Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «silencio cómplice». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 14 de noviembre!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SUSANA NÉRIDA
Ante tantas violencias sufridas
El silencio es cómplice;
Entre todos insufladas
El silencio es cómplice
De mi realidad aparente
Y nadie es consecuente
Del dolor que subyace.
Sí, el silencio es cómplice
Porque lo ve y lo permite
Porque lo conoce
¡Y que nadie lo cuente!
El silencio es cómplice
Desde que aparece,
Rompe el esquema
La verdad les quema.
Que tu silencio
No sea cómplice
De este improperio:
Está a tu alcance.
Que sea un nuevo avance
Que tengamos nuevo espacio;
Que tu silencio
No sea cómplice.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
«Silencio cómplice».
Nadie miraba al cielo, preferían mirar una aplicación para ver qué tiempo iba a hacer. Tras la gran tormenta se produjo un silencio cómplice que servía de refugio a los genocidas. Tantas muertes evitables, no pueden consentir que seamos más de ocho billones de seres repugnantes de dos patas capaces de cometer las mayores atrocidades…
¡Despierta!, llevamos casi un lustro en guerra y en este escenario todo es permitido.
Yo seguiré escritura poemas y algún día sonarán más que las bombas, será mi pequeña aportación pacífica ante un mundo oscuro que cojea y se tambalea. Mis condolencias a todas las víctimas de cualquier catástrofe o enfermedad, provocada o no (eso es lo de menos) y se tiene que demostrar, pero el hedor que desprenden muchas cosas y situaciones que estamos viviendo me hace reflexionar. Y por mi parte no firmaré parte de ese silencio cómplice.
Apoyo incondicionales a las víctimas porque lo peor de esta burda sociedad es cuando culpabilizan a las víctimas, ¡y una mierda, una víctima siempre será una víctima y debemos ayudar y tender la mano, joder que somos seres humanos!
RAQUEL LÓPEZ
Alberto tenía por costumbre no inmiscuirse en nada, ni siquiera ante las injusticias que su jefe, Adolfo, hacía constantemente con los empleados.
Él era contable de la empresa, ascendido hace poco tiempo por Adolfo y aunque no simpatizaba mucho con su jefe aguantaba carros y carretas para conservar el empleo, pues con su edad no podía permitirse el lujo de encontrar otro trabajo y en la empresa a pesar de todo estaba bien.
Adolfo siempre amenazaba a los empleados con despidos que luego llevaba a la práctica, pues no fallaba ni un mes que despidiera a alguien sin razón, solo para que todos vieran que el era el único que tenía el poder.
Alberto solo era esa voz que gritaba en silencio, las injusticias de su jefe, pues prefería callar a sabiendas que no era lo bastante valiente como para encararse a él, sin darse cuenta que su silencio también le podía hacer cómplice de sus desfalcos en la empresa. Pero Adolfo le tenía amenazado..
Un día, Alberto llegó tarde al trabajo pues el autobús venía con retraso. Tembloroso no hacía más que repetirse a si mismo » Por favor que no me despida..
Si sorpresa al llegar a la oficina fue mayor cuando vio que se encontraba allí la policía con Adolfo y percibió que estaba esposado.
Pregunto que sucedía y le contaron que había estado haciendo trapicheos con el dinero de la empresa.
-¡ Alberto, explícales a estos señores que yo no hice nada!- decía Adolfo.
Pero Alberto seguía callado como siempre lo había hecho, el inspector de policía le hizo algunas preguntas en su despacho y al final el inspector entendió que aunque estuviese al tanto de lo que hacía no quiso denunciar por miedo al despido.
Se llevaron a Adolfo a prisión mientras este le miraba a Alberto con cara de súplica.
Alberto seguía manteniendo su silencio y no era un silencio cómplice, más bien, lo que proponía era hacerle sentir que no haría nada por él, no le ayudaría, al igual que Adolfo tampoco habia hecho nunca nada por los demás….
MARIA CRUZ ESTEVAN APARICIO
Mi voz estaba presa por aquel agresor que le daba golpes Ami hermana.
Mi persona vivía a igual un bloque de cemento, por lo tanto sin voz y sin movilidad, me sentía «Cómplice silenciado»
Oímos abrir la puerta de la casa. Los ojos de miedo de mi hermana se clavaron en mi alma, más yo preso del agresivo comportamiento del que manda qué podía hacer.
El olor a alcohol lo percibimos al momento.
Las manos alzadas buscaban el rostro de la mujer. Una fuerza sobrenatural se adentro en mi ser rompiendo el hormigón que me tenía parado.
Salte sobre la agresividad, mi cuerpo cementado de tubo su maldad. A la vez le digo, se acabó mi » silencio cómplice»
ARMANDO BARCELONA
EN EL AÑO 3OOO
«La promiscuidad es algo que los humanos comparten con la inmensa mayoría de animales que pueblan la Tierra. Apenas una docena de especies, de entre millones, son monógamas: tórtolas, pingüinos, cisnes…, conforman la excepción a una regla universal».
—Cariño, ya estoy en casa —anuncia Pablo nada más cerrar la puerta, mientras deja las llaves en una bandejita de cuero sobre el recibidor de la entrada.
Marisa aparta la vista del televisor, baja el volumen y alza una mano a modo de saludo.
—Hola, mi amor. ¿Cansado?
Él entra en el salón, se acerca al sofá e inclinándose sobre ella, le da un suave beso en los labios.
—No más que cualquier otro día. ¿Qué ves? —Señala con el mentón la pantalla, en la que una pareja de gibones escenifica el cortejo que precede al apareamiento.
La mujer baja los pies del sofá y palmotea el sitio que acaba de dejar libre, en una clara invitación a que se siente junto a ella.
—Nada, un documental. Es igual en todas las cadenas; un asco de programación. Cuéntame algo interesante, anda.
Pablo acomoda la americana sobre el respaldo de una silla, afloja el nudo de la corbata, se deja caer junto a su esposa y los dos se cogen de la mano.
—Qué quieres que te cuente, cariño: el jefe sigue igual de borde y en estas fechas, a fin de mes, no hay quien lo soporte; han abierto un restaurante nuevo cerca de la oficina, de menú barato, no lo hacen mal, oye, y me he encontrado con Patricia. —Marisa pone cara de «no caigo»—. Sí, coño, Patri, la mujer de Anselmo.
—¡Ah, Anselmo!, ya me acuerdo. Morenita, de pelo corto, muy mona. Es que, hijo, igual hace un año que no nos vemos. ¿Y qué es de ellos?
Pablo se descalza, sujeta sus lumbares con las manos y arquea la espalda mientras compone un gesto a mitad de camino entre el alivio y el dolor.
—Ahora se ha dejado media melena y le queda bien. Andan con problemas de pareja; me ha estado contando cosas: que si él trabaja demasiado y casi no se ven; que si se siente muy sola apechugando con todo, los hijos, la casa, en fin, ya sabes.
Marisa asiente y acaricia la mejilla de su marido.
—Pobrecilla, necesitaba desahogarse y le ha venido bien encontrarse contigo. ¿Te apetece un güisqui, mi amor? Yo te lo preparo. —Se levanta y va hacia la cocina; Pablo la sigue.
—Ya te digo, estaba un poco agobiada, sí. Hemos entrado en una polvetería del centro a follar un rato. Yo creo que le ha servido para quitarse algo de estrés. ¿Y tú qué has hecho hoy, mi vida?
Vuelven los dos al salón, con sendos vasos de licor en la mano, y se sientan de nuevo en el sofá.
—Nada de particular, cielo, por la mañana, un poco de sexo oral con las amigas, como todos los días; he ido al centro de salud porque tenía cita para una sodomización; ir a la compra y poco más. Por cierto, esperando el ascensor he conocido a los nuevos vecinos: Alejandro y Celia, se llaman. Parecen majos y se les nota muy educados. Él me ha cedido el paso dándome una fuerte nalgada, que hasta me ha dejado marca, mira —se arremanga la falda para que su marido vea la huella rojiza en su culo.
—Qué considerado, deberíamos invitarlos a cenar una noche, ¿no crees? —aprecia Pablo el detalle del vecino acariciando suavemente el cachete de Marisa.
—No nos vendría mal, llevamos un tiempo descuidando nuestra vida social, mi amor —está de acuerdo ella—, no quedamos con los amigos y ya casi no follamos con nadie. Yo a veces con el portero, porque nos vemos a diario, y con algún vecino, así de pasada: buenos y adiós, aquí te pillo y aquí te mato. Por cierto, estoy muy preocupada con Pablito; te lo quería decir, pero se me ha ido pasando.
Pablo apura el güisqui de un trago y le presta a su mujer toda la atención.
»Resulta que hace un par de semanas vino a estudiar con él Andresín, su amigo, y se encerraron en la habitación. A media tarde les preparé algo de merienda, entré sin llamar y los sorprendí viendo Internet. Yo juraría que estaban en una de esas páginas de catequesis; les pregunté y guardaron un sospechoso silencio cómplice, aunque luego lo negaron. ¡Ay, Pablo! Tienes que hablar con él, mi amor, que me dan mucho miedo esas cosas.
Los dos callan durante un rato, pensativos, luego él agita las manos como espantando fantasmas.
—Hablaré con el chico, no te apures, pero son cosas de críos, está en la edad, a todos nos ha pasado. ¿Te acuerdas de Paco? Sí, mujer, Francisco Alquezar, Paco, somos amigos desde el colegio, nos vemos poco, pero has follado con él media docena de veces, aunque ya hace tiempo de eso. Pues Paquito y yo, cuando éramos chavales, pasamos más de una tarde haciéndonos la catequesis el uno al otro y ya ves, aquí estamos.
—Ay Pablo, no sé, que me da mucho miedo —insiste Marisa—; mira el hijo de los del quinto, tan buen chiquillo que parecía de niño y ahora, de repente, les sale del armario hecho un cura preconciliar. No me fio, corazón, que en esas páginas les meten cosas raras en la cabeza: el pecado, el examen de conciencia, los actos de contrición, y terminan siendo unos asociales llenitos de traumas.
Pablo la abraza conciliador y le impone silencio con un morreo largo.
—Venga, tranquila, que yo me ocupo. Hablando de otra cosa, ¿cuánto hace que no vemos a tu hermana y a mi cuñado? Yo con Julián me llevo de maravilla y a Clara la quiero un montón.
A Marisa se le enciende la mirada con un brillo de alegría.
—Tienes razón, cariño, lo mismo hace tres o cuatro meses que no follamos con ellos. ¿Qué te parece si los invitamos a cenar este sábado?
Pablo se levanta, coge la americana y empieza a caminar en dirección a su habitación; ha decidido que se dará una ducha antes de cenar para sentirse más cómodo.
—Por mí encantado, amor mío. ¿Hablas tú con ellos? Voy a darme un agua que hace calor. Te quiero.
Marisa asiente y vuelve a subir el volumen del televisor. Una hembra de bonobo se aparea con un macho a cambio de un plátano. «Joder, vaya hostia de programación —se queja mentalmente—; estaremos en el tercer milenio, pero la tele sigue siendo una mierda».
DAVID MERLÁN
EL SILENCIO DEL CONTRADAIOLO
El tambor retumbaba en el pecho de Marco, el fantino contratado ese año para representar a la contrada de la Nicchio. El sorteo había deparado que las diez contradas de ese año fueran especialmente rivales entre si y eso garantizaba la emoción.
Era una víspera espesa y los capitanes de las contradas amigas se reunieron como es tradición, para ultimar las estrategias para la carrera y de nuevo poner en valor la importancia de vínculos seculares contra los adversarios comunes.
Siena estaba inmersa en los denominados «cuatro días del Palio», y hasta las piedras de la Piazza del Campo parecían contener el aliento a la primera de las carreras de ese año. A lo lejos, la Torre del Mangia se erguía, sola, altiva y sombría, observando en silencio a aquellos que, como él, no dormían bien la noche anterior a la carrera del Palio.
Marco había decidido dar un paseo y dejar un poco a su aire su montura, a la que notaba algo intranquila, y con el cual llevaba dos noches durmiendo en el establo preparado aposta en la sede de la contrada.
Mientras Marco recorría las calles estrechas de «su» Contrada, se topó con una figura borrosa en una esquina que susurraba en voz baja. Se detuvo, y conteniendo el aliento, se adentró más camufládose en las sombras. Fue entonces cuando oyó los nombres, los planes y un trato sucio y deshonesto, una apuesta sobre el devenir de las tres vueltas entre arena y toba que debían darse al día siguiente a la Pizza, y él, no dejaba de ser un testigo no deseado.
—¿Quién anda ahí? —Resnonó la voz como un trueno.
Uno de los hombres, un capitán de otra contrada, giró hacia él. La luz de una farola recortó el perfil de su rostro contra las sombras, hecho que no impidió que sus ojos se clavaran en los de Marco con la precisión de un cuchillo. No hacía falta decir nada; entre ellos se estableció un pacto de silencio, uno que ninguno había acordado, pero que ambos entendían con una claridad meridiana.
Marco salió disparado de allí, con las palabras de aquellos hombres aún resonando en su mente.
Al llegar al patio de la Contrada de Nicchio Marco encontró a un grupo de hombres bebiendo en silencio que se le quedaron mirando. La alegría de la víspera había desaparecido, y la única chispa en sus ojos era una esperanza febril. Todos contaban con él.
Uno de los veteranos, el viejo y Prior Pietro, se acercó y le puso una mano en el hombro.
—Marco, hijo, mañana es el día. Llevamos años de sequía y, aunque no tenemos el palmares de la Contrada de Oca, gracias a Dios tampoco somos la de Civetta. Llevamos años esperado y creo firmemente que tenemos buen caballo este año. En eso hemos tenido suerte… no lo olvides —murmuró, con esa voz rasposa, gastada de gritar a generaciones de jinetes.
Marco asintió y contestó de forma escueta que no lo olvidaba.
No era su primer Palio y una frase tenía clara: «El honor de la contrada que representas está en juego», eso le habían dicho desde que montó por primera vez un caballo. Sin embargo, el eco de la conversación en aquella esquina se le colaba en cada pensamiento, una advertencia que le escocía como una herida abierta.
Entre los allí presentes, un par de ojos atentos lo vigilaban desde una distancia prudente. Era Francesco, el capitán de su contrada, un hombre de carácter férreo que solo sonreía cuando hablaba de ganar. Parecía adivinar las dudas en Marco, y, en con un ligero gesto, le hizo una señal para que se acercara.
—¿Nervioso, Marco? —le preguntó Francesco, aunque sus palabras sonaban más a orden que a pregunta.
—No, capitán—añadió tragando saliva.
—¿Te sentó bien el paseo nocturno de ayer? —le inquirió el capitán mirándole fijamente a los ojos.
—Si, si—añadió nervioso, casi tartamudeando.
Francesco lo observó un segundo, como si quisiera leer su mente y descubrir qué ocultaba bajo esa piel nerviosa.
—A veces el silencio es la única respuesta, muchacho. Recuerda eso. Y si alguien intenta desviarte, tú solo piensa en toda esa gente que tiene puestas su confianza en ti. Es parte de nuestra historia. ¿Lo entiendes, verdad?
Marco asintió, con el sabor amargo de la complicidad atrapado en la garganta. Era más que consciente de que Francesco hablaba de algo más que de la carrera.
****
A la mañana siguiente el sol verariengo apretaba con fuerza en el cielo Toscano. La Piazza del Campo era un mar de gritos y banderas, un mosaico de colores y cánticos de cada agrupación que resonaban contra los muros antiguos de Siena.
Marco, en el centro de la pista, podía sentir el suelo vibrando bajo las pezuñas de los diez caballos que pateaban el polvo ansiosos por correr y que como marca la tradición, el ayuntamiento los había sorteado en la mañana del cuarto día anterior a la gran cita entre los diecisiete seleccionables.
A su alrededor, los otros jinetes intercambiaban miradas furtivas y apretaban los labios en gestos de desafío. Él, sin embargo, mantenía la vista baja, con los ojos fijos en el cuello de su caballo, respirando al ritmo de aquel animal que ahora parecía compartir sus propios nervios transcurridos cuarenta y ocho horas desde que habían sido presentados. Sabía que muchos en su contrada le observaban, esperando que él, después de tantos años de derrotas, les devolviera el orgullo perdido.
Fue entonces cuando en su interior todo se relentizó. El ruido ensordecedor a su alrededor pareció enmudecer para pasar a notar una presencia entre la multitud. Levantó la vista y giró la cabeza hacia la izquierda, hacia el exterior de la plaza. Automáticamente, como un imán, sus ojos encontraron los de uno de los hombres que había escuchado en la esquina la noche anterior. Aquel capitán estaba allí, apenas visible entre la marea de gente, pero con una sonrisa aviesa y la mirada fija en él.
Marco sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Aquel hombre lo sabía, y la sonrisa en sus labios, apenas perceptible, era una advertencia: «Sabemos lo que escuchaste. Y también sabemos que no vas a decir nada.»
La multitud rugió de nuevo ante lo inminente del pistoletazo de salida, y Marco, por un segundo, sintió sus fuerzas tambalearse. Podía ver a los miembros de la Contrada ansiosos, sobre todo a Pietro confiando en él, gritando su nombre. Un pensamiento fugaz cruzó su mente: ¿sería capaz de cumplir con su deber, sabiendo lo que sabía? ¿Podía correr por la gloria de la contrada del Nicchio y al mismo tiempo callar esa verdad que lo quemaba por dentro?
Una señal resonó por toda la plaza. Era el momento.
Él se colocó en posición, mientras el latido de su corazón resonaba como un tambor. Volvió a mirar hacia la multitud, pero aquel capitán ya no estaba. No había rastro de él, como si todo hubiese sido fruto de su imaginación.
«Silencio», pensó Marco, apretando las riendas con fuerza. «Solo silencio.»
El grito de salida llenó el aire. Marco reaccionó y espoleó a su caballo con el nerbo, lanzándose a la carrera.
Marco era consciente de que toda la tensión acumulada en un año de rivalidades se liberaría en menos de cinco minutos de aquel dos de julio.
Una cosa era clara y se repetía desde 1701: ganaría el caballo que completase primero tres vueltas a la plaza, con o sin fantino. Marco solo podía pensar si ese, sería su caso.
ANTONICUS EFE
Intento vivir mi utopía
sorteando balas de cañón,
puñaladas traperas
y miserias de adoración.
Veo el reflejo de las aguas
en la inquina de la contaminación
de los ojos sin empatía
que solo saben sembrar rencor.
Me altero en mis pulsaciones
y entro en ebullición.
Me hago preguntas retóricas
en medio de tanta exacerbación.
Mercaderes de odios
trafican con los sentimientos
sembrando un caldo de cultivo
que provoca huracanes en el tiempo.
Intento vivir mi utopía
sorteando la realidad,
navegando entre pasados
que solo muestran maldad.
Lo burdo ahora es rimbombante,
lo vulgar grandioso,
el pueblo es el culpable
y los ladrones son generosos.
Los que influencian viven del cuento
con el apoyo de los influenciados,
Se polarizan los violentos
sacando a la violencia del armario.
Siempre pagan los mismos;
los mismos siempre acaban perdiendo.
Yo no quiero alentar tempestades,
prefiero ser cómplice de la paz con mi silencio.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
CUATRO AGUJAS
Siempre hay una primera ocasión para todo.
Aquel día, por vez primera en mucho tiempo, Jack experimentó el miedo real. Una desagradable e incómoda sensación a la que no estaba acostumbrado. Algo que rayaba el pánico y recorría su torrente sanguíneo como un caballo sin control.
Su terror particular se había desencadenado tan solo minutos antes, sin previo aviso, justo en el momento de su llegada. Desde entonces, no había variado su posición ni un milímetro: de pie, en el interior del viejo granero, contemplando absorto y en completo silencio aquella montaña de cereal, amarillenta y descolorida. Enfrentándose a la inutilidad de intentar detener el torrente de pensamientos que asolaban su mente.
Podría haber optado por la vía rápida y hacer que todo acabara devorado por las llamas. Dada su naturaleza, no le hubiera resultado complicado. Pero aquel arrebato imprevisto de sentimientos le había dejado fuera de juego. De alguna forma deseaba preservar todo lo que contenía ese granero, mantenerlo intacto desafiando el paso del tiempo. No solo eran las sensaciones y los recuerdos de toda una vida. Había mucho más ahí dentro.
En cada ocasión siempre había procedido igual. Sucumbiendo a la pasión, pero adelantándose de forma fría y calculada a cada una de las consecuencias. Pensándolo bien, tan solo eran cuatro chicas anónimas con las que apenas había compartido unas horas. Después, se había deshecho de ellas para continuar con su vida y sus quehaceres cotidianos. Nada más.
Pero con Samantha todo era diferente.
Ella nunca fue alguien despampanante. No era nada provocativa, no solía prestar atención a su peinado y ni siquiera recordaba la última vez que la había visto maquillada. Sus uñas, a diferencia de las de las otras chicas, coloridas y estridentes, siempre estaban sucias y descuidadas. Pero, por más que se negase a aceptarlo, entre ellos existía algo muy poderoso. Un sentimiento ligeramente parecido al amor, aunque bastante lejos de su distorsionada percepción de la realidad. La quería y la respetaba. Ella también a él, a su manera. Y era eso lo que la hacía diferente del resto. Y era eso, con toda probabilidad, lo que había hecho brotar en él ese sentimiento inesperado, lo más cercano al arrepentimiento.
De pronto, recuperó otra vez su estado habitual. La sangre en sus venas aminoró la velocidad hasta casi estancarse de nuevo y todo dentro de él se volvió a helar. No solo el rojo líquido vital. También su mirada y cada uno de sus pensamientos.
Comenzó entonces a revisar cada punto, una vez más. Con la escalofriante pasividad de un psicópata y la precisión de un relojero. Paso a paso, asegurándose de no haber dejado ningún cabo suelto. Comprobó mentalmente que todo estaba en orden, dentro de su cabeza y fuera de ella, en cada rincón del descomunal granero. Nadie sería capaz de notar la más mínima discordancia. Hubiera sido mucho más fácil encontrar cuatro simples agujas en la inmensidad de ese pajar.
Mientras tanto, esposado y vigilado en todo momento por Samantha, la ayudante del sheriff, seguía contemplando cómo los federales continuaban con el registro y la búsqueda. Igual que un témpano de hielo. Totalmente convencido de que jamás hallarían ninguno de los cuatro cuerpos.
Samantha, tratando de disimular su nerviosismo, no había dejado de permanecer en todo momento junto a él, desde que le pusiera con rabia las esposas. Con el corazón roto. Lanzándole miradas fugaces. Guardando un incómodo, cómplice y necesario silencio.
EFRAÍN DÍAZ
Esta es la última parte de repocisionarse, recolocarse y readaptarse
Como de costumbre, Daniel entró al bar, y Ernesto no perdió de vista ni a él ni a su escolta. Desde su auto, el guardaespaldas engullía una grasienta hamburguesa que bajaba con una Coca-Cola. Tenía un notable sobrepeso, y Ernesto sonrió al reconocer que no sería ningún problema enfrentarse a él.
El bar estaba en decadencia. Había visto tiempos mejores. En los últimos veinte años, había pasado de ser un ícono local a convertirse en la reliquia de la ciudad, frecuentado solo por los mismos clientes que alguna vez le dieron gloria. Daniel lo eligió porque era un lugar discreto, donde podía pasar desapercibido.
Ernesto esperó a que entraran dos parejas y aprovechó para colarse con de ellos. Vio a Daniel en la barra, conversando con otro hombre mientras sorbía una cerveza. Ernesto se sentó a poca distancia, pidió una cerveza lager y un agua mineral con limón. No quería llamar la atención pues, un abstemio en una barra levantaría demasiadas sospechas.
En cuanto Daniel se levantó y se dirigió al baño, Ernesto lo siguió. Entró, cerró la puerta con el pestillo y avanzó hacia el urinal de al lado. Con naturalidad, fingió orinar mientras sacaba un puñal, el mismo que había usado para acabar con Martín.
Daniel terminó y se acercó al lavabo. Ernesto no esperó ni un segundo: en un rápido movimiento, le rebanó el cuello. Los ojos de Daniel se abrieron de par en par, atónitos, desorbitados. Se llevó las manos al cuello en un intento inútil por detener la hemorragia.
—De tus amigos del Cártel de Sinaloa, sapo. Dile a los gringos, si puedes, que te reventó el fantasma de Sinaloa —le susurró Ernesto.
Mientras Daniel se desangraba, Ernesto lo acomodó en el inodoro, esperó a que diera su último aliento y cerró la puerta de la casilla. Luego, se lavó las manos, salió del baño y regresó a la barra. Bebió un par de sorbos de su cerveza, con la misma tranquilidad de antes.
No pasó mucho tiempo hasta que alguien descubrió el cadáver. El cliente salió del baño gritando, y los demás huyeron del bar despavoridos. Ernesto salió entre ellos.
Desde el auto, el escolta maldijo al ver la escena. De inmediato, corrió al baño, donde encontró a Daniel, inmóvil, sentado en el inodoro. Se llevó las manos a la cabeza, pensando en las repercusiones que tendría esa muerte en su carrera. Salió a toda prisa, pero ya era tarde; todos los clientes habían desaparecido, incluido el asesino.
En la oscuridad del desierto, Ernesto cruzó la frontera con su acostumbrado silencio como cómplice. Sus compañeros lo despidieron con la misma efusividad con la que lo habían recibido. Algunos drones vigilaban el camino, señalándole la ruta segura hacia territorio azteca. El fantasma de Sinaloa había atacado nuevamente.
IRENE ADLER
EL ATAÚD DEL CAPITÁN SMITH
—No me jodas William. Ya es bastante malo que un barco español llegara allí antes que nosotros para que encima me vengas tú con la idea de que igual hay un campamento de náufragos instalado en las Shetland.
El gobernador hizo una pausa; después hizo una mueca; y finalmente suspiró.
—Náufragos españoles. ¡Españoles, William! ¿Qué parte del problema es la que usted, señor capitán, no entiende? A callarse toca en nombre de Su Majestad y del orgullo patrio. Rule Britannia y todo éso, ya sabes. Porque si resultara cierto que hay españoles allí, por casualidad, error o pura y simple coincidencia, entonces tendríamos que cambiar el nombre de Shetlands del Sur por algo así como Córdobas del Sur o Archipiélago San Telmo. ¿Quieres ir tú a decirles éso a los Lores del Almirantazgo, William? Porque francamente, yo no. Aprecio mi puesto, mi prestigio y mi pensión de jubilación. Si difundes esa clase de rumores por ahí, me encargaré personalmente de que el único puente de mando que veas en el resto de tu miserable vida, sea el de alguna gabarra de mierda Támesis arriba, Támesis abajo. ¿He sido lo suficientemente claro, capitán Smith?
William Smith asintió tristemente con la cabeza. El gobernador hizo un gesto displicente con la mano que lo mismo servía para ejecutar reos que para espantar moscas que para pasarse por el forro la suerte de seiscientos desgraciados en nombre de los benditos intereses de Inglaterra.
Un gesto que venía a decir algo así como “largo de mi vista”, seguramente porque era mucho más atractiva y seductora la vista que abarcaba desde el amplio ventanal de su despacho: Valparaíso brillando bajo una suave luz diagonal, meridional y exótica, en un cálido atardecer de 1819.
Algún tiempo después de ésa entrevista, bajo un cielo menos cándido que el cielo de Valparaíso; en un callejón empedrado y oscuro de Boomsbury, el capitán Smith atravesó una puerta cochera y se quedó de pie en un amplio patio, atento al tintineo constante y melódico de docenas de formones, martillos, serruchos, clavos y pernos. Olía a serrín y a gatos. Lo rodeaban un centenar de ataúdes de madera, algunos a medio barnizar, otros terminados, todos siniestros. Se sintió ligeramente mareado ante la idea claustrofóbica de pasar allí dentro toda la eternidad. “Es peor que el pañol del contramaestre. Y mucho más pequeño”, se dijo.
El carpintero lo reconoció y fue a su encuentro.
—¿Quiere verlo?
—¿Está terminado?—preguntó el capitán Smith con apenas un hilo de voz.
—No del todo. Pero como era un encargo tan especial, pensé que querría verlo y opinar. Sígame.
Estaba al fondo del enorme zaguán, extrañamente aparte; extrañamente solo.
Un cajón de madera oscura, ajada, calafeteada muchas veces. Un cajón de madera que antes de ser su ataúd había sido el cepo del ancla de un navío español de 74 cañones hallado en una playa desierta de una isla desierta, en las islas Shetland del Sur. El cepo del ancla del San Telmo.
El carpintero del Williams, su barco, había desmontado el cepo de madera de la cruz del ancla por orden suya y lo habían llevado a bordo hasta Valparaíso. ¿Cómo prueba? ¿Cómo recordatorio de la infamia y del silencio cómplice? ¿Para que su ataúd hablara por él aunque ya fuera demasiado tarde? Ni siquiera el capitán Smith habría podido decir por qué. Simplemente lo hizo.
Tal vez, como marino, se creyó en la obligación de salvar algo, lo que fuera, de la desidia, los intereses y el desastre. Salvar algo, lo que fuera, de esa otra muerte llamada olvido.
Que en su entierro, mientras él levaba anclas para emprender ese último y definitivo viaje, su ataúd sirviera de liberación a la mordaza que otros le habían impuesto y pudiera gritar al fin la verdad sobre el navío San Telmo.
El barco que descubrió la Antártida. Y el enorme precio en vidas —644— que pagó.
SERGIO TÉLLEZ
AVENIDA
La avenida se extendía ante ella como una boca abierta, devorando la luz del sol y escupiendo sombras que se arrastraban por el asfalto. Los vehículos parecían criaturas mecánicas, cada uno con su propio carácter.
Los automóviles pequeños zumbaban como hormigas metálicas, mientras que las camionetas 4×4 eran toros robustos listos para embestir. Las volquetas gigantescas parecían dragones de acero, con fauces abiertas y ruedas girando como molinos de viento.
Las motocicletas eran insectos negros que zumbaban y chirriaban, sus luces delanteras como ojos fijos. Los ciclistas, con sus cascos y ropas ajustadas, se deslizaban como escarabajos.
El ruido de la avenida era un coro de rugidos lejanos y truenos que se acercaban. Un camión de cemento se acercaba, su mezcladora girando como una boca que escupía betún. Un taxi amarillo parpadeaba su luz en el techo, como una llamada silenciosa.
Sofía sintió un nudo en el estómago, su corazón latía con fuerza. Era su segundo día de clase y sus padres la habían enviado sola, confiando en que podría cruzar la avenida sin problemas. Pero Sofía no estaba segura. La avenida parecía un laberinto, con calles que se entrecruzaban y edificios que se inclinaban hacia ella como si estuvieran a punto de caer. Se agarró a su mochila, como si fuera un escudo, y dio un paso adelante, temiendo que los monstruos mecánicos la devoraran.
Miró hacia arriba, buscando la mano guía de la anciana, pero no la vio.
La avenida parecía crecer y expandirse, como un laberinto que se multiplicaba. Los carros y camiones se acercaban, con sus luces y pitos que parecían una orquesta de terror.
Sofía se detuvo en la orilla de la avenida, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. Miró hacia arriba, como si buscara una respuesta en el cielo gris y nublado. La avenida parecía un río de metal y fuego que se deslizaba ante ella, sin cesar.
«¿Por qué me mandan sola?», se preguntó Sofía, con una voz casi inaudible. «¿No les importa que me pase algo?»
La niña miró hacia abajo, sus ojos fijos en las líneas blancas que cruzaban la calzada. Parecían líneas de una página en blanco, esperando a ser escritas.
«¿Es porque soy grande ahora?», se preguntó Sofía. «¿Es porque ya no soy una bebé?»
La niña recordó las palabras de su madre esa mañana: «Es hora de que crezcas, Sofía». Pero ¿qué significaba crecer? ¿Significaba dejar de ser una niña y convertirse en… en qué?
Sofía miró a su alrededor, buscando respuestas en los edificios y los carros que pasaban. Pero todo parecía confuso y desconocido.
«¿Por qué no me acompañan?», se preguntó de nuevo, con una sensación de soledad que crecía en su pecho.
La avenida parecía acrecentar su ruido y su velocidad, como si estuviera absorbiendo a Sofía en su torbellino. La niña se sintió pequeña y vulnerable, como una hoja que se lleva el viento.
Buscó entre la gente de nuevo a la anciana, Pero no la vió, dio otro paso adelante, y su pie pareció hundirse en el asfalto. La niña miró hacia abajo y vio que su zapato se estaba convirtiendo en una raíz que crecía, como si estuviera siendo absorbida por la tierra.
«¡No!», gritó Sofía, y su voz se perdió en el ruido de la avenida.
Fue entonces cuando sintió la mano suave y cálida que se cerraba alrededor de la suya. La mujer estaba allí, sonriendo y guiándola a través del caos. Era la misma anciana del día anterior, la misma que la había guiado atravez de ese monstruo durante escasos veinte segundos, que para ella fueron y seguirían siendo una eternidad…
«Vamos, Sofía», dijo la mujer. «No te preocupes. Estoy aquí para ayudarte».
El semáforo se iluminó con un verde brillante, como un ojo que se abría en la oscuridad. La anciana, con sus manos fuertes y calurosas, cerraron su agarre alrededor de la pequeña mano de Sofía, que temblaba como una hoja en un vendaval. La niña estaba pálida, sus ojos dilatados por el miedo, mientras la anciana la guiaba con suavidad pero con firmeza a través de la calzada.
La anciana avanzó con paso seguro, su mirada escrutadora escaneando la avenida en busca de cualquier peligro. Su rostro, surcado por las arrugas del tiempo, parecía una máscara de determinación, mientras protegía a Sofía de los monstruos de metal que acechaban en la carretera.
El ruido de los motores, el chirrido de los frenos y el rugido de los exostos crearon un coro de caos en el fondo, pero la anciana siguió adelante, imperturbable, con Sofía pegada a su lado. La niña sentía su corazón latir en su pecho como un tambor desbocado, pero la presencia de la anciana la mantenía firme.
El tiempo pareció detenerse. La niña y la anciana avanzaban, manos entrelazadas, en un mundo que parecía desvanecerse. Un susurro de viento, un destello de metal, y todo cambió…
La anciana protegió instintivamente a Sofía, envolviéndola en sus brazos. Un abrazo que parecía querer retener el tiempo.
El sonido de la motocicleta se desvaneció en un eco lejano. El mundo se redujo a un susurro de dolor.
La niña y la anciana se convirtieron en una silueta borrosa, su unión se deshizo en el aire, dejando solo un recuerdo.
El semáforo seguía brillando en verde, como una promesa incumplida.
Cada primero de noviembre, los padres de Sofía regresaban al cruce de la avenida donde su hija había partido. Cinco años habian pasado, pero el dolor seguía siendo fresco.
Mientras se quedaban allí, inmóviles, la escena se repetía año tras año. La anciana y Sofía aparecían en el cruce, caminando de la mano. La niña sonreía, inocente, sin saber qué destino la esperaba.
Pero solo los padres veían esta escena. Los demás transeúntes pasaban por alto la figura de la anciana y la niña, como si fueran fantasmas invisibles. Los coches circulaban, los pájaros cantaban, y la ciudad seguía su ritmo, ajena a la escena que se desarrollaba ante los ojos de los padres.
Para ellos, el tiempo se detenía en este momento. La culpa y el arrepentimiento los consumían, recordándoles la decisión que tomaron aquel día: no acompañar a Sofía en su camino a la escuela.
La anciana y Sofía cruzaban la avenida, y los padres revivían el dolor de aquella mañana. Se miraban, con lágrimas en los ojos, recordando lo que podrían haber hecho de otra manera.
Se tomaban de la mano, rendían homenaje en silencio a la memoria de su hija. Sabían que esta visión era su castigo y recordatorio, un recuerdo que los acompañaría siempre. La madre se apoyó en el hombro de su esposo, y juntos se miraron, sus ojos llenos de lágrimas.
En ese momento, la culpa y el arrepentimiento los consumían, como cada año en ese lugar. Un acuerdo tácito los mantenía en silencio, un pacto de penitencia que los corroía por dentro.
Pero ese día, algo se rompió. La madre se soltó de su esposo y se arrodilló en el asfalto, en el lugar exacto donde la anciana y Sofía habían desaparecido. Acarició el pavimento, buscando un rastro de su hija. «Mi amor», susurró, «mi pequeña. Lo siento tanto.»
El padre se arrodilló a su lado, y juntos lloraron, abrazados, en el cruce de la avenida. En ese momento, no había explicaciones, solo dolor y amor. La certeza de que nunca olvidarían los acompañaría siempre, y su silencio complaciente sería el látigo que los castigaría.
ELEFANT YUFUS
¿Qué es el artista sin su arte? No hablo de aquellos que cobran cantidades exorbitantes por presentarse en tal o cuál lugar, cantando sandeces ante un público que los idólatra y paradójicamente ignora voluntariamente sus letras, o esos personajes que esculpiendo su cuerpo, tonificado sus muslos, y dando realce a sus atributos lo muestran tal y como fueron concebidos ante un público que ignora el contenido e devora el envoltorio; con todo ello son llamados artistas. Aunque desconozco cual sea ese tipo de arte.
¡No! No hablo exactamente de ellos, hablo de aquellos que entregan alma y cuerpo solo para concebir en la pintura, la escultura, la escritura o algún arte plástico el poder mirarse a ellos mismo dentro de lo creado, conocerse o desconocerse, mostrarse de manera incomprendida ante un mundo cambiante y voraz. Un mundo a la espera de nuevos idols, nuevas modas, nuevos personajes creados y empaquetados por la propia industria… Listos para el deguste de cualquiera que pueda pagar por sus servicios.
Respondiendo a mi pregunta: diría yo que es un cuerpo sin el alma.
Hace años que he perdido contacto con Magda, los niños han de ser ahora unos hombres. El deterioro en mis manos se ha extendido gradualmente a pesar de los cuidados que tengo. Ahora solo quedan esas sombras proyectadas en los mismos cuadros que alguna vez pinté. «El pintar… el crear, es similar a dejar un legado silente pero imborrable en la historia de la humanidad…» Según dijo Mario Alberto uno de mis antiguos maestros en la facultad de arte. «No todos lo logran, pero quién lo alcanza pasa a la posteridad, su nombre no muere, sino que pasa a la inmortalidad». Quizá mis cuadros pasen a la posteridad, o quizá sean el fondo para anunciar la marca de un papel de baño. ¿Cómo seré recordado? ¿Como el pintor… el muralista que plasmó el arte fuera de sus sueños? O seré el viejo cangrejo, aquel que no se puede valer por sí mismo, al que las manos se le han engarrotado, aquel que los dedos atrofiados le han hecho aparecer tenazas en lugar de manos y se ha olvidado de cómo tomar un pincel siquiera. Aquel al que le escurre la comida de la boca porque sus músculos ya no responden a las órdenes que da el cerebro en el tiempo y la forma que quisiera.
Esta noche me he de encontrar en ella, con Magda, con mis hijos y los retoños que me han dado. Mi corazón se acelera. Hace años que no nos encontramos, mucho menos para una cena.
La veo llegar, sigue tan bella como antaño. Su caminar ¡oh si caminar! es tal cual el de una gacela. Me quiero encerrar en mi concha, no creo estar listo para mirarla siquiera. El corazón late imparable, y el sonido del cacharro que tengo junto a la cama se vuelve casi insoportable. Siento su mirada que me derrite, una mirada fulminante cual mil soles derriten; la coraza fría de hielo duro se vuelve en aguas mansas que escurren por mi espalda y mi frente.
Aguarda corazón, amigo silente, cómplice silencioso no destruyas la fachada que tú y yo construimos al alejarnos de ella.
Me abraza, me besa, creo que es hora de despedirnos…
Hasta siempre.
FIN
HAROLD LIMA
El buen blanco.
Las mujeres prefieren regresar a las cabañas cuando los padres pelean, prefieren hacer el tejido y conversar.
Los padres se reúnen en un pequeño claro donde no cae el sol y la hierva es más suave, los blancos que son empleados, en ocasiones gustan de mirar las peleas y según el viejo Simon hacen apuestas; los que son jefes y pueden comprar no desean que la mercancía se dañe o muera en estas peleas y las prohíben, hoy no esta ninguno. Los jóvenes solo miramos desde lo lejos ocultos entre la yerba, los padres primero se insultan y levantan la voz, luego se ponen de espaldas y se empiezan a empujar para luego darse de codazos espaldas a espalda, las heridas son menos de esta forma y los padres pueden definir su dominio sobre otros saliendo solo con algunos rasguños menores que se pueden esconden a los compradores, no importa lo que pase dentro de los círculos, a los blancos solo les importa lo grande, fuerte o inteligente que se vean los padres de clase A. Juan, otro clase A como yo, se limpia la cara y dice que su padre era un clase A y su madre alguien de descarte, ella un día entró por la vaya hacia la reservacion y se insinuó a los jovenes llevando a uno a un matorral, cuando él nació, ella lo dejó al pie de las rejas y los blancos le dejaron una vaca pequeña a cambio que seguro la hizo la mujer mas poderosa de su poblado. A él lo, lavaron por dentro y fuera, no les fue difícil ver que ese niño era superior a otros de descarte y más que un clase B. Yo no tengo una historia como esa, a mi padre no lo conocí, pues fue un préstamo de otro criadero, mamá fue una de las muchas reproductoras sin nombre que se les llama solo mujeres.
La pelea continua y el padre pelirrojo logra golpear muy fuerte al rubio dejándolo en el suelo, todos gritan de alegría y nosotros nos unimos al festejo, el padre pelirrojo viola al padre perdedor aún inconsciente, los blancos nos miran desde las torres, su jefes no les permiten acercarse a la mercancía.
Yo sigo al resto de niños de clase A, todos vamos a jugar en los arboles, los niños inferiores se bajan a prisas golpeándose del miedo. Marcos el mayor de todos los clase B nos grita algo, que no logramos escuchar. Jesús, él mayor de nosotros nos dice:
— No hagamos caso, solo lo dicen por envidia. Los blancos nos aman y no nos harán daño.
El resto nos miramos los unos a los otros en silencio, sabemos lo que ocurre cuando te alquilan o venden a los blancos, lo sabemos desde hace mucho. Las madres lo cuentan en las noches que hace frio, ellas dicen :
— Los blancos te llevan a sus casas que parecen cuevas de conejos enormes, ellos levantan su largos aguijones pálidos con puntos negros, te pican para que te estés quieto, no duele, hasta dicen que se siente como cuando las madres juegan con tu pene para que duermas, luego ellos abren sus tres bocas largas y meten sus lenguas en tu ano, el resto de la noche aun consciente sientes algo raro en la barriga, se mueve, a la mañana con sus largos y filudos dedos te cortan el vientre y de ahí sacan otros blancos como ellos, pero pequeños que ponen en enormes frascos. Los buenos padres soportan uno o dos partos al año, los blancos más adinerados llegan a la reserva para comprar un padre fuerte que solo pare a los de su linaje, otros solo consiguen alquilar uno por un dia o dos y los blancos pobres tienen que resignarse a picar a algún descarte fuera de la reservacion con el riesgo este enfermo o no puede alimentar el tiempo suficiente a sus crías y muera junto a ellos, mas creo solo los más pobres, desesperados y debiles atraparian una mujer, pues ellas no sobreviven a los partos y de eso solo saldrían blancos pequeños y poco inteligentes.
Un silencio cómplice se hace entre nosotros, los niños de clase B nos miran también en un silencio. Todos en la aldea miran al cielo porque es medio dia esto ha sido así desde que los blancos llegaron del cielo en sus aves de metal, los abuelos de los abuelos llamaban a los blancos «parásitos del espacio» y los odiaban matándolos en las guerras, solo el viejo Matheos sigue vistiendo su uniformw militar y maldiciendo esta vida. Medio siglo despues los padres y las mujeres les llaman «El buen blanco que nos cuida y alimenta» porque, sin nosotros ellos no tendrían hijos fuertes y nosotros no sobreviviriamos en el mundo salvaje de más allá de los muros de la reservacion humana.
CARMEN BERJANO
EL NEGRO ES MEJOR QUE TÚ
(SILENCIO CÓMPLICE)
Siempre me he caracterizado por tener un ojo clínico infalible con los chicos.
El más tóxico, el más metido en problemas, ese, justo ese era por el que yo perdía el norte y el sur.
El año pasado conocí a un chico sevillano artista plástico, poeta y padre de un peque de 7 años. Recién separado.
Y en la distancia todo era maravilloso.
Yo estaba preparando un plan de empresa para emprender y él estaba de baja.
Agotamos las tarifas planas de los teléfonos por uso indebido, y es que estábamos horas y horas hablando,
Me dedicaba publicaciones en instagram y yo llegué a subir una foto besándonos al facebook.
En estos tiempos no hay mayor prueba de amor posturero.
Nos vimos en Zafra unos días y todo fue genial.
No parábamos de hablar, de comer rico, beber, descansar y hacer el amor.
Él se reconocía celoso. Muy celoso. Pero decía que se lo estaba trabajando.
Ya en casa llegó el día de la lotería.
Llevábamos un décimo y el cuento de la lechera juntos.
Un antiguo amante empezó a escribirme por whatsapp.
Quería verme y yo le expliqué que había conocido a alguien y estaba bastante ilusionada.
Para él no era suficiente e insistía en vernos.
Nos despedimos y me quedé frita.
Al despertar, le conté a mi amiga Fermina y le mandé capturas de lo insistente que había sido.
A última hora de la tarde hablé con el Sevilla y le expliqué todo.
Le dio un ataque de cuernos terrible y empezó a exigirme las capturas.
Por supuesto que me negué.
Él tenía que confiar en mí, y más en una relación a 200 km de distancia.
Acabamos fatal y decidimos repensar un par de días,
Desde ese momento ya nada fue igual.
Había vivido ese tipo de actitudes en mi ex marido y para mi eran líneas rojas,
pero estaba muy ilusionada con él. así que continuamos un tiempo.
Cada vez que me preguntaba qué había hecho esa mañana o tarde, yo le contestaba que un trío con dos senegaleses.
Era coña, obvio, pero con esa broma trataba de desengrasar y poner humor a sus celos enfermizos,
Lo de volver a vernos lo fuimos aplazando.
Por su mudanza, por vacaciones….
Un día me armé de valor y le dije que no estaba bien.
Que su desconfianza había minado mucho lo que sentía por él.
Volvimos a darnos un par de día y el 1 de enero me dejó.
Digo me dejó, porque aunque fue iniciativa mía, el orgullo no le permitía sentirse dejado…
Pasaron un par de meses.
Seguían con contactos telefónicos, seguían las publicaciones con poemas….
Pero cada vez más espaciadas.
Un día salí al Jazz con una amiga.
Allí me encontré con mi comadre que estaba con dos chicos africanos que no conocía.
La conexión con uno de ellos y la atracción fueron brutales.
Era perfecto, alto, guapo, cuerpo definido…. Una fantasía.
Y super simpático, llevaba 20 años en Extremadura pero hablaba fatal castellano.
Su amigo no era guapo, pero tenía rastas y mucho flow.
También llevaba mucho en España pero su castellano sí que era perfecto.
Nos quedamos toda la noche juntos.
Cambiamos de bar varias veces y en una de esas salidas Moha me besó y abrazó muy fuerte.
Elos vivían en un pueblo cerca de Mérida, pero no quería ir con ellos con todo lo que habían bebido. Miramos hoteles, pero eran todos caros.
El amigo me propuso acercarme a casa y dejarme su furgoneta camperizada para hacer el amor con Moha.
Con la borrachera vi un plan sin fisuras y nos fuimos a mi barrio.
El amigo nos pidió mirarnos mientras follábamos.
En ese momento todo me dio igual. Moha fue dulce, muy dulce.
Al rato el amigo pidió permiso para besarme e hicimos también el amor.
En mi cabeza no paraba la idea del trío con dos senegaleses, y me acordaba de una amiga cuya fantasía era estar con un afruicano… Yo estaba con dos,
Mientras el amigo me follaba Moha me apretaba fuerte la mano. Era como follar con Johnny y hacer el amor a la vez con Moha.
La historia siguió unos meses.
Al principio era incómodo porque Jojnny quería seguir participando. Yo le expliqué que estaba ilusionada con su amigo y que aquello fue puntual.
Seguimos viendonos y Moha vivía en el campo,
Era maravilloso despertar allí. Y no dormir de la de veces que hacíamos el amor. Moha era muy buena persona, pero bebía mucha cerveza, muchísima…
Cuando llevábamos 3 meses me ingresaron en el hospital por una peritonitis.
Éll me ponía excusas para no venir, cuando yo no se lo había pedido.
Una de ellas fue la muerte del abuelo que le había criado, abuelo que ya me había matado en otra ocasión.
Dejé pasar el tiempo de hospitalización.
Me llamaba a menudo.
Ya en casa, bastante recuperada hablé con él.
Los pilares de nuestra relación eran el amor, la atracción física y la bondad que veía en él.
Pero la mentira no entraba en ninguna ecuación de las relaciones de mi vida.
Hubo un silencio cómplice y decidí dejar de vernos.
Él seguía insistiendo, quería venir, me decía que me quería mucho….
Pero estoy en un momento de mi vida en el que me siento genial sola y sola quería seguir.
Aprecio muchísimo mi libertad y ya no soy la que me enrocaba en relaciones toxiquísimas y que se prolongaban en el tiempo.
Lo mejor de todo… La experiencia, sin duda.
El trío fue precioso.
Me mimaron muchísimo y fuera de la cama también me he sentido muy bien tratada por los dos.
Es solo que cuando en mi cabeza se esboza un no… Es un no.
Ya sean el tipo de relación que sean.
Estoy con minimalismo emocional.
Será que me he dado cuenta de que di la vuelta al jamón ya.
Y con 48 años no quiero perder tiempo ni energías…
Pasados los meses no guardo mal recuerdo, pero porque tengo una memoria selectiva que te cagas.
Eso sí, están todos bloqueados por todas las redes.
Mentiras y malos gestos ya no paso ni uno….
Y ya me da miedo decir que estoy haciendo un trío con dos cubanos, (como broma) porque. virgencita, esos sí que me revientan.
Lo mejor: contárselo a mi amiga la de las fantasías y que me hiciera la ola.
Porque como le pasó a Dominguín con Ava Gardner… eso era para contarlo.
Y en mi cabeza no paraba de sonar el “Porque el negro es mejor que tú” de Albert Pla.
JUAN PEÑA
Nos escondimos tras aquellos setos, que separaban el campo, de la subida de tierra, que llega hasta mi casa. La reguera gorgoteaba impasible ante nuestros nervios, traía el agua de regar los huertos; alguna vez, cuando éramos pequeños, habíamos bebido en ella, hasta que vimos bajar aquel cochinillo hinchado y muerto.
Tus labios temblaban tras la sonrisa nerviosa; te pasaste la lengua por ellos, porque estaban secos, eran, lo supe después, como papel. Las mochilas del colegio delataban nuestra ignorancia, nuestra inocencia y las ganas. Me acerqué despacio, con miedo. Cerraste los ojos, te acaricié el pelo. Nos dimos un beso y empezaste a llorar.
Ladró el perro negro de Tomás Saavedra, el vecino de arriba que volvía del tajo. Siempre pasaba por la oscuridad del campo, que evitaba un rodeo y la tentación del bar. Su mujer, me lo contó mi madre, le dijo que lo abandonaba, si bebía de más.
«Te acompaño a casa», te dije en un susurro. Te cogí de la mano, la apreté con suavidad. No vivías lejos, al otro lado del campo, en las casas nuevas, con jardín detrás. Había un caminito, que mis pies marcaron de tanto y tanto pasar. Ahora, no hay sendero ni campo ni reguera ni subida de tierra ni inocencia y el perro de Tomás murió. Creo que lo enterraron en los cimientos del juzgado nuevo. Tomás se fue de casa o lo echaron, mi madre no me lo dijo y mi padre callaba, por no hablar.
A veces, aún te sueño o te veo comprando, empujando el carrito lleno de pañales y agua embotellada para las papillas. Cuando nos cruzamos, apenas nos saludamos como si nunca hubiéramos estado tras aquellos setos, con los labios secos en la oscuridad. Pero al sentirte cerca, reviven los recuerdos, me tiembla la voz y las manos, e imagino, por tu silencio cómplice, que lo que sentimos antaño nunca lo podremos olvidar o, tal vez, es un silencio miedoso, porque sabes que a veces te sueño o te veo comprando, y al tenerme cerca, revives los recuerdos que deseas olvidar. Como los de aquella noche, tras aquellos setos que separaban el campo, de la subida de tierra, que lleva hasta mi casa, donde te hice llorar.
FRAN KMIL
A modo de explicación.
Quizas para lo que siempre ha gozado de libertad, parecería raro este escrito, pero aquellos que han vivido y viven en sociedades totalitarias y han sido o son disidentes, entenderan.
SOY UNA ISLA.
En otro lugar del mundo, me hubiese reído de la condena.
—A partir de este instante está despedido de su puesto de trabajo. Usted deja de ser persona —Dijo el director de la empresa y se reclinó hacia atrás en la silla, satisfecho de haber pronunciado la sentencia.
—Estará privado de sus derechos ciudadanos — agregó el secretario general de la juventud comunista, luego miró al del buró sindical indicándole que era su turno de hablar.
—No será visto ni escuchado. No existirá -—El del buró sindical miraba al piso mientras hablaba, parecía avergonzado de sus palabras.
—Usted será una isla—sentenció en tono dramático el del núcleo del partido comunista.
Fui condenado a ser isla.
Y los efectos no se hicieron esperar.
Los compañeros de trabajo conocían de la reunión y del tema a tratar. Al caminar por los pasillos de la empresa en busca de la puerta de salida, todos hundían la cabeza en algún documento sobre el buró para no verme, evitando mirarme a los ojos por temor a expresar desacuerdo, rabia o impotencia.
Con su silencio cómplice echaron a andar mi condena.
Ya no era trabajador.
Los vecinos dejaron de saludarme. Me evitaban. temían ser acusados de complicidad.
Ya no formaba parte de la sociedad: Era un gusano apátrida, una escoria pagada por el imperialismo.
Deje de ser persona.
Mi esposa se marchó por miedo a las represalias y perder su trabajo.
—¿Para qué hablar?Si hasta ahora habías callado…¡No estoy para esta mierda! —gritó antes de cerrar la puerta.
Me senté en el piso de la despojada sala a llorar mi soledad.
Mi intención era mejorar a mi patria. Yo solo quería libertad. Fui culpable al denunciar a los gobernantes. Ellos me han convertido en una isla.
ART MI
CANICULA (para el tema de la semana: el silencio cómplice)
El calor hacía tronar las vigas de madera dentro de las casas.
Sería cosa de la sombra fresca que producía el árbol del trueno y los laureles, pero a esa hora los más prudentes se agolpaban sobre el atrio de la parroquia.
Sobre el crucero formado por las calles principales, envueltos por la polvareda que levantaba el viento árido, estaba la gente temeraria: hombres embriagados por el pulque y embriagando, al mismo tiempo, a mujeres y niños con su tufo fermentado. Todos estaban ahí, con la piel enrojecida, curtida por el resquemor, abanicándose con sus sombreros, sudando los paliacates o bajo el amparo de las sombrillitas inútiles para una canícula de esa magnitud.
A esa hora “El lagartijo” se batía a duelo con Firpo sobre el ring. Los golpes sonaban secos y los cuerpos de los peleadores se colgaban sobre los mecates que fungían de cuerdas, haciendo retroceder a más de un chiquillo que observaba la pelea en la orilla del cuadrilátero.
Más allá, entre los gritos festivos el torito de pirotecnia hacía zumbar las láminas sobre los locales del mercado. El hombre tigre se paseaba encadenado, ladeándose de costado a costado de la calle, intentando alcanzar a las mujeres de antifaz que lo provocaban con sus ropajes sugerentes, casi inexistentes.
Los diablos bailaban la cumbiamba, contoneándose vorazmente, asustando al público con sus alaridos sorpresivos de burla.
Y en medio del aquelarre popular se precipitó el silencio, un silencio moldeable, como de otro mundo, un silencio cómplice de lo que venia. Nos miramos confundidos, porque el mundo estaba detenido, salvo por los boxeadores, que ya estaban ensangrentados y seguían la carnicería, ajenos al asombro de las masas.
Ahí vimos la tromba gestándose sobre el cielo, con su forma de culebra voladora y su negrura amenazante. Eran las tres en punto cuando bajaron a Firpo, hinchado y deformado, pero triunfante; lo montaron sobre la camioneta de su representante y emprendieron la huida, tal vez temerosos por lo que se miraba sobre el horizonte.
Hicieron bien, porque, a comparación de años anteriores donde aquellas esferas luminosas bajaban en la oscuridad del Viernes Santo para castigar a los descarriados, esa vez se precipitaron sin compasión, apropiándose del pueblo, acelerando la llegada de la tormenta y disparando con sus luces multicolores a todo aquel que no alcanzó a refugiarse.
La tarde desértica y carnavalesca se volvió una sucursal del tiempo inquieto. Un tiempo cristalino y sonoro trasfigurado en una lluvia torrencial que desmadró los puestos y arrastró a los perros callejeros en medio del caudal que se formó con las aguas y la basura de la fiesta.
Dentro de mi casa, que sirvió para resguardar a unos cuantos, se decía que nos habíamos excedido, que fue un error que a esa hora santa los disfraces de pingos cornudos y de colas largas se anduvieran paseando a voluntad propia.
Sea lo que sea, aquella marea de clima y gente alebrestada se relajó cuando los rayos del sol brillaron nuevamente, pegando de lleno sobre el pecho de los montes.
Salimos a recoger los cuerpos mutilados y cercenados que abundaban sobre el piso con los cabellos enlodados, apelmazados con los vómitos característicos de los que padecían los ataques nocturnos en otros tiempos.
Arriba del ring quedó “El lagartijo”, temblando y con los ojos fundidos. Pese a la insistencia del sacerdote nunca quiso hablar, porque decía que aquello que vio no estaba destinado a conocerse por los que no fuimos elegidos.
LUISA MARGARITA
«LA CUEVA»
Habíamos caminado
muchísimo y yo estaba segura de que habíamos llegado al fin del mundo, por más que miraba los parajes no reconocía ninguno. Todo era muy paradisíaco, los árboles eran frondosos y fuertes, se respiraba armonía,un ambiente delicioso de verdes y sonidos de pájaros libres. Lo bello se ramificaba como estallido y el sol se detenía sobre los penachos que se erguían. Estaba extasiada. Jamás había sentido aquella sublime fusión con la naturaleza.
Tengo que confesar que pronto llegaría la noche y que una notoria oscuridad nos envolvería. El techo que formaban las ramas era tupido y un halo de misterio se acurrucaría entre las hojas.
La boca de la cueva apareció de improviso, confabulada con la noche y las titilantes estrellas que no se apreciarían bien.
Avancé hacia esa entrada seductora y le dije a Roberto:
–Mira mi amor, esa es la entrada al fin del mundo!
Él me miró y no dijo nada, sólo una sonrisa se espació por su rostro enamorado.
Los dos, abrazados, caminamos como uno sólo, dando algunos traspiés; pero sin confundir el sendero
hacia la dicha. Entramos y nos atraparon la soledad y el silencio más profundo; aunque nuestras pisadas retumbaban como suspiros en el aire.
Roberto me tomó por la cintura y me besó en el borde de la oreja y en el cuello. Varios cocuyos con sus vivas luces hacían círculos sobre las rugosas paredes de la cueva. Tropezamos con algo y resultó ser una improvisada cama de otro caminante. Estaba suave y ávida de cuerpos. Así que nos dejamos caer y nos apretamos con fuerza , con deseos de adentrarnos en nuestros espacios íntimos.
En ese instante el silencio cómplice fue roto por el croar
de una enorme rana gris que nos acompañaba en el fin del mundo, al que definitivamente habíamos llegado; pero no lográbamos estar solos!
MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ
SILENCIO COMPARTIDO
Hola. Me llamo EU1384vr7k38s24 y os voy a contar una historia vivida recientemente.
Como cada sábado, Matilde miró en el móvil el título el relato en la a publicar en la página “Escritura creativa Cuatro Hojas”. Ese día tocaba escribir sobre “El Sustituto” y pensando y repensando se vio a sí misma cuando tenía catorce años y estudiaba cuarto curso del terrible Bachillerato con dos reválidas y un “Preu”.
La escena era la siguiente: ella de pie ante la pizarra intentando resolver el sistema de ecuaciones con dos incógnitas por el método de sustitución, que la profesora de Matemáticas acababa de explicar. Y, así como había entendido y le salía, resolver esos sistemas por el método de igualación, el de sustitución no lo acababa de entender.
Y, por supuesto, este problema, se convirtió en EL GRAN PROBLEMA ya que para ella era un drama y por más que lo intentaba no le salía y…bueno, un folletín que, ahora le serviría para un relato pero entonces se convirtió en un tremendo drama, eso de encontrar el sustituto de x en la ecuación “de abajo”.
Se fue al ordenador dispuesta a escribir esa anécdota, ahora trivial, pero que en su día se le presentaba en sueños como la más terrible de las pesadillas.
Tras sentarse cómodamente, encendió el ordenador. Y, para horror suyo, no podía abrir el correo, ni conectarse a ninguna de las redes sociales donde estaba inscrita. Fue al rúter y vio que ¡estaba apagado! Intentó poner en práctica múltiples técnicas indicadas en casos similares, pero ¡nada!
Se avisó a la Compañía quien entre operario va, operario viene mirando sin encontrar la solución, optaron cambiar el rúter, por lo que, que, entre pitos y flautas, esa semana no pudo entregar aquel relato que le parecía genial, ya que lo había vivido en su propia carne.
Y es que hubo otra historia paralela:
Cuando Matilde “clicó” en Internet a la Memoria Ram, que estaba plácidamente dormida, le llegó un disparo eléctrico, como un fogonazo que la despertó con una sacudida tal, que creyó llegar al infarto. La pobre, estaba hasta la coronilla de lo que cada minuto o cada segundo, aquella mujer le hacía guardar. Así que decidió que aquel día descansaría, que su pobre hipocampo electrónico necesitaba descanso. ¿A quién pedir ayuda? Miró a su alrededor, pero no podía hacer nada: bien podía ella escribir y hacerla trabajar guardando lo escrito. No sabía a quién acudir en su desespero hasta de repente, pensar en que quizá el rúter podría echarle mano que, con eso de tener fibra óptica, seguro que estaría enterado de múltiples soluciones que ella, allí sola y aislada del mundo, desconocía.
Y, mientras el resto de sus compañeros de caja de iban conectando entre si, contactó con su amigo:
-Oye rúter, tú que estás más enterado ¿qué puedo hacer? Y le explicó su problema.
A lo que el rúter respondió, mientras sus lucecitas iban alternándose en encendidas-apagadas:
-Mira, pueees, en otros casos similares otros colegas lo que hicieron fue ¡huelga!
– ¿Huelga? – dijo Ram sorprendida.
A lo que su compañero respondió:
– ¡Claro! Mira, yo no me enciendo y ¡que me busquen la cosquillas, ja, ja, ja Y tanto tú como yo, estaremos en “silencio”; silencio que nadie podrá resolver.
Pero lo que le fue bien a Ram, no le fue tan bien al pobre rúter: al cambiarlo por otro, lo tiraron al desguace. Pero parece ser que, antes de ser sometido a una extraña autopsia consistente en sacarle de sus entrañas las piezas aún aprovechables, nos dejó un aviso a través de la red, avisando:
ANTES DE HACER UN FAVOR, ASEGURAROS DE NO PADECER POSTERIORES DESAGRADABLES CONSECUENCIAS[MJAP1] .
[MJAP1]
MARÍA JESÚS GARNICA PARDO
Cuando la pandemia cambió a la gente, cambió su forma de vivir.
La familia de los Gómez, con dos hijos pequeños se trasladaron a una aldea perdida en las montañas. Había internet y podían teletrabajar.
Llegaron en el verano del 21, todo idílico, los vecinos se volcaron en ayudar a la joven pareja.
Y llegó el invierno, con las noches largas. Y los ruidos.Algo subiendo por las paredes, pasos por el tejado, gemidos de dolor.
Los Gómez preguntaron a los vecinos.
Nadie sabía nada, pero les aconsejaron no salir de noche.
El pequeño de los Gómez se puso malo una noche, llamaron a emergencias y nadie contestó.
Cogieron el coche para ir al hospital.
La carrera estrecha, lloviendo y de pronto aquella luz.
Venía de la plaza. Los Gómez quisieron ignorarla, querían llegar al hospital .
Nunca llegaron, desaparecieron en la noche.
El pueblo cerro puertas y ventanas. Un silencio cómplice los cubrió.
Luego el silencio absoluto.
YOLILLANA
Silencio cómplice.
Estoy triste. Siento rabia, enfado, indignación y pena. Una mezcla horrible de sensaciones que no sé cómo gestionar. Y sé que a muchos de vosotros os pasa igual, porque es algo que no se ve, pero se siente, se nota, incluso se huele en el ambiente.
Hoy he salido al pueblo, que es lo más lejos que me atrevo a ir con el coche hasta que el mecánico me dé el visto bueno, después de que se me llenara de agua el día de la tormenta.
Y vas por la calle y ves las caras de la gente. Y eso que aquí apenas nos ha afectado; a nuestros vecinos de Vilamarxant, Cheste, Ribarroja, Llíria… pero en Benaguasil hemos salido bien parados.
Pero da igual. Esas caras de no saber cómo gestionar este desastre tan grande, que a todos nos ha tocado de alguna manera y que nos viene tan, pero taaaaaan grande.
Porque todos conocemos a alguien, o tenemos familia y amigos en zonas que están realmente mal. Y, perdón por la expresión, es la forma más suave que se me ocurre de describir cómo están algunas poblaciones, algunos barrios, muchas personas en sus casas o en las de sus vecinos, porque la suya ya no existe.
Y no sé vosotros, pero yo me siento culpable de mi suerte.
Culpable porque hoy puedo comer ensalada y pollo, sabiendo que mi amiga Noe está sin agua y sin gas en su casa desde hace siete días. Y que hoy, cuando le he preguntado, me ha dicho contenta: “Ya tenemos agua, podemos calentarla en el microondas para lavarnos.”
Culpable por poder darme una ducha caliente antes de meterme en la cama esta noche, con sábanas limpias.
Mi sobrina de once años —»casi doce, tita», me diría ella— está limpiando su instituto junto a sus compañeros de clase y algunos padres. Y los niños tan felices: no tienen clase, están con sus compañeros y, además, ¡llenos de barro!
Y cada uno hace lo que puede. Está claro que no puedes llegar a todo. A veces es suficiente con poder escuchar.
Pero la impotencia pesa tanto… Esa presión en el pecho pesa tanto.
Y sé que a muchos de vosotros os pasa igual. Que tenéis a alguien a quien preguntar todos los días cómo está y si necesita algo.
Y esa impotencia de no saber cómo hacérselo llegar.
Y el resto del día vamos como zombis, mirando las noticias o las redes con miedo, para no ver que la cifra de muertos ha crecido.
Con un silencio cómplice que también pesa.
AXY LINDA
El amor por Elio, su único hijo, lo había motivado a encubrir una y otra vez los delitos que, con actitud triunfal, él le contaba.
Su amado hijo era incapaz de sentir ni amor ni remordimiento, y, aun sabiendo de las atrocidades que cometía, Abel siempre lo justificó: de niño, atribuyéndolo a la inocencia e inexperiencia, y, de mayor, culpando a la madre que los abandonó.
Una noche ocurrió lo inevitable; los policías llamaron a su puerta, y Abel se declaró culpable del crimen. “Lo hice yo”, afirmó con firmeza.
El juicio fue breve y el veredicto implacable: ¡cadena perpetua!
Sintiendo las paredes de la prisión como un ataúd, Abel comprendió la magnitud de su error. Al callar, al proteger a Elio, había engendrado un monstruo incontrolable. No cometió el crimen, pero… sí lo había propiciado con su silencio.
Se enteró de nuevos crímenes; con diferentes técnicas, Elio se había perfeccionado para despistar a las autoridades. Meses después, recibió en una carta, unas palabras frías y cortantes: “Gracias, papá. No esperes que te visite.”
GAIA ORBE
La tarde aún no llega a su crepúsculo. La señora Emma sentada en el jardín observa el silencio. Los sonidos alrededor han desaparecido. El tímpano no tiembla, sin embargo, el cerebro sigue atento a las vibraciones. Escucha sus rugidos, timbres y retumbos. La señora Emma no disfruta del silencio. No está ahí para sumergirse en su belleza. Ni en contemplación silenciosa hasta alcanzar la manifestación divina. La señora Emma conoce de sobrado a la voz del silencio. La luz creativa que dibuja mundos como hologramas sobre el lienzo del espacio. Tampoco ensaya la ciencia pitagórica de la reminiscencia. Ella ya experimentó los cinco años de silencio para sumergirse en las profundidades de la mente. Su silencio no está tocado por los vientos del pensamiento. Ella sabe que debe dejar el vasto terreno medio de las palabras. Estas suelen camuflar los sentimientos. En cambio, en la nada puede oír lo que no sabe que existe y que siempre está.
De pronto ve llegar una centella con forma. Un fuego líquido purificador. Abrazada en su incertidumbre escucha el gorgoteo del estómago. El palpitar del corazón entremezclado con el zumbido de los pulmones. El silencio no es atronador, aunque se escucha.
Ahora la señora Emma es una con el sonido, como en la cámara anecoica. No es solo el silencio de una tarde calma. Es un silencio en el que explota el amor, un amor sin tiempos ni distancias.
No es que la tierra estaba quieta y la gente durmiendo. Este silencio avanza de todas partes: de las montañas, de los ríos, de la peluda araña tejiendo la tela entre los árboles. La señora Emma escucha a su silencio cómplice, pleno, resonante. Es el principio y el final. Entonces, a toda prisa, emprende la marcha. Debe volver a su origen. Alcanzar nuevas metas.
EVA AVIA TORIBIO
Las risas, silencio cómplice
—¡Corre, Julius, corre! —riéndome. Cogidos de las manos, Julius y yo corremos como galgos.
—¡Agáchate! Aquí no nos encuentran—me dice sonriente, Julius.
Agazapados detrás del árbol más grande, o para nosotros lo es, las risas son las cómplices del silencio que debíamos guardar si no queríamos ser descubiertos.
Julius se asoma con cuidado para ver si la bruja nos ha alcanzado. Me tapa la boca y me dice con señas que guarde silencio. Sus ojos negros iluminan la oscuridad más profunda.
—¡Malditos mocosos, como os pille os vais a enterar! —oímos a lo lejos.
—¡Corre! —Estirándome de la mano.
Huimos dirección al río. De esta no salimos vivos. La bronca que nos iba a caer cuando regresáramos, haría historia.
—Julius, tengo frio —Temblando, me aferro a él con fuerza.
—Será mejor que regresemos, a anochecido y estarán preocupados por nosotros.
Y ahí, en mitad de la noche, entre juegos y risas, nos dimos nuestro primer beso.
Años después.
—Toma, hija mía —Sacando del zurrón un papel.
—¿Qué es esto, nana? —Cogiéndolo de su anciana y temblorosa mano.
—Una carta de Julius y creo que ya va siendo hora de que te la entregue —Llorando, acaricia con un algodón mi sucio rostro.
—Le hacía muerto —Escapándoseme una sonrisa.
Vuelven a mí pequeños momentos de felicidad, donde mi nana se hacia pasar por una vieja bruja y nos hacía correr a ambos por los campos de algodón. O cuando les poníamos una piedrecita en alguno de los panes que nuestros amos nos permitían comer cuando había algún evento social.
—No mi niña. Él está bien, ahí te lo explica todo.
En la actualidad. Al día siguiente, en la Universidad.
—Es preciosa —Admirando a la mujer afroamericana retratada en el lienzo. Después de lo de anoche no se si la volveré a ver.
—Si que es preciosa —Al igual que él—. Su nombre es Armida, mujer guerrera y fue una de las primeras mujeres esclavas a las que su amo le dio la libertad —Veo como él observa cada línea trazada en ese viejo lienzo y tengo la necesidad de abrazarlo.
—¡Amanda! —Girándome. Mi pecho se acelera al escuchar su voz.
—Fue pintada en 1867 por un artista desconocido. Firmaba como Cotton —Aproximándome a la pintura. Amado se aproxima inclinándose para comprobar lo que le estoy diciendo.
—Amanda Green —Veo en la placa—. ¡Amanda! —Es mucha casualidad—. ¿Tú has donado este cuadro? —Con razón sus facciones me recordaban a alguien.
—Sí. Algún día te contare su historia.
1861. Puerto de Nueva Orleans. Armida y su nana desembarcan en busca de aquel niño que le robó su primer beso.
Besos, La Incondicional.
CESAR TORO
La tierra grita desesperada, los ríos reclaman sus cauces, los polos se derriten , el mar ruge embravecido, el fuego nos avisa, huracanes catastróficos muerte y desolación. Sin embargo estas señales, no parecen suficientes para detener la debacle. Pues todos andamos en la búsqueda del vil metal. Seguimos extrayendo petróleo, oro, diamantes, contaminado las aguas, talándo los bosques y realizando pruebas nucleares, luego exigimos agua limpia alimentos saludables y aire puro.
Mientras mantengamos el silencio cómplice, todo seguira igual.
«¡Generacion malvada y adúltera! Ustedes piden una señal, pero no tendrán, sino la señal de Jonas.“
Mateo 16,4
CARMEN ÚBEDA FERRER
La duda
No voy a dar mi nombre ni tampoco ningún dato. Solo escribo estas líneas para aliviar la angustia que desde hace varios años me atormenta.
Aquella noche aciaga presencié como se suicidaba un vecino mío. Yo podía haberlo evitado, pero, me quedé quieto. Impasible. Sin pestañear. Esperé con expectación el momento en que se decidiera a dar fin a su vida. Cuando se lanzó al vacío pensé, un muerto más.
Fuimos vecinos durante muchos años. Él me creía su amigo, pero, yo le envidiaba su suerte y me alegraba de sus desgracias…
Desde aquel nefasto día me atenaza un sueño terrorífico con aquel hombre matándose y yo, disfrutando de su muerte.
Tengo un silencio cómplice, un infierno personal, y una duda permanente en mi conciencia. ¿Cometí un crimen?
NUMIRALDA DEL VALLE
SILENCIO
Al joven comisario recién llegado a la ciudad le fue encomendada la misión de atrapar a uno de los narcotraficantes más buscados de la región. Personaje a quien rodeaba una especie de misterio, nunca nadie lo había visto. Siempre lograba escabullirse cuando casi estaba desenmascarado. Definitivamente, Hugo sabía que no era una misión fácil. No obstante, con gran entusiasmo y responsabilidad, contando con un equipo muy competente, como en las series detectivescas de televisión, se dedicó de lleno a alcanzar el objetivo. El caso debía abordarse bajo la consigna de la confidencialidad y la discreción, no podía alertarse al astuto delincuente.
Al pasar unos meses, con arduo e inteligente trabajo, Hugo fue encontrando pistas. Su instinto le decía que estaba muy cerca, se sentía contento, optimista.
Próximo a cumplirse un año de la investigación el ánimo le cambió, notándosele intranquilo, meditabundo, el ceño fruncido, la actitud adusta. Tanto los amigos cercanos como la esposa empezaron a preocuparse, asumían que todo era debido al trabajo. “Seguro se le está complicando”, pensaban teniéndole paciencia. Con esta actitud transcurrieron un par de meses más.
Un día amaneció con un matiz de tristeza, antes de salir de casa dedicó unos cuantos minutos a observar a su pequeño hijo. Con la mirada fija en el rostro infantil parecía estar buscando una respuesta. Dándole un abrazo parecía haberla encontrado. Con paso firme salió de la habitación, el trabajo lo esperaba. Ya en la oficina, tras una larga reunión, salieron todos. Había logrado descubrir al narcotraficante buscado, era el momento de la captura. Estaba todo preparado, no había escapatoria posible, lo tenían rodeado. Al presentarse en el lugar, un bar donde un grupo pequeño de personas se encontraban, detuvo la marcha un breve instante, respiro profundo, luego con pistola en mano, adelantándose a los compañeros caminó directo hacia una de las mesas ubicada al fondo. Sentado en compañía de dos hombres, lo vio. No había cabida para el silencio, jamás se perdonaría. Parándosele al frente, con voz firme y fuerte le dijo: Llegó tu fin papá.
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
EL SUSTITUTO
Eran las 7:30 horas de la mañana. De un frío 30 de octubre. Mi despertador me advirtió que llevaba demasiadas horas sin atender mi vida virtual. Así que disfrazado en mi falsa responsabilidad de estudiante. Comencé un nuevo día. Mi hermana más pequeña aún no se había despertado. Antes de irme noté algo extraño, mi madre no había salido a despedirme como ella solía hacer. Así que me dirigí a la habitación de mis padres. Mi madre estaba sentada en el lado de la cama con su teléfono en las manos.
– Mamá…
– ¡MAMA! (le lancé un grito) Me tengo que ir.
– Ahí sí perdona cariño. Sé bueno, pásalo bien y aprende mucho.
– ¿Todo está bien?
– Sí… tranquilo. A tu padre…
– ¿A mi padre qué?
– Parece que se le ha complicado el viaje de regreso con el autobús.
Justo antes de salir de casa, recibí una notificación de una red social que me dejó petrificado. Era mi amigo Luis.
– “Lo siento mucho, amigo. Sabes que estoy para lo que sea”
El hechizo se rompió con el llanto desgarrador de mi madre, que me hizo volar a su regazo de, cuando aún seguía sentada en su cama.
– Hijo mío… Tu…
La angustia. Cerró cualquier puerta de comunicación oral posible. Solo nos quedaban nuestras miradas y los dos sabíamos que no le volveríamos a ver ni a tocar jamás.
De aquello han pasado 10 años. Estaba en el sofá de casa viendo una serie que en aquel tiempo estaba en boca de todos. Escuché a mi madre salir de la cocina y dirigirse hacia donde yo estaba sentado. Al aproximarse, note como en ella, había una actitud dubitativa. No obstante, prosiguió su camino hasta sentarse a mi lado.
– Oliver cariño, tengo algo importante que decirte.
Pausé la reproducción y me giré dispuesto a escuchar aquello que me tenía que decir.
– Ha pasado ya bastante tiempo de aquella fatídica mañana. Estoy recuperando las ganas de vivir. Te pido… Me gustaría pedirte permiso para… seguir conociendo al hombre que me está ayudando a ser feliz, de nuevo.
Oliver se levantó del sofá, y con la autoridad que le daba ser el macho dominante de aquella restructurada manada dijo:
– A mí, no me pidas permiso para traer a casa un sustituto de mi padre.
No solo fue la respuesta, sino el semblante de conquistador imperial en su rostro. Lo que adivinó que desde ese día Oliver Juraría odio eterno al impostor de padre que aquel día su madre le ofreció.
Actualmente, voy caminando por un decorado pasillo junto a una mujer que me brinda la oportunidad que en otros lugares se me ha negado.
Tocamos la puerta, entramos, me presenta ante aquel grupo de 15 personas como el nuevo profe, que será el sustituto de Don Andrés. Tras esto, parece que aquella mujer se marcha sin más.
Comienzo por presentarme y en cuestión de segundos, noto como mi boca se seca y me cuesta tragar. Aun así, estaba preparado, y no iba a perder esta oportunidad. Me rearmó en mi interior y prosigo, pero otro obstáculo aparece en mi camino. El murmullo de un par de parejas de chicos me alcanza como un tiro certero al centro de mi seguridad. En ese instante, Un río desbocado de sudor se apodera de mi cuerpo. Ya estoy “en la lona” y tengo que salir de la habitación para ir al baño.
La mujer, que yo pensaba que se había ido, es testigo de toda la situación. Y aguarda paciente a que salga del aseo.
– ¿Todo está bien? Tranquilo, para nadie es fácil ser el sustituto.
Le dijo Carmen, la directora del colegio. Aquellas palabras resonaron en lo más profundo de Oliver.
– Sí, ahora sí. Ya lo comprendo. Gracias por lo que me acaba de decir.
Tras un instante de reflexión, Oliver sintió una paz que sin darse cuenta de ello dejo de acompañarle hace bastante tiempo:
– Me da 1 minuto, tengo que realizar una llamada.
En ese momento, busco un lugar cuan animal herido. Y cuando encuentro refugio. Cogió su teléfono y marco.
– Hola Emilio… yo quería… quería decirte que…
Sus palabras no le salían.
– Tranquilo Oliver. Tu madre me ha dicho que has comenzado tu sustitución en el cole. Yo, ya te he perdonado. Y tú, ¿Lo has hecho contigo mismo?
En ese momento se produjo un silencio cómplice entre ambos que concluyó cuando Emilio finalizó la llamada. En su alma tuvo la certeza de que, con ese silencio, comenzó a sanar el odio que le impedía avanzar.
RAÚL LEIVA
La última cumbre real
El silencio pesaba como un mal juicio.
El rey más viejo, se puso de pie como pudo y comenzó su discurso:
─Los he reunido para comentarles una sensación que tengo: la monarquía dejó de ser una institución respetable. Es así colegas aceptémoslo. Cada vez menos gente cree en nosotros, las leyes y el gobierno efectivo pasa por el parlamento y son ellos junto a las grandes corporaciones los que rigen los destinos de la gente, sin embargo, cada vez que algo no conforma al pueblo terminamos nosotros siendo sus chivos expiatorios. Una vez al año le damos una opípara dádiva al pueblo y nunca nada los conforma. Siempre piden más y cuando el óbolo es suficiente se ufanan de su esfuerzo desconociendo nuestro arduo trabajo solidario cada vez que pensamos en ellos. Perdemos credibilidad, minuto a minuto y propongo dejar los destinos de los pueblos liberados a los jefes de familia y a las corporaciones. No nos interpongamos más y que ellos solos resuelvan como mejor les parezca la situación. A la larga, son ellos los que van a tener que responder ante las futuras generaciones. Por nuestro bien y nuestra tranquilidad, hagamos un paso al costado colegas.
Baltasar y Gaspar guardaron un respetuoso silencio.
MARÍA GALERNA
Silencio cómplice
(Lo es hasta que alguien lo rompe)
.
La gota
No le dolían los golpes ni los insultos. Se había acostumbrado. «Para lo bueno y para lo malo». Le había tocado lo malo.
No más golpes. Sí llantos, aunque no los suyos. Una ira desconocida se apodera de ella.
—¡Nunca más! —grita.
El osito ocupa su lugar en la maleta.
MAITE BILBAO PÉREZ
LA HABITACIÓN DE LOS MURMULLOS
La lluvia tamborileaba contra el cristal como un insistente reclamo. Me acurruqué más en el sillón, envolviéndome en la vieja manta raída. La oscuridad de la habitación era tan espesa que parecía tangible. Un silencio sepulcral, roto solo por el incesante caer del agua, me envolvía como una mortaja.
Había encontrado la carta esa tarde. Un simple trozo de papel, pero con el poder de derrumbar mi mundo. Palabras escritas con tinta negra, que revelaban una verdad que había permanecido oculta durante años. Una verdad que me había traicionado de la manera más cruel.
Mis ojos recorrían la habitación, deteniéndose en cada objeto, en cada rincón. Cada cosa me recordaba a ella, a nuestra vida juntos. La sonrisa cálida, las caricias suaves, la sensación de seguridad que me había acompañado durante tanto tiempo. ¿Cómo había sido posible que todo fuera una mentira? ¿Cómo pude ser tan ingenuo? Los recuerdos vienen a mí como olas, golpeándome con fuerza ¿Será que nunca la conocí realmente? O quizás, simplemente, no quería verla.
Un murmullo sordo comenzó a crecer en mi interior, como un enjambre de abejas zumbando en mi cabeza. Eran mis recuerdos, mis dudas, mis preguntas sin respuesta, todos mezclados en una caótica sinfonía. Intenté concentrarme en el sonido de la lluvia, pero el murmullo era demasiado fuerte.
La puerta se abrió de golpe, interrumpiendo mis pensamientos. Allí estaba ella, de pie en el umbral, con los ojos llenos de miedo y culpa. Su mirada se encontró con la mía y durante un instante eterno, el tiempo se detuvo. No necesitaba que dijera nada. La carta lo había dicho todo.
El silencio volvió a reinar, pero esta vez era diferente. Era más profundo, más inquietante. Un silencio que nos envolvía a ambos como una niebla espesa. Me levanté y me acerqué a la ventana, observando cómo la lluvia borraba las huellas del pasado. ¿Podría perdonarla? ¿Podría olvidar? O estaría condenado a vivir el resto de mis días atrapado en esta habitación de los murmullos?
LETICIA R MENA
Esta historia nace del ruido para acabar en silencios.
Nací del caos y acabé alimentándome de los silencios para acallar mi propio ruido.
Con mis dedos hábiles de ladrón curtido, atrapo en un pellizco de mis yemas índice y pulgar los silencios que van naciendo a mi alrededor.
Los hurto sin que sus dueños, absortos en la nada, se den cuenta. Sin que los suelan echar de menos después.
Le digo “ven” a la nada silenciosa, con un leve y tentador movimiento de mis dedos, invito al silencio a acercarse a mí y agrandar mi botín de silencios robados.
Escucho atento los murmullos que van quedándose quedos. Espero el vacío del sonido. La nada acústica.
Todas las palabras que la gente calla, todos esos momentos congelados en tiempos breves pero infinitos. Ahí está la fuente de mi alimento.
Venero los silencios en las madrugadas donde todos duermen, y el mundo se sume en un silente sopor, ajeno a las maquinaciones malvadas de este ladrón de silencios.
En esos momentos donde el mundo calla en mitad del ruido, por ahí me cuelo. Trepo por las bocas de labios sellados.
Aprovecho las largas noches para aumentar mi ejército de soldados silentes. Pronto invadiremos el ruidoso mundo.
Sergio Tellez
Maite Bilbao Pérez
Mi voto es dividido a David M. y Fran K.
– Sergio Téllez
– Art Mi
Mi voto para:
Sergio Téllez
Mi voto es para:
Ana Del Alamo
Juan Peña
Carmen Bejarano
Eva Avia
Mi voto: Maite Bilbao
Mi voto para Axi Linda. Muy bien por todos.
Mi voto para:
Pedro Antonio López
Eva Avía
Sergio Téllez
Fran K
Mi voto está semana:
Maite Bilbao
Sergio Tellez
Mi voto
Numiralda
Carmen Úbeda
J. Peña
Mi voto está semana es para:
MAITE BILBAO PÉREZ
SERGIO TÉLLEZ
Habéis llenado el silencio con vuestras buenas letras.
Un disfrute dar voz a algunas en club House.
Reparto el voto, complicado.
Ana del Álamo, me llegó al fondo.
Irene Adler, siempre me deja con ganas de más.