Miedo sin terror

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «miedo (pero no terror)». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 28 de abril!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

CORONADO SMITH

Hoy dejo un Ryuka + un Haiku(o un intento, qué sabemos acá…) me parecen unos poemas curiosos.
¿Crees que dolerá mucho?
¿Crees que dará gustirrín?
¡Qué no pesado integral!
Sólo un enema
¡Corre Ortiga!
Raudo y veloz Santi,
raudo y veloz.

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

Era un miedo inseguro de mi capacidad de persona.
Miedo sí, al ser observada por otros y no considerarme apta para el puesto.
Miedo a la lentitud que arrastro en mi día a día delante del espejo al vestirme.
Miedo a que mi intelecto no esté listo para el trabajo que se me ofrece.
Miedo al abrir la ventana de mi alcoba y verme en un mundo falto de gente.
Miedo siento al echar los pies en tierra y no poder caminar.
Eso sería terrorífico…

BENEDICTO PALACIOS

¡ MIEDOMIEDO!
Era una tarde desapacible, fría y de un sol pobre, a medio gas. Cundía el desánimo contemplando los árboles aún desnudos. Se estaba mejor en casa, al brasero, pero tenía que hacer unas compras. Me abrigué al salir. La tienda estaba semivacía y una de la cajeras había encendido la radio que sonaba a todo meter. Acababan de dar las siete y se escuchaban marchas militares. Esmeralda se equivocó por dos veces en los precios. Extraño, porque los sabía de memoria.
—¿Qué te pasa que estás tan nerviosa, qué es lo que ocurre?
—Algo grave. Unos guardias civiles han asaltado el Congreso. Lo acabo de oír.
Abandoné la compra y volé a casa. Marqué el número de teléfono de mi padre, que comunicaba. Llamé a mi hermano y tampoco logré hablar con él. Bajé dos pisos —yo habitaba un quinto— y pulsé el timbre. Me abrió Luisa con cara descompuesta y un niño en brazos y medio llorando.
—Los tanques han tomado Valencia. Madrid está al caer. Hay un montón de generales sublevados y Julián ha desparecido.
—¿Desaparecido?
—Eso dijo, que se iba y no me ha dado razón. Es horrible, Marcelino. ¿Qué futuro nos espera?
—Tranquila, voy un momento a mi casa y vuelvo. —Abrí la puerta temblando y con una montaña de dudas. Me asomé a la ventana. Por la ronda apenas circulaban coches. Los geranios de Antonia, vecina del otro bloque, habían echado una flor.
Al fin mi padre comunicaba conmigo. Que me marchara a Portugal, fue lo primero que me dijo, que él tenía un carné sindical y lo había quemado. Acababa de cerrar la maleta.
—¿Y madre?
—Ha candado con llave, me ha dicho que de aquí nadie sale y ha desenfundado la escopeta.
Mi padre era cazador con la oposición de mi madre. En cuanto se abría la veda, mi madre encendía dos velas a un santo.
Solté el teléfono porque sonó el timbre de la puerta. Acerqué los ojos a la mirilla. Era Concha. Se había dado colorete y recogido el pelo en un moño, venía guapa. Portaba en las manos un chaquetón de piel y calzaba botas de campo.
—Arréglate, date prisa, nos vamos.
—¿A dónde?
—Mis padres tienen amigos en Piedras Albas, que se conocen de memoria las veredas hasta Portugal de la época del estraperlo. Hay que huir si no quieres terminar acribillado en un paredón.
—Me quedo. En mi ficha solo aparece que simpatizo con las izquierdas. Me lo ha contado el guardia civil que vive en el bloque contiguo.
—Es suficiente para la pandilla de locos que ha asaltado el Congreso. Tú verás.
Se encaró conmigo cuando me negué. Mi hermano con el que luego hablé también había decidido esperar. Él había escuchado la radio, los tiros y las palabras de Tejero ¡Se sienten, coño! Pero no había heridos. Él creía que se iba a solucionar.
Me tomé un café con leche. Era lo único que podía digerir. Volví a mirar por a ventana. Nadie en la calle. Se escuchaba lejana la sirena de una ambulancia.
Cerré la puerta con llave y bajé de nuevo al tercero.
—Soy yo, Luisa, Marcelino. Abre.
—¡Uh! No gano para sustos. Estoy muerta de miedo. Mi padre, lo que me faltaba. —Luisa se echó a llorar.
—¿Qué pasa con tu padre?
—Que está convencido de que volvemos a la dictadura. Le he dicho que se calme pero no hace caso ni a rey ni a Roque. Ha salido de casa sin rumbo y tiene setenta años. Se ha vuelto loco. Hace un frío que pela. Enfermará, seguro.
—¿Y Julián?
—Me ha llamado desde una cabina. Viene de camino.
Me entregó el niño que tenía en brazos, retiró un frutero que ocupaba el centro de la mesa y extendió un mantel. Me mandó sentar, cerró la radio y colocó tres platos con sus tazas y las respectivas cucharas.
—No estarás pensando en mí. No me entra ni una hebra en el estómago.
—El caldo que he preparado sí. La noche además se presenta larga.
Julián traía noticias recientes. Un asalto en toda regla, el gobierno en pleno secuestrado, el poder político en manos ahora de los subsecretarios. Joaquín, el sindicalista, había cargado las fichas de los afiliados e iba camino de Portugal.
—Parece que el rey Juan Carlos va a dirigirse a la nación. Mucha gente está como nosotros muerta de miedo y con los pocos que he logrado hablar tienen un buen acojono. Como llegue a triunfar el golpe militar, agarra la maleta, Marcelino. Volvemos a las andadas. Adiós libertad. Qué vergüenza. He visto escrito en una pared ¡viva la muerte!
—Sí, sí. Tengo conocidos cerca de Portugal.
—Pues desde allí te largas a Francia. ¿No tienes un novia francesa?
Lo había pensado, pero este era el problema. Me había peleado en la Navidad por una tontería y estábamos reñidos. Si todo se venía abajo, si triunfaban los militares ¿cómo justificar la trifulca debida al afán tan francés de considerarnos ciudadanos de segunda?
—Vamos que los españoles no somos tontos ni analfabetos. Vosotros bien que os adueñáis de lo ajeno. Picasso, lo repito, es español—. Qué burreo si me presentaba en su casa.
—Ah, ah, los españoles como siempre, bajo la bota militar, no aprendéis.
Tenía miedo, y se me ponía peor yogur aceptar el fracaso y darle la razón. Podía arrodillarme con tal de no volver a vivir los años negros.
Dio la televisión el final del asalto. Vi a militares saltando por una ventana y a parlamentarios despeinados y con barba. Algunos habían visto de cerca la muerte. Yo no, pero tras las largas hora de espera me había puesto en lo peor. Los militares no llevaban claveles en los fusiles. Me miré en el espejo. Me hubiera gustado ver en mi cara una sonrisa de esperanza.
Cuando me enteré que las condiciones de rendición se habían firmado sobre un capó, juré no comprarme jamás un Land Rover.
—Iluso ¿sabes cuánto cuesta ese cacharro? —Me preguntó Julián.
—¿Sabes tú a qué precio se vende el miedo?
—No, pero si hubiera cotizado en bolsa, tendrías a mano comprarlo y los dos seríamos ahora millonarios.

FÉLIX MELÉNDEZ

Se nos olvida vivir la vida, cada día.
¡Qué nos queda, ansiedad …, sin sentido!…, ¡qué nos queda, soledad, mutismo…!
Sólo sufriremos un abismo a la deriva, el resto de nuestras vidas, castigados con miedos revividos, lo que hemos vivido, una y otra vez.
se nos presenta cada día.
El destino infinito nos dió, una gran puñalada en el corazón, en el mismo centro de nuestro amor nacido, desapareció como una flor, se secó la felicidad cultivada por años, nos quitó por capricho la ilusión y los sueños, se fueron apagando lentamente cada día, los motivos por los que levantarse a diario con la sensación de estar vivo, cuando lo que más quieres ha desaparecido, en un instante, te lo han arrebatado, robado, quitado.
En el momento que perdemos la esperanza, la libertad se acaba, y hasta los cielos se alejan. El mundo solo se puede observar entre lágrimas y suspiros, recorrer mentalmente el camino, una, otra y otra vez, hasta aquel fatídico parque donde desapareció.
Con las dudas y los miedos entre los pelos. Con las lágrimas rodando por la cara. Pensando y buscando ¿Por qué? Cuando tu hijo desaparece en un parque y has mirado hasta debajo de las piedras y no lo encuentras, el alma se muere, en ese instante, comprimida la respiración y el miedo te acompaña con una duda que te aplasta, y te vuelve idiota, mirando sin ver.
Te envenena su ausencia, persigues las sombras con las vistas y corres hasta las puertas. Sujetando todos los miedos del mundo ante la esperanza de encontrarlo.
Escuchas el silencio, buscando una voz, un grito.
Cuando tu hijo continúa desaparecido por más tiempo, del que puedes aguantar, la suposición de un trágico final, te empieza lentamente a bloquear los pensamientos.
Las lágrimas nacen como una fuente sin cautela. El teléfono produce escalofríos con su sonido, y un pánico imposible de soportar, se apodera de tí, el miedo está aquí. Sólo esperas malas noticias.
El miedo te aturde y sacude con los recuerdos de sus ojitos chicos y brillantes, que hace poco entre tus manos, has tenido. Diciéndote Papá. La impotencia se vuelve gigante, te aplasta, se acaban las palabras
Los pensamientos volando, cabalgando a sus anchas con la furia de los miedos, que están apoderados de tu cuerpo que ya falla, destemplado y tembloroso.
A la deriva toda tu vida, a la deriva la ilusión, una mente precipitada acelerando los ruidos, con el alma encogía entre suspiros, preguntándose ¿Por qué?, no calla, no deja de sentirse culpable, ni un solo instante.
El alma comprimida atando corto el pensamiento, sufrimiento, casi absorto con la cadena de los recuerdos al cuello, que mal respira. Vivir sin sentido, sin ilusión, herido por el temor de un trágico final. Los miedos de nuevo presagiando lo más temido.
¡Ay! Los recuerdos, y los miedos entre lágrimas muere la esperanza. La tristeza te invade entre suspiros, la realidad se abalanzó sobre tu vida, que quedó destrozada y sin sentido, ahora se presenta con la pena de una condena.
¿Qué le habrá ocurrido?
¡Cómo habrá sido!
¡Qué nos queda…, sin sentido la vida!
¡Qué nos queda…, sino sufrir a la deriva lo vivido. ¿Qué puede quedarte? Cuando todo lo que quieres ha desaparecido.
Hay un miedo sublime, que nace de la barriga, cuando una vida empieza lentamente a desarrollar todas las facetas del ser humano. Los hijos, son la fuente de alegría más grande de la que pueden beber los padres. Tremenda ilusión e inspiración de felicidad. Por esa misma razón, la pérdida es la mayor decepción que a veces no podemos llegar a soportar.

ALBERTO MEDINA MOYA

Acababa de preguntarme si quería casarme con él, y esperaba mi respuesta rodilla en suelo, con mi mano entre las suyas y el restaurante entero mirándonos. Cómo decirle que no era el momento ni el lugar. Que en la balanza de lo positivo y lo negativo de la relación pesaba un poquito más lo negativo. Que todavía una parte de mí buscaba claves que me aseguraran de que estaba ante el hombre de mi vida. Paseé la vista alrededor del fondo. Todo el mundo aguantaba la respiración, esperando el sí que desatara la euforia, pero no veía otra salida que apagar ese brillo que ahora emanaba de sus ojos, y me odiaba a mí misma por ello. Le sacaría las entrañas, lo hundiría en la ciénaga, lo rompería sin remedio, y no se merecía aquel desplante. Tenía sus defectos, pero era un buen hombre, alguien noble y cariñoso. Sabía que llevaba toda la vida esperando aquel momento y no podía evitar buscar en mi cabeza alguna forma de ahorrarle aquel descalabro, pero el miedo me impedía pensar. Se me revolvía el estómago pensando en esa cara de decepción que me perseguiría para siempre, y por supuesto quedaría como una bruja a ojos de todo el restaurante. Volví a mirar a los demás clientes, y con sorpresa distinguí, observándome sonriente, a mi ex con la mujer con la que se había casado dos meses atrás. Instintivamente miré a mi novio, apreté sus manos y dije que quería casarme con él.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

No es terror ese miedo que Raúl sentía al fracaso, a no conseguir las expectativas ni los objetivos marcados por su siempre exigente empresa, no obstante Raúl estaba ávido de intentar triunfar a toda costa con sus ideas innovadoras pese a no ser santo de devoción del director, un hombre serio y tosco que le estaba haciendo la vida imposible a Raúl en el día a día de la compañía. El director Ocaña era la peor calaña de antaño que había germinado en la empresa y sus decisiones y exigencias habían llevado a la empresa casi a la ruina, pero por fortuna para él la empresa siempre salía a flote con las innumerables subvenciones de los diversos gobiernos y aprovechaba para despedir a todo empleado que osara llevarle la contraria o no realizase el trabajo cómo él ordenaba.
Raúl llevaba ya un trienio en la empresa en el cargo de encargado de almacén, entre sus funciones la primordial era encargarse de que los pedidos llegarán a los clientes en el tiempo estipulado. Por fortuna el liderazgo de Raúl se basaba en el buen trato y respeto con los trabajadores, cosa que al director Ocaña no acababa de convencerle, pero los buenos resultados de la empresa avalan la gestión impecable de Raúl hasta la fecha.
Un día todo cambio y se tornó casi en terror para Raúl, ya que Susana, la hija del director, con apenas un año en la empresa había sido ascendida y su cargo estaba justo por encima de Raúl, coordinadora de la gestión de almacén. El problema no era que fuera igual de tosca que su padre, al contrario, el problema es que iba detrás de Raúl con intención de seducirlo. Raúl que era hombre casado y con hijos esquivaba las ofensivas sexuales de Susana hasta que un día lo acorraló y no pudo escapar. Susana sobornó a Raúl para que tuviera sexo con ella o le diría a su padre que le despidiera. Raúl fue fuerte y prefirió ser despedido antes que profanar su fidelidad con su esposa y con su familia.
Días venideros después Raúl recibió una misiva con su carta de despido. Ganó el juicio y le tuvieron que indemnizar por daños y perjuicios, el despido fue declarado improcedente y mediante grabaciones demostró el acoso al que fue sometido tanto por el director Ocaña cómo por su hija Susana.

PEDRO A. LÓPEZ CRUZ

ACRÓBATAS
Ahí estaba. Habían pasado treinta años y ahora, ahí estaba, de nuevo en la casilla de salida. Intentando comprender aquella extraña situación, exactamente en el mismo lugar donde todo había comenzado.
Treinta años.
Lejos de aquellos primeros días, su existencia había quedado relegada a un rosario interminable de años arrastrando una oscura soledad en compañía. La peor de las soledades. Horas que transcurrían rebosantes de miradas perdidas, de momentos evitados, y de palabras ahogadas. Constantemente sentía un profundo vacío que ya nada era capaz de llenar. Muy lejos había quedado aquel momento en el que las mariposas campaban a sus anchas acariciando sus estómagos, colmándolos de reconfortantes y deliciosas cosquillas.
Ahora sentía miedo, un miedo atroz. A la incertidumbre, al futuro inmediato, a todo lo que podría cambiar a partir de ese instante. Miedo a haber tomado una mala decisión. Pero, sobre todo, miedo a las consecuencias.
Incapaz de disimular su gesto de asombro, la observaba fijamente, mientras sentía que su vida entera colgaba de un hilo en ese momento. Sin saber qué hacer, trataba de contener la avalancha de sentimientos que le atenazaban incansablemente. Sin embargo, por encima de todos ellos, sobrevolaba el miedo.
Finalmente, después de superar mil momentos de indecisión, aquella noche decidió hacer acopio de valor y se dispuso a lanzarse sin red, como un acróbata del amor, a un vacío incierto e impredecible. Tecleó desesperadamente, tratando de dejar salir todo lo que llevaba dentro y no paraba de quemarle. Ciego, sin pensar, como un animal desbocado.
Y sin saber muy bien cómo, allí estaba. Por algún extraño lance del destino, el endiablado algoritmo que manejaba los hilos de la aplicación para citas a ciegas, había hecho coincidir a aquellos dos seres humanos. Dos almas de Dios, en absoluto desconocidas, que se hallaban frente a frente, mirándose sin saber qué decir. Pantera_69 jamás habría imaginado que aquel hombre, con el que tanto había fantaseado, en realidad era su marido. Tigretón_68 experimentó idéntico grado de asombro tras comprobar que la chica que había protagonizado sus sueños más húmedos y que ahora tenía frente a él, era su mujer. De fondo se escuchaban los acordes de un conocido bolero de Los Panchos. Efectivamente, habían venido, y lo habían dejado todo. Hasta la vergüenza. Y en medio de los dos, Bucanero_91 los miraba incrédulo, de forma alternativa, mientras mordisqueaba una patata frita, preguntándose cómo demonios había acabado allí, en mitad de aquella extraña pareja. El solo buscaba novedad, pero jamás se imaginó aquello. Las cosas del algoritmo.

BEGO RIVERA

SOY MIEDO
Ya de niña te sentías diferente, observabas el mundo y a la gente con perplejidad. Buscabas en los libros las respuestas, o tal vez… evadirte de la realidad. Te hacías preguntas, a las que nadie te daba respuestas, al contrarío, te miraban como un bicho raro.
Dejaste de preguntar, al parecer, nadie te entendía. Decidiste, tras años de soledad, integrarte en la sociedad. Aunque el miedo, ese miedo intrínseco en ti, no te abandonaba. Era inevitable y constante: miedo a todo, miedo a la vida, miedo a la gente, miedo al final de una existencia.
La primera vez, que nos vimos, fue en Mallorca… ¿te acuerdas? Estábamos en la playa, te metiste en el mar en pleno oleaje, una ola te arrastró: no podías respirar, el mar te arrastraba por las rocas sin dejarte sacar la cabeza. Te asustaste mucho, pensaste que ibas a morir: ¿Fue un aviso?
La segunda vez, con veinte años, nos fuimos de vacaciones a Tarifa, al piso de la madre de Lucía, tu mejor amiga. La primera noche te estabas alisando el pelo para salir de fiesta, a mitad de esta acción, te empezaste a quedar dormida. Era un sueño dulce, agradable, una sensación maravillosa jamás experimentada. A punto de que te quedaras dormida para siempre, oímos a Lucía que desde la ducha te gritaba. No sabes aún como la escuchaste y como mareada y apenas sin poder caminar… te lavantaste, mientras escuchábamos a Lucía decir que había que abrir las ventanas, el termo iba mal y estaba soltando monóxido de carbono. Lucía se desmayó cayendo al suelo, tú abriste una ventana, que te dio un bofetón de pronto, despertándote de ese sopor que te embriagaba. Acabamos en una ambulancia, ¡vaya noche!
La tercera vez, con tu familia, una noche de lluvia, el coche patinó, haciendo trombos, fue un milagro, mientras el coche daba vueltas -a cámara lenta – estabas convencida que ibais a morir. Me lo comentaste asustada y convencida.
La cuarta vez- ya mayorcita-, fue en una operación a la que te sometieron, despertaste de la anestesia de milagro. Me dijiste que estuviste en la oscuridad, sola, perdida… que el miedo que te acompañó toda una vida se acrecentó.
Ahora, que han pasado los años, y te acercas rápidamente al fin, no paras de pensar en la muerte.
A lo largo de los años se te han ido muchos seres queridos. Cada uno que desaparecía te volvía loca. Pronto te tocará a ti, lo sabes. El miedo va en aumento, no lo puedes soportar, miedo a morir, miedo a que tus seres queridos mueran antes que tú.
Sabes que yo he estado cerca de ti, me has hablado, preguntado, e incluso te niegas a decir mi nombre en alto.
Te has escapado varías veces, aunque lo he intentado… te has esfumado cuando me he acercado.
Pero ahora estoy aquí, a tu lado, esperando. Eres consciente. Siento tu miedo, y me satisface. Sí, eres diferente a la mayoría. Siempre me has respetado, conocedora de mi poder, de mi presencia, que otros intentan evitar.
Estoy preparada para llevarte conmigo, a la oscuridad, con mi guadaña te vigilo.

MERCEDES FERNÁNDEZ GONZÁLEZ

LOGROS
Comenzaba a desesperarme.
Llevaba tres fracasos contabilizados y no tenía casi ni tiempo ya de intentarlo de nuevo.
Nunca fui valiente, pero quizás fuera mi última oportunidad.
Recordaba los tiempos felices, la unión y la sincronía que siempre había experimentado allí por donde había pasado, y esos recuerdos eran como cemento en mis pies que me impedían levantar el vuelo.
«Lo mejor estar por venir», no, no, eso es para los demás, para mí ya había pasado todo lo bueno que la vida me tenía reservado y yo sólo sumaba fracasos.
Pero no contaba con el destino, ni tampoco tuve en cuenta mi valía, siempre infravalorada por todos y por mí misma.
Destino y valía juntos sumaban éxito, yo no quería verlo. Él sí.
El destino quiso que me cruzara con él, que mi personalidad lo turbara y que depositara en mí toda su confianza.
«Yo apuesto siempre a caballo ganador», eso decía mientras sus ojos verdes me analizaban sin disimulo.
Y mi valía, siempre solapada, siempre oculta.
Y de nuevo él, que reparó mi dañada autoestima con su paciencia y su cariño.
Así fue como empecé esta historia, como llegué a cumplir este sueño de vida.
Los comienzos siempre son difíciles, pero a lo lejos, mi horizonte se veía claro, despejado y esperanzador.
¡¡¡A por todas!!!
Dejé mi trabajo de jefes malhumorados e ingratos, de horarios agotadores y silencios administrativos, y ahora me llaman escritora.
Hoy, en la firma de mi segunda novela y viendo mi imagen en la portada de las revistas, pienso en aquellos ojos verdes y la sonrisa llega sola.
«Se alinearon los planetas», tú que nunca creíste en las constelaciones.
Me regalaste un proyecto, un sueño y una vida.
Gracias, no por creer en mí, sino por creerme.

RAQUEL LÓPEZ

Cuando lo vi por primera vez,imponía.Era como mi segunda casa.
Aquel edificio antiguo y plagado de leyendas fantasmagóricas que durante la guerra civil fue testigo de epidemias que asolaron Madrid.
Testigo de la muerte de miles de personas que se albergaban allí y convertido en morgue donde se hacinaban los cadáveres.
Me inquietaba cuando recorría sus pasillos largos y solitarios,sus muros de piedra parecían hablar y gritar su historia,escapar hacia la libertad de un pasado tenebroso.
Sus paredes,ahora vestidas de arte me observaban .
Un escalofrío recorría mi cuerpo cuando las luces se apagan y yo me quedaba sumergida en una soledad extraña.
¿Miedo? ,No,no sentía miedo,era otra sensación diferente que desde que entraba me envolvía y me hacía viajar al pasado.
Los ruidos era cosa normal ante tal silencio,pero allí todo era añadido al máximo.
Una vez acabada mi jornada,al salir a la oscuridad de la noche,podía sentir el terror en las calles ,porque según dicen :»hay que tener más miedo de los vivos que de los muertos….»

IRENE ADLER

MIEDOS REALES
(BOKO HARAM)
Salen de casa muy temprano, cuando el rocío todavía está fresco y del suelo de tierra roja africana se desprende un olor a limpio que Alika asocia al olor de la piel de su madre por las mañanas.
La niebla se le enreda en las sandalias y ella la pisotea o la esquiva, riendo, mientras avanza por el sendero agarrada con firmeza a la mano de su hermana. La escuela está a unos dos kilómetros de la aldea. A Alika le gustan la escuela, la profesora, el tacto recio de los lápices de colores, las canciones y esa sensación áspera, grimosa, que deja la tiza blanca entre sus dedos.
Le gustan esas largas caminatas dos veces al día, apretando el paso al lado de su hermana que lleva trenzas en el pelo y pulseras de colores porque ya es mayor. Le gustan el cielo blanco y el dibujo azul que parecen formar las colinas de Níger a lo lejos, contra el horizonte. Alika se imagina que son barcos y se mueven sobre un mar de hierba húmeda por el rocío.
Al llegar al alargado barracón, su hermana le suelta la mano, que a veces está sudada y agradablemente caliente, y la deja en el aula de los más pequeños, bajo el amparo candoroso y dulce de la sonrisa de la señorita Ngoro. No la besa, porque su hermana ya es mayor, pero le roza con suavidad el hombro infantil y desnudo y Alika siente el sudor caliente de ésa caricia, hundírsele en la piel como si fuera ácido. Se estremece sin entender y mira fijamente a los ojos de su hermana.
Primero fue un alboroto, como una trifulca o la barahúnda de un mercado. Luego un tableteo metálico y gritos. Después la puerta del barracón se abrió, cayendo sobre el suelo de tierra apisonada. Y por fin los demonios, con sus armas relucientes y sus Ray Ban relucientes, y sus dientes muy blancos riéndose con ferocidad.
La señorita Ngoro y su candorosa sonrisa cayeron con romana delicadeza hacia la izquierda, y una amapola rojísima se le formó en la sién, fundiéndose con el suelo de tierra roja africana.
Las niñas gritaban. Los hombres gritaban. El miedo olía a sudor rancio, amoníaco y pólvora. Alika pensó en su hermana, gritó su nombre, la cara se le llenó de mocos.
Las subieron a empujones a un camión. A todas las niñas de la escuela, hacinadas, cubiertas de mocos, de miedo y de pis. Alika siguió llamando a su hermana hasta que se le acabaron la voz, la fuerza y las lágrimas. Con los ojos cerrados, recordó su última mirada, su última caricia breve y fúnebre en la puerta de la escuela, las figuras azules como barcos que formaban las colinas de Níger allá a lo lejos, contra el horizonte.
Y éso fue lo último que vio.

NEUS SINTES

Dice el refrán que la curiosidad mata al gato. Muchos fueron los curiosos en saber y conocer lo que habitaba dentro de la casa abandonada que durante años, en ella, nadie había habitado. Los más valiente y atrevidos, aunque lo intentaron, no pudieron entrar ni saber lo que había detrás de la impactante cerradura en forma de león.
Los más ancianos, temían a la esa casa. Creían en ella y en sus poderes malignos. Hablaban de conjuros que dentro se realizaban, cuando ésta estaba habitada. Pero también sabían que los que habitaron en ella, no volvieron a salir. Por ello, para los más ancianos, no era ningún juego, más bien todo lo contrario.
Los ancianos del poblado decidieron reunirse entre ellos, porque habían advertido la curiosidad de los más jóvenes, de la nueva generación, que solo tenía intención de entrar y acercarse a la casa, con la finalidad de saber la manera de entrar en ella. No tenían llave alguna, pero el acceso a ella podía ocultarse en la figura mística del león. Y los más jóvenes no le temían a las habladurías de los más ancianos, de hecho, tampoco les escuchaban. La curiosidad era mayor y la adrenalina, alimentaba la sed de saber.
Por las noches, empezaron a oírse ruidos procedentes de la casa. Los habitantes del poblado oyeron los llantos o aullidos procedentes del interior, a sabiendas de que en ella no había nadie. El temor empezó a expandirse en los ancianos. Los adolescentes habían desaparecido. La bestia había despertado, después de tantos años sin despertar.
Las madres desesperadas, no cesaban en llantos y en la búsqueda junto con los hombres, a los adolescentes desaparecidos. ¿A dónde habían ido a parara?. Los gritos, de los nombres de los chávales no paraban de repetirse. La noche estaba completamente silenciosa, solo los gritos de los aldeanos y el miedo en los ancianos, en sus miradas se reflejaba.
Uno de los hombres, se armó de valentía y se acerco a la mirilla. Observó oscuridad y llamaradas de una hoguera. Las risas maléficas que alimentaban el ambiente procedían del interior de ella.

JACINTO FERNÁNDEZ LOMBARDO

LA NOCHE ME CONFUNDE
Salía de pagar de la tienda de la gasolinera mirando el ticket y subí al coche sin reparar mucho en lo que sucedía a mi alrededor. Me extrañé al encontrar las llaves puestas. Suelo ser muy cuidadoso con eso. Estaba anocheciendo, encendí las luces y tomé la primera salida a la autovía. Había recorrido ya varios kilómetros cuando al mirar por el retrovisor divisé una caja sobre el asiento de atrás. ¿Qué demonios era aquello? ¿Quién lo había puesto allí? En la próxima estación de servicio pararía para tratar de averiguar su contenido. Pulso el botón de la radio y la emisora está emitiendo el Santo Rosario. ¿Quién carajo había sintonizado Radio María? ¡Mi suegra! ¡La madre que la parió, todo lo toquetea!
Irritado, me paso la mano por la cara… Entonces me fijo en el volante, en el salpicadero… ¡Un momento… este no es mi Renault Clio! ¡Uuuuf, qué despiste más grande! En la próxima salida giro y vuelvo corriendo a la gasolinera. No ha pasado mucho tiempo. Mi coche debe estar en el mismo sitio… y quizás el dueño de este todavía no lo ha echado de menos o lo está buscando en el aparcamiento. Acelero. Tengo que darme prisa en deshacer este entuerto.
—¡Hostia, lo que faltaba! La guardia civil… y me hace señales para que pare en el arcén. ¡A ver cómo le explico yo a este que el coche no es mío, que ha sido una confusión!
Tras explicarle lo sucedido al agente, me pide que baje del coche y que abra la caja que hay detrás. Sin dejar de decirle insistentemente de que esa caja no era mía, finalmente consigo abrirla y ambos enmudecemos de pronto al ver su interior. Doy un paso atrás, aturdido, y el agente se abalanza entonces contra mí y me tira al suelo, hincándome la rodilla en la espalda mientras me coloca las esposas en las muñecas. El otro agente, desde el coche, pide refuerzos a gritos.
Dos horas más tarde, las puertas del calabozo se abren y me conducen hasta una sala. Allí encuentro a una monja bajita que mira al cielo.
Según me cuenta el comandante, la cabeza encontrada en la caja es de un ecce homo de la Iglesia de San Saturnino, y que Sor Encarnación la había recogido aquella tarde para llevarla a restaurar.
Respiro hondo y sofoco una blasfemia. La noche me confunde.

EFRAIN DÍAZ

Si la vida fuera comparable con las estaciones del año, Esteban estaría en las postrimerías del otoño, rayando en el frío invierno. Aunque ágil y fuerte para sus setenta y seis años, eran setenta y seis y ya pesaban.
Su esposa, con quien se había casado en primeras y únicas nupcias hacía unos cuarenta y cinco años, dependía de una complicada cirugía para continuar viviendo. Esteban presumía de que nunca le había sido infiel y era cierto. Nunca tuvo mente, ojos, corazón y cuerpo que no fueran para su esposa Raquel. Quizá era la única falta o delito que nunca había cometido, adulterio, pues había sido un hábil ladrón de joyas que había hecho una pequeña fortuna vendiéndolas a muy selectos y discretos compradores. Nunca robó en el sentido literal de la palabra y el acto, ya que el robo requiere sustracción mediando fuerza o violencia contra la persona. Escalamientos y apropiaciones ilegales eran los términos apropiados para definir el modus operandi de Esteban.
El día antes de la mencionada cirugía, Esteban y Raquel cenaron en un elegante y fino restaurante. A media luz y con vino tinto él y un vaso de agua ella, brindaron por el éxito de la cirugía, sin saber que Raquel nunca despertaría de la anestesia.
Pasadas las exequias fúnebres, en las cuales recibió todos los pésames y condolencias habidos y por haber, presentes y futuros, Esteban regresó a una casa sola, fría y vacía. Podría no tener nada y teniendo a Raquel, lo tenía todo, o podría tenerlo todo y sin Raquel no tenía absolutamente nada. El ensordecedor silencio lo desesperaba. La soledad lo mataba.
Antes de entrar a la cirugía, Raquel le hizo prometer a Esteban que si algo le pasaba a ella, él no se metería en problemas. Esteban se lo prometió, aunque no muy convencido de ello.
No hay nada más dañino para el ser humano que el ocio y la soledad. Demasiado tiempo de ocio y soledad provoca planes y conspiraciones. Provoca pensar hacer aquello que no deberías y que jamás hubieses pensado hacer de haberte mantenido ocupado. Esteban comenzó a planificar un último golpe. Un último robo. No sería el robo de joyas más grande de la historia, pero serviría sus propósitos. Lograría su fin.
Sin pensarlo, se puso manos a la obra. Seleccionó una joyería que sabía que cerraba desde el jueves santo al siguiente lunes. Eso le daría tiempo para ejecutar el golpe.
Caminó durante varios días por el lugar para localizar las cámaras de seguridad. Igualmente, verificó el tráfico de gente en la joyería y sus alrededores, tanto de día como de noche. Verificó las rondas de vigilancia, tanto pública como privada. El resto, era pan comido. Era lo único que había hecho durante toda su vida. Nada nuevo bajo el sol. Entrar, abrir la bóveda y buscar las prendas de su predilección para venderlas a su asidua y discreta clientela y salir sin dejar rastro. Como había hecho decenas de veces en múltiples joyerías.
Llegada la noche del golpe, Esteban llegó hasta la joyería. Se aseguró de que nadie le siguiera los pasos. Una vez seguro de que nadie lo seguía y de que no había nadie en los alrededores. forzó la puerta posterior, la puerta trasera del establecimiento. La alarma del establecimiento comenzó a sonar. ¿Cómo era posible que Esteban, un experimentado ladrón, hubiese podido olvidar un detalle tan significativo como la alarma de seguridad de una reputada joyería? Una melancólica sonrisa salió de la comisura de sus labios.
La alarma estaba conectada con la estación de la policía que se ubicaba a menos de dos cuadras de la joyería. La policía tardó menos de dos minutos en llegar y allí estaba Esteban esperándolos.
En el juicio, Esteban le indicó a su abogado que hiciera alegación de culpabilidad. Su abogado no entendió su petición. Esteban renunciaba a la presunción de inocencia. Renunciaba a su derecho a defenderse; a su derecho a que el fiscal prueba su culpabilidad más allá de toda duda razonable; su derecho a ser juzgado por doce de sus pares.
Nada de eso interesaba a Esteban. Para él la justicia ya estaba servida y no tendría que regresar a la fría y vacía soledad de su hogar. A un inmueble sin Raquel. En la cárcel tendría compañía por lo que fuera que le quedara de vida.

ANDREA ROSSI

ALGO NO ESTÁ BIEN…
Siento una sensación extraña, es que algo cambió, no está como siempre, es muy leve, es como el recuerdo de un suave y buen perfume, persiste y no me abandona.
No es la primera vez que me pasa por eso me preocupa. Hace ¿meses? ¿dias? pasé por algo así, la solución fue descansar ¿un tiempo? en una clínica.
Fue algo nuevo, distinto, allí conocí a Carmine.
Pasamos buenos momentos, solíamos escondernos en un minúsculo cobertizo que estaba debajo de las escaleras del patio, allí Carmine fumaba cigarrillo tras cigarrillo y hablaba mientras las volutas de humo subían lentas y formaban figuritas junto con algún rayo de sol que se colaba por las rendijas de la puerta.
Era un lugar caluroso pero me sentía ¡tan segura! mientras Carmine hablaba sin descanso, por momentos era como la campana de la iglesia talaan, talaan, mientras yo canturreaba mentalmente: Carmine, Carmine, ¿con qué rima?
Fuma, fuma Carmine
cuando viene al cine.
Su consejo principal: «Siempre, revisa y repasa, cuida que la puerta y la ventana estén cerradas, ¿ruidos? ¿voces?,
clasifícalos, todo tiene que combinar, todo eso debe combinar contigo como tu ropa y tus zapatos.»
Eso hago, reviso y repaso, la puerta de la oficina: cerrada, la ventana es fija, mi escritorio no se mueve, está ordenado, mi cartera y cinturón combinan, ni ruidos ni voces, la única voz es la mía y sólo yo la escucho, entonces ¿todo bien?
Pero algo cruje suavemente dentro de mi, me pone en alerta, es que algo no está bien.
Ya estoy en casa y estoy sola, Carmine me ha dicho que si cierro los ojos y me concentro en dormir, me dormiré. Esta cama me gusta, ¡tanto!, mis párpados obedecen y se cierran, silencio afuera, silencio adentro.
¿Me dormí? Algo no está bien, debo revisar y repasar, la puerta está cerrada, la ventana está abierta, ¿¡abierta!?, debo cerrarla. Pero… sólo es el hueco, no hay ventana y la noche está tan oscura, palpo por fuera y encuentro las hojas de la ventana, están afuera, o ¿soy yo la que está afuera? La cierro muy bien, me dejo caer en la cama calurosa que me tranquiliza, ¡tanto!, me vuelvo a un lado y al otro, es como acariciarnos mutuamente, la cama y yo, me quedo quieta, pero… algo no está bien, algo suave se desliza por mi brazo, muy lento, y en mi cuello el calor húmedo de un aliento, y en mi nariz humo de cigarrillo, algo no está bien.

RAKEL VALDEARENAS MATE

“Olvido”
Tengo muchas historias que contaros y solo una que me viene a la cabeza, pero aún no sé por dónde empezar, los recuerdos vienen y van y casi ninguno se queda.
El médico me ha dicho que es cosa de la edad, pero no soy tonta y sé que es mucho más. Algunos días se vuelven oscuros y los recuerdos se esconden en algún lugar oscuro de mi cerebro.
Tengo una historia que contaros y aún sigo sin saber por dónde empezar.
Hay noches en que empiezo a no recordar cosas como por ejemplo un día que vino a visitarme mi nuera, me empezó a hablar que había visto al hijo de una antigua amiga y que las cosas no le iban muy bien, yo la miraba sin tener idea de quién me estaba hablando y la pregunte que quien era, ella me explico que solía quedar con esa mujer para… para… vaya se me ha olvidado bueno a lo que iba pues vino mi nuera y yo ni supe quien era aquella mujer de la que me hablaba.
Hay días que no entiendo que hago en esta residencia donde me ha metido uno de mis hijos, solo llevo una semana y parece que doy mucho trabajo o es mi cabeza que ya no funciona como antes.
Me estoy olvidando de algunos momentos de mi vida y tengo miedo de olvidarme de mi maravillosa familia y del amor de mi vida, mi marido, aunque de él no podría hacerlo ya que viene a visitarme casi todos los días, una vez se lo conté a mi hijo y él me dijo que no podía ser ya que falleció algunos años, pero eso no puede ser ya que le veo a mi lado.
Tengo miedo, miedo a que un día mi mente se olvide de todo, que todo se vuelva oscuro y ya no recuerde ni mi propio nombre, miedo a que todo se acabe y yo no sepa ni quién soy, a perder toda mi esencia, a que mi propia angustia acabe en lo más profundo de mi ser.

SILVANA GALLARDO

MIEDO
Los ojos desorbitados trazan senderos
perceptibles que acumulan escenas inauditas,
paralizan el torrente que corre por
la vida y acelera la entraña, pulsa incansable,
intermitente y se ahoga en la garganta.
Se aspira y se muere en las tinieblas, ante lo intangible,
roba la tranquilidad y hace arder al ser entero;
el miedo destella el seso y activa las alertas,
ante lo desconocido, ante lo inevitable o lo seguro.
Llega a todos, queremos evadirlo con ráfagas
de tranquilidad flotando en nuestra piel,
pero es útil, a pesar de la angustia que provoca,
es la alarma que para sobrevivir se enciende.
Brota oscuridad seguida de inmovilidad y tortura;
los cielos se oscurecen, el dominio destruye,
la muerte atropella a inocentes que yacen y fenecen
sin poder siquiera preguntar ¿por qué?
Jinetes apocalípticos transitan para dar el zarpazo,
por lugares estratégicos para debilitar las almas
que los construyeron, entierran su llanto
bajo el olor de la miseria humana.
Noches sin cielo donde han perecido las estrellas
no brilla el astro venturoso que dirige los caminos,
el humo de la muerte lo ha cubierto de vergüenza,
las lágrimas iracundas se vuelven silenciosas e impotentes,
congeladas en miradas de tristeza y agonía.
No cesan las destructivas ráfagas de luz incandescente;
atraviesan las almas que abandonan los cuerpo inertes
mutilados entre escombros, ahogados en el polvo
de la infamia y el oprobio.
Mercenarios, mercaderes que negocian el poder
para expandir sus dominios, compartirse las riquezas,
¿saldrán de sus cuevas? ¿Cuál será el botín?
los esperan los despojos, ¿ los repartirán para su ego?
No les mueve el espanto que provocan,
el temor se esconde en su inmensa cobardía;
resguardados en sus bunkers de poder
cargan a cuestas víctimas mortales, ¡maldita guerra!
despreciables depredadores de su propia especie.
creyéndose inmortales y acabarán también bajo la tierra.
El miedo se respira, se adhiere sin piedad en los sentidos,
se roba el aire suspendido en cada partícula,
huele a desesperanza, pérfido perfume, infame esencia
no da tregua cuando invade las entrañas.
Seguiremos caminando bajo el miedo y la zozobra,
su presencia brotara como hiedra venenosa
para empañar los cielos con grises pesadumbres
y crecerán las tumbas sobre los verdes prados
para dejar testimonio irrecusable de vileza.

JUAN JOSÉ SERRANO PICADIZO

«Mente desdichada»
Dicen que puedo ver a través de los ojos ajenos lo que esconde el alma de la persona acongojada. Pero no puedo encontrarme en los mios. Por más que lo intento me pierdo.
Navego con el viento de la nostalgia y la corriente de la angustia. Envuelto por las llamas del suplicio y sepultado en un pozo de calamidades.
Voy deshaciendo las huellas que calculan mi muerte. Recojo el papel que interpreta mi vida. Vierto la tinta con la que fluye mi dolor.
Ligamos dos vagabundas y libres almas que solo pretendían enamorarse. Nos arroyó la taciturna oscuridad de la noche, siendo alumbrados por una única testigo. Rodeamos nuestros cuerpos con efusividad y deseo. Al besarnos despertó una prehistórica y escondida parte salvaje, oculta en lo más incógnito de nuestras mentes. Fue entonces cuando empezó a hervir la sangre, golpeando con desenfreno, como un ejército de percusionistas. Mi escurridiza mano se deslizaba como una sedienta y frívola víbora. Mis húmedos y vaporosos labios rozaban la delicada y fina piel. Tomé uno de ellos entre mis dedos sudorosos. Simétricos, perfectos, suaves y esponjosos. Colgaban en extensión voluminosa con su aureola punzante y de un deslumbrante fulgor.
Resonó el fino acero acariciando suavemente el cuello. La dejé caer deslizándose entre mis brazos, dejando una última palabra como suspiro. Un pequeño y agudo quejido. Bebí el flujo de su amor, desde el lugar en que lo retenía guardado para mi y encarcelado para otros. Llevándome como trofeo la parte de mi deshonra, la desdicha que me mata, la tierra del pozo, la llama que me consume y el agua que me ahoga. Su suave y húmedo pezón.
Me domina el miedo de la culpabilidad. Soy culpable de no saber saciar mi sed y mi impulso asesino. Pero más me atormenta la ausencia de amor y nunca quedar satisfecho. Posiblemente me enamore de nuevo de otra víctima, que engañada por este monstruo, pierda la vida entre mis manos.

SERVANDO CLEMENS

Reclamos íntimos
—Soldado, prepare sus pertenencias. Lo espero mañana a primera hora en el cuartel.
—Coronel, no estoy seguro de poder asistir. Yo pensé que ya me habían dado la baja definitiva del servicio por mi problemita.
—Un soldado nunca habla como un cobarde. Usted juró defender a su nación contra viento y marea, así que no tenga miedo.
—Perdón, señor coronel, pero no cree usted que ya murieron demasiados civiles en un conflicto inútil, no cree que nuestros compañeros que perdieron alguna extremidad de su cuerpo ya han sufrido una pesadilla que nunca tendrá un final. Por lo menos los combatientes que murieron en el campo de batalla recibieron honores y ya dejaron esta vida, dejaron de sufrir. Pero a nosotros que perdimos algo importante qué carajos nos queda.
—Cierre la boca y obedezca o ya sabe lo que le puede ocurrir, soldado.
—Adelante, señor, no creo que exista un infierno más grande que una guerra.
—¡CÁLLESE!
—¿Y por qué demonios no van a la guerra los políticos al lado de sus hijos? No es posible, ¿verdad? Esos políticos están de vacaciones en las playas paradisíacas de otros países mientras sus hijos estudian en universidades privadas del extranjero.
—¡Ya fue suficiente, soldado!
La esposa del exmilitar entra al baño y observa que su marido habla con un soldadito de plástico.
—¿Con quién hablas, Julián?
—Con nadie.
—¿Estás listo para tu cita con el psiquiatra?
Julián arroja el soldadito al inodoro y enseguida jala la cadena.
—Ya estoy listo, cariño.

LOLI BELBEL

REINA
Dos calles en encrucijada
esperan calladas unos pasos temblorosos
que desgastan las aceras…,
pasos de una reina
con tacones de plata usada
por el roce de unas manos
llenas de sudor, obscenidad
y lujuria.
Los tacones van a volar por los aires
o dañarán unas piernas
un vientre
o un sexo de lascivia salvaje,
incontrolada.
Reina de la noche, no tengas miedo y
recoge la corona de tus lágrimas negras.
Disfraza tu cuerpo con el velo
de tu vestido rasgado.
Y ocupa el hueco que deja el alba
en tu pequeña cama de día.
Una linterna ilumina tu estancia
llena de ojos saludando
tristes tu vértigo
y tal vez, tu destino…
Pero…,
ojos que claman poder ver
un día esa encrucijada
solamente
en alguna pesadilla.
Reina de la noche…,
duerme tu miedo y
recoge mañana el estandarte
de tus lágrimas blancas.

GUILLERMO ARQUILLOS

A vida o muerte
—Le tengo miedo a la muerte. Te lo he dicho muchas veces —dijo ella.
Él miró el reloj de la pared. No paraba de avanzar. Entonces decidió que iba a respirar sin hacer ruido. «No quiero despertar esas agujas y que se pongan a correr. Quiero tiempo, quiero tiempo» —se dijo.
—Han venido preguntando por ti, ¿sabes?
Ella, desde la cama, lo miró con unos ojos enormes, como rosetones de una catedral. Él notó que se colaba en sus huesos el frío de un templo sin gente. Se fijó un instante en el gotero y lo odió.
—¿Quiénes?
—Los del trabajo, ¿cómo no? Querían desearte que todo vaya bien. Me han dicho cosas así… —No podía contarle que varios compañeros hasta se habían echado a llorar. Algunos parecían que iban a desmoronarse. Ellos también.
Le acarició las manos. Las tenía frías, ¡qué novedad! Si no sintiera aquellos trozos de hielo en los que terminaban sus brazos, pensaría que alguna enfermera le había cambiado a su mujer por la noche.
—Y tú, ¿qué le has dicho?
—Que estabas durmiendo, pero que estabas tranquila.
—¡Eso no es cierto, Jorge! ¡No estoy tranquila!
Parecía enfadada. «Eso es, Mari, cabréate ahora conmigo por una chorrada y así, si todo sale mal, el último recuerdo que me quedará de ti será el de una pelea. ¡De puta madre!» —pensó.
Pasó un segundo en el que él se miró de nuevo en aquellos ojos que llenaban todo su rostro. No veía su reflejo. Solo estaban llenos de miedo.
El reloj se había empeñado en correr, el muy gilipollas.
—No me quiero morir, no me quiero morir. Jorge, por favor, ¡no me quiero morir! ¡Soy todavía muy joven!
«Treinta y siete. Vaya mierda. Y la chiquilla, con la abuela».
—No tienes nada que temer. No hay miedo. No hay peligro… —dijo él.
Se incorporó. La abrazó y los dos se pusieron a llorar un rato.
—Sí, Jorge, esta vez sí hay peligro. Tú sabes que hay peligro —dijo ella.
La apretó con más fuerza.
—¿Crees en la otra vida, Mari?
No paraban de llorar y de beber lágrimas.
—Sabes que sí, cariño. Tiene que haber otra vida después de esta. Lo creo firmemente.
Llamaron a la puerta. Sin esperar respuesta, un celador o un quién sabe qué, metió la cabeza en la habitación y voceó con medio cuerpo fuera:
—¿La han afeitao ya?
Jorge pensó en la delicada sutileza de aquel hombre. Se notaba que había trabajado en casa del embajador. Seguro que era el que servía los Ferrero Rocher cuando iba la Preysler.
—¡Sí, coño! —gritó María con una voz ronca y sin mirarlo—. ¿No tiene ojos en la cara?
Estuvo a punto de llamarlo imbécil. El hombre, entonces, dio un portazo que sonó muy seco. Ni hola, ni adiós.
Jorge la abrazó con más fuerza, hasta casi hacerle daño.
—Pues si hay otra vida, cariño, ¿quién coño va a ir al Cielo si no eres tú?
Ella no solo lloraba, ahora tenía una especie de hipo, que hacía vibrar sus pechos debajo de aquella delgada bata. Sus ojos ya no podían tener más lágrimas y su cuerpo tenía que expulsar parte de la pena.
—Y si no la hay, la cosa será como dormir. Dormir como cada noche. Dormir para siempre —terminó diciendo él.
Jorge se sintió ridículo. Sus palabras le habían sonado a poesía, y la poesía le parecía una caricatura de la realidad.
Se despreció.
Se secó los mocos con la parte de atrás de la mano.
—No seas guarro, Jorge, que me estoy dando cuenta.
—¿Guarro? ¡Yo no soy un guarro!
Se quería hacer el simplón, pero la respuesta no sonó convincente.
Y se echaron a reír.
Primero fueron unas risitas de ella, después risas decididas de ambos, un minuto más tarde llegaron las carcajadas. Reían y reían y reían sin control. Se abrazaban. Se estrujaban.
Sonó de nuevo la puerta:
—Buenos días —dijo el celador—; como ya está preparada, la vamos a ir bajando a quirófano.
—Déjeme que me despida de ella —protestó Jorge.
—Como usted quiera.
Y se besaron de nuevo. El mayor beso de toda su vida. El más importante. María podía haber muerto asfixiada por culpa de aquel beso. De hecho, estuvo a punto.
—Adiós, cariño, te quiero.
—Hasta luego, cariño, todo va a salir bien. Tranquila. Todo va a salir bien.
El celador arrastró la cama hasta sacarla al pasillo.
Jorge no se pudo contener y lloró como nunca había llorado.
—En la cabeza, coño, ¡tenía que ser en la cabeza! —dijo en voz alta.
Le entraron muchas ganas de orinar.
Dio un puñetazo en la pared y se puso a temblar.

JOSÉ TAXI

“Miedo, tengo miedo, miedo de quererte…” que cantaba la más grande, la Jurado, que pedazo de mujer y de voz. ¿Se enamoró ella realmente del torero?
Yo de miedo y vergüenza tengo pocos, aunque sigue habiendo cosas a las que temo:
– A dormir sin luz en la habitación
– A dormir con la luz apagada
– A mi casero
– A la Audiencia Provincial de Valencia, que me ha condenado por prevaricación y me ha obligado a interponer un recurso ante el Tribunal Supremo. ¿Veremos quién paga las costas?
– A perder, para siempre, a mi mujer y a nuestros hijos.
– A ducharme con agua fría.
– A coger el autobús equivocado.
– A la “muerte de un viajante”
– A perder, por enésima vez, el móvil.
– A olvidarme de guisar.
– A que se me vuelva a pasar el arroz.
– A quedarme sordo
– A leer la ceguera de Saramago, y/o el Túnel de Sábato.
– A soportar al Avilés sábados y domingos, en Viva la Vida, ¡Que plasta, Señor que plasta!
– A no descubrir actores de la talla de Eduard Fernández
– A perderme alguna peli de Jose Coronado.
– A no ser capaz de recuperar, en mis viejas cintas de VHS, algún telefilm doblado por Constantino Romero.
– A enterarme de quiénes son los Reyes Magos.
– A morir sin que se proclame en España la IIIª República.
– A no volver a visitar El Escorial
– A no ganar ningún diploma en el Grupo de Escritura Creativa de 4 hojas.
– A que Irene Adler me retiré la palabra.
– A que Cris Moreno no me incluya entre los participantes del concurso semanal.
– A perder mi gozoso estado de jubilación.
– A que no me dejen volver a subir a la séptima planta del Hospital Clínico y Universitario la Fe de Valencia.
– A no cenar guarrindongueces.
¡Alto, Taxi, pare, pare le digo! ¿Es a mi o a mi caballo? A usted Señor Taxi, a usted. ¿Sabe que lleva 26 entradas, en este desbarato de artículo? ¿No está Cansado? ¡Ah! ¿Entonces no puedo continuar hasta 500? A mi me da igual, pero aquí participa mucha gente, sería un detalle no seguir torturándolos con tanta tontería. ¿Y podría escribir las cosas que me gustan? Es usted un cansino, Sr. Taxi, pero bueno, por una vez y sin que sirva de precedente, le dejo listar 13 cositas que le gusten, pero ni una mas Campeón. ¡Vale, vale, D. Remilgos! Voy al tajo:
Me gustan:
  1. Las mujeres, me gusta el vino y si tengo que olvidar bebo y olvido.
  2. Me gusta la Dra. Calatayud, tan buena gente, tan guapa.
  3. Me gusta mi seño y mis compañeros del taller de literatura.
  4. Me gustan los perros, los gatos no tanto, pero también.
  5. Me gusta el Gran Serrat y el Sabina, sus letras, sus poemas.
  6. Me gusta el Derecho Romano y los latinajos, “mutatis mutandis”.
  7. Me gustan las películas de suspense…
  8. Me gustan los dibujos animados, especialmente los Simpsons
  9. Me gusta Eduardo Mendoza, sus “Sin noticias de Gurb” y “La verdad sobre el caso Savolta” me parecen inenarrables, por decir algún adverbio, ¿vaya no sé si es adverbio o adjetivo? ¡Qué más da…!
  10. Me gusta despedirme a la francesa, sólo algunas veces.
Ya está, D. Delicado. ¿No tiene nada que añadir Sr. Taxi? Si que podría, pero me mando parar en 13, me gusta más el diez. Buena decisión D. José Taxi. ¿Y podría despedirme? Prometo que lo haré cortito. Bueno pero que no pase de 600 palabras este texto.
Pues en ese caso sólo diré que: Y colorín colorado, este cuentecico se ha terminado.
¡Uy me pasé en seis palabras, no ahora son doce, digo dieciséis, digo cuarenta y ocho …!
Venga acabemos esta larga agonía. ¡Alto, Taxi, pare, pare le digo!

LIDIA FUENTES

Ese día subí un poco más alto que de costumbre por aquel sendero montañoso, lucía un sol radiante y el ambiente estaba impregnado de aroma a romero, pino y flores silvestres. Había llovido hace unos días y la tierra aún estaba húmeda y fresca en sus entrañas. Tomé una inspiración fuerte y profunda que casi me ahoga de la tos que me ocasionó. La falta de costumbre­­—pensé; la falta de pararse y ser consciente. Miré el camino recorrido tras de mí, desde lo alto de esas colinas no se ven las cosas tan diferentes y separadas, no se ve la vida tan fragmentada. Volví a parar y esta vez con más calma tomé nuevamente inspiraciones, lo que quería era sentirme nuevamente conectada, lo que necesitaba era soltar ese continuo miedo que también parecía aflorar de mis entrañas. Mientras subía por el sendero me acompañaban también el miedo a resbalar y lesionarme, miedo a cruzarme con algún animal peligroso, miedo a los resultados de la biopsia que le habían hecho a mi madre, miedo a no poder afrontar los gastos mensuales, un miedo que se expandía a todas las áreas de mi vida. Me sentía agotada y tomé asiento en una hermosa roca, bebí un poco de agua y me quedé largo tiempo contemplando el paisaje desde aquella altura. Noté la presencia de alguien a mi derecha seguido de un suave chillido, cuando giré la cabeza la vi, majestuosa y firme ante mí. Era un águila, descansaba sus garras robustas sobre una roca, su plumaje pardo oscuro brillaba bajo el sol, nos miramos fijamente, era todo muy extraño, parecía como si ya nos hubiésemos visto en algún momento, ella dibujó una línea vertical con su pico desde la tierra hasta el cielo y agitó las alas unos segundos para dejarlas reposar sobre su cuerpo. Lo más curioso de todo es que en ningún momento intenté huir, ni buscar con qué protegerme si me atacaba, ni siquiera mi corazón aceleró su ritmo en su presencia. Aquel encuentro aún se repite constantemente en mi memoria, han pasado varios años y aun emprendo esas caminatas hacia lo alto de la montaña con la ilusión de volver a verla y darle las gracias pues fue para mí transformador. Muchas de mis preocupaciones en aquel entonces se resolvieron y pude desmontar esos temores desmesurados que me sumergían en una profunda tristeza. Hace unos meses estaba en casa de mi madre ayudándole a limpiar y encontré en los cajones de su mesita uno de mis dibujos de cuando era niña que los tenía olvidados. Entonces la volví a ver, majestuosa y firme ante mí, descansaba sus garras robustas sobre una roca, su plumaje a carboncillo brillaba con los rayos de sol que entraban a esas horas por la ventana, nos miramos fijamente y la volví a escuchar:
“Sé valiente, continúa, mira tú miedo desde otra perspectiva”

ALFONSO GARCÍA ORTUÑO

METAMORFOSIS DEL MIEDO
Con la vida nacen océanos de sensaciones, quizás el miedo sea la que palpe nuestra piel más allá de silencio y tatúe en nosotros un gélido parpadeo de incertidumbre, el temor en las diferentes etapas de la vida es un cuervo de plumaje descolorido y pico afilado cubierto de lodo, del que no te puedes ocultar sin no empuñas tus armas frente a él.
De pequeños, es una antigua nana que susurra tras el ventanal, o la silueta un monstruo desdibujado de garras curvas que se esconde bajo la cama. En la infancia el miedo teje su nido en nuestras inocentes mentes, nos entrega un ósculo cubierto de pus y palpa nuestra sudorosa frente en las sombrías estancias de nuestros padres o abuelos cada anochecida, es un temor incontrolable, pues la vida solo acaba de comenzar y tendernos su alfombra para que nuestros descalzos pies recorran temblorosos un largo camino lleno de sorpresas.
El miedo es sutil y sabe adaptarse, se camufla cual camaleón famélico de aquellas víctimas incapaces de dominar lo que los ojos inventan y la mente guarece.
Crecemos y el miedo cambia de piel y hace supurar los corazones más valientes, pero ya no es el mismo, camina a nuestro lado y se hace fuerte, ahora es la vida la que por medio de nuestras experiencias cotidianas nos hace sentirlo y eriza nuestro vello en cada lágrima que gotea en el alma, sin llegar a aflorar a través de los ojos. Ahora sentimos el miedo y analizamos porqué nos tiende su desgarrada mano, para tratar de evitar que nos posea y paralice la conciencia de quien no lucha contra él.
Por último, cuando el tiempo cincela sus pliegues en nuestra pálida piel durante el silencio de la noche y al levantarnos observamos en el espejo nuestra impronta cubierta de escamas disecadas, el miedo ya se ha apoderado de nosotros, nos muestra el lado más atroz, nos entrega al temor de hincarnos la daga de enfermedad o sucumbir al dolor de un cuerpo ya castigado a través del tiempo por la edad.
Nos cubre como una telaraña y camina a nuestro lado hasta el día de entregar nuestra identidad en algún lecho frio y sin nombre, en el que ya el miedo se disipa en la oscuridad formando siluetas del pasado.
El miedo y el temor caminan en la vida con nosotros, pero siempre vence el que es capaz de saber adaptarse a su metamorfosis y luchar cara a cara frente a él. El miedo es fuerte, pero no invencible, solo es necesario encontrar un hueco en su armadura para clavarle una espada de indiferencia y rechazo.
O a lo mejor, el miedo no existe y simplemente lo diseñamos nosotros para usarlo de escudo a lo largo de nuestras vidas.

VIVI MEDINA CHUNG

Te pondrás bien, pronto saldrás del hospital y podrás hacer todo aquello que siempre quisiste— Le dice su madre, mirándola con aquellos cristalizados ojos (reflejo de un alma sangrante y doliente). La pequeña asiente con una tímida sonrisa, a sus tiernos cinco años desconoce la mentira piadosa.
La madre sale de la habitación por su momento, dejando en ella su falsa sonrisa, cruza la puerta, con paso errante camina , al final del frío pasillo se quiebra en una amargo llanto, se tapa la boca con sus manos temblorosas, zapatea y golpea la pared. Mira al cielo y exclama:— ¿Por qué?, ¿por qué ?
Cuan saeta envenenada resuena en su mente aquellas palabras: «La leucemia volvió, le queda poco tiempo»
Su más profundo miedo cobraba vida.

GABRIELA INÉS COLACCINI

En secreto, sueño despierta con un sueño.
Creció dentro de mí con timidez.
Como la hiedra que cubre el tronco del olmo, fue abrazando con sus varas mi corazón.
Durante mucho tiempo, fue inspiración de mis días. En esos tiempos me arrogaba la fuerza de una mujer determinada.
Todos mis haceres pretendían, obstinados, llegar a él, beberlo como agua fresca, danzarlo en el campo azul, dibujarlo con trazo limpio.
Pasaron días que se acumularon en años…
Los diciembres se convirtieron en el caballo de una calesita que gira a mi alrededor. El ginete es mi sueño. Estiro mi brazo, pero no lo alcanzo.
Me esfuerzo, cuento con el arte, los artificios, los artefactos, para lograrlo pero…se escapa una y otra vez…
Una voz, cómo un látigo, azota con crueldad mi sangre, pone al descubierto la verdad sobre mis intentos truncos…
Tengo miedo, miedo al éxito.

ROXANA MARTÍN

Mi miedo.
Era una adolescente cuando comencé a sentir ese miedo. Se me agitaba la respiración y una pena dolorosa apretaba mi pecho , sentía ganas de gritar hasta quedar casi sin voz y lloraba con desesperación cuando pensaba en la posibilidad de una vida sin ti. Siempre estuviste ahí, cerca o lejos pero ahí. Veía que de los compañeros de estudios que ya habían tenido esa vivencia la mayoría lloraba, algunos se deprimían y otros, en cambio enmudecían, preferían no hablar de ese tema. Yo tenía muchas interrogantes sin embargo, buscar las respuestas o pensar en ellas me asustaba más. Y así llegamos a la adultez mi miedo y yo.
No fue hasta después de tu partida que me percaté que llevabas muchos años preparándome para tu despedida. Días antes, me habías hecho una anécdota inédita y la habías contado con tanta ternura que debí sospechar que, sin saberlo, ya te estabas despidiendo pero mis alarmas no se activaron en aquel momento. Poco tiempo después te dije : te amo muchísimo y fue lo último que escuchaste de mí. Nunca lo hubiese imaginado sin embargo me alegra que así haya sido.
Quedaron en mi mente las imágenes, los olores, las sensaciones, los sonidos y los sabores compartidos. Eres tú en mis recuerdos. Tú , recién llegado de África, escondido detrás de una puerta, esperándome sonriente. Yo, lanzándome sobre ti y tus brazos cargándome mientras inundaba tus mejillas de besos y abrazaba tu cuello con mis bracitos de ocho años. Tú, mi confidente, mi tutor, mi mentor, mi brazo derecho y también el izquierdo, mi consejero, mi enfermero, mi crítico y mi mejor amigo. Tú y tu sentido del humor tan refinado e inteligente. Tú y tu vocación de catador de postres y tu afición a las críticas de cine y de comidas. Tu mano adulta sujetando mi mano infantil al cruzar las avenidas y mi mano adulta sujetando tu mano envejecida al caminar. Los elogios que le hacías a mi café, tus desvelos para cuidar mis sueños y para repasarme trigonometría, para lustrar mis zapatos colegiales o planchar mis uniformes escolares. Tu predilección por beber el agua casi helada y por comer los garbanzos ya pelados, tu preferencia por las películas policíacas, por las novelas históricas y por la poesía de Carilda Oliver, el cariño con que malcriabas a mis perros y la manera tan ñoña en que yo te malcriaba a ti. Tú y tu bendita manía de escucharme sin juzgar.
Durante tu despedida muchos lloraron, yo no. Al inicio me preocupé, no quería parecer insensible. Eran lágrimas lo que todos esperaban de mí. Y aunque estaba triste, no me sentía destrozada, destruida o deprimida, no sentía ese vacío que todos dicen sentir, no podía fingir. Hay muchas maneras de expresar lo que sentimos, de decir lo siento, de decir te quiero, de decir te extraño, de decir tengo miedo. Cuando la nostalgia expone tu ausencia , mis lagrimales no se humedecen, más bien se dibuja en mi rostro una sonrisa tierna que llega siempre acompañada de recuerdos agradables, cariñosos, alegres. Hoy pienso en mi futuro sin ti y ya no me agito, no me duele el pecho, no siento ganas de gritar. Reconozco tu huella en muchas cosas que pienso, digo y hago. Finalmente, logré vencer mi miedo a perderte cuando descubrí que aún vives en mí, papá.

MERCEDES MEDIANO

MIEDO A VOLVER
Me da miedo a volver .Después de tantos años de trabajo .De saberme cada detalle
todas las consultas, los teléfonos, los nombres de compañeras de todos los departamentos.Toda la rutina de años que facilita el trabajo. Soy resolutiva y los jefes lo saben y se relajan dejándome hacer en todo momento.
Ha pasado año y medio desde que me atacó la bacteria y me dejó en la cama tetrapléjica. Me he ido recuperando poco a poco con rehabilitación constante. Ya puedo hacer mi trabajo, pero una de los brazos,el derecho, tiene limitaciones, aunque me deja a nivel de la mesa operar normalmente.
Estar enferma no me asustó. Que me dieran de comer, que me asearan y me limpiaran el culo no me asustó.
Tuve que abandonar mi casa porque no tenía ascensor. Salí un día para ir al médico y ya no volví jamás a esa casa donde he criado a mis hijos, donde creé un hogar desde que me casé y celebré tantos acontecimientos importantes.
Donde había acumulado libros y recuerdos de una vida entera. Muchos de ellos fueron arrojados a la basura por mis hijos, que pensaron que no eran importantes. Había que desalojar la casa antigua en poco tiempo para que el nuevo comprador la ocupara y eso hizo que con prisas se decidiera que muchas de las cosas que para mí eran recuerdos de toda una vida, en manos de otras personas, fueran cosas livianas y sin importancia. No he podido ver mi casa nunca más.
Pero estuve en una casa de alquiler con ascensor mientras comprábamos una nueva donde yo pudiera estar con esta invalidez.
Estoy contenta, en este proceso no he tenido miedo. Era necesario y así lo he hecho. Todo eso no me ha dado miedo y es para tener pánico de verdad.
Pero a mí lo que me da miedo es que no me quieran. Que no quieran trabajar conmigo. Que alguien me sustituya fácilmente. Que el olvido entre en la mente de los que me rodean.
Y ahora tengo que pasar por el inspector. No sé si me dirá que vuelva al trabajo. Trabajo que me encanta. Pero al que me da miedo volver porque en mi lugar hay una persona más joven que es experta en ordenadores y a la que ya se han acostumbrado porque el tiempo hace que la memoria se acorte y se recuerde lo presente echando niebla sobre el pasado. Yo puedo resolver cualquier problema. Lo que me asusta es que en este tiempo los jefes y
compañeros se hayan habituado a la persona nueva y yo quedé relegada.
Sé que en un pis pas se acostumbran de nuevo a mí. Mientras he estado enferma no ha habido nadie que no preguntara y se preocupara, Cuando me ven todo son abrazos y buenos deseos. No me ha faltado cariño en ningún momento por parte de todos.
Pero lo desconocido es una manta que nos tapa los sentidos y nos agobia. Tengo miedo, sí, miedo a volver.

JOSÉ ARMANDO BARCELONA BONILLA

DULCE TORMENTO.
«Tú no lo entiendes. ¡Qué vas a enter! Tengo miedo al fracaso, a ser un fraude, a quedarme en blanco, a entrar en pánico».
El silencioso monólogo, con el espejo, forma parte de la rutina habitual, mientras las finas capas de cosmético van componiendo la parte visible del personaje, esa que en unos minutos quedará expuesta al escrutinio de la gente.
«Aprensiones mías, dices, una obsesión, que nada de esto es nuevo, que son muchos años –eso te lo admito–, mucho tiempo desde aquella primera vez en… ¿Matera?, ¿Rímini?, ¿Ferrara? ¡Hasta eso he olvidado, por Dios!»
Se levanta de la silla, da unos pasos por la escasa habitación. En una percha cercana cuelga un abrigo de cuero, de corte moderno, y junto a él, un Gucci de fieltro, de ala ancha, acostumbrado a esperar, se amodorra dulcemente, sin complejos.
«¡Qué sabrás tú lo que yo siento!
La zozobra que me estruja las tripas, la agonía que descompasa los latidos de mi corazón, el desasosiego, que estrangula el aire en mis pulmones y, sin embargo, la inquietante atracción que ejerce sobre mí ese abismo sin fondo, que se abre a mis pies y me llama dulcemente, por mi nombre.
¡Qué sabrás tú, ahí, fría, insensible, flemática y a salvo en tu torre de marfil!».
Se alisa el vestido con mano nerviosa. Un último retoque en el peinado. Una medalla cuelga sobre su pecho, un colgante, quizás un amuleto, que acaricia con amorosa devoción.
Alguien golpea la puerta.
–Cinco minutos –avisan, con la voz del verdugo, que anuncia al reo la inminencia de la ejecución.
El pasillo, como un fúnebre presagio, está pintado de negro. Una luz brillante de candilejas, al final del túnel, le marca el horizonte de su destino. Hay gente que se cruza a su paso; se apartan ceremoniosos, le dejan espacio con una sonrisa de aliento. Del fondo, desde la luz, le llega nítido el murmullo expectante del auditorio.
Un aplauso cerrado, cálido, sincero, saluda su aparición en el escenario. Ella corresponde con el automatismo de gestos y sonrisas tantas veces repetidos. Parece tranquila, dueña de sí, pero su mente está cegada por la bruma, completamente en blanco.
Dirige la mirada, sin ver, hacia todas partes, como esperando un milagro, el indulto del justiciable, que nunca se hace realidad. Se apagan las luces del patio de butacas y el silencio toma cuerpo, se hace palpable, agobiante.
Entonces sucede.
Como una brisa suave, la orquesta despeja las brumas, espanta los miedos. Un preludio instrumental, de cinco compases, le acaricia el alma y aleja las zozobras. Las cuerdas insinúan trémolos de octava, para exorcizar cualquier resto de nigromancia, mientras un arpa ataca rotos acordes y ella deja de ser.
El espíritu de Luaretta, enamorada, la posee, para que todo su cuerpo se convierta en una súplica angustiada, al padre, amoroso y comprensivo:
«O mio babbino caro
Mi piace è bello, bello
Vo’ andare in Porta Rossa
A comperar l’anello»
La bella campesina desfallece de amor por el gentil Rinuccio y el timbre de su voz, puro terciopelo veneciano, se modula con un pianissimo sostenuto, que se desliza por el aria, como una barca por un lago de aguas tranquilas.
«Sì, sì, ci voglio andare
E se l’amassi indarno
Andrei sul Ponte Vecchio
Ma per buttarmi in Arno
Mi struggo e mi tormento
O Dio, vorrei morir»
La línea melódica es tremendamente lírica, el dramatismo del momento se acentúa con un retardo, mientras Lauretta amenaza con arrojarse al Arno, invocando, después, la compasión del padre, en un tempo mucho más lento para la cadencia final.
«Babbo, pietà, pietà
Babbo, pietà, pietà»
Un entusiasta ¡BRAVO!, coral, precede a la cerrada ovación y vítores encendidos, que sacan a Renata del trance, provocándole una placentera explosión de endorfinas, que le hace tocar la gloria con las dos manos y la ilusión de estar levitando por el escenario.
Exultante, triunfadora, agradece el entusiasmo del público entregado, mientras adivina junto a ella la presencia, incorpórea, de una Lauretta genuflexa, que comparte ese momento de nirvana.
Y lo disfruta, saborea con deleite esa íntima comunión espiritual con el universo, consciente de que mañana, cuando de nuevo se enfrente al espejo, en la soledad de su camerino, momentos antes de salir al escenario, volverá a ser cautiva del miedo visceral al fracaso, a la derrota, a la vergüenza. Le faltará el aire, se sentirá pequeña, insegura y frágil, hasta que un preludio instrumental, de cinco compases, le acaricie el alma y Lauretta, la bella campesina de la Toscana, tome las riendas de su destino.

LUISI MONTANA

Si alguna vez sentí miedo de algo ,tengo que confesaros que no me sobresalto en ningún momento más que el miedo que me causo yo misma.
Me da miedo pensar, porque en la mayor parte de mis pensamientos saltan alarmas.
Alarmas sociales, alarmas humanas, alarmas naturales de una masa de inconcluencias ,
Alarmas de calles vacías repletas de gente.
Alarmas de silencios llenos de voces que gritan sin sentido.
Alarmas de cuerpos inertes que se mueven solo por inercia
Alarmas de en blanco y negro que destacan por sus colores.
Alarmas de días lluviosos en los que brilla el sol cómo si no existiera un verano.
Alarmas de miedos infundados, miedo a vivir con lo justo pero estar vivo.
Miedo a sentir y que se escuchen sus sentimientos.
Un sinfín de alarmas calladas desembocando en un mar de gritos sin coherencia.
Miedo a vivir sin miedo rodeada de miedos sin sentido.
Yo misma soy mi único miedo.

ANGY DEL TORO

LA RUTA DEL EDÉN
Llovía intensamente, hacía mucho viento y el mar estaba picado. Fuertes olas rompían contra los acantilados, eran altas. Lo último que recuerdo es a mi madre que abrazaba a un niño. La embarcación se quebró y ahí debo haber perdido el conocimiento. Ya no recuerdo nada más. Solo quiero me digan ¿Dónde estoy? y ¿Quiénes son ustedes?
— Somos los cuidadores del Faro y estás en la afamada Ruta del “Jardín de Sudáfrica” en la provincia del Cabo Occidental. Te encontramos junto a otros náufragos, pero ninguno llevaba identificación. Algunos tienen quemaduras severas producto del combustible, la ingestión de agua salada y la exposición a los rayos del sol. Ahora descansa.
Han pasado tres meses y trato de recordar por qué estoy en este lugar rodeada de personas desconocidas. Me cuentan que hubo un accidente en el mar y que yo soy uno de los sobrevivientes, que he perdido los recuerdos y tan siquiera he podido decir mi nombre real. Hablan de que esto es la Ruta del Edén, cuestión que no pongo en dudas. Hoy celebran el festival anual de la ostra y el pueblo está muy ilusionado. Este lugar está rodeado de frondosos y mágicos bosques. Robert, el hijo del cuidador del faro me acompaña a la laguna donde se me antoja leer, pintar y hacer las veces de anfitriona de cuántas personas visitan los alrededores. La exuberante belleza que rodea las tranquilas y azules aguas del lago me hacen vivir en la gloria. Paso las horas cuidando de la reserva marina junto a Robert, él me gusta y mucho. Los que sí me impresionan son los acantilados, sé que tienen mucha historia que contarme y aunque me encanta escucharlos, hay momentos en que visualizo escenas muy dolorosas. Son como parpadeos que hieren mis memorias y siento que me producen mucho miedo. No sé, ni quiero recordar eso que dicen debo enfrentar, solo deseo continuar mi viaje por este Jardín del Edén. Bordearé el este de Sudáfrica. Viviré entre elefantes, caracoles y aves de todo tipo. Cuando me visiten los delfines y las ballenas estaré junto a ellos envuelta en un mar de ensueño, solo ahí estoy segura de que me sentiré entre los míos. Resumiendo, lo que más anhelo es vivir el aquí y el ahora.

RAÚL LEIVA

Las culpas
Era una de tantas noches que Camila se despertaba gritando. Al principio pudo ser el cambio de habitación, el cambio de barrio, hasta el perro del vecino que aullaba en lugar de ladrar como los demás perros del barrio. Cada vez que la iba a ver su padre, por lo general se trataba de un mal sueño ya que dormida hablaba cosas incomprensibles. Empezó a ser preocupante cuando despertaba a los gritos bañada en sudor. Las últimas veces llegó a contar que una almohada grandota con ojos la perseguía hasta aplastarla contra una pared de agua mientras le cantaba canciones que le gustaban. La abrazaba hasta que se calmaba y luego se iba a dormir.
Lo diferente de la última noche, fue que se aproximó en la oscuridad y mientras Camila se acurrucaba bajo las sábanas llorando en silencio, una sombra se acercaba envuelta en una sábana a la cama de la niña emitiendo sonidos guturales. Al hombre se le congeló el corazón. Como pudo y en silencio se acercó por detrás del bulto hasta tenerlo al alcance de la mano. Tomó la sábana, la quitó de un solo tirón y encendió las luces. La cara de su hija Maribel se puso pálida.
—¡Maribel! Esas cosas no se hacen. ¿Cómo vas a asustar así a Camila? ¡Tenés que dejarla descansar!
—¡Perdoname papi! Te juro que a ella le gustan esas canciones. Por eso se las canto.
—Pero es tarde y papá mañana trabaja temprano. Y me parece que Cami se asusta si le cantás las canciones con esa voz, y con esa sábana.
—Bueno papi. No lo hago más. ¿Puedo ir a dormir con vos?
—Hacemos así mejor, vos te quedás acá y cuidás que a Cami no le pase nada. Si ella se despierta o algo vos me avisas y yo vengo. ¿Dale?
—Bueno papi. Hasta mañana.
—Hasta mañana cielo. Dejo la luz prendida del pasillo por las dudas.
El hombre se fue a la pieza y se acostó al lado de su mujer.
—¿Qué pasó gordo? ¿Cami de nuevo?
—No, nada que ver. Está todo bien.
—Bueno… Te dejaste la luz del pasillo encendida.
—Sí sí, ya la apago. Dejala un ratito más.
—Bueno. Acordate que mañana temprano trabajás.
—Sí amor… Dormite.
—Vos también.
Habían pasado dos años de la muerte de las niñas, todavía no lograba conciliar los fantasmas que venían de tanto en tanto. Nunca había logrado hablar con ellos. Sabía que al final ese día tan ansiado llegaría. Se abrazó fuerte a la almohada con la que asfixió a las nenas aquella noche y concilió el sueño.
Las soledades de una casa, retumban en los recuerdos como un mueble viejo siendo arrastrado por el dolor.

ODALYS VERGARA

Miedo
Tengo miedo de mi,
de mis ganas de ti,
de mis ansias de ti.
Tengo miedo del alboroto quieto
que provocas cuando callas
y me regalas tu más gélido silencio.
Tengo miedo
de no alcanzarte en esta carrera despiadada
contra la distancia y contra el mar
que nos separa.
Tengo miedo de la ausencia que provocas en los versos
que infructuosamente
escribo para ti.
Tengo miedo de la ausencia
inoportuna
de tus labios en los mios,
de tus brazos rodeandome la vida,
de tu pecho anidando mis caricias,
y de tu te amo.
Tengo miedo de no poder alcanzar
la cometa de tus pasos,
tengo miedo de este no avanzar,
a veces errante, hacia ti.
Tengo miedo de dejarte colgado
en cualquier esquina del recuerdo…
y olvidarte!

EDUARDO VALENZUELA JARA

LÁRGUESE YA PREDICADOR
—¡Aléjese predicador, déjeme tranquilo! —gritaba yo, desde el interior de mi cabaña en las montañas de Gaia-4.
—Tranquilidad es, precisamente, lo que yo le ofrezco —se oía del otro lado de la puerta.
—¡Váyase, no quiero escucharlo!
—¿A qué le teme? Yo lo puedo ayudar.
Los predicadores Salpidanos eran particularmente molestos e insistentes y hasta diría que eran uno de los motivos por los que decidí vivir solo en las montañas doradas de este mundo (que me recordaba a los paisajes terrestres en otoño). Gaia-4 era muy parecida a la vieja tierra, con atmosfera, biodiversidad y todo eso, sólo que tenía una gravedad un tanto menor, lo que parecía conferirle a uno poderes especiales, como dar saltos de dos metros de alto, levantar a una persona con relativa facilidad y cosas así.
—¡Le temo a las visitas molestas, así es que puede ayudarme largándose!
—Le ruego que me dé una oportunidad. Permítame que conversemos durante unos minutos.
—¡Ya conozco a los Salpidanos, predicador y también conozco sus conversaciones de unos minutos!
Los Salpidanos se habían extendido como una plaga intergaláctica en los últimos cien años, alcanzando todos los mundos colonizados por la humanidad. Todo comenzó cuando una expedición humana arribó al planeta Sálpide, un mundo gigante cubierto enteramente por agua. Allí se encontraron con formas de vida inteligente, los sálpidos, una especie de organismo multicelular del tamaño de la mano de un niño. Vivían en el agua, eran gelatinosos y transparentes, y poseían un sistema nervioso muy similar al humano, con un desarrollo intelectual digno de los antiguos griegos, con todos los problemas que eso trae (religiones, angustia existencial, etc.), aunque aún no habían desarrollado tecnología para salir de su planeta. Como sea, cuando los viscosos sálpidos entraron en contacto físico con los humanos se produjo algo único. Los sálpidos podían vivir en el interior del acuoso cuerpo humano y, a través de la médula espinal, fusionarse con su sistema nervioso dando, como resultado, un ser simbiótico, en apariencia humano, pero en nirvana permanente, libre de preocupaciones y en paz con el universo. Toda una revolución para sálpidos y humanos, ya que las ideologías de ambas especies se remecieron hasta sus bases. Se dice que hubo un intento terrestre por comercializar la exportación de sálpidos para vender “la cura a todos los males del alma”, pero quienes lo intentaron terminaron, tarde o temprano, “salpidizados” y se volvieron tan buenos de corazón que el negocio se transformó en un beneficio gratuito que se extendió, como apostolado a cargo de los Salpidanos, por todos los rincones colonizados por el hombre.
—¡¿Por qué no me deja en paz y se larga de una buena vez, predicador?! —continué gritándole al Salpidano, sin quitarle un ojo de encima a través de la ventana.
—Qué bueno que me lo pregunta, le diré por qué. Imagine que a usted le ocurriera la mejor cosa que le pudiera pasar en esta vida. Algo que le solucione todos sus problemas y que no costara nada ¿No querría compartirlo con todos?
—¡No!
—¿Pero por qué no?
—¡Porque no me gusta que se metan en mis asuntos, ni meterme en los asuntos de los demás!
—El mensaje que le traigo le hará cambiar de opinión.
—¡Oh, por Dios, no! ¡Deje mi opinión así tal y como está!
—¿Es usted Cristiano?
Por un momento tuve deseos de ponerme encima la remera que tengo con la leyenda “La ciencia es mi Dios”, abrir la puerta y salir a burlarme del predicador, pero desistí y preferí mantener la puerta como barrera entre él y yo. Los Salpidanos trastornaron por completo las religiones humanas, en especial el islamismo y cristianismo. Los más ortodoxos no tardaron en catalogarlos de impíos o derechamente satánicos. Otras corrientes más flexibles los veían como la gran respuesta de Dios a todas las plegarias de la humanidad. En cuanto al planeta Sálpide, nunca tuve claro cómo funcionaban sus religiones, sólo supe que, inicialmente, el encuentro causó tanto escozor a ellos como a nosotros. Aunque hay que reconocer que el tiempo demostró, de manera innegable, que quienes abrazaron la fusión simbiótica contribuyeron, como nunca en toda la historia, a construir un universo mejor, más justo, más armónico. Eran verdaderos Budas en todo el sentido de la palabra y se multiplicaron hasta cambiar todos los modelos económicos humanos.
—¡Gracias a Dios soy ateo! —le dije.
—Lo entiendo ¿Me permitiría un vaso de agua, por lo menos?
—¡Por nada del mundo, predicador! ¡Si se va por donde llegó encontrará varias vertientes tome agua de allí!
Yo tenía pánico de encontrarme con un Salpidano y que me arrojara un gelatinoso sálpido encima. Sabía que se infiltraban al cuerpo por osmosis o bien entraban directamente al beberlos en un vaso de agua. Pero debo reconocer que no estaba en la naturaleza de los Salpidanos ser violentos. Entiendo que los sálpidos pensaban igual que nosotros, me imagino que no a todos les interesaba la idea de pasar el resto de su vida conectado a un humano. De seguro los Salpidanos les predicaban, tanto a ellos como a nosotros, sobre los beneficios de esta vida conjunta. Como sea, los Salpidanos solían llevar, en un frasquito, algún sálpido deseoso de encontrar el nirvana en una nueva vida junto a un humano.
—¿Me permite hacerle una pregunta? —dijo el Salpidano— Usted dice que nos conoce, dice que sabe lo que ofrecemos, entonces ¿por qué no quiere una vida plena?
—¡Porque me gusta ser yo! ¡Lo que ustedes ofrecen, al igual que las religiones, es felicidad a cambio de dejar de ser uno mismo!
—No es sólo felicidad, es mucho más que eso.
—¡Lo que sea que ofrezcan! ¡Quiero ser yo mismo, con mis virtudes y defectos! ¡No quiero la compañía de una medusa que me solucione los problemas!
—Si usted pudiera ver el universo a través de nuestros ojos… Tan sólo por un minuto…
—¡Lárguese ya predicador! ¡Tengo un viejo rifle y le estoy apuntando, ya se imaginará lo que hace una bala disparada en la gravedad de este planeta, se lo advierto! ¡En cuánto vea que saque una de esas medusas transparentes le volaré la cabeza!
—¿Pero no se da cuenta que le estoy ofreciendo el paraíso?
—¡Y yo tengo derecho a escoger mi propio infierno, predicador!
El Salpidano quiso decir algo más, pero en cuanto hizo un ademán de abrir su bolso, le solté un tiro que le voló el sombrero.
—¡Tranquilo, por favor, no lleguemos a esto! —dijo pálido— yo sólo quería dejarle un material de lectura…
—¡Lárguese o la próxima vez no fallo!
Me dio algo de lástima el hombre. De seguro él estaba convencido hasta los huesos de lo que hacía. Podía haberse quedado en casa disfrutando, tranquilamente, de su estado de nirvana, más allá del bien o del mal, pero se daba el trabajo de visitar a personas como yo, que no teníamos, lo que pudiera decirse, “los mejores modales”. Como sea, recogió su sombrero y emprendió el camino de regreso. Le esperaba una larga jornada para bajar la montaña y llegar hasta la civilización.
Una semana después, en un caluroso día, yo recorría los bosques dorados a la caza de una especie de sabroso roedor de la montaña, cuando decidí refrescarme en la pequeña cascada que caía desde una muralla de roca. Me zambullí y sacié mi sed hasta hartarme. Luego me tendí boca arriba admirando la muralla rocosa y di un brinco al divisar, en la cima de piedra, la punta asomada de una bota. Cogí mi rifle y subí, con un par de saltos, los treinta metros que me separaban de la cumbre y allí encontré el cadáver putrefacto del predicador, de seguro fue mordido por una de las serpientes venenosas del lugar. Él, su bolso y los restos de unos frascos rotos estaban sobre el curso de las aguas que caían a la cascada. Pasé el resto del día metiéndome los dedos en el gaznate para vomitar el contenido de mi estómago y masticando hierbas laxantes para vaciar mis tripas. Ahora, no logro conciliar el sueño y aún no estoy seguro si estoy o no en paz con el universo.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Ana era una mujer normal, tenía su trabajo de profesora, su marido trabajaba en una tienda de ropa, tenían un hijo y esperaban al segundo.
Y llegó la pandemia. Ana tenía qué ir al hospital para las revisiones.
Cada día peor. La ansiedad de llevar el virus a su hijo.
Su marido fue contagiado por su miedo.
Tuvo a su hija en plena pandemia. En abril.
La ansiedad y el miedo creció.
Médicos, siquiatras, sicólogos, medicamentos.
Dos años después los ataques de pánico son incontrolables.

SISI ZIRCONITA

DESPIERTA
Despierta del letargo
de este sueño prolongado.
El silencio de la noche te consume.
El miedo irrumpe en tu cerebro
Como azote de agua repentina y constante.
El desasosiego se instala sin permiso.
Busca un estío donde la luz
Sea cálida y no fría como este invierno largo.
Maldita soledad que lacera tu corazón
Y lo desgarra sin piedad.
Quiero que vuelvas a brillar,
Como en el firmamento lo hace
La aurora boreal.
Las caracolas marinas me hablan al oído,
Susurrando palabras largo y tendido.
Me hablan de tus ojos, de tu cara…
De tu risa.
Ellas te admiran y el mar
Te tiene envidia.
Despojate de tus inseguridades,
de tus miedos , ya nada será igual..
Él no volverá…
Vístete de fuerza
Y escucha la llamada de la vida
Cuando te dice ¡Despierta!

HARITZ SANCHO MAURI

EL MIEDO ESTA PARA VENCERLO
Estar buscandote entre las sombras,
la perdición tenerte en el presente
miedo a no tenerte cuando me nombras
intensa esa mirada la que nunca miente.
Estar perdido en un camino difícil,
dando señales para volver a verte,
obsesionadome por tu sonrisa sutil
es estar vencido por tus ojos a tenerte.
Sentirme mal por volver a darte coba,
teñir de mil colores la luz de tu lente,
atraerte de nuevo convertirte en loba,
protegiendo mi cuello con tus dientes.
A este sentimiento puedo convencerlo
robandole olvido a tu doloroso silencio,
arriesgarlo todo; no volver a conocerlo,
viviendo en este temor que yo sentencio.
Estar mordiéndo para romper la soga,
nadar hasta no poder salir de tu mente.
Coger toda mi fuerza para surcar la ola,
estando helado por besarte ardientemente
Romper este hielo tan duro como una roca,
llegar a saciarme del agua de tu boca;
o tus caricias vuelvan a ser el oro de mi fiebre,
o el miedo a volverte completamente loca.

CONSUELO PÉREZ GÓMEZ

MIEDO SIN TERROR
¡No seas bovina! ajústate las gafas o todas las *bacas del huerto de laureles que vamos a atravesar van a tomar posesión de tu retina.
—¡Y tú qué lo digas! ¡Muuuuuuuuuuuuuuu!
Él, hablaba con su vaca Rosalía. El personal creía que algo no andaba bien en la cabeza de Lolo para creer que mantenía un diálogo con un mamífero de cuatro patas, vegetariano y cantante. Lo tenía todo el herbívoro.
—Yo, lo que más temo es que un día se canse y no me conteste, o peor, que se quede muda. Es mi único miedo. —Decía Lolo.
Y, así, de pueblo en pueblo, de feria en feria, Rosalía, emitía sus ¡muuuuuuuuuuuuuuuussss! que a decir de los entendidos era pura poesía calcadita de Góngora, «poesía» que hacía crecer su bolsa a reventar de maravedíes, y si te he visto, no me acuerdo.
Lolo la mimaba tras cada actuación. Cubría su cuello con pieles importadas de China; le daba a probar los más ricos manjares siempre con la intención de mitigar el miedo a que por un «quítame ahí ese micrófono» fuera o fuese a perder sus mugidos.
El rebaño seguía aquel melodioso –o lo que quiera que fuese- mugir de la bovina. La cosa del tarareo no se avenía al no entender el lenguaje vacaranil, pero nada importaba, con citar a Góngora todo arreglado.
Lolo y su mamífera, seguían a lo suyo, con su amor de mamíferos un tanto amojamaó, pero mire usté, ¡si la bolsa está llena! ¿Qué más se puede pedir?
(No busquen ustedes tres pies al gato, que solo tiene dos. Ni parecidos con realidad alguna, que esto solo es producto de la imaginación de quién nada entiende de vacas).
*Baca: Fruto o baya del laurel.

KATA MAR

Monstro despiadado que se ha quedado encerrado en la mente y alma de kimbo, aquel hombre
aparentemente fuerte soberbio y déspota tenía un secreto que le carcomía hasta lo más hondo de su
cuerpo.
Viviva siempre en una carrera sin tregua para llegar siempre de primero, la vida se le pasó demasiado
rápido, pensaba el, ya estaba llegando a los 60 creía que había disfrutado de todo. Le toco irse
acostumbrando a sus nuevas compañeras las arrugas y la cojera de su pierna izquierda. Y a otras
compañeras de viaje que fueron apareciendo de a poco.
Un buen día su médico de cabecera lo llamo, le comunico que ya tenía los exámenes generales.
 Que doctor ¿cómo los vio?
 -pues no muy bien… Tiene una enfermedad incurable, es una de las huérfanas.
 Como… ósea que no tiene cura_ pregunto con preocupación.
 No, no tiene cura, solo le acompañara la paciencia y resignación.
 -paciencia y resignación?.- Pregunto indignado-
 No le queda de otra….
EN Eses momento se le aparecieron sus más temidos demonios mentales, sintió que la piel le ardía
como brasa de fuego, su cara la noto con pequeñas bolas…. Su mente andaba toda máquina no podía
parar ni un segundo por lo menos a detenerse para poder asimilar lo que allí estaba ocurriendo, en el
desespero desgarrador opto por desnudarse y con un cuchillo rajarse los brazos piernas u demás, hasta
que no pudo del dolor, de repente un miedo inmenso empezó a invadirlo, miedo a quedar congelado
por el frio de la ignorancia de sí mismo. A que se quedara paralizado sin poder hacer nada, se vio en un
callejón sin salida, no sabía a quién llamar ni a quien pedirle ayuda. De nuevo empezó a lacerarse, esta
vez más profundo ya el dolor no lo sentía, percibió una piza de placer, comenzó a quitarse el pie de los
dedos brazos, piernas y demás con una fuerza desmedida hasta quedar tendido en el piso desangrado.

MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ

Nueve de la noche. Finales de octubre. Laboratorio 2.
Tras meter los cultivos en la estufa se fue la luz. Iluminada con la bombilla de emergencia, salí y ¡horror! En el pasillo tampoco había luz ni siquiera de la calle. Y me la oscuridad me da un miedo atroz.
A tientas busqué la escalera. Como pude, me agarré la baranda iniciando la bajada. Me invadía un miedo irracional. Creía escuchar ruidos extraños. Las paredes reflejaban sombras en movimiento. Sabía que no eran fantasmas ni aliens ni nada relacionado con el esoterimo pero temblaba y me caía sudor frío por la frente.
Llegué a la primera planta. Se oían susurros y extraños cantos. En el suelo se intuía algo blanco con manchas ¿sangre?. Me puse a gritar histérica. Grité y grité, pero nadie me oyó. Saqué el móvil para llamar al 112, pero no tenía batería. Proseguí arrastrándome como pude y vi que gente extraña provistos de velas acercándose una tela blanca manchada que desplegaban mientras entonaban una extraña melodía. La luz de las velas mostraba un cuerpo humano sin cabeza en el interior de la tela. Ésta la enarbolaba esa extraña procesión en lo alto de una espada. No supe más. Caí al suelo.
Cuando me desperté me vi rodeada de un grupo de estudiantes disfrazados con túnicas blancas. Dos de ellos, mirándome el pulso y la tensión mientras otros me mojaban la cara y el cuello.
Y, una vez recuperada, me explicaron la historia: eran un grupo de teatro universitario ensayando una versión libre de Don Juan Tenorio.

CLAUS RAMOS

Quiero ir a dormir al camposanto cuando el creador vuelva a llamarme.
No quiero morar en aguas frías, ni en áridos campos para que me cubra el sol.
Quiero regresar al origen, desde la tierra hasta el cielo, cuando el reloj detenga su curso no cuando una mano trunque mis horas.
Quiero saborear el aroma del jazmín cuando es de noche, sin temerle.
Caminar bajo el cielo de luciérnagas, en silencio, segura.
Dejar que mis pies curiosos anden, pero sin correr a toda prisa, sin sentir que soy la presa de un terrible cazador hambriento.
Deseo mirar a mis hermanas y decirles bienvenidas, me he cansado de decirles adiós…
las flores para las tumbas están en peligro de extinción.
Quiero ver a las niñas crecer seguras, a las jóvenes aprender, volar, soñar, a las madres afligidas que lloran, las quiero ver completas, abrazando a sus hijas.
Me he cansado de las Glorias olvidadas, de las Esperanzas perdidas
De la María, la Claudia, la Verónica y la Salma, me he cansado de que no estén.
Y si el clamor es poderoso, como lo son los gobiernos, pido a Dios que cesen.
Me he cansado de llamarme una más.

FLOR RODRÍGUEZ

Mí miedo es a fracasar, a rendirme, a nunca poder llegar a la meta.
Mí miedo es a qué tú creas que no soy suficiente, a qué te desenamores de mí, a qué ya no desees mis besos.
Mí miedo es a seguir viviendo esta vida que llevo, a no poder cambiar mis acciones, a perder mí cordura.
Mí miedo es a está descompostura que sienten mis extrañas, cuando al sentarme a escribir solo puedo pensar en la muerte, aunque sea la vida la que me permita hacerlo.

RAFAEL ARAIZA

Miedos familiares
1
Unos días después de la publicación de mi tercer libro de literatura infantil, «El guardián eterno», precisamente durante una sesión de firmas de ejemplares, sufrí el primer desmayo que terminaría llevándome al doctor.
Tras varias citas con diferentes especialistas, que solo sirvieron para jugar con nuestras esperanzas, nos informaron que mi vida se apagaría antes de tres meses. De todos los pensamientos que martirizaron mi mente en aquellos momentos solo uno importaba de verdad: no podría estar con mi hija Yari. De hecho, ni siquiera la vería nacer; mi esposa Magda apenas estaba en el tercer mes de embarazo cuando conocimos la noticia.
Al sentir que la parca se encontraba a horas de segarme, besé la panza de mi esposa y le prometí a Yari que siempre estaría cerca para cuidarla y protegerla. Magda lloró al escuchar lo que ella consideró una promesa de moribundo.
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En cada anochecer renuevo los votos de mi promesa: cuidar y proteger a mi amada niña. Llego con el inicio de los cuentos que Magda lee a Yari antes de dormir, y me voy un poco después de que terminan. Solo dilato los minutos que tardo en contemplar el rostro angelical de mi pequeña adoración.
Creo que Magda intuye mi presencia, en más de una ocasión ha preguntado si estoy allí. Y en los últimos días se ha enfrascado en monólogos cuyo objetivo obvio es contarme sus preocupaciones.
—Sé que estás ahí, Michel. No entiendo cómo es eso posible, pero te siento cerca cada vez que leo los cuentos de tu libro. No sabes cuántas ganas tengo de verte, de que tú nos abraces y nos beses a mí y a nuestra hija… Espero que nunca se necesite que protejas a tu hija, pues no imagino una forma en que puedas hacerlo.
Esa última frase del monólogo me ha tenido pensando desde ese día, ¿cómo podría proteger a Yari un padre que no tiene forma física? Miedo e impotencia que creía imposibles se apoderan de mí, haciéndome creer que ni siquiera mi imaginación de escritor tiene una respuesta para… ¡Un momento! ¿Y si me convierto en “El guardián eterno”?
Al fin y al cabo, los personajes de los cuentos todo lo pueden.
¿Y si uno de ellos lograra salir del libro que lo aprisiona?
Dicen que todo ya está escrito, pero yo digo que nada es imposible para el que tiene imaginación.

RAÚL LEIVA

Vacío

Eran casi las 10 de la mañana de un once de septiembre en Argentina.
Estaba en la calle haciendo un trámite de la obra social y desde temprano andaba a las corridas. Aproveché un hueco para ir al supermercado y comprar algo para brindar ya que ese día se festejaba el día del maestro e íbamos a estar todos en casa temprano.
Después de buscar algo al alcance de mi bolsillo y ver cuánta plata me quedaba, pude comprar unas galletitas que le gustaban mucho a mi hija mayor. Con las compras en la mano pude mirar un poco a mi alrededor y me percaté que el supermercado estaba casi vacío. La música funcional sonaba como siempre, pero esta vez ayuna del murmullo de la gente y el griterío de los chicos tratando de convencer a los padres por las malas de llevarse las golosinas de su antojo. Me dirigí con bastante intriga a la línea de cajas y encontré una pequeña multitud en la zona de electrodomésticos. Un enorme televisor acaparaba la atención de una treintena de personas incluidos los empleados del supermercado, todos en un absoluto silencio como si estuviesen hipnotizados. Solo una caja funcionaba y pasé a pagar mi compra ante una cajera que se encontraba mandando mensajes de texto notablemente preocupada mientras me cobraba en forma mecánica. Antes de salir de allí me acerqué a ver qué era lo que tanto atraía a la multitud. Abriéndome paso logré llegar a ver la pantalla. La sensación que me invadió fue la de un inmenso vacío, sentía que todo lo conocido iba a terminar en cualquier momento. La primera sensación fue de miedo sin terror, éste último vendría unos segundos después. El segundo edificio del World Trace Center acababa de ser impactado por un avión.

MARIÁNGELES AB PYP

Su cuidadora.
Sonia siempre se sentaba la última .Procuraba no llamar la atención. Callaba.
Hacía sus tareas o dibujaba anonadada. Estaba feliz en su mundo, o eso creía.
Cuando se metían con ella, hacía como si no escuchara y volvía a adentrarse en la tarea, o lo que fuera que estuviera haciendo.
Creía ser invisible porque le daba la sensación que lo era para el resto del mundo.
No quería levantar la mano aunque lo supiera, no quería defenderse, no quería hablar alto. Asentía, sonreía aunque no le hiciera gracia.
Lo bonito que recuerda es a dos o tres amigas que se portaban bien con ella. A ellas y a sus dibujos, sus pinturas y a escribir. Porque lo hacía bien, porque le decían que lo hacía bien aunque no lo suficiente.
En la adolescencia vestía con ropa amplia, y le gustaba. No quería llamar la atención. Escribía cosas lúgubres, tristes, de brujería, quiromancia,temas paranormales… Se escapaba leyendo o pintando.
Pero tenía miedo. Miedo a todo , a ser ella, a dejar fluir su voz, a sonreír, a que le miraran. Tenía miedo simplemente a estar.
Inseguridad por miedo a ser. Porque buscaba a quien le quisiera ,amigas o amigos que no la utilizaran. Por ser demasiado buena decían. Pero no era tonta. Pero se tenía que querer ella.
Fue el “miedo” palabra que odiaba y que le perseguía. Porque le impidió ser , le paralizó , a sus sueños, el miedo a ser ella misma sin tener miedo. A quedarse sola. A estar sola. A no irse lejos. Ese miedo una vez se convirtió en un estallido tremendo que hizo daño a su familia por verla sufrir pero más a ella.
El miedo. Bestia que te encadena, te amordaza, te amenaza pero que te da las llaves para escapar porque solo tú fuiste su cuidadora.

ROBERTO MASSI

Jugar el clásico de barrios contra Norte y ganarlo 4 a 3 sobre la hora, no se daba todos los fines de semana. Como si fuera poco, Nicola le pegó un boyo al capitán de ellos. Le bajó un diente, le sangraba la nariz. Huimos en la chata del padre de Ovidio, bajo intensa lluvia de cascotes. En calle Rivadavia sabían de la proeza. La abuela de Chato, nos esperaba con hamburguesas caseras. Compramos unas gaseosas, Doña Etelvina, hizo torta alemana. Cantamos, bailamos, inventamos burlas para fustigar a los perdedores en la escuela.
Mi felicidad se esfumó cuando Tito dijo que era media noche. Sentí dejar de funcionar mi corazón. Los pies no lograban apoyarse bien sobre la calle. Rogué se hiciera nuevamente de día para no tener que pasar por el suplicio que se avecinaba. Me había descuidado en la algarabía del festejo, ahora tocaba enfrentarlo.
La guapeza que mostraba en la cancha, se me extraviaba en el trayecto de los basurales. Oscuros. Apenas alumbrados por incendios malolientes. Plagados de siluetas zombis en busca de alimento. Despacio me fui adentrando. Recorría mi cuerpo una sensación antigua. Las sombras de las pilas de escombro semejaban monstruos fantásticos. No fueron pocas las veces que, ante el embate del viento sobre las llamas, imaginé que los árboles cobraban vida. Gigantes de huesos descarnados se abalanzaban sobre mí. Me orinaba.
El recorrido tenía otro espanto. Real, angustiante. A menudo me acechaba en la última esquina. Silueta de perímetro enorme. Quien sabe qué muda mortaja de sucesos truncos, la atormentaba en los anocheceres. De qué vertiente de desesperadas lágrimas, brotaba su ambición nocturna, de tener controlado y encerrado a su rebaño. De no ser así, se volaban sus pájaros. El cielo estallaba en miles de bordes negros imposibles de zurcir. No estoy hablando de gorriones o calandrias. Eran halcones, cuervos, águilas. Mis manos, no alcanzaban a contener el aluvión de tizones humeantes hechos palabras. Mucho menos al collage de marcas rojas que estampaba. No medía la furia. Hasta que el nudo que anudaba su alma, tiraba el ancla y en caída libre, el llanto. Eso, para mi corazón niño, era más duro que soportar la zurra.
No conocí miedo más atroz que, ver mi madre, chancleta en mano y sus pájaros sobrevolando.

ASAPH FERNÁNDEZ

Muchas veces escuché decir a mi madre《los ojos son las ventanas del alma》pero desde que estas ventanas me han sido cerradas, vivo con el alma tapiada.
Antes de qué la oscuridad cubriera mis ojos con su fúnebre velo, recuerdo haber visto un gran destello surcando los cielos; después los colores terminaron perdiendo su encanto. Las letras, compañeras y amigas de un ermitaño, partieron dejándome solo el recuerdo de sus versos ahora casi olvidados. Las estelas de los autos fueron apagadas una a una como estrellas muriendo en el firmamento.
Ahora saboreo la música y las palabras que escapan de los fantasmas que me rodean como polillas, aleteando y batiendo sus alas con polvos de hada. Algunas veces me sacuden con violencia, otras me extienden su mano para poder levantarme, pero siempre desaparecen en aquella oscuridad que parece eterna.
Esa mañana al levantarme me talle los ojos creyendo que la vigilia de la noche aún no habría desaparecido, y que pronto recogería su manto como buen amante que se retira antes de que Alectrion elevase su cántico; sin embargo, no fue de esta manera; decidió quedarse conmigo y abrazarme para siempre.
Cada día recorro un laberinto de paredes frías y caminos inciertos qué se materializan solo al deslizar mis manos y mis pies descalzos; voy de aquí para allá como ratón de laboratorio buscando el camino que me haga escapar de esta negrura tan densa. ¡Quiero correr! ¡quiero escapar! Pero temo caer y ser tragado por un abismo más oscuro del que no halle escapatoria mi vida.
—¡Me estoy quedando ciego!– Les grité desde mi cuarto —¡Qué alguien me ayude!– pero nadie me hizo caso.
Ahora muchos somos los que caminamos a tientas, nadie hizo nada por mí, ahora nadie puede hacer nada por ellos.
Quizá seamos ratones atrapados en un laberinto donde el «observador» mira nuestro comportamiento. O quizá somos el proyecto fallido de alguna deidad qué se ha cansado de mantenernos «despiertos» y ahora nos arrebata la vista para que «durmamos» ignorando lo que ha de hacer con nosotros.
Ojalá Dios o alguien se apiade de mi y de los otros como nosotros debimos apiadarnos de los que en las calles nos pedían un peso.
Me he unido a un organillero; con su música y mis cuentos son atraídos los fantasmas que nos arriman, más que un pedazo de pan, un pedazo de sustento.
Hay ocasiones en que mis oídos me dicen que las voces se han ido apagando igual que las velas al correr el viento, mayormente aquellas que con gritos y alaridos desgarradores perturbaron «su paz», una paz que ha ido ganando terreno. Temo que ese abismo que ha ido creciendo termine tragando mi vida al igual que la de los demás y devore mi cuerpo; por eso no puedo dejar de recitar historias, y entonar canciones que alegren el oído de «ellos». Soy cómo Sherezade, recito historias noche tras noche para que mis verdugos aún de mi vida se apiaden. Temo que llegue el día en que mi voz, al igual que mis ojos, se apague para siempre. Mi alma quiere correr lejos pero mi cuerpo súplica un día más… otra noche de cuentos.
Cada vez que intento recobrar la conciencia no distingo si aún permanezco durmiendo o si ya me encuentro despierto, es como si soñara y al despertar lo siguiera haciendo. Esta oscuridad me sigue a cada paso como la sombra que en los tiempos en que la luz guiaba a mis ojos y ellos a mi cuerpo, este plasmaba esa oscura silueta en el pavimento.

GAIA ORBE

Debí haber dicho antes que a mí también me inquietaron sus largas ausencias del servicio y no sé por qué no podía preguntarle qué hacía. Al final una mañana lo seguí. Bajó las escaleras del sexto piso a planta baja. Por primera vez me di cuenta que no repartía el peso equitativamente en sus piernas aunque la mano derecha se movía al mismo tiempo que el pie izquierdo y la izquierda con el pie derecho. Atravesó los amplios hall de cada piso con un movimiento marchado hipnotizante. Al llegar a planta entró a la cafetería. Observé que le respondía al mozo que le preparaba el pedido con monosílabos y eso me hizo recordar el día que Miranda me había contado que en una manada podemos encontrar algunos caballos que andan muy juntos: una yegua con su hija o hijo, un semental con la yegua más vieja, o los que se crían juntos. Sin embargo hay otros que pastan en soledad. Él, cadencioso, lograba escabullirse en el tumulto para no dejar entrar a nadie en su espacio corporal. Y casi lo pierdo. Menos mal que su altura me permitió divisar que bajaba por las escaleras al fondo. Corrí, y como la gente, debió haber pensado que era una emergencia me dieron paso. Llegué a ver cómo él se metía en una puerta al lado del ascensor, en el subsuelo.
Me quedé dando vueltas por ahí un rato. Él no salía. No me atrevía a golpear. Entonces se me ocurrió que ese lugar podía dar al exterior por detrás, y me dirigí al jardín. Efectivamente había una pequeña ventana abatible detrás de un arbusto. Apartando las ramas me asomé. Miranda estaba entre los miles de papeles que yo había tirado. En un estado de perplejidad me quedé viendo cómo él los pegaba, uno por uno, ayudándose con la regla para que queden derechos. De pronto levantó su cabeza, supuse que me había visto y me agaché. A los segundos volví a mirar. Él estaba sentado en su refugio, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea. Pensé en su todo sirve. Lo repetí en voz alta. Decidí que era mejor dejarlo tranquilo y tomé el ascensor al sexto piso. Sin embargo, con mi mente llena de inquietud, cuando el ascensorista se detuvo en el tercero, salí para volver a correr escaleras abajo y al final, abrí la puerta. Le dije:
—Disculpa. Solo quería saber qué hacías.
Miranda se puso a temblar como una hoja. Extendí mi mano:
—¿Querés que te ayude?
Aterrorizado hizo un bollo con el papel que tenía en la mano y se puso a mascarlo con fuerza. No podía creer lo que veía. Grité:
—No, no, escupí eso.
Detuvo el mascado mirándome fijamente y dijo:
—Todo sirve.
Parecía que algo en él decía peligro. Miranda subía sus hombros, flexionaba los brazos y los extendía en un balanceo intermitente del torso. Di un paso suave hacia él. Se inclinó hacia atrás y yo también. Volvió a mascar. Me dieron ganas de abrazarlo. Entonces avancé otro poco. Cuando me acercaba y él se iba para atrás, en vez de gritarle y presionarlo más, también me iba para atrás con mi brazos abiertos en cruz. Al mismo tiempo lo miraba fijamente a los ojos, cuando él se quedaba quieto. Pero si mascaba, dejaba de mirarlo a modo de recompensa. Después de realizar esta acción varias veces, entendió que podíamos hablar el mismo idioma. Y fue disminuyendo su temor. Pude acercar mi mano a su cuello y tocarlo sin que se fuera para atrás y sin que temblara tanto. A medida que nos comunicábamos de ese modo, fue dejando el balanceo y me permitió entrar en su espacio corporal. Curvó su lomo. Lo tomé como un intento de liberar dolor reprimido y lo abracé. Mi intención era actuar como un líder confiable y así lo entendió. Poco a poco se dejó acariciar y cada vez buscaba más estar cerca. Quizás porque se sintió protegido. Yo dije: “Todo sirve”. Miranda esbozó una sonrisa.

MARÍA CONCEPCIÓN RODRÍGUEZ BACALLADO

Desde el mismo momento que nacemos, nos pegan el susto del siglo: nos zarandean, nos dan tortas, nos gritan y nos preguntamos que habremos hecho para que nos traten así.
A medida que vamos creciendo, el miedo nos acompaña en nuestra andadura, a veces lo mantenemos a raya, en ocasiones nos supera y en otras, estamos tan acostumbrados a él, que ni nos enteramos que anda merodeando de nuevo.
El miedo nos hace valorar la vida. Cuando lo hemos superado, respiramos tranquilos, agradeciendo haberlo vencido y nos preparamos para su siguiente visita, donde seremos más fuertes y le venceremos.
¿Qué sería nuestra vida sin esa pizca de miedo que nos mantiene ojo avizor ante cualquier adversidad?
Os confesaré que mi mayor miedo es que un día de estos al despertar, no me pueda levantar.

CHARLIE PERALTA

Era un niño introvertido. Criado en una familia de clase media. Hizo la escuela primaria en la década de los ochentas. En el colegio Bombal, frente a la plaza Sarmiento. Ese comienzo del final de su niñez, vino acompañado de los primeros animes japoneses por tv y los primeros vhs, Que disfrutaba en familia y con amigos. Esa apertura, inesperadamente venia unida al miedo. La abrumadora realidad envolvía al muchacho, era el precio del conocimiento. Inconscientemente la guerra fría, estaba en todos lados, El Armagedón podía liberarse con solo presionar un botón rojo. Por suerte al inicio de la década siguiente, la amenaza llegaría a su fin. Pero, quien lo hubiera pensado, tantos años después los vientos del apocalipsis retornaban con temor, sobre su mente.


KAREN ROSADO

No importa si el día fue perfecto ya que al llegar la noche me pregunto:
¿A dónde irán mis recuerdos cuando muera?
Y pienso en lo preciado que aún tengo,siento como si algo oprimiera lentamente mi esternón hasta que lo hace estallar en llanto y noto
la profunda herida provocada en mi pecho …
Que me hiere pero no hiere más que el pensamiento de mi muerte…que un día más es uno menos y que no sabré como volver del más allá para escuchar su voz,ver su sonrisa y perderme en la contemplación.
En dónde entiendo que la vida no me está consumiendo si no el miedo que es la constante diaria.
Ese miedo asaltante ,ese miedo invisible,ese miedo sin terror.

NICOLÁS MUÑOZ

Entre los dolores de la vida
miedo va creciendo en las mentes
conscientes
asustadas
por la apariencia de castillo
del terror
que va engendrando el poder del hombre.

RODOLFO ALBERTO MICCHIA

Estábamos sentados en el paredón de la esquina como todas las tardecita de verano, cuando hablando de miedos, Don Gilberto sentado a la sombra del tilo nos dijo:
—¡Jaj! ¿Miedo?, Miedo fue ese día que Don Tincho se afeitó el bigote, lo recuerdo como si fuese hoy — comentó—. Yo era chico, más o menos de la misma edad que ustedes y había que ser valiente para mirarlo a la cara.
—¿Tan feo era? —dijo uno de nosotros.
—¡Feo! Quien lo conoció sin ese límite de pelo sobre el labio superior, puede decir lo difícil que era esa sensación.
Y ahí comenzó a contarnos…
Resulta que siendo joven, Don Tincho tuvo un entuerto con Casimiro Lafuente, un entredicho que le dejó una sonrisa irónica y, fue esa vez que al esquivar la puntada que iba dirigida a la panza, el brazo del pendenciero marcó su destino, el elíptico giro de ése desvío, le rozó la cara provocándole un corte tal, que fue a parar al hospital vecinal.
Resulta que ahí y dada la hora del combate, el doctor Tergirio que había brindado por demás en la despedida de soltera de Carmen, la enfermera residente, actuó de manera urgente y, lo primero que hizo fue tranquilizar al paciente, lo segundo, desinfectar la herida y coser.
En un descuido por el alcohol circulante en la sangre del tordo, la aguja tocó un nervio facial y fue ahí, ante la mueca de Don Tincho, que el médico pensó que había quedado complacido.
Después de varios cambios de vendaje el susodicho se reía de todo, al menos eso parecía, de un lado de la cara solo llamaba la atención su semblante serio, pero del otro lado sin reírse, se le veía la muela de juicio. Hasta en el velorio de Don Cisneros lo fotografiaron junto a la viuda con su eterna sonrisa. Fue ahí que optó por dejarse un llamativo mostacho. Esa mañana ante los reiterados cortes de luz decidió afeitarse a oscuras. Al salir del baño su propia mujer pegó un alarido. Al volver la luz no supo que hacer, había seguido la comisura del labio por instinto pero la misma curva de la cicatriz lo hizo terminar en el agujero de la nariz dejando así, la marca expuesta.
Lo único que pensó fue salir con una curita pero llamaba por demás la atención, determinó entonces que lo mejor era ir a la peluquería de Don Flores y hacerse un corte extravagante para así, desviar la vista de quien lo observara.
Don Flores, el peluquero del barrio era de la vieja escuela, los cortes modernos no eran su especialidad pero dada la insistencia de Don Tincho ojeando una revista tomaron una decisión.
El pulso de Don Flores no era el mismo que en sus mejores tiempos y casualmente la elección demandaba firmeza.
Al salir de la peluquería esa tarde, Don tincho no sólo causó impresión, sino que fue una mezcla de miedo y sorpresa sin llegar al terror.
Muchas madres sacaron fotos del andarin para mostrarle a sus hijos que si no tomaban la sopa, se aparecería en las noches, claro que eso duró hasta que le volvió a crecer el mostacho comentó Don Gilberto recordando esas noches de caldos..

ALEXIS STEVENS

Recuerdo que cuando era niño pasaba algunas noches leyendo un libro de historias de terror con mi hermano mayor, tenía historias de muertos que regresan a la vida, de fantasmas, brujas y rituales satánicos donde sacrificaban a niños. Después de leerlo siempre nos escondíamos debajo de la cama y creíamos ver fantasmas y hombres encapuchados en cada esquina de la habitación, entre los montones de ropa veíamos rostros y en los ruidos que hacían las ramas de los árboles, rosando la ventana de la habitación, voces o chillidos de ultratumba. Después mamá se fue y conocí el miedo a papá, cuando una noche, en que papá estaba borracho, nos sacó de debajo de la cama a mi hermano y a mí y nos dio una golpiza. El miedo había cambiado de lugar, ya no era el miedo a la oscuridad, a lo desconocido, a lo que estaba afuera y era sobrenatural. Era un miedo a lo que siempre había estado junto a ti, con rostro humano, perfectamente afeitado y con rasgos parecidos a los tuyos, en plena luz del día y dentro de tu propia casa. Entonces supe del miedo que podías tenerles a las demás personas, a plena luz del día. Pensaba que, con el tiempo, cuando fuera más grande, ese miedo desaparecería, pero no fue así. Poco a poco fui perdiendo a mi hermano, el que conocí leyéndome cuentos de terror en noches solitarias se hizo más rebelde y frecuentemente insultaba a mamá por haberse ido.
Más adelante, entrando en la escuela, cuando mi hermano mayor ya no formaba tanta parte de mi vida, sino que empezaba a formar la suya y a dispersarse como una sombra, me seguía comparando con él y también con mis compañeros, los que no llevaban los zapatos rotos y que tenían ambos padres, entonces descubrí el miedo a ser diferente y no encajar. Más adelante conocí el miedo a no ser suficiente, a no conseguir un buen trabajo, el temor a perderlo, el miedo a no ser amado, el miedo a ser amado demasiado y no saber cómo corresponder, el miedo a estar solo y el miedo a estar acompañado, el miedo a ser padre, el miedo a no ser un buen padre y, mientras regresaba de trabajar de noche, el miedo a ser asaltado y morir desangrado en la calle, a la violencia. Mi padre, al igual que mi hermano, también se terminó yendo, primero de mi vida, después del mundo. Lo único que llego a mi vida para quedarse fue el miedo, cambiando de forma, metamorfoseándose dentro de mí, como un parasito monstruoso, pero intangible, en el interior de mi cerebro.
Cuando tuve una hija, cuando nos quedamos solos, cuando comenzó a crecer, supe que no quería repetir la historia de mi padre. Miedo a ser como él.
Mientras estoy en la sala, la televisión permanece encendida y se escuchan las noticias a todo volumen. Imagino que las ondas de sonido son como pájaros oscuros volando a través de toda la habitación y llenándola. Mientras en la pantalla aparece la imagen de una madre llorando, una sensación vaga de desesperación y de agitación en el aire me inunda, se me acelera un poco el corazón, luego más, hasta poder sentirlo sobresaliendo ligeramente de mi camisa, en seguida una leve sensación de frio me recorre. Tu permaneces unos segundos parada frente a la puerta y después giras la manija, entonces, mientras te alejabas y sonaban las noticias, conocí el miedo a buscarte y no encontrarte, el miedo a que un policía toqué la puerta para identificar tu cuerpo, a no volver a abrazarte. De nuevo el miedo a las demás personas.

JAVIER GARCÍA HOYOS

Con temor amanezco, y ese mismo sentimiento me atenaza y me ahoga; me hunde bajo el barro de la desesperación, y me desarma.
La pena rodea mi conciencia y bloquea mis actos, provocando que pague mi redundante pena, condenado a una pena a un mayor: inutilidad.
Dicen que debo luchar contra los monstruos que me oprimen y las pesadillas que me hacen insomne, pero ¿Qué hacer cuando tales enemigos ya han conseguido someterme, encadenarme, y amordazarme? ¿Qué hacer cuando mi simple pestañeo me provoca el temblor de quien vive en la constancia del terror?
El miedo a despertar solo es superado por el de dormir, por miedo a ese despertar.
Miro por la mañana al sol, pero no busco en él la esperanza de una luz que ilumine mi camino. Si no el camino que me conduzca hasta la incandescente estrella. Que en él hierva mi sangre y me queme por dentro, que me haga pagar mi eterna cobardía. Que me haga reaccionar. Que con ese sufrimiento nazca en mí la rabia que acabe con esta infinita desolación que me aparta de ti, de mi, y de todo lo que me rodea. Que me haga al fin sentir vivo.
Tengo envidia de mi reflejo en el espejo, pues el no tiene miedo de mirarse así mismo a los ojos para comprobar la nada en la que me he convertido.
A lo único a lo que no he perdido miedo, es a conocer mi destino: La triste vida de la soledad y los sueños incumplidos.
Cuando miro a mi alrededor compruebo con resignación que ya nadie me ve. Solo ven lo que siento. Pues mi miedo es capaz de asustar a quien me observa. Mi miedo es objeto de mofa y escarnio de quien no entiende mi dolor.
El dolor del miedo

BEA ARTEENCUERO

El miedo tiene alas y se instalo en mi alma.
Estas en mi vida, no quiero tenerte pero siempre vuelves cual ave rapaz vas y vienes, me carcomes llegas hasta mis entrañas sin piedad; Las sombras me rodean,
ahi estas agazapado esperando el momento para invadirme.
Cuando en mi corazón llega la noche llegas para acosarne, no te rindes. Quiero vencerte y pensar que te has ido para no volver, inevitablemente sigues y cuando menos lo espero …Apareces.
Trato de acostumbrarme y hacerte mi compañero.En mi mente te transformo en alas de pajaro para que solo te poses en los instantes fugases, estas en las sombras de mi alma , cuando creo que te has ido vueves siempre vuelves.
Te siento en el silencio, entre las penumbras que me envuelven.
El miedo tiene alas, y se instalo en mi alma..

GLORIA ALBADALEJO AYALA

PANOFOBIA
Mi psiquiatra me ha diagnosticado Panofobia, dice que tengo miedo a todo y creo que es verdad. Me ha recomendado mucha calma, ejercicios de relajación y, sobre todo que no deje el medicamento. Eso es lo malo, no puedo tomarme esas pastillas, me sientan fatal. Me dan arcadas, náuseas, ganas de vomitar. No sé qué hacer. Además, creo que tendré que dejar el trabajo. Tengo que viajar demasiado y tengo que coger otro avión. Todavía me duran las taquicardias del mes pasado, cuando fue la última vez que cogí uno. Al final me tuvieron que llevar a urgencias cuando el avión aterrizó. Intento pensar que no me pasara lo mismo, pero creo que es inevitable. El corazón me late a cien por hora solo de pensar que dentro de media hora ya tengo que entrar en ese tubo volador a donde no se respira bien y huele a plásticos sucios y sudor de la gente que no se lava, y alguna que otra vez a otras cosas desagradables que ahora no quiero nombrar. ¡Dios mío!, me empieza a temblar todo el cuerpo, seguro que esta vez se estrella. ¡Tengo miedo! tampoco me gusta la gente, algunas personas tienen cara de asesino, ¿y si alguien pone una bomba?, he visto un tipo que tiene pinta de llevar un explosivo. No quiero entrar ahí. Toda la gente me mira con cara rara, están tramando algo, seguro.
Ya estoy en la puerta del embarque, todavía no sé cómo he conseguido llegar hasta ahí. Me tiemblan tanto las piernas, que creo que en cualquier momento me voy a caer al suelo. El tipo de la bomba pasa por mi lado y me roza el brazo. Estoy a punto de gritar: (que lo detengan, lleva un explosivo), pero no me sale la voz, me he quedado mudo, paralizado, pero tengo que entrar ya. La azafata me mete prisa y no sé qué me dice, no oigo. Mis pasos lentos van avanzando hacia el interior, hacia ese tubo estrecho volador. No quiero entrar, pero me viene a la memoria la voz de mi psiquiatra. (Ten calma, tranquilo, respira hondo, tú lo puedes conseguir. Estoy a dentro pensando en sus palabras. Busco el número de asiento que me pertenece, por fin lo he encontrado, estoy muy cerca del ala. Me siento con delicadeza, como si en el asiento hubiera huevos y no los quisiera esclafar. Me sale una risita nerviosa, ja ja. Qué bueno, ni que fuese yo la gallina, vale, pues vamos a incubar, ja ja ja… En mi lado hay una señorita, bastante guapa, por cierto, y me sonríe. No sé si me sonríe porque yo me he reído antes, o qué. Vamos a dejarlo ahí. La azafata cuenta el royo de siempre; que si bla bla bla y que si bla bla bla. Estoy cansado de escuchar siempre la misma monserga todos los meses. No puedo acostumbrarme a este trasto, ya no piso ni uno más en mi vida.
Un niño que hay detrás de mí, se pone a llorar. Doy un sobresalto, ya ha empezado a actuar el de la bomba. ¡Nooo!. La señorita de mi lado se asusta, estaba medio dormida y la he despertado. Me tengo que disculpar, le digo que estaba soñando y ella se vuelve a dormir. El niño sigue llorando. Mi corazón empieza a latir más fuerte, ese crío me saca de quicio. Despegamos y el despegue se me hace eterno. Cada vez más alto, no puedo mirar. Cierro los ojos y me tapo los oídos para no escuchar a nadie, ni a la gente que tose, que habla… Mis tímpanos se llenan de esas voces que parecen escuchar que me van a matar, que si la bomba…, abajo en mi asiento, – ¡está ahí! – Me levanto bruscamente y la señorita de mi lado pega un grito al despertarla.
– ¿Qué ocurre? -, me dice. -Vamos a morir-le digo-han puesto una bomba y está aquí debajo, en el asiento mío.
La chica se alborota, empieza a gritar cada vez más, él niño, que se había callado, se pone a llorar más fuerte todavía. La gente grita. Nadie sabe lo que pasa, solo yo y el autor del atentado. Viene la azafata corriendo y le indico el lugar a donde se ha puesto el explosivo. Toda la gente se levanta de su asiento. La azafata poco a poco, se va inclinando hacia el sitio peligroso. Mira con una linterna, está manipulando algo.
– ¡Cuidado!, va a explotar. -Le digo chillando.
La mujer se levanta con cara de pocos amigos y me saca la bolsa de papel para vomitar.
-Esto es lo que había debajo de su asiento, señor, no había nada más. Le advierto que ha cometido una inflación y esto le puede llevar a una multa.
Me tengo que disculpar, mil veces, besándole la mano si es necesario.
-No lo aré más, no lo aré más. Perdone, perdone. Me pongo rojo como un tomate y me siento de nuevo muy despacito, por si acaso, no estuviera el artefacto en el asiento.
El ala del avión hace movimientos bruscos, creo que entramos en unas turbulencias. Efectivamente, nos avisan de ello. La alarma me pone aún más nervioso de lo que ya estaba. El saco de papel me será necesario, tengo que echar las papas, no puedo más, el estómago se me está removiendo. A dónde está, a dónde está. La “zorra” se llevó mi bolsa de papel, pero no aguanto más, tengo que echarlo todo. Aquello salió disparado por mi boca, pringándolo todo.
-Lo siento, la bolsa…
La señorita de mi lado que también le ha salpicado, me pone cara de mal genio. Creo que tiene ganas de arrearme, pero se aguanta. La azafata vuelve a mi asiento para limpiar lo que he provocado.
-Usted me ha quitado la bolsa y yo no he podido aguantar más.
-Salgan de aquí, está todo perdido.
Cuando me levanto, todo me da vueltas. Las turbulencias ya se han calmado, pero el paisaje, esas nubes oscuras, esos rayos. Si, son rayos. – ¡Nos vamos a estrellar! – y eso digo gritando, ya desesperado.
-Cállese ya. -Me dice la azafata muy enfadada.
Tengo que ir al lavabo a seguir vomitando, pero mareado, a punto de desmayarme, resbalo y me caigo al suelo. Tengo las suelas de los zapatos llenas de vómito, hasta yo estoy pringado hasta las trancas.
El niño no para de llorar y la gente alborotada. Algunos chillan descontrolados, pero otros se ríen y mi cabeza no para de dar vueltas. Viene un doctor a atenderme y me espabila a base de guantazos.
-Váyase al lavabo y lávese la cara, le sentará bien. -Me dice, y eso es lo que hago.
Salgo al rato, ya más fresco y limpio y las caras sonrientes de los pasajeros, me persiguen conforme voy andando. Yo no quiero mirarlos, todos están en mi contra, pero mis ojos no pueden evitar mirar ese cielo negro que se ha puesto repentinamente y la iluminación de los rayos que cada vez es más continua. Decido volver al lavabo, no puedo mirar aquello, pero la azafata me guía a mí asiento, me tengo que abrochar el cinturón, hay turbulencias de nuevo. Me da cinco bolsas de papel para la siguiente vomitona, si es que me queda algo en el cuerpo que creo que ya lo he echado todo. Me siento de nuevo delicadamente, cierro los ojos, me tapo los oídos y pongo mi cabeza sobre mis rodillas. Para un aterrizaje forzoso, es la mejor posición, tengo entendido, pero no habrá aterrizaje, lo sé, nos vamos a estrellar, este es el fin. Me pongo a llorar como un crio, mientras digo entre sollozos que no quiero morir y mi corazón se mueve violentamente sobre mi pecho y todo yo tiemblo como un flan.
-Vamos a aterrizar dentro de diez minutos. -Dicen por el megáfono. -Abróchense los cinturones, bla bla bla, bla bla bla…
Aquello se ha puesto a mover de una manera espantosa, pero yo ya no recuerdo nada más, me he desmayado.
Al despertar me encuentro en una camilla, parece un hospital. Viene un doctor, creo, lleva una bata blanca y.…, algo más. ¿Qué es eso?, ¿una jeringuilla? No es una jeringuilla, es una jeringaza, tan grande como un pepino.
-No, por Dios, ¡no!, ¡nooooo….!
FIN

EMILIANO HEREDIA JURADO

TERAPIA DE GRUPO
Un muchacho, algo desgarbado, va caminando por una acera cualquiera de cualquier ciudad, entra en un portal, le da al interruptor y se encienden unas luces un tanto mortecinas, no ya por la poca luminosidad de las bombillas, sino por la pátina de polvo que tienen lo apliques de las paredes y el plafón del techo.
Tiene que subir andando, ya que el edificio no tiene ascensor, pero solo es un piso.
Se detiene delante de una añosa puerta, donde en el centro, encima de la mirilla, está colocada una placa casi dorada, en la que se puede leer:”Dr. Mambrú Sefue Alaguerra. Especialista en fobias”
-Aquí debe de ser –Piensa para sí mismo-
Pulsa el timbre, y le abre la puerta, una enfermera, de unos veintipocos, con un uniforme muy sensual, con medias blancas, mini-mini falda, que deja enseñar unos ligeros, chaquetilla muy ajustada y escotada, que deja entrever sus “protuberancias”, y una cofia.
-Pase, pase, le estábamos esperando-le dice al muchacho, que está ojiplático por lo espectacular de lo que está viendo-
Le dirige al salón de la casa, donde hay un círculo de personajes, sentados, que están esperando al recién llegado.
Un hombre con bata blanca con barba descuidada al igual que el pelo, un tanto despejado, recibe al recién llegado:
-Siéntese, por favor- le dice al muchacho- gracias Gladis, ya se puede marchar
Un hombre con gafas, un poco obeso, persigue a la enfermera, con ademán de ponerle las manos en el culo, en los hombros, con los ojos orbitando:
-Brrrrfrrr ¡hija mía que buena estás!, estás más buena que chupar la salsa de los callos BRRRR Frrrr, breerrrrr
-¡Por favor sr Ozores!, ¡conténgase!-ordena el doctor-
-¡tu ni caso a éste, guapa!, aquí tienes mi teléfono para lo que necesites, estoy de guardia para ti las 24 horas del día!-le dice a la enfermera un tipo con un peinado de chuleta, y traje-
-A éste no le hagas ni caso, es un inútil, hija mía de mi alma, ¡cómo estás!, además, ronca y le huelen los pies, además, mira que porte tengo de galán-le dice a la enfermera, un tipo bajo, gordete-
-Ahora ustedes-dice con infinita paciencia el doctor-siéntense, sr Pajares y sr Esteso, y dejen en paz a la enfermera, y usted, diga su nombre y diga porqué ha venido-le dice al muchacho, que ya se ha sentado, y duda de que ha ido a un buen lugar-
-Hola-mira a todos-me llamo Juan, Juan sin miedo, bueno, era, porque ahora, desde que me he casado, tengo un miedo atroz, ahora, a mi mujer le ha dado por tener un niño, y a mí me entran unos sudores…-dice el muchacho pesumbrado-
-¡A mis pechos querido mío!- le dice un señor larguirucho, con chaqué,con chistera y bigote-conmigo no va a tener miedo en general-
-O si es pequeño, cabo, o pequeñito el miedo, soldado raso-replica un señor bajito, con chaqué y bombín-
Por favor, señores Tip y Coll, dejen hablar al muchacho.
-Gracias por el recibimiento-dice el muchacho-
-Es que si hubiera un espejo y un paragüero, sería un recibidor-dice el sr Coll-
-Hola como estamos, tú, ¿bien?, yo, bien grachias, dáme algo,
-Señor Barragán, no interrumpa
-Chi señor, es que soy pobre, ¿sabe usted?-se dirige al muchacho-y como no tengo ni pa coñá, ni pa vino, ni pa putas ¡uy perdón!, pues vengo un rato aquí, ¿sabe usted?, que se está calentito, le digo al doctor que tengo miedo, y así paso la tarde, ¿sabe usted?
-Usted, que prefiere, susto o muerte-le dice a Juan, un señor bajito, con bigote, mascullando un palillo-
-Pues, no sé-titubea Juan- susto
-¡uh! Dice el compañero del señor bajito, un tipo larguirucho con el pelo peinado a estilo cazón-
-Pues vaya mierda de susto-dice Juan-
-¡ah! Haber elegido muerte-replica el señor del bigote-
-Por favor, señor Faemino y Cansado, si no dejan hablar a Juan, no nos puede decir cuáles son sus miedos, dejenmé a mí, que soy el que ha leído los libros para ser psicólogo.
-Es verdad, es verdad, yo también leo a Kiekegaard-dice Faemino-
-Yo al que siempre he tenido miedo, es al JR, un tipo muy malo de la serie Dallas, hasta le hice una canción para quitarme el susto del tío ese-dice un señor gordo, andaluz, que coge una guitarra y se pone a cantar- “Desde el cabo de Gata, hasta el de Finisterre, como está la gente, con el JR…”
-Señor Pepe da Rosa, no se ponga a cantar ahora-le dice el doctor-
-Pues a mí me ha recordado el miedo que tengo cuando mi mujer me manda limpiar la pila de la cocina, los cacharros, tengo tanto miedo que tengo hasta visiones-dice un tipo con chilaba, fez, cogiendo una guitarra- “Una sartén muy tiznaaaaa, le dijo a una olla express, no presumas con tu piiiitooo, que yo también se hacer….unas papas con huevo frito…”
-Señor Emilio el Moro, no le haga la réplica al señor Pepe-dice suspirando el doctor-
-Hosti tu-interviene un tipo, todo de negro, con gafas negras, fumando un pitillo y un vodka con naranja en la mano, con acento catalán-pa susto el que me dí, una vez en el parque, saben aquel que diu, que estaba en el parque, comiendo pipas, se sentó una señora a mi lado, con un carrito al lado, y le dije: oigue, escolti, las cáscaras, ¿se las doy al mono?, hosti tu, que feo era el nen, ¡que susto!
-Gracias por su intervención, Eugenio-le dice el doctor-
-Para miedo, el de la guerra-dice un tipo con pinta pueblerino, con boina-me acuerdo yo, que cogí el teléfono y pregunté: oiga ¿es ahí la guerra?, ¿a qué hora van a atacar?, es que la guerra, aunque da mucho miedo, antes era otra cosa, con mas educación, me acuerdo yo, que por navidad, nos disparaban con peladillas, estaban mas ricas….
-Gracias, señor Gila-le dice el doctor-
-Pues yo me acuerdo de mi amigo Moncho-dice un tipo valenciano, muy simpático-, íbamos por el Corte Inglés, y vimos un bolso monísimo-hace un gesto como un poco amanerado- ¡oig!, ¡que susto!, ¡20000 pesetas!, desde entonces, mi amigo Moncho y yo, tenemos un miedo al ir a los centros comerciales, que no veais
-Buen testimonio, señor Arévalo, bueno, de momento, dejamos aquí la sesión, si os parece bien a todos, y usted, Juan ¿le esperamos para la semana que viene?, a ver si estos le dejan hablar
-Si, si…-responde Juan, estupefacto, sin saber muy bien que es lo que ha pasado-
Nota del autor: en homenaje a tantos humoristas que ha habido, hay y habrá en España, perdón, me he dejado muchos, y sería muy largo el relato. El miedo se combate con risas

EDUARDO VALENZUELA JARA

HIDROFOBIA
Su barbilla temblaba de frío, escurría gotitas que resbalaban por su bikini y caían al pasto. Mientras, contemplaba en la piscina el juego incesante de reflexiones del sol de verano. Una brisa le provocó escalofríos y se quedó mirando las yemas de sus dedos mojadas y arrugadas. Siempre le hacía gracia el efecto “arrugante” del agua en la piel. Pero ahora, pensó, no era el agua. Ahora ya estaba vieja.
Desde que tenía memoria sentía pavor de morir ahogada. En sus pesadillas se veía hundiéndose, sumergida, luchando, impotente, sin poder respirar.
Vivió su infancia observando con envidia a sus hermanos y amigos disfrutar de las jugarretas en el mar, en los ríos, en las piscinas. Ella, siempre se limitó a mojarse los pies y a humedecer sus manos y su cara.
En su juventud asumió con resignación la humillante función de cuidar los bolsos y toallas, mientras los apuestos muchachos se divertían con las chicas exhibiendo sus cuerpos alborotados por las hormonas.
Nunca se casó, nunca tuvo hijos que cuidar de caer al agua.
Ahora ya estaba vieja, sola y vieja. Y sentía que siempre, no solo tuvo miedo de hundirse, sí no también de vivir.
Nunca quiso creer que, contra lo que se pueda pensar, los cuerpos no se hunden. Lo comprobó cuando ya fue demasiado tarde. La encontraron una tarde, flotando boca abajo.

FERNANDO RIERA

«La redacción»
Era casi la hora de cenar y Juan, un chico de doce años, por fin terminó los deberes que tenía de la escuela. Se trataba especialmente de un trabajo que la profesora de gramática les había puesto a sus alumnos para entregarlo mañana. Consistía en una narración sobre el tema que cada cual quisiera, de una o dos páginas como máximo. Incluso podía ser un relato de ficción creado por el alumno.
Juan estaba muy ilusionado y satisfecho con el trabajo que había realizado. Le encantaba inventarse y escribir historias. Tenía mucha imaginación. Siempre esperaba ansioso, cuando por fin pondría la profesora, «redacción, tema libre». Gozaba enormemente ese día. Sobre todo cuando llegaba la hora de poder entregarle su redacción para que la correguiera, y la leyera.
Sin embargo esa vez había un problema. Cada alumno tendría que leer su trabajo en voz alta, delante de toda la clase. Para la mayoría de los chicos eso no suponía mucha dificultad, pero para Juan sí. Era extremadamente tímido.
Ya en la cama, después de cenar, Juan estuvo dándole vueltas al asunto de la redacción. Lógicamente no le hacía mucha gracia tener que leerla en público. Durante un buen rato le quitó el sueño tal preocupación. Pero al fin, más por el cansancio del día, y la propia ilusión de su relato que le hacía sentir orgulloso e ilusionado, pudo con sus temores y consiguió dormir. Al día siguiente, justo después de comer, era la hora de gramática. Se había releído el relato un par de veces más. Lo tenía a punto en su libreta. En la clase, la mayoría de los chicos hacían alboroto. Juan estaba sentado en su pupitre, en silencio. Miró hacia las ventanas. A fuera la tarde se estaba poniendo cada vez más gris. Amenaza tormenta. Se oyó un relámpago y más de una chica pegó un grito.
Entonces entró la profesora. Saludó a los alumnos y les pidió que volvieran a sus asientos y guardarán silencio.
Cuando la profesora terminó de preparar sus cosas se dirigió a todos: -Chicos, tenéis vuestros trabajos de redacción terminado?
-Siiií!! -gritó la mayoría.
-Muy bien. Pues empecemos cuanto antes. Iréis saliendo uno a uno aquí delante conforme os vaya llamando. Entonces leeréis vuestro relato o lo que tengáis preparado.
Empecemos -explicó la profesora.
Se respiraba un ambiente de agitación y nervios entre los alumnos. La jornada era un tanto peculiar para ellos.
Y así, tal y cómo la profesora dijo, les fue llamando por orden alfabético. Salían a la pizarra, uno a uno, y cada cual leía su texto, entre fallos de vocalization, risas, aplausos, y pedidas de silencio de la maestra.
A fuera había oscurecido aún más a causa de la tormenta. Empezó a llover ligeramente, mojando los cristales de las ventanas. De repente algún trueno aislado sobre saltaba a todos.
Dentro, Juan cada vez estaba más nervioso. Pronto le tocaría el turno de salir y leer su relato, el relato que con tanta ilusión había escrito.
Una simpática niña terminó de leer el suyo y todos, incluida la profesora la ovacionaron.
-Bien!!
-Bravo!!
La niña hizo una graciosa reverencia y volvió a su lugar. -Juan Rovira! -gritó la maestra.
Todos le miraron. El se quedó casi petrificado. Se levantó y muy lentamente camino llevando en sus manos la hoja del relato.
Por fin llegó dónde estaba la pizarra, cerca de la profesora, que estába de pie junto a su mesa. Mientras, se oía alguna risita maliciosa de algún alumno.
-Cuando quieras, Juan. Empieza -le dijo la profesora.
Pero los cuchicheos no terminaban.
-Silencio, chicos! -gritó finalmente la profesora poniendo orden.
Juan miró hacia la hoja. Su corazón le golpeaba fuertemente dentro del pecho. Se le había secado la boca y le temblaban las manos. Por un instante se vio sin fuerzas para leer, creía que iba a derrumbarse de un momento a otro.
… Pero volvió a pensar en su relato, en su fantástico relato, y sacó valor de lo más dentro de él.
Entonces empezó a leer:
«La noche de Halloween», pronunció Juan con determinación. Ese era el título del relato.
Se hizo un silencio absoluto. Todas las miradas cayeron sobre él.
Y continuó leyendo:
«Aquella noche de Halloween en mi pueblo, había salido con mis amigos Luís y Antonio.
Regresabamos ya a casa, era tarde y había oscurecido. No había ni un alma por la calle. Entonces Antonio de pronto se detuvo, y mirando hacia una de las casas que teníamos al lado, pues la mayoría eran de una o dos plantas con jardín, dijo: -Esa no es esa casa misteriosa, en la que hubo unos asesinatos hace años…?
-Sí, es esa. Y lleva tiempo vacía. -afirmó Luís -.
-Pues entremos! -añadió Antonio.
-Noo!! -exclamé yo.
Pero ellos no me hicieron caso y fueron hacia la casa.
-Qué haces, Juan, no vienes?! -exclamó Luís.
-No. Yo os espero aquí -le contesté.
-Cómo quieras -dijo Luís, y se fue hacia la casa.
Antonio ya estaba en la puerta, la abrió con cuidado y ambos entraron.
Yo les observé alucinado. Por nada del mundo entraría ahí, pensé. Pero unos instantes después, oí a unos metros detrás de mí, unos extraños pasos que se acercaban. Miré, y vi aterrorizado la silueta de un hombre grande y desgarbado que caminaba cojeando.
Cada vez estaba más cerca, y venía directamente hacia mí.
Trague saliva. No le veía muy bien, por la oscuridad. Pero me daba muy mala espina.
De pronto apareció un cuchillo en su mano. Y casi se me para el corazón. Pero eso no fue nada comparado con lo que dijo entre susurros: -Niño… Voy a por ti…
Cómo podéis imaginar salí pitando hacia la casa dónde se habían metido mis amigos».
Aquí Juan, se detuvo unos segundos en su relato, cómo si fuera un intermedio, con lo que aprovechó para tomar aire, y continuar leyendo cada vez con más firmeza y confianza.
No tuvo tiempo de fijarse en el expectente silencio con que le escuchaban.
Las dos chicas que se sentaban en uno de los pupitres de la primera fila, se agarraban una a otra aterrorizadas. La mayoría de los alumnos con la boca abierta sin mover ni un músculo. Otro chico se había tapado las orejas con las manos porque no soportaba el suspense de aquella historia.
Y la profesora inmóvil, alucinada, escuchaba atentamente con los ojos cómo platos.
Juan continuó:
«Entré en la casa con gran sigilo. Estaba totalmente a oscuras, llena de telarañas y suciedad.
-Luís, Antonio!! -grité buscando a mis amigos.
Pero no hubo respuesta.
De pronto se escuchó el golpe fuerte de una puerta cerrándose.
Se me heló la sangre…
Y a continuación unas amenazantes risotadas: -Ja, ja, ja!!»
-Aaahhh!!! -gritó una alumna aterrorizada.
Mientras, las dos que se agarraban entre ellas, ahora se abrazaban con más fuerza, temblando.
El chico que se tapaba las orejas ahora se había escondido debajo del pupitre.
Juan continuó leyendo: «Subí por unas escaleras que iban al piso superior. A cada paso que daba, sus peldaños crujían lamentablemente. Pero procuré hacer el menor ruido posible. Y no me atreví a gritar otra vez los nombres de mis amigos. Por si acaso…»
-Bbbrrrooommm!!!! -un terrible relámpago interrumpió el relato, dejando a oscuras la clase.
-Aaahhh!!
-Uaahh!!
-Mamaá!! -gritaron la mayoría de los alumnos.
También la profesora se sobresaltó.
Pero en cuanto volvió la luz dijo: -Tranquilos, chicos. Sólo es un relampago…
Continúa leyendo, Juan. Por favor. «Por fin llegué al piso de arriba y busqué habitación por habitación a mis amigos.
Cuándo de pronto, al entrar en una, noté que mis zapatos se enganchaban en el suelo. Miré, y vi que una extraña forma viscosa se arrastraba por el suelo, hacia el cuarto de baño.
La seguí aterrado e incrédulo, y ante mis alucinados ojos contemplé como aquella masa verde empezaba a tomar formas.
Por un lado un bulto se transformó en una pierna con un zapato… Y por otro una cabeza con cabello… No pude soportar más aquella horrenda visión y retrocedi alarmado.
Pero lo peor estaba por venir.
Al salir al pasillo, una fantamal pero reconocible voz me llamaba. Me giré y al fondo algo se acercaba a mi.
Otra de esas formas viscosas iba adquiriendo una silueta humana, que pronto también me resultó familiar.
-Juan…! Ayúdame, por favor! -exclamó quebumbrosamente aquella forma que ahora tenía el aspecto de mi pobre amigo Luís.
-Juan! Ayuda…! -volvió a gemir extendiendo su brazo viscoso hacia mi.
Casi caí de espaldas por la impresión.
Juan…!! -gritó ahora Antonio desde la habitación.
Me recobre cómo pude, y sin aliento baje las escaleras sin pensármelo dos veces, huyendo despavorido ante aquellas cosas, que lamentablemente ya no podían ser mis amigos.
Salí de aquella casa demoníaca, calle arriba, en dirección a la mía, corriendo sin detenerme ante nada.
Sin dar explicaciones de ningún tipo a mis padres, me metí en la cama aún con el corazón acelerado, y me cubrí con las mantas hasta la cabeza. Apenas dormí esa noche. Sólo unas pocas horas. Al día siguiente, pensé que todo aquello debía haber sido una pesadilla. Ya que resultaba muy dificil de creer, y más de explicar.
Casualmente por la tarde me encontré con mis dos amigos, Luís y Antonio, por la calle.
Se me acercaron sigilosamente. Me miraron con una extraña sonrisa, y me hablaron en un tono de voz que me hizo temblar.
-Quieres venir con nosotros…? -preguntó Luís.
-Tenemos planes para ti -añadió Antonio.
-Qué te parece ir al lago, Juan…? Será divertido -insistió Luís.
-Al lago, ahora…? -pregunté extrañado, queriendo rehuir la oferta.
-Sí, vamos! -exclamó Antonio.
Había en ellos algo extraño… No sabía el qué, pero lo había… Se les veía tan raros… No dejaban de observarme, y poco a poco me iban acorralado.
Estuve a punto de decirles, -está bien, vayamos al lago- total eran mis amigos de toda la vida… Cuando de pronto vi que de la oreja de Antonio empezaba a aparecer un espeso líquido verde… Y por uno de los orificios de la nariz de Luís, también, el líquido viscoso!
Intenté disimular pero Antonio se percató de mis sospechas y quiso agarrarme del brazo, pero yo me aparté y retrocedi rápidamente.
-Juan… Ven con nosotros… -valvuceo Luís mientras le caía líquido verde de la boca.
-Noo!! -grité yo.
-Juan…! Vuelve!
-Juan…! Te necesitamos!
Yo ya me había ido corriendo a casa… Jamás volví a ver a esos monstruos que alguna vez fueron mis amigos.
Fin.»
Juan se quedó tan tranquilamente mirando a todos sus compañeros de clase, que le observaban con los ojos desorbitados.
Uno de ellos se había estado mordiendo todas las uñas de sus dedos. De hecho prácticamente se había quedado sin uñas.
Una niña lloraba mientras su compañera intentaba consolarla.
Y la profesora hacía rato que se había desplomado sobre su asiento, pues le había dado un ligero sofoco.
-Puedes regresar a tú asiento, Juan.
Exce – excelente relato -le dijo la profesora, recomponiendo su postura.
La mayoría de los alumnos no durmieron bien esa noche, tuvieron pesadillas.
La profesora decidió terminantemente que a partir de entonces, quedaban excluidos los relatos de terror.
Juan durmió feliz y satisfecho esa noche.
Continuó escribiendo relatos, también de otros géneros, pero por supuesto nunca faltó el de terror.
Pero lo más importante, pronto superó sus problemas de timidez, y todos fueron sus amigos.
Más les valía…

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20 comentarios en «Miedo sin terror»

  1. Asaph Fernández- Me encantó esa simbiosis entre ceguera física y del alma.

    Rafael Araiza- Una de las historias más bonitas que he leído.

    Obviando las faltas de ortografía de los dos siguientes por si alguien dice algo voto también a:

    Gloria Albaladejo- Impresionante relato, me puso de los nervios, sentí que era el protagonista, muy bien contado.

    Fernando Riera- Excelente relato con combinación de dos historias miedo y terror perfectamente combinadas

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