La comida

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos el tema “LA COMIDA». 

Relato ganador:

 

Fue amor a primera vista. Era un jueves de pintxopote y yo estaba en el bar con mis amigos. La verdad es que estaba bastante cansada y había salido más obligada que por motivación propia. Además, estaba yendo al gimnasio, con el dolor de mi corazón (y el de mi culo, las sentadillas ya empezaban a surtir efecto) y se suponía que estaba intentando cuidar mi alimentación. El caso es que habían abierto un nuevo bar y decidimos pasarnos. Primero pedimos las cañas, como siempre acostumbramos a hacer, y luego nos tomamos nuestro tiempo para decidir el pintxo, un ritual muy importante. Como ya estaba pecando con la cerveza, intenté autoengañarme diciendo que si cogía un pintxo pequeño mis nalgas no se enfadarían tanto. Pero todos mis esfuerzos se esfumaron cuando le vi. Yo estaba llevando las bebidas a la mesa cuando mis ojos repararon en él: estaba entre las croquetas de jamón y los pintxos de ensaladilla rusa. Se trataba de un tierno panecillo encima del cual se había colocado con suma gracia una gruesa rodaja de queso de cabra con mermelada de melocotón y cebolla caramelizada. Unas pocas pipas coronaban aquel suculento manjar. Desde el primer bocado supe que nada ni nadie podría separarnos. Yo lo quería con todas sus virtudes, desde su intenso sabor hasta las múltiples combinaciones culinarias que con él se pueden crear; y con todos sus defectos como su gran cantidad de calorías o su ligeramente desagradable borde. Nuestra relación era perfecta, sublime, completa… hasta que el pintxo se terminó.

MAITE LIZARRAGA

 


Antes de que el vinagre balsámico se pusiera de moda, todo lo que ves, hasta donde alcanza tu vista en la barra de este bar, eran pinchos de diferentes colores y sabores. Los rebozados eran crujientes, la carne sabía a carne y el queso conservaba su característico regusto amoniacal.

Lo que se servía en mis tiempos sí era comida, no como esto. Esto no es comida ni es nada. Ni el aprendiz con aires de Masterchef que lo ha hecho sabe lo que es. Con un chorro de esa porquería encima de cualquier cosa que tira a la plancha ya tiene el pincho resuelto. ¡A la mierda con vinagre balsámico y la cebolla caramelizada! Esos condimentos en mis tiempos se usaban para disimular la pobredumbre del pescado. Si tu madre levantara la cabeza y viera a esta panda de barbudos piojosos, con sus pantalones rotos, deleitándose con semejantes moderneces…

Esta gente no sabe lo que es comer bien. Antes nos quejábamos de hambre, pero ya quisieran todos estos llegar a oler el potaje que hacía tu madre… Guisaba una olla entera para poder vender por raciones lo que sobraba después de comer nosotros a los ricos que vivían en la avenida, ¡y se cabreaba porque nos comíamos casi todo! ¡Qué tiempos aquellos!

Anda, trae uno de esos, solo por no dejarlo ahí… Lo que hay que hacer… Al fin y al cabo, son ya las tres dela tarde y a buen hambre no hay pan duro.

CURSOS DE SOLDADURA


 

Íbamos de Bilbao a Zaragoza, Pablo, el chico con el que habíamos quedado a través de Blablacar y yo, cuando vimos desde la autovía un cartel enorme que rezaba «Calahorra, ciudad de la verdura», y pensamos que qué mejor sitio para parar a comer…
Aparcamos en una calle peatonal a la entrada del pueblo, entramos en un bar que parecía limpio desde fuera (y que resultó estarlo por dentro) y nos pedimos unos bocatas. El mío, de pechuga de pollo con pimientos verdes fritos; el de Pablo, de lomo con queso; y el chico de Blablacar, que era un polaco que apenas hablaba español, señaló un reglón al azar de la carta de bocadillos que resultó ser tortilla de atún.
La idea de las alcachofas que se había dibujado en mi mente al leer el cartel de la autovía se había esfumado. Ninguno nos volvimos a acordar hasta después de habernos ido del pueblo.
Pero no fue casualidad. Creo que, inconscientemente, estábamos tratando de evitar un nuevo conflicto sobre si esas verduras alargadas se llaman vainas o habichuelillas.

MADE IN EXTREMADURA


Parte de mi niñez la pasé en el campo y he convivido con numerosos animales: perros, gatos, ovejas, palomas, ratas, ratones, gallinas, vacas, patos, conejos, tortugas, caballos, un burro que murió de moquillo, renacuajos, caracoles y cangrejos de río, entre otros.
Mi papà comìa cangrejos de rìo. Los compraba vivos en la pescaderìa y los cocìa en casa. Es importante conocer el origen de los alimentos. En la actualidad, algunos chinos cogen cangrejos en el rìo Ebro, a su paso por el centro de Zaragoza. Hago pis y caca a escasos cinco minutos de ese lugar, sin demasiadas toxinas porque no como carne, pero mierda sì lleva, por lo que conozco de primera mano la dieta de esos crustàceos. Si comes en restaurantes chinos, no pidas cangrejo.
Se podrìa pensar que, al llegar a casa, mi papà dejaba sobre la encimera de la cocina una bolsa repleta de cangrejos, arañando desesperadamente el plàstico y perdiendo extremidades en su lucha por la supervivencia, mientras llenaba la cazuela de agua y la ponìa a hervir. Pues no. Los cangrejos vivìan con nosotros no menos de tres dìas. Y en ese tiempo, mi papà nos perseguìa con ellos, nos los ponìa sobre los hombros o los metìa por la mañana en nuestras zapatillas. Encontrarse con un cangrejo correteando por el pasillo o con un niño huyendo de una zapatilla, era muy habitual.
Tenìamos una piscina. Para alejar la idea de una linda piscina azul con agua cristalina, la llamaré alberca. El agua de la alberca era verde, como las algas del fondo. Su profundidad màxima, cuatro metros y la mìnima, en la parte de las escaleras, metro y medio. A los ocho años, me sobraba agua por todas partes. Aun así, mi mamà nos permitìa, a mì y dos hermanos menores, refrescarnos en el agua y patalear, siempre y cuando no nos soltàsemos de la escalera. Un dìa me solté. Movì brazos y piernas como los zapateros, esos insectos patilargos que caminan sobre el agua verde de las albercas, y floté. Fueron unos segundos, pero supe que acababa de aprender a nadar. Mis hermanos, de seis y cinco años, muy impresionados, salieron del agua gritando como energúmenos y mi mamà, con la cara desencajada y el corazón fuera del cuerpo, creyendo que la causa del escàndalo era un ahogamiento, nos castigó de por vida. Y aunque con el tiempo se le pasó el enfado, no volvimos a bañarnos en la alberca. Pero no por aquel episodio.
A mi papà se le ocurrió una idea brillante, ¿por qué gastar dinero en comprar cangrejos de río pudiendo tener un criadero en la piscina? Y un dìa lanzó un montón de ellos en la parte profunda. Los ví hundirse con suavidad, como las hojas pardas que en otoño se desprenden de los àrboles.
Pasaba el tiempo y el agua cada vez era màs turbia, pero a veces, tras horas de observación, algo alargado con patas se movía entre la vegetación del fondo. Un verano, unos señores vinieron a construir un frontón en la casa de al lado. Como hacía mucho calor, mi papà les dejaba entrar en la alberca para refrescarse. Recuerdo verlos introducirse en el agua, esperando escuchar terribles aullidos mientras eran devorados por cientos de cangrejos mutantes. No ocurriò, afortunadamente. Jamàs sabràn el peligro mortal al que estuvieron expuestos.
Aquellos cangrejos fueron los únicos de su especie que entraron en nuestra casa y no acabaron en la cazuela. Tampoco sabrán jamás el peligro mortal al que estuvieron expuestos. Mi papà siguió compràndolos en la pescadería. Después nos mudamos cerca del mar y aprendí a cazar, con trozos de salchicha, cangrejos de mar. Qué ricos. Me gustaban las patas y las pinzas. Nunca he comido un cangrejo de río, moriría de hambre antes de hincarle el diente. Qué asco.

JEZABEL


Lo odio.
Odio cuando siento de imprevisto esas manos invasivas sobre mí, masajeándome sin permiso, estrujando cada parte de mi ser. Comienzo a expulsar más dióxido de carbono del habitual, el aire se vuelve denso, ácido, la respiración imposible, y un calor infernal se apodera de mí hasta el punto de creer reventar de impotencia, de ira.
Luego, cuando creo que ya todo ha pasado, noto como un cuchillo me atraviesa de parte a parte y escucho una voz (¡tan real!) que dice: “¿Alguien quiere una rebanada de pan recién hecho con nocilla?”
Lo odio.

ROSA RODJA


 

Hace tiempo descubrí que tenía un problema alimenticio.

Cuando era pequeña el momento de la comida era lo más parecido a una tortura. No relataré las prácticas que viví, para no herir sensibilidades.

Le cogí asco a la comida,y cada vez que tengo un problema, sea del índole que sea,dejo de comer.

Las náuseas y dolores intestinales forman parte de mi día a día. He aceptado que esto no cambiará.

Igual que el que haya días que me sienta bien conmigo misma y otros en los que no soporto ni mirarme al espejo.

La comida para algunos es un placer, para otros una necesidad, un problema el conseguirla,para otros una obligación.

Un mismo hecho,diferentes formas de sentirlo en base a nuestras experiencias.

SHYLA


Comidas que no alimentan.
Me comió «todo lo gordo» sin que yo se lo pidiera.
Me comí cuatro años de condena por la cara.
Ella se comió todo el dinero mientras yo me comía los mocos.
Paramos en el arcén porque la aleta se estaba comiendo el neumático.
Me caí por el terraplén y me puse comido de barro.
Me dijo que era pan comido y resultó ser una merienda de negros.
Tengo hambre de comerme el vacío de mi estómago.
Un banco te presta dinero pero se come tu tiempo vital.
Me como cada minuto que me falta para verte.
Sin pan no te como el coño.
Lo intenté con todas mis fuerzas, pero me comí una mierda.
Este coche se come 30 litros cada cien km.
El préstamo se come el 70% de tu nomina.
Siempre me esta comiendo la cabeza con lo mismo.
En dos minutos le comió la moral a todo el equipo.
Con tanto hablar de comer me ha entrado hambre.

TOMÁS


 

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8 comentarios en «La comida»

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