Suspense – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «suspense». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 17 de febrero! (Solo un voto por persona. Este voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos).

POR FAVOR, SOLO VOTOS REALES, SOLO SE GANA EL RECONOCIMIENTO, CUANDO ES REAL.

* Todos los relatos son originales (responsabilidad del autor) y no han pasado procesos de corrección.

CORONADO SMITH

Susana abrió los ojos y se sintió pletórica, feliz al escuchar el canto de los pajarillos a la vez que sentía los rayos de sol en su cara entrando por la ventana. ¡Qué feliz soy! – pensó.
Se volvió para despertar a besos a Antonio Jesús, pero su lado de la cama estaba vacío. Humm… suspiró al sentir el aroma del café recién hecho que entraba por la puerta de la habitación. Se fue al cuarto de baño y se preparó cuidadosamente, para volver casi deslizándose al vestidor y vestirse suavemente, sintiendo en su piel cada una de las prendas que se ponía. Luego se encaminó a la cocina-comedor y vio sentado a Antonio Jesús, con una fuente de tostadas sobre la mesa y tarros de mermeladas de diversos sabores, mantequilla, y crema de cacahuete. Había también preparado zumo de naranja natural y por supuesto el café arábiga 100%. Se sintió una reina mientras desayunaba sabiendo que él la observaba embelesado.
-Bueno, gracias por el desayuno, pero tengo que ir a la oficina- suspiró.
-Yo hoy no voy, hay una fuga en la cañería de los aspersores del césped y voy a esperar al fontanero.
– Bien, entonces nos vemos a la tarde- añadió Susana, al tiempo que se levantaba y cogía las llaves del coche para ir al trabajo.
Nada más se hubo cerrado la puerta, Antonio Jesús cogió el móvil y marcó tranquilamente.
-Hola, ¿podría usted venir a arreglarme las cañerías ahora?- pregunto despacio.
La respuesta debió de satisfacerlo pues después de colgar ser quedó con el teléfono pegado a la cara unos instantes con cara risueña y los ojos entornados.
A los diez minutos, sonó el timbre de la puerta y se encaminó hacia ella como en una especie de pasos de vals, tarareando por lo bajo.
Al abrir la puerta se le puso la sonrisa de oreja a oreja, la “fontanera” pelirroja estaba en el quicio de lo más sexy, con un mono de tirantes azules y traía hasta una caja de herramientas.
-¿Dónde está la avería? – preguntó pícaramente.
-Por aquí señorita, sígame – contestó el.
Se encaminaron hacia el dormitorio deleitándose el uno en el otro.
-Aquí está la fuga dijo él, pero no se muy bien donde, habrá que buscarla- dijo mientras se sentaba en la cama.
– Déjeme a mí señor, soy experta en estos menesteres –
La habitación se llenó de sensualidad, suspiros, jadeos y besos mientras buscaban la dichosa fuga, hasta que en un momento dado se oyó un estruendo al abrirse de golpe la puerta.
¡Sus, pensé que estabas en el trabajo! – exclamó Antonio Jesús, al tiempo que la pelirroja se cubría con la sábana.
-Que quieres que te diga chico, no me fiaba mucho de tus habilidades como “manitas”- contestó ella.
-Llevaba mucho tiempo esperando esto y te juro que te va a salir la factura bastante cara – añadió Susana al tiempo que le brillaban los ojos con un brillo especial.
El agachó la cabeza y suspiró resignado, los instantes que siguieron se le hicieron eternos, y no respiró aliviado hasta que no vio caer al suelo la ropa de su mujer.
-Me ofrezco como ayudante de fontanería – añadió sus al tiempo que se agregaba a la reparación.

LUISA VÁZQUEZ

Luces de la ciudad, colonias de luciérnagas que, con su luminosidad, señalan el lugar donde grupos humanos intentan convivir en paz y armonía.
Desde aquí arriba, desde lo más alto, todo parece pequeño. La calma y el silencio invaden las calles y solo se distingue el movimiento de algunos ciudadanos convertidos en hormigas por el poder de la altura. Y, por un momento, me siento como el titiritero que escribe la historia de aquellas almas, habitantes de la gran urbe, y la representa a su antojo.
Pero al bajar, al penetrar en el escenario y sentirme una marioneta más, añoro ese poder.
Me pongo enfermo, como un drogadicto aquejado del peor “mono» que jamás haya existido. Y sin intentar evitarlo, salgo de caza.
Busco, busco la inocencia, la debilidad, la juventud, la belleza…
Ellas siempre se fían de mí. Quizá porque compartimos algunos de esos defectos. Sobre todo la fragilidad, la necesidad de ayuda.
Las meto en mi furgoneta atadas y amordazadas pero en una posición que me permita ver constantemente sus ojos, sus miradas cargadas de terror y sumisión.
El proceso de estrangulamiento y desecación de los cuerpos es lo más aburrido, pero solo se trata de un mal necesario. Porque, cuando por fin cuelgan del techo enganchadas a los hilos de mi poder, empieza la diversión.
Sé que será un entretenimiento placentero que durará el tiempo que tarde en cansarme de esta muñeca y salir a buscar otra. Pero, la caza y el juego posterior, producen en mí los sentimientos más grandiosos que jamás he sentido.
Esta bella polichinela descansará a partir de entonces en el almacén, acompañada de cientos más.
¡Es mi colección y estoy orgulloso de ella!

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

Siguiendo las palabras de la escritora Emilia Pardo Bazán a la cual acabo de descubrir, me atrevo a escribir mi primer relato de suspense.
Oiase en el patio el rumor monótono del caño de la fuentecilla, que ritmaba con las conversaciones de la gente que había en una de las habitaciones que daban al patio y resulta que en un periodo de tiempo determinado el agua de la Fontana se entera del miedo en que se encontraban aquellas personas al oírles decir a través de la ventana del Castillo sus intrigas, las cuales, hablaban del reloj de la torre oeste señor de poderes sobre humanos ya que era de todos ellos sabido las terribles consecuencias que las agujas que marcan las horas del reloj llevan a cabo en según qué momentos. Así pues sabidos son que al llegar las doce del día de hoy y repitiéndose el acto cada hora siguiente, la ejecución de una de las personas habida en la estancia presas de libertad ya que es imposible salir de allí, morirán.
El temor a desaparecer de este mundo empezó hacer recelo con el que tienes a tu lado…
Quién de ellos a dado cuerda al reloj para que empiece a ejecutar tal matanza.
Un ruido Salvador llega al cuarto en forma de chorro de agua. El caño de la fuentecilla en su baile de valor a disparado su tromba de agua hasta la ventana para que igual un tobogán las personas atrapadas en la habitación salten por el, de esa manera salven sus vidas del terrorífico reloj de la torre .

BENEDICTO PALACIOS

Amelia llegó al número 9 de la calle donde vivía llevando un par de bolsas de la mano. Su marido había tenido que salir de viaje y ella tuvo que aplicarse a hacer la compra. Lo realizó de mala gana porque era un encargo del que se ocupaba Elías.
Hacía calor. La gente miraba para el cielo a ver si se le ocurría a una nube tonta tapar la cara al sol y arrancar algo de lluvia, pero el cambio climático o lo que fuera no reparaba en la conveniencia de anhelos semejantes.
Abrió la puerta de su bloque de pisos y pulsó la llamada del ascensor. Depositó las bolsas en el suelo y se miró en el espejo. Traía el pelo mojado. Marcó el número 6 y el ascensor se puso en marcha, pero apenas inició la subida, la luz empezó a parpadear y se apagó completamente. Acto seguido el ascensor se paró. No era la primera vez y por eso no se sorprendió. Retornaría la luz. De todos modos abrió el bolso y buscó el móvil. Maldita sea, lo había dejado cargando. Tentó a ciegas y pulsó el botón de alarma no una sino hasta ocho veces y nadie asomó la nariz ni puso oídos a ver qué sucedía. —Pero bueno ¿es que la gente ha desaparecido de pronto? ¿Dónde estaban Abilio y Merche, los vecinos del tercero?
Recordó que el ascensor disponía de un teléfono.
—¿Aló?
—Qué aló ni aló, oiga, que esto no es una broma. Que llevo un rato encerrada en el ascensor.
—Me hago cargo. Tenga un poco de paciencia —respondió el individuo y cortó.
Ni opción tuvo de protestar ni soltarle un taco ¡Imbécil, hideputa! —Bueno, tranquila Amelia, ya te sacarán. Mira que olvidar en casa el móvil.
Calculó. Habían pasado más de veinte minutos. Alguien abrió la puerta de un piso y gritó que estaba dentro del ascensor, que avisara aunque fuera a los bomberos.
—¡Ah! Tranquilízate, a mí también me ocurrió el mes pasado.
Pero le aconteció justamente lo contrario, empezó a ponerse nerviosa. Le estaban entrando ganas de orinar. —¡Lo que me faltaba!— Tratando de serenarse, se sentó en suelo con las piernas encogidas. Tenía que aguantar. Oyó abrir la puerta de otro piso. Gritó. Volvió el silencio. Era para volverse loca. Sonó un teléfono. Era el fijo de su casa, así que estaba cerca del sexto piso. Hurgó en el bolso. Un pintalabios era además linterna. Lo había cambiado a otro distinto. —¿Qué me pasa hoy?
Apoyando los codos sobre las rodillas, trató de ausentarme de sí misma y del maldito ascensor. Se imaginó una terraza cerca del mar. Una barca que viajaba sobre las olas, parecía alejarse y nadie la gobernaba. Apretó las piernas, porque el fragor del agua la ponía descompuesta, y para colmo sintió sed. Unas gotitas de sudor que le orlaban la frente, se hundían en las pestañas. Lagrimeaba.
Por no sumirse en la angustia e indignación, volvió a la barca. Ella tendría que ocupar la proa, como Kate Winslet en Titanic, y a su lado un remero tostado por la brisa. Elías con dieciocho años, cuando se conocieron. Cerró fuerte los ojos y sintió en sus labios la salinidad del mar. Se quedó embelesada, ida, casi adormilada. —Que pase el tiempo, que no regrese del ensueño.
Pues sí, habían pasado cerca de dos horas, cuando el ascensor se puso en marcha. Un técnico abrió la puerta y encendió la luz. Amelia permaneció inmóvil, sentada y con la cabeza sobre las rodillas.
—¿Es usted Dicaprio?
—El mismo.
—Retírese, tengo que cambiarme. Y présteme una toalla.
—¿No sería mejor una fregona?

TALI ROSU

Clara despertó, cómo no, a las doce de la noche por culpa de un estruendo.
Se levantó alarmada y bajó las escaleras despacio. Por supuesto, el chirrido de una puerta no pudo faltar, eso hizo que se le erizara el vello del cuerpo entero y un escalofrío le recorrió la espalda desde el coxis hasta la nuca. Se armó de valor y siguió bajando.
Al llegar al último peldaño se encontró con un charco de sangre y un rastro que llegaba hasta la puerta de la cocina. Sin darse cuenta se llevó la mano a la cara y gimió levemente por el dolor que sintió al tocarse el ojo amoratado. Siguió andando a pesar de la voz que sonaba en su cabeza, era su consciencia recordándole que la curiosidad es lo que mata al gato.
Al abrir la puerta la recibió una gran sonrisa tras el filo de un cuchillo. Ella dio un paso atrás, después otro, y otro más… Estiró el brazo derecho para alcanzar el pomo de un armario. Lo abrió y tanteó hasta encontrar su arma preferida. Clara respondió a su invitada con otra sonrisa tras una espada.
—Junto a la escalera había un hombre, ¿dónde está? —preguntó Clara.
Ana, la mujer que había allanado su hogar, se rascó la nariz y encendió el horno antes de responder:
—¿Te refieres a mi marido? Algún trozo aquí, algún trozo allá —respondió señalando las ollas, el horno y la nevera. —Gracias, por cierto.
Clara frunció el ceño y se acercó sin dejar de empuñar con fuerza la espada.
—Si quieres matarme vas a tener que coger un chuchillo más grande.
—¿Tengo pinta de querer matarte? ¿Por qué iba a hacerlo? Me has hecho un favor. En realidad vine esperando encontraros en la cama y hacerme con pruebas para el divorcio. Estaba harta de ese capullo, de sus golpes, sus insultos, sus ligues y sus mierdas.
—¿Y qué vas a hacer ahora que sabes lo que hice?
—Invitarte a cenar, tonta, ¿no lo ves? Anda, pon la mesa.

MARI CARMEN DBEBES

De nuevo sentada en la cama, no sé lo que habré dormido esta noche. La verdad es que en estos últimos días no consigo dormir del tirón. Todo lo contrario, lo hago a intervalos. Aunque el cansancio me puede, la angustia y la incertidumbre consiguen que desvelarme.
Miro por la ventana, comienza a amanecer. Ya empiezan los primeros rayos del sol a brillar y dar luz a esta parte de la ciudad. Es bonito ver cómo el alba clarea esa oscuridad en la que la noche nos sumerge. Está bien observar cómo esa luz despierta de nuevo la vida, esa que a mí se me escapa.
Llevo ya varios días aquí. La habitación da la sensación de encogerse por días y la angustia se apodera cada vez más de mí. Ya apenas deja espacio para el optimismo. Ese optimismo que necesito tener para no sumirme en la tristeza, para no decaer.
Pero todo eso es resultado del suspense, del no saber. Necesito ya esa noticia, sea buena o mala. Me urge saberlo, sobre todo para dejar esta ansiedad a un lado y poner de nuevo en funcionamiento el mecanismo de mi vida. Sé que ya no será la de antes, no. Pero, podré vivir sin un pecho, con una cicatriz, con una prótesis… o, por el contrario, asumir que esto se acaba y que las pocas esperanzas que había dejan paso a la desolación.
Llegó la hora. En el pasillo se oye el mascullar de los médicos. Pronto llegarán aquí…
¡Buenas noticias! Los informes son positivos.

PEDRO PARRINA

Empiezo a ver borroso, me siento algo mareado. La sensación es como que un agradable hormigueo que recorre la sangre de venas y arterias me va adormeciendo los músculos, aplacándolos. El cuello está por fin relajado. Ya se han ido los pájaros que anidaban la cabeza y el monstruo que cohabitaba en el estómago, sí, por fin se han marchado. Me siento descansado, como suspendido en…, empiezo…, no sé, no alcanzo a ver qué es…,¿una nube? voy a echarme un rato…


FÉLIX MELÉNDEZ

LAS PALOMAS.
Roberto, andaba cabizbajo y desorientado con el temor, que alguien pudiera reconocer su fuga de la habitación del miedo, y le llevará de nuevo a ella.
Por esta razón, miraba hacia atrás constantemente una y otra vez, con la insistencia de no verse arrestado en cualquier momento.
La calle se presenta con los ruidos de siempre, coches, autobuses motores que desprendían un humo negro, agoplándose lentamente sobre un fondo blanco del horizonte. El sol parece desteñido, sin color, sin brillo. Como una bola blanca de hielo que subía lentamente por el cielo perdiéndose entre la altura de los edificios. Los coches bajaban por la avenida, cargados de ruidos y bocinazos, el asfalto sonaba con cada frenazo, rellenando un abanico de ruidos con muchos decibelios.
Al fondo en un banco verde del parque, un anciano estaba sentado al poquito sol que alumbraba. Y una paloma se le subió a la cabeza empezando a picarle entre los pelos. El hombre intentó en vano quitársela, pero fueron acudiendo muchas más, se le subían por los brazos, en los hombros y todas poco a poco lo iban cubriendo y picoteando bien fuerte. Arañando los ojos, las manos, el pobre hombre acabó en el suelo cubierto completamente de palomas, entre el enjambre de plumas y picotazos, no se veía más que un tumulto de palomas, unas encima de las otras, probando la sangre.
La gente iba y venía de su rutina diaria y no se percataron del inusual accidente.
El día parecía algo extraño, Roberto seguía, asustado, corriendo, mirando hacia atrás. Tenía la sensación que lo perseguían. Un espíritu vestido de negro iba tras él. Y no lo dejaba en paz.
Se paró en seco tres calles más abajo. Puedo oír el mar. Pensaba un instante. Frente a él, en el otro lado de la calle. Un parque infantil donde un niño pequeño jugaba con la tierra. Una primera paloma le picaba en la punta de los dedos, y el chaval pretendía coger, con su mano chica. Otra se le colocó en la cabeza empezando a picarle los ojos. Llegaron más y más. Se le subieron a la cara a picotazos y arañazos. Cubriéndose de palomas en un momento el chaval, mientras sus padres estaban en el bar de enfrente desayunando, mirando la madre una revista y el padre jugando con el móvil.
Roberto lo observó todo. Y empezó a gritar bien fuerte. Pero el ruido de la calle y los cinco carriles de automóviles que lo separaban, volvía imposible escuchar sus gritos. Sólo la gente próxima a él, lo miraban sin comprender nada. ¡Las palomas!, ¡Las palomas! Gritaba. Roberto.
Pero la gente normal lo miran, extrañados de, sus gritos y además en pijama, quién podría estar en pijama con su sano juicio. ¡Gritando y en pijama! Decía una señora que pasaba justo al lado suyo.
Este se ha escapado de ahí arriba, de los locos esos. Seguro. Pensaba una mujer, gordita y bajita en voz alta, sin quitarle la vista de encima. Con una cara risueña. Mirándolo, observando todos los detalles. Parecía contarle hasta los puntitos del pijama. ¡Voy a llamar a la policía!, Ahora mismo, este tío no está bien. Verse cosa igual, por la calle en pijama.
Tengo hambre. ¿Dónde comería algo?, me duele la cabeza. Pensaba Roberto.
Seguiré, recuerdo que está al fondo de esa calle, el mar…
Sí, mira el puerto. ¡El mar!
¡ La policía me llama con la mano! Está haciendo señales.
A mí; no creo, será a otro…
Yo me voy al puerto corriendo. Por si acaso.
El puerto, ¡mira el barco de José!
¡El puerto, José! ¡José!…
Si estuviera mi amigo José por aquí…
¡José!
Creo que es aquel su barco, aquel de allí, ¡ Qué bonito es! Blanco como la nata , completamente blanco. Tengo extraños recuerdos, viejas sensaciones. Por primera vez puedo recordar a conciencia si me paro un poquito a pensar, ahí en ese rincón, fue donde me casé con Carmen, mi señora. ¡Es verdad! ¡Carmen! ¡Qué será de ella! Dónde estará. ¡Carmen!
No sé nada de ella. No, no puede ser. Es imposible.
Puedo recordar la ceremonia. El cura cano y calvo hablaba muy lento. ¡Qué pesado era el tío! Cierto, era muy pesado.¡ Puedo acordarme!
Qué guapa estaba Carmen. ¡Ese es el barco! seguro. Apostaría algo.
Voy al barco a preguntar.
¡José!, ¿José , estás ahí?
Del barco se incorpora un hombre alto y corpulento, de tez morena y con unas gafas de sol y pantalones cortos bombachos. Gritando : ¿Quién eres?
¿Qué es lo que quieres?
Le grita desde lejos, desde el final del barco a Roberto, algo agresivo.
Dibujó una mueca en su cara cuando lo vio acercarse a él lentamente, como con precaución. Estaba atónito
No lo reconocía. Por más que lo miraba.
Una paloma en el puerto estaba rondando, picoteando por el suelo, volando venían dos o tres más, todas juntas en el puerto muy cerca del barco.
Roberto se quedó pasmado y parado en seco. No esperaba esa reacción de su amigo José. O no era José… Quizás se había equivocado.
Al final, después de un rato mirándose los dos. Cara a cara. Ya bastante más cerca.
-¿Roberto?, no puede ser…¿Qué haces aquí? Contestó por fin el hombre aproximándose a él.
Roberto estaba estático, tieso, sin mediar palabra, de su boca no pudo salir nada, ningún ruido. Sólo pudo decir: palomas, palomas asesinas.
-Roberto; hombre, cómo va eso. Le dijo por fin el hombre.
Abrazándose los dos Roberto empezó a llorar, como un niño chico desamparado, entre los brazos de su amigo, suspirando, y sin poder dejar de llorar . Las lágrimas no dejaban de salir de su cara. Por más que se restregaba con las manos, al dejar, volvía de nuevo a llorar y llorar.
-Cuéntamelo todo, José. Dijo Roberto al rato cuando empezó a tranquilizarse un poco, con voz entrecortada.
– ¿Qué es lo que te ha pasado, hombre? ¿De dónde vienes, con esa ropa? Y esa cara. No hay quien te reconozca, hombre. No tenía ni idea, vestido así. No me fiaba un pelo de tí.
– No sé… andando. Por ahí he venido. Huyendo de las palomas.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

La habitación estaba oscura y Nela tenía un miedo atroz a la oscuridad. Atada de pies y manos por sus raptores y con una mordaza en la boca pegada con esparadrapo para que sus gritos, llantos y súplicas no se escucharan y delataran el secuestro.
Nela era la hija del presidente y pedirían por su rescate una suculenta cantidad de dinero.
De repente se escuchó la puerta de la habitación, un hombre tapado con pasamontañas abrió las cortinas de las ventanas para que entrará la luz, móvil en mano se dispuso a hacer unas fotos a Nela como prueba de vida.
El ocaso dio paso a la noche y la oscuridad y el miedo volvieron a ser los únicos compañeros de Nela en ése pequeño habitáculo. Las cuerdas con las que Nela estaba atada la apretaban y comenzaban a hacerle heridas en sus extremidades. La noche fue larga y gélida pero el alba estaba a punto de llegar.
Nela estaba exhausta y ya a penas la quedaban energias para luchar, la esperanza se minimizaba con el paso del tiempo. Tenía la sensación de que cada segundo era un minuto, cada minuto una hora, cada hora un día, cada día un mes, cada mes un año, cada año un lustro…
El cautiverio de Nela duró más de lo pensado y esperado, la organización criminal que la secuestró, fue desmantelada y apresada, tras una operación policial sin precedentes. Todos sus miembros cumplen condena por secuestro en diversas cárceles del país. Nela fue rescatada y necesitó ayuda psicológica para enterrar éste desagradable suceso acaecido en su vida.

PEDRO A. LÓPEZ CRUZ

CINCUENTA

El deportivo negro cruzó la avenida a toda velocidad, como un proyectil rasgando la noche en mitad de una calurosa madrugada tan oscura como asfixiante. Todo sucedía en plena canícula, en mitad de un largo y sofocante mes de agosto. Cataratas de sudor caían por su rostro, producto de la ansiedad, la temperatura del momento y la fiebre de los días anteriores que no acababa de remitir.

5:00 de la madrugada. La ciudad reposaba en silencio. Una profunda tranquilidad rota únicamente por el exasperante rugido del motor y el sonido lejano de una ambulancia que, poco a poco, se iba perdiendo por una de las calles paralelas.

Conducía con las manos tensas y agarrotadas, fuertemente aferradas al volante, como garras gigantes pertenecientes a algún extraño ser mitológico. La mayoría de sus sentidos se habían agudizado hasta extremos insospechados, llevándole a alcanzar un estado de alerta que nunca antes había experimentado. Su vista, sin embargo, se había reducido a un estrecho túnel que le impedía ver más allá de lo que poco que tenía frente a él. Ante sus ojos, todo era un amasijo multicolor en el que se entremezclaban las distintas luces de aquella enorme ciudad. Entre ellas, destacaba el baile sincronizado de los verdes, amarillos y rojos de los semáforos de la avenida. No era capaz de llevar la cuenta de cuantos podría haberse saltado ya, pero ahora poco le importaba.

Una idea fija se había instalado en su mente de manera obsesiva. Todos sus pensamientos giraban en torno al inquietante mensaje que había recibido minutos antes en su teléfono móvil. Un texto críptico y anónimo que parecía haber sido escrito por alguien que, evidentemente, le conocía muy bien. En él se indicaba de forma pormenorizada todo cuanto debía hacer, acompañado por las coordenadas exactas de la ubicación a la cual debía dirigirse. Y todo en un plazo máximo de cincuenta minutos exactos, bajo la amenaza de una serie de detalladas y preocupantes consecuencias que tendrían lugar si se superaban esos cincuenta minutos.

Agobiado por sus pensamientos, comenzó a acelerar cada vez más. Las señales visuales en la pantalla, junto con la voz robótica del navegador, acaparaban toda su atención en esos momentos. Cincuenta minutos. No podía dejar de pensar en esa maldita cifra. Ese era el tiempo del que disponía para llegar a su destino. El GPS, sin embargo, marcaba algo más de una hora como tiempo estimado de llegada, lo cual no hacía más que aumentar su ansiedad. A cada segundo que transcurría, no dejaba de albergar la esperanza de que, en algún momento, aquella voz de mujer metálica y artificial anunciase el esperado mensaje (recalculando ruta…) y el tiempo estimado bajase por debajo de los fatídicos cincuenta minutos. Pero pasaba el tiempo y aquello no sucedía.

No fue consciente hasta ese momento de que acababa de salir de la ciudad, dejando atrás las interminables avenidas que había estado recorriendo de manera endiablada. El navegador le estaba guiando a través de un polígono industrial a las afueras, ahora completamente desierto, a excepción de los pequeños enjambres de incansables trabajadoras de la noche que deambulaban de un lado para otro en busca de alguna presa perdida y fácil a la que hincar el diente.

Tras un fuerte chirrido de los neumáticos, el coche estuvo a punto de derrapar. De repente abrió los ojos y efectuó un giro con un certero golpe de volante, justo en el momento de evitar un atropello múltiple. Su corazón iba a estallar de un momento a otro. Por el retrovisor pudo contemplar como una horda de fulanas ligeras de ropa lo perseguía sin éxito, mientras agitaban los brazos y le dedicaban todo tipo de improperios y algún que otro corte de manga.

La noche era cerrada. Hacía varios minutos que no divisaba el más mínimo rastro de luces, salvo las del coche. Siguiendo las indicaciones del navegador, había enfilado una antigua carretera comarcal, flanqueada a ambos márgenes por interminables hileras de árboles, altos y oscuros, como espectadores agazapados y silenciosos que hacían de aquella carretera un escenario aún más inquietante.

De repente, el fuerte sonido de un claxon le cruzó desde un oído hacia el otro, rodeando su cerebro y ejecutando un impecable efecto Doppler totalmente envolvente que le provocó un tremendo sobresalto. Presa de su nerviosismo, había invadido el carril contrario, justo en el preciso momento en que otro vehículo había hecho su aparición, surgiendo como de la nada. Inmediatamente, corrigió la trayectoria intentando recuperar de nuevo la cordura, mientras jadeaba con la respiración entrecortada.

El tiempo avanzaba inexorable. Habían transcurrido ya cuarenta minutos. Tan sólo diez más le separaban de su incierto destino. Por su mente fue cruzando cada uno de los resultados que profetizaba el maldito mensaje, una amplia colección de fatales consecuencias a cuál más imaginativa e improbable que en ese momento de excitación extrema, su mente era incapaz de valorar. Para él, todo era real y posible en esos momentos.
Por fin divisó a lo lejos el edificio. No le resultó difícil reconocerlo. Faltaba justo un minuto para la hora establecida. De un frenazo, detuvo el coche y literalmente se lanzó fuera de forma atropellada, tropezando y cayendo varias veces al suelo. No había ni un segundo que perder.

Cruzó la puerta principal, que se encontraba entreabierta, como si estuvieran esperándole. Aquello le inquietó sobremanera. Al final de un oscuro pasillo pudo divisar una puerta, y tras ella una intensa luz. A lo largo del corredor, unas flechas pegadas sobre las paredes lo dirigían justamente en aquella dirección. Abrió la puerta y de repente se produjo una explosión de música, risas y júbilo. En ese preciso momento, se dio cuenta de que todo había sido una especie de broma, un reto macabro, una prueba maquiavélicamente planeada que casi acaba con su vida y sus nervios. Justo al día siguiente era su cincuenta cumpleaños.

Atónito y desconcertado, no podía dejar de mirar a su alrededor. El corazón se le escapaba literalmente por la boca. Finalmente, no pudo resistir más y se desplomó.

RAÚL LEIVA

Teorema del mono infinito
Relato de Raúl LeivaSus textos eran los más leídos de la red. El nombre del usuario era ambiguo, tenía una foto de perfil de un paisaje y los datos eran vagos. Sin embargo cosechaba como nadie comentarios, reacciones y generaba debates entre los lectores que se adjudicaban las interpretaciones. Nunca daba su opinión ni contradecía a nadie, cada tanto un like o una carita. Los escritores amateurs intentaban conectarlo para pedir consejos por privado sin éxito, los escritores experimentados simplemente le ponían un visto.
—¡Increíble! ¿Cómo puede llegar así a nuestro corazón? —suspiraban las jovencitas.
— Es como si viviera varias vidas en una. —decían las maduras devotas del romance urbano.
—¡Tremenda crudeza en sus relatos! —afirmaban los caballeros que intentaban imitarlo.
No había manera de dejar de leer sus textos.
Una tarde puso su relato póstumo y dejó de escribir. No hubo más. Solo vacío en su página. Subía la cantidad de like y los comentarios no hablaban de otra cosa que de su desaparición. Todo el mundo le mandaba mensajes privados, pero nadie recibía respuesta alguna. Lo buscaron dos hackers aficionados por otras redes y dieron con un número de I.P. que es como la dirección electrónica de una computadora o en su defecto su usuario.
Con mucho trabajo ubicaron una dirección física y se lanzaron a la búsqueda de la persona detrás del teclado.
Llegaron a su casa una tarde. Los vecinos describían a su dueño como una persona rara, poco comunicativa y que hacía una larga semana que no veían. Los dos muchachos rodearon la casa luego de cansarse de golpear civilizadamente la puerta. Ingresando a la parte trasera, encontraron una ventanilla mugrienta a ras de piso. Se agacharon y miraron con dificultad. Con mucho espanto se alejaron cuando vieron el tétrico cuadro. Dieron aviso a la policía y entraron a la fuerza. Fueron al sótano y se encontraron con un cuerpo ahorcado frente a una computadora. La misma se alimentaba de información que provenía de una decena de teclados pegados a los barrotes de una jaula con cinco monos en total estado de abandono, que golpeando las teclas generaban palabras sueltas que la computadora ordenaba precariamente por género, número y tiempos verbales. La mayor parte de los textos se subían cada cuatro horas, mientras que otros textos eran almacenados en un servidor. Éstos últimos eran de una crudeza extraordinaria, revelaban los dramas más terribles, las comedias mas alegres y las palabras de amor jamás dichas por alguien. Estaban las historias más inverosímiles y hasta un detallado relato que se construía con verdades absolutas conformando un mapa de vida fidedigno. Nada de esto había sido publicado jamás, la policía llevó los monos a un zoológico e incautó todo este material que aún permanece guardado.
La página se dio de baja y del desconocido “escritor” nunca se supo nada más.

TESS LORENTE

LA CORTINA
—¡Dichosa cortina que no para de agitarse!
—No empieces mujer, será el viento.
—Pues a mi no me parece que sea el viento, ¿qué viento si fuera todo está en calma?
—¡Por Dios! Todas las noches la misma comedia. Deja ya la puñetera cortina que tengo que madrugar y llevas toda la semana con la misma murga.
—¡Pero cómo puedes estar tan tranquilo! Te repito que algo mueve la cortina, coño. Haz el favor de levantarte y mirar a ver qué puede ser, o no podré pegar ojo en toda la noche.
—¿Te callarás de una vez si me levanto? Porque ya estoy harto de tanta tontería.
Llevaba una semana obsesionada con que alguien se había colado en casa. No lograba conciliar el sueño y por ende tampoco le dejaba dormir a él.
No paraba de oír ruidos extraños y decía sentir una presencia observándole a diario. Pero Paco siempre le decía que las casas viejas crujen y que todo era fruto de la ansiedad provocada por la mudanza. Le aseguraba que en cuanto se habituara a la nueva vivienda todo volvería a la normalidad.
Pero la obsesión de Laura iba en aumento con el paso de los días, y la situación empezaba a resultar insostenible.
Paco se levantó a regañadientes con la única intención de hacer callar a Laura.
Poco a poco, con un paso taciturno, llegó ante la dichosa cortina y sin pensárselo dos veces tiró de ella mientras miraba a su mujer para demostrarle que todo era producto de su imaginación.
En cuanto descubrió lo que escondía el opaco tejido, la reacción aterrada que pudo observar en la cara de Laura hizo que su risa irónica se quebrara al instante.
Un sudor frío recorrió su espalda y el corazón se le encogió y empezó a retumbar en el pecho a un ritmo frenético. Podía sentirlo como un caballo desbocado deseando escapar.
Tragó saliva y giró la cara para descubrir qué había asustando tanto a su mujer.
No tuvo tiempo de reaccionar.
El grito de Laura le heló la sangre.

JACINTO FERNÁNDEZ LOMBARDO

—¿Hay alguien ahíííí?
La voz apenas llegó a salir del cuerpo sobresaltado, pero tronó con eco en el largo pasillo. El brazo se estiró torpe hasta encontrar el interruptor de la lamparilla. No había nadie a los pies de la cama. Debió de ser que el subconsciente le jugó una mala pasada o que se había quedado dormido sin darse cuenta y había soñado que alguien le tocaba las piernas.
Decidió leer un poco del libro que había sobre la mesita para calmarse y recuperar el sueño.
Fue apagar la luz y meter de un tirón la cabeza bajo el edredón. El sonido de su respiración le ayudaba a dejar la mente en blanco. Lo estaba consiguiendo hasta que la contuvo por un momento y escuchó unas pisadas que parecían aproximarse por el costado de la cama. Abrió los ojos de par en par sin atreverse a sacar la cabeza, que mantenía tapada, amortiguando con la barbilla el corazón que golpeaba como un tambor su pecho.
De pronto, como un rayo, reptó bajo la ropa y se tiró por el otro lado de la cama. Palpó en la pared y encendió la luz del cuarto de baño. Entonces vio a su madre que le miraba sorprendida.
—¡Joder, mamá! ¿Qué manera es esta de aparecer? Si ya te dije que no me tienes que llamar para ir a la escuela. Hace cuarenta años que ya no voy… Y más de diez que te enterramos.

IRENE ADLER

NO VAYAS ALLÍ
Yuri Yudin me ofrece un té. Y mientras lo sirve, advierto que le tiemblan las manos. La porcelana tintinea, yo lo miro, tiene los ojos llenos de lágrimas y una expresión de terror contenido en la mirada, que en lugar de fijarse en las tazas o la tetera, permanece como imantada sobre las fotos en blanco y negro que hay sobre la mesa.
El té se derrama. Yuri se disculpa torpemente. Afuera ha empezado a nevar y comprendo, con tristeza, cómo debe sentirse este anciano.
-Si hubiera una pregunta, una sola, que pudiera hacerle a Dios, sería: ¿cómo murieron mis amigos?-. Dice, acariciando con ternura los rostros de las fotografías.- Te pareces a ella…¿sabes? A Ludmilla… también solía recogerse el pelo en trenzas… y era rubia…. cómo tú…
Sin que tenga que pedírselo, empieza a hablar, absorto y ausente. Vuelve a estar en enero de 1959, en el asentamiento de Vizhai, en Siberia. Han llegado al pequeño pueblo, en la parte trasera de un camión desde la estación de tren de Įvdel.
«Éramos compañeros en la universidad estatal de los Urales. Los diez hacíamos esquí de fondo juntos, teníamos experiencia, buena forma física, y habíamos planificado la ascensión al Gora Otorten con minuciosidad. Ígor Dyatlov era un líder carismático y un montañero concienzudo. Es cierto que el Gora Otorten era una escalada de categoría 3, y que todos estábamos entusiasmados. Zinaida no paraba de hacernos fotos. Fotografiaba cualquier cosa: la nieve, los trineos, el cielo blanco. Aleksandr y Rustem apostaban entre ellos y Nikolai y Semion repasaban los mapas una y otra vez. Éramos tres Yuri en la expedición, Doroshenko, Krivo, y yo. Ludmilla anotaba en su diario cada etapa, cada encuentro, cada paso. Tenía una letra hermosa. Creo que Semion estaba loco por ella, y que a ella le gustaba Ígor… Éramos tan jóvenes…
Ésa noche fuimos todos a la cantina de Vizhai. Hacía frío y empezaba a levantarse ventisca. Bebimos vodka caliente con especias sentados a una mesa tosca junto al fuego. La cantina era apenas un barracón de madera de abedul y techo de paja, y enseguida nos convertimos en la atracción del pueblo. Nos invitaron a beber, nos hicieron preguntas, cantamos, alguien tenía una guitarra. Recuerdo que Zina y Ludmilla tenían las mejillas sonrosadas, que Rustem cantaba como un barítono, que Ígor se rió mucho esa noche. Y que a mí empezó a molestarme la vieja lesión de la espalda. Entonces se abrió la puerta, y una ráfaga de aire gélido atravesó la cantina. Hubo un silencio incómodo y repentino, mientras el cazador mansi se acomodaba al otro extremo del mostrador. Hubo miradas suspicaces y murmullos, y dejamos de ser el centro de atención, todos los parroquianos miraban al recién llegado. Iba cubierto con pieles y llevaba un cuchillo con empuñadura de hueso en una canana al cinto. A su lado, leal como un perro lazarillo, iba un husky siberiano blanco, con una fea cicatriz dónde debería estar el ojo derecho. El cazador mansi se acodó en la barra, a beber en silencio, ajeno al desprecio que lo rodeaba, hasta que Zina levantó su Leika y le hizo aquella foto. El perro ladró, enseñando los dientes. El cazador mansi nos miró desde el otro lado de la estancia, y fue como si una descarga eléctrica nos hubiera atravesado el cuerpo. A Zina se la cayó la Leika de la mano, y Ludmilla se aferró al brazo de Įgor cuando el cazador mansi y el perro se pusieron a nuestro lado en apenas tres inverosímiles zancadas.
No vayáis allí, dijo, sois nueve, no vayáis allí. Nos miramos sonriendo con la suficiencia propia de la edad y el vodka cuando se mezclan. No éramos nueve, sino diez. Quizá el mansi no sabía contar. Krivo fue el primero en replicar. Luego estábamos hablando todos a la vez. El cazador mansi nos miraba de un modo extraño. Recuerdo que sus ojos nos escrutaron de uno en uno, y que todos escoramos un poco el cuerpo para proteger a las dos chicas de aquellos ojos negros. Recuerdo que yo fui el último al que miró, y que el perro tuerto aulló lastimeramente y me olisqueó las botas. Y volvió a aullar. Sois nueve. La Montaña no os dejará volver, nunca deja volver a los nueve. No vayáis allí. Gora Otorten no os quiere allí. Recordadlo, sois nueve.
Y se fue.
Hubo otro minuto de silencio pesado cuando se cerró la puerta, como si la electricidad estática se hubiera solidificado en el ambiente. Juro que hasta el fuego del hogar menguó, y que todos sentimos un miedo inexplicable, irracional, momentáneo, que se desvaneció con la misma premura con la que había llegado. Los parroquianos volvieron a las voces y al vodka. La guitarra cambió de manos. La noche volvía a ser cálida y venturosa. Antes de retirarnos a dormir, me acerqué al tabernero, y le pregunté por el cazador mansi y su extraña profecía del nueve. Sirvięndose un trago, me contó que debía referirse a una vieja historia popular entre los mansi, gente supersticiosa y apegada a las tradiciones de su tribu. Se decía que una partida de cazadores mansi, habían desaparecido en las laderas del Gora Otorten hacía muchos años. Nueve cazadores. Los mansi creían en leyendas y espíritus malignos que habitaban la montaña. Alma, lo llaman. Y acabamos rièndonos de esas fantasías de gentes primitivas que vivían aisladas del mundo y la civilización.
Éramos jóvenes….¿entiendes? Estudiantes universitarios. De física nuclear, ingeniería, economía… No prestamos atención a las supercherías de un viejo mansi. Ni siquiera pensamos en ello… Hasta el día siguiente, cuando mi vieja lesión de espalda me obligó a dar la vuelta cuando sólo llevábamos media jornada de viaje. Tuve que regresar a Vizhai. Ellos continuaron.
Pero entonces…eran nueve. Y la Montaña les hizo aquello. Las fracturas, los traumatismos, el forense dijo que ejercidos con una fuerza sobrehumana… y nadie sabe qué pasó, qué o quién lo hizo, de qué huían… Un año después, una avioneta se estrelló en el mismo lugar, y murieron los nueve pasajeros. ¿Sabías que en lengua mansi Gora Otorten significa «no vayas allí»? Si pudiera hacerle una pregunta a Dios…una sola…»
El té está frío. Yuri Yudin se seca las lágrimas con el dorso arrugado de la mano. Miro las fotos, recuperadas de la cámara Leika de Zina y que circulan por internet desde hace años. Todas menos una…
«Señor Yudin… ¿Dónde está la foto del cazador mansi?»

ANDREA ROSSI

Debo decidir qué hacer con esta casa que me legó mi abuela, han pasado pocos meses de su muerte, parecen días y parecen años.
Cuando entré, el silencio, el olor a encierro, a olvido, a tristeza, me agobiaron, abrí las ventanas, mientras sentía ir y venir a mi abuela, callada y diligente como siempre. Revisé el cuarto para las herramientas que durante treinta años fue el dominio de Franco, el jardinero, esta limpio y ordenado, como si él se acabara de ir.
En las estanterías hay contenedores de plástico, que al abrirlos dejaron en el aire un suave aroma a flores, llenos con ropa usada, doblada con cariño, con cuidado. Utilicé una pequeña escalera para bajar los más altos, lo mismo, ropa de invierno, un abrigo, volví todo a su lugar menos una caja de madera, de ésas en las que venían los juegos de mesa, con cerradura que no pude abrir, y no vi la llave.
Llevo la caja a la cocina y con un cuchillo fuerzo la pequeña cerradura, dentro, envueltas en un paño hay cuatro pulseras y dos anillos, debajo recortes de periódicos, el metal de las prendas está manchado y oscuro.
Curiosa, me pongo cómoda, dispuesta a leer, son seis grupos, cada uno sujeto con un clip. Datan de treinta años atrás, son noticias policiales sobre seis jovencitas desaparecidas en un lapso de diez años, vivían en los alrededores.
Relaciono la joyería con los recortes de periódicos, seis jóvenes, seis prendas, seis grupos de recortes.
¿A quien pertenece está caja? Treinta años es mucho tiempo, debo decidir que hacer con ésto, el misterio vuelve denso el ambiente de la casa, debo respirar aire fresco y aligerar mi mente.
El jardinero dejó atado al muelle un bote que se balancea suave, perezoso, me siento en el fondo, me inclino sobre la borda y hundo mi mano en el agua, dibujo y escribo, el agua no me permite acabar mi obra pues diligente borra trazos y letras.
Me recuesto incómoda, pero el acompasado plash, plash del agua junto con la tibieza del día me ayudan a meditar sobre el descubrimiento de esta mañana.
El vaivén del bote me adormece, es incómodo pero lo demás es tan agradable, muy agradable.
Al abrir los ojos me asombro, ya anochece, me duele el cuerpo, me estiró bostezando, muy buena siesta.
Me incorporo para salir del bote, al tratar de aferrarme al muelle veo que Franco, el jardinero, está allí, de pie, inicio un saludo y en ese momento él eleva uno de los remos y lo dirige hacia mi.
Estalla mi cabeza, caigo, el agua se abre y me abraza tierna y solícita, me acuna, y como una madre con su bebé me recuesta en su lecho, mientras mi abuela mira… espera por mí.

EFRAIN DÍAZ

Dicen que al morir, el último de los sentidos que se pierde es la audición. Que después de muerto, puedes seguir escuchando por varias horas. Escalofriante escuchar lo que dicen de ti después de muerto. De vivo no es muy distinto. Lo que entra por el oído, queda para siempre grabado en el cerebro y sale de tiempo en tiempo.
Sebastián había sido secuestrado.
Aprovechando que la mañana estaba soleada y fresca, Sara sacó a su pequeño Sebastián al parque. Que tomara sol y se ejercitara le parecía una buena idea.
Mientras el niño jugaba felizmente entre columpios y toboganes, Sara se sentó en un banco a leer. Era aficionada a la lectura. De vez en cuando, entre página y página le echaba un ojo a Sebastián, quien jugaba inocentemente.
El parque comenzó a llenarse. Distintas personas comenzaron a llegar con sus pequeños, quienes gritaban, reían y correteaban alrededor.
Sara buscó a Sebastián con la vista y no lo vio. Cerró su libro, se levantó del banco y comenzó a buscarlo.
“Sebastián. Sebastián”, lo llamó Sara.
Sebastián no contestó.
Sara comenzó a buscarlo por el parque. Su desespero fue creciendo al no verlo ni escucharlo.
“Sebastiáááán” gritó Sara desesperada.
Bastó un solo descuido. Un segundo. una página del libro. Quizás una oración. Sebastián había sido secuestrado. Tenía tan solo siete años.
Cuando despertó, Sebastián no sabía donde estaba. Miró a su alrededor y no reconocía absolutamente nada. Estaba en una habitación oscura y fría. Tenía una ventana y la misma estaba cubierta con un pedazo de madera. No tenía iluminación.
Un miedo terrible invadió su ser. Comenzó a llamar a su madre. la llamó en múltiples ocasiones. Al ver que nadie contestaba, comenzó a llorar desconsoladamente. Cuando quiso levantarse, cayó tumbado al suelo. Descubrió que estaba amarrado. No podía moverse. No sabía donde estaba ni que había pasado. Extrañaba a su madre.
Al cabo de unas horas, la puerta de su habitación se abrió y entró un tenue destello de luz. De primer plano sus ojos rechazaron el resplandor. Le molestaba la vista.
Entró un hombre corpulento, de mediana estatura. Tenía en sus manos un plato de comida.
“Come mocoso, y no me mires o no tendré mas remedio”, le dijo con voz ronca.
El niño, muy asustado, cogió su plato de comida y comió. No sabía a la comida de su madre, pero estaba hambriento y algo era algo.
Donde estoy? Llévenme con mi mamá. Lloró Sebastián.
El corpulento hombre soltó una risa burlona y se marchó de la habitación. Sebastián volvió a quedar a oscuras. Comió entre sollozos. Cuando aplacó el hambre, volvió a llorar.
Pasaron los días y esa era su rutina. Amarrado a oscuras. Lucas, el siniestro hombre corpulento, lo alimentaba dos veces al día y hacía sus necesidades biológicas como los animales. Sebastián permanecía amarrado en la oscuridad, sin saber de nada ni de nadie.
Unos meses después se abrió la puerta. Entró Lucas y luego de darle un buen golpe, le dijo “duerme mocoso”, y le espetó un pañuelo bañado en cloroformo, que siendo un depresor del sistema nervioso y siendo Sebastián un niño enjuto, lo puso a dormir inmediatamente.
Cuando despertó, Sebastián estaba adolorido. Intentó incorporarse y cayó al suelo. Su mundo se le fue al piso cuando descubrió que le faltaba una pierna. Se la habían amputado desde algo mas arriba de la rodilla. El corazón le latió aceleradamente y comenzó a llorar sin consuelo. No sabía que hacía allí ni por qué estaba allí. Ignoraba que sería de él. Eso excedía su capacidad.
Pasaron varios días y el dolor fue mermando. Lucas seguía alimentándolo dos veces al día, lo que había provocado que bajara de peso.
Un buen día entró Lucas a la oscura habitación y le dijo “escúchame bien mocoso. Mañana vas a trabajar. Mañana te llevaré a un lugar y permanecerás tumbado pidiendo limosnas. Mas te vale que no intentes escapar o te mueres. Ni eres el primero ni serás el último. Mas te vale haber entendido. Tenemos ojos y oídos en todas partes”. Sebastián, como cualquier niño solo e indefenso, comenzó a llorar. Lucas salió de la oscura habitación y cerró la puerta.
Mientras, los padres de Sebastián enloquecieron. Hicieron todo lo que estuvo a su alcance para encontrar al pequeño. Alertaron a las autoridades. Los aeropuertos cerraron y todo su personal rastreó al niño en todos los terminales, en todos los baños, en todos los kioskos, en todos los estacionamientos y en todos los automóviles. La policía cercó todos los cruces y revisaban cuanto vehículo pasaba. Sus padres visitaron todos los canales de televisión, estaciones de radio, prensa escrita y demás. Postearon pasquines en todos los lugares que les era permitido.
Una intensa búsqueda comenzó a nivel nacional por Sebastián.
A Sebastián se le nombraba en todas las barras, restaurantes y escuelas. Se le nombraba en todos los lugares. En fin, sus padres agotaron todos los medios posibles sin poder dar con el paradero de Sebastián. Estaban destrozados. Todo esfuerzo parecía ser en vano.
Sara maldijo la hora que se antojó que su pequeño se ejercitara en el parque. Si no lo hubiese llevado, nada de esto hubiese ocurrido, se decía a si misma. Se culpaba sin remedio y sin consuelo.
Pasó el tiempo y ni rastro de Sebastián. Con el paso del tiempo, las autoridades comenzaron a perder interés. Tenían otros casos que resolver y no tenían nuevas pistas del caso de Sebastián. Poco a poco Sebastián fue quedando en el rincón del olvido. Poco a poco Sebastián fue pasando de archivo en archivo hasta terminar en una gaveta del escritorio de los casos sin resolver. Ahí permanecería hasta que llegara una nueva pista. En ausencia de nuevos indicios, la policía había cesado de comunicarse con sus padres. Esas llamadas, cada vez que sonaba el teléfono y que los padres de Sebastián contestaban ansiosos a la espera de una nueva pista, cesaron. El teléfono era testigo silente de la terrible angustia de los padres.
El tiempo pasó inexorable. Como si nada hubiese pasado. El tiempo es el único animal que no importa lo que suceda, continúa su paso. Sin afligirse. Sin adelantarse, pero sin atrasarse. Simplemente continúa. Habían pasado cinco años y ya los padres de Sebastián se habían resignado a perderlo para siempre.
Aunque siempre vivirían con la esperanza que algún día aparecería , también vivían con la incertidumbre de no haber sabido que había sido de él. Si tan solo apareciera muerto, podrían enterrarlo y podrían cerrar ese amargo capítulo de sus vidas. Sin embargo y muy a su pesar, tuvieron que entender que la vida continuaba y que no podían quedarse paralizados en un mundo dinámico. El tiempo continúa su marcha. El reloj continúa su tic, tic, tic. Continuaron sus vidas sin su adorado Sebastián.
Lucas tenía a cargo no solo a Sebastián. Tenía a su cargo una veintena de niños, todos de una forma u otra mutilados. Dormían en un oscuro almacén.
A la hora de salir a trabajar, todos eran encapuchados y montados en una guagua que no tenía cristales.
Lucas los soltaba en distintos puntos de la ciudad bajo la amenaza de que estaban vigilados por desconocidos ocultos.
“Si intentan escapar, se mueren”, les decía con voz ronca y hostil.
Una vez en los puntos, los niños pedían limosnas todo el día, hasta que no quedaran transeúntes en las calles. Al anochecer eran recogidos por Lucas, encapuchados y llevados de vuelta al almacén.
Esta era la rutina diaria de Sebastián, quien luego de cinco largos y amargos años, había perdido toda esperanza de ser rescatado. Su vida se había reducido a comer dos veces al día, pedir limosna y dormir. Estaba famélico, desnutrido y mugroso. Su aspecto era demacrado. La vida en la calle no es fácil y menos para un niño de doce años.
Un día, mientras pedía limosna en alguna calle, Sebastián divisó a unas personas que guardaban una gran parecido con sus padres.
Su corazón se aceleró. Sintió que se le saldría del pecho. Sus ojos se abrieron incrédulos. Después de tanto tiempo, no podía creer que sus padres estuvieran en aquella ciudad.
Cuando escuchó la voz de la mujer, reconoció la voz de su madre. Lo que entra por el oído, queda para siempre grabado en el cerebro.
Su primer instinto fue gritar “mamá, mamá”.
El bullicio era tal que ni Sara ni su padre lo escucharon. Intentó incorporarse mas no pudo.
Entonces gritó con todas sus fuerzas “Sarahhhh, aquí”.
Sara escuchó su nombre y cuando se volteó, un fuerte golpe en la cabeza puso a dormir a Sebastián, quien fue sacado del lugar por uno de los vigilantes ocultos, sin que ningún transeúnte hiciera nada.

ARMANDO ARROYO

Ragioni (Razones)
Armando Arroyo A.
Con agradecimiento a ese amigo que jamás conocí.
No acostumbro hablar demasiado, pero ya que pasaremos algún tiempo uno junto al otro responderé a tu curiosidad. Mi nombre es Franco Nascosto; fui acusado de homicidio, y mi sentencia es tanto como cadena perpetua –cincuenta años,– tengo treinta y dos, soy italiano y arribé al puerto hace cuatro con la intención mas pura de dejar atrás el pasado y dedicarme a vender quesos, iguales a lo que preparaba ayudando a mi padre cuando niño.
La pregunta correcta no es por qué lo maté, sino por qué está muerto. Y la única respuesta que yo puedo darte es: ciertamente no era un tipo muy agradable.
Nos conocimos al frecuentar ambos las mismas personas para beber, donde con buena música y conversaciones interesantes, “amigos” nos decíamos todos confiándonos problemas, resolviendo algunos sobre la mesa y otros en la práctica con la solidaridad típica de las comunidades cerradas; así, una noche, en medio de la fiesta supe que el sujeto tenía problemas de hospedaje, y me resultó muy sencillo ofrecerle un espacio pactado como temporal dentro de mi casa, con la mejor intención de darle un medio para recuperar su estabilidad. Permaneció conmigo nueve meses, tiempo en el cual creí se formaba un vínculo más fuerte que el que surge alrededor de una botella. Pero me equivoqué. Para su cuarto mes, mi economía era precaria, yo vendía cada vez menos quesos y esto me estaba deprimiendo, necesitaba respirar un aire limpio, sin mas dificultades que las mías propias y entonces pedí a este amigo mío se buscara un nuevo alojamiento. Creo nunca entendió esta necesidad y lo tomó en mala cosa, pero esa en ningún momento fue mi intención.
Con los días, él evidenció que mi presencia le era molesta, retirándome hasta el saludo poco a poco. De una u otra boca me fui enterando del concepto en el cual me manejaba, y bueno, puedo entenderlo. También comprendo que hiciera críticas sobre mí; si en los días que vivió conmigo con la lengua destrozábamos a todos aquellos fuera de nuestro agrado, no podía evitar ser medido con la misma vara, aunque jamás logré entender que falseara situaciones nunca sucedidas, inventándose en un manto ya de víctima, ya de héroe con el único beneficio de alimentar el propio ego, enfermo de tan grande. Evidentemente no soy un hombre honesto, y quizá mí valor único es creer en la lealtad. Y él no fue leal conmigo. De hecho no lo fue con nadie con quien hubiera lo hubiera hospedado. El tiempo fortalecía mi rabia viéndolo andar como un perro faldero detrás del protector en turno, con la clara actitud de quien besa un culo, humillando cada vez más su poco creíble alta estima al tiempo que criticaba por la espalda. Y llegué al límite de mi tolerancia cuando, sin proponérselo, un buen hombre me informó de las razones por las que nadie compraba más mis quesos. Me rodeaba una mala fama como fabricante salida de la boca de aquél miserable mantenido. Quizá inmaduro, o visceral, pero no pude soportarlo. Nunca me ha importado que se hable de mi, siempre y cuando lo dicho sea cierto, pero un pueblo pequeño se alimenta de chismes, yo lo hacia de vender mis lácteos, y nadie le compra fromagio al cattivo del raconto –queso al malo de la historia– por temor a morir envenenado.
Todo aquello bien podría no haberme importado cuando casi nadie se salva de llenarse de escoria en algún momento. Te explico, tú te reconoces criminal, ella puta, aquel su hijo y cada uno tiene la decencia de no ocultarlo, de asumirlo y hasta de serlo con orgullo, lo que es ser transparente. No me alegra su muerte, me alegra el que haya desaparecido. Reflexionar sobre él era como tener una piedra en el zapato, que cuando está es una pequeña tortura, y cuando sacudes el calzado y cae, el primer paso es siempre reconfortante, pero al segundo todo se ha olvidado… confiaba que así fuera.
Verle era cada día más difícil en cuanto a controlar el impulso de arrancarle la lengua y hacérsela tragar y terminé gritando a quien quisiera escuchar que iba a acabarle, luego le amenacé en público, dándole dos semanas para largarse del pueblo; si cumplía, me libraría de encontrarlo por la calle y recordar que le aborrecía. Pero se quedó e hizo aun más insidiosas sus palabras aprovechando lo explosivo de mi carácter. Y cuando mi furia estaba a tope, mi cabeza retornaba a mi bella Italia, a mi isla sureña, a mis amigos verdaderos, a mi familia…a La Familia.
No me mires así y olvida las preguntas que quieras hacer.
En el entendido que hay valores de honor, de lealtad, de respeto y de silencio, estos tienen un precio a pagar en algún momento, y mi corazón me decía que era hora de recaudar y reintegrar, y comencé a seguir a éste sujeto; pronto aprendí su itinerario dominando donde iba, con quién, el tiempo que tardaba en lugares precisos, los caminos que tomaba, y de vez en cuando me encontraba con alguien que habiéndose sentado a su mesa me relataría mas tarde sin conocer mis intenciones los planes del bastardo, sus proyectos, sus objetivos de escarnio (entre los cuales invariablemente me encontraba yo). Tenía el plan perfecto: lo abordaría para invitarlo a caminar y conversar e invitarle un trago en mi casa que borrara las mutuas heridas. En la mesa lo dejaría hablar, y al hacerlo yo, él sabría que lo estaba enjuiciando… En mi mente era claro el discurso, sentía como entraría mi daga en su cuerpo, la misma daga con que me ayudo con mis quesos, y le regalaría sentir vida hasta que yo me fastidiara… escuchaba en mi fantasía en cuerpo de su cuerpo cayendo sin vida en el barril metálico de mi jardín y el olor que despediría el ácido resbalando sobre su ropa y piel, y lo saboreé del mismo modo en que lo hice muchas veces por otros en mi lejano país.
Aquella noche mi espíritu estaba tan lozano como el de un niño acabado de nacer. Caminé toda la tarde detrás suyo sin prisas, a su mismo ritmo como una sombra, fumando cuando lo hacía él, esperándolo sin perder de vista cuando completaba sus visitas del día, esperando el instante de llegar a la oscura y estrecha calle que doblaba hacia su casa y alcanzarlo llamándolo por su nombre para obligarlo a detenerse sin ninguna duda comenzando el verdadero final… sin embargo éste nunca llegó, Al girar él la cuadra para entrar a su calle y desaparecer de mi vista un disparo fragmentó el silencio de la noche, corrí para encontrarle en el suelo con un agujero limpio en la frente, ridículamente limpio. Solo me restó recoger la pistola que reposaba junto a él como esperando por mí y vaciarle el cargador a un cadáver que no sufriría por mis manos.
No me interesan los cincuenta años por venir, con suerte muero antes. Como sea, es un costo barato por la libertad de ese hombre que me libró de mi querido amigo.

NEUS SINTES

Dice el refrán que la curiosidad mata al gato. Muchos fueron los curiosos en saber y conocer lo que habitaba dentro de la casa abandonada que durante años, en ella, nadie había habitado. Los más valiente y atrevidos, aunque lo intentaron, no pudieron entrar ni saber lo que había detrás de la impactante cerradura en forma de león.
Los más ancianos, temían a la esa casa. Creían en ella y en sus poderes malignos. Hablaban de conjuros que dentro se realizaban, cuando ésta estaba habitada. Pero también sabían que los que habitaron en ella, no volvieron a salir. Por ello, para los más ancianos, no era ningún juego, más bien todo lo contrario.
Los ancianos del poblado decidieron reunirse entre ellos, porque habían advertido la curiosidad de los más jóvenes, de la nueva generación, que solo tenía intención de entrar y acercarse a la casa, con la finalidad de saber la manera de entrar en ella. No tenían llave alguna, pero el acceso a ella podía ocultarse en la figura mística del león. Y los más jóvenes no le temían a las habladurías de los más ancianos, de hecho, tampoco les escuchaban. La curiosidad era mayor y la adrenalina, alimentaba la sed de saber.
Por las noches, empezaron a oírse ruidos procedentes de la casa. Los habitantes del poblado oyeron los llantos o aullidos procedentes del interior, a sabiendas de que en ella no había nadie. El temor empezó a expandirse en los ancianos. Los adolescentes habían desaparecido. La bestia había despertado, después de tantos años sin despertar.
Las madres desesperadas, no cesaban en llantos y en la búsqueda junto con los hombres, a los adolescentes desaparecidos. ¿A dónde habían ido a parara?. Los gritos, de los nombres de los chávales no paraban de repetirse. La noche estaba completamente silenciosa, solo los gritos de los aldeanos y el miedo en los ancianos, en sus miradas se reflejaba.
Uno de los hombres, se armó de valentía y se acerco a la mirilla. Observó oscuridad y llamaradas de una hoguera. Las risas maléficas que alimentaban el ambiente procedían del interior de ella…

ANGY DEL TORO

TIROTEO EN EL SUPER
Pagaba en la caja del supermercado cuando escuché los primeros disparos, tomé a mi hijo de la mano y le pedí que corriésemos. En la confusión, tropecé con un cadáver ensangrentado y caímos al suelo. Teníamos que salir de la tienda, pero resultaba imposible, un caos total. Los clientes corrían despavoridos mientras los oficiales les cortaban el paso. El agresor —oculto entre los anaqueles— continuaba disparando a diestro y siniestro. Los heridos se sumaban en cantidades considerables. El tiroteo alcanzó mi pierna.
Un hombre, de quien más tarde supe era el propietario de una pizzería cercana, dijo que había acogido a varias personas que huían del tiroteo y entre ellas, había menores. En la distancia vi que, a otros los subían a un autobús proporcionado por la Policía.
Hoy mi corazón se rompe en la búsqueda de mi hijo, han habilitado un centro de reunificación para las personas que consultan por parientes desaparecidos. El desasosiego que siento es total y una gran presión oprime mis pechos. Escucho voces y entreabro los ojos, en la TV finalizaban la noticia: «Agentes de la Policía rodean el perímetro de la casa del sospechoso de un tiroteo en un supermercado, siendo éste la única persona gravemente herida». Mi esposo con sus brazos extendidos sobre mi cuerpo duerme plácidamente y, abrazados a mi pierna derecha están mi hijo y su gato.

RAKEL VALDEARENAS MATE

Cerca de las 12 de la noche el pueblo se queda completamente vacío, los aldeanos desaparecen repentinamente y nadie sabe donde se ubican.
En lo más profundo de un bosque en un pequeño claro una gran fogata se puede divisar, las mujeres a su alrededor danzan desnudas y entonan lúgubres canticos.
La luz de la luna baña todo el claro dando un aspecto tenebroso al extraño ritual que allí se esta celebrando, las doncellas más jóvenes miran perplejas el espectáculo y los lozanos muchachos salen despavoridos con la intención de esconderse en la oscuridad del profundo bosque.
Los canticos se escuchan más allá del arroyo, el fuego baila al son de una silenciosa música y una gran llamarada sale de sus entrañas, las doncellas jóvenes caen al suelo asustadas pues una enorme figura aparece ante ellas.
Un baño de sangre inunda las fértiles tierras y la belleza de la noche.
¿Quiénes son esas mujeres? ¿Dónde están los hombres? ¿Quién es esa extraña figura?

ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO

Una mala decisión
― ¿Tú eres tonto o qué te pasa? ¿Dónde te han dado el carné, en la feria? ¿Será imbécil, el tío este? Casi nos damos, porque va a su bola, sin mirar.
―Tranquila, Pepa, que un día te va a dar algo, mujer. Y, ten cuidado, que con la ventanilla bajada, se oye todo, y nunca se sabe ― le aconsejó su novio, Luismi.
―Pues sí que, me voy a tener que ir cortando por ahí con todos los idiotas que me encuentro. Seguro que nunca les han dado un buen bofetón a tiempo, que funciona, ya te digo que funciona ―Pepa no se cortaba nunca en sus comentarios al volante, se transformaba conduciendo, como tantos otros.
― ¡Cuidado, que vas a pasar por delante de él…!
―Toma, para ti, que falta te hace, desgraciao ―Pepa le tiró por la ventanilla, al otro conductor, un avión de papel, que al abrirse, contenía el siguiente texto:
Margarita Cuerda Bohórquez
Psicología clínica
Especialista en:
Trastornos de conducta, agresividad al volante, comportamientos psicóticos, taras varias.
―Pero, ¿qué haces, qué le has tirado al tipo ése?
―Nada, cariño, publicidad inofensiva. La necesita.
Pepa y Luismi llegaron a casa sin mayor novedad. Como siempre, les recibió, muy efusivamente, su perro Puccini, un yorkshire especialmente minúsculo, pero con la mala leche, característica de esta raza, intacta. Le llamaron así, porque su ladrido recordaba a un aria de Madame Buterfly. Cenaron tranquilamente y se fueron a dormir. No podían imaginar los sucesos que empezarían a producirse al día siguiente.
― ¿Qué tal has dormido, querida?
―A pierna suelta. Creo que no había estado tan relajada en toda mi vida.
―Una duchita juntos y a desayunar, ¿cómo lo ves?
― ¡Muy tentadoooor, tigre! Espérame, que salgo a recoger al coche el saco de comida de Puccini y vuelvo rauda como el rayo.
―Voy abriendo el agua caliente. Vuela, que te vas a enterar de lo que vale un peine.
― ¡¡¡Luismi!!! Ven, rápido, no está el coche, me lo han robado.
―Pero cuánto hijo de puta hay suelto por ahí. Vamos a poner la denuncia, venga.
Tras resolver el papeleo en la comisaría, Luismi se fue a abrir su tienda de artículos esotéricos, “Almas Retorcidas”, y Pepa volvió a casa, a intentar calmarse un poco y asumir el robo.
― ¡Puccíiiini, mami está en caaasa! ¿Puccini? Qué raro, ¿dónde se habrá metido el puto perro? ¡¡¡Puccini!!! Sal de tu escondite, que no está el horno para bollos.
Una hora estuvo Pepa buscándole, y el yorkshire no apareció. Ni rastro de él. Decidió llamar a su novio, desesperada.
―Dime, cari. ¿Todo bien?
Puccini no está. He mirado por todas partes y nada. Alguien se lo ha llevado.
―Pero, eso no es posible. ¿Quién iba a querer llevarse al perro? Es absurdo.
―Lo sé, pero no está aquí, te lo aseguro.
―Se habrá escapado. ¿No nos dejaríamos algo abierto? Con las prisas por ir a la comisaría, me creería cualquier cosa.
―Lo he comprobado. Estaba todo cerrado a cal y canto. Cierra y nos vemos en la comisaría.
―Buenos días señores. ¿Qué, ya ha aparecido el coche? Qué rapidez ―les preguntó el policía que les había atendido un par de horas antes.
―No, agente, ahora ha desaparecido el perro, un yorkshire enano. Nos ha mirado un tuerto ―informó Pepa.
―Un poco raro, ¿no les parece? Pero, en fin, si quieren poner otra denuncia, acompáñenme, y les tomo nota.
Luismi decidió que ya no volvería a abrir la tienda ese día. Volvieron a casa a intentar aclarar las ideas. Todo parecía una pesadilla, pero era absolutamente real.
El día transcurrió sin más incidentes y Pepa y Luismi fueron asumiendo lo sucedido, convenciéndose el uno al otro de que todo fue fruto de una maldita casualidad. Les habían robado el coche y el perro, sin saber cómo, se había escapado en algún descuido. Volvería, seguro. Además, tenía chip.
Pasaron una mala noche. Estaban muy intranquilos por los hechos acaecidos. Pepa se fue a dar un paseo relajante para intentar pensar lo menos posible y, Luismi se dirigió a abrir la tienda.
A media mañana, sonó el teléfono de Pepa.
―Diga.
― ¿Pepa? Soy Manolo, del bar Manolo’s Place. ¿Le pasa algo a Luismi?
―Bueno, sí, está nervioso. Es que ayer nos pasaron cosas muy extrañas.
―No, no es eso, es que como no ha venido a desayunar y no ha abierto la tienda, me he alarmado un poco. Solo eso.
― ¡¡¡¿Cómo?!!! Esta mañana ha salido para allá, como todos los días. Esto no puede estar pasando. Por favor, Manolo, avísame si aparece. Yo voy a la comisaría. Joder, joder, joder.
―Buenos días, señorita. Cuánto tiempo sin verla. Supongo que viene a retirar las denuncias o, ¿les han robado algo más? Perdón, no me lo tenga en cuenta. ¿Y esa cara tan desencajada?
―Agente, una silla, por favor, me tiemblan las piernas, creo que voy a desmayarme. Mi novio…, mi novio…
― ¿Qué le pasa a su novio, mujer? Tome, beba agua, respire hondo y cuénteme, ande.
―Ha desaparecido. Salió esta mañana a trabajar y no ha llegado a la tienda. Me ha llamado el del bar de al lado.
―Esto pasa de castaño a oscuro. Pinta mal. ¿Sabe si tiene usted enemigos, alguien que quiera vengarse por algún motivo?
―No, por Dios, nunca he tenido problemas serios con nadie y, ni mucho menos, como para que secuestren a mi novio.
―Va a hacer una cosa. Se va a ir a su casa. Va a cerrar con todas las llaves que tenga y, si puede usar, candados, mejor que mejor. Póngase una tila y piense, piense en todo lo que le haya sucedido en los últimos días. Cualquier detalle, por insignificante que le parezca en un primer momento, nos podría conducir al responsable de las desapariciones. Tenga mucho cuidado.
Cuando Pepa llegó a casa, estaba sonando su teléfono fijo con insistencia.
― ¿Quién es?
― ¿Pepa? Soy Marga, la psicóloga, ¿te acuerdas de mí?
―Claro, mujer, dime, pero intenta ser breve, que tengo mucho que hacer.
―No te entretendré. Solo quería contarte que, ayer, vino un tipo muy raro a la consulta, sin cita, y traía uno de mis folletos publicitarios. Me dijo que se lo había tirado una loca por la ventanilla del coche y que, si sabía quién era, que la llamara para unas sesiones, que falta le hacían. Le convencí para abrirle una ficha de nuevo paciente y, cuando terminamos, se levantó, dio media vuelta y se fue. En seguida, caí en la cuenta de que el flyer estaba escrito por detrás. Pone: Leche, huevos, carne picada, mostaza, cerveza, vino, scotch brite y comida para Puccini. Entonces, supe que eras tú. ¿Sabes de qué te hablo?
―Joder, sí. El desgraciado del coche. Se está vengando. Gracias, Marga, tengo que ir urgentemente a la policía. Adiós.
―Te mando los datos del individuo por whatsapp. Suerte.
―Gracias, Marga, ya te contaré.
― ¿No le había dicho que se encerrara en casa? ¿Qué pasa ahora?
Pepa le contó al agente la conversación con la psicóloga y le dio el nombre y la dirección del conductor temerario y, supuestamente, como solían decir los polis, ladrón y secuestrador de animales y personas.
―Esto es increíble. Ese tipo es un descerebrado, y muy peligroso. Insisto, haga de su casa un búnker, que nosotros vamos a detenerle. Joder, si tenemos hasta su teléfono. Qué cosas, por Dios.
Pepa estaba llegando a su casa, en un estado creciente de nervios. No se imaginaba qué podría haberles hecho ese psicópata a Luismi y a Puccini. Del coche ya ni se acordaba.
― ¡Pepa, Pepa, Pepa! No corras tanto ―la llamó la estanquera del barrio, desde la acera de enfrente.
― ¿Qué pasa, Antonia, a qué vienen esos gritos?
―Nada, no te preocupes, solo quería decirte que te acaban de multar, por no cambiar el papelito de la ORA en zona azul.
―Pero, ¿qué dices? Si me han robado el coche…
―De eso nada, monada. Delante del estanco lo tienes.
Pepa salió corriendo, como alma que lleva el diablo y, efectivamente, su coche estaba aparcado en la puerta del estanco.
―Coño, es verdad, si aparqué aquí, que delante de casa no había sitio. Qué cabeza, y yo pensando que nos lo habían robado.
―Ah, y llévate a tu perro, que lleva aquí desde ayer, intentando beneficiarse a mi galga, que está en pleno celo. No veas qué risa con el enano salido, qué saltitos da.
¿Puccini está aquí? ¿Pero, qué está pasando? Perdona, Antonia, que me suena el móvil. ¿Dígame? No puede ser. Pero, ¿cómo han tardado tanto? ¿Está bien? ¿Sí? No sabe la alegría que me acaba de dar. Muchísimas gracias, voy para allá.
― ¿Qué te pasa? ¿Estás eufórica porque te han puesto una multa? Mira que eres rarita, hija.
―No, no es eso. Es Luismi, que le había atropellado un coche, quedó inconsciente y no llevaba la documentación y, al despertar, tenía amnesia. Por fin, se ha acordado de quién es y le ha dado mi número a la enfermera, que es la que me acaba de llamar.
―Ah. Ahora lo entiendo todo. Estás tan contenta porque han atropellado a tu novio. Claro, claro. Mira, tengo dentro la tarjeta de un psiquiatra buenísimo, que podría echarte un vistazo. Por eso de prevenir, más que nada.
―Anda, calla, tonta, luego te lo explico.
Al mismo tiempo, al otro lado de la ciudad, la policía le daba el alto a Jorge Fernández Díaz, el pescadero que había tenido el incidente de tráfico con Pepa. Éste, que tenía innumerables multas de tráfico sin pagar, salió huyendo instintivamente con el coche, pensando que le iban a detener. Un agente novato, informado de la peligrosidad del supuesto secuestrador, no lo dudó, y disparó su arma contra el vehículo de aquel hombre, con la mala fortuna de alcanzarle en plena nuca, provocándole la muerte.
―Buen trabajo, chaval, has retirado de las calles a un indeseable. Jamás te culpes por ello.

GABRIELA INÉS COLACCINI

Quién podrá explicar
la ventana abierta
sin razón
el televisor prendido
en ningún canal
tu nombre escrito en el espejo
con labial
con tu labial rojo sangre
rojo como tu sangre
como la sangre
que aún queda
en el asiento del auto
que nos llevaría a los dos
pero incumplió su promesa y
sólo te llevó a vos
lejos
a brillar con otras estrellas
lejos
Quién podrá explicar
tu perfume en mi
almohada
tu voz en mis
oídos prometiendo
que no te irás nunca.
Quién
Quién podrá
Quién podrá explicarme…

DIEGO CISNEROS

Eres libre de negar o de aceptar. Yo solo te cuento lo que viví y lo que vi. Ya tú sabrás que pensar.
Esto me ocurrió hace unos diez años atrás, cuando me encontraba aun viviendo con mis padres.
Nunca fui una de esas personas que creyesen en fantasmas, brujas, duendes o esas ridículas cosas paranormales que últimamente están de moda en las redes sociales. Puesto que yo siempre me considere una persona racional, lógica y sensata. Sin embargo, mi sentido común se vio destrozado el mismo día que experimente el peor y más grande trauma que haya vivido jamás.
Mi querida Ana, mi bella hermana gemela, era una chica buena, estudiosa, atlética y un poco inclinada a la religión. Todo lo contrario, a mí. Ella quien era la alegría de la familia, el orgullo y la esperanza del mañana solía tener siempre en la cara una sonrisa prefabricada. Yo en cambio, era lo contrario. Lo típico de la oveja negra.
Como sea.
Una noche, maldita sea esa noche, la convencí de acompañarme a mí a y mis ¨amigos¨ a ir de exploración urbana, a una ciudad abandonada, a unos cuarenta minutos de donde vivíamos. El caso que, con un poco de chantaje y engaños, la logré arrastrar a la aventura, y al poco rato ya nos encontrábamos en las afueras de un hospital abandonado. Con lámparas de manos y un par de cámaras de buena calidad nos adentramos a la oscuridad del manicomio.
Mientras caminábamos por los oscuros pasillos del edificio, y pisábamos vidrios rotos de ventanas destrozadas, así como esquivábamos muebles quirúrgicos volcados, íbamos jugándonos bromas pesadas. Mi hermana, toda asustada, no paraba de calentarse las manos con su aliento mientras su mirada vagaba de un lugar a otro, inquieta. Yo por mi parte, me cagaba de la risa por sus supersticiones absurdas, pues no dejaba de hacer comentarios burlones sobre los espectros que posiblemente nos iríamos a encontrar.
Mis amigos y yo ya antes habíamos hecho varias exploraciones urbanas en diferentes lugares, que no pasaban de repentinos sustos por ver una enorme rata del tamaño de un conejo O por habernos encontrado algún viejo vagabundo durmiendo entre cartones. Por lo que este nosocomio en cuestión me tenía sin cuidado.
Pasamos cerca de media hora abriendo puertas oxidadas y explorando baños sucios llenos de grafitis, hasta que un amigo mío se le ocurrió la brillante idea de bajar a la morgue. Todos aceptamos menos mi hermana que me insistía a cada momento irnos ya. La ignoré, y sin más remedio que acompañarnos, guardo silencio y continuó siguiéndonos.
Después de bajar una larga escalera nos percatamos de que había un leve resplandor saliendo del cuarto del fondo. Nos quedamos quietos, nos miramos y nos dijimos: ¿Qué será eso? Paso a paso nos fuimos acercando en silencio hasta conseguir estar a un lado de la puerta. Fue ahí cuando Miguel dijo: Voy a echar un vistazo. Con la cámara grabó que dentro del lugar había varias velas negras encendidas alrededor de un pentagrama rojo sangre, y tres tipos vestidos de negro con máscaras de cerdo oraban mientras se balanceaban de adelante hacia atrás repetidamente.
En eso apareció un cuarto individuo cargando entre brazos un corderito. Lo llevo al centro del circulo y de entre sus ropas sacó un enorme cuchillo. Observamos pasmados como los ojos del animal se volvían enormes mientras se revolvía y luchaba en las manos de su captor. Un momento después, el sujeto aquel le colocó el filo en la garganta y con un movimiento repentino, sangre comenzó a salir fuera a borbotones entre espasmos y tenues berreos ahogados. No nos quedamos a mirar más aquella grotesca escena y nos echamos a correr en cuanto notamos que uno de esos tipos se había percatado de nosotros, pues se dirigía hacia la salida, hacia donde estábamos, con paso veloz.
Lo siguiente que recuerdo fue que comenzamos a gritar: ¡Mierda, mierda, mierda! Cuando vimos que un par de ellos, salidos de Dios sabe dónde, nos comenzaron a perseguir.
En la carrera mi hermana cayó y se lastimó muy feo las rodillas. Yo regresé por ella y nos fuimos hechas la madre a donde dejamos estacionado el auto, y en donde nuestros ¨amigos¨ ya se estaban yendo. De no ser porque les gritamos que nos esperaran, porque ellos ya habían arrancado y se estaban alejando, estoy cien por ciento segura de que nos habrían abandonado a nuestra suerte, ahí con esos malditos locos.
Después de tal estúpida experiencia me juré a mí misma no volver a cometer semejante idiotez. Y mientras mentalmente me recriminaba, mi hermana no lograba dejar de temblar ni mucho menos recuperar el color por el terrible susto que se llevó.
Pasaron varios días sin que yo les dirigiese una sola palabra a mis amigos, porque en esa misma noche les insulté y les juré que no quería volver a verlos más. Fue tan grande mi enojo que ni yo misma me imaginé ser capaz de decirles tales insólitas pestes. Mi hermana, camino a casa estaba hecha un manojo de nervios. Lloraba y temblaba con nunca antes la había visto. Yo estaba segurísima de que en algún momento se me iba a desmayar en brazos o le iba a dar algo más. Afortunadamente no pasó nada de eso y nos metimos a la casa apenas llegamos a ella.
Yo pensé que esto había acabado ahí, que el susto que pasamos ya era cosa del pasado, pero lo cierto es que solo para mí fue el caso. Días después mi hermana comenzó despertar gritando a media noche. La escena que vio la recreaba en sus sueños una y otra vez, y no solo eso, me decía que cosas extras aparecían mientras dormía, llamas rojas, sangre negra, sombras que se alzaban del suelo y cabezas de carnero que flotaban alrededor de ella con sus ojos amarillos y sus grandes pupilas horizontales viéndola. Así duro una semana, por lo que en esa semana permanecí con ella en la misma cama. Cuando comenzaba a gritar yo de inmediato la abrazaba y le decía que ahí estaba yo con ella, que todo solo había sido una pesadilla.
Esto se fue calmando con el paso del tiempo. Los terrores nocturnos disminuyeron y ella poco a poco fue recobrando su salud mental y física.
Desgraciadamente eso no termina ahí. Cerca de un mes después ella comenzó a presentar comportamientos sumamente extraños. No comía y se la pasaba en su cuarto encerrada. A veces permanecía en el baño horas. El agua caliente de la regadera se había terminado y ella continuaba bajo el chorro de agua fría como estatua. Lo sé porque yo misma la vi. Le hablaba, pero ella solo me contestaba un seco: Ya voy. Un <<ya voy>> carente de emoción, era como recibir una respuesta automática pregrabada. Así que como ese ya voy en realidad nunca llegaba, me veía obligada a meterme con ella, a cerrar el agua y sacarla de ahí prácticamente cargando. Su mirada estaba perdida cuando la puse en la cama y su cuerpo helado.
Me asuste y esto ya no pudo quedar más tiempo en secreto. Le comenté la verdad a mis padres, y ellos se enfurecieron como nunca conmigo. Ahora entendían el porqué de los gritos de mi hermana y el por qué dormía con ella, asimismo el cambio de personalidad y ausencia de ella.
La llevamos al doctor, pero los estudios y medicamentos que nos dio no hicieron nada. Probamos con psicólogos y tampoco obtuvimos mejoras. Así que nos vimos en la necesidad de llamar a un sacerdote. El sacerdote fue a la casa y la bendijo, también trató a mi hermana, pero ella como ida. No se movía. Hasta que le cayó en el cuerpo el agua bendita. Fue ahí cuando todos nos quedamos pasmados. El agua apenas tocó su piel comenzó a retorcerse como sí le hubiesen lanzado encima aceite hirviendo. El gritó que salió de su garganta, juro que fue el de un animal herido, una combinación de entre cerdo y león. Espantoso. Y mientras el padre rezaba, ella comenzó a reír desquiciadamente. De pronto se abalanzó al padre con uñas y dientes, y mi padre y yo la tuvimos que sujetar mientras mi madre se deshacía en llantos.
No hay duda. Esto es grave. Hay que actuar de inmediato, dijo el sacerdote. Atenla a la cama que voy a prepararme para el exorcismo. Una vez en la cama mi hermana se hacía daño al tirar de sus ataduras mientras lanzaba insultos y amenazas. El padre nos pidió salir del cuarto y rezar por ella. Al cabo de unos minutos, del cuarto se escuchaban los gritos y chillidos más desgarradores y amargos que jamás había escuchado en la vida.
Al final del exorcismo, el padre se hallaba empapado en sudor y mi hermana desfallecida en la cama. Al salir de la habitación el padre estuvo a punto de desvanecerse, por lo que mi papá lo sujeto para que no cayera. Al poco tiempo de recuperar el aliento se llevó las manos a la cabeza y suspiró. Esto se encuentra más allá de mis capacidades, declaró. Necesitaré que la lleven a la iglesia mañana a medio día.
Al día siguiente la llevamos envuelta en una sábana para evitar que se lastimará y la recostamos frente a la imagen de cristo. Ella siguió inconsciente hasta que llegaron varios hombres y mujeres al poco tiempo. Eran como cuatro hombres y tres mujeres. No recuerdo bien.
El padre nos dijo que estas personas eran devotos al Señor y que ellos nos ayudarían a expulsar el mal dentro de mi hermana. Así que sin más dilatación nos tomamos de las manos y comenzamos realizar canticos. Mi hermana, créelo o no, comenzó a retorcerse y a enseñar los dientes, asimismo, a llenársele lo blanco de los ojos de un rojo intenso, e incluso, consiguió lanzar su cabeza hacia atrás, tanto, que su cabeza le llegó a los pies. Por un momento pensé que se había roto la espalda y que sufría enormes dolores. No obstante, el padre nos dijo, a mis padres y a mí, antes de iniciar, que por nada en el mundo nos soltásemos de las manos, y que viéramos lo que viéramos continuásemos cantando. Pues si hacíamos lo contrario dejaríamos vía libre para que este ente se escapara de ella y se fuera a refugiar en otra persona. Había que mantenerlo encerrado ahí mismo, y ahí mismo mandarlo de vuelta al infierno.
Mientras ella seguía convulsionando y espumeando por la boca a cada cantico sagrado que realizábamos, notábamos como un fuerte olor a azufre se iba manifestando. En un momento dado nos pareció que se estaba ahogando y yo estuve a nada de soltarme para ayudarla, pero en eso, ella se dobló como si de repente le hubiese atravesado el estómago. Yo lo vi con mis propios ojos. Te lo juro. En su vientre, bajo la piel, se pudo distinguir el rostro doliente de un macho cabrío. En eso, mi hermana comenzó a tener fuertes arcadas, hasta que logró soltar de su garganta un nauseabundo vomito, un vomito asqueroso y repulsivo completamente negro, negro, negro. No sé si me lo creas o no, pero aquella cosa parecía más a un charco de espesa brea que a cualquier otra cosa.
El sacerdote en ese momento dijo: Está hecho. Nos soltamos de las manos y él de sus ropas sacó una caja de fósforos, encendió uno y acercó la llama al liquido viscoso ese. Enseguida este comenzó a arder con una pequeña explosión y a evaporarse rápidamente, pero por increíble que parezca la llama que generaba aquel vil liquido era de color verdoso claro, y mientras se quemaba, se generaba en su centro un remolino de fuego, el cual comenzó a crecer y a crecer hasta alcanzar un metro y medio de alto. Cuando se hubo quemado del todo, las puertas de la iglesia se cerraron de golpe y un tenue alarido fantasmal se escuchó en la lejanía.
Desde entonces creo que las fuerzas del mal existen y que no hay que jugar con ellas.
Por cierto, la mancha donde se quemó ese liquido negro sigue ahí en la iglesia por si gustas ir a verla.

GLORIA ALBADALEJO

Aislada en un lugar tenebroso.
A Raquel se le vinieron muchas cosas encima y todas a la vez : la muerte de su hijo, el divorcio de su marido, la pérdida de su trabajo. Estaba gafada, no lo entendía. ¿Qué era lo que le estaba pasando?. Parecía como si alguna fuerza sobrenatural, le hubiese deportado una maldición. Todo esto ocurrió en un plazo de tan sólo tres meses. Estaba perdida, desesperada. Lo que más le dolió fue por supuesto la muerte de su hijo. Luego se volvió loca y su marido la dejó seguido de su jefe que la despidió porque no acudía a su puesto de trabajo. Se quedó sin familia y sin blanca en poco tiempo. Esas cuatro paredes a donde vivía, le traían demasiados recuerdos y Raquel no pudo más. Ansiaba aislarse de ese maldito mundo, salir de ese infierno tormentoso que la torturaba cada día más. Así que reunió unos pequeños ahorros que tenía y se dispuso a una nueva aventura buscando un refugio ajeno a todo lo conocido. Cogió el coche y salió en dirección a algún lugar oculto. Intentó no pensar por el camino, solo disfrutar de esos paisajes nunca vistos y que le resultaban hermosos. El día se le había echado encima y oscureció sin apenas darse cuenta. Ya eran las diez de la noche, llevaba cinco horas conduciendo sin rumbo fijo y el contador de la gasolina empezaba a darle señales de que quedaba muy poca. Tuvo que parar, pero no conocía esa estancia y tampoco había nadie a quien preguntar que lugar era ese. Se rio a carcajadas – ¿eso era lo que tu querías no? – se decía a si misma. Pensó que no sabía lo que hacía ahí. La vida se le estaba complicando cada vez más.
La noche parecía más oscura de lo normal. Era un lugar siniestro y silencioso, parecido a un cementerio. El paisaje parecía bello pero la noche ocultaba ese verde propio de los árboles y arbustos que la rodeaban. Se había adentrado hacia un bosque impactante. El coche lo tuvo que dejar en la carretera, aparcado en una esquina y Raquel se encontraba helada de frío y perdida en ese frondoso bosque extraño. A lo lejos pudo ver una casa derruida, siguió hacia ella pensando que allí tendría un refugio a donde pasar esa noche. La oscuridad le impedía ver con exactitud, incluso por donde estaba pisando. Unas extrañas rocas brillaban a su alrededor como si hubiesen sido pintadas con algo fluorescente. Nunca había visto nada semejante pero siguió su camino hacia esa casa destartalada. Cuando llegó, tropezando antes con varias ramas y piedras, se dio cuenta de que la casa no tenía puerta. Solo habían seis paredes que unían entre si unas habitaciones muy amplias. El techo era lo único que se conservaba intacto por lo que agradeció para frenar el fresco de esa noche. Tuvo que sentarse a descansar en ese suelo abandonado y le empezó a entrar bastante modorra. Estaba ya dormida cuando de repente escucho un ruidito que provenía de algún lugar de esas ruinas. Se sobresalto de tal forma que se levantó de inmediato. Volvió a sentarse pero ya más insegura. No podía observar lo que había sido aquello porque la oscuridad se lo impedía y volvió a ocurrir pero esa vez más cerca de ella. Parecía el crujido de piedras chocando entre ellas. No se atrevió a preguntar si había alguien allí, mejor estar callada, pensó, pero se tuvo que tapar la boca con las manos. Empezó a tener miedo de aquello que desconocía.
-¿Y si se esta derrumbando lo que queda de esa casa y se me cae el techo encima? – le daba vueltas a su cabeza ya enloquecida.
Silencio y de nuevo, al cabo de unos minutos otro sonido más potente le hizo alterarse otra vez. De la impresión noto como sus bragas se humedecian, se había orinado encima. Definitivamente parecía como si aquello se estuviese destruyendo y ese suspense inapropiado, la estaba alterando cada vez más. Al oír el siguiente ruido, como de piedras cayendo encima de otras, salió corriendo de allí, pero esa rapidez hizo que cayera al suelo haciéndose daño en la pierna izquierda y también en el brazo del mismo lado. No pudo evitar entonces que se le escapara un aullido y como pudo, con un dolor casi insoportable, se levantó para seguir huyendo de ese impacto hacia ella. Herida como estaba sería más difícil huir, pero tenía que intentarlo. Al conseguir salir de ese habitáculo, las rocas del paisaje que le rodeaban todavía brillaban más y la iluminación que provocaban, casi que podían dar visualización al camino. Entonces pudo percatar como algo parecido a unas caras muy borrosas instaladas en las rocas, la estaban observando. Además los ruidos ya continuos la seguían. Raquel herida no podía correr, solo cojeaba y el suspense terminó cuando noto que algo la agarraba.

MERCEDES MEDIANO

suspense cotidiano
Temprano la mañana se despierta,
y la prisa me envuelve por momentos
porque el despertador no sonó a su hora exacta.
me envolvió profundamente el sueño
impidiendo que escuchara su concierto.
Como tomo el café a toda prisa
unas gotas salpican mi chaleco.
la rabia se apodera de mi calma.
Froto con un paño humedecido
pero es peor la mancha que se queda
y corro hasta mi cuarto con presteza
con tal de hacer el cambio de vestido.
pongo patas arriba el armario
este no, este tampoco, este mismo.
Con el corazón a punto de saltarse
me pongo el abrigo.
Cojo el bolso y las llaves
para ir a la calle
y en mi coche marchar para el examen.
Pero el coche no está en su aparcamiento.
Miro toda la acera y no lo encuentro.
Miro el reloj y sufro.
Recuerdo que lo tuvo anoche mi hijo
y lo llamo por teléfono.
Lo aparcó en otro sitio
me sudan las manos y la cara
porque la hora pasa y que no llego
El examen es importante para mi vida
porque es una oposición
donde me juego
que mi puesto de trabajo sea estable.
No puedo perder esta ocasión.
Llegó por fin al coche.
Una vez dentro
la puerta no se cierra.
una y otra vez lo intento y
los nervios me habían conquistado.
Palabras que mal suenan me acompañan
al son de los empujones que yo
queriendo cerrar hacía los intentos.
Me paro, respiro y me doy cuenta
que el cinturón del coche no está dentro
quedaba por fuera de la puerta
y ese era el impedimento.
Logro por fin ponerme en marcha.
El tráfico bullía y era intenso.
No sé cómo adelantaba
a todo el que por delante me pasaba.
La calle estaba llena de coches
no había quien aparcara.
Dí dos vueltas a la manzana.
El sudor me caía por la frente.
Mi boca se volvió volcán de lava
brotando y expulsando palabrotas
que parece que no, pero alivian mucho,
Yo que nunca soy capaz de decir nada.
Puse el coche como pude
en un pequeño hueco,
que en otras circunstancias
yo pensaría que no cabe,
entre una furgoneta y una parada.
Y me costó la misma vida bajarme.
Volé y al fin pude entrar en el Colegio
donde una multitud estaba entrando
a la voz de un profesor que los nombraba.
Me había nombrado ya dos veces. Dios que no llego.
cuando con el pulso por las nubes,
corriendo empujé a los que me impedían llegar a tiempo.
El profesor a punto de tacharme
con cara de no te perdono
bajó sus ojos hasta la lista
y dijo pase.
Tragué saliva, respiré profundamente y llegué al examen.

RAQUEL LÓPEZ

No sé por qué ,siempre quise vivir en una casita de campo.
La verdad que al caer la noche,el silencio traía consigo sonidos quizás creados por nuestro inconsciente,sonidos de nuestras sombras,esa parte oscura de nosotros mismos,donde nos acechan ansiedades y terrores nocturnos.
Siempre que me acostaba ,sentía miedo de moverme o hacer algún ruido que pudiera delatar a algún ente mi presencia(que ridiculez)…
Eran las ocho de la tarde,me sentía paralizada buscando algo con que entretenerme para sacudir esos pensamientos absurdos ,me acerqué a la cocina,la nevera estaba vacía y decidí encargar comida,mientras,me tomaría una copa de vino al frente de mi ordenador.
De vez en cuando escuchaba el crepitar de la escalera de madera y en un momento acudieron escenas de películas de terror,Fredy Crugger arañandola ,la niña del exorcista corriendo por ellas,el resplandor….¡Que tontería!al fin y al cabo todo es ficción -decia mi subconsciente.
Después de tres copas de vino,me quedé un poco traspuesta en el sofá,los ruidos de la escalera me despertaron,me acerqué sigilosamente y pude ver una sombra a través de la ventana,pensé que sería un ladrón,el corazón se me encogió me latía tan deprisa que parecia que de un momento a otro de saldría de mi cuerpo,el miedo volvía a apoderarse de mis pensamientos,lo sentía erizandome la piel.Me aparte a un rincón y allí acurrucada permanecí durante un buen rato,me rodeé la cabeza con los brazos tapándome la cara esperando que todo esto pasará,pero no dejaba de ver esa sombra moviéndose de un lado a otro.
De repente sonó el móvil ,me levanté dando un respingo,¿quién podría ser a las diez de la noche?
-¿Dígame? contesté con voz temblorosa.
-Oiga, ¿está usted en casa?… Sé que está ahí,abrame la puerta.
¿Quién es usted?¿Que quiere de mi?y ¿porque tendría que abrirle la puerta?me podría engañar y ser un ladrón
-Señorita,llevo media hora intentando que me abra la puerta y no soy ningún ladrón ,soy el pizzero ,le traigo la pizza que me encargó y si no abre rápidamente mi jefe me despedirá.
Solo pude pensar¡Tierra trágame!aquella sombra era él..
-Lo siento,me quedé un poco dormida-le dije dándole una buena propina para compensar.
-¿Se encuentra bien?la noto un poco nerviosa.
-Sí,gracias y disculpe las molestias.
Cerré la puerta muerta de vergüenza,me di cuenta que la escalera seguía crepitando aún más si fuere,más fuerte,me volví hacia ella y mis ansiedades y mis miedos estaban allí, envolviéndola y de la manera más extraña también me iba envolvienfo a mi,está claro que para librarme de esas fobias tendría que enfrentarme a ellas y acabar cuanto antes mejor,me acerqué como levitando y noté que alguien me agarraba sin poder evitarlo…..

JAVIER GARCÍA HOYOS

QUIERO ABRAZARTE
El vapor del agua caliente que salía por el grifo del lavabo había empañado el espejo. Leo se lavó la cara. El ligero masaje de sus manos al enjabonarse, y la tibia temperatura del agua, relajaron los músculos de su rostro. Se secó la humedad con la toalla. Echó una mirada al espejo, deseaba ver su hermoso rostro reflejado en él. Al hacerlo, dejó de respirar. Un intenso mareo se apropió de él. Se apoyó en una pared y, cuando se estabilizó, dio un par de pasos hacia atrás. Cerró los ojos y se sacudió la cabeza. Volvió a mirar de nuevo.
El grifo había quedado abierto y el vaho seguía subiendo hacia arriba. En el espejo, podía verse escrita una frase: “Quiero abrazarte”.
Leo cerró el grifo, limpió el espejo y salió del baño deprisa. Le costaba respirar, no entendía lo que había pasado.
Sonó su móvil, miro la pantalla, era un número desconocido. Pensó que sería alguno de sus amigos para gastarle una broma. Contestó.
—¿Quién es?
Una voz de mujer sonó lejana. Débil. Llorando.
—Quiero abrazarte. Quiero abrazarte. Quiero abrazarte.
Desconectó su móvil. No era posible, no podía serlo. Aquella voz…
La radio se encendió sola, primero sonó música, después interferencias y, finalmente, la voz de aquella mujer llorando: “Quiero abrazarte, quiero abrazarte, quiero abrazarte”
Leo trató de apagar la radio, pero los dedos le temblaban. Era incapaz de acertar a pulsar ningún botón. Ya no sentía sorpresa, era el miedo lo que se había apoderado de su cuerpo.
Tiró del cable y la radio se apagó.
Tenía que salir de allí, pero estaba medio desnudo. Trato de vestirse con rapidez. Corrió por el pasillo hasta puerta y se detuvo al llegar. Una imagen traslúcida de una joven. La cara ensangrentada y llena de lágrimas; su ropa medio arrancada y sus brazos extendidos. Comenzó a caminar hacia él.
—Quiero abrazarte, Leo. Tú me has traído a este lugar, quiero compartirlo contigo.
Leo no daba crédito a sus ojos.
—Esto no puede estar ocurriendo. Julia, tú no puedes estar aquí.
La imagen continuaba acercándose hacia él. Leo retrocedía al mismo ritmo que ella avanzaba. El espectro dejó de llorar y esbozó una sonrisa.
—Estoy aquí, Leo. Soy real. No te alejes, solo quiero abrazarte. No temas, confía en mí. Yo confiaba en ti. ¿Acaso reconoces que hiciste mal? Ven, Leo. No luches contra esto.
—No, no eres real. Yo te maté y te enterré en el bosque. No te encontarán en años. Así que tú no existes. Solo estás en mi imaginación. Eso es, en mi imaginación. Pasaré a través de ti, y esta alucinación terminará.
—Claro Leo, acaba con esto. Está en tu mano.
Se armó de valor y se dirigió hacia la imagen para hacer frente a su imaginación. Al hacerlo, la imagen cerró sus brazos y lo abrazó. Lo siguiente que Leo vio fue un bosque oscuro, frío, y lleno de gusanos. De la tierra salió el cuerpo de Julia riendo a carcajadas. Los gusanos comenzaron a dirigirse hacia él. Trataban de subir por sus piernas. Comenzó a correr, pero al hacerlo volvía de nuevo al mismo lugar, repitiéndose la escena. La ansiedad se apoderó por completo de Leo, y comenzó a gritar.
—Tú me trajiste aquí. Puse mi confianza en ti, te aprovechaste de mí y ahora quiero compartir mi morada contigo. ¿No es generoso por mi parte?
Leo apenas podía emitir una voz por la garganta. Sentía los gusanos subiendo por sus piernas.
—Sácame de aquí, hazlo Julia. No quiero estar aquí.
—Lo haré Leo, lo haré, cuando pagues tu culpa. Hasta entonces, yo estaré cerca de tí, cada segundo, de tu vida estaré a tu espalda, con mis mascotas —dijo señalando a los gusanos —son muy cariñosos ¿verdad? Les gustas. Te acariciarán todo tu cuerpo Leo, quieras o no. ¿Te resulta familiar?
Al instante, todo despareció, de nuevo se encontraba en su casa, sin nadie más.
Salió de su casa para dirigirse a la comisaría más cercana. En la sala de interrogatorios, Leo lo confesó todo. Cómo se aprovechó de la confianza de Julia. La engañó para llevarla en coche a su casa, la drogó, la llevó a un bosque, la violó y, tras darse cuenta de las repercusiones que podría tener una denuncia, la asesinó y la enterró en aquel frío y oscuro bosque, con la luna como único testigo mudo de aquella abominación.
Tras la confesión, Leo se sintió tranquilo. Julia no aparecería más. Se encontraba sólo en aquel lugar y se miró a un espejo situado en una de las paredes. En el reflejo pudo ver a Julia detrás de él. Miró a su espalda.
—Creía que no volvería a verte después de confesar. ¿Por qué no me dejas en paz?
—Cuando pagues tu culpa Leo, cuando la pagues. Hasta entonces… bueno, mis mascotas y yo no te dejaremos solo.

ARACELI BRONCANO

LA CRUZ DE ANDRADA
Hoy haré una parte de la ruta senderista de Isabel la Católica en la Sierra de las Villuercas. Voy sola, debería ir acompañada con amigos, es una ruta muy alejada de toda civilización, está en plena sierra. Soy un poco intrépida, y me gusta disfrutar a veces de la soledad y del silencio.
Inicio mi itinerario, recorriendo los senderos que serpentean por las laderas de la sierra. Hace un día espectacular, un sol radiante.
Respiro con intensidad la atmósfera cargada de aromas a jara, pino, robles, hierbas aromáticas… Intento captar en cada inhalación las fragancias, absorberlas, e intentar distinguir qué planta o árbol las produce.
Estoy inmersa en mis pensamientos, en el disfrute de la naturaleza, en evadirme de los intensos días de trabajo, busco una desconexión total, romper con el día a día…; en mi caminar, vienen a mi mente, fragmentos de tareas o problemas que tengo que resolver, intento apartarlos de mi cabeza, como el que da un manotazo a un objeto y en un segundo le ha apartado de su vista. Y decido disfrutar del día…
Continúo mi marcha, el sendero es cada vez más estrecho y pedregoso. En la subida, reina el silencio, solo roto por el ruido de mis pasos, el trinar de algún pájaro, y el murmullo lejano del agua de un arroyo. Estoy disfrutando de la paz que transmite el paisaje.
Repentinamente, percibo algún ruido lejano, parecen pisadas en la hojarasca, o el ruido de alguna rama que es cortada. Pienso que es algún animal, algún jabalí o venado, que hay muchos en esta zona. No puedo utilizar el móvil, no hay cobertura.
Siento algo de temor, nadie me podría socorrer en caso necesario. Si apareciera ante mí un jabalí o venado, ¿ qué haría? ¿correr?, ¿intentar subir a algún árbol? Recuerdo que había escuchado alguna vez, que lo mejor es mantener la calma, y evitar hacer ruidos o movimientos bruscos, y sí miré a mi alrededor, en caso necesario treparía a un árbol.
Me centro de nuevo en identificar los aromas que me rodean, y las distintas plantas del itinerario. Corto un trocito de tomillo que encuentro en el camino, y voy frotando e impregnando en mis manos su esencia.
Continúo caminando, ya he olvidado los ruidos que escuché, ya no tengo sensación de miedo, ni temor. La cuesta está terminando, en lo alto hay un llano y un gran claro de vegetación.
Diviso a lo lejos una cruz, es una cruz de granito, me dirijo al lugar. Ya había oído hablar de ella, se la conoce como “La cruz de Andrada”, está entre dos pueblos, Cañamero y Guadalupe, en la ruta conocida como “la de Isabel la Católica”; observo una placa de hierro oxidado, me acerco, y en ella leo la inscripción:
Honrado como tú, triste viajero
al pasar por este sitio solitario
me vi asaltado en medio del sendero
por el puñal terrible del sicario;
hice el bien y a quién más
con pecho fiero me envolvió
de la muerte en el sudario.
¡Ruega por mí al pasar por mi camino
y que otra sea tu suerte, peregrino!”
A la memoria de Santiago Andrada. Asesinado alevosamente en este sitio el 8 de febrero de 1844, a los 34 años de edad. Su desconsolado hijo Vicente.
Centro toda mi atención en este triste hecho acaecido en este lugar. Solo escucho mi respiración jadeante del caminar, y empiezo a recordar esta historia tan relatada en mi pueblo. Me siento en una piedra cercana, perturbada, releyendo las frases, ¡qué tristeza transmiten!, dedico mis pensamientos a este pobre hombre, quién le mataría. Nunca se averiguó.
Puedo imaginar a Andrada, pielero de oficio, recorriendo estos caminos, entre las jaras, con sus pieles y su alforja, llevando el dinero que tan honradamente había ganado.
De pronto, con mi gran imaginación, vislumbro a lo lejos a Santiago Andrada dirigiéndose hacia la zona donde está la cruz, caminando, ingenuo, inocente, y, de repente, detrás de él aparece la sombra de un hombre, ¡es su asesino! Me estremezco e impresiono…
Froto los ojos, es una visión excesivamente real. ¡Oh!, ¡No puede ser! Grité fuerte, ¡No! – El hombre, ajeno a mí, al lado de la cruz, saca un puñal y se le clava a Andrada, después, le roba el dinero que celosamente tenía guardado en su alforja.
Soy una persona impresionable, emotiva y sensible. He revivido un suceso que había ocurrido hace más de cien años en este lugar. La evocación ha sido demasiado verídica e intensa. Apoyo mis brazos sobre mis rodillas, y cierro los ojos un momento, para relajarme.
Me voy incorporando, abro los ojos de nuevo; me giro, y percibo una sombra, el latido de mi corazón y mi cuerpo se paraliza al levantar la vista, de pronto; allí hay un hombre, se dirige hacia mí, tiene un puñal en la mano. ¡Me le va a clavar! ¡Estoy aterrada! ¡Mi cuerpo, no responde, no le puedo mover! ¡No puedo gritar! ¡No puedo correr! Cierro los ojos, sumisa, temblando de miedo, de pánico. Espero el dolor, el puñal clavado en mi cuerpo, espero la muerte, en el mismo lugar que Andrada.
Todo se acabó, tendré la misma suerte que él.
Estoy aterrada y resignada.
Escucho de pronto su voz- “Muchacha, ¿la puedo ayudar?, ¿se encuentra usted bien?”.

RAFAEL ARIZA

Reclusa
1
Después de cuatro horas tragando polvo de los caminos de tierra, y con la cabeza y el cuello adoloridos por las sacudidas violentas del viejo camión al cruzar los ríos, la maestra Angélica Trejo avista en la lejanía el caserío donde impartirá clases a los niños y adolescentes en edad escolar.
La circulación lenta y cuidadosa del camión por las calles de tierra rojiza y agrietada, llenas de pozancos traidores, permiten a la docente contemplar con atención las casas de adobe y teja que habitan los pobladores de Santa Lucía de las Ánimas. “Sin lugar a dudas es un lugar hermoso para pasar unos días de asueto, pero será una prisión si debes vivir y trabajar aquí hasta que se desocupe una plaza en alguna escuela de ciudad o de otro sitio que no sea tan rural. Pudieran ser años; con muchísima suerte, por lo menos uno”, piensa resignada Angélica. A ese pensamiento se encarama ansioso otro en su mente, ocasionando que sus ojos recorran desesperadamente encima de los tejados viejos y empolvados. “Bendito Dios, sí hay electricidad.”
Con un ronroneo lastimero y perezoso, el destartalado autobús frena. Se detiene bajo la sombra fresca que producen un par de árboles robustos y frondosos donde varias personas de la comunidad esperan para abordarlo.
—Aguántenme tantito, por favor —solicita el chofer a las personas que quieren subir—. ¡Santa Lucia de las animas, señores pasajeros! Necesito que bajen todos paque puedan subir los que van pa la ciudad. Maestrita, aquí se queda usté.
—Gracias, ya voy —contesta, apresurándose a recoger la abultada maleta color rosa para arrastrarla dificultosa por el estrecho pasillo entre las filas de asientos sucios y rotos. Los locales la miran batallar mientras esperan pacientes a que termine de bajar.
Una mueca de disgusto se dibuja en su rubicunda cara al sentir la tierra colarse entre la planta de sus pies y el interior de sus zapatillas de taco. Su estancia en este lugar será más desagradable de lo que había calculado.
—¿Maestra Trejo? —la sorprende con la pregunta un hombre delgado y alto, de tez rojiza y cuarteada, como las calles de Santa Lucía. Está bien vestido, aunque con ropas anticuadas.
—Sí, soy yo. Vengo a dar clases a los niños y…
—Lo sé, maestra, —interrumpe divertido el desconocido de aspecto amable y sencillo—, yo solicité un docente hace mucho tiempo, desde que don Nacho nos dejó. Perdone, soy Ramón Ciprián, delegado de esta población.
—Delegado, mucho gusto. Gracias por recibirme.
—Por favor sígame, le mostraré la escuela, también la casa donde vivirá. Espero que ambas sean de su agrado.
—Estoy segura que así será —comenta Angélica, arrepintiéndose de inmediato por su mentira. La única certeza que tiene en este momento es que no le gustarán ni la una ni la otra; de hecho, le cuesta aceptar que existan lugares como este, y mucho más que las personas estén dispuestas a vivir en ellos.
Un caserón abandonado que apesta a humedad, polvo y mierda de gallinas que anidan en sus rincones es presentado a los ojos de la joven docente.
—Necesita un poco de limpieza y reparaciones —menciona con una extraña mezcla de pesar y optimismo en sus palabras—, pero entre los alumnos y padres de familia lo tendremos listo antes de que inicie el periodo escolar. Ya verá.
—No lo dudo —contesta por educación mientras su cabeza obsesiva se pregunta en qué pensaba cuando aceptó la plaza en este lugar.
—Esa de enfrente es la casa donde usted vivirá —dice al encaminarse a una propiedad con fachada blanqueada con estuco y puertas gruesas de madera con aldabones que todavía huelen a líquido para remover oxido. La entrada es por un pasillo ancho con piso de cemento alisado y muros de adobe estucados. Al lado derecho de este se encuentra una habitación espaciosa amueblada con lo necesario en una recamara; al final del pasillo, del lado izquierdo, una amplia tejavana acondicionada para cocinar, con dos hornillas y varios pretiles construidos con arcilla y lodo.
La mueca de Angélica al observar las condiciones de la casa manifiesta rechazo por esta, sin embargo, el desasosiego en su mirada, que escudriña los espacios restantes de la propiedad con desesperación, denota otra creciente preocupación.
—¿Y el baño? ¿Dónde está el baño? —pregunta con una voz que se convierte en gritos exigentes.
—Allá —señala Ramón con el índice al fondo del patio que colinda con el monte del cerro—. Es una letrina, pero está bien acondicionada. Desmontamos unos metros más allá de ella para que los animales de uña no se acerquen y…
No lo escucha. Apresurada, la maestra se encamina al cuarto. Con un fuerte jalón abre la puerta de madera y busca el foco.
—Dos focos, qué bien. Entre más, mejor —respira con alivio ante la mirada curiosa, casi atónita, del delegado.
—Ah, también conseguimos una escopeta y cartuchos para que ahuyente cualquier cosa que pudiera aparecerse por las cercanías.
—Sí, sí, gracias. No creo que se necesite —responde desentendida, al coger las llaves que le entrega Ramón.
2
Vestida con vaqueros deslavados, una blusa ligera y zapatillas deportivas, la maestra Angelica entra al salón. Sus doce estudiantes, de diversas edades, la esperan con libros y cuadernos abiertos. Al grito parejo de “buenos días, maestra”, le dan la bienvenida a otro día de aprendizaje y enseñanzas.
—Buenos días, muchachos. ¿Hicieron sus tareas? —Conoce la respuesta antes de escucharla, pero la considera una bonita costumbre.
—¡Sí, maestra Angelica! —Las sonrisas en las diferentes caras demuestran el lugar especial que la docente se ha ganado en sus aprecios.
—A ver, Ciro, dinos que escribiste acerca de lo que te da miedo.
El niño la mira con nerviosismo, no esperaba ser el primero en leer.
—Me asustan muchas cosas, pero a lo que más le tengo miedo es a los nahuales —risillas de burla se escuchan entre sus compañeros—. Ustedes no creen porque no los han visto, cualquiera puede ser un nahual, dice mi abuela que algunas personas ni siquiera saben que pueden convertirse en animales hasta que les pasa —aclara molesto.
—Ciro, no se burlan de ti, pero debes aceptar que creer en algo que no todos hemos visto es muy difícil. Las personas a veces reímos ante cosas o situaciones que no comprendemos o nos atemorizan —interviene Angélica—. Y los demás recuerden que los que están al frente de la clase merecen respeto.
Todos asienten con la cabeza al gritar “sí, maestra Angélica”.
Uno a la vez va leyendo sobre las cosas que los asustan. Al terminar, Rubén, el mayor del grupo, con dieciocho años cumplidos, levanta la mano para preguntar.
—Y a usted, maestra, ¿qué le asusta? ¿Qué le quita el sueño por las noches?
—Las tareas son para ustedes, Rubén. Hace años que yo hice las mías —Fruncir el ceño al escuchar la pregunta la delató. Ella lo sabe, pero no contestará, esas cosas no se comparten con cualquiera, aunque se haya encariñado con ellos.
Más tarde, durante el recreo de cuarenta y cinco minutos que la docente les permite para que desayunen y platiquen, Jatzia, una niña de doce años siempre risueña y alegre, se aproxima a Angélica para comentar algo.
—Maestrita, ya van a empezar las lluvias. Si no tiene muchos focos en su casa, debería de comprarlos. Aquí en Santa Lucia nos quedamos sin luz casi casi al nublarse el cielo —explica, con una vocecita infantil y aguda que parecieran complementar su ocurrente comentario.
La pequeña Jatzia retrocede un paso al ver cómo el rostro de su maestra se distorsiona con un gesto de enfado tras escuchar su advertencia de buena fe. La niña ignora que el disgusto, para nada provocado por su aviso, esconde un secreto vergonzoso y aterrador para Angélica.
3
Las primeras tormentas se presentan en forma de pequeños diluvios. El polvo que el tiempo acumula sobre árboles, tejados, calles y personas de Santa Lucia a lo largo del año se lava con las lluvias, formando riachuelos de agua roja que recorren los caminos y dejan hondos surcos por donde pasan.
Las aguas, como llaman los santalucianos a la temporada de lluvias, cambian el aspecto de todas las cosas en la población, quizás es por eso que la maestra Angélica ahora se comporta diferente.
Cuando las primeras nubes oscurecen el azul del cielo, la docente interrumpe cualquier actividad para dirigirse al almacén del lugar a comprar focos y velas. En un santiamén está en su casa; cerradas puertas, ventanas y con todas las luces encendidas, no abrirá a nadie por más que toquen a su puerta.
Por esa razón, incomprensible para los que la conocen, el delegado Ramón no pudo avisarle que ese y el siguiente día se quedarían sin electricidad. Los rayos de la ultima tormenta habían ocasionado destrozos en la línea eléctrica, daños que necesitaban ser reparados.
Con la noche a punto de desplegar su manto sobre el caserío, Angélica se dispone a ducharse en la letrina. No termina de entender por qué demonios la construyeron a más de treinta metros de la casa principal; los malos olores son la única razón que justificaría la ubicación. En fin, por lo menos no debe bañarse al pie de una pilastra, sacando agua con una palangana.
Con toallas, ropa interior y el conjunto de pantalón y camiseta deportivos que usa para dormir bajo el brazo camina entre las hierbas, que han crecido por las lluvias, para entrar al cuarto. Enciende las luces, asegura la puerta con el cerrojo y después de disponer sus ropas en los toalleros incrustados en las paredes, se asoma por la ventana de celosías que da al fondo del patio. El monte amenaza con tragarse la letrina si no se le detiene, hace una nota mental para recordarle de esto al delegado Ramón.
El agua fría que sale de la regadera, que no es más que un chorro burdo, provoca que la piel de Angélica se inquiete con escalofríos para terminar relajándose con el flujo constante por todo su cuerpo. Con el paso de los meses ha aprendido a valorar estos momentos de paz que el agua fría le genera, logra poner en blanco su mente y olvidarse de todo mientras está bajo su influjo.
Un tronido que parece venir de la calle la alerta. Cierra el agua. Los gritos que no sabe descifrar si son de miedo o jubilo la desconciertan. Abre los ojos, no puede ver nada.
Estira los brazos y tantea las paredes, los apagadores no encienden las bombillas. Trastabilla y recorre con sus dedos las celosías, ninguna luz se cuela. ¿Por qué la oscuridad es así de impenetrable? Acaso…
¡¿Se ha quedado ciega?!
Una vieja sensación empieza a trepar por sus tobillos, conforme sube por su cuerpo araña y desgarra su cordura. Al sentirla en su columna, la mente de Angélica se aferra a no cruzar la frontera que lleva a la demencia.
Es prisionera de la oscuridad, de esa vieja azabache y traidora que farfulla historias horripilantes que acontecen a su amparo, de criaturas indolentes que atormentan a los débiles mientras ella los acucha y azuza.
“¿Me extrañaste, niña? Regresé. Haré que creas cosas que sabes inexistentes, pero que escapan al control de tu imaginación.
Pobre Angelica, no debiste venir a este lugar olvidado de Dios sabiendo que eres presa eterna de la nictofobia. Se me ocurren tantos “no debiste” que no sé por cuál empezar…
Lo tengo…
No debiste quedarte sin velas para la letrina…”

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Volvía a casa, eran las nueve de la noche de un día de noviembre. La cuesta qué llevaba a mi casa era pronunciada, la calle mal iluminada. No se oía nada, algún televisor, nadie en la calle, sentí unos pasos detrás, volví un poco la cabeza y VI una sombra. Me asustaste, apreté el pasó, la sombra también. No mire más atrás. Cada paso sentía qué la sombra me alcanzaba. Sentía su respiración. Ya veía mi casa, un poco más. Mi madre apareció en la puerta de la casa. La sombra se esfumó. Por ese día.

LINOSKA BARANDA

“Fuerza de voluntad”
Cada vez que el escozor me quema, creo que no podré seguir soportando. Es tan grande el dolor que casi no puedo respirar. A veces pienso que me desmayaré en cualquier momento, pero no sé cómo logro ponerme de pie y resistir. ¡Bendita fuerza de voluntad!
Trato de imaginar que ya pasó lo peor, y me concentro en el dolor de mis piernas abiertas. Todo está oscuro a mi alrededor, pero oigo un murmullo débil y lejano, entonces la certeza de que no estoy sola reaparece. Los muslos están completamente tensos, y llego a imaginarlos como una foto de anatomía, donde se ven los colores rojo y blanco de los tendones y los músculos entrelazados.
Una fuerza me empuja hacia delante, escondo el rostro entre los muslos, cierro con fuerza los ojos y pienso: un poco más, un poco más… Contra toda previsión, un calor relajante invade mi cuerpo. La respiración profunda y calmada, me ayuda a dominar el dolor por unos instantes, pero sin previo aviso, el ardor lacerante reaparece. Alzo la cabeza y veo como brota la sangre, pero en este momento no puedo hacer nada, nadie puede ayudarme; debo concentrarme en mis pensamientos. Al cabo de unos instantes logro levantarme y doy un paso para apartarme del pequeño charco de sangre.
Logro limpiar la mancha roja de mi piel, arranco de raíz el pedazo de uña que queda unido al dedo y después de vendarlo, calzo mis zapatillas y me reuno con mi compañero en el centro del escenario.
Los aplausos cortan el silencio de la sala, sonrío al público y comenzamos con un ”pas de deux”.

GAIA ORBE

Vidrios color plata destellan el cielo y el terciopelo visón del puerto. Más de ocho mil rascacielos de diferentes formas. Ruleros grandes crean un rizado abierto mezclándose con lápices de punta infinita que compiten entre ellos para alcanzar el sol. Algunos son como bizcochos rectangulares apilados de mayor a menor. Pero es el dueto el que oculta en la jungla de acero, entre la creciente vara de bambú de doscientos metros de altura y los miles de ojos de buey que miran al río, la kipá de la torre más baja de esos setenta kilómetros de ciudad construida sobre las aguas.
Recibo un mensaje de un amigo que vive cuatro horas al este del meridiano de Greenwich (yo estoy tres horas al oeste). Me envía la foto de la tormenta que está azotando su pueblo. Alzo la vista más allá de la cima de esas montañas de arcilla calcinada. La aguja más pequeña del reloj universal señala las doce en la casa de cáncer. Siento temor al ver las sombras de los pájaros volar desorientados entre las constelaciones de piscis y aries. Con desespero, busco la manecilla más larga. Le escribo a mi amigo. Una densa nube cargada de granizo blanco no me permite distinguir con precisión si está sobre sagitario entrando en escorpio, o si la cabeza del escorpión ya llegó a leo.
El tictac del segundero me estremece. Mi amigo no responde.
Dicen que en un siglo arcaico, cuando los corsarios holandeses estaban a punto de destruir la capital del país llamado Perú, una monja consagrada como Rosa, sin perder la calma, le oró al dios de aquella era. El cielo, entonces, respondió con un gran temporal que impidió el desembarco holandés. Y le advirtió que la tormenta que llevaría su nombre, se repetiría en la misma fecha cada año hasta el final de los tiempos, cuando las tres agujas del reloj se unieran en la casa de cáncer.
El mensaje a mi amigo queda sin enviar. La red no conecta. Oscuras nubes se acercan al suelo. Las chispas y los rayos partidos golpean las ventanas reflectantes. Escucho a la distancia los rugidos espinosos del león que aturden el aire en la estampida de los minutos que faltan hasta las doce horas. Me doy cuenta de que es la tormenta de Santa Rosa que está viajando por última vez sobre el planeta tierra.

GUILLERMO ARQUILLOS LLERA

Despilfarrador y tacaño
Nadie había tenido nunca la menor estima por Mr. Thomas. Cuando desapareció, solo lo echó de menos su hijo Marcus. Y, puesto que había una nota de suicidio, el juez determinó que se acortaran los plazos y que el único heredero, Marcus, se hiciera cargo temporalmente de la administración de todos los bienes, en espera de que apareciera el cuerpo del suicida: de la enorme hacienda, de las tierras y de las rentas que producían todas las propiedades (unas cincuenta mil libras anuales).
Aunque Marcus no era el propietario real, ya usaba aquel dinero que un día sería suyo. Era asombroso, insólito, que no se encontrara el cuerpo, más aún, habiendo dejado Mr. Thomas una carta de despedida escrita sin duda por su mano y con su firma y rúbrica verificadas.
Marcus, al contrario que su padre, era un joven alocado, juerguista e inclinado al despilfarro. Pero esta conducta principal tenía un carácter intermitente, puesto que había temporadas en que se encerraba en el enorme caserón, economizaba todo lo posible y pasaba a ser un insufrible tacaño.
Sus amigos odiaban estas épocas de celo ahorrador. Estaban acostumbrados a que Marcus gastase con ellos y para ellos cientos de libras en los garitos y prostíbulos de Stockport, la industriosa ciudad cercana. Allí estaban las chicas más bonitas de toda Inglaterra.
En aquella enorme casa, Marcus vivía acompañado por un joven pariente, William, de poco más de veinte años, a quien le hacía la vida imposible. En particular, la excentricidad de Marcus llegaba incluso a recluirlo y prohibirle su salida, en las épocas en que tenía episodios de tacañería, bajo amenaza de retirarle su escasa asignación mensual.
Durante aquellos frecuentes días de encierro, William se dedicaba a explorar todos los rincones de la hacienda. Posiblemente llegó a ser la única persona que la había recorrido por completo. Su lugar preferido era la enorme bodega del sótano.
Y así, despilfarrador y tacaño, transcurrían para Marcus los meses, las estaciones y los años.
Cuando pasó el tiempo previsto en la ley, Marcus se convirtió, por fin, en el legítimo propietario de aquellas riquezas.
Y entonces empezó todo.
Una noche oyó algo parecido al ruido de unas cadenas que se movían por el pasillo, pero, al asomarse, no pudo ver nada fuera de lo normal.
A la semana siguiente, desde su dormitorio, consiguió distinguir por un momento la sombra de un hombre con capa que corría por el tejado del ala norte, pero no logró ver por dónde desapareció.
Tres noches después, al volver de una de sus juergas, Marcus encontró una nota encima de su cama. Al leerla, comenzó a sudar y a temblar. Sus ojos se clavaron en aquellas palabras. Nadie supo a qué se refería cuando gritó: «¡No es posible, no es posible!»
Y bajó corriendo a la bodega.
Alguien había abierto un enorme hueco en el muro del fondo. Era uno de los pocos lugares en que no había estanterías repletas de carísimas botellas de vino.
El pánico se adueñó de Marcus cuando vio, cerca de la oquedad, una mesa con una vela. La encendió y quedó perplejo: alguien había redactado una nota de despedida. Tenía una letra idéntica a la suya, con su firma y su rúbrica: era la carta de su propio suicidio. Alguna persona, viva o muerta, la había escrito por él.
Entonces, lo golpearon en la cabeza y perdió el conocimiento.
Cuando despertó, no se podía mover. Lo habían atado de pies y manos y tenía un objeto en la boca que le impedía hablar, pero no respirar. Estaba en un minúsculo cubículo, alumbrado por la luz de una pequeña vela que tardaría escasos minutos en apagarse definitivamente. Olía a vino.
En ese momento, el joven William sonreía en el dormitorio, mientras quemaba la nota que había quedado sobre la cama. Solo tenía escritas cuatro palabras: «Pagarás lo que hiciste».
En la bodega, horrorizado, Marcus veía los huesos del cadáver de su padre. Entonces supo que William los había encontrado durante aquellos tristes días en que no lo dejó salir. En aquel momento lo comprendió todo.
Y la pequeña vela se consumió.

BEGO RIVERA

EL ESCRITOR. Parte 2
Así, con catorce años, decidí acabar con «el borracho».
Rememorando ahora,en mi vejez, y en esta celda en la que acabaré expirando…no me arrepiento de nada, lo volvería a hacer.
Fue un bombazo y una conmoción social que un escritor como yo, con varios best sellers a sus espaldas terminará en prisión por asesinato. Cuando maté hace casi un año a Alfonso,mi editor, nadie hubiera pensado que un viejo como yo, amable y abanderado de las causas justas cometiere semejante dislate.
Como él me engañó poco a poco, lo descuartice’ poco a poco ¿ Lógico no?
Con «el borracho» fue diferente, entonces era la primera vez.
El día de autos, cuando se fueron mi madre y mi hermana cogí mi almohada a la que previamente le puse una funda de plástico, me acerqué sigiloso al salón, los ronquidos de «el borracho» llenaban la estancia. Estaba oscuro aún, llegué al sofá y poniendo la almohada sobre su cara, me senté encima y apretando con todas mis fuerzas escuchaba unos leves quejidos y noté unos cuantos espasmos, pero apenas se resistió, «el borracho» estaba tan ebrio que seguro ni se enteró. ¡ No tuve el placer que viese mi rostro! Me fui al instituto y por el camino quemé el plástico que envolvió la almohada.
No hubo sospechas ni investigación por parte de nadie. Otro borracho más que muere por sus circunstancias.
Mi familia empezó a salir a flote y fuimos lo que los demás llaman felices
Hasta que dos años más tarde apareció «el cacerolo», compañero de clase problemático y líder de » los bullyingmen». No lo dudé ahí tampoco; «el cacerolo» no merecía vivir.
Preparé el plan.

OMAR ALBOR

En la noche calma
que sobra junto al río
asoma un pensamiento de pensar todo el día en vos.
Cuando giro mí mirada
la luna me mira, y me giña una estrella en suspensión en el cielo
todas las estrellas preguntan por vos.
Cuando llegara el sol cuando llegarás vos
en esta espera que no termina y ya duele el pecho, pero se que falta poco.
En un instante tus volados te dejan ver al doblar a la esquina impregnas una sonrisa como una rosa que suelta su perfume para contemplarla eternamente, las estrellas me miran y me giñan un resplandor.
Hoy pensé todo el día en vos.
Y el suspenso termino
ya estás aquí.
Vamos por la noche
es nuestra.

PABLO RONÚ

El asesino detrás de los matorrales

Las manchas grises carcomieron el cielo rojo y rosado en la víspera de la noche, entre los árboles del parque se escuchó el trinar de pájaros que se preparaban para pernoctar. Las luminarias despertaron con un brillo tímido. El viento susurró secretos que se alojaron entre los matorrales. Gustavo paseaba a su perro en compañía de Alberto.

—Fue triste sacrificarlo, pero una vez que saboreó la sangre ya no quiso llevarnos a las presas, se iba para otro lado a comerse los patos—se lamentó Alberto.
—Sí, fue triste, ese perro era un buen ejemplar. Imagino que hay cosas que se prueban y ya no se pueden dejar, como tú, cuando probaste la caza.
—O tú, cuando probaste el alcohol.
—O tú, cuando probaste las prostitutas.
—O tú, cuando probaste ignorar a las personas.
—O tú, cuando probaste golpear a las mujeres.

Alberto se quedó callado ante la última sentencia, le dolió. Prefirió lanzarle la pelota al perro, dio detrás de unos matorrales, la mascota ladró porque no la alcanzaba. Alberto fue a auxiliarlo, hizo a un lado algunas ramas mientras se inclinaba hacia la pelota. La oscuridad de la noche se hizo presente, el frío entumecía la piel. Alberto alcanzó la pelota, al sacar el brazo sintió un objeto punzante que le hizo una pequeña incisión. Un cuchillo entre los tallos fue el responsable. Alberto sangró, se limpió con la lengua, saboreó. El reflejo de la luz de la luna en el arma blanca lo hipnotizó, una media sonrisa brotó en su cara. Tomó el cuchillo y se giró, Gustavo lo observó extrañado, un brillo en los ojos de Alberto lo alertó, cuando quiso decir algo, las palabras ya se le escurrían por el cuello abierto junto con la sangre.

Nota de periódico: Por los aullidos de un perro fue encontrado el cuerpo de un hombre en el parque, los peritos no encontraron rastros de ningún forcejeo, en el cuchillo solo se encontraron las huellas de la víctima, se presume que se trató de un suicidio. El cuerpo fue identificado como Gustavo Alberto López.


BEATRIZ ÁNGEL

CAYENDO
La anilla del paraca’
se ha atascao’,
viendo pasar sus sueños
está cayendo en picao’.
Quiso ser pájaro,
volar tan bajo, que,
toquen sus dedos
el rocío de este amanecer.
Quiso también, Manuel,
tener coraje y ser
aquello que deseaba
con todo su ser.
Quiso volver atrás,
decir te quiero, más,
tal vez, abrazar más,
quiso ser libre
y a la vez amar.
Quiso retrocer
hasta ese día en que,
pudo su orgullo,
y la dejó caer,
y lo errores
se amontonan
llenando su ser.
Ha llegado el final,
sus ojos desorbitados
se han fijado
en un lugar.
Si tengo que morir
al menos que sea
donde yo quise elegir.
Cerró los ojos
y su mundo
se puso al revés,
segundas oportunidades
nunca fueron tres.
Mientras asciende
y se columpia
su alma lo mira
a través de él.
Recuerda, Manuel,
te regalo el privilegio
de volver a nacer,
escoge tu camino
y tu destino
llegará hasta el.
La vida es un segundo
un suspiro, un latigazo,
si, también duele un segundo.
Un momento, un lugar,
un olor, a tierra
aterrizando sin control,
un golpe inesperado,
contra un suelo
de pedazos de, ahora no.
Vivo y roto,
perfecto para
volver a empezar…

EMILIANO HEREDIA JURADO

TURISMO ANIMAL
Comienzos de Marzo del año 2020.
Los cerezos y los almendros están nevados por los campos de España.
El país está sumido en un ruidoso silencio y en un murmullo atronador.
Hay cierta inquietud en los bosques.
Los animales, están inquietos ante la falta de la presencia humana.
Una jineta, charla tranquilamente con una jabalina, que pasea con cuatro rayones.
-Pues, la verdad-dice la jineta- que no sé si usted se habrá dado cuenta, que llevamos como unas dos semanas que no vemos a ningún ser humano por estos lares.
-Sí, ya me he dado cuenta-responde la jabalina-, hace mucho que no escucho el molesto ruido de esos coches que, dicho de paso, apestan el campo.
-Para serla sincera, tengo algo de miedo, mi padre solía decir que, me cuidara muy mucho de la calma de los hombres, pues algo malo traman. Y así es. Cada vez que una calma ha sobrevenido, al día siguiente en el bosque resuenan los tiros de sus rifles, los ladridos de sus perros y las voces que se dan entre ellos.
-Sí, la verdad es que hace dos semanas, mis hijos y yó, junto con la piara, nos escondimos en lo más profundo y obscuro del bosque, ante la amenaza que nos sobrevenía. Pero esperamos un día, dos, y al tercero, el jabalí más viejo, bajó al pueblo, y la gente había desaparecido, de las calles, de las plazas, de los bares, de los comercios…pudo comprobar a unos seres humanos con rifles, pero no le dispararon. De vez en cuando, se llevaba un sobresalto por unos coches grandes con luces muy brillantes, haciendo un ruido ensordecedor, e iban muy rápido.
-No quisiera insistir…pero este come-come no me deja vivir, estoy intranquila, cualquier sombra me parece una amenaza….
Torciendo el camino por un viejo chaparro, se topan con un lince apostado en una piedra musgosa de granito.
-¡Hola!, buenos días señoras, niños, ¿Qué tal están?.
-Pues, ya ve-responde la jabalina-, estamos aquí, doña jineta y yo, comentando la inquietante calma que hay en el bosque, la falta de la presencia del hombre
-Eso mismo pienso yo, hace dos semanas, más o menos, ya no veo al ser humano por los senderos que tienen marcados, ni tampoco veo más basura. Estoy preocupado, esta calma tensa me preocupa…
-Eso mismo le estaba diciendo yo a doña jabalina….
En esta conversación estaban, cuando, una chova, se acerca revoloteando y les dice a los allí presentes:
-¡venir!, ¡venir!-dice nerviosa
-¿A dónde tenemos que ir, amiga chova?-le dice el lince
-Estamos todos los animales del bosque reunidos junto al chopo centenario de la poza de las truchas…
Nuestros amigos, se dirigen al chopo centenario, y allí descubren una reunión multitudinaria nunca vista antes, de los animales del bosque.
Los lirones caretos, las comadrejas, los gamos, los ciervos, los cuervos, las abubillas, las moñitas de las nieves que han bajado de la cumbre, los lobos, los lagartos, las tortugas moras, las culebras bastardas, las víboras, en fin, todos.
-¡Amigos!-empieza a hablar una lechuza, encaramada en un árbol muerto y pelón, sin corteza-os he hecho venir hasta aquí, para contaros un hecho sin precedentes.
-¿el que, el qué, el qué?-inquiere nervioso un mochuelo-
-Anoche, fui a inspeccionar al pueblo de aquí abajo, al final del camino del molino derrumbado, y lo que escuché no fue de lo más halagüeño para los seres humanos, y muy tranquilizador, para los que habitamos este bosque.
-¡cuéntanos más, amiga lechuza!.
-A los seres humanos, les ha sobrevenido una enfermedad venida de muy lejos, de oriente, y están encerrados en sus casas.
-¡cómo puede ser eso verdad!-Exclama una tortuga mora, asombrada-
-Fijaos cómo es de serio el asunto-prosigue la lechuza-, que me atreví a volar por entre las calles, y no me choqué contra uno de esos horrendos automóviles que usan, ni me deslumbraron con sus focos…
-Entonces, ¿para qué nos has hecho venir hasta aquí?-Pregunta un zorro, extrañado-
-Para que, aunque por solo sea por un instante, reclamemos lo que antes fue nuestro, y nos fue arrebatado, para que os tranquilicéis ante este tenso suspense, y sepáis lo que ocurre….
-¿Se acuerda señora jabalina de la reunión de hace dos años?-le pregunta la jineta, a la jabalina, ya sin los rayones, que hace tiempo abandonaron la querencia a la madre-
-¡ya lo creo!. Los primeros en bajar, fuimos nosotros, lo jabalíes, y recorrimos el pueblo, de noche, a nuestras anchas, luego fueron los patos, los búhos, las lechuzas……y al final, uno u otro animal, bajaron hasta el pueblo vacío en las calles, pero lleno en las casas. Los padres, le enseñábamos a nuestros hijos, lo que nuestros padres y los padres de nuestros padres, nos habían contado, que en aquella calle, había un lavadero, aquellas casas de allí no existían, más allá, un establo…
Las gentes, nos miraban por sus ventanas, ahora eran ellos los que estaban encerrados, y nos miraban con unos extraños artilugios en sus manos.
En fin, que después de aquel suspense, aquella tensa calma, todo, poco a poco, como todos los desastres, vuelve a la normalidad.
-Es verdad-responde la jineta-, las calmas tensas han vuelto, antes de los tiros, el ajetreo de los perros, las voces, la basura sigue tirándose y el río ensuciándose…pero que se le va a hacer, el ser humano es así, no aprende de sus errores, y sique su camino.
-Lo que importa es que nos tenemos a nosotras, en el final de nuestra senda
-Usted lo ha dicho, señora jabalina, por cierto, hoy está todo más silencioso de lo habitual, vengase a mi casa a dormir.

LOLY MORENO BARNES

Había comenzado el viaje.
¡El plan era perfecto!
Estaba en el asiento del avión a punto de despegar.
No dejaría ni un cabo suelto.
Solo debía seguir los pasos y el crimen no dejaría rastro de sospecha en mi persona.
Me cargaría esa boda, incluyendo a los flamantes esposos y a los invitados.
Al fin y al cabo, todos eran cómplices y no se merecen vivir.
Y menos él, que se permitió dejarme plantada en el altar, sin ningún miramiento.
¡Lloriqueando me dijo que me veía más como su mejor amiga o su hermana!
Ese día salí corriendo de vergüenza poniendo tierra de por medio.
Tuve que enfrentarme a mis inseguridades y baja estima…
Le faltó tiempo para volver a enamorarse, o lo que sea que le pasara por la cabeza.
Hace quince días me llamó, otra vez lloriqueando y suplicándome que asistiera al día más feliz de su vida, porque sigo siendo su mejor amiga…
¡Menuda desfachatez!
¡No sé cómo me contuve para no gritar!
Por supuesto, le dije que mi trabajo me impedía asistir.
¿Pero que se pensaba?
Luego armé mi estrategia; estaría, sin estar.
Ya tenía mi coartada y antes de salir le mandé mi regalo por mensajería.
Nadie me había visto salir.
Bueno… ¿quién me va a ver, si en mi nueva residencia nadie sabe ni mi nombre?
Sin amigos, ni familia, más sola que la una…
Al aterrizar en Lisboa, tomaría un taxi y me escondería en la vacía casa materna en las afueras del pueblo.
¡El resto es coser y cantar!
Solo hay un servicio de catering en diez kilómetros a la redonda.
Sabía cómo entrar y salir sin ser vista, hasta conservo una llave que me dejaron para inspeccionar todos los detalles el día anterior al que debía ser nuestra boda.
Entraré, pondré veneno de cualquier matarratas que encuentre en una droguería en el menú del evento y desapareceré.
¡Caerían como moscas!
De pronto me di cuenta de que el avión estaba a punto de tomar tierra.
¡Ya faltaba menos!
Al llegar, saqué mi bolso del compartimiento. No había embarcado equipaje, no me hacía falta más que un par de mudas…
Me dirigí a la salida. Entre mascarilla y gafas de sol, nadie me reconocería. Era casi invisible.
Tomé el primer taxi libre.
_ ¿Dónde vamos? (Preguntó el hombre)
Le indiqué el recorrido.
En media hora estábamos en el destino.
Al sentir que el coche se detenía, le dije alterada:
¡VUELVA AL AEROPUERTO!
¡POR FAVOR, VUELVA!

BEA ARTEENCUERO

SOLA
Como todas las noches,Rita regresaba a su casa después de un día agotador de trabajo; Se desempeñaba como costurera en el taller de una boutique de alta costura, y luego se dirigía a un.pisno bar, donde era moza hasta medianoche.
Sólo eran su madre y ella, hacia unos años su madre enfermo y ella enfrentaba los gastos del hogar.
Esa noche se sentía muy cansada, por ser fín de semana su horario se había extendido, era más tarde que lo habitual. Estaba inquieta, toda la noche se sintió observada por un hombre, que no frecuentaba el bar;
Tener que regresar tarde a su casa, no era de su agrado, aunque vivía a pocas cuadras, pero no podía dejar de trabajar en el bar..
Hiba absorta en sus pensamientos cuando escucho pasos detrás de ella, mira hacía atrás y no ve a nadie, apura el paso…Al fín llega a su casa, donde la espera su madre como todas las noches.
Al día siguiente la misma rutina, otra vez el mismo hombre que no le quita los ojos de encima; Al cumplir su horario sale presurosa, nuevamente los pasos detrás de ella, será mi imaginación piensa, sólo ella y la oscuridad de la noche.
Varias noches, lo mismo ese hombre que no deja de mirarla, se siente desprotegida, si tuviera a su padre no tendría que trabajar tanto,pero siempre fue así, ¡¡sola!!
Su madre le contó que su padre las abandonó cuando ella tenía 2 años.
Nunca dejo de esperarlo, muy en el fondo de su mente en sus pensamientos recuerda la figura de un hombre, que la tenía en brazos, recuerda su voz suave y cariñosa; Muchas veces le hizo falta, y lo esperaba pero nunca volvió a verlo.
Ese día se sentía abatida, salió del bar camino una cuadra y otra vez los pasos muy cerca de ella, se dio vuelta y vio que un hombre la seguía , acelero el paso, los escuchaba muy cerca, empezó a correr, el miedo se apoderó de ella sólo corría cada vez más rápido, escuchaba también correr al hombre; Tenía que cruzar el túnel y después ya casi en su casa.
La transpiración corría por todo su cuerpo, jadeaba por el cansancio, no sabía en que momento las fuerzas la hiban abandonar, al fín el túnel, los pasos cada vez más cerca, metió la mano en la cartera y pudo sacar las tijeras que llevaba para el taller de costura.
Lo escuchaba muy cerca muy cerca, la respiración de él en su cuello,
Fue ahí, si en ese momento con las pocas fuerzas que le quedaban, se da vuelta, el hombre casi encima de ella, sin pensarlo…Fue certera de un sólo golpe le clavó las tijeras en el pecho, sólo escucho un sonido ronco, no miro atrás, sólo se detuvo al llegar a su casa.
Lo que no sabía, era que ese hombre que se encontraba en un hospital debatiendose entre la vida y la muerte…Era su padre…
Si el padre que tanto espero, todos esos años separados .
Su madre le mintió, fue ella quien lo abandonó llevándose a su hija.
El nunca dejo de buscarla. Los dos fueron víctimas de su madre..
Ella nunca lo sabría.
Tal vez la vida le diera otra oportunidad si ese hombre no se moría.¡¡Tal vez!!.

JOSÉ ARMANDO BARCELONA

LAS OCAS DEL OBISPO
«Es verdad que los muertos tampoco duran
Ni siquiera la muerte permanece
Todo vuelve a ser polvo
Pero la cueva preservó su entierro
Aquí están alineados
cada uno con su ofrenda
los huesos dueños de una historia secreta»
(La Caverna – José Emilio Pacheco)
El detective inspector Dale Wiggins, salió del St. Thomas Hospital, donde había ido a recoger el informe de la autopsia practicada al cadáver de Ekaterina Danek, la decimotercera víctima de «el cazador de ocas».
Condujo su Nissan Qashqai por Westminster Bridge Rd hasta St. George’s Cirucus y siguió por Borough Higth St, dejando a la izquierda Borough Station, para incorporarse al denso tráfico de Marshalsea Rd, siempre bajo una fina y persistente llovizna, que había puesto toques de charol a las aceras y ralentizaba la marcha de los vehículos, en una coreografía flemática cuyo compás marcaba el metrónomo de los limpiaparabrisas.
Wiggins entró a formar parte del Yard como «constable», poco después de que la Thatcher se trasladara al número 10 de Downing Street; eso fue a finales de los años setenta del pasado siglo. Tenía poco más de veinte años y llegar a detective inspector le iba a costar otros tantos, coincidiendo con la llegada a tan distinguido domicilio de los laboristas de Tony Blair, a finales de los noventa.
Cuando lo destinaron al BCU de Central West, había rebasado ampliamente la cincuentena, sufría de juanetes en los pies, problemas con el alcohol, acidez de estómago, tenía tres mil doscientas catorce libras, con dieciséis peniques en su cuenta bancaria y tanto el detective inspector jefe McNeff, su jefe directo, como la superintendente Daelyn Strothers, al mando de la unidad, desconfiaban abiertamente de sus capacidades deductivas y sociales, por lo que solo le encomendaban asuntos de poca trascendencia: hurtos menores, peleas de vecinos, vigilancias o, simplemente, tareas administrativas.
A la altura de Mints St, giró a la derecha para ir por Redcross Way, hasta el cruce de Union St, donde a primera hora de la tarde, a poco ya de cerrar sus puertas, no solía haber muchos visitantes en The Crossbones Graveyard, el humillante osario donde se arrojaban los cadáveres de rameras, delincuentes y excluidos sociales, que generaba el Liberty cuando, bajo la protección del obispo de Winchester, la orilla sur del Támesis, el Southwark, se convirtió en una especie de Barrio Rojo, donde la respetable comunidad londinense acudía en busca de prostitución, juego, peleas de animales y otros espectáculos callejeros, prohibidos en la parte norte del río. La misma Iglesia que se lucraba con las tasas impuestas a las «Winchester Geese» –las ocas del Obispo de Winchester, como se denominaba a las prostitutas–, por ejercer su oficio, les negaba el descanso eterno en suelo sagrado.
Wiggins detuvo el coche junto a la acera, frente a la verja de hierro del cementerio, que lucía cientos de pequeños homenajes conmemorativos, fruto de la piedad de quienes habían querido ofrecer su anónimo desagravio a los miles de marginados sin nombre, condenados al olvido eterno de esa fosa común.
Encendió un cigarrillo. Se retrepó en el asiento. Dio una profunda calada permitiendo que el humo se adentrara hasta el último rincón de sus pulmones y luego, con parsimoniosa delectación, lo fue expulsando en un adagio sutil, mientras dejaba que su mente viajara en el tiempo.
Hacía aproximadamente año y medio, en Kesintong, una fría y húmeda mañana típica del invierno londinense, una pareja que hacía runnig en Holland Park, se topó con el cuerpo desnudo, tirado en una zanja, con los pies apuntando al sendero de tierra, de una mujer rubia, de apariencia caucásica y definitivamente muerta, que resultó ser Kaytlyn Swan, nacida en Norwich, al este de Inglaterra; soltera, treinta y un años, sin ocupación conocida y domiciliada hasta ese instante en un moderno apartamento al sur de Chelsea.
El informe del forense concluyó que su muerte fue el resultado de un golpe brutal en el cráneo, practicado con un objeto metálico redondo, de algo más de tres pulgadas de circunferencia, que produjo lesiones polifragmentarias incompatibles con la vida. No presentaba marcas defensivas ni de lucha y entre los dedos de su mano izquierda se encontró un naipe, que reproducía el tablero de un juego de la oca de traza victoriana.
Ni en el cuerpo de la víctima ni en el escenario donde fue encontrado el cadáver, se hallaron muestras de ADN, o restos de cualquier otro tipo, que pudieran ser de utilidad en la investigación, de la que se hizo cargo el BCU de Central West.
Un par de semanas más tarde, en un edificio en rehabilitación de Great Guildford St, apareció el cuerpo de Oldwin Bate, también desnuda, con el cráneo destrozado y un naipe, representando el juego de la oca, sobre la palma de su mano izquierda. A las similitudes aparentes con el asesinato de Kaytlyn Swan, se añadía el hecho de que ambas mujeres habían sido extremadamente bellas.
Esa segunda muerte hizo saltar las alarmas en el Yard, porque todos los indicios apuntaban a la aparición en escena de un asesino serial. El comisionado Leftwich solicitó un informe al respecto y la superintendente Strothers colocó en posición de alerta máxima a todo el personal del BCU.
Pero la muerte de la señorita Swan solo fue un ligero temblor, una anomalía sísmica, previa al terremoto de grado siete, que sobrevino con el hallazgo de la tercera víctima, Brendolyn Rimmer, nacida en Swindon, azafata de congresos y con domicilio conocido en Mayfair. La disposición del cadáver, los signos de violencia y, sobre todo, el naipe reproduciendo un juego de la oca victoriano, que descansaba en su mano izquierda, no dejaban lugar a dudas.
Para entonces, los medios de comunicación ya se habían metido de lleno en la persecución de la noticia. La imagen, machaconamente repetida por todas las televisiones, de las hermosas mujeres, asesinadas en idénticas circunstancias, y el misterioso naipe victoriano, presente en los escenarios de los crimenes, alimentaban el morbo de la ciudadanía y los niveles de ansiedad de los responsables de la Policía Metropolitana de Londres.
Por orden de The Mayor’s Office for Policing And Crime (MOPAC), dependiente del alcalde londinense, dentro del BCU de Central West se creó un grupo especial, dedicado en exclusiva al esclarecimiento de lo que ya era por todos conocido como el caso de «el cazador de ocas». La falta de efectivos, propiciada por los recortes presupuestarios, impuestos por el gobierno conservador, hizo que Dale Wiggins, en contra del criterio de sus superiores, pasara a formar parte del operativo.
A pesar de aquel derroche de medios –la logística policial es altamente sensible a los cambios de humor parlamentarios–, vinieron más asesinatos: Magdalene Keer, su cuerpo apareció junto a un contenedor de basura en el Artesian Healtch Center en Berdmonsey; Fotina Pingleton, cuyo cadáver fue descubierto en las cercanías de Worcester Park por un jubilado que paseaba a su perro; Josalyn Lonon, a la que su asistenta encontró flotando en un charco de sangre en el salón de su apartamento de Fiztrovia o Baigum Marren, que durmió su último sueño apoyada en el tronco de un árbol de Bedfore Square Garden. Pero la lista se prolongó hasta Ekaterina Danek, la número trece, a la que Dale Wiggins acababa de dejar, haciendo cola en la antesala del más allá, sobre una higiénica camilla de acero en la morgue del St. Thomas Hospital.
Según los distintos informes forenses, a todas les habían reventado el cráneo con un objeto metálico redondo, de unas tres pulgadas y media de circunferencia; eran mujeres tremendamente atractivas, sabían desenvolverse en ambientes de alto voltaje y habían recibido de su asesino el regalo de un naipe, con la reproducción un tablero victoriano del juego de la oca.
La lluvia fina se había transformado en diluvio despiadado y gruesas gotas de agua percutían en el techo del Nissan Qashqai y dentro de Crossbones Graveyard, los guardas se protegían del aguacero bajo la marquesina en forma de ala de ganso, que cubre el mirador dominante del extraño complejo funerario. Faltaban ya pocos minutos para las quince horas y, a partir de ese momento, el recinto quedaría cerrado hasta las doce en punto del día siguiente.
La investigación avanzaba con dificultad. No había indicios que apuntaran en la dirección de un sospechoso. Se sabía que todas aquellas mujeres se ganaban la vida, y muy bien por cierto, con la prostitución. Trabajaban por libre, eran auténticas freelances del sexo mercenario, no se conocían entre ellas ni compartían aficiones, gimnasio, peluquería, ginecólogo, nada, en definitiva, que el grupo de homicidios del BCU de Central West pudiera utilizar como punto de partida de su investigación.
Una pista con cierto aire de solidez vino a poner un poco de esperanza en el ánimo de los policías: las cuentas bancarias de todas ellas se habían vaciado sustancialmente en los días previos a sus asesinatos.
Seguir la pista del dinero resultó tarea fácil, fue transferido íntegramente y en todos los casos, a la Christian Association for the Relief of Mental Illness, una institución de caridad, sin ánimo de lucro, radicada en Gibraltar, en la que figuraban como responsables los sacerdotes de la Iglesia de Inglaterra William Day, John Watson y Walter Curle. Posteriormente, se supo que ninguno de ellos existía en la realidad, no al menos dentro del ordenamiento oficial anglicano.
La oficina del alcalde exigía resultados, la superintendente Strothers reclamaba informes, el detective inspector jefe McNeff se tragaba los ansiolíticos como si fueran golosinas y el grupo de homicidios, desconcertado y sin rumbo, se precipitaba hacia la nada, como una bicicleta desvencijada rodando cuesta abajo, sin frenos y con la cadena a segundo y medio de enroscarse en el pedalier.
En medio de ese caos sobrevino otro asesinato, el de Birnie Keller, un delincuente habitual especializado en estafa y falsificación; un caso con muchas probabilidades de ser un simple de un ajuste de cuentas: «el tipo de asuntos perfecto para mantener ocupado al inepto de Dale Wissings» –el detective jefe no dudó ni un segundo de su buena suerte; el cielo le proporcionaba un fiambre previsible, para quitarse de encima otro enojoso estorbo.
Medio adormecido por la jazzística cadencia de la lluvia, que golpeaba sobre la chapa del crossover, Wissings consultó su reloj; faltaba un minuto para las tres de la tarde. Al otro lado de la calle, los guardas del Crossbones Graveyard, estaban asegurando la puerta metálica del cementerio con una gruesa cadena de hierro algo mohosa. Quedaba tiempo suficiente para otro cigarrillo, lástima que no pudiera completar ese momento glorioso con un buen single malt, un Laphroaig, por ejemplo, posiblemente el mejor whisky escocés ahumado conocido.
Tras asegurar la cadena con un candado, los dos voluntarios corrían ya por Union St, pegados a la pared para protegerse de la lluvia en la medida de lo posible. Desde su asiento, dentro del Nissan, Wissing calculó que tardaría no más de medio minuto en vencer la resistencia del candado, colarse dentro del recinto; dejar en lugar visible sus presentes: una pequeña maleta de ruedas, una bolsa de plástico, de las que se utilizan para recoger pruebas, con un martillo de bola en su interior y un sobre plastificado, remitido a la atención de la superintendente del CBD de Central West, Daelyn Strothers, volver al coche y, en cinco minutos, en el jardín de las «Winchester Geese», dejar resuelto el caso del cazador de ocas.
Ocho horas más tarde, el vuelo FR340987 de Ryanair estaba iniciando la maniobra de aproximación para tomar tierra en el aeropuerto de Marraketch-Menara, procedente de London-Standsted y el reverendo John Ponet no podía disimular una sonrisa, mientras leía, por enésima vez, la copia de un documento, dirigido a otra persona, que en poco tiempo iba a causar conmoción en todo el Reino Unido. Decía así:
«Estimada señora Strothers:
Junto a esta misiva le habrán entregado una pequeña maleta de cuero y una bolsa de pruebas, conteniendo un martillo de bola con muestras de sangre; las tres cosas vienen a resolver el enigma del asesinato masivo de prostitutas de alto standing, que su departamento lleva investigando hace más de año y medio con escaso resultado.
En la maleta encontrará usted, debidamente empaquetadas y con la identificación y fecha correspondiente, las ropas que vestían las fallecidas cuando fueron liberadas de su envoltura terrenal.
Igualmente, hallará usted la documentación personal: cédulas de identidad y pasaportes, de los reverendos William Day, John Watson y Walter Curle, impulsores de la muy honorable institución benéfica Christian Association for the Relief of Mental Illness, a donde fueron a parar los más de siete millones de libras esterlinas –unos nueve millones y medio de dólares americanos–, que las ocas del obispo pretendían escamotear al fisco de su graciosa majestad y que, a estas alturas, reposan en un paraíso fiscal esperando a que las rescate para ser el sostén de mi vejez. Como usted bien supone, tanto las identidades, como la propia institución son falsas.
El martillo de bola es el arma homicida utilizada en todos los asesinatos y en él hallará su equipo abundantes muestras de ADN y las huellas del criminal, el detective inspector adscrito al BCU Central West, Dale Oswell Wissing Jr, o sea, yo, que si todo ha resultado según lo previsto, a las 10:22 hora de Londres estará aterrizando en Marraketch bajo la identidad falsa del reverendo John Ponet, que sí fue obispo de Winchester entre los años 1551 y 1553. Es de justicia que el obispo recoja los beneficios que le han proporcionado sus ocas.
No hace falta que le diga que John Ponet desaparecerá de la faz de la tierra nada más poner pie en Marruecos; el desaparecido Birnie Keller me dejó en herencia una suficiente reserva de identidades primorosamente falsificadas. Fue una lástima tener que matarlo a él también, pero usted comprenderá que no podía dejar cabos sueltos.
Reciba mis más sinceros respetos, que le ruego haga extensivos al detective inspector jefe McNeff y al resto de integrantes del CBU de Central West.
God save the queen.
Dale Oswell Wissing Jr.

GABRIELA MOTTA

El callejón
Caminaba apresurada cuando tropezó con un arma, la oscuridad de la noche hizo que este hallazgo pausar su respiración y la obligara a seguir de largo. La confianza de estar en su barrio le provocaba una angustiante calma que la hizo caminar más rápido. Al doblar la esquina comenzó a escuchar unos pasos, si no fuera porque sabía que venía sola juraría que alguien la estaba siguiendo. De todos modos, aceleró aún más la marcha, los pasos también. Recordó el arma que había esquivado metros atrás ¿sería su dueño? Justo antes de llegar al portón principal del cementerio oyó que los pasos se detuvieron.
—Malena — le dijo— no mires atrás y sigue tu camino. Ella se detuvo.
—No mires atrás —repitió. A ella se le escapó una lágrima que intento secarla, pero no pudo hacer que le dejaran de temblar las manos.
—No mires atrás —escuchó otra vez— Malena seguía paralizada. Quiso correr, pero no pudo.
—Sigue tu camino —repitió por tercera vez la voz— y recuerda no mirar para atrás. Buena chica, hiciste muy bien en no levantar el arma. Malena escuchó el portón del cementerio abrirse y el chillido fino de la bisagra oxidada la hizo querer girar de inmediato, pero se contuvo.
—No miras atrás si lo haces tendré que utilizar mi arma. Malena, permaneció inmóvil mientras escuchaba la voz que cada vez se oía más lejana no mires atrás…

DAVID DURA

Yo no tendría una segunda cita con Cris,
por que no recuerdo la primera.
Y lo peor de todo es no querer olvidarlo sin poder recordarlo.
Chanchan, Chanchan, ( sonidos de suspense).

KATA MAR

¿Algún futuro seguro para los niños?
¿Alguna esperanza de trabajo con un buen salario?
¿Trabajo es buscar en la basura para alimentarse?
¿En la basura porque no hay alimentos en los anaqueles del supermercado?
¿Alientos ricos en proteínas y minerales, para que el cuerpo este fuerte?
¿Los ricos son los únicos que se dan el lujo de comer?
¿Comer ahora es todo un lujo, tanto como tener una casa grande y bonita? Se preguntaba el padre al ir en el bus municipal de camino a casa, iba apenado por que el dinero que llevaba en sus bolsillos no le alcanzaba para mantener a su familia puesto que era menos del minino, le tocaba molerse los hombros para conseguirlo, a veces no llegaba con nada a casa, miraba en los contenedores para buscar algo de comida para llevar.
Ahora el suspenso se apodera de la familia Gutiérrez que sigilosamente espera a que salga la familia Alvarado para poder entrar a robar sus cosas. Aunque robar era pecado porque sus creencias así lo decían. no tenían de otra los nudos en el estómago los llevaban a ello; entraron, abrieron la alacena, comieron hasta que se sacaron sus estómagos, luego cogieron los que sus manos les permitieron, algo de dinero y comida.
Al día siguiente la mama preparo un gran desayuno, todos se miraban apenados aun así se lo comieron completo, al rato llego el cartero con las cartas, solo eran más recibos para pagar, más deudas, por fortuna tenían dinero suficiente para solventarlas. por lo menos por un tiempo hasta que el padre pueda conseguir un trabajo en donde al menos le paguen el mínimo. Para poder sobrevivir mes a mes.

GINO ALBARETI

El último pulso
Sonaban las sirenas por las calles de Madrid. La ambulancia recorría las avenidas con idas y venidas. Aprisa corría tanto que volaba.
Una vez en el hospital, ahora los médicos corrían. De la ambulancia al hospital, de los enfermeros a los médicos, de los médicos al quirófano y del quirófano a la habitación. Era una carrera de relevos. Era un día más en urgencia, un día más aprisa y corriendo salvo por un paciente. En plena operación este hombre falleció. Horas más tardes despertaba en la morgue para dar el susto de turno al vigilante de guardia. El paciente había revivido.
  • Buenos días ¿hablo con Mark?
  • Si, soy yo, dígame.
  • Queríamos decirle que su hermano está vivo
Después de que horas antes recibía la triste noticia, el escenario volvía a cambiar. El hermano de Mark dormía plácidamente cuando llegó. Hablaron con las miradas, desayunaron juntos en la propia habitación, recordaron viejos tiempo, aquellos en los que uno caía al suelo y el otro reía antes de ayudarlo. Todo parecía normal hasta que se produjo un silencio algo extraño.
  • Mark, tengo que contarte algo – dijo su hermano con una voz solemne
  • ¿Otra de las tuyas eh? – contestó Mark esperándose una broma
  • No esta vez no. He estado en el cielo hermano.
Mark no se lo esperaba, lo último que esperaba es que su hermano pronunciara una idea que tuviera que ver con la muerte o la vida.
  • ¿Cómo que estuviste en el cielo? ¿soñando dices?
  • No, estuve en el cielo. Vi a los abuelos y nuestros tíos. Vi a mamá y a papá Mark
El hermano estaba silenciado. No esperaba oír nada de lo que había oído y no sabía que decir.
  • Están bien hermano. No tenemos por qué preocuparnos por ellos, son más felices que nunca. Y además, mamá me recuerda Mark, ya no tenía Alzheimer. Eran ellos de verdad, no su enfermedad.
Poquito a poco a su hermano enmudecido, los ojos no podían evitar brillar de lágrimas.
  • Vi a nuestros vecinos también. Estaban todos sentados en una terraza. Todas las mesas y sillas blancas. Había muchísima luz, era el día más soleado que había visto en mi vida. Un jardín enorme con niños jugando al lado y los de la terraza, mamá y papá también alzaron sus vasos para saludarme. Parecía que me daban la bienvenida como si hubiera estado en un largo viaje.
  • No, no sé qué decirte – dijo Mark tartamudeando
  • Si vieras hermano, cuánta gente hay esperándonos. Si vieras la cantidad de paz que nos espera, si vieras la cantidad de paz que no hemos sabido aprovechar en vida.
Las horas pasaban y seguía atónito hipnotizado con las palabras de su hermano. Era increíble como hablaba con una cantidad de datos asombrosos sobre lo que había en el cielo. Era tan preciso que parecía verdad.
  • Mark – dijo el hermano- vi a alguien más que he olvidado decirte.
  • ¿Quién?
  • Vi a Jay hermano. Si, vi a tu hijo. – dijo mientras asentía y con lágrimas sonreía – él está bien Mark, no tienes por qué preocuparte es feliz. Se fue en paz y ahora vive en paz.
Mark lloraba sin parar, apenas podía controlar el llanto y se tapaba la cara queriéndose creer todo lo que estaba sucediendo.
Su hermano, lo agarró del hombro y dijo:
  • Y ahora querido par, querido gemelo, he de irme. Ahora seré yo quien vaya en paz para seguir viviendo así. No quiero que te preocupes, sigue tu vida que todo saldrá tal como estaba previsto.
Un sonido prolongado despertó a Mark. Replegado en el sofá del cansancio, apenas podía entender que estaba pasando. Un largo piii lo despertaba, pero el despertador no era. De pronto una enfermera entró y se acercó a la cama que Mark tenía delante.
  • Lo siento mucho, ha fallecido. – dijo lamentándose
Se levantó del sofá y se acercó a ver a su hermano. Con una caricia se despidió diciendo:
  • Vive en paz hermano

FERNANDO RIERA

«Ha vuelto»
Finales de los años setenta, en las afueras de una pequeña población.
Eran las siete de la tarde pero ya estaba oscuro porque era pleno invierno.
Daniel, un chico de doce años, seguía corriendo en la flamante bicicleta que sus padres le habían regalado esas recientes Navidades. Daniel era un muchacho muy obediente y buen estudiante, de ahí el regalo prometido. Se le pasaba el tiempo sin darse cuenta sobre su fantástica Gimson, la envidia de las bicicletas. El creía volar en ella. A esa hora ya debía estar en casa, pero se encontró de pronto en un escapado pasada la carretera.
-Ostras, dónde estoy! -exclamó preocupado después de frenar la bicicleta.
Escuchó unos pasos sobre la tierra, giró la cabeza y vio una extraña figura.
-Niño, te has perdido…?
-Sí.
-No te preocupes, yo te acompañaré hasta tú casa.
Son casi las nueve de la noche. En casa de Daniel, su hermana de diez años, está en la mesa del comedor haciendo los deberes de la escuela.
-Cristina! -grita la madre desde la cocina. -Dile a tu hermano que se lave las manos y ayude a poner la mesa!
-Mamá, pero si Daniel no está en casa, no ha llegado aún.
-Qué?! Cómo- cómo que no está en casa, si es casi la hora de cenar…!
-Ya te lo dije antes, no me hiciste caso, mamá!
La madre sale rauda de la cocina con un paño en la mano. -Pero dónde está…?
-Se fue en su bici, no te acuerdas?
-Dios mio, pero mira que hora es, no puede ser! Estás segura…? Daniel! -grita la madre buscándolo en su habitación.
-Qué no está, mamá!
Ay, Dios mío! Estará en la calle…?!
La madre atraviesa el comedor, abre el balcón y sale fuera mirando abajo en la calle.
-Daniel!! Daniel!!
Vuelve a entrar en el comedor, cada vez más preocupada.
-No le veo. Voy a ver si esta con alguien y se ha entretenido… Si es así se va a enterar…! Quédate aquí ahora vengo! -le dice a su hija mientras coje la llaves y sale del piso.
Cuando llega abajo, a la calle, lo busca por los alrededores desesperada. Se cruza con algún vecino del barrio y le pregunta por su hijo. La respuesta es negativa. Ella entonces sigue gritando: -Daniel!! Daniel!!
Por un momento la madre ya no sabe qué hacer ni dónde buscar. -Pero dónde habrá ido…?! -. Los nervios la atenazan.
Justo en ese instante llega por la acera su marido de trabajar, y encuentra a su esposa violentamente preocupada, con la bata de cocina y en zapatillas.
-Pero qué ocurre, mujer…? Qué haces en la calle así…? -le pregunta su marido extrañado.
-Es Daniel! Aún no ha vuelto!
-Pero qué dices?
Qué no ha vuelto, se fue en su bicicleta… Y aún no ha vuelto!!
El marido se queda unos segundos mirándola, cómo no dando crédito a lo que le dice su esposa y de pronto explota.
-Pero… son las nueve de la noche, la hora de cenar, y dices que no ha vuelto…? Es que hasta ahora no te has dado cuenta?! – Sí! Estaba haciendo cosas, estaba haciendo la cena, creí- creí que estaba en casa! El siempre es tan puntual…!
-Maldita sea, sube a la casa, llama a las madres de todos sus amigos!
Subieron al piso rápido, una vez alli la madre estaba tan nerviosa que no sabía exactamente a quién llamar.
-Calmate! -le grito su marido-. Así no vamos a arreglar nada. Sabes por dónde fue…? -le preguntó a su hija que la pobrecilla seguía en el comedor, pensando, confiando que su hermanito volvería pronto. -Por dónde siempre va, supongo… -dijo ella.
-Vaya por Dios! -exclamó el padre, desesperado, pero intentando no asustar a su hija.
-Voy a buscar por los alrededores! Tu ves llamando. Averigua…! Ahora vengo! -dijo el hombre saliendo del piso, intentando mantener la calma. Mientras, la madre empezaba a marcar los números de teléfono.
En la calle, una terrible oscuridad alumbrada por unas pocas farolas. Eran los límites del barrio, colindante casi con el campo. La humedad, el frío, una niebla acechante, apenas nadie, un coche pasando. El padre de Daniel buscando y gritando el nombre de su hijo. De pronto, un hombre que conocía se le acercó. -Qué ha pasado…?
-Nuestro hijo… Aún no ha vuelto a casa! Lo habéis visto!?
-No. A estas horas…?!
-Sí, coño!
-Cuanto tiempo hace qué no le veis?
-No sé…!
-Tienes que llamar a la policía.
-Sí.
-Ya tendrías que estar llamando, de prisa!
-Dios mio! -exclamó el padre, poniendo cara de angustiado por primera vez. Y fue para casa corriendo.
Cuando llegó al piso se encontró a su esposa sentada junto al teléfono llorando sin saber que hacer.
-Has averiguado algo…?! -exclamó él.
-No… -dijo ella entre sollozos.
La hijita, atenta a todo, pregunto: -Dónde está Daniel, mamá?
El padre no aguantando más la situación grito:
-Llévate a la niña a la habitación y quédate con ella!
Después fue hacia el teléfono, descolgó el auricular, y añadió mirando hacia su esposa: -Intenta calmarte, mujer!
Ella obedeció llevándose a la niña de ahí.
El padre marcó presuroso la rueda de números de aquel antiguo teléfono, esperó unos segundos… Y después exclamó: -Policía…?! Eran casi las diez de la noche, y en la jefatura central de policía, un agente fue rápidamente al despacho del suboficial de guardia.
-Señor, un niño ha desaparecido.
-Qué… Dónde? -pregunto el suboficial, un poco adormilado.
-En el extraradio… En Los Puñales.
-Cuánto hace de eso?
-Por lo menos tres horas.
-Joder…! -exclamó el suboficial levantándose del asiento.
Se trataba del suboficial Sánchez, un hombre de sesenta y cinco años. El estaba punto de jubilarse. Lo necesitaba. Mucho había vivido en esa comisaría, en las calles…
-Qué va ha hacer, señor? -le preguntó el agente con cautela al suboficial.
-Déjame que piense…
El policía seguía en la puerta de su superior, mientras este reflexionaba, concentrado, preocupado.
Envie una unidad a calle de la estación.
-Otra vez? Ahí no va a conseguir nada.
-Ya lo sé! La cagué, pero de eso hace un año.
-No fue culpa suya! Tenía lógica, podía escapar cogiendo un tren…
-Nosotros iremos a Los Puñales.
-No va a salir bien, señor.
-No voy a dejar qué vuelva a ocurrir! Maldita sea! Ya perdí un niño! Eso no volverá a ocurrir!
-Está seguro qué es él, otra vez?
-No, no lo nombres, por favor…
-No arruine su carrera, señor.
-Me importa una mierda! No perderé otro…
-Señor…
-Que!
-Y nosotros?
-A Los Puñales. De incógnito. Y por Dios, los de la estación, sin sirenas, por favor… Ahora vete de mi despacho, he de hacer una llamada. Necesito una dirección.
-Señor, su carrera…
-Largate de mi despacho y cierra la puerta! -exclamó el suboficial descolgando el teléfono de su mesa…
Eran casi las once de la noche. En el barrio dónde vivía la familia de Daniel, Los Puñales. Se acababa de detener un automóvil frente a un cruce. En su interior el suboficial Sánchez y su agente. En la calle, ni un alma.
-Tu te quedas aquí, dentro del coche. Observas todo. Cualquier movimiento sospechoso de alguien, cualquier cosa… Vienes en mi búsqueda. Está claro?
-Sí.
-Te acuerdas bien de la dirección?
-Sí, señor… Quiere que le diga una cosa?
-No. -respondió secamente el suboficial. Abrió la puerta del coche y salió de él.
-Buena suerte, señor.
Sánchez no dijo nada, cerró la puerta del auto fríamente y se marchó.
Llegó a una avenida perdiéndose ante la atenta mirada de su agente. Sólo se oían sus lentos pasos. Silencio absoluto a su alrededor. El suboficial llegó a un pequeño portal. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y de él sacó un sobre que contenía unas llaves. Ese sobre y su contenido alguien se lo acababa de dar hacia menos de media hora. Arrugó el sobre con su mano enguantada y lo tiró al suelo. Con una llave abrió la puerta y entró en un pequeño vestíbulo a penas sin luz. Pero no fue hacia las escaleras, siguió recto, silenciosamente, hacia una puerta que había al fondo.
Cuando Sánchez llegó, se pegó mucho a ella, como intentando oír algo de dentro. Después metió la otra llave en la cerradura, y con sumo cuidado la giró. Empujó la puerta y entró en el piso.
En casa de Daniel, su madre sentada en la cama de su pequeña hija, abrazandola. Ambas en silencio. El padre nervioso. Entraba y salía de la habitación. Nadie se atrevía a decir nada…
Mientras, el suboficial Sánchez avanzaba por el pasillo de aquel piso. Se oían de fondo voces procedentes de un televisor encendido, y esa era la única luz que se veía, venía de un salón. Un olor insoportable lo envolvía todo. De pronto, se oyeron unos golpes, como de martillo. Sánchez guardó las llaves en su bolsillo y de otro saco su pistola. Llegó con mucho cuidado al salón. Había en un lado un pequeño sofa mugriento. Y en el otro lado unas extrañas y grandes jaulas apiladas. Siguió avanzando hasta una habitación. Entró. Había lo que parecía una cama llena de bultos con una manta por encima. Apenas llegaba la luz ahí así que no vio más. Pero oyó moverse algo… Destapó la manta de la cama y… Allí estaba Daniel! Estirado, atado y amordazado y vivo!Rápidamente el policía le levantó y lo primero que hizo es indicarle que guardará silencio. Después, con una navaja cortó las cuerdas de sus manos y con cuidado le quitó el pañuelo y el esparadrapo que llevaba en la boca. Salieron de la habitación con mucho cuidado. El televisor incongruente seguía sonando. Ya no se oía el golpear del martillo.
Daniel, y el suboficial detrás, iban juntos ya hacia el pasillo, cuando de pronto el policía sintió que alguien le agarraba fuertemente el cuello por la espalda. Intentó revolverse pero esas manos que parecían tenazas seguían en su cuello. -Vete, chaval!! -gritó Sánchez, como pudo, señalandole con el brazo la dirección hacia la puerta.
Sánchez disparó su arma, pero tampoco sirvió de nada. Las terribles garras seguian sobre él… Daniel corría hacia la puerta. Sánchez perdía la respiración, mientras intentaba inútilmente zafarse de aquel asesino, que cada vez apretaba y apretaba más su cuello… Sánchez se tambaleó y su visión empezó a hacerse borrosa. El aire ya no llegaba a sus pulmones… Lo último que vio fue a Daniel abrir la puerta de aquel horror y desaparecer en la oscuridad…
Una hora después, Daniel fue acompañado de un policía hasta su casa. Sano y salvo. Sus padres le abrazaron y lloraron de alegría todos junto a él.
En la vivienda del asesino, del cual se desconoce su verdadera identidad, hallaron muerto al suboficial Sánchez. Se jubiló y cumplió su misión con honor.
Al día siguiente encontraron la bicicleta de Daniel escondida entre unos matorrales.
Del asesino, del que nadie se atreve a decir su nombre, sigue vivo y en paradero desconocido…

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21 comentarios en «Suspense – miniconcurso de relatos»

  1. Me he quedado con las ganas de votar a varios más pero, las normas son las normas.

    Pedro A. López Cruz
    Irene Adler
    José Armando Barcelona
    Linoska Baranda

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