Hacienda – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «hacienda». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 11 de abril!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Los tributos de los pobres engalanan a los ricos. El que más gana menos paga, otrora sigue siendo ahora.

Tienes que pagar el diezmo o la inquisición te dará caza. Arderá tu alma en la hoguera, no ha cambiado la ceguera. Era su destino por impía, paga para salvaguardar tu vida.

Los impuestos vienen del verbo imponer, tanto ganas tanto tienes que poner. El que no lo ponga se arriesga a la condena, somos esclavos del dinero, nos tiene cautivos, prisioneros. Rompamos el yugo que nos oprime, las cadenas que nos aprietan, que sea el fuego el que derrita, esta herida que me irrita.

Resumiendo, pagar a la hacienda para que me paguen a mí, pues yo os cobro las gotas de vuestro sudor, soy ecuánime y justo, bastante zorro y astuto, de los impuestos me declaro prostituto.

MARI CRUZ ESTEVAN APARICIO

Retención IRPF. año…

Busqué trabajo día y noche. Mi cabeza no dejaba de dar vueltas pensando como ganar dinero.

Tal obsesión me llevó a verme igual la noria del barrio.

Pasado un tiempo, conseguí ganancias cuantiosas, ahí, ahí, llegaron los impuestos…

Las arcas del estado se llevaban más de la mitad de mi trabajo. Con esas me dije, cierto es que las carreteras no tiene un bache, en las autopistas, los coches vuelan, los hospitales tienen a la Nación»Sana» más mi ceguera monetaria insistía en «eludir aquel pago»

Salí de casa montada en el coche de mil caballos. Era mujer rica rica pero estirada en pagar impuestos

De pronto mi conducir…, no se percató del socavón que había en la vía. Caí de narices o de morro en el hondón. Llegué a las entrañas de la tierra en ese punto los avances del estado por falta de recaudar el I R P F no habían llegado…

BENEDICTO PALACIOS

Llevaba varios días sin subir al árbol del pensar porque un pajarillo empezó a fabricar su nido en las ramas más altas y pensó que se había de tener consideración con todo el mundo cuando se hallaba en plena actividad. Era la época de exámenes y Celia se encerraba en su cuarto a estudiar y solo cuando volvía de sus clases tenía tiempo de contemplar cómo faenaba el pajarillo.

Estaba casi terminado el nido y el pajarillo desapareció. Lo había aborrecido porque su padre, con motosierra en mano, se había dedicado a cortar algunas ramas.

—¿Qué haces Milei con esa motosierra?

—Prepárate. Voy a cortar el árbol.

Se lo explicó. Con la mejor madera del tronco le haría una mesa, la puliría y lacaría, y si le sobraba algo de madera también le haría un mesilla.

—Pero tú no eres carpintero.

—Yo no, sí Ismael. Le venderé el árbol y que fabrique lo que se le ocurra. Él tiene un contacto en Madrid al que le encarga toda clase de utensilios, y la madera de olivo es ideal. Más de 15.000 euros. Dan de sí. A mí me entregan 5.000 y si la venta final les fue sustanciosa un tanto por ciento más.

—Lo declararás. Lo dices tú: Hacienda somos todos.

—Depende. Cuando las ventas fluctúan tanto…

El olivo tenía años e historia. Su abuelo recordaba que el suyo ya lo había visto crecido. Sumando por abajo tendría más de 200 años. Un árbol tan viejo tenía todo el derecho a seguir viviendo.

La historia contaba con menos o Celia solo conocía la suya. Había estudiado a los filósofos antiguos y también a Descartes. El profesor no le dio demasiada importancia. Fue ella la que sentada sobre el árbol del pensar tuvo una revelación: Platón, Aristóteles y la filosofía medieval habían puesto las bases del pensamiento lógico, pero no habían caído en la cuenta de que quien lo hacía posible era el yo que las soportaba. Descartes abrió las puertas al pensar moderno. Si el árbol moría algo muy suyo moriría también.

Bernardo era su amigo. A él se lo contó. El olivo no podía morir aunque a su padre le dieran oro.

—Ningún árbol debía morir de esa manera, porque he leído en un libro esta frase que jamás he olvidado.

«Cuando nosotros llegamos, ellos ya estaban allí.»

Ellos, los árboles, hicieron habitable un mundo que después poblamos los humanos. Hay mundo mientras haya árboles.

—Todo depende ellos, la vida, los proyectos…

—Incluso Hacienda.

B. Palacios (Dedicado, si lo permite, a Dil Darah)

DAVID MERLÁN

EL ASESOR FISCAL

El día amaneció gris. Hacía juego con su personalidad, y sobre todo con su trabajo. Víctor, cómo así le gustaba que le llamasen, era asesor fiscal. Era de rutinas básicas y nada dado a la improvisación. Tras dejar de perder su vista en el infinito a través de la ventana virtual que le simulaba un piso 68, reaccionó y se dirigió a la sala contigua a lo que se podía llamar Cocina y se desvistió.

<<Otro día gris, asúmelo. Hoy tampoco va a cambiar tu «vida»>> pensó mientras dejaba que la unidad de descontaminación terminase su programa de limpieza.

Una vez limpio y aseado en seco, como si se tratase de una vulgar alfombra que llevas a la tintorería, abrió el armario del dormitorio y descolgó un nuevo traje desechable gris color hormigón embolsado en su plástico higienizante.

Diez minutos más tarde salía de su micro apartamento rumbo a la base secundaria de procesamiento de impuestos para comenzar un nuevo, tedioso, y aburrido día de trabajo. El día se presentaba especialmente monótono ya que la gran carga de trabajo sería comprobar declaraciones y documentaciones que les faltaba a los contribuyentes por aportar y que tenían que volver hoy con ellos. Hoy sería el día del «NO»:

«No señora, eso no puede aportarlo para justificar la deducción»; «No señor, eso no es correcto». «No señor, lo siento pero el plazo para eso ha vencido» y un largo etc.

Como cada día, fue andando. Se encontraba cerca, a penas a quince minutos a pie, y aunque el alquiler era por temporadas inasumible, a su casero le compensaba por tener un inquilino del gobierno. De este modo se aseguraba la renta. Eso a Víctor no le importaba demasiado, toda vez que su insulsa vida gris, combinaba perfecto con aquel sucio y por veces, maloliente e inseguro para los humanos, barrio del margen exterior.

<<¡Asco de lluvia, no se ve nada! ¡¡Aaaag, no soporto sentir la lluvia sobre mi!! ¡A ver si arreglan de una vez las unidades de climatización. Esto es insoportable. Sólo con el dinero que recaudo yo, se podrían comprar dos unidades nuevas cada año!>> pensó enojado mientras abría su paraguas automático provisto de luz incorporada a lo largo de su bastón.

Tras recorre la misma ruta de cada dia, dejando atrás los mismos edificios y escaparates, y cruzándose con distinta gente, llegó al edificio del gobierno. Era una unidad de gestión administrativa subsidiaria de nivel 4b del borde exterior, pero aun así ocupaba dos manzanas enteras.

Saludó de forma automática, más por rutina que por convicción a los dos vigilantes del control de accesos, y sin esperar su respuesta, dados sus habituales falta de educación y empatía, se dirigió a los elevadores del sector cuatro «sección pares».

Tras cruzarse ligeros saludos con todo aquel que entraba y salía, se bajó en su piso y se dirigió a su puesto de trabajo en la fila 25 columna 14, no sin antes, de igual modo que en el elevador, ir saludando sin ningunas ganas a todos aquellos con los que se cruzaba.

Cuando estaba llegando a su puesto, las miradas inquisidoras y las risas contenidas comenzaron a crecer en número e intensidad. Víctor no entendía nada y decidió hacer caso omiso y sin por ello, darle vueltas al porqué de aquella reacción del resto de los allí presentes.

En cuanto se sentó en su sitio y activó la pantalla holográfica, lo entendió al instante. Una imagen burlesca ocupaba toda la pantalla. En ella se veía al propio Victor vestido con ropa informal, consistentes en unos vaqueros rotos, una camiseta básicas blanca y unas zapatillas deportivas pasadas de moda. En la camiseta, una frase:

«Hola Soy Vector III pero me gusta que me llamen Víctor. Me creo humano y por eso he decidido borrar las tres rayas horizontales de la «E» de mi nombre».

A pesar de su condición de Cybor humanoide, el gesto de rabia se le pintó en la cara al instante, momento en que el resto de los mal llamados compañeros rompieron a reír y burlarse de él.

Él solo quería ser más humano, y que hay más humano que pagar impuestos y, en su caso, ser el encargado de recaudarlos. Él, en definitiva sólo quería que le llamasen Víctor.

FIN

PAQUITA ESCOBERO

Amabilidad y diligencia.

Entró sin hacer el acto reflejo de encender las luces del edificio. Conocía a la perfección la oficina donde llevaba trabajando más de 28 años. Las ocho escaleras que daban acceso al edificio, inaccesible para los que no caminan erguidos a dos piernas porque el salvaescaleras siempre estaba estropeado. Las puertas correderas que se activan con el movimiento y a ella parece que no la detectaban últimamente, tenía que decirlo a mantenimiento. El control de seguridad de la entrada, girando a la derecha, con el arco de aparente plástico que ya no era de color beige impoluto sino de un color café con mucha leche. La primera planta de la administración del estado de la Hacienda Pública en la que trabajaba, llena de cubículos de los compañeros de atención al contribuyente. La máquina expendedora de números que el vigilante de seguridad había asumido como tarea, tras tanto explicar su funcionamiento, decidió que mejor la explicación se sumaba al acto de sacar el número y se ahorraba una segunda o tercera exposición oral de cómo y porqué.

Cada mesa con un cartel numerado en el techo que guiaba a cada contribuyente hacia donde tenía que ir. La silueta de cada uno de los que pasaban allí cinco días a la semana, ocho horas al día y 12 en campaña de la renta de cada año cambio de un plus en la nómina.

Las escaleras frente a la puerta de entrada, daban acceso a la segunda planta del edificio donde ella tenía su despacho. Sin ascensor. Siempre se sorprendía pensando que ya deberían haberla hecho caso tras tantas peticiones y cambiarlos a un sitio con accesibilidad universal o al menos hacer una obra para poner el elevador.

Cada vez que una persona acudía con movilidad reducida, Juan, el vigilante, avisaba en función de donde quisiera ir, para que en el caso de ser en la segunda planta un compañero bajara y le atendiera en la primera planta. Eso si conseguían que el salva escaleras funcionará y la persona en concreto, no se viera obligada a dejar la dignidad en la puerta para que alguien la cogiera en brazos y subieran la silla o directamente le atendieran en la puerta de entrada del edificio, donde daban explicaciones que deberían ser más personales y privadas.

¡Cómo se nota que a los que deciden estás cosas, no les importa más que cumplamos con nuestro trabajo, hagamos lo que se dice y callemos! Eso, sumado a presiones de investigar exhaustivamente la mayoría de las veces, a las personas que menos tienen, las que lo hacen tan bien que saltan las alarmas y los trabajadores que tienen más de un empleador al año y a los que por ley crujimos a impuestos por haber cobrado una miseria y haber tenido tres trabajos. Como suelen decirnos cuando les hacemos una complementaria:¡Cómo si ellos no quisieran tener un trabajo fijo y ganar más de 21.000 euros al año!

En ese pensamiento estaba cuando se descubrió encima de una enorme mancha en el suelo, de color rojo carmesí.

Levantó la vista y había salpicaduras en las paredes, en la puerta de su despacho que estaba abierta y con una cinta que la cruzaba en diagonal donde se leía » No pasar,policía forense».

Miró a su alrededor, nadie estaba aún en el edificio y ella no recordaba que eso estuviera ahí ayer. ¿Qué demonios había pasado?

Intentó hilar los tiempos vividos en el día anterior para ver si evocaba la respuesta que la memoria no le traía. ¿Cómo podía recordar cada detalle del edificio, a sus compañeros, el trabajo en general y no qué hacia esa mancha en el suelo o la cinta policial?

Las luces se encendieron en el momento en el que buscaba un asiento para intentar pararse a pensar.

Al activarse las luces, comenzó el torbellino de sonidos y pitidos que acompañaban al edificio e indicaban que empezaba la jornada laboral: el aire acondicionado o calefacción que tras esos 28 años, desde que ella llegó era el mismo y ya pedía un cambio urgente. Las impresoras, faxes, ordenadores arrancando y los inequívocos pasos de Juan haciendo la ronda para comprobar que todo estaba en orden antes de abrir las puertas al público.

Juan estaba acostumbrado a verla ya en su despacho al llegar, siempre llegaba media hora antes para estar y saludar a sus compañeros cada día, darles los buenos días y desearles una jornada tranquila. Sabía que no tenía por qué, pero también que ellos lo agradecían.

Sintió los pasos de Juan para subir las escaleras pero eran más lentos de lo habitual. Iba relatando sin dejar de hablar algo que para ella no tenía sentido. ¿Cómo es posible?¿Qué hicimos mal? ¿Porqué? Notó que se paraba en el descansillo entre los dos tramos de ocho peldaños cada uno. Sintió como tomaba aire y sollozar.

No sabía si interrumpirlo y salir a su encuentro, no quería invadir su intimidad, seguro que pensaba que ya estaba en el despacho y no lo escuchaba. Pero si lo hacía, quizá él pudiera explicarle lo que había en la puerta, qué habia sucedido y porqué no la habían llamado para contarle todo.

Cuando se decidió a salir a su encuentro, estaban frente a frente entre el espacio del último escalón y el suelo de la segunda planta, de manera que podían mirarse a los ojos, el era un palmo más alto que ella.

La miró ausente perdido en sus pensamientos, suspiró y dió un paso al frente, ella sorprendida, un paso atrás.

Entonces sintió su dolor intenso e inconsolable, la culpa que le inundaba, la tristeza invadiendo su fuero interno, esa ausencia de refugio interior donde el humano se guarece de la pena. Juan había pasado a través de ella como si fuera bruma. Ambos se quedaron paralizados en los segundos siguientes. Ella le miraba sin comprender, él miraba al vacío abrazándose así mismo.

Miró hacia las escaleras ante el ruido de tacones y nuevos pasos, todos lentos y cansados. Voces que se sumaban al amanecer de la jornada laboral, algunas tan conocidas que podía saber hasta el humor que tenían hoy. Otras cuatro o cinco desconocidas e inquietas que daban instrucciones a los trabajadores sobre no tocar nada e intentar ser lo más precisos posibles en sus recuerdos.

Entonces se descubrió, allí, vacía en el espejo que siempre había pedido que quitarán por qué no tenía sentido un espejo en un pasillo de la delegación de hacienda. Estaba completamente roto, miles de pequeñas esquirlas en el suelo donde no veía su reflejo. Se buscó en los pedazos más grandes, intentando descifrar el verde de sus ojos entre tanta fragilidad y no había nada, no estaba allí pero allí estaba.

A su alrededor comenzaron a pasar personas que ella esquivaba entre la extraña sensación de que no la querían mirar o no la veían. Maletines que se abrían en el suelo, piezas de colores que iban situando en diferentes partes del suelo y de su despacho. Los policías que tomaban declaraciones a sus compañeros. Y la cara de desolación de Rebeca.

Entonces gritó: ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué alguien me diga algo?

Nada cambió y nada paró. El mundo giraba sin darle cuentas de lo que sucedía y la angustia empezó a invadirla aunque descubriéndose en una nueva y extraña sensación, no sentía el palpito de su corazón en la garganta como cuando se ponía nerviosa, ni le faltaba el aire, no sentia su respiración agitada ni sus manos temblar. Solo quería gritar y aunque lo volvió a hacer nadie se giró a mirarla.

Mientras crecía su incredulidad escuchó como Rebeca, la mujer aparentemente más insensible del mundo, lloraba hasta faltarle el oxígeno dando respuestas a las preguntas que le hacían:

—Rebeca, respire hondo y míreme a los ojos, respiremos juntas varias veces. Tranquila, tómese su tiempo, decía una alta mujer policía Nacional que parecía de la científica. No tenemos prisa, necesitamos que nos cuente lo que vió y escuchó, es importante para poder esclarecer los hechos.

— Sí, de acuerdo, perdóneme aún no puedo creerlo, parece mentira. Ayer, como cada mañana, me dijo que tenía que sonreír más, ahora no sé si lo haré algún día. ¿Cómo es posible que pase algo así?

— Entiendo que es muy difícil hablar ahora pero piense en como le gustaría a ella que se hicieran las cosas, dijo la agente.

— Con amabilidad y diligencia, eso decía siempre. Con amabilidad y diligencia Rebeca…, era tan cercana, responsable y atenta. ¿Cómo ha podido pasar? se repetía.

— Eso mismo vamos a intentar aclarar si me ayuda, entre las declaraciones de sus compañeros y la suya, podremos establecer una secuencia de lo que pasó y así ayudar a los que ahora tienen que juzgar lo sucedido.

—De acuerdo, haré todo lo posible. Dijo Rebeca mientras secaba sus lágrimas en un pañuelo que ya no absorbía.

— Bien, le dijo la agente sosteniéndole la mirada, recuerde que podemos descansar cuando quiera, solo tiene que decirlo. Empecemos. ¿Puede decirme que es lo primero que recuerda?

Rebeca se apoya en la mesa, sujetando su cabeza con las manos para no dejarse caer sobre ella.

— Recuerdo el sonido de campana que emite la pantalla que llama al siguiente contribuyente a una mesa y la voz que luego dice la letra y número en alto. ¡E38, E38, mesa 7! Unos pasos fuertes subiendo la escalera, otros de tacón fino tras los primeros. No me dejó explicarme, no me dejó ni preguntar cuando se puso a gritar.

— Un momento Rebeca, dice que subieron dos personas, iban a su mesa entiendo, una de ellas comenzó a hablar sin que usted pudiera preguntar antes qué necesitaban, ¿Es así?

— Sí, el hombre era alto, corpulento y ya estaba enfadado al llegar, continuó la empleada sin dejar de llorar.

— Entonces, la mujer que lo acompañaba ¿Donde estaba?

—Detras de él, con la cabeza agachada sin decir nada, dijo Rebeca. Quería que le explicara porqué hacienda le había puesto una multa por comprar su casa. Intenté pedirle que se sentará, que me diera la carta que le había llegado para que pudiera ver que sucedía. Pero él seguía gritando que era injusto, que lo habían hecho todo bien que si el banco era quién les había impuesto esa gestoría y habían hecho algo mal, la culpa debería ser de ellos. Volví a pedirle la carta, pero solo la agitaba en el aire mientras seguía diciendo que éramos unos abusones, que siempre pagaban los mismos. Entonces la mujer le puso una mano en el brazo y le dijo algo al oído.

—¡Quiero ver al director! me dijo el hombre.

— Directora, contesté.

— Me da igual, mientras no sea usted. Respondió el hombre.

— No me había dado la oportunidad siquiera, lloraba Rebeca. Pensé que sería una persona que nos daría problemas.

— ¿Avisó usted a la seguridad del edificio? Preguntó la agente.

— Sí, le dije al hombre que se calmara o tenía que llamar a seguridad y que claro que avisaría a la directora, pero que estaba allí para ayudarle, recordé las palabras de ella, amabilidad y diligencia. Aún así, llamé y Juan respondió inmediatamente que subía. No dió tiempo a nada, en los pocos minutos que había estado hablando con el hombre no me di cuenta de que la mujer había desaparecido. Entonces al ver a Juan en la escalera con el arma desenfundada gritando ¡Suelta a la directora o disparo! fue cuando vi a Carlota llorando en silencio. La mujer que había estado al lado del hombre la sujetaba por el cuello presionando su garganta con una especie de cuchillo, parecía de plástico duro o porcelana quizá. No era de metal eso seguro.

Rebeca sollozaba mientras la agente le pedia que bebiera un poco de agua y respirara a la vez que le ofrecía un pañuelo para que pudiera continuar.

— El hombre gritó ¿Hija qué haces? ¡deja a la mujer! Hemos venido para hablar.

— ¿Hablar? ¿Acaso ellos han hablado con nosotros antes de multar? Tú nunca solucionas nada, solo gritas y gritas. Dijo la mujer. Y mientras gritas estos nos roban, todos nos roban. Has comprado la casa después de 30 años de alquiler y ahorro, trabajando día y noche en el bar y ahora dicen que hemos engañado en el impuesto ¿Qué impuesto, el que tenía que pagar la agencia? Nosotros les dimos el dinero a la gestoría. El banco dijo que ellos se encargaban de todo y ahora hacienda quiere 3000 euros que no tenemos.

Carlota habló entonces, aunque lloraba no se le notaba en la voz, relataba Rebeca, le pedía que se calmara, que todo tenía solución, pero así no podía ayudarla.

Entonces el caos, Juan gritando que bajara el cuchillo o lo que fuera aquello, el hombre que soltará a la directora, la mujer que acabaría todo allí y yo paralizada sin hacer nada.

— No podía hacer nada, eso tiene que tenerlo claro. En estas situaciones es difícil tomar una decisión acertada, le dijo la agente a Rebeca. Continúe por favor que estamos terminando.

— Todo fue muy rápido, el hombre salió corriendo creo que para detener a su hija, Juan disparó el arma, Carlota cayó sobre el espejo del pasillo, el hombre y la mujer también y entonces, silencio. Juan se acercó a Carlota, un cristal del espejo estaba clavado en su garganta, brotaba la sangre a borbotones, intentó calmarla, gritaba que llamaran a urgencias y a la policía. Pero ya alguien había llamado a la policía y apareció un compañero suyo por las escaleras. El fue quien llamó a urgencias. Juan solo decía perdóname, perdóname.

Mientras el padre y la hija estaban en el suelo en un charco de sangre, el padre abrazado a su hija, un agujero en la espalda del padre e imagino que en la espalda de la hija, aunque a ella solo le veía la cara, ambos parecían muertos. El agente de policía que subió cogió el desfibrilador y pidió ayuda para reanimar a los dos mientras Juan atendía a Carlota. Me levanté y seguí sus indicaciones, un, dos, tres, cuatro…, una mano me sustituyó, no sé cuando no sé cuánto tiempo duró.

Miraba a Carlota de reojo, Juan lloraba. Decía que había sido culpa suya, mientras atendían a Carlota en el suelo el personal de emergencias que ya estaba allí, solo podía pensar en sus palabras de cada día: amabilidad y diligencia. Las últimas que dijo sonriendo fueron: no ha sido culpa tuya.

— Bien Rebeca, lo has hecho muy bien. Ahora intente calmarse, esto no ha terminado y habrá más preguntas, pero lo ha hecho muy bien. Vuelvo enseguida.

¡Entonces eso es lo que pasó! pensaba Carlota mientras buscaba su reflejo en los trozos de cristal del suelo, miraba a su alrededor y veía lo que estaba pasando en ese momento. Vió los ojos de Juan mirando al vacío. Caminó hacia el y le susurró al oído: no fue culpa tuya amigo. No sabía si la escuchaba pero quería que lo supiera.

La luz que iluminaba el pasillo de la segunda planta no venia del techo era atrayente y caminó hacia ella, se sentía extrañamente en paz. Miró hacia atrás y veía sufrimiento, se volvió hacia la luz y sintió paz, decidió caminar y meterse en esa luz brillante mientras pensaba: ¡al final siempre se pagan las deudas, aunque no siempre las pagan los que las generan!

PEDRO PARRINA

IMPUESTOS Y RETÓRICA LITERARIA

Estimado ciudadano. Es leerlo y me echo a temblar “Cuánto me costará en esta ocasión”, me pregunto. Continúa: El periodo voluntario del pago del impuesto – multa es de veinte días naturales, en cuyo caso obtendrá una reducción del 50% “Bravo, me perdonan el otro 50%, qué gran alivio, gracias”. Siempre y cuando renuncie a su derecho a presentar reclamación contra dicho impuesto ”, vaya esto si que no me esperaba.

Es / timado: Calambur.

Impuesto – voluntario: Oxímoron.

Texto: retórica, lírica, farsa, comedia, drama…

Impuesto: de imponer, de forzar, de asustar, de intimidar, de ingresar, de ganar, de vencer, de predominar, de amedrentar…

Imponer: autoridad, cargo, carga, deber, exigencia…, miedo también.

Y así nos amedrentan una y otra vez, nos anulan la crítica, la razón y el derecho a la defensa propia, todo ello gracias al perdón de una parte económica y a la retórica literaria.

ARMANDO BARCELONA

DIEZ MORENITOS – V

El gilipollas de equipamiento se quedó corto con las tallas. Cierto que Azagra se apañaba con una XXL, aunque el pantalón del chándal le apretaba un poco de cintura, pero a Quintanila sus mallas de runnig le producían un incomodísimo efecto torniquete, que no le impidió completar su rutina diaria de cardio trotando por el perímetro que bordeaba los carrizales. El smartwatch marcaba casi diez kilómetros, recorridos a un ritmo medio de quince a la hora; una frecuencia cardíaca normal para el esfuerzo realizado y en los auriculares inalámbricos, el ochentero Bono hacía el ejercicio más llevadero con su With or without your.

Salvó de un brinco, los tres escalones que lo separaban de la entrada a la casona y girándose para quedar de cara a la laguna ―que a esa hora de la mañana, todavía somnolienta, se le erizaban los lomos espejándose de soles―, sin dejar de trotar, alzó los brazos al cielo como Rocky Balboa coronando la escalinata del Museo de Arte de Filadelfia, solo que embutido en una exigua sudadera de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado de España y en versión pacense.

―¡Hum! Me encanta el olor a choto por la mañana ―susurra Conchi al oído del guardia, haciéndole presa en el culo con ambas manos.

Sin darse la vuelta sonríe complacido, mientras su mente recupera imágenes y sensaciones de la noche pasada, que provocan un seísmo en su entrepierna, escandalosamente notorio por culpa de los leggings.

―Conchi, quieta, que nos pueden ver ―se gira para encararla, haciendo un barrido cauteloso con la mirada en todas direcciones.

―Joder, ahora sé por qué os llaman «maderos» ―responde ella sobándole el paquete, con la confianza y naturalidad de quien se pasea por territorio conquistado―. Tira a la ducha, pirata, que apestas a feromonas, se me encharca el entresuelo y no quiero hacer corto de bragas.

El romanticismo no es lo suyo y a Quintanilla le abruma la carga poética que lleva implícito el discurso de la mujer; además le puede la timidez, se siente incómodo con el manoseo y —lleva razón Conchi—, necesita darse una agüilla, así que esboza una sonrisa de circunstancias, frunce los labios en algo parecido a un beso y sale disparado a su habitación.

Mientras esto ocurre, el sargento Azagra, tirando de emergencia policial, le ha requisado el portátil a Antúnez, se ha tomado un ibuprofeno, porque hoy los juanetes lo están matando, y mantiene una reunión de trabajo por ClickMeeting con el comisario Montesinos y el forense, Cantarero, para evaluar el informe de la autopsia realizada al cadáver de don Baltasar.

―La tetrodotoxina, Inocencio, es mil veces más mortífera que el cianuro ―trata el forense de que el sargento se pliegue a la evidencia―, y nuestro marqués llevaba en el cuerpo suficiente como para terminar una guerra.

La pantalla del ordenado está dividida en dos: una la ocupa el comisario y la otra el médico; abajo, a la derecha, en un encuadre minúsculo, Azagra puede reconocerse en la cara de mala leche que le han dejado los daños colaterales de la media botella de Machaquito que se ventiló anoche, además del cabreo que la humedad de la laguna provoca en sus juanetes y la tozudez de los dos colegas, empeñados en complicarle la vida con algo tan indeseable como un asesinato.

―Vale, Cantarero, te lo compro, el capullo se intoxicó, pero, por tus muertos, dime que pudo ser un accidente; algo que comió y estaba pocho; una sobredosis de mandanga rara, que estos aristócratas tienen mucho vicio; hazme caso, Onofre y no me jodas, que ya no estoy yo para estos marrones ―casi lagrimea Azagra intentando agarrarse a un clavo ardiendo, que los otros no parecen dispuestos a facilitarle.

―No es nada personal, sargento, créeme, estamos hablando de una neurotoxina mortal de actuación rápida, que solo se encuentra en unos pocos animales y ninguno vive por aquí. Seguro que te suena el pez globo, los japoneses lo llaman fugu y se pagan dinerales por el bicho ―el wifi era pobre y la imagen del forense quedó congelada en una cómica expresión―, es el más conocido, pero su consumo está prohibido en Europa. Ese veneno no se encuentra en las droguerías, Inocencio, los científicos todavía trabajan en su síntesis, hasta ahora sin resultados. No es fácil de conseguir, alguien ha tenido que moverse por redes muy chungas para lograrlo. Los indicios son demasiado evidentes, lo siento por ti, pero todo apunta a una muerte provocada y no precisamente por accidente.

Entregado a su destino, el sargento Azagra guardó un silencio de rumiante. Por la ventana abierta llegaba el trino de un mirlo solitario y por un momento fantaseó con tener alas, igual que el pajarillo, que le permitieran escapar volando de su destino, pero la voz rasposa del comisario lo trajo nuevamente al mundo real.

―No le des más vueltas, oficialmente ya hemos abierto el sumario y tú estás al frente de la investigación sobre el terreno. Si lo que declaró el gerente es cierto, el asesino todavía está con vosotros. La avería de la barca nos viene bien; con esa excusa podremos mantener a todos confinados en la ínsula unos pocos días más. Estamos trabajando en los perfiles de la gente que tienes allí, te mandaré los informes entre hoy y mañana. Abre bien los ojos, Azagra, y tira de oficio. No me jodas, sargento, ponte las pilas.

La endeblez de la señal hizo que se perdiera la comunicación, pero no era necesario abundar más en el asunto. Apagó el portátil. Un tremendo cansancio se apoderó de él; abatido, inclinó la cabeza hacia delante hasta hundir su barbilla en el pecho, mientras trataba de poner la mente en blanco.

―¿Una mañana dura, sargento? ―Antúnez quería recuperar su despacho. Sonriente, agarrado al pomo de la puerta, reivindicaba el derecho de uso―. Me preguntaba si ya habrían ustedes terminado la reunión; la avería del transbordador me está causando muchos problemas y debo hacer algunas llamadas. ¿Todo va bien?

El despacho del gerente no era muy grande, pero resultaba cómodo y agradable. La mesa, de diseño minimalista, consistía en un tablero laminado con forro de caoba, que descansaba sobre un par de asnillas metálicas; el mobiliario de asiento lo formaba un sillón ergonómico de polipiel y dos confidentes a juego; detrás del conjunto, una estantería con armario bajo de puertas correderas, hacía las veces de archivador. Enfrente quedaba la puerta; en la pared de la izquierda, una ventana, abierta a la laguna, proporcionaba suficiente luz natural y en la de la derecha, una copia de Voodoo dance, de Bigaud ponía en la estancia un toque de frescura naif.

―Está usted en su casa ―admitió Azagra, cediéndole el sillón giratorio―. Me temo que nuestra presencia aquí se va a prolongar durante algún tiempo; según parece, el marqués no abandonó este valle de lágrimas por voluntad propia. Mala cosa para él y para mí. Quizás usted piense que este caso me ofrece una oportunidad para reivindicarme profesionalmente: resolver el asesinato de todo un personaje, alguien con pedigrí y salir en las noticias de la tele, constituye un desafío profesional para cualquiera, al que debería dedicarme en cuerpo y alma. Pero sabe, me paso por el forro, la cultura del esfuerzo y la actitud positiva que propone el liberalismo capitalista como filosofía de vida. Todo es mentira y, según yo lo veo, el subjetivismo ha ganado la batalla del pensamiento. La moral y la verdad están, síquica y materialmente, en manos de lo individual, haciendo imposible una certeza absoluta y ecuménica; además, soy alérgico al aire puro, no me sienta bien la humedad y últimamente también sufro de hemorroides. ¿Entiende usted mi absoluta falta de entusiasmo?

Por toda respuesta, Antúnez sacó de un cajón dos vasos y una botella de Tomatin 36 Y.O.

―Sargento, creo que un trago de buen güisqui no debería estar sujeto a ningún horario ―dijo ofreciendo a Azagra una generosa medida de ese increíble escocés―. Suscribo por completo su discurso y le propongo comenzar el día con una buena dosis de este milagroso anestésico existencial. Los dos lo tenemos complicado, amigo mío: usted carga con el peso de investigar un crimen, mientras que yo he de hacer frente a otro escrutinio aún más implacable: el del fisco. La muerte del señor marqués, Dios lo tenga a su diestra, solo ha supuesto un retraso en la inspección de Hacienda que llevo meses soportando: un calvario, sargento, un calvario.

―¿Tiene problemas fiscales, Antúnez? ¿Ha sido un chico malo? Dicen que mal de muchos es consuelo de tontos, pero alégreme la mañana ―bebió un sorbo de güisqui que le abrasó el esófago―. Lo de ama a tu prójimo como a ti mismo es una estafa, no sale a cuenta, yo prefiero verlo jodido, rebozado en la mugre, hecho un gurruño emocional; llámelo usted la solidaridad del pringado, si le parece, pero a mí me sirve.

Los dos hombres alzaron sus vasos al cielo en un lastimoso brindis, que destilaba cinismo y bilis a partes iguales.

―Hacienda viene del latín, facienda ―respondió el gerente―, es el plural neutro del participio presente de facere y viene a significar «las cosas pendientes de hacer», es como una perpetua maldición divina, el águila que devora el hígado de Prometeo eternamente, no se puede huir de su insaciable voracidad. Cuando caes en sus garras estás jodido, amigo, igual que si te para la guardia civil en carretera: por mucho que tengas todos los papeles en regla se las apañan para endilgarte una multa. No hay nada que hacer ―concluyó con un deje de amargura en la voz.

Azagra se encogió de hombros dando a entender que la pesadumbre del otro le tenía sin cuidado. Vació el vaso de un trago; con un gesto de crispación en la cara, aguantó la embestida del reflujo gástrico y se embauló un puñado de antiácidos a modo de contraataque.

―Cuénteme algo del personal que trabaja con usted ―cambió de tercio sin el menor atisbo de cortesía―, lo sabré cuando reciba los informes, pero en algo tengo que entretenerme, mientras tanto.

El otro asintió sin demasiada convicción.

―En temporada baja solo hay tres contratados, en este caso solo personal de cocina: Mercedes, Sagrario y Teresa. La cocinera es la única fija en la empresa, trabaja con nosotros desde hace cinco años; es viuda, no tiene hijos y en los fogones se desenvuelve con extraordinaria eficiencia, como usted mismo ha podido comprobar; si fuera necesario pondría la mano en el fuego por ella.

Hizo un pequeño alto para tomar un traguito de güisqui, carraspeó aclarándose la garganta y prosiguió.

»De las camareras sé poco, las dos comenzaron a trabajar aquí en primavera. Teresa es la más joven y vive en el pueblo con sus padres, gente normal, de la que nunca se mete en líos. La chica está soltera y desconozco si mantiene algún tipo de relación sentimental. En cuanto se refiere a Sagrario, todavía puedo decirle menos, solo que llegó al pueblo hace muy poco, cuando la contratamos para este trabajo. Está casada y su marido, Genaro, también vino con un empleo en la fábrica de harina. Todos parecen buena gente, sargento, y las chicas cumplen con lo que se esperaba de ellas; de momento no tengo queja al respecto.

Unos golpecitos en la puerta precedieron la entrada del guardia Quintanilla. Había cambiado la ropa deportiva por el uniforme reglamentario y su rojiza pelambrera todavía estaba húmeda por causa de la ducha reciente.

―A sus órdenes, mi sargento, me preguntaba si tendría usted que mandarme hacer alguna diligencia, vigilar a los huéspedes comienza a resultar aburrido y no me vendría mal un poco de acción.

Una sonrisa burlona afloró a los labios de Azagra, que se quedó mirando al guardia con ojos de guasa.

―¿No tuviste suficiente acción anoche, bandido? Los alaridos de la dama hacían suponer que sí. Buen trabajo, agente, seguro que el cuerpo te lo agradecerá, me refiero al de la policía nacional, claro. No sé si dará para una medalla, pero seguro que en el escalafón machirulo vas a ganar unos cuantos puestos en cuanto se conozca tu epopeya.

La cara de Quintanilla se encendió como el culo de una hembra de babuino en plena ovulación, lo que arrancó las carcajadas de los otros dos.

―Anda, siéntate con nosotros y recupera fuerzas, Rambo ―señaló Azagra la otra silla de confidente y el chico obedeció la orden, cabizbajo, en silencio.

»En fin, Antúnez, sigamos con lo nuestro. ¿Qué me dice de los huéspedes? ¿Alguna maldad que yo debería conocer? ¿Un chismorreo? Y no me salga usted con la típica monserga de la confidencialidad que no tengo yo el día para telenovelas y ando más perdido que una almeja en un botijo; deme algo, ¡coño!

Ahora fue el gerente quien, con su lenguaje corporal, dio a entender lo poco que le conmovían las tribulaciones del policía.

Quid pro quo, sargento, debería pagarle con la devaluada moneda de la indiferencia, como hizo usted hace un rato, cuando le conté mis problemas fiscales, pero mi subjetivismo tiene menos mala leche que el suyo; además, para lo que puedo contarle no merece la pena andarse con juegos de salón.

Sacó una cajetilla de tabaco de un bolsillo de la americana y, tras coger un cigarrillo, la ofreció a los policías, que declinaron en silencio la invitación.

»En temporada alta la ocupación es mucho mayor, pero al terminar el verano esto se vacía, por lo que hace ya unos años se nos ocurrió explorar el nicho de mercado que aglutina a los amantes de la caza y organizamos las jornadas de tiro al pato. Aunque al principio tuvieron algo de aceptación, he de confesar que el éxito duró poco; reconozco que existen mejores enclaves para la práctica de este deporte y los cazadores los prefieren. No es casualidad que hoy tengamos ocupadas solo cuatro habitaciones y ninguna escopeta activa.

Un ataque repentino de tos le hizo interrumpir la exposición; aplastó con rabia el mediado cigarrillo en el cenicero y secándose el lagrimeo provocado por el esfuerzo, siguió contando.

»No saben ustedes el bien que les hace no ser esclavos de este asqueroso vicio ―se lamentó―. En definitiva, que no tengo información sobre mis clientes, más allá de sus nombres y lo que haya podido observar en sus hábitos. Las dos damas han venido acompañadas del joven latino; no diré que es algo usual, pero tampoco la primera vez que vemos algo parecido y por la forma relajada de comportarse que tiene el trío, yo diría que se trata de una sugestiva escapada romántica a tres bandas, un menage a trois, vamos, aunque parece que nuestro joven amigo ―señaló sonriendo a Quintanilla―, ha conseguido introducir, con éxito, una variante en el juego.

El guardia se removió, inquieto, en su silla y juntando las manos, imploró clemencia sin abrir la boca.

»En cuanto al cura, que dicho sea de paso, creo yo también estaría encantado de poder introducir algo en ese asunto, solo sé que vino invitado, igual que don Baltasar, el marqués, y que en ambos casos el importe de su estancia nos fue transferido, de forma anónima, desde entidades bancarias distintas. Y hasta aquí llega mi sabiduría.

Dejó de hablar Antúnez y los tres quedaron en silencio, procesando los guardias la información recibida y el gerente a la espera de cómo iban a reaccionar.

―Interesante, el dato que vincula al capellán con el marqués ―reflexionó Azagra en voz alta―. No será complicado tirar de ese hilo para saber quién tuvo interés en hacerlos coincidir en la ínsula y por qué.

Quintanilla asintió, a la vez que llamaba la atención de los otros dos meneando el índice de su mano derecha.

―Tengo una duda, señor Antúnez ―encaró al administrador―. Si no recuerdo mal, usted dijo en su momento, que eran cinco, además de don Baltasar, los huéspedes que se alojaban en la casona cuando ocurrieron los hechos y que todos seguían aquí; sin embargo, hasta hora solo hemos conocido a cuatro: las dos señoras, el venezolano y nuestro capellán. ¿Dónde está la persona que nos falta?

La mirada que dirigió Azagra a su subordinado era de auténtica admiración y se tornó inquisitiva, cuando, sin pronunciar una sola palabra, clavó sus ojos en los de Rogelio Antúnez. Este, por su parte, trató de esquivarla, visiblemente incómodo, y carraspeó un par de veces tratando de ganar tiempo, pero sabía que el razonamiento de Quintanilla era indiscutible y no le quedaba otra salida que desvelar el misterio.

―Señores, créanme, no es lo que parece ―comenzó a explicarse intentando parecer tranquilo―. ¿Saben ustedes algo del fenómeno manga?

Los policías se miraron sorprendidos, pero fue Azagra quien respondió, con otra, la pregunta.

―¿Los tebeos chinos?

Las agujas del reloj de pared habían rebasado con creces el mediodía y una punzada de hambre en el estómago, le recordó a Quintanilla que no había desayunado.

―No son chinos, exactamente ―corrigió Antúnez al sargento―, sino japoneses y es un género muy lucrativo, que genera miles de millones de dólares al año.

―Qué curioso, japonés, como el pez globo. ¿Sabía usted, Antúnez, que ese jodido bicho es el principal productor de tetrodotoxina? ―Azagra sintió que estaba a punto de encontrar el hilo que podía llevarle a desentrañar la madeja―. Pero continúe, no nos deje con la intriga.

Ahora, Antúnez era el desconcertado, porque no entendía a cuento de qué introducía, el sargento, la variable del pez en la ecuación.

―Es hora de comer ―hizo una finta tratando de recuperar su discurso―, ¿les parecería a ustedes oportuno que comamos juntos aquí, en mi despacho? Estaremos más tranquilos y a salvo de indiscreciones.

De manera tácita se estableció la conformidad de los tres; Antúnez descolgó el teléfono y marcó un número de la línea interior.

―Mercedes, por favor, haga usted que nos traigan tres servicios a mi despacho, tengo invitados.

Con un rugido inoportuno, el estómago de Quintanilla se unió al consenso tocando a rancho. Era hora de hacer acopio de glucosa y todo lo demás podía esperar.

MARTU MONFORTE

El estado tiene hambre y sed permanentes, colma sus arcas en abundancia placentera, se jacta de eficiente; recauda a manos llenas.

Y andando, veo el camino sin el asfalto proclamado cien veces, sigue esperando con su arenal caliente de verano.

Y las colas en el hospital porque no hay guardia médica suficiente, porque hay paro, porque no pagan nada y los profesionales prefieren manejar un taxi. Cuidan su dignidad.

Y los faroles rotos y ciegos y las bolsas de basura en espera; los empleados municipales pasan con menos frecuencia, no dan a basto, la ciudad crece, ya no es un pueblo. No alcanza el presupuesto, nunca alcanza.

Y en la sala de primeros auxilios hacen lo que pueden y más. Sin gasas ni alcohol, o con un poco menos cada día.

Y la plaza herrumbrada, el bache de mi esquina va a cumplir un año y se burla del zanjón profundo, porque él se desmoronó un día y ahí quedó,ya va a cumplir diez. Casi un viejo le dice soberbio y se ríe.El zanjón no va a discutir, ese presuntuoso no sabe que envejecerán juntos. Entiende, es joven, tiene esperanza. Él ya no. Él ya sabe. Está pensando eso cuando una moto ronca, frena clavando sus garras, apenas a diez centimetros del bache. El conductor cae, de todos modos, reza maldiciones al aire, jura y perjura que no pagará un peso más al Estado hasta que no arreglen esa esquina rota. La enfermera de la sala llega corriendo con un algodón embebido en las últimas gotas de alcohol. Lo apoya en el raspón de su rodilla, lo calma. Dentro de todo,la sacó barata, dice.

Un perro olfatea la bolsa de basura,que han roto los gatos de la noche. La enfermera recuerda los microbios que ha estudiado y tiene ganas de sumarse al rezo calamitoso del conductor. Pero él ya está de pie. Acomoda su moto, chilla. El bache se hace chiquito de la verguenza, no es tonto, mientras el zanjón enciende la pipa de la paz.

Mientras, cerca, en el Comité barrial, el nuevo candidato aspirante a Consejal se acomoda los bigotes y piensa en su propuesta atractiva: su partido bajará todos los impuestos. Y se cumplirán con las obras pendientes. También se atenderá salud, educación, seguridad. Tiene la boca llena de frases bonitas, esperanzadoras y falsas. Lo dice con ímpetu, con sed de votos nuevos, su vozarrón escapa, a propósito, por las ventanas del Comité , recorre y alborota el barrio. Risotadas de múltiples colores le responden.

Ya entendieron, ya entendimos. Una fila de faroles oxidados, un gato sucio de gérmenes, un bache que va camino a cumplir 5, el zanjón que agoniza de puro anciano, la enfermera que siente verguenza, la guardia sin médico, el médico conduce el taxi y frena porque ahí siguen el bache y el zanjón, la escuela está cerrada porque ha llovido tanto que hace dias se inundó. El camino polvoriento, esta más lejos, no escucha y espera. Por eso espera. Sin embargo hoy lo han engalanado con cintas y un nuevo moño. De otro color, claro. Para variar e ilusionar. Hoy van a cortar la cinta, traen la vieja promesa de cubrirlo de cemento. Al fin. Otra vez, esta vez sí. Ojalá sí y pueda verlo antes de morir dice una abuela. Sino lo verás vos, le explica al nieto las ventajas que tendrá ese camino asfaltado. Tiene los ojos llenos de lágrimas, es la emoción, toda una vida yendo y viniendo por acá, resustiendo.Le explica tal y como lo hiciera su abuela con ella; mira a lo lejos, lo imagina.

Los aplausos explotan, rompen el silencio. Pero…crecen, aturden, hieren. No, no son aplausos. Llegan los municipales, los de AFIP y el barrio demuestra su hartazgo.

Un día correrán, avergonzados sin verguenza, por el arenal caliente del verano. Y verán, tendrán que ver toda su farsa calcinada, ahí, en sus narices. Y ese día parece que llegó. Dicen, quizás una rebelión fiscal. El pueblo sabe. ¿Despertó? Nunca se sabe. Ojalá.

ANGY DEL TORO

SE VENDE ESTA CASA

La inmobiliaria acababa de entregarme las llaves. Aunque no era la primera vez que la visitaba, cada paso dentro de ella reavivaba la ilusión de haber encontrado la casa de mis sueños. Al cruzar el umbral, un presentimiento me envolvió, susurrándome que aquel lugar no estaba vacío. El mobiliario, preservado con esmero, parecía contener ecos de risas y conversaciones pasadas.

Avancé, sintiéndome envuelta en una calidez familiar. Sabía que, en esta casa, la soledad sería una desconocida. En el salón, una canasta de estambres coloridos y agujetas de distintas medidas aguardaba, como si la tejedora hubiera salido apenas un momento antes. Me recosté contra una columna de mármol de Carrara, extraje un pañuelo y sequé las lágrimas que, traicioneras, brotaban sin permiso. Las risas infantiles resonaban en mi memoria, cada vez más cercanas.

Con la mirada perdida en las madejas, seleccioné una hebra de color violeta y la acerqué a mi rostro. Su perfume me envolvió, transportándome al infinito de mis recuerdos. Fue entonces cuando el mensaje se reveló ante mí. Tomé el cartel que había descolgado de la ventana Art Deco, lo leí de nuevo: “Se vende esta casa”.

Mientras lo contemplaba, las voces del pasado cobraron vida, entonando el más dulce de los ruegos: “No lo hagas, no te vayas. Aquí están nuestros sueños, los recuerdos de tu infancia”. Las letras cobrizas parecían vibrar con el lamento de aquellos que ansiaban la compañía de quienes aún moraban entre esas paredes.

Una y otra vez, la voz del recuerdo respondía: “La entregamos a hacienda, ya no la necesitábamos. Pagamos los impuestos, pero nos faltabas tú. Solo deseábamos comprar la ilusión de estar juntos de nuevo, que las ganas de vivir nos regresaran”.

El camino era incierto, lo sabías, pero igual te fuiste. Como ave que abandona su nido, volaste muy lejos. Abrazarte, sentirte cerca y descansar en paz era todo lo que anhelábamos. En esta casa, la esperanza de un mañana mejor se había esfumado. Si algún día regresas, siente que tus padres, aunque en la distancia, aún te esperamos.

EFRAÍN DÍAZ

Puerto Rico no es el paraíso que nos pintaron. En la década del 80 nos promocionaron al mundo como la isla del encanto. Hoy, salvo que seas rico, somo la isla del espanto.

Nos metieron en una burbuja promocional y mientras nos quebraban económicamente, nos convencieron de que todo estaba bien.

Nos dimos cuenta de lo jodido que estábamos cuando mi padre infartó.

Teniendo plan médico, lo llevamos a un hospital privado. Allí, los burócratas de mierda buscaron las letras pequeñas, esas que nadie lee al firmar y nos dijeron que no tenía cubierta para traumas cardiácos. El costo de atenderlo era astronómico. Más de $25,000.00 que por supuesto, no teníamos.

Nos marchamos a un hospital público, de esos que administra el estado. Al llegar, nos dimos cuenta que carecía de medicamentos. Los equipos estaban obsoletos. Apenas habían enfermeras y por supuesto, los cardiólogos estaban en los hospitales privados. Era un hospital del tercer mundo, o del cuarto, si existiera tal categoría. Te condenan a pagar o a morir.

No tuvimos más remedio que regresar al hospital privado. Allí firmamos una nueva “hipoteca” en un burdo intento de salvar al viejo.

Estábamos tan ensimismados en nuestro mundo, que no veíamos los noticieros ni leíamos la prensa. Nos desentendimos de la realidad para vivir en nuestras fantasías.

El hospital público nos trajo de vuelta al mundo real. En la prensa leímos que el sistema de educación pública colapsó. Noventa porciento de nuestros estudiantes fracasaron en las pruebas PISA y en respuesta, el gobierno las eliminó para no mostrar los resultados. El sistema de educación pública carece de de libros, materiales y de planta física adecuada. Encima, los maestros reciben sueldos de hambre. Condenados a la pobreza mientras en los altos mandos se chupan el presupuesto.

Transitar en las carreteras es como transitar en la luna. Cráteres en toda la vía. Es como estar en un video juego donde ganas puntos por esquivar agujeros. Los vehículos no llegan al saldo final.

La policía mal entrenada, mal equipada y mal paga. Al menos, todavía conservan la dignidad y no exigen mordidas. La mayoría tiene trabajos alternos a medio tiempo para sobrevivir.

La única agencia gubernamental eficiente y funcional es Hacienda. Es la única que al parecer hace su trabajo. Cobrar impuestos.

Y nosotros nos preguntamos a donde carajos va nuestro dinero. Va al bolsillo de los políticos.

Al segundo día de internado, mi padre murió. Todavía no lo habían operado. Creo que decidió morir para no dejarnos una nueva “hipoteca” como herencia.

Viva hacienda, vivan los impuestos y vivan nuestros políticos.

SANTIAGO V IBAÑEZ

Andrés, un humilde agricultor, poseía unas pocas tierras, el fruto de éstas le servía para sobrevivir el y su familia a duras penas, y depende de la cosecha ese año lograda. Su mujer y los cinco hijos, ayudaban en las duras labores del campo, hasta la hija más pequeña, que solo contaba con siete años de edad.

Llegó la hora de cargar el carro con los sacos de productos otorgados por la tierra, con el sudor de su frente, para cumplir como cada año con las obligaciones de todo buen vasallo hacia su feudo.

Eran tiempos difíciles, corría el año del señor de 1398.

Una vez cargado el carro, Andrés y su hijo mayor Lucas, se dirigieron a las puertas del castillo señorial de su feudo, una vez llegados a tal lugar, el comendador del castillo tomó nota de los sacos de productos varios que ese año era menester donar como buen vasallo a su señor.

Tiempo después retomaron el camino, para dirigirse pocas leguas más allá, al puesto de vigilancia, donde apostaban las tropas del reino, a las que su señor debía obediencia. Cumplieron nuevamente y como era menester, con sus obligaciones hacia el representante del soberano real, donando los sacos de productos varios de ese año.

Tiempo después, y con el carro cargado ya con solo un tercio de productos, tomaron rumbo al monasterio, situado a varias leguas, para como era menester de todo buen creyente, cumplir con sus obligaciones hacia la santa iglesia.

El Abad del monasterio, recibió el diezmo correspondiente a la cosecha de ese año.

Al atardecer, de regreso a su casa, Lucas, volvió la cabeza hacia el vacío carro, suspirando tristemente.

-Padre… ¡No es justo, casi no nos queda para comer!

Andrés, le miró con triste semblante, asintiendo a las palabras pronunciadas por su querido hijo.

-No…. ¡No es justo, hijo!… Rogemos a Dios que algún día cambie esta situación.

Año 2024.

«Hacienda somos todos», dice el gobierno, axfisiandonos a impuestos.

FIN

FRAN KMIL

El sueño se hizo realidad: le había jurado a mi madre sacarla de la pobreza y venía de regreso de haberle comprado una casa en las afueras de la ciudad, pegada al mar, como siempre soñó, no sé para qué porque ni nadar sabía. Pero las promesas se cumplen.

Entré al ministerio de hacienda. Todos me saludaban por cortesía, y con un poco de miedo; en el fondo sabía lo que pensaban de mí: corrupto, ladrón e ineficiente. No me importaba, yo era el ministro de hacienda y ganaba lo suficiente…aunque con el nuevo salario, también habían aumentado los gastos.

—La inflación ha subido y los salarios no alcanzan — comenté al alcalde cuando nos encontramos en mi oficina. Me había llamado por teléfono para hablar de un asunto importante — Me refería a nosotros, los del gobierno —agregué porque el alcalde me miró con sonrisa burlona.

—De eso quería hablarte —Me informó.

—¿De la inflación?

—No, de nuestros salarios. Tenemos que reunirnos para aumentarlo. Tú sabes para eso.

—El presupuesto..

— Aumentemos los impuestos —me interrumpió evitando el cansino discurso.

Callé.Él era más viejo que yo y llevaba más tiempo en la política.

Honor a quien honor merece.

EDUARDO VALENZUELA JARA

Los perros ladraron, era señal de que alguien se aproximaba a la humilde hacienda de Juan en Écija, Sevilla, cuando corría el mes de octubre de 1597.

Apenas amanecía y la fría bruma que humedecía los campos borroneaba el paisaje, transformándolo en una mancha imprecisa, poblada de azulosas siluetas espectrales. Juan ―que en ese momento alimentaba a los gansos― intentó ver si alguien se divisaba en el camino. Sabía que de un momento a otro debía llegar don Miguel, aunque no solía aparecer tan temprano. De todas formas llamó a su hija.

―¡Aldonza! ¡A ver si calentais unos torreznos, que parece que ya nos tocó la visita!

Una sombra de tristeza apagó el semblante de la moza, pues bien sabía lo que significaba “una visita” de don Miguel; pero no podía contradecir a su padre. Desde que Juan enviudó el día a día se había hecho más dura para ella y sus cuatro hermanos. Ella, que apenas rozaba los dieciocho años, se había convertido en la madre de la familia.

Los perros ladraron con más brío cuando en la loma más alta del camino se dejó ver una figura oscura montada a caballo, envuelta en la niebla.

Juan esperaba a don Miguel de Cervantes Saavedra, el recaudador de impuestos atrasados, el servidor de la Hacienda Real de Felipe II. Juan solía estar en mora y al debe con los impuestos, ¡y es que vamos, que no estaba el horno para bollos!.., pero don Miguel era hombre prudente y justo, era alguien con quien se podía llegar a acuerdos; más aún con la debilidad que sentía por los torreznos y, sobre todo, por Aldonza. Así es como el campesino se valía de su hija para sobrellevar la situación.

La figura a caballo se fue acercando al trote. Los cascos se dejaron oir apisonando los guijarros de la huella y los perros se abalanzaron llevados por el instinto de atacar. Un silbido de Juan detuvo a los canes, que volvieron mansos al establo.

Cuando el jinete cruzó la bruma, resultó más alto y delgado que don Miguel, lo que extraño a Juan, pero el emblema que traía bordado en rojo y dorado era el de Felipe II.

―¡Ah, los de la hacienda! ―gritó el jinete, deteniendo su caballo frente al rústico―. ¡Vengo en nombre de la hacienda de su majestad, Felipe segundo!

Se apeó con agilidad prodigiosa y extendió su capote oscuro. Era un hombre imponente, que superaba por lo menos en un “palmo” el “estado” regular. De rostro afilado, mirada intensa y cuidadas barbas.

―Mi nombre es Ruy Pérez de Ávila. Soy el nuevo cobrador de impuestos designado por su majestad, Felipe segundo. Usted debe ser…

―Juan Alonso ―dijo el campesino con un hilo de voz.

―Don Juan, vengo a visitarlo porque usted está en mora con la hacienda de su majestad.

―¿Y don Miguel? ―balbuceó Juan, sintiéndose acorralado.

―Don Miguel de Cervantes se encuentra en la Cárcel Real de Sevilla por la deuda que contrajo con la Corona… Como verá ―agregó con sonrisa sardónica― nadie está libre, todos deben pagar los impuestos.

Las ideas se arremolinaban en la cabeza de Juan, no tenía para pagar toda la deuda y contaba con los favores que Aldonza le daba a don Miguel para suplir la diferencia. ¿Podría ofrecerle la misma moneda de pago a este desconocido servidor de la Hacienda Real?

―Disculpe usted, maese Ruy, diculpe mi falta de educación ―se apresuró Juan―. Le ruego que pase a mi modesta morada para poder atender estos asuntos. ¡Pase pase! ¡Tomad asiento por favor! Le atenderemos como merece… ¡Aldonza, aldonza! ―llamó―. Mi hija le servirá algo… ¿Pero dónde se encontrará esta muchacha que no viene?… Diculpe usted que ya voy a buscarla.

Mientras Ruy Pérez de Ávila quedó solo en la espartana habitación, Juan corrió con Aldonza para darle instrucciones. Debía mostrar todos sus “encantos” para despertar los apetitos de Ruy.

―¡Mostradle todo lo que teneís, mujer! ―le dijo razgándole el escote.

―¡Pero, padre! ―sollozaba Aldonza, cubriendo su denudez.

―¡Es que no comprendeís que si no obtenemos el favor de este caballero nos quedaremos sin nada! ¡Piensa en tu familia!

Aldonza, resignada, secó sus lágrimas, trató de arreglarse lo mejor que pudo y cojió la bandeja de torreznos.

―¡Vamos hija! ―le dijo su padre en tono más tierno― ¡Que ya veréis que este caballero es más joven y guapo que don Miguel!

Juan volvió con Aldonza junto a Ruy Pérez de Ávila.

―¿Le apetecen unos torreznos, maese Ruy? Los hace mi hija Aldonza que es muy virtuosa como ya verá usted.

La moza se cuidó de poner la bandeja justo bajo su escote que, con el desgarro del vestido, lucía extraordinariamente generoso.

―No acostumbro a recibir nada en mis visitas, don Juan ―dijo el recaudador―. Pero habiéndolos preparado una moza con tanta gracia como su hija, no puedo negarme ―y sonrió con gran amabilidad.

Juan sintió una luz de esperanza y observó con atención las miradas de Ruy hacia Aldonza.

―Servidle, servidle hija, a este prudente caballero ―dijo Juan―. Y no le neguéis cuanto te pida, que yo voy en busca de las alforjas con el dinero y puede que me tarde un poco.

El campesino dejó a su hija a merced del servidor de la Hacienda Real y se quedó espiando un momento por la puerta entreabierta. Así observó cómo el recaudador era muy amable y caballeroso, y que poco a poco se iba ganando la confianza de Aldonza. Entonces, Juan partió en busca del poco dinero que tenía para pagar.

Cuando Juan Alonso volvió a la habitación encontró a su hija sentada y llorando. A su lado, de pie, se encontraba Ruy Pérez de Ávila con la mirada más fiera que nunca.

―¡Señor Juan, debo hablar a solas con usted de inmediato!

El campesino, que no comprendía qué estaba ocurriendo, recriminó a su hija:

―¡Aldonza, muchacha necia! ¡¿Qué has hecho para molestar al maese Ruy?!

―¡Su hija no ha hecho nada malo, don Juan! Ella es inocente de todo. Le ruego que hablemos a solas de una vez, usted y yo. ¿Hay algún lugar en esta casa donde podamos estar en privado?

Juan llevó al recaudador hasta su habitación. Cerró la puerta y trató de disculparse, pero antes de poder articular palabra, Ruy lo reprochó.

―Don Juan, usted ha incurrido en un delito grave, gravísimo, y ha utilizado a su hija para ello. ¿Se da cuenta que podría encarcalarlo de por vida?

―Yo, yo no…

―¡Es un deudor de la hacienda y además ha intentado usar a su virginal hija para seducirme! ¡Lo puedo llevar a la horca por esto!

―¡No! ¡Piedad, piedad! ¡Es que no tengo suficiente dinero, maese Ruy! ―dijo Juan, arrojándose de rodillas y llorando―. Piedad, por favor, es que no tengo con qué más pagar…

Ruy Pérez de Ávila se quedó de pie, viéndole fijamente. Juan era pobre y bruto, pero aún no era tan viejo ¿Tendría unos cuarenta años? Su cuerpo rústico era aún firme y recio.

Ruy, aprovechando que Juan estaba de rodillas, puso las manos sobre los hombros del campesino y los acarició diciendo:

―Su vida está en mis manos, Juan… pero yo soy un hombre prudente y justo ―Con delicadeza femenina cogió el rostro de deudor para hacer que lo mirara―. Yo… tengo “otros gustos” ―pronunció las palabras como saboreándose los labios―, y estoy seguro… seguro de que un hombre fuerte y vigoroso como usted, entenderá que podemos llegar a un “arreglo”.

Juan lo miró con horror, porque sabía que no tenía escapatoria.

―¡Vamos, Juan, piense en su familia! Esto no puede ser tan malo ―dijo Ruy Pérez de Ávila, bajándose los pantalones con una gran sonrisa coqueta―. Después de todo, no puede negar que yo soy más joven y guapo que don Miguel.

FIN

JUAN PEÑA

Perdogrillo era un tío cumplimentao, de esos que dices: «Ole tus güevos, capao». Afariche y muerdégamo, un vitolo de armas tomar y candelabro al ajillo. Suésavo hasta los tuétanos, nadie le había explicado que la vida, como la conocemos, es algo más que voltear la carne en el asado, acertar o saber el punto y la sal. Tampoco le importaba, pues le bastaba con llevar el traje alistado, bien planchado y enuesto; con la raya vertical y bien trazada, sin dejar atisbo a dudas de que la personalidad va con el porte.

El bigote aceitado, el pelo a gomina y el diente de oro eran carta de presentación, estoque y puya para damas, damiselas y gomiselas. El sombrero ladeado, envidia de caballeros, espejo de mozalbetes y cambrache de salvos.

Tenía el futuro asegurado por un diezmo de su hacendada abuela, una señora, todo hay que decirlo y claro, más recuétana que los milgos de marzo. Pero vino, ay, a contrarrestarle la suerte, el oscuro estertor de Hacienda, con sus acetaches y sus obitumes indescifrables, con sus formularios y sus números impares, desconcertantes e irracionales.

Unos dijeron que se lo quitaron todo, pero él sonreía, haciendo refulgir el oro de la dentadura, y decía o cantaba, según quién te lo explique, que seguía teniendo aceite y gomina; que nunca había faltado a su venura ni había salao de más el puerco; que la raya seguía tiesa y amuenareda en el pantalón; que ninguna dama ni damisela ni, mucho menos, una gomisela le había dicho que no ni dado largas ni espuejas; que Hacienda se lo podía quedar todo, que a él no le hacía falta, pues era un afariche y un muerdégamo, un vitolo de armas tomar y candelabro al ajillo.

YOMALCKRY OSORIO

Hay quienes se hacen ricos a costa del dinero del pueblo,aquel que con sangre,sudor y lagrimas trabajan sin descansar .

Existen parasitos que derrochan el dinero a granel como si fuera el mismisimo faraom Ramses.

Hasta lo más burdo lo pueden comprar desde un avion hasta un rolex .

No se detienen a pensar que es un dinero ajeno y se debe respetar .

Es dinero del estado para coadyudar con la carga social.

No es para adquirir riquezas ,ni bienes personales ,es un dinero para el bienestar de todos los demas.

Pueden comprar desde un avion hasta casas en la playa … y el ciudadano comun anda a pie.

Son cuatreros de camisa blanca y corbata bien ajustada ,se sienten grande por que les rien y les aplauden .Realizan viajes interminables ,comen en lugares lujosos con chef especiales y¿ quien paga toda esa pendejadas? El trabajador que se levanta de madrugada a echarle todas las ganas.

Van pregonando por el mundo de que no hay pobreza ,y al que tiene dinero de cuna los llaman boliburgueses ,los critican y odian pero esta nueva casta se les llama «los nuevos ricos».

Pues,con los impuestos se han llenado los bolsillos .

Odian al capitalismo ,al consumismo pero no hay mas capitalistas y consumistas que ellos,les gustan las marcas prada ,Tommy Hilfigher ,y moschimo .

Respiran por los serviles impuestos .

Los ministros de hacienda tambien disfrutan de esas mal habidas regalias que el dictador les otorga para seguir siendo complices de tamaña vagabunderia.

¡Paga tus Impuestos!.asi reza el lema con el que asustan e intimidan al bravo pueblo,si no corres el riesgo de ir preso.

Te extirpan un ojo de la cara por las multas que debes cancelar es simplemente un atraco a mano armada y sin la pistola desenfundada.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

MÚLTIPLE

Aquella mañana se levantó temprano. Como cada domingo, el párroco del pueblo se sentía obligado a cumplir fielmente con sus deberes eclesiásticos. Encendió los cirios, consagró el vino, preparó las hostias y lo dejó todo a punto para la misa de las doce. Sin embargo, otro domingo más la afluencia parroquial estuvo floja. Lo tenía asumido desde hacía tiempo. Crisis de fe, seguramente. Aun así, cumplió con su obligación. Acabada la misa, suspiró, se desvistió la sotana y se tomó un café. Solo, como a él le gustaba.

El lunes siguiente, el sargento de la guardia civil también se preparaba su café. Solo, humeante y sin azúcar, como siempre. Por aquellos contornos nunca sucedía nada, así que tampoco esperaba gran cosa. En la localidad, la tasa de delitos había descendido en picado, por motivos de sobra conocidos. No obstante, debía estar vigilante. Con estos asuntos, no se sabe. El enemigo nunca duerme. Apuró el último sorbo, se encasquetó su gorro verde a juego con el uniforme y arrancó el Nissan Patrol para comenzar la ronda.


El martes, un intenso aroma a trigo caliente recién horneado inundaba la panadería. Aunque La clientela había caído, algún vecino del pueblo colindante se acercaba de vez en cuando con la intención de comprar una barra y de camino romper las estadísticas. Orgulloso de una larga tradición de artesano heredada de su padre, el maestro panadero preparaba cada mañana todo tipo de panes, barras y otras delicias, de las cuales, llegada la noche, tenía que reciclar la mayor parte en forma de pan rallado. La crisis de la harina. Desde que las grandes superficies comerciales triunfaban con esas piezas blandas de chicle que apenas duraban un día, ya nadie cruzaba la puerta. Pero el negocio es el negocio.


El miércoles tocaba pleno en el ayuntamiento. Tras apurar su café solo sin azúcar, el alcalde, algo cansado ya del trajín de la semana, se había enfundado su mejor traje para acompañar al discurso que llevaba muy bien preparado, en defensa de los presupuestos municipales. Lo había ensayado durante varias semanas. Sin embargo, la asistencia al pleno fue nula. Tampoco se sorprendió mucho. Una vez más, mientras el eco de su voz rebotaba en las paredes, declamó aquel discurso del que tan orgulloso se sentía. Satisfecho, remató con una amplia sonrisa y se dirigió a la maquinita con la firme intención de prepararse otro café.


Eran los jueves días malos para la tienda de ultramarinos. ¿Y qué día no lo es, con los tiempos que corren? pensó el tendero para sus adentros. Detrás del mostrador, aquel buen señor regentaba un colmado que era la envidia de los alrededores. Cientos de productos de todo tipo poblaban sus estanterías. Era el café, sin embargo, su especialidad. Express, mezcla, torrefacto… el surtido era infinito. Como disponía de tiempo de sobra, empleaba la mayor parte del día en quitar el polvo, calibrar la balanza y comprobar las fechas de caducidad, reponiendo los envases próximos a expirar. Mientras hacía todo esto, saboreaba un café tras otro, solo y sin azúcar, sin parar de silbar la musiquilla de siempre, alegre y pegadiza.


A pesar del día que era, el viernes al mediodía el bar del pueblo parecía un auténtico cementerio. El hombre al otro lado de la barra se echó la servilleta al hombro y aprovechó para servirse un vermut. Sabía que aquello era poco ético, y tenía por seguro que si alguien entraba pondría su profesionalidad en entredicho. Pero aun así prefirió correr el riesgo y se lo vació entero, entre pecho y espalda, saboreándolo a pequeños sorbos mientras veía las noticias en el antiguo y polvoriento Telefunken de los años ochenta. Más tarde, puso en marcha la cafetera y preparó un café solo bien cargado, como a él le gustaba. Humeante y sin azúcar. Todo porque la cafetera no se estropease, que ya se sabe lo que ocurre con las máquinas, cuando sufren de la falta de uso.


El sábado era día de descanso. Matías Peribáñez, vecino de Trasmulas del Palancar se tumbó a lo largo del sofá, después de desayunar un café solo bien cargado, humeante y sin azúcar, como a él le gustaba. Llevaba una vida acelerada, y no solo por su afición al café. Matías ejercía de cura los domingos, de sargento de la guardia civil los lunes, de panadero los martes, de alcalde los miércoles, de tendero los jueves y de camarero los viernes. Cuando se acumulaba la correspondencia, también hacía las veces de cartero. Las labores de sepulturero, sin embargo, no eran necesarias. Hacía años que nadie se moría en el pueblo. Demasiado trabajo para una sola persona, pensó mientras daba un sorbo. Habrá que ir pensando en jubilarse. Pero después lo meditó con más calma. Un pueblo donde solo vivía él no se podía permitir esos lujos. Se levantó, comprobó que la plancha estaba caliente y comenzó los preparativos para la semana que entraba. Tocaba quitar las arrugas a la sotana, al uniforme de guardia civil y al de cartero, al traje de alcalde y a los delantales de panadero, tendero y camarero. Por un momento, en su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción. Matías se sentía orgulloso de haber bajado, él solito, el índice de desempleo de este país. Sin embargo, metido en tanta faena como estaba, tenía la sensación de que algo se le escapaba.


De nuevo llegó el lunes. Pero no fue aquel un lunes cualquiera. A Matías le tocaba reparto. Se le había acumulado el correo. Comprobó la correspondencia almacenada en la saca y tras recorrer cada calle del pueblo, como estaba obligado, finalmente vació todo su contenido en el buzón del único vecino censado en la localidad. Al mediodía, el destinatario regresaba silbando del trabajo. Sin embargo, enmudeció al abrir el buzón. Estupefacto, comprobó como todas las cartas tenían un único remitente: Delegación Provincial de Hacienda. Multas, multas y más multas. Y es que no se puede estar en todo. La panadería llevaba dos años sin hacer la declaración del IVA. La tienda de ultramarinos se había retrasado en el pago del Impuesto de Actividades Empresariales. El señor cura párroco, centrado como estaba en sus temas divinos, no había presentado la declaración de la renta en una buena temporada. Y lo peor de todo, el Ayuntamiento no había recaudado el Impuesto de Bienes Inmuebles, tampoco el Impuesto sobre Vehículos y algunos otros más. En ese instante, sonó el timbre. Miró tembloroso por la mirilla y observó al otro lado a un señor con traje y maletín, bastante feo por cierto, y con cara de pocos amigos. Nada más abrir, le extendió una tarjeta donde destacaban dos palabras: Inspector Fiscal. El resto se lo pueden imaginar. Y es que ya se sabe: Hacienda somos todos. Pero en el caso de Trasmulas de Palancar, uno solo: Matías Peribáñez, pobre e inocente defraudador, adicto a la cafeína y diagnosticado de personalidad múltiple según el informe psiquiátrico.

GRACIELA PELLAZZA

En el viejo escritorio donde mi padre pegaba las monedas antiguas, se sentó mi nostalgia a sacar cuentas.

Fui un malogrado contador.

En los balances borroneados con el grafito de los años puse a veces mentiroso, lo del debe y el haber.

Creo que he pagado cada arancel, sin embargo, en secreto he guardado la fortuna del deseo.

He falseado los impuestos de esas ilusiones que tenían más vuelos de ficción que los personajes de mis cuentos.

Tal vez por eso, no he recibido nada.

En los libros contables no ha llegado ni uno solo de tus besos, ni el abrazo, ni los gestos de tu risa.

He sido un mal negociante.

Para los triunfos hay que jugarse a los dados las ganancias o los quebrantos.

Sin lanzarme, he pagado con el vértigo de los vacíos y en una actitud cobarde preferí el cómodo ambiente donde te espío; allí donde no sé, donde no conoces como te nombra el eco de mi cariño.

Y así será. Insoslayable. Las quiebras tienen eso, aceptar la bancarrota de los destinos.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

En aquel edificio de protección oficial, qué pedía una buena remodelación, vivía Ángel, cuarenta y tantos, separado, con trabajo no reconocido, vamos que no había trabajado nunca.Aquella mañana, lunes.

Todo puede ir a peor. Si.

Recibe Ángel una carta certificada de hacienda.

Qué tiene qué pagar muchos euros, qué no tiene, en impuestos.

Ángel se va al bar, mañana será otro día.

CARMEN ÚBEDA FERRER

Margarita

___________________

Margarita Caminos Rurales

ha decidido ser prestamista,

que va a tener negocios a raudales

con dineros a la vista.

El negocio empezará

vendiendo aquel terrenito,

que no tenía desperdicio,

de la Vega del Segura,

que en su día heredó

del que fuera su tío Benito.

Pingües beneficios obtendrá

con el oficio de avara porque,

para lo que ella quiere ganar,

muchos euros a montones,

no hay ni medida ni vara.

A pequeños intereses

préstamos no dará.

¡Ni pensarlo Margarita!

Hay que ser muy usurera,

con remilgos no te andes

que no ganas una perra.

-Un título me compraré

(va pensando en sus quimeras)

Seré Doña Margarita Caminos y Rurales

y… quién sabe si con el tiempo

pasaré a ser de los Caminos Reales.-

Sin demora se marcha la pueblo

para vender su parcela,

que de impaciencia que tiene

no duerme ninguna noche,

se pasa la noche en vela.

Imagina durante el viaje

que va a ser gran señora .

De Valentino serán sus trajes,

se perfumará con Chanel Nº5,

los bolsitos de Vuitton y

los zapatos de Prada

que fardarán un montón.

Pero ¡Ay! La desdichada

no sabe lo que la espera,

que de la heredad, nada queda.

La Casa Consistorial,

que no perdona ni un céntimo,

por no pagar los impuestos

la ha dejado con lo puesto.

Fin

JOSÉ MARÍA GARCÍA ORELLANA

LA CAMPAŃA DE LA RENTA

Volvíamos a casa después de comer con mi hija Irene. Habíamos celebrado tardíamente el día del padre en un restaurante reformado hace pocos meses. La primavera recién estrenada nos había regalado una tarde que pedía a gritos un paseo. Estiramos la vuelta para retrasar el momento en el que el sol, aún tibio, nos dejara de acariciar. Agradecí que Montaña apreciara también lo agradable de la temperatura. En no pocas ocasiones ella empezaba a tener frío, antes de dejar de tener calor. A pesar del rodeo, se me hizo corto el paseo y terminamos llegando a casa antes de lo que me hubiera gustado. Abriendo la puerta recordé que esa mañana la Agencia Tributaria había puesto los datos fiscales del año anterior a disposición de los sufridos contribuyentes. Así, en su afán por agradar, posibilitaría que feligreses fiscalmente dependientes, fueran haciendo prospecciones sobre el resultado de la ya inminente declaración de la renta.

Aunque me invadía un cierto sopor propio de la hora de la siesta, resistí la tentación y me instalé frente a la pantalla dispuesto a luchar a brazo partido con los rendimientos brutos y los netos, con las retenciones, las deducciones y otros bucólicos conceptos que terminan surtiendo un efecto placebo de la mismísima siesta.

Busqué el borrador que me allanara el camino hasta el inapelable «Impreso 100». Pero, por más vueltas que dí surfeando de pantalla en pantalla, no encontré rastro alguno del enlace que me transportara hasta esa vaselina digital que la Agencia ponía a nuestra disposición desde hacía ya unos cuantos años. Me costó un par de minutos dar el paso y comenzar a rellenar a la antigua todos los datos que el bendito borrador ya te regalaba rellenos. Decidí tomármelo como un anti-age (1), al fin y al cabo, el tedioso rellenar de datos me devolvía a unos cuantos años atrás y eso nunca se debe desaprovechar si no te queda otro remedio.

Manos a la obra y, …, para empezar me sorprendió que, como idioma, viniera seleccionado por defecto el Castellano. Rellené de un tirón y sin errores NIF, Apellidos y nombre y Fecha de nacimiento. Al llegar al Sexo me invadió un sudor frío, pensé que hacienda habría encontrado algún hecho imponible de cintura para abajo y que se disponía a rentabilizarlo (nunca mejor dicho). Falsa alarma, al momento respiré aliviado al comprobar que se refería simplemente al género y que las opciones eran Hombre/Mujer y no SI/NO o una valoración del 0 al 9 como las encuestas de calidad por teléfono. El caso es que me quedé con un regusto amargo por esa escasez espartana del Hombre/Mujer frente al derroche creativo que había proliferado en los últimos años. Decidí, no obstante, marcar Hombre y no meterme en camisas de once varas.

Seguí con Clave de Discapacidad y Comunidad Autónoma y, …, ¡Primera prueba superada! Busqué en la parte inferior de la pantalla el botón [Aceptar], y …..

Una maldita ventana emergente acaparó mi atención en el centro de la pantalla: «Debe seleccionar su Estado Civil a 31-12-2023».

No pude evitar acordarme de los antepasados del ordenador hasta llegar al ábaco chino. Me serené, no sin esfuerzo, y seleccioné [CASADO/A]. Tampoco era para tanto, …, al menos lo de consignarlo en el formulario. ¡Prueba requetesuperada!

Segundo viaje al subsuelo de la página y nuevamente [Aceptar], …

Ahora el sobresalto fue aún mayor. Una nueva ventana emergente llamó mi atención, esta vez con fondo negro y texto blanco. Ocupó el centro de la pantalla mientras que los habituales tonos blancos y azules usados en la web de la Agencia Tributaria, habían sido sustituidos por otros en tonalidades rojas. Inicialmente no presté atención al texto de la ventana, pero el pitido irritante que empezó a sonar hizo que centrara mi atención nuevamente en la ventana. Cuando iba a pulsar el botón [Entendido] leí por fin el texto y un nuevo escalofrío congeló el movimiento de mis manos: «Debe introducir su fecha de fallecimiento en 2023».

Seguí con las manos inmovilizadas durante un buen rato, sin embargo mi mente parecía procesar a toda velocidad. Los mecanismos de defensa empezaron a actuar. Seguro que se trataba de un error informático, me decía a mi mismo para tranquilizarme. Eran los primeros días de la campaña de la renta de este año y los programas informáticos todavía tendrían que ser depurados. Luego, según los usuarios fueran detectando fallos como este, lo irían comunicando y los arreglarían. Con estos razonamientos me fui calmando y repasé paso a paso lo que había hecho delante de la pantalla del ordenador desde que accedí a la página de la Agencia Tributaria. Recordaba perfectamente que me había identificado con el certificado digital de la FNMT que tengo instalado. Por tanto, el sistema sabía que era yo quien estaba accediendo y, por tanto fue a mí a quien le mostró el mensaje. No cabía entonces que el sistema pensara que yo era un usuario anónimo; sabía perfectamente a quien le dirigía el mensaje. Eso me dejaba nuevamente intranquilo. Entonces, parpadeé varias veces con la esperanza de que fuera mi vista la que hubiera captado un mensaje que en realidad no existía. Pero, nada, allí seguía presente en la pantalla reclamándome la fatídica fecha de 2023.

Mi ansiedad volvía a ir en aumento y para evitarlo traté de convencerme de que el fallo podría estar en mi propio ordenador. Siempre había oído a los que saben que conviene apagarlos y encenderlos regularmente, además de por motivos de ahorro energético, para que se pusiera a cero la memoria y no se produjeran errores. Seguro que eso era lo que me estaba ocurriendo a mí. Para entonces mis manos habían recuperado la movilidad, empecé a cerrar ventanas y procedí al apagado del aparato. Cuando la pantalla se quedó negra, me acordé y desconecté el cargador. También me habían dicho que la circuitería electrónica se descargaba y eso me dejaba más tranquilo. Dejé pasar como un minuto y procedí a reconectar el cargador y a pulsar el botón de arranque. El aparato hizo su rutina habitual con normalidad. Cuando acabó ese proceso, busqué el cursor en la pantalla moviendo el ratón y pinché con un doble click sobre el icono del navegador. Todo continuaba tranquilo y no se podía apreciar ningún síntoma de fallo. El navegador me ofreció la ventanita para introducir la búsqueda que deseaba hacer. Comencé escribiendo «a g e n»; inmediatamente el teclado predictivo me ofreció el resto de la búsqueda «Agencia Tributaria». Entré en mi AREA PERSONAL haciendo uso del Certificado Digital y así continué paso a paso hasta llegar de nuevo a la pantalla de hacer la declaración y, por fin, a la de «Datos Identificativos».

De nuevo estaba allí frente a la página maldita. Respiré profundo y comencé a rellenar todos los datos. Esta vez no olvide indicar que mi estado civil a 31-12-2023 era CASADO/A.

Y llegó el momento crítico. Tenía que pulsar sobre el botón [Aceptar]. Tragué saliva, …, y, … allí estaba la ventana emergente con el texto blanco sobre el fondo negro: «Debe introducir su fecha de fallecimiento en 2023».

Esta vez no me quedé paralizado, al contrario, de forma compulsiva pulsé el botón [Entendido] dentro de la ventana para que ésta se ocultara. Introduje una fecha prácticamente al azar que resultó ser el 15-07-2023. Sin pensar en cuales serían las consecuencias, pulsé inmediatamente sobre el botón [Aceptar].

Yo diría que casi antes de que le diera al click del ratón, apareció una ventana, pero no era una ventana convencional, aparecía el Botones Sacarino y el mensaje estaba dentro un bocadillo de esos de las viñetas de los cuentos para niños. El piquito del bocadillo apuntaba a la boca del desastroso y simpático botones que decía:

«Importante, los herederos no podrán utilizar el certificado electrónico ni la Cl@ve PIN de la persona fallecida, ya que ambos quedan inhabilitados con el fallecimiento.»

Ahora sí que ya no entendía nada. Comencé a pellizcarme, pero aparentemente estaba vivo, de hecho, con uno de los pellizcos me hice una marca enrojecida en el antebrazo.

Pero entonces, estaba claro que el sistema creía que yo había muerto. Pero ¿Es esa la fecha de mi muerte? Decidí introducir otra. Esta vez fue el «27-06-2023 [Aceptar]».

Pasaron dos o tres segundos eternos en que no apareció ventana alguna. Empezaba a evaluar la situación, porque no sabía si eso era bueno o malo, cuando por los altavoces inalámbricos del salón oí nítidos los primeros compases y «Yo soy Carmen la de España, cigarrera de Sevilla, ….». Era la inconfundible voz de Carmen Sevilla. Empezaba a volverme loco, volví a mirar a la pantalla y allí estaba la ventana y esta vez el mensaje decía: «¿Quiere probar alguna fecha más?». No entendía nada, pero no pude resistirme e introduje una tercera fecha: «24-05-2023 [Aceptar]».

Tampoco salió la ventana inmediatamente, se oyeron unos ruidos por los altavoces y dirigí mi mirada hacia ellos, pero Carmen Sevilla seguía sonando «… de los pinreles a la peineta, yo le tocaba la pandereta,…», pero inmediatamente después se silenció su voz y un ritmo marcado con golpes de batería inundó a todo volumen el salón e inmediatamente: «I call you when I need you. When my heart’s on fire, …». Estuve a punto de echarme a bailar, pero la angustia por la situación me paralizó. Era la mismísima Tina Turner, giré la vista otra vez a la pantalla y allí estaba ella llenándola con sus movimientos mientras su atronadora voz seguía inundando el salón.

Con ese volumen casi no oigo primero el timbre y luego los gritos de Montaña diciéndome: ¿Abres tú o abro yo? Quise hablar pero no me salió la voz. Montaña entró en el salón y con principio de cabreo me dijo:

«Abro yo. Y vete despertando que cuando te da el arrebato enológico comiendo fuera no hay quien haga vida de tí. Tu llegas y, …, dices que no te echas en siesta, pero coges el ordenador, no te da tiempo ni a sacarlo de su bolsa y te chupas una siesta que no eres persona hasta la hora de cenar.»

Oí a Montaña atender a alguien en la puerta, pero lo que atrajo mi atención fue el ordenador tirado en el suelo metido en su bolsa entreabierta que dejaba ver el cargador a medio sacar. Tina Turner había desaparecido y Montaña volvió al salón con cara de no querer hacer amistad. Como pude le pregunté: ¿Quién era el de la puerta?

Mientras recogía el cargador en la bolsa del ordenador contesto:

«¿Quien era? ¿Quien era? El cartero que te traía una notificación de la Agencia Tributaria. A ver que te quieren ahora. Mira que te tengo dicho que te saques el certificado digital ese. Ya estás llamando por teléfono y pidiendo cita previa que luego se nos pasa el plazo y andamos de cabeza. Ah, y cuando duermas deja ya de tararear eso de ´…, soy la Carmen de España….’ que la pobrecilla Carmen se murió el verano pasado y a ver si te vas a ir tu detrás.»

JMGOL

Dedicado a los que nos dejaron en 2023 y que hicieron por que merezca seguir disfrutándolos en 2024 y sucesivos.

ABBY MARSIE ROGOM

El político bajó las escalinatas con su vaivén de político.

Era una institución respetable el Senado. Estaba el congreso, y las asambleas.

Con su cargo recién estrenado, había caído en la telaraña.

Juró apóstatamente su cargo, como todos.

Subió a su vehículo, pagado por los ciudadanos, y se fue a su casa, bonita y grande, con jardín, pagada por ellos también.

Le pagarían su vida entera.

Ellos trabajarían.

Hoy, como a diario, la reunión que se había celebrado se convirtió en un gallinero. Se lanzaban palabras que disparaban envueltas en saliva y veneno, como siempre. Otros dormían.

¿En qué lugar se tratarían los problemas de su territorio, de su gente?

Puede que a la larga dejara de preguntárselo, quizá era irrelevante.

La justicia era una prostituta ciega, las leyes, el hilo de una madeja enredada para una mayoría, y hecha un perfecto ovillo para los de su clase. Tinta impresa y borrada a conveniencia.

En sus habitaciones privadas se quitó su traje pagado con dinero público y se puso uno más casual y apropiado, pagado del mismo modo. Impuestos, él conocía dos. Los arañados a todos los que no eran políticos como él, o sea, todos, y el proceder que a él le habían impuesto al llegar a la telaraña. La rueda. O consentía, o lo perdía todo.

Y no quería perder el corrupto bienestar que disfrutaba a costa de los demás, precisamente por culpa de ellos.

Se puso su traje nuevo, de diseño casual pero hecho con telas de gran calidad, para visitar su recién adquirida hacienda. Pagada con las mismas monedas. La gente producía mucho dinero.

Se sacudió los melindres de principiante, los conatos de pensamientos éticos, la indigesta sensación de deshonor; y salió, regurgitando incómodo, desechando antiguas convicciones. Se le pasaría. Los ideales, en fin. Utopías.

Había dos haciendas que él conocía también. La suya, qué grande era, la hacienda sobre la que él pisaba, y la otra, aquella que pisaba a las otras personas. Qué curioso.

La política.

¿Dónde estamos?

Puede que en la antigua Roma, puede que en algún país del mundo. En el S.I o en el S. XXI.

ANA DEL ÁLAMO

El día se cuela por la ventana y un amanecer tardío me empuja a levantarme.

Las agujas tientan al viejo reloj de pared buscando su tempo.

Mi tortuga, cansada y vieja, se ha comido la noche y ahora es incapaz de despegar los ojos. La mañana ha llamado a la puerta y nadie le ha abierto.

La cafetera hace rugir sus motores invocando mis sentidos, mientras afuera las calles se visten de un gris tibio perfumando el ambiente.

Por fin las musas se apiadan de mí y me siento a escribir: IMPUESTOS.

Osea, aquello que me imponen a la fuerza, lo que alguien ha pensado que debo hacer por obligación. Me rebelo; será mi naturaleza. Hay algo dentro de mí que me dispone en contra de lo establecido. Un deseo informal de no aceptar todo por el hecho de ser lo correcto.

Recuerdo lo acontecido cuando era una niña en el colegio: debía ir uniformada, guardar la fila, obedecer, no hablar, no fumar, no gritar en el patio, acudir a misa y un largo etc. La de veces que llamaron a mis padres, la de notas escritas en mi agenda, cuánto escuché que de seguir así no llegaría a ninguna parte.

Gracias a que me seguí cuestionando casi todo, he podido llegar tan lejos.

Las horas dibujaron la noche que se cernió sobre un cielo añil desplegando sus alas y un sopor intenso cubrió mi manto despidiendo el día.

En mis sueños alguien reparó en mi escrito aclarando el título: Hacienda (Impuestos).

Así que mañana cuando las musas vuelvan a visitarme, reescribiré el texto.

FÉLIX LONDOÑO G

Mira como nos tienen del cuello los de Hacienda. Hay que verlos con sus sonrisas de maniacos. Es que se las traen los muy canallas. Claro, y cómo se las han ingeniado para controlarlo todo y cobrarlo todo, ya no hay manera de evitarlo. Llegan las cuentas y los muy bandidos no esperan a que les pagues, no más ver las facturas y ya sabes que tienes unas cuantas lanas de menos en tu cuenta del banco. Y si no tienes fondos, pues se las quedas debiendo y se la cobran tan pronto te consignen cualquier dinero en alguna de tus cuentas. Y ahora te cobran impuestos porque sí o porque no. Unos gramos de más que tires al basurero y se te duplican los impuestos. Una mentira o un spam que se te antoje mandar por la cañería de la red y ya te están cobrando cada envío multiplicado por el número de destinatarios. Condenados al ostracismo, eso es lo que es. Ya ni siquiera te puedes exceder un minuto con el tiempo que te han asignado para navegar en la red. Todo te lo cobran. Claro y si no tienes nada que hacer, y como en los viejos tiempos decides darte un paseo, te facturan cada zancada que apures por el boulevard hasta llegar al parque. Y lo mejor que puedes hacer allí es quedarte sentado, inmovil, como si fueras una estatua más, porque ya ni puedes saber si te van a cobrar o no por mirar a los pájaros que revolotean entre los árboles. Claro que eso de los pájaros es un decir porque ya sabes que no hay manera de distinguir cuáles de ellos son reales y cuáles artificiales. Y lo peor, alguno de ellos te está filmando con sus microcámaras y te está midiendo la cantidad de aire del parque que te tragas, porque claro, no te olvides que ya hace rato que pagamos impuestos por respirar. Que envidia la que me da con los zombies esos que pasan desapercibidos sin pagar un puto impuesto. Pero por supuesto, yo ya lo sospechaba, son ellos, los zombies, los que se han apoderado de las oficinas de lo de Hacienda. Ni más faltaba que fueran a pagar impuestos. La tienen bien clara y punto. Ellos cobran y nosotros pagamos. Y lo peor, entiendo que ahora mismo los muy bandidos andan implementando la manera de cobrarnos unas tasas por lo que ellos han dado en llamar derroches de pensamiento. No tengo la más puñetera idea de como contenerme para no ir a verter mi pensamiento en los estercoleros de mi materia gris. Lo que te digo, estoy considerando muy seriamente declararme en estado de apartamiento y tomarme la pastilla que me transforme de manera definitiva en una estatua, ahí en medio del parque de nuestro vecindario. Ya vas viendo como ya casi no queda espacio para los que hemos ido aguantando con los de Hacienda. Y si te resistes más allá de cierto punto, ya sabes que puede que no te quede otra alternativa que declararte en estado de donación para que los de Hacienda se cobren tus saldos en rojos de los bancos subastando tus flemas en los mercados de los zombies.

CÉSAR TORO

«Al volver a Cafarnaún se acercaron a Pedro los que cobran el impuesto para el templo. Le preguntaron: El maestro de ustedes ¿no para impuesto? Pedro respondió: Claro que si. Y se fue a casa.

Cuando entraba se anticipó Jesús y le dijo: Dame tu parecer Simón. ¿Quienes son los que pagan impuestos o tributos a los a los Reyes de la tierra: sus hijos o los que no son de la familia? Pedro contestó. Los que no son de la familia. Y Jesús le dijo: entonces los hijos no pagan. Sin embargo para no escandalizar a esta gente, vete a la playa y echa el anzuelo. Al primer pez que pesques ábrele la boca, y hallarás en ella una moneda de plata. Tómala y paga por mi y por ti.»

En las sagradas escrituras podemos ver varias enseñanzas de Jesús a cerca de cumplir con la ley y pagar los impuestos, desde aquella época ya se tributaba a favor de los reyes, en otro pasaje bíblico podemos leer, ¿como los fariseos? Le tienden una trampa a Jesús preguntándole si es lícito pagar el impuesto al Cesar. A lo que el responde denme una moneda y pregunta ¿de quien es esta imagen? Todos respondieron del Cesar, entonces el Señor le dijo. Pues dar al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Hoy en día creo que no hay ser humano que se libre de pagar tributos al estado, sin embargo muchas veces no lo vemos retribuido de una manera justa.

Decía Ulpiano el gran jurista Romano que:

«La justicia es el perpetuo ánimo y voluntad de darle a cada uno lo suyo“

Nosotros como ciudadanos comunes estamos en la obligación de pagar los tributos al estado como corresponde, pero también debemos exigir que esos tributos sean bien invertidos en favor de los ciudadanos. Asignando los debidos presupuestos para la Salud, educación, infraestructura, y todo lo demás que proporcione un bienestar social a la comunidad. Pero lamentablemente eso no es así vemos con mucha decepción que los recursos en muchos casos son aprovechados por gobiernos corruptos o autoridades que mal manejan estos recursos, para el usufructo de unos pocos, arrastrando a sus naciones a la miseria y la ruina lamentablemente.

LETICIA R MENA

«Hacienda somos todos», o eso decía ese famoso anuncio que a todos nos ha servido para hacer chanza alguna que otra vez.

Por eso me decidí aquel día a presentarme en hacienda, maletín en mano, dispuesto a incorporarme al puesto de trabajo que tuvieran a bien darme.

Todo esto empezó cuando me despidieron de mi trabajo de reponedor en el súper. Por lo visto no era lo suficientemente rápido en reponer los «champuses», paquetes de galletas, papel limpia culos y demás productos de agotamiento rápido.

Así que me vi en casa, sin trabajo y mil y un currículums después, y me vino la idea.

Pensé bien mi plan, desempolvé el traje de los funerales, que de algo me había de servir porque últimamente no le daba por morirse a nadie conocido, y me compré un maletín de segunda mano ( creo que de algún ministro dimitido o reubicado).

Y allí que me presenté, el lunes bien temprano (tanto que fui el primero en llegar que ni al vigilante le había dado por madrugar ese día), y esperé a ser atendido por algún superintendente.

No me atendieron, por lo visto ya no atienden a nadie sin cita previa.

Pero yo insistí. Al tercer día de verme rondando por allí, uno de los funcionarios (creo que por lástima), se acercó a preguntarme. Yo le expliqué la situación, mientras él negaba con la cabeza y sonrisilla en los labios.

No le convencí. Ni siquiera cuando le recordé eso de que «hacienda somos todos», y que yo venía a hacer mi parte del trabajo.

No, no le convencí. Tampoco al vigilante que tan amablemente me acompañó hacia la salida.

Pues al final va a resultar que no, que «hacienda NO somos todos».

Salvo a la hora de pagar impuestos, que entonces bien que les gusta recordarnos la dichosa frasecita.

SHELO SHELO

Yuly

Señora dama, dime que deseas que haga esta noche, mira que hoy trato de disfrutar todo, de la comida, ver varias series de netfix , hbo,habalr con quien mas extraño en este mundo , mi amigo de infancia, ese que nunca de dejo a solas… les prepare una cena muy exquisita a todos. antes de que las luces se apaguen y tenga que acompañarte.

Comprende que tengo muchas personas a mi cargo, no las puedo dejar así de la noche a la mañana, ya se, ya sé que me vas a decir … » te avise hace dos meses atrás» pero no es fácil. A demás estos tres años se me hizo imposible pagar el impuesto de la hacienda, como te imaginas la deuda ha subido de manera descomunal, la vida esta demaciado cara, todo esta muy caro.

Siempre habia sido una persona alegre, comunicativa, acertiva, vivia con una sonrisa en la cara independientemente de las circustacias, pero hace 5 años de manera conciente , pero en realidad estoy luchando con esto desde hace 12 años, nadie sabe que tengo esto, desconocen que no duermo por las noches, todo me duele, no me refiero al cuerpo físico, me duele el alma, hice parte de varias organizaciones: yoga, coaching, múltiples religiones, y ninguna logró ayudarme, finalmente me encuentro aquí… mirando fijamente a la ventana del cuarto trasero triste, desolado y si saber qué hacer con las maletas invisibles casi hechas. En todo este tiempo la única que me acompaño fueron la ambiguedad y soledad ellas no dijeron, nada solo en su amable compañía me hacían sentir que aún estaba respirando.

Sabes… me tienes asolado con eso de «debes acompañarme» permíteme respirar con resignación un aire más de vida. espera que deje el closet de mi cerebro vacío para que no haya ningún recuerdo que me haga retroceder.deja que mi corazon sea vaciado por la indiferencia para que no haya pesar por lo que ya no está. yo también estoy haciendo mi propio duelo… no un duelo por otros, sino con los recuerdos, las vivencias de la vida como le dicen….

DOS HORAS DESPUÉS…

Listo señorita dama estoy preparado para hacer ese viaje contigo, pero dime ¿Cuántas horas durará? ¿sentiré frio?,¿ ire a un lugar en donde pueda ser realmente yo, ? …. no hubo respuesta alguna. Finalmente, este individuo se lanzó de un 17 piso, falleció al instante.

Al poco tiempo se descubrió que Yuly sufría de depresión,anciedad, aunque no sufria de disforia de genero ella se sentia comoda con la identidad de genero contrario al asignado al nacer y de delirios mentales, esto explica por que se escuchaba como si estuviera hablando solo.

Dedicado a todas las personas que deciden acabar con su vida.

RAÚL LEIVA

Finales felices

El joven avanzó decidido en esa zona humilde de la comarca. Dos guardaespaldas lo custodiaban, temían por su seguridad, aunque esa zona nunca presentó problemas. Al contrario, eran puntuales con los impuestos y se mostraban colaboradores al visitarlos cada tanto. Buscaba a una singular muchacha, tenía una rara descripción en la mente sobre un encuentro nocturno que habían mantenido. Solo llevaba consigo una prenda que ella olvidó, si la llegara a reconocer estaría muy feliz de hallarla. Golpeó puerta por puerta sin éxitos. Cuando caía la tarde y todo estaba casi perdido, una joven mal escondida entre los trastos de la cocina de una mujer madre de dos hijas, se acercó. Traía el semblante juvenil y los ojos le brillaban. El muchacho no tardó en reconocerla: era ella. Le colocó delicadamente la tobillera y sus ojos se encontraron. El tiempo se detuvo, nunca supieron por cuánto, y sus pasados y futuros se confundieron en una desordenada sinfonía nocturna. En un momento, el joven buscó en sus bolsillos unas esposas y se las colocó a la muchacha en las muñecas. Los guardaespaldas se comunicaron por teléfono móvil y se acercaron más individuos al lugar. El joven agradeció con un ademán hosco la colaboración y se fueron de la villa con la detenida.

—¡Ahí se llevaron a la villerita de nuevo! Cada vez que viene para este lado corremos el riesgo que nos complique la historia. Por suerte llegaron antes que la policía, sino acá no queda nadie.

Cerraron la puerta del rancho y siguieron cocinando drogas de pésima calidad, que era lo único que sabían hacer para salvarse de la prostitución.

FRANK MIL

La ciudad donde vivo no tiene transporte público y mi zona de residencia está conectada con el centro, por una estrecha carretera sin aceras. Caminar por ella es muy peligroso. En esta zona, para poder trabajar, se necesita un medio de transporte personal. No tengo dinero, llevo poco tiempo en el país y no me han entregado el permiso de trabajo: lo hago por la izquierda, labores de inmigrantes ilegales. Mi cuñado, quien me lleva y me trae, para mi sorpresa, me ha regalado un auto: un Toyota Corolla del año 98, con ciento noventa y ocho mil millas recorridas. Un tesoro para mí, que ni bicicleta tenía en mi patria.

Contento, fui al departamento de registro de automóviles para hacer el cambio de título. Contento, soporté el tiempo de espera para que me atendiera la.que hablaba español, y contento, le dije a la funcionaria:

—Mi cuñado me ha regalado un auto.

—El no puede regalarle un auto —Dijo con autoridad.

—Pero…—intente aclarar.

Sin inmutarse, sin mirarme ni prestarme atención, preguntó la marca modelo y año, mientras buscaba algo en su PC.

—Toyota corolla de 98 —Dije con orgullo de poseer mi primer auto y ser independiente.

—Son 180.84 — y esta vez me miró fijo.

— ¿Y eso?

—El impuesto sobre la propiedad.

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10 comentarios en «Hacienda – miniconcurso de relatos»

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