Un canto de paz – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «un canto de paz». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 27 de noviembre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

ANTONICUS EFE

VUELA CORDURA, VUELA

Tiempos aciagos se presentan,

en desunión.

Ladrillos de arena mal puestos,

sin hormigón.


Idea contra idea solo aportan,

confusión

El de enfrente es el malo,

yo soy la salvación.

Vuela cordura, vuela,

en busca de la razón.

La humanidad se marchita

y la paz se quebró.

Vuela cordura, vuela,

en busca de la razón.

Vuela cordura, vuela,

haz que de nuevo brille el sol.

Mi palabra es sagrada por tu boca,

el diablo habló.

Añoranza de un pasado que,

ya murió.

Muertos en la tempestad que,

nadie veló.

Y pérfidos agoreros con,

veneno en su voz.

Vuela cordura, vuela,

en busca de la razón.

La humanidad se marchita

y la paz se quebró.

Vuela cordura, vuela,

en busca de la razón.

Vuela cordura, vuela,

haz que de nuevo brille el sol.

EMILIA CREGO

UN DÍA MÁS

En días tristes, el corazón se adueña de pensamientos amargos. En días alegres, el sol me acompaña con armonía y con la sonrisa en forma de destellos de luz. Pasan los días mojados por la lluvia; los charcos se llenan de lágrimas caídas. En este otoño las hojas se las llevó el viento sobre una nube blanca, cantándole a los árboles nuevas entonaciones.

Desde mi ventana se ven los días pasar; con sus nubes negras, van y vienen sin cesar. Dejan la melancolía colgada en las esquinas de una calle al cruzar. Los tejados se quedaron sin antenas receptoras y en estos días, la luz se viste con un vestido gris. Las tardes llegan con el llanto desconsolado de la luna; no la dejan brillar. Ella es presumida y, en aquellos días de sol, se viste de blanco con el rostro dibujado en forma circular. Se llena de júbilo, nos da luz, serenidad y entre sueños nos lleva por caminos de luces sin dueño.

Un día más al despertar, un claro se vio iluminando las calles desiertas. Secando los charcos, las orillas de los ríos y en lo alto del cerro un paraguas de colores. Con las hojas de los árboles meciéndose sin cesar, el viento las lleva y las trae. Ellas muestran un paisaje cálido a este otoño gris en días de sol y lluvia. «Un canto de paz» reinó en el cielo y vistió a los ángeles con nuevas túnicas, para llenarnos de vida y celebrar un día más.

SUSANA NÉRIDA

El canto por la Paz

no debería ser necesario

deberíamos saber vivir en comunidad,

no entre tanto calvario.

El canto por la Paz está ahogado

por un dolor incontrolado,

con el corazón magullado,

y el ejército desplegado.

El país bombardeado,

el sistema colapsado,

ruin fin orquestado,

el ciudadano asustado.

El canto por la Paz está sufriendo,

con tanto odio desenfrenado,

la Paz se ha ahogado,

en esa frontera, solo y aletargado.

BENEDICTO PALACIOS

Había dos pueblos que un río dividía. Los del primero, que eran pocos, solían llegar hasta la orilla cuando el río se amansaba, y desde allí saludar a los otros a voces. Esto ocurría ahora, porque antes, mucho antes, a unos y otros únicamente les distraía averiguar por qué aun cuando no lloviera el agua no dejaba de fluir. Ponían mayor interés en saberlo los del pueblo más chico porque era su afán atravesar el río y conocer de cerca a los que solo veían de lejos.

Arrodillada de mañana en una de las orillas, una muchacha restregaba un cesto de ropa mientras en la contraria un joven la contemplaba y movía los brazos para llamar su atención. Bajaba impetuosa la corriente y por hacer caso a los gestos del joven, el agua arrastró la pieza que estaba lavando. El joven que era muy avispado la siguió y consiguió en un remanso recuperarla. Se lo agradeció la muchacha con una inclinación de cabeza y con las manos se dijeron adiós.

A los pocos días volvieron a verse y él al fin él le arrancó una sonrisa. Siempre que se veían, andaban y desandaban el mismo camino, sin atreverse a cruzar el río, hasta que un día decidieron hablar porque querían encontrarse y no se les ocurría la manera. Preguntaron al hombre más sabio y esta fue la respuesta: que uno buceara en el nacimiento del río y el otro le siguiera hasta dar la vuelta por el afluente. Llegó el joven hasta las fuentes del río que nacía en las nieves, y ya volvía cuando un alud le sepultó y precipitó al vacío. Como retrasaba la llegada, la muchacha se dispuso a dar la vuelta siguiendo el curso de la corriente. Cansada llegó hasta el mar, una ola la envolvió y como no sabía nadar se ahogó.

Pasaron los años y llegó el día de inaugurar el puente, y los más jóvenes querían celebrarlo con baile y canciones, pero en los dos pueblos aún se respiraba un vasto aire de la tragedia. Los del pueblo chico querían que el puente llevara el nombre de la muchacha y los del otro el de joven. No se ponían de acuerdo y lo dejaron al juicio del hombre sabio que dijo: ahora que dos pueblos se han encontrado, que reine la paz y sea el puente un símbolo inalterable.

Lloviznaba y lucía apagado el sol de la mañana en la que se grabaron los nombres de los dos jóvenes en los ojos pequeños del puente y en el más primoroso este otro: puente de la paz.

RAQUEL LÓPEZ

CANTO POR LA PAZ

¿ Que es la vida sin esperanza?

Desasosiego, tristeza,

Son los suspiros que nacen del alma

como un cielo sin estrellas.

El terror impávido

que perturba la memoria

un instante hallado,

un llanto que se ahoga.

¡ Quisiera ver un lucero

ante la noche oscura!

que la tormenta del cielo,

se disipe con la lluvia.

¡ Quisiera ver un amanecer

donde el sol abrace nuestra tierra!

un canto por la paz yo sembraré,

para vencer la violencia de las guerras.

Un canto por la paz que ahuyente la ira

y calme el dolor de los corazones

la única esperanza por la vida,

uniendo y alzando nuestras voces.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

CANTO A LA PAZ

Cuentan los más ancianos de este mundo que, antes de que el hombre conociera los relojes, el tiempo se medía por la forma en que respiraba la tierra. Y que cada amanecer guardaba, en el pliegue más dorado de la luz, un susurro que solo pueden oír quienes caminan con el corazón abierto de par en par.

Lo llamaron el canto de la paz.

Nadie sabe exactamente quién lo entonó por vez primera. Hay quien asegura que fue el viento, cuando aprendió a deslizarse suave entre los olivos haciéndolos temblar. Otros creen que fue el mar, cansado de rugir, quien decidió que también él podía ser cuna y remanso. Pero hay quienes cuentan que nació de un gesto: de dos manos que, tras largo tiempo enfrentadas, se encontraron sin miedo y descubrieron que, juntas, eran capaces de sostener el mundo.

El canto no tenía palabras. Sin embargo, lo decía todo. Narraba la historia de un niño que plantaba semillas sin saber si crecerían, confiando en que la primavera sabría hacer su trabajo. Cantaba la alegría de una anciana que abría su ventana cada mañana para dar los buenos días al sol, convencida de que su simple saludo podía cambiar la suerte del día que estaba por venir. Susurraba la voz callada de dos viejas enemigas que, al mirarse a los ojos, descubrieron que por dentro se parecían más de lo que hubieran querido admitir.

Era aquel un canto viajero. Se escondía en las alas ágiles de los pájaros, se enredaba en las cintas del cabello de las niñas que jugaban en las plazas, corría libre por los arroyos y llegaba incluso a los rincones más oscuros, donde las sombras crecen rápido, para recordarles que no están solas, que la luz siempre acaba por encontrarlas y abrazarlas.

Y así, poco a poco, sin hacer demasiado ruido, el canto fue despertando a las gentes.

El hombre que llevaba años hablando con rabia descubrió, para su sorpresa, que su voz también podía ser cálida y amable. La mujer demasiado cansada para sonreír sintió que la alegría aún vivía en su interior, escondida e intacta. Y hubo quien, tras mucho tiempo, se atrevió a perdonar y a perdonarse a sí mismo, como si el canto de pronto le hubiera despejado un sendero oculto, antes invadido por la maleza.

Te invito a que lo descubras. A veces basta con escucharlo. Otras, con repetirlo. Y entonces sucede: la tierra respira hondo, el día se vuelve más limpio, y en algún lugar, quizá muy cerca, quizá muy dentro de uno mismo, resuena de nuevo el eterno, frágil y luminoso canto a la paz del que tanto hablan esos hombres, tan sabios como ancianos, quienes mejor conocen eso que llaman paz.

YOLANDA PINA REY

​MI PETICIÓN DE PERDÓN A LOS HOMBRES QUE CARGAN CON SILENCIO

​En el día de hoy quería dedicar este post a todos los hombres que acostumbran a guardar silencio, no por nada, sino porque los han enseñado a hacerlo así.

​Estas palabras van para todos los hombres silenciados por la sociedad, encasillados por el «TODOS SON IGUALES», cuando sabemos de sobra que eso no es verdad.

​Y me pregunto yo: ¿Cuántas lágrimas habrán derramado en soledad para que nadie les vea llorar? ¿Cuántos miedos, temores se habrán callado por no preocupar a los demás?

​¿No creéis que a todos esos hombres les habría ayudado un abrazo que consuela, o unas palabras de aliento para aligerar su carga aunque sea solo un poco?

​No puedo ni imaginarme por cuánto tiempo llevan arrastrando esa pesada carga.

​Desde la parte que me toca les pido PERDÓN, de corazón.

​Les pido PERDÓN sincero.

​Lo siento mucho.

​Merecéis ser escuchados, merecéis ser escuchados, merecéis ser consolados, merecéis ser aplaudidos. Merecéis ser apoyados.

​Merecéis muchas cosas que el mundo os ha quitado.

​La realidad aquí es que todos sentimos, todos lloramos y todos amamos. Y no nos hace débiles, sino humanos.

​Por eso, desde aquí yo os animo a ver vosotros mismos y ganaréis tranquilidad, calma, felicidad. Y sobre todo, ganaréis Paz.

​Y si a alguien no le gusta, no es vuestro problema, sino su responsabilidad.

EFRAÍN DÍAZ

Con una vida amorosa más bien tumultuosa, José José pidió un aplauso para el amor, ese amor que, según él, había llegado por fin, aunque no durara ni lo que dura un bolero bien cantado. Y John Lennon, sin más arma que su guitarra, se dio el lujo de imaginar un mundo sin fronteras ni banderas, sin guerras ni conflictos.

Pero ahí quedó todo: en un par de canciones hermosas que no movieron un solo ladrillo del mundo, porque desde que el mundo es mundo se empuja a base de guerras, agravios y alguna que otra firma mal puesta.

Salvo en el Barrio Dos Bocas de Trujillo Alto, donde la única guerra conocida era la de la desigualdad social.

Y siempre, tras cada muerte violenta, entre los pudientes con plomo y entre los pobres, con machete, ocurría la ceremonia no escrita: el moribundo, y sólo el moribundo, escuchaba una canción de paz, un canto dulcísimo, como si la muerte, para hacerse perdonar lo inevitable, se tomara la delicadeza de cantar una serenata de despedida. Era la tradición más seria del barrio, más respetada incluso que el rosario de los martes y el bingo de los viernes.

Así fue siempre, hasta que murió Jacinto, un jovencito poco dado a la santidad y menos aún a escoger bien dónde coqueteaba. Lo abatieron de cuatro machetazos, que en Dos Bocas es prácticamente una firma notarial.

Mientras agonizaba, Jacinto sintió un miedo terrible, extraño. No el miedo habitual del que ve acercarse la muerte con demasiada prisa, sino un miedo más hondo, más supersticioso. No escuchaba la canción de paz de los moribundos. No oía la serenata sagrada de los que van a cruzar a las otra orilla.

Y en un pueblo más aferrado a las tradiciones que al catecismo, partir sin el canto de paz era como emprender viaje sin destino, o peor aún, con destino fatal.

Su abuela, llamada Federica por falta de imaginación y gracias a un almanaque que leyeron a medias, al enterarse del suceso y ver cómo su nieto suspiraba entre dos mundos, salió disparada hacia el cementerio. Ella, que se entendía mejor con los muertos que con los vivos, averiguaría por qué Jacinto no escuchaba el canto de paz.

Con más mundo que todo el ayuntamiento junto, supo que aquello no era un simple desarreglo metafísico. Por la forma en que Jacinto respiró, medio vivo y medio muerto, comprendió que el barrio había roto algún pacto antiguo con sus difuntos. Tal vez un muerto rencoroso, tal vez un olvido de los vivos más grave que la muerte misma.

“Esto no queda así”, murmuró Federica, ajustándose el cinturón como quien se dispone a una audiencia importante. No iba a ver a ningún médico. Iba a hablar con sus muertos.

Y así comenzó, como siempre comienzan estas cosas, la búsqueda del canto de paz perdido, no para salvar a Jacinto, porque en esa familia nunca se ha confiado mucho en los milagros, sino para salvar la dignidad de Dos Bocas, que pretendía seguir siendo pueblo aunque ya no supiera morir como Dios manda.

CESAR TORO

Un canto de paz.

En estos tiempos desérticos, donde la guerra, el hambre, la violencia y la muerte rondan por doquier, es urgente que tomemos conciencia de la situación que atraviesan millones de personas en todo el mundo, víctimas directas o colaterales de los conflictos armados. Los pueblos del mundo claman por una paz que no sea promesa, sino experiencia cotidiana. Como seres humanos, tenemos derecho a vivir en esta tierra y gozar de los bienes terrenales que el Creador ha puesto en ella.

No pedimos demasiado; el derecho a vivir, aprender, sanar y alimentarnos no debería depender del lugar donde nacimos.

Estamos conscientes de que la convivencia no es fácil, ya que los conflictos étnicos, políticos, sociales y de otras índoles están a la orden del día. Sin embargo, apelamos a la inteligencia, la sabiduría y la buena voluntad de los líderes mundiales, a fin de que se avoquen de manera inmediata a trabajar en un plan estratégico que nos conduzca hacia la convivencia pacífica en el mundo.

Esto no será tarea fácil, lo sabemos; no obstante, con trabajo, dedicación y un espíritu conciliador en favor de la humanidad, podemos allanar el camino que conlleve a la solución de los conflictos armados, la violencia étnica, la migración, la pobreza, etcétera.

Para lograrlo, es necesario que cada uno de nosotros, como ciudadanos de este planeta, pongamos nuestro grano de arena que nos permita alcanzar la tan anhelada paz.

No necesitamos soluciones mágicas ni milagrosas. Lo que debemos hacer es rescatar los principios y valores humanos: el respeto a los demás, el espíritu de solidaridad, la ética y, lo más importante, la educación basada en el amor a Dios y a nuestros hermanos. La familia, como primer espacio de amor y aprendizaje, debe sostener los valores que edifican la paz.

En este sentido, todos debemos tomar conciencia y trabajar sin descanso para lograr formar ciudadanos de bien, dispuestos a construir un mundo mejor, donde reinen la justicia social, el respeto, la tolerancia, la libertad y la solidaridad.

Estoy consciente de que dicha tarea no será fácil; sin embargo, si todos nos unimos aportando nuestro grano de arena, lograremos, paso a paso, ir menguando la violencia, las guerras y la desigualdad social. De esta manera, un día no muy lejano podremos ver esa luz al final del túnel que nos permita contemplar un mundo donde reine la justicia social, la paz y el amor.

Con inmensa fe y esperanza, como el pequeño colibrí de la historia, hago mi parte: aporto mi gota de agua para apagar el incendio de la indiferencia. Ahora le toca a usted.

Cesar Toro.

SERGIO TELLEZ

IMAGINA

La habitación olía a polvo y a abandono. Un rayo de sol se filtraba a través de una grieta en la pared, iluminando un rincón olvidado donde yacía Sofía. Tobías la observaba, inmóvil, con una atención que parecía absorber toda la energía del espacio. Su mirada era intensa, como si estuviera estudiando cada detalle de su rostro. No había nada especial en ella, excepto su sonrisa. Una sonrisa que parecía desafiar la gravedad, que se negaba a ser borrada por la penumbra y el silencio.

Semanas atrás, Tobías la había observado de manera insistente. Las visitas periódicas a la casa del frente, donde la veía siempre sentada en el mismo sillón, siempre con esa sonrisa que parecía ser eterna y cada vez con un vestido diferente, lo habían atraído por su belleza y su serenidad. Había algo en ella que lo hipnotizaba, algo que lo hacía sentir que estaba bajo su hechizo. Su sonrisa parecía tener un poder especial, como si pudiera ver dentro de su alma y saber todos sus secretos. Y sin embargo, a pesar de la fascinación que sentía, Tobías no podía evitar sentir un escalofrío en la espalda cada vez que la miraba.

Tobías se acercó al sillón donde Sofía estaba sentada y se arrodilló a su lado.

«Sofía, ¿cómo estás hoy? El vestido que llevas es nuevo, ¿verdad?»

Esperó un momento, mirándola a los ojos, pero ella simplemente sonrió, sin decir nada.

«Me gustó el que llevabas la semana pasada, el azul con flores blancas. Te sentaba muy bien.»

La miró un poco más, esperando una respuesta, pero Sofía se limitó a mantener su sonrisa, como si estuviera desafiándolo a que la hiciera hablar.

«¿Por qué te cambias de vestido todos los días?», preguntó Tobías, con su voz un poco más firme.

Sofía no respondió, su mirada fija estaba en algún punto en la distancia, como si estuviera en otro mundo. Pero Tobías sabía que ella lo escuchaba, que estaba esperando a ver qué hacía él a continuación.

Se levantó y se dirigió a la mesa donde había dejado un vaso de agua y un plato con frutas. Lo llevó al sillón y lo colocó en la mesa auxiliar al lado de Sofía.

«He traído algo para ti. Espero que te guste», dijo, con voz un poco más suave.

Sofía no se movió, no parpadeó siquiera. Simplemente siguió sonriendo, como si estuviera segura de que Tobías no podría hacerla cambiar. Y Tobías se dio cuenta de que estaba jugando un juego con ella, un juego en el que él no estaba seguro de querer participar.

Tobías hizo un gesto discreto hacia el plato de frutas y el vaso de agua, con su voz baja y llena de intención. «Ya vuelvo, espero que a mi regreso ya no esté sobre la mesa, sino en tu barriga».

Ella pareció mirarlo de reojo, su sonrisa inmutable, como si estuviera grabada en su rostro. Tobías sintió un destello de irritación, la fascinación inicial dando paso a un creciente descontento. La sonrisa que una vez lo había cautivado, ahora se le antojaba una máscara, un desafío silencioso a su paciencia.

Se dio cuenta de que el juego había cambiado. Ya no era el seductor, sino el prisionero de su propia obsesión. Y no estaba dispuesto a seguir siendo el bufón en este teatro de sombras.

Con un movimiento brusco, se dio la vuelta y salió de la habitación, dejandola sentada en el sillón, envuelta en una quietud que parecía absorber todos los sonidos. La sonrisa, sin embargo, permaneció, como un espectro que se negaba a desaparecer.

Después de una hora,Tobías entró de nuevo en la habitación, su mirada recorrio el espacio con desdén. Ella seguía sentada en el sillón, el plato de frutas y el vaso de agua estaban intactos. La sonrisa, sin embargo, parecía haberse vuelto aún más amplia, como si se estuviera burlando de él.

Con un gesto brusco, Tobías le cogió el brazo, su mano se cerró alrededor de su muñeca. De repente, ella comenzó a cantar con una voz suave y monótona: «Imagina que no hay cielo, es fácil si lo intentas,

No hay infierno debajo de nosotros, solo el cielo arriba,

Imagina a todos los que viven para hoy…

Aha-ah, todos viviendo en paz…»

La voz de ella era un susurro y parecía envolver a Tobías. Él se quedó paralizado, su mano aún estaba cerrada alrededor de su muñeca, mientras las palabras lo envolvían.

A medida que ella continuaba cantando, su mente comenzó a rebelarse contra las palabras. ¿Paz? ¿Qué paz? La vida era un campo de batalla, un lugar donde solo los fuertes sobrevivían.

Su rostro se contorsionó en una mueca de ira, y su mano se cerró aún más. La sonrisa de ella parecía haberse vuelto aún más amplia, como si se estuviera burlando de él, como si supiera que la paz era solo una ilusión.

«¡Cállate!», gritó Tobías, sacudiendo su brazo. Ella continuó cantando, imperturbable, y Tobías se sintió como si estuviera siendo consumido por una rabia ciega. ¿Por qué no podía entender? ¿Por qué no podía ver que la paz era solo una mentira?

Hoy era el sexto día de la desaparición de Sofia, la búsqueda se había intensificado, y la gente hablaba en voz baja, como si fuera un secreto. Tobías se había convertido en el centro de atención, aunque no por elección.

Las sombras de las miradas se cernían sobre él, especialmente aquellas que provenían de los ojos que más lo habían visto sonreír. La expectación era palpable, un peso invisible que lo seguía a cada paso, esperando que él se derrumbara o revelara algo. Pero Tobías se movía con una calma estudiada, su rostro era una máscara impenetrable, mientras su interior era un torbellino de emociones.

Tobías llegó del colegio con la oscuridad en el alma. La habitación estaba en silencio, y Sofía estaba sentada en el sillón, con su sonrisa inmutable. Se acercó a ella, y su mirada se detuvo en el interruptor que colgaba de su brazo. La tentación era grande, y Tobías se sintió atraído por ella como una mariposa a la llama.

Con un movimiento lento, extendió la mano y activó el interruptor. La habitación se llenó con la voz suave de Sofía, cantando la canción que había escuchado antes.

«Imagina que no hay cielo, es fácil si lo intentas…» La voz de Sofía era como un susurro en su oído, y Tobías se sintió envuelto en una niebla de ira y desesperación. La canción lo envolvió, y él se sintió perdido en sus recuerdos.

De repente, la ira estalló, y Tobías se lanzó sobre Sofía. Le arrancó el cabello, ella seguía sonriendo y la canción no se detuvo. Luego, con un movimiento brusco, le arrancó el brazo donde estaba el interruptor, y la canción se silenció, pero ella seguía sonriendo.

La levantó, con una fuerza que no sabía que tenía. La llevó al borde del abismo, y la soltó. Ella cayó, su vestido azul con flores blancas ondeaba en el viento, y Tobías se quedó mirando, sin saber qué había pasado.

Al llegar al suelo, Sofía yacía allí, con su ropa puesta, y una extraña sonrisa en su rostro. Tobías se quedó mirándola, sin saber qué había pasado, ni por qué se sentía tan vacío. La canción había terminado y la muñeca de trapo seguía feliz.

ANGY DEL TORO

PAZ INTERIOR

No todo lo que nace sin alma está condenado al dolor; el alma se forja en el calor de las emociones recibidas…

Recién había terminado de ver la película Frankenstein y no me decidía a apagar el televisor. Una plegaria al amor —a la necesidad profunda de amar y ser amado— quedó flotando en mis pensamientos. Es la paz que surge desde el espíritu, pensé.

Mi punto de partida fue el rechazo de quienes nunca comprendieron a la criatura: un ser creado sin alma, que caminaba entre lobos y hombres. Que respondía únicamente al gesto ofrecido, pero lo que más dolía, era la herida que muy pocos querían ver, y mucho menos entender.

Aprendió que existir es sobrevivir entre las sombras del daño, de la incomprensión y del miedo ajeno. Sin embargo —y siempre hay un, sin embargo— incluso en esas sombras descubrió que, en su interior, también podían habitar el amor, el perdón y la paz. Una paz que no venía del mundo exterior, sino de lo que su espíritu había aprendido a construir.

No era un monstruo. Era una herida que buscaba su nombre. Y, el perdón —ese último acto de quienes han vivido en la oscuridad y aún eligen la luz— fue lo que al final, fundó el alma de la criatura.

MAITE BILBAO

EL PESO DEL FUSIL

Avanzo sobre la ruina, aprendiendo un nuevo equilibrio.

El polvo, denso y gris, que antes danzaba sobre rayos de sol, se ha convertido en sedimento.

Las vigas de metal, dobladas como cuchillos, dibujan figuras geométricas contra un cielo de azul tan insultante que parece ignorar lo que hay abajo.

No hay rugido. El silencio es un bloque de hormigón helado sobre mi pecho.

Y bajo él, la única voz: el eco de la explosión que resuena en mi cráneo; un hilo eléctrico que vibra y me recuerda que la guerra sigue, pero solo en mi interior.

Busco el pulso del enemigo y solo encuentro el de una avería. Escucho el clac-clac de una tubería rota. Es el ritmo más frío que he oído en días. Una gota constante que golpea una chapa ondulada y torcida,

y el metal responde con un clinc largo, limpio, como la campana de una iglesia que ya no existe. Este sonido es mi metrónomo. Cada tres segundos, un recordatorio.

Camino con el peso exacto de lo que queda, sobre la historia pulverizada.

Mis ojos ven el hueco de la memoria de mi casa.

Piso el suelo. El cristal triturado protesta bajo mis botas, un susurro hiriente, la fina queja de un millón de esquirlas. Luego el charco, gris y espeso, lleno de lodo y cimientos, que se rompe con un chuff. Es la marca que dejo. Es la única prueba de mi paso.

Me detengo donde debería estar la pared de la cocina. Solo un interruptor de luz, colgando de su cable, pide encender algo que ya es solo aire. El viento se cuela por cada boquete de cemento.

Ahora es un chorro de aire denso que resopla, haciendo vibrar el tímpano de la calle.

Parece un pulmón gigante, vacío, que respira por todas las bocas que callaron.

Saco la mano del bolsillo. Puedo oír la arena escaparse de la tela. Un finísimo sus-sus. El sonido más íntimo, el de la materia volviéndose nada.

Solo ese clinc del metal y el chuff del charco.

Ellos me acompañan, ritmo a ritmo, gota a gota.

Y por todo este horror, juro que nunca he oído una orquesta tan bella como la ausencia del silencio.

YOLANDA CASTILLO

~La Voz Que Detuvo los Cañones~

El frío se aferraba a la tierra como un manto. Habían pasado dieciocho meses desde que el primer cañonazo rasgó el silencio de las colinas, dieciocho meses de barro, miedo y el incesante rugido metálico que se había convertido en la única banda sonora de la vida de Elisa. Su pequeño pueblo, antes un mosaico de techos rojos y campos dorados, era ahora una ruina gris, una cicatriz abierta en el paisaje.

Elisa era la última maestra de coro. Antes de la guerra, dirigía las voces de los niños en la iglesia, enseñándoles los antiguos himnos y las melodías populares. Ahora, el coro eran solo tres voces débiles: la suya, la de un anciano cojo llamado Tobías, y la de una niña muda por el trauma, que ahora solo susurraba.

Estaban refugiados en el sótano de lo que una vez fue la biblioteca. Arriba, la escaramuza era constante. Los destellos naranjas de las explosiones iluminaban intermitentemente la única ventana rota, y el olor a pólvora se filtraba por las rendijas.

En mitad de la Nochebuena, aunque nadie llevaba la cuenta del tiempo, el combate se recrudeció. Estaban atrapados entre las líneas. El miedo era tan denso que casi se podía masticar.

-Estamos perdidos, Elisa,- masculló Tobías, abrazando sus hombros. -Nunca terminará.-

Elisa cerró los ojos e intentó recordar, no el sonido de la guerra, sino el de la paz. Recordó un canto en particular, una sencilla melodía folklórica de su abuela, cuyo estribillo era solo una sílaba repetida: Shanti. Paz.

-No estamos perdidos,- dijo su voz, firme a pesar del miedo. -El silencio nos ha robado nuestra canción. Pero podemos recuperarla.-

Se levantó, encendió una pequeña linterna y se sentó en un tocón. Comenzó a tararear, una melodía suave, casi inaudible al principio. La niña, Sandra, que siempre estaba encogida en un rincón, levantó la cabeza.

Entonces Elisa entonó una canción sobre los campos de amapolas que florecerían de nuevo, sobre el río que volvería a reflejar un cielo sin humo, sobre las risas que llenarían las casas reconstruidas. Cantó la paz.

Tobías se unió, su voz era áspera, pero llena de una emoción olvidada. Y luego, sucedió lo impensable. Sandra, la niña que no había emitido un sonido en un año, abrió la boca. No susurró. Su voz era pequeña, pero resonó, como puro cristal.

Cantó el estribillo: -Shanti… Shanti…-

Arriba, la batalla no cesó, pero algo cambió. El sonido de las voces ascendió por el hueco de la escalera, un hilo de esperanza en la negrura. No era un grito de batalla; era una melodía, suave y frágil, que hablaba de un futuro.

De repente, un impacto estremeció el edificio. Hubo un silencio total en el sótano… y en el exterior.

Elisa pensó que lo peor había llegado. Que el pueblo estaba extinguido. Pero no fue así.

A través de la ventana rota, en la calle, se escuchó una voz, luego otra, ésta ruda y militar. Eran los soldados que estaban en la línea defensiva de su bando.

-¿Qué fue eso?-, preguntó una voz.

-Parecía… una canción,- respondió otra.

Y entonces, uno de ellos, un joven que quizás también había sido un niño de coro, tarareó, uniéndose a la misma melodía que Elisa había cantado. Poco a poco, desde las trincheras y los escombros cercanos, otros soldados, fatigados y sucios, empezaron a unirse con silbidos o tarareos bajos. No se movían, no disparaban. Simplemente escuchaban el eco de la canción que venía del sótano y la devolvían al aire frío.

No fue un final de la guerra. Nadie depuso las armas. Pero por diez minutos eternos, bajo el cielo plagado de estrellas y la amenaza de una muerte inminente, el rugido de la guerra se detuvo, sofocado por una simple melodía. El canto de paz no había eliminado la guerra, pero había demostrado que todavía existía en el corazón de los combatientes la memoria de lo que estaban destruyendo.

Cuando el fuego enemigo se reanudó, fue con un ritmo más lento, menos frenético.

-Lo has logrado, Elisa,- susurró Tobías, con lágrimas en los ojos.

Elisa asintió.

-La guerra tiene los cañones más grandes,- dijo, abrazando a Sandra. -Pero la paz tiene la mejor canción. Y mientras la cantemos, nunca podrán ganar.-

BLANCA CERRUTI

CANTABA A LA PAZ

Cuando el padre Elías fue a abrir la iglesia, sentada en el último escalón, junto a la puerta, estaba una niña de unos siete años. Era verano y vestía como cualquier chiquilla del pueblo: camiseta, vaqueros y unas deportivas.

—Pero, hija, ¿qué haces aquí sola?, —le preguntó el padre.

La niña sonrió, pero no dijo ni una palabra. El sacerdote la tomó de la mano y se dirigió al ayuntamiento.

—Señor alcalde, estaba sentada en el escalón de la iglesia, —dijo señalando a la niña —. No habla, pero no está asustada.

Mientras averiguaban algo, decidieron que Clara, la maestra, se ocupara de ella, pues vivía sola y sabría cuidarla.

En la ciudad se pusieron carteles con su foto, pero nadie la reconoció ni la reclamó. Y la chiquilla se quedó como hija del pueblo y la llamaron Alba, por la hora tan temprana en la que el padre Elías la había encontrado.

Alba seguía sin hablar, sin embargo, entendía lo que le decían.

Todas las familias que tenían hijos la querían, así que, aunque vivía con Clara, también pasaba días con ellas.

La niña se adaptó muy bien. Observaba, sonreía, escuchaba. Era tranquila, atenta, casi demasiado serena para su edad. Jugaba con los niños como cualquiera de ellos.

Una tarde, en la Casa del Pueblo, a donde Clara la había llevado para una sesión de cuentacuentos; dos madres se pusieron a discutir acaloradamente… y Alba empezó a cantar.

Nadie entendía lo que decía, pero su voz era suave, como agua discurriendo entre guijarros. Las madres, no solo callaron, se disculparon y en el ambiente flotó una calma que casi se podía tocar.

Lo sucedido, fue tan extraño, que durante días no se habló de otra cosa en el pueblo.

Enseguida se fueron dando cuenta de que, cuando alguien se peleaba, aunque solo fuera con palabras, si Alba estaba presente, cantaba su canción y, por muy encendido que fuera el enfrentamiento, cesaba; los contendientes se calmaban y se

disculpaban. La tensión que habían generado desaparecía y el ambiente se volvía agradable.

El pueblo comprendió lo frágiles que son los vínculos y lo fácil que es romperlos y empezaron a escucharse y a medir las palabras que le decían al otro.

Poco a poco iban a aprendiendo que ellos, cada uno de ellos, era el guardián de su propia calma y debían mantenerlo presente si querían que la paz reinara en sí mismos y entre todos.

Y vieron en Alba un espejo. Su canto les mostraba que, cada gesto de violencia, por mínimo que fuera, era una grieta que se abría y se tragaba la paz.

Una mañana, cuando Clara entró en la habitación de Alba para despertarla, la encontró vacía. La cama hecha, sin rastro de la niña que, la noche de antes, la había sonreído cuando la acostó y la besó deseándoles felices sueños.

No la buscaron. Entendieron que no era una niña como las suyas. Había aparecido con su canto a la paz, para mostrarles lo fácil que es perderla y, cuando vio que lo habían entendido…

Blanca Cerruti

MARÍA JOSÉ AMOR

En la Plaza de la Universidad de Barcelona, se erige un edificio actualmente denominado Edificio Histórico, pero que un día no fue : estaba en plena actividad.

Hacía tiempo que había una gran movida estudiantil.

¿Motivo? Pedir Libertad: eran los años 60, el tardofranquismo.

Aunque la policía podía detener y maltratar, el juez, en un juicio simbólico, prohibir a la persona detenida ciertas actividades e incluso impedir, en el caso de los estudiantes, continuar la carrera, con miedo y todo ya el pueblo, no todo, claro, pero especialmente los jóvenes, comenzaban a alzar la voz.

Incluso ciertos clérigos ya protestaban y hasta llegaron a organizar una manifestación delante de la Jefatura Superior de Policía, sita en la Vía Layetana, cuyos calabozos muchos recuerdan con horror.

La Universidad amaneció especialmente alborotada:

Encima de los bancos del pasillo que une los patios de Ciencias y de Letras, aparecía pintado con las palabras: LLIBERTAT, FASCISMO NO, DEMOCRACIA SÍ, seguido de una larga letanía de improperios contra el estado en general y ciertos [[MJAP1]](#_msocom_1) políticos en particular.

Grupos de estudiantes gritaban pidiendo la liberación de Carlos Roig y Marta Vidal, detenidos el día anterior por hallarlos repartiendo octavillas de lo que estaba sucediendo en la Vía Layetana con un grupo de obreros de la construcción que habían intentado convocar una huelga.

A su vez, otros grupos de estudiantes, entraban y salían de las aulas correspondientes sin hablar del asunto, mientras otros estaban en el bar desayunando bien sentados alrededor de las mesas hablando.

De repente, el barullo se incrementó. Un grupo de la Facultad de Derecho que, aunque ya estaba ubicada en la que es en la actualidad Zona Universitaria, habían venido para dar nueva información. Con un altavoz, asomado a una de las balaustradas del primer piso del Patio de Letras, se iban turnando para explicar más detalles de los últimos acontecimientos sucedidos.

Muchos de los que estaban en otras zonas, al escuchar la megafonía fueron interesados hacia allí mientras los que salían de clase preguntaban a unos y otros sobre lo que estaba sucediendo.

A su vez, grupo bastante numeroso de voces cantando la conocida canción “No nos moverán” alternándose con “Guantanamera”, se elevaban desde el Patio de Ciencias.

Y el Conserje, que había sido puesto a dedo por sus ideas, desbancando al anterior, cumplió con lo mandado: dar aviso al Rector que, a su vez, dio permiso a la policía, siempre aparcada en un autobús gris, con solo una pequeña ventanita se supone que para incrementar su claustrofobia y acondicionarlos mejor al “movimiento”.

Y, efectivamente salieron enarbolando sus porras y dando golpes por doquier.

Más de un alumno recibió el golpe sin haber tenido en absoluto que ver en nada.

En esos momentos era una auténtica batalla campal.

Y fue entonces cuando, nunca se supo el autor o autores de la idea, los de la Scola Cantorum Universitaria hicieron acto de presencia.

Salían de la Capilla, único lugar donde no había jaleo. Iban todos ellos vestidos con las ropas que usaban para los conciertos: trajes negros con la “beca” (banda colgada del cuello en forma de V) con el color correspondiente a la Facultad que pertenecían y comenzaron a cantar. Era un canto a la paz. Casi un himno.

Su canto se repetía, siempre el mismo.

Al principio, no se llegaba a escuchar, solo los más próximos a ellos. Poco a poco, iban avanzando y dejando una pequeña estela sin casi ruido.

Más gente, al verlos, se aproximó a ellos que, impertérritos, avanzaban por el largo pasillo con las paredes pintadas, seguido y rodeado de bastantes estudiantes.

Y, en un momento, se encontraron de frente con los “grises”, llamados así por ir vestidos de gris de pies a cabeza, que seguían repartiendo porrazos cada vez más fuertes. Pero, como si un hechizo hubiese caído sobre ellos, quedaron paralizados de repente.

El resto de los estudiantes callaron también y, finalmente, todo se fue disolviendo, siendo los grises los primeros en salir, con expresión entre compungida y avergonzada.

MARIANA DI PASCUA

CANCIÓN DE PAZ(un canto a la paz)

Tu sombra dejo de ser mi tortura, ya bastante tengo con mis propios monstruos que caminan inofensivos a veces, a distancia pero siempre en la vuelta por si mi recuerdo los olvida.

Mi sombra del abandono no me abandona. Al final es mejor conocerla y saber que en un descuido se le quita lo blanquito y regresa al gris.

Cuando no tenía ni idea que tenía un traumita bue uno o dos o…

Cuando por fin mi cuarto psicólogo Gesthal me guió a un terror que de tan escondido parecía no existir, cuando vi que eso vivido de niña guiaba tanta mala decisión y elección sentí desplomarme sin fuerza ni poder y me llene de ira, impotencia y llanto.

Me volví débil, dejé de hacer casi todo menos escribir.

Me enojé con mi padre y hermano por tener tan loable justificación ideológica para no estar en mucho tiempo.

La bebé, la niña y la adolescente se enojaron expresandolo en cartas muy duras.

Bueno las cartas las recibía Lucas que malvadamente me hacia llorar y putear. Luego con el tiempo perdonaba a mi padre mi hermano y supongo que mi psicólogo perdonaba mi descarga con transferencia.

Fui sacando de la sombra y trayendo a la luz mi película de terror. Se dice que existe un maestro que actúa exactamente como necesitamos para enfrentar, traer a conciencia e ir aprendiendo a vivir con nuestro pasado sin que nos hunda en la eterna oscuridad.

Es un trabajo de por vida, con altibajos pero nos acerca a la paz con un canto silencioso que me haga sonreír al moverme en la hamaca paraguaya que pienso colgar en el comedor en la próxima casa que alquile.

Luego cuando mi cuerpo muera vivirá mi libertad en el río, en los peces en el viento de la hermosa ensenada y con ritmo mis pequeñas olas cantarán una hermosa canción de paz llena de luz porque no pienso existir en lo oscuro.

¿Si no, para que pagué tanto psicólogo cuando estaba viva?

SILVIA R.G.

UNA VOZ EN EL AIRE

Sutil flotaba en el aire

una entrañable canción

De una voz de muchas voces,

que una poza recogió.

Se le unieron los jilgueros,

el mirlo y el ruiseñor,

marcó coros la lechuza

y el búho también se unió.

Pletórico, el petirrojo

de alegría deslumbró.

Y las ranas y los grillos

marcaron la percusión.

Por las calles, los zapatos

en el suelo claqueaban,

con balanceos de brazos

las gentes tarareaban.

Cada una su canción,

pero sonando una sola

de una entrañable armonía

con sabor de pianola.

De par en par la ventana

abrió el conductor del bús

saludando a la mañana

con su silbido de luz

Y todos los transeúntes

sonreían al mirarse.

Ya ningún reflejo errante

transmitía soledad.

Cosquillas de mariposas

que revoloteando alegres

iban libando ternura,

y amor, de todos los seres

Y ese néctar transportaban

hasta el último confín

y en el aire se cruzaban

con preciosos colibrís.

Respirando se inhalaban

sorbos de amorosidad

y cada ser se nutría

con chispas de libertad.

Las avaricias, los odios,

los irracionales miedos,

las envidias tan malsanas,

los sentimientos de hielo,

las sórdidas perversiones

que sin límite embarraban

la dignidad de otros suelos…,

se esfumaron de las almas

se esfumaron de los cuerpos.

Se redujeron a sombras,

de sabor de cuento añejo

Para descartar tinieblas

que un día fueron reflejo.

Cuentan que una voz de voces,

viejas voces, voz naciente,

sutil surgió, y reluciente

con su canto esbozó albores.

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

Sombras y luces

Les robaron las estrellas

Les robaron las mariposas

Les robaron las luciérnagas

Les robaron la niñez

Les robaron el canto a la paz

Era un 28 de noviembre cuando el frío azotaba el campo enrojecido por la sangre de jóvenes soldados caídos en combate. Hombres que trataron de sobrevivir ante el barrido de sus semejantes en el campo de batalla .

Pedro, Alfonso y Emilio contaban con tan solo quince y dieciséis años y ya sabían lo que era una metralleta. Defendían un pueblo destruido por la barbarie, por la violencia sin medida. Una violencia producto de la crueldad, de la esclavitud, de los tiranos de turno que tenían el poder. La ambición empujaba a la juventud arrebatándoles un canto a la paz.

El sol de la mañana se asomó en un horizonte cenizo. No trajo calor solo una luz cruda que hizo visible los casquillos vacíos de las metralletas junto al fusil de Alfonzo tirado en el barro entremezclado con el rojo.

Pedro y Emilio se buscaron con la mirada en medio de la humareda que aún se elevaba.

En el paisaje muerto dos figuras temblorosas .

—¿Y ahora qué? —susurró Emilio, su voz rota, sin fuerza. La máscara de la niñez se había desprendido por completo, revelando la cara de un hombre demasiado viejo.

Pedro no respondió. La única arma que les quedaba era seguir caminando, sin un mapa, sin un destino, bajo un sol que no era de nadie.

Ya no lucharán más por recuperar algo, solo por no caer en el mismo lugar donde la tierra devoró a sus compañeros.

ALFREDO LOZANO

LLEGÓ LA PAZ

El tercer regimiento llevaba dos semanas avanzando entre pueblos arrasados, campos desolados y caminos por los que hasta el silencio temía quedarse quieto. La guerra había dejado de tener un propósito claro. Nadie recordaba ya el motivo del conflicto, o a qué bandera debían pleitesía. Los soldados marchaban sin detenerse, mientras la muerte se convertía la sombra bajo sus talones con la única promesa de un descanso eterno.

Una noche, mientras montaban un campamento improvisado entre restos carbonizados de lo que parecía ser una iglesia, el cabo Andrés encontró algo enterrado bajo los escombros. Un cilindro metálico envuelto en suaves telas negras, tan antiguo que parecía haber sido olvidado por varias civilizaciones. No tenía inscripción alguna, apenas una mancha verde de óxido, extendiéndose sobre la superficie como una herida del tiempo.

—Debe de ser una especie de reliquia —dijo Andrés, dejándolo en el suelo.

El sargento Izan, a quien la guerra le arrebató hasta el último hilo de paciencia, le dirigió una mirada áspera, ruda y cargada de odio.

—¿Y para qué queremos reliquias? Lo único que necesitamos es munición, morfina o suerte.

En ese mismo instante, el capitán Iker que había desarrollado una devoción casi supersticiosa por todo aquello que escase fuera de lo común. Ordenó que abrieran el cilindro, convencido de desenterrar un mejor destino.

Dentro, protegida por capas de tela casi petrificada, había un pequeño fonógrafo de metal, con un disco oscuro, surcado por líneas que parecían más profundas de lo habitual. Tenía una etiqueta escrita a mano, en una caligrafía casi olvidada, pudieron ver “Canto de Paz – No reproducir.”

Los hombres rieron. “Paz” era la palabra más absurda que habían escuchado en meses.

—reprodúcelo —dijo Iker, con la voz de quien quiere creer en un falso ídolo.

El fonógrafo se quejó al girar, luchando contra décadas de polvo y olvido. La aguja se posó sobre el disco. Lo que siguió no fue música. Fue una sacudida. Un murmullo gutural. Un lamento distante, como el suspiro de un gigante dormido bajo las montañas. Los soldados se quedaron inmóviles, como si un soplo invisible hubiese detenido el mundo.

La melodía era primitiva, parecía hecha de manos torpes y alma desnuda. En ella había un pulso extraño que tensaba los músculos, y comprimía la mandíbula, como si cada nota tocara un nervio clandestino.

—Maldita sea —murmuró Andrés, apretando los dientes.

Fue entonces cuando sonó el primer disparo en el campamento. Uno de los soldados había disparado contra su sombra, asegurando haber visto a alguien agazapado. Los demás corrieron hacia él, pero antes de que pudieran calmarlo, el fonógrafo dejó escapar un nuevo ritmo, y el grito sordo de una nota imposible sacudió el aire.

Todo cambió. La violencia, que hasta entonces había sido una reacción, se convirtió en algo espontáneo. Una necesidad. Como si la música tirase de la anilla de una granada alojada en el pecho, liberando una explosión violenta, que ya existía, pero permanecía dormida.

Atraídos por el ruido los soldados enemigos atacaron, el regimiento respondió con una ferocidad inexplorada. Iker cargó el primero, sin casco, con los ojos tan abiertos que parecían no parpadear desde hacía horas. No gritaba órdenes, sólo gruñía.

La melodía seguía sonando, como si dirigiese la batalla. Cada vez que la aguja surcaba una de las líneas profundas del disco, los hombres perdían algo. El miedo, la conciencia, la humanidad. Se movían como bestias, inmersos en un estado ancestral creado para detener guerras, exterminando hasta el último ser.

La noche se llenó de alaridos. No los de los enemigos, sino de los de los propios soldados, que parecían morder el aire con una rabia impropia. Cuando el combate terminó, no quedaba claro quién había matado a quién.

En medio del campo de cadáveres, el fonógrafo seguía girando, con una persistencia casi alegre. El capitán Iker, con la mano ensangrentada, se acercó y detuvo la aguja. El silencio cayó con un peso insostenible.

Los cuerpos formaban un macabro rompecabezas, no se podían distinguir ni los uniformes. En pie solo quedaron tres hombres. Temblorosos. Exhaustos. Cubiertos de tanta sangre que casi no se reconocían.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Andrés.

Iker cogió el disco y lentamente, lo guardó de nuevo en el cilindro.

—Un canto de paz —respondió, con un tono que nadie pudo descifrar.

—¿Paz? —repitió Izan con una sonrisa quebrada.

Iker cerró el cilindro.

—Sí —dijo—. La única paz verdadera llega cuando ya no queda nada capaz de romper su silencio.

SILVIA GALLARDO

unan las voces infantiles.para bloquear esas noches de angustia q que rompen sus sueños. corazones latiendo en el pecho con miedo, desesperacióny llanto.v Canten almas inocentes toquen el cielo con sus voces y que lluevan Estrellas con sus luces de esperanza que ante sus angustiasy sobrevivan a los sonidos bélicos, para esfumarse en el silencio que los abriguen para no destruir su inocencia

que desaparezcan esas nubes negras que opacansus noches con fantasmas que les robansu tranquilida d,que se conviertan en notas de paz,Cantemos por ellos para devolverles su dulce inocencia y poder entrar a su mundo de dolor por las voces apagadas que ya no vibra n salvemos a los niños perdidos en la orfandad que cargan en sus frágiles hombrosel peso de estúpidas guerras quelosdejan marcadosen la soledad y en los miedos,haciéndolos víctimas, sin merecerlo, de traumas, hambre, estrés y ansiedad ,cantemos un canto de paz ,son nuestrosniños, su integridad y seguridad está en nuestras manos

Cantar al cielo con notas bendecidas que cubran su manto azul sin el estruendode bombas que irrumpenel sueño de los niños cuyas miradas tristes se vuelvan estrellaa, quiero un cantde paz que retumbe en el infinitoy abrazar a los niños de miradas tristes que reflejan luce s melancólicas s

de soledad y abandono. rostros marcados con el color oscuro de miedos insondables porque, les negaron la luz de la alegría y los cubrieronde tormentas que inundaron sus almas

infantiles quiero cantar a los cielos teTigos dela cruel linjusticia por olvidarlos y dejar que se apagaran sus voces y sus vidas. muchos ya no cantaran loshimnos de paz porque yacen yertos bajo los escomb ros de la guerras ya no hay ruido ni algarabía de sonrisas alegres ni pasos que dejen huellas de su existencia porque la inhumana esencia del hombre lesarrebató todo. un canto de paz y tristeza para borrar esas imágenes de angustia y desesperanza solo quierescuchar voces de almas que sueñanque la primavera es eterna y que florece siempre la vida y la alegría porque en su inocencia solo existe magia y fantasía.

solo tres letras,solo tres, no pido más, quiero un can to con solo tres Letras pido amor para borrar la oscuridad e ilumi na r las sonrisas de las pequeñas víctimas de almas purasy frágilesy compensarlos. con su mundo de pureza

Que todos los niños unan sus voces en ese canto de paz y amor y sus notas melodiosas b orren de sus rostros las marcas del miedo,del abandono y la inanición inmerecidos

Que las estrellas se vuelvan notas màgicas que alegren sus sueños y sus fantasias.que ya no carguen en su frágil existencia el peso de la inseguridadla insensib ilidad e indiferencia

de los hombres.

cantemos uniendo nuestras voces a las de elloss y que retumben en el universo los gritos de justicia y compasión .

CARMEN BERJANO

UN CANTO DE PAZ

Lloran de impotencia por los rincones

Lloran en duelo por los que se fueron

Lloran y no hay consuelo

A lo lejos se escucha una voz infantil temblando

Un canto de paz y de esperanza entre tanta barbarie.

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

A las 01:32.

—Entren en el colegio y abatan a todos los que se escondan allí.

Esa fue la orden. Fría, directa. Pero Arturo, veterano ya curtido en demasiadas misiones, no pudo callar.

—Señor, con el debido respeto… es un colegio. Puede haber niños.

La respuesta de su superior llegó sin humanidad alguna:

—Actúe, soldado. En la guerra nada es lo que parece.

Aquel día, los diez hombres entraron siguiendo la orden al pie de la letra. Encontraron resistencia: unos pocos defensores protegían el edificio con la determinación de quien custodia algo sagrado. Los abatieron.
Minutos después, la radio tronó:

—Vuelen todo por los aires y salgan de allí.

Antes de cumplir la orden, una melodía comenzó a escucharse desde una de las salas.
Los siete soldados que seguíamos con vida nos miramos. Nuestros pies se clavaron al suelo; el resto del cuerpo quedó en suspenso mientras aquella canción, infantil y suave, llenaba el pasillo.

La radio volvió a sonar, cortante:

—El tiempo se acaba. Detonen ya ese maldito lugar.

Uno de nosotros reaccionó. Colocó los explosivos con el tiempo justo para poder huir.

Diez años después, Arturo seguía atrapado en ese instante. Nunca logró olvidar el colegio, la misión ni aquella canción que se convirtió en su castigo.
Desde entonces, cada noche se despertaba sobresaltado, empapado en sudor, exactamente a la misma hora: 01:32. La melodía sonaba de nuevo en su mente, obligándolo a revivir el olor a miedo impregnado en aquellas paredes derrumbadas.

Tras aquella misión, su vida estalló también.
El hombre que era —el padre, el esposo, el vecino afable— se perdió bajo los escombros de la culpa. Desde su regreso, nadie volvió a verlo sonreír. Su familia lo describía como una granada sin anilla: alguien que podía detonar en cualquier momento.

Con el tiempo, ese peso destruyó todo lo que había construido. Su hogar se quebró. Su mundo quedó reducido a los mismos escombros que él había sembrado una década atrás.
Y así tomó la decisión: regresar al lugar donde su vida había explotado… para terminar allí lo que quedaba de ella.

Diez años después, volvió al colegio. Reconstruido, rebosante de vida.
Se sentó en un banco, sacó un arma del bolsillo y apoyó el frío metal en su sien.
Estaba a un suspiro del final cuando algo lo detuvo.

Una melodía.
La misma.

Levantó la vista. Desde el interior del nuevo colegio, un grupo de niños la cantaba.
La misma canción del día de la misión.

Arturo se levantó, casi sin voluntad propia, y se acercó. En la entrada, una joven religiosa se detuvo al verlo.

—Señor, ¿se encuentra bien? Lo noto aturdido —dijo con una voz que irradiaba serenidad.

—Vengo a buscar la paz que dejé aquí hace mucho tiempo —respondió él, sorprendido por la calma en su propia voz—. ¿Qué cantan esos chicos?

La mujer respiró hondo.

—Es la canción que los niños cantaron junto a su maestra el día del ataque. Hace diez años. Aquel día fue devastador: 132 personas perdieron la vida.
—¿Y sabe… de qué habla esa canción? —preguntó Arturo, casi en un susurro.

—Es un canto por la paz —respondió ella, con lágrimas que no pudo contener—. Según cuentan, mientras un grupo de padres se atrincheraba para proteger a sus hijos, la maestra se quedó con ellos hasta el final. Para aliviar su miedo… comenzaron a cantar esta canción. Desde entonces, la entonamos cada año, en homenaje a los 132 que no regresaron.

Las palabras golpearon a Arturo como una verdad que por fin se revela. Sintió un dolor profundo, como si su corazón fuera retorcido desde dentro.

—Debo volver con los chicos —dijo la religiosa finalmente—. Ojalá usted también encuentre esa paz.

La mujer se dio la vuelta, pero Arturo la detuvo con voz temblorosa:

—Espere, por favor…
Creo que solo aquí puedo encontrarla.

Tragó saliva.

—¿Puede decirme… cómo puedo ayudar?

©Fernando D. López Aguilera.

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Vivían en una pequeña ciudad, cuatro jóvenes, que desde pequeños se habían hecho amigos, también sus padres lo eran y se reunían de vez en cuando.

Ahora, ya se encontraban iniciando la universidad, se autonombraban los cuatro mosqueteros, eran Arturo, Andrea, Ramiro y Támara. Todos tenían 19 años y se habían inscrito en la misma carrera, tenían grandes sueños, que vertían en poesía y canciones.

Siempre asistían a mitines en contra de las guerras e iban a conferencias donde se hablaba sobre lo que hacían las grandes potencias en el mundo.

Habían hecho planes, para participar “activamente”, viajando a otras ciudades para llevar su canto de paz.

Ahorraron durante un tiempo para llevar a cabo este sueño, que por fin podrían materializar.

No querían, ser participes del silencio aterrador, y de la indiferencia y conformismo que prevalecía en muchas partes del mundo.

Sabían qu era un riesgo hacer esto, pues a muchas de las personas que protestaban contra los sistemas opresores los encarcelaban o los callaban “desapareciéndo los” ya sabían a lo que se iban a exponer, más querían sembrar en el corazón esencialmente de los jóvenes la idea de que lo que se vivía en algunos países de oprimir y reprimir a la gente, no era normal, ni las guerras terribles que se vivian ahora, como las de Ucrania y Palestina y que, también podían alzar sus voces y no fueran parte de ese lado «obscuro del mundo.

Al fin, se encuentran fuera de casa, con sus instrumentos, canciones y “poesía”.

La primera visita es a una universidad, con antelación habían pedido autorización para cantar y recitar la “poesía» fué algo muy bueno, gran respuesta de los compañeros y maestros.

Un día de éxito, empezaban bien.

Luego, fueron a una de las plazas principales, tuvieron también gran afluencia de espectadores.

Regresan al hotel cansados después de haber recorrido varios lugares, pero muy contentos.

Continuan el viaje, estarían sólo en tres ciudades y después a casa, donde también, harían en forma permanente su protesta, hasta donde las fuerzas los alcanzarán.

Todo iba muy bien.

Llegan a la última ciudad, primero van al zócalo principal, se instalan y empiezan con sus declamaciones luego las canciones, por último; la canción que dió pie al viaje «una cancion por la paz»

Casi terminaban cuando de pronto llegan varios policías amenazandolos.

Les responden que no están haciendo nada malo, que tenían derecho a manifestarse, y les comtestan que en ese lugar estaban prohibidas las manifestaciones y protestas, que ya tenían varias quejas, y que estában alterando la

Paz.

Fué algo muy confuso.

Las personas que se encontraban ahí empezaron a gritarles que los dejaran en “paz”, que tenían derecho de manifestarse.

Los policías, empezaron a empujar a la gente y a golpearla, los detienen y los suben a una camioneta, ante un gran asombro, ¿que es lo que iba a pasar? Les piden que los dejen ir, obvio ninguna respuesta, los golpeaban si decían alguna palabra, y así mejor callaron.

¿Que iban a hacer? no lo sabían.

Era algo irreal, querían que fuera un mal sueño.

Los llevan a una cárcel, los encierran.

Los jóvenes piden que los dejen hacer unas llamadas, sólo silencio, esto es una pesadilla.

Llega alguien y menciona que los pondrán como ejemplo diciendo, que alteran el orden, y que sólo hablaban mentiras, para que otros no hicieran lo mismo.

Esto les parece un cuento de terror.

¿Cómo avisarían a sus padres?

¿Que iban a hacer con ellos?

Los sacan y conducen a un cuarto, donde hay un micrófono, les dan unas hojas escritas, y los obligan a leer esto ante el micrófono, estában grabandolos, los hicieron hablar que no era verdad lo que habían dicho en las universidades y plazas.

Gran mentira.

Los regresan a un cuarto, les vendan los ojos y obligan a tomar algo que sabía amargo, raro.

«Les habían envenenado».

Tenían todo preparado como en una novela.

Anunciaron que se habían suicidado, que les habían dicho que estában arrepentidos de decir mentira,

y que no podrían regresar a casa, y avergonzar a sus familias.

Así, habían acabado con sus sueños, pero habría valido la pena si lograron sembrar en algunos, el deseo de manifestar lo que sabían que eran errores de la vida, y que alzaran su voz para no ser parte de los horrores y ese lado obscuro del mundo y ser un eslabón de una cadena, que nunca se interrumpiera y dijeran que una canción por la paz jamás se olvida.

JUAN C VALTIERRA

El mosquito de San Prudencio

Dicen en San Prudencio de la Cañada que todo empezó el día que don Evaristo dejó de creer en la muerte.

No es que la negara. Simplemente dejó de temerle, que es distinto. Y eso bastó para que el pueblo entero comenzara a inclinarse hacia un costado, como esos cuadros mal colgados que nadie se atreve a enderezar.

Fue por el mosquito.

Un mosquito común, de esos que zumban en la madrugada junto al oído y que uno aplasta contra la mejilla sin pensarlo dos veces. Pero este mosquito —y aquí la historia se tuerce como el camino de terracería que sube al cerro— este mosquito tenía conciencia de su destino.

—Era un mosquito kamikaze —me dijo la Remedios, mientras desgranaba maíz en el patio de su casa.

—¿Kamikaze? —le pregunté.

—Pues sí. De esos que se avientan sabiendo que van a morir. Como los japoneses esos de la guerra que salían en el cine de Tepatitlán.

El caso es que don Evaristo, que había sido cristero en su juventud y luego juez de paz y luego nada más que un viejo sentado en su equipal, vio al mosquito una tarde de agosto. El insecto describía círculos perfectos alrededor de su cabeza, círculos que se iban cerrando con una precisión geométrica que a don Evaristo le pareció hermosa.

—Ven —le dijo—. Ven a matarme si quieres.

Y el mosquito vino. Se posó en su brazo con una delicadeza que don Evaristo no había sentido desde que su mujer murió, treinta años atrás. Sintió el pinchazo. Vio cómo el abdomen del mosquito se inflaba con su sangre, volviéndose rojo, translúcido, imposible.

Don Evaristo no lo mató.

—¿Por qué habría de matarlo? —dijo después—. Si vino a cumplir con su naturaleza, igual que yo cumplo con la mía cuando respiro.

Esa noche, el mosquito no se fue. Se quedó en la habitación de don Evaristo, y a la mañana siguiente estaba posado en el borde del jarro de peltre donde el viejo tomaba su café. Don Evaristo le sopló un poco de vapor y el mosquito pareció estremecerse, pero no voló.

—Se está despidiendo —dijo don Evaristo—. Los mosquitos mueren después de picar. Eso todo el mundo lo sabe.

Pero el mosquito no murió.

Pasó una semana. Luego dos. El mosquito seguía ahí, posándose cada noche en el mismo lugar del brazo de don Evaristo, bebiendo su sangre con una regularidad que al viejo le parecía casi litúrgica. La gente del pueblo comenzó a visitarlo para ver el prodigio.

—No es un prodigio —decía don Evaristo—. Es nomás un mosquito que olvidó cómo morirse.

—O que no quiere —agregó el padre Anselmo, que era dado a ver símbolos donde sólo había polvo y tiempo.

La verdad es que en San Prudencio todos habíamos olvidado algo. Qué cosa exactamente, nadie lo sabía. Pero se sentía en el aire, como se siente la lluvia antes de que caiga. Los jóvenes se iban y no volvían. Las casas se vaciaban. Las campanas de la iglesia sonaban cada vez más flacas, como si el bronce mismo se estuviera evaporando.

Don Evaristo y su mosquito se volvieron una sola cosa.

—¿Cómo lo llamas? —le preguntó un día Ismael, el nieto que venía del Norte cada dos años.

—No lo llamo de ninguna manera. No necesita nombre. Los mosquitos no necesitan nombre.

Pero Ismael insistió, y al final don Evaristo dijo:

—Pues ponle Hirohito, si tanto te importa.

Y así fue como el mosquito tuvo nombre y el pueblo tuvo una historia que contar, aunque fuera una historia pequeña, del tamaño de un insecto.

Cuando don Evaristo murió —porque los viejos sí mueren, aunque los mosquitos parezca que no— lo encontraron en su equipal, con los ojos abiertos mirando hacia el cerro. En su brazo derecho, en el mismo lugar de siempre, estaba el mosquito. Muerto también. Los dos juntos, como si hubieran pactado la hora.

Los enterraron el mismo día. A don Evaristo en el panteón, junto a su mujer. Al mosquito, en una caja de cerillos que Ismael metió en el hueco del equipal, donde nadie lo pudiera sacar.

Dicen que por las noches todavía se oye un zumbido en la casa de don Evaristo. Los muchachos que pasan por ahí de madrugada juran que es el mosquito, que sigue buscando a su viejo. Otros dicen que es sólo el viento entre las rendijas.

Yo no sé qué creer.

Lo que sí sé es que en San Prudencio ya nadie mata mosquitos. Los dejamos picar, les damos nuestra sangre, y luego los vemos irse, rojos y pesados, hacia donde sea que vayan los insectos que cumplieron su cometido.

Tal vez don Evaristo tenía razón. Tal vez no hay que temerle a lo que viene a cumplir con su naturaleza. Ni siquiera a la muerte. Ni siquiera a un mosquito kamikaze que olvidó cómo estrellarse.

—–

Canto de paz

El padre Anselmo escribió esto después del entierro:

*Paz para el que zumba,*

*paz para el que ofrece su brazop.*

*No hay guerra entre el hambre*

*y quien da de comer.*

*Paz para San Prudencio,*

* donde hasta los mosquitos*

*olvidan cómo morirse.*

—–

La Remedios dice que este canto no sirve para nada. Pero yo he visto que ahora, cuando alguien va a matar un mosquito, se detiene un segundo. Nomás un segundo.

Tal vez eso es la paz. Un segundo de duda antes de aplastar lo que zumba.

AXY LINDA

Un canto de paz

Entre los escombros, Mantis oye una voz tenue que entona una melodía, apenas un murmullo. Le dice a Crisopa:

—¿Escuchas?

—No, amigo, tu oído es más fino que el mío. ¿Qué es?

—No lo sé, pero me parece tan hermoso ese sonido. ¿Me acompañas a indagar?

—¡Claro, querida amigo! Será un placer.

Emprenden el viaje, sondeando piedras y maderos, guiándose por el buen oído de Mantis.

—¡Aquí es! Ahora sí la oigo claramente. ¡Qué belleza!

Al decir esto, entran en una construcción casi destruida en su totalidad y descubren que es Canthon quien los deleita con su afinada voz.

—¿Qué cantas? No entendemos la letra —inquiere Mantis.

—No tiene una letra definida, porque aquí se hablan muchos idiomas. Lo que cuenta es la intención. Llevamos siglos —mis ancestros y ahora yo— tratando de llegar al corazón de los gigantes que habitan la Tierra, para que dejen de destruirse y de destruirnos. Ninguno ha tenido éxito… pero creemos que alguno llegará que escuche.

Mantis y Crisopa, conmovidas por la labor de Canthon, se ofrecen a ayudarlo y convocan a todos los pequeños seres para replicar en todo el mundo ese himno a la Paz.

Cuando todos están por reunirse, el cielo se oscurece… pero no por otra bomba, sino porque miles, de gigantes humanos se acercan en silencio. Han escuchado el canto.

Y, por primera vez en siglos, entierran las armas para oírlo, sentirlo y cantarlo también.

LINOSKA BARANDA

Aunque me vence el sueño, no quisiera acostarme, pero me sangran los ojos con sangre que no existe. Me duelen, me arden, me viven en demasía. Es exagerada la sensación de dolor. Ahora mismo solo pienso en que mis dedos vuelan ágiles por mis pensamientos, y veo el mar, y los arbustos, y los viñedos que se pierden a lo lejos y, más allá, la Toscana.

La región me hace soñar y viajar. No la conozco, pero la he visto y soñado. Me gustaría ir. Me gustaría vivir en un lugar así, donde solo se vea lo verde de la yerba, el azul del agua —puede ser mar o lago— y el dorado del atardecer o del amanecer; pájaros que cantan, o trinan, creo, y silencios alargados por donde baje mi cabeza y mi labio.

Silencio para mis ojos y un canto de paz. Sí, también paz de toda esta guerra absurda. ¡Ay, palabras que amo y me liberan con cada vocal, con cada consonante que no pronuncio, pero que hablo sin voz, sin ruido…!

La cárcel abre sus puertas y salgo, salgo volando aunque haya dejado mis alas guardadas para que no me las quemen. Liberación total. Escribo para mí, sin un objetivo diferente al de liberarme, sentir paz y respirar.

EL IDIOTA

Un canto a la paz.

La historia cambia según quien la cuente y cuando la cuente.

Hace un mes atrás mi historia era la de un héroe, el salvador que debía imponer justicia y orden entre gente salvaje que se estaban aniquilando unos a otros.

Vestía con orgullo el casco y el uniforme azul con la carabina M4A1 terciada al frente, en señal de paz y la pistola SIG Sauer M18 a la cintura. Creía en la misión de pacificar el territorio.

Ahora comprendo que aquí nadie nos quiere, que me miran, sino con miedo, con rencor, que el canto de paz que vinimos a traer no engaña a nadie y que estamos defendiendo intereses económicos y políticos de las altas esferas, ajenos a los de los nativos.

Ya mi canto no es de paz, es tan solo de supervivencia porque si dejo de disparar me atrapa el enemigo.

Sigo la cadencia de los casi 900 disparos por minutos de mi fusil. Me gusta su canto porque en él va mi vida.

MARÍA JESÚS GARNICA

En un momento de la madrugada.

Debajo de la cama, las dos hermanas se tapaban la cabeza con los brazos.

Estaban temblando.

Empezaron a cantar bajito, para quitarse el miedo, para olvidar las bombas.

» Corre por el camino chiquita

te están esperando.

El pájaro qué canta.

El cielo azul.

El olor a casa.

El calor de un abrazo.

Corre por el camino y no mires atrás.

Olvídate del sonido de las bombas.

Porque no se producirán más.»

Por desgracia una utopía. Posiblemente las hermanas murieron en un bombardeo.

Por desgracia no serían las últimas.

Mientras las guerras produzcan dinero nunca llegará la paz.

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6 comentarios en «Un canto de paz – miniconcurso de relatos»

  1. Todos los que he podido leer me han gustado, de verdad. Unos cuantos mucho o muchísimo.
    Pero si tengo que elegir, mi voto va para
    PEDRO ANTONIO LOPEZ CRUZ.
    Porqu me ha llegado de una manera muy especial.

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