Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «redención». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 30 de diciembre! (Solo un voto por persona. Este voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos).
POR FAVOR, SOLO VOTOS REALES, SOLO SE GANA EL RECONOCIMIENTO, CUANDO ES REAL.
* Todos los relatos son originales (responsabilidad del autor) y no han pasado procesos de corrección.
La naturaleza humana le negó ser madre a una mujer.Mas había la oportunidad de conseguir esa dicha.
«Ser madre adoptiva»
El matrimonio Torrijas acogió en su casa con amor y alegría a la pequeña de un año llamada Covina.
Covina crecía en salud de hierro,pero en hechos respondona, inquieta, y poco obediente.
Los vecinos decían, Pero de dónde ha venido esta niña.
Sus padres pacientes contestaban.Los Ángeles.Los Ángeles no la han traído.
Los padres de Covina no sabían por donde tirar.
Cuantos disgustos les dio la niña de sus ojos en su crecer.
Con la mayoría de edad Covina abandona el hogar familiar y marcha a otros lares.Muy pronto se presentó con un hijo en casa de sus padres el cual se puede decir lo crían los abuelos.
Los años pasan y la madre de Covina se queda viuda.la soledad de la viudez el buen comportamiento del nieto mitiga la pérdida.
El tiempo transcurre tan deprisa que el nieto tiene su propia familia lejos de su abuela.
Covina vuelve a vivir con su madre pero esta vez lleva una niña grandecita fruto de una relación que ya no existe ni tampoco el padre de la niña les da dinero.
Tres mujeres viven con la paga de la abuela.
Con los ahorros de toda una vida la madre de Covina le prepara a su hija y nieta una casita. Más al no querer Covina trabajar tiene que repartir la mujer, la paga.
Los años siguen pasando y la madre de Covina está sin fuerza y sin apenas dinero ya que la Cartilla del banco la administra Covina.por tanto la anciana decide contar lo que le pasa al párroco y a una vecina estando su hija delante. Ya no puedo más dice la anciana con lágrimas en los ojos necesito liberarme del yugo de mi hija y nieta.
Covina se defiende diciendo si no me ayudas tendré que hacer de «puta».
Pues Mira joven dice el «cura» es el oficio más antiguo de la humanidad.
Hay palabras que duele escuchar, palabras que chirrían en la conciencia, que complican la vida, que hieren el alma. A la redención se la vincula con la religión, el pecado y el yerro. Difícil encontrar la manera de arrumbar el incordio que acompaña a esta palabra y el modo de divorciarse de ella, porque ¿quién no la ha pifiado alguna vez, quién con su acción u omisión no ha fastidiado al prójimo o arruinado sus expectativas? Y es de común parecer que solo los generosos y grandes de ánimo tienen el derecho de redimirse. El resto de los mortales ni echando mano de la penitencia. Hay que ceder, doblegarse y renunciar al instinto de libertad.
Marta que se encontraba dentro de este grupo, el más numeroso. Quería ser más libre que la mayoría, quería ser pintora en una casa donde los hermanos tenían otras aspiraciones. Luis se preparaba para ser ingeniero y Yolanda estudiaba tercero de medicina. A su padre aquella elección le llevaban los demonios.
—¿Pintora? Pero eso es oficio de hombres. Goya, Picasso, Dalí. Todos eran hombres.
—También hay mujeres, y en caso de que no existiera una sola pintora, yo rompería con la tradición.
—Te lo prohibiré si no eliges al mismo tiempo otra profesión. ¿No te gustaría ser maestra de niños?
Marta pasaba parte de la noche en vela rebuscando la manera de no renunciar a su tendencia natural y contentar a su padre por ser él su principal adversario. Quería redimirse a toda costa por no secundar las expectativas depositadas, hacer como que no pero sí, una redención aunque fuera breve o de mentirijilla.
Un día le invitó a visitar el Museo del Prado. A los dos les gustaba la serie religiosa de Zurbarán. Era un buen comienzo porque Marta deseaba emplazar a su padre frente al Cristo de Velázquez. Que lo contemplara porque aquella pintura era el vivo ejemplo de desandar un camino, de pagar un yerro.
—La verdad, no te entiendo.
—¿No? ¿Imaginas por qué Velázquez cubrió de negro medio rostro del Cristo?
—¿?
—Por no atinar con el gesto que separa de la vida la muerte. Y siendo incapaz de conseguirlo, le atizó al lienzo un buen brochazo. Y así se quedó.
—Interesante, me gusta la prueba, pero no encuentro relación alguna con tu deseo de hacerte pintora.
—La hay. Con aquel brochazo Velázquez se redimió ante el Cristo. No sabía darle expresión a su cara.
—¿Y qué?
—Pues haré parecido. Seguiré mi afición y me sentiré libre, cometeré desatinos, estropearé lienzos y derrumbaré expectativas, pero también yo, como Velázquez con su Cristo, podré redimir a través del arte mi suma de yerros.
—Si tú lo dices…
—Porque para redimirse hay que arrumbar un credo o un símbolo y dibujar después el arrepentimiento.
Al padre le costaba entenderlo. Se miraron. No estaba convencido, pero la fundió en un abrazo en mitad de la sala. Y fue el gesto deseado que la redimió.
LA MUJER DE LOS OJOS AZULES
Se oyen voces, gritos, juegos de niños, frases perdidas, que retumbaban, venían del colegio, que está al lado.
El ruido y los críos parecían estar dentro de la habitación del miedo, jugando en el patio del recreo.
Mientras Robert, quieto, estático, inmovil, oyendo con mucha atención, las frases rotas, incompletas y entrelazadas. Que pasaban por su mente. Pensaba que salían de la calle, su cabeza retenía todas las voces, como si fueran viejos recuerdos.
Pretendía ponerle cara a cada grito que sonaba, buscándole una identidad como loco, a cada palabra que oía, profundamente abstraído, trataba de buscarle una cara, una explicación a cada palabra.
Sus pensamientos se mezclaban con las frases. «Oye, tírame el balón»
«Esa voz, esa voz es de Jazmín». Se decía para sí Roberto.
«¡No me empujes!” Estábamos en el patio de mi casa; no, era en casa de mi madre. Cuando apareció la visión de dos críos jugando.
Ese ¿quién es?. Nunca llegaré a perdonarme. Nunca podré redimirme de lo que pasó. Olvidarlo, ¡cómo podré olvidarlo, si no recuerdo lo que pasó!¿Por qué a mí? Me persiguen tantos recuerdos.
«A las seis, el mejor vino que bebe el rey; a las siete, salto y pongo mi… ; a las ocho, lo recojo…»
Ese es David, o George, mis sobrinos, ¡mis sobrinos! Quizás sea José el botella. Y su amigo el matón, ¿cómo se llamaba? …
¡No! la bata blanca, no.
No puedo con tanto ruido.
¡No puede ser el botella!
La cabeza, la cabeza… Me da vueltas y vueltas.
Vuelven los pasos… los oigo…¿Quién viene? ¿Quién será?
Me parece que se han parado en la puerta. Alguien está escuchando…Tras la puerta.
La bata, la bata blanca. ¡No!
Me quedaré quieto, para que no me vea, para que no pueda verme.
El pomo de la puerta se mueve lentamente y un chirrido de los pernios nos avisa que se está abriendo, se desplaza hacia dentro, impidiéndole ver quién entra, aunque miró de reojo. El corazón le latía fuerte. Era un impulso explosivo, un bombeo máximo de los latidos. Por un lado la curiosidad, que le podía y por el otro un miedo intenso, que le impedía mirar. Hacia fuera.
¡No! La bata, la bata blanca, no.
Me quedaré mirando el techo.
Entra la enfermera con una bandeja, en la que hay un vaso de agua, y pastillas azules. Un azul atrayente, fuerte y de un brillo intenso.
A continuación de ella, también entra una mujer rubia, muy guapa, con pelo largo y ondulado. Unos ojos de caramelo hundidos, tristes, redondos, azules como el mar, y profundos con una sonrisa muy perdida casi obligada. La señora es de cuerpo delgado, desnutrido, con sensación cansada y una mirada bastante apagada.
Se sentó en la silla que había al lado de la mesa y no dijo nada. Solamente observaba, silenciosa.
La enfermera se acercó a Robert, le dio el vaso en una mano y las pastillas en la otra, él con un gesto automático se las tragó, sin dejar de mirar el techo, de un solo trago.
La enfermera recogió la bandeja de la mesa y se marchó sin mediar palabra. Pero hizo un recorrido con la mirada buscando la foto que había traído el día anterior, con una mirada alrededor de la habitación. Completamente silenciosa,
la señora continuaba en la silla observando la actitud de Roberto callada, quien seguía mirando el techo ausente, como si no hubiera nadie más presente. Aunque sabía que un espíritu permanecía allí, sin moverse. Después de varios minutos…
-Roberto, cariño, ¿cómo estás?, ¿te encuentras mejor? …Tras un silencio interminable…
Me ha dicho el doctor: Que le has preguntado por Jazmín, ¡Que has hablado por primera vez!. ¿Qué recuerdas de Jazmín? De nuestra hija, ¡mírame! Dime algo..
Roberto, no puedo más…No aguanto más. Le decía Carmen de una forma cariñosa mientras Se acercaba a él.Se podía observar una sensación de frialdad, de agotamiento, en la mirada de aquella mujer, quien se levantó y se dirigió hacia Roberto, al que le cogió las manos, y las acarició con las suyas con mucha ternura las tocaba suavemente. como acariciando un peluche.
-Hola, mi vida ¿por qué no me miras? Estoy aquí, esperándote, deseando que me digas algo, una palabra, una mirada, deseando que empieces a hablarme. Sabes que no guardo ningún tipo de rencor, simplemente te quiero. Se me están haciendo las visitas interminables, mi vida ¿qué te ocurre? No puedes redimirte de todo aquello, simplemente pasó tienes que olvidarlo todo, ¿por qué no me hablas nada? ¡Roberto háblame! Y lo zocotreó casi sin querer.
Roberto bajó la cabeza asustado que le decían y la miró por un instante, como aquel que se mira en un espejo, mientras pensaba y escuchaba como un eco»No puedes redimirse de lo que pasó»con mucho miedo con cara de espanto, temblando, no podía oír ninguna otra cosa que no fueran esas palabras una y otra vez, las palabras que Carmen le decía, no las podía escuchar, como si estuviera ante un fantasma, su boca no se abría. Su cuerpo estaba tenso. Simplemente la miraba sin verla deseando que se fuera. Percibió una sombra agarrada a sus manos. Que le apretaba fuertemente. Sentía terror al espíritu que le cogía las manos.
Solo una lágrima de miedo e impotencia, empezó a recorrer su mejilla. Los dos se encontraron frente a frente, pero la sensación era distinta, como si cada cual estuviera detrás de una ventana, con distinto presente y el cristal les impidiera hablar. Las lágrimas fueron saliendo lentamente de los dos y la mirada se volvió intensa, profunda, como si no necesitaran nada más, pero la relación parecía de madre-hijo, padre-hija. No había nada más que la mirada fría como sí de un espejo se tratará. Como ante un extraño totalmente bloqueado permanecía Robert distante. Pensando «redención» ¡Qué puedo hacer yo si no recuerdo lo que pasó!
La mujer lo abrazó y le dio un beso en la mejilla, tras esperar unos minutos, pero a él parecía no importarle, continuaba tan terso, con sus rasgos de la cara permanecían completamente impasibles, temerosos con mucho miedo.. Rígido como el que besa un maniquí.
Cómo si estuviera viendo un fantasma. Tenía la visión de una sombra lo único que podían ver los ojos de Roberto era una sombra pegado a él. Volvió a mirar al techo y la señora se marchó de la habitación del miedo. Suspirando, tragándose sus propias lágrimas. Preguntándose ¿Por qué? Una y otra vez. Si ella lo hubiera perdonado en su día. ¿Por qué Roberto no le hablaba?, era como si la culpara por alguna razón que no alcanzaba a entender. No lo comprendía por más que lo intentaba pensar.
A veces me da la impresión que no puede verme. Es como si me mirara pero no me viera. Es una sensación de no fijarse, no mantiene, no me sostiene la mirada, como si me viera de lejos tras un espejo. No lo entiendo. No puedo comprenderlo. Le voy a preguntar al médico si realmente ve. O tiene algún problema con la vista, mira si no puede ver nada. ¡Si está perdiendo vista!
Como perseguido por las sombras se sentía ansioso, cautivo entre las cuatro paredes visualizaba las ideas que le venían a la cabeza. Creyéndose una irrealidad casi impresentable. Se decía a sí mismo»Tengo que conseguir una redención completa, pensarlo fríamente, yo no fui culpable de nada, tengo la sensación de sentir algo extraño, un poder infinito en mi interior, que me dice al oído» Que estoy redimido, exculpado de todo lo que pasó» Pero realmente; qué es lo que pasó. No puedo recordarlo.
Sólo vienen a mí las palomas blancas volando. ¡Ah! Mi cabeza.
No soporto el dolor… Me tumbé a descansar.
Me redimo ante la vida porque redimirse ante la muerte conlleva miedo a lo que no se conoce. Yo tengo miedo, pero lo abrazo sin piedad para abrazar al destino que me devolverá el apretón entre sus brazos.
Hoy no quiero la redención por ser yo causante de un mal, no la quiero por no saber lo que me espera ante un universo que se transforma… Quiero la redención como remedio a la tormenta, que en mi corazón empieza a hacer herida por los truenos y los relámpagos que lanza al estómago cada día, en cada discusión y en cada momento de ira sacado de quicio ante una realidad que me duele y me supera.
Hoy me redimo con una huelga donde el odio no cabe en mi corazón, en la que todo lo que haga irá cargado de amor. Hoy dejaré la violencia para recibir la paz en mi alma.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Samuel era un chico joven, de constitución robusta, fuerte. Era una persona sociable, agradable y extrovertida.
Un día, durante la celebración de una fiesta, Samuel estaba en un estado ebrio considerable, se había pasado un poco con los cubatas.
Un hombre bastante mayor que él le ofreció probar una pastilla de extasis y Samuel aceptó empezando en ese mismo instante una rueda de adicción bastante dura y complicada.
Samuel en muy poco tiempo cambio de carácter, cada vez se encerraba más en sí mismo y se volvió antisocial, especialmente cuando probó la cocaina.
De la noche a la mañana Samuel con tan sólo veinte años se había vuelto un cocainomano empedernido y sus problemas iban en aumento según iba necesitando más dosis. Llegó a robar inclusive a sus padres para poder costearse el vicio. Pero sus padres, pese a la gran decepción inicial, le ayudaron para que Samuel encontrará la redención y le pusieron en manos de profesionales cuándo Samuel aceptó su culpa y reconoció su error y adicción.
Tras varios años de ardua lucha y alguna que otra caída y recaída Samuel por fin pudo recuperar el timón de su vida y enterrar su pasado.
En la actualidad Samuel tiene cuarenta y tres años, está felizmente casado con María, tienen tres hijos: Isabel, Carlos y Nerea. De diez, siete y tres años respectivamente.
BEGO RIVERA
Raúl tenía nueve años cuando su hermana Emily de siete desapareció. Ahora veinticinco años después conducía junto a su mujer y sus hijos, Lucas de ocho años y Carla de seis, al lugar donde todo acaeció. Esa mañana habían madrugado, se dirigían a las Lagunas de Ruidera, parque natural, dieciséis lagunas repartidas entre las provincias de Ciudad Real y Albacete. Vivían en Madrid, por tanto, les quedaba por delante poco más de dos horas y media de viaje. Sabía que no sería igual que cuando él iba de pequeño, entonces podías acceder a todas las lagunas, hoy en día no, solo había algunas habilitadas para el baño. Raúl esperaba que una de ellas fuera la que él disfrutaba con sus padres , hermana y amigos. Mientras conducía rememoró aquel aciago día, el último en el que vio a su hermana y el último que estuvo en las lagunas.
» Raúl vivió en Ciudad Real hasta los veinticinco años con sus padres; le salió trabajo en Madrid y desde entonces residía allí.
En aquellos tiempos su padre trabajaba en el ferrocarril y su madre en un taller de costura por las mañanas. A su padre le encantaban las lagunas y siempre que tenía un día libre se iban para allá. No solían ir solos, aquel día de Julio les acompañaban los mejores amigos de sus padres. Teresa y Carlos con su hijo Pepe de su misma edad, compañero de clase y amigo. Tardaban una hora y media en llegar. Su padre siempre elegía la misma laguna, con su chiringuito, con mesas debajo de la sombra de los árboles, donde podías pedir tu comida o llevarla de tu casa. En aquella época había hasta zonas de barbacoa. Ellos llevaban siempre todos los ingredientes para hacer una paella, su padre y su amigo disfrutaban haciéndola; mientras, los demás se divertían con el baño. La laguna tenía el agua cristalina,en forma de círculo, sin mucha profundidad, cosa que tranquilizaba a sus padres y una de las razones de la elección de esta. A un nivel superior, de unos dos metros, se encontraba otra laguna que comunicaba con esta mediante una cascada. El agua de la otra laguna más elevada caía sobre las piedras de la laguna inferior donde se encontraban. Era una cascada por tanto pequeña y la gente se sentaba entre las rocas y dejaba que el agua de la cascada les cayera encima, como en la ducha, era divertido. Ese día Pepe,Emily y él se fueron a la cascada aunque tenían prohibido por sus padres ir sin la supervisión de un adulto.
Pero a Pepe y a él les gustaba el riesgo, solían meterse en líos varios y esa vez no fue diferente. Se metieron en las rocas, su hermana los siguió, Raúl la echó de allí, Emily se puso a llorar. Raúl no le hizo caso, siguió jugando con su amigo, molestando a la gente, consiguiendo con sus empujones echar a todo el mundo y quedarse solos riéndose mientras escuchaban los reproches que les hacían las personas agraviadas.
Cuando apareció su madre para ir a comer preguntó por Emily, Raúl y Pepe le dijeron que hacía rato que se habían ido. Les gritó que salieran de ahí inmediatamente y que buscarán a su hermana
Con mucho cuidado Raúl miraba entre las rocas para no resbalarse mientras bajaba asustado. Ese día cambió todo. Buscaron a su hermana sin resultado, todavía hoy escucha en su cabeza los gritos desgarradores de sus padres cuando se hizo de noche y no apareció. La gente se fue yendo, hubieron muchos que ayudaron. Los cuerpos de seguridad, emergencias y voluntarios siguieron buscando durante semanas, cerrando el acceso a los veraneantes.
A partir de ese momento sus padres cambiaron. A él le pareció que le echaban la culpa de la pérdida de Emily, aunque tal vez era cosa suya, era solo un niño, pero amargó la existencia a sus padres con su rebeldía y sus disconformidades. Ahora que él tenía hijos supo que tuvo que ser insufrible para sus padres. Se sintió solo e incomprendido. En cuanto acabó los estudios abandonó el hogar.»
Cuando Raúl y su familia llegaron a las lagunas estaba diferente, como imaginaba. Buscó la laguna de la desgracia y la encontró. Ahora había más bares y hoteles, estaban más cuidadas; hace veinticinco años la naturaleza que las envolvía parecían más salvaje.
Cogieron una mesa para pedir. Primero dijeron de darse un baño, el agua transparente los reclamaba. Raúl no pudo evitar estremecerse. Mientras su familia se bañaba él se dirigió donde años atrás caía la cascada. Allí seguía, mojando las rocas donde lo hacía entonces. Se sumergió en la cascada y se sentó en las rocas, empezó a mirar entre ellas, le costó tiempo y trabajo pero encontró lo que buscaba. Después de retirar piedras y vegetación, en el fondo, en un agujero…pudo ver unos huesos, los de su hermana.
El día que desapareció Emily, cuando su madre preguntó por ella y les hizo bajar de las rocas, él al intentar no resbalarse…la vio entre las rocas, en el fondo, su hermana inerte. Se asustó y no dijo nada. Seguro que cayó cuando él y Pepe daban empujones a la gente para que se fueran y quedarse solos, no vieron a Emily que seguramente se acercó. Le echarían la culpa.
Desde entonces cargaba con ese peso y fue buscando redención.
BORJA AJ
Maine. Año 1967.
Me llamo Joe y soy un paleto de Maine. Uno de los tantos chicos que nació en un pueblo de Nueva Inglaterra y que se crió como lo hacía su padre porque era lo correcto. Tenía que ser un buen estudiante, y si no llegaba al mínimo que me exigían, mi padre me sacaría del colegio y me daría una paliza. Después me haría trabajar como un esclavo. También tenía que buscar una chica de verdad. Una buena chica que aunque fumara, no fuera una borracha, ni una furcia ni una facilona. Una buena mujer que me atendiera a mí y atendiera mi casa. Que lo tuviera todo a punto. Y nada de encamarse con un tío porque ser maricón era lo más bajo en lo que podía caer un hombre. Ser un chupapollas era tan malo como haber asesinado a un niño.
Al final todo eso fue lo que ocurrió. No era un buen estudiante y mi padre me dio una paliza cuando me sacó del colegio. Me dejó sordo de un oído. Mi madre ni se inmutó. Se quedó callada y dijo que si aquel hombre que tenía por marido me pegaba era por alguna buena razón. Mi padre me hizo trabajar como un esclavo en el campo y en varias fábricas durante años. El único tiempo libre que tenía eran las pocas horas de sueño nocturnas que algunos días ni siquiera disfrutaba y la borrachera de algunos fines de semana. Mi madre era una auténtica zorra. Tan puerca como el cerdo de mi padre. Por eso me largué de allí con dieciocho años. No sabía a dónde ir ni tenía nada. Lo único que había en mi cabeza era alejarme de ese infierno y conseguir mi único objetivo, algo que anhelaba desde pequeño y que ningún mortal conocía. Quería ser Escritor.
Texas. Año 1977.
Llegué hasta un pequeño pueblo de Texas. Allí conseguí un trabajo en el campo en el que me pagaban algo mejor de lo que me pagaba mi padre. Lo suficiente como para poder alquilar una pequeña casa. Conocí a Mary, la chica más bonita que he visto en mi vida. Me enamoré de ella al instante. Empezamos a salir, nos amábamos como dos quinceañeros, follábamos sin contemplaciones y al final nos casamos. Éramos dos pobres diablos con míseros trabajos que no podían costearse la típica boda americana que tenían todas las familias. Ella no tenía traje de boda y yo no pude comprar un anillo. Fue todo muy formal. Pero al menos estábamos casados porque era lo que queríamos.
Deseábamos tener un hijo, pero por alguna razón Mary no quedaba embarazada y eso nos sumía a los dos en el desasosiego. Yo insistí en ir a algún médico especializado, pero Mary no quería hacerlo porque pensaba que era tirar el dinero y era mejor ahorrar algo para sobrevivir si en algún momento nos quedábamos sin trabajo.
En cierto momento llegué a la conclusión de que tenía cosas de las que sentirme orgulloso. Tenía una chica, tenía un trabajo y tenía algo volviéndose formal en este cochino mundo.
A medida que avanzaba el tiempo vi que los ojos de Mary se estaban apagando. Ese resplandor que tiene una mujer en su mirada ya no lo tenía. Algo o alguien se lo había estado arrebatando durante algún tiempo. Mucho me temía que fuera yo.
Un día, tras salir del trabajo, llegué a casa. En ese tiempo Mary estaba enferma y tuvo que quedarse un par de días en casa. Yo tuve que hacer horas extra para recuperar el dinero que ella perdía. Debió haber pillado algún virus. O más bien el virus lo pillé yo. O quizás yo fuese el virus. Aquel día Mary no estaba en casa. La llamé y la busqué por toda la casa. Temía que algo horrible la hubiera ocurrido. Podrían haberla secuestrado y algún malnacido la habría violado. Pero no. Descarté todas las posibilidades cuando vi que no estaba su ropa, ni sus fotos ni ninguna de sus cosas. Se había llevado todo lo que tenía. Entonces supe que me quedé solo, tal como estaba cuando me largué lejos de mis padres una década antes.
Salí corriendo de casa, llegué al bosque y corrí entre los pinos gritando su nombre. Mary, Mary… Por Dios, Mary, no entiendo por qué me has hecho esto. Mary, mi vida…
Regresé a casa, me eché en la cama y lloré. Lloré sin siquiera gemir hasta que no me quedaron lágrimas. Sólo lloré. Lloré.
California. Año 1988.
Volví a irme. Volví a dejar atrás el lugar en el que vivía y en el que tenía cierta estabilidad. Todo se rompió. Soy un vagabundo, como dice esa canción escrita por Bob Dylan. Yo también me preguntaba cómo se siente cuando te dejan tirado y apaleado como un perro al que han dado demasiadas palizas. Pero ahora ya lo sé.
Otra década más tarde me instalé en Los Ángeles. Desde entonces vivo allí. Ya he abandonado el sueño de ser Escritor, a pesar de estar en una ciudad llena de oportunidades. Lo único que hago es ir de un sitio a otro, caminando siempre que llueve. Me gusta andar bajo la lluvia. Así me quita toda la suciedad que tengo encima. La suciedad de mi pasado. La suciedad de mis padres. La suciedad de Mary. La suciedad de mi sueño aplastado y roto como una hoja pisada por una bota. La suciedad de mi corazón. La suciedad de mi vida. La suciedad de un tipo llamado Joe.
Ahora trabajo como taxista en la ciudad, cogiendo y dejando personas de un lado para otro. Tal como yo hacía por todo el país. De un lado para otro. Conduzco por el día o por la noche indistintamente. Algunas veces me alejo de la ciudad y voy a un lugar al que nunca va nadie, miro el horizonte y rezo a Dios para que me otorgue un poco redención, pues a estas alturas de mi vida es lo único que busco. He vivido décadas de dolor. Décadas de opresión. Décadas de sufrimiento. Décadas de vacío. Ahora busco décadas de redención.
EFRAIN DÍAZ
Estaba acostado en su lecho de muerte. Era su última morada. Me senté a su lado. El tiempo se le había acabado. Ambos sabíamos que sería nuestra última conversación, al menos aquí en la tierra.
Con voz entrecortada pasó revista de su vida. Una vida demasiado larga y para nada intensa. Mas bien aburrida. Nunca tuvo tiempo para el amor ni para los amigos. Se dedicó únicamente a trabajar y no le sobró tiempo para otra cosa . No conoció el amor por miedo a salir lastimado. Por miedo a salir con el corazón roto. Tampoco conoció el sexo, por miedo a una enfermedad. Tuvo muchas navidades y ninguna noche buena. No tenía amigos.
Su vida había transcurrido en la soledad de la habitación de la casa de sus padres ya fallecidos, con un pequeño televisor y una vieja guitarra que de vez en cuando tocaba para nadie.
Mirándome a los ojos me dijo: «si tan solo tuviese una segunda oportunidad, saldría de esta fría y oscura habitación a disfrutar del sol y de la lluvia. 100 veces buscaría el amor aunque 100 veces salga lastimado. Tendría sexo cada vez que pudiera, aunque fuera con cautela y protección. Tendría muchos amigos y me iría de parranda al menor acto de provocación. Probaría todos los espíritus destilados. Después de todo, si es uno de los productos mas vendidos, no deben ser tan malos. Viajaría a lugares desconocidos cada vez que pudiera. Conocería mejor el mundo. Rompería todas las reglas y luego me reiría de ello. Eso sí, aceptaría las consecuencias. Hasta la irresponsabilidad hay que llevarla de forma responsable. Pero como ya ves, el tiempo me jugó una mala pasada y se acabó. Atrás quedó esa vida que nunca tuve y ahora anhelo con toda mi alma, pero la vida no da segundas oportunidades».
De repente ambos sentimos un frío intenso en la habitación. Miramos a la ventana y ahí estaba él. El ángel de la muerte venía por mi amigo. Atravesó la pared como los fantasmas y con voz amable le dijo: «despídete, ya es hora».
Mi amigo miró al ángel de la muerte y le pidió, casi le rogó una segunda oportunidad. El ángel de la muerte lo miró con pena y le dijo: «ya te la dimos y no supiste aprovecharla. Perdiste tu tiempo y de la peor manera. Solo y encerrado en tu habitación por miedos y temores inexistentes. Ya tu tiempo terminó. Hoy vendrás conmigo».
Mi amigo volvió a mirarme a los ojos y me dijo: «no cometas mi mismo error. No pierdas tu tiempo. No tengas miedo de vivir, amar, reir y divertirte. Pásala bien. Si sufres, es parte de la vida. Peor es morir sin haber vivido». Y cerrando los ojos, expiró. Se fue para siempre. No tuvo una segunda oportunidad para redimirse.
CONSUELO PÉREZ GÓMEZ
¿REDENCIÓN O RENDICIÓN?
Orestes de Balbuena-Ortiz de la Cara Azul, Conde de las marismas y de otros tantos lares, a punto está de rendirse ante el señor con vestido y capa roja que quiere arrojarle a un sempiterno confinamiento.
A través de sibilinas proposiciones el señor de rojo intenta convencerlo de que su redención servirá como ejemplo cristiano para futuras generaciones, dotando a estas de un modelo a seguir: el suyo.
—Puedo redimirte por el módico coste de una bolsa de maravedíes, si bien con la premisa hecha de que de caer otra vez en tus despropósitos serás juzgado de nuevo, esta vez sin redención.
—Antes muerto que rendido. Usted y toda su corte se pueden largar por el camino que conduce y termina en el barranco de los desoídos. Yo, de aquí y de mis propósitos no me muevo un ápice. ¡Pardiez!
Era en esa época en la que las religiones –unas más que otras, pero casi todas a la par- dominaban la vida de los seres, los humanos y los otros…razón por la cual amén de su cerrazón recalcitrante a la hora de arrodillarse ante mandato alguno, a Orestes de Balbuena-Ortiz de la Cara Azul, le venía importando de poco a nada lo que un aparente señor disfrazo de señora en aquel carnaval representativo de la represión: ¡Por qué lo mandan mis santos c*******! Se pasara las normas de esta poco santa institución por el arco del triunfo.
El señor de rojo vuelve a la carga con un rosario de arengas que quedan suspendidas en el aire del recinto sin llegar a tocar la oreja de Orestes.
—Por última vez ¡Arrepiéntete! —Vocifera como si el grito tuviera capacidad de persuasión.
Orestes en cierta ocasión había consultado por diversos motivos con una hechicera que decían tenía poderes tan exclusivos, que por sí mismos contenían la capacidad de otorgar la solicitud requerida. En un papel, Orestes había escrito al dictado de la maga la siguiente receta: «Cuando algo quieras conseguir, visualízalo, de principio a fin con todos los detalles; si así lo haces, alcanzarás tu deseo». Ni corto ni perezoso se retiró a sus aposentos, adoptó la posición del loto, cerró sus ojos, inclinó la cabeza y pudo ver nítidamente como el señor carmesí se despeñaba con todo su séquito por el barranco de los desoídos.
A la mañana siguiente uno de sus servidores le hace entrega de un manuscrito que plasma la terrible pérdida de aquel señor con pretensiones de elegante cuando a lo más que podían aspirar esos cortinajes que colgaban en cascada bermeja era al atuendo de Lagartera.
Orestes: a lo suyo…
RAQUEL LÓPEZ
Soy un alma que escapa solitaria,
condenada por no tener tu amor,
pagando el precio de una vida ya olvidada,
en el silencio de mi desolación.
¡Cuántas veces lo muestro fue tan efímero,
como un dulce beso que en el aire se esfumó!,
ahora anhelo retornar nuestro pasado
y rescatar del tiempo todo nuestro amor.
Puedo sentir el frío de un cuchillo
aterido y rozándome la piel,
puedo dejar de vivir este castigo
y liberarme con la muerte de él.
O redimirme en la calidez de tus brazos,
suplicando este triste corazón,
con el latido,golpeado por la muerte
que pide a gritos obtener tu rendención….
IRENE ADLER
LA CANCIÓN DE LOS MISIONEROS
«No me interesa la naturaleza del pecado. Me importa la magnitud de la expiación».
Era un hombre menudo al que jamás vi vestido de cura. Hablaba lingala con un dulce acento francés, y sonreía siempre con los ojos. Los niños de la misión, lo adoraban, y la imagen que siempre conservaré de él, no es la del momento en que me puso una mano en el hombro, y sin mirarme, pero viéndome como nunca me había visto nadie, me dijo aquello sobre el pecado, la culpa, la expiación. La imagen que habré de recordar, la imagen que se impone ahora sobre mi ira o mi rabia, mientras contemplo su cadáver menudo, ominosamente pequeño, tendido en mitad del patio y cubierto con una sábana, es la del hombre menudo y risueño, apeándose con asombrosa agilidad del Land Rover, y un grupo de críos rodeándolo con súbita emoción, con risas estridentes, con frases de auténtica felicidad, alargando hacia él los ojos, las caras inocentes e infantiles, las manos diminutas que revoloteaban como luminosas mariposas. Como preciosas y pedigüeñas luciérnagas de luz negra, tendidas con amor hacia aquel hombre menudo que traía los bolsillos repletos de chocolatinas con las letras blancas de la MONUSCO, escritas sobre el celofán azul de los envoltorios. La imagen indeleble de ése hombre repartiendo caricias y chocolate, mientras yo me preguntaba si los soldados de la ONU se las daban, o las robaba él. Siempre quise pensar que las robaba. Y que ése hurto menor; ése delicioso delito, lo hacía aún más humano. Lo hacía, si eso fuera posible, un hombre mejor.
Cuando llegué aquí, él me aceptó, sin preguntas, sin condiciones, sin un sólo reproche a mi conducta o a mi pasado, sin juzgarme y sin pedirme nada a cambio de su asombrosa compasión. Sólo me permitió quedarme, ayudar, trabajar en la reparación del tejado de la iglesia, en la escuela dominical. Durante nueve meses, cambié el fusil de asalto por un martillo. La sangre por la risa. La muerte por una inédita celebración de la vida.
Los niños de la misión, que al principio me tenían miedo, porque veían en mí la prolongación de la tragedia que los había convertido en huérfanos, empezaron a aceptar mi presencia de intruso y de hombre blanco en silencio. Mirándome siempre con el asombro de sus grandes ojos negros, cautos al principio, asomando poco a poco, día a día, la magia de la sonrisa inocente a sus bocas sin culpa, sin pena, sin arrepentimiento. Ésa sonrisa que nosotros, los intrusos, los blancos, los hijos de la codicia, nunca sabemos interpretar. Porque nos asusta. Porque jamás la hemos conocido. Porque somos incapaces de separar la Vida, de todo lo demás, como hacen ellos.
Tuve paz, durante nueve meses.
Templé mi ira.
Aprendí de un puñado de niños, que la esperanza se abre paso con tesón, como se abre paso la vida.
Amé ése lugar pequeño, remoto, de tierra roja y cielos brumosos, en las laderas peligrosas del Virunga.
Y olvidé quién era. Hasta hoy.
Hoy… Cuando volvieron los machetes, la sangre, la furia, las voces airadas que retorcían y deformaban, la belleza gutural del lingala.
Hoy… Cuando vi morir a ése hombre menudo, que jamás se vestía de cura y que nunca me preguntó a cuántos hombres había matado en mi vida de mercenario. Porque no le interesaba la naturaleza del pecado. Pero creía de verdad en la redención.
Pero no hay redención.
De rodillas a su lado, le coloco bien la sábana alrededor del cuerpo,como hacía él con los niños, cuando los arropaba antes de dormir. Las hermanas Marie y Geneviève, se han llevado a los niños hacia el interior de la selva. No creo que logren llegar al cuartel de la MONUSCO, pero les daré todo el tiempo que pueda. Todo el tiempo que tengo. Ojalá lo consigan. Ojalá pueda cubrirlos el tiempo suficiente. Cierro los ojos. Le digo adiós. Y no cargo el fusil hasta alejarme de su cuerpo.
A él no le gustaría. Odiaba ése sonido. Lo había oído demasiadas veces.
Igual que yo…
ANTOLÍN MARTÍNEZ JIMÉNEZ
En mis ratos de bajón, cuando la mente se me cansa de estar en su cima, llego ensimismado a mis momentos en los que no quiero que nadie se inmiscuya, son esas sesiones de las grandes preguntas a mí mismo, de las más profundas reflexiones.
No me hace falta ánimos de nadie porque estoy en una de mis mejores versiones, en conversación profunda con lo hecho, en el punto circunstancial de las consecuencias de mis decisiones tomadas hasta ahora. No me interrumpas con clásicos de frases hechas que no satisfacen ninguna respuesta, tampoco necesito tenerlas. Me da igual que lo logrado hasta ahora sea grande, miserable o la envidia de muchos, no, no se trata de eso.
Se trata del seguir conociéndome y de optimizar conclusiones serenas, con la reflexión moral que me deje dormir y que si en el trayecto de mi conversación necesito llorar, no pasa nada, significa que me estoy entendiendo, no arrepintiéndome o lamentándome de si sí o si no por algo, y aunque también.
Cuando en este encuentro con mi más yo, llego a la empatía hacia mí y me desahogo sinceramente, lloro con descanso y sin vergüenza, lo que me lleva a un estado de completo llenado de la carga de mi ego, no necesito ir a hacer sufrir a nadie para que me haga ver que lo merezco y luego ignoro su existencia. Gran parte del estado anímico negativo conmigo mismo es por tener falta de autoestima, por creer necesitar que soy alguien para alguien más y no, no depende de nadie el salir de ese bucle lamentador que te impide levantar y dejar que todo te de igual. Entro en conversación en off y dejo que fluya hasta que todo queda claro y lo inevitable es eso, inevitable y ahí se queda, en la mochila de «volveré al frente de tu mente cuando quiera», lugar sin Erase.
Mi gran solución a la limpieza mental es el reseteo total; cambio extremo y sin rencores, cambio de lugar, de gente, de hábitos y reducir mi entorno a personas nuevas por descubrir y que con la experiencia has aprendido a discriminar, y quererte, apreciarte lleno de autoestima con la enésima redención de mi yo, en otra nueva y mejor versión. Es necesario redimirse de las pequeñas cargas periódicamente, pero redención severa, como un reset, cada etapa de tu vida y sin límites, las etapas que hagan falta, así sólo te va quedando la esencia de lo mejor y renovando el resto que ha quedado vacío, porque a pesar de ser lo que nos gusta, no siempre es lo que nos conviene, y aún así nos quedará adherido en algún lugar lo que no depende de mí y además no tiene arreglo.
Es valiente la decisión, pero es la oportunidad de empezar de nuevo tantas veces como quiera y así no tener que lamentar un «si pudiera volver a atrás lo haría de otra manera» no lo hagas, lo hecho hecho está, date otra oportunidad siempre, dátela a ti mismo, sabiendo que existe la misma gente en muchos sitios, aunque seamos únicos hay repetición de patrones y mezcla de ellos que se pueden percibir sin ser prejuicios sino juiciosos.
JAVIER GARCÍA HOYOS
Vuk buscaba en su salita sin parar. No la encontraba, no la encontraba, no la encontraba… Debía estar allí, pero no aparecia. Sabía que su tiempo se agotaba, debía seguir buscando pero no la encontraba, no la encontraba, no la encontraba…
En los cajones, en los armarios, bajo el sofá; nada, nada, nada. Apenas podía dar seis pasos en aquella estancia. ¿Por qué no la encontraba?
La había guardado allí, iba a ser una ocasión especial, y necesitaba tenerla cerca.
Le faltaba el aire, se acercó a la ventana para respirar. No pudo abrirla, llevaba meses estropeada. Quiso distraer su mente pero el televisor, al igual que el resto de electrodomésticos de la casa, habían dejado de funcionar, tampoco había cuadros en la pared, ni fotos colgadas que le ayudasen a evadirse. Empezaba a oscurecer y encendió unas velas. Quizá una botella de rakia le ayudaría. Cogió una del mismo armario en el que había estado buscando. Llevaba dos años con él, desde la última vez que estuvo en su país. La miró y vió el reflejo de su cara en el cristal, incluida la cicatriz que cruzaba su ojo izquierdo. Amagó con beber un trago directamente de ella, cuando oyó una voz femenina a su espalda:
―Veo que sigues siendo igual de cerdo que cuando te conocí.
Vuk la miró sorprendido tenía una pistola en la mano y un cuchillo en la otra. Con el ceño fruncido, sin soltar la botella, pregunto con una voz ronca:
―Vi tu mensaje. ¿Creías que vendría a verte y llamaría a la puerta sin más? ¿Precisamente a ti? Por cierto ―dijo, levantando la mano de la pistola ―, quizá buscabas esto.
Lanzó el arma sobre el sofá. Vuk no hizo amago de cogerla, no merecía la pena. Levantó la botella sobre su cabeza como si fuera a brindar con ella.
―El mejor rakia de Serbia. Hecho con las ciruelas más exquisitas. Debería coger un par de vasos para poder brindar, querida Asja.
Miró a la mujer que tenía delante. Una reputada escritora que estaba en la presentación de su nuevo libro. No le fué difícil conseguir su correo. Qué lejos quedaba aquella niña que vio por primera vez en Sarajevo. Hasta su mirada era distinta. En aquel entonces llena de terror. Ahora de desprecio e ira.
―¿Por qué iba a brindar contigo? Por favor, no me digas que por los viejos tiempos. No me hagas usar este cuchillo antes de saber para qué me has citado.
Vuk dejó la botella en la mesa y soltó una fuerte carcajada. Su vida ahora estaba en manos de aquella mujer de treinta y tantos. Pero eso era algo que ya no le importaba.
―¿Cuánto hace de aquello? ¿Treinta años? ―preguntaba mientras cogía un par de vasos del mismo lugar donde cogió la botella. ― Todo este tiempo has sido una obsesión para mi. Desde que aquellos ojos aterrorizados se clavaron en los míos. Cuando todo terminó tuve que huir ¿sabes por qué?
―Me aburres, solo quiero saber por qué me has llamado.
Vuk puso dos vasos sobre la mesa y los llenó de Rakia. Uno se lo quedó él y otro, se lo ofreció a ella. Asja, lo aceptó. Una rabia contenida se apoderó de él y comenzó a hablar de nuevo:
―Tú me hiciste huir. Luché tres años más en aquella maldita guerra. Y todas las noches aparecías en mis sueños, y en ellos, llorabas y llorabas sin parar y sin dejar de mirarme. No podía sacarte de mi cabeza. Me largué, deserté porque ninguno de mis superiores entendería lo que me ocurría. Así que, huí de todo aquello. Oí hablar de esta ciudad. Su clima, sus costumbres, todo era distinto. Pensé que eso me ayudaría.
Asja miró con desdén por la ventana.
―Bilbao es una ciudad agradable. ¿Te ayudó en ese sentido?
Vuk sintió como se desmoronaba por dentro. Estaba cansado, muy cansado, pero todo terminaría pronto.
Asja sonrió y se le acercó un poco. Su larga melena negra le cubría los hombros, e intuía que gran parte de su espalda, le proporcionaba un aspecto un tanto salvaje que asustó a Vuk por un instante. Ella sonrió y levantó el vaso de su mano izquierda, sin soltar el cuchillo de la derecha.
―Me alegro, eso es algo por lo que brindaría una y mil veces.
Vuk levantó su vaso también y rió:
―Hubieras sido una digna sucesora mía.
Bebieron, y Vuk recorrió su mirada por toda la sala. No la veía, no la veía, no la veía…
―Tú desapareciste, pero ellos comenzaron a aparecer por las noches.
―¡Todos los que maté! Cada una de las victimas de aquella guerra. Todos aquellos a quienes quité la vida cumpliendo órdenes. Todos me pedían explicaciones, y aún lo hacen. Era una guerra Asja ¡UNA MALDITA GUERRA! Y cuando ya pensaba que no podía ser peor, volviste a aparecer detrás de todos ellos, llorando, llorando, llorando. Todos ocupabáis tanto en mi mente que ya no recordaba quién fuí. Sólo en lo que me había convertido.
―Derramaré una lágrima por tus ojeras.
Vuk perdió los nervios y se enfureció más aún:
―¡No seas condescendiente conmigo! Yo te perdoné la vida entonces.
Vuk, se extrañó al oír la pregunta.
―Entonces murieron una vez.
―¿Sabes cuantas lo hice yo? ¿O mi madre? ¿Cuantas veces murieron todas aquellas mujeres? ¿Tienes idea de lo que pasamos? Dices que cumplías órdenes, que recuerdas mi cara llorando. Yo solo recuerdo como sonreías de placer.
Vuk apartó su mirada de ella y entonces vió lo que buscaba, al fin, detrás del cojín del sofá . Fué a cogerlo, pero el cuchillo de ella se interpuso.
―¿A cuantas? ¿A cuantas mujeres se lo hiciste? ¿Y a cuántas niñas les destrozaste la vida?
―¡Era una guerra! ¡Era una guerra!
Obvió el cuchillo y alargó el brazo para coger lo que buscaba. Una foto. Se la enseñó a Asja, pero sus ojos parecían dos témpanos de hielo. Él giró la foto para verla y con voz entrecortada habló una vez más:
―¿Y ellas? ¿Qué pasa con ellas? También murieron antes de que las mataran.
―¿Y ya está? ¿Eso justifica lo que hiciste? ¿Has probado a confesar todo el horror que infringiste mirando esa foto? No ¿verdad? No puedes, porque no podrías volver a mirarlas. Es mucho más fácil llamarme a mí. Pero no permitiré que aparezcas en mis sueños para pedirme explicaciones. No seré tu rendención.
Asja soltó el cuchillo y se marchó. Vuk se quedó solo, con la foto de su mujer y su hija. La miró una vez más, levantó la vista y allí estaban, en el pasillo, una noche más, y al fondo, una niña, llorando, llorando, llorando…
KATA MAR
– ¿Será que el cerebro es capaz de eliminar por completo los recuerdos malos?
– ¿Tendrá la capacidad de generar sustancias que permitan una completa paz mental sin necesidad de medicamentos extras?
– ¿sí de ser posible de trasplante de cerebro la persona que lo recibe recordara todo lo de la otra persona? o logra guardar sus recuerdos en algún lado del cuerpo y poder meterlos luego en el cerebro nuevo.
El cerebro humano ¿tendrá la capacidad de reivindicar los hechos del pasado y guardarlos en un rincón de este con el objetivo de hacer que la persona los tenga ahí para siempre?
Creo que con el tiempo las respuestas a estas preguntas se irán respondiendo… otras no… pero si bien es que el tiempo pasa deprisa, no deja espacio para un pequeño respiro las personas constantemente buscan tener una paz mental y total antes de morir por que ya saben que no van a volver para saldar deudas, pagar deberes del pasado o del mismo presente. Para que cuando llegue el final del viaje puedan decir me voy a un lugar mejor sin deber nada a nadie, no tengo que volver para molestar a nadie para que me pague o pagar algo que quedo pendiente.
CURRO BLANCO
El alba, jugueteaba con las pocas estrellas que aún quedaban en el cielo; se sabia dueña, ahora que la noche se evaporaba, de la esfera celeste, y además, seguro, porque le apetecía. Ellas, retozonas, se dejaban llevar, marcàndose un corre que te pillo ùltimo antes de descansar su vigilia. Las nubes, que durante toda la noche, amenazadoras, deambularon impidiendo que los astros se iluminaran radiantes, quedaron redimidas por el fulgor latente del nuevo día.
Observando abismado el espectáculo que la bóveda empírea ofrecìa, Genaro, madrugador de necesidad, buscaba malsufrido la forma de redimir su culpa; de haber vivido, sentido, querido en exceso. Conocedor de que por su camino había dejado damnificados existenciales.
Mañaneando, al menos, encontraba una forma de dulcificarla; germinaba de su culpa un prurito de debilidad humana que la hacía más soportable.
Quizá, algún día, al alba, se pueda perdonar a si mismo.
Que es la redención más necesaria.
MARÍA ROSA ROLANDO
Buscando redimir su pasado Carlos decidió volver a su aldea, aquella que abandonó hace diez años, huyendo de la responsabilidad. Era una tarde calurosa cuando subió al autobús, éste apestaba a sudor y colonia barata. Se acomodó junto al desconocido que dormitaba, cerró los ojos tratando de recordar el instante de su cobarde huída, tras la noticia del embarazo. Amelia radiante, con sus ojos llenos de ilusión, él, cobardemente sin dar explicación, largándose de allí. Comenzó a recordar los parajes, todo le iba siendo familiar. Un nudo en el estómago crecía, apretando, dejándolo casi sin aire. El había cambiado, ahora podía responder por ese niño, o niña, nunca lo supo. Bajo del micro acomodando su cabello y poniendo un poco de desodorante por encima, estiró la remera y caminó hacia la casa de Amelia,
buscando en el fondo, egoistamente, ser perdonado.
Al llegar le dieron la noticia, esa que hizo perder todas esperanzas de encontrar la redención, porque a veces para aquellos que cobardemente lastiman, no existe. Amelia había fallecido junto a su bebé, ya no había tiempo alguno para ellos, ni para él.
BEA ARTEENCUERO
La vida empieza lenta
Como si no fuera a terminar
De pronto, todo se acelera.
Es cuando decidimos vivir
Todo a la ves.
Recorremos caminos
Sin mirar atrás.
Somos carne y como tal
Experimentamos
Todas las emociones
Sin darnos cuenta
El rumbo que tomamos.
He reído, también llorado.
Amé hasta sentir dolor
Muchas veces, me adueñe
De los sueños
Mientras la luna lloraba
Y las estrellas perdían
Su brillo
Porque olvide de volar
Muchas veces sentí
Frío en el alma
Sin pensar en mi corazón
He flagelado
Mi destino errante.
Hoy siento
Mi liberación a flor de piel
Elevó mi voz
Y miro al cielo.
Mi espíritu viajero
Del tiempo, se detiene
Para sentir la paz
Y el amor.
Llega la redención
Cuando nos damos
Cuenta
Que peor que la muerte
Es el miedo a vivir
Y peor aún es el miedo
A Vivir.
Bea…
ARQUILLOS LLERA GUILLERMO
===== POR LA VIDA DE UN DESCONOCIDO =====
—Sí, padre, soy culpable. Yo no impedí el sufrimiento de aquel hombre: ese fue mi modo de vengarme porque lo odiaba. Y ahora que mi vida va a terminar, necesito su ayuda, por favor, padre.
Lo miró a los ojos. Los tenía mojados.
—Si estás arrepentido, tendrás el perdón de Dios, hijo. Por los méritos de…
El enfermo apretó los labios un instante y exclamó:
—Déjese de sermones, padre. ¿Dios…? ¿Dónde se esconde Dios? ¿Sabe? Cuando Hitler subió al poder, Dios se tomó unas vacaciones. Y en agosto del cuarenta y uno, hasta se olvidó de bajar al sótano del pabellón trece —Pawel forzaba la poca voz que quedaba en su garganta—. Dios nos abandonó.
Se detuvo un momento y volvió a mirar a los ojos del sacerdote:
—Rescáteme, padre, limpie mi culpa y mi remordimiento. Soy culpable.
Durante una eternidad ambos guardaron silencio. La atmósfera era oscura y densa. El párroco, sentado junto a la cama del moribundo, se estiró la vieja sotana y se enderezó la estola morada. Carraspeó y dejó reposar la barbilla sobre su mano, atento a escuchar.
—Todos los días llegaban cientos de prisioneros, como si fueran ganado, en pestilentes vagones. Después de hacer apiñados y de pie todo el viaje, a los que llegaban si fuerzas los enviaban en el acto al campo II. Allí estaban las duchas de exterminio. Pero, en medio de aquella barbarie, un hombre llegó con la mirada serena.
»Lo reconocí al instante: él era quien había expulsado a Aniol de su colegio. Hoy comprendo que aquella decisión salvó la vida de mi hijo. Pero el chico eligió el camino del odio y se afilió a las Juventudes Hitlerianas. Me denunció a la Gestapo. Yo estuve preso más de cuatro años en Auschwitz porque mi propio hijo testificó en mi contra. Si Kolbe no hubiera expulsado a Aniol de su institución, nunca hubieran descubierto mi labor en la resistencia.
»Cuando llegué al campo, reconocí a mi compañero Bruno. Él consiguió que trabajásemos juntos en el batallón de poceros de Auschwitz I. Era una labor repugnante, pero indispensable. Las letrinas y los conductos sépticos se atrancaban continuamente y necesitaban constantes reparaciones. Al ser especializado, nuestro trabajo nos garantizaba que éramos insustituibles. En cambio, los prisioneros que acarreaban los cadáveres desde las duchas de la muerte a los crematorios, en el campo II, eran reemplazados cada mes y sus cuerpos también acababan en los hornos.
»Cuando yo fui deportado, los nazis todavía respetaban el colegio de Kolbe. Le habían impuesto, eso sí, severas prohibiciones para admitir a nuevos alumnos internos. Pasado un tiempo, alguien lo denunció por dar refugio a judíos. Con los años supe que también fue Aniol quien dio lo delató a la Gestapo. Y condenaron a Kolbe a trabajos forzados, haciendo labores de mano de obra esclava en la fábrica de armas de Auschwitz.
»Cuando habían pasado unos dos meses desde su llegada, muchos pudimos ver cómo un oficial se ensañaba con aquel hombre sereno. Le obligó a cargar sobre sus espaldas decenas de pesados tablones. Hasta que no pudo más. Hasta que cayó. Sin una sola queja. Varios soldados le dieron cientos de patadas y de golpes dejándolo malherido. Aquella misma tarde fue condenado a recibir cincuenta latigazos. Se le acusaba de no haber cumplido la tarea que le habían encargado.
»Cuando se hartaron de arrancarle la carne de la espalda con el látigo, lo dieron por muerto y nos ordenaron que lo enterrásemos en un montón de heces.
»Pero no consiguieron que Maximiliano Kolbe muriera en aquel momento: Bruno se dio cuenta de que aún vivía y varios prisioneros lo llevaron a la enfermería. Para alimentarlo, se quitaban cada día una parte de la minúscula ración de comida que todos recibíamos y que nos mantenía siempre al borde de la muerte por inanición.
»Así transcurrieron varios meses. A veces, algún guardia se divertía jugando a hacer puntería contra los prisioneros. Era una manera, como otra cualquiera, de pasar el rato. Algunos morían en el acto. Otros quedaban malheridos y eran trasladados al campo II. A sus duchas.
»Como se produjeron algunas fugas, el comandante ordenó que cuando alguien lo consiguiese, se eligieran diez desgraciados para morir de hambre y de sed en el sótano del pabellón trece. Sólo pensar en aquella inhumana agonía, hacía que los hombres llorasen por los que allí acababan. La sentencia se cumplía ineludiblemente. Sobre todo por las noches, oíamos sus lamentos; hasta que, poco a poco, las voces y los llantos se iban apagando. Día a día. Luego, el silencio.
»El encargado de vaciar los cubos de los orines de aquellos desdichados era Bruno. Pero nunca subía ninguno.
Pawel se detuvo. Miró al sacerdote:
—Padre, ¿usted sabe el sufrimiento que supone morir de sed?
—No, hijo. Ni lo he pensado jamás.
—Mejor así, padre. No se puede imaginar el horror que es ese final. Aquellos hombres preferían mil veces morir de hambre antes que de sed. Para no deshidratarse totalmente, se bebían sus propios orines y Bruno subía con los cubos vacíos. La tortura solía prolongarse unos seis o siete días.
»El treinta y uno de julio, al pasar lista, faltó un prisionero del pabellón catorce. Al día siguiente, nos ordenaron que saliéramos al patio. Doce horas de pie. Firmes. Sin poder descansar. Incluso nos teníamos que mear encima. Todos queríamos que aquello acabara cuanto antes. Temblábamos porque temíamos estar entre los diez elegidos.
»Se hizo de noche y seguíamos en el mismo sitio. Habían buscado al desaparecido y no lo encontraban. Comenzaron a seleccionar a los diez condenados.
»El último de ellos fue Franciszek Gajowniczek, un sargento polaco. Estalló en lágrimas. Estaba muerto de miedo. En medio del imponente silencio de todos nosotros, se le oía gimotear diciendo que nunca más vería a su mujer y a sus dos hijos… Le hicieron salir de entre las filas. El comandante sonreía al ver cómo se acercaba. Y, entonces, sin que nadie pudiera esperar algo semejante, se oyó con claridad una débil voz en medio de la formación: «Me ofrezco a cambio de este hombre».
»Nadie podía creer lo que estábamos oyendo. El propio comandante levantó la cabeza y abrió bien los ojos para ver quién había sido el insensato que había dicho aquellas palabras. Franciszek dejó de sollozar y miró en la dirección de donde había venido la voz. Pero Maximiliano estaba decidido: «Ofrezco mi vida para que este hombre no pierda la suya. Yo soy sacerdote católico: no tengo mujer ni hijos. Yo ocuparé su lugar».
»Y así fue como el padre Maximiliano Kolbe acabó en aquella celda de exterminio.
—No entiendo, hijo, por qué dices que eres culpable —dijo el sacerdote—. ¿Es que tú tendrías que haberte ofrecido en lugar de Kolbe?
—No padre. Mi pecado es el odio. Yo aborrecía a Maximiliano Kolbe porque había salvado a mi hijo y por su culpa, yo fui a parar a Auschwitz.
»Al día siguiente, cuando los desgraciados ya estaban en el sótano, se atrancó la letrina del pabellón catorce. Hubo que limpiarla. En medio de la porquería y la inmundicia, encontré el cuerpo del desaparecido. Solo yo supe que aquel hombre no había escapado: había muerto asfixiado, porque se había caído en la letrina, quizá por debilidad o porque estaba enfermo.
»Y yo me callé aquel hecho. Quería vengarme del padre Kolbe. Quería que pagase por todo lo que yo estaba pasando. Quizá, si lo hubiera revelado a los nazis, estos habrían sacado a aquellos diez del antro de su tortura.
El moribundo se detuvo. Parecía reflexionar.
—Perdóneme, padre, porque he pecado.
Irene y Javier
Mi voto para:
Javier
Borja
Mi voto para Benedicto Palacios y Tali
Mi voto: Consuelo Perez Gomez
mi voto es por CONSUELO PÉREZ GÓMEZ
¿REDENCIÓN O RENDICIÓN?
Mi voto para Tali
Difícil elección entre tantos buenos textos: unos intrigantes, otros sorprendentes y otros hermosos. He disfrutado con todos ellos. Se me queda corto poder elegir solo a cuatro (je je). Pero como debo hacerlo, esta semana elijo a:
Tali Rosu
Bea Arteencuentro
Raquel Lopez
Arquillos Llera Guillermo
Tres reflexiones que me han removido por dentro y una historia que me ha trasladado a un pasado cruel.
Voto por Benedicto y Tali.
Javier Hoyos
Tali
Irene Adler
Benedicto y Tali.
Mi voto:
Irene
Curro
Raquel
Antolin
Mi voto para Benedicto.
Benedicto