Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «labios de fresa». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 17 de abril!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
La nata emana por labios de fresa.
Brillan allende las estrellas de madrugada.
Tu alma habita en el candor de tu mirada.
El ego se apaga con los primeros rayos del alba.
El firmamento es refugio de las letras.
Abraza la eternidad el poema.
Caricias hacia el infinito.
La palabra ahogada en la incoherencia.
Lo irreverente resbala por la montaña.
Pero tras tus labios está la nada.
Tras la dopamina el sufrimiento.
La serotonina abandonada…
ANTONICUS EFE
Los pajarillos cantaban y las nubes se levantaban al paso de sus andares, ¡qué cruz cargaban mis pesares!, nos sentábamos bajo el árbol y solo podía mirarte, luego en casa…, te recordaba. Me armé de valor y compré un anillo —solo teníamos 15 años y el anillo era de juguete—. Luego por la noche, bajo el manto de las estrellas, tus palabras me azotaron:
—«Hasta que no cumplamos los dieciocho no podemos besarnos, lo dice mi abuela que de esto sabe mucho»—
En un descuido de la luna mis labios en los tuyos se posaron, no los retiraste, pero al terminar el guantazo fue de órdago.
—¿Y esto a que viene, si has colaborado?—
—Cosas de mi madre—
—No pienso pedirte perdón, pero je en t’oublie pas…—
Silencios estratégicos, …puntos suspensivos rompen la linealidad, distraídas miradas, mi boca otra vez allá va.
—Chup, chup, chup, szhhh, szuuub—
¡Plas!, el otro carrillo puesto a bailar salsa.
—Esto es cosa de mi tía, por si preguntas—
—¿Sabes que tus labios saben a fresa?—
—Sí, lo sé, tengo la regla…—
DAVID MERLÁN
EL VENENO DE MADAME FRÉSIA
—Gracias por su compra, y no olvide de leer el QR para saber más de su historia.
—Gracias así lo haré—contestó ella observando el código impreso en la etiqueta del frasquito de perfume que acababa de adquirir.
Ya en su casa y tras cenar, decidió ponerse cómoda. Con un ligero y casi trasparente picardías, se colocó dos gotas de su nuevo perfume en el cuello y una en el canalillo. Había oído hablar mucho de él, pero había hecho falta ahorrar el equivalente a un par de sueldos para poder adquirirlo.
Se sentó en el sofá se recostó y activó la cámara del móvil; enfocó al código y disparó. Un mensaje apareció en la pantalla. ¿Quiere saber quién fue Madame Frésia? Colóquese sus gafas de realidad virtual y presione <<aceptar>>.
Ella apretó el botón, se ajustó las gafas y automáticamente comenzó a sumergirse en un estado de ensoñación.
Una voz la iba envolviendo y le susurraba «Déjate llevar y disfruta»
«Está historia comienza en París, a finales de 1793 durante el periodo denominado «El reino del terror» o simplemente la Terreur. Nuestra protagonista tenía algo en sus labios que inquietaba. No solo era por su color rojo cereza, ni el aroma, dulzón y salvaje como un campo después de la lluvia, sino por el modo en que hablaban sin moverse. Sus labios color de fresas eran capaces de transmitir ideas incluso sin aparentemente pronunciar una sola palabra.
—Dicen que sus besos matan, Madame Frésia —musitó el Barón D’Aumont, acariciando el cuello de su copa de vino.
Ella sonrió, con la lentitud de quien se sabe con ventaja de tener controlada la situación.
—Eso es solo un rumor, monsieur. Es como decir que el vino embriaga o que la revolución avanza. Verdades dulces envueltas en temor para amedrentar las mentes más débiles.
Jeanne —ese era su verdadero nombre, aunque nadie lo usaba ya— deslizó un dedo por su mejilla mientras sus labios se acercaron sin apenas rozárle la piel. El Barón notó como se le aceleraba el corazón. Cerró los ojos. Su destino ya había comenzado a fraguarse en su sangre.
Madame Frésia se había cobrado una nueva pieza. Jeanne vivía entre sombras. París, revuelta por las masas descontentas de décadas de abusos de los poderosos, estaba llena de ojos, y ella bailaba entre ellos como una llama que no temía al agua. Tenía una lista, escrita en su mente, no en papel. Los nombres de quienes firmaron la sentencia que condenó a su familia al patíbulo. Y uno a uno, los estaba borrando de la faz de la Tierra.
La esencia de fresa que llevaba no era perfume, era algo más. Mezcla fermentada de pétalos, zumo y arsénico encapsulado. Un arte heredado de una madre que supo más de remedios que de oraciones.
Pero esa noche, cuando seguía disfrutando por dentro de su última victoria, algo cambió. Un joven, elegante sin ostentación, se acercó a ella entre la multitud congregada en aquel salón.
—¿No teme ahogarse en este mar de sedas y mentiras? —le preguntó sin rodeos.
—¿Disculpe? Y usted, ¿navega o se hunde, monsieur…?
—Étienne Moreau. Diplomático, o eso digo cuando quiero que me sirvan el mejor vino.
Jeanne notó algo diferente en aquel caballero. Sus ojos no eran los de los nobles que la deseaban por doquier. Eran los de alguien que observaba como si leyera, como si escudriñara cada rasgo, cada gesto y palabra que ella transmitían. Como si supiera más de lo que demostraba.
—¿Y si le dijera que no soy quien aparento? —susurró ella.
—Le respondería que yo tampoco.
Ambos sonrieron cómplices. Los encuentros se volvieron frecuentes. A veces hablaban hasta el amanecer, sin tocarse. Otras veces se tocaban sin hablar. Y, contra toda lógica, Jeanne no le ofreció su beso mortal. Sentía algo por él y eso la frenaba a riesgo de ponerse al descubierto; a riesgo de volverse vulnerable, de volverse más humana.
—Hay venenos más lentos que el arsénico, ¿sabes?—dijo ella sin venir a cuento una noche, mirándolo desde la cama—. Algunos entran por los ojos. Otros por la voz.
—¿Y algunos por los labios…? —preguntó entre murmullo Étienne, sin moverse.
Ella no respondió. No podía, mientras trataba de tragar saliva con dificultad.
Los días pasaban más o menos tranquilos, avanzando entre sus risas, hasta que una noche ella oyó retumbar los peldaños de madera de la escalera bajo los pies de alguien que los maltrataba al trote.
La puerta se abrió de un portazo. Étienne entró sangrando. Herido. Atacado por lo que llamó «fuerzas oscuras de la luz».
—Eres revolucionario —dijo Jeanne sin equivocarse, mientras se disponía a limpiar sus heridas con un trapo.
—Y tú, una asesina con aroma a fruta. Qué pareja tan… moderna.
—Estás delirando.
—Estoy más centrado que nunca, te lo puedo asegurar. Viéndote como eres no me queda el menor género de duda. Y aún así, decidí quedarme. Tus labios de fresa me han atrapado.
El corazón de Jeanne, acostumbrado a latir al ritmo del veneno, titubeó. Por primera vez en años, pensó en detenerse.
Cuando a la mañana siguiente los soldados irrumpieron en su cuarto, ella, no opuso resistencia. Sus sentimientos crecientes por él le habían hecho bajar la guardia y se sabía perdida. Solo pidió que lo atendieran a él primero. Que viviera.
Y él vivió. Pero nunca volvió. Ya había cumplido su cometido. «Tú cuello o el de Madame Frésia» Ese había sido el trato con las autoridades.
Apenas cinco dias después, Madame Frésia convertida definitivamente en Jeanne enfilaba sus pasos camino al cadalso situado en el centro de la Plaza de Grève. El aire de octubre olía a humo y sangre por doquier. La guillotina había cumplido miles de veces su mortal cometido en ese mismo lugar desde aquel lejano abril de 1792 cuando la cabeza del ladrón llamado Pelletier inauguró el cesto donde fue a parar tras ser desgajada de su cuello. Un río de sangre bajaba por el lateral del patíbulo en forma de pequeña cascada, valdeada de tanto en vez por los ayudantes del verdugo. Jeanne vestía de rojo. «Así se notará menos la sangre» pensó autoconsolándose ante lo inminente de su muerte. En la plaza, atestada de gente que seguían con ganas de más sangre, un niño se acercó, con una rosa entre las manos. Le recordó a su hermano, aquel que murió abrazando un saco de trigo.
—¿Me das un beso, madame? —preguntó el niño, inocente.
Ella lo miró. Y, por primera vez, besó sin odio por unos segundos, apenas el tiempo justo para recibir un tirón de su acompañante para que prosiguiera su marcha fúnebre.
***
Años después de toda aquella barbarie, en el taller de un perfumista, aquel niño que una vez había capturado el último beso de Madame Frésia, creó una esencia con notas de fruta, metal y ceniza. Se llamó Fraise de Sang. Nadie supo bien por qué, pero quienes lo olían sentían un escalofrío dulce. De nuevo la voz que la envolvió al comienzo del viaje la fue despertando de su ensoñación.
—Y hasta aquí la historia de Fraise de Sang, de Madame Frésia el mismo que usted tiene ahora entre sus manos. Deseamos que lo disfrute, y que recuerde lo que se susurraba por los rincones olvidados de París a finales del siglo XVIII:
«Sus labios mataban, sí, pero también supieron amar intensamente»
BENEDICTO PALACIOS
A mi amigo no se le olvidaría nunca el día que robó la moto a su padre. No se rompió la cabeza de milagro, porque entrando fuerte en una rotonda, la tomó directa. Se changó una pierna, pasó por el quirófano y durante unos cuantos meses tuvo que usar una muleta y escuchar los reniegos de su padre. A partir de aquel día, ya recuperado, se convirtió en una persona muy selectiva, lo que le gustaba y lo que no. Odiaba, por ejemplo, las frutas con pipo y nunca más comió melocotones, cerezas ni ciruelas, le encantaban por el contrario las fresas, y eso que no llegó a ver la composición del escribidor P.A. López Cruz, que ha puesto las fresas en una boca de mujer que están para comérselas.
Durante el tiempo que aguantó con la muleta, tuvo un éxito enorme entre las chicas. Le preguntaban por el accidente y lo embellecía de tal modo que al menos tres cayeron enamoradas en sus brazos, pero las tres tenían más años que él y cuando las imaginaba con fresas en los labios nada le apetecía besarlas.
El día que logró abandonar la muleta, me invitó a tomar café para presentarme a su verdadero amor, Lucrecia. Era bonita y dos años más joven. Estaba feliz y ella creo que más, eran como una pareja de película. Mi amigo nunca había leído poesía ni escrito un verso y aprovechó que yo estuviera presente para regalar a Lucrecia un libro de Pedro Salinas y recitar de memoria una que terminaba «tengo que vivirlo dentro, me lo tengo que soñar.»
Pasado un tiempo de aquel día memorable, me llamó por el móvil. Tenemos que hablar, así de escuetas fueron sus palabras. Le pregunté si es que la pierna le estaba dando lata.
—La pierna no, el corazón —y colgó.
Yo tenía noticia de que los accidentados suelen tener algún problema que les queda de recuerdo. Y atribuí a ese maldito azar su dolencia.
Vino solo y me extrañó. Le pregunté por Lucrecia.
—Estoy en crisis.
—¿En crisis? Tú no tienes problemas de corazón, los tienes de cabeza.
—Lucrecia nació en un pueblo del Valle del Jerte y solo le gustan las cerezas.
—Bueno y qué.
—No puedo seguir con ella.
—Estás loco, pero si es una mujer preciosa.
—Tienes razón, pero cuando la miró y voy a besarla…
—¿Qué, qué?
—Que solo veo cerezas.
—Pues pruébalas.
—¿Y si no me gustan?
—Como escribió Salinas, te lo sueñas. Y con los ojos cerrados que el amor es ciego.
JUAN MANUEL CABALLERO
El arrebato
Pues tampoco era para tanto, me parecía a mí. Una más, ni más ni menos. Guapa, sí, sin duda, pero no le veía yo por ninguna parte ese aura de inalcanzable que todos le atribuían: se decía de ella que su rostro era impenetrable, y su corazón, no digamos. De extremado buen gusto, sin duda, con ese vestido rojo que dejaba ver unas pantorrillas tersas y tonificadas, y unos hombros redondeados y fibrosos que garantizaban un anclaje preciso a los brazos delgados y bien contorneados; todo, desde luego, fruto de horas de gimnasio y parca y monitorizada alimentación. Pero, al menos ese día, le faltaba eso de lo que todos hablaban: esa imposición silenciosa de su presencia, que al parecer concitaba toda la atención allá adónde iba. Esa mirada firme, serena y medio displicente que se había hecho famosa en la ciudad; el cuello largo y erguido que servía de pilar para el orgulloso y proporcionado cráneo desde donde lo presidía todo, y que servía para culminar aquella bella y distante creación de la Naturaleza a la que, ayudado por sus habituales y exclusivos zapatos de aguja, catapultaban por lo menos hasta el metro setenta y cinco. Luego estaban sus labios de fresa, fruto del carmín de alta gama, que le proporcionaba ese estudiado y certero contraste con su piel blanca, inmaculada de lunares o pecas o vulgaridades por el estilo, a decir de los más atildados cronistas de sociedad.
Claro está que yo no era más que un mozalbete que, desde el porche del jardín, veía por primera vez a esa joven mujer cuya fama le precedía. Qué sabía yo de esas cosas…pero no, era evidente, qué demonios: a esa dama le ocurría algo, en medio del salón donde mi padre había organizado aquel brunch para sus amigos más cercanos del Colegio de Ingenieros. Los conocía a casi todos, de otras veces, excepto a ese tal Fermín que la tomaba a ella de la cintura. Apuesto que por eso lo invitó mi padre.
No solo fueron los ecos de sociedad: también en casa había escuchado a mis padres hablar de ella. De su cara B, en realidad: al parecer, sus orígenes eran extremadamente modestos, necesitados; también pueblerinos. Suponía uno de esos casos casi de película en los que la joven, casi niña, se rebelaba contra su destino y, en buen provecho de su juventud y lozanía, emigraba a la gran urbe para medrar y, a poder ser, convertirse en su propia némesis. Y a la vista estaba que lo había conseguido. O lo estaba consiguiendo, quién sabe, tal vez estuviera solo en la mitad de su camino. El caso es que allí estaba, rodeada de ilustres profesionales liberales, exitosos, en una urbanización exclusiva de la capital. Un entorno que, según todas las voces, era desde hacía años ya su medio natural, su zona de confort, su coto de caza.
Pero algo no iba bien con ella en aquel momento…incluso yo me daba cuenta desde mis ojos de niño, desde detrás del seto del jardín donde me parapetaba para mirarla, allí parada, en pie junto a los demás, en nuestro amplio salón de estilo rústico que tanto le gustaba a mi padre, rodeada de aquella conversación de la que parecía, por una vez, huir; de aquellas mesas altas plagadas de estúpidos canapés, de aceitunas, de mimosas. Qué ridiculez eso del brunch: le obligan a uno a no desayunar en condiciones para poder afrontarlo con ciertas garantías, pero tampoco te matan el hambre, para que puedas almorzar después…Ella miraba aquí y allá como nerviosa, como si le faltase algún tipo de sustento. Ora se tocaba la cara, ora parecía no saber qué hacer con las manos. Ni fijar la atención podía cuando alguno se le dirigía, como necesitando buscar un ángulo en la lejanía donde reposar la visión, al punto de que nuestras miradas, por un momento, se entrelazaron, antes de que yo recogiese la cabeza del todo tras el seto.
Fue entonces que ella pareció disculparse con su acompañante acercándole los labios al oído, o tal vez pedirle que la disculpara ante los demás. Luego desapareció.
Pasaron más minutos de los que cualquier protocolo natural aconsejaba sin que ella regresase. Quizá, pensé, había sufrido los avatares de un eventual estreñimiento; al fin y al cabo, también a ese tipo de mujeres habría de afectarle las indisposiciones de los demás mortales, deduje. Entonces, uno de los componentes del catering se asomó al salón y reclamó la atención de mi padre, que se le acercó. Fue en ese mismo momento que se escucharon los sollozos, como provenientes de la otra punta de la planta baja. Y que Fermín, el acompañante, esbozó una expresión de contrariedad antes de encabezar al grupo, junto con mi padre, en dirección a los lamentos.
Allí estaba ella, despatarrada en el suelo y con la espalda apoyada en la pared, frente a la puerta trasera de la casa. Su rimmel, algo corrido por esa especie de gimoteo loco, excéntrico, de ojos extraviados y respiración entrecortada. Sus manos, apoyadas en el suelo, extrañamente grasientas. El carmín de sus labios, desbaratado alrededor de la mueca de su boca semiabierta, sugería una cereza pisada sobre un suelo de alabastro. Junto a ella, junto a todos, la puerta abierta de la alacena, apenas tres metros más allá, cerca de la entrada a la cocina. Pero nadie, excepto mi padre, reparó en ello.
Fermín, y mi padre, la ayudaron a incorporarse mientras mi madre sugería administrarle uno de sus ansiolíticos. No hizo falta: pronto la sacaron a la calle para que le diese el aire y la montaron, aún temblorosa, en el asiento trasero del mercedes de Fermín, que se disculpó con todos antes de hacer desaparecer el coche por la amplia arteria de la urbanización. Cuando volvieron a entrar, mi padre acompañó a los demás otra vez hasta el salón de buscada apariencia rústica, antes de ausentarse un momento aprovechando que comentaban teorías sobre lo que podría haberle sucedido a ella, a Natacha Vidal, la diva más en auge de las altas esferas de la capital. Se acercó entonces mi padre al que intuía que era el punto clave de todo aquel extravagante suceso: la alacena abierta junto a la que la joven había yacido derrumbada; y no pudo menos que arrugar la cara en un gesto de profunda angustia cuando vio lo allí acontecido.
Al asomar la cabeza por la puerta abierta de la alacena se topó con todas aquellas viandas por el suelo, mordisqueadas. Era en aquel lugar donde guardaba al que consideraba el mejor fruto de su trabajo: los embutidos ibéricos de pata negra. Gustaba de desplazarse donde fuera necesario para conseguirlos: el jamón o la paletilla de primera, el salchichón, el lomo embuchado…el chorizo picante de Cantimpalos, o de León. Ni las fiestas de sociedad, ni el tenis, ni siquiera el golf…aquellas delicatessen eran lo único en lo que le gustaba invertir su tiempo libre: sentarse a solas delante de ellas, con un buen vino tinto y música de Grieg (hacía años se había decantado por «En la gruta del rey de la montaña», pero hacia el final casi siempre se atragantaba, así que terminó cambiándola por la «Danza de Anitra»). Se agachó para ver si podía poner algún tipo de remedio a aquel estropicio, a aquella herejía; pero los embutidos, el propio jamón, la morcilla burgalesa, habían sido atacados con tal violencia, tan a dentellada limpia e imprecisa, que poco había que hacer. Ni rastro del pellejo había siquiera en las zonas atacadas. Apenas pudo, al menos, consolarse con el aroma emanado de aquellos manjares reventados…olores que sin duda llevaron hasta la presa al que debía ser, sin duda, un fino olfato predador. En torno a los viscerales mordiscos, podía verse el rastro de un carmín color de fresa.
Resulta curioso como algo acaecido de puertas adentro de un domicilio particular puede trascender a la opinión pública, pero así fue. Y el caso es que, desde aquel aciago día, Natacha Vidal desapareció de las portadas, de los dimes y de los diretes; diríase, incluso, de la capital. Apenas algún paparazzi avispado logró, algún tiempo después, reconocerla. Solo que ahora no era Natacha Vidal, sino Natalia Vidal del Hoyo, camarera en el bar El Mirador, en Argüelles casi esquina con Alberto Aguilera. Natural de Rozacorderos, provincia de Cáceres.
ARMANDO BARCELONA
VIVIR DEL CUENTO.
—Hola, me llamo Florian, soy príncipe y tengo el síndrome de los labios de fresa.
El chico, espigado y buen mozo, se había puesto en pie para hacer la presentación. Alrededor suyo, en círculo, otros siete muchachos de similar factura lo miraban sonrientes. Al frente del grupo, como coach y moderador, estaba José Cristino I, rey Pretérito de Rabbitland. Unos asuntillos de faldas y comisiones de tapadillo le obligaron a dejar la corona en la testa de su hijo, pero ahora vivía de las rentas, lo tenía todo en letras del tesoro, bonos del estado, fondos públicos, vaya, y se había retirado a vivir a la costa, en casa de un primo lejano que le prestaba el chalet.
—Hola, Florian, te queremos —respondieron al unísono, poniendo caritas de gilipollas igualmente corales.
—Aquí todos tenemos el síndrome de los labios de fresa, querido, nos pirramos por el boquerón jugoso de princesas, condesas, duquesas y cortesanas en general, aunque, para ser sinceros, tampoco le hacemos ascos a unos buenos morros plebeyos ―terció el Pretérito con la donosura y aplomo que da la experiencia y todos asintieron dándole la razón.
―¿Tu churri es Blancanieves, no?
El preguntón, aunque de bellas hechuras, tenía el testuz de macho cabrío y cara de mala leche. Se llamaba Adam, pero los íntimos lo conocían como «Bestia».
»Está buena de cojones, sí ―continuó sin esperar la respuesta de Florian―; que se lo digan a los jodidos enanos; andaban todo el día más salidos y calientes que el pico de una plancha, a Mudito no había quien lo sacase del cuarto de baño.
A Florian el comentario le sentó fatal y contrajo el gesto.
―Mira que eres bestia, Adam ―saltó Flyn Ridder en plan solidario―, córtate un poco, querido, que si nos ponemos a largar tú no sales bien parado, que lo de tu Bella con la zoofilia es de dominio público.
―Señores, señores, haya paz ―intervino el Pretérito―. La verdad es que nos pirramos por los jugosos labios de fresa de esas zagalas, pese a que indefectiblemente acabamos teniendo problemas por culpa de la dichosa querencia, somos así de enamoradizos, no lo podemos evitar. Si lo sabré yo, que me ha costado el trono.
El gallinero se había tensionado y sus palabras echaron un poco de agua al incendio calmando la trifulca.
―Por cierto, Flyn, una curiosidad que tengo ―levantó la mano el príncipe Eric, emparentado con Ariel, alias «La Sirenita»―: ¿la hermosa cabellera rubia de tu Rapunzel es natural o teñida?, porque os tiene que salir por un ojo, la broma en peluquería.
―Creo que es natural ―dudó el otro―. La verdad es que no había caído, pero ¿cómo puedo saberlo?
―¡Coño, pánfilo, pues fijándote! ―se encocoró Alí Ababwa, más conocido por Aladdin―; ya sabes lo que dicen: rubia de bote, chocho morenote, joder.
―Hosti tú, pues ahora que lo dices―se amoscó Felipe, el príncipe consorte de Aurora, por otro nombre conocida como la Bella Durmiente—. Lo que nos faltaba, tener que estar pendientes también de los felpudos.
—A ver, caballeros, a lo que estamos, caray: el síndrome de los labios de fresa. Majestad, ponga usted orden en esto —exigió, ceñudo, Encantador, al coach soberano, que se revolvió, molesto, en el trono.
—Oye, tú, guapito de cara, no te me pongas chulo —se descaró el Pretérito con el pobre chico—, no sea que saquemos a ventilar las parafilias, que en lo de magrear pies te quedas solo, mamón.
Al príncipe de Cenicienta se le subieron los colores a la cara y volvió a sentarse balbuceando no sé qué de cristales, zapatos y mamarracho.
—Me gustaría a mí ver cómo os apañabais bajo del mar, pandilla de quejicas —se jactó Eric—, ¡percebes en los venancios, llevo yo con la coña del chapoteo!
—Yo no sé de qué va eso de los labios de fresa, mi Frozen los lleva siempre morados. ¡Por dios qué grima, es como morrear un iglú! —se quejó Naveen, mientras se abrigaba el cuello subiéndose las solapas de la zamarra.
El rey Pretérito miró su reloj, tenía prevista una reunión con unos contratistas por un asunto de comisiones pendientes de cobrar y se le estaba echando la hora encima.
—Bueno, chicos, vamos a tener que dejar la terapia por hoy, que tengo cosas y se ha hecho tarde —anunció con una sonrisa de plástico, a la vez que cerraba el cuaderno de notas—, la semana que viene nos ponemos en serio con lo de los labios de fresa. Practicad por separado y me traéis las conclusiones.
Un murmullo de disgusto corrió por el salón del trono; los príncipes llevaban un mosqueo del quince y Bestia, que era el más lanzado, no pudo por menos que evidenciarlo de viva voz.
—¡Coño, majestad, os lo montáis de lujo! Yo de mayor quiero ser como vos. No dais un palo al agua.
—Pues esto es como todo, hijo mío, como todo —contestó el rey—. Lo de vivir del cuento a la nobleza nos viene de cuna, y por la gracia de dios, ahí es nada. ¡Anda que no vivís bien vosotros a costa de los morritos de fresa de vuestras princesas, macarras! Venga, circulando, y no se os olvide pasar por caja antes de marcharos, que luego me liais y no me salen las cuentas.
Y colorín, colorado.
ANA MARIA BA
Labios de fresa
sobre esta mesa…
Una niña hermosa,
de recuerdos perdidos
y de tantos llantos
y otros más de alegría.
En un castillo vivía
esa reina de noche
y yo me perdía
entre tantas fresas,
mi corazón latía,
su alma me quería…
ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO
Labios de fresa
―¡Pepi, ya estoy en casa!
―Cierra los ojos y háblame a gritos.
―¿Y eso?
―Espeeeera, impaciente… Ya puedes abrirlos.
―¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhhhhhhh!!! ¿Qué has hecho, loca?
―Ya te dije que me iba a retocar un poco los labios.
―No imaginaba que te iban a tapar la cara. ¿Te has mirado en el espejo?
―Lo he intentado, pero los árboles no me dejan ver el bosque.
―Vaya tela…
―¿Cómo dices?
―¿Te has quedado sorda?
―Las comisuras me han bloqueado los tímpanos.
―Y, además, te han dejado doblada…
―Eso es por el peso de las fresas, me ha pegado un lumbago y no puedo ponerme recta.
―¿Qué fresas?
―Los dos palés que me han puesto en los labios. Anda, ayúdame a abrirlos, que no puedo respirar, los agujeros de la nariz no encuentran huecos libres.
―Para eso necesitaría un gato hidráulico.
―En la clínica me han dado uno, con una trompetilla y un bastón de ciego. Ah, y una foto de Carmen de Mairena para que me consuele, pero como no la veo…
―Jamía, no paras de quejarte, antes no eras tan tiquismiquis.
―Es verdad, yo también lo he notado, como para eso no hace falta ni ver, ni oír, ni respirar, ni estar recta, ni comer, ni beber…
―¿Ves? Tampoco es para tanto porque, por lo demás, bien, ¿no?
―Visto así… Dame un besito para celebrarlo.
―¡¡¡Vade retro, Satanás!!! No quiero ser succionado por una planta carnívora, soy demasiado joven.
―¿Y si coges un alfiler y pinchas un poco, a ver si baja la hinchazón?
―Qué buena idea… A ver…
¡¡¡Boummmmmmmmmmmmmmmmmmm!!!
* * * * * * * * * * *
Diario Fei Nius, sección sucesos.
“… Continúa la investigación del misterioso caso del tsunami rosa del piso de la calle Botox, 35. Se desconocen los motivos de la aparición de una pareja embalsamada en una mezcla de zumo de fresa con hormigón y estabilizantes alimentarios. El único superviviente del edificio, un perro lazarillo, también rosa, ha quedado flipado de por vida y no puede hacer declaraciones. Seguiremos informando…”
RAQUEL LÓPEZ
Hay tantas cosas que decirte
que no encuentro palabras,
con el miedo a herirte
Por eso, te escribo versos,
porque mis manos no pueden tocarte
porque mis labios vacíos de besos,
no pueden besarte.
Porque mis ojos
cansados de tantas lágrimas
jamás podrán contemplarte.
Porque en mis momentos aciagos
voy muriendo por dentro
sintiendo el dolor causado,
del que espera un nuevo encuentro.
¡Si yo pudiera!.
Convertir mis sueños locos
despertando de esta quimera.
Ser las manos que acarician
la suave piel de tu cuerpo,
ser la eterna sonrisa
que brota de mis labios sedientos.
Ser la luz de tu mirada
que alumbra mis noches oscuras,
el color de mis días grises
el sol que me ilumine.
Extasiado de anhelos
desearte cuando yo quiera,
tenerte entre mis deseos
saborear tus labios de fresa.
¡ Ay amor, si yo pudiera!….
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
LAS LEYES DE LA FÍSICA
Viernes, 5 de abril de 2024
Es cierto que hay cosas que no se ven. Pero si tuviéramos que describir la felicidad, ese sentimiento con letras mayúsculas, sin duda tendríamos que trasladarnos a aquel momento. El verano acababa de abrir sus ojos y la temperatura era simplemente perfecta. Un suave rayo de sol atravesaba las cortinas acariciándoles la cara. La mañana no se parecía a ninguna que hubieran vivido antes. Algo mágico rodeaba ese pequeño universo en el que ambos flotaban y en el que el tiempo se había detenido.
Pascal removía el café con excitación, formando un pequeño tornado negro que amenazaba con cobrar vida y escapar de la taza. Incapaz de apartar la mirada de los ojos de Marie, dos enormes diamantes que brillaban reflejando el color del mar, se sentía el hombre más afortunado sobre el planeta. Seguía sin poder creer que estuviera frente a la chica más enigmática y fascinante de cuantas había conocido.
A menudo ignoramos por qué ocurren las cosas. Tampoco él entendía en realidad las leyes que rigen el mundo, pero era, de entre todas, la ley de atracción universal la que los había unido en algún momento de la noche anterior. Pascal y Marie eran dos cuerpos celestes atrapados por la gravedad. El principio de su historia recordaba al de Arquímedes. Él se había sumergido en su vida, zambulléndose en ella como en un fluido, experimentando una increíble sensación de empuje hacia arriba y desalojándolo todo para entregarse en cuerpo y alma. Ella básicamente se había dejado llevar, abriéndole sus labios de un delicioso sabor a fresa y más tarde sus puertas, de par en par.
Ambos se movían por inercia, por una suma de fuerzas descontroladas. Era lo suyo un instinto prehistórico de descubrimiento del fuego y de las cosas ancestrales, un calor cuya temperatura sobrepasaba todos los principios de la termodinámica. Había electromagnetismo. Eran dos polos opuestos que se atraían con la fuerza de un imán de neodimio. La electricidad fluía del uno al otro, una corriente de alto voltaje de las que sacuden con la descarga del rayo y erizan cada centímetro de piel. Aquello noche se devoraron el uno al otro, como dos animales salvajes guiados por el principio de acción y reacción.
Sábado, 5 de abril de 2025
Pascal nunca ha necesitado calcular cuántos segundos tiene un año, pero ese ha sido el tiempo exacto y suficiente para que su mundo se haya dado la vuelta. Salvo el mismo salón donde Pascal vuelve a remover su café, todo lo demás ha cambiado. La cucharilla gira ahora con ritmo pesado y tembloroso, mientras observa de nuevo a Marie. Pero no son sus ojos lo que contempla, sino su figura alejándose hacia la puerta mientras arrastra una maleta. La magia se ha roto y con ella sus vidas. Por mil razones y por ninguna en concreto. La física se ha equivocado con ellos y sus leyes han dejado de tener sentido. La única luz que atraviesa la cortina esa mañana es la de la tormenta que los ilumina de manera intermitente, mientras el diluvio universal se derrama en las calles.
Marie camina despacio, sin terminar de irse. En un momento dado se gira y cruzan una última mirada. El brillo de sus ojos ahora es frío y apagado. Pascal es consciente de que la velocidad a la que ella se aleja es proporcional al abismo que se abre entre los dos y al tiempo que han tardado en suceder las cosas. Ahora entiende todo eso de la relatividad.
En tan solo un año han hecho saltar por los aires el principio de conservación del amor. El suyo se creó en una noche, el tiempo lo transformó y esa mañana lluviosa ha sido destruido. Su historia es el producto de la explosión de dos corazones. Una deflagración de amor cuya onda expansiva ha acabado llevándoselos por delante. Ya no hay besos y nada sabe a fresa.
La puerta se cierra y la cucharilla deja de dar vueltas. Es entonces cuando Pascal garabatea una frase de un cuento sobre criadas que recuerda haber leído una vez: «Cada historia de amor es una tragedia, si esperas lo suficiente».
RUFINA SEVILLA
«Si pudiera parar el tiempo
mirarme en la profundidad de tus ojos.
Si pudiera sentir la delicadeza de tus manos en mi cintura.
Si pudiera,ay !!! Si pudiera,si pudiera
besar de nuevo tus labios tibios de fresa.
Y pasear por las alamedas
donde juraste amarme por toda la eternidad.
Yo sé que no volveras
porque Dios reclamo tú presencia
Y sólo me queda de ti tu recuerdo de tus labios de fresas.
IRENE ADLER
PERSÉFONE
El cartel publicitario estaba por todas partes: en las portadas de las mejores revistas de moda, en la luna trasera de los autobuses urbanos, en las gigantescas vallas publicitarias de las autopistas. Y allí, ante sus ojos enturbiados por la ginebra temprana, la falta de sueño y la fiebre.
Se erguía sobre la marquesina del parque como una inquietante promesa de lujurias y desvelos; como una hipnótica fruta del árbol prohibido; como el siniestro obituario de su propia e inexorable muerte. Porque estaba muerto.
Seguía respirando. Aún podía tragar, sudar, sentir, oler la primavera en el aire, distinguir los colores agresivos del cartel publicitario; pero estaba muerto. La mastodóntica fotografía mostraba a una mujer bellísima con un tocado de granadas y serpientes. Su boca tenía el fulgor de las fresas maduras, las cerezas picotas y el pecado. Algunas personas, detenidas en el espacio y el tiempo esperando la llegada del autobús, contemplaban el cartel. ¿Qué estarían pensando? ¿Por qué la publicidad se apoyaba siempre en el sexo para resultar efectiva? ¿Qué los colores eran agresivos, beligerantes, audaces y provocativos? ¿Qué no era necesaria tanta parafernalia para venderles un lápiz de labios? ¿Quién era aquella Perséfone que daba nombre al cosmético y por qué la habían escogido precisamente a ella?
Quizá…
Pero él sabía con absoluta certeza aquello en lo que nadie, nunca, mirando aquel cartel, pensaría. Lo que tan arteramente el fotógrafo, la firma de cosméticos, la modelo y un indecente número de asesores legales y expertos en marketing y estudios de mercado, habían ocultado bajo el arte y la estética de aquella foto. Lo obvio oculto a plena vista. La fórmula secreta que le encargaron robar y que—paradojas de la vida — lo estaba matando lentamente y desde dentro.
Recordaba sin acritud ni rencores la expresión neutra del médico y su voz igual de anodina, confirmando sus sospechas. La información escueta sobre la inexistencia de un antídoto eficaz. La sugerencia de ingresar para recibir, al menos, un tratamiento que contuviera los estragos que la hemotoxina ya había empezado a causar en su organismo. Víbora de Shaba. Su veneno en una fórmula química era el ingrediente secreto de aquel producto cosmético que volvía los labios jugosos, brillantes, apetecibles, libidinosos. Algo relacionado con la coagulación de la sangre o la ausencia de ella. Cien veces más eficaz que los ácidos hialurónicos, el colágeno o el bótox. Inmediato en sus efectos, pasajero y sin secuelas.
Y él había muerto dos veces intentando robar ese secreto: la primera, cuando se enamoró de ella; de sus ojos tristes y sus anómalos silencios.
La segunda, cuando ella descubrió lo que quería…y se lo dió.
Había bastado un beso de sus labios de fresa, suaves y dulces como el corazón de las almendras, humedecidos por la sal de sus lágrimas. El veneno de la víbora de Shaba concentrado sobre aquella boca que él sabía que estaba traicionando y que habría de matarlos a los dos.
Ella era una química brillante, introvertida, encerrada en un mundo de probetas y moléculas vivaces bajo la lente de un microscopio. Él era un ladrón corporativo eficiente, caro, que se movía en un mundo peligroso de secretos y mentiras al servicio del mejor postor. Un mercenario moderno que no creía en nada hasta que la conoció.
Ahora ella estaba muerta, fría y muy pálida sobre la alfombra de su sala de estar, con el rostro azulado y aquellos perfectos labios rojos, como las fresas maduras o las cerezas picotas. Y él estaba allí sentado, contemplando un cartel publicitario donde aparecía Perséfone con su boca perfecta y su cuello de gacela adornado con serpientes. El secreto oculto a plena vista.
Hemotoxinas, pepitas de granada, elecciones…
Hades y Perséfone y su extraño amor de oscuridad e inframundos.
Alguien dijo que sonreía de una manera extraña cuando se desplomó en mitad de la acera y para cuando llegó la ambulancia ya sólo pudieron certificar su muerte.
ANGY DEL TORO
UN BESO DE FRESA
—Padre, he pecado —dije con temor a ser reprendida.
Al otro lado del confesionario, una voz suave respondió, casi como en un susurro de misa:
—¿Qué dices, hija mía?
Rasqué mi garganta. Sabía que era algo importante. O al menos, así lo sentía.
—Sí, Padre. Cometí un acto impuro.
Hubo un silencio, y entonces, su tono cambió, como si algo muy grave hubiera escuchado:
—Por favor, explícate mejor. Aún eres una niña. Seguro que estás equivocada.
Lo pensé un poco antes de decirlo. —Le di un beso a un amiguito.
Entre las rendijas del confesionario, lo vi hacer la señal de la cruz. Lo tomé como un adelante, debes continuar.
—A ver… no fue un beso robado, ni a traición. Fue un acuerdo. Los dos dijimos que sí. Él me pidió que fingiera, que dijera que sus labios sabían a fresa. Pero no era mentira, Padre. De veras sabían a fresa. Aunque también tenía chocolate en la cara.
La mentira, si acaso, fue que no lo conté en el recreo. A los demás niños les hablé solo de la fresa.
—Mentiste igualmente —dijo él, y tendrás que pagarlo.
—Señor Cura, por favor, espere usted—dije y continué— porque eso no es todo. No he terminado.
—¿Hay más?
—Claro que hay más. No se me olvida el sabor. Cada vez que lo veo, pienso en sus labios de fresa. ¿Eso también es pecado?
—Tercer pecado: pensamientos impuros —anotó él, como si llevara una libreta invisible en sus manos.
Yo tragué saliva. No era fácil decir lo siguiente. —Y hay otro pecado, Padre… pero, por favor, no me lo vaya a tener en cuenta.
Él… él tiene novia. Y yo quiero ser su novia. ¿Eso es codiciar los bienes ajenos?
Suspiró profundo, como molesto. Lo escuché fuerte, parecía que el aire le pesaba.
—Ese pecado es suyo, no tuyo —respondió.
—¿Y si yo lo quiero igual? ¿No estoy pecando por desear lo que no es mío?
—Otro pecado —dijo sin vacilar. Ya son cuatro.
—Lo juro, Padre. Por Diosito se lo juro.
No respondió de inmediato. Cuando lo hizo, me preguntó si estaba segura.
—Bueno… —dudé, mirando al cielo pintado en el techo—, si quiere póngame usted la penitencia por cinco pecados. Creo que acabo de jurar en vano.
Salí del confesionario con una mezcla extraña entre orgullo y susto. Me sabía culpable, pero también feliz. Porque, al final de todo, el pecado… sabía a fresa. Y un poquito a chocolate.
ABBY MARSIE ROGOM
LA SEDUCCIÓN POSTIZA.
Eva estaba en la cola del súper. Ella era la siguiente. Miró a la_lo que tenía delante. Era una especie de mujer cuyos labios eran dos enormes chorizos chorreantes; Ni siquiera podía pronunciar bien. Todos tradujimos por una lejana similitud fonética cuando dijo:
Zi, pago con tadjeta. Y me da unos chiques de fesa. Y lo cadamelo de zocolate y la barda de labio rdojo intenzo. Que me gusta el rdojo fuette.
Al notar que Eva la miraba sonriendo, se puso coqueta, mirándola a través de unas pestañas postizas de las que podría colgar las bolsas de la compra, y se atusó la fregona que tenía por melena, dejando caer la mano hacia un escote que presidían dos tetas tan grandes como su cabeza. Éste espécimen digno de estudio intentó sonreír a su vez, dedicándole una mueca espantosa y babeante cuyo significado era un enigma.
Pero Eva sonreía porque se acordó de los mandriles, cuyo trasero indicaba el empeño seductor que enarbolaban, siendo éste directamente proporcional a la inflamación y la intensidad del rojo de su culo. La cosa pagó y recogió las compras alargando un antebrazo envuelto en pulseras hasta el codo y salió de allí bamboleando un enorme trasero desproporcionado que se derramaba por los flancos y contoneándose sobre unos tacones a los que les faltaban dos centímetros para considerarse andamios con lentejuelas. El espantajo se sentía atractivo, seductor. Aquello era maravillosamente incomprensible y llamativo. Hay que completar la imagen de pesadilla con unas mallas semitransparentes con las que iba enseñando a trasluz el dibujo de encaje de sus enormes bragas.
Contoneaba las caderas de un modo tan exagerado que parecía una parodia consciente del andar femenino. Si fuera ella, yo no sabría dónde meterme para que no me vieran. Imagino que una solución sería ponerme un burka. Pero esta mujer quería llamar la atención con ese aspecto que se había proporcionado ella misma. Había ahí un evidente desajuste en su autopercepción.
Eva sabía que no le habían pagado por ir así, al contrario, había pagado por un culo, unas tetas y unos labios enormes de plástico. Al parecer, con el fin de seducir. Estaba claro que veía las cosas desde una perspectiva deformada.¿Tenía esto algo que ver con la autoestima? Quizá con la inseguridad. Se dice que las personas que hacen esto no se quieren a sí mismas, si es así…
No sé, pero a esta mujer, por lo que le había hecho a su cuerpo, le faltaba poco para odiarse.
Eva salió detrás del ser algo fascinada, observando su caminar, como en una cuerda floja, muy floja y alta; deshizo la lazada de la correa al final de la cual tenía atada a su minúsculo chihuahua, cuya cabeza no podía soportar el peso del collar que llevaba, quedando para más desgracia enterrada en los ridículos ropajes con los que iba vestida. La cogió en brazos, llamándola» Colosita» como el mejor insulto bienintencionado y acercando al pequeño perrito de sus enormes y chorreantes labios de fresa le dió un beso succionador que aterrorizó a » Colosita», retorciéndose con el pánico justificado de acabar dentro de la boca del extraño ser al que iba atado.
Se fue el » labios de fresa» cargando a Colosita en la mano, perdiéndose de vista al llegar al final de la calle, quedando rezagado e insistiendo ante tus ojos su desbordado trasero vestido de encaje, que casi parecía agarrarse a la esquina por no desaparecer de tu mirada.
EL IDIOTA
Los débiles rayos del sol se insinuaban justo en la misma dirección de la posición enemiga. Comenzaba el amanecer y con él, la inmensa planicie se configuraba antes sus ojos como si la luz fuera componiéndola pedazo a pedazo, A lo lejos apareció el horizonte, uno diferente al que estaba acostumbrado: cielo y tierra separado por una raya, cada cual defendiendo su territorio, negándose a retroceder, pero sin poder avanzar. En su isla natal nunca sucedía, allá el horizonte siempre era entre el cielo y el mar.
Esperaban la orden del general para iniciar el avance. El silencio obligatorio reinaba.
La nerviosa respiración previa al combate, debía controlarse. “Respira suave y profundo, Remigio. Controla la adrenalina” se aconsejó mentalmente.
Al inclinarse en la trinchera sintió el roce del papel contra su pecho y recordó que debía responder la carta a Xiomara, la novia. La guardó entre el uniforme y la piel para que la mancha roja del lápiz labial, la huella de los labios fresas de ella en el papel, contactara directamente con el corazón y si moría, sintiera disminuir los latidos hasta detenerse y testificara que nunca dejó de pensar en ella.
Miró a su izquierda para decirle algo a Alcides, pero el soldado miraba hacia el frente con una mueca en los labios difícil de entender, en la línea divisoria del miedo y la sonrisa, y los ojos delataban que estaba en otro sitio, quizás con la novia en la playa.
La radio gritó la orden. Comenzó la carrera hacia la muerte.
SERGIO TELLEZ
15 MINUTOS SE ENTRELAZAN EN UN ÚLTIMO Y DESESPERADO VALS.
Lleva 15 minutos sumido en este sueño, está próximo a despertar de su mundo onírico. Si eso sucede, todo habrá terminado para ellos.
En su mente, una escena se desarrolla. Él y ella están en una habitación íntima, rodeados de velas y una luz suave. La tensión entre ellos es palpable, y él puede sentir el deseo que lo ha estado reprimiendo durante tanto tiempo. Ella se acerca a él, y él la toma en sus brazos, sintiendo su calor y su cercanía. Sus labios de fresa, suaves y tentadores, están a solo un suspiro de distancia. Pero justo cuando están a punto de consumar su relación, algo en su mente lo detiene. Un recuerdo lejano, una voz que le susurra que no es real, que es solo un sueño.
La imagen de ella comienza a distorsionarse, y él siente una sensación de pérdida y frustración. De forma extraña, ambos saben lo que les espera. Están a punto de desaparecer para siempre, solo falta un momento más.
Un ruido en la habitación, el primer rayo de sol colándose por la ventana… Cualquier cosa puede romper el hechizo y hacer que se desvanezcan en el aire. Él la mira con desesperación, sabiendo que no tienen mucho tiempo.
—¿Qué podemos hacer? —le pregunta él, desesperado por encontrar una solución.
Ella lo mira, y él piensa que ve una chispa de comprensión en sus ojos. Pero no responde. Se limita a acercarse más a él, su cuerpo emitiendo un calor que se desliza bajo su piel, como una llama que late al ritmo de su corazón.
—Tenemos que hacer algo —le urge él, su voz un susurro apremiante—. Algo que nos permita aferrarnos el uno al otro. Algo que nos permita existir más allá de este sueño que se desvanece.
Ella no opone resistencia, pero tampoco se mueve. Se mantiene inmóvil, esperando que él haga el primer movimiento, que su mano se deslice sobre su piel y la acaricie con suavidad.
Pero él, en lugar de ceder a la tentación, sigue atrapado en su propia contradicción, su mente está dividida entre el deseo y la desesperación.
«¿Por qué luchar contra esto? ¿Por qué tratar de aferrarme a algo que sé que es imposible? Ella y yo… somos un sueño, una ilusión. Y yo… yo soy el que me está soñando. El que me está creando y destruyendo al mismo tiempo.»
«En cualquier momento, puedo despertar y… y todo esto se acabará. Ella se desvanecerá. Y yo… yo me quedaré solo, con la conciencia de lo que he perdido.»
«Pero no puedo evitarlo. No puedo evitar quererla, necesitarla. Aunque sé que es un amor imposible. Aunque sé que soy el que está condenando a perderla.»
«¿Por qué hago esto? ¿Por qué me torturo de esta manera? ¿Por qué no puedo simplemente… despertar y olvidar?», se pregunta él, sabiendo que es una pregunta retórica.
Porque la verdad es que no puede olvidar. No puede olvidar la forma en que ella sonríe, revelando sus labios de fresa, suaves y tentadores, o la forma en que su cabello cae sobre sus hombros.
Él siempre la deseó, pero nunca había tenido el valor de acercarse a ella.
Ahora, en este sueño, tiene la oportunidad de estar con ella, de sentir su calor y su cercanía. Pero sabe que es solo un sueño. Sabe que en cualquier momento puede despertar y perderla para siempre.
Esa idea es insoportable.
—¿Qué podemos hacer? —le pregunta él de nuevo, desesperado por encontrar una solución.
Ella lo mira, y él piensa que ve una chispa de comprensión en sus ojos. Pero no responde. Se limita a acercarse más a él, su cuerpo emitiendo un calor que se desliza bajo su piel.
Él siente una oleada de desesperación, pero no se rinde. La toma de los hombros, y la mira fijamente.
—No puedo aceptar que no haya nada que podamos hacer—dice él.
El despertador explota en su oído, y él se despierta con un sobresalto brutal. La habitación íntima, la mujer, el deseo y la desesperación se desvanecen en un instante, como si nunca hubieran existido.
En milésimas de segundo, él comprende. Se acuerda del sueño, de la lucha y la contradicción. Y sabe que, dentro de unos minutos, solo recordará vagamente el sueño. Es algo que ya le ha pasado antes.
Se voltea en la cama, y su mirada se posa en la mujer que duerme a su lado. Su esposa. La misma mujer del sueño. Él se queda paralizado, sin poder creer lo que ve.
¿Por qué en el sueño no recordaba que era su esposa? ¿Por qué su mente la había convertido en una mujer desconocida, inalcanzable?
Se queda allí, mirándola, tratando de entender el misterio de su propia mente. Y, de repente, se siente atraído por sus labios de fresa, que brillan con una tentación irresistible. Una sonrisa de ironía se forma en su rostro. —Buenos días —dice, en voz baja.
LOLI BELBEL
A DESTIEMPO
Si no estoy donde quieres que esté
Yo soy tiempo que perece,
soy espacio que se oculta tras la luna.
Si no ves lo que quieres ver
divide en dos tu vida:
pasado y futuro
y ahora verás lo que siempre has perseguido:
un abrazo de profunda eternidad.
Yo ya no puedo dártelo.
Mi tiempo ya no es tu tiempo.
O tú o yo
hemos llegado tarde
o muy temprano.
Guardaste ilusiones que
estallan ahora
agonizando contigo
el comienzo de mi vida
y el final de la tuya…
Si no te reconforta ya tu idea de mí
busca una poesía…,
o
pínta mis ojos de lluvia
mis labios de fresa
mi cuerpo de fuego
en un lienzo
al óleo…,
y pon el cuadro
en un marco
de lágrimas y cristal
para recordar hasta la muerte
lo que pudo ser y no fue:
HAROLD LIMA
Atavismos.
La sala era un hervidero de gente, muchos periodistas y curiosos tratando de conseguir un momento cerca del extraño ser. Los doctores preocupados se rascaba las cabezas ideando una forma segura para mantener vivo al pequeño; no faltaba el ingeniero de mantenimiento del hospital denegando con la cabeza a los requerimientos de un hombre de bata blanca.
— Imposible. Decía —Esas incubadoras no fueron diseñadas para eso. Pero, supongo si acondiciono el termostato y el soporte vital algo se puede hacer.
Recuerdo claramente que esos días yo apenas era un interno de primer año. Los superiores nos tenían empujando camillas y haciendo guardias en urgencias; aquellos días era de rutina hacer exámenes de bio maquinas y ajustarlas para combatir los males más comunes, no como ahora que se ajustan solas gracias a la red médica inalambrica.
También recuerdo, la señora Olivares era paciente de rutina en la sala de maternidad, nada fuera de lo común era su gestación, lo único que resalataba en su historial clínico era una pequeña modificación genética por diseño, labios de fresa; algo pasado de moda hoy, pero muy popular en la epoca. El resto de pacientas de la sala tenían en sus historiales clínicos modificaciones de todo tipo, huesos de nanocarbono si deseabn que el niño o niña trabajara en planetas de gravedad pesada, pupilas múltiples, si la familia planeaba un futuro en un planeta con acople de marea fuerte o tal vez un capricho como que el niño tenga sexo variable o que tenga adaptación múltiple diferentes tipos de radiación.
Era un día común, las enfermeras reboloteaban ocupadas y los doctores hacían su inspección nocturna, nosotros los acompañabamos. El médico de sala solía hacer alguna pregunta y nosotros procurabamos responder, en ocasiones el médico de sala nos corregida y en otras nos enviaba a revisar los libros para la próxima ocasión hacer diagnósticos o formular tratamientos mejores. La sorpresa fue cuando la señora Olivares inició la labor de parto y las alarmas de su camilla automática se iniciaron, los equipos de sustento vital se desplegaron y al rodearon, el doctor se apresuró a ella y yo pude ver mi primer parto del día. En verdad fue todo un reto, porque las constantes vitales variaban y en muchas ocasiones la madre estuvo a puertas de la muerte. Las enfermeras contenían al preocupado padre y se aseguraban firmará las autorizaciones para hacer un respaldo electrónico de la conciencia de su pareja en caso ocurriera lo peor.
Para la medianoche se realizó una operación de cesárea, los brazos roboticos cortaban rápidamente y extrajeron al niño. La sala se lleno de un silencio extraño y todos quedamos impactados. La criatura era de un color rosado inquietante y su piel suave parecía tan delicada que difícilmente soportaría la menor cantidad de radiación, los estudios mostraron que era incapaz de fotosintetizar, tener telepatía básica y de todas las modificaciones genéticas básicas de cualquier ciudadano común y corriente de la federación de mundos humanos.
El consejo de especialistas dijo que se trataba de atavismos y que este niño tenía muchos, lo cual lo hacía un fósil viviente. Una criatura tan similar al humano promedio de vieja tierra de hace unos 1300 años. En aquellas épocas los humanos desconocian el viaje espacial y los rigores del universo, ellos vivían tranquilos en la tierra que les protegía y mantenía. Sus cuerpos eran muy frágiles para las primeras colonias espaciales y por tanto, se inicio una era de modificaciones a nivel genético. Los libros de medicina hablan de extraños partos con atavismos menores. Mas nunca se había visto algo tan masivo.
Para la tarde era noticia en la red de comunicación federal, los periodistas se agolpaban para conseguir una declaración sobre el caso. Fuimos populares por algunas semanas y el niño logros sobrevivir los primeros días en la incubadora que fue modificada para sus requerimientos tan especiales.
Yo termine mi internado unas semanas despues y me asignaron a otro hospital en una colonia orbital lejana. Años después supe el niño recibió tratamiento y prótesis que se usaban en heridos de guerra para hacer su vida los más normal posible. Talvez nunca pueda hace fotosíntesis y tenga que comer diariamente y no cada semana y siempre dependa de cremas para contrarrestar la radiación de cualquier mindo o colonia orbital. Más estoy seguro tendrá una vida plena gracias a nuestra tecnologia médica. De lo que si estoy seguro es que sus labios saben a fresa porque esa modificación la supervice yo mismo, los atavismos posiblemente sean decisión del gran dios.
EFRAÍN DÍAZ
Hay personas que entran en nuestra vida como quien abre una ventana y deja pasar la brisa: por un instante breve, luminoso para luego irse. Otras, en cambio, se quedan para siempre. Y algunas, las más misteriosas. parten físicamente, pero se instalan en algún rincón de nuestra memoria desde donde no dejan de hablar, de mirarnos, de latir. Son las que no están, pero nunca se marcharon.
Si la memoria no me traiciona, se llamaba Sandra. Llegó a mi adolescencia con la ligereza de las cosas que uno cree eternas. Pensé que sería para siempre. Qué ingenuo fui. Que iluso.
Vivía para ella como vive la flor por el sol. Dormía con su nombre entre los dientes. Comía con la esperanza de verla pasar. Respiraba imaginándome su risa. Era mi corazón de batata mameya, mis labios de fresa.
Pero la dicha completa es un lujo que raras veces nos pertenece. Nuestro idilio apenas duró seis meses. Sandra se enamoró de un muchacho mayor, uno de esos que arrastran miradas por ser altivo, arrogante y seguro de sí. Para ella, el hombre ideal. Para mí, el fin de la historia. Y me tocó, entonces, lamer mis heridas con dignidad y seguir adelante, porque la vida no se detiene. Continua con o sin ti, con o sin ella.
Pasaron los años. Ella se casó con su príncipe azul. Yo también encontré mi princesa. Formé una vida feliz, o al menos, eso creo. Pero Sandra nunca salió del todo de mi cabeza. A veces regresaba en sueños, en canciones, en alguna risa ajena que me recordaba la suya.
Y un día, cuarenta años después, apareció. En un restaurante de comida rápida, donde el destino parece tomarse vacaciones y sin embargo, nos tiende sus trampas. El tiempo, inexorable, no pasa en vano, pero había sido clemente con ella. Había ganado peso, sí, pero su rostro aún guardaba la armonía de los días felices. Había envejecido con esa elegancia que no se compra ni se ensaya. Bastó una mirada para reconocernos. Y creo que vio en mis ojos el fulgor de la sorpresa, la emoción contenida, el viejo asombro intacto.
Me habló de su vida con voz pausada. Me contó que su cuento de hadas se convirtió en encierro. Aquel príncipe se volvió ogro. Tres embarazos, una casa, el trabajo invisible de quien lo da todo sin recibir casi nada. Sin salidas, sin caricias. Sin vida propia.
No pude evitar preguntarme qué hubiera pasado si hubiese sido yo. Si en lugar de él, hubiera sido yo quien la llevara del brazo por el mundo. Hoy tengo un matrimonio feliz, o al menos, así lo siento. Y estoy seguro, o quiero estarlo, de que ella también habría sido feliz.
Sandra llegó a mi vida con fecha de partida. Compartimos seis meses de adolescencia y, sin embargo, cuarenta años después aún podría decir que conserva, aunque solo en mi recuerdo, aquellos labios de fresa que me volvían loco. Aquellos que nunca besé lo suficiente y que aún, en silencio, me siguen llamando.
MANUELA CÁMARA
CONTRAVIENTO.
Hubo un tiempo —no tan lejano, aunque parezca de otra vida— en que me bastaba el brillo en los labios para salir al mundo con la cabeza en alto.
Un rojo fresa, intenso, dulce y osado, era mi escudo. Me lo ponía cada mañana después del desayuno con pulso firme y aprobando mi sencillez frente al espejo, como quien afila un cuchillo antes de entrar en el campo de batalla.
No sé si era un gesto de valentía o un simple barniz de ella. Caminaba por la ciudad con los zapatos muy gastados y el corazón entero, como si no pesara cargar con el deseo de los otros y el mío propio, como si el futuro se hiciera en cada paso y en cada desafío, como si las calles solo tuvieran una dirección y ese era el único destino. Sonreía como sonríe alguien que ha aprendido a vivir con la intuición, poco dinero en el bolsillo y muchas caricias pospuestas.
«labios de fresa y alma de huracán» me decía una amiga.
Y tenía razón. Había en mi un plan claro de futuro por el que luchaba con una fiera. Había un deseo de cambiar el mundo que me activaba desde las entrañas. Había un ansía de romper vitrinas, de apurar el tiempo, de escribir mi nombre en la piel de alguien que no huyera al primer contratiempo.
También había noches en las que me sorprendía frente al espejo desmaquillando las heridas al mismo tiempo que el rímel corrido. Y aunque había que insistir (ya sabéis cuánto cuesta quitar el rímel), siempre lo conseguía y me iba a la cama con la cara limpia y la mente reordenada. Y al día siguiente, me pintaba de nuevo los labios. Por terquedad, por deseo, por fe, porque era mi manera atrevida y fuerte de estar en la vida.
De aquella etapa también aprendí que hay labios que besan y también labios que mienten, y los míos, a veces, hacían ambas cosas. Y también aprendí que sirven para decir que no, para leer en voz alta la poesía de la tierra, para susurrarse a una misma todo lo que necesita escuchar, para impulsarse a florecer incluso cuando el tallo está roto.
Fueron años de continuo descubrimiento, años dulces y atrevidos, en los que yo era como ese perfume que siempre huele bien pero que arde si le roza el fuego.
AAhora, cuando me encuentro con aquella que fui, no la juzgo ni la corrijo. La miro con ternura, le guiño un ojo en el espejo, y saco del bolso el labial rojo. No como un gesto de nostalgia, sino como un pacto renovado con mi fuego. Porque sigo siendo ella: la mujer a contraviento, que se abre paso con la boca pintada de valentía y el alma encendida de futuro
GUILLERMO ARQUILLOS
TODAVÍA ESTOY AQUÍ
—¿Y ese de ahí? ¿Cuántos kilómetros tiene?
—Ciento cincuenta mil. Pero el motor está perfecto, huélelo, si quieres —dijo él, dándose un golpecito en el pecho con dos dedos.
—¿Olerlo?
—Los coches también huelen cuando mienten, como las personas.
Ella ladeó la cabeza y sonrió un segundo. Se tapó la boca con el dorso del guante. Llevaba los labios pintados de color fresa. El abrigo le marcaba la cintura; la falda se detenía justo donde empezaban las suposiciones. Él bajó los ojos un instante, como quien calcula los kilómetros de un viaje sin usar Google.
—¿Quieres probarlo?
—¿Puedo?
—Sí, claro. Si tienes carné… y corazón.
Ella arrugó los labios y se quitó el guante derecho con parsimonia. En el dedo anular tenía una marca blanca, pero no llevaba ningún anillo.
El coche era casi deportivo, de un color amarillo limón que relucía con el sol de aquel día de invierno. Ella se acercó al vehículo midiendo cada paso, como si fuera pisando recuerdos.
Dentro, el aire era denso. Ella apoyó las manos en el volante y respiró hondo. Pasó la yema de los dedos por el salpicadero. Olía a ambientador barato y a cuero viejo.
—Mi ex tenía uno igual que este…
—Sí, ya sé… siempre queda huella, es inevitable.
Ella no respondió, se quedó mirando el retrovisor unos segundos. Luego se peinó un mechón con la mano.
—¿Y a ti? —le preguntó al vendedor—. ¿A ti los coches te traen recuerdos?
—Sí, claro. Ya sabes: en uno aprendí a besar; en otro, a mentir… —hizo una pausa breve—. Y en otro… a callar.
Ella bajó el parasol y, con lentitud, se retocó los labios con el dedo índice. Luego lo deslizó por ellos, despacio, antes de llevárselo a la boca.
—¿Y a querer? —dijo ella.
—Bueno, a eso uno nunca termina de aprender…
En un semáforo, una pareja joven cruzó de la mano. Ella los observó sin mover la cabeza. Él se fijó en sus piernas y luego desvió los ojos: se acarició el cuello con las yemas de los dedos, pensativo, y carraspeó.
—¿Sabes lo que me dijo una amiga?
—Dime —contestó el vendedor.
—Pues que, cuando llegamos a cierta edad, a las mujeres ya no nos mira nadie.
Él se rascó la nariz, incómodo.
—Tonterías… A veces no se trata de la edad, sino de dónde mira uno.
—Eso mismo le dije yo. Pero, en cuanto pude, fui y me miré en el espejo.
—¿Y qué es lo que viste?
—Labios de fresa.
Él no respondió. Ella lo miró de lado y él sostuvo la mirada apenas dos segundos más de lo necesario. Luego ella sonrió sin alegría.
—Me los pinto así cada mañana, como si fuera una pancarta. Creo que quiero que la gente la lea.
—¿Y qué dice la pancarta?
—Pues dice: «Todavía estoy aquí».
—Y lo estás, ya lo creo —dijo el vendedor. Y miró fugazmente sus piernas.
—Sí, estoy… Pero nadie me ve.
—Pues se ve bien claro. Yo lo veo.
Se quedaron en silencio, el motor parecía que ahora sonaba más. Ella bajó un poco la ventanilla; el aire frío le rozó la cara y cerró los ojos.
—¿Sabes lo que me pasa? —preguntó ella.
—Dímelo tú…
—Lo que quiero es que alguien me mire como yo miro los coches: con deseo, con esperanza.
—Y… sin garantía —dijo él.
—Eso es: sin garantía.
Volvieron al solar. Ella aparcó y permanecieron sentados un instante. Mientras rebuscaba en el bolso, una foto plastificada asomó brevemente: era la de un hombre joven, con chaqueta de cuero y sonrisa amplia. Sacó un pañuelo y la volvió a guardar sin comentar nada. Se pasó el pañuelo por la nariz. Él parpadeó una vez y torció los labios en una mueca.
—Entonces, ¿te lo quedas?
—No sé…
—Puedo reservártelo, si quieres.
—¿Y si no vuelvo?
—Bueno, hay coches que esperan toda la vida… y otros se oxidan esperando.
Él abrió entonces la guantera y sacó un papel doblado.
—Toma, esto estaba aquí. Era del dueño anterior.
Ella lo cogió, lo abrió y leyó: «Labios de fresa». También había un número de teléfono. Sonrió con tristeza, como quien reconoce su letra, y solo tardó un instante en guardar la nota en el bolso. El vendedor movió la cabeza asintiendo, como quien se queda tranquilo al cumplir un encargo.
Ella se marchó y permaneció un rato con las manos en los bolsillos. Luego sacó su móvil y miró la hora.
En la pantalla encendida estaba el mismo rostro: el del hombre de la foto plastificada de la chica.
Debajo de la cara sonriente había un letrero de color amarillo limón. «Siempre tuyo», decía.
CARMEN BERJANO
Mi mejor amigo lo acababa de dejar con su novia y no estaba en su mejor momento. Le propuse que nos fuésemos a Sevilla a pasar el fin de y desconectar.
Llegamos, picamos algo y nos emborrachamos juntos en La Alameda.
Estábamos un poco cansados y decidimos volvernos al apartamento.
Cuando fuimos a recoger los abrigos, un chico muy atractivo se queda embobado mirándome. Cogí la chaqueta y le pregunté si se quería venir, a lo que me contestó: claro. Cruzamos por el medio de la pista y el chico ya recorría mi espalda y culo con su mano.
Le pregunté que cómo se llamaba y me dijo que después me decía.
Paseamos un rato y llegamos al apartamento. Mi amigo se quedó en el sofá y nosotros pasamos al dormitorio. Empezamos a besarnos. Le dije que estaba con la regla. Me contestó que eso para él no era un impedimento, que al contrario, era algo que le excitaba aún más.
Fue una sesión de sexo sin tabúes ni límites. De las que no suelen suceder en un primer encuentro.
Estábamos agotados y acordamos dormir un poco cuando afuera ya amanecía.
Le besé de nuevo y entonces eran labios de fresa y de hierro.
Carmen Berjano
AXY LINDA
“Un cuento común”
En un rincón del rostro del mundo, vivían cuatro de los Sentidos. Con frecuencia discutían por lo mismo.
—¡Soy el más importante! —dijo Labios de Fresa. Con mis besos se expresan el amor, la amistad, la ternura. ¿Quién puede vivir sin un beso?
Ojos de Aceituna replicó:
—¡Por favor! ¿Y quién ve a quién besar? ¿Quién contempla las maravillas de la naturaleza? Sin mí, vivirían en la oscuridad. Soy la ventana al alma y al mundo.
Oreja de Mango, se alisó su forma curva antes de hablar:
—Cuando la música suena, soy yo quien la lleva al corazón. ¿De qué sirve ver o besar si nadie escucha cuando alguien dice “te quiero”?
Desde el centro del rostro, Nariz de Aguacate protestó:
—¿Y el aire? ¿Quién lo huele, lo respira? Yo percibo el aroma de las flores. Sin mí, no hay vida. ¡Literalmente!
Y enojada, cerró sus fosas nasales; todos comenzaron a amoratarse.
Con dificultad, Labios de Fresa dijo dulcemente:
—¡Esperen! ¿Para qué competir? ¿Quién nos obliga a creernos los más indispensables?
Sin ti, Ojos de Aceituna, no sabría a quién besar. Sin ti, Nariz de Aguacate, no sabría si el perfume del amor está cerca. Y sin ti, Oreja de Mango, no sabría si ese “te quiero” es sincero.
Ojos de Aceituna bajó la mirada:
—Y los labios son los que dicen lo que los ojos no pueden mostrar…
Nariz de Aguacate asintió:
—Y yo… yo solo no sabría qué hacer.
Oreja de Mango sonrió:
—Tal vez el secreto no esté en ser el más importante… sino en funcionar juntos, en armonía.
Nadie volvió a discutir.
Y juntos, fueron algo más que partes: fueron un todo lleno de sentido.
FRAN KMIL
Labios fresa
Amalia acudió a la cita no muy convencida del objetivo y para complacer a su amiga Emma, empecinada en la igualdad de género y en hacer todo lo que los hombres han hecho a través de la historia, pero al ver la cantidad de mujeres reunidas en el parque de la calle siete, se entusiasmó y pidió llevar una de las pancartas, puesto que nunca está demás luchar por los derechos de las mujeres que al fin y al cabo eran sus propios derechos, y preguntó a Emma cuál sería el recorrido.
—Recto por la calle 22 hasta el ayuntamiento. Allí se hará el acto político.
Lo leyó en los libros escondidos de la abuela Amalia. Supo que siglos atrás era totalmente diferente a ahora.”En esos tiempos de la ignorancia la mujer era un objeto sexual y estaba esclavizada a ponerse bella para ser atractiva a los ojos de los hombres —le repetían una y otra vez en las clases del colegio— se gastaban el dinero en mejorar su cuerpo para alcanzar los 90, 60, 90. Se hacían concursos cuyo único objetivo era seleccionar a la más bella”
— Si, las mujeres se pintaban los labios. — reafirmó la abuela cuando ella le mostró la fotografía encontrada entre las páginas de una vieja revista, donde una mujer simulaba tirar un beso a alguien y sus labios rojos brillosos, semejaba una fresa y preguntó. Ella la llevó al cuarto, abrió el armario y de un cajón donde se guardaban objetos raros, extrajo un cilindro delgado, de apenas unos centímetros de alto, color oro, que al quitarle la tapa y darle unas vueltas a la parte inferior, emergíó una pasta roja tambien cilíndrica. Lo había sacado de un cajón del armario donde se guardaban objetos raros e inservibles.
— Me lo regaló mi abuela, que a au vez, se lo entregó la de ella. Se llama lápiz labial.
Se había quedado dormida frente al ayuntamiento, sentada en el muro divisorio del portal de la casa y la calle, cuando comenzaron los aburridos discursos de mujeres negadas a ser señoras, mientras esperaba la orden de continuar en la marcha del movimiento femenista.
Emma la sacudía por los hombros y le decía algo.
—Se llama la lápiz labial —repitió ella— me lo regaló mi abuela.
—¿De qué hablas, mujer? ¡Que te quites la blusa y enseñes las tetas! Esa es la orden.
Se negó. Las tetas no. Había pagado muy caro la operación par estar enseñándolas así de gratis. Quien las quiera ver, que pague. ¡Las Tetas, no!
SILVIA RAFI GRACIA
CELEBRANDO LA LUNA
– ¿¿ Marta??
– …
– ¡Hola…!…
¿Mónica?…¡¡Mónica!!
Su encuentro fué en el andén del metro, sin un alma apenas tras haberse vaciado el recinto de casi todas las personas que se habían apeado del ferrocarril que Marta justo acababa de perder. Mónica había sido de las últimas..
Se miraron y, sin decirse todavía nada, luego de revisar una a la otra las facciones de sus rostros, como reconociendo de repente muchas sensaciones y recuerdos que unos años atrás habían compartido, se abrazaron efusivamente. Al separarse Marta volvió a mirar, con curiosidad, aunque frugalmente, los labios de Mónica.
Luego iniciaron una conversación.
– ¿Ibas a subir y lo perdiste? ¿Hasta dónde has de ir?
– Hasta la parada del hospital.
Un amigo está internado allí unos días y voy a hacerle un rato de compañía…
– ¡ Me has reconocido, Marta ! pese a mis nuevos labios de fresa… Me alegra.
– << Marta titubeó>> Ahora que lo dices…estás diferente, sí… tus labios…¿te hiciste algo?
– Es evidente, Marta, Yo antes no tenía estos labios tan carnosos y anchos. Una con la edad se va arrugando, pero a nadie le crecen en volumen los labios.
No te cortes en decir claramente que lo notaste – añadió sonriendo con autenticidad –
Verás: tuve un accidente…¡mira! en el hospital a donde te diriges, precisamente.
Una camilla me atropelló; bueno, un camillero con una camilla, claro. Del impacto caí al suelo y me partí el labio, además de quedarme con moratones por todas partes. Y me quedó un labio muy raro, bueno, muy feo, con una cicatriz que me desfiguraba la cara y estaba muy harta ya de verme de aquella manera,.me sentía mal y decidí optar por «el bisturí». Y… jajaaa, puestos a recomponer… «elegí modelo»; y ahora, pues me gustan tanto mis labios que me los pinto de este rojo fresa jajajaa ¿Qué te parece? Además no sólo me los pinto rojo fresa sinó que… ese lápiz de labios que utilizo siempre, tiene sabor de fresa silvestre ácido y dulce al mismo tiempo. Riquísimo jajaa
Ya verás…¡ven! un piquito.
– [Marta iba reconociendo y recordando el natural desparpajo de Mónica de aquella noche; la única vez que se vieron, compartiendo aquella vivencia tan divertida]
¡Pues me parece…que estás muy guapa! muy atractiva… Y de verdad dejan un sabor a fresas de las buenas, tus labios, jeejee…
Me imagino que lo de la camilla fue bastante traumático, pero luego…[ guiñó un ojo y dibujó un ok con su mano derecha ]
– Tú estás igual. Atrayente, con esa expresión tan tuya… así, muy magnética y enigmática tú. Y así como muy suave..de voz, de gestos…
¿Sabes? de vez en cuando…, y ¡ mira que hace años…! , he ido recordando aquella noche, y me preguntaba si vosotros…tú, y los otros…, también la recordaríais, y si os acordarías de mí. A tí en especial te recordaba con mucha claridad.
– << ¿Muy magnética dice?. Yo que en aquellas épocas me había sentido tan insignificante, tan invisible, tan «fuera de lugar de todas partes»… aunque éso sí, feliz de mi incipiente relación con Marçal y de mis recientes buenos amigos>>
Es que para mí una noche así es inolvidable. Puede una no recordarla ya nunca durante largo tiempo, porque, claro, con el paso de los años cada vez hay más vivencias para recordar…y algunas muy muy relevantes otras que pesan lo suyo…; pero queda impregnada por allá…por nuestros adentros… Y, sí, muy de tanto en tanto…¡ bluum! aparece. Y la verdad es que entonces siento ganas de reír de pura alegría. Regresa aquella sensación de aquella locura que nos entró..a los… ¿¡seis, éramos! no? jajajaja…; ahora hacía mucho tiempo que no lo recordaba. ..
Y ¡ mira!
Y sí, también me he preguntado por dónde andarías y qué sería de tí. A veces lo hemos comentado Marçal y yo
Porque a Lluís lo vemos muy poco, no lo vemos apenas, desde que se fué sólo nos podemos comunicar por watsap y a veces también por facebook ,comentarios…
Pero siempre van habiendo otras cosas…y nunca aparece el momento de preguntarle por tí…y ha ido pasando el tiempo…
– Y mira por dónde…justo aquí… [señalando con las dos manos hacia el suelo y hacia las paredes del recinto].
Yo tampoco le veo nunca, a Lluís, también…igual que tú, por watsap y…lo justo para no perdernos totalmente de vista. Pero le tengo mucho cariño y sé que el día que volvamos a vernos será como si nos hubiésemos seguido viendo siempre.
– << gesticula y se mueve tanto como aquella noche, cada vez la recuerdo más nítidamente; sus gestos, su voz… tan divertida su manera de desenvolverse..>>
Yo también le tengo mucho cariño, a Lluís, y…me ocurre como a tí.
Entonces, cuando nos conocimos, no existían aún los dispositivos, ni siquiera aún el correo electrónico…
Los números de teléfono fijo…con tantos cambios de domicilio unos y otros…se quedaban muy fácilmente obsoletos. Y además seguramente, si los hubiésemos querido anotar ninguno de nosotros hubiese llevado ningún boli encima (para apuntar en…¿el brazo?).
Y bueno, y que un poco creíamos todos entonces en aquello de la casualidad fortuíta… Que ya tendría el potencial de volvernos a unir, si existía el mutuo deseo de coincidir otra vez; así sin necesidad de preparar citas ni…ya que total todo se daría… permitiendo el fluir de la vida… ¿No?
Y como además ya confiábamos en Lluís como enlace…
– ¿Sabes qué? Así que te voy mirando, te recuerdo perfectamente.. Te veo alzando el brazo para brindar brincando en la orilla para pisar las olas, con aquella risa tan divertida y contagiosa.que tenías…y aquel punto de locura …
– Bueno, el punto de. locura lo llevánamos puesto todos ¡eh!, no sólo yo. No sé si fué aquella inmensa luna llena anaranjada por la que todos, brazo en alto, brindamos, o fué aquella especie de cóctel que alguien preparó en casa de Rubén (aunque era muy suave, en principio), o…
– ¿Cómo se llamaba aquel amigo que se fué.justo después del brindis y de las primeras risas?
– Ferran. Es que nunca aguanta mucho rato, tenía, tiene todavía, problemas con las horas de sueño…
necesitaba dormir muchas horas.. Y bueno, que además, aunque tiene mucho sentido del humor, aquel punto que todos íbamos cogiendo a él no le va; yo nunca le he visto así…como… [señalando a Mònica y luego s dlla misma] jajaa; y además era menos joven que nosotros seis. Pero simplemente se retiró, sin prejuzgar ni…
Aunque es cierto que dió un poco la sensación de que huía de nosotros…jajaa,
de que no le quisiésemos enganchar en aquella común locura que él ya intuyó
– Mientras estuvimos en casa de Rubén mantuve con él una conversación muy amena; me pareció miy agradable. Y me quedé con la sensación, cuando se fué, de que le asustamos jajaa sí
¿Os seguís viendo?
– Lo es.. agradable, mucho.
Por entonces sí que nos veíamos muy a menudo, pero luego…cambios de domicilios y de vidas… poco a poco nos hemos ido perdiendo la pista
– Yo estaba totalmente a la expectativa, no os conocía, ni a Rubén tampoco.. Fuí porque como estaba pasando aquellos días en casa de Lluís…(tenía ganas de playa y él me invitó…) pues fuí de añadido. de paquete. Y me sentí muy bien acogida. Y cuando ya la gente regresaba a su casa y dijísteis, vosotros, de ir a la playa porque había una luna que merecía celebrar… Bueno, seguí a Lluís pero no sabía muy bien qué plan encontraría allí. Y…jaajaa
– Sí. Lo recuerdo. Yo…hacía como un par de años de nuestra amistad, más o menos entre unos y otros (y yo en aquellos momentos de mi vida necesitaba contar con amigos que no tuviesen nada que ver, que fuesen muy diferentes a los que, salvo excepciones, hasta entonces había conocido, y haberlos encontrado me hacía sentir muy bien).
Y también más o menos hacía el mismo tiempo que estábamos juntos Marçal.y yo. Nos sentíamos todos muy unidos, por entonces, y nos veíamos muy a menudo; y además con el tema del grupo de teatro que formamos …
– Me quedé con las ganas de veros actuar..
– Bueno…tampoco te perdiste mucho, ¡eh!. Aunque la verdad es que la gente que nos venía a ver…amigos , amigos de amigos y amigos de amigos de amigos…se reían a carcajada límpia con nuestras «obras»…Y luego venía la cena de tapeo…En «aquellos tiempos», lo de «los amigos de mis amigos son mis amigos…» se cumplía literalmente.. Luego va pasando el tiempo y… Se van dando diferentes circunstancias, en unos y en otros y… Hay etapas… Seguimos manteniendo el contacto, éso sí, y muy de vez en cuando…van surgiendo encuentros.
– La verdad es que no sé cómo aquella noche no llamó alguien a los municipales para que viniesen a hacernos callar, o a multarnos…¿Quizás en aquel pueblo la gente es muy tolerante?
– Noooo
Yo también me lo pregunto. Ni nadie que se asomase al balcón a abroncarnos…Además, recuerdo que las calles estaban desiertas, como si nos las hubiesen dejado para nosotros…
– Mira que seis personas a viva voz cantando casi el repertorio entero de los 70/80…recorriendo todas las calles…
– Y con aquellos bailes que montábamos en plan «music hall»… Haciendo posturas improvisadas, sobre los bancos… ¡ hasta sobre algunos vehículos…uno aquí y otro allá ! Y cuando nos mirábamos había una conexión entre nosotros increíble y era como si nos diesen cuerda… jajajajaa
– Siiii jaajaa Y muchas las cantábamos en inglés macarrónico, así según nos sonaba..¿ recuerdas, Marta? porque ninguno de nosotros sabía inglés y lo bueno es que lo hacíamos todos igual al mismo tiempo ( o nos lo parecía).
– Y luego acabamos inventando las letras, en castellano y en catalán (y tú también lo seguías, como si también fuese tu lengua) haciendo rimar lo que se nos iba ocurriendo, pero todos íbamos a una con una rapidez asombrosa; era como si tuviésemos telepatía…
– Sí. Como si sintiésemos una conexión tan fuerte que lo que uno pensaba, antes de poder decirlo en voz alta, los otros ya lo hubiésemos captado.
– Y luego acabamos desayunando en aquel bar…comimos bocadillos porque habíamos cogido hambre.. Y de golpe jaajaa comenzamos todos a decaer muertos de sueño. Fué parar y sentarnos a desayunar…y ¡bluuf..! Como una burbuja que explota …y se transforma en un incontrolable sueño.
Como si de golpe hubiese aparecido Morfeo envolviéndonos en una manta.
– Y ya no nos vimos más. Volvía a mi Madrid al día siguiente. Le dije a Lluís que os dijese…
– Sí. Lo hizo, nos lo comunicó…
– He venido unos días por cuestiones de trabajo y como tengo aquí en Barcelona unos amigos…
[ Oyeron ambas el sonido de arranque por segunda vez tras su encuentro]
Ya has perdido dos.
No sé a qué hora tendrías que estar en el hospital…
– Bueenoo a. ninguna hora en concreto porque Lluís (también se llama LLuís, pero es otro Lluís, claro) no sabe que voy a verle.
Es una sorpresa. Pero si tardo mucho… luego se me hará tarde para regresar…
– Mira, mejor colócate ya a punto en el andén, que si seguimos hablando.. Ahora podríamos comenzar a explicarnos qué ha sido de nuestras vidas durante todos estos años…y imagínate tú. Tranquilamente nos dan las uvas..jaajaa
– Sí…Mejor me coloco allí a esper…
– [Interrumpió a Marta]
Antes de que te vayas, esta vez sí que podríamos darnos nuestros números de móvil ¿No te parece?
– Sí. ¡Y tanto!
Apuntaron sus números de móvil, se miraron a los ojos y sujetaron cariñosamente sus brazos mientras se miraban con una amplia sonrisa. «Venga! Otro piquito en mis labios de fresa»
Ya a unos cuantos pasos de distancia, alzando ambas la voz se dijeron las últimas palabras
– ¿ Sigues con Marçal, Marta?»
– Siii. Afortunadamente sí [colocando su mano sobre el corazón]
– Me alegro. Se veía venir aue iría para años…
¿ Vivís en el mismo pueblo?
– Noo. Nos trasladamos a…
Resonó estridente el ruido de llegada.del ferrocarril
– Ya me explicarás Marta. Otro día…Ya estamos en contacto.
Marta giró la cabeza antes de subir y le dijo adiós con la mano.
CÉSAR TORO
Labios de fresa.
Fresa y chocolate.
El volcán de chocolate ha erupcionado
a su paso ha derretido
el helado de vainilla y mantecado
que estaba a su lado
hasta bañar con su
cálido aroma todas las fresas
que se encontraban en el platillo.
Ella toma una fresa
se la lleva a la boca
y exclama.
¡esto es un manjar de los Dioses!
MARÍA JOSÉ AMOR
No me digáis quién fue la autora ni cuándo tuvo lugar este suceso que encontramos en un desván, escrito en una libreta en bastante mal estado cuando vaciamos la casa de los abuelos.
Y en escrito decía así:
Hacía cuatro años que nos habíamos casado y no había manera de que me quedase preñada. Y mi marido se desesperaba, porque quería tener un hijo. Pero no había manera.
Pedí consejo a las mujeres del pueblo que atendían los partos, que algo debían saber de eso, y alguna me aconsejó ir al médico, pero me negué, era un hombre ¡qué vergüenza! Así que empecé a probar cocimientos, hierbas, cataplasmas en la tripa, pero nada dio resultado. Estaba desesperada, mi marido casi me despreciaba considerándome estéril. Y, lo peor, todas mis amigas rodeadas de niños, intentaban darme consuelo ¡haciéndome madrina de ellos!
Y un día, me topé en una calle con el nuevo párroco, joven él, que se me acercó, simpático y alegre y me preguntó cosas sobre la vida que hacía, que si tenia amigas, que si salíamos con amigos mi marido y yo, todo cosas banales hasta llegar a lo que yo me temía: los hijos.
Con ojos llorosos y sin entrar en detalles, claro está, le dije que no acababan de venir. Para mi sorpresa, tomó la palabra y cuando lo hizo, intenté evadirme esperando sus recomendaciones sobre hacer una novena a santa Ana, que quedó preñada mayor, o cualquier otra idea por el estilo; y, para mi sorpresa me dijo:
– ¿Por qué no pruebas las aguas del pueblo donde estuve hasta venir aquí? Tienen fama de dar fertilidad, ya que allí los niños te los encuentras con más frecuencia que las moscas en verano- y, soltando una risa me indicó ruta a seguir.
Y un día de buena mañana, partí hacia allí, pues no había otro medio que los pies y estaba a unas dos horas de recorrido.
Tras atravesar una loma, me encontré en un precioso valle, con montañas al fondo y abundantes riachuelos procedentes del deshielo de la nieve. Y una cosa que llamó mi atención fue la cantidad asombrosa de fresas silvestres que crecían entre la hierba, siendo todavía finales de mayo.
Pero sin hacerme demasiadas preguntas me lancé hacia ellas como una loca pues, tras la caminata que me había dado eran de agradecer, tan fresquitas conservando aún del rocío de mañana y me las metía en la boca saboreándolas como el mejor manjar del mundo.
En estas estaba, cuando apareció “él”. Era alto fuerte y a la vez su cara parecía la de un niño. Se me acercó y me dicho:
-Hola, labios de fresa- y se echó a reír.
Avergonzada, saqué un pañuelo para limpiarme, pero antes de llegar mi mano a la boca con él, me la apartó diciendo:
-Déjalo, esa fruta te hará bien y además te sacará ese color pálido que tenías en los labios. Ven conmigo, te llevaré a la fuente que es lo que buscas.
Me quedé de piedra. ¿Cómo podía ese hombre saber adónde quería ir? ¿Será que al ser forastera supuso a lo que venía? Y me puse colorada de pensarlo.
Y llegamos a la fuente. De ella brotaban dos caños de agua helada cual cascadas, como jamás había visto y a ellos me lancé bebiendo con fruición. Mientras bebía aquella agua helada, noté algo extraño dentro de mí, a la vez que el extraño hombre me cogía en brazos mientras todo iba desapareciendo de mi vista, me sentía transportada a…nunca lo supe. La última sensación de realidad fueron las doce campanadas de la iglesia.
Cuando volví a la realidad, me vi tendida sobre un prado. No sabía cuánto había durado mi estancia en ¿Dónde? ¿fue un sueño? ¿me estarían buscando? ¿Qué hora sería ya?
Me levanté inquieta. El hombre había desparecido. Miré alrededor y no vi la fuente, así que corriendo fui al centro del pueblo a contactar con alguien que me explicase qué hora era, por lo menos. Pero de repente, me sentí sorprendida al escuchar ¡las campanas de la iglesia dando las doce!
Y, por supuesto, al mes, estaba preñada.
MAITE BILBAO
SUSURROS DE FRESA
La yema del dedo dibuja lentos círculos sobre mis labios agrietados. Finos surcos, mapa de incontables noches en vela, de la ceniza persistente, de cigarrillos consumidos en la caza de la frase esquiva, de sonrisas fugaces y también de silencios densos. Curados por el tiempo, como el cuero añejo, ya no evocan la frescura jugosa de la fruta recién cortada. Ahora, mientras te escribo este borrador que se resiste a tomar forma, las palabras se atropellan en un caos mudo, y la sombra familiar del desaliento se extiende fría sobre el escritorio.
Pero entonces, como una ráfaga inesperada que barre el polvo y los manuscritos apilados, tu recuerdo me asalta con la fuerza de un latido. Labios… tus labios de fresa. Eran mi diccionario secreto, ¿lo recuerdas? Cada roce contra los míos, una nueva palabra desvelada, el matiz insospechado en el idioma del deseo. Cada beso, una frase completa, preñada de la verdad que ansiaba plasmar en el papel. El sabor dulce y ligeramente ácido que dejaban en mi boca era la epifanía de la palabra perfecta, la melodía elocuente que hasta entonces se ocultaba en los laberintos de mi mente. Cuando los tuyos se posaban en los míos, era como si la tinta fluyera con libertad; las metáforas brotaban como flores silvestres en el campo recién arado. Eras mi musa encarnada, la chispa que encendía la hoguera de mis relatos. Cada novela, cada cuento oscuro que nacía bajo mis dedos, llevaba el indeleble sabor de tus besos. La dulce impronta en medio de la negrura de mis tramas.
Tus cartas… Aún conservo algunas, amarillentas por el tiempo, con ese inconfundible olor a papel antiguo que tanto te gustaba. Y sí, hoy lo recuerdo con claridad punzante; sabían a ti. Cada palabra, una suave caricia que recorría mi piel; cada punto, la pausa tentadora que invitaba a prolongar el instante. Nuestros besos… eran la puntuación precisa de nuestra historia. A veces, esa coma suspirante que dejaba el aire cargado de promesas; otras, el punto y aparte que nos obligaba a respirar hondo antes de continuar el siguiente capítulo. Hubo también puntos finales que intentamos, con desesperación, convertir en suspensivos.
Pasé incontables horas, en la juventud de mis letras, buscando la metáfora exacta, la adjetivación precisa que pudiera transmitir en cada página la melosidad ácida, el rojo vibrante de tu boca. Quería saber que mis lectores sintieran, aunque fuera por un instante, la magia que tú despertabas en mí. Con esta carta que se desliza entre los folios de mi nueva novela, te escribo este humilde homenaje. Justo ahora que tus labios, aquellos donde antes florecía una sonrisa, se han desdibujado bajo el velo que la muerte quiso imponer. Aunque sé, en lo más profundo de mi alma, como mujer y escritora, que mis letras siempre llevarán tu esencia, el sabor de…
REBECA FS
Labios de fresa.
El relato se realiza en el curso de «ligue sin sorpresas» del año 2029.
—…Y me dio tal sopapo en la boca que los labios se tornaron a un rojo muy fresil— Antonio, en la rueda final de conversaciones de la clase de ese día.
— Menudo moratón apareció—continuó—.
No lo vi venir, pero del carmesí, evolucionó pronto a morado, y del morado al verde guerra, terminando en un azul muy añil. Menuda leche. Echando cuentas ahora, ya lo puedo contar riendo, pero, es que estas cosas me pasan por descarado.Salí vivo del guantazo que me llevé por pedirle un poco de batido de fresa a la gentil dama de la mesa de la terraza. Y es que solo me pasa a mí por descarado. Ir pidiendo batidos de fresas, para iniciar un roneo. Menudo bochorno. Ahora, no puedo evitar reírme de la situación.
—Hay que respetar. Como terapeuta en el presente curso de ligues, debemos de no cruzar improperios ni fronteras, señores y señoras estudiantes— dijo Teresa con voz si quebrantos—. Estamos en el siglo XXI y el ligar no se hace rompiendo límites de grosería. Si quieren un batido de fresa, pídanlo al camarero y no a unos «labios de fresa».
MARÍA GALERNA
Labios de fresa
Se enamoró de esos labios en cuanto la chica cruzó la calle.
Él estaba sentado en un banco del parque, ella acababa de bajar del autobús. No podía tener más de veintitantos, pero él pensó que esos labios color fresa, carnosos, y en forma de corazón deberian ser eternos.
La siguió sin prisa. Manteniendo la distancia. Era tímido y no quería asustarla.
El callejón estaba oscuro, la única farola que podía alumbrarlo no tenía bombilla. Se dijo que era su oportunidad. Se acercó cauteloso y…
Sonrió satisfecho. Tendría un sitio privilegiado en su colección. Colocó con cuidado en el estante un frasco con la etiqueta «Labios de fresa».
«Labios de fresa sabor de amor.
Pulpa de la fruta de la pasión.
Es el sabor de
tu amor».
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Desolación.
Creía que necesitaba un rayo de luz, algo que la hiciera sentirse viva.
Se sentía más sola qué la soledad misma.
Le daba pánico ahora, el tan solo el pensar en salir a la calle.
Le deboraban sus pensamientos, sus sentimientos de amor y bondad se habían ido al infierno; había sucumbido ante tanta maldad, crueldad y horrores que había vivido y visto, ya no quería saber nada más.
Se había preguntado una y otra vez como había tanta gente indiferente ante el sufrimiento de otros?.
Que sentido tenía el estar viva o muerta?.
Ya no quería escuchar tantas incoherencias en este mundo cíclico. Todo tan repetitivo siempre, una y otra vez lo mismo, guerras, envidias, hipocresía tras hipocresía, sonrisas falsas, palabras vacías que laceraban el alma, más mentiras, egos y más egos.
Ya estaba muy cansada de respirar esta vida estéril.
Tenía que hacer algo ya, antes de ir al mundo del sueño eterno y no seguir ya huyendo de sí misma. Pensando esto maquinó de alguna forma, cuando menos vengarse de algunos seres que iban deambulando como sombras en las calles, ya que no podía acabar con toda la humanidad.
Fué al zótano de la casa donde vivía, en donde tenía aún algunas sustancias químicas que utilizó algún día para sus experimentos y pensó en crear un veneno sutil de color rojo qué era su favorito y con un sabor a fresas lo pondría en lápices labiales y saldría a la calle a regalarlos le diría a la gente que era su creación y les llamaba labios de fresas.
Nadie jamás sospecharía que estaban envenenados.
Compraría la mayor cantidad que le fuera posible.
No le importaba quien muriera.
Al día siguiente ya con su experimento terminado, va a repartir sus labiales, sentía un gran placer tan sólo de pensar en hacer esto.
Reparte todo, y solo deja uno.
Regresa a casa, con una gran satisfacción, le había dado un sentido a su vida, sintiendo que ahora formaba parte de esos seres ruines, desalmados, que no les importaba nada ni nadie.
Se encierran en su recámara y toma el labial qué guardó para ella y lo usa.
Ahora ya descansa en paz.
ANA DEL ÁLAMO
En el anhelo de tenerte
quedaron mis días vacíos.
Tus pasos se perdieron
y no fui capaz de encontrarlos.
Ya no saboreo tus labios de fresa
cuando tu boca se abría a la mía.
Ya no percibo el aroma de tu pelo entrelazado en mis dedos.
Ya no juego con tu cuerpo
como una niña pequeña.
Ahora enjugo mis lágrimas
con sabor a ti, en la distancia.
Ahora siento quejarse a mi cama
que ya no vela tu sueño.
Ahora grito en la noche
las palabras que no dije.
Por si vuelves…
dejo una vela encendida
que ilumine tu sendero.
Por si vuelves…
hay una llave colgada
en el umbral de mi casa.
Por si vuelves…
guardo un aroma a canela
enredado en mi cabello.
ARCADIO MALLO
Para siempre
Fue el fuego de tus ojos
Fue el tacto de tus dedos,
arrastrándose por mi piel,
lentos y perdidos…
Fue el susurro inesperado
de tus palabras prohibidas.
Fue el secreto de tu cuerpo
encubierto en mil promesas,
que prometían desvelarlo.
Fue una palabra inesperada…
Un abrazo incontrolado…
Una enigmática mirada
que lo dejaba todo claro.
Fue el sabor inolvidable
de tus labios de fresa,
en aquel beso noble,
que atrapó mi voluntad.
Para siempre.
LUZ LÓPEZ
Labios de fresa
Caminaba de prisa hacia el metro, pero su cara denotaba tranquilidad. Había estado platicando con sus compañeros de la universidad y no se dio cuenta de lo tarde que era, debía tomar el metro y después esperar a que todavía saliera el autobús que finalmente lo llevaría a casa.
En su camino pensaba. -Ojalá no me vaya a dejar el autobús, o que todavía haya taxis colectivos para el pueblo.
Apuro el paso y alcanzo a subirse al último metro que lo dejaría hasta el final de su recorrido. Aun debió caminar hacia la terminal de autobuses, pero sólo para ver como partía el último transporte que lo llevaría a casa. Respiró aliviado al ver que estaba un taxi colectivo y una preciosa joven como de 17 años, que estaba parada junto al auto, ella miraba hacia el piso. Se puso al lado de ella esperando a que llegaran otras personas para que se cubrieran los asientos faltantes y partiera el auto.
La chica traía s sus espaldas una mochila y usaba minifalda, seguramente también era estudiante y a lo mejor se entretuvo igual que él con los amigos. Ella ni volteó a verlo, su hermoso cabello le cubría parte de la cara y de seguro escuchaba música pues traía audífonos en los oídos. Ambos esperaron sin cruzar palabra como 10 minutos, él la miraba de reojo admirando su belleza, el tiempo pasó a segundo término, su interés estaba ahora en el deseo de ver su rostro.
El chofer no se encontraba en su asiento, seguramente era alguno de los hombres que estaban reunidos junto a otros taxis en el estacionamiento.
No se dio cuenta cuando se acercó el que debía ser el chofer, el cual cojeaba de un píe y les dijo que subieran, que ya no esperaría más y como respondiendo a sus pensamientos la chica volteo a verlo y pudo ver sus negros ojos y unos jugosos labios de fresa que le sonreían feliz. Él caballeroso se apresuró a abrirle la puerta y ella salto dentro del coche, contenta, quedándose en el asiento de en medio y siguió al parecer escuchando su música.
Se sentó muy cerca de ella lo cual le permitió tener muy cerca su muslo blanco que brillaba, al paso del carro bajo las farolas eléctricas, lo veía fascinado, ello sirvió como relajante y empezó a cabecear con sueño, pero él trataba de recuperarse y movía su cabeza con energía. De pronto vio frente a si, la cara de ella y sus hermosos labios de fresa como la sangre, que se abrían dejando ver unos enormes colmillos buscando su cuello.
BLANCA CERRUTI
LABIOS DE FRESA
Las fiestas de aquel pueblo se celebraban cada año en un amplio claro de un bosque. Extrañamente, no había comida alguna, solo se bebía un licor que, al ingerirlo, todo alrededor cobraba un aspecto mágico.
De entre el follaje de los árboles, brotaba un rumor como música que, a jóvenes y mayores, hacía bailar hasta el amanecer.
Al comenzar a oírse la música, ella aparecía. Su melena cobriza le caía por la espalda desnuda como una catarata de fuego. Llevaba un vaporoso vestido blanco y, sus labios, como fresas maduras, resaltaban en la piel de nácar de su rostro. Nadie sabía quién era ni de dónde venía.
Era la primera vez que Fausto iba a las fiestas de ese pueblo. Enseguida le llamó la atención la muchacha de los labios de fresa y rostro de nácar y se acercó a ella.
La muchacha le ofreció un vaso del extraño licor y él lo fue bebiendo mientras la contemplaba arrobado. Luego bailaron y bailaron hasta el amanecer. Entonces ella lo besó con sus labios de fresa, Fausto sintió helarse la sangre en sus venas y un agujero negro se abrió en su mente.
Cuando despertó, seguía en el bosque, pero no en el claro donde había estado bailando con la muchacha de los labios de fresa. Ahora, los árboles a su alrededor, crecían tan juntos que apenas podía pasar entre ellos. No había senderos que seguir.
«¿Qué me ha pasado? ¿Quién era la muchacha que me besó con sus labios de fresa?», se preguntó Fausto desconcertado.
Demasiado tarde, nunca encontraría respuestas. Tampoco hallaría jamás el camino de vuelta al pueblo…
ARTURO OVALLE IBARRA
Labios de fresas.
Era una tarde fría de invierno, me encontraba algo resfriado y solo, desde que mi mujer había muerto, hacia ya cinco años, nunca había pensado en volver a casarme, me gustaba estar solo, aunque en ocasiones si extrañaba una compañera.
Mi hijo se había ido a vivir al extranjero y lo veía solo dos veces por año. Ahora, Me encontraba ya preparando mi jubilación, creo que después de treinta y cinco años de desempeñar un arduo trabajo, ya era justo que descansará.
Viajaré un rato y visitaré a mi hijo.
No me voy a encerrar en mi soledad.
Al fin, termino mis trámites para la jubilación, ahora voy a planear mi primer viaje.
En primer lugar visitaré a mi hijo en Francia, y de ahí tomaré un tour qué recorra varios lugares de Europa.
Así lo hago.
Empezaremos por ir a Italia, siempre he querido conocer El Coliseo romano, la fuente de Trevi, etc.
Ir a Florencía a ver el David de Miguel Angel.
Ir al Vaticano, comer esos ricos helados de los que tanto han hablado.
Tenemos una linda guía, es muy amable y paciente, habla cinco idiomas y nos ha contado que ya conoce casi toda Europa.
Después de Roma nos vamos a Suiza, un gran país, las personas son muy educadas, amables, solo estuvimos dos días. Partimos a Austria, visitamos varios palacios, que son de las grandes atracciones del país, entre otros lugares, luego nos dirigimos hacia Alemania, visitamos tres ciudades, Berlín, Múnich y colonia.
Ciudades muy ordenadas, limpias llenas de historia.
Por último haríamos el viaje a España.
Para ese momento yo había hecho ya amistad con nuestra guía. Realmente me parecía encantadora, siento que en tan breve tiempo, me había impactado, no solo por su belleza sino también por su forma de ser. Siempre se presentaba ante nosotros impecable, con su labial rojo con olor a fresas, de verdad tenía deseos de besarla, siento que tenia una gran deferencia hacia mi, y no creo que haya sido solo mi imaginación.
Esa noche, antes de partir a España, le digo que si me acompañaría a cenar, a lo cual accede, así lo hacemos, fué una noche muy grata, terminamos tomados de la mano, y al llegar al hotel, me atreví a darle un beso, a lo cual ella respondió, sentí que sus rojos labios sabían a fresas realmente, el aroma de su cabello envolvió en ese instante mis deseos.
Le pedí que si cuando termináramos el viaje, podría seguirla viendo.
Ella contestó que sí, eso me llenó de alegría, había encontrado sin querer a una mujer que me arrebolaba, esto se lo tenía que contar ya a mi hijo, siempre me decía que no le gustaba que estuviera solo, claro esto solo era el principio de quizá algo serio, era muy pronto para definir lo que sucedería, pero ya era algo.
Esa mujer de labios rojos, olor a fresa me había robado el corazón.
OMAR ALBOR
La galería, dónde vas
los espejos que están
No van a parar
El rouge es matinal
y las miradas tampoco
van a parar
Si te digo
que te siguen
no lo creerás
En esta película
simple de efectos
cualquiera
Besa succiona
teme, Besa y sueña
Eres extranjero en tú propio
Cuerpo
Y su mirada cae
en la ducha
junto a las gotas
Que mojan tú cuerpo
pero los latidos
Van a su corazón.
en frecuencias.
Omar Albor
FENANDO LÓPEZ AGUILERA
El sabor, no da la felicidad.
Cuenta una leyenda que un día Zeus entro a la sala principal del Olimpo, donde todos los Dioses mantenían un intenso debate, parecido a las tormentas que desata el mismo Zeus cuando deja caer sus relámpagos sobre la Tierra.
Caminó hasta su trono, observando cómo las conversaciones iban en aumento y se acaloraban.
Tomó asiento y el resto de dioses aún no se habían percatado de su presencia. Pues el fragor de la batalla dialéctica, los tenía absortos, ajenos a cualquier otro estímulo.
Fue entonces cuando se escuchó un:
— ¡Ya basta! — lanzó una fuerte voz Zeus para captar la atención de los Dioses — ¿Qué es este alboroto? ¿Alguien me puede explicar qué sucede?
— Estamos dirimiendo que alimento terrenal podría ser considerada como la fruta de los Dioses — Respondió Atenea
— Pero, como has podido observar cada cual tiene su opinión y no nos ponemos de acuerdo — Respondió Ares, visiblemente agitado
Zeus guardó silencio, asimilando lo sucedido y el resto de los Dioses aguardaban su decisión. Tras unos momentos de reflexión llamó mandar a 5 emisarios del Olimpo.
Los emisarios del Olimpo, eran semidioses que poseían poderes divinos. Una vez reunidos, Zeus les expuso cuál sería su misión.
— Vais a bajar a la tierra. Una vez allí, os repartiréis por los 5 continentes tratando de encontrar que fruta es digna de ser elegida la mejor entre los Dioses.
Los elegidos acataron la misión de Zeus y bajaron a la tierra a completar su misión.
Uno de ellos, comenzó su viaje accediendo por donde el mismísimo Hércules situó un arco que, dividía a dos continentes tras haber separado con sus enormes brazos la tierra que los unía.
Adquiriendo la identidad de un hombre de mediana edad que parecía ser un viajero, pues solo llevaba una capa con gorro y un rancio macuto a sus espaldas. Accedió a un bullicioso mercado, guiado por el aroma y el colorido de un puesto de frutas.
Se colocó al final de la fila, pero el tiempo pareció detenerse cuando vio a una joven que reponía y ordenaba la fruta con delicadeza.
Cuando le iba a tocar el turno de ser atendido. El hombre del puesto le preguntó que deseaba. Y este, haciendo uso de sus poderes se metió en su mente y el tendero pronunció:
— Niña atiende tú a este señor.
La joven accedió a la orden de su jefe.
— ¿Qué desea de nuestro maravilloso puesto de frutas?
— Ando viajando de un lugar a otro con una misión. Reconocer cual es la mejor fruta de esta parte del planeta.
— Pues ha venido al mejor lugar. — Respondió la joven, con desparpajo — Aquí podrá encontrar la fruta que sería manjar hasta para los mismos Dioses — Dijo la muchacha en tono jocoso provocando la risa de quienes contemplaban la escena.
— Pues le puedo ofrecer varias. Pero si quiere degustar la más deseada tendrá que esperar un tiempo. Pues ha venido en época de frío y la fruta de la que le hablo se degusta en primavera.
El viajero accedió a esperar que llegara el tiempo que anunciaba la muchacha. Permaneció en aquel lugar rechazando viajar a otros enclaves que, quizás lo llevarían al éxito.
Cada día bajaba al mercado para verla, conversar con ella, compartir miradas cómplices y risas insinuantes. Hasta que un día, paseando por la orilla del mar, se encontraron por casualidad.
— Viajero, ha llegado el momento —dijo ella, y lo besó apasionadamente—. La fruta de los dioses está lista.
Al día siguiente se acercó al mercado y la joven le ofreció una fruta diciendo:
— Tome viajero, aunque creo que el sabor de esta fruta ya lo ha probado
El emisario alargó el brazo y cogió la pequeña fruta. Ese color rojo intenso, acompañado de un verde fresco que vestía el fruto. Lo hacía ya muy apetecible para la vista. Pero quedó prendado cuando mordió la carnosa pulpa del fruto que escondía un sabor único. El sabor que el hombre había probado en los labios de fresa de aquella preciosa joven.
Al día siguiente volvió al mercado, pero la chica del puesto de frutas ya no estaba. Con angustia preguntó por ella.
— Viajero, ya no la volverá a ver más. Fue hallada entre las rocas del acantilado.
En ese momento, y ante el asombro de todos, se esfumó y se transportó directamente a la sala de los dioses. Con tono desafiante se dirigió a Zeus
— Aquí tenéis “La fruta” de los dioses. Pero ¿Por qué has hecho desaparecer a la muchacha?
En ese momento Zeus soltó una carcajada que, fue acompañada por el resto de los presentes.
— El chico se me ha enamorado — dijo Zeus, con un claro tono irónico —Emisario, todo tiene luces y sombras. Y la fresa, con su sabor sin igual, ha de pagar el precio de ser efímera. Como tu amor con la joven terrenal.
— Pues desde este momento, yo maldigo a todos los Dioses y juro que acabaré con vosotros.
Y aquí, comienza otra historia…
EVA AVIA TORIBIO
Labios de fresa, destino tortuoso.
A Carlos y a Mei les unió el destino. El mismo que, siglos antes, uniría a sus ascendentes con una gran mentira, la del amor eterno. Un amor que provocó un apocalipsis que le costaría la vida a la ascendente de Mei y por el cual, una guerra interior, finalizaría con la vida del ascendente de Carlos, sellando así el destino de ambos.
Laboratorio.
—Doctor —tocando a la puerta.
Ayer terminé muy cansada, papá todavía tiene mucha energía. Se pasó toda la noche contándome como conoció a mamá. Fue en 1978, en Candamo. Se cruzaron por casualidad en el primer festival de la fresa. Se enamoró de ella en el mismo instante que vio como saboreaba una de las fresas ganadoras.
—Adelante —Despegando los ojos de los dichosos papeles—. No te quedes ahí, que te estaba esperando. ¿Has traído el informe que te solicité ayer? —Solicitando con mis gestos que me los dé.
—Sí, claro, aquí lo tengo —Entregándoselos.
—¿Y la conclusión, es? —Esperando la respuesta—. Por cierto, te queda bien ese… —Señalando mi boca.
—Gracias. Y sabe perfectamente la respuesta. Los efectos secundarios de la vacunación del SARS-CoV-2, han provocado secuelas permanentes en individuos jóvenes que en circunstancias normales no las tendrían.
—Lo sé. Por eso acepté su solicitud de admisión en el puesto. Nadie como usted sabe lo que sucedió allí, ¿o se lo tengo que recordar? —Si las miradas mataran, ya estaría muerto.
—Lo sé. Pero por eso quiero trabajar aquí —Mirándolo de arriba abajo—. Solo espero que su profesionalidad y honestidad, no se pierdan en algún momento —Girándome para retirarme.
—No ponga en duda jamás mi profesionalidad y honestidad —Levantándome—. Aquí nos tomamos muy enserio nuestro trabajo —Entregándole una hoja—. Por cierto, has sido la última en incorporarte. Ahí tienes la fecha de tus vacaciones de verano, la primera quincena de junio. Aprovéchalas, que es posible que no tengas más el resto del año —Abriéndole la puerta e indicándole que salga.
—Gracias. Festival Gastronómico, allá voy —Relamiéndome, porque por fin voy a poder ir a Candamo a probar sus famosas fresas—. Y ahora si me disculpa, es la hora de mi descanso, me voy a comer.
—Le acompaño, que voy también.
Comedor de personal. Carlos se sienta con los directivos y Mei con otros compañeros.
Estas mujeres no paran de hablar de Carlos, no entiendo que tanto le encuentran. Tengo que confesar que tiene un buen polvo, pero paso de líos en el trabajo. ¡Dios, qué ricas están estas fresas!
—Mei, ¿has visto cómo te está mirando, Carlitos? —me dice una de ellas, riéndose.
—Pues que mire lo que quiera. En estos momentos solo quiero morder esta delicia. ¡Ja, ja, ja!
Risas. Todos miran dirección a la mesa en la que se encuentra Carlos que la observa detenidamente.
Se me escapa un suspiro y todos me miran. Pienso que quisiera ser fresa. Detengo mi ingesta e imagino como soy saboreado por esos labios rojos. Como con su lengua se desliza por ellos, disfrutando mi sabor. Como me traga…
—Carlos, deja de mirar tanto a la nueva, que se te ve el plumero. ¡Ja, ja, ja! —me dice, la directora de recursos humanos.
—¡Eh! Perdón, decíais —Regresando al planeta tierra.
—¡Ja, ja, ja! Creo que la nueva ha golpeado al soltero oro —Dándome unos golpecitos el capullo de mi colega.
—Tampoco es para tanto. Me apetecen unas fresas. Voy a por unas pocas —Levantándome—. ¿Alguien quiere?
—¡Mirar! Creo que Carlitos se ha pillado de la nueva —dice un de mis colegas que está sentado frente a mí—. Está cogiendo todas las fresas.
Clavo mi mirada en él y voy a ser un poco mala. Me encanta el juego de seducción y en esto soy una profesional. Cojo una fresa y sin apartar la mira, la muerdo con suavidad, acto seguido muerdo mi labio inferior. Carlos detiene sus pasos y traga saliva. ¡Ya eres mío!
Guerra civil española. Institución mental. Ingreso de la ascendiente de Mei.
—Por favor, cuiden bien de mi madre. No puedo hacerme cargo de ella —le digo, al doctor.
—No se preocupe, don Aurelio, aquí estará bien atendida. Tome —Entregándome unos informes médicos—. El horario de visita es de lunes a viernes de 12:00 a 13:00.
—Gracias.
“Mamá, mamá, mírame. Soy yo —Cogiendo su mano. Ha sido sedada por su seguridad y la de todos, porque ha intentado quitarse la vida.”
—Eustaquio, has venido —Rozando mi cara.
No puedo verla así. Papá hace muchos años que nos abandonó. El muy cobarde me dejó siendo muy joven con ella a mi cargo, y la escusa que puso el muy cerdo, es que ella no se comportaba como una buena esposa. ¡Maldito cerdo egoísta! A eso se le llama depresión. Que va a saber un troglodita como él. Al final, las historias que mi tío me contaba van a ser ciertas y mi madre está pagando un castigo que no merece.
—Sí, mi amor, estoy aquí. Prometo venir mañana a verte.
Salgo de ahí, sabiendo que la mujer a la que más voy a amar en la vida nunca saldrá de ahí y lo peor, es que el causante de que esté así es un cerdo por el que me tengo que hacer pasar, para que sus últimos días sean los más felices posibles.
Besos, La Incondicional.
ANTONIO PRADES
FRESA Y FUEGO
María salía del asador colgada del brazo de su acompañante. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una cena como aquella. El solomillo tenderloin se deshacía, su sabor suave y ligeramente dulce se acentuaba por la mantequilla de trufa y los espárragos blancos. Los detalles cuidadosamente seleccionados y la luz tenue le otorgaban un aspecto sublime a cada rincón del local.
Todo, acompañado de un suave Pinot Noir, o dos, y un encantador cirujano con el que disfrutaba de una primera cita de lujo, sonrisas cómplices y miradas tímidas. Una cita, en la que él no le permitió poner ni un dedo en la cuenta.
Ya era tarde, en la calle el frío empezaba a sentirse. Una chaqueta de hombre caía sobre sus hombros, él le esperaba con la puerta del coche abierta. Una última copa en su casa, un beso, tal vez algo más. Una noche mágica comenzaba para María.
Bajaron del coche dentro del garaje. A ella le llamó la atención una puerta con varios candados, pero el vino y el deseo pesaban mucho más que la duda o el misterio. Él la rodeó por la cintura, la acercó fuerte hacía su cuerpo y la besó.
—¿Qué quieres tomar?
Ella, con los ojos pesados, solo alcanzó a sonreírle, perdida en el instante.
—Seguiremos con el vino —dijo él, devolviendo la sonrisa con una mirada intensa.
Él salió por la puerta del salón hacía la cocina en busca de una botella fría y un par de copas. Mientras esperaba, deslizaba el dedo muy despacio entre los diferentes volúmenes que formaban la extensa colección de libros de las estanterías, incapaz de focalizar las palabras del todo.
De repente, comenzó a percibir un olor penetrante y agudo que venía del pasillo Ella salió persiguiendo ese olor férreo, químico, como a productos de limpieza fuertes, que le picaba y atraía. Abrió la puerta de donde parecía que emanaba, se encontró en una habitación con alfombra rosa y una mesa con formas de labios, estatuillas y cojines que simulaban bocas. Todas las paredes repletas de cuadros de labios.
Él apareció en ese momento, interrumpiendo su perplejidad.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con tono severo—. No tienes que ver esto… Aún.
Hizo una pausa misteriosa y sin previo aviso, la agarró por el brazo con una violencia que no había mostrado hasta ese instante. Cerró la puerta bruscamente, sin dejar que ella dijera nada.Fingió estar avergonzado y, al soltar su brazo, se disculpó.
—Lo siento… es que me gustan mucho los labios —dijo con una sonrisa forzada.
María, desconcertada, comenzó a cuestionarse si había tomado la decisión correcta al aceptar ir a su casa a tomar la última copa. Él, percibiendo su incomodidad, intentó suavizar el ambiente.
—Vamos al salón —propuso—. Tomamos una copa rápida, escuchamos algo de música, y recuperamos el ánimo de la noche.
Ella, que vivía lejos, sentía frío y estaba cansada. Después de un momento de duda, accedió.
De nuevo en el salón, él puso «All of Me» de John Legend, que durante la cena ella le había dicho que era su canción favorita. La miró, recuperó la sonrisa que se había llevado puesta hasta el momento incómodo, y le acercó la copa. María dió un sorbo, asqueada y nerviosa a partes iguales.
El pedo se le estaba pasando por la incomodidad del momento, pero seguía sintiéndose muy atraída por los encantos del cirujano que ya no parecía tan perfecto, pero sí más humano. Un pequeño sorbo más. Él la abrazó y empezó a moverse, simulando un baile lento, hablándole al oído con un tono amable, pero clínico.
Un tercer sorbo, y por mucho que se esforzaba, ya no podía distinguir los sonidos distorsionados que salían de su boca. Empezó a sentirse muy confundida, mareada, como si cayera en un mundo irreal de Carroll.
Mientras perdía definitivamente el control y caía al suelo, observó la mirada penetrante, sin rastro de humanidad, solo con fría expectación que le dedicaba el cirujano. Él sonríe, ahora su piel, pálida y tensa, que parecía estar hecha de mármol, ya no recordaba a un dios griego. En cambio, tenía un aspecto mucho más frío, sin la menor señal de emoción.
Recogió a María y la puso en el sofá. La miró con esa obra maestra de la indiferencia en la que se había transformado su rostro, una mirada ámbar que no titubeaba, fija en ella como si la estuviera observando desde un abismo sin fondo. Le dio un apasionado beso, se relamió y suspiró en voz alta: fresas.
La cargó a hombros y la llevó a una habitación que parecía un quirófano improvisado, pero impoluto, de paredes y armarios de blanco nuclear, todo envuelto en plásticos. La dejó sobre una camilla y le puso una luz fría, enfocada en el centro de su boca, como un faro azulado, y una lupa que muestra sus labios con una precisión incómoda.
A pesar de su inmovilidad, la ató con unas correas, dejando su cuerpo aún más vulnerable, atrapado en ese espacio aséptico y extraño. Sin prisa, con una calma perturbadora, se acercó a un armario y sacó del cajón un bisturí, separadores, pinzas y otros utensilios que habían en una cubeta.
Mientras ponía a hervir agua para esterilizarlo todo, abrió las puertas superiores y en tres estanterías llenas de frascos, repasó de manera minuciosa las etiquetas como buscando algo:
“Eva: Vainilla y Deseo”,
“Carmen: Cereza y Pasión”,
“Amparo…”,
“Maite…”,
“Cristina…”
Cogió uno vacío y le puso una etiqueta rectangular blanca. Escribió con el mismo tipo de letra de los otros tarros, con mucho cuidado: “María: Fresa y Fuego”.
Ella emitió un sonido, como un leve gruñido. Abrió los ojos cegados por la fuerte luz blanca. Intentó moverse, pero sus muñecas estaban atadas. El frío del metal bajo su espalda le helaba la piel.
Él se inclinó sobre ella, máscara quirúrgica, ojos vacíos.
—Chilla todo lo que quieras —dijo el cirujano, mientras sostenía un bisturí—, nadie podrá escucharte.
El miedo le ató la garganta. Él sonrió.
—Si la sangre sube, los labios adquieren el tono perfecto. Y tú… —rozó su boca con un dedo enguantado— tienes unos labios de fresa que merecen conservarse.
La luz parpadeó mientras el bisturí descendió para sesgar la carne.
Nadie escuchó los gritos de María.
LETICIA R MENA
LABIOS DE FRESA
La apodaban “labios de fresa”, porque su boca era lo primero de lo que los hombres quedaban prendados al conocerla.
Y a veces también lo último que veían antes de morir.
Decían que esos labios, curvados en una sensual sonrisa y pintados de un carmín que solo ella sabía como conseguir y al que se le había bautizado con el nombre de Rojo Furor, resultaban más letales que una bala en el corazón.
En nuestro mundo, lleno de traiciones, secretos y dobles juegos, aquel don natural que ella se encargaba de aprovechar a la perfección, era una ventaja sobre los pobres camaradas varones.
Ya se sabe, las mujeres siempre han sido mejores espías.
Esos labios de gesto giocondesco, siempre fueron más eficaces que la más lograda cara de póker para salvar el pellejo en las situaciones más peliagudas.
También yo caí rendido a esos labios la primera vez que la vi. De eso hace ya mucho tiempo, tal vez demasiado.
Fui de los pocos afortunados que llegó a probarlos, y a seguir respirando después de hacerlo. Obligado por razones estrictamente laborales, lo juro, las de la misión que nos unió en el mismo bando por primera vez.
Confirmé por aquel entonces que, además de parecerlo, aquellos labios también tenían sabor a fresa.
Con un regusto ácido, o tal vez amargo, que no supe identificar en esa primera ocasión, pero que, tras años conociéndola, supe adivinar se debía a una vida llena de tristeza y dolor.
Una vida de esas que guardan mil cicatrices bajo una máscara de belleza letal.
Gajes del oficio de espía, supongo.
Cuando uno se entrega en cuerpo y alma a este trabajo, suele acabar vendiendo esta última al diablo, sea cual sea el que pague mejor en ese momento.
Dijeron que murió.
Ninguno supo nunca cuál de todas las versiones era la verdadera.
Una bala, un incendio, un accidente, agonía después de la tortura, …, lo cierto es que nunca se encontró su cuerpo.
O al menos eso creo.
A mí me pareció verla un día, paseando sus bamboleantes andares y su figura, tan llena de curvas que mareaban al más veterano capitán de barco, por la playa de X (omitiré esa información por seguridad).
Pero no, no podía ser ella, sino un delicioso espejismo de mi anciana mente.
O tal vez si era ella.
Su fantasma reencarnado.
Con sus mismos labios de fresa.
CARMEN ÚBEDA FERRER
Labios de Fresa
Se despertó después de una noche febril de pasión y amor. Sí, la amaba como nunca antes había amado. Ella dormía desnuda sobre las revueltas sábanas con la languidez de una diosa del Olimpo en el más plácido de los sueños.
Él la contempló extasiado por un largo espacio de tiempo; era tan hermosa que deseó fervientemente estrecharla nuevamente entre sus brazos. Contuvo su deseo y se deslizó a su lado, rozando su cuerpo desnudo y rugoso, con el de ella suave y aterciopelado. Acercó su boca a la de su joven amada y depositó el más devoto beso en sus jugosos labios de fresa.
MARISA GARCÍA
Nunca se me olvidará el día que el imbecil de mi padre tiró mi patinete al río.
Yo iba cantando y disfrutando del juguete. Cada vez que me llevaba al parque pasaba lo mismo: él caminaba unos pasos por delante con cara de pocos amigos y a veces mascullaba entre dientes cualquier barbaridad, como las que soltaba a menudo en casa. Yo, sin embargo, gozaba de esos ratos de libertad y disfrutaba presumiendo de mi regalo, decía que era color rosa chicle de fresa ácida y el me chinchaba diciendo que era una mierda putirosa, yo insistía en que era de un color fresa precioso y el comenzó a llamarme putifresa. A un despiste mío cogió el patinete y lo lanzó con fuerza al medio del canal fangoso, que era aquella primavera el río que cruzaba nuestro arrabal. Monté una pataleta brutal, gritaba cómo un cochino degollao y a el no se le ocurrió otra que calzarme una buena ostia para callarme, era muy efectivo el cabrón.
‐¿Ya, putifresa? , me dijo cuando me vio rendida; yo no pude ni contestar
A los 16 años me tatué dos fresas en las ingles, un poco por encima de los labios mayores. No puedo decir que fuera por su culpa, el salió a por tabaco un buen día, poco después de la movida del río, y no volvió a molestarnos más.
El tatu no me dolió, solo un poco el pinchazo de la anestesia, que una es puta pero no idiota.
Habia un tipo que pedía a menudo mis servicios, y a mi siempre me venia bien, pagaba y no molestaba mucho. Aquel día estaba empeñado en darme placer. Me tendí desnuda sobre la cama; el me recorría el cuerpo con sus manazas y su mirada obscena escudriñaba todos mis rincones. Para mí que se había montado una peli rara en su cabeza conmigo…
Reparó por fin en el tatuaje y se rió a carcajadas, con su voz aflautada, irritante dijo:‐ Me voy a comer tus labios de fresa-
Alcancé a voltearle sobre la cama y apreté con fuerza su cuello seboso hasta que dejó de oírse el jadeo de su respiración
-No soy tu putifresa-, le dije. Pero el no se movió.
Guillermo Arquillos con «todavía estoy aquí»
Mi voto para:
David Merlán Castro
Juan Manual Caballero
David Merlán
Maite Bilbao
ANGY DEL TORO
MARISA GARCIA
Para: Maite Bilbao
Guillermo Arquillos
No soy de repartir voto, pero esta semana hay tanto nivel que resulta imposible decidirme por uno:
David Merlán
Irene Adler
MI voto: Omar Albor
Mi voto para Antonicus Efe.
MARISA GARCÍA
Voto por: Teresa Sánchez Fregoso.
Su relato es crudo y triste, pero con un profundo dolor.
Ha sido complicado, un tema cargado de amor, de desamor, de asesinatos, de cuentos…, pero hay que elegir. Gracias a todos.
-Armando, por su adaptación de los cuentos.
-Pedro Antonio, por ese café.
-Leticia, por su mujer fatal.
-Axy Linda, por ese cuento en el que nos muestras que todos somos necesarios.
Mi voto para:
Irene
Guillermo
Efraín
Sergio Tellez
Voto por:
Maite Bilbao por sus Susurros de fresa.
Mi voto es para Maite Bilbao
Mi hoto
Guillermo Arquillos
Mi votos está semana para:
David Merlán Castro
Irene Adler
Antonio Prades
Marisa García
Mi voto:
Teresa Sánchez Fregoso
Axy Linda