Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «el cartero». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 18 de abril!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Tras varios años convulsos, ¡por fin, en correos funcionan cuán reloj! Varios son los factores que enumeraré en este artículo periodístico: 1. Los sindicatos, ¡por fin presionan! Olvidándose de anhelos personales y de chupar gambas. 2. El cambio en la dirección nacional de correos (con un nuevo consejo directivo) en aras de un mejor desempeño de la labor correspondiente a un servicio de mensajería. 3. Y quizá, ¡el más importante! La contratación de Dimitri, encargado de que se cumplan todas las normas y la correspondencia llegue en tiempo estipulado.
¡Dimitri, por favor!, baja el arma; creo que no es necesario, ya que Musa ha llegado a cada miembro de este santo grupo. ¡Gracias por tu colaboración y tu eficacia demostrada debido a tu amabilidad!
MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO
La espera del cartero en este año 2024 me llevó a un estado de malestar que provocó en mi físico un aspecto nervioso. Mi conducta de poco animo se volcó a la espera del»Cartero»
«Cuatro Hojas» me había confirmado el envío del libro,
MUSA.
La tardanza del Cartero a mi casa y, mi desespero al no controlar el tiempo a un envío «ordinario» me vistió de acciones preocupantes.
Más sonó el timbre de la puerta de casa y al abrir me hallé con el gentil cartero desempeñando su trabajo con la entrega del paquete en su tiempo correcto…
RAQUEL LÓPEZ
Desde pequeña siempre sentí curiosidad por la escritura y los libros. Tenía un diario y en el escribía mis poemas.
Poemas que dedicaba por entero a mi amado que vivía en Sevilla y que estudiaba medicina en la universidad. Es obvio que solo nos podíamos ver en verano, pues yo vivía en Madrid y estudiaba Literatura.
Conseguí publicar mi primer libro de poemas y sentí en ese momento una alegría inmensa. El primero que tendría un ejemplar sería mi novio, además recuerdo que me regaló por mi cumpleaños una pluma, con las que escribía todos mis poemas.
Le envié el libro depositándolo en la estafeta. Tan solo quedaba esperar a que el cartero lo repartiera, mientras yo empezaba a imaginar su travesía, los lugares que recorrería antes que llegara a sus manos.
Pero no fue así, pasaron unos meses y me dijo que no le había llegado ningún libro.
Hasta que un día el cartero llamó a mi puerta.
El cartero me explicó que mi libro se había extraviado pero en lugar de el libro me trajo una carta pues el libro no había sido devuelto.
Bajo mi asombro leí la carta agradeciendo y elogiando mis poemas y que por un incidente el libro llegó a sus manos y que no quiso devolverlo porque quedó prendado con mi escritura. Al ver su firma al final de la carta me emocionó… Gustavo Adolfo Bécquer. No pude conocerle en persona pero era uno de mis escritores favoritos.
Desde entonces, mi novio también tuvo su libro porque volví a enviarle otro. Pero guardo la carta del escritor y seguí escribiendo inspirada en él. Mi nombre…
PAULINA RODRÍGUEZ
Puede ser aquella persona a la que algunas veces esperamos con tantas ganas y tanta ilusión.
Hace años era el motivo de alegría para aquellos que tenían un familiar realizando el servicio militar. Llegaba esta figura con un sobre, este sobre contenía muchas palabras llenas de sentimiento y a veces alguna foto.
También nos alegraba cuando venía de algún familiar que se había mudado y apenas sabíamos de su vida.
Cuando marchabas del pueblo a la ciudad, y el dinero a penas te alcanzaba para pagar letras de ciertas cosas, llegaba el cartero con una carta certificada.
Ahí nuestra cara tornaba a miedo.
Otras veces, nosotros hemos hecho de carteros cuando alguien nos daba una carta para dar a la vecina, a su amado o a su hermana.
Cuando no existía el navegador el cartero era una persona con una gran mente para retener.
Todas las calles en su mente planeaban un largo recorrido que debían seguir si querían realizar su trabajo.
Mi corta edad no me ha hecho participe de la bonita experiencia de mandar cartas, pues he crecido con redes sociales.
Me resulta un acto muy entrañable y muy bonito.
También podía ser algo desesperante estar esperando días e incluso semanas la llamada del cartero a tu puerta con tu correspondencia.
Desde pequeña, siempre que miraba el buzón, esperaba una carta a mi nombre, pero nunca llegaba.
Ahora que soy algo más mayor y van llegando, son de asuntos privados, pero nunca de un ser querido.
Siento que el cartero ha sido siempre una figura fundamental que quizás este muy poco valorada.
Recorre kilómetros cargado con sobres y a veces paquetes.
Lo hace aunque llueva, nieve o caliente el sol.
Siempre hace llegar las correspondencias a pesar de todo.
Unas veces cargan con el mal día de alguna persona cuando les abren la puerta.
Otras les ofrecen agua o algo de alimento.
Ojalá algún día volvamos a escribir cartas a papel como hacían nuestros antepasados.
DAVID MERLÁN
CUIDADO CON EL LORO
Entra un cartero en una casa, y encuentra un cartel que dice, «Cuidado con el loro».
El cartero hace caso omiso y continúa caminando, y encuentra otro cartel que dice, «No moleste al loro».
El cartero, un poco asustado, abre la puerta y ve un lorito pequeño y viejo con un cartel que dice, «Loro peligroso».
El hombre, riéndose del pobre animal, toca la jaula para saludar al lorito, momento en el que el loro mira hacia abajo y dice a su perro:
– ¡Sultán!, ¡ataca a este intruso!
BENEDICTO PALACIOS
EL CARTERO
Cuando con 6 o 7 años me mandaba mi padre poner una carta en el buzón de correos, lo hacía diligente y sin miedo aunque metía los dedos en la cabeza de un león. Ya sabía yo que era un león de mentira, no como los que ponían los reportajes de la 2, que menudos colmillos. A mí me daba pena que mataran a un búfalo y sentía rabia cuando atacaban a un tigre de rayas, porque eran las mismas que tenía el abrigo de mi madre. Pero sentía aprensión cuando me daba por pensar qué haría con las cartas aquella cabeza de león una vez depositadas. Y tenía mis razones, porque cuando acompañaba a mi padre a sacar dinero de un cajero, la cosa era diferente. Metía la libreta en una ranura, tecleaba en los números y ¡zas! empezaban a salir billetes. Un día que me parecían pocos le dije «dale más» y mi padre se sonrió y me dio un abrazo muy grande.
¿Por qué no podría suceder lo mismo con las cartas, introducir una y que apareciera otra? Yo me había fijado en una particularmente. Había escrito mi padre en un sobre blanco una dirección, la puse en el buzón y días después recibimos otra en casa con el sobre azul. No era tan inmediata la respuesta como sucedía con el cajero, pero la había. Me extraño, eso sí, que el sobre cambiara de color. Guardaría a lo mejor noticias de otros mundos. En algo acertaba porque leí el remite y no entendí una jota. No estaba escrito en español. Pregunté a mi padre pues con aquel sobre a la vista, yo era incapaz de imaginar lo que podría suceder detrás de la boca del león.
—¿Por qué es azul el sobre de la última carta?
—No seas curiosa, Celia.
Lo que me faltaba. Mi padre lo sabía y no me lo quería decir. Los cuentos de hadas, genios, musas, héroes y ogros se inventaban detrás de los buzones y luego se envían a las casas en cartas. Un día escuché a mi padre leerle una a mi madre sobre la boda de una prima y era un precioso cuento de hadas. Lo único que no me encajaba era el sobre de color azul. Como mi padre no quería satisfacer mi curiosidad, pregunté a mi madre.
Menuda sorpresa. Habían encargado un hermanito y tendría que ser niño por el color del sobre. A partir de aquel día hacía lo imposible por aguardar la llegada del cartero. Se llamaba Miguel y un día me preguntó por qué tenía tanto interés, que si esperaba carta de un novio.
Ni caso le hice, pero entonces pensé que si un hada o un genio contestaban por carta, alguien antes tendría que haberla escrito. Y eso fue lo que me propuse. La escribí en mi cuaderno y hasta hice dibujos en el margen. Me salió muy linda.
Cuando estaba pensando en el color del sobre, dejó en casa Miguel uno con ventanilla. Me pareció ideal y pedí otro igual a mi padre para mi carta.
—¿Para qué quieres esta clase de sobres? Será mejor que no los recibas.
—¿Por qué?
—Porque son del banco. Y no suelen traer dinero sino que lo piden.
Me quedé boquiabierta. Así que había dos lugares en que se fabricaban noticias: las buenas en correos y las malas en los bancos. Y dije a Miguel que mirase bien en el carterón, que estaba esperando una carta en sobre de color rosa. ¡Qué cara dura! Pues no que se río burlón.
JOSÉ ARMANDO BARCELONA
DIEZ MORENITOS – VI
Huele a cebolla pochando a fuego lento, repiquetean los cuchillos de Merche haciendo brunoise de pimiento y calamar, Sagrario cuela el fumé de pescado y Teresa le echa un ojo al almíbar mientras seca con mucho cuidado las hojas de albahaca para que ninguna se rompa: cualquier gota de agua o desgarro producirá un cambio en el color del pesto, volviéndolo oscuro en lugar de quedar verde brillante y claro. Los fogones de la Ínsula del Duque están a pleno rendimiento y las tres mujeres funcionan en equipo, como los engranajes de una sofisticada máquina de precisión.
―Diréis ustedes lo que sea ―argumenta Merche a la vez que incorpora la picada al sofrito―, pero todo lo que pasa es cosa de las fantasmas ―se persigna deprisa, después de echarle al guisote un pellizco de sal―, a mí eso no me lo quita nadie de la cabeza y en cuanto tenga la ocasión se lo vuelvo a decir al policía grande, al que manda. Las fantasmas, son las fantasmas. Si lo sabré yo.
Sagrario deja la marmita, vacía ya de caldo, sobre la encimera metálica y va echando al cubo de la basura las exprimidas verduras y los huesos de rape.
―Ay, Merche, hija, no sé por qué te complicas así la vida, qué más te dará a ti. No te van a hacer caso y dirán que estás loca ―termina de sacar los restos y pone la cacerola en remojo para que se ablanden las zurrapas sequizas que han quedado en el fondo―, además, uno por otro, yo se lo diría al pelirrojo, que está para un buen meneo.
La cocinera frunce el ceño con un gesto despectivo, frente a las carcajadas de las dos mujeres jóvenes, que ríen divertidas.
―Oye tú, fresca, deja en paz al mozo, que estás casada ―bromea Teresa haciendo como que se enfada.
―Qué tendrán que ver los cojones para comer trigo ―responde la otra―, a nadie le amarga un dulce y mi Genaro, hija, qué quieres, llega hasta donde llega; encima, desde lo del muerto, hace días que no da señales de vida. Porque no se me pondrá el chico a tiro, que si no…
Merche resopla como un toro y las fulmina con una mirada que lo dice todo.
―¡Mamarrachas! Tú la que más, Sagrario. ¡Lo que daría yo por tener a mi Matías, que en paz descanse! Un marido con letras grandes, fuerte y rocoso, como un castillo. Es como si lo estuviera viendo, tan varonil y gallardo, en su uniforme de cartero. Guapo como un san Luis y a trabajador no le ganaba nadie. A siete pueblos daba servicio y en bicicleta, que así estaba él de machote. No había carta que no llegase a su destino.
Deja de menear el sofrito y sonríe, con los ojos cerrados, atrapada en el balsámico nirvana de los recuerdos.
»¡Eso era un hombre! ―sale del trance clavando con rabia el cuchillo cebollero en la tabla de trinchar―. Cumplidor, responsable. Una vez se hizo ochenta kilómetros en bicicleta, para llevar una carta a Tagarnina de la Sierra, que no era su zona, porque se la habían metido en la saca por error. Se portó como un jabato. Así era antes el cuerpo de carteros: recios, comprometidos, esforzados; mi Matías el que más. Y en la cama… ¡Jesús, María y José, qué martillo pilón! No os cuento nada, porque ni siquiera os podéis hacer una idea. Ahora ya no salen de esos, se rompió el molde. ¡Ay Matías, cuánto te echo de menos!
Las dos chicas cruzan una mirada de entendimiento y sonríen con malicia.
―Hija, Merche, ni que tu Matias fuera la reencarnación de Ulises ―vacila Sagrario, que se las daba de leída―; a ti lo que te pasa es que necesitas a alguien en la cama, para que te caliente los pies. Yo, en tu lugar, le tiraría gamba al sargento, que se da un aire de estufa y parece de tu quinta.
Ahora las carcajadas hacen trío, compitiendo con el alegre borboteo de las ollas en los fogones.
―Cómo sois la juventud, por Dios ―recupera la compostura Merche poniendo a cocer la pasta para los canelones―. Pero lo digo en serio, lo que está pasando aquí es por culpa de las fantasmas. ¡Coño, que lo he visto con estos ojos!
Deja lo que está haciendo, coloca tres copas en la encimera, va al frigorífico, saca una botella de verdejo y un platillo de salmueras aderezadas con ajo picado y un chorrito de vinagre, media las copas con generosas raciones de vino y cogiendo una anchoa por la cola, se la empuja a los adentros, iniciando una liturgia que las otras dos se apresuran a compartir.
»Soy de sueño ligero y me dan las tantas mirando las estrellas ―se limpia un reguerillo de vinagre que se le escapa por la comisura de los labios―, y desde la ventana de mi habitación veo hasta la antigua torre de los guardeses, dónde Antúnez nos tiene prohibido ir, porque dice que se cae de vieja, es peligroso andar por allí, hay bichos…, esas monsergas suyas. Bueno, pues os juro por lo más sagrado, que casi todas las noches en esa casa hay movimiento: luces que bailan, gente asomada a los ventanucos, ruido de voces, que también tengo el oído fino. Si eso no son las fantasmas, yo soy la virgen María y estoy preñada del palomo.
Las tres mujeres remataron las salmueras en silencio y, tras hacerlas bajar con un buche de verdejo, fue Sagrario la primera en tomar la palabra.
―Hija, eso da repelús, qué quieres. Háblalo con el guardia pureta, si es lo que te apetece, aunque debes tener en cuenta que es un hombre y, como todos, andará corto de imaginación; ya te digo que no se lo va a creer, pero, oye, tú misma, no te prives, lo mismo termina calentándote los pies.
Hubo una nueva ronda de risas, que la cocinera cerró con un definitivo: «¡pero mira que sois putas!», mientras se dirigía al telefonillo interior, que cencerreaba reclamando atención.
―Dígame, soy Merche… Sí, descuide, don Rogelio…, para tres, me encargo…, de nada. Hoy come el jefe con los polis en su despacho ―tras colgar, informó a las otras dos que habían vuelto a sus respectivas rutinas―, ya les llevaré yo la comanda.
―Pues nada, aprovecha que hoy tenemos pennes al pesto y échale doble ración al sargento―malició Teresa provocando una nueva explosión de hilaridad.
Merche, simulando enfado, se enfrascó con la besamel, pero una tenue sonrisa cómplice le dibujaba en los labios algo muy cercano a la complacencia, aunque tuvo que cerrar el debate con un: «lo dicho, putas, que sois unas putas», para mantener las apariencias.
Poco podía imaginar la mujer, que en ese momento, lejos de allí, en Madrid, acogido al sagrado de su despacho en la Castellana, Bonifacio Escrivá tenía problemas para mantener el móvil en sus manos temblorosas, tratando de buscar el contacto de Hilario Suances, secretario personal ―y amante de cabecera―, de doña Jimena Lozano Chordón, miss Calahorra 1998, marquesa de Jarandilla por la gracia de Dios, que había tenido la buena idea de hacerla viuda.
El teléfono de Hilario sonó con el tono de «La Pantera Rosa», elegido por él para etiquetar las llamadas entrantes de Bonifacio. Solo estaba prevista esa vía de comunicación en casos de extrema gravedad, así que se lo pensó un poco antes de atender la llamada. El protocolo establecido aconsejaba utilizar un lenguaje criptográfico, que dificultase un posible rastreo de la conversación, pero por unas cosas u otras, lo habían pospuesto y el código estaba muy poco trabajado.
―Embutidos La Pastora, ¿dígame? ―aventuró Hilario, con los dedos cruzados, rogando que el otro tuviera los reflejos necesarios para seguirle el juego.
―Buenas tardes, soy Ramírez, de…, La Madelón, eso, industrias cárnicas La Madelón ―improvisó Bonifacio―, era para avisarles que tenemos en espera sus pedidos, porque la jaula se ha quedado sin pájaro.
Las ruedas dentadas del cerebro de Suances giraban a tope de revoluciones, en un intento de encontrarle un mínimo de lógica al recado.
―Pero, ¿los tocinos están vacunados? ―aventuró por si sonaba la flauta y había forma de ensamblar algo coherente de aquel diálogo.
Cinco segundos después de un silencio metabólico, respondió Bonifacio.
―Digo yo que sí, pero con la jaula vacía no estoy en condiciones de asegurarlo al cien por cien.
Al secretario de la marquesa le seguían crujiendo las circunvoluciones cerebrales.
―Así quela embotadora está funcionando, ¿no?
Esta vez fueron diez larguísimos segundos, los que tardó Bonifacio en codificar la respuesta; un tiempo récord, si tenemos en cuenta que no estaba muy clara la pregunta.
―A ver, ¿qué parte de: «el pájaro no está en la jaula», no acabas de entender, Hilario?
La cadena de protección estaba rota; «nada de nombres», era la consigna; el velo de Isis se había desgarrado y cualquier infiel, con la tecnología adecuada, podía violar el tabernáculo. Estaban jodidos y ya no había que seguir jugando a los espías.
―Bonifacio, gilipollas, ¿qué carajo me estás contando, con el pájaro, la jaula y la madre que te parió? Habla en cristiano, joder, que ya no tiene sentido seguir haciendo el capullo.
―Perdona, hombre, estoy de los nervios y no soy yo ―la disculpa sonó con escasa convicción―. El pájaro era Genaro, mi topo en la isla, y se lo han cargado; por eso no me cogía el teléfono. Estamos jodidos, Hilario, mucho. No sé cómo ni quién, pero nos tiene por los huevos.
Ocupar el cargo de secretario de la viuda de un grande de España ―sin entrar en otras intimidades―, imprime carácter y eso se nota en los momentos difíciles. Por eso, Hilario, sin perder la compostura, trató de hacerse un mapa de la situación.
―Bonifacio, no entres en pánico, por lo que más quieras: respira, oxigena, tranquilízate y cuéntamelo todo sin omitir detalle.
Un suspiro largo, un silencio corto y Bonifacio se soltó.
―No hace ni diez minutos, Hilario, lo trajo el cartero, un paquete, a mi nombre, aquí, al despacho del ministerio, entrega en mano, correos exprés. La hostia, tío. Menos mal que lo he abierto cuando no había nadie. ¡Qué marrón, Suances, qué marrón! Yo, de verdad, es que no sé…, estoy atacadísimo de los nervios. Lo dejo, que le den a todo, el sainete se nos ha ido de las manos, me rindo.
El deslavazado relato de Bonifacio no aclaraba nada e Hilario comenzó a bufar de impaciencia.
―Boni, Boni, cálmate, estás hiperventilando, atiende, escucha. ¿Qué coño hay en ese paquete? Dilo ya, por tus muertos, que me tienes en ascuas.
Efectivamente, la respiración agitada del funcionario ponía en evidencia su estado de ansiedad, pero se fue pausando hasta normalizarse y por fin pudo, Bonifacio, recuperar el uso de la palabra.
―Tienes razón, perdona, tengo que serenarme. El paquete. Pues eso, que alguien me ha mandado por correo certificado y envueltos para regalo, los atributos personales de Genaro, nuestro espía en la ínsula. Ya está dicho.
―¿Cómo los atributos? ¿Quieres decir los genitales, a eso te refieres? ―Hilario no quería dar crédito a lo que estaba escuchando.
―Exacto, compañero, el pack completo, las dos orejas y el rabo; quienquiera que sea el cabrón que lo ha hecho se ha despachado a gusto. Acompañando al mensaje en crudo hay una nota críptica: «DIEZ MORENITOS». Está confeccionada con recortes de letras, al más puro estilo mafioso, y no tengo puñetera idea qué significa, pero te juro que da muy mal rollo.
Hilario estaba acostumbrado a lidiar con situaciones difíciles, moverse en espacios cortesanos requería mucha astucia, tener una mente analítica y utilizarla en los momentos de mayor apuro.
―Dime una cosa, Bonifacio, ¿cómo sabes tú que esas criadillas pertenecieron a Genaro? No creo que sea muy difícil de conseguir una mercancía así, las facultades de medicina destripan cadáveres todos los días, solo hace falta dinero y contactos.
El argumento, aunque temerario, no era del todo descabellado y le tocaba a Bonifacio poner en su sitio la siguiente pieza del puzzle.
―Pues hijo, está bien claro, parece mentira que seas tan listo ―se mosqueó―, lo sé porque no es la primera vez que los veo y no voy a darte más detalles. ¿Te lo digo más alto?: soy gay, homosexual, maricón, si prefieres, lo de vernos en El Relicario el otro día no fue casualidad. ¿Te quedas más tranquilo? Solo necesitaba un empujoncito para salir del armario, pero no una patada en el culo, ¡joder!
La noticia no causó en Hilario efecto alguno, sin embargo, saber que el muerto era el hombre que Bonifacio había infiltrado en la isla, sí era amenazador, pues significaba que alguien más iba buscando lo mismo que ellos y jugaba fuerte, sin reglas. Quizás el político tuviera razón y no merecía la pena jugarse la vida, pero habían llegado demasiado lejos, la línea de no retorno quedaba ya muy atrás y abandonar no era una opción.
―Ahora más que nunca, Bonifacio, necesitamos a alguien de mucha confianza en la isla, un profesional que esté dispuesto a mancharse las manos de sangre, si fuera preciso. Esto va más allá de que se descubra o no el pastel, nos han pintado una diana en la frente y yo no quiero ser el que sigue.
Enmudeció la comunicación. Los dos hombres esperaban en silencio: Hilario, una respuesta; Bonifacio, un milagro. Pero fue él quien tomó la palabra de nuevo.
―No soy más que un político de segunda fila, Hilario, esto me supera y mucho. Yo solo quería ganarme un dinero fácil, ya sabes, un fondo de pensiones para el día de mañana, nada más, y ahora no tengo claro si llegaré a ese mañana ―su tono de voz denotaba cansancio, abatimiento, derrota―. Hay otro infiltrado en la isla, desactivado, de suplente, como si dijéramos, por si fuera necesario un plan «B», pero no es del perfil que tú me pintas. Tienes razón, amigo, no podemos salir huyendo, nos cazarían como a conejos; mal que me pese habrá que seguir adelante.
El secretario de la marquesa respiró aliviado. No le gustaba jugar el papel de presa y Bonifacio tenía contactos, lo necesitaba para organizar un contraataque efectivo.
―Lo que no acabo de entender, Boni, por qué este despliegue de violencia. No hay justificación alguna. La muerte de Baltasar podíamos achacarla a un error lamentable, pero está claro que fue premeditada y ahora este pobre hombre. Nada tiene sentido.
Pudo escuchar, Hilario, cómo alguien requería la atención de Bonifacio Escrivá.
―Tengo que dejarte, Hilario, me esperan en una reunión. Conozco a la persona idónea para lo que pretendes hacer en la isla: un profesional despiadado, que no levanta sospechas y es capaz de matar a su padre por un precio razonable. Que la marquesa nos invite a cenar esta noche en su casa y discutimos los detalles. Yo llevo el vino.
Se interrumpió la llamada. Hilario tamborileaba con los dedos, pensativo, en la pantalla del teléfono. A pesar del torbellino de emociones que giraba dentro de su cabeza, la respuesta a una pregunta antigua se le reveló clara, explosiva, sin lugar a duda. Ahora sí, estaba seguro de que sería capaz de matar por ella.
To be continued (o no)
TALI ROSU
Custodio de malas nuevas
Un color gris enfermizo se había apoderado de gran parte del cielo; solo quedaba libre un pequeño espacio entre las montañas, en donde el sol se refugiaba para desangrarse antes de dejar morir al día.
Óscar estaba sentado entre las rocas con la mirada hundida en el río y los pensamientos desbordándose como harían las nubes que amenazaban tormenta al otro lado de la cresta. El viento soplaba y la incomodidad del día se acrecentaba conforme pasaba el tiempo. Un tiempo tan antiguo como la maldición de Óscar, que llevaba varios siglos cargando en su espalda el peso de las palabras.
Con tan solo quince años, su padre le dejó la herencia más abominable: su oficio. En aquellos tiempos, la gente esperaba ansiosa encontrarse con un buzón alimentado con papeles que hablaban; traían noticias de seres queridos alejados por las circunstancias. Pero las palabras no siempre eran agradables y Óscar vio llorar a Don Jesús cuando recibió la carta de su hijo al día siguiente de que un miembro del ejército le anunciara su fallecimiento. Había sujetado a la joven Elvira cuando se desmoronó al enterarse de que su madre padecía paludismo y que por el estado crítico en el que se encontraba, seguramente no tendría tiempo de despedirse de ella.
El cartero fue testigo de muchas lágrimas, pero las sonrisas lo compensaban todo. Siguió la relación a distancia de la señorita Laura, vio la mirada iluminada de Doña María al enterarse de que su hija contraería matrimonio con el joven Aurelio, sintió el abrazo efusivo de Pepe cuando se enteró de que su hijo volvería a casa sin un solo rasguño… Por eso aceptó la responsabilidad que le llegó en un sobre sellado con lacre. Lo entregó una persona alta y delgada que, con la cara en la sombra bajo una túnica roja, le advirtió de unas consecuencias que no quiso creer. Aceptó la inmortalidad con entusiasmo sin tener claro si se trataba de una broma o si había sido elegido por el universo para vivir una eternidad de aventuras sin límites. Aceptó las cadenas a cambio de una gran responsabilidad: debía custodiar las palabras que tenían como único destino atragantarse en angustias ajenas.
El aire empezó a viciarse desde entonces y el tiempo se le adhería a la piel para dejar de correr. Se convirtió en el portador de secretos enterrados en papeles, mientras vio cómo su pueblo se convirtió en una ciudad asfaltada con los huesos de los seres olvidados. El metal se tragó a la tierra y el verde de los montes quedó encarcelado en aceras que amablemente le cedían un espacio a los árboles centenarios. Vio cómo los animales se refugiaron en alcantarillas y cómo las cartas fueron sustituidas por servicios digitales.
Óscar solo podía llorar, como lloró Camila cuando le llegó esa carta de desahucio, como lloró Juan cuando hacienda lo multó por no declarar un trabajo que lo ayudaba a llegar a fin de mes.
El cartero se escapó a la montaña para refugiarse de una civilización que lo obligaba a ser el espectador más viejo de tragedias acumuladas. Las palabras que custodiaba se convirtieron en cuchillas afiladas que le arañaban el alma. La soledad que la muerte y la decadencia le habían llevado lo acompañaba en cada paso… Vio cómo el fuego no era capaz de destruir las malas nuevas y sus ojos se aterrorizaron al ver cómo las nubes de la tormenta cargaban en él la electricidad del castigo que correspondía a su traición. Resignado, volvió a guardar las cartas en la mochila y volvió a la ciudad para seguir soñando con el día en el que la humanidad desaparezca, todos menos él. Volvió para seguir soñando en el día en el que el peso de su mochila se convierta en el resurgir de un mundo natural que no necesite de las palabras para volver a empezar. Volvió para seguir soñando y empezó a deambular por las calles como un zombi somnoliento que sigue haciendo su trabajo por inercia, como todos los demás.
PEDRO PARRINA
Solo cuatro letras para decirte “Te quiero”, solo cuatro palabras: “Te amo” “Te deseo”, solo cuatro motivos por los que te escribo: “Porque soy feliz cuando te pienso” “Porque me haces sentir que estoy vivo” “Porque siento esas inmensas ganas de mejorar como persona preparándome, física y mentalmente, para nuestro próximo encuentro” y “Para que acudas semanalmente timbrando a mi puerta con esa inmensa sonrisa y esos ojos que me pueden…, y esa boca que me priva…, y esas ganas de verte entregándome esta carta, diciendo:“Otra vez viene sin remitente, !Cómo me gustaría a mí tener un amante anónimo como tu tienes!
No pierdo la esperanza de que un día, cualquier día, me atreva a decirte a la cara: vida mía, de estas cartas soy yo el remitente y tú la destinataria.
SANTIAGO V IBÁÑEZ
«Otro final» (El cartero)
8:13 Era un dulce encuentro con su familia después de tres años en el frente. Abrazar a su mujer y levantar en brazos a su pequeña hija. Comenzar una nueva vida alejado de los horrores de la guerra, vivir la vida con su preciosa familia y olvidar el pasado.
8:14 El teniente Yamuzi mira al precioso cielo azul en esa mañana, al escuchar el sonido de los motores de un bombardero. Supo en un instante que se trataba de un B 29 sobrevolando su querida ciudad.
8:15 Los tres abrazados observan el destello plateado del avión sobre sus cabezas, que poco a poco se va alejando de la ciudad.
Yamuzi mira a los ojos de su mujer y de su hija, les sonríe abrazandolas más fuerte, sabiendo que un ángel de la muerte ha sobrevolado sobre sus cabezas.
8:16 La misión ha fallado, el coronel Tibbets al mando del B 29, se comunica con el sargento Bob, artillero de cola.
– Sargento Bob… ¿Por qué no se ha lanzado la bomba?
– La compuerta de lanzamiento no se ha abierto… ¡Posible fallo mecánico en el mando de accionamiento!
-Recibido sargento… ¡Abortamos misión! … regresamos a la base.
En esa bonita mañana el señor Hikuri, silbando feliz sobre su bicicleta realizaba su trabajo repartiendo la correspondencia a los vecinos de su querida ciudad Hiroshima.
Lobolibre69
JOSÉ MARÍA GARCÍA ORELLANA
¿Cuando recibiste la última carta de verdad?
con matasello,
con remite,
con “Muy Señor mío” o “Querido hijo”
con “espero que al recibo de la presente”
y no digamos con “s. affmo. s.s.q.e.s.m.”
¿Cuando viste pasar al cartero por delante de tu casa y no parar para no entregarte la carta que nunca llegó?
Desde bien pequeño tuve obligaciones domésticas, una de ellas era la de echar y recoger las cartas en Correos, cosa que hacía con desigual diligencia. Así me diplome en el oficio de cartero.
Entiendo que, por el negocio de mi padre, disfrutábamos (es una forma de decirlo) de apartado de correos. Durante tiempo no lo entendí mucho. Consistía en pagar una cuota anual por ir tú a recoger las cartas en vez de que te las llevara el cartero a casa. Luego entendí que la cuota se pagaba por la disponibilidad inmediata de las cartas, en cuanto llegaban y eran clasificadas. Pero ya era demasiado tarde.
El edificio de correos estaba a su manera frente a mi casa, era distinguido y esbelto para la época, emparejado planta por planta con la casa de los Diez. Daba forma a la curva de la calle que lleva al Arroyo hasta llegar a la casa de los Masa. En el tramo recto de la fachada destacaban la puerta de enorme altura, la ventana también generosa en dimensiones, arriba el cartel azul de “CORREOS CAJA POSTAL DE AHORROS” y debajo de él un buzón de fondo azul con forma de sobre.
Estaba situado el buzón a una altura considerable, probablemente condicionada esta por la construcción de mampostería de la parte inferior del muro o por no romper la estética del zócalo coronado por un remate de granito o, a lo peor, para minimizar las consecuencias del gamberrismo reinante entre la zagalería. El caso es que estaba «mu alto».
Tuve una fase de prácticas en la que mi padre, buen mozo para los tiempos, me cogía en brazos y, superado el inconveniente de la altura, aprendí rápidamente a introducir con precisión, dos, tres y hasta cuatro cartas simultáneamente. Tampoco era mucho el mérito.
Los destinatarios me empezaban a ser familiares: Don Rufino Sánchez Polo del SPAR de Cáceres, Almacenes Cabanillas de Almendralejo, Hermanos Parejo imprenta de Villanueva de la Serena, Tintorería la Madrileña de Cáceres, Don Rodrigo Barrado del BUTANO de Trujillo y bastantes más. Un día completaré la lista de los que recuerdo.
Introdujo entonces mi padre una buena práctica de la que desconozco si era generalizada. Al echar la carta al buzón había que decir en voz alta el nombre de la ciudad de destino. Eso obligaba a que las cartas tuvieran que ser clasificadas previamente y echarlas al buzón por separado o agrupadas por destinos.
Pasé una época gris en este duro camino hacia el oficio de cartero: ni estaba ya para cogerme en brazos; ni habría sabido soportar el pudor de verme sorprendido públicamente en tan embarazosa pose; pero tampoco estaba crecido como para llegar subiéndome a la ventana y estirándome como una cruz de san Andrés al modo que veía a otros un poco mas altos que yo.
Pasaban los meses y comprobaba, casi a diario, cómo poco a poco el agujero del buzón iba estando a tiro de un buen salto.
Estaba al lado del edificio de Correos la baranda en la que el juego estrella por entonces era “gato arriba gato abajo”. Yo no era de los más ágiles en ese juego y me tocaba llevarla muchas veces. Pero eso no evitaba que fuera cogiendo práctica y, sobre todo, que empezara a dominar la técnica de poner un pie en la pared y, dando continuidad al impulso de la carrera, elevarme mucho más que con un salto simple a pies quietos.
En algún momento se me iluminó la sesera y pensé en trasladar esa técnica practicada en la baranda al buzón de Correos. Las primeras pruebas fueron esperanzadoras: alcanzaba holgadamente la altura de la ranura.
Faltaba saber si sería capaz de sincronizar el salto con el apoyo en la pared y al mismo introducir el sobre en el buzón. Teniendo en cuenta que todo en esta fase de preparación debía hacerlo en la más absoluta clandestinidad, iban pasando los días y no veía claro el final. Cuando ya, por fin me consideré preparado, cogí a escondillas del comercio de mi padre un taco de hojitas del SPAR, de las que la gente llamaba «de la semana» y me dispuse a enfrentarme a la prueba definitiva.
Resultó resultó un éxito y, a la primera, casi todas las hojas se introdujeron dentro del buzón. Estaba celebrándolo cuando caí en la cuenta de que no había dicho la población de destino. No tenía dudas de que se quedarían irremisiblemente en Logrosán. Así debió ser, porque mi padre tardó pocas horas en llamarme a capítulo con las hojas en la mano y con la pregunta de manual para el caso: ¿Qué haces tú metiendo hojitas del SPAR en el buzón?
Mi alegato no debió ser muy convincente ya que mi padre sentenció con una pregunta que no admitía respuesta: ¿Tú crees que los hijos de los otros comercios del SPAR (Gabriel y Francisco González y Agustín Arroyo) hacen tontunas como las que tú haces?
El soponcio y la reprimenda no le quitaban valor a lo conseguido. Dejé pasar unos días para olvidar el mal trago lo de las hojitas del SPAR y por fin me armé de valor. Cuando mi padre al cerrar el comercio estaba escribiendo las cartas diarias de rigor, solté: “Hoy echo yo las cartas al buzón”. Esta vez debí estar convincente porque accedió sin preguntas asintiendo con la cabeza y sólo mi madre desde el patio gritó: “ten cuidao a ver si te vas a escalabrar y te abres la cabeza desde esa ventana”.
Mientras mi padre acababa de escribir las cartas me asaltó una terrible duda: ¿Sería necesario decir el nombre de la población de destino justo cuando estaba en el aire o podría decirlo antes de saltar o después ya al caer?
Decidí que lo más seguro era decirlo en el aire y no correr riesgos y en ese momento mi padre gritó: “¡Niño! vete ya a echar las cartas”.
La primera era para los Sobrinos de Gabino Diez, de Cáceres. Había otra para don Rodrigo Barrado, de Trujillo. Hasta ahí bien, pero cuando leí los nombres de la tercera y la cuarta, me quedé horrorizado: Almacenes el Prado de Ta-la-ve-ra de la Rei-na y Hermanos Parejo de Vi-lla-nue-va de la Se-re-na.
Arranqué hacia Correos emocionado, acongojado y repitiendo tan deprisa como podía los nombres de las dos localidades malditas. Al llegar a la altura de la casa de las hermanas Pazos no me lo pensé más, empezaría por las difíciles y, sin detenerme, cogí carrerilla mientras ponía en la mano derecha la carta de Talavera de la Reina, salté con todas mis fuerzas y, aunque un poco hacia la derecha, la carta entró dándome tiempo a repetir hasta por tres veces Talavera de la Reina. Echar la de Villanueva ya fue pan comido y, tan emocionado estaba con el logro, que, al llegar de vuelta la carnicería de Morano, reparé en que no había echado las cartas con destino a Cáceres y Trujillo. Arranqué la carrera desde allí mismo y conté hasta siete «Trujillos» y once “Cáceres” mientras las cartas entraban por el centro del buzón.
IRENE ADLER
EL CARTERO DEL FUTURO
Jurgen Jørgennsen cumplimentaba la información con un bolígrafo de tinta líquida que realzaba lo pulcro y esmerado de una caligrafía elegante, clarísima, herencia genética de su padre y de su abuelo. Al igual que otros hombres llevaban su acervo genético en los ojos, las manos o el color del pelo, Jurgen Jørgennsen lo llevaba en la escritura y en su condición de cartero de tercera generación.
La pequeña cartulina en tono sepia recogía el nombre del remitente; la fecha; el título del manuscrito; el país de origen y un número de identificación de nueve dígitos y ocho letras que correspondían a un árbol, una caja, un género. Los tres primeros, siempre iguales, designaban la sección subterránea de la Biblioteca Nacional de Suecia a la que el libro era enviado desde la Oficina Central de Correos. La Postnord Företagscenter.
El Proyecto Biblioteca del Futuro era una colaboración entre la Academia Sueca de las Ciencias y las Letras y la UNESCO. La Postnord oficiaba de intermediario y también, un poco, de notario. Los manuscritos debían enviarse a la Central, dónde el equipo de Jurgen Jørgennsen se encargaba de los registros y el transporte hasta la Biblioteca. Ninguno de los escritores invitados a participar en el proyecto podía hacer la entrega del manuscrito en persona; nadie, excepto los tres carteros designados, podía abrir el paquete, copiar la información de contacto, asignar un número de identificación al libro del futuro. Y sólo Jurgen Jørgennsen estaba autorizado a recorrer los ochocientos metros que separaban la Postnord de la Biblioteca, llevando el futuro libro en su cartera de cuero. La misma que había llevado su padre cuando era cartero en Målmo.
El bosque estaba en las afueras de Estocolmo. Los árboles, recién plantados, latían bajo la tundra escarchada como lo hacía el corazón de un hombre. Esperando. Cuando crecieran lo suficiente, alguien los marcaría con una franja roja y los números de las cartulinas sepia de Jurgen Jørgennsen. Cada árbol daría su vida para alumbrar un libro, dentro de cien años. Y mientras tanto, aquel bosque sueco sería intocable y sagrado, como un santuario vikingo o una iglesia medieval.
Al doblar por Birger Jarlsgatan, el cartero Jørgennsen notó el peso de la cartera contra el hombro, su balanceo golpeándole la cadera, la espumeante sensación de llevar el futuro del hombre colgando de su brazo izquierdo. Y se le erizó la piel de la nuca.
Era curioso que los árboles y los libros tuvieran el mismo enemigo: la estupidez humana y el fuego. Quizá, se dijo Jørgennsen, porque siempre habían tenido el mismo destino: iluminar y oxigenar a la Humanidad. Pensó en cómo un incendio arrasa y destruye un bosque, calcinando sus raíces, agrietando la tierra, volviendo árido y triste un paisaje. Igualmente el fuego del fanatismo y la insensatez destruye libros, los mutila, los reescribe, los silencia, reduciendo a cenizas lo que fueron: hijos y testigos de su tiempo. No podemos saber a dónde vamos si nos empeñamos en olvidar de dónde venimos.
En Humlegårdsgatan, se detuvo frente a la fachada de la Biblioteca Nacional y suspiró. Cien años. Aquel libro que palpitaba al ritmo de su corazón y de una semilla adormecida en un bosque frío de Suecia, tardaría cien años en despertar.
Quizá para entonces no existieran ya los libros; quizá nadie sabría leer o comprender lo que leía. Quizá la imagen impusiera su tiranía basada en la idiocia y la inmediatez. Quizá estallaría otra guerra, otra revolución, otra bomba atómica, y el fuego de la estupidez devoraría aquel edificio hasta los cimientos, volviendo reseco, árido y triste, el futuro de los hombres, de los libros y de los árboles. Quizá surgiría otro dictador enano de entre el analfabetismo de las masas; otro Savonarola con sus hogueras otoñales de crueldad e ignorancia. Y aquel bosque moriría aún antes de nacer. Cómo aquel libro.
O peor: quizá usarían la madera de aquel bosque para alimentar el fuego de las quemas de libros.
Pero hoy, ante la puerta de la Biblioteca Nacional de Suecia, Jurgen Jørgennsen, el cartero del futuro, lleva colgado del hombro izquierdo un libro, una promesa, una posibilidad. La idea de un futuro mejor. Lo que golpea su cadera con rítmica ternura, como un aliento suave o el latido promisorio de un corazón, es la semilla de un libro que será un árbol que será un libro.
Cien años.
Cien árboles.
Cien libros.
El cartero Jørgennsen se afianza la correa de cuero de su cartera sobre el hombro y sonríe antes de cruzar el frontispicio de la puerta de la Biblioteca Nacional, donde sabe que recibirá la sombra fresca de un millón de libros que fueron árboles que serán libros…
FIN
NOTA: La Biblioteca del Futuro es un proyecto real que está en Oslo. Cambiar la ubicación ha sido una cuestión de necesidad estética.
SERGIO TELLEZ
LA CARTA.
En esa época yo tenía veinticuatro años y el único amor de mi vida era la hija del alcalde.
Ella viajó a la gran ciudad dejándome solo y triste.
Nunca logré cruzar una palabra con ella, pero en mi corazón sólo existió esa mujer.
Lo único que tenía de ella era una musiva perfumada, que el cartero me entrego algún día muy lejano y que llegó en respuesta a unas canciones que logré copiar y enviárselas.
La verdad yo no podía unir dos letras decentes y acudí a las canciones románticas de moda en esa época.
Que gran error no ser original, con dos palabras que hubiera logrado hilvanar serían suficientes. Tal vez un «Te amo»,»Te extraño», «Vuelve pronto», «Acá te espero» ; serían suficientes para abrir el corazón de esa hermosa mujer.
Nunca me casé, tuve un par de amoríos nada serios.
La carta está ahí, en mi pequeña mesita de noche junto a la cama, aún sin abrir.
Noche tras noche durante cincuenta y un años he mirado el sobre amarillento que alguna vez olía a mi amada, y fantaseo con las palabras que encontraré en su interior.
Nunca me atreví a abrirlo, sentía que un campesino como yo no podría estar a la altura de la hija del alcalde.
Ella volvió al pueblo trece veces a pasar sus vacaciones y la última oportunidad que la vi, fue el día del funeral de su padre.
Siempre hermosa, siempre radiante, siempre esbelta siempre sola.
Y yo la miraba desde el mismo bar que da a la calle principal, esperando una señal suya que me invitará a abrir esa «carta», pero esa señal nunca llegó.
Era tal mi pánico de destapar el sobre, y no encontrar la respuesta esperada, que preferí no abrirla por tantos años hasta hoy que recibí la noticia de su muerte en la gran ciudad.
Son las ocho de la noche y me dispongo a dormir como todas las noches desde hace tantos años. Tomo el sobre amarillento de la mesita de noche, y con gran nerviosismo lo abro muy cuidadosamente con la navaja de afeitar que nunca cambié desde que empezaron a aparecer los primeros pelos en mi cara, me pongo mis desgastadas gafas.
Hay una hoja cuidadosamente doblada, la abro muy lento, el nerviosismo me consume.
No veo muy bien, hay una gran cantidad de manchas ilegibles, no comprendo, trato de descifrar algo de lo que allí se encuentra, pero es imposible.
Tal parece que la tinta del esfero que empuñó mi amada no aguanto el paso del tiempo y se derritió, llevándose consigo el secreto de sus palabras.
ANGY DEL TORO
VAN GOGH Y “EL CARTERO”
Un día, en el que Arcadio ordenaba su correo, escuchó que su mujer subía por la escalera del desván.
— Arcadio, ¿qué haces? Dale, baja que es la hora de cenar. Marido mío te has vuelto solitario. Pasas la mayor parte del día ordenando papeles y contemplando ese dichoso cuadro.
—Mujer, que son muchos los paquetes y cartas que espero recibir. Ha salido de la imprenta el Libro Grupal del 2024, y ya sabes como son los escritores.
— ¿Y qué tanto miras por la ventana? Estás un poco relamido, ¿Quién es esa mujer que se acerca a la puerta de la casa?
Arcadio estaba nervioso, no sabía qué hacer. No era de tener muchas visitas, y mucho menos la de una mujer tan encantadora. Sin embargo, la mujer continuaba apretando el timbre de la puerta. Preguntaba por el cartero de San Leopoldo. Arcadio al escucharla, se dio cuenta de que tenía que hacer algo debía salir de su escondite y atender a la visita.
— ¿Es usted el cartero del pueblo?
Arcadio, todavía nervioso, asintió con la cabeza, no quería confundir a la recién llegada. La mujer explicó que deseaba hacerle un reportaje sobre el hallazgo de un cuadro famoso y que según le habían informado, él, era quien lo había encontrado.
El buen hombre, sorprendido, respondió que sí, pero antes de explicarle, debía esperar a que su mujer trajese algo de comer.
Arcadio, poco a poco empezaba a relajarse. Se acomodaron en una pequeña terraza y empezó a hablar.
— La pintura «El cartero» de Vincent van Gogh la encontré luego de años de estar guardada y olvidada. La obra fue desenterrada durante una renovación que se hizo en el ayuntamiento local.
Soy un hombre apasionado de su trabajo y, además, admirador de la historia del arte. Al ver la pintura, quedé fascinado. Vincent van Gogh fue un reconocido pintor postimpresionista del siglo XIX —¿lo sabía usted? — su estilo lo distinguía y a su vez, emocionaba de solo contemplar sus obras.
Sé que esta pintura «El cartero» no es una de las obras más conocidas de Van Gogh, pero la admiro, y me imagino como si hoy día, en el siglo XXI, fuese yo el cartero uniformado, luciendo ese traje de colores vivos y, que sobre mi cabeza descansara una gorra azul con letras doradas.
Mi deseo es recordar a Roulín con el uniforme que siempre usó. Me identifico con su figura solitaria y no puedo evitar detenerme a contemplar la obra mientras trabajo en el desván.
— Disculpe, ¿es usted el cartero del pueblo?
No, pero como si lo fuera, en esta era digital, donde la comunicación escrita va siendo cada vez menor, la noticia sobre el descubrimiento de la pintura y la admiración que siento se ha extendido rápidamente por el pueblo. La gente ha comenzado a valorar el trabajo del cartero y también, intenta reconocer la importancia de esta profesión.
— Encantada de conocerle, imagino que el otro Arcadio, el cartero de San Leopoldo, se sentirá muy honrado por la coincidencia. Gracias buen hombre.
SHELO SHELO
Nono el cartero
Era la época de los 80.s una tarde soleada, Nono sentía el sol en su cara, iba en su bicicleta muy contento a entregar algunas cartas, recibos y libros a viejos clientes que desde hace años le pagaban por sus servicios, estaba llegando la era del internet, pero aún era muy prematuro decir que eso de las cartas hechas a mano iba a pasar de moda.
Nono era ciego de nacimiento, aprendió a valerse por sí mismo desde que tenía uso de razón, en su trabajo nadie lo sabía, si alguien se llegaba enterar lo echaban como un perro chandoso entonces le tocaba disimular ante sus inquietantes clientes que cada vez que había oportunidad le preguntaban cuando se equivocaba de correspondencia:
– usted que, no ve? – insinuó Pandora la vecina de la esquina.
-yo si veo. contestó Nono enojado y nervioso al mismo tiempo.
. entonces entregue correctamente los pedidos, hombre.
Nono cogió su bicicleta vieja y se fue con rapidez a seguir entregando, al momento de finalizar su jornada laboral ya eran las 4 pm el, así que fue a la oficina de mensajería y recibía su pago por el día trabajado, no era mucho, pero le servía por lo menos para lo básico.
En la noche estaba descansando, su bayetilla estaba húmeda de sudor, la dejo en la mesa empezó a leer el periódico en el lenguaje baile, oyó el timbre, con pasos de tortuga fue hacia la puerta, para su sorpresa era su amigo y cliente
-Hola Nonito. le recomiendo el libro cien años de soledad… sabe que es el último que me falta por leer de ese gran escritor. Dijo emocionado
-Si Perencejo, mañana a primera hora voy y se lo entrego.
-Óigame usted porque está tan raro… y con esas gafas? – preguntó inquietado.
-Son de adorno, murmuró nervioso. más bien vallase, ya es tarde, nos vemos mañana.
– Listo, mañana nos vemos.
Volvió a hacer el recorrido de la misma forma anterior, se sentó en su sofá grande y viejo, no se acabada de sentar cuando oyó el ring ring del teléfono, lo cogió al otro lado estaba su jefe:
– Hola, que sorpresa, ¿usted llamándome a mí?
-Por qué no me dijo?
– ¿Decirle que?
– Que usted es ciego, un maldito ciego un discapacitado inservible…
– Señor, como lo supo- contesto muy asustado.
– No importa cómo, mañana ni se aparezca por aquí.
-Sabe señor que es mi único sustento…
-No se hable más queda despedido, si hubiera sabido que era ciego ni lo contrato, ustedes NO SIRVEN PARA NADA… solo para hacer estorbo.
colgó … colgó, dijo desesperado, ahora que voy hacer?
Muy triste y desfasado metió todo en una maleta que tenía, muy antigua, por cierto. salió hacia la calle, sin rumbo fijo; se dice que se le vio por última vez muy maltrecho y sucio, después no se volvió a saber nada de nada … a partir de ese monto quedo apodado como «el cartero ciego desaparecido.»
EFRÍAN DÍAZ
Cuando recibió el premio Nobel de Literatura de manos de la academia sueca, la misma que luego fuera injusta con Jorge Luis Borges y Javier Marías, sus ex compañeros de trabajo lo recordaron.
-Bill era un cartero muy vago y mediocre. Apenas clasificaba la correspondencia- dijo uno.
-Quien hubiese dicho que ese que se dio de baja de la universidad dos veces en tres semestres, ganara ese premio. Nunca pensé que las letras fuera lo suyo- dijo otro.
-El ejército de los Estados Unidos lo rechazó por estar bajo peso, por esqüincle. Y el Royal Air Force de Canadá lo admitió pero nunca pudo graduarse. Era un fracasado en todo lo que hacía, incluyendo como cartero. Bill no servía ni para morir de un balazo- dijo una supervisora.
Su desempeño como cartero estaba clasificado un escalafón más bajo que deficiente. Fueron muchas las quejas, radicadas no solo por clientes, sino por sus propios compañeros de trabajo.
Su última evaluación reflejó que se reportaba y se marchaba a la hora que le daba la gana; leía la correspondencia de los clientes; si encontraba una carta, a su juicio tonta, la echaba a la basura; maltrataba a los clientes; y abandonaba de su puesto de trabajo a mitad de jornada.
Ante los resultados de la evaluación, el gerente general le concedió cinco días para que por escrito aceptara o negara los cargos en su contra y estableciera cualquier defensa a su favor.
Al leer los cargos, Bill agarró papel y bolígrafo. Hizo varios borradores. Al final, inconforme, entregó una carta que decía “Mientras viva bajo el sistema capitalista, espero que mi vida influya en las demandas de la gente adinerada. Pero que me condenen si me propongo estar a la entera disposición de todo sinvergüenza ambulante que tenga dos centavos para invertir en un sello postal. Esta, señor, es mi renuncia”. Y así terminó su carrera como cartero.
En el 1949 y luego de fracasar en la universidad, en las fuerzas armadas y en el servicio postal, William Faulkner recibía de manos de la academia sueca el premio Nobel de Literatura.
FRAN KMIL
La carta.
Ya no existen carteros de esos que van caminando la cuadra, pitan y gritan el nombre del destinatario y los vecinos se enteraban de si el novio de Esperanza…o el hijo de Cuca que se fue a estudiar a la gran ciudad…No, en esta ciudad las cartas llegan y se van sin que nadie vea quién ni cómo las transportan. Pocas veces se coincide con el funcionario postal que masculla un “ good morning” etiquetado. Hasta el nombre cartero ha desaparecido. Un número en un buzón del condominio, una llave y el sobre, es la única relación con el servicio postal. Es más, ya ni cartas se escriben ni uno desea recibirlas porque cada sobre o es una factura o publicidad o una notificación.
Siento nostalgia del pueblo, de las calles, de su gente y del cartero, sobre todo ahora que al abrir mi buzón he encontrado la carta. Cuánto me gustaría sentir el sonido del pitó del cartero y luego oír gritar mi nombre para que todos se enteren de que Rosario me ha escrito.
ANTONICUS EFE
Pum, pum.
– ¿Quién es?–
– El cartero que le viene a ver–
– ¿Y que quiere usted?–
– Le traigo un envío–
– ¡No le abro la puerta!–
Pum, pum.
– ¿Quién es?–
– El cartero otra vez–
– ¿Qué envío es?–
– Un sobre acolchado con algo dentro–
– ¡No le abro la puerta–
Pum, pum.
– ¿Quién es?–
– El mismo cartero, abra usted–
– ¿Quién le dio el sobre?–
-Una señora enojada–
– ¿Y qué le dijo?–
– Tenga este paquete y lléveselo a Coronado, pero tenga cuidado por que es un tocapelotas y un chulo cuando no se medica–
– ¿Chulo o chulito? Especifique–
-Chulo–
– ¿¡No le habrá dicho que soy un drama queen, no!? Por que si no abría la puerta ahora mismo y la teníamos–
– ¡No le abro la puerta!
Pum, pum.
– ¿Quién es?
– ¡El puto carteroooo, aaaabraaa yaaa la puertaaa!
– ¿Usted cree que con ese carácter se puede entablar una conversación?–
– Yo solo he venido a hacer mi trabajo, soy el cartero y entrego correspondencia, punto–
– Siendo así…, le abriría la puerta, de verdad, pero he perdido la llave–
– ¿Y que hago con el envío?–
– Déjeselo a la vecina que ella me lo pasará por la tapia del corral–
– ¿Por la tapia del corral?–
– Por la tapia del corral–
– Chulo y tocapelotas no sé, pero un poco rarito si que lo veo–
– Pues anda que usted, que ha llamado cuatro veces cuando todo el mundo sabe que el cartero siempre llama dos–
– Me voy–
– Vale, dele recuerdos a la Sra Enojada–
– De su parte–
– Menos mal que los chubasqueros de correos son bastante buenos, si no, me hubiese puesto como una sopa…
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
SERVANDO
Fueron los ochenta unos años de mucho bullicio postal. Correos, la empresa amarilla del logo de la corneta surcaba las calles de todo el país con imparable afán repartidor. Mucha prisa no es que se dieran a veces, pero funcionar, funcionaban, que al fin y al cabo es lo que cuenta.
Los jóvenes esperábamos ansiosos cada mes el boletín Discoplay, esa pequeña revistita de venta de discos por correspondencia que nos ponía al día de las novedades y nos permitía descubrir un universo musical para muchos nunca visto hasta entonces. Sin duda, nuestra primera enciclopedia del sonido. Por no hablar de las camisetas y resto de parafernalia auxiliar, eso que ahora llaman merchandising y que nosotros lo denominábamos accesorios y complementos, de todo un poco.
Los padres, por el contrario, recibían al cartero con una mueca entre el aburrimiento y desagrado. Un patrón que se repetía a diario cuando Servando, nuestro cartero de toda la vida, les entregaba el taco, generalmente compuesto por sobres del banco, publicidad, facturas, cartas con el timo de la moneda esa que había que hacer circular, y en contadas ocasiones una multa entremezclada sigilosamente barajada para no resultar demasiado dolorosa a primera vista. Era en este último caso cuando a mi padre no solo le cambiaba el gesto, sino también el color de la cara, que pasaba de pálida a roja en cuestión de segundos. De las palabras que surgían a continuación de su boca, mejor no hablamos.
Mi madre recibía poco correo, pero cuando ocurría se convertía en el ser más afortunado del mundo. Por lo general, se trataba de una carta de los abuelos o los tíos del pueblo, de esas que siempre comenzaban de la misma forma: “Queridos hijos y nietos. Esperemos que al recibo de la presente os encontréis bien. Nosotros bien. Os escribimos estas cuatro letras solo para deciros…” y a partir de ahí se desarrollaban una serie de fascinantes historias en formato epistolar que mi madre nos leía emocionada en voz alta y a veces un poco rota, que hacían volar nuestra imaginación hacia aquellos días felices y ya pasados del verano.
Pero los años fueron devorándolo todo, igual que Saturno a su hijo. El mundo, tal y como lo conocíamos, cambio con urgencia y todo dejó de ser como era. En primer lugar, la tecnología se comió a Servando. El primer mordisco se lo dio el correo electrónico. Luego llegaron los chats, las redes sociales, el WhatsApp, las videoconferencias, las aplicaciones de citas, el comercio online y en general, todo un ejército de enemigos electrónicos que masticaron y deglutieron el papel de las cartas y los sobres, asesinando al mismo tiempo a esas mariposas que no dejaban de volar en nuestros estómagos mientras acompañaban la incertidumbre de los días previos a la entrega de esa carta esperada, a la aparición estelar de Servando con su uniforme, su gorra de plato y su saca descomunal siempre desbordada por todos lados. Ya pocos recordamos el ritual de acercarse al estanco a comprar los sellos, a escribir correctamente el remite por detrás, a impregnar el papel con nuestro perfume y la goma del sobre con nuestras lenguas, depositar nuestro amor en un buzón y contar los días infinitos hasta recibir esa respuesta de la persona que queríamos, en aquellos momentos la más importante de nuestro universo, rezando porque abrieras tú el buzón primero y no la interceptaran tus padres.
Acaba de sonar un ring ring. Me ha sobresaltado. Se trata de una perfecta simulación de un timbre de los ochenta, de cuando vivíamos en la Tierra. Aquí, la Inteligencia Artificial nos hace la vida más fácil y llevadera. Fue diseñada para hacerlo todo absolutamente realista, para que nos sintamos cómodos, como en casa. La hecatombe nuclear acabó con todo, pero aquí hemos intentado recuperar los detalles, esos que nos siguen haciendo humanos. Efectivamente, en Saturno tenemos servicio de correos: SERVANDO (SERvicio aVANzado de entrega a DOmicilio). Una inteligencia artificial basada en teletransportación cuántica que hace posible la entrega instantánea de todo tipo de bienes y servicios, incluyendo personas. Sin demoras, sin cajas ni cartones. El color corporativo sigue siendo amarillo y azul, e incluye el logo de la trompetilla. Reminiscencias del pasado. Cada vez que suena el timbre, lo tenemos ahí. Es nuestro antiguo cartero. El holograma es idéntico, Servando no parece haber envejecido. Sigue teniendo la misma barriga, la misma saca a reventar y su gorra de plato. Lo han clavado. La única diferencia es que ahora no existe el más mínimo retraso.
EDUARDO VALENZUELA
He desarrollado una técnica única para abrir los sobres, asi puedo leer las cartas antes de entregarlas… No, no soy un espía, soy un maldito traidor al gremio de carteros y no siento vergüenza por ello, es más, me importa un pepino. ¿Qué por qué lo hago? Simplemente por lo bien que me lo paso interviniendo la correspondencia. ¡Y vaya que me enterado de cosas!
Sé de amantes, de embarazos y de enfermedades venéreas. También he visto cosas muy extrañas, como aquel tipo que enviaba sus dientes a una chica. Sí, tal cual, cada mes se sacaba una pieza y se la enviaba en un sobre a la muchacha. Tal vez quería regalarle una sonrisa.
En ocasiones hago desaparecer las cartas donde alguien da por terminada una relación, así le doy una segunda chance para que recapacite. Es que a veces uno actúa precipitadamente llevado por la ira o el despecho, pero allí estoy yo para darle una nueva oportunidad.
También hay casos donde estoy ayudando a formar carácter. Por ejemplo, hay un escritor al que, cada cierto tiempo, le escribe alguna editorial felicitándolo por un borrador de su novela y lo invitan a acercarse para trabajar… Allí entro yo, reemplazo la carta por una redactada por mí, criticándolo duramente, instándolo a que deje de escribir basura y que mejore su estilo. ¡Ja!
Cuando la correspondencia incluye un libro, me lo quedó unas semanas para leerlo. Es que me encanta la lectura.
Pero no crean que soy tan monstruoso. Hay casos como el de una ancianita que quedó viuda. A ella también le robo cartas, pero son las de cobranza. Ella nunca se enterará de que yo le pago las deudas.
ALBERTO MADACAR
Original y práctica mochila. Alzas especiales de guampa de mamut. Irrompibles. Incluye un carrito para transportarla, con ruedas de acero.
MARTU MONFORTE
Cartas de amor
Mi relación con el cartero Miguel va de la mano de mis primeras cartas de amor. Quiero decir las que yo enviaba por correo y esperaba pronta respuesta de las viejas manos de Miguel.
Él llegaba con su energia al principio, luego se fue gastando lento, a la par de mi esperanza.
Su bicicleta enclenque, su manubrio, tantas veces, a punto de volar, su cartera de cuero, pesada de cartas, su saco gris y esa enorme gorra. Y ese silbido que anunciaba que ya estaba a metros nomás de la puerta de mi casa. Un silbido que me electrizaba, me llevaba al paraíso en segundos, me llenaba de mariposas, de sueños, de posibilidades anheladas…en esos instantes cabían todas las cosas pequeñas que se agigantaban mientras daba mis veinte o treinta pasos hasta la puerta. Y allí, frente a su mirada quieta y a veces triste, Miguel me entregaba otras cartas, otras cuestiones para mis padres, cosas que ni miraba. Y no recuerdo. Porque esperaba con la ilusión de enamorada ciega, una respuesta.amorosa, unas líneas, un sobre donde brillara mi nombre y aun más… el remitente amado. Esa letra que conocía, esa letra que dibujaba un mundo para mi. Entonces Neruda se callaba, Becquer guardaba sus rimas, Miguel se ajustaba la gorra y mi nudo en la garganta volvía a ceñirse. Más fuerte, más. Sólo lo desataba, tomar una enorme hoja y escribir, escribirle. Sin ningún reproche, quizás se había perdido mi carta, quizás…No bajaba de mis sueños. Alfonsina, Gabriela me intentaban detener pero Neruda, Machado y Becquer me apoyaban. Iba de nuevo por el amor, por esa respuesta que esperaba en un gran sobre con mi nombre dibujado y ese , ese único remitente. Y en el medio Miguel, entregándome el tesoro. Y de nuevo la espera, los días afiebrados, barajando posibilidades y hasta eligiendo palabras que posiblemente llegarían. Debían llegar. La vida era simple en ese tiempo. Una carta de amor. Sólo una. Con tinta de violetas…El tiempo pasó, tres años contados minuto a minuto, Miguel sufría conmigo. Llegaba, bajaba la mirada entregando otro sobre, cualquier sobre.
Pero un día, llegó el milagro. Creo que escuché a Miguel cantar. Ese día no silbó. Ese era el día soñado, esperado, idealizado.Era mi día.
Una alegría breve, una chispa de fuego, un instante de manos temblorosas. Las mias y las de Miguel. En ese puente imaginario, la carta entre nuestras manos. Miguel- carta de amor – yo adolescente. La vida se detuvo. Tal como soñé mi nombre estaba dibujado por él y su nombre en el remitente! Tan, tan soñado!
La sonrisa de Miguel fue plena. Plena como mi algarabía, mis poetas recitaban, el mundo era sólo eso. Mi carta de amor. Miré a Miguel con un agradecimiento eterno, aún siento vivo ese día. Y el después.
Corrí a mi cuarto. Abrí desesperada. Becquer no paraba de discutir con Neruda que estaba detenido en el poema veinte…pero quería seguir. Y no podía. Alfonsina,salió al paso. No podía escucharlos. Mis manos temblaban, la sonrisa de Miguel, el bueno de Miguel, cumpliendo mi sueño. Campanas, eso escuché. Mi mano extrajo » la carta», era una servilleta de café con breves líneas apuradas.
Un P.D. desgarrador. Un sueño roto.
Imaginé a Miguel, feliz por el barrio, recordando mi felicidad y el sabor de su deber cunplido. Creo que él esperó junto conmigo.
No lloré, devoré versos. Me refugié en la Canción Desesperada. Moría una etapa.
Pronto, en cascada, nacía el deseo de escribir y escribir y escribir. Versos, notas, relatos, historias, cartas a mis tías. Y leer, siempre. Leer para sanar, leer para creer, leer para volar…
Escuchaba a Miguel, a veces, llegaba a casa. Ya vacía de mi espera, de mi ilusión. Al cartero, amigo secreto, le costaba reconocerme. Ya no estaba iridiscente, me apagué un tiempo. Pero era tan joven que entre versos y rimas, volví a confiar, a esperar un milagro de amor para mí. Y un día llegó. Pero no hubo cartas perfumadas/ soñadas. Llegó en un rayo de sol, pura tibieza.
P.D: años más tarde crucé en mi barrio a Miguel. Sonreímos.
QUÉ NO DARÍA HOY POR REVIVIR AQUELLA ESPERA. PURA ILUSIÓN.
Amigos, esto es sólo una anécdota que siempre recuerdo y la comparto. Así empecé a escribir.
YOMALCKRY OSORIO
Aquella carta de amor ,tardo tiempo en ser entregada en las manos de su amada .
Ya no las entregaba el señor en esa veloz bicicleta ,si no el chofer en una lujosa camioneta con servicio VIP y demas.
Aquella carta pasaba de mano en mano ya el sobre no era blanco , si no mas bien color tierra por andar de un lado a otro.
Ya casi no se entregan de inmediato ya que con la burocrasia y la lentitud que se estila en estos casos ,fueron muchos los dias en total agonia en la espera de leer aquellas letras ..en donde le decia «ya te he olvidado»que decepcion para aquel enamorado ,esperando adivinar cada letra que estaba a punto de borrarse por la inclemencia de los dias.
A muchos les cuestas usar el famoso Gmail. Todavia les gusta en la forma antigua, esperar al señor para dar a conocer la informacion en ese sobre cerrado y llenarse de emocion con el rostro de ese amable señor.
GRACIELA PELLAZZA
«Hermano»
¿Como voy a saber si no me cuentas?
Ya casi un mes que no llegan cartas, en este espacio de redes inalámbricas, de conectividad veloz, y fibras ópticas; tu opción obstinada, es el papel.
Vives en otro tiempo.
Estoy acá, entre árboles y pájaros, con tus dos perros, y aunque a la nochecita algunas lechuzas distraen el pensamiento, me siento bajo el alero a imaginar que estarás haciendo.
Mucho grillo y mucho mate.
Era un tiempo corto dijiste hermano, aunque te extraño, respeto esa locura tuya de probar suerte con tus cuadros. ¡Pero tan lejos!
No sé qué ha pasado.
Me falta la caligrafía que te trae a casa, te he visto tanto dibujar, que ya ni sé si importa tanto alguna historia, ya quiero ver llegar el azul oscuro de tu tinta dentro de las cartas.
¡Qué orgullo tendrían los viejos!
Vos, mostrando en salones los paisajes, el río nuestro, la choza del viejo. Ayer tendrias que haber visto la bandada de gorriones, y ni que hablar del violeta subido de las berenjenas.
Cuando vuelvas podríamos irnos juntos a la ciudad a tomar unas cervezas, esta soledad me ha puesto viejo. Yo que soy el mas chico, me he llenado de años.La charla contigo me hace falta. El hijo de Mateo me da una mano, pero no es lo mismo, acompaña; estar contigo es distinto.
Soy malo para las fechas, pero me da que estas cerca del regreso, y me da miedito esta ansiedad que tengo de tonto, que altera mi paz de sauce, y me puse a pintar de blanco el alambrado, mientras espero tu carta.
Casi no ha dormido, la noche le prendió la luna llena, se levantó quisquilloso e ilusionado, no quiso ir a la Huerta. Entreabrió la ventana para ver llegar al cartero, y allá…donde se junta la hierba y el cielo, venía silbando su hermano y ladraron los perros.
MARÍA JESÚS GARNICA PARDO
Arcadio tocó a la puerta de la señorita Rosa.
El jardín lo tenía precioso aquella primavera. La seño Rosa cómo era conocida en el pueblo. Treinta años de profesora en el pueblo.
Mientras abría, Arcadio se sentó en el banco de la entrada.
La seño Rosa apareció con su vestido de flores y su mirada escrutadora.
-A ver, qué me traes Arcadio.
-Seño, dijo Arcadio todo emocionado, el libro grupal de Cuatro Hojas.
La seño cogió el paquete y lo abrazó.
Cuando lo abrió, ella y Arcadio lo leyeron, lo comentaron.
Cuantos ratos pasados entre la seño Rosa, Arcadio y el libro grupal.
JOSÉ LUIS USÓN
EL CARTERO
La tarde languidecía y la fiesta llegaba a su fin, sobre la mesa esparcidos, quedaban los restos de comida que no se habían consumido y los vasos mediados de bebida, las banderetas colgadas del techo, tremolaban movidas por la suave brisa que penetraba por las altas ventanas del polideportivo municipal.
Culminada con el sincero y emocionado discurso del alcalde y la entrega de una placa, agradeciendo su dedicación durante todos estos años, había sido una despedida digna del cargo.
Matías, el cartero, se jubilaba después de cuarenta y cinco años trabajando con una autodisciplina envidiable, para el servicio de correos, repartiendo entre los ciento cincuenta vecinos de Pinar del Rio frío, cada una de la misivas de las que estos habían sido destinatarios. Durante esos años, el sistema de reparto había evolucionado mucho—no podía ser de otra manera—, lo que al principio comenzó siendo un reparto a pie, pronto se hizo sobre una bicicleta, pasando más tarde a realizarse con el ciclomotor que hasta ese mismo día, había utilizado Matías. También el número de cartas que llegaba había cambiado mucho, lo que en los primeros años era un flujo continuo, acabo siendo casi anecdótico, pues raro era el día que se recibía alguna, la llegada de la banda ancha al pueblo y el nacimiento del correo electrónico, habían desplazado irremediablemente a la correspondencia escrita. Aun así, ni un solo día había faltado Matías a su puesto de trabajo, año tras año había renunciado a su derecho vacacional, pues decía que el que trabajaba en lo que amaba, siempre estaba de vacaciones. Tampoco la climatología o los padecimientos de alguna enfermedad, habían sido impedimento, pues había llegado a repartir el correo con una pierna escayolada, fruto de una caída de la bicicleta, aquel día que el hielo convirtió en una auténtica pista de patinaje las calles del pueblo. Con todo esto se convirtió en un personaje entrañable, el cariño que despertaba en los vecinos, era sincero y nadie había querido faltar a la fiesta de despedida.
Faltaba saber ahora, que pasaría en lo sucesivo, pues nadie había comunicado al Ayuntamiento, ni al propio Matías, como iba a quedar a partir de ese día el servicio.
Al día siguiente, primer día sin Matías, todo era expectación en el pueblo, los vecinos asomados a los balcones miraban calle abajo, hacia la carretera que llegaba de Fuentes del Plano. Esperaban con ansia contenida la llegada del nuevo cartero. Pasaban las horas sin que nada sucediera, cuando ya casi habían perdido la esperanza, un lejano zumbido empezó a dejarse oír, con la vista clavada en la carretera, esperaban ver aparecer algún vehículo, pero el sonido se hacía más fuerte y nada de veía. De pronto, un niño que cogido de la mano de su madre se encontraba plantado en la acera, gritó —¡Allí, allí!— y con su pequeño brazo extendido señalaba el cielo, por encima de la arboleda. Los vecinos estupefactos contemplaron un pequeño aparato, que, con cuatro brazos dotados de unas pequeñas hélices, se aproximaba al pueblo emitiendo un zumbido, que ahora les pareció, extremadamente desagradable. Cuando llegó a la primera calle, descendió y se colocó a la altura de los portales y girando sobre si mismo, parecía ir reconociendo los números. Así iba recorriendo las calles sin que nada ocurriera, hasta que llegó a la altura del Ayuntamiento, en ese momento quedó suspendido frente a la puerta de entrada, y de una especie de pequeño cajón que llevaba adosado en la parte baja, salió disparado un sobre que fue a parar a los pies de Don Damián, el alcalde, que asombrado lo recogió y procedió a abrirlo, ante la atenta mirada de todos los vecinos, que para entonces ya habían llegado a su altura y lo rodeaban expectantes.
A la atención del Excelentísimo alcalde de Pinar de Rio frío:
Como bien se le informó en su día, Don Matías Herreu, que hasta ahora ejercía las funciones de cartero en su población, ha completado su periodo laboral, pasando a situación de jubilación, bien merecida por otra parte. Debido a la poca demanda del servicio y la escasez de medios humanos de la compañía, a partir de ahora, ejercerá las funciones de reparto, RPQ27, un dron de ultimísima generación, al que sin duda usted, si está leyendo esta comunicación, habrá tenido el gusto de conocer.
Atentamente, el director del servicio de correos.
AMPARO SORIA
-Hippie-
Tom Lee se sintió observado mientras caminaba por los estrechos callejones del pequeño pueblo. Todavía no sabía por qué había llegado allí. Debía admitir que su vestimenta era muy estrafalaria para aquellos vecinos; pelo largo y liso, un pañuelo verde rodeaba su cabeza, pantalón campana verde, camisa floreada. Un medallón grande colgaba sobre su pecho con el símbolo de la paz que, por supuesto, aquellos ciudadanos desconocían su significado. Tal era la expectación ante aquel forastero raro, que nadie se fijó en su cartera marrón repleta de cartas, hasta el mediodía.
–Sí, Maruja, es un joven de esos que salen en la tele melenudos y que bailan como si sufrieran urticaria por todo el cuerpo.
– ¡Dios Santo! dónde hemos llegado…Esperemos no sea un delincuente.
–No, mujer. Higinio, ya sabes, el antiguo cartero, me ha dicho que es un joven que no quiere hacer la mili… ¡Ya ves tú! Como castigo lo envían aquí para repartir las cartas. Parece simpático el chiquito.
En la primera semana como cartero, Tomli, como le llamaban en el pueblo, se ganó la confianza y el cariño de los vecinos. Les ayudaba en asuntos de escribir ellos las cartas, se las leía si se lo pedían y siempre tenía una palabra de aliento para los problemas que le contaban. Estos hacían llegar a su casa cestas de sus huertas, quesos de sus cabras, filetes de ternera y pequeños objetos de artesanía. Tom Lee se sentía abrumado y agradecido.
Lo que desconocían sus vecinos, incluso él mismo, era que pronto le enviarían a otro destino. Un error administrativo según le dijo el jefe de Correos. Higinio hizo un bando urgente a los vecinos que hicieron todo lo posible por ayudar a su moderno cartero para que se quedara con ellos. Para sorpresa y alegría de todos, Tomli, se convirtió en su cartero e hijo del pueblo.
………………
EVA AVIA TORIBIO
Secretos
Se escuchan pisadas en el porche. Pisadas muy fuertes, acompañadas de una agitación inusual. A estas horas, tan adentrada la noche, no suele venir nadie y ni Grace, ni Alejandra esperaban visitas, porque esas ya salieron corriendo hacia rato.
Grace reacciona sobresaltada ante esos ruidos, despertándose de lo que ella creía una ensoñación, pero que al despertar de el, descubre a su madre tirada en medio del salón con la palma de la mano sangrando.
Suena el timbre de la puerta.
—¿Quién?
—El cartero.
—¡¿El cartero?! —a estas horas el cartero—. ¡Chicos, como broma está bien! —abriendo la puerta, mientras, girada, observa a su madre que se pone la mano en la cabeza mientras intenta incorporarse sin mucho acierto.
—Disculpe, ¿Grace? A mí también me sorprende las horas, pero es una carta que estaba prevista para estas horas y esta fecha. Una firmita, por favor.
Grace firma y recoge la carta. Esta está dentro de una caja, por la que, por el estado en la que se encuentra, ha ido pasando los años y que alguien ha precintado en infinidad de ocasiones. Al coger la carta tiene una sensación extraña, como si ya la hubiera visto. El papel está amarillento y cerrada con un sello de cera. Va a la atención de Grace, con hora, día, año de entrega y dirección “Siete de abril del 2024 a las 00:34. Calle de las Hechiceras número 666”
Debieron pagar mucho dinero por este envío, piensa Grace, la que con muchísimo cuidado la abre. Entre tanto Alejandra se mira en el espejo, con sonrisa satisfactoria, en la palma de su mano no queda rastro de sangre ni marca alguna, detalle que Grace todavía no se ha dado cuenta, porque lo que tiene entre las manos la tiene lucubrando que hay en su interior.
“Hola, Grace, es la primavera del año 1620 y ahora estarás pensando que es una locura y sí, así es, pero he soñado contigo. Pero antes tienes que saber, que perteneces a una generación de mujeres y hombres con dones distintos, el mío es el de las visiones, los cuales han tenido que permanecer ocultos por el bien de todos. Mi nombre es Tamara y tus ancestros tuvieron que huir para no ser aniquilados por los mundanos. Espero llegar a tiempo para que no cometas la locura de practicar ninguno de los hechizos que generación tras generación fueron escritas en el grimorio. Si así fuera el caso, las consecuencias pueden ser desastrosas, porque entre nosotras teníamos un alma perdida que se trastorno por amor y maldijo a las siguientes generaciones…”
—¡Joder! —grita, soltando la carta. Mirando a su madre, llegan a su mente los recuerdos de lo sucedido esa noche. Y como flashes, golpean su mente imágenes que muestran a mujeres, hombres y niños con distintas ropas, en ocasiones caminando, otras orando, riendo, danzando alrededor de una hoguera, imágenes que sabe que no las ha vivido, pero las que siente muy reales. Coge la carta y prosigue leyendo, mientras Alejandra, se aproxima sigilosa.
“Elisa, mi hermana, se enamoró de un mundano que la rechazó, porque su amor le pertenecía a otra de sus hermanas, la más pequeña. Elisa comenzó a practicar la hechicería que tan prohibida teníamos, envenenando a todos los varones que caían rendidos a sus encantos. Cuando fue descubierta, la condenaron a la hoguera y en lugar de pedir clemencia, maldijo a las siguientes generaciones de esa que le había robado la posibilidad de amar. Recuerda, no lo busques, no lo abras”
—¡Joder, mamá, que susto me has dado! —soltando la carta.
—¡Hola, hermana!
Besos, la Incondicional.
RODOLFO ALBERTO MICCHIA
El día que don Nicanor desapareció
La vecindad se dio cuenta de que algo malo había sucedido por la cantidad de cartas desparramadas en el pasillo de su casa. Las puertas de rejas negras, las cuales daban acceso a una senda contigua, dejaban al descubierto junto al desvencijado morral; la correspondencia apilada.
Todo hacía suponer ante el diseminar de la misiva, que a don Nicanor le había ocurrido una desgracia. Lo segundo que notaron, fue el hedor que emanaba desde el interior de la vivienda, haciéndose por momentos penetrante y desagradable.
Ese mismo día, los vecinos tomaron cartas en el asunto y, aunque hubo un vivo que hizo su agosto aprovechando una suculenta que estaba a mano, los demás sin titubeos dieron aviso a la policía, la cual intervino de inmediato vallando con cinta el lugar.
Lógicamente la noticia revolucionó el entorno, y fue ahí, que el séquito se agolpó de forma masiva en la casa del ausente.
Don Nicanor era muy querido en la barriada, de profesión cartero, había transcurrido la vida entera en ese mismo vecindario, por tal causa, era muy común expresarse diciendo…
«Hasta las moscas lo conocen»
Más, pensando que en ese preciso momento podrían estar revoloteando su pútrido lecho.
El cerrajero llamado por el perito en cuestión, puso manos a la obra abriendo instantáneamente la puerta de rejas negras, la policía y el forense esperaban expectantes en el pasillo contiguo, sin embargo, la segunda abertura hizo temblar las manos del servidor, quien con la manga de su camisa trataba de tapar su orificio nasal.
El nauseabundo olor que salía despedido por el pequeño surco de la llave, hizo secar el sudor en la frente del forense, y aunque el tipo estaba acostumbrado a esos menestetes, no le era agradable corroborar la causa en caso de encontrar a don Nicanor, en estado de descomposición.
El ingreso al hogar fue espantoso, la fetidez fue rechazada de inmediato haciendo retroceder a los allí presentes, la hediondez impregnó los barbijos llegando incluso, hasta el aglomerado gentío que se encontraba en la vereda opuesta.
Nunca voy a olvidar la tarde de ese veintitrés de enero del noventa y cuatro. Mientras la turba esperaba respuesta generando un despliegue de emociones, las luces del patrullero junto a las de la ambulancia, giraban en una alocada exaltación en torno a la casa de Nicanor.
Fue en ese preciso instante donde las autoridades sacaron el bulto en una bolsa de nylon negra.
En el silencio sepulcral que ameritó el momento, doña Etelvina, vecina del susodicho, dada su poca audición al olvidar su audífono en la mesita de noche, abrió la puerta de su casa mostrando más de lo que hubiésemos imaginado, y fue ahí mismo que con un grito alto y claro exclamó:
—¡Nicanor! Que nadie se entere lo nuestro.
Los dos quedaron estupefactos ante la atónita mirada de la muchedumbre. Doña Etelvina, quien actuó de manera automática, cerró de inmediato la puerta dejando al mensajero librado a su suerte.
Los días en el barrio volvieron a la normalidad, no así la chusma, la cual no tuvo reparos en comentar por mucho tiempo la ausencia del emisario.
Poco a poco don Nicanor, volvió a sus quehaceres diarios, aunque despues de ese entuerto, algunas correspondencias eran esperadas en mano con demasiadas ansias.
Ahora eso sí, el pollo que dejó descongelado en esa oportunidad, terminó decomisado como comprobante en la causa cuatro mil doscientos tres, la cual fue caratulada en los laberintos de la justicia como:
«Desaparecido por necesidad biológica».
ABBY MARSIE ROGOM
UNA CARTA A MÍ.
A veces me asomo dentro, y quiero decirme algo, que todo está bien, que no todo es mi culpa, y que hay culpas más antiguas que yo.
Quisiera abrazarme a veces, pero no puedo llegar, es el camino a mí una emboscada.
A veces me acerco, pero soy mi juez, y no hay juez más inmisericorde que uno mismo.
Me miro a los ojos con reproche y pena y castigo. Sin perdón.
Perdón.
Puedo acercarme un poco más y me pincho.
Me hieres, me alejas, me lanzas lejos.
Quiero abrazarte pero eres un mar encrespado, una colonia invasiva de púas, un arbusto desértico.
Lavarme las manos, una vez y otra, no me limpia el espíritu, no me sosiega el alma, no calma mi mente.
Mi mente.
Ahí estamos ambas, mirándonos de lejos, retándonos.
Quiero acercarme a tí para consolarte, pero no me dejas. No me dejo.
FÉLIX G LONDOÑO
El Cartero, nuestro cartero, murió en su ley. Se fue a la tumba intentando dar solución a lo que para él había sido un problema durante todos los años en que desempeñó su oficio entregando y recogiendo las cartas y los paquetes que distribuía y acopiaba a través de la oficina central de los correos. Siempre, al llegar a casa al final de la tarde, luego de cumplir con su cometido, rehacía el grafo de las rutas recorridas a lo largo del día. Reconstruido el mapa de las direcciones y de las distancias entre uno y otro lugar, se preguntaba cuál habría sido la ruta más corta posible para cumplir con su cometido de entregas y recolecciones en cada una de las direcciones, sin pasar más de una vez por el mismo sitio y regresando lo más pronto posible a la oficina central antes de dirigirse a su hogar. Murió en su ley intentando darle solución al problema, pues temía que al fallecer, en razón a unos cuantos pecadillos cometidos con algunas damas en sus recorridos itinerantes, sería condenado a varios años de penitencia como Cartero Titular en el Purgatorio Celestial.
JUAN PEÑA
El cartero desaparecido
Soy un hombre normal, común, de los que cuando ven una buena potra, se gira para mirarle la trasera. Pero nunca, aunque se lo merezca, la obsequio con un requiebro.
Si veo que va cargada con bolsas del súper, que quiere decir que va para casa, la sigo, aunque tenga que desviarme o dar rodeo. Cuando veo que entra en el portal, paso de largo, apunto la dirección mentalmente y vuelvo al rato. Me entretengo mirando el nombre de los buzones, les pongo cara, curvas y contoneo, y escribo en la libreta el que me parece más apropiado. No acostumbro a fallar.
Al acabar mi jornada, vuelvo a casa. Cojo una cerveza de la nevera y la abro en el sofá. Enciendo la tele, pero no la miro, ni escucho lo que dicen, total, son las mismas idioteces de siempre. Saco mi libreta y leo las direcciones apuntadas. Me levanto con esfuerzo y soltando un bufido. Voy a buscar papel y la pluma. Si tengo algo, me meto una raya o me lio un porro. Escribo una carta de amor verdadero y apasionado.
Doblo el pliego con cuidado, lo meto en un sobre y lo cierro. Escribo la dirección con letra esmerada y sin borrones, lamo el sello y lo pego. Ceno poco, apenas una fruta. Me masturbo, me ducho, me voy a dormir.
Me levanto temprano, llevo la carta conmigo y la pongo con las que tengo que repartir. La dejo para el final, así, saboreo la excitación y el miedo adolescente que siento por declarar mi amor. Llego al portal. Temblándome la mano, introduzco la carta en el buzón. Sonrió de puro nervio. Trago saliva y me voy.
Por la noche le escribiré otra y pasado mañana, me entretendré cerca del súper, para volverla a ver. Quizá, le hable justo antes de que entre en su edificio. Le preguntaré si conoce a Fulano de Tal, que es vecino suyo.
Me sonreirá. «¿Fulano de Tal?», preguntará y mirará hacia arriba, mordiéndose el labio inferior, pensando. Entraré al portal y cerraré la puerta. Ella estará tranquila. Nadie desconfía de un cartero.
Le preguntaré si ha recibido las cartas, pero no hará falta que responda, lo sabré por sus ojos. Me acercaré para demostrarle mi amor, con abrazos y besos. Entraremos en el ascensor, subiremos a su piso, retozaremos por el suelo, fornicaremos hasta estar saciados.
Cuando acabemos, pobrecilla, era tan guapa, tenía una voz tan dulce, pero ya no podrá decir nada y yo desapareceré.
ARCADIO MALLO
De buena mañana
Se despertó sobresaltada. Alguien golpeaba la puerta con insistencia. Miró el reloj despertador, que brillaba en la oscuridad.
— ¡Maldita sea! — Se quejó — Solo son las ocho y media. ¿Quién diablos llama a la puerta a estas horas?
Los golpes continuaban. Quien quiera que fuese era insistente y tenía prisa. No cabía otra explicación. Se levantó mal humorada. En el pasillo se dio cuenta de que no se había calzado. Volvió a la habitación, mientras los golpes continuaban, y buscó en la oscuridad aquellas zapatillas de leopardo tan calentitas como desgastadas, que la acompañaban cada noche a la cama.
Bajando las escaleras y ante los constantes golpes, no pudo evitar gritar:
— ¡Ya voy! — Más golpes. — ¡Que ya voy, joder! — Se detuvo —¡Mierda! La bata.
Subió de nuevo las escaleras, de dos en dos, y rebuscó en el perchero de detrás de la puerta hasta encontrar aquella bata morada, jubilada, que solo usaba en las ocasiones, que no eran muchas.
Volvió a bajar las escaleras y abrió la puerta justo antes de que volvieran a golpearla con ímpetu. Tal fue así que casi apaña un puñetazo en medio y medio dela cara. Frente suya, un señor con una gorra azul marino, cubriendo un pelo canoso. Una cara de malaleche que ni acabaran de despertarlo a golpes de puerta a las ocho de la mañana. Chaleco, a juego con la gorra, que cubría una camiseta amarilla, arrugado por el cinto de la mochila que llevaba puesta en bandolera.
— Tiene usted una carta certificada — le dijo en tono desairado y notoriamente molesto.
— ¿Tan urgente es para armar este espolio a estas horas? — Le recriminó al tiempo que le extendía la firma.
— Usted sabrá. ¡Aún por encima que le hago un favor! Le he dejado aviso la semana pasada, pero se ve que no lo ha recibido — le dijo con tono de recriminatorio, mientras recogía la PDA y le entregaba la carta.
Fuera como fuera, buenas noticias no podían ser. La carta certificada era de Hacienda y ya la recibía con una semana de retraso. Se dispuso a abrirla a prisa, sin siquiera cerrar la puerta.
— ¿Qué mierda querrán estos ahora? — Murmuró
— Sea lo que sea, — le dijo el cartero — tómeselo con calma, hoy no va a solucionarlo. Ellos son más lentos que usted abriendo la puerta. Tenga buen día — dijo mientras se daba la vuelta y volvía a la calle, dejándola allí de pie, con zapatillas de leopardo, bata morada y pelo alborotado, absorta en la lectura de la carta.
ANA DEL ÁLAMO
CARTAS DE IDA Y VUELTA
La garita de la portería centellea una luz tenue; proviene de la única bombilla que alumbra la estancia. María recoge los restos de la cena de fiambrera que ella y su marido acaban de terminar.
Estoy subiendo por la escalera. Es tarde y evito el saludo para no postergar mi llegada. En casa son muy estrictos sobre la hora de hacerlo.
Ella me ve a pesar de la escasa luz, y me invita a entrar _ recuerda que tienes que escribirme la carta, como todos los meses, o mi familia se preocupará.
_Claro Sra María. Le contesto yo.
Subo avisar a mis padres y después de cenar bajo sin demora.
Dos escalones dan entrada a la estancia. Es tan pequeña que a veces cuesta respirar. Huele a una mezcla enrarecida entre el vino del Antonio y los restos de comida. El techo bajo y descascarillado. Una máquina de coser Singer viste el único rincón que existe. Nunca suelo entrar en la cocina, en el baño menos, solo logro verla desde fuera, siempre en penumbra, callada y vieja.
Me apoyo en el descansillo, y sobre una mesilla que sirve para todo comienzo a escribir al dictado:
Queridos padres. Espero se encuentren bien. Nosotros muy bien G. a D.
La niña sigue en la escuela aprendiendo a leer y a escribir y en breve podrá hacerlo ella de su puño y letra ( esto último, de mí cosecha).
El chico pronto terminará el grado y se pondrá a trabajar para ayudarnos, que falta nos hace.
Los chorizos y todo lo que nos enviaron estaba riquísimo. Nos acordamos mucho de vds. y del pueblo. Pronto iremos para allá. Ya tenemos ganas de verlos…
Y así proseguía hasta el final de la carta, donde yo les hacía firmar, que a eso sí les enseñé.
La niña se casó antes de acabar la escuela y la Sra. María se convirtió en una abuela joven, pero rancia como su pequeña garita. Las cartas seguí escribiéndolas yo.
El chico pasó por varios reformatorios y no sé si llegó a graduarse. Falleció muy joven y nunca pudo llevar nada a casa que no fueran disgustos.
Ellos nunca volvieron al pueblo. La pena y la vergüenza les quitaron las ganas.
GUILLERMO ARQUILLOS
EL MISTERIO DE «MUSA»
—¿Conoce usted la acusación que se ha formulado en este tribunal en contra de su marido?
El juez la observó y ella asintió con la cabeza. Temblaba ligeramente y se le escaparon dos lágrimas. Se ajustó la falda mientras el aroma de su colonia llegaba al público presente, que comentaba que así olía a veces el cartero.
La mujer se sonó la nariz.
—Mi marido estaba haciendo cosas raras los últimos meses —dijo.
—¿Cosas raras? ¿Qué tipo de cosas raras? —preguntó el fiscal.
Se volvió a estirar la falda:
—Mi marido solo entraba en Internet por trabajo: ni Facebook, ni chats, ni nada de nada… pero un día, hará cosa de un par de meses, empezó a engancharse y me contó que se pasaba el día hablando con carteros de toda España.
—¿Hablaron de asesinar a alguien? —preguntó.
—Él nunca me mencionó nada de eso. Solo me dijo que el envío anual sería un éxito, con todos los carteros colaborando para que los paquetes llegaran a tiempo —dijo ella.
Un fuerte suspiro resonó en la sala y atrajo todas las miradas. El juez mostró desaprobación con un gesto y carraspeó.
—Por favor, continúe, señora —dijo el fiscal.
—Mi marido no es malo. Simplemente, creo que ha perdido la cabeza. Siempre quiso escribir y tiene libretas y libretas llenas de relatos…
—…relatos sobre crímenes, supongo… —interrumpió el fiscal.
—No lo sé, la verdad. Tiene mucha imaginación, pero a mí no me interesan sus historias. Nunca las leo ni dejo que me lea ninguna.
El fiscal tomó un libro en sus manos, lo levantó y lo enseñó a toda la sala:
—Seguro que eran relatos sobre crímenes. Solo una mente tan enferma como la de su marido ha podido hacer semejante matanza.
Varios asistentes se movieron en sus asientos, alguno estornudó. Dos señoras se abrazaron y empezaron a llorar. Por la calle pasó una sirena con un sonido estridente que invadió la sala.
El libro que el fiscal enseñó se titulaba “musa”.
—¿Lo ve? Casi todos los autores de este libro han sido asesinados. Esto ha sido una orgía de sangre. A los que han escrito poesía los ha asfixiado en la sala del banquete donde los reunió. A los que eran de la provincia de Jaén, los han encontrado ahogados en aceite de oliva; a los de Sevilla, envenenados con rebujito; el cuerpo de un tal Alfonso, manchego, ha aparecido atravesado por una lanza, como la del Quijote; a los vascos, envenenados con marmitako; a los catalanes, con calçots; a los gallegos con pulpo y mejillones… ¿hace falta que siga?
La mujer movió la cabeza de un lado a otro. La agachó y la escondió entre sus manos. Empezó a sollozar, casi toda la sala estaba ahora suspirando. Hasta uno de los bedeles estaba llorando.
—Parece que los únicos que se han salvado han sido los autores de América —dijo el fiscal.
Ahora hablaba a voces.
—A mi marido le cancelaron las tarjetas de crédito. Aunque tenemos ahorros, el sueldo de un cartero no es suficiente para pagar los billetes de avión de tantos escritores que quería que viniesen desde América. Por eso han salvado la vida.
—Una suerte, sí. Una suerte… —dijo el juez.
El juez movía la cabeza de un lado a otro. Chasqueaba con la boca o apretaba los labios. De vez en cuando golpeaba la mesa como si le temblara la mano.
—¿Y la responsable de esa publicación? —dijo—. ¿No ha aparecido la responsable de esa maldita publicación?
Nadie contestó al juez y este empezó a sudar.
—Mi marido es un envidioso, un enfermo de resentimiento. Siempre ha querido publicar relatos, pero nunca lo ha conseguido —dijo la mujer—. Además, tampoco ha querido mandar a ningún sitio lo que escribe… Yo creo que por eso ha organizado esta matanza.
—¿Es que nadie me va a decir lo que ha pasado con la responsable de ese libro? —interrumpió el juez.
Hubo un largo silencio. Se oyó otra sirena.
—La responsable estaba invitada a venir desde Extremadura. Ha desaparecido, señor —dijo el fiscal—. Han intentado ponerse en contacto con ella, pero no ha sido posible.
—Entonces —dijo el juez—, tenemos que suponer que también ha sido asesinada.
—Peor aún, señor —dijo el fiscal—. La responsable de todo esto venía desde Extremadura… en tren.
—¡Madre mía! —. El juez escondió la cara entre sus manos. —¿A quién se le ocurre? ¡Venir en tren desde Extremadura!
—A mi marido, señor —dijo la mujer—. Ya ve: se ha vuelto loco, es un sádico. Le pagó el billete de tren para que viniera desde allí.
—Pobre mujer —dijo el juez—. Venir en tren desde Extremadura es asegurarse un final lento y doloroso…
La sala quedó entonces en absoluto silencio.
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NUMIRALDA DEL VALLE
EL CARTERO
En aquel desolado lugar, casi aislado de la civilización, vivía Don Vicente. La naturaleza le compensaba con la frescura de los bosques, el trinar de los pájaros, bonitos atardeceres. Jubilado y solo prefería un estilo de vida sosegado. Las plantas, dos cabras y los cálidos recuerdos de su amada, eran fieles acompañantes del día a día.
Julián, su único hijo, lo visitaba con frecuencia, siempre, muy compenetrados disfrutaban cada momento juntos. Verlo llegar era la mayor ilusión. Hoy estaba allí con él, pero hoy no estaba feliz. Julián vino a despedirse. Como a otros tantos, la ruda situación económica del país lo impulsó a tomar la decisión de emigrar.
-¿Ya te vas hijo?, preguntó el padre con voz apagada, al levantarse de la silla.
-Tú tranquilo viejo, regresaré, te lo prometo.
-Yo lo sé – le respondió apesadumbrado.
Con un abrazo y la bendición despidió al hijo amado.
-Por favor, no te olvides de escribirme, fueron sus últimas palabras mientras lo veía alejarse.
Desde ese mismo instante Don Vicente empezó a contar los días para recibir la primera carta. Era la única forma de tener noticias. Estaba claro que el cartero no la llevaría hasta allí, pero él iría al correo del cercano pueblo a recogerla.
En la vieja furgoneta iba todas las semanas, luego cada mes, el corazón palpitante de emoción. La respuesta siempre igual: no hay carta para usted.
Al cartero con quien se cruzaba, una que otra vez, un día le preguntó cuánto tardaría una carta desde el lejano lugar dónde su hijo estaba. Muy amable le respondió que posiblemente muy pronto llegaba. Suelen haber retrasos por diferentes circunstancias, explicó.
Tal vez fue una mentira piadosa para este hombre mayor porque el tiempo implacable corría y Don Vicente, esperando continuaba.
LETICIA R MENA
Correspondencia
El reflejo en la cucharilla me devuelve mi propio rostro. Esta y aquella arruga delatan mi edad.
Escudriño la calle por una rendija, hecha con los dedos artirticos, en las cortinas.
El reloj da las cinco, mi té se enfría al punto de ser bebible sobre la mesita, las pastas de compañía estan en su platillo, la calle está vacía.
Las cinco y un minuto. El cartero hoy se retrasa, y eso que acostumbra a ser puntual como la hora del té inglés, literalmente. Muy british este cartero, y eso que es de Soria.
Las cinco y dos, una chica con dos perritos, canijos, ruidosos y desgreñados, cruza la calle de punta a punta. Seguro va al parque de aquí al lado.
Las cinco y tres, y por fin el cartero aparece. Buzonea el correo ajeno a mí, va avanzando casa a casa, hasta llegar a la mía.
Cruza el sendero custodiado lado a lado por mis preciosos setos con forma de olas marinas y desliza mi correo dentro del buzón, réplica en miniatura de la casa.
Espero, impaciente, que sus pasos dejen de oírse.
Espero un poco más, espiandolo hasta verlo doblar la esquina.
Entonces sí, salgo, abro el buzón con dedos temblorosos y allí está.
Vuelvo dentro con mi pequeño tesoro.
Me acomodo en el sillón, con el té y las pastas a mi alcance, y abro con el abrecartas de plata, herencia de mi abuela materna, el sobre. De un tajo limpio, el papel hace ese sonido delicioso que precede al placer.
Mis viejos dedos se vuelven de veiteañera al sacar el puñado de páginas manuscritas, letra cursiva y tinta negra.
Y empiezo a leer, continuando la historia en el mismo punto álgido donde mi escritor misterioso me dejó sin respiración el día anterior.
CARMEN ÚBEDA FERRER
Eusebio
_____________________
Allá en la aldea de Algarada,
situada entre dos sierras,
Eusebio el cartero
era un hombre imprescindible,
un hombre de una sola pieza.
No se le concebía
sin su gorra gris ladeada,
su cartera ya marchita
(¡treinta años trajinada!)
cruzando su correaje,
al estilo bandolera,
sobre su pecho y espalda.
Su silbido mañanero
gorjeo in crescendo de ruiseñor,
hiciese frío o calor…
y, en contraste a los trinos,
cuando entregaba las cartas,
grave y cascada sonaba su voz.
Su trabajo le gustaba.
Solo le entristecía
si malas noticias portaba.
Su pueblo era su vida
y sus gentes eran
su tronco y sus ramas.
En la ermita de Santa María,
don Justo el párroco,
así lo recordaba al cartero
en la homilía,
en la misa de difunto
que, por Eusebio se celebraba.
Allí se juntó todo el pueblo.
Fue muy triste la despedida,
compungida, lluviosa y malhadada
mas, entre las sierras
donde está situada
la aldea de Algarada
se escuchó con nitidez
el trino y el gorjeo in crescendo
del ruiseñor de la mañana.
MAITE BILBAO
El sol cae a plomo sobre la pequeña casa de carretera, convirtiéndola en un horno sofocante. El calor es tan intenso que el cartero se ve obligado a buscar refugio bajo la sombra del porche de la entrada. Llama al timbre dos veces, pero nadie responde, aunque sus oídos le confirman que dentro hay voces y risas. Se asoma a través de la ventana de la cocina y ve una escena que lo deja atónito e incapaz de despegarse del cristal.
Cora, con un vestido ligero que resalta sus curvas, se mueve con una gracia felina mientras prepara pan. Sus labios, sensuales y ligeramente entreabiertos, brillan bajo la tenue luz que se filtra por la ventana. Frank, con la mirada clavada en ella, la devora con los ojos, su deseo palpable en cada gesto. La impotencia carcome al cartero por dentro. Se imagina tocándola, besándola, sintiendo su cuerpo contra el suyo. Un nudo se forma en su garganta mientras los ve entregarse a una pasión que él nunca podría experimentar.
En la mesa, un altar blanco de harina, sus cuerpos se unen en un frenesí de besos y caricias, creando una atmósfera de deseo que es imposible de ignorar. El tiempo se diluye en un mar de sensaciones. La realidad se difumina para ellos, pero no para el cartero. Permanece allí, oculto, como un voyeur atormentado por la visión de su felicidad. Al final, exhaustos y saciados, se abrazan unidos por el deseo. En ese instante el cartero se da cuenta de que ya no hay vuelta atrás. Se han unido de una forma que solo la pasión puede lograr. Su amor se transforma en una herida profunda, un amargo sabor que teñirá para siempre la visión del mundo del cartero. Los celos lo devoran, tantos años amándola en secreto. Ahora se siente como un simple testigo silencioso de la tragedia. Abandona el lugar con el peso de lo que ha presenciado sobre sus hombros.
En el Twin Palms, Nick, su marido y dueño del lugar, ignora la tormenta que se cierne sobre su cabeza. Su vida transcurre apacible, sin imaginar que la llegada de ese hombre, un alma en pena buscando trabajo y refugio, ha desencadenado una espiral de pasión y tragedia. El cartero entrega cartas llenas de palabras ardientes que hablan de un amor imposible, de una vida que solo puede existir en las sombras del adulterio. Con cada entrega, siente la tensión crecer en el aire. Los persigue en secreto, escucha como susurran palabras de amor en la oscuridad, y ve como entregan a la pasión sus cuerpos, mientras planean el homicidio que les hará libres. Es como si el destino los hubiera empujado a un camino sin retorno.
Dos veces el cartero ha llamado a la puerta del destino, y en ambas le ha respondido el viento susurrando un secreto que nadie puede escuchar. Si no es suya, de él tampoco será.
ARITZ SANCHO MAURI
Cartita de compañero de clase
Si quieres sexo búscate un orangután. Si quieres que te folle la mente entonces hablamos en el mismo idioma. ¿Qué prefieres? ¿Sentir una distinción entre el sexo puramente físico, o una conexión más profunda y mental? Búscate un encuentro meramente carnal y superficial, mientras hare el amor a tu mente y compartiremos un vínculo más trascendente e íntimo, más allá de la física.
Esta dicotomía que te planteo sobre la que reflexionar puede ser interesante, ya que navegaremos por los diferentes niveles de intimidad y conexión que podemos experimentar. Aunque el deseo físico es natural, cultivo una comprensión y aprecio más profundos por ti y esto nos puede enriquecer de manera inconmensurable.
Es importante tener en cuenta tus necesidades y preferencias, de ti depende buscar principalmente la gratificación física o anhelar una conexión más emocional y espiritual; mas alquímica. En la química encontraras un equilibrio saludable y mutuamente satisfactorio para ambos. En la física aprenderás sobre fricción.
La dualidad entre el deseo carnal y la conexión emocional, pueden ser válidos y enriquecedores, siempre y cuando respetes mis límites y necesidades. La energía entre ambos ni se crea ni se destruye, solo se transforma.
Atte. tu compañero anonimo de física y química.
RAÚL LEIVA
Secretos
Evaristo era el cartero del pueblo. Cada tarde a última hora buscaba en el buzón del correo toda la correspondencia para repartirlas casa por casa a primera hora. Él sostenía que a las noticias había que recibirlas cuanto antes, así que ni bien amanecía comenzaba su periplo por el pueblo con su bicicleta y su bolso de cuero que conservaba los aromas de pueblo de provincia.
Una tarde, casi al final de su recorrido, Evaristo cayó al suelo en el medio de la plaza del pueblo. El calor de febrero y los años vividos le dijeron basta al cansado corazón y así, el cartero se despidió de la vida como si lo hubiese planeado con meticulosa precisión. Su semblante sereno, su mano derecha en el corazón y su bolso ayuno de correspondencias que señalaban la satisfacción del deber cumplido eran señales de haber llegado al final del camino con el alma liviana. Quiso el destino que el final lo encuentre en el lugar que conoció al único amor de su vida que, por esos caprichos de los distraídos flechazos de Cupido, no fue correspondido prodigándole una eterna soledad de largas tardes en silencio.
Pasados los días, los vecinos comenzaron a preocuparse por la modesta casa de Evaristo. No tenía ningún pariente vivo a quién avisarle, tampoco tenía muchas cosas en la casa así que buscaron a su mejor amigo, Blázquez el peluquero para poner en orden lo poco que quedaba y hacer una suerte de pequeño museo en honor a Evaristo y su noble tarea.
Cuando abrieron la casa, una extraña calma invadió a los visitantes, tenía ramitos de lavanda y romero en los rincones para aromatizar el único ambiente que hacía las veces de living, comedor y cocina. En el dormitorio de Evaristo solo encontraron ropa prolijamente doblada, unos pañuelos inmaculados y una caja de herramientas con elementos suficientes para arreglar su gastada bicicleta. Blázquez ordenó todo en cajas y luego de clasificar algunas cosas para donaciones, pasó un trapo húmedo por el piso de la casa. Puesto que no había mucho más por hacer, los demás visitantes fueron a sus casas mientras el peluquero se afanaba por terminar su labor. Estaba en eso cuando encontró una imperceptible puerta en el piso. Al abrirla encontró una escalera que lo llevó a un sótano. Bajó y encendió la luz. Ante sus ojos se desplegó un gran ambiente cuyas paredes estaban empapeladas con viejas hojas escritas, en un rincón había una desvencijada mesa con un montón de papeles amarillos y un sinnúmero de lapiceras gastadas en un frasco de vidrio. Al acercarse a leer esas hojas pegadas en la pared, notó que eran las cartas que Evaristo debía repartir cada día. Se encontró ante sí con un sinfín de malas noticias, notas de despido, acusaciones, alguna que otra amenaza, un par de cartas de desamor, informes médicos de tristes enfermedades incurables, etc. Le costó un rato a Blázquez entender qué era lo que hacía Evaristo cada tarde. Sin dudas abría la correspondencia de sus vecinos y en lugar de malas noticias en forma cruda y directa, les daba un giro que muchas veces mitigaba el dolor de un corazón roto, aliviaba los dolores de un cáncer que avanzaba irremediablemente o transformaba una nota de despido en una carta de recomendación para un puesto mejor en otra empresa. Se esmeraba por copiar la caligrafía y el estilo en forma artesanal lejos de la vista de todos. Sin dudas, y desde las sombras, Evaristo el cartero era quien mantenía la armonía del pueblo, quien hacía que las cosas fuesen más llevaderas de manera anónima, y el peluquero no pudo menos que emocionarse ante semejante trabajo sin más recompensas que ver una sonrisa en aquellos habitantes que visitaba casi a diario.
Blázquez se desplomó en la única silla con lágrimas en los ojos, su mente intentaba imaginar a Evaristo en esa quijotesca tarea de mantener la paz y la alegría cuando sus ojos repararon en una pila de cartas que quedaban en la mesa. En ella se veía un puñado de cartas de amor, una suerte de intercambio que mantenía Evaristo con el único amor de su vida. Ahí ella narraba que se tuvo que casar con su marido al que no amaba en absoluto, por una razón meramente económica y le confesaba que cada día su corazón le pertenecía al humilde cartero. También se agradecían los diarios encuentros furtivos que se prodigaban cada mañana a espaldas del peluquero.
Blázquez sintió una puñalada en el alma. Rompió cada una de las cartas y gritó en silencio su bronca en el aislado lugar. Luego embolsó los secretos de un pueblo y los quemó en un terreno vacío cerca de su casa. Tomó sus cosas y se fue del pueblo sin decirle nada a nadie, ni siquiera a su esposa.
Todo lo demás sigue igual que siempre.
Nunca reemplazaron a Evaristo.
MANUELA CÁMARA
UN SECRETO DE POR VIDA.
El primer lucero de alba, el último que iluminaba el cielo antes de que la luz avanzara, lo acompañaba todos los días en su recorrido por las veredas que encadenaban sus redes campo a través para llegar desde un pueblo hasta el otro. Arrebujado en la pelliza extremeña de su tío recién fallecido, tapándose los oídos, la garganta y la boca también con su bufanda, él sentía que esas prendas no solo le protegían con su calor, también le transmitía su fuerza luchadora, sus ideales claros, el valor de la familia y la fugacidad con la que un hombre puede abandonar este mundo. Conforme avanzaba con un palo en la mano por si tenía que defenderse de alguna alimaña, las hileras de olivos desteñían la oscuridad de la noche, las aceitunas negras que brillaban como ojos parpadeantes bajo la luz de la luna, se dejaban calentar, como él, por los iniciales rayos de sol. Esa prima hora de la mañana era la más fría del día.
Cuando llegaba al río, desataba la talega de tela, sacaba las costillas y las apostaba unas cercanas a la orilla, otras en los troncos de los olivos mientras avanzaba sin apenas detenerse. Alcanzado el pueblo de al lado, recogía el correo de los soldados y regresaba para repartirlo. A sus diez años cargaba en bandolera la valija de cuero duro con misivas llenas de esperanza, la esperanza de que sus receptores pudieran aún contestarlas. Él no discernía entre buenos ni malos, él entendía de supervivencia. En los ocho kilómetros de regreso y alcanzado de nuevo el río, tampoco se entretenía, recogía los animales atrapados en las costillas y los metía en la talega de tela sin miramientos. Esa sería la comida de los cuatro. Luego remontaba el último cerro con el único acompañamiento de su respiración jadeante, el frío enrojeciendo los nudillos de las manos y el canto de algunos pájaros ajenos a la tristeza que estaba asolando el país. Contemplaba el pueblo desde lo alto y se preguntaba, cómo gozando el mundo de tanto espacio libre, los hombres tenían que vivir concentrados en un solo sitio para increparse, imponerse y odiarse, para dominar unos a otros, para no poder escapar ni de los soldados ni del hambre.
Una mañana, alcanzando a su regreso ese mismo cerro, el paredón de la Greda, escuchó múltiples voces amenazantes y otras que suplicaban. Escondido tras unas rocas y acostumbrado a distinguir movimiento entre luces y sombras vio acercarse a seis hombres atados de manos con una misma soga, un solo destino para los seis y a otros tantos soldados. Allí, su tío único hermano de su madre fallecida cuando él tenía tres años, en mangas de camisa. Refrendó su voz desde lejos, reconocería aquella voz protectora entre todas las voces del universo. Luego un estruendo de fuegos artificiales con su rastro de pólvora y muerte, los cuerpos contra la piedra descendiendo al unísono al mundo del silencio y el sonido de las palas que chocaban contra la roca escondida del subsuelo, para hacerlos desaparecer de la faz de la tierra. El asombro en sus huesos pequeños. La inmovilidad por miedo, por sorpresa, por injusticia, por espanto. Allí se convirtió en un hombre a los diez años.
Retrocedió hasta el río y tomó otra vereda con la que alcanzar el pueblo. Le dio a la abuela vieja la talega con las presas. Subió a la habitación de arriba y se puso su pelliza de su tío, todo le quedaba demasiado grande, sobre todo «El Silencio», mientras la abuela vieja llenaba la lata con la comida caliente del día anterior para su hijo y su yerno, desconocedora del mayor secreto de su vida. Después cruzó la plaza del pueblo. En la puerta de la cárcel abrió la valija y le entregó como cada día el correo. Después los soldados le permitían, a través de los barrotes de la ventana de la cárcel, darle la lata a su padre y a su tío. Ese día no mediaron comunicación alguna. El padre lo vio con la pelliza de su cuñado y una lágrima impotente atravesar lento la mejilla. Estaba todo dicho. Cuando la lata estuvo vacía volvió a dirigirse a uno de los soldados pidiendo ver al capitán para pedirle de nuevo que soltaran a su padre.
A los cuatro días, su padre y otros dos excarcelados le acompañaron al amanecer hasta el pueblo de al lado cuando él iba a recoger el correo. La última vez que se abrazaron fue otro de sus recuerdos imborrables. Por dos veces más presenció en el mismo sitio extinguirse de la misma forma la vida. Cuatro meses después de acabada la guerra, el día que amparado en la oscuridad de la noche pintaba con cal viva una cruz sobre una roca en el cerro, recibió la primera carta de su padre desde Francia. Ir cada día a por el correo se convirtió en su mayor secreta alegría.
Fue el cartero del pueblo toda su vida. Durante muchos años sin que nadie lo descubriera pintó aquella cruz conmigo al amanecer cuando el tiempo la desvanecía. Tarde medía vida en comprender lo que hacía. Y ahora que él no está y que yo vivo lejos, y que nadie se imagina, regreso y certifico su gesto, reafirmo con un símbolo las palabras que él nunca pudo pronunciar.
Mi voto va para Raquel López
Mi voto es para :
Sergio Tellez González
Saludos.
Guillermo Arquillos
Maite Bilbao
Mi voto es para:
– Raúl Leiva
– Maite Bilbao
S. Tellez
Valenzuela Jara
Irene Adler
Mi voto es para….
* Pedro López Cruz
* Martu Monforte
Mi voto es para:
Miguel Arquillos
Maite Bilbao.
Mi voto: Benedicto Palacios
Mi voto para David Merlan.
Mi voto para:
Efraín Díaz
Graciela Pellaza
Mi voto para:
Sergio Téllez
Manuela Cámara
Complicado. Mi enhorabuena a todos.
.Martu Monforte, por mostrar como empezó a escribir.
.José Luis Usón,por su distopía real.
. Efraín Díaz, por su relato histórico.
.Sergio Téllez, por su carta secreta.
Uff… Muy difícil, mucha calidad.
–Pellaza
–Del Alamo
–Mauri
–Monforte
Mi voto es para:
Guillermo Arquillos
Juan Peña