Siempre saludaba – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «siempre saludaba». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 7 de agosto!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Siempre saludaba aunque no dijera más nada y se arrullase su mirada en el vacío frío allende el abismo de una existencia efímera y anodina. La parca siempre saluda en la oscura madrugada llena de penumbra para cortar el hilo de lo que un día fue vida.

Fin.

DAVID MERLÁN

DON ERNESTO

En el viejo barrio de San Eustaquio, vivía Don Ernesto. Tenía ochenta y muchos, una gorra vaquera azul siempre calada y un andar de reloj sin cuerda: lento, pero constante.

—¡Buenos días, Carmen! —decía al pasar junto al quiosco.

—¡Ahí va el Don Erne, como un chaval! —le respondía ella, sacudiendo migas del mostrador para recolocar un par de revistas.

Era un ritual. Su ritual. Saludaba a Manolo el del estanco, al barrendero, a los chavales del banco que ya no jugaban al fútbol pero seguían llamándole “El abuelo crack”. Y luego se sentaba en su banco, el tercero del paseo comenzando por la entrada principal. Una vez allí, se sentaba y tras una respiración profunda, miraba a su alrededor viendo la vida pasar. A veces se le veía hablandole a su bastón, como si supiera escuchar mejor que la mayoría de los que pasaban por allí. Otras veces, simplemente lo que pasaba por allí eran los días.

Pero uno de esos dias, no saludó a Carmen.

Ni a Manolo.

Ni a los chavales del banco.

Uno de esos días, pasó cabizbajo, mirando los adoquines como si buscará algo escrito en ellos. A su alrededor podía distinguir voces, Las voces que le rodeaban y que le sonaban familiares, sí, pero no del todo, y eso, lo desconcertaba.

—¿Qué le pasa al viejo? —preguntó uno de los chavales levantando la vista del móvil.

—Nada, que se le ha subido la edad a la cabeza, ja, ja,ja —respondió riéndose otro de forma irrespetuosa.

—No te pases con el viejo, es Top.

Día tras día, semana tras semana, Ernesto repetía su ritual, pero con el paso de los meses, el barrio dejó de saludarle. No por maldad, sino por esa inercia de pensar lo peor cuando alguien deja de responder. Ese momento cuando se baja la mirada triste y cambia el gesto que era conocido a un gesto que se podría decir casi de enfado.

Todo transcurría como una dolorosa realidad hasta que un día, el doctor Elías —recién jubilado, neurólogo y lector de labios ajenos al bisturí— se sentó a su lado.

—Bonito día, Don Ernesto.

—Disculpe, ¿Nos conocemos?—respondió él descolocado mirándole de arriba a abajo.

—Ahora no, pero si usted quiere, puedo ayudarle a recordar que sí.

Ernesto dudó, pero no porque tuviera dos opciones de respuesta en la cabeza, dudó porque no sabía qué hacer. Le volvió a escudriñar y su boca contestó por su cerebro: Vale.

Desde entonces, cada tarde, Elías le fue devolviendo los nombres robados por el tiempo, poco a poco, sin prisa, como solo un médico que establece una pautada a un cliente sabe hacer. Jugaban a adivinar caras, a reconstruir frases a medias, a reírse de los olvidos como quien se ríe de la risa, que es graciosa, pero que no tiene más pretensiones de complejidad.

Poco a poco, el barrio lo volvió a ver hablar.

Incluso un día, el doctor Elías lo forzó a salir de su zona de confort, de su banco preferido y le «obligó» a que diera un paseo con él. Le ayudó a que volviera a reír.

A su paso, ya no recibía el buenos días de Ernesto, pero si su mirada que hablaba por él, y Carmen le daba las gracias a Elías con una amplia sonrisa. Cuando llegaban a la altura del estanco, se repetía la escena y Manolo reacciona igual que Carmen dándole las gracias con los ojos enhumecidos a Elías, a lo que este reaccionaba con un gesto claro de «no hay de qué».

Pero cuando un día, Carmen miró la hora y se dió cuenta de que llevaba una semana sin ver a aquella curiosa pareja, observó pasar a Elías, solo, caminando con gesto serio y con algo en la mano.

Se temió lo peor y se le hizo un nudo en la garganta. Elías, no miró a los lados, no esperó a la reacción de Carmen, ni de los chavales viendo el último tiktok de moda, ni mucho menos a la de Manolo.

Esa mañana cualquiera de enero, Elías puso una placa discreta en el banco de Don Ernesto:

“Aquí se sentaba Ernesto. No lo olviden. A él no le hubiera gustado.”

FIN

BENEDICTO PALACIOS

Cerró la puerta con llave porque le esperaba un largo destierro. Empujaba una maleta de cartón, atada con una cuerda, para que aguantara el peso de una docena de libros, un cuaderno y un paquete de cuartillas a medio escribir. Se había significado en la defensa de un amigo al que la justicia había condenado a muerte. En la mitad de aquel juicio, pura farsa, levantó la voz llamando al juez esbirro y judas. No logró que el amigo fuera indultado ni que el juez considerase sus palabras un delito menor. Le cayeron tres años de destierro en una isla.

Encontró allí la estatua de un personaje conocido, rodeada de yerbajos, de residuos orgánicos y abandonada. Se acercó y le dio la mano, estaba fría. También lo hacía aquella mañana y por eso le prestó la bufanda que llevaba anudada al cuello. Había gritado en otro tiempo lo mismo que él contra la injusticia.

Preguntó a varios transeúntes por el nombre de aquel señor y nadie lo conocía. Tampoco le conocía un joven que pasó a su lado, pero sí le refirió que los maestros y algunas otras gentes cultas querían trasladar la estatua a una plaza abierta y soleada, y en el ayuntamiento no hubo acuerdo.

Había cerca un banco de piedra que un árbol cobijaba. Se sentó a reflexionar, rumiaba sobre las varias naturalezas del olvido.

La pátina del tiempo que todo lo cubre y allana, todo es lo mismo, nada logra destacarse y pervivir.

La indiferencia voluntaria, el descuido y la dejadez.

El borrón y cuenta nueva. Que nadie se acuerde. Un día borrarán el nombre de la persona ilustre que presidió una calle.

Aguantó aquel rato de reflexión, le asolaban una pena y nostalgia infinitas.

Cuando retornó a su tierra, solo un pequeño grupo de seguidores le aguardaba. A todos saludó, siempre saludaba al que le paraba por la calle. Algunos le llamaban héroe, pero otros muchos, que también le conocían, le miraban como si fuera humo.

Encontró trabajo en el periódico local y se dio a conocer por sus comentarios.

Escribió con el título ‘un mal de nuestro tiempo’

Las personas bien pensantes se han retirado ante la existencia de tanto ruido y el espacio dejado lo han llenado las cabezas hueras.

Consiguió nuevos lectores, pero otros le abandonaron. Él a todos saludaba, siempre saludaba al que se encontraba por la calle.

ARMANDO BARCELONA

IN MEMORIAM

Qué sola me has dejado, Benjamín. Fíjate el tiempo que ha pasado, pues todavía no me hago a la idea, ¿seré tonta? Es que son muchos años, cariño, y quieras que no hasta del canario se acaba encariñando una; el roce crea dependencia y tú, pendón, has sido de rozarte mucho y no solo conmigo, a ver si te crees que una es tonta.

No te veo la cara porque con semejante mazacote de mármol encima es imposible, pero te me imagino ahora mismo haciendo esos visajes tuyos, tan cómicos, que te daban aspecto de alelado cuando te pillaba en un renuncio, pero reconócelo, siempre fuiste de bragueta rápida. Ahora que cuando tú ibas, yo ya venía de vuelta, con la misión cumplida y buscando el reposo de la guerrera, porque no eran jaquecas cuando te hacía la cobra, mi cielo, es que regresaba a casa con el depósito lleno y nunca he sido de mezclar. En el fondo siempre te he respetado barbaridad.

Se te llenaba la boca diciendo que te casaste conmigo porque me hice la estrecha cuando empezamos a festejar: lo que no sabes, pobrecito mío, es que de aquella, mi primo Enrique, sí, el de Cuenca, andaba más listo que tú y siempre te cogía la delantera. Pues claro, ¿qué te pensabas?; y de vez en cuando la trasera. ¡Ay, sí, no te espantes por el parentesco, que lo es en tercer grado! Ni te hagas el ofendido, que si echamos cuentas, en lo de ponernos los cuernos, vamos a pachas. ¡Hijo, qué poco moderno eres! Que nos quiten lo bailao.

El tiempo todo lo cura y ahora parece que vuelvo a ser yo, porque desde que te fuiste me dio como bajón, un muermo raro, no sé, quizá fuera la menopausia. Sí, hijo, sí, me cambió la vida. No me apetecía salir con las amigas; tuve la pulsión de releer a Camús, Baudelaire incluso Proust ―cómo estaría―, hasta me di de baja de «Sin Bragas y a lo Loco», aquel grupo de Facebook tan cachondo del que era colaboradora estelar, para que te hagas una idea.

En fin, que poco a poco voy cogiendo fuelle, me he apuntado a bailes de salón con Andrea ―ya sabes que le fascina la salsa y más aún los salseros―; he vuelto a Facebook y estoy saliendo con Ramiro, ¿sabes de quién hablo? Sí, hombre, el viudo del tercero derecha, ese tan modosito y amable que siempre saludaba cuando nos cruzábamos en la escalera, el del banco. Una joya, Benjamín, hazme caso, hay que ver cómo engaña la gente. Lo ves y parece que nunca ha roto un plato, pero, hijo mío, los rompe, vaya si los rompe, es una bestia lúbrica, un sátiro desbocado y yo una ninfa satisfecha; que no me da la pensión para bragas, no te digo más. ¡Qué glorioso animal!

No te enfades, mi amor, total a ti, qué más te da si ya no ejerces; además, tampoco es que la cosa haya cambiado tanto, siempre tuvimos una relación abierta cuando estabas vivo, solo que tú no lo sabías.

Además, lo de Ramiro es solo un proyecto, porque ya me he zumbado a Ernesto, primero izquierda; Luis, segundo centro; el susodicho Ramiro, del tercero; Ernesto, del cuarto interior derecha, y me falta Ndongo, el morenito de la buhardilla, para hacer escalera de color. Son todos tan majos, Benjamín, y tan educados, siempre saludan cuando te pillan en el descansillo. Da un gustito.

A lo que estamos. Que si te dio la tontuna de morirte allá tú, nadie te puso una pistola en el pecho y la ingesta desaforada de carajillos de anís fue cosa tuya, que ya lo dijo el médico: «Con el alcohol que lleva en el cuerpo este señor, tontería incinerarlo porque no va a haber huevos a que se apague».

En definitiva, que el muerto al hoyo y a quien dios se la dé, que sea por muchos años, mi amor.

Abrígate por las noches, que el relente siempre te ha sentado como un tiro y ponte la coquilla de ganchillo que te puse en la caja, por si la orquitis. Te dejo unas flores porque es la costumbre, pero menudo desperdicio.

Esta que te quiere.

Rosi.

RAQUEL LÓPEZ

La vida a veces

es un lienzo que se desdibuja

sin colores, con cielos plomizos

y amargos corazones.

Personas que transitan

cómo autómatas por las calles grises, con risas ahogadas y miradas planas

por los sueños rotos.

Buscando un atisbo de esperanza.

Buscando la chispa de luz

tapada por la oscuridad.

Buscando un anhelo de color

para ese amanecer de antaño que siempre saludaba

rompiendo el velo de las sombras.

¿ Cuando volverá ese tiempo?

Ofreciendo su armonía

y decorando los rostros

con sonrisas.

La esperanza…. la esperanza

es lo único que nos abraza

y que nos calma el alma.

SUSANA NÉRIDA

Siempre saludaba. Tan inocente y dulce, a pesar de los reveses de la vida.

La gente estaba acostumbrada a esa sonrisa sincera y a menudo despreocupada.

Sí, esa joven siempre sonreía, siempre saludaba.

Levantaba envidias allá donde fuera y muchos la agredían, intentando borrar esa, sin duda, imborrable sonrisa. Al menos, de nuestra memoria.

Esa dulce sonrisa un día se fue, para no regresar en una buena temporada. Un gesto amargo cruzaba su cara.

Ahora que la sonrisa se marchó, es cuando salía la naturaleza de cada cual, pues la querían pegar por no enseñar su entrañable sonrisa y por dejar de saludar.

Esa joven, marchita, tan sólo contaba ahora con sus mascotas y su pareja. De vez en cuando les sonreía, pero ya no malgastaba saliva.

Era la joven que siempre saludaba pero se dio cuenta que tenía más enemigos que amigos por ello. A la hora de la verdad, tenía sólo la calma de su hogar.

Y ahí, sangrando los traumas, con flores para cada uno de ellos, enterró la joven cada uno de ellos y partió, hacia un mañana más serio, pero más sereno y auténtico.

Siempre saludaba pero nadie se quedaba a remendar su dolor inaguantable, procedente de tan desvariados traumas.

Señores, que sólo estoy loca, y no distingo las caras. Ya saludaré el día que me apetezca y tenga ganas. – Zanjaba por fin el eterno y fatigado tema.

JUAN C VALTIERRA

El Silencio de Remedios Vega

*Por Juan C Valtierra*

Yo la conocí cuando ya no hablaba. O tal vez nunca habló. Pero siempre saludaba. En San Eufrasio las historias se mezclan con la neblina que baja de los cerros, y uno ya no sabe si lo que recuerda pasó o lo soñó. Lo único cierto es que Remedios Vega, desde que tengo memoria, levantaba la mano derecha cada vez que veía a alguien en el camino. Un gesto pequeño, casi imperceptible, como el aleteo de una mariposa herida.

Dicen que cuando nació, la partera esperó el llanto y solo llegó el silencio. Su madre, Refugio, se asustó tanto que le gritó: “¡Llora, criatura!” Y Remedios lloró, pero desde entonces, como si hubiera gastado todas las palabras de su vida en ese primer grito. Sin embargo, desde que aprendió a caminar, siempre alzaba su manita cuando veía gente. Su madre le decía: “Saluda, mija, que la educación no cuesta nada.” Y Remedios obedecía, con esa solemnidad de los niños que entienden el mundo mejor que los adultos.

Refugio murió cuando Remedios tenía quince años, y desde entonces las dos se parecen: calladas, ausentes, como si estuvieran en otro lugar. Pero antes de morir, en su lecho de agonía, Refugio le tomó la mano a su hija y le susurró: “Nunca dejes de saludar, mija. Aunque el mundo te dé la espalda, tú siempre saluda. Es lo único que nos queda cuando se nos acaban las palabras.” Fueron las últimas palabras que Remedios escuchó de su madre, y tal vez por eso las guardó como un mandamiento sagrado.

Los magueyes la vieron crecer. Esas plantas que saben de silencios largos, de esperas que duran décadas antes de florecer una sola vez y morir. Remedios caminaba entre ellos cuando era niña, y tal vez por eso aprendió que hay cosas que no necesitan palabras para existir. Los magueyes no hablan, pero ahí están, cortando el viento con sus púas, guardando agua para los días secos. Y Remedios los saludaba también, con esa mano pequeña que se alzaba como una plegaria silenciosa hacia las plantas centenarias.

La gente del pueblo, que no sabe vivir sin llenar todos los espacios con ruido, comenzó a inventarle historias. Es así como son los pueblos: necesitan explicaciones para todo, y cuando no las encuentran, las tejen como las arañas tejen sus redes, con la misma paciencia y la misma trampa. Pero había algo que no podían negar: Remedios siempre saludaba. Incluso a quienes la miraban con desprecio, incluso a quienes inventaban chismes sobre ella, incluso a los niños que corrían cuando la veían llegar.

Doña Esperanza, que tenía la lengua más afilada que las navajas de su difunto marido, decía que Remedios era soberbia. “Se cree mucho”, susurraba en la tienda mientras pesaba el azúcar con manos temblorosas. “Desde que se fue a trabajar a Guadalajara, regresó con esos aires de ciudad. Ya no es de aquí.” Pero incluso doña Esperanza tenía que admitir, con cierta irritación, que Remedios nunca dejaba de saludarla. “Es lo único que hace, levantar la mano como tonta. Pero ni una palabra. ¡Qué educación es esa!” Doña Esperanza llevaba años hablando de muertos como si estuvieran vivos, así que nadie sabía si Remedios había vuelto realmente o si solo era otro de sus fantasmas. Pero los fantasmas de doña Esperanza nunca saludaban.

Don Fidencio, que arreglaba radios en su taller lleno de bulbos quemados y alambres enredados, tenía otra teoría: “Esa mujer está loca. El silencio es síntoma de locura. Mi prima Clotilde empezó así, callada, y terminó hablando sola en la plaza.” Pero cuando Remedios pasaba frente a su taller, don Fidencio suspendía su trabajo y esperaba. Esperaba ese saludo mudo que llegaba puntual como las campanadas del temple. Y cuando Remedios levantaba la mano, don Fidencio respondía con un gesto torpe, casi avergonzado. “Es por educación”, se decía a sí mismo. “Uno no puede ser grosero.” Don Fidencio no mencionaba que él también hablaba solo, pero con las radios descompuestas, como si los muertos pudieran escucharlo a través de las ondas rotas.

Los jóvenes del pueblo, esos que se juntaban en la esquina del templo a matar el tiempo y las esperanzas, decían que Remedios era altanera. “Ni nos saluda bien”, se quejaba Juvenal, el hijo del herrero, mientras pateaba piedras contra la pared del atrio. “Pasa junto a nosotros y nomás levanta la mano, como si fuéramos perros. Como si no valiera la pena ni hablarnos.” Y tal vez era cierto: en San Eufrasio, los jóvenes que se quedan terminan volviéndose invisibles, como los fantasmas que habitan las casas abandonadas. Pero Juvenal mentía. Remedios sí los saludaba, con la misma mano alzada que ofrecía a todos. Era él quien nunca respondía, quien se hacía el desentendido cuando ella pasaba. Juvenal se fue al norte dos años después, y dicen que murió en el desierto. Pero a veces se le ve en la esquina del templo, todavía pateando piedras, todavía esperando un saludo que nunca supo devolver.

Pero la señora Telesfora, que lavaba ropa ajena en el río y conocía los secretos de todas las casas por las manchas de la ropa, pensaba diferente: “Esa muchacha tiene pena. Una pena grande que se le nota en los ojos. El silencio es su manera de no derramarse. Pero fíjense cómo saluda: siempre, a todos, sin excepción. Esa es gente de buena cuna. Su mamá la educó bien antes de morirse.” Telesfora había notado algo que otros pasaban por alto: Remedios no solo saludaba, sino que esperaba. Después de levantar la mano, se quedaba un instante inmóvil, como dándole tiempo al otro para responder. Y cuando no recibía respuesta, no mostraba enojo ni desprecio. Solo continuaba su camino, con la misma serenidad con que había llegado.

El río sabía de secretos. Telesfora había visto pasar por sus aguas la sangre de los partos difíciles, las lágrimas de las golpeadas, el sudor de las que trabajaban de madrugada para alimentar a sus hijos. Y todas tenían algo en común: esa manera de mirar hacia adentro, como si el mundo exterior fuera demasiado peligroso para habitarlo completamente. El río se llevaba las manchas, pero no las penas. Esas se quedaban en los ojos, como piedras en el fondo. Pero Remedios era distinta. Remedios seguía tendiendo puentes hacia los demás, uno por uno, saludo tras saludo, aunque esos puentes se derrumbaran en el silencio.

Y así, entre versiones y murmullos, Remedios Vega se convirtió en el misterio del pueblo. Era orgullosa para unos, loca para otros, grosera para los más jóvenes, triste para las mujeres que sabían de dolores. Pero todos coincidían en algo: siempre saludaba. Era lo único constante en todas las versiones de su historia, lo único que no podían negar ni tergiversar. Ese gesto pequeño, repetido día tras día, se había vuelto parte del paisaje de San Eufrasio, como el vuelo de los zopilotes o el repique de las campanas.

Nadie preguntaba por qué lo hacía. En San Eufrasio, como en todos los pueblos que se están muriendo, es más fácil inventar que averiguar. Pero el saludo de Remedios se había vuelto tan habitual que cuando no aparecía, cuando se enfermaba o tenía algún pendiente, la gente lo notaba. “Hoy no vi a la Remedios”, decía alguien. “No pasó por aquí.” Y había una extraña inquietud en esas palabras, como si su ausencia alterara el orden natural de las cosas.

Un día llegó el maestro. O tal vez siempre estuvo ahí. Macedonio Flores se llamaba, y tenía la rara virtud de escuchar los silencios. Dicen que venía de la capital, pero hay quien jura que nació en San Eufrasio y que se fue de niño. Las historias se contradicen, como siempre pasa con los forasteros que llegan a pueblos que ya no reciben visitas. Pero desde el primer día, Macedonio notó el saludo de Remedios. Y respondió. Levantó la mano cuando ella levantó la suya, y vio algo que otros no veían: el alivio microscópico que se dibujaba en el rostro de Remedios cuando alguien le devolvía el gesto.

Los cerros lo vieron llegar. Esas montañas que han visto pasar revoluciones, sequías, éxodos, y que siguen ahí, impasibles, como si supieran que todos los dolores humanos son temporales. Macedonio se sentaba en las tardes a mirar los cerros, y tal vez por eso entendió que el silencio puede ser una conversación. Pero también entendió que los saludos pueden ser oraciones.

Notó que Remedios llegaba cada tarde a la escuela, después de que todos se habían ido, y se sentaba en una banca del patio a ver caer la noche. No hacía nada más. Solo estaba ahí, quieta, como si el silencio fuera su compañía preferida. Los grillos comenzaban su concierto y ella los escuchaba, sin moverse, como si entendiera su lenguaje. Pero cuando veía al maestro llegar, levantaba la mano. Siempre. Sin falta. Como si él fuera lo más importante del mundo en ese momento.

Una tarde, el maestro se acercó y se sentó junto a ella. Levantó la mano en respuesta a su saludo, y luego no dijo nada. Solo acompañó su silencio con el suyo. Los murciélagos salían de la torre del templo, y el viento movía las hojas secas en el patio. Así estuvieron, dos desconocidos compartiendo la quietud, mientras el pueblo se preparaba para la noche.

Después de varias tardes de este ritual silencioso, Remedios habló. Su voz sonó oxidada, como si hubiera estado guardada mucho tiempo:

“Maestro, ¿usted cree que saludar sin hablar es de mala educación?”

Macedonio no respondió inmediatamente. Miró hacia los cerros, que ya se oscurecían. “Creo que saludar es el lenguaje más honesto que existe. No necesita palabras.”

“La gente dice que soy soberbia porque saludo pero no platico.”

“¿Qué opina usted?”

El viento trajo el olor de las flores de los naranjos, ese aroma que en San Eufrasio anuncia las lluvias. Remedios guardó silencio un momento, como si las palabras fueran animales tímidos que había que atraer con paciencia. Luego, como quien abre un cofre guardado durante años, comenzó a hablar:

“Mi mamá me enseñó a saludar antes de enseñarme a caminar bien. Decía que era lo más importante, reconocer a las personas, hacerles saber que uno las ve, que existen. Cuando era niña, mi papá me pegaba cada vez que decía algo que no le gustaba. Decía que las mujeres que hablan mucho traen desgracias. Pero nunca me pegó por saludar. Al contrario, se enojaba si no lo hacía. ‘Saluda, criatura mal educada’, me gritaba. Después, cuando crecí, mi primer marido me gritaba que yo era una habladora, que las mujeres debían estar calladas como las vírgenes de la iglesia. Pero también él esperaba que saludara a su familia, a sus amigos, a todo el mundo. Cuando me fui a Guadalajara, en la fábrica me dijeron que era muy platicadora, que eso no servía para el trabajo. Entonces aprendí a guardar silencio. Pero siguió saludando, maestro. Aunque me dijeran que era una campesina ignorante, aunque me vieran raro, yo seguía saludando. Era lo único que me quedaba de mi mamá, lo único que nadie me podía quitar.”

El maestro asintió. Los cerros ya eran una mancha oscura contra el cielo. “Y ahora que regresó, ¿sigue siendo importante?”

“Más que nunca. Porque cuando uno pierde las palabras, maestro, el saludo es lo único que le queda para decir ‘aquí estoy, existo, los veo a ustedes también’. Es mi manera de no desaparecer completamente.”

Remedios hizo una pausa, y su voz se quebró ligeramente: “¿Sabe qué es lo que más me duele? Que la mayoría de las veces no me devuelven el saludo. Pasan junto a mí como si fuera aire. Y yo me pregunto si de verdad soy invisible, si de verdad ya no existo para nadie.”

“Para mí existe”, dijo Macedonio. “Cada tarde espero su saludo. Es lo mejor de mi día.”

Esa noche, cuando el maestro regresó a su casa, escribió en su diario: “Hoy entendí que Remedios no saluda por educación. Saluda para seguir existiendo. Cada gesto es una lucha contra la invisibilidad, una prueba de que todavía está viva, de que todavía importa. Y nosotros, crueles sin saberlo, la matamos un poco cada vez que no le respondemos.”

Y Remedios siguió llegando cada tarde a la escuela, sentándose en la misma banca. Pero ya no estaba sola. El maestro Macedonio había aprendido que devolver un saludo es un acto de amor, y que ignorarlo es una forma sutil de asesinato. A veces hablaban, a veces no. Los cerros los miraban, los grillos los acompañaban, y el tiempo pasaba como pasa en los pueblos: lento, circular, sin prisa. Pero siempre, siempre, comenzaban y terminaban con un saludo.

El pueblo siguió inventando historias sobre ella. Porque los pueblos, como las personas, prefieren las explicaciones fáciles a las verdades difíciles. Decían que Remedios y el maestro tenían un romance secreto, que ella estaba loca, que él la estaba curando con palabras de ciudad. Pero los que sabían de silencios entendían que lo que había entre ellos era más simple y más difícil: el reconocimiento de dos personas que habían aprendido que saludar, a veces, es la única manera de seguir viviendo.

Macedonio comenzó a hacer algo extraordinario: empezó a educar al pueblo sobre el valor de los saludos. En sus clases les decía a los niños: “Un saludo no cuesta nada, pero vale todo. Cuando ustedes saluden a alguien, le están diciendo que existe, que importa, que lo ven. Y cuando no saludan, están borrando a esa persona del mundo.” Los niños, que entienden la magia mejor que los adultos, comenzaron a saludar a Remedios con más entusiasmo. Y ella, que había esperado tanto tiempo esos gestos pequeños, sonreía. Una sonrisa mínima, pero real.

Los años pasaron. Macedonio envejeció en San Eufrasio, y Remedios siguió siendo la mujer callada que llegaba cada tarde a la escuela. Pero ahora era también la mujer que siempre saludaba, y cada vez más gente le devolvía el gesto. Algunos murieron, otros se fueron, pero el pueblo había aprendido algo sobre la importancia de reconocer a los demás. Porque esa es también la función de los pueblos: aprender, lentamente, a ser más humanos.

Un día, Remedios ya no llegó a la escuela. El maestro la esperó hasta que se hicieron las estrellas, pero no vino. Al día siguiente tampoco. Cuando fueron a buscarla, la encontraron en su casa, sentada en su silla favorita, con una sonrisa en los labios y la mano derecha levantada, como si estuviera saludando a alguien invisible. Había muerto en paz, haciendo lo que había hecho toda su vida: tendiendo un puente hacia el otro.

En el funeral, algo extraordinario pasó. Todo el pueblo llegó. Desde doña Esperanza hasta don Fidencio, desde los jóvenes de la esquina hasta las lavanderas del río. Y todos, uno por uno, pasaron frente al ataúd y levantaron la mano derecha. Era su manera de devolverle todos los saludos que no le habían respondido en vida, todos los reconocimientos que le habían negado, todas las veces que la habían hecho invisible.

El maestro Macedonio siguió llegando cada tarde a la escuela, sentándose en la misma banca. Pero ya no hablaba con nadie. Los que lo veían decían que había enloquecido, que saludaba al aire. No entendían que estaba conversando con el espíritu de Remedios, que seguía ahí, levantando la mano en ese saludo eterno que había sido su manera de aferrarse a la vida.

Cuando Macedonio murió, años después, encontraron en su casa un cuaderno lleno de reflexiones sobre Remedios. En la última página había escrito: “El saludo de Remedios Vega era el grito más fuerte que jamás escuché. Era su manera de gritar ‘existo’ en un mundo que insistía en volverla invisible. Ahora entiendo que cada vez que no le respondíamos, la matábamos un poco. Y cada vez que le devolvíamos el gesto, la resucitábamos.”

—–

*En San Eufrasio, donde el viento todavía lleva historias entre los cerros, dicen que en las tardes se puede ver a dos figuras sentadas en la banca de la escuela abandonada. Una levanta la mano, la otra responde con el mismo gesto. Nadie sabe quiénes son, pero todos entienden que están conversando sin palabras. Y ahora, cuando los habitantes del pueblo pasan por ahí, levantan la mano también. Porque han aprendido, aunque tarde, que saludar es la forma más simple y más profunda de decir: “Te veo, existes, importas”. En los pueblos que se están muriendo, los saludos son más duraderos que las voces, y más necesarios que las palabras.*

*Fin*

PEDRO A LÓPEZ CRUZ

MIS ADORABLES VECINOS


Son… ¿cómo te diría? de ese tipo de gente que una vez que te coge ya no te suelta. Personas con mucho apego, de los que gustan de abrazar, empalagosas… ya me entendéis.


No recuerdo exactamente cuándo se mudaron. Llevan poco tiempo en el barrio, esa es la verdad, pero el suficiente como para que les hayamos cogido cierto cariño. Antes siempre nos saludábamos. Sin embargo, las cosas han cambiado. Ahora que los conocemos bien, preferimos mantener las distancias, nunca se sabe. No queremos exponernos a sorpresas.


Ayer por la tarde pasamos un buen rato embelesados mirando por la ventana del salón. La niña intentaba perseguir a Sultán, nuestro perro, con ese andar tan característico suyo que no llega a ser carrera ni trote. Es un caminar rápido, muy peculiar y gracioso. Sultán la observaba con cara de sorpresa y en un descuido por poco nos lo atrapa. Suerte que el chucho estuvo ágil. Menudo festival de bocados se hubiera liado.


A veces hemos tenido la tentación de invitarlos a una barbacoa. Pero es que mi mujer no soporta esa costumbre que tienen de tomar la carne poco hecha, con ese hilillo rojo de la sangre todavía chorreando. Veganos, desde luego, ya te digo yo que no son.


La higiene tampoco es lo suyo. Cuando te acercas, huelen fuerte… como de no haber visto el agua desde hace una buena temporada. Al final te acostumbras. Todos tenemos nuestras cosas, y hay que respetarlas. El exótico encanto que desprenden, además del penetrante aroma, hace que se te olvide este último.

No son mala gente, no. Simplemente son diferentes.


A menudo consiguen despistarnos. A pesar de lo escandalosos que llegan a ser, hay veces que no sabes si están dentro de la casa, encerrados en alguna habitación con sus cosas, o paseando por algún rincón del barrio, en busca de vecinos con quienes entablar una estrecha relación. Creo que ya lo he referido al principio: son criaturas muy cercanas y sociables. Aunque empiezo a dudar de que “sociable” sea el calificativo más adecuado.


Y despistados… son muy despistados. No es raro que, con cierta frecuencia, se les caiga algo y lo pierdan. Y cuando eso sucede, ni siquiera se molestan en mirar para atrás ni se agachan a recogerlo. Siguen su camino como si nada. Menuda torta llevan encima. Esta gente son la leche.


Son graciosos. Difíciles de entender, eso sí. Hablan nuestro idioma, de eso no tenemos duda. Pero les cuesta su trabajo vocalizar. Y por la forma en que me miran, a menudo me pregunto si realmente me entienden.


Esta mañana mi vecino Paco, el padre, ha pasado por delante de mi casa. Llevaba prisa, tendría cosas que hacer. En un despiste, le he saludado. Me he obnubilado y sin querer le he levantado la mano, aunque creo que no me ha visto. Mejor así. Si viene a por mí, ya no tengo escapatoria.


Paco es un zombi. Laura, su mujer, también. Se llevan unos cuantos meses. Ella se transformó un poco después que Paco. Y tienen tres preciosos “zombitos” que siempre les siguen a todas partes, a cuál más encantador: Amelia, Joselito y Ramón. Son para comérselos. Supongo que eso mismo dirán ellos de nosotros.


Es cierto, ahora ya no los saludamos, pero es por no molestar. Los queremos igual que a todos los demás vecinos. Somos gente sin prejuicios.

IRENE ADLER

NOLI ME TANGERE

En las manos existen unas 3.000 bacterias pertenecientes a 100 especies diferentes, junto a cantidades similares de virus y hongos. Los más comunes son: staphylococcus aureus, escherichia coli (E. coli), bacilos, enterococcus, micrococos, streptococcus, acinetobacter, pseudomonas,

salmonella.

Así que las mismas manos que acarician, cuidan, protegen, consuelan y crean, también pueden matarte. Por esa razón él saludaba siempre con un gesto de cabeza y una sonrisa vaga, hurtando el cuerpo al contacto físico y las manos ajenas. Encontraba innecesario y repugnante verse atacado por el sudor caliente de los apretones de manos; por la humedad tremolante de brazos y espaldas. No sabía con certeza cuántas veces se lavaban las manos ni cómo ni con qué, y ante la atrocidad de esa duda, prefería mantenerse estático y distante en las presentaciones, las reuniones familiares, los funerales y las bodas. Contaba mentalmente los pasos que suponían una seguridad efectiva entre él y los otros y nunca rebasaba ni siquiera por error esa barrera invisible.

Era una manía como otra cualquiera, como morderse las uñas o atusarse el pelo. Su gesto oscilante de cabeza, el encogimiento de codos, la sonrisa suave como una disculpa anticipada. Cuando recitaba de carrerilla todas las bacterias disponibles en un inofensivo apretón de manos, la gente solía retroceder dos pasos, meterse las manos culpables en los bolsillos como si enfundaran un arma humeante y sonreír para disimular la incomodidad. Luego se pasaban los cinco o seis minutos siguientes rumiando la veracidad y lo acertado de su razonamiento, asaltados por imaginarios contagios masivos y futuribles pandemias mundiales, presas de una abominable mezcla de culpabilidad, terror y asco. Sobre todo en las bodas y en los bares, los veías reunirse en los aseos como rebaños en un abrevadero, frotándose con jabones de cortesía las manos y la conciencia, mirándose de reojo unos a otros, pero guardando entre ellos una distancia prudencial, añorando desconsoladamente la época en que todos, sin excepción, llevaban en el bolso un frasquito de hidro alcohol desinfectante.

EFRAÍN DÍAZ

Cuando Berto terminó su desayuno, se enjuagó la boca. Como de costumbre, besó a su mujer; siempre lo hacía antes de irse a trabajar.

Llevaba meses con una sospecha: que su mujer lo engañaba con otro. La idea le rondaba la cabeza con la terquedad de un clavo que, pese a los martillazos, nunca termina de hundirse. La vida sexual de ambos había disminuido considerablemente. Ella ponía toda clase de excusas para no acostarse con él. Sin embargo, se le notaba feliz, radiante y sobre todo, satisfecha.

De camino al trabajo, Berto llamó para informar que estaba enfermo. Dio media vuelta y regresó a casa. Estacionó el vehículo a dos cuadras, caminó sigilosamente y se ocultó tras un árbol. Desde allí se puso en vela.

Pasaron unos treinta minutos. La calle estaba desierta. ¿Le estaría jugando su cerebro una mala pasada? Pero las señales estaban ahí: apenas tenían sexo y ella rebosaba alegría.

De repente, el vecino abrió la puerta de su casa y salió. Con mirada furtiva, escudriñó el área, como quien toma precauciones. Luego, presionó el timbre de la casa de Berto. Éste, desde su escondite, vio cómo su esposa abría la puerta luciendo una diminuta y exótica pieza de lencería.

Berto sintió una puñalada en el pecho. Un buche amargo le subió por el esófago y se le instaló en el estómago como una piedra. Las rodillas le flaquearon, y para no caer de bruces, se sostuvo del árbol que lo escudaba.

¿Cómo podía su mujer traicionarlo? ¿Y con el vecino? ¿En su propia casa, en su propio lecho? El mismo vecino hijo de puta que siempre lo saludaba con espléndida sonrisa.

La traición es la peor de las acciones, pensó, porque por definición nunca viene del enemigo.

En un arrebato, pensó en irrumpir y acabar con el vecino. Después de todo, la súbita pendencia y el arrebato de cólera podían ser atenuantes penales. Pero ya había deliberado con calma. Y eso echaba por tierra su teoría.

No valía la pena ir preso por una mujerzuela como aquella. Entonces tuvo una mejor idea.

Con el sigilo de los Reyes Magos dejando regalos a los niños, Berto entró a su casa. Fue a la cocina, tomó el cuchillo más grande que encontró y avanzó silenciosamente hacia la habitación. Al llegar, puso la mano en la perilla. Estaba a punto de girarla cuando titubeó.

Hay puertas que no deben abrirse —pensó—, porque no siempre nos gusta lo que hay detrás.Pero se armó de valor y la abrió.

Su esposa y el vecino estaban tumbados en la cama. Él, completamente desnudo. Ella, aún con la lencería. Ambos lo miraron con asombro. Su primer instinto fue cubrirse.

Cuchillo en mano, Berto les ordenó que no se movieran. Luego le dijo al vecino que llamara al periódico local. El vecino se resistió. Berto, con la mirada desquiciada, lo amenazó con cortarle la verga si no obedecía. El hombre, pálido, tomó el celular y llamó al semanario.

Después, Berto le ordenó que llamara a la policía.

—¿Cuál es la necesidad? —le gritó su esposa.

—Tú eres la que menos legitimidad tiene para exigir nada —respondió él.

Como suele suceder, la prensa llegó antes que la policía. Cuando estos últimos arribaron, el fotoperiodista ya tenía las mejores imágenes de la deshonra.

Las fotografías salieron en el diario local, que luego las vendió a medios nacionales. Durante semanas, el triángulo amoroso fue la comidilla del país.

Meses después, en el tribunal, durante el proceso de divorcio por adulterio, el abogado de la esposa le preguntó a Berto:

—Lo cierto es que usted no los sorprendió teniendo relaciones sexuales, ¿verdad?

Berto lo miró con furia. No los había agarrado en plena faena, ese absurdo pero necesario requisito técnico para configurar el adulterio.

La esposa esbozó una leve sonrisa.

Berto, entre frustrado y derrotado, sólo atinó a responder:

—Bueno… tampoco los agarré rezando el santo rosario.

EL IDIOTA

Siempre saludando.

Cuentan que mucho antes de llegar yo al pueblo, desde tiempo que ya nadie recordaba, el viejo caminaba hasta el extremo del muelle, se paraba en firme, como soldado frente a un superior y hacía un saludo militar primero para luego decir adiós con las dos manos con gestos similares a los de los niños del campo saludando a los trenes.

Aparecía al atardecer, cinco minutos antes del crepúsculo. Pasaban los días, los meses, los años, las estaciones y con precisión de reloj Suizo, arribaba al extremo del muelle justo cinco minutos antes de aparecer la oscuridad; Siempre saludando al sol de la misma manera.

La escena se repetía sin importar el tiempo ni las condiciones climatológicas.

Se rumoraba que Don Estebanel era quien ordenaba al sol ocultarse y hubo hasta quienes temieron de que si el viejo faltara nunca llegaría la noche y estaríamos condenados a la luz eterna y a los trastornos provocados por el incumplimiento del orden natural establecido por Dios.

Hombres acostumbrados a la soledad de mar, al calor del sol y al olor mezclado del sudor y salitre, pescadores hijos de pescadores, nietos de pescadores, con el oficio heredado de sus antepasados desde tiempo más remoto que la aparición de Don Estebanel en el atracadero, personas de pocas instrucciones por falta de escuela, pero de mucha imaginación, afirmaban que así el viejo, antiguo oficial del ejército, honraba a sus compañeros caídos en combate.

—¿En cuál guerra?

Me atreví a preguntar.

—Dios sabrá cual.¡Que guerras se sobran en el mundo!

Fue la respuesta.

Pero la mayoría se inclinaba hacia el lado mágico.

—La naturaleza le obedece.

—No es de este mundo.

—Yo lo he visto volar.

—De mirarme me curó.

—Pronunció unas palabras y la niebla se disipó.

Y lo dotaban de poderes sobrenaturales.

Y ocurrió lo inesperado.

La gente comenzó a aglutinarse en el muelle porque el viejo no aparecía y el sol se negaba a marcharse.

—Don Estebanel ha muerto.

Vino alguien con la noticia.

—¿Cómo que muerto?

se preguntaba la masa incrédula, los ángeles no mueren.

Al filo de las ocho de la noche la tenue luz iluminaba la escena de un pueblo temeroso, desconcertado que interrogaba al cielo en busca de explicaciones.

Entonces tomé la decisión más errónea de mi vida. No fue por fama, no fue por gloria, ni por el título que luego me impusieron ni los poderes que me atribuyeron; Simplemente quería devolver la calma a los presentes.

Justo cinco minutos antes del oscurecer llegué a la punta del muelle, hice un saludo militar y luego dije adiós con mis dos manos con los ojos cerrados para ver al niño que desde mi pasado decía adiós a los trenes desde la ventana de mi casa.

El sol obedeció y comenzó a oscurecer y la muchedumbre explotó en aplausos.

¿Cómo explicarles que era verano, 21 de junio, día del solsticio?

¿Cómo explicarles?

ANGY DEL TORO

CONVERSANDO CON EL OLVIDO

—¡Hola! —dijeron al saludarse.

—Me dejaste sin más, sin una explicación,

sin un adiós, sin un perdón.

Me rompiste el corazón, me abandonaste en la soledad,

Y quedé sumida en la oscuridad.

—No lo creas. Respondió Facundo. Me rendí, me fui llorando,

Pediste que de ti me olvidara, y lo intenté. La llama que por ti prendía se apagó.

—No, olvidarme, ¿acaso piensas que contigo he de estar, cual si fueses mi cruz?

—¿De qué hablas mujer? Deja de pensar, que no soy el cobrador de la luz.

—Madre ¿con quién hablas? —preguntó su hija.

—¿No lo ves? Es él. Un hidalgo caballero que olvidarle yo quiero.

—Escucha, me lesioné, me dolió el trocánter, me dolió la cadera,

me costó caminar, me tuve que operar.

Pero en cada paso que di, una lección aprendí, una verdad

que el tiempo cura y trae serenidad.

—Un día te vi, con la otra, y no sentí nada,

ni pena, ni rabia, ni nostalgia.

Solo una sonrisa, una risa, una alegría,

porque todavía te quería, porque yo te extrañaba y sin ti, infeliz me sentía.

Ella usaba cofia, ella vestía de blanco,

dijiste era tu enfermera, pero yo ya me había olvidado,

porque lo había superado.

—En mi corazón, no hay espacio para el rencor,

solo gratitud, por cada nuevo amanecer, por cada pétalo de flor, aunque marchita quedara.

—Y tú, que hoy regresas, y con sorpresa me miras, con dulzura, con arrepentimiento.

Y yo que te respondo: ¡Te amo! Aunque de la nada, parezca salir este cuento.

—Escucha mujer, que ya no estoy para invento. Si es cierto que aún me quieres, ven, y por mis rodillas pasa este ungüento.

MARÍA JESÚS GARNICA

El amanecer rompía en el cielo, las sirenas despertaron a los vecinos.

Policías, ambulancias, cadenas de televisión.

Para cuando la luz baño la calle, todos los vecinos estaban al tanto de la noticia.

En el número 33, un vecino fue detenido después de una larga investigación, por lo visto había matado a varias mujeres.

Rocío estaba en choque. Era un buen vecino, siempre saludaba.

JAVIER GARCÍA HOYOS

MAS QUE PALABRAS

Quizá no lo crean pero hubo un tiempo, cuando era joven, en el que un amigo y yo íbamos a tocar con nuestras guitarras acústicas a cierto bar en el que nos daban bebidas gratis por amenizar un rato el local. Solíamos estar una hora y tratábamos de tener un repertorio diferente cada día, para no ser monótonos, pero había una canción que siempre repetíamos para cerrar la actuación, “More than words” de Extreme. No era un simple capricho, nos costó muchos ensayos conseguir que esas dos voces de la canción nos quedasen bien. Además, había otra razón. Una joven camarera llamada Gisela.

Cada vez que tocábamos ese tema ella se acercaba a mí con una sonrisa abierta y me ofrecía una cerveza. Después, me lanzaba una mirada felina y me decía que le encantaba nuestra interpretación. Puede que no cobrásemos un céntimo, pero puedo asegurarles que ni siquiera necesitaba las bebidas gratis para seguir tocando allí. Me bastaba con el saludo de aquella chica.

El bar acabó cerrando, cosas de la oferta y la demanda. Nosotros buscamos otro lugar en el que seguir mostrando nuestro buen hacer con la música, y en algunos sitios nos llegaron a pagar con generosidad. Seguíamos acabando nuestra actuación con el mismo tema, pero ya no era igual. Gisela no volvió a aparecer, adiós a su hermoso saludo, y a su encantadora sonrisa.

Aun hoy sigo tocando, aunque solo ahora para mí, “More than words”, y cada vez que lo hago, noto un cosquilleo en los dedos y cierta curiosidad en mis ojos, que me hacen buscar a aquella joven camarera que siempre nos saludaba en la última canción.

Fin

IVONNE CORONADO

Vagabundos de dos mundos

No era sino un pobre vagabundo, perdido en una ciudad de Estados Unidos, que no era la suya, donde no podía entablar conversaciones, pues no hablaban su idioma.
No mendigaba, lo suyo era sobrevivir conservándose digno.

Dormía en cavernas, se protegía del frío invierno haciendo fuego en ellas. Caminaba miles de kilómetros cada día, la gente se acostumbró a él. Le dejaban comida en la puerta.

Se vestía con pedazos de cuero cosidos unos con otros. Nadie sabía cómo se llamaba, ni cómo soportaba caminar tanto. Creen que era de origen canadiense, y que hablaba francés, pero contestaba los saludos con lo que parecían gruñidos. Quien sabe sí hablaba en francés en realidad, y no le entendían. Al final, no sé cómo le dieron el nombre de Jules Bourglay.

Cómo no molestaba a nadie, proclamaron las ciudades donde él pasaba, que no era considerado un vagabundo, sino un viajero errante.
Tal vez porque no podía comunicarse fue perdiendo incluso su propia lengua. Era un hombre solitario.

Murió en 1899 de cáncer en la boca, provocado por el tabaco a mascar. En su lápida, al no poder identificarlo plenamente, se leía: “Leatherman” y seguía los años de su nacimiento y muerte, más una breve reseña de los lugares que recorrió en Estados Unidos.

Lo arrestaron para poder ayudarlo, lo vieron enfermo. Lo dejaron ir porque aparentemente tenía medios para sostenerse. Alguien vio su lesión en sus labios.

Fue su vida sin pena ni gloria, pero su historia cautivó a muchos, incluyendo científicos, que trataron de identificar sus restos, pero no lograron hacerlo. Incluso, Dan W. DeLuca, hizo un libro basado en él.

A mí, al leer sobre su recorrido y aventuras, me recordó al gigante Calula, que en mi pueblito salvadoreño se ganaba la vida acarreando bultos para las señoras del mercado. Nunca supe si tenía donde vivir. Ese nombre tal vez ni era el suyo. Era como un extranjero en su propio país, pues nadie vino en su ayuda. Yo era muy niña, de familia más bien pobre. No sé por qué lo tengo en mi memoria desde los años sesenta hasta el día de hoy. Me atormento por ratos por saber de él, y he preguntado a varios salvadoreños de mis tiempos de estudiante, si se acuerdan de Calula, pero por lo visto, no les impacto, o de otra forma, lo hubieran guardado en su memoria.

¿ Cuántos habrá por el mundo acarreando su miseria y tratando de no ahogarse en ella, y que al morir continúen siendo invisibles para el mundo?

SERVANDO CLEMENS

Lo menos que quería hacer al llegar al gimnasio era hablar. No deseaba tener nuevos amigos. Mi horario estaba apretado. No pretendía saludar a nadie; sin embargo, Fernando siempre lo hacía y no entendía por qué.

—¿Qué onda? —me interrumpió y palmeó mi espalda con energía. Me miró la cara sin dejar de sonreír con esa típica buena vibra que tanto odiaba.

Hice tiempo para que se largara, pero él seguía ahí, sonriente.

Me quité los audífonos.

—¿Se te ofrece algo? —pregunté, sentado en una máquina de pierna.

—Solo quería saludarte.

—Estoy ocupado.

Él entendió. Levantó los hombros y simplemente me deseó buen entrenamiento y se esfumó.

Volví a colocarme los audífonos y continué con lo mío.

De vez en cuando levantaba la cabeza y veía a Fernando platicando con los demás. Era amable y ayudaba a los otros clientes. No comprendía a esa clase de personas que siempre querían quedar bien.

Miré el reloj. No había tiempo para más. Salí del gimnasio a toda prisa. Subí al coche a trompicones, metí la llave y la giré. Nada. Volví a intentarlo otras tres veces. Nada. La batería estaba muerta. No llegaría a tiempo a casa ni mucho menos al trabajo.

—¿Qué pasó? —preguntó Fernando.

No quería responder, pero tenía a ese tipo necio en mi ventanilla. Sé que por dentro él se burlaba de mí por mandarlo al diablo y, por supuesto, no me dejaría humillar.

—Solo estoy descansando en el asiento de mi carro.

No hizo caso a mi respuesta.

—Tengo lo necesario —dijo, acercó su camioneta y enseguida bajó con unos cables—. Esto será rápido y llegarás pronto a casa.

Me pasó corriente, dijo que necesitaba cambiar esa batería y palmeó mi espalda.

Respondí con un gracias casi inaudible. Me sentí avergonzado y me marché.

En el trabajo pensé que debía ser más considerado y que le debía una disculpa a Fernando.

El lunes llegué con otra actitud al gimnasio. Lo busqué para charlar con él. No lo miré. De verdad extrañé esas palmadas en la espalda.

Siempre iba a la misma hora y me parecía raro no verlo. Faltaba su chispa en el ambiente. Esperé un rato más. Pensé en preguntar por él en recepción. Me contuve. Más tarde escuché que varios sujetos platicaban sobre Fernando y me acerqué.

—…siempre saludaba —se lamentó uno de ellos con la mirada clavada en el piso.

—Sí, qué maldita tragedia —agregó otro y bebió un sorbo de agua para aliviar la resequedad de su boca.

Se notaba que todos estaban afectados. Me metí en la bola y pregunté qué había pasado.

—Fernando murió.

Estoy seguro de que mi cara se puso blanca. Mi playera se humedeció de sudor frío.

—¿Cómo?

—Un accidente. Saliendo de aquí. Un tipo se pasó la luz roja y…

Mis oídos empezaron a zumbar. Me fui sin decir nada. Me derrumbé en un tapete. El maldito destino, pensé y me sentí culpable. Si no lo hubiera detenido con mis problemas quizá él ahora estaría… si tal vez hubiera conversado con él, a lo mejor si yo hubiera… y si…, ya no había marcha atrás.

—Y siempre saludaba —repitió el muchacho y esas palabras quedaron retumbando en mi mente.

EDGAR BORJA CUAUHTLI-ARTE

Siempre saludaba.

El portón era de fierro oxidado, el piso de tierra casi siempre mojada con ese olor tan rico que nos hacía inhalar profundo al pasar. Y ahí sobre una plancha de cemento exprofeso para ella, Doña Zenita, nos veía pasar a todos, a diario entre 6 y 8 de la noche, cuando los rayos del sol se inclinan y tiñen las nubes con tonos rojos, amarillos y corales. Su piel era bronceada, sus ojos cansados pero rientes, su sonrisa tierna dejaba asomar los tres dientes remanentes de lo que fue una hermosa dentadura.

Pasábamos a un metro de ella para que sus ojitos nos pudieran reconocer, aunque cuando tenía dudas, nuestra voz nos delataba pues conocía perfectamente la de cada uno de nosotros.

– Buenas tardes Doña Zena, Zenita, Zenaidita, abuelita linda, le decíamos.

Y ella apoyándose de los brazos de su silla de ruedas, hacía una pequeña caravana inclinando su cabecita blanca y nos contestaba…

Buenas, buenas, que tengas buen descanso Lindita, ¿cómo sigues de tu gripe?, Don Edgar ¿cómo va el trabajo?, ¡ay Don José Luis otra vez viene tomado!, Doña Josesita, ya no trabaje tanto. Ah ya te escuché diablillo de Owaldito, ¡ya no hagas renegar a tu mamá!

Y así, uno por uno nos regalaba una frasecita.

Siempre saludaba ¡siempre saludaba!

Hoy pasamos por ahí, y ella ya no está, pero todos volteamos como si la estuviéramos viendo. Te extrañamos Zenaidita, te extrañamos.

BLANCA CERRUTI

UN DON ESPECIAL

Evaristo siempre saluda. A sus vecinos al encontrárselos en el ascensor, a sus amigos al cruzárselos por la calle. Cuando va al parque y se sienta en un banco ocupado, también saluda.

Saluda siempre, sí, pero con una inclinación de cabeza y una leve sonrisa. Nunca tiende la mano ni estrecha la que se le ofrece. Es algo instintivo que ni él mismo se explica.

Es un día cualquiera. Evaristo va al parque y, después de un paseo, busca un banco y, apenas se ha sentado, ve que se acerca un abuelo con paso vacilante, aunque se apoya en un bastón.

Al ir a sentarse calcula mal y está a punto de caer. Evaristo le sujeta de la mano para ayudarle, y…en su mente aparece claramente una imagen: el abuelo jugando feliz con su nieto, y se queda perplejo. Cuando se repone entabla conversación con el anciano.

—Así que tiene usted un nieto.

—Sí, es muy guapo, pero lo veo poco porque no vivo con mi hija; dijeron que no tenían sitio y me ingresaron en una residencia. Algún domingo me llevan a comer con ellos y entonces disfruto de mi nieto. El abuelo le sigue contando feliz porque alguien lo escucha.

Cuando Evaristo vuelve a casa no deja de pensar en lo que ha sucedido al darle la mano al abuelo. «¿Tendré un don?», se pregunta. Piensa que es evidente que sí: el traer a la memoria un recuerdo que, al reflejarse en su mente, puede iniciar una conversación y hacer que la persona lo comparta y se sienta feliz o aliviado… Eso es algo bueno. Pero tendrá que corroborarlo, puede que haya sido una casualidad.

No, no lo ha sido porque a los pocos días se encuentra con un amigo al que hacía tiempo que no veía y que, sin darle tiempo, le coge las manos y se las estrecha efusivamente, en su mente lo ve en una iglesia donde se celebra la boda de su hija.

Evaristo le pregunta:

—¿Así que tu hija se ha casado?

—Sí, este verano; fue una boda preciosa y un día muy feliz —dice el amigo que le sigue contando con todo detalle.

Se despiden. «Pues sí que tengo un don, y si es así, no puedo esconderlo debo ponerlo al servicio de los demás», piensa emocionado. «¿Pero dónde?».

Recuerda su experiencia con el anciano y lo ve muy claro: En las residencias de mayores, donde los recuerdos se van borrando o el Alzhéimer ya los ha sepultado.

Cuando va visitarlos se fija en los rostros de los residentes y el corazón le dice a quien saludar cogiéndole una mano entre las suyas.

El recuerdo que aparece en su mente le da pie para entablar una conversación con la persona que se deja llevar por el recuerdo, sintiendo que ha dejado de ser invisible: alguien lo escucha.

Unos recuperan recuerdos felices. Otros reviven culpas y, al compartirlas, sienten una paz liberadora. Los que recuerdan pérdidas se sienten bien al poder hablar sobre sus seres queridos que ya no están.

El Alzheimer está presente en algunos. Son los que más emocionan a Evaristo: Los recuerdos que reviven se remontan sobre todo a su infancia, a momentos vividos con su madre. Estas personas no necesitan conversación, no «cuentan» su recuerdo, lo reviven en voz alta en tiempo presente…y a Evaristo siempre se le escapa una lágrima.

Por las noches, se acuesta con la mente llena de retazos de vida recuperados y, con el corazón rebosando sentimientos y emociones compartidas, se deja abrazar por el sueño.

Blanca Cerruti

FRAN KMIL

Siempre saludaba.

Nos reuniamos al filo del mediodía en el portal de Doña Pepa con la esperanza de que un día ella fallara, pero Eudocia, al pasar frente a la casa rumbo a la tienda, siempre saludaba y nos dejaba a todos especulando sobre el misterio de su sabiduría. ¿Cómo sabía…si era ciega?

—¡Bah! Ese camino lo ha hecho ya tantas veces que se lo sabe de memoria, aunque le tapen los ojos.

Trató de explicar Esteban, pero no le hicimos mucho caso porque él siempre minimizaba cualquier triunfo que no le perteneciera.

—Va contando los pasos.

Aseguró Isabel.

—¡Que va! Yo mismo la acompañé una vez y la entretuve conversando para que no pudiera contar y al llegar frente a la casa, se detuvo y saludó como siempre.

Aclaró Ismael.

Le decíamos el científico porque siempre andaba investigando y experimentando para demostrar las cosas simples por las que nadie se interesaba.

—Quizás sea por el olfato.

Especulé yo solo por decir algo, no muy convencido.

—Puede ser.

Afirmó Ismael entusiasmado y yo supe que desde ese instante se la pasaría oliendo las cosas hasta captar su esencia y poder diferenciar un objeto de otro tan solo por su olor.

Alguien informó a la vieja de nuestro grupo, porque, además del saludo a Doña Pepa, añadió otro a uno de nosotros.

Otro misterio. Siempre saludaba a uno diferente hasta completar el ciclo y volvía a empezar.

Un día en que Esteban no estaba porque se había empecinado en menoscabar la inteligencia de la anciana y se había escondido ya que, según él, era el único que le faltaba por saludar y le tocaba. Me opuse a esa prueba, pero Esteban estaba empecinado en su rencor que no le pude convencer de la inutilidad de su acto.

La vimos asomar por la esquina, en la mano derecha el bastón y en la izquierda la cacharra con el almuerzo para su nieto Teodomiro que trabajaba en la tienda de Moisés.

Se cubría del molesto sol tropical con una pañoleta floreada, desteñida, anudada debajo del mentón, unos espejuelos oscuros y un sombrero de playa.

Eudocia se detuvo, saludó a Doña Pepa y luego añadió.

—Denle mis saludos a Esteban y díganle que sonría más.

Nos reímos de buena gana, alegres más que por el triunfo de ella, por la derrota de Esteban que todo lo veía gris con pespunte negro.

Años después, cuando la enfermedad ya no dejaba caminar a Eudocia, después de que cada cual atinó por rumbo diferente, lejos de nuestro pequeño pueblo perdido en la inmensa llanura, la visité con un único propósito.

— Porque yo veo con los ojos del alma.

Respondió y río como nunca antes la había visto.

—Los ciegos, como los magos, tenemos nuestros trucos escondidos.

Fue lo único que me dijo.

SILVIA R.G.

JUNTO A SU VENTANA

Cada mañana, Antonio, asomado a la ventana de su sala de estar, miraba de qué color «había quedado pintado el cielo», decía él.

«Hoy lo ha pintado un niño feliz», decía cuando resplandecía azul intenso y luminoso con nubes blancas esparcidas. «El sol quiere hoy destacar», cuando ninguna neblina ni nube lo tapaba. » Hoy está cansado y dice que quiere dormir más» , cuando quedaba oculto entre cúmulos de nubes. «Hoy lo ha pintado uno que está triste y quiere llorar», decía con una leve risa cuando el cielo se llenaba de nubarrones grises.

Todo éso se lo explicaba a una gatita que vivía en la casa de enfrente y que cada mañana saltaba la valla del patio de su hogar y trepaba sobre la repisa de la ventana por donde Antonio observaba diariamente el cielo.

Se llamaba Pitiusa, porque los vecinos que la habían acogido la habían encontrado durante su estancia en unas islas del Mediterráneo que son apodadas así, pero Antonio le llamaba Xusa, para no complicarse, dada su frágil memoria.

La ventana, siendo verano, permanecía abierta y Antonio acariciaba y acariciaba a Xusa por todas las partes del cuerpo de la gatita en las que manifestase desear recibir arrumacos, mientras cariñosamente ronroneaba.

Pero cuando él le hablaba, cuando le explicaba cómo se había «dibujado» esa mañana el cielo, Xusa le miraba con sus ojos verdes, con su cabeza apoyada en sus dos patas delanteras, como escuchándole atentamente; y luego se incorporaba y golpeaba suavemente con su patita el brazo de Antonio, como reclamando más caricias.

Muchas de las personas que por allí pasaban, y muy especialmente los niños, a menudo giraban la cabeza para mirarles, cuando les oían «conversar». Y Antonio siempre les saludaba con un «¡ Buenos días!» y una abierta sonrisa, haciendo una pausa en las caricias a Xusa para mover a uno y otro lado su mano alzada; a lo que Xusa respondía girando también su cabeza para mirar cómo le devolvían el saludo.

Pasado un largo rato, Antonio se retiraba ya de la ventana a dedicarse a otros sencillos quehaceres para los cuales requería de ayudas.

Por las tardes, le agradaba pintar cielos, o también otros imaginarios parajes, animales, objetos… con su nieta Teresa, quien diariamente le visitaba.. Pero lo que a ambos les gustaba mucho hacer, cuando no oscurecía hasta tarde, era mirar las nubes buscando entre ellas personajes diversos. A veces Antonio, con una pícara sonrisa y un guiño, le sugería a Teresa que el día que él ya no estuviese seguiría igualmente a su lado, además de cuando concentradamente invocase su presencia… , cada vez que mirase las nubes para, entre ellas, descubrir hermosas o divertidas siluetas.

Por las noches, un rato antes de retirarse a dormir,

miraba la luna, observándola ensimismadamente y reproducía en su cara la expresión que, del rostro de la luna, él percibía ese día, la que interpretaba; pero prácticamente siempre adoptaba un sonriente semblante

Y le hablaba, le explicaba quién iba pasando por la calle, de vuelta de una larga jornada laboral, o para ir de fiesta, o paseando a su perro… Y, si la ventana estaba aún abierta, les saludaba: «¡Buenas noches!» y si estaba cerrada agitaba sus manos y picaba rítmicamente en el cristal; y también siempre le respondían, con voz o con algún ademán, las que, siendo asiduas de esa zona, ya conocían su costumbre.

Y cuando venían, algún familiar, o algún cuidador, a sugerirle retirarse ya a dormir… alzaba sus manos a ambos lados de su cabeza para decirle también adios a Selene.

Vivía sus indefinidos últimos días de vida respirando paz mientras su cuerpo aguantase.

Y siempre, siempre, saludaba.

CARMEN BERJANO

Cuando me cruzaba con esa chica paseando a nuestras perras, temprano en la mañana, siempre saludaba.

Me daba los buenos días con una sonrisa que se le salía de la cara y con ese gesto ya modificaba mi estado de ánimo para toda la mañana.

Solíamos cruzarnos en el parque junto al cementerio.

Yo con Brisa y ella con Agua. Pero su nombre lo desconocía.

Aquel sábado no la vi, ni el domingo. Me imaginé que estarían de fin de semana fuera.

Cuando no aparecieron ni lunes ni martes ni miércoles ya empecé a preocuparme.

Y mi ánimo añoraba mucho su sonrisa.

Por momentos me planteaba si no me había enamorado platónicamente de ella.

Pasaron los meses y nada.

Tampoco coincidía con ella en la tienda del barrio, ni en la librería o la cafetería. Empezaba a plantearme si no se habrían mudado de ciudad. La vida había hecho desaparecer a Agua y a la chica de la sonrisa desbordante.

Llegó el verano, como siempre antes de tiempo y por sorpresa. Hacía calor ya a las 8,30 de la mañana, cuando salía con Brisa. De golpe la noté nerviosa y mirando fíjamente un punto, moviendo raro el rabo.

Miré y allí estaban Agua y la chica.

Nos acercamos. Agua y Brisa se saludaron alegres y cariñosas, como siempre.

La chica llevaba un pañuelo en la cabeza. No tenía pestañas ni cejas, pero la misma sonrisa de siempre.

Le pregunté que como estaba. Ella me dijo que muy bien. Que estaba en pleno proceso oncológico y había estado estos meses en casa de una amiga. Pero que ya estaba un poquito mejor y había decidido volver a su casa.

Estaba de baja y ahora tenía mucho tiempo para pasear con Agua y para descansar, porque la quimio la tenía agotada.

Ese día yo no tenía prisa y le pregunté si podía invitarle a un café. Y le pregunté su nombre también. Nos presentamos:

– Yo me llamo Luz ¿Y tú?

– Yo Adrián

– Encantada

– Encantado

Y tímidamente nos dimos dos besos.

Paseamos juntos cinco minutos por el descampado donde iban a construir el centro comercial más grande de la región.

Luz caminaba lenta y yo me hice a su paso.

Las perras jugaban contentas.

Llegamos a la churrería y pedimos un par de cafés.

– ¿No quieres azúcar?

– No, no. Va fatal para el cáncer.

– Ah ok. No sabía nada. ¿Y de comer te apetece algo?

– No, gracias. Si como algo ahora mismo voy a vomitar y montamos el espectáculo.

Volvió su sonrisa que se salía de esa cara y esos ojos menos expresivos que antes, pero llenitos de ilusión.

Le pregunté que a que se dedicaba. Luz era profe en una escuela de Arte, en la especialidad de mosaico.

Le contá que yo trabajaba como editor en un periódico.

Le pregunté que como se presentaba el verano. Ella me contestó que dependía del tratamiento y pruebas, pero que su psicooncóloga le había dicho que podía escaparse los fines de semana, estando siempre cerca del hospital. Que no se moviese de un radio de 100 km.de Mérida. Y que ella le autorizaba viajar aunque estuviese de baja. Le autorizaba y le aconsejaba.

Entonces le dije si le apetecía pasar el fin de semana en el balneario de Alange. El hotel era de una familia amiga de mi familia y me hacían unos precios espectaculares.

Las aguas eran especiales para los nervios y para la piel.

Y la terma romana con la cúpula y el agua a 26 grados no podía ser más bonita y agradable.

Se lo vendí tan bien que Luz accedió.

Me moría de atracción y de ternura. Necesitaba mimarla. Hacerle ver todo lo que la había echado de menos y cuidarla.

Llamé en ese mismo momento y reservé dos habitaciones, dos circuitos completos y dos masajes.

El sábado la recogí y llevamos a las perras a la guardaría de Don Álvaro, donde Marilali nos acogió con el amor de siempre.

Nos dijo que Brisa y Agua dormirían en la misma habitación.

Quedamos tranquilos y nos fuimos hacia Alange.

En el camino puse de música Natalia Lafourcade y Luz me dijo que a ella también le encantaba.

Y me dio las gracias por el fin de semana.

Que llevaba pocos meses en la ciudad y apenas conocía gente. Solo una compañera del trabajo, que era con la que había estado esas semanas en la zona sur de Mérida.

Luz era gallega y su acento cada vez me gustaba más.

Llegamos al balneario a la hora de las cañas. Dejamos las mochilas y quedamos en vernos en la terraza del jardín para tomar algo, antes de comer y descansar y ya a la tarde hacer el circuito.

Llegó con el albornoz a la mesa donde yo ya la estaba esperando. Con su bañador y su sonrisa puesta.

De nuevo me dio las gracias por haber organizado el fin de y me rozó la mano.

Yo le confesé que la había echado mucho de menos estos meses y que quería ayudarla en todo lo que pudiese en el proceso que estaba viviendo.

Ella me agarró el brazo y me agradeció sonriendo con la boca, pero sobre todo con los ojos.

Tomé una caña y ella un agua con gas.

Y así empezó la historia de amor más bonita de mi vida.

Luz en aquel proceso perdió un pecho pero ganó vida y amor. Yo gané despertar todas las mañanas con la sonrisa más bonita del mundo.

Y como compromiso y símbolo de nuestro amor, nos prometimos no casarnos nunca, pero ir todos los años al balneario de Alange a mimarnos y celebrar nuestro amor. Llegó la Luz a mi vida.

Y la chica que siempre saludaba se convirtió en la mujer de mi vida.

Junto a Brisa y Agua formamos una familia de la que cada día me siento más orgulloso.

Nos trasladamos a mi casa que era un poco más espaciosa y ella podía tener su taller de mosaico. Y sí, a día de hoy soy muy feliz con la chica que siempre saludaba y tenía y tiene la sonrisa más bonita del mundo, aunque hayan pasado veintitrés años.

Carmen Berjano

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Vivía en una vecindad, de esas muy pocas que quedaban en el centro, y en las que no habían logrado sacar a la gente que vivía ahí.

Vivíamos 15 familias, había de todo, zuripantas, ladrones, dos familias con policías, viejas chismosas, alcohólicos, dos locos, etc. Era un gran cuadro, como para ser estudiado.

Había un hombre como de 45 años, que trabajaba en una funeraria, era muy amable siempre saludaba a todos con una gran sonrisa, vivia solo; tenía como 5 años ahí, tuvo la suerte de encontrar un lugar.

Me intrigaba saber porqué estaba solo.

A pesar de su sonrisa diaria, veía un dejó de tristeza en sus ojos.

Uno de estos días lo invitaré cenar y le preguntaré porqué vivía sólo, tal vez me contará algo de su vida.

Y así lo hago, lo invito para el fin de semana a lo cual accede.

Mi madre preparó un rico guisado, mi hermana un buen postre.

Llega puntual a las 8 como habíamos quedado con un ramo lindo de flores.

Se mostró muy agradecido por la invitación y estuvo muy platicador y solícito.

Al fin se despide y le acompaño a la puerta, le pido que si puedo ir a su departamento a conversar un momento con él, a lo cual accede.

Entramos todo está en orden, hay varias fotografías en las paredes, me invita a sentar, preguntando si quería tomar algo, le agradezco, y le pido un tinto.

Le empiezo preguntar el porqué vive solo, me responde con lagrimas en los ojos; hace siete años tenía una familia una esposa y dos hijos, yo andaba en malos pasos pues en esos momentos había perdido mi trabajo y estaba desesperado, un supuesto amigo me dijo que me ayudaría si quería, le pregunté que había que hacer, era distribuir drogas, y se me hizo fácil acceder, todo iba bien, hasta que aparecen unos tipos amenazando qué no vendiera en su territorio o me arrepentiría, le comenté a mi amigo y me dijo que no les hiciera caso, que solo querían amedrentarme…

Seguí distribuyendo la droga.

Me estaba yendo muy bien, mi esposa obviamente no sabía a lo que me dedicaba.

A los cinco meses de esto, llego a casa y encuentro a mi esposa e hijas muertas; no podía creer lo que veía, fué algo terrible, sentí que me volví loco en ese instante, salí corriendo cobardemente de ahí, y huí lo más lejos que pude, dejando los cuerpos de mis queridos hijos y esposa sin importarme nada más.

Fuí un infeliz. Que sintió que murió su alma en esos momentos.

Llegué a este lugar preguntando a gente que me rodeaba por aquí si conocían algún lugar barato donde pudiera quedarme.

Encontré un trabajo en una funeraria, tratando de ocultar lo más posible mi identidad, ese es el resúmen de mi vida, no hay antes ni después.

Me sumí en mi tristeza, y soledad, escondiéndome hasta de mi mismo.

Pensé varias veces en suicidarme pero hasta para eso fuí un cobarde.

«Estoy muerto en vida».

Sentí una gran lástima al escucharlo, desde ese día me propuse ayudarlo.

Lo hecho en el pasado era pasado, no había nada que hacer, salvo tratar de que no se sintiera ya culpable, para que no sufriera más por sus errores y ayudarlo a que volviera a la vida.

NILA J BOHORQUEZ

Y todo quedó en mi memoria aquella casona de grandes espacios y árboles frondosos, desde donde un día abrí las alas para volar hacia otras praderas para sembrar mi propio huerto con las semillas de mi existencia. Era mi casa solariega…allí nací y viví felizmente mi niñez, adolescencia y juventud, sitio al cual jamás pude regresar porque los escombros en el casco urbano de la ciudad, imposibilitaban caminar por esas calles, producto de la destrucción de la zona histórica, debido a un polémico desarrollo urbanístico que arrasó con casas, tradiciones e historias de nuestros antepasados.

Nunca más pude transitar por sus veredas, veredas que eran tan mías como todo lo vivido y cuyas imágenes y escenas están incrustadas en mi corazón… proyectándose como una película al recordar aquel «pan de leche» de la panadería de la «esquina», único en su especialidad por su exquisitez y textura; tampoco volver a ver canalizar el agua de lluvia por las estrambóticas gárgolas que adornaban la fachada de «la casa grande», apreciándose el gran ventanal antiguo con postigos, mamparas y alto poyo para sentarse en las tardes de tertulia y ver pasar a las vecinas y vecinos sonriendo y saludando, haciendo suave gesto con la mano, dibujando un gracioso «adiós»…

¡Siempre saludaban con alegría y convivialidad!

CESAR TORO

Amanecía en la sucursal del cielo, la enorme plaza desierta la cubrian las palomas que venian el busca del anciano que todos los días les tiraba migas de pan y lo envolvían en un remolino de alegres aleteos.

Desde el Horizonte lejano aparecía, ella, ataviada con su impecable uniforme, sus ojos brillaban con un azul intenso que iluminaba todo al rededor. A verla llegar se detenia el tiempo intercambiábamos un saludo «buenos dias“ me compraba unos chicles y continuaba su camino, al alejarse me miraba de reojo y yo correspondía a su mirada, hablábamos sin hablar, como el tiempo no suele detenerse, se fueron los años el viejo ya no vino a dar de comer a las palomas y la plaza se llenó de gente que grita, protesta y reclama no se que cosas. Yo me fui de la plaza con mi deseperanza al hombro pensando en:

La palabra que nunca dije

el mombre que no pregunté

el abrazo que nunca di

los besos que me perdí

el camino que no tome y por lo tanto no supe a donde me hubiera llevado.

Hoy que regreso a la plaza es la misma de siempre pero yo no soy el mismo veo la ruta y con nostalgia la miro venir tan elegante y hermosa.

Pero ella ya no está.

LETICIA R MENA

VAGAMUNDOS

Siempre saludaba, sin importarle que fuera el ser saludado criatura viva u objeto inerte.

Llevaba tanto tiempo recorriendo el mundo, siempre la soledad y él, que cualquier cosa a la que saludar e intercambiar unas palabras, aunque no obtuviera respuesta, le servía para al menos, no olvidar que poseía una voz.

En otras vidas había sido poeta, narrador de viva voz, trapicheador, pintor de estrellas sobre firmamentos oscuros. También esparcidor de semillas de flores silvestres, de esas que crecen al borde de los caminos, las primeras en recibir a la primavera.

Por eso siempre que pasaba al lado de ellas, estas se inclinaban reconociéndolo, una leve reverencia de gratitud.

Vio muchas cosas el viejo vagamundos a lo largo de su vida errante. Algunas de ellas no hubiera querido tener que verlas: dolor, pena, maldad,… guerras.

Sus ojos también fueron testigos de las más bellas escenas, esas que calientan el corazón y se quedan para siempre grabadas en las pupilas.

Ha pasado ya un tiempo desde que nadie ha vuelto a ver al viejo vagamundos. Pocos nos dimos cuenta de su ausencia. Pero al mirar al cielo nocturno y descubrirlo falto de estrellas, al no encontrar la voz que contaba historias tan antiguas como el mundo, y ser escasos los versos que nadie recita ya; al observar que ahora son menos las flores silvestres que nacen; nos sentimos huérfanos de algo que ni siquiera sabíamos que teníamos.

Tal vez vuelva algún día, cuando menos lo esperamos, con las manos llenas de estrellas, de historias, de versos, de flores silvestres,…

Tal vez lo acabemos olvidando y dejen de importarnos todas esas pequeñas cosas.

Tal vez, mientras esperamos su regreso, debamos pintar estrellas en firmamentos oscuros, contar historias de boca en boca, lanzar versos al viento, y sembrar flores silvestres que siempre nos saluden al pasar.

AXY LINDA

Siempre saludaba con una gran sonrisa y una mirada dulce, aunque nadie le respondiera. Lo creían un indigente por su aspecto desaliñado, la ropa gastada y pasada de moda. Aunque iba limpio, pocos reparaban en ello…

A Luis no le molestaba. Seguía su camino con paso firme, perdiéndose por una callejuela olvidada, donde nadie notaba que desaparecía. Como si no existiera.

Entraba en una vieja construcción que todos creían abandonada. Allí, entre esas paredes, se alzaban máquinas sorprendentes, como salidas de cuentos fantásticos. Frente a una pantalla inmensa, Luis observaba las emociones de los habitantes del barrio: enojos, envidias, gritos.

Consultaba sus antiguos libros de hechicería, buscando cómo hacer que los buenos sentimientos triunfaran.

Hasta ahora, no lo conseguía. Estos humanos se creen que ser bueno y educado es signo de debilidad y vulnerabilidad. —Se decía.

Aun así, cada mañana salía y saludaba.

Porque a veces —muy pocas— alguien le respondía con una sonrisa sincera.

Y eso, aunque nadie lo supiera, fortalecía la magia.

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4 comentarios en «Siempre saludaba – miniconcurso de relatos»

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