Si pena ni gloria – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «sin pena ni floria». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 31 de julio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Sin pena ni gloria

un árbol pasa su vida

contando sus hojas.

El otoño desnuda su alma

pero este nunca se queja.

Sus vástagos se abrazan

a la tierra gritando victoria.

Las tormentas amenzan

linaje preñado de barro

rompiendo sus ramas con fuerza.

¿Quién fuera árbol

para vivir en

eterna naturaleza?

BENEDICTO PALACIOS

Me lo contó Alex y sus ojos lo expresaba todo, quería a Mariasun.

—Pues ya está ¿o es que la sigues queriendo?

—La sigo esperando. Me ha escrito que no quisiera perder la amistad.

Le gustaba nadar y en pleno invierno me pedía que la acompañara. En la piscina climatizada el agua estaba solamente tibia y yo me moría de frío porque no sabía nadar.

—Cuenta los largos.

Era el tope 50. Iba y volvía. 25,26,27… No se cansaba. Flotaba y flotaba. La había tenido en mis brazos y no era de aire.

Fumaba Fortuna, yo no. Fumar es de hombres. Tienes que aprender. Lo disfrutaba. Disfrutaba de todo, hasta de las clases aburridísimas de historia antigua. Y pensaba ¿por qué somos tan diferentes?

Cuando nos queríamos, las palabras brotaban de nuestros labios como armonías. El desamor trae disonancias.

—Estoy aprendiendo a nadar.

—Me alegro, venimos del agua. Chapotea. Uno no puede pasar por la vida sin dejar rastro o sin hacer ruido.

—O sin pena ni gloria. Pero a mí me gusta el agua que llenan los mares

—Muy lógico. El amor es una cítara que el viento sopla viajando en las olas.

DAVID MERLÁN

LAS CARTAS DE ELIAS

El día amaneció radiante. El sol se abría paso con fuerza y facilidad entre las callas de la ciudad donde esa mañana, don Elías murió.

En el pequeño edificio de tres viviendas, hacia rato que el cartero había hecho su trabajo. Doña Puri, la vecina de don Elías escuchaba la radio mientras cocinaba sin sospechar lo que acababa de suceder en el piso de arriba y los vecinos del primero, los García, por su parte se preparan para salir de casa. Era sábado y tocaba visita familiar al pueblo con los niños, para ir a ver a los abuelos paternos.

Y el mundo siguió girando como si nada, hasta que doña Puri lo encontró y dió aviso a la funeraria. Ella se encargaba de llevarle un poco de entretenimiento de vez en cuando y dio la casualidad de que esa radiante mañana fuera una de ellas. Le preocupaba que no comiera bien, al menos de vez en cuando, pero eran más las veces que se lo rechazaba que las que se lo agradecía, y doña Puri, cansada de la situación había ido dilatando la frecuencia de su generosidad. Aun así, le preocupaba, que no quisiera salir de casa, que no quisiera vivir desde que un año antes se había roto la cadera y había estado tirado ocho horas hasta que, arrastrándose por el salón había conseguido telefonear pidiendo ayuda. Tras llegar los bomberos y echar la puerta abajo y repuesto del susto, doña Puri le había insistido en que le dejase una llave por si volvía a pasar algo, y don Elías, en un momento de debilidad, le había dado una copia diciéndole a los ojos: «Por ser tú».

Pero ahora, está mañana don Elías había muerto en su butaca, con el batín puesto y una taza de té que a esas horas de la mañana, ya estaba fría en su mano. Sin pena, ni gloria. Como había vivido. Carcomido por la tristeza y la soledad.

Al día siguiente, en el funeral solo estuvo el enterrador, doña Puri y un cura que leyó el nombre de otra persona. Nadie lo corrigió, y los García ni se dignaron a aparecer. <<Los niños, mucho lío, no tenemos con quién dejarlos>> disculpas de mal pagador que ni ellos se lo creían.

***

Una semana más tarde, sin herederos y con la casa vacía, doña Puri se atrevió a fisgar en casa de don Elías.

Había cosas que no debían de caer en manos inadecuadas y una tarde, comenzó a rebuscar.

Vacío una caja que encontró en el cuarto de la lavadora y fue guardando marcos con fotos viejas y recuerdos del tipo «Estuve en… y me acordé de ti» lo menos contó diez de toda la geografía española, ninguno extranjero.

Acabado el salón, se dirigió al dormitorio. Más marcos de fotos. Al fondo del armario, una caja de lata llamó su atención. La cogió, se sentó en el borde de la cama y la abrió con mimo. Ante sus ojos, cientos de cartas nunca enviadas, con una caligrafía preciosa y la misma destinataria: “A ti, que un día me miraste y me hiciste sentir”.

Las analizó con detalle. Se fijó que las había escrito cada martes desde 1972.

—¡Amelia! —exclamó Puri tapándose la boca.

Amelia, su hermana mayor, que se había marchado a vivir a Barcelona, había muerto en el 76 pero de lo que él nunca se enteró, o no quiso enterarse. Estaba enamorada de ella al mismo nivel que enfadada por dejarlo allí, solo sin pena ni gloria, sin importarle aparentemente cómo quedará de roto su pobre corazón. Y entonces , Puri se echó a llorar.

Afuera, anochece y comienza a llover al mismo ritmo que las sombras empiezan a devorar todas las calles de la ciudad.

RAQUEL LÓPEZ

Núbiles amantes

de sueños dorados

de ilusiones vibrantes,

de años añorados.

¡ Dime tú, amada mía!

que triste destino el nuestro

mi corazón un suspiro exhala,

con un leve quejido incierto.

Acariciar tu tez sonrojada

ver la luz rutilante de tus ojos

es quimera de confianzas vanas,

porque tú cada día estás más lejos.

Mi emoción delatada por mis lágrimas

ve difuminada tu silueta

cómo viento de desierto y de calima,

desapareces convirtiéndote en ausencia.

De silencios cubriré está agonía

muriendo en el eco de un quebranto

pues siempre te querré amada mía,

y mi pena quedará ahogada en llanto.

Amores que terminan

sin pena ni gloria

golpes bajos de la vida,

que son parte de la historia.

Raquel L.

ARMANDO BARCELONA

PERDEDOR.

Huele a tabaco barato, sudor rancio y cocimiento de coles; al papel de las paredes, renegrido y sucio, le han salido bollos de humedad; la mesa, las sillas, la bombilla cagada de moscas, todo habla de un tiempo lejano en que las cosas iban mejor. En el esmerilado de la puerta, un mínimo letrero anuncia que se está accediendo al despacho de: «M. Gallego. Representante de artistas».

El hombre gordo parece enfrascado en la lectura del currículum que le acaba de dar Lucio. El brillo de su calva no es el efecto de una cuidadosa pasión por la estética, sino un exceso de grasa que emplasta sobre el cráneo cuatro pelos huérfanos todavía resistentes a la alopecia, dándole al conjunto el aspecto de un grimoso paso de cebra. Una reseca mancha de huevo en la camisa, proclama a los cuatro vientos que el almuerzo ha sido generoso en proteínas.

—Aquí dice que tiene usted experiencia en este tipo de trabajos, señor García—agita levemente el papel, con el cigarrillo bailándole en la comisura de los labios, mientras, sin interrumpir la lectura, se hurga el oído con un dedo.

—Puede decirse que he pasado por casi todos, sí—contesta Lucio con desgana y tiene la sensación de que el tiempo ha corrido más aprisa que sus ilusiones.

En silencio, el hombre gordo sigue leyendo. Mueve la cabeza, no podría decirse si con aprobación o por hacer algo con ella. Deja los folios sobre la mesa, se rasca la mejilla y encara a su interlocutor.

—Por lo visto, ya hizo usted de príncipe en alguna otra ocasión; eso puede ser una ventaja de cara a obtener el puesto.

Lucio duda, hace memoria, son tantos los curros que se ha visto obligado a aceptar que ya ha perdido la cuenta.

—Bueno, sí—se da una pequeña palmada en la frente como para fijar los recuerdos—, pero no quiero mentirle, fue hace mucho tiempo y tampoco hice de príncipe, estricto senso. Se quedó en algo mucho más prosaico, de andar por casa, la campaña publicitaria para una marca de bollería industrial, nada que ver.

El hombre gordo se encoge de hombros; está claro que no le entusiasma lo que hace.

―Tampoco va a aspirar usted al Globo de Oro, no se aflija. Quince días de rey mago en unos grandes almacenes, jornada de tarde, seiscientos euros y un vale diario para comida basura; la verdad es que no hay más candidatos, lo tiene fácil, si lo quiere es suyo.

A Lucio le da una punzada en el estómago, economía de guerra, hace tiempo que dejó de soñar en tecnicolor, ya no se hace preguntas, sabe que por mucho que sufra su dignidad va a aceptar el trabajo, lo haría solo por el vale de comida.

―¿Dónde tengo que presentarme?


El tipo gordo garrapatea una dirección en el dorso del curriculum.

―Empiezas mañana―el tuteo, a Lucio le sabe a humillación―, ahí te pongo por quién debes preguntar.


Hubo un tiempo en el que todavía abrigaba esperanzas de ser el bufón del rey Lear. Entonces Clara estaba en su vida y todo parecía posible, hasta alcanzar la gloria. Luego se fue, sin previo aviso, y todo cambio. Coge el papel, lo dobla cuidadosamente en cuatro pliegues y se lo guarda en el bolsillo; es su salvoconducto para el día siguiente.

Una cucaracha se pasea por el escritorio. El hombre gordo la sigue con la mirada y se encoge de hombros.

—El casero no quiere hacerse cargo de la desinsectación—dice a la vez que hace un gesto con la mano para dar por terminada la entrevista.

Lucio se dirige a la puerta arrastrando los pies; ya no se percibe como el bufón shakespeariano, que representa la voz de la razón disfrazada de burla, sino un Gregor Samsa en su deriva final, aceptando la metamorfosis como una metáfora del rechazo que sufre quien deja de ser útil o encaja mal en la sociedad.


Mañana se travestirá de ilusión, él que ya no alberga ninguna, descendiendo un peldaño más en el sótano de la soledad, el descrédito y la indiferencia de los demás y seguirá transitando hacia la muerte solo, en silencio, mansamente, con la resignación del perdedor, escondiéndose de sí mismo, sin pena ni gloria.

En Zaragoza, a 20 de julio de 2025

SUSANA NÉRIDA

Pasan los días sin pena ni gloria

Sabiendo y siendo consciente de lo que ha sido

Contando la penuria

De este pasado

Pasan los días recordando

Todo por lo que hemos estado sudando

Sin pena ni gloria

Salvo para los dioses y el que se vanagloria

Como néctar o ambrosía

Salió airosa este alma mía

Sin pena ni gloria

En esta dimensión de falsa complacencia.

PEDRO A LÓPEZ CRUZ

SILENCIOSA LOCURA

¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?


Como si hubieran sido pronunciadas por el mismísimo Raymond Carver, aquellas palabras se dejaron caer a modo de pesada losa sobre Román, dando paso a un incómodo silencio que envolvió de repente toda la sala. Tras ese primer instante de sorpresa, se empezó a escuchar el murmullo impaciente del público que no esperaba ni entendía esa abrupta e inexplicable parada en mitad de la actuación.


Jamás nadie en su vida, y mucho menos en su dilatada carrera, le había mandado callar. Era algo a lo que no estaba acostumbrado y aquello le cogió por sorpresa. La fría mirada de aquel sórdido humorista de medio pelo permaneció clavada sobre el joven de la primera fila. Un ser de cuestionable aspecto humano jalonado de piercings y tatuajes que ocupaban cada centímetro visible de su piel y de cuya boca habían partido aquella detonación en forma de palabras. Durante un espacio de tiempo casi interminable, Román permaneció impasible sobre el escenario, bloqueado, sin saber cómo reaccionar. De pronto, sin previo aviso, se retiró, perdiéndose en la oscuridad.


Román Bocaseca, nombre artístico que había adoptado de manera irónica a tenor de su verbo incontenible y desaforado, transitaba por la vida sin pena ni gloria. A sus sesenta y cinco años, ya apenas conseguía despertar el más leve recuerdo de cuanto había sido su trepidante vida. Tras una incipiente carrera como actor de cine en los setenta, destape incluido, en los ochenta fue lanzado al estrellato después de una aparición estelar en el famoso Un, Dos, Tres. El señor Ibáñez Serrador, con la intuición visionaria que le caracterizaba, se había encargado personalmente de encender la mecha de aquel cohete descontrolado, que ahora, casi cuarenta años después, se dedicaba a subsistir y malvivir como podía, deambulando cada noche de antro en antro como monologuista de tercera.


Su atuendo, en otros tiempos consistente en un smoking cuidadosamente planchado y una llamativa pero elegante pajarita, siempre le había conferido la apariencia de un verdadero gentleman. Pero ahora, la vieja camiseta negra de Los Ramones junto a una avanzada alopecia mal disimulada y la amplia colección de arrugas que asolaban su rostro, componían un cuadro esperpéntico y ridículo. El intento de adaptación a los nuevos tiempos había resultado del todo infructuoso. Lejos de ser gracioso, el espectáculo que ofrecía cada noche era sencillamente patético. Román se había convertido en un alma errante en un mundo en el que ya no había sitio para él.


¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?


De nuevo las palabras no dejaban de retumbar como golpes de martillo en el yunque de su cabeza. Una y otra vez.


* * * * *

El día posterior había amanecido triste y plomizo. Sin haber pegado ojo, Román consumía los minutos removiendo el café en una interminable espiral de apatía. Entonces se detuvo y decidió sacar un cigarrillo. Tras varios golpecitos sobre su mano izquierda, se lo colocó en la boca. Lo encendió y dio dos profundas caladas, seguidas de un amplio y profundo suspiro. Finalmente, lo aplastó contra el cenicero.


Las malditas palabras continuaban orbitando en su cabeza. Pero no era esa frase sino los recuerdos de aquel momento los que hacían que su existencia hubiese entrado en esa especie de limbo inacabable. La noche anterior se había producido el punto de inflexión que tanto llevaba temiendo. Lejos de admitirlo, Román sabía perfectamente que su penoso espectáculo nocturno era, por encima de todo, una vía de escape, además de la única forma de conseguir mantener su cabeza ocupada y de camino ayudarle a subsistir. Pero nunca nadie le había hecho parar tan en seco.

Haciendo acopio de las escasas fuerzas que le quedaban se levantó, recogió ligeramente la cocina y se vistió con lo primero que encontró a mano, encaminando sus pesados pasos hacia la calle.


La ciudad apenas comenzaba a desperezarse. Todo estaba vacío y en silencio. Ajeno a ello, Román inició su errático paseo, sin ser consciente de que sus pies le conducían hasta uno de los muchos bancos de madera repartidos por el parque. Se sentó y permaneció en paz y silencio, dos elementos que Román requería con urgencia. Ya acomodado, trató de dejar volar la mirada y acallar esas voces que no cesaban de golpearle el cráneo desde el interior.


No se percató de la presencia de las dos misteriosas figuras que lo habían estado siguiendo desde que abandonó el portal de su casa y que se aproximaban a él de manera lenta y progresiva. Sin darle tiempo a reaccionar, se sentaron a ambos lados, flanqueándolo como dos torres de ajedrez. El otoño estaba bastante avanzado y las hojas de los robles no paraban de caer, de forma aleatoria, sobre las cabezas de aquellas tres figuras solitarias que ocupaban un banco solitario, en un parque igual de solitario. Uno de los desconocidos encendió un cigarrillo mientras el otro comenzó a hablar, lentamente y en voz baja para no levantar sospechas:

—Román, llevamos tiempo detrás de usted. Siguiéndole. Observándole. Cada paso, cada movimiento… Conocemos todos los detalles. Pensaba que su secreto iba a permanecer enterrado para siempre, ¿verdad? Se equivoca. Esta ciudad tiene ojos… en cada esquina, en cada rincón… día y noche. Ninguno de sus movimientos ha pasado desapercibido para nosotros. Lo sabe.

Repentinamente, Román se activó como un resorte, y entonces recordó escenas tan desagradables como familiares. Sus manos comenzaron a temblar sin control y su respiración a agitarse. El corazón le latía tan fuertemente que temía que en cualquier momento se le pudiera escapar del pecho. De nuevo, una fuerte crisis se había desatado dentro de su cabeza. No era capaz de distinguir si lo que estaba experimentando era real o un episodio más de tantos vividos anteriormente.

Presa de la locura, se frotó los ojos y miró a ambos lados. Luego levantó la vista hacia el cielo. El color ocre de las hojas de roble se reflejaba sobre sus pupilas, iluminadas por la luz de la mañana que se filtraba entre los claros de las ramas. El pánico que le atenazaba le impedía articular una sola palabra. No podía más. De repente, Román se giró violentamente, incapaz de reprimir un grito desgarrador:

¿¿¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor???

EL IDIOTA

Sin pena ni gloria.

Al salir del gimnasio después de haber realizado mi rutina diaria de entrenamiento para poder cumplir con las exigencias de mi trabajo, alguien a quien conocía solo de vista se me acercó misteriosamente, miró para los lados como para cerciorarse de que nadie lo oyera y me informó, casi en susurro, que habían encontrado muerto al vecino del apartamento 2107. Así, de sopetón, sin ninguna introducción , sin preámbulo, sin saber cómo me afectaría la noticia ni que grado de relación tenía yo con el fallecido.

No comprendo el afán de algunas personas en querer divulgar las malas noticias y se las van contando a cualquiera que se encuentre en su camino.

No creo que a nadie el complejo de vivienda, excepto yo, le importe la muerte de un hombre que aparentaba unos cuarenta y tantos años, que no se comunicaba, no se relacionaba, nunca visitó el gimnasio, ni la piscina ni el parque para perros porque ni perro tenía. No recuerdo haberlo visto conversando con nadie, ni con una de las mujeres en el servicio de lundry, ni recibiendo visitas, ni visitando a nadie. Era un ser solitario, taciturno, andaba casi en puntilla de pie, temiendo hacer ruido al pisar, parecía estar siempre alerta, cuidándose del peligro, pero ignorand que lo tenía muy cerca y se había tropezado con él en varias ocaciones.

Y ahora formaba todo ese ruido al morir.

Su muerte hubiese pasado igual a su estancia entre los vecinos, sin pena ni gloria, si no hubieran aparecido los policías interrogando a los vecinos, luego la gente de la CIA, el FBI y la DEA que investigaron nuestras vidas sin informarnos quién era ese hombre y a qué se debía tanto alboroto.

Y logró con su muerte, lo que tanto temió en vida: que lo notaran, que se hablara de él, que se contaran historias.

Era un testigo protegido que debía declarar ante la corte, fue la más popular y la más acertada de las hipótesis.

Yo lo sabía. Era mi objetivo.

Debo desaparecer antes de que nos conecten.

FRAN KMIL

Sin pena ni gloria.

—¡Yo lo sabía, yo lo sabía! ¡ Ha llegado el tiempo!

Gritaba Eduviges por el centro del pueblo danzando un baile extraño, más parecido a un ataque epiléctico que a un baile, haciendo que sus collares y pulseras de cuencos de colores sonaran a un ritmo descompasado, sin armonía y su ancho y florido vestido se moviera como ramas que un viento fuerte azotara.

Nadie preguntó nada porque todos sabían a qué se refería. El milagro era evidente. No todos los días un muerto se levantaba de su ataúd.

Eduviges fue la única que supo captar la verdadera esencia de la mujer del vestido rojo, fue ella quien habló en su defensa cuando la gente empezó a murmurar que había llegado una puta y venía a corromper a los hombres honrados de Gota de Rocío, una aldea en crecimiento, situada entre las montañas de la sierra madre que custodiaba la costa sur de la isla.

—¡Nos ha llegado un Ángel!

Gritó cuando la vio entrar a la tienda de Alfonso preguntando donde pasar la noche.

—¿Con esa vestimenta? La verdad es que ya las putas no saben de qué disfrazarse.

Dijo bajito a sus compañeros de juego, Don Marcelo, el dueño del único lugar de alojamiento, pues no era costumbre que visitantes llegaran a “Grocío”. Apelativo que se hizo popular después que las autoridades pusieran el cartel en la entrada con el nombre del lugar, pero para no hacerlo muy largo, escribieron G.Rocio.

La maga miró a Eduviges, luego para el grupo de tres hombres que acompañaban a Don Marcelo y dijo pausadamente.

— Ni puta ni ángel. Un poco las dos cosas o quizás ninguna. Mujer es la palabra.

Pidió un trago de Ron y se persignó antes de tomarlo.

Pero ya el misticismo de Eduviges había alzado vuelo y movía los brazos alrededor del cuerpo de la bella mujer, se acercaba y se alejaba de ella y decía:

—El aura es la verdadera lectura de nuestras almas. No se puede esconder como los sentimientos que se disfrazan con palabras. No es lo que digas, es lo que eres. Y tú eres un ángel.

Y se arrodilló alzando los brazos al cielo para adorarla.

La bella mujer del vestido rojo corto, extremadamente ajustado al cuerpo y de escotes que poco escondían de sus bellos senos, la tomó por los brazos y susurró a su oído “ no apresures los hechos, todo a su tiempo”.

Eduviges se puso de pie y se marchó en silencio.

Había callado justo hasta que el milagro se hizo.

La conmoción no era tanto por la resucitación de Emelio, eso nadie lo ponía en duda. Ya otros profetas en la historia lo han hecho y uno más no es de sorprender. La incógnita estaba en el por qué Emelio, un hombre solitario, sin esposa, sin hijos, con una vida insulsa, sin pena ni gloria, que no valía ser rescatada, había sido elegido.

—La piedra que los arquitectos desecharon, ha pasado a ser la piedra angular de la nueva creación

Vociferaba Eduviges, contribuyendo más a la intriga.

EFRAÍN DÍAZ

El pasado sábado entré al supermercado. Solo necesitaba leche, pan y café. Nada urgente. Pero el lugar parecía zona de evacuación. Como si el Centro Nacional de Meteorología hubiese emitido una alerta de tormenta tropical. Desde el huracán María, cualquier nubecita en el radar basta para que la gente corra a vaciar supermercados, colmados, tienditas y hasta el chinchorro que vende empanadillas de atún y Malta India.

Me detuve en seco al observar a la clientela. Nueve de cada diez empujaban su carrito con la cabeza gacha, clavados en la pantalla del móvil. Nadie se miraba. Nadie se hablaba. Nadie interactuaba con nadie. Todos absortos en sus aparatitos, como hipnotizados.

Esa noche salí a cenar con mi esposa. Tropecé con la misma escena, pero más triste. El restaurante estaba lleno de parejas que no se decían una palabra. El único murmullo venía de los meseros. Los demás estaban pegados a sus celulares, masticando a ciegas. Algunos hacían malabares para comer con una mano y textear con la otra. Cuando nos vieron hablar y reírnos, sentimos algunas miradas reprobatorias. Como si estuviéramos faltando a una norma tácita: “No se interrumpe a nadie en su ritual digital”.

En el trabajo tuvieron que enmendar el reglamento. Una súbita baja en la productividad desató un estudio urgente. El estudio reveló como causa el uso prolongado del móvil durante horas laborables. La solución tan sencilla como humillante: ahora, al comenzar cada jornada, entregamos el teléfono en la oficina de Recursos Humanos. Nos lo devuelven a la hora de salida, como si fuéramos niños castigados sin recreo.

Los adolescentes, mientras tanto, retrasan su entrada a la adultez. El teléfono les resulta más placentero que la carne y hueso. Algunos llegan a los veinticinco sin haber besado a nadie. Prefieren diseñar una pareja a la medida, virtual, dócil, sin olor, sin cuerpo, sin contratiempos.

La gente se ha aislado. El aislamiento les ha traído la soledad. Y la soledad, depresión. Pero en lugar de buscar consuelo en un psicoanalista o un confidente, recurren a una aplicación. Se confiesan con una inteligencia artificial. Le preguntan por el sentido de la vida como quien busca clima o recetas.

Hoy día la gente pasa por la vida sin vivirla. Sin aprovecharla. Sin fijarse en los pequeños detalles, que son los que dan felicidad. Pasan sin dejar huella. Como si bastara estar conectado para vivir y existir. Pasan por la vida sin pena ni gloria.

El otro día fui a un funeral. Me acerqué al féretro y me persigné. Cuando lo miré, vi que en lugar de un rosario, el difunto sostenía su móvil entre las manos, cuidadosamente entrelazadas. Tenía el cable del cargador a su lado, por si acaso.

PILAR MONTES CABRERA

Aquel día nos alejamos de la ciudad para reunirnos hacia los campos elevados y verdes de lo que alguna vez, fue mi hogar. Hacía calor, y la brisa resultaba agradable para la niña. Ella reía al ver las plantas moverse, como si danzaran para ella. Sin embargo, cuando crucé miradas con Herriot , quien traía la escopeta en su hombro, supe que eso no era alivio, sino el último suspiro antes del juicio.

La niña corría entre los campos, saltaba mirando al cielo con una sonrisa. Herriot la saludaba y ella le repetía el gesto. Luego, siguió corriendo entre las rocas.

— ¿Volviste a soñar con él? — me preguntó, parado a mi derecha.

— Solo con los cóndores — le dije —; se alzaban en el cielo para cazarnos mientras la Plaza Mayor se quemaba.

La brisa volvía a golpearnos, hasta el punto en que sentía que me ahogaba.

— Ha llegado el Apocalipsis— expresó tenso y miró al cielo— Tal vez Dios nos regala este día espléndido…

— ¿Sigues teniendo fe de eso?

— Esta brisa fresca no la puede generar un ser lleno de odio.

Supe que los indios eran supersticiosos, pero al ver los cadáveres de los soldados—mordidos, abiertos y descompuestos—en los alrededores de la iglesia, entendí que debía reconsiderarlo. La brisa empujaba el hedor con cuidado, como quien lo manejara a su propia paciencia, inundando al pueblo bajo un miedo hambriento. Muchos indios y mestizos buscaban el perdón divino y otros, como yo, luchaban contra la brisa que cada día tomaba fuerza.

—Dios Wakon, guía a nuestro mesías a su trono— dijeron los amautas en las cuevas—. Que vuelva el Inti para que acabe con los salvajes que masacraron nuestro legado.

Mi familia me contaba que el viento trajo al conquistador a nuestras tierras, como aliado invisible en sus velas. Pero, cuando estos saquearon los templos y desnudaron a las vírgenes; el viento se apaciguó, avergonzado de su traición. Ahora, vuelve con una brisa fresca, anunciando la resurrección del último descendiente bajo un sol que secaba campos y ríos.

Pero, ellos aún no entendían el designio.

— ¿No está la maldita cabeza? — dudó el Padre Gabriel frente al general—, ¿Cómo estos ignorantes dieron con la ubicación?

La cabeza ya había regenerado su cuerpo bajo tierra. La profecía del Inkarri se había cumplido.

— Lleva a los viejos a la sala de castigo — ordenó el general a sus hombres —. Hoy tendremos una noche larga.

No importaba cuanto golpeara al anciano, este sonreía. Él ya había ganado. Podía morir en paz sabiendo que su Señor volvería para castigarme, sin importarle mis razones por las que tuve que usar este uniforme.

— Vas a morir— dijo, escupiéndome su sangre.

— Moriré — le dije a Herriot, en cuanto me senté a su lado—. Pero tú y la niña estarán bien.

Deseaba que la brisa fuera solo el consuelo de un Dios bondadoso, pero sabía no era así. La niña estaba apoyada contra su pecho, sobándose el ojo derecho.

— Yo también moriría para que ella siga durmiendo — dijo Herriot con voz firme mientras le removía el cabello. — Pero no me rendiré fácilmente. Tú tampoco deberías hacerlo.

— Solo si me superas manejando esa arma — le comenté, señalado la escopeta.

Herriot sujetó su crucifijo y soltó un suspiro.

— Aprenderé rápido — expresó, seguro.

Ella volvió a tocarse el rostro ante el tacto de la brisa. Herriot la sostuvo con más fuerza, mientras veía como un cóndor volaba por encima de nosotros, hacia la montaña.

Pd: Muchas gracias por leer. Estoy abierta a críticas o retroalimentación. Si tienes curiosidad por saber más de este universo, puedes leer mis antiguas publicaciones.

ANGY DEL TORO

Mi alma es un dislate

Mi madre siempre decía:

“Cuando Tim tiene, Tim vale”.

Y yo, que nada he tenido,

pregunto a los dioses buenos:

—Si la reencarnación es cierta

y a esta tierra he de volver,

que el Supremo vea y entienda:

que yo, sin pena ni gloria me he ido,

sin aplauso ni poder.

¿Para qué me distes los ojos,

si ni la gloria me has dejado ver?

Más les vale a mis Divinos

que cuando me envíen otra vez,

la cigüeña, el camino no equivoque

y me deje caer, por fin,

en una familia con mucha plata,

bien cerquita del edén.

Y que las instrucciones dejen

claras, nítidas, al nacer:

cómo el poder alcanzar

y no volver a perder.

¿Para qué me distes los ojos

si ni la gloria me has dejado ver?

Mi alma es un dislate,

pero mientras sueña, ella late.

Por dinero y por quereres,

sueña con amar mujeres.

Y que al besarlas sepan

cómo aman los orates,

los que a fuerza de locura

hacen que su alma arda y goce.

Que, al rozarlas, se repare

esta herida que me arde,

y que, al fin,

mi intimidad, rescate.

¿Para qué me distes los ojos,

si ni la gloria me has dejado ver?

Pero si me complacen,

lo juro,

que yo aquí quiero volver.

MARIANA DI PASCUA

No recuerdo si el festejo en la casa de mi hermana era un cumpleaños, un domingo o una copa ganada por el cuadro de fútbol. Mi sobrino mayor ponía una música inconveniente para mi gusto y para mis tímpanos que disfrutaron una infancia de tocadiscos y silencios.

Me paré al lado de él monarca musical para tantear un botón que bajara esa música . No entendía nada de parlantes, así que mi mente se fue por ahí inventando una dimensión de silencio. Y ahí estaba, en un estante que solo sostenía en ese piso a Ángeles Maestreta y al microondas.

Lo tomé con el miedo de que la nostalgia me arrancara el llanto delante de sus hijos.

Me aguanté y me puse contenta, estaba segura de que Viviana me lo dejó bien a mano para que yo lo encontrara. Siempre nos comunicamos muy bien sin las palabras. Una especie de telepatía privada o gestos con miradas que se reían de las desgracias ajenas.

Abrí el libro desde nuestra dimensión, segura de que estaba conmigo.

El libro estaba rayado con lapicera…. Y eso que le dije,! que no se lo preste a su nieto!

En el presente de ese domingo ya el covid no se llevaría a nadie más,así que me quedé tranquila.

La vi reírse en mi cabeza porque el libro estaba rayado y porque la cumbia me volvía loca.

Miré la tapa y tenía una mujer.

El título decía :Arrancarme la vida!

Se me hizo un nudo en la garganta y no lloré.

Guardé el libro y me puse a bailar exageradamente, para que mis sobrinos se rieran de mí, como siempre lo hacían.

Estaba segura de que Viviana bailaba conmigo dándome un infinito y eterno abrazo, ya sin penas pero llena de glorias que le ganó a la vida.

JUAN C VALTIERRA

Agujero

*Por Juan C Valtierra*

Ya no llueve en este pueblo. Hace años que no llueve, pero él sigue cavando como si esperara que del fondo de la tierra brotara el agua que se llevaron las nubes.

Se llama Evaristo, aunque ya nadie lo nombra. Los que quedan—que son pocos—lo ven pasar con su pala al hombro y bajan la vista. Dicen que está loco. Dicen que desde que se le murió la mujer no ha vuelto a hablar. Pero yo lo he visto trabajar, y en sus ojos hay una tristeza tan honda que podría caber todo el pueblo.

Nadie le va a hacer un monumento cuando se muera. Nadie va a contar su historia en los periódicos de la capital. Evaristo trabaja sin pena ni gloria, como trabajan los verdaderos necesarios: los que cargan con lo que otros no pueden llevar.

Cava desde que amanece hasta que oscurece. Hoyos perfectos, todos del mismo tamaño, como si midiera algo que sólo él conoce. Ahí entierra lo que la gente desecha: pedazos de vida rota, sueños que ya no sirven, cartas que nunca llegaron a su destino.

—¿Para qué lo hace? —le pregunté una vez.

Me miró con esos ojos que parecían pozos secos y no me contestó. Siguió cavando.

La tierra aquí es dura, ingrata. Se come a los hombres y no les devuelve nada. Pero donde él entierra las cosas crecen flores raras, de esas que no se dan en estos rumbos. Flores que parecen lágrimas cristalizadas.

Doña Remedios dice que Evaristo está pagando una manda. Que cuando se le murió la Esperanza—así se llamaba su mujer, qué ironía—le prometió a algún santo que cargaría con todos los dolores del pueblo hasta que ella descansara en paz.

—Pero los muertos no descansan nunca —dice doña Remedios, y se persigna.

El pueblo se va vaciando como un costal roto. Cada semana se van dos o tres familias. Se llevan sus santos, sus recuerdos, sus esperanzas. Dejan atrás las cosas que pesan: los fracasos, las culpas, los amores que se pudrieron. Se van sin pena ni gloria, igual que llegaron. Pero dejan sus heridas enterradas, y alguien tiene que cuidar esa cosecha de dolores.

Evaristo las recoge todas. Las carga como si fueran niños enfermos y las lleva a sus agujeros. Ahí las acuesta con cuidado, las tapa con tierra y les pone una piedra encima. Como pequeñas tumbas sin nombre.

Ayer enterró la cuna de los gemelos de María Luisa. Nacieron muertos el invierno pasado. La cuna estaba nueva, esperando. Cuando Evaristo la metió en el hoyo, María Luisa se puso a llorar desde su ventana. Un llanto que se oía hasta en el cerro.

—Es para que descansen —murmuró él, y por primera vez en años le escuché la voz.

Sonaba como tierra cayendo sobre madera.

La gente dice que está enfermo de la cabeza, que el dolor se le subió al cerebro como agua sucia. Pero yo creo que Evaristo es el único cuerdo entre todos nosotros. Él sí entiende que las cosas duelen, que tienen alma, que merecen un lugar donde reposar.

Anoche lo vi cavarle un hoyo a su propia sombra. Se quedó parado junto al agujero hasta que salió el sol y la sombra se desvaneció. Entonces tapó el hoyo vacío y se fue caminando despacio, como quien acaba de enterrar su último amigo.

Dicen que ya no le queda nada que enterrar. Que cuando termine con las cosas del pueblo se va a echar tierra encima él mismo. Dicen que la pena puede matar a un hombre, y que Evaristo ya lleva mucho tiempo muriéndose.

No busca reconocimiento ni se lamenta de su suerte. Hace su trabajo sin pena ni gloria, como quien cumple con una ley natural que nadie más entiende. Los héroes verdaderos son así: invisibles, olvidados, indispensables.

Pero yo creo que él no se va a morir. Creo que se va a quedar aquí para siempre, cavando agujeros en esta tierra maldita, cargando con las penas de los que se fueron y de los que nunca llegaron.

Porque alguien tiene que hacer ese trabajo. Alguien tiene que quedarse a enterrar la tristeza del mundo.

Y llueva o no llueva, Evaristo va a seguir cavando hasta que se le acaben las fuerzas. O hasta que la tierra se canse de tragarse lágrimas y decida, por fin, devolvernos un poco de agua.

CARMEN BERJANO

No quiero otra historia igual

No quiero sexo con prisas

Ni genitalidad urgente

No quiero, ni tan siquiera, creerme ya cuando me mientes.

No quiero una historia oscura

Tapada

De la que te avergüences.

Quiero poder ir de la mano si apetece

Besarnos siempre en las calles en los números trece

Quiero amarte sin prisas y sin pausas

Aunque alguna vez nos pueda lo breve

Quiero pasear por Los Canchales

Llevarte a ver grullas

Salir a desayunar y que nos den las doce

Quiero leerte mientras conduces

Compartirte todo lo que de mi brota

Quiero que siga esta magia tan inusual, tan preciada

Quiero dejarme enamorarme de ti

Quiero hacerte feliz

Pero también acompañarte cuando la tristeza se instale

Y que esto no sea un amor sin pena ni gloria.

Carmen Berjano

BLANCA CERRUTI

ELLA NO TENÍA LIBRO

Era una mujercita callada que vivía en la última casa de la calle. Nadie sabía nada de su vida.

No organizaba nada, no presidía nada, pero donde se necesitaba una ayuda, allí estaba ella echando una mano y siempre sin llamar la atención.

Cada mañana iba al parque. Se sentaba en un banco, tan viejo, que nunca estaba ocupado. Allí esparcía migas de pan para los gorriones y las palomas y se quedaba contemplando cómo se las disputaban.

También le gustaba ir a la pequeña iglesia del barrio y se sentaba en el banco que quedaba medio oculto por una columna. Si celebraban misa, no se iba, pero tampoco atendía ni contestaba ni se acercaba a comulgar, simplemente estaba.

Algunos feligreses la miraban raro y comentaban entre ellos que debía de ser atea. Pero entonces, ¿por qué iba a una iglesia?, se preguntaban, pero nadie lo sabía.

Una tarde, cuando el sacristán fue a cerrar la iglesia, se encontró a la mujercita sentada en el banco, muy quieta. La tocó en el hombro para decirle que iba a cerrar y la mujercita se derrumbó sobre el banco.

Su muerte fue silenciosa, como había sido su vida. Solo el toque de difuntos anunció que alguien había muerto, pero nadie supo que tocaban por la mujercita.

…………………………………………………………………………………………………………

Y la mujercita se encontró en un espacio luminoso cuya luz no deslumbraba. A su alrededor, los presentes, al igual que ella, vestían una túnica blanquísima.

Todos tenían un libro en las manos encuadernado en piel y con los cantos dorados.

Ella no tenía nada en las manos, solo sus dedos entrelazados y se preguntó si estaría en el lugar correcto.

Uno de los allí reunidos se le acercó y le preguntó:

—¿No tienes el libro de buenas obras?

—No, no tengo —contestó la mujercita.

—¿Es que pasaste por la vida sin pena ni gloria? —le preguntó.

—Yo…siempre ayudé en lo que pude, pero no sabía que hubiera que apuntarlo en un libro.

—¡Ignorante! —Y ahora, ¿qué le vas a presentar a nuestro señor Jesús?

—No lo sé —contestó apenada.

En esto, entró san Pedro en el espacio luminoso. Como ellos, vestía una túnica blanca. Su rostro irradiaba serenidad.

Los presentes se acercaron a él y lo rodearon, mostrándole sus libros, hablando todos a la vez: «Señor san Pedro, tome mi libro. En él están apuntadas todas las buenas obras que hice en el mundo para ganarme el cielo».

San Pedro no respondió. Pidió silencio y todos callaron y se replegaron.

Seguidamente, se dirigió a la mujercita y, tendiéndole la mano, le dijo:

—Ven, nuestro Señor Jesús te espera.

La luz del espacio bajó su intensidad, así, los que quedaban, no se vieron las caras de desconcierto y decepción.

Cuando san Pedro y la mujercita llegaron ante Jesús, esta le tendió las manos vacías y le dijo:

—Señor Jesús, yo no tengo libro que presentarte, es que no hice nada importante en mi vida, pasé por el mundo sin pena ni gloria.

—No fue así, mujer. Cumpliste con mi mandato de amaros con el corazón, sin buscar aplausos ni gloria.

Recuerda las veces que diste de merendar a los niños de tu vecina viuda. Tantas prendas que hiciste y entregaste a la iglesia de tu barrio, donde ibas en busca de paz. Las veces que escuchaste a los que necesitaban desahogar su pena o sus problemas. Las visitas a los enfermos que no tenían familia…Al hacerlo con ellos, lo hiciste conmigo.

Por eso podrás permanecer eternamente en este lugar de paz junto a los que aman de corazón.

Y la mujercita sintió que estaba en «casa».

BELBEL L

A ESTE LADO DE LA CAMA

Estoy a este lado de la cama

donde veo la lluvia caer

donde recuerdo aquella primavera.

El eco de tu voz

azotando el ventanal

El campo se cae y se marcha lejos

como si dios y tú lo hubieŕais abandonado.

Tú, que amabas tanto la tierra

el sol

el cielo

….

Y yo, sigo aquí

a este lado de la cama

envuelta en la niebla dormida…

Pero hoy voy a preguntarle al viento

cuándo me traerá esa

brisa fresca

que levante de nuevo esa tierra,

y…

– Al alba-

(Cuando todo calla)

Daré forma a una flor

con los pétalos brillantes

de los relámpagos del verano…

Y…,

Procuraré que no se escape la luna.

EVA AVIA

Sin pena y con gloria

—¡Abuuuu¡—respondo al teléfono, seguro que es la abuela. No sé cómo se las apaña para perder el móvil—. ¿Eres tú? —Espero que sea ella la que ha interrumpido mi lectura.

—¡Cojones! ¿Quién voy a ser? —Esta nieta mía, en ocasiones, parece lerda—. ¡Ajig! —le digo que se esté quieto, este nuevo ligue aún es más pulpo que el anterior.

—¿¡Qué coño has dicho, abuuu!? —Creo recordar que ahora está por Corea. De mayor quiero ser como ella.

—Nadie, es Do-yun, ya te hablé de él. Colágeno, nieta, colágeno —Miro a colágeno a los ojos y le indico que me espere en el dormitorio. Ahora necesito unos minutos con el engendro de mi nieta.

—Abuuu, han pasado unos meses, me prometiste ir contigo de vacaciones. Sin ti, no es lo mismo. Mamá es una aburrida de cojones —Los ojos se me abren como platos cuando veo el tema propuesto por Cris para la próxima semana, sin pena ni gloria. Me meo de la risa yo sola. ¡A ver como se las ingenia La Incondicional, para seguir con la historia!

—Creo que a colágeno le quedan dos días de gloria —Creo que lo he dicho en voz alta—. Sabes que eres mi engendro favorito, ya os he enviado los billetes de avión. Las penas, hay que compartirlas con los que más detestas. ¡Ja, ja, ja! —Lo cierto es que las echo mucho de menos, el engendro de mi nieta me da mucha vida.

—¡Siiiiii! ¡Que ganas tengo de ver a todos esos chicos guapos! —grito y salto como una loca—. Por cierto, abuuu, ¿estás leyendo Nocturna?

—¡Como pa no!, Dulce bocado. Muerta, me he quedado cuando lo he leído. Estoy deseando saber que sucede con el comisario y con la Depredadora. ¡Estoy atacá! Es tal la obsesión, que colágeno se ha enganchado y ahora le ha dado por aprender el español leyendo los relatos del grupo, incluso, se cuela como oyente en el Club House. Te voy a contar una cosa y no se la cuentes al putón de mi hija, anoche colágeno se vistió de comisario y se colocó unos colmillos, ya te puedes imaginar.

—¡Abuuu, que asco! —Me dan arcadas solo de imaginar a mi abuela en… ¡Buuu!

—¡Que asco más rico! En un par de semanas os veo por aquí. Te dejo, engendro, que estoy ansiosa por saber que me ha preparado, colágeno, esta vez.

—¡Ayy, abuuu! ¡Por Dios! Ya no voy a poder leer otra vez el relato, porque les voy a poner cara y va a ser la tuya —Me entran escalofríos solo de imaginar a la abuela … ¡Buuu!

¡A ver, a ver! Que creo que ya ha colgado algo. ¿Qué pasará con el comisario? Todavía, no me queda muy claro si es un personaje principal o es otro de esos que pasará sin pena ni gloria entre tantos otros. Ya parezco Maite, que no se acuerda como se titula esta nueva saga. Que lío, lo que no me explico como no se lía ella, ¡mezcla tantos personajes! Tocará esperar a la próxima semana, porque en esta, las letras, se las ha dedicado a Las tres Marías.

Besos, La Incondicional.

P.D.: El comisario regresa a su puesto de trabajo con el móvil de Elisabeth y las imágenes que ve en el, son más perturbadoras de lo que podía imaginar. Se remontan a mayo de 1999, imágenes no publicadas del autobús alcanzado por un misil de la OTAN en la Operación Fuerzas Aliada, informes sobre los desaparecidos en Argentina y muchos otros sucesos relevantes a partir de ahí, y, en todas, aparece esa extraña mujer.

ANTONIO PRADES

Garrofera F.C.

A las once y media de la mañana, la sombra de la garrofera era el único sitio fresco del parque. El olor a tierra se mezclaba con el aroma dulzón de las algarrobas que empezaban a madurar. Pronto el suelo estaría lleno de esas vainas marrones que, al abrirse, desprenderían ese olor tan desagradable que es imposible de despegar de la nariz.

Allí quedábamos todos los días nosotros, los de siempre, entre el zumbido de los insectos y aquel aire estático. Y allí estaba yo, sobre el banco de madera medio roto que habíamos arrancado del suelo y arrastrado hasta la sombra. Media tarde nos había costado moverlo. Estaba con los pies en el asiento y el culo sobre el respaldo, con la espalda apoyada en el tronco áspero de la garrofera y la mirada clavada en el Rulos que jugaba con la pelota.

David, flaco y despeinado, le daba toques a un balón Adidas Azteca del 86 que le había comprado su padre. Apenas le quedaban los hexagonos y pentagonos de poliuretano. La bola dejaba ver sus tripas de cuero curtido, a punto de reventar.

Estábamos en eso, con una ramita en la boca, intercambiando chistes malos sobre nuestras madres y hablando de lo poco que quedaba del verano, cuando apareció el Rata. Venía arrastrando los pies, con las botas sin abrochar, un papel arrugado en la mano y los ojos de un perro que espera a que le tiren la pelota.

—¿Y tú? —le dije—. Hoy no pasaste por casa.

—Mi abuela. Me hizo acompañarla al Mercadona —dijo, respirando fuerte—. Dice que ya no tiene fuerza para empujar el carro. Pero escucha, escucha esto.

Alzaba el papel como si fuera un mapa del tesoro. Era un cartel hecho a ordenador, con el logotipo del ayuntamiento y el de la asociación vecinal, que anunciaba el “I Torneo Juvenil de Fútbol Sala – Barrio de Tormos”. La inscripción era de cinco euros por cabeza. Para los mejores, trofeos, camisetas, 100 euros en metálico y 50 para gastar en el bar del polideportivo. Todo impreso en letras grandes, blancas, y una pelota pixelada entrando en una red. El Rata ya lo había ganado, incluso antes de decir nada.

—Organizan un torneo de Futbito en el barrio. En el poli. Nos apuntamos, ¿no? —dijo el Rata—. Equipos de cinco. Esto lo podemos ganar.

—¿No sabes contar? Somos cuatro —dijo el Rulos—. Nos falta uno.

—El Puchero tiene un primo francés en casa, lo he visto esta mañana. Está gordo, pero tiene unas manoplas que parecen un catálogo de pepinos. Puede ser portero.

—¿Y si no para ni un melón? —pregunté yo.

—Mejor eso que jugar sin nadie en la portería —respondió el Rata.

—Nos falta otra cosa —dije—, dejar de discutir cada vez que jugamos.

—Es que eras malísimo cuando empezaste —me respondió el Rata, y luego se rió—. Y aún no es que hayas mejorado mucho.

Nos miramos los tres. Ninguno quería ser cierre. Todos soñábamos con meter goles, no con pararlos. Y mucho menos con tener que cubrir al más rápido del otro equipo. El resultado era lógico, el Puchero era el más grande, el que más cuerpo tenía. Además, ni siquiera estaba para opinar. Nos reímos. Le tocaba a él.

—¿Y si se enfada? —dijo el Rulos.

—Que se joda. Está en la playa con sus primos. Y su prima… —el Rata sonrió—. Vaya ojazos tiene. Está tremenda.

—Me alegro de que por fin te olvides de mi hermana —le solté.

—Eso nunca va a pasar —se rió con fuerza.

Yo no tenía muchas esperanzas, la verdad. Pensé que sería otra de las ideas efervescentes del Rata que no van a ninguna parte. Pero ahí estábamos, en pleno agosto, en el parque, sudando bajo la sombra raquítica de la garrofera y discutiendo como si nos fuera la vida en ello.

Que si el Rulos de ala izquierda. Que si yo era más técnico. Que si el Rata solo sabe correr y meter la pierna. Ninguno cedía. El sol caía fuerte. Las casas empezaban a oler a guiso espeso. Nos miramos con esa mezcla de entusiasmo y desconfianza que tenemos los amigos cuando alguien propone una locura. Ya estaba decidido.

Nos fuimos cada uno por nuestro lado. Quedamos para la noche. Por la tarde tenía que ir con mis padres de compras. El Puchero volvería de la playa con su primo, y veríamos si servía.

Después de cenar, a las diez, el Rata vino a buscarme puntual como un reloj. Me senté en el cuadro de su bici y juntos nos acercamos nerviosos al parque por ver al futuro portero.

El Puchero ya estaba allí, con una camiseta sin mangas y el pelo mojado. A su lado, el primo francés. Más bajo de lo que esperábamos, redondo como un balón medicinal. Un tanque de voz grave.

El Puchero decía que lo entendía, pero estoy casi seguro de que no. El francés dijo dos cosas en castellano, las dos mal. Escupía algún taco en francés y respondía a todo con “Ue”. Pero cuando se puso entre las dos piedras que hacían de portería y el Puchero empezó a chutarle, no dejó pasar ni una.

Saltaba, volaba, metía cuerpo, se tiraba al suelo. Parecía un profesional atrapado en un globo. Nos miramos los tres ojipláticos. No era un portero. Era una muralla. Nos convenció en dos minutos.

—Ya está —dijo el Puchero—. Tenemos portero.

Salió el tema del dinero. Eso fue otro cantar. El Rulos no tenía suficiente. El Puchero tenía lo justo para él y para su primo. Yo le había pedido a mi hermana, a cambio de bajar la basura y quitar la mesa toda la semana. El Rata protestó al principio, resoplando como siempre, pero terminó soltando el dinero de mala gana.

—Puedo poner su parte —dijo—, pero si ganamos, una parte del premio del Rulos es mía.

David no dijo nada, solo bajó la cabeza.

—Eres rata hasta para eso —le solté.

El Puchero y yo cruzamos una mirada de confirmación. No hacía falta decir nada: de ahí venía su apodo.

Al final, quedamos para el día siguiente. Iríamos al polideportivo a pagar la inscripción. Seríamos Garrofera F.C.

El torneo empezó dos días después.El primer partido fue un paseo. Ganamos 3-0. El Rulos metió dos goles y el Puchero uno de cabeza, de un fantástico córner que saqué yo. El Rata no hizo nada, pero gritaba como si él lo hubiera organizado todo. El francés no paró de moverse. Fue un muro. Nadie se lo dijo, pero todos sabíamos que sin él no éramos nada.

El segundo fue más duro. Perdíamos 1-0 y nos costaba pasar de medio campo. Empezamos a gritarnos.

—¡Pásala, tío!

—¡Si nunca estás donde tienes que estar!

—¡Jugad en equipo, joder!

El Rulos intentó calmar, pero ya era tarde. El francés paraba lo que podía, pero era imposible aguantar así. Perdimos 2-1.

El tercero era decisivo. Salimos tensos. Yo intentaba animar, pero el ánimo ya estaba torcido. En la segunda jugada, el Rata le gritó al Rulos y dejó de correr. El Puchero se quedó mirando al suelo.

Nos metieron un gol rápido. Otro más antes del descanso. En la segunda parte, más de lo mismo. El Rata no soltaba la pelota. El Rulos se cabreó. Yo discutí con el Puchero por una entrada.

Acabamos desordenados, cada uno por su cuenta. El francés seguía parando como una máquina. Pero ya no bastaba. Perdimos 3-1.

En las duchas, la bronca fue a más, era inevitable. Gritos, reproches, alguna palabra de más. El francés nos miraba sin entender, pero se le notaba en la cara que estaba decepcionado. No por el resultado. Por nosotros.

Después, nos sentamos al borde de la pista, donde siempre huele a cloro y a césped seco. Todos callados, sin ganas ni para discutir. El sol ya se había escondido y las luces artificiales del poli daban una sombra rara, triste.

El primo francés se levantó, habló con un tipo del equipo contrario, y en cinco minutos ya le estaban ofreciendo ser su portero para las semifinales.

—Le han fichado —dijo el Puchero—. Dicen que es el mejor del torneo.

—Lo es —dijo el Rulos con tono sincero.

—Bah. Igual sin nosotros no es para tanto —dijo el Rata mientras cruzaba los brazos.

—Igual sin nosotros se lleva la copa —le contesté.

Todos reímos. Porque era verdad. Porque habíamos empezado creyéndonos los reyes del barrio y terminamos como lo que éramos: cuatro colegas con más ganas que cabeza.

—Bueno —dijo el Rulos al fin—. Otro campeonato. Sin pena ni gloria.

—Al menos nos apuntamos —dije yo.

—El año que viene, más y mejor —dijo el Puchero—. Pero sin el Rata de entrenador.

—¡Eh! —protestó él—. Sin mí no hay equipo.

—Sin ti hay menos bronca —le soltó el Rulos.

Y otra vez, reímos. Fue raro. Pero real. Porque sabíamos que, aunque no hubiéramos ganado nada, en el fondo había estado bien.

Al día siguiente, ya estábamos planeando el torneo del verano que viene. Pensando en arreglar lo roto. En ser, por fin, un equipo. Cuatro amigos. Sin pena ni gloria. Pero juntos.

BELBEL L

POETA

En dónde viviré sino en tu alma,

dulzura mía, mariposa inquieta,

arrebol de la risa, mar en calma,

fulgor de luna, sueño de poeta.

Tu alma que de amor jamás reniega,

que gira, baila, vuela, brilla, reza,

que viaja hacia el misterio, y que me entrega

la flor azul de cósmica belleza.

Acógeme en mi afán y mi camino,

regálame la gloria de tenerte,

estrella inmerecida del destino.

Abrázame en tu tierna madrugada.

Sucumbo de la vida y de la muerte,

poeta de mi amor, sobre tu almohada.

RAÚL LEIVA

Camila

La nieta de doña Adelaida, la mujer que curaba el empacho, rara vez venía por el barrio. Era una pelirroja con dos ojazos azules que me tenían perdidamente enamorado. Yo tenía por aquel entonces ocho años y la inocencia del primer flechazo en el pecho. Andaba como estúpido y los chicos del barrio se burlaban todo el tiempo, solo que a mí no me interesaba nada más que ver a Camila.

Una tarde me armé de coraje, sabía que a ella le gustaba la chocolatada Cindor y con la plata de todos mis ahorros compré en el kiosko de Amanda dos botellitas y un paquete de masitas Ópera. La vi en el jardín de doña Adelaida y el corazón me empezó a latir fuerte, perdí la noción del tiempo y el espacio. Caminé despacio los treinta metros que me separaban de ella. En el camino me crucé a doña Remigia. Me miró seria y como si me leyera la mente dijo: —Mire m’hijo. Usted está por hacer algo muy grande para una nena. Usted puede sentir todo lo que quiera y eso está bien, se llama amor, pero miremé y escuche: respétela. Porque para una chica lo primero es el respeto, después viene todo lo demás. ¿Sabe? Vaya, vaya.

Mi corazón saltaba más todavía, y a casi veinte pasos me crucé con el marido de doña Remigia.

—¡Totito!¿Dónde vas tan colorado? ¿Tenés calor?

—¡Nooo don Arturo! ¡Voy a ver a la Cami! La voy a invitar una chocolatada y le voy a decir que me gusta mucho. ¡Estoy muy nervioso don Arturo! ¿Qué le digo a la Cami para que me quiera?

—¿Y cómo es ella? ¿Qué palabra usarías para decir cómo es? —me preguntó don Arturo entrecerrando los ojos.

Pensé muchas cosas, linda, tranquila, pelirroja, divertida, pero tomé aire, cerré los ojos y le dije a don Arturo —¡Suave! La Cami es suave don Arturo.

—Mirá Totito, suave es como muy de cosa débil, que no hace nada, que pasa sin hacer ruido, sin pena ni gloria. Las cosas suaves pasan por la vida sin dejar rastro. Suave Totito es, por ejemplo, el papel higiénico que compró la Remigia, que lejos de limpiar el culo desparrama más la mierda. Lo suave no sirve para nada. Buscate alguien que te deje huella y…

No alcanzó a terminar la frase. Doña Remigia lo entró a don Arturo pegándole en la cabeza con un repasador. Me miró con su cara de enojo y me señaló con el mentón para donde estaba Camila. Cuando la pareja entró a la casa, dejé la bolsita con la chocolatada y las masitas y me fui corriendo a jugar a la pelota.

A Camila no la vi más, ni siquiera sé el apellido para poder buscarla en Facebook o algo y contarle.

Hay cosas que en la vida no tienen que darse.

Pero esa es otra historia.

AXY LINDA

Vivía temeroso, convencido de que cualquier día el suelo se abriría bajo sus pies. Por años caminó de puntillas, casi flotando, con la cabeza inclinada y la mirada fija en el suelo, atento a cada piedra, grieta, protuberancia o gota de líquido que pudiera advertirle fragilidad, o el inminente peligro de caer.

Un día, abrumado por la soledad, intentó alzar la cabeza, buscando con la mirada algún rostro que le hiciera compañía…

Lo intentó en vano: su cuello estaba rígido, anquilosado.

Con una tristeza profunda, lamentó el tiempo perdido, consumido por el miedo a un peligro que nunca existió. Absorto en su pena, las lágrimas le nublaron la vista, y no notó los pies que se habían detenido a su lado. Eran de una mujer. De la mujer a la que amó en silencio, aquella a quien nunca se atrevió a confesar su amor.

Ella lo miró con compasión, sin reconocerlo: no podía ver su rostro.

Se dijo a sí misma:

—Uno de tantos, sin pena ni gloria.

Se encogió de hombros y siguió su camino.

CESAR TORO

¿Qué estoy viendo?

Violencia, migración, hambre, guerra y devastación del planeta.

¿Dónde ha quedado?, la inteligencia y la sabiduría para hacer el bien, vivir como hermanos, no destruir nuestro hábitat.

¿Dónde están los salvadores?, esos que hablan de paz pero fabrican armas, los que hablan de seguridad pero incitan a la violencia, ecologistas que contaminan, mandantes que aprueban leyes en detrimento de la sociedad.

¿Por qué? En vez de armas no fabricamos medicinas, en lugar de bombas alimentos, en vez de matar cuidar la vida.

Mientras mantengamos un silencio cómplice, pasaremos sin pena ni gloria.

“No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética.

Lo que me preocupa es el silencio de los buenos”.

Martin Luther King

Amanece; la ciudad perdida entre sombras, el humo y el olor a carne chamuscada impregnan las calles, la rebelión recién empieza y la lucha es encarnizada. Las balas del odio no dan tregua, pero Juan no se rinde; tiene la camiseta empapada en sangre y tras la

cruenta batalla ha perdido los zapatos. Agotado, se desploma sobre el cuerpo de su compañero abatido, deja caer el fusil. Sus ojos apenas distinguen las mariposas que huyen de la debacle. Su ultimo grito suena débil.

Paz para el mundo.

MAITE BILBAO

SIN PENA NI GLORIA

No tengo nombre, ni eco en el asfalto. Soy el vaho pegado al cristal del autobús, donde dibujo ciudades efímeras antes de que se desvanezcan. Soy el roce, el mismo cada mañana, en la panadería a las siete y media. El chasquido de la loseta de siempre en el andén, bajo un pie que no es el mío. El latido que nadie escucha. Una existencia predecible, rutinaria y desconcertante, como el primer bostezo del universo. La monotonía aprieta, no solo es un susurro, es el filo del dolor que rasga la piel con cada día idéntico.

Cada mañana es una tela descosida que se deshilacha. El despertador, un insecto mecánico, zumba junto a mi oído antes de la primera nube. El único grito fuera de tono lo produce el olor a carbón de la tostada del desayuno. Tras ello, el viaje hacia el mismo lugar tras un cristal opaco. Mi mente, un disco rayado, reproduce informes sin motivación. Almuerzo en un parque junto a los pájaros, mi único público. El pulso, un metrónomo mudo. Escucho el silencio entre las notas, mientras el mundo brama en la gran orquesta, y yo, invisible, me pregunto: «¿Sin pena ni gloria?». El regreso, deshago los pasos. La cena, un susurro de cubiertos. Un libro siempre abierto en la mesilla, por otra página. Los sueños se disuelven con el alba. No hay discusión, ni explosión de colores, solo la asfixia de lo habitual.

Hoy, sin embargo, siento un destello, un parpadeo en el autobús. Mis ojos no persiguen el paisaje. Se clavan en los cables invisibles que enlazan cada risa que escapa, el tropiezo en el aire, el cansancio en los párpados. El conductor, el mismo, su mano en el volante contiene el eco de miles de confesiones mudas. Los dedos blancos de la panadera, sacerdotisa muda de secretos impregnados en cada barra tibia, parecen danzar. La baldosa, bajo mi pie, precisa, me cuenta los cientos de despedidas y encuentros, de futuros que nunca fueron.

Y entonces, al percibirlo, puedo sentir cómo todo se entrelaza. Mis manos cobran vida mientras hilan, no en el centro de la escena, sino en los márgenes. Soy el vacío de cada rostro que pasa, un diminuto universo donde siento sus constelaciones girar. La joven y su risa en la cafetería, esa grieta por donde escapa el bálsamo para las heridas. El anciano, parado frente a la floristería, cada rosa un recuerdo del amor diluido en el tiempo. Mi vida, tan vacía, es ahora un océano de reflejos ajenos. No soy el héroe, ni el artista, ni el faro. Soy el que respira sin voz, el que observa sin ser notado, el que comprende sin preguntar. El anonimato es, quizás, mi superpoder: la visión pura de cómo el mundo corre en busca de algo superior. Yo, en la quietud, registro la danza de esos breves momentos. Habita en mí el anhelo de no ser solo el vaho, sino el cuerpo que respira su atmósfera. No solo escribir sobre ella; pretendo vivirla.

Así, mientras la noche me arropa y escucho el zumbido de la nevera, ordeno mis notas. Un párrafo para la joven que ríe. Un paréntesis para el anciano. El punto y aparte para el conductor del autobús… Sus historias se vuelven vivas con cada trazo. Porque, sin que ellos lo sepan, soy quien traza sus destinos. La vida «sin pena ni gloria» que ya no es la mía. Es la que ellos creen vivir. ¿Y yo quién toma las decisiones, quién escribe cada escena? La respuesta me infla el pecho.

Pero últimamente, la pantalla del ordenador se queda en blanco. Las palabras se resisten. Los personajes parpadean, con la mirada fija en la página. Silencio. Una disonancia creciente en el aire. Siento una resistencia que no entiendo. Antiguas melodías, borradores predecibles, empiezan a chirriar. Algo ocurre; el conductor del autobús me miró de reojo. Su gesto no fue un simple reflejo; fue una pregunta. Sentí un escalofrío. La panadera, al entregarme el pan, presionó con sus dedos mi mano, como si intentara pasarme un mensaje inconfesable. Algo se escapa del control, una fisura hace que los personajes comiencen a deslizarse de mi agarre. La historia, la mía, está mutando. Sospecho que mi tinta ya no es la única que fluye. Quizás la quietud de sus vidas rutinarias, el peso de mis frases, les ha hecho reconocer los límites de la voluntad ajena. Están tomando el control de la pluma. Borran, reconstruyen y reescriben nuevos guiones.

Y yo, la escritora, me transformo en el silencioso observador de mi propia ficción liberada. Ellos, quizás, alcancen la gloria y me quiten las penas.

MAR GINEZ

Para aquella mujer que alguna vez fui o fuiste…

Una mujer que vivía en una casa con muchas ventanas abiertas.

Cada una de esas ventanas representaba una herida, una esperanza, un amor mal cerrado.

Y por una de esas ventanas entraba, cada cierto tiempo, el viento.

Ese viento no tenía forma fija.

A veces traía palabras dulces, otras veces promesas.

Algunas ocasiones decía “a veces te extraño”, otras solo aparecía sin explicación.

Y cada vez que el viento llegaba… ella se quebraba un poco “sin pena ni gloria”.

Dejaba de pintar, de bailar, de cuidar su jardín.

Dejaba de escuchar al hombre que sí la esperaba en el porche.

Dejaba de mirarse con amor al espejo.

Porque el viento la envolvía, la confundía… y luego se iba.

Así pasaron los años.

Hasta que un día, la mujer se despertó y ya no sintió emoción al ver que el viento regresaba.

Sintió tristeza. Cansancio. Vacío.

Y por primera vez, en vez de correr hacia la ventana…

la cerró.

Cerró la ventana. Y luego otra. Y otra más.

No con odio, sino con amor propio.

Se sentó frente al espejo. Se peinó el alma. Se preparó café sin prisa.

Volvió a regar su jardín.

Volvió a caminar en aquel cerro, sin sentir ese recuerdo de aquel pequeño viento.

Volvió a hablarle con sinceridad al hombre que aún la esperaba, sin saber si volvería.

Y al mirar por la ventana cerrada, susurró:

“Fuiste viento, pero yo soy raíz. Y las raíces no se mueven por cualquiera.”

Desde ese día, el viento ya no pudo entrar.

Y ella, por fin, pudo respirar sin agitarse.

Pasaron los días, y el viento dejó de regresar.

Tal vez se dio cuenta de que ya no tenía a quién desordenarle el alma.

O tal vez simplemente buscó otra ventana sin cerrojo.

Pero a ella ya no le importaba.

Porque algo había cambiado dentro de su casa…

Había orden, había luz, había paz.

Y un día cualquiera, mientras leía en su jardín, escuchó un golpe suave en la puerta.

No era viento. No era ruido. No era prisa.

Era presencia. Real. Serena. Limpia.

Abrió la puerta con calma, y ahí estaba alguien distinto:

No venía a prometer tormentas disfrazadas de amor.

Venía a construir techo, no a levantar polvo.

Venía a quedarse, no a confundir.

Y entonces ella sonrió…

Porque entendió algo muy profundo:

“No era que el amor no existiera.

Solo tenía que aprender a no confundir el viento… con el hogar.”

Y así, por fin, la mujer que aprendió a cerrarle la ventana al viento…

abrió la puerta a ella misma. Y luego, al amor que sí sabía quedarse.

TT…

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Ni para bien, ni para mal.

Arturo conoció a Mariana en una galería de arte escondida entre calles estrechas del centro. Él hablaba de colores con gran pasión ella, de formas que no terminaban de encajar con nada.

Esa noche pareció el inicio de algo. Se rieron, se tocaron las manos como por accidente. Ella no lo detuvo, a él le agradó de tal manera que sintió el deseo de seguirla viendo..

Y así se inició, una bella relación amorosa.

Carlos, el amigo de toda la vida de Arturo, también estuvo allí.

Discreto, observador, se fijó en Irene, la amiga callada de Mariana, que parecía no pertenecer al lugar ni a la compañía.

Carlos le ofreció vino; Irene aceptó por cortesía, y luego por costumbre. Tuvieron una conversación seca, pero sincera. Y a los días, se volvieron a ver una y otra vez.

Y así, se volvieron inseparables, e iniciaron una relación demasiado estrecha.

Las semanas corrieron con la ligereza de un río antes del deshielo.

Carlos que no era un hombre fiel le dió por conquistara Mariana, sin respetar ninguna amistad… Y, empezó a llamar a Mariana deseando verla y tener un amorío. Al principio, ella no le aceptaba ninguna invitación, pero ante la insistencia de Arturo, Mariana terminó por ceder y empezó a salir con él, Era encantador, además de guapo, y sabía como envolver a las mujeres.

Y así empezaron a reunirse.

Mariana veía a Carlos a escondidas obviamente.

Primero en cafés, luego en la esquina de su calle, luego en su habitación.

Irene lo supo. Pero nunca preguntó nada.

Una tarde, le dejó una nota en el buzón de Carlos: “Tú no sabes querer. Solo sostienes lo que se cae.”

Y empezó a alejarse de él.

Carlos no respondió. Siguió viendo a Mariana, aunque sentía cada vez más el silencio que Irene le dejó encima.

Arturo, por su parte, empezó a notar ausencias. Mensajes sin contestar. Miradas que esquivaban.

Una noche, sin quererlo.

Vió a Mariana y a Carlos, en un bar de luces tenues, tomados de la mano, creyendo que nadie los miraba.

No gritó. No los enfrentó. Se marchó.

Esa misma noche, Arturo no volvió a casa.

Ni tampoco al día siguiente.

Lo encontraron tres días después, en su estudio. El gas abierto. Las ventanas cerradas. Un cuadro sin terminar, y una nota breve:

“No fue por amor. Fue por cansancio.”

La noticia los destrozó. Irene se encerró durante semanas.

Mariana dejó de hablarle a Carlos. Él, con el rostro descompuesto por algo que no se puede explicar ni en voz baja, desapareció un mes después, nadie supo a dónde.

Mariana se mudó. Quemó cartas, borró fotos, y dejó de pintar.

Irene regresó a la galería donde todo empezó, sola, una tarde cualquiera. Miró un cuadro sin forma. Sonrió apenas. Luego lloró.

Los cuatro, cada uno a su manera, se rompieron. No por un amor grande, ni por una traición épica.

Solo por no decir a tiempo lo que dolía. Solo por querer a destiempo.

Y así, vivieron ni para bien, ni para mal.

Y así Mariana, Irene y Carlos, vivieron.

Con tan solo con lo que quedó, de sus recuerdos.

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3 comentarios en «Si pena ni gloria – miniconcurso de relatos»

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