuerdo que guardo de él. El humo nos une.
Le entregó los encargos de su madre. Una docena de bolígrafos, una chambra, que había pertenecido a su abuela o su bisabuela, unas enaguas, faldas, blusas de varios colores y un pijama bordado.
—¡Qué hermoso todo! Me recuerdan a España. Y eso que solo conservo en la memoria algunas calles del Madrid donde nací. No quisiera morir sin volver a visitar la calle Alcalá y el mueso del Prado. ¿Cómo es España ahora? ¡Ah! ¿Quién ese Carrillo del que tanto habla la radio?
—Un político. ¿Ustedes tienen radio?
—Clandestina. Otra hermana y yo la conectamos cuando las otras duermen. Es un pecadillo que don Marino nos perdona. Nos colgarían si llegara a oídos de Fidel. Pero hay otro mundo y otras maneras de contarlo y rezo por conocerlo.
La víspera de embarcar de vuelta para Madrid, el promotor del viaje hizo un generoso repaso de lo visto y aprendido, de la distancia entre lo contado por los docentes y lo que los sentidos no podían disimular. Cuánto apremiaba la existencia diaria. Lejos quedaba el choque entre civilizaciones, pero “¡qué dos mundos tan próximos y a la par alejados y diferentes!” —Concluyó.
Pasado un mes, Bento recibió una carta de sor Aurora.
Como las monjas no necesitamos ropas —le escribía— el encargo de su madre lo he repartido entre las mujeres que nos ayudan a vender nuestros productos. He fumado un puro y he pensado en usted. Encienda uno. El humo desconoce la razón del fumador, y por su corta vida se pierde y desvanece entre lugares donde no entienden de culturas ni fronteras.

CARLOS TABOADA

EL VUELO
Me dio instrucciones. Como si fuera un trematodo, indicó que me alojara en la cavidad torácica. A continuación, cerré los ojos: era la primera vez que viajaba en un pájaro. Revisé el cierre del ridículo cinturón, considerando la posibilidad de un giro inesperado, es decir, de un boca-abajo. Pero eso sería una mínima posibilidad: el ave se encontraba en plena juventud.
De repente, sentí un gran impulso. Por momentos, el privilegio me invadió y miré a través de la ventanilla: me alejaba de los aledaños de la ciudad, donde la polución y decadencia acampaba a sus anchas. En quince minutos, llegaríamos al destino anhelado, a la excursión elegida: el gran robledal.
Zorzal me miró fugazmente, de reojo, por si me encontraba bien. En realidad, verificaba la satisfacción que me engarbaba ¡Mi sonrisa le indicó que era más feliz que nunca! —si es que se podía aplicar la felicidad a aparato de medición.
Previamente, Zorzal y yo llegamos a un acuerdo. Él me presentaría una sociedad curiosa, y esperaba que yo entendiera ese aparente choque cultural: se trataba de una asociación entre organismos, tales como hongos y algas, formando líquenes especiales, construcciones perfectamente desarrolladas con materiales naturales, como por ejemplo el aire puro. Le pregunté cómo funcionaba esa sociedad secreta, y me dijo: «Los hongos proporcionan a las algas bienestar, y éstas fijan el carbono como alimento para ellos, creando una simbiosis espectacular». ¡Ah!, expresé boquiabierto, esperando ver ese trabajo constructivo. También me sentí como un pequeño humano, pero no se lo dije. Respecto al acuerdo, mi parte era de lo más sencillo: respetar la naturaleza.
Zorzal me indicó que en un segundo aterrizaríamos. A metros, pude vislumbrar algo inaudito: un gran roble convertido en árbol de navidad. Vi un montón de bolas verdes, pequeños círculos que colgaban de ramas desnudas. Fue una instantánea. Con agilidad, sorteó unas hojas especiales. (Más tarde le pregunté por ellas: eran hojas marcescentes, las que pretenden iluminar, con su danza, una revoltosa primavera, «por si no fuera una labor quimérica», me indicó). Se posó en una gran pista como rama, y el roble saludó a Zorzal: ya se conocían. Entonces, dando pequeños saltos, nos acercamos a una de las bolas. Era un muérdago.
Zorzal, exultante, vio algo en su interior, que a mí igualmente me fascinó: escondía frutos blancos como perlas, unas perfectas esferas irradiando desde el interior de una despensa. Entonces su pico impetuoso comenzó a punzar, y el espoleo de su arrebato llegó hasta donde me alojaba: cascajos gelatinosos volaron y me salpicaron en un momento, ciñéndome al interior de la cavidad torácica. Tras unos frenéticos segundos, Zorzal se disculpó: tenía hambre. Además, así debía hacerlo: con su cuerpo impregnado, volaríamos sobre otros robles para depositar las semillas de un nuevo muérdago, donde «ni en el cielo ni en la tierra serán sus raíces, así como los besos de Nochebuena bajo su magia discurrirán en amor perpetuo a través del tiempo», me dijo misteriosamente el Zorzal, emprendiendo de nuevo el vuelo.
Pasamos la tarde juntos. Me habló con mucha sabiduría, y eso me abrumó. «Desde el cielo, las estaciones suceden intensamente», me dijo. También me transmitió mensajes de los árboles y de los ríos. Al regreso, me indicó que no volaríamos por el monte, sino que atravesaríamos la pista imaginaria del oeste, ya que por el este, los cazadores ansiosos de trofeo, esperan en un puesto fijo con el dedo en el gatillo y el ojo en la mirilla. En la frase sentí su tristeza: «Esos humanos son malvados, ya que cuando nos reunimos para cantar, es cuando ellos asoman al crepúsculo el cañón iluminado». Al llegar a destino, salí de su cavidad torácica y nos abrazamos. Por la noche, en mi habitación, soñé con el viaje.

ALFONSO FERNÁNDEZ PACHECO

Navidad alienígena
―Hola, amigo, ¿tú quién eres? ―preguntó Pedro José al extraño ser con el que se topó, cónico, bicolor, retorcido, sin labios, con un solo ojo y los dientes, enormes, a la vista.
― Grwqwf Sturkis Meikius Brennner Mcvhjz ―respondió éste.
― ¿Ein? ¿Cómo dices?
― Grwqwf Sturkis Meikius Brennner Mcvhjz, coño ― insistió el raro.
―Ay, madre, la que me espera, a este tipo no hay quien le pille.
― ¿Tú estás tonto o te lo haces, so memo? Ya te he repetido mi nombre. Es que no te enteras, chaval ―aclaró Grwqwf Sturkis Meikius Brennner Mcvhjz.
― ¡Buenoooó! Si va de sobrao el colega, con esa pinta. Yo que tú, me andaría con ojo con lo que vas diciendo. Los terrícolas tienen muy mala baba. Y, ponte un mote o algo, que el nombrecito que me llevas tiene perejiles ―le aconsejó Pedro José.
―La traducción literal, según mi avanzado sistema idiomático exprés, es Víctor Héctor Néstor Péctor Lécter, Víctor Héctor para los amigos. Soy oriundo del planeta Soimutonto, a miles de años luz de aquí. Me dirigía a la constelación de Orión, cuando un agujero negro me atrapó, y me hizo la faena de traerme a este lugar inhóspito. ¿Y tú, qué? Tu especie no sale en mi catálogo de razas humanas.
―Pues muy mal. Tenéis que actualizarlo. Soy un zombie. Lo que viene siendo un muerdecuellos chupasangres. A la vez que alimento mi cuerpo y mi espíritu, al mordisquear al atontao de turno, reproduzco la especie.
―Cómo mola ―a Víctor Héctor le gustó la actividad de Pedro José.
―Oyes, qué bien funciona tu traductor instantáneo.
―No lo sabes bien, tiene un montón de pijadas de serie. Por ejemplo, mira, le doy al shuffle, a ver qué sale. Ya, español medieval. Play.
― ¿Y, ahora, qué?
― ¡Voto a Bríos! Pardiez, qué desatino. He de hallar una ocasión propicia para mudar la vestimenta. De esta guisa, podría ser acusado de brujería y mi ejecución sería inminente.
―Muy conseguido. Quiero uno, quiero uno, quiero uno…
―Dejaos de vanas disquisiciones y vayamos al asunto de gran enjundia que nos ocupa. ¿Qué hemos de pergeñar para pasar desapercibidos en este mundo diabólico? Me placería sobremanera evitar mi apresamiento. Por cierto, los rugidos de mis entrañas parecen exigir alimento. Me resultaría chocante que no lo hayan percibido en lontananza ―era evidente que el traductor de Víctor Héctor no necesitaba extras, que eran carísimos, el modelo básico funcionaba a la perfección.
―Lo primero, volver a darle al shuffle, que con esa verborrea estamos apañaos. Y, después, imitar las costumbres humanas. Hoy, para ellos, es una fecha muy señalada en el calendario. Nochebuena, la llaman, y es su excusa para zamparse un pavo relleno de sobras. Tendremos que conseguir uno.
Shuffle, español de calle, play. Ostrás, qué alivio. El medieval es muy jodido. Esto ya es otra cosa. Bueno, tío, ¿cómo hacemos lo del pavo? ―preguntó Víctor Héctor con una opción idiomática más adecuada.
―Mira, por ahí aparece un pavo ―observó el zombie Pedro José.
―A mí me parece un humano de toda la vida de Dios.
―Sí, un tío, un menda, un nota, un gachó, un pavo…, puede valer. Veamos qué hay bajo ese disfraz de Papá Noel ―propuso Pedro José.
― ¡Eh, amigo!, queríamos preguntarte algo ―le dijo Víctor Héctor.
―”Andá, la leche que le han dao. Vaya tipejos más raros estos dos” ―pensó Santa.
―Quítate la ropa, que necesitamos verte ―ordenó el zombie.
― ¿Y si me niego, qué?
―Mi compañero te abducirá de mala manera y quedarás tontolaba para siempre jamás ―improvisó Pedro José.
―Está bien, pero solo un momento, que hace una rasca que te cagas ―pidió el disfrazado mientras se desvestía.
―No me lo puedo creer. Es un punky. ¡Qué mala sueeeeeerte! ―se lamentó Pedro José.
―Pero, ¿qué pasa? Pareciera que hayas visto un fantasma que, por cierto, no sé lo que es ―pregunto el soimutontiano.
― Un punky, mi bocado favorito. ¡¡¡Pero soy aléeeeeergicooooo!!! Me salen granos por todo el cuerpo y se me hincha la lengua. Una desgracia.
―Entonces, ¿me puedo ir ya? ―intentó el punky.
―Ni lo sueñes, guapo ―Víctor Héctor se abalanzó sobre él y, en cuestión de segundos, no dejó ni los huesos. Se comió al punky en un visto y no visto.
―Joooooder… ―Pedro José estaba alucinando.
―Ya me he comido al pavo. Ahora me pongo su ropa y voilà, ya no me reconoce ni el Tato ―Víctor Héctor se mostraba muy orgulloso de sí mismo. ―Atento, Pedro José, que viene otro individuo disfrazado.
― ¡Tú, sí, tú, el de los cuernos! Ven p’acá ―le ordenó Pedro José al que pasaba por allí con un magnífico traje de reno.
― ¡Pero, ¿esto qué es?! ¿Dónde habéis alquilado esos disfraces? Son de lo mejorcito que he visto ―se sorprendió el incauto Rudolph.
―Toma, toma y toma ―Pedro José le dio tres bocados en la yugular, tras arrancarle la cabeza cornuda del disfraz, con lo que consiguió una nueva especie sobre la tierra: el renozombie.
― ¡¡Me encanta la Nochebuena!! ―suspiro Víctor Héctor, el feliz soimutontiano.
―Creo que hacemos un gran equipo ―afirmó, muy satisfecho, Pedro José.
―Pues nada, nada, sigamos, que el mío estaba escuálido. Ay, qué hambre…

FÉLIX MELÉNDEZ

PENSAMIENTOS ENFRENTADOS.
Si buscamos en el fondo del corazón. De una persona con dieciséis años en general, nunca encontraremos los mismos sonidos, el sonar de los latidos. Si dicha persona tiene ochenta será diferente la cuenta. Aún siendo la misma.
La inquietud, alegría y tristezas cambiarán totalmente. Igual las palabras y los sentimientos. Hay un choque personal en nuestro dilatado cuerpo, consecuencia de las múltiples vivencias, diferentes consecuencias..
Entonces. ¿De qué color ha de ser la piel?
Blancas, negras, tal vez amarillas, rojas, más claras o más oscuras. Tatuadas, agujereadas y esbeltas.
De iguales nada de nada… Hay pellejos que cuelgan y carnes bien apretadas, el paso del tiempo es una quimera, gran barrera escondida, otro choque impresionante, del día a día, y sus diferencias. Las culturas las llevan o las traen, las presentan.
Quizás dependa tal vez, de los ojos que la están mirando…, o del deseo con que se miran. La primavera viene siempre floreciendo, pero no todos la están esperando. ¿Tú, que esperas de ella? Eres de los que miman las flores, o te olvidas de mirarlas, sencillamente y prefieres las estrellas ausentes.
¿De quién es la opinión más perfecta, la mejor?
Claro está, hay razones y suposiciones que me implican, mi cultura, me obliga a creer en mí, suponer, y anteponer las únicas y mejores. ¡Las opiniones mías!. Las verdaderas. Mis creencias son siempre superiores. La barrera de las opiniones supone otra incultura. Es otra cuesta inaccesible de encontronarse.
Debajo de cada una de las pieles,¿Qué hay diferente?¿Qué se esconde?.
¡ Si somos tan iguales !, tendríamos extensos mapas de venas con sangre, bajo los pellejos palpables. Si eres persona. Si vas al gimnasio a esculpirte o te gustan los dulces, los pasteles, sondear los abismos de las grasas te enamora, imposibles del uchar, entre los gustos de la comida placentera. ¡Hay vivir para comer o comer para vivir ! Otro mutismo diferente. Darse alegría o un canto contra los dientes. Comer jamón o insectos en definitiva ser de oriente u occidente.
Por las ideas que lucho con todas mis fuerzas. También hay choque y porrazos, y hasta sables cuchillos y guerras. Yo creo que estás equivocado tú. ¡Para intentar atraer a los demás a obedecer implícitamente! Tengo que impactarte, contarte una película, atontarte, sólo por llamar tú atención, para que escuches despacio, atiendas atentamente. No me vale tu admiración aunque persuade, no me vale; ni tan siquiera tu devoción, aunque me alabes. Tengo que someterte a mí, a mis planes, para que obedezcas, no pienses por tu cuenta. Lo que mola es hacer apuestas.
Si miramos en el fondo del sentimiento. El presentimiento nació primero. Los miedos y la seguridad también tienen un muro en medio, que se paga con dinero.
¿Qué me hace llorar? Tus balas. Y tú te ríes de mí, cuando yo sufro, más te alegras, mientras peor estoy. Y si tropiezo y me caigo, se te escapa una sonrisa, una carcajada, si el golpe es fuerte. Puede haber más abismo. Entre la vida y la muerte. Pués ríete a bocas llena, yo limpiaré mis heridas y penas. Estamos tan lejos, en la barrera, tú de mí y yo de tí, estando enfrente uno del otro. Tu me tiras las balas y yo muero.
Hay un salto generacional entre tú y yo, también y tantos otros dejaron de saltar, pues ya no pueden levantar los pies. A mi no me gustan los tatuajes y tú te empeñas, intentas ponerte cuernos. Tu cuerpo y el mío, verano e invierno. Mis oraciones y tus blasfemias.
Si las lágrimas son el cauce, el río de la imposibilidad de aguantar más, eso es lo que siente un crío si le quitas su deseo, su juguete. Tras un momento todo es un simple recuerdo. ¿Por qué fuerzo las situaciones más de una vez? si realmente ya no puedo más; aguanto cerrando los dientes, mordiendo mi honor. Sin mirar de frente Y sigo haciendo más daño. El amor propio me gana, se llega a convertir en una fuente de destrucción . Me trae odios a las manos, intensas envidias entre hermanos,con las que no puedo vivir mi presente, junto a tí, sólo soy parte de tus sucesos. Cómo loro los cacareo al viento hablando de cualquiera, a unos y otros y así me siento más cómplice con los demás, hablando de tí. Coopero también en una destrucción de muro, todos contra ti, que no sabes ni que existo.
Si observamos lentamente nuestros cuerpos. Nos enfrentamos a nosotros mismos buscándolo más esbelto, más guapo y más terso. Pero no, no nos engañemos que también nos han de colgar los pellejos.
¿Qué vemos realmente? más allá de nuestros ojos, creernos superiores a todos los demás. ¡Qué hay tras la masa amorfa de cualquiera, de la mía!
La autoestima es muy buena, pero cuando deja de ser necesaria, no vale la pena, se transforma en orgullo. La inteligencia, sólo es un camino de buenos, para llegar a una meta, la mayoría de las veces el más inteligente es el que menos lejos llega, se queda en el camino, por imprudente, si no le apetecen los esfuerzos. Realmente importante es la constancia, y el trabajo, las capacidades siempre están dirigidas en función de entender, razonar, saber, aprender, e intentar la resolución de los problemas cotidianos. Siendo muchas veces nosotros mismos los que creamos el abismo y después no sabemos resolverlos. Y claro, negamos una inteligencia superior como forma que organiza todo, rige el universo. Nosotros siempre sabremos más, que los otros, la ignorancia por supuesto nunca es la nuestra.
Realmente ¿ que somos? Sino cifras y letras. Insomnio y sueños. Muros insalvables entre personas guerreras.
Sólo lo que queremos ser, es lo único que muchas veces no somos o va más allá del ser o no ser. Realmente; el principio fundamental está en el final de nuestras vidas. El muro más grande que cruzar. El choque frontal. Como consecuencia de toda una cadena evolutiva. Y el final casi siempre es desastroso.
El contraste con otras culturas y personas con las que obligatoriamente tengamos que convivir, supone una abertura de mente hacia otras culturas. Muros a derribar. Una mezcla de lo presente y lo futuro. Un gran esfuerzo paulatino y diario por todos y cada uno. Simplemente consiste en la adaptación, de una variable situación. Entre tú y yo.
La lucha por la sociedad y sobrevivir ante todo, lo llevamos intrínseco en nuestro ADN. El choque intergeneracional se supera con la conversación y el aprendizaje, nuestra mejor versión. Hay libros insondables que nos enseñan a saltar los muros, a escuchar a los demás como es, una buena educación.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

POSESIÓN
De repente comenzó a hablar de forma muy extraña. Después de cumplir los ciento trece años, aquella familia ya había escuchado al abuelo decir casi de todo. Pero aquello era nuevo. Hablaba de forma repetitiva, con cierta cadencia, pero todo lo que salía de su boca era absolutamente incomprensible. El perro, con el culo posado en el suelo y moviendo el rabo, lo miraba absorto y fascinado, como quien contempla a un extraterrestre descender de su nave. La enorme bestia parda y peluda que habitualmente recorría la casa como una centella persiguiendo su pelota, ahora permanecía milagrosamente inmóvil frente a aquel señor añejo que, a tenor de la cuenta del número de sus arrugas, cada día se asemejaba más a una momia.
Mientras tanto, de la cocina emanaba a esas horas un embriagador aroma a fritanga procedente de las delicias culinarias a cuya elaboración se hallaba afanosamente entregada la señora de la casa. A su derecha, sobre una fuente, reposaba un descomunal montículo formado por lo que parecían cientos de croquetas del tamaño de una mano cada una y cuya fritura llevaba aparejada una humareda que nada tenía que envidiar a la niebla habitual que se forma en el Támesis.
El padre, habitualmente ajeno a todo cuanto transcurría a su alrededor, de repente bajó el periódico, alarmado por el inusual acontecimiento que estaba teniendo lugar en el salón. Previamente, a través del rabillo del ojo había vislumbrado de manera fugaz algo que no le terminaba de cuadrar. Una vez posada su vista sobre al abuelo, se quitó las gafas de leer y se quedó mirándolo con absoluta perplejidad.
La mujer estaba a punto de coronar la cima de su montaña de croquetas mientras la campana extractora seguía sin dar abasto en su intento de disipar la densa niebla de la cocina. De repente, aquella buena señora dio un súbito respingo, sobresaltada por los alaridos de su marido:
— ¡¡¡ Mariaaaaa !!! ¡Corre, ven… aquí pasa algo muy raro! No veo a ninguno de los niños. Y tu padre no para de hablar. No se le entiende nada. Parece que está poseído.
— Poseso, Paco, se dice poseso… Habla con propiedad, leche, que para algo tienes estudios. — corrigió ella desde la cocina, haciéndose la entendida, mientras sumergía una nueva croqueta en el aceite hirviendo.
Presa de la curiosidad, la abnegada esposa y a la par cocinera, emergió de entre el humo como una aparición y nada más salir de la cocina, casi se la cae el delantal al suelo de la impresión. Ambos contemplaron atónitos la escena. Al abuelo le temblaba la mano derecha de forma rítmica, intentando realizar una especie de coreografía, mientras con una pierna mantenía el compás. Ya pensaban que era algún fallo del marcapasos y que al abuelo estaba a punto de darle un telele cuando, al acercarse, pudieron observar cómo de la bufanda emergían unos pequeños cables que iban a morir a las enormes orejas de aquel hombre vetusto y desvencijado. Al tirar ligeramente de ellos, dos diminutos auriculares hicieron pop, como tapones de cava. En ese momento, el abuelo se detuvo en seco y dejó de emitir sonido alguno, como si de repente hubiera sido desactivado. De los auriculares salía un estridente sonido acompañado de una serie palabras totalmente inconexas e ininteligibles:
— Okay Motomami. Pesa mi tatami. Hit a lo tsunami…
De pronto, en la habitación de al lado comenzaron a sonar las carcajadas. Las pequeñas cabezas de las nueve criaturas que formaban la descendencia familiar, entre chiquillos y chiquillas, todas apiladas en orden, asomaban por la puerta al tiempo que se desternillaban al unísono. La madre, zapatilla en mano, permaneció en su sitio, observándolos sin saber muy bien qué hacer. En ese momento, ya no sabía si llorar o reír, mientras los nenes y las nenas daban rienda suelta a sus jóvenes cuerpos, bailando la “coreo” del último hit de Rosalinda.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Raúl y su tripulación navegaron a la deriva varios días, sin rumbo ni dirección, fueron sorprendidos por una gran tormenta en alta mar y la embarcación sufrió grandes daños.
Aquel crepúsculo tras varias horas levantado, ya que no conseguía conciliar el sueño dadas las circunstancias,Raúl avistó tierra y dió el aviso a su tripulación.
– Tierra a la vista- gritó con ímpetu Raúl mientras toda la tripulación al unísono subió a bordo con gran entusiasmo.
-Mirad, una tribu nos espera en la orilla- exclamó Samuel, uno de los miembros con más edad de la tripulación, mientras todos contemplaban atónitos cómo aquella tribu de unas veinte personas portaban lanzas .
El choque cultural estaba servido. La tribu comenzó según se acercaba el barco a disparar sus flechas bien afiladas, una de ellas alcanzó a Raúl. Mientras varios miembros de la tripulación lanzaron un contraataque con disparos con sus pistolas y cañonazos.
La tribu huyó despavorida pero fue un aviso de que no eran bien recibidos.
Al llegar a tierra fueron sorprendidos por una emboscada de la tribu. No sabían de dónde venían las lanzas ni esas piedras de gran tamaño que alcanzaron a varios tripulantes. Parece que las estaban lanzando desde un acantilado cercano. Su conocimiento de la isla les daba una ventaja considerable.
Raúl ordenó a su tripulación la retirada, dadas las circunstancias.
La isla ya estaba habitada y la tribu no consintió ni convivir ni que fuera habitada por nadie más.
¡Menudo choque cultural!
Fin.

RAÚL LEIVA

Tradiciones

En algunas tribus africanas, existían ciertos rituales que marcaban la vida de los aborígenes.
Los Masái por ejemplo tenían tradiciones bastante peculiares.
Desde chicos plantaban un árbol y lo cuidaban durante toda la vida, ya que el mismo le iba a dar alimento, techo, leña y serviría de pira para cremar a su dueño. De ésta manera, habrían pasado juntos por la vida achicando la frontera entre los seres vivos y estrechando fuertes lazos con la madre naturaleza.
Otro ritual que debían atravesar para pasar de la niñez a la vida adulta, era matar a un león por su propia mano con una lanza. Parte de este rito consistía en entrenar al joven para una vida guerrera donde pudiera servir a su tribu y alimentar a su familia. Por otra parte y al carecer de controles de natalidad, era una forma práctica de sacarse algunos pibes inútiles de encima.
Así transcurrían sus días los Masái, las mujeres consagradas a servir a los hombres y los estos a defender y alimentar la familia.
Particular era el caso del joven Owiti, quien habiendo alcanzado la edad de veintitrés años no había plantado ningún árbol ni matado león alguno. Sus padres lo llevaron ante el brujo de la tribu, quien luego de examinarlo cuidadosamente no encontraron rasgos de debilidad o impedimento físico para sortear estos antiguos rituales que mantenía con vida la tribu.
Reunieron el consejo de ancianos y llamaron a Owiti a hacer una suerte de descargo en su favor antes de sacrificarlo por las dudas. No había antecedentes de algo así y los sabios estaban desorientados.
Owiti dijo entonces: ” Estimados ancianos. Entiendo y agradezco vuestra preocupación, pero los tranquilizo y les cuento que estoy bien con mi cuerpo y mi espíritu. No he plantado aún mi árbol ya que sería una suerte de poner mi muerte en la cama cada noche. Si creo en el mañana y siento que puedo hacer algo desde la vida, no puedo perder ni un minuto pensando en mi muerte. También sé que no he matado a mi león. No es por falta de valentía, al contrario. He visto muchos niños de ocho y nueve años convertirse en adultos por un segundo de suerte al clavar su lanza en el lugar indicado. No quiero pensar que mi paso de la juventud a la adultez sea una cuestión de suerte sino un aprendizaje día a día, paso a paso. Me siento más responsable sabiendo que mis decisiones están basadas en mis experiencias como las de mis compañeros de tribu y matar a un animal indefenso sería más un acto de arrojo que de madurez propiamente dicho. Mi león habita dentro mío, se llama miedo y lejos de matarlo quiero domesticarlo para ponerlo de mi lado y ser un hombre íntegro a la hora de tomar decisiones.”
Los sabios se quedaron pasmados. Dejaron ir al muchacho y redactaron en una piel seca de antílope la historia de Owiti y su posición ante la vida como un valioso testimonio. Era sin embargo una alternativa que nunca habían barajado en la tribu de los Masái. Era un quiebre en la historia.
Quiso el destino que esta piel de antílope fuera saqueada por antiguos piratas franceses y llevada a la vieja Europa donde la comprara en el mercado negro, un importante Marqués cuyo palacio fue saqueado en la Revolución Francesa. La historia de Owiti fue pasando de mano en mano hasta que, en una prestigiosa universidad de Massachusetts un investigador la tradujo y la publicó en su tesis acerca de las tribus perdidas de África y sus costumbres.
Armando, un ferretero de la Provincia de Santa Fe, estaba envolviendo tuercas y tornillos con unos diarios, cuando dio con el artículo que relataba este pasaje de la historia de los Masái. Lo leyó y dejó lo que estaba haciendo para sentarse en su silla más cómoda. Miraba el texto con detenimiento, siguiendo cada palabra, cada hecho allí descrito.
En eso entra su hijo mayor y al verlo tan ensimismado en la lectura le pregunta qué pasaba, qué estaba leyendo.
Levantó pesadamente la vista sobre sus anteojos, y mirándolo le dijo “Hijo mío. Ya en el siglo XVII los vagos de mierda como vos, nos convencían a los viejos chotos como yo, que nos deslomamos día a día, que laburar es al pedo y que quieren ser siempre pendejos.”
El muchacho ya se había ido para cuando Armando tiraba el recorte del diario a la basura y seguía envolviendo tuercas, que al fin y al cabo era lo que le daba de comer a la familia.

RAQUEL LÓPEZ

Nadie sabe dónde nos puede dirigir el destino, pero la finalidad es que podamos ser felices allá donde nos encontremos…
Mis raíces son japonesas por parte de padre, pues nací y crecí hasta los cinco años en Kioto. Mi madre es americana y cuando se separaron me fui a vivir con ella a la gran urbe.
No puedo negar mis orígenes pues mis rasgos son medio orientales.
Mi madre murió hace unos años y mi padre, al que nunca volvi a ver, tan solo tenía contacto con él por teléfono, estaba enfermo y lejos de los inconvenientes que tuviesen entre ellos, pues mi madre no sintió nunca el más mínimo interés para que yo fuera a verle, siempre me rondaba por la cabeza volver algún día por allí.
Mi vida estaba dividida entre dos mundos, no era ni de aquí ni de allí.
Al pisar mi tierra natal, no sé porqué pero me sentía muy lejos de ella.
Cuando vi a mi padre, sentí una sensación extraña, miedo, tristeza, confusión…fue un impacto emocional. Me acerqué a él para abrazarle pues siempre fui muy cariñosa con los míos y los allí presentes se quedaron un poco sorprendidos pues el contacto personal estaba mal visto, incluso con tu propio padre. Ambos nos alegramos de vernos, pero no comprendo como tampoco comprendería más adelante esas costumbres ancestrales y conservadoras que me cohibian ser yo misma y vivir con total libertad al igual que en Nueva York.
Los médicos me dijeron que le quedaba poco de vida. Al menos el idioma lo entendía, era lo único que compartíamos.
Sus últimos días los pasaría con él, de eso estaba segura y disfrutaría todo lo que pudiera en su compañía. Se quedó dormido por la medicación que le daban. Mis lágrimas empezaron a resurgir en mis ojos, sin encontrar consuelo, un lugar en el que era una desconocida, alcé los ojos para mirar a través de la ventana y contemple un jardín que me hizo recordar. El jardín Ryoanji, se llama, me dirigí hacia el….
– ¿ Bonito verdad?
– Sí..
– Disculpe, soy Asahi, no pude evitar seguirla pues la vi muy desolada, soy el enfermero que cuida de su padre.
– Soy Yasu, gracias por cuidar de él.
El tiempo que estuve con mi padre también lo estuve con Asahi y me fui adaptando gracias a él a una cultura que a veces podía ser un desafío.
El choque cultural impactó mucho en mi modo de ver la vida, pues allí la mujer tenía más libertades que aquí tenían restringidas.
Asahi me llevó al Matsuri, un festival que se celebraba en los barrios y que conmemoraba el cambio de estación y la cultura tradicional y que finalizaba con una procesión de carrozas en los Santuarios.
Mi padre se encontraba cada vez peor y al cabo de varios meses falleció.
Es una paradoja como los choques culturales son diferentes en cada lugar, pero el fallecimiento de un ser querido es el mismo dolor para todos, aunque cada cultura tenga sus creencias.
Y después de todo, me sentí querida allí, sentía que pertenecía a la misma tierra que mi padre y a la que me vió nacer.
Encontré mi sitio al lado de Asahi y juntos formamos una nueva familia en la que las culturas se seguían entrelazando para comprender un mundo mejor.

ANGY DEL TORO

VACACIONES PAGADAS
Mi Casa Editora necesita de publicaciones “novedosas” que impacten. Nada de guerra, ni crónicas sociales dijeron, y que, además, el plazo de entrega será menor a siete días. La paga va sobre las ventas y el éxito de la publicación. Durísimo reto, así que, a ponerle ganas. Mi vida personal es un caos, por lo que he decidido poner distancia, salir de lo real e ir en busca de lo maravilloso. Algunas ropillas en la maleta y a pillar carretera, sin rumbo fijo. Observar, apretar el obturador de la cámara y crear anotaciones, es lo que en realidad necesito.
Conduzco por la zona costera para que el ambiente sea más agradable y sentirme a gusto con la brisa del mar. Me encuentro con personas muy disímiles que llegan y aparcan sus vehículos por los alrededores de una zona colmada de vegetación, detengo el coche y me uno al grupo. Llama la atención una cerca de madera que nos muestra la entrada al lugar a donde nos dirigimos. Dos grandes esferas incrustadas entre tablones muestran el “árbol de la vida” y una hilera de arbustos a ambos lados del camino que sobresale de entre las florecientes plantas que nos custodian. El aroma que emana del ambiente despierta mis sentidos y pienso que he llegado a lo que supongo sea el paraíso.
Adelante, dijo un fornido hombre que viste deportivo y elegante a la vez. Su rostro cuadrado y sereno, algo místico, eso sí, impresiona. Mi mirada va de un lado a otro del largo y estrecho sendero que nos conduce una estancia sencilla y abierta. Las danzantes cortinas de variados y brillantes colores ocultan un mundo ancestral.
Este apuesto señor nos ha dicho que su filosofía es de base científica, que las constelaciones familiares detectan las contrariedades, que estas deben entenderse y ordenarse según su importancia, la que lleva, ni más, ni menos. Pero ¿De qué habla este tío? Por Dios, mi cabeza va a estallar, dialogar sobre el amor y la conciencia, eso sí que es absurdo, el que ama pierde la conciencia y que me pregunte si quiere. ¿Que si soy culpable o inocente? Esto es una burla o qué, si a la que le han puesto los cuernos es a mí.
Y ahora viene la bomba, está diciendo que la vida viene de “nuestros padres y de los padres de nuestros padres” que solo hay que saberla vivir para hacer algo bueno con ella. Esto es un trabalenguas, vaya que, si le cuento a mi madre lo que me está pasando, lo primero que va a hacer es decirme: «ese es el papel que nos ha tocado en esta vida, donde las mujeres solo venimos a sufrir».
Ahora, si me permiten voy a disfrutar de la sesión, el chamán ha preguntado quién desea ser atendido y enseguida levanté mis manitas, dice que escoja quién me va a representar y qué sé yo cuántas cosas más, es mejor que me concentre en esto y después les cuento ¿de acuerdo?

JACINTO FERNÁNDEZ LOMBARDO

El verano siguiente a la muerte de mi abuela, volvimos a la casa del pueblo. Jamás pensé que en aquella calurosa siesta encontraría algo que supusiera un soplo de aire fresco en la vida anodina de mis antepasados. De un baúl olvidado en un rincón del desván saqué una caja de lata que lucía pintada la Torre Eiffel. Me costó abrirla. Debía de llevar muchos años cerrada. Allí solo había montoncitos de sobres con ribetes rojiazules que estaban atados por un delgado cordel bramante. La sorpresa llegó al abrir algunos de ellos y encontrar recortes de prensa francesa y algunas fotos color sepia que hacían referencia a un hombre y una mujer que no conocía. Leí con avidez aquellas cartas y entonces supe que aquella pareja fotografiada eran los padres de mi abuela y que vivieron en el París de los primeros años del siglo XX. Se llamaban Juan y Juana, pero sus nombres artísticos eran Christian y Satine.
Jamás mi abuela había mencionado la vida de sus padres, ni siquiera a mi madre, que desconocía por completo la existencia de aquellas cartas y fotos que acaba de encontrar. Hasta ese momento, la imagen que tenía de mi familia era más bien mojigata y conservadora, de arraigadas costumbres tradicionales. Mi abuela había dedicado su vida al cuidado de su marido y de sus diez hijos y solo sabía contar vidas y milagros de santos, pero resulta que había nacido en París, aunque en su partida de nacimiento constaba que nació una semana después, en el pueblo, justo el tiempo que tardó su tía Virtudes en volver en tren desde Francia.
Dediqué el resto del verano a releer las cartas una y otra vez, en analizar las fotos y en tratar de averiguar la vida de mis bisabuelos. Estaba claro por las fotos y por los recortes de prensa que trabajaban en el espectáculo de variedades en aquel emblemático cabaret de la capital parisina. En algunas instantáneas se les veía cantando y bailando en el escenario, en otras, más sugerentes, se les veía travestidos o semidesnudos, provocando al público que abarrotaba la sala y que, sin duda, se divertían.
Posiblemente aquella era la causa que avergonzaba a la familia y que silenciaron para siempre. En aquel poblachón manchego hubiera sido un escándalo saber de la vida díscola de una de sus habitantes, que partió un día y nunca más regresó. Virtudes dedicó unas misas de difuntos por su hermana Juana nada más regresar con el bebé en sus brazos, para acallar las habladurías de la gente. Mientras tanto, Juana seguía cosechando éxitos con el sobrenombre de Satine en los escenarios del Moulin Rouge.
La correspondencia recibida desde París cuenta un mundo nuevo de progreso, de diversión y de liberalización de la mujer. Seguramente, la que partió de aquí, contaría la vida de un mundo igual que siglos atrás, de rutina y miseria, pero que, sin duda, era la correcta, la vida honrada y de sacrificio que todo hijo de Dios debía acatar.
El matasellos más reciente está fechado en mayo de 1940, un mes antes del bombardeo de los aviones nazis sobre París.
Ahora que mi avión está a punto de aterrizar en el Charles De Gaulle, comienza a escribirse la memoria histórica de la mujer valiente y transgresora que fue mi bisabuela Satine.

DAVID MERLÁN CASTRO

La llegada al pueblo siempre era una buena escusa para desconectar del agitado ritmo de la gran ciudad.
Pedro y María siempre esperaban como agua de mayo a qué llegara la fecha que estaba marcada en rojo en la calendario de la cocina. Significaba que las esperadisimas vacaciones de verano habían llegado y durante veinte días, se olvidarían de llamadas telefónicas y reuniones tediosas y aburridas. Lo único que deseaban hacer era… Nada. Tirarse en el porche de la casa de la aldea y disfrutar de la naturaleza, al igual que habían hecho ellos mismos cuando eran pequeños y vecinos de aquella aldea durante años. Pero en esa ocasión, era distinto. Sus vacaciones las aprovecharían para firmar los papeles de la expropiación.
Ahora los pequeños eran sus dos hijos, Juan y Andrea de catorce y once años respectivamente. A diferencia de sus padres, para ellos no era nada divertido aquel lugar.
–¡Mama! ¡No hay señal! –gritó Andrea desde el salón de la casa móvil en mano, miéntras su madre preparaba la comida en la cocina.
–No hemos venido veinte días al campo para que te enchufes al móvil, ¿Has oído? Sal afuera y que te dél aire. Luego no te quejes cuando nos vayamos. Aprovecha, no vas a tener muchas oportunidades más.
–¿Mamaa?
–Ni mamá ni leches. Mejor aún. Vete a buscar a tu padre y a tu hermano y veniros a comer. Seguro que están en la tienda de Rita.
Andrea sabía que tenía poco margen de negociación. La cobertura no iba a volver, lo sabía, y la tienda de Rita estaba cerca. Apenas le separaba seiscientos metros salpicados de casas de los vecinos que la conocían muy bien y que le habían visto nacer. No correría ningún peligro y la madre se sentíria tranquila ordenándole que fuera. La diferencia con la gran ciudad en ese sentido era abismal y su confianza en aquel lugar, también.
Obedeciendo a regañadientes, salió de la que había sido la casa de sus abuelos maternos y enfiló la cuesta abajo, dirección al centro del pueblo, si si se le podía denominar así.
–Hola bonitiña, ¿Hace mucho que habéis llegado? –le preguntó una anciana desde la ventana del primer piso de un viejo caserón.
Andrea se limitó a mirar hacia arriba y contestó con un escueto «si» mientras esbozaba una fugaz sonrisa, más por educación que por convicción.
–Maria ha preguntado por ti. Ya le diré que habéis llegado. Seguro que se alegra de saberlo.
Andrea repitió el gesto con la cara y aceleró el paso. María no le caía muy bien, pero era la unica niña de su edad que había en aquel pueblo en el tiempo que ella estaba alli. La anciana en cuestión era su abuela, la señora Maruja, viuda y a cargo de su nieta durante quince días al año. Periodo que sus hijo y su nuera aprovechaban para colocarle a la niña y largarse de viaje bien lejos.
–Ven cuando quieras por casa, ¿Vale? Seguro que se alegra mucho de verte –insistió ya casi a gritos mientras Andrea seguía a buen paso bajando la cuesta.
Tras unos minutos, llegó a lo que se podía denominar la plaza del pueblo. Enfiló de frente y entró en la tienda del pueblo. Rita se encontraba detrás del mostrador atendiendo a un cliente. Se acercó y observó antes de preguntar. Era el señor Francisco, Paco el del regato, para los lugareños.
–…y cinco hacen treinta y veinte, cincuenta.
–Gracias, maja –le contestó éste guardando el cambio en el bolsillo del pantalón y cogiendo la bolsa con la compra.
–¡Andrea!, ¡Pero que mayor estás, hija! –exclamó la tenderá al verla. Tú hermano está muy alto y muy guapo, pero tú estás hecha toda una señorita.
–¿Los ha visto?. Mi madre me ha pedido que venga a por ellos para ir a comer.
–Si. Están detrás donde el futbolín y el billar.
–Gracias –contestó dirigiéndose a la trastienda habilitada como un improvisado salón recreativo.
–Me alegro de veros –añadió Rita sin obtener respuesta de la niña.
Una vez localizados se acercó a ellos.
El padre estaba tomando una cerveza mientras hablaba con dos amigos. Por su gesto, la conversación parecia sería. Su hermano, sin embargo, miraba en silencio como un grupo de adolescentes, jugaban al futbolín mientras apuraba una botella de Cola.
–Mama ha dicho que vayamos para casa, que vamos a comer –le dijo a su padre llamando su atención al interponerse delante de él y de sus amigos.
–Espera un minuto, hija.
La niña obedeció y espero mientras escuchaba la conversación de los mayores.
–¿ Y qué le vas a hacer? La autovía no va a dejar de hacerse porque tú quieras más dinero por tus tierras, Pedro –le dijo uno de los contertulios.
–¡Ya lo sé, coño, ya lo sé, pero que al menos suban un poco más el precio del metro cuadro!. En cuanto María firme los papeles, se acabó. No habrá marcha atrás.
–Bueno. Hacer como veáis, pero no podéis ir contra la modernidad. La carretera se va a hacer queráis o no. –le espetó su amigo Ramón.
Quince días más tarde, en la casa familiar.
–Bueno, pues aquí están los papeles, señora Rivas. Si hace el favor de firmar aquí…y aquí, dejaremos listo este tema –le indicó el técnico del ministerio de obras.
María miró a su marido y a Luis, su abogado. Ambos le hicieron un gesto afirmativo.Tras firmar y despedir a los invitados, el abogado se despidió.
–Es lo mejor, créeme. El precio es justo y no salis mal. Además, se que no te va a consolar lo que te voy a decir pero, la casa está muy vieja y tendríais que meter mucho dinero para ponerla bien; el tejado, aquella pared….en fin una serie de gastos ¿Para qué?, ¿Para que el día de mañana ni tus hijos no quieran venir aquí? Piénsalo, ha sido la mejor decisión.
María, compungida le dió la razón asintiendo con la cabeza.
–Ya lo sé, Luis ya lo sé, pero me da pena, ¿Qué quieres?
–Me lo puedo imaginar.
Unos segundos después que el abogado no quiso prolongar…
–Bueno, me marcho. Ya hablaremos. Cuando tenga todos los papeles listos, te aviso y nos vemos, ¿Ok?
–Ok –contestó mientras le abría la puerta.
–Venga. Ánimo. Ciao.
–Adios.
–Cariño, Luis tiene razón. La autovía no se va a dejar de construir porque a nosotros nos dé pena la casa. Entiendo que con esto se acaba una etapa, pero la vida sigue.
María lo miró seriamente a los ojos y tras unos segundos con lágrimas en los ojos, le contestó:
–Para ti es muy fácil decirlo. Tú no naciste en el cuarto de arriba como yo. No dejas atrás tantos y tantos recuerdos. –mietras no dejaba de señalar hacia arriba, al tiempo que las lagrimas le resbalaban por las megillas. –Me da mucha pena. Es lo único que me dejaron mis padres después de tanto luchar en la vida y después de tantos sacrificios y penurias como pasaron. Se que se les romperia el corazón si vivieran esto. –añadió entre lágrimas. –Mañana nos vamos.
Pedro permaneció en silencio sin saber que decir, en el momento que los niños entraron en la cocina quejándose de que no se veía bien la tele.
–Papa, la tele no se ve. –dijo su hijo.
–¿Porque lloras, mamá? – le preguntó la niña.
–Bueno, pues poner otro canal o jugar a otra cosa. ¿Ya habéis jugado a las cartas? –preguntó el padre mientras la madre se giraba para que no la vieran llorar.
–Papaaaa –contestaron al unísono como quien contesta a la proposición de un loco.
Pedro se dió cuenta al instante. Aquella reacción de su hijos y los lloros de su mujer, no le dejaron la más mínima duda.
Aquellos niños, sus niños, nunca guardarían un gran recuerdo de aquel sitio. Nunca lo echarían de menos. Nunca guardarían en su retina recuerdos como el que él y María guardaban de las tardes de verano vayandose en el río, del campon de la feria, de los paseos infinitos, de las conversaciones y confidencias bajo el gran castaño donde se besaran por primera vez cuando tenían dieciseis años, en definitiva, de aquella casa vieja y destartalada donde habían hecho el amor por primera vez.
Fin.

EFRAIN DÍAZ

La situación económica se había puesto difícil. Muy difícil. La inflación había subido a niveles estratosféricos. Lo que ayer costaba un dólar, hoy cuesta cuatro. La mayoría de la gente tuvo que ajustar la canasta básica de alimentos. Algunos no se conseguían debido a la escasez y la mayoría no podían ser pagados debido a la creciente inflación. Muchos ancianos tenían que decidir a fin de mes si pagar la factura de la luz, que había subido significativamente, o hacer la compra, o adquirir sus medicamentos, pues sus planes de retiro se contrajeron ante la inflación. Las escuelas públicas se llenaron. Ya se hacía imposible pagar colegio privado.
La situación de Ana y Herminio no era muy distinta a la del resto de la población. Tuvieron que hacer los ajustes necesarios. Hacían de tripas corazones para llegar a fin de mes. Aún así el dinero no alcanzaba. No era suficiente para cubrir sus necesidades básicas ni las de sus dos hijos.
Herminio había tratado, sin éxito, de conseguir un segundo empleo. No le importaba trabajar un segundo turno con tal de proveer para su familia. Sin embargo, sus esfuerzos fueron infructuosos. Las empresas continuaban despidiendo empleados y aumentando las tareas de los que se quedaban mientras les reducían el sueldo, bajo la promesa de restablecerlo cuando la situación mejorara.
Herminio ya no aguantaba más. La situación lo tenía agobiado y hastiado. Andaba de constante mal humor y se le notaba un hilo de desespero.
-Herminio, tengo una idea. Dijo Ana algo entusiasmada.
-A ver, mujer ¿que se te ocurrió ahora? Dijo Herminio malhumorado.
-Tengo solo 43 años y todavía estoy en buenas carnes. Podría…
-Ni lo pienses Ana. Ni lo pienses. Lo que me faltaba. Mi mujer una puta. Eso ni pensarlo.
-Vamos Herminio. Piénsalo bien. No has podido conseguir un segundo empleo, tenemos varias cuentas atrasadas, la situación no va a mejorar. Podría ser una oportunidad.
-Prefiero comer tierra mujer, antes de que te conviertas en una puta.
-Y prefieres que tus hijos coman tierra antes de dejarme proveer.
-Pero mujer, comprende. Es una decisión muy difícil para mí. Si hubiese querido una puta, me hubiese casado con una.
-Vamos Herminio. Es una medida de emergencia. Será provisional en lo que la situación mejora. Una vez esto mejore o tu consigas un segundo empleo, yo me quito. Yo tampoco quiero esto, pero no veo otra salida. Si tienes otro plan que sea mejor, estoy dispuesta a escucharlo, discutirlo y a considerarlo. Pero si no tienes ninguno, no veo de otra.
Los argumentos de Ana eran contundentes. Tan terminantes y convincentes, que Herminio terminó cediendo a regañadientes y con las muelas de atrás. Realmente no tenía otro plan ni otra salida.
-Ok Ana. Ganaste. No tengo de otra. Te convertirás en una dama de la noche. Pero yo seré tu manejador. Yo seré tu «chulo» y cuando diga no, es no.
-Perfecto mi amor. Ya verás como bajo tu tutela, ingreso algo de dinero al hogar. Y recuerda que será temporero. Mientras se resuelve la situación.
-Cobrarás $100.00 por cada polvo. $125.00 si incluye una mamada y nada de besos en la boca. La boca de una prostituta solo pertenece a su marido. ¿Entendido?
-Si, mi amor. Descuida. Tú estarás ahí para verificar y protegerme.
Ana nunca se había prostituido. Era un campo y una actividad totalmente nueva para ella. Estaba nerviosa y por supuesto, ansiosa. Nunca había estado con otro hombre que no fuera Herminio, su amor de escuela secundaria.
Aunque no suponía un choque cultural, la prostitución, el mundo de las meretrices, la llamada profesión más antigua del mundo, es una subcultura en la que una vez entras, es muy difícil salir. Yan tendría Ana oportunidad de comprobarlo.
Ana cogió algo de los pocos ahorros que tenían y se compró ropa interior sensual. También compró dos trajes muy cortos, escotados y muy sugestivos. Llegó a su casa, se bañó, se hizo el pelo y se maquilló regia. El traje le delineaba su figura. A sus 43 era la envidia de cualquier veinteañera. Su firme y voluptuoso busto resaltaba, como si quisiera salirse del traje y sus nalgas se veían perfectamente acomodadas. Estaba tan guapa, hermosa y provocadora, que Herminio sintió una ligera erección cuando la vio. Hacía mucho tiempo que no veía a Ana maquillada y vestida de esa forma y sintió el buche amargo de la traición. Sabía que Ana habría de probar una verga ajena y eso lo destruía. Pero no tenía alternativa. Era eso o no comer. Al final pensó «ojos que no ven, corazón que no siente». Pero no funcionó. Aunque no veía, sabía, imaginaba y sentía.
Ya con todo listo, salieron de la casa en el carro. Para evitar habladurías y una posible vergüenza, se fueron a otro pueblo, lejos del suyo, donde ninguno de los dos eran conocidos. Pasarían desapercibidos.
Ana se bajó del carro y se paró en la esquina, debajo de un farol.
-Recuerda, mi amor, $100.00 por polvo. No menos- Le dijo Herminio antes de que Ana de bajara. Ana asintió con la cabeza y se apostó bajo el farol.
No pasaron cinco minutos y un vehículo se detuvo al lado de Ana.
-¿Cuanto por un polvo, preciosa?
-$100.00- contestó Ana.
-¿$100.00? Vales eso y mucho más, pero solo traigo $75.00. ¿Lo haces por $75.00?
-Tengo que consultar con mi chulo. Espérate un momento.
Ana fue donde Herminio, que estaba apostado en la otra esquina.
-Amor, el cliente tiene solo $75.00. ¿Podemos comenzar por $75.00? Para ser el primero, pensé que ofrecería menos.
-No Ana. Son $100.00. Si tengo que pasar por esto, son $100.00 o nada. No tendré términos medios ni estoy abierto a negociación.
Ana regresó donde el cliente.
-Mi chulo dice que son $100.00 o nada. Está trancao. Ya sabes, la situación está mala.
-Mira lo que te pierdes por no ser razonable con unos miserables $25.00, nena.
El cliente se sacó la verga del pantalón. Era enorme y estaba totalmente erecta. Comparada con la de Herminio, la hacía ver como una minucia, una pequeñez. Al verla, Ana abrió los ojos y sus papilas gustativas comenzaron a salivar. Quería tirarse esa verga a como dé lugar.
-Vengo ahora. Espérame un tantito- le dijo Ana al cliente y volvió a toda prisa hacia el marido.
-Oye, Herminio, mi amor, cosita chula, ¿no tendrás $25.00 que le prestes al cliente para que complete los $100.00?

JOSE ARMANDO BARCELONA BONILLA

NO ME CAMBIES EL CHIP
La quedada es en El Maño, la tasca con más solera del distrito. «Casa fundada en 1947», aún puede leerse en el viejo rótulo que corona la entrada del establecimiento. Su primer propietario fue Hilario Cosuenda, natural de Paniza, en la provincia de Zaragoza. Cincuenta años largos aguantó el maño detrás de la barra, hasta que los achaques y el cansancio le obligaron a traspasar el negocio.
Se lo quedó un chino, Kuan-yin Zhōu –Juanín para la clientela–, porque ya el barrio se había convertido en un crisol de culturas, como llama la gente de orden, para enmascarar su mala conciencia, a la marginalidad y el deterioro de los nuevos guetos urbanos, donde se refugia el aluvión migratorio.
El motivo del encuentro, celebrar que Román, el chico de Toñi, la peluquera, licenciado en ingeniería informática por la Complutense, ha encontrado un curro de lo suyo en una gran empresa del sector, Chips Tecnology International: software para empresas y servicios de hardware informático, especializada en el desarrollo de soluciones de nube y locales. De momento el contrato es temporal y mileurista, pero la cosa es meter la cabeza, como le dice su madre, y dejar de ir dando tumbos a lo que salga.
A Román, los estudios se le dan bien. Habla y escribe en inglés con fluidez. Se sacó la carrera en cinco años, terminando entre los diez primeros de su promoción. Durante ese tiempo, y para ayudar en casa, trabajó de reponedor en el súper, camarero los veranos, guardia de seguridad por las noches, cuidó enfermos, paseó perros, e hizo alguna que otra chapucilla de fin de semana.
Juanín ha preparado una especie de reservado al fondo del local, y para el papeo unas tortillas de patata –las borda el jodido chino–, croquetas, rabas de calamar, sangría, cervezas y refrescos, porque Amath, el moreno senegalés, es musulmán y lleva lo del alcohol por el libro.
La madre de Luis Eduardo ha preparado una bandeja de arepas colombianas, con queso, jamón, aguacate y huevos revueltos; Angelito ha traído una fuente de zarangollo murciano, que a su abuela le sale de estrella Michelín; Juanín, que tiene la plancha rebosante del mici rumano, de Alexandru, cada poco va sacando a la mesa las humeantes albóndigas y nuevas jarras de sangría, que con el calorcito y el cachondeo entra sola. Hay comida y bebida de sobra y los parroquianos se suman gustosos a la celebración. De algún sitio sale una guitarra, y Juan Manuel Heredia, gitano de mercadillo, se arranca por rumbas, secundado por Jairo, su hermano, que maneja el cajón de ritmos.
A la noche le privan las tascas, no tiene prisa y se apunta a la juerga. Ya comienza a clarear cuando la fiesta mestiza en El Maño empieza a desinflarse. Hay que ahuecar y cada mochuelo a su olivo.
******
Siete años, se ha tirado Borja Mari en la UAX para sacarse el grado de administración y dirección de empresas, dos más para el MBA, en la University of San Francisco – School of Management y otro sabático para sacudirse el estrés, entre Ibiza, Montecarlo y Zermatt, todo un vía crucis, que terminará en unos días, cuando se haga cargo de la Dirección de Recursos Humanos en Chips Tecnology International, empresa que hace cosas de informática, o algo así, de la que su papá es accionista mayoritario y presidente del consejo de administración.
Pero eso ya se verá, hoy toca celebrarlo con el grupo: Tony, Luisma, Mónica, Patri, Virginia, Tinín y alguno más, que se apuntará sobre la marcha. Unos hoyos en La Moraleja, spa, masaje y cena en Macondo, dos estrellas Michelín: Wagyu A5 –exquisita vaca japonesa–, percebes bourgignnone, quisquillas de Motril con mantequilla noisette, puchero con algas y caviar a la brasa, y virrey a la brasa con sabayón en miso y guisantes, todo maridado con un par de buenos caldos, por menos de cuatrocientos euros per cápita. Y el servicio espectacular, nacional, de aquí, nada de sudamericanos, gente del este o incluso negros, ¡qué horror!, como se ve en otros sitios cutres.
Luego a cerrar la noche en la zona VIP de Narcotics: unas botellas de Dom Pérignon Luminous para brindar por el éxito de la operación, barra libre de todo, tripirulas incluidas, y a bailar hasta que el cuerpo aguante, que para devolverlos a casa, sanos y salvos, están los chóferes haciendo guardia en la puerta, con los coches al ralentí. Todo muy auténtico, muy nuestro, muy racial, solo faltaría.
******
El departamento de recursos humanos de Chips Tecnology International ocupa la cuarta planta del edificio de hormigón y metacrilato, sede de la empresa, ubicado en el parque empresarial de Barajas.
Son las diez y media de la mañana. Román lleva esperando desde las ocho a que llegue el director de recursos humanos, es el primer día de ambos y ha insistido en darle la bienvenida personalmente.
–Ya puedes pasar, Román –una chica muy mona le hace señas desde la puerta del despacho–, Borja Mari te está esperando.
Al chico de Toñi, la peluquera, le entran ganas de hacerle notar que es él quien lleva dos horas y media haciendo antesala, pero la prudencia le dicta que es mejor callar y, con su mejor cara, atiende al reclamo de la secretaria.
El despacho es suntuoso, en la mesa de trabajo de cristal y acero, una placa identifica al tipo que le espera en pie, sonriente y con la mano tendida:
Borja María Espinosa de los Cetreros
HR Director
Román estrecha la mano del que ya es su jefe y atendiendo a sus indicaciones gestuales, toma asiento.
–Bueno, bueno, bueno, Román Castillejo. Para los dos es el primer día de trabajo en esta familia, porque has de saber que esto no es una simple empresa, un negocio para ganar dinero, no; Chips Tecnology International es la casa de todos nosotros, el sancta sanctórum, el objetivo de nuestros desvelos. ¿Estás de acuerdo conmigo, muchacho?
–Desde luego, señor Espinosa…
–¡Eh, eh, eh! Borja Mari y de tú, que esta es una empresa moderna, sin distancias sociales, ¿me explico?
–Lo siento, Borja Mari, lo que tú digas, por mí encantado.
–Pues eso. Aquí todos somos del país, gente de bien, de confianza, nada de aventuras étnicas, que luego pasa lo que pasa: les das la mano y se toman el brazo.
– Mira, tu contrato es por seis meses, política de empresa, nada personal, no vayas a creer. Pero si estás a la altura, y estoy seguro de que será así, te lo iremos renovando a su vencimiento.
–El salario no es mucho, hay que reconocerlo, pero no es por dinero que trabajamos, sino por la realización de un sueño y el crecimiento como personas.
–Conoces la hora de entrada, las ocho de la mañana; la de salida nunca se sabe, depende de muchos factores, pero esa es nuestra cultura empresarial, Román, y espero que también sea la tuya, porque de lo contrario vamos a tener un problema. En esta casa somos liberales a full time y no queremos choques culturales de ningún tipo.
–Bueno, chico, bienvenido a esta familia –concluyó Espinosa su discurso, levantándose de la poltrona y ofreciendo, de nuevo, su mano tendida–, Begoña te acompañará a la sala de trabajo. Como decía un tipo en una vieja película, cuyo título no recuerdo, «presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad.»
–La película es Casablanca palurdo –piensa Román fuera ya del despacho–, lo dice Rick Blaine, y también que: «De todos los bares de todas las ciudades del mundo, ella ha tenido que entrar en el mío.» Y tiene el pálpito de que él, lo mismo que Ilsa Lund, tampoco debería haber puesto los pies en este tugurio insulso, esclavista y xenófobo.
Mientras sigue en silencio a la chica por aquellos asépticos pasillos, no puede evitar la nostalgia de un regusto a arepas, albóndigas rumanas y tortilla de patatas con un toque cantonés, a la vez que una banda sonora de rumba catalana, «saboreando, sa, saboreando / saboreando, sa, sa,saboreando», pone ritmo gitano a sus caderas, ahuyenta la bruma que le embota el cerebro y pinta en sus labios una sonrisa guerrera.
El choque cultural está servido.
En Zaragoza, a 20 de agosto de 2022

IRENE ADLER

ELECTROCHOQUE CULTURAL
Con un dedo recién manicurado se levanta la esquina del antifaz. Hace un mohín de asco o de disgusto. Vuelve a cubrirse el ojo. Se revuelve con languidez post coital y se queja:
-¿Es realmente necesario que vaya? Tengo jaqueca y hace calor.
Su voz tiene la consistencia meliflua de una fondue de chocolate suizo. En realidad, es fruto de la resaca de anoche: Champán y antidepresivos.
La habitación del hotel huele a caucho quemado, suciedad atrasada y al perfume dulzón de las buganvillas. El aire pegajoso y caliente es removido con insistencia por un ventilador anclado al techo. Nairobi y sus miserias se filtran por entre las cortinas azules de la terraza.
Desde allí no pueden ver Kibera, pero el aire recalentado evoca el hedor de la fritanga, la grasa, la mierda derritiéndose al sol en las cunetas. Los críos sucios y chillando, el petardeo insoportable de las motocicletas, las uralitas de las chabolas desplomándose, los viejos contra las maderas sucias de las casas, mascando janga con sus sonrisas escorbúticas y precarias.
Él tampoco quiere ir. Pero ésto no es un viaje de placer. No es un posado en Maldivas o en los resorts para blancos de Zanzíbar. Ésto es publicidad, desgravación al fisco, portada de revistas serias. Ésto es el precio de la fama. Ésto es ayuda humanitaria y tres minutos en todos los noticiarios de prime time del mundo. Y mañana será un contrato para una superproducción o una serie de Netflix con un presupuesto estratosférico. A su edad ya solo le ofrecen papeles de madre o abuela, trabajos de mierda que nadie recuerda. Y su nombre casi al final de los títulos de crédito, por detrás de niñatas bipolares y sin talento, que saben amortizar sus problemas emocionales o la elevación gravitacional de sus culos y sus tetas.
Él también está cansado.
De ella y sus neurosis. De la obligación agotadora de ser su mánager,su dealer, su mejor amigo, su psicoanalista, su confesor y su padre.
Antes, cuando era una estrella, el dinero lo compensaba. Pero en la decadencia de los últimos años, el hartazgo consumía a la paciencia. Y crear aquella fundación con su nombre en Kibera, era la manera en que el destino venía a recompensar sus desvelos. El centro que iban a inaugurar hoy incluía dormitorios, duchas, equipos informáticos, atención social y médica para todos los habitantes del suburbio más grande del mundo. Una ciudad surgida como un hongo a la sombra de la capital de Kenia, pero que ya era más grande y populosa que la ciudad a la que se adhería y de cuyos despojos se alimentaba. Sin luz, agua corriente, saneamientos, futuro ni esperanza, Kibera era el pozo sin fondo de todas las agencias humanitarias del mundo. El agujero negro de las desviaciones de fondos y la corrupción más desalmada. Nada cambiaría en Kibera. Pero él, vería sus cuentas en las islas Caimán engordar y subir como la espuma.
La mira ronronear como un gatito o una niña enfurruñada. Ni siquiera sabe dónde está, se dice. Le sirve una copa de champán, le pone en la palma de la mano dos pastillas, la besa con paternal afecto en la frente y dice:
-Vistete. Salimos en media hora.
Bastará con unas gafas de sol y un poco de Vicks Vaporub bajo las fosas nasales para neutralizar el hedor. La llevará del brazo todo el tiempo, recordándole al oído sonreír. La prensa estará allí. Los niños enloquecerán con los flashes, los globos, el confeti y el tumulto. Repartirán golosinas y monedas relucientes. Alguien ha contratado a una banda local. Una asociación de mujeres africanas, por un ridículo precio, cantará canciones de gospel.
«La famosa actriz de Hollywood inaugura un centro comunitario gratuito en Kibera».
Él se asegura de guardar en el bolsillo las pastillas y una petaca con vodka. La contempla cuando sale del dormitorio de la suite, vestida de blanco como si fuera a rodar La Reina de África. Tiene la piel algo amarillenta y no parece capaz de fijar la mirada.
La muy hija de puta, piensa. Cómo se ponga a vomitar ante la prensa, me jode el puto espectáculo.
En su cabeza, ya imagina el desagravio ante los medios, por si ella la cagara:
«Abrumada por la maravillosa gente de Kibera, y desolada por la increíble fortaleza que muestran ante la adversidad de sus circunstancias, la famosa actriz de Hollywood sufrió un ataque de ansiedad que le provocó una severa indisposición en la inauguración del centro social que de manera totalmente altruista, acaba de regalar a los habitantes de Kibera».
********
El centro existe.
La actriz existe.
La fundación existe.
Pero ni un sólo habitante de Kibera ha puesto jamás un pie en sus instalaciones.
Se cerró al día siguiente de inaugurarlo.
He escrito ésto basándome en un documental rodado por un periodista de Radio Kibera.
Muy duro el documental.
Muy lúcido el periodista.
África vista por un africano te cambia, y mucho, la perspectiva.

GUILLERMO ARQUILLOS

DESPEDIR A MARÍA

—No te quejes, payo —me dijo el gitano—. Maldita la gracia que nos hace que tú estés aquí ahora mismo. Pero la mama quiso que te buscáramos cuando ya estuviera muerta, que vinieras a despedirte con ella en el arca.
—Pero…
—Ni peros, ni hostias. Si la mama dijo que vinieras, tú aquí que estás… callaico y , pero aquí. A lo mejor quieres rezar un poco por ella. Mi papa nos dijo que la mama había llegado entera a la noche de bodas, así que se ve que, p’á ser un payo, tienes que ser un tío cabal.
Me dijeron que entrara. La casa era amplia, mucho más de lo que uno se podía imaginar desde fuera, con un gran patio lleno de macetas. Había muchísima gente: nietos, vecinos, los cuatro hermanos del marido con sus familias y otros del clan. Hasta me presentaron a un hombre mayor que era lo que nosotros llamamos patriarca y ellos llaman tío: el tío Eugenio. Pocas cosas se mueven entre los gitanos de Cádiz si no les da su conformidad alguien como el tío Eugenio u otro de los gitanos de respeto.
Me miraban entrar y saludar con los ojos muy abiertos. «Todos tienen que estar al tanto de lo que dijo María, porque si no, ya me habrían echado de aquí», pensé.
Conforme fuimos atravesando el patio, fueron saliendo casi todos de la habitación donde la tenían, quedaron solo tres o cuatro mujeres.
En el cuarto había muchas flores y la oscuridad estaba iluminada por unas cuantas velas muy grandes. A María la habían puesto en la caja, con los brazos cruzados, vestida de negro, porque había muerto cuando estaba de luto por su marido. Tenía el pelo recogido, con un pañuelo también negro y parecía mayor de lo que era. Llamaba la atención la cantidad de faldas que le habían puesto.
Lucía bastantes joyas: unos pendientes enormes, redondos, como plazas de toros; collares y cadenas en el cuello, anillos relucientes en los dedos y varias pulseras en cada muñeca, todo de oro. Me llamó la atención que en el ataúd habían colocado cubiertos y que hasta habían puesto un móvil a sus pies.
Se oía que, en otra habitación, estaban dando fuertes voces y lloraban unas mujeres. Se escuchaban varias conversaciones en voz alta. Algunos niños, por si el caos fuera poco, se habían puesto a corretear por el patio. Sus juegos me parecían una falta de respeto, pero allí, a nadie le extrañaban. Dentro de la habitación había un fuerte olor a flores e inciensos. Yo me quedé de pie, en silencio, mirando el cadáver y recordando los buenos momentos que habíamos pasado juntos en el Parque Genovés o en la Caleta, hacía ya muchos años. O en carnavales, con lo que a María le gustaban los carnavales, que siempre contaba los días que faltaban para que llegasen.
Una gaviota se metió en el patio a graznar y todos bajaron la voz. Quizá venía a despedirse, porque María, sin ser gitana, había hecho mucho por ayudar a todos.
Cuando salí de la habitación, después de haber estado unos minutos rezando, el hijo que me había traído me explicó:
—Hasta pasao’mañanana podemos enterrarla, es la costumbre. Tú tienes que venir al cementerio, porque ella lo dijo.
Yo asentí, sin abrir la boca.
—Mi mama nos hablaba alguna vez de ti y a mi papa no le parecía mal. Decía que eres un buen hombre, que siempre la respetaste y que, si nos veíamos en un aprieto, podríamos acudir a ti diciéndote que somos hijos suyos; pero, no te preocupes, que no te vamos a molestar nunca. Los gitanos nos ayudamos entre nosotros, no como los payos que cada uno vais a lo vuestro.
No me hizo gracia aquella manera de decir las cosas, la verdad, porque dejaba ver que se sentía superior.
Esta tarde vendrán a buscarme para el entierro. A pesar de sus extrañas costumbres, acompañaré de buena gana a estos gitanos que han sido la familia de María, la única mujer a la que he amado en mi vida.

MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ

Nuestro amigo Felipe, músico, para sacarse un sueldo extra, ya que como es sabido, el arte y la ciencia en esta tierra tiene un valor escaso, se dedica a su vez a afinar pianos.
Y aquí va la anécdota que le sucedió hace ya tiempo, cuando empezaron a llegar instrumentos procedentes ni más ni menos de ¡del Japón!
Porque hasta aquel día, lo normal era que le avisasen de casas con pianos de cola, posiblemente heredados de abuelos o bisabuelos, por tanto eran marcas europeas que él conocía perfectamente.
Pero un buen día, su sorpresa fue cuando llegó a una casa donde los propietarios del instrumento, así como el mismo piano ¡eran asiáticos!
Lo recibieron como es costumbre, una pareja de mediana edad, manos juntas, inclinación “cabecil” y con gran protocolo lo condujeron a un piano marca, vete a saber, y que estaba en letras desconocidas por nosotros.
Les preguntó qué fallaba exactamente y el hombre, claro, respondió en su lengua mezclada con alguna que otra palabra inglesa.
Sin entender nada, Felipe se dispuso a abrir el piano y aquí topó con el primer obstáculo: no podía abrirlo levantando la tapa como se hace normalmente.
Preguntó en inglés si sabían ellos como hacerlo y ambos respondieron a la vez con sendas inclinaciones de cabeza.
-Estupendo-respondió.-por favor háganlo.
Pero cuál fue su sorpresa a ver que ambos quedaban quietos en la posición primitiva.
Por gestos entonces, les invitó a ir y abrir la tapa.
Nuevamente respondieron con un asentimiento de cabeza y ahí acabó todo. Inmóviles, le indicaron algo en voz muy bajita que no comprendió ni en qué lengua le hablaban.
Harto ya del asunto, pues tenía otras visitas que hacer, cogió al hombre de una mano y, lentamente, lo condujo al piano y, poniéndosela encima de la tapa, le presionó los dedos contra un extremo haciéndole ademán de que la levantase.
El hombre, ceremoniosamente, volvió a hacer una señal de afirmación y regresó al lado de la mujer.
Desesperado ya, Felipe pidió telefonear (aún no existían móviles) con el lenguaje mímico de marcar teclas y descolgar auricular. Y esta vez, fue la mujer que, con dos afirmaciones de cabeza y diciéndole” come” lo llevó al aparato.
Allí sacó su agenda y llamó a un importador de instrumentos que le aclaró lo siguiente:
-Estos modelos son diferentes en estructura aunque parece ser que los adaptarán siguiendo los planos habituales.
-Entonces- añadió Felipe-¿qué demonios puedo hacer?
-Dame la dirección, y les mandaré un japonés, venido ex profeso para casos similares.
-Y perdona, ¿por qué ellos me iban diciendo que sí a todo lo que les proponía? Porque me aseguraron que sabían abrirlo, incluso llevé al hombre al ìano, le hice agarrar la tapa haciéndole, señal de levantarla y, tras volverme a decir que sí, ¡zas! Vuelve con su mujer.
-Perdona- respondió el otro- ¿Te dijo sí con palabras?
-No- respondió Felipe-decía sí con un gesto de cabeza.
Resonó entonces una carcajada por el otro extremo mientras aclaraba:
-Aaayyy, es que para ellos una bajada de cabeza significa NO. La afirmación son DOS bajadas de cabeza,
Y Felipe, a punto de reventar el miembro más superior de su cuerpo, les dijo, esta vez en castellano,
-Yo no sé hacerlo. Vendrá un colega que sí entiende estos aparatos.
Y abriendo la puerta salió escaleras abajo sin esperar siquiera el ascensor, no fuera caso que le intentaran hacer tres movimientos afirmativos que¡a saber qué significado tendrían!

RUTH MARÍA GUERRERO HERNÁNDEZ

La aerolínea de Mariela
Mariela sacudía afanada libros polvorientos y gastados. Eran mayormente libros viejos, reliquias familiares que habían pasado de generación en generación hasta llegar a la suya.
Mariela evocaba los hechos que más le gustaron de la trama cada vez que sostenía un libro concreto en sus manos, las frases que se quedaron con ella, las impresiones de sus personajes que eran lo que más nítidamente almacenaba en su memoria.
Esos libros le habían hablado de sus propios sentimientos, su reflexión habían eliminanado dudas y prejuicios e incorporado creencias. Le permitieron conocer a otras regiones distintas a la suya. Conocía gracias a ellos las supersticiones de los brasileños, que a otros pueblos hubieran hecho partirse de la risa o mostrarse incrédulos. Los ritos brutales de ciertas tribus paganas que incluso arrojaban a la hoguera funeraria del muerto a su viuda, y los pueblos que hacían campañas por los derechos humanos. Los milagros y sinsabores del desierto, y también los retos y maravillas de la vida en zonas frías del planeta. Las cuestiones de honor y compromiso moral que llevaban a los héroes al combate, a la mutilación y hasta a la muerte, y la motivación de salvar el pellejo de los desertores que renunciaban a ideales patrióticos. Los alicientes del pecado, las razones de la rectitud…
Los libros le habían mostrado el mundo interior de representantes literarios de todas las culturas y épocas vistas por ojos humanos.
Nunca había salido del país en carne y hueso pero su pensamiento sí había estado en los cinco continentes a través de esa montaña polvorienta de libros que tenía a sus ojos.
Les debía a sus libros muchas lecciones, choques culturales y un placer infinito. Pensó con humor que ellos eran su aerolínea personal, la más segura de todas y totalmente gratis.

NORA GUEVARA

EL CHOQUE DE DOS CULTURAS
LA MÁSCARA DEL MATO GROSSO
En la sala de los rostros de la galería de arte São José dos Pinhais, en Brasil, se expone una singular máscara de madera que representa el rostro de un aborigen mundurukú. La primera vez que la vi, noté en ella un algo tan hermoso como aterrador. Hermoso, porque al ojo experto de un observar asiduo a las artes, se puede apreciar en la sinuosidad de sus pliegues el ejercicio del sabio cincel de las lluvias tropicales, de los tibios aires de las temporadas de huracanes y de los insectos y animales que por su corteza pasaron y, aterradora, porque cuando la miro veo el árbol muerto que fue transformado en la máscara muerta que hoy se exhibe como se exhiben las cabezas de los venados muertos en las chimeneas de los cazadores. Una cabeza muerta cuyas cuencas contienen una jungla inmensa repleta de animales, de hojas, lianas y enredaderas y que se ha transformado, por acción de la avaricia humana en una triste plantación de palmas, en un vacío de selvas tropicales, en un incendio que se propaga por las laderas del río Tapajós, en un orangután que se aferra a los últimos árboles que son talados en el Mato Grosso, en un lento perezoso que estira sus brazos para aferrase a una última rama calcinado que se deshace y lo deja caer, en una tigresa que se muere de hambre junto a los cadáveres de sus crías secas o en una niña o un niño que antes corría descalzo por los ríos y las montañas y que ahora trabaja, de sol a sol, en las fábricas de aceite de palma, por un miserable plato de comida.
La gente que vive en los alrededores de la Amazonía cuenta que esta máscara, elaborada de la madera de un Kapok, fue vista por primera vez cuando un pescadorde Via Mutum la encontró flotando en el caudal del río Tapajós. Dicen que el pescador contó a sus amigos, que cuando se inclinó para atraparla, una mujer morena se asomó de entre las aguas, como se asoman los yacarés y que, agarrándolo por la muñeca, se la entregó. El hombre en cuestión, convencido de que había recibido un regalo lleno de magia, la llevó a su pueblo, en donde la vendió a un muy buen precio a un comerciante de Apiacás que, cada cierto tiempo, por allí pasaba. Los lugareños afirman que, a los pocos días y, producto de un extraño incidente en su canoa, ésta se dio vuelta y que cuando sus familiares salieron a buscarlo no lo hallaron, hasta que unos días más tarde un pescador del lugar lo encontró entre sus redes, hinchado por el agua y mordisqueado por los cangrejos, sin ojos y con el dinero de la máscara, todavía en los bolsillos.
El comerciante que compró la máscara, sin haberse enterado de los hechos, la llevó a su casa en donde, producto de una grave obstrucción intestinal, murió entre tremendos alaridos de dolor, también completamente hinchado, justo unos días después de haberla revendido a un anticuario de Tabaporá, quien le pagó una fuerte suma por ese objeto que, a todas luces, provenía de algún antiquísimo entierro. El anticuario que, por su parte, descubrió que la pieza llevaba incrustada entre sus pliegues una serie de piedras preciosas, de diamantes, para ser más precisos, se la llevó en una caja de cartón, como si fuera un objeto sin valor, hasta su rancho, con el objetivo de no levantar sospechas y la dejó junto a una silla en el comedor, felicitándose por el fructífero negocio, pero ocurrió, por obra del Destino y la Mala Suerte, que su pequeño hijo, movido por la curiosidad natural de los niños, abriera la caja y se colocara el singular objeto sobre la cara. Dicen que fueron tan terribles los gritos del pequeño rapaz, que sus padres acudieron llenos de pánico a ver qué le pasaba y que lo encontraron corriendo hacia el patio envuelto en llamas y que allí cayó sobre un montón de maderos, que también se encendieron, creando un fuego tal, que fue imposible tratar de sacarlo. Muchos aseguran que alguien que por allí pasaba, en esos precisos momentos, pudo ver cómo una figura de fuego tomaba al niño por los brazos y lo arrojaba a la fogata y que, ese alguien, también pudo ver cómo ambos padres lo tomaron de las piernas para sacarlo, pero que se les hizo imposible. Incluso dicen que ese testigo, del que nadie recuerda su nombre, que aseguró que el fuego también los envolvió a ellos, como las boas envuelven a sus presas y que se los tragó. Dicen que ese hombre corrió a las casas vecinas para pedir ayuda, pero que cuando los lugareños llegaron al lugar con palas y baldes, no pudieron hacer nada, porque la propiedad había sido consumida completamente por el fuego.
Ante lo extraño de los hechos y de lo que el extraño contaba, las ancianas del lugar mandaron llamar a las macumberas para que examinaran la pequeña hacienda y fueron ellas quienes encontraron la máscara, indemne entre las cenizas y, de inmediato se dieron cuenta de que estaba maldita y, por lo mismo, sin tocarla, la envolvieron en una manta fabricada con hojas de plátanos para devolverla al río pero por una muy extraña casualidad, un extraño que por allí pasaba, que supo de estos acontecimientos, pagó tan buen dinero por la máscara, que le fue entregada, no sin antes advertirle acerca del peligro que le podía significar ser su nuevo poseedor. El hombre, algo divertido ante la inocencia de los habitantes del poblado, se la llevó para venderla en Tapurá, en donde, sin causa aparente, terminó perdiendo el juicio. Dicen que sus socios, al darse cuenta de su incipiente locura, le robaron los bienes y, que su familia, indignada y asustada antes estos hechos, decidió echarlo a la calle junto con la aterradora máscara y fue así como, su tercer dueño, afectado por la maldición, comenzó a deambular por las calles ofreciéndola a quien se le cruzara por delante, hasta que se encontró con una famosa arqueóloga y coleccionista de antigüedades que se la compró por tres reales. El indigente, después de habérsela vendido, intentó explicarle, con frases entrecortadas y, a veces incoherentes, en qué consistía la maldición de la máscara y los cuidados que debía tener con ella, por lo que la mujer, encantada con la máscara y las leyendas que en torno a ella se tejían, la metió bajo su brazo izquierdo y se la llevó al Mato Grosso. Esa misma noche, se supone que unos delincuentes asaltaron al pobre loco a la orilla de un arroyuelo en las afueras del pueblo y que le abrieron el estómago con tanta crueldad, que cuando sus amigos lo encontraron, vomitaban ante la terrible escena y lloraron como niños pequeños.
En Mato Grosso, la arqueóloga llegó a su casa sin sospechar que había adquirido un objeto que maldito, más bien estaba segura que era un objeto antiguo de gran valor, por lo que lo guardó en una caja fuerte y se recostó de lado en el amplio sillón Luis XV que mandó traer desde Europa para su descanso, pero debido un ardor en la axila izquierda, decidió dormir en su cama. A la mañana siguiente, al intentar ponerse de pie, sintió tal dolor bajo el brazo y en el cuello, que se desplomó. No pudo moverse hasta que llegó el empleado del aseo, que la encontró inconsciente, con fiebre y con erupciones en todo el cuerpo. Muy preocupado decidió llamar a una reconocida médica del lugar, una yerbatera experimentada que sabía de elíxires y hechizos, la que al verla notó, de inmediato, que esto era provocado por algún un objeto maldito.
-Rafael, ¿Sabes si tu ama ha traído, recientemente, algún objeto inusual a la casa? El mozo, que nada sabía, decidió despertar a la mujer para preguntarle y, fue entonces que la moribunda les habló sobre la máscara.
La yerbatera, que ya había escuchado de la existencia de ese poderoso objeto, pidió la combinación de la caja fuerte, lo extrajo con sumo cuidado y, sin tocarlo, lo tiró al fuego. Luego hizo una serie de oraciones, bailó, cantó, quemó hierbas y aplicó cremas poderosas en las heridas de la mujer, que se sintió algo mejor y, cuando hubo terminado con el proceso de sanación, fue llevada a su cama para dormir. Esa noche llegaron a cuidarla sus nietas, que se quedaron dormidas junto a la cama alrededor de las dos de la mañana, hora en que Teresiña se levantó en silencio, bajó las escaleras, tomó la máscara de entre las cenizas de la chimenea y se la colocó sobre el rostro y fue, en ese preciso instante en que despertó para ver que todo ardía a su alrededor. Los árboles ardían, las tigresas y sus cachorros corrían envueltos en llamas, las plantas, las enredaderas, el cielo y ella misma se quemaban en la selva amazónica. No hubo gritos, no hubo espasmos, solo un terrible dolor provocado por la culpa, por lo que su especie había hecho a la selva amazónica y fue, solo en ese momento, que el fuerte olor a quemado subió por las escaleras y despertó a las dos muchachas que dormían, quienes al no ver a su abuela en la cama, bajaron corriendo por las escaleras, solo para encontrarse con el cuerpo calcinado de su abuela al lado de la chimenea, junto a oscura máscara de madera.
Entre lágrimas y lamentos esperaron la llegada de Rosario, quien colocó la máscara en una nueva cama de hojas de plátano y les dijo que la llevaran al Museo de Arte indígena de São José dos Pinhais, de Mato Grosso, en donde una especialista en objetos mágicos sabría qué hacer con ella.
Las muchachas, llenas de miedo y terror, creyeron lo que les dijo la médica y por eso se salvaron. Nunca tocaron este objeto que hoy reposa aquí en el museo, enclaustrado en una caja de metal blindado, para que miles de turistas puedan ver este objeto tan sagrado como peligroso que fue nombrado como: la máscara de Mato Grosso y, hasta el día de hoy, cuando los guías del museo hacen sus recorridos, cuentan esta historia y aseguran que hay personas que han ofrecido millones por tenerla, pero que la arqueóloga se niega a venderla y que, los dueños del museo, por ningún motivo la venderían, porque está demostrado que, cada vez que uno de sus propietarios la ha deshecho de ella, ha perdido la vida en medio de una serie de acontecimientos tan terribles como inexplicables.
Es por todo esto que la máscara se mantiene aquí, como un objeto muerto, que solo volverá a la vida el día en que alguien se atreva a tocarla y experimente, en cada ligamento, en cada músculo, en cada célula y átomo de su cuerpo lo que sufre la Amazonía mientras es consumida por el fuego y, cuando escuche, los alaridos de dolor de los millares de vidas que, como un solo grito, llegarán a sus oídos antes de ser consumidos por ese enorme vacío lleno de silencio.

GAIA ORBE

(De mis días en Brisbane)
No se conecta la red. Este milagro de captar una wifi en el medio de la foresta, que aparece cada día para que yo pueda enviar y recibir mails. A la semana de estar en la casa, mi computadora se conectó solita dejando a los correos entrar. Ni idea de quién es, ni cómo llega y nunca falla. Esto tiene que ser obra de un ángel. Claro, como no está acostumbrado al nublado, hoy se ve que tiene problemas de conexión con los satélites. Mientras le doy tiempo, les cuento.
Hoy vinieron dos chinas truchas para alquilar el otro cuarto y no les gustó porque no tenían internet. Obviamente no abrí la boca, porque eran truchas. ¿Cómo lo sé? Porque tengo puesto el detector asiático. Tengo una remera negra con unas letras fosforescentes chinas. ¿Tere, amiga, te acordás la señora china que me las leyó emocionada?
Acá todos dicen que son chinos porque son los mejor mirados, nadie quiere a la gente de Hong Kong o Corea. Pues los únicos que saben leer mi remera son los chinos de raza pura ya que las letras son mandarín auténtico. Lo detecté con Na Ri que es coreana y no supo leerlo. Preocupadas con Carole porque la casa se nos llene de asiáticos truchos, me vestí con la remera detectora a pedido de la dueña de casa. Una mandó fruta que era mandarín antiguo y la otra, solo pudo leer algunas letras. No hablaban chino. Quedaron eliminadas.
Al día siguiente apareció Zenobia, que lagrimeó leyendo el refrán: “Haz el bien y obtendrás una escalera al cielo”. Entonces, le dimos el okey y el fin de semana entrante se viene a vivir a la casa.

EDUADO VALENZUELA JARA

La selva exudaba humedad, el calor, a través de los poros, se les colaba hasta los huesos y mosquitos atacaban sus pieles blancas sin piedad haciendo la travesía insoportablemente sofocante. Aún asi, lograron llegar hasta el precario poblado en lo profundo de la amazonía.
—¡Pregúntales por el tesoro!
—Ser dificil, André. Ellos no conociendo esa palabra. Intentaré que entiendan.
Amaicán, el yanacona intérprete de la expedición, se esforzó en hacer que los Kuyiska —la gente de la selva— lo comprendieran. Les gesticulaba con las manos, pronunciaba con vehemencia, abría los ojos. Los Kuyiska, desnudos, lo miraban con atención y parecían comprender, asentían con la cabeza y hablaban una jerigonza mezclada con chasquidos de lengua.
André, desesperado, intervino mostrándoles un collar de la corte con piezas de oro.
―¡Tesoro, tesoro! ―decía, apuntando con febril prisa las piezas doradas.
Los Kuyiska negaban sacudiendo la testera y emitían esos extraños sonidos. Con sus manos color marrón cubrían el collar. Andrés temió que se lo arrebataban y lo retuvo con fuerza.
—¡¿Qué dicen, Amaicán?! ¡¿Qué dicen?!
—Dicen que tú no entiendes nada.
—¿Pero saben del tesoro?
—Hablan del “Uwuakol”, algo que tiene mucho valor. Ser lo más parecido a “tesoro”.
—Pregúntales si en su “Uguacol” hay esto —Sacudió el collar—. ¡Vamos, pregúntales!
—Am beke bere Kuyiska, kau Uwuakol ¿Tekl dere aju? —preguntó Amaicán, señalando el collar.
Los Kuyiska asintieron y agregaron más palabras.
—¡¿Qué dicen, Amaicán?!
—Dicen que sí y que llevarán a nosotros allá.
El viaje les tomó cuatro jornadas y las vidas de la mayoría de los exploradores blancos. Uno a uno fueron cayendo víctimas de fiebres, o mordeduras de insectos, serpientes u otras alimañas. Solo los más fuertes o quizás los dominados por el frenesí de hallar el tesoro, sobrevivieron, no sin dejar de llevar cicatrices o enfermedades —era frecuente que al defecar expulsaran sangre mezclada con bolas de lombrices.
Una mañana, entraron en lo más oscuro de la jungla. Los árboles que allí crecían eran tan descomunales que su follaje, semejante al manto de la noche, formaba una bóveda como una catedral de proporciones demenciales. En el interior de la bóveda crecían carnosos hongos gigantescos entre alucinantes raíces de miles de formas y arroyos de agua fresca.
—¡Uwuakol! —dijeron los Kuyiska con una expresión de solemne paz.
André desesperó.
—¡¿Dónde está el oro?! —gritó, agitando el collar.
Los Kuyiska señalaron hacia la base del árbol más colosal, a unos mil pies de distancia. André y los exploradores restantes corrieron hasta allá con sus últimas fuerzas. Al llegar, cayeron de rodillas, extasiados. Esparcidas en el suelo se hallaban decenas de figurillas de oro inca.
Cuando los exploradores se marcharon —llevándose el oro—, la tribu Kuyiska se reunió en el Uwuakol. Se reunieron para comentar tan extraña visita. Acordaron que los exploradores blancos eran los seres más tristes y enfermos que habían conocido, porque vivían atormentados por sus demonios. Esas pobres criaturas solo preguntaban y preguntaban por las figuras amarillas que la corriente de los arroyos arrastraba hasta la selva y partieron —hacia las cimas de las montañas—tras los orígenes de las aguas, persiguiendo la ilusión de esos reflejos dorados; nunca preguntaron por los Kuyiska, nunca preguntaron por las personas, nunca les interesaron sus semejantes; nunca preguntaron por las maravillas de la naturaleza y nunca entendieron que su gran tesoro, su Uwuakol, eran aquellos fuertes y sabios árboles.

GLORIA ALBADALEJO AYALA

LA CASA DE LA BRUJA
Esta noche me he despertado sobre las cuatro de la madrugada. Me extraña, porque yo suelo dormir de un tirón. Lo más raro, es que estoy sudando; ¿alguna pesadilla, tal vez? No entiendo, porque en mí estación meteorológica, indica siete grados. Normal, estamos en pleno invierno. Al final, lo he llegado a entender, al memorizar mis vivencias de la niñez que han ocupado esta noche mis sueños.
He recordado una vieja casa, mugrienta, desordenada, incluso maloliente que es ocupada por una bruja, la cual es mi tía, que vive en un pueblecito pequeño, pero lleno de misterios en la misma Francia, el cual se llama; Lavardín. El pueblo, igual que la casa, es muy antiguo y parece estar pedido en medio de la nada.
Me han venido a mi cabeza, algunas imágenes vividas en ese lugar mientras dormía, sin ninguna razón. Han aparecido en mi mente, como si se tratase de una película.
A esta mujer, solo la he visto en dos ocasiones. La primera vez, yo debería tener unos seis años. A mucha gente que la conocía, no le gustaba y a mí menos. Todo el mundo decía que era una bruja y la verdad, es que hacía cosas como tal. Podría poner varios ejemplos, pero, para no alargar la historia, solo pondré unos pocos.
La casa, tenía una habitación que cerraba con llave y desde el exterior, se escuchaba el maullido de un montón de gatos y se escapaba el hedor de sus heces por debajo de la puerta. Nunca los pude ver, pero escuché en alguna ocasión, que tenía cientos de ellos ahí abandonados, tantos que algunos se morían de inanición y también decían que sus almas se quedaban ahí y seguían maullando como si siguieran vivos y sus esqueletos, se escapaban de la habitación para hacer excursiones por toda la casa.
A mí, se me ponían los pelos de punta cuando mis primos y amigos me lo contaban. Por las noches me imaginaba cosas extrañas y no podía dormir.
También decían las habladurías, que, por las noches, la escuchaban cantar, pero unos cánticos extraños, con un idioma desconocido y como si estuviera unida a una secta compaginada con el demonio. También escuchaban alaridos de gente que parecía ser torturada, entre otras cosas.
La segunda vez que mis padres me hicieron ir a visitar a mi tía, yo no quería ir. Me acordaba de todas las cosas feas que me había hablado de ella, y era tal el terror que sentía, que creo que fue el día que más llore en mi vida., pero me obligaron a ir con ellos, a casa de la bruja, que es como la llamaban.
Entonces, estuvimos una semana, que se me hizo interminable y bastante horrible. Lo único bueno que saqué de esa experiencia, es que aprendí algo de francés, por lo menos para defenderme. En esa época, yo ya tenía unos nueve años.
Cuando llegamos, la encontré muy envejecida, aunque solo rondaba los treinta años. Verdaderamente, se asemejaba a una bruja. Lucía una enorme melena canosa y su tez se había vuelto amarillenta como una mujer enfermiza. Me dio miedo mirarla a la cara, sus ojos negros, parecía que penetraban los míos, como si me estuviera hurgando en mi cerebro. Me acuerdo que cuando lo hacía, me cogía una horrible jaqueca y me entraban ganas de vomitar.
Ahora pienso, que podría tratarse, del mismo choque cultural al estar en un lugar que no conocía apenas y con una mujer que no parecía estar bien de la cabeza. Los días de esa semana, fueron de mal en peor. De vez en cuando la pillaba discutiendo con su hermano, mi padre, y más de una vez, después él se encontraba mal y también tuvo un pequeño accidente. Se cortó un dedo ayudando a su hermana a hacer la comida. Mi madre lo acompañó a urgencias, pero no pudo recuperar ese dedo. Fue un recuerdo que se llevó a nuestra casa, la mano de cinco dedos, con uno menos. No sé muy bien lo que debió pasar, yo estaba afuera jugando con mis primos. Tampoco me lo quisieron explicar nunca, pero jamás quisieron volver a casa de la bruja. También ocurrieron otras cosas.
Me acuerdo, que cuando mi madre se llevó a mi padre al hospital con la mano ensangrentada, yo caí en pánico y me puse a temblar como un flan del miedo que me dio ver aquello. Mi tía me obligó a entrar con ella a esa casa. Me dijo que iba a comenzar una tormenta y que entrara a casa para protegerme. Mis primos se fueron corriendo no sé a dónde, pero parecía que huían de algo. A mí no me quedó otra que ir con ella. No me creí lo de la tormenta, hacía un día muy bonito, iluminado por el sol, pero cuando entré, empezaron primero los nubarrones negros, para continuar con una serie de relámpagos y truenos ruidosos que dieron lugar, a una fuerte cortina de lluvia. Todo se volvió blanco. Mientras miraba con espanto eso que caía del cielo, escuchaba los gemidos, llantos, sonidos de esos asquerosos o pobres gatos que estaban encerrados en la habitación. Por lo visto todavía seguían ahí encerrados. El sonido molesto de los animales, me torturaban la cabeza. Parecían lamentos de seres humanos. Me llegué a imaginar que la buja, tenía algo raro ahí escondido, incluso, me daba la sensación de que la puerta se movía, como si alguien la estuviera golpeando, cuando la miraba. La bruja se percató y me clavó esos ojos profundos en los míos. Tuve que ir corriendo al baño porque se me descompuso el vientre.
Al día siguiente, nos fuimos de ahí y no volvimos nunca más, pero ahora que lo he recordado todo de nuevo, me siento extraña y todo lo que hay a mí alrededor, me da miedo. Temo que algo va a pasar y la sensación es mala.
Todavía es muy pronto, no son ni las cinco e intento dormir de nuevo. Creo que por fin me he sumergido en un sueño profundo, además se me han pegado las sábanas. Cuando me despierto sobresaltada por el sonido del teléfono, ya son casi las diez de la mañana. Menos mal que hoy no tenía que ir a trabajar. Cojo el teléfono medio dormida y mi asombro es tal, que se me cambia la voz de golpe volviéndose temblorosa, por la noticia que me acababan de dar a través de la línea telefónica. Se trata de un notario. Me ha contado, que prefiere llamarme por teléfono para asegurarse de que yo cojo la información.
– ¿Qué información? – le he preguntado. La contestación no es nada positiva en algún aspecto y me ha aterrorizado nada más pensarlo. Me ha consultado, que mi tía de Francia, ha fallecido y que yo soy la heredera de la casa.
– ¿Yo?, ¿por qué yo?, si ella tenía hijos. ¿Por qué yo, precisamente?, él no lo sabe y no me puede responder a la pregunta. Yo, por supuesto, no quiero ir a esa casa. No lo he pensado dos veces y se lo he dicho al momento, pero él notario me ha informado, que la tengo que aceptar, sí o sí. Además, también incluye en los papeles de la herencia, que tengo que ir a esa casa lo antes posible. No entiendo nada, pero he tenido que aceptar si no quiero meterme en problemas. Me he estado informando y si no acepto, puedo hasta ser penalizada con una buena multa en el mejor de los casos, o incluso, una temporada en la cárcel. Me da terror incumplirlo, pero más miedo me da tener que ir a esa casa y vivir todas esas experiencias de nuevo. Me lo he montado para ir al día siguiente, sin más remedio. Me hubiera gustado antes, hablar con mis primos del tema, pero no sé a dónde están y sus teléfonos los desconozco. Mis padres ya no están y no tengo a nadie más a quién acudir, así que me he espabilado y he cogido fuerzas y valentía de donde no la tengo.
Ya estoy en esa casa. Parece más vieja, todavía de lo que ya era antes. Alrededor de ella no vive nadie. Está completamente aislada del mundo. Mi imaginación entonces, me hace reír un poco, al crear en mi cabeza, como tal vez, las casas que había antes, les había salido patas y habían salido huyendo de la cercanía de la casa de la bruja.
¡Dios mío!, solo de pensar en esa palabra, ya se me están poniendo los pelos de punta. No puedo evitar pensar de nuevo, el por qué obligatoriamente, tengo que ser yo la nueva propietaria de esa casa. Pues porque lo dice el testamento, me contesta alguien a dentro de mi cabeza.
– ¿Qué?, ¿quién…?, mejor será que me tranquilice y abra de una vez esa maldita puerta, pero no ha hecho falta. Mi presencia, a punto de abrirla con esa enorme llave de hierro, ha hecho que se abra sola. La puerta de madera envejecida, sucia de telarañas y con alguna madera despegada, se ha abierto al son musical de un crujido oxidado y a la espera de que entre, se ha quedado la puerta totalmente abierta. Lo peor ha sido, cuando al entrar, esta se ha cerrado dando un gran portazo asustándome más la estancia y sin poder salir por el bloqueo de la puerta, algo en su interior me ha llamado por mi nombre, dándome la bienvenida.
Continuará.

GABRIELA MOTTA

—Estoy «chocho» —me dijo.
Lo mire y su aspecto no denotaba la «chochera» autopercibida.
—¡No exageres!
—Sí, estoy «chochísimo» y se lo debo a mi nieto.
Sonreí, no supe que contestar, era la primera vez que lo veía. Pensé que debería ser propio de esta ciudad contarles sus problemas a los extraños.
—De donde vengo —le dije— tratamos de disimular la «chochera», de todos modos, es un síntoma propio de la tercera edad.
—¿Y eso por qué?
—Por cuestiones genéticas supongo.
Él se mantuvo en silencio.
—¿Sabías que existen tratamientos para la «chochera»?
—¿Bromeas?
—No, te lo digo enserio.
—Mira que sos exagerada —me dijo y se marchó.
Cuando llegue al trabajo le conté lo sucedido a un compañero. Percibí que nos encaminábamos hacía la misma discusión y en un lapsus de iluminación pregunté:
—Oye, ¿Qué entienden aquí por «chochera»?
— «Chochera» le decimos al sentimiento de euforia y «babosidad» que nos invade con el nacimiento de un hijo, un nieto, la compra de una casa, cuando gana tu equipo de fútbol ¿entendés?
«Con razón» —pensé mientras le gritaba: —«Chocha» me van a dejar a mi estos choques culturales.
Gabriela Motta

MAR SHA

EL CHOQUE CULTURAL
El choque cultural se puede dar de diferentes maneras
en las poblaciones más humildes, las mujeres tienen hijos, muchos hijos
tal vez por la presión por la familia o por presión social, las cuales son mas
fuertes que hay en esta vida. la controversia surge cuando en la mesa no hay
nada para comer y si hay muchos muchachitos pidiendo comida… en contra
posición en hogares con más recursos las mujeres tienen la opción de no tener hijos
o de decidir un número limitado de bebes, tenido la oportunidad
de salir adelante con su educación y trabajo, viendo la oportunidad de
conseguir un exente trabajo. con la ayuda de una empleada para que se
haga cargo de aquel retoño.
Así vemos que los choques culturales no solo se ven entre razas, países
sino también por la condición económica, de las personas las cuales traen que hay se ven las brechas entre los que tienen oportunidades y los que no… muchos podrán decir que los de bajos recursos pueden surgir… y no se equivocan ellos también pueden, pero si es mediante una beca que les ayude con el costeo de estudio, y mas adelante tal vez tengan la suerte o que le brille el destino, le brinda un buen empleo para poder sostenerse y sostener a su familia , a su vez vivir de lo que les apasiona, para lo que se prepararon.

JOSE TAXI

PALABROS.
Hubo un tiempo en el que ni las personas, ni los animales, ni las cosas tenían nombre, no teníamos palabras. Era un lío, no podíamos ni pensar, no distinguíamos la realidad de la fantasía. Algunos de nosotros se dedicaban a pintar animales, escenas de caza, manos humanas y otras bonitas extravagancias.
Mi padre, que era un tipo excepcional, me llevaba desde muy jovencito, a las expediciones de caza, en ellas él y sus amigotes se dedicaban a poner nombres a los animales que atrapaban. Se trataba especialmente de aves y algunos pequeños roedores. Así comenzaron a aparecer las palabras: mono, murciélago, cormorán…
También ponían nombre a los frutos que nos alimentaban: mora, manzana, aguacate. Y a sus herramientas de matar todo bicho viviente que se despistara: arco, flecha, piedra.
Pero, como sucede siempre con las tareas nuevas, no había unanimidad en la nomenclatura, de manera que uno decía algo como: el mono se comió una manzana y otro entendía, el manzano incendió una lagartija. Así que no se aclaraba nadie.
Eso acabó cuando, nos fuimos comunicando unos con otros y pactamos significados comunes, así nacieron las primeras convenciones culturales.
Especialmente problemático fue ponernos nombres a nosotros mismos, el desacuerdo en este ámbito fue generalizado. Los nombres humanos los ponía la gente del clan, pero era raro el que a un individuo le pareciera adecuado el apelativo con el que se le conocía. Eran nombres sencillos: Fuerte, Alto, Glotón, Cantautor, Especial. Como se iban repitiendo las denominaciones hubo que inventar los apellidos, así aparecieron sujetos como Especial hijo de Fuerte o Alto hijo de Glotón.
En definitiva, vivíamos bastante bien con nuestro sistema comunicativo de palabros.
Pero un día aparecieron, en el lago grande, en el que no tenía fin visible, unos artefactos flotadores, en ellos venían muchos hombres de pintas extrañas, nos trajeron palabras malas: enfermedad, esclavo, moneda, violencia, muerte. Pero también aportaron palabras muy bonitas: arrebol, acendrado, bonhomía, compasión, esperanza, inefable, melifluo, primavera, silencio…
Ni juntos ni disjuntos, fuimos entretejiendo nuestras vidas, nuestros descendientes son el fruto de una hibridación física y cultural entrañable.
Aunque en ocasiones alguno se cabree y refiriéndose a un hermano le diga: ¡Puto Conquistador!
Y colorín colorado este cuentecico, — pleno de palabros–, ha terminado.

CONCE JARA

EL PALO
La operación de mi hermana salió bien, y yo llevaba casi un mes a los pies de su cama, por lo que una tarde mi sobrino Teo se ofreció a cuidarla para que yo pudiera ir a El Corte Inglés. Y es que él conocía mi inquietud por ir a la tienda, ya que yo le había comentado que en el pueblo las vecinas hablaban muy bien de sus rebajas. Entonces tras darme unas breves instrucciones fui hasta el autobús que me dejaba frente a la tienda.
Al entrar en El Corte me sorprendió el fresquito. Menos mal que siempre llevo la rebeca en el bolso. Caminaba por los pasillos y de cada recodo una joven me asaltaba echándome un fogonazo de perfume, tanto que ya una no sabía a qué olía; y luego el frasco costaba la mitad de mi pensión. También las había con un delantal negro lleno de brochas ofreciéndose para maquillarme. “¿A qué precio?… Si yo solo uso una barrita de labios de Avon, ¡dejadme en paz!”, y retomé el pasillo hacia las escaleras automáticas donde casi di un tras pies. “¿Quién será el bromista que le da al botón de arrancar?” Y es que cuando me alejaba se paraban y al acercarme se ponían en marcha.
Por fin subí a la planta de señoras. “¡Señor qué precios! Ni que vistiera aquí la realeza. Prefiero el mercadillo del pueblo”, y me fui como vine hasta la sección de toallas.
De entre un montón revueltas en un cajón, seleccioné una de playa, que luego nunca voy, pero ¡quién sabe! Cuando fui a pagar me preguntó la cajera si con tarjeta o con el móvil. Saqué el móvil del bolso con extrañeza y vi su gesto. “Claro será por las teclas, que son enormes; si es que ya no veo”.
Tras pagar mi toalla con cinco monedas de a dos euros me sentí agotada del trajín de venga gente, pasillos y escaleras que asustan. Al llegar a la parada del autobús me dolían las piernas. “A ver si pillo asiento con esta cola de viejos…, que quizás yo sea de las que más; pero la mayoría me supera”. Tuve suerte y cogí sitio. Y es que a la ida no me di cuenta, pero los hay exclusivos para mayores e inválidos.
La gente no dejaba de subir, y entonces vi una mujer, la verdad, más joven que yo, que subía de los últimos. La pobre llevaba un bastón y la ropa bastante sucia. Pensé que además de indigente tenía una discapacidad. Entonces miré para los que estaban sentados cerca mío. “¿Y que nadie la va a dejar el sitio? Venga, que somos viejos, pero menos ese octogenario, ninguno necesitamos de un bastón. ¡Pobre! Se la ve tan cansada. Lo mismo ni ha comido y, ¡que pelos con ese pañuelo!”, decía yo para mis adentros. Y que nadie se daba cuenta de la señora con bastón, hasta que mi misericordia superó a mi cansancio, mi conciencia no pudo con aquello, y acabé dejándole mi asiento. Me dijo: “¡Por supuesto, que no!”. Pero yo insistí bien alto: “Tiene el asiento reservado. ¿No ve el dibujo? La gente con bastón tiene preferencia”. Entonces ella me miró como sorprendida y por mi insistencia se sentó. Y luego… ¡cómo me miraban algunos pasajeros!, sobre todo los que estaban sentados, con tal cara de ternura y lástima, que no lo entendía; como si una fuera tonta por dejar a otra el asiento. ¡Si es que estamos perdiendo la humanidad!
__________
Estaba derrotada. Aquel día la ruta no fue muy larga, con este calor, pero las pendientes me dejaron hecha polvo. Si no es por el palo de senderismo no subo, y me tenía que haber llevado los dos, más que nada para evitar esa caída tan tonta que casi me hizo rodar por un terraplén. ¡Vaya día! Por una temporada se me han quitado las ganas de senderismo. Y es que cuando una cree que ya ha pasado todo lo que te tiene que pasar…
Resulta que pillé el autobús de vuelta a casa por los pelos, y encima en hora punta de regreso de todos los abuelos que salen del fresquito de El Corte Inglés. El autobús iba sin un solo asiento. Entonces una señora, más decrépita y cansada que yo, me cede amablemente el asiento. Le dije que no, ¿cómo iba a aceptar el asiento de una persona mayor?, pero la mujer comenzó con una serie de explicaciones sobre las preferencias del ¿bastón? Y entonces me di cuenta de que me había tomado por inválida y casi indigente, por no saber distinguir un palo de senderismo de una garrota. No me permitió apenas hablar; insistió tanto en que debía sentarme que así lo hice; y desde ese momento he decidido llevar siempre el palo en el autobús.
FIN

EL FARO

“En el plural de los cielos, vos en singular.
Y en el fogonazo del destello, se me achinan los ojos para verte.
Como si en otro mundo más iluminado vos hablaras con mi misma lengua de trapo; con dialecto humano para que te encuentre.
Y tanteo a ver si entiendo, es un lenguaje lleno de silencios..perdimos la palabra papá.
Es ciego el hilo que te conecta conmigo, sin embargo suplanta las balsas de madera cuando llegan los días de los naufragios. Porque las tormentas no se olvidan de venir; vienen siempre.
Aprendí a flotar.
Porque en la gravedad no hay pie ni tierra, ni frente ni fondo; uno deambula hasta dormirse y espera que pase.
Y pasa.
Te estoy contando.. dame una señal, no escucho esta jerga entre vivos y muertos.
Si el cuco me abraza, te nombro; te bautizo repetidamente para controlar el pecho que me sale por la boca cuando tengo miedo.
Comprendes?
Solo intento que astilles con tu voz los vidrios del cielo!
Por favor! Enséñame y
Hablemos..

¿Te gusta leer? ¿Quieres estar al tanto de las últimas novedades? Suscríbete y te escribiremos una vez al mes para enviarte en exclusiva: 

  • Un relato o capítulo independiente de uno de nuestros libros totalmente gratis (siempre textos que tenga valor por sí mismos, no un capítulo central de una novela).
  • Los 3 mejores relatos publicados para concurso en nuestro Grupo de Escritura Creativa, ya corregidos.
  • Recomendaciones de novedades literarias.

11 comentarios en «Choque cultural»

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Ir al contenido