El cartero desaparecido

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «el cartero desaparecido». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 12 de mayo!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

 

CORONADO SMITH

Mr Cartas iba repartiendo el correo como cada mañana, tarareando su canción preferida.
Dilita tú y Dilito yo
Cuando te digo Dili, Dili del alma
Tú me contestas, Dilito de amol.
Tenía una sonrisa para todo el mundo.
-Buenos días Sr Tortuga, aquí le traigo un paquete-
-¡Qué bien y que pronto, las pedí anteayer, son mis nuevas Ray-Ban de Carey-
-Buenos días Sra Escoba, carta de su hija –
En un lugar no muy lejano de allí, se había mantenido una reunión ultra-secreta el día anterior.
-Vamos a ver, Periodisto ha quedado con mi archienemigo, el cual le va a dar unos documentos comprometedores para que los publique en su periódico, el intercambio será mañana en la calle de La Merluza, detrás de unos setos.
-Pero jefe, nadie ha visto nunca a Periodisto, ¿como lo reconoceremos?-
-No hace falta conocerlo, esperen allí a eso de las nueve y a quien esté detrás de los setos con una mochila, lo secuestran y me lo traen –
-Entendido jefe.

Mr cartas avanzaba en su tarea como de costumbre, solía tomarse un café recién levantado, pero hoy tenía algo más de sueño y se había tomado doble ración para despertarse, y ya se sabe que el café es diurético y le vino un apretón.

¡Anda y ahora donde orino!, Ahhh ya sé, en los setos de la calle Merluza.
Al pobre Mr Cartas no le dio tiempo ni a desenfundar, pues en ese preciso instante todo se le volvió oscuridad, acababa de ser secuestrado.
Los dos secuaces se dirigieron rápidamente a la guarida del jefe.
-¡Jefe, jefe!, aquí tenemos al Periodisto ese – exclamaron al unísono al tiempo que le quitaban la capucha.
-¿Qué han hecho par de tarados? ¡Ese es el cartero!
-Corre Lisensiado, corre.
-Raudo y veloz, Santi.
-Raudo y veloz.
Y esta Sr@s es la verdadera historia del porqué del retraso.

LUISA VÁZQUEZ

Se llamaba Isaac.
Trabajaba como cartero desde hacía tanto tiempo que ya se había olvidado de su primera vez. Era feliz en su oficio, repartiendo misivas de alas blancas o negras según las noticias de las que fueran portadoras. Fue feliz incluso cuando añadieron a su uniforme aquella estrella amarilla.
Muchas veces sufría las vejaciones y la violencia de sus vecinos pero el sabía que en sus manos había información que ellos necesitaban. Era su venganza personal, “humillaros, porque las cartas de vuestros hijos en el frente las tengo yo”.
Cuando el Gueto de Varsovia fue un hecho, el siguió recorriendo las calles con su uniforme y su saca, aunque no tuviera nada que repartir, y se asombraba al comprobar que la gente seguía ilusionándose, alegrándose ante el paso del cartero.
Llegó al Campo el 11 de mayo de 1943, deportado tras la destrucción del Gueto. En Birkenau, la enfermedad, la tristeza, la muerte… la desesperación se notaban en cualquier rincón. Isaac reflexionó “¿Qué puedo hacer para ayudar?”
De repente se golpeó la frente con la palma de la mano.
“¡Eureka! Vamos a ver Isaac, ¿tú que eres?” Se preguntó a si mismo.
“¡Pues cartero!” Se respondió.
“Ahí lo tienes, blanco y en botella. En tu profesión está la respuesta. ¡Ay, alma de cántaro! Reparte las noticias que la gente quiere recibir”
Y así, por las noches, escribía cartas con los materiales que pudiera encontrar y durante el día las entregaba.
“Señora Ruth, los huevos del abeto han eclosionado. Hay cuatro pollitos en el nido”
“Señor Wiesenthal, su amigo Klaus consiguió el martes, fabricar una herramienta para arreglar zapatos. Le invita a ir para dejar los suyos como nuevos”

“Pequeño Aarón, tus amigos te felicitan en tu quinto aniversario. Te quieren y te envían muchos

besos y abrazos

Y poco a poco, con sus cartas inventadas llenas de noticias que la gente quería oír, Isaac, el cartero de Auswitch, consiguió animar a aquellos prisioneros que esperaban ilusionados su llegada.
Pero aquel 2 de enero de 1945 Isaac no apareció. Lo esperaron y lo esperaron. Se atrevieron, incluso, a preguntar a los Sonderkomander por si alguno de ellos lo había introducido en algún horno o lo había lanzado a alguna fosa común. Nadie sabía nada.
Cuando el 27 de enero de 1945 el campo fue liberado, los pocos supervivientes se repartieron por el mundo.
Lo curioso es que, unos meses después, todos empezaron a recibir cartas con noticias que querían leer.

BENEDICTO PALACIOS

Angelita habitaba el cuarto piso de un bloque de viviendas de siete alturas. Y si como mujer llamaba la atención por su simpatía y belleza, no le iba en zaga la continua preocupación por sus hijos. No dormía tranquila, le contaba a Bento cuando se encontraban en el pasillo o en el ascensor. Y como sabía que aquel había estudiado una carrera, no se cortaba solicitándole que la sacara de cualquier apuro, porque los hijos estaban en edad escolar. Se caía de risa con la última petición que le hizo. Tenía gracia.
—Bento, por favor, échame una mano. A mi hija de ocho años le ha pedido el maestro que dibuje un correo y ella no ha visto uno en su vida.
—Claro, claro, Angelita, ahora nadie escribe cartas.
—Pero es que se da la circunstancia que yo siempre digo que llegó el cartero.
—Yo también
—Cartero es más bonito. Sobre todo cuando iba de una calle para otra en bicicleta.
—Vaya, pues cuéntale cosas del cartero. Y que dibuje al señor del carterón.
—Sí, pero ya sabes tú cómo son los maestros de ahora. Si escribió para los deberes correo a la niña no le queda otra.
Bento se lo pensó. No quería crear un cisma. Y le dijo que correos podían ser las oficinas donde se entregaban las cartas, el furgón que las trasladaba y el señor que empujaba un carrito amarillo. Todo era el correo. El cartero era otra cosa. El cartero era el hombre que llevaba y traía las buenas noticias.
—O no tan buenas.
—Es verdad. A mí sin ir más lejos me dejó en el buzón una carta para anunciarme que había aprobado una oposición y otra de Lidia escribiéndome que se casaba con Elías —Lidia había sido mi amor platónico— y encima me invitaba a su boda. La quemé.
A Angelita le encantó que yo le hablara así del cartero, porque también a ella le enamoró otra carta, la que le envió Fermín. No acababa de decidirse por él y unos versos, un soneto, le convencieron. Luego resultó lo que resultó.
—Alejémonos de las historias —dijo Bento— de lo que pudo ser y no fue. Se trata ahora de que la niña acierte con los deberes.
—Tengo una idea. El correo lleva cartas en el avión. ¿No dicen que las noticias vuelan? Pues que dibuje un avión.
—También se dice o se decía que había llegado el tren correo. Que dibuje un tren. Con ambos dibujos le podrán un sobresaliente.
Angelita se quedó dudando, no por haber resuelto el problema de la niña sino por esta idea que le sobrevolaba la cabeza. ¿Aceptaría el maestro que el correo llevaba cartas y el cartero buenas noticias?
—A mí me gusta —dijo Bento— pero haz la prueba. Que la niña escriba una carta y yo me visto de cartero. Se pondrá contenta. Aunque también cabe esta posibilidad que debemos considerar: a lo mejor el maestro ha pensado no en correo ni en cartero sino en que la niña escriba un email.
—Es muy pequeña. Tú vístete de cartero que yo me encargo de que escriba la carta.
Angelita se sentó el lado del pupitre de la niña, puso un papel en blanco y le pidió que escribiera la carta acompañando los dibujos, que luego la recogería el cartero.
—¿Una carta? Mamá, las cartas tardan en llegar. Me lo ha dicho el maestro. Anda, abre el ordenador que vamos a enviar un mail.

ALBERTO MEDINA MOYA

Lorenzo se dirigía, con su bolso ya casi vacío, a realizar el último reparto de la mañana y de su vida, porque aquel era su último día de trabajo. Llegaba la jubilación, y podía sentir la satisfacción y el orgullo del deber cumplido durante tantos años de trabajo. Había sido un cartero impecable, perfeccionista, un profesional, por eso saltaron todas las alarmas cuando descubrió que le faltaba una carta. Buscó y rebuscó en cada compartimento de su bolso y de su ropa, y sin dar crédito tuvo que aceptar que acababa de perder la primera carta de su vida laboral. Desconcertado volvió tras sus pasos y recorrió el camino en sentido contrario mirando todo lo que su vista pudiera abarcar, pero fue en vano. Al regresar a la oficina se llevó una sorpresa al encontrar a todos sus compañeros reunidos y aplaudiéndole con entusiasmo. Uno a uno se lanzaron a abrazarle y felicitarle. Lorenzo agradecía el cariño de sus compañeros, pero no podía evitar sentir la espinita clavada de aquella carta que había quedado sin llegar a su destino.
Mientras tanto, no lejos de allí, una mujer que descansaba en el banco de un parque leía con sorpresa su propio nombre escrito en el sobre que un golpe de viento acababa de colocar a sus pies.

FÉLIX MELÉNDEZ

EL CARTERO HA DESAPARECIDO.-
«Se perdió el cartero, se equivocó de calle, avenida y pueblo. Hay un libro en el olvido que nadie ha leído. El cartero no ha venido»
De mano en mano, de boca en boca, de eco en eco, volando van las historias. De corazón a corazón, de memoria en memoria. Lleva sus cartas el cartero.
Jugando, escondidas entre los libros y los sueños, las verdades sumergidas y las mentiras descaradas, por escrito, los sentimientos sentidos tan dentro, las lágrimas enjuagadas, sonrisas tan escogidas, contadas, hasta las miserias más salvajes viajan con los corazones cautivos, entre paquetes y equipajes prohibidos. Todos, todos tienen dueños y destino.
¿Y mi cartero? Mi cartero no vino.
Somos así, y así hemos sido, necesitamos comprendernos, y tratar de saberlo todo, lo sabido, buscamos las formas, los modos de enterarnos, entendernos. Preguntarnos si hay noticias nuestras; si cartas hemos recibido.
Los libros, son testigos de los sentimientos más brutales, vividos, metidos en un sobre, prisioneros del tiempo, destino fugaz, con un motivo y una dirección donde llegar.
La comunicación como causa principal del ser, por un canal, siempre fluido, con un futuro donde llegar; a través del tiempo definido.
Ya sea: por canoa, paloma, cartero o quizás; el mismo viento, llevado por silbos, como en la Gomera y los Pirineos, y otros tantos sitios, donde cada eco se vuelve palabra, cada instante, cada sonido es un lamento, un sentimiento, un gemido, una lágrima, un suspiro, un testigo de haberte conocido. ¡Cartero! Hoy tampoco has venido.
La realidad transformada en escapatoria, una vía, ante la necesidad de liberar los pensamientos, con sus alas llegan volando a los destinos, de mano en mano, de boca en boca, de pluma en pluma, todo es un camino por donde andar, hacia un final, llegando a lo más lejos y vuelta atrás, con la contestación tan necesaria del consejo, de la novedad, de pasar la soledad entre cartas y carteros.
¡Tal vez, serás nuevo! Pués hoy tampoco has venido cartero…
Es tan importante, mi carta, mi angustia y agonía, saber de ti. Para mí. Que tú sepas de mí y me cuentes,¿Cómo te ha ido? ¿Que ha pasado?
El saber, «Dicen que no ocupa lugar» la indecisión, la incertidumbre, golpea el corazón, en la carta estaba escrito la dirección de mil razones, la necesidad, la información, que todos queremos para vivir satisfechos.
Tú, que estás ahí, me estás leyendo, ¿Cuántas veces pensaste en el infinito? Has de leer lo escrito, has de recibirlo, para que llegue mi carta a ti. Pero éste cartero culpable, no ha venido tampoco.
Pueden las noticias viajar hasta el rincón-techo del mundo, allí; al infinito han llegado cartas, de madres y de hijos, con el sobre de los deseos, lágrimas, sentimientos y el cartero de los pensamientos diciéndole a las estrellas «Te quiero», «Te necesito un sólo momento»
Los poetas mandamos pensamientos en sus escritos, y sus cartas, son abiertas, son palomas de vuelo, a veces llegan tan hondo, tan lejos, mucho más allá del infinito, llegan hasta tu corazón mismo bendito.
Los sueños ¿qué son? Sino los deseos más profundos del inconsciente escondido, que necesitan ser llevados por carteros rápidos y traídos, al mundo. Ser vividos, para salir a la realidad de cada uno, donde el cartero somos nosotros mismos, como tantas veces hacemos de carteros, la interconexión del subconsciente y del yo. Comunicándose conmigo mismo prisionero.
Los deseos de la comunicación, de la necesidad de contarte mis penas y decirte lo que te quiero, te añoro, alegrías y tristezas saber de ti, de tu fortaleza que estás bien aunque lejos o tal vez cerca. Y mi carta no viene, los nervios me comen las sienes.
Hace tiempo que los carteros descubrieron el secreto de las cartas, de las historias, de las viejas leyendas en las vidas de cualquiera. El poder de la información privilegiada.
Hay carteros desaparecidos en combate, y otros se quedaron con todo el dinero. También los hay que se fueron, de una calle a otra, confundidos. En bicicleta y andando, como San Fernando.
Pero el mío, ¡ese se ha perdido! Yo espero una carta que no llega. Y me quema el sentido.
Todos los libros no leídos, han perdido su cartero, todos los sueños no vívidos también, se han perdido en un tren, que nadie montó, que nadie llevo, ni ha traído.
Sólo aquellos libros, sacados del olvido han llegado al destinatario han cumplido, el cartero ha de recorrer su camino cada día, portando penas y alegrías.
Haga frío o calor, esté nublado o con sol.
El cartero casi siempre cumple su labor.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Adolfo era un cartero natural de la provincia de Guadalajara, que empezó trabajando en Alcalá de Henares pero pronto pidió el traslado a Guadalajara, ya que el salario tampoco era gran cosa y el transporte no se lo pagaban. En los años noventa todo era diferente en este sector, Adolfo tuvo que aprobar unas oposiciones para poder trabajar en correos. Cuando fue trasladado definitivamente a Guadalajara pronto empezó a ver aspectos laborales negativos que merman la capacidad de cualquier trabajador, así es que decidió afiliarse a un sindicato y presentarse a las elecciones sindicales que se celebraban ese mismo año. Su jefe al enterarse entró en cólera, pero nada pudo hacer ya que Adolfo fue elegido por votación de sus compañeros cómo representante de los trabajadores con un cargo de delegado sindical.
Adolfo tuvo innumerables reuniones para mejorar mediante convenio interno los derechos que año tras año les eran arrebatados de manera ilícita y con malas prácticas por parte de la delegación de correos, máxime cuando no respetaban ni las doce horas de descanso entre jornada y jornada, el día y medio de descanso entre turno y turno, las vacaciones y los permisos retribuidos de sus trabajadores.
Pero con el tiempo Adolfo cansado de tanta queja de sus compañeros y de tanta pelea con los altos cargos de correos decidió desaparecer a través de las horas sindicales que cada vez utilizaba con más asiduidad. Al final Adolfo fue liberado por su sindicato tras ser investigado por parte de la empresa alegando esta que no cumplía sus obligaciones, pendiendo su puesto de trabajo de un hilo…
Y las cartas sin llegar.

RAQUEL LÓPEZ

Hace mucho tiempo que el cartero,aquel que con su uniforme y su bandolera de cuero recio,su bicicleta,el que con un silbido se hacía notar para que las gentes de los pueblos se le acercaran esperando recibir cartas de algún amigo lejano o de un amor..Aquella figura, desapareció o pocos hay que lo sigan haciendo con el auge de internet , la masificación del correo electrónico y la mensajería instantánea.
Aquello anuló grandes historias escritas a mano llenas de sentimientos,hoy en día son pocos los que se cartean y los que lo hacen desde diferentes países tardan las cartas en llegar días y muchas veces semanas.
Atrás quedó ese cartero que repartía alegría ,hoy en día lo único que pueden repartir son las facturas,nadie escribe,con esa escritura manual,su sintaxis,se ha dado paso a la tecnología en la que se deteriora la comunicación.
Los tiempos se adelantaron,pero la figura del cartero de antaño desapareció y con ello se llevó gran parte del romanticismo..

PEDRO A. LÓPEZ CRUZ

ESO QUE TE HACE VIBRAR
Lentamente, el delgado brazo metálico descendió hasta que la aguja se fue a posar con suavidad sobre el brillante vinilo negro que giraba sin fin, de manera uniforme. El chisporroteo inicial se escuchó nítidamente en los altavoces, dando paso a los primeros acordes, que deliciosamente comenzaron a impregnar cada uno de los rincones de la estancia. Cerró los ojos, y comenzó a sentirse envuelta por la suave calidez de la música, de la misma forma en que se sienten las auténticas emociones, aquellas que tocan el alma en los momentos especiales.
Había convertido en su fortaleza particular aquella antigua casa a las afueras, en pleno bosque, heredada de su querida abuela, tiempo atrás. Una casa que compartía con su marido, un hombre de los de antes, de pelo en pecho, al que había conocido en una situación muy particular que daría para escribir más de un cuento. Pero esa es otra historia.
Ensimismada se hallaba, danzando de un lado para otro, cuando su trance fue bruscamente interrumpido por una estrepitosa sucesión de golpes en la puerta. Sin dudarlo un momento, se pertrechó tras el visillo de la ventana, como una vieja de pueblo cualquiera, para investigar el origen de aquella llamada. Al otro lado del cristal, con una mano sobre la frente a modo de visera, se hallaba el viejo cartero, junto a la moto aparcada, sosteniendo una caja que lucía el conocido logotipo de la trompetilla sobre fondo amarillo.
– ¿Señora Rojas de Feroz? – Inquirió el fiel funcionario de correos, una vez que ella finalmente se decidió a abrir la enorme puerta de roble.
– Sí, Capi Rojas… soy yo.
– Un paquete para usted. Indíqueme su DNI si es tan amable, y firme aquí, por favor.
Con una ansiedad manifiestamente visible, procedió a estampar su rúbrica sobre la libreta. Le parecía imposible que el cartero, ese que dicen que siempre llama dos veces, por fin hubiera llegado. Llevaba tiempo esperando con impaciencia aquel paquete. Sin embargo, sus dimensiones se le antojaron extrañamente inusuales.
Una vez hubo cerrado la puerta, zarandeó levemente el paquete de cartón. De pronto, algo comenzó a moverse en su interior, aunque no supo discernir de qué se trataba. Instintivamente, su primera reacción fue dejar la caja quieta. Sin embargo, ante su sorpresa, lo que fuese que contenía el paquete continuaba moviéndose de manera agitada y convulsa. Sin pensarlo, corrió rápidamente a la cocina en busca del cuchillo más grande que pudo encontrar en el cajón, con objeto de rajar el precinto, despejar dudas y saciar así su curiosidad.
No tardó ni un segundo en abrir la caja en canal. Escrutó en su interior, pero todo cuanto pudo observar fue un enorme envoltorio de plástico de burbujas, que parecía proteger algo realmente frágil y valioso. Tras una breve pausa, aquello volvió a moverse de nuevo, emitiendo una fuerte vibración. Inmediatamente desenvolvió todo el plástico. Con mirada perpleja sostuvo en sus manos el enigmático contenido, que seguía moviéndose, vivo y en plena actividad. Se trataba de un pequeño artilugio de un llamativo color fucsia en el que se podía leer SATISFACTOR 9000.
Justo en ese momento, en otro lugar indeterminado, otra chica miraba con una mezcla de incredulidad y notable decepción, un gran paquete abierto que contenía una fabulosa colección de vinilos con la mejor antología de la zarzuela española. Se trataba del producto estrella de la Teletienda. Grandes zarzuelas de todos los tiempos: La verbena de la Paloma, Doña Francisquita, Agua, azucarillos y aguardiente, La Revoltosa y otros grandes éxitos, rezaba la portada. Anunciado en televisión. Una increíble oferta que no te puedes perder.

IRENE ADLER

DE CARTAS Y CARTEROS AUSENTES
Las cartas son, por definición, Tiempo y Distancia.
Son como vivir en la memoria y los dedos de alguien mientras la tinta y la sangre tiran de ti, para recomponerte o para descuartizarte. Todo depende.
Yo no supe lo que era un cartero hasta bien entrada la pubertad. Don Alfonso recogía las cartas en la estafeta de Correos y las metía en un enorme saco de tela, como los macutos de los marineros, y las dejaba después en la cocina. Así que en rigor, las cartas se materializaban de forma mágica pero rutinaria los viernes por la tarde al pie de la Escalera Principal. En mi memoria, la nomenclatura de los rincones del edificio colonial y sombrío, se representan siempre así: en mayúsculas. Quizá por las mismas abstrusas razones por las que mi imaginación le adjudicaba sin cesar antiguos e improbables usos, como currículums vitae necesarios para su supervivencia: hospital de leprosos, jardín botánico, cárcel de la Inquisición, sanatorio mental. Tenía largos pasillos, ventanas de guillotina pintadas de verde, habitaciones pequeñas como celdas y abundosos jardines con árboles centenarios: magnolios, cipreses y castaños de Indias. Y verjas, palmeras y tapias inacabables como las de los cementerios.
Para que nadie entrara y nosotras no saliéramos. Sí el mundo aullaba afuera, nunca lo supe.
Recuerdo las caritas como lunas y las manos ávidas revoloteando bajo la luz cenital y eléctrica. A la señorita Josefa repartiendo sobres y nombres. El olor de su perfume que se mezclaba ligeramente con el olor a fritanga que impregnaba los sobres por pasar largo rato en la cocina. El modo privado, severo, en que algunas de las niñas se retiraban para leer sus pliegos, conscientes de que llorarían ante la proximidad imaginada de sus auténticos hogares. Hasta las más rudas o las más veteranas, cedían al contacto lejano de su cordón umbilical, de sus casi olvidados afectos. Protegían en esa corta intimidad su reputación y sus pudores, y luego juraban no sentirse solas o tristes o perdidas como náufragos en una playa extraña. Porque las cartas borraban de su retina esa delgada línea roja que separa la ausencia del abandono. Y sólo con recibirlas, ya se sentían de nuevo abrazadas.
Ya entonces me intrigaban palabras azules cómo tránsito, pertenencia o soledad.
Cuando don Alfonso murió, el ritual de las cartas y los carteros ausentes, perdió intensidad y lustre. Eran pocas o no llegaban. Fueron sustituidas vorazmente por el prodigio del teléfono. La voz sustituyó a la tinta y las presencias dejaron de ser nebulosas para tornarse, por fin, realidad y cercanía. Una voz te acaricia y te consuela; te miente peor pero desde más cerca; desvanece y diluye en la inmediatez de la emoción superflua, el sentimiento perdurable de la auténtica añoranza escrita: irrevocable, definitiva. Porque la tinta duele, y la voz sólo te anestesia.
Yo nunca recibí cartas, sólo paquetes como promesas.
Mi padre, hombre cultísimo y semianalfabeto, adjuntaba una hoja de papel con cuatro tristes y esforzadas letras al contenido de chocolatinas, dineros, jabón de lavanda y, de ser preciso, zapatos nuevos.
El blanco folio nunca era del todo blanco, y yo encontraba conmovedoras las perpetuas manchas de ceniza de los cigarros Farias que fumaba, de cuyo logotipo siempre sospeché que había plagiado las florituras que alargaban primorosamente sus efes, sus eles y sus ges.
Luego, al teléfono, mi imaginación permutaba la ceniza de lo escrito, por la nicotina y el benceno de su ronquera crónica y sus largas pausas para toser, y la voz se volvía querencia, caricia y apego. Se licuaba como tinta o como lágrimas, y adquiría el amargor de lo reconocible. El olor de lo perdido.

BEGO RIVERA

Fortunato
La noche que nació Fortunato se acabó la vida rutinaria y monótona de sus padres.
Su madre, hoy en día, aún se pregunta por qué le puso Fortunato. Su marido y ella quedaron en ponerle Carlos, pero en el paritorio, cegada por el dolor y por la confabulación de las estrellas, con ayuda del eclipse… ella gritó cuando el bebé llegó al mundo ¡Por fin Fortunato! Para asombro de su marido y de los sanitarios que la atendían en ese momento. Nadie la hizo cambiar de opinión, y con Fortunato se quedó.
Después ella pensó que alguien le hizo algún conjuro, o algún ente maléfico la poseyó en ese momento.
Fortunato fue un desastre desde niño, pero para los demás. Él vivía en la inopia. Por donde pasaba… alguna desgracia ocurría. La gente le temía y no se acercaba, excepto sus pobres padres, que no tenían más remedio.
Fortunato se enteró que le llamaban “el gafe” con trece años, no entendió porqué.
Con veintitrés años Fortunato entró en la bolsa de correos gracias a su padre; menos mal que en el trabajo no conocían “el poder” de su hijo. La oficina estaba en otro pueblo, cuando le tocaba algún turno le salían contratos para un mes, tres meses, dependía. Luego pasaban meses hasta que le llamaban de nuevo.
Se estaba preparando las oposiciones para conseguir un puesto estable, pero pasaban los años y no aprobaba. El responsable, de la oficina de correos, donde trabajaba su padre prescindió de Fortunato, tenía muchas quejas de la gente y siempre la liaba en la oficina. Su padre nunca le dijo que fue por eso y Fortunato en su infinita ignorancia y felicidad no preguntó.
Cuando cumplió cuarenta y tres años le llamaron para una oficina en otro pueblo, un poco más lejos, pero era un contrato por seis meses… así que aceptó.
Llevaba su padre diciéndole que tenían mucho trabajo y poco personal en todas las oficinas. Según le dijo, había una banda organizada de ladrones que atracaban a los carteros. No se conformaban con eso, además de robarles les daban una paliza, la mayoría acababan en el hospital y de baja. Hacía falta personal, por eso le habían llamado para tanto tiempo.
Los ladrones solo robaban una cosa… los paquetes con libros de “El mago” de la Editorial Cuatro Hojas.
Se habían convertido en un best seller.
El libro era una recopilación de relatos de varios autores noveles en su momento, pero con el tiempo… la mayoría eran ahora reconocidos y famosos escritores.
La editorial tuvo que aumentar la producción de ese libro, ya que la demanda era muy grande.
Todo el mundo quería ese primer libro, además de por sus escritores… por la originalidad de su edición e ilustraciones, estas hechas por una de la más famosas ilustradoras ahora, Belita ilustraciones. El acabado era original –idea de Cris Moreno, la administradora-, con sus páginas con filos negros y su portada y contraportada unidas por un velcro, en forma de carpeta, con detalles especiales en su interior.
Pagaban una fortuna por ellos, ya que la demanda era muy superior a la producción.
Con la mayoría de carteros desaparecidos por las circunstancias, cuando llegó Fortunato a su puesto de trabajo se encontró con un descontrol enorme, en la oficina los tres o cuatro compañeros que quedaban, nerviosos y asuntados ni le miraron. Su jefe gritando y todo alterado, les dijo a todos que salieran al reparto con sus carros.
Entregó un par de paquetes. Miró el siguiente paquete y su dirección: era uno de los libros ansiados, vio que en el carro llevaba unos ocho libros de “El Mago”.
Se fijó en un par de coches… le daban mala espina, uno a la derecha y otro a la izquierda justo a donde él se dirigía. No tenía escapatoria, pero en su mundo feliz se dijo que eran cosas suyas, que no tenía por qué ser la banda.
Al ir a pasar entre los coches estos arrancaron y fueron a cortarle el paso, con tan mala suerte – ¿ O fue Fortunato y su” poder’?- que los dos coches chocaron.
Fortunato salió por patas, por si acaso. Se dirigió a su casa dejó los libros y se fue para la oficina. Le dijo a su jefe que la banda le había atracado, había podido escapar pero le robaron los libros.
Dio la dirección a la policía del lugar del suceso. Cuando llegaron ya se habían ido, pero gracias a los coches que estaban allí y a varias pistas lograron detenerlos.
Fortunato quedó como un héroe. También se hizo rico vendiendo los libros. Una cosa era ser un alma cándida y feliz como él…pero tonto no era.

SERVANDO CLEMENS

Cartas anónimas
Viví creyendo que el amor no existía. Siempre me fue mal, pues fui engañada una y otra vez; sin embargo, ocurrió un evento que alegró mi existencia durante un mes. Recibí las cartas más hermosas en mi buzón. Los mensajes decían —en resumen— que yo era la mujer más especial e inteligente del mundo. Quizá eran palabras cursis, pero me hacían sentir amada, me hacían sentir bien. Pensé que tenía un motivo para creer en el amor.
Un día las cartas dejaron de caer en mi buzón y me puse triste. Todas las mañanas me asomaba por la ventana esperando «mi carta».
Un día pasó Franky el cartero por mi calle. Salí y le pregunté:
—¿Nada para mí?
—Sí, se-señorita —dudó el cartero sin mirarme a los ojos—. Te-tengo a-algo para usted.
—Dame esa carta, ¿qué esperas?
Antes de entregar el sobre, el cartero dijo:
—¿Le-le gu-gustaría ir al.. .al cine con conmigo?
Por supuesto que yo jamás saldría con un cartero tartamudo.
—Ay, Franky. Qué cosas dices.
—Pe-perdón, señorita.
Le arrebaté la carta ya que Franky no soltaba aquel sobre rosa. Entré a casa corriendo. Leí las palabras más bellas del mundo.
Firmaba Franky.

CONSUELO PÉREZ GÓMEZ

EL CARTERO DESAPARECIDO
Habían pasado tres meses desde que vio por última vez a Regino cargado con su morral desgastado por la lluvia, el sol, los temporales que como inquilinos desaprensivos tomaron posesión del saco depositario de tantas vidas que el azar depositaba en blancos sobres, para cuyo contenido, algunos destinatarios no estaban preparados.
Regino, llevaba miles de horas vividas con el costal pegado; mientras repartía las misivas iba elaborando historias para cada una de ellas. Imaginaba que podría ocurrir en el interior de esos sobres.
A través de los años, el contenido de la saca iba adquiriendo un nuevo color, nuevas formas de comunicación acabaron con el arte de escribir cartas, de describir sentimientos, estados, de mandar escritos reconfortantes a un amigo, a un conocido, para ayudar con ello a superar el trance en que se encontrara. Cartas incluso a posibles enemigos, que no eran tales, sino imaginaciones paranoicas hermanas del aburrimiento. «Ya no se escribe; el mundo cambia y yo no me acostumbro», —decía para sí, Regino.
Más de tres meses y hasta hoy no había echado de menos el timbrazo puntual que a las doce en punto propinaba Regino haciéndole saltar en su silla. Fue una especie de fogonazo en primera instancia, pero pasó sin dejar rastro. Por alguna extraña razón que no conseguía contextualizar, la imagen de Regino volvió a tomar posesión de su cabeza.
Al pasar por el cubil del portero que dormitaba sobre un periódico deportivo, arrugado probablemente en un ataque de ira al ver en él reflejado a su equipo perdedor, le preguntó si él había visto a Regino en los últimos días.
—¡Qué va! ¿Pero no ha caído usted en la cuenta? ¡Hace más de tres meses que Regino no viene por aquí! Hay un nuevo cartero sobre el que tengo que estar al quite para que no distribuya el correo como dios o el diablo le da a entender. ¡Un desastre, si quiere que le diga la verdad! ¡Yo sí que echo de menos a Regino! Conocía su trabajo como los dedos de sus manos, daba gusto, venía repartía y hasta más ver… ¡pero este! ¡ay! Un lerdo, más que lerdo es…
—Gracias, Dalmacio. —Aprovecha el paréntesis para largarse antes de que el cancerbero le cuente hasta el nacimiento de la inquisición.
—¡N’á! ¡A mandar!
¿A qué correspondía aquel estado de alerta cuando él lo único que había intercambiado con Regino eran puros formalismos establecidos, reglas de cortesía, sin excederse para nada de ellas?
Al volver de la calle pregunta a Dalmacio si hay correo para él.
—En su buzón nada, ya le he dicho que estoy siempre al quite con el cartero. Me ha dejado este sobre grande, no entraba por la ranura.
Él, más que sorprendido puesto que no esperaba ni había encargado nada, extrañado por aquel sobre grande en el que no figuraba remitente, agarró el paquete y se encaminó escalera arriba saltado los peldaños de dos en dos.
En casa, sin resuello por el esfuerzo, se tira en el sofá y rasga el sobre. Saca su contenido conteniendo un grito de desconcierto. Una nota manuscrita con letra grande como la de un niño que está aprendiendo a escribir, firmada por Regino:
«Señor X, en la oficina de la C/ Tormenta Fulgurosa, N.º 13, y apartado de correos 666666, se encuentra depositado un fajo de correspondencia dirigida a usted que nunca le entregué. Adjunto llave de la casilla. Es posible que no sea de su agrado el contenido allí depositado, pero lo hecho, hecho está y no tiene vuelta de hoja. No intente dar con mi paradero, le aseguro que los pasos encaminados a tal efecto no tendrán resultado alguno. Ni se moleste. Pediría perdón si no tuviera la seguridad de que no sirve de nada ni para nada. Está hecho, hecho está. Sin otro particular:
Regino.
El paquete de más de cien cartas dirigidas cada una con sus correspondientes manuscritos, enviadas a otras tantas editoriales convocantes de los premios literarios a los que él creía estar presentado sus escritos, de los que nunca obtuvo contestación puesto que la misma era recogida por Regino que, a su vez, falsificando su identidad se apropiaba del premio correspondiente, le dejó mudo.
En aquel momento no pudo ni maldecir. Se preguntaba como una persona como Regino había sido capaz de pergeñar un plan a todas luces y por lo comprobado, perfecto.
Regino desde hacía tres meses vivía a cuerpo de rey en algún paraíso perdido de esos que no aparecen ni en los mapas.
Una mano sujetando el daiquiri, la otra, deslizando la pluma sobre el papel que en poco tiempo llegaría a ser best seller, copiando y pegando el contenido de todo lo recopilado a un talentoso escritor, cambiando frases con el fin de maquillar el texto falsificado, y firmando, ¡eso sí!, con el seudónimo: «Irreversible».
El mismo Regino se encargará de entregar el manuscrito en mano, en la consiguiente editorial. No se fía de los carteros.

KATA MAR

Toño el cartero invidente
Era la época de los 70.s una tarde soleada, Toño sentía el sol en su cara, iba en su bicicleta muy contento a entregar algunas cartas, recibos y libros a viejos clientes que desde hace años le pagaban por sus servicios, estaba llegando la era del internet, pero aún era muy prematuro decir que eso de las cartas hechas a mano iba a pasar de moda.
Toño era ciego de nacimiento, aprendió a valerse por sí mismo desde que tenía uso de razón, en su trabajo nadie lo sabía, si alguien se llegaba enterar lo echaban como un perro chandoso entonces le tocaba disimular ante sus inquietantes clientes que cada vez que había oportunidad le preguntaban cuando se equivocaba de correspondencia:
– usted que, no ve? – insinuó Pandora la vecina de la esquina.
-yo si veo. contestó Toño enojado y nervioso al mismo tiempo.
. entonces entregue correctamente los pedidos, hombre.
Toño cogió su bicicleta vieja y se fue con rapidez a seguir entregando, al momento de finalizar su jornada laboral ya eran las 4 pm el, así que fue a la oficina de mensajería y recibía su pago por el día trabajado, no era mucho, pero le servía por lo menos para lo básico.
En la noche estaba descansando, su bayetilla estaba húmeda de sudor, la dejo en la mesa empezó a leer el periódico en el lenguaje baile, oyó el timbre, con pasos de tortuga fue hacia la puerta, para su sorpresa era su amigo y cliente
-Hola Toñito. le recomiendo el libro cien años de soledad… sabe que es el último que me falta por leer de ese gran escritor. Dijo emocionado
-Si Perencejo, mañana a primera hora voy y se lo entrego.
-Óigame usted porque está tan raro… y con esas gafas? – preguntó inquietado.
-Son de adorno, murmuró nervioso. más bien vallase, ya es tarde, nos vemos mañana.
– Listo, mañana nos vemos.
Volvió a hacer el recorrido de la misma forma anterior, se sentó en su sofá grande, no se acabada de sentar cuando oyó el ring ring del teléfono, lo cogió al otro lado estaba su jefe:
– Hola, que sorpresa, ¿usted llamándome a mí?
-Por qué no me dijo?
– ¿Decirle que?
-Usted es ciego, un maldito ciego.
– Señor, como lo supo- contesto muy asustado.
– No importa cómo, mañana ni se aparezca por aquí.
-Sabe señor que es mi único sustento…
-No se hable más queda despedido, si hubiera sabido que era ciego ni lo contrato, ustedes NO SIRVEN PARA NADA… solo para hacer estorbo.
colgó … colgó dijo desesperado, ahora que voy hacer?
Muy triste y desfasado metió todo en una maleta que tenía, muy antigua, por cierto. salió hacia la calle, sin rumbo fijo; se dice que se le vio por última vez muy maltrecho y sucio, después no se volvió a saber nada de nada … a partir de ese monto quedo apodado como «el cartero ciego desaparecido.»

FLOR RODRÍGUEZ

¿Le vas a hechar la culpa al cartero? Bueno, al caso, es lo único que te faltaba.
Casi dos años te fuiste y ni siquiera unas líneas… ¿Que te costaba? Acá andábamos todos con el corazón en la boca y vos quién sabe dónde
haciendo de las tuyas. No creas que, simplemente, puedes venir así como si nada hubiera pasado y pretender que te esperamos con los brazos abiertos. No señor, usted está muy equivocado, se me va por dónde vino y a hacer familia en otro rancho que acá ya somos bastantes.
No me frunzas el seño como si machacaras mí cólera, solo vete y no hagas más difíciles las cosas. Acá ya te sufrimos bastante y vos ni te enteraste.

JACINTO FERNÁNDEZ LOMBARDO

Y no os podéis imaginar lo que me dijo… «En Brooklyn ya no quedan hombres que sepan darme lo que quiero».
Y pasaba las mañanas enteras en el puente de piedra esperando al cartero, para preguntarle por su pedido, pero, nada, este no aparecía.
Al cuarto día, traspuso por el otro lado del puente y se perdió en el bullicio de Manhattan. Horas más tarde regresó en el bus cargada de paquetes. No es la primera vez que le daban estos arrebatos y ahogaba su furia comprándose un bolso de marca o unos zapatos caros, pero esta vez había ido más lejos.
Desde el umbral de la habitación me mostró un aparatito extraño que se había comprado y me dijo que no me acercara más a ella, que ya no le hacía falta.
Desde entonces estoy a dos velas. En cambio, a ella se le ve feliz, y se reúne con amigas cada día para hablar de ese cacharrito que las vuelve locas.
Por allí viene el cartero, con la cartera a rebosar. Más de una veintena de mujeres aguardan impacientes en sus portales. Otras no aguantan más y van directamente al encuentro de su preciado paquete.

JUAN JOSÉ SERRANO PICADIZO

«Jacinto el cartero y la adicta lectora octogenaria»
Begoña era una sutil y empedernida aficionada a la lectura. Ya andaba metida en los ochenta años de edad, pero desde su juventud, tenía una especial relación con Jacinto, el amable y dedicado cartero del barrio. Estos dos individuos, tenían cierto pacto con referencia a las entregas de libros por la zona. Y es que, cuando Jacinto tenía una nueva entrega de libros, este, entregaba el libro a Begoña durante unos días hasta haber terminado su lectura, y con verdadera maestría y precisión, los volvía a meter en su correspondiente paquete concluyendo su labor y tiempo estimado de envío.
Sonó como de costumbre el timbre de Begoña un jueves por la mañana. Jacinto esperaba nervioso tras la puerta temiendo ser descubierto por los vecinos. Begoña por la edad, tardaba más de la cuenta en abrir, o como en muchas ocasiones, se quedaba dormida por las trasnochadas horas que dedicaba a la lectura. Jacinto insistió en varias ocasiones, hasta que con suerte, escuchó el leve susurró de Begoña tras la puerta.
— Doña Begoña, abre por favor, tengo como una hora esperando— susurró el cartero con prisa.
— Ya va, ya va, Jacinto— contestó Begoña con desgana.
Begoña quitaba los forzosos cuatro cerrojos de la puerta con mucha tranquilidad entre cortados suspiros. Jacinto comenzó a inquietarse, pero pudo notar que algo no andaba bien con Begoña, y esperó sin insistencia a que la cansada anciana abriera.
— ¿Se encuentra usted bien?— preguntó Jacinto preocupado.
— ay… no hijo, tengo un no sé qué, llevo desde anoche que no salgo del baño con una vomitera y diarrea del copón— contestó muy pausada Begoña.
—Le traigo un libro muy especial hoy, pero está vez solo puede tardar un día en entregarlo. Este libro está muy vigilado porque es una edición limitada para unos escritores noveles muy famosos, y su encuadernado está hecho con el mejor de los cuidados. Ya no le voy a repetir como debería de entregármelo de nuevo, sin dobleces, sin notas, sin ningún rasguño en general, ya me entiende. Por favor, no dañe este libro, o me juego el puesto de trabajo y adiós mi jubilación— insistió Jacinto muy nervioso.
—Sí, sí… ya no me lo tiene que repetir. Sabes que yo trato los libros como el hijo que nunca tuve. Mañana lo tiene sin problemas empaquetado y como nuevo— dijo Begoña algo indispuesta.
Begoña cerró la puerta y echó de nuevo los cerrojos despidiendo a Jacinto. Se preparaba para dejar el paquete junto a una antigua mesita, acompañada de un sillón electrónico que usaba para pasar largas horas con la lectura. Cuando notó unos leves retortijones en el estómago, que la hicieron cambiar el sentido hasta el baño. Se apresuró la pobre mujer en bajarse las bragas con mucho esfuerzo, para no terminar haciéndolo encima. Con el despiste por la situación en la que se encontraba, dejó el libro sobre el W.C. junto a la cadena. No había terminado, cuando sonó de nuevo el insistente timbre del demonio, que le hizo levantarse para abrir de nuevo la puerta.
—Ya va…, ya…— gritaba a duras penas Begoña desde el baño, olvidando tirar de la cadena.
Begoña volvía a hacer el mismo procedimiento retirando los cuatro cerrojos, pero esta vez no era Jacinto quién estaba tras la puerta.
— Buenos días Doña Begoña, ¿Tiene usted un poco de azúcar para darme?— preguntó una vecina.
—Claro que sí hija, tengo un paquete de azúcar sin empezar, cuando pueda me traes otro— contestó Begoña con una leve sonrisa.
—¿Se encuentra bien señora?— preguntó de nuevo la vecina, observando el estado en que se encontraba la pobre anciana.
—No hija, estoy indispuesta, tengo el estómago fatal y no salgo del baño— contestaba quejosa Begoña.
Begoña entró a la alacena para coger el azúcar. Con paso cansino, se acercó hasta la puerta y con mucha amabilidad, le entrego el paquete a la vecina.
—Muchas gracias Begoña, no sé que haría si no estuviera usted, eres una santa— dijo agradeciendo la vecina.
—No hay de que hija, todo lo que haga falta para mis amigos y vecinos, aunque sea en este estado mío que tengo— dijo suspirando Begoña.
Se despidió de la vecina cerrando lentamente los horribles cerrojos. Andaba despacio para acomodarse un poco en el sillón, cuando recordó que había dejado el paquete de Jacinto en el baño. Se giró con desgana, aguantando otro fuerte retortijón, que está vez, la hacia retorcerse con mucho dolor y angustia. Caminaba con algo más de prisa al baño, que veía alejarse más que acercarse. No podía aguantar las ganas, bajándose las bragas por el camino. Llegando al váter, se sentó sin pensarlo y dando un fuerte apretón. Después de un largo rato, que le había cambiado hasta la cara de color por lo enferma que se encontraba, se levantó del W.C. y prosiguió para tirar de la cadena. Begoña asustada, se echó las manos a la cebeza y no podía salir de su asombro. Por descuido, el paquete, cayó dentro del orificio del váter. El libro había quedado hecho una porquería.
Al día siguiente Jacinto llegó para recoger el libro. Begoña se encontraba algo mejor de su horrible estado, pero había pasado todo el día y parte de la noche, intentando recuperar el estado del libro. Lo había limpiado con agua, después secado con un secador y metiéndolo finalmente bajo las enaguas para secar con el calor del brasero. El libro no quedó muy bien, y se encontraba todo arrugado. Cuando Jacinto lo tomó entre sus manos, viendo el estado en el que estaba, no pudo aguantar las lágrimas.
—¡Begoña! ¿¡Cómo entrego yo esto!? Ya no lo cuento, el lunes termino en la calle y me queda solo un año para jubilarme. ¿Qué hago ahora?— se preguntaba Jacinto entre sollozos.
—Lo siento mucho Jacinto, sabes que nunca he estropeado ningún libro hasta ahora, no sé que hacer— contestó Begoña avergonzada.
—El libro era destinado para el muchacho del 6°, ¿Lo conoces?— dijo el cartero con la esperanza de haber tenido una idea.
—Ay… pues no, nunca he tenido relación con ese chico, pero se ve que es buena gente— contestaba Begoña.
—Le decimos que se había perdido por el camino y había sido encontrado en este estado, lo mismo y no le importa, porque si no, estoy en graves problemas— prosiguió Jacinto con su plan.
—Y que tal si se lo entrego yo, y le digo que me lo habían dejado aquí por error y con el descuido, al abrirlo se me cayó en el fregadero— dijo Begoña.
—Pues…, no sería mala idea, pero aún así, se quejará en la oficina de correos, pienso yo— insinuó Jacinto.
—Bueno, otra opción es pagarle lo que costó el libro con una disculpa— concluyó Begoña.
—Pero se lo entrega usted, que yo ya no sé que cara voy a ponerle a ese muchacho. Me tiemblan las piernas del miedo y se me cae la cara de vergüenza— dijo Jacinto.
Begoña, decidida, subió hasta la secta planta y se posicionó frente a la puerta del vecino. Tocó despacio y muy nerviosa, agachó la cabeza por la vergüenza. Entregó el libro al chico explicando toda la situación que habían inventado entre ella y Jacinto, y bajó hasta su casa. Allí esperaba Jacinto muy nervioso, y después de escuchar a Begoña, suspiró aliviado.
—¿Qué ha pasado? ¿Se lo ha creído?— preguntó Jacinto.
—Sí, y ha quedado muy satisfecho. Se ha inventado una excusa sobre que la editorial estaba muy liada y con las prisas, seguro habían dañado el libro. Yo me he callado como puta y le he dado la razón. Bueno, al menos he podido leer el libro y tu no pierdes el trabajo. ¿Mañana me traerás otro, verdad?— contestó Begoña.
—Ni loco, ya corto el grifo, que me has puesto en una situación muy grave, aunque, creo que está esperando otro libro el mismo muchacho. Nada, olvídalo, ya mañana lo veremos— dijo Jacinto.
Begoña esperó durante mucho tiempo la ansiosa llegada de un nuevo libro, que ya no le volvió a entregar nunca mas el desaparecido Jacinto.

RODOLFO ALBERTO MICCHIA

El día que Don Nicanor desapareció
La vecindad se dio cuenta que algo malo había sucedido por la cantidad de cartas desparramadas en el pasillo de su casa. La puerta de rejas negra que daba acceso a una senda contigua dejaba al descubierto junto al morral, la correspondencia apilada.
Todo hacía suponer ante el diseminar de la misiva que a Don Nicanor le había ocurrido una desgracia. Lo segundo que notaron fue el hedor que emanaba desde el interior de la vivienda haciéndose por momentos, penetrante y desagradable.
Ese mismo día los vecinos tomaron cartas en el asunto y, aunque hubo un vivo que hizo su agosto aprovechando una suculenta que estaba a mano, los demás sin titubeos dieron aviso a la policía, la cual de inmediato intervino vallando el lugar. Lógicamente la noticia revolucionó el entorno y la muchedumbre se agolpó en la casa del ausente.
Don Nicanor era muy querido en la barriada, de profesión cartero, había transcurrido su vida entera en ese mismo vecindario, era muy común expresarse diciendo: <<¡ Hasta las moscas lo conocen!>> Más, pensando que en ese mismo momento podrían estar revoloteando su pútrido lecho.
El cerrajero llamado por el perito en cuestión, puso manos a la obra abriendo instantáneamente la puerta de rejas negra, la policía y el forense esperaban espectantes en el pasillo contiguo, sin embargo, la segunda puerta hizo temblar las manos del servidor que con su antebrazo trataba de taparse la nariz.
El nauseabundo olor que salía por el pequeño orificio hizo secar el sudor en la frente del forense, aún estando acostumbrado, no le era agradable corroborar la causa en caso de encontrar a Don Nicanor en estado de descomposición.
El ingreso al hogar fue espantoso, la fetidez fue rechazada de inmediato haciendo retroceder a los allí presentes, la hediondez impregnó los barbijos llegando incluso hasta el aglomerado gentío.
Nunca me voy a olvidar esa tarde del veintitrés de enero del noventa y cuatro. Mientras la turba esperaba respuesta en la vereda opuesta, las luces del patrullero junto a las de la ambulancia giraban en una alocada exaltación en torno a la casa de Nicanor, fue en ese preciso instante donde las autoridades sacaron el bulto en una bolsa negra.
En un silencio sepulcral que ameritaba el momento, Doña Etelvina vecina del susodicho, dada su poca audición abrió la puerta de su casa mostrando más de lo que podríamos imaginar y, fue ahí mismo que en un grito que pareció salir desde lo más profundo de sus entrañas que exclamó:
—¡Nicanor! Que nadie se entere lo nuestro.
Los dos quedaron estupefactos ante la atónita mirada de la muchedumbre, Doña Etelvina cerró de inmediato la puerta dejando al mensajero con el sobre abierto librado a su suerte, en ese bullicioso momento muchos fueron los que lo victorearon, otros no tanto.
Los días en el barrio volvieron a la normalidad, no así la chusma la cual no tuvo reparos en comentar por mucho tiempo la ausencia del emisario.
Don Nicanor volvió a sus quehaceres diarios aunque algunas correspondencias eran esperadas en mano con demasiadas ansias. Ahora eso sí, el pollo que dejó pudrirse esa vez, terminó decomisado como comprobante en la causa la cual fue caratulada como:
Desaparecido por necesidad biológica.

MARÍA JESÚS GARNICA PARDO

Don Carlos vivía solo desde qué murió su mujer. En un lugar llamado los cuatro vientos. Siempre soplaba el viento.
Don Carlos era escritor, mandaba sus manuscritos por correo. De hecho su único amigo era el cartero.
Cuando iba hablaban largo y tendido.
Un día no llego el cartero.
Don Carlos no durmió aquella noche.
Por la mañana temprano bajo al pueblo.
Era la conversación en todos los lugares.
El cartero había desaparecido.
Tiempo después don Carlos recibió una carta del cartero.
» Las charlas con un usted me abrieron los ojos, me fui a ver mundo»
Don Carlos escribió un libro sobre esto.

SILVANA GALLARDO

Llega en bicicleta, sobre su espalda carga un morral repleto de sobres, que paulatinamente irá repartiendo, casa por casa, siguiendo una ruta específica marcada por el Servicio Postal.
Su itinerario es para zonas rurales, de caminos sinuosos y plagados de peligros. Son la única opción para llegar a un poblado donde habitan, en su mayoría, niños, ancianos y mujeres cuyos maridos tuvieron que emigrar a los Estados Unidos en busca de mejores condiciones de vida que en ese lugar jamás encontrarán, por la situación de pobreza y falta e infraestructura para el desarrollo de una población.
María, es la mujer más longeva del pueblito. Hace veinte años que su esposo y su hijo se fueron de allí. Cada atardecer, se sienta en un tronco de árbol que da vista al camino por el que transitan y por el que ven llegar al cartero, al que esperan con ansia para recibir, buenas nuevas o malas nuevas, o en su defecto, no recibir nada y quedar con el alma apachurrada por la tristeza, la incertidumbre y la angustia, que beben de un trago como para no sentir el desasosiego.
El cartero es un hombre joven que aceptó ese trabajo, más por gusto, que por necesidad, pues siente el compromiso moral de llevar noticias a esas personas olvidadas por su gobierno. Ser el vínculo de comunicación con ellas para darles esperanza.
Antes de llegar, ya lo avizoran desde lejos y corren a darle la bienvenida en espera de recibir sus cartas. No hay buzones y les entrega personalmente su correspondencia. Trata de dar orden y empieza a nombrar a uno por uno, como aparecen las misivas. Con éstas en sus manos, agradecen y se retiran a la intimidad de sus viviendas para leer en calma su contenido; algunas personas no saben leer y hay quienes sí, para leerles. A veces se sienten tan cerca de su gente cuando recorren con la mirada cada palabra escrita a mano en ese papel que les da vida y esperanza.
El cartero termina de entregar a todos, menos a María. Ya hace mucho tiempo que no recibe nada. Él le acaricia la cabeza y le dice «no se preocupe Mari, seguro que la próxima vez tendrá noticias.» Brotan lágrimas silenciosas por sus mejillas, le da un abrazo y se retira cabizbaja a su humilde choza.
Pasa algún tiempo, y empieza la ausencia de los mensajes. Nadie llega a entregar ya misiva alguna. -¿Qué pasaría con el cartero?¿Se perdería? ¿Lo habrán asaltado, tal vez matado en el camino?- se preguntaban intrigadas y tristes todas. No tenían respuesta y solo les quedaba tener paciencia y esperar.
Era preocupante, pues a veces les mandaban dinero para sobrevivir y especulaban un asalto para quitárselo y por eso ya no iba. Lloraban y se lamentaban; oraban para pedir por su salud, y el bienestar de todas y sobre todo de su cartero.
En el otro extremo de esos escenarios, Luis, el cartero hacía trámites para viajar al país vecino, con la única intención de buscar al esposo y al hijo de María. Se había conmovido tanto por ella, que le tomó cariño y en un acto de bondad tomó esa decisión. No quería ser testigo de la debacle emocional de una mujer ya grande, tal vez abandonada a su suerte. Por fortuna, siendo pocas las mujeres que poblaban el lugar, se solidarizaban con las más vulnerables y nunca les faltaba un taquito de frijoles con salsa para resistir su situación. Ellas cultivaban su tierra que es la les dotaba de alimento.
Luis, ya en su loable intención hecha realidad, pudo dar con el domicilio donde trabajan los hombres, era una constructora. Preguntó por los susodichos. Recibió malas noticias; los hombres habían muerto ya hace tiempo a consecuencia de un derrumbe, quedando sepultados bajo los escombros. Cómo nadie preguntó por ellos, fueron a la fosa común. Esa era la razón por la cual María no recibía ni noticias, ni dinero.
No quiso regresar con las manos vacías, así que indagó la forma de como recibir una indemnización para ella, haciéndose pasar como familiar de los fallecidos. Recibió la ayuda gracias a que vieron en él una persona honorable. Pasó por algunas dificultades de documentos pero acudió a la embajada de México para concluir su misión, ya sin tropiezos. No fue fácil, pues para lograr su objetivo tuvo que estar allí por cerca de un mes. Rifó algunas cosillas de valor para sostener su estancia allí, muy restringido para que le rindiera su dinero mientras resolvía todo.
Recibió una cantidad generosa como indemnización y regresó con el alma iluminada por una noble misión que nació de su oficio. Tomó su bicicleta, fue al Servicio Postal, donde había pedido permiso de ausentarse y le fue concedido pues conocieron los motivos que lo orillaron a ello. Llenó su bolsa con las cartas pendientes y se dirigió al pueblo, con el corazón contento y también abrumado, pues tendría que ser portador de una mala noticia, pero también de un beneficio que por derecho merecía María.
Ese día no lo esperaban, al llegar nadie lo recibió como solían hacerlo. Se sentía tan solitario el lugar, tan silencioso, parecía un pueblo fantasma. Un niño lo vio y corrió a recibirlo con lágrimas en los ojos. Lo abrazó y preguntó si todo estaba bien. Regresó corriendo y anunciaba con su voz de niño, entre melodiosa y nostálgica. «Eeel caaartero», no se perdió, no murió, estaba allí para seguir llevando buenas o malas nuevas.
Todos salieron de la casa de María, menos ella. La estaban velando, murió, por fortuna o por desgracia, sin saber que sus seres amados ya no existían, voló hacia ellos. Luis entregó las cartas a las mujeres y les contó lo que había hecho. «Tengo el dinero de María, ¿y ahora? ¿Qué hago con él? nadie más lo reclamara.
Una mujer le dijo, -quédate con él, lo mereces, nadie haría lo que tú hiciste. Tómalo como pago a tu bondad y sencillez-.
-No puedo hacerlo- respondió. Ustedes la cuidaron, la acompañaron, la protegieron. El dinero será para la comunidad. Ustedes seguirán recibiendo de sus maridos, sin embargo nunca es suficiente para tanta necesidad.
A Luis, el cartero, le ganó el tiempo, lo rebasó la tecnología, ya toda comunicación es electrónica, ya no entrega cartas, ya no disfruta la alegría de la gente al recibirlas y acariciarlas, olerlas y dejarse llevar por la ilusión de recorrer con la vista los mensajes dictados por el corazón sobre hojas de raya, de quienes están lejos. Con el dinero recibido empezó a entrar a ese pueblo, la tecnología.
No olvidaron al cartero, porque él ahora les escribe cartas, desde el corazón, para que no se olvide ese oficio que lo mantuvo en contacto con el calor humano.
«El sistema Postal Mexicano, buscará la manera de seguir protegiendo a los carteros, ante el peligro de extinción de su oficio, en la conmemoración de su día, 12 de noviembre.»

MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ

Era la época, no tan lejana, que no existían ordenadores con Internet, móviles, y menos aún correos electrónicos, SMS ni WhatsApp.
Por tanto, las noticias llegaban por carta, teléfono o telegrama.
En una aldea gallega, adónde la línea telefónica no llegaba aún, el que traía las noticias era ¡el cartero!
Aparecía el hombre en su bicicleta a eso de las 11 de la mañana, cargado con la típica bolsa de cuero llena de cartas con noticias de todos los familiares desplazados fuera, tan común por esos lares.
Y, además de cartas, con noticias de la vida cotidiana, no podían faltar los ¡telegramas! que servían para comunicar acontecimientos interesantes de conocer con rapidez a aquellos a los que iban interesados tales como comunicando el nacimiento de un nieto, la boda de un sobrino en Buenos Aires o la muerte de un primo en New York.
Y, como es natural, todos los vecinos, en general mayores ya, habían recibido al menos una vez en la vida un telegrama.
Pero sucedía que Carmen, «rapaciña» de dieciocho años, obviamente nadie le había mandado ninguno aún ya que, en casos importantes, eran enviados a sus padres. Y su sueño era recibir uno.
Por más que le decían los amigos de su edad que ellos tampoco los habían recibido, que ya le llegarían cuando tuviese alguien intimo fuera, ella seguía en sus trece.
Y es que, en su fantasía, imaginaba alguien de otro mundo, alguien viviendo en un lugar, casi dimensión diríamos, del lugar que ella veía día a día. Y, es más, imaginaba que al recibirlo, de alguna manera ella volaba allí también.
Pero nada, no llegaba el tan esperado y deseado objeto.
Tanto era así que harta ya una vecina provista de gran humor, fue a telégrafos y redactó el siguiente mensaje:
«Ya tienes un telegrama»
Carmen al verlo, no lo podía ni creer.
Sin abrirlo se puso a saltar de alegría imaginando de quién podía provenir. Quién sería el misterioso ser que se acordara de ella. No quiso abrirlo. Prefirió volar con la imaginación a la Selva Amazónica. Se veía atravesándola con un guía indígena que la llevaría a algún chamán que le curaría el acné que aún tenía en la cara.
O al Sáhara, subida en un camello y resguardándose de una tormenta de arena.
También en la Antártida, caminado por encima del hielo. Y mil cosas más.
Lo comunicó a sus amigos, claro, pero siempre asegurando que no podía decirles el contenido: era secreto.
Ellos, claro está, especularon a su vez, hasta que se armó un tole-tole que comenzaron a surgir historias varias, sospechas de las malas lenguas e, incluso hubo quien aseguró que podía tratarse de un mensaje de otra galaxia, cuando no, del otro mundo.
En vista del barullo montado, y antes de que el asunto llegase a mayores, pues había quien hablaba de terrorismo o droga, la autora del telegrama, condesó su fechoría quedando todo el mundo tranquilo ya.
Lo que no sabemos es la reacción que tuvo la chica descubrirlo.
Tema de la semana. El cartero

ENRIQUE DIAGO

El cartero camina y camina… Y sigue caminando… Llevando mensajes…ohh!! en su bolso hay letras de amor…de cobro y hasta cocaína… Porque el tranza… el tranza… Donde una putita que se enreda en su camino… Y donde doña Josefina a ella también la seduce…la seduce, mientras las letras en su bolso se asfixan….ellas ya quieren ser leídas pero el cartero sigue Follando con doña Josefina…ohhh! ohhh! las letras de repente se desesperan quieren salir de su encierro de su encierro y protestan golpean y golpean así como el cartero golpea duro a doña Josefina en su vágina; y mientras el está feliz ENCERRADO dentro de doña Josefina ellas las letras no pueden aguantar mÁS… Deben salir gritar y expresarse, y mientras tanto ésa enamorada estúpida espera su carta de amor y el vecino del frente solo ora para que ése cartero no llegue con las cuentas de cobro del mes, y el adicto ansioso espera su cocaína dentro de esa cartita de dopamina a su cerebro…ohhh el cartero camina… y camina… Y sigue caminando Llevando mensajes ohhh!! el cartero camina… y camina Llevando mensajes y pura cocaína la que se metió con doña Josefina…ohhh

DANI GALLEGO ALEMÁN

– El cartero se llamaba Juan.
Sergio, un gusto, encantado. Sergio yo claro, no el cartero. El cartero se llamaba Juan.
-Y dónde estaba usted anoche a la dos de la mañana?, Sergio…
-Yo, o Juan?
-No, usted ,Sergio, Juan se llamaba el cartero.
-Bueno pues normalmente venía a las once de la mañana, once y cuarto como mucho
-Ehh? Quién?
– El cartero claro, se llamaba Juan, se lo he dicho antes, es usted tonto?
-Vamos a ver, ehhh Sergio me ha dicho verdad?
-Quién? el cartero o yo?, el cartero se llamaba Juan, Yo soy Sergio, un gusto, encantado.
-Se está usted quedando conmigo? .
-Estuve solo, aquí, como cada día. Oí golpes y llame a la policía. Por eso está usted aquí. No pude hacer más.
-A qué se refiere. No pudo hacer más?…
-No, me dijeron que si era muy tarde, que volviera a empezar, que si estaba seguro. Cada vez se enfadaban más , hasta que me amenazaron y yo,como cualquier persona, temo a la gente armada..y dejé de hablar con ellos, pero eso ya no importa porque cuando hablé por cuarta vez ya no se oía nada, yo creo que todo había terminado. Aún así, volví a intentarlo pero…
-Hizo usted muy bien Juan, digo Sergio, perdón, Juan se llamaba el cartero. Eran varios los que le amenazaron?
-Sí fueron tres diferentes, primero fue una señorita que me dijo que los carteros vienen por la mañana, también me preguntó muy amablemente que me había fumado. Luego dijo que quizá me despertó el camión de la basura, que en el silencio de la noche puede parecer lo que no es.
-Un momento, me está diciendo que una mujer llamó a su casa, una de las asesinas claro y le intentó conven…
-No, no, perdone, su compañera, agente Díaz creo, por teléfono, cuando llamé por primera vez. Le dijé que oí a Juan llamando a gritos desde abajo y le abrieron en el 3D. Luego oí a Juan gritando pero ya no era para que le abrieran la puerta, esos gritos…venían de dentro de la casa y….. En fín, su compañera Diaz, creo ,me pidió los datos y también me pidió que me asegurara dijo, sí, creo que usó esa palabra. Que me asegurara, yo, el vecino, conocido, peatón, yo, el frutero.
Señorita, me está usted pidiendo que vaya allí, llame a la puerta y pregunte si le están haciendo algún daño a Juan,el cartero, o a cualquier otro?
-No, me contestó, le estoy diciendo que se vaya a dormir que es muy tarde.
Entonces me ofrecí para darle el número del vecino ya que a, al ser yo jefe de escalera, tengo todos los contactos del edificio.
-Espere un momento, le dije, no cuelgue, a Díaz digo, su compañera..
-Sí ,sí, continúe.
-Bien, pues cogí mi libreta y volví al teléfono-Se lo dí a su compañera y ya.
Bueno, se llama Juan, el vecino digo, no el cartero, aunque también se llamaba Juan. En fin, que le dí el número a su compañera.
-Y luego, se fue usted a dormir?
-Bueno, lo intenté, pero a los cinco minutos empezaron a aporrearme la puerta, a increparme y a insultarme.
En ese momento me asusté bastante…
-Entonces fue cuando usted volvió a llamar a la policía
-Si, bueno no, Sí pero no…
-Aclárese!!
-Verá, al principio me asusté mucho, pero me pareció curioso como me llamaban.
No me habían visto nunca y me insultaban descriptivamente, no daban una, y eso, no se, me hizo gracia…
En realidad volví a llamar cuando dejaron de molestarme.
Ésta vez fue un tal Velasco. Voz apagada, un hombre mayor creo y si me lo permite, a mi parecer,
pensando más en la jubilación que , en este caso en Juan, solo Juan, para él ni el cartero supongo…
-Me está usted queriendo decir algo?
-Sí, exactamente lo que le he dicho.
-Mire usted, no estoy para bromas, ha muerto un hombre y otro ha desaparecido si quiere usted decirme algo hable claro.
-Bueno, pues nada, le dije lo que había pasado a su compañero Velasco tras la conversación con su compañera Díaz y al parecer no sabía nada.
Amablemente me pidió si podría relatarle con tranquilidad todo desde el principio.
No le voy a engañar, la mala hostia me erizó todo lo que viene siendo la columna vertebral, pero aún así mantuve la calma
y le conté, a su compañero Velasco todo, desde el principio. El cartero se llamaba Juan ,comencé a decirle, y de ahí hasta donde sabe usted agente…???
-Santos, Oscar, Oscar Santos.
-Terminó de tomarme nota, por segunda vez y me dijo que enviarían a una patrulla.
-Que hora era cuando llamó usted por segunda vez?
-Pues… la primera vez llame a las 23:56 porque miré la hora antes de llamar. La segunda vez no miré pero con todo lo que paso calculo que serían las 00:45, 00:50 más o menos.
-Bien, qué pasó después?
-Después me acosté y creo que llegué a dormir 20 0 25 minutos, no se.
De repente oí como tres o cuatro petardazos fuertes, desperté de golpe..no se era.. como..
-Pero escucho tres o cuatro petardazos? Cree que fueron disparos? Está seguro que..?
-TRES, CUATRO, CINCO, QUIZÁ DOS!!!! NO SE!!! LE HE DICHO QUE DESPERTE DE GOLPE!!! CON LOS DISPAROS!!!
-Ahora dice disparos?…
-Vamos, en serio?. No tiene otra cosa que hacer que venir a las 4 de la mañana a joderme???
A mÍ???, al futero???, en serio???. Ésto ni en los hombres de Paco, por lo menos ellos eran buena gente…
-No se pase, yo hago mi trabajo como todos, no he venido a hacer amigos.
-No, desde luego. No lo jure.
-Dejémoslo. El caso es que volví a llamar Y pregunté por Velasco o por Diaz.
Me dijo que no que era el agente no se que y que en qué podía ayudarme.
Que le explicara cual era mi problema detalladamente y con calma.
Bien, con calma no, pero detalladamente si me cagué en la madre que lo parió y creo que también en todos los santos del almanaque.
Después colgué.
Estaba muy enfadado.
-Quién estaba enfadado?
-YO, COJONES!!! Ustedes de dónde son?, me entiende bien?
-Sí,sí, perfectamente. Por Qué?
-No, nada, es que soy bilingüe y he pensao: a ver si estoy hablando en el idioma que no es
y este hombre no se está enterando, cosas mías.
-Es usted muy gracioso lo sabía?
-Sí, veía siempre a Gila de pequeño, con mi padre, que por cierto se llamaba Juan, como el cartero digo…
-Quiere usted venirse a comisaría? Porque está a esto de….Un segundo, tengo que contestar la llamada.
A aparecido el cartero.
-Juan!!???
-Sí, así se llamaba no?.Al parecer salió herido y ha muerto cuatro manzanas al oeste de aquí.
-Joder!!-
-Le llamarán para declarar como testigo.
-Bien. Volveré a empezar. Les diré que el cartero se llamaba Juan y servirá para lo mismo, para nada.

NEUS SINTES

Cristian esperaba con ansia las cartas de su amada que con tanto fervor se iban escribiendo. Don Juan, el cartero tocaba su campana cada dos por tres. Hasta se habían hecho amigos, de tantas visitas que a su buzón iban a parar aquellos sobres que el cartero depositaba con sumo cuidado.
Cristian sabía que uno de ellos era de su querida Teresa. Al recoger las cartas, muchas de ellas eran pura propaganda. Solo una de ellas era de su interés.
Querido Cristian.
Como sabes bien, pronto llegaran nuevos cambios y con ellos el ordenador que con tanto esmero me ha comprado mi marido. Lo sé, Sé lo que piensas. Que igualmente podemos escribirnos, como lo hacemos ahora. Pero mi posición no es la misma que la tuya, por desgracia. Maldigo el día en que mis padres me presentaron al que es mi esposo. Han pasado muchos años y mi amor por ti no ha cambiado.
Aunque mis huesos ya no son los que eran, ya he perdido las fuerzas por luchar. No es que me haya rendido. Pero mis fuerzas sí me han abandonado. No soy la jovencita de antes. Los años me están pasando factura. Lucho en esta vida por una sola persona que me anima desde la lejanía a seguir adelante, cada día. Esa persona eres tú, Cristian.
Espero y deseo que esta no sea la última carta que te escriba.
Te amo, Teresa
Cristian quedó pensativo. Sabía que el tiempo había pasado. No eran los jóvenes de antaño, aunque su amor era verdadero, estaban destinados a estar separados porque el destino se interpuso en sus vidas, el día en que tuvo que contraer Teresa, el amor de su vida, matrimonio con el hombre que sus familias destinaron para ella.
Las cartas fueron su única vía en las que se dedicaban su amor. A través de las líneas, había muchas palabras que significaban mucho. Las palabras contenían el poder de la llamarada del amor que existía entre ellos. Los años pasaron y las cartas siempre llegaron.
Temía por la última frase que le había escrito en la que esperaba que no fuera la última de sus cartas.
El cartero no regresó más.

CÉSAR BORT

El cartero desaparecido
No pasaban coches y Santiago andaba por el medio de la calle, a la izquierda edificios altos, blancos, iguales; a la derecha un muro de hormigón, con algunos grafitis insulsos hechos por gente aburrida que solo quería firmar en una pared, custodiaba una acera estrecha y vacía; delante, a lo lejos, una luz blanca que inundaba el paisaje.
Nada más, solo el sonido de sus pasos que retumbaba como un estribillo impertinente en sus tímpanos. Lo había buscado varias veces, pero no había encontrado el nombre de la calle. Se había acercado a los portales, pero ninguno tenía número. Así era imposible entregar las cartas y, sin pensarlo, comprobó que el morral estaba bien cerrado y que no se iba a perder ninguna.
Se paró, se sacó la gorra y un pañuelo del bolsillo, se lo pasó por la frente para secarse el sudor. «No puede ser, llevo cuarenta años haciendo esta ruta y siempre han llegado las cartas. Hoy llevo una de Laura, su madre estará contenta, no la ve desde que se fue a Inglaterra a estudiar. Vamos, Santiago, una vez más», se obligó. Comprobó las direcciones en la correspondencia, las conocía todas, pero la calle le era extraña, así que, fue hasta el final para buscar de nuevo el nombre y situarse. «Siempre están en las esquinas», sonrió animado, pero nada y se giró justo antes de entrar en la luz blanca, pensando: «Quizás, esté en la otra punta», y hacia allá que fue.
―¿Está muerto?
―Creo que no, mira, está sudando y las manos se aferran cada vez con más fuerza a la cartera. Ya he llamado a la ambulancia…
―¿Lo han atropellado?
―Sí, y el muy cabrón se ha dado a la fuga.
―Pobre Santiago, el otro día, me dijo que estaba a punto de jubilarse.

ELO SIN MÁS

Llevaba quince días haciendo el mismo ritual. 15.30 horas, entraba en el portal de mi casa y me acercaba al buzón con toda mi ilusión. Abría la puertecita de este, metía la mano dentro y… . Nada, sólo publicidad, mientras veía en Facebook, como a todos los compañeros les iba llegando el tan esperado libro.
Esa tarde, decidí ir a Correos, había un trabajador muy agradable que siempre me ayudaba y le expliqué mi caso. Él se levantó, miró dentro de un montón de cajitas que tenía colocadas a su espalda y yo me dediqué a mirar en derredor y en ese momento observé como una pequeña mujercita, con su impoluto uniforme de cartera, me miraba, bajaba la cabeza y desaparecía entre las sombras de las estanterías.
El amable caballero me indicó que no había nada para mi y yo, cogiendo mi desilusión de la mano, regresé a casa.
Dos días después, salí antes del trabajo, no me encontraba bien y llegué a casa sobre las 12.30.
Con la llave del buzón en la mano, me disponía a seguir los pasos de días anteriores, pero hoy algo era distinto. Observé a una mujer, sentada al sol, leyendo plácidamente y me dio envidia, lo reconozco, así quería estar yo. Según me acercaba me di cuenta que era la cartera y me acerqué a preguntarle, pero ella estaba demasiado absorta en su novela y no me sintió llegar.
– Buenos días, dije, ¿podría hacerle una pregunta? Estoy esperado un… .
No pude terminar la frase. Ella dio un respingo, cerró el libro de golpe y me miró asustada y no lo entendía hasta que al bajar la cabeza vislumbré aquella portada que llevaba forjada a fuego en mi mente.
En un primer momento sentí rabia, ¡ese era mi libro!
-Disculpe, ese libro es mío, llevo 15 esperándolo
– Lo siento mucho, discúlpeme, pero la primera vez que traje el paquete, algo me hizo abrirlo y desde que lo hice, cada mañana me siento aquí un rato a leerlo. Es magia en estado puro y no puedo dejarlo a medias, pero entiendo que lo quiera recuperar y que esto tenga consecuencias para mi.
Mire, tengo hasta su envoltorio.
Era cierto, lo tenía todo guardado como si del tesoro más preciado se tratase.
Yo quería mi libro, pero que hacer ante aquella mirada de emoción..
– Este será nuestro secreto, le dije. Puede leerlo hasta el final, lo único que le pido es que, cuando lo acabe, me lo deje debajo del felpudo de casa, que ya sabe usted que en el buzón no cabe y no me apetece volver a la oficina a por él. Que tenga buen día.
Dos días después al llegar a casa observé que el felpudo estaba levantado y al moverlo pude ver mi esperado paquete con un marca páginas muy artesanal, donde podía leerse:
“Gracias por compartir tu magia “

MERCEDES MEDIANO

Descorrolas del tiempo para mirar atrás y situarme en el tiempo cuando mi novio se fue a la mili. ¡Qué vieja me hace recordar esto!
Vi con los ojos llorosos como se marchaba en el tren hasta el puerto que lo llevaría a Melilla. Mi suegro no paraba de consolarme, triste también porque era su hijo quién se marchaba. Aquel tren verdoso con unas ventanillas pequeñas y de aspecto sucio o así lo recuerdo por mi desasosiego entonces, y su mano diciéndome adiós. En mi mente un pensamiento fijo que se repetía sin cesar y caía con todo su peso en mi ánimo gritándome en mi interior. Todo un año sin volver a verlo se me iba a hacer larguísimo y me estrujaba el corazón.
Mi padre, para animarme, a mitad del año, me llevó a visitarlo y eso me llenó de alegría. Nunca olvidaré este gesto de cariño paternal. Fuimos primero a Málaga donde pasamos todo el día visitando la ciudad haciendo tiempo hasta por la noche que salía el barco. Pero no quiero desviarme de la historia principal.
Para situarnos en el tiempo en aquellas fechas no todo el mundo tenía teléfono en casa y los móviles no existían aún. Eso nos hacía más difícil la comunicación. Podía hablar en una cabina pero yo estaba estudiando. No tenía mucho dinero para manejar y las llamadas fuera de tu ciudad resultaban muy caras. Además yo llamaba a una centralita que debía localizar a la persona en concreto por eso hablaba poco y caro.
Pero tenía al novio más bueno del mundo que me escribía una carta diaria. No hubo ni un solo día que el cartero no me visitara con una carta en la mano. Si alguna vez se retrasaba me ponía en el balcón nerviosa, para esperarlo. Bajaba al buzón varias veces, por si acaso, pero no fallaba. Allí estaba mi carta y mi cartero sonriente para entregármela
Yo también escribía a diario contándole todo lo que iba sucediendonos a nosotros, nuestros amigos y familiares. Porque parece una tontería pero la vida diaria se va modificando poco a poco sin que lo notes y si estás al día, cuando vuelves estás integrado.
El correo en el cuartel no era muy bueno porque a veces le abrían las cartas creyendo que tenía dinero dentro y nos llevábamos muchos sofocones.
Cuando ya volvió, teníamos un paquete enorme de cartas suyas y mías que quemamos en una hoguera de San Juan porque no queríamos tirarlas ni guardarlas porque ocupan sitio que no teníamos aún. Era mejor convertirlas en humo que al inhalarlo con su olor se impregnarìa nuestra mente y quedaría guardarlo su recuerdo en el corazón para siempre.
Doy fe de que así es a la fecha actual.
Hoy, después de tantos años sigo siendo amiga del cartero que trabaja en mi zona. Ya no escribo cartas en papel, ahora son emails y wasap los que utilizo porque la vida da muchas vueltas y todo sufre una metamorfosis y se transforma aunque en el fondo permanece lo esencial que es comunicarse.
Aquel novio es ahora mi marido y como la mayoría de las personas actuales han descubierto el placer de comprar por internet. Es un peligro, adictivo diría yo y por este motivo
a este cartero lo veo tanto como a aquel de entonces, porque día sí y día no, ese cartero llama a mi puerta una o dos veces para entregarme un paquete de Amazon.
El cartero tiene otro cometido, ha vuelto renovado.

RAÚL LEIVA

Modus operandi

Querido R.:
Cuento las horas que faltan para vernos. Sigo encerrada en la pieza y la situación está bastante complicada, no te miento. Mi mamá discutió otra vez con mi papá y mis hermanos me están haciendo la vida imposible, pero ya lo decidí: me voy con vos.
Un amigo de la iglesia de la esquina nos va a ayudar. Tiene un contacto confiable con la farmacia y consiguió un ansiolítico muy fuerte que baja tanto la actividad del corazón, que mis viejos van a salir a buscar ayuda. Ahí tenés que estar atento porque la puerta va a quedar abierta y vas a poder entrar a sacarme así nos vamos juntos. Voy a dejar un frasco por la mitad de veneno para las ratas para darle un ambiente más dramático.
Te espero mañana, como cada jueves.
Te amo. Tuya:
J.
Mientras el cartero amordazado luchaba con las ajustadas ataduras y la cabeza se le partía de dolor, observaba como podía al enjuto anciano revolviendo cada carta de su bolso. Costó encontrar la esquela de J, pero el viejo Guillermo tenía paciencia y tiempo, sobre todo a la hora de escribir una historia enredada.

EFRAIN DÍAZ

Las dictaduras, al igual que las guerras, arrasan con todo lo que agarran. Nada se salva de sus garras de hierro.
La dictadura llegó a mi país, luego de un coup d’ etat regalo de los militares. Llegados al poder, comenzaron por disolver el parlamento. No es que el parlamento sirviera de mucho. Estaba compuesto por una corruptela que solo velaban por sus propios intereses y bienestar, pero al menos teníamos libertad de expresión y de asociación. Disuelto el parlamento, la dictadura luego disolvió nuestros derechos. La libertad de expresión y la de asociación se nos fueron como se escapa la arena entre los dedos.
Prohibido hablar y prohibido reunirse, el próximo blanco de la dictadura fue la educación. Un pueblo ignorante, no se rebela. Para lograrlo, re-diseñaron el sistema de educación a su modo y manera. Los libros no se salvaron de su saña. Todos los libros catalogados como prohibidos o malditos, aquellos que no adelantaban sus intereses, fueron quemados en una hoguera cuan auto de fe.
Controlada la educación y prohibidos los derechos y los libros, ya el país y su ciudadanía estaban bajo control. Pertenecíamos a ellos.
El servicio de correos no cesó en sus funciones. Continuó recibiendo cartas y entregándolas de forma íntegra y honesta a sus destinatarios. No fue hasta que la dictadura se dio cuenta de que mediante las cartas existía una forma de libertad de expresión invisible para ellos, una forma de libertad de pensamiento y de comunicación directa que no podían controlar y que podía ser perjudicial para el régimen, que enfilaron sus cañones hacia el servicio.
Don Francisco Pozas era el Director General del servicio postal. Hombre cuya integridad, honestidad y ética no podía ser cuestionada, llevaba toda su vida trabajando en el correo. Comenzó como cartero y poco a poco, palmo a palmo y a base de trabajo, compromiso y sacrificio fue escalando hasta llegar a Director General.
Una mañana dos lacayos de la dictadura se personaron en la oficina de Francisco Pozas y lo escoltaron hasta los cuarteles generales del alto mando militar.
Allí le fue ordenado por la jefatura revisar toda la correspondencia. Debía monitorear cada epístola recibida por el correo en busca de actividades sospechosas o subversivas. Debía entregar toda correspondencia cuyo mensaje criticara, mal hablara o atentara contra el régimen en cualquier forma.
Aunque en contra de la orden, Francisco Pozas no tenía alternativa. Debía obedecer. Desobedecerlos significaba la horca. Para asegurar el cumplimiento de la orden, el alto mando militar le asignó tres alicates cuya única función era verificar que don Francisco Pozas y sus empleados escrutaran cada carta e incautaran y entregaran aquellas de contenido sospechoso.
Don Francisco Pozas comenzó a dar cumplimiento a la orden. Tenía una familia que mantener y que la dictadura conocía muy bien. Sin embargo, don Francisco se las ingenió y con varios empleados y un puñado de ciudadanos creó una red clandestina. La red interceptaba el correo antes que este llegara a los cuarteles generales del servicio postal, desviando aquella correspondencia contra el régimen. Mediante un entramado de mensajeros subrepticios, que se movían en la sombra, entregaban la correspondencia a sus destinatarios.
El sistema funcionó un par de años. La red clandestina, al mando secreto de don Francisco Pozas, logró burlar los controles dictatoriales. Sin embargo, la dictadura, eficiente en sus funestos menesteres y aciaga faena, logró infiltrar la red.
Don Francisco Pozas, cartero de profesión y de vocación, fue torturado y ahorcado en público. Se le dio la oportunidad de pedir clemencia y delatar a los miembros de la red. Con una media sonrisa que le salía de la comisura de los labios, se negó. Don Francisco no tenía precio. Prefería morir como un hombre y no como una rata. Su suplicio serviría de escarmiento para quien desafiara la dictadura, pero también serviría de ejemplo para los que la desafiaban. Los opositores del régimen ya tenían un mártir.
La muerte de Don Francisco Pozas no fue en vano. La red continuó sus operaciones hasta la caída del régimen. En mayor o menor medida la correspondencia subversiva llegaba. La desaparición de don Francisco no amainó el ánimo de los carteros clandestinos.
Hoy y a muchos años de la caída de la dictadura, don Francisco Pozas no fue olvidado. Es considerado un héreo de la patria. El edificio del correo general lleva su nombre y goza de calles y estatuas en su memoria.

GUILLERMO ARQUILLOS

El cartero desaparecido
En casa de Lucas Gálvez, el cerrajero, estaban asustados.
Hacía años, cuando era un aprendiz, las llaves eran grandes, pesadas y de metal duro. Tenían la cabeza en forma de anilla y las paletas parecían los dientes de un niño.
—¡Qué tiempos aquellos! —decía Lucas a su hijo.
—Pero, papá, ahora las cosas son mejores. De todas maneras, ¿qué más te da? Porque dentro de poco te vas a morir.
Lucas miró a su hijo con ojos de asombro. No esperaba que le diera esa respuesta. El cerrajero pensó que tenía un hijo medio tonto.
«Bueno», se corrigió, «quizá sea tonto del todo».
Lucas había reflexionado muchas veces en lo extraño y desagradable que resultaba que sus hijos fueran mayores que él mismo.
«Todo un sinsentido, claro».
Aquel hijo tenía preparado el ataúd para su padre desde hacía muchos años y, como el tiempo lo había estropeado, terminó cambiándolo, a la espera de una muerte que nunca llegaba.
Lucas siempre tenía treinta y nueve años.
Eso no era lo acostumbrado en el pueblo, desde luego. Los habitantes de aquel villorrio perdido, cuando venían al mundo, iban cumpliendo un año cada doce meses, pero Lucas, al llegar a los treinta y nueve años, dejó de envejecer.
Sus vecinos, sus hijos, sus amigos y el policía municipal, todos aumentaban su edad por cada año que pasaba, pero Lucas no. Por eso fue viendo cómo se iban muriendo sus padres, sus tíos, los alcaldes, los curas y los maestros del pueblo. Se hacían mayores, envejecían, les daba un patatús o un aire o un telele y se terminaban muriendo. Otros se morían de viejos, como es natural.
Para Lucas, aquello era insoportable y envidiaba a todos los que iban teniendo arrugas, achaques o reumas.
Tal era su desesperación, que había intentado quitarse la vida muchas veces, pero nunca lo había conseguido. La cuerda con la que quiso ahorcarse se rompió, el tren que quiso que lo atropellara se detuvo por una avería y al cuchillo que agarró para cortarse las venas se le partió la hoja y no se hizo ni un triste arañazo. Él solo quería morirse, como se moría todo el mundo, porque su intención era no fastidiar a sus hijos y no privarlos de que disfrutaran de una injusta pelea por la herencia, como hacen siempre los buenos hijos.
Un día, al encender el ordenador, Lucas se fijó en un correo electrónico de su bandeja de entrada. Era un remitente extraño: Correos.com.
Venían a decirle que el cartero, que tenía que haber ido a entregarle su carta en febrero de hacía cuarenta y dos años, había sufrido un pronto repentino, enfermedad gravísima, y que había desaparecido.
«Sí», pensó, «el cartero desaparecido tiene la culpa de todo».
En aquel poblacho tenían la costumbre de que se morían cuando recibían una carta. Bueno, a los dos días exactos de recibirla, para que les diera tiempo de preparar las cosas y elegir el traje de la mortaja. Porque era esencial que los muertos fueran muy guapos al otro mundo, con sus mejores galas y los ojos cerrados, aparentando ser personas importantes, como si fuesen los que se velan en los teatros o en los parlamentos autonómicos. Como si a alguien le importara que se hubieran muerto.
Lucas no recibió su carta cuando le tocaba, hacía ya más de cuarenta años, porque el cartero había desaparecido con el correo de ese día, le decían en el email. En su lugar, el envío había ido a parar a un tal Lárvez, de León, que también se llamaba Lucas, el pobre, y que murió a la tierna edad de ochenta y cuatro años, cuando todavía no le tocaba.
Correos.com le pedía disculpas por las molestias que le había causado el cartero desaparecido y le aseguraba que aquel envío era suficiente para notificarle la intención que tenía la Muerte de ir a visitarlo un par de días después y así ponerse de acuerdo. Seguro que quería estar elegante para aquella ocasión.
A Lucas Gálvez, el cerrajero, le cambió la cara. Abrió el frasco de colonia buena que le habían echado los Reyes Magos en mil novecientos noventa y tantos: un bote que olía a una mezcla de pachulí con Varón Dandi, y se paseó por todo el pueblo con cara sonriente. Anunció que por fin se iba a morir y explicó a todos el perjuicio que le había causado el cartero desaparecido. Su cuerpo se había olvidado de hacerse viejo porque, en realidad, tendría que estar muerto. Y los muertos que no se estropean, no envejecen.
Y así, Lucas esperaba charlar con la Muerte, dos días después, con una sonrisa.
«Cada cosa tiene su tiempo», pensó.
La Muerte le pidió disculpas por su impuntualidad. En compensación por los años que había estado esperándola, acordó con él que buscaría de nuevo al cartero desaparecido y le prometió que lo convencería para que le llevara su carta. Así terminaría muriendo, como todo el mundo.
Y Lucas, después de tantos años, volvió a sonreír porque, por fin, supo que se iba a morir y no sabía cuándo.
Como todo el mundo.
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JOSÉ ARMANDO BARCELONA BONILLA

EL AMBULANTE DE CORREOS
Los días que el cielo amanece encapotado, negro, compacto, como un sorbete de alquitrán, tienen el efecto inmediato de activar, a máxima potencia, los aspersores de toda la jardinería municipal. Y con la misma irreductible fatalidad, a media mañana, las nubes descargan unas jarreadas de agua bíblicas, capaces de poner palote al mismísimo Noé.
Inocencio Azagra, sargento de policía con destino en la brigada de homicidios del distrito Torre Nueva, en los días de humedad se comporta como un gremlin recién salido de la ducha: desconfía de todo el mundo, le duelen los juanetes, tiende a montaraz y por cualquier nimiedad se le asilvestran las criadillas.
Además, ese jueves, el revuelto de anís con moscatel y los churros de buena mañana, le habían provocado una insurrección gastroenterítica de grado nueve, que le tenía el esófago en carne viva y el hígado como un sambódromo carioca en día de carnaval.
Pero las cosas siempre pueden ponerse peor y la víctima –porque cuando el día viene de nalgas siempre debe haber algún pagano–, apareció en el quinto piso de una casa, que había dejado de ser antigua un par de siglos atrás, con ínfulas de palacete roñoso, degradado a casa de vecindario pobre, renegrida y sin ascensor.
Las escaleras eran anchas, muy desgastadas por centurias de servidumbre, y grandes bolsas de humedad, que granulaban de salitre las paredes, iban marcando, como mojones de carretera, el progreso de su ascensión.
El barandal parecía recién pulido, gracias al lustre que le había dado el roce de muchas generaciones de manos anónimas, y los balaustres, de hierro liso, sin filigranas, engordados por la acumulación de capas de pintura negra, presentaban leprosos desconchones carcomidos por el óxido.
Cinco minutos de escalada, con parada de servicio en todos los rellanos, fueron necesarios para que un concierto de mugidos y sibilancias anunciara la llegada del sargento Azagra al lugar de los hechos, un cuchitril que olía a moho, suciedad y orines de gato.
En el suelo, con un clavel de sangre seca, macabro y revenido, floreándole la sien, y el cuerpo quebrado en una postura imposible de marioneta desmadejada, yacía el fiambre.
Azagra se dejó caer sobre el brazo de un sofá excesivamente fogueado, que a pesar de sus hernias y cicatrices parecía lo menos mugriento de la habitación.
–A ver, Quintanilla, novedades –jadeó mientras rebuscaba por los bolsillos la cajita de antiácidos.
El guardia Quintanilla, un pacense taheño, espigado y con el cascarón de la academia todavía pegado al culo, se cuadró con un sonoro taconazo y se aprestó a dar el parte.
–Sus órdenes mi sargento. La identidad del sujeto está todavía por confirmar: no llevaba papeles encima y como va disfrazado de funcionario de correos, pero de los de antes, de hace muchos años; todo apunta a que se trata de algún farandulero borracho, que ha terminado mal la noche –sentenció dando por finalizado su informe.
Se hizo un silencio burocrático, de espera cotidiana, funcionarial.
Azagra, recuperado de la escalada, se acercó al cadáver para una inspección ocular.
Era un hombre joven, moreno, de treinta y tantos. Como había deducido el guardia, todo apuntaba a que se trataba de un actor, caracterizado para una representación teatral: el uniforme de funcionario de correros del siglo pasado, un peinado a raya lubricado con brillantina y el fino bigote, tan perfectamente delineado como anacrónico, así lo hacía suponer.
–¿Y esto, Quintanilla? –el sargento señaló un taquillón oscuro lleno de polvo, donde un sobre amarillento, atrapado bajo un pequeño hórreo de madera –que lucía en su base la leyenda «Recuerdo de Asturias»–, parecía estar llamando a gritos la atención del policía.
–Yo solo he registrado al muerto, mi sargento. No he querido tocar nada más, para no contaminar la escena del crimen –se justificó el pacense.
–¡Joder, escena del crimen, dice! –Azagra retiró el hórreo y se hizo con el sobre sin ningún cuidado–, muchas películas ves tú de americanos.
–Ni tan siquiera sabemos quién es el fiambre –mientras agitaba el sobre en su mano derecha, un chorreón de jugos gástricos y anís revolcón, le abrasó la boca del estómago, dibujándole en el rostro un espasmo de dolor–, necesitamos respuestas. ¿Me equivoco, Quintanilla?
Por toda réplica, el guardia ensayó un paciente encogimiento de hombros.
–Elidio Castrillo Sanmiguel, soltero, natural de Navalpotro, provincia de Guadalajara, y ambulante de correos. Trabajaba en el coche estafeta del Shanghái; entraba de servicio en la estación de Zaragoza, haciendo el trayecto hasta La Coruña y en sentido contrario al día siguiente.
–El 23 de octubre de 1953, en la estación de Valladolid-Campo Grande, aprovechando el tiempo que se tardaba en cambiar la locomotora, bajó del tren para tomar algo en la cantina. Ya no se le volvió a ver. Hoy debería tener más de noventa años, casi cien.
Los dos policías se volvieron, al unísono, hacia la puerta, sobresaltados y sorprendidos por la intromisión. Apoyado en una de las jambas, un anciano larguirucho, enjuto y de aspecto cansado, les observaba con una cierta desgana.
–¿Es él, Mariano, es Elidio? –preguntó una cabecita canosa, que se apareció con cautela, tras la espalda del viejo.
–Sí, Dolores, es él, por fin ha vuelto –confirmó el hombre, mientras la viejecita se santiguaba «¡Jesús, María y José!» repetidamente.
El sargento Azagra se sacudió la catatonia aventando un par de cornadas a izquierda y derecha. Volvió a escarbar en los bolsillos de la americana la presencia de la cajita de antiácidos y en dos zancadas se plantó delante de la pareja.
–¿Sus gracias de ustedes, si son tan amables? –ironizó con una mala leche, que le subía directamente de los doloridos juanetes, afectados por la humedad–, y ¿qué pueden aportar al contenido de la investigación?
El guardia Quintanilla, protocolario y ordenancista, sacó la libreta para tomar nota de todo cuanto pudieran contar los dos ancianos.
–Mariano Seco y aquí mi señora, María Dolores Ceberio –contestó disciplinado el viejo–, vecinos que somos, bueno, éramos, de la Paulina, aquí al lado, pared con pared; más de sesenta años hace que vinimos a esta casa, pero ella, la Paulina, ya vivía aquí, con su madre viuda, doña Eugenia, ¡una santa!…
–Sí, sí, de acuerdo –se impacientó Azagra–, pero además de la hagiografía de la tal Paulina y su santa madre, ¿tienen ustedes algún dato interesante que aportar a la investigación?
–Para estar todo el día rajando, comisario –le hizo pegar un brinco en el escalafón, que el sargento no se molestó en corregir–, lo sabemos todo y la historia empieza a principios de los cincuenta, figúrese.
El recién nombrado comisario meneó la cabeza dubitativo. Se tomó otro par de pastillas. Fuera seguía lloviendo a mares y ya tenía la nariz hecha a los olores.
–¿Qué juzgado está de guardia, Quintanilla?
–El cinco, mi sargento.
–¡Buah!, las uvas nos dan con Pantaleón.
–Pero pasen ustedes, por favor, no se queden en la puerta, ¿un cigarrito? –le salió la vena anfitriona al guindilla.
–No fumes, Mariano, que te va mal –objetó la viejecita.
–¡Calla, mujer, que por uno…!
Tomaron asiento en el desvencijado sofá. Azagra le ofreció fuego al abuelo, que dio un par de caladas, con avidez de yonqui necesitado. Tosió un par de veces, Dolores cabeceó furiosa con un admonitorio «te lo dije» en la mirada y comenzó la historia.
–Yo por aquel entonces tendría trece o catorce años y conocía a la Paulina de vista, de andar por el barrio, porque era muy guapa y llamaba la atención. Era mayor que yo, cinco o seis años, calculo yo, y tenía muchos pretendientes, pero no hacía caso a ninguno, siempre pendiente de su madre, que estaba ya muy enferma, y de su trabajo en una mercería de aquí cerca, que estuvo abierta hasta los noventa.
Dio otra calada al cigarrillo, se quedó en silencio, como para hacer memoria y prosiguió.
–El Elidio también vivía en el barrio, le gustaba la Paulina y a ella no le caía mal; se hablaban, como se decía antes, a esa etapa previa al noviazgo.
–Eran casi novios, que me lo dijo a mí muchas veces ella –terció la mujer–, les faltaba el último empujón.
–Sea, como tú digas –concedió Mariano–, el caso es que él sí estaba loco por ella; lo sé porque de aquellas empecé a trabajar como meritorio en correos y me mandaron al Shanghai de ambulante, con Elidio. De Zaragoza a La Coruña eran muchas horas, de algo había que hablar y el chico solo tenía ojos y boca para ella.
–A ver si nos aclaramos, Mariano –interrumpió Azagra–. ¿Me está usted diciendo que el Elidio que usted conoció a principio de los años cincuenta, que hoy debería rondar los cien, es este fiambre, que no llega a los cuarenta, que tenemos aquí, de cuerpo presente, esperando a que llegue su señoría a levantar el cadáver?
–Sin ninguna duda, señor comisario –respondió con rotundidad el viejo.
–¡Pero hombre de Dios, Mariano, no me joda usted! Quintanilla pliegue la libreta y no gaste tinta.
–Déjeme que le cuente toda la historia, comisario –reiteró el vejete el tratamiento–, y luego saque conclusiones. ¿Qué puede perder?
–Paso un momentico a casa y les preparo unos cafés –se ofreció Dolores levantándose, diligente, del sofá.
–¿Podría ser una manzanilla para mí, señora? –le aconsejaron las tripas irascibles al sargento.
–Ahora mismico vuelvo –fue la respuesta.
El cigarrillo se le había consumido a Mariano y Azagra, le ofreció otro, con un guiño cómplice, que el viejo aceptó gustoso.
–Como le decía, Elidio y Paulina se hablaban y lo único que les faltaba era algo de dinero para empezar, pero estaban los dos dispuestos a oficializar el noviazgo en cuanto pudieran.
–Él siempre decía que guardaba un tesoro, herencia de su bisabuelo, que conoció a Alfonso XII y, por alguna razón, recibió del monarca una joya de gran valor: un reloj de cadena, de oro, con el escudo de los borbones grabado en la tapa, que según él valía una fortuna. En realidad nadie vio nunca el famoso reloj y todos dudábamos que existiera.
–Aquí están los cafés y la manzanilla –hizo entrada Dolores, con la comanda bailando sobre una bandejita de plástico, que hacía publicidad de unos polvos de cacao.
Los policías agradecieron el detalle y Azagra, esperanzado, se fue echando al buche la manzanilla, entre soplidos y a sorbitos pequeños, porque estaba demasiado caliente.
–El 23 de octubre de 1953 era viernes y el Shanghai, que debía llegar a Zaragoza a las 6:30, llevaba tres cuartos de hora de retraso. Pasaba siempre. Llegó cerca de las 7. Elidio y yo le dimos el relevo a los compañeros que venían desde Barcelona, y pasadas las 7:30 arrancamos hacia Ariza.
–En Zaragoza se cargaron muchas sacas y clasificarlas nos llevó mucho tiempo, pero a las dos, más o menos, habíamos terminado; comimos lo que llevábamos en las fiambreras, y como no llegábamos a Valladolid hasta las cinco de la tarde, hora oficial, pero con el retraso que llevábamos se harían las seis con facilidad, yo me tumbé en la litera a descabezar un sueño, mientras Elidio se quedó a escribirle una carta a Paulina; esa misma carta que lleva usted en la mano, comisario.
El policía se quedó mirando, pensativo el sobre.
–¿Cómo sabe usted que es la misma carta, Mariano? –la pregunta era preceptiva.
–Por ese corazón y la cruz, que están dibujados en la esquina superior derecha del sobre –respondió el anciano–, era como un distintivo, su firma, en todas las cartas que le mandaba a la Paulina.
El sargento Azagra comprobó, en efecto, que en la esquina superior derecha del sobre amarillento destacaba el dibujo de un corazón, que en su interior albergaba una pequeña cruz.
La carta estaba remitida a:
«Sta. Dª
Paulina González Alduez
Calle de Capitán Mercadal número 4, quinto derecha
Zaragoza»
–El sobre remite a la calle Capitán Mercadal y esta es García Membrado –objetó el policía.
–Y mucho antes se llamaba de Indalecio Prieto –replicó Mariano–, pero después de la guerra la cambiaron a Capitán Mercadal, que ninguno sabíamos quién era, y con la democracia la han vuelto al bautizar con el nombre de este señor, García Membrado, del que tampoco sabemos los méritos; por eso, los viejos, seguimos llamándola calle Prieto.
–Pero hágame caso, es la carta que Elidio escribió en la estafeta del Shaghai a Galicia esa tarde de octubre del año 53.
–Cuando llegamos a Valladolid-Campo Grande, pasadas las seis de la tarde, Elidio parecía feliz, estaba muy contento y como había que cambiar la máquina y eso llevaba tiempo, me dijo que se bajaba a la cantina, a tomar algo y a ver a un señor muy importante, con el que tenía un negocio pendiente. Esa fue la última vez que supe de él hasta hoy.
–Una pregunta que se me ocurre, si uste permite, mi sargento –se sumó Quintanilla a la tertulia–. ¿Qué fue de la señora Paulina?
La mirada reprobatoria que le dirigió Azagra venía a decir: «¡Qué tendrán que ver el culo con las témporas, pedazo de cotilla!»
–¡Ay, pobrecica mía! –era Dolores la que gemía retorciéndose las manos, compungida –¡Una santa! Atendió a su madre hasta que murió, la pobre, y ya nunca quiso saber nada de hombres, ni noviazgos, ni casorios. Soltera la enterramos anteayer, después de mes y medio largo, que la tuvieron en San Juan de Dios, desahuciada ya, la pobre. Por eso está la casa como está, que era repulida y limpia como ella sola.
Un silencio de luto compartido, incómodo, tan pesado y polvoriento como el entorno, selló las palabras de Dolores.
Quintanilla balanceaba el cuerpo, cargando el peso, alternativamente, sobre una u otra pierna.
Mariano miraba, ensimismado, consumirse la brasa del cigarrillo, sin hacer tan siquiera mención de una última calada.
Dolores utilizó un kleenex multiuso, que sacó las entrañas del delantal, para cortar el parto de una postrera lágrima sentida.
El sargento Azagra, con la mirada ausente más allá de la cortina de agua, que se adivinaba tras la cristalera de la ventana, daba ligeros golpecitos al sobre, como el que entretiene su aburrimiento, tamborileando con los dedos sobre la mesa de la cocina.
El silencio era palpable, se podía cortar.
Azagra salió de su abstracción y se encontró con la mirada, entre inquisitiva y animosa, de sus compañeros de viaje.
–A la señora Paulina no creo que le importe, ¿verdad? –formuló la pregunta al aire, como pidiéndole permiso a un ente incorpóreo, que estuviese sentado en el sofá, entre Dolores y Mariano.
Los demás se limitaron a negar con la cabeza, sin emitir sonido alguno, como para no romper la magia del momento. Solo Dolores lo animó, con los ojos, a romper el sagrado del sobre.
Con el esmero de un iniciado, abriendo a los aspirantes los velos del templo –y la ayuda de la navaja de un cortaúñas–, el sargento Azagra tajó el lomo del sobre. Con dedos solemnes, extrajo una hoja de papel, solo una, que podía ser la historia postrera, de un cadáver de casi cien años, que aguardaba, silente y retorcido, que la llegada del juez de guardia le permitiera, de una vez por todas, descansar en paz.
«En Ariza, a 23 de octubre de 1953» –la voz ronca del sargento, rompiendo el polvoriento silencio de la habitación, trajo de nuevo a la realidad al resto, con un respingo de espabile colectivo.
«Estimada Paulina, permítame que le dé tratamiento de querida, porque nada en el mundo es capaz de despertar en mí un sentimiento de amor tan profundo como el que me inspira su persona de usted.
Harto sabe, que mi máxima aspiración en la vida es hacerla feliz y disfrutar, a mi vez, del premio de su presencia en el devenir de nuestro futuro juntos. Pero, hasta ahora, el vil metal no ha permitido nuestra felicidad. Eso va a cambiar.
Usted conoce, porque lo ha visto, el reloj que mi bisabuelo recibió de su majestad Alfonso XII, un tesoro que ha llegado hasta mí, como único legado de mis pobres padres, que murieron sin posibles.
A pesar de las muchas fatigas que pasó mi familia a lo largo del tiempo, nunca se desligó de esa querida joya, pero hoy, Paulina, mi amor por usted es más grande que cualquier tesoro y estoy en condiciones de desprenderme del familiar, por una muy buena suma de duros, que nos permitirá, si me concede el premio de su amor, iniciar una vida juntos y felices, en compañía de la mamá de usted, a la que quiero como propia.
Hoy, cuando el Shanghai llegue a Valladolid y en el tiempo en que cambian la locomotora, tengo que verme con un señor muy principal de la ciudad, que está interesado en comprarme el reloj, por no menos de dos mil duros, Paulina, lo que nos permitiría alquilar una pieza de tres habitaciones, con aseo propio, que tengo vista en la calle Mayoral, con balcón a la calle, donde su señora madre podría tomar la fresca, como una marquesa, las tardes de verano.
Tanto si esto llega a buen término, como si no, esta carta quiero entregársela de viva mano, en persona, para que, de una manera u otra, sirva de declaración, solicitud de amor y propuesta de vida juntos, porque mi amor por usted es más fuerte que la pobreza más absoluta.
Dueña de mi corazón, cuento las horas que restan para poder contemplar su querido rostro y poner mi alma al servicio de nuestro amor.
Suyo hasta la muerte, y por encima de ella».
–Y firma Elidio Castrillo –rubricó el sargento Azagra.
Solo el sonarse los mocos de llantina de la señora Dolores –que no había tenido más remedio que estrenar kleenex nuevo–, rompió el silencio que acompañó la rúbrica final de la lectura.
–Está claro, mi sargento –argumentó Quintanilla–, que algo salió mal en Valladolid y al pobre desgraciado le dieron pasaporte; le robaron el reloj e hicieron desaparecer el cuerpo del delito. De manual.
Durante unas décimas de segundo, el mecánico cabeceo del sargento Azagra parecía coincidir con la solución propuesta por el pacense, pero un nuevo latigazo de acidez estomacal le hizo volver a la realidad.
–¡Me cago en tus muertos, conejo! –el exabrupto cuartelero sonó como un trallazo casposo en la quietud de la habitación–. ¿Y qué hacemos con el fiambre de carnaval que tenemos, aquí, en el suelo, esperando a los del cinco para que lo lleven al depósito?
–Eso, comisario, ¿qué se hace con eso? –la pregunta de Mariano hizo coincidir las miradas de todos en el cuerpo exánime, que lo seguía siendo, exánime, pero que ya no era tan cuerpo, porque gran parte de las piernas, a la altura de medio muslo, había desaparecido y de ahí para arriba, comenzaba a extenderse una gradual transparencia, que hacía ya visibles, a través del abdomen y el pecho del cadáver, las viejas baldosas de la habitación.
La señora Dolores no dejaba de persignarse –«Jesús, María y José»–, a velocidad de récord Guinness.
Quintanilla, que era el más cercano al fiambre, pegó un brinco hacia atrás, tropezó con un perchero y, trastabillando, vino a aterrizar en una otomana, reserva de ácaros de la biosfera.
Para entonces, el cadáver había desaparecido. Todo estaba en silencio, nadie hablaba, hasta la lluvia había dado una tregua.
Aunque todas las ventanas estaban cerradas, una fuerte ráfaga de viento frío barrió la habitación y como en un espejismo de carretera, en el marco de la puerta se dibujaron los perfiles temblones de dos personas: hombre y mujer, que tras unas décimas de segundo desaparecieron en la salitrosa llamada de la escalera.
Mariano aprovechó el ensimismamiento del sargento Azagra, para escamotearle tres o cuatro güinstons.
La señora Dolores, sin fuerzas para seguir persignándose, se sonó los mocos con un estruendo viscoso, comprobó que el kleenex aún tenía un par de usos más y se quedó sentada, en silencio.
Liberado de la otomana, el pacense recobró la marcialidad y volvió al protocolo.
–Mi sargento, los del juzgado estarán al caer. ¿Qué les vamos a contar de lo ocurrido?
Con gesto cansado, el sargento Azagra se dejó caer en el sofá, junto al anciano. Se masajeó los ojos; negó con la cabeza un par de veces e, inclinándose un poco hacia delante, para tener a la señora Dolores en su campo visual, le dijo:
–Señora, ¿no tendría usted a mano una copita de anís del mono, por un casual?
La lluvia volvió a tamborilear en los cristales. El cielo seguía negro, como la suerte de un ludópata, y en algún departamento municipal, alguien le dio al botón de poner en marcha todos los aspersores de la jardinería comunitaria.

LIDIA FUENTES

Era por todo el pueblo bien sabido
que el joven Enrique, el cartero, no quería
seguir con el oficio de su padre ni de su abuelo.
En su primer año repartiendo cartas
se habían disparado las reclamaciones, por extravío,
por demora, por confundir las direcciones
o sentirse quizás interiormente perdido.
Su padre en la oficina trataba de encubrir y remediar
los daños causados, con la esperanza de que solo fuera
una mala racha de la edad y evitar así su despido.
Era por todo el pueblo bien sabido que fue con Julia,
la muchacha de provincia, a la que le llevaba el correo
en mano y puntual, que en la tercera entrega
descubrió Enrique que quería ser alfarero.
Julia era hija de un artesano de alfarería,
en esos encuentros de naturaleza pasional, la muchacha
convenció al joven a que tuviera valor…
Y así fue como Enrique, el cartero, desapareció.
Y con voluntad y pasión en su nuevo quehacer,
maestro con sus manos llegó a ser.
A su padre en correros un paquete y una carta le llegó,
Hermosos cuencos, palmatorias y vasijas había en su interior,
“Ahora soy feliz, te quiero papá, vas a ser abuelo”.
El padre emocionado lloró y lloró.

CECI LOBATO

Ana revisaba el buzón todos los días. Era extraño, recibía sus facturas, el diario, publicidades y mucho más. Pero nunca había visto al cartero. Cumplía su misión, hacia su trabajo pero nadie lo conocía. Un día lluvioso Ana decidió esconderse para descubrir quien era este personaje que entregaba la correspondencia y desaparecía por arte de magia.
Y al fin lo vio casi sin verlo, bajo un torrente de lluvia rellenar el buzón con mucha prisa. En un abrir y cerrar de ojos, volvió a desaparecer.
Ana comprendió súbitamente que el ahinco y la rapidez del hombre era llegar a cada casa y volar rápidamente de buzón en buzón como si fuera un pájaro.

ASAPH FERNÁNDEZ

Cartas para Eusebio
Estimado Eusebio,
Espero… sé que aún te encuentras bien. La razón de mi carta es informarte acerca de los posibles acontecimientos que pudieran cambiar nuestra relación para siempre. Has quedado de verte con la chica guapa que has venido conociendo desde hace unos días, y sé que mañana te verás con ella, han quedado de verse en el café de la avenida Independencia. ¿Qué cómo lo sé? Eso no importa.
Quiero pedirte que no vayas, créeme, haz caso a lo que digo por una vez en tu vida. Si no lo haces, hasta aquí hemos llegado en nuestra relación.
Att. Tu vida
PD Siempre tuya
El cartero que tantas veces había encontrado obstaculizada la entrada a la razón y al sentido común -dentro de la cabeza de Eusebio- se había extraviado durante el camino, las bien dibujadas líneas en el cuerpo de aquella mujer unidas a su rebosante belleza habían hecho desviar a Eusebio y al cartero con aquella importante misiva. Y que hablar del hombre en que se había convertido: reacio y testarudo, «muy hombre» como le gustaba llamarse, sin temor de nada ni nadie. Nunca escuchaba razones. Siempre intentando imponer su voluntad ante los demás, siendo este el principal obstáculo que le negó el regreso a su hogar.
La vida se había hecho acompañar de la razón, y juntas enviaron esta misiva a Eusebio Canales pero él no la recibió.
La mañana siguiente, como casi todas las mañanas, salió de su casa, despreocupado por la carta que un día antes alguien había deslizado debajo de la puerta. Las palabras no eran las descritas anteriormente pero el significado o la advertencia eran muy similares.
–No te metas con mi mujer o pagarás muy caro…

ANGY DEL TORO

CHICHO, EL CARTERO.
—¿Sabes si ya pasó el Cartero? Has preguntado tres veces. —respondió mi marido.
—Y ahora ¿qué estás esperando? Te he dicho que utilices las redes sociales, ya esa historia de los carteros ni se usa, ni me gusta y lo sabes.
—No me interesan las redes sociales, estaré chapada a la antigua, pero emociona esperar correspondencia. En mi pueblo estar pendiente al Cartero es uno de los acontecimientos más importantes de la semana.
—Da por terminada tal dependencia. Vives en la ciudad y estamos en pleno siglo XXI, así que olvídalo y conecta internet. No quiero ver ni un día más a ese hombre parado en la puerta de la casa y mucho menos que le estés brindando agua, café, ni nada por el estilo.
—Han pasado setenta y dos horas y de cartero nada, voy a la Estación de Policía para denunciar que el Cartero ha desaparecido, no me lo vas a impedir. Apresuro mis pasos y me adentro en la Estación sin esperar su respuesta.
—Vengo a denunciar la desaparición de mi Cartero. —dije al oficial de guardia. Pasado el interrogatorio, respondieron que yo no tenía información suficiente para declarar una desaparición y que tan siquiera sabía cuál era el nombre real del susodicho. Insistí en que todos en el barrio le dicen “Chicho el Cartero” y que hablaría con sus superiores, que, por favor, avisara al Capitán. Mi marido impaciente, disimulaba su disgusto. Además, él debía viajar por unos días al extranjero y quería dejarme calmada y en casa. Estaba celoso, lo sabía, pero igual me daban sus celos, más bien lo que quería demostrar es que el Cartero había desaparecido.
—Al fin solos cariño, ya puedes “salir del closet”, mi marido acaba de marcharse y estará ausente por una semana. Le prometí cambiar mis hábitos de comunicación, creamos un grupo en WhatsApp para mantenernos conectados. Mientras tanto, tú y yo, jugaremos al “Cartero Desaparecido”.

GAIA ORBE

Cartero
sentir el papel
remendar los errores
vibrar sin miedo
la postal de navidad
soneto a cuatro voces
……..
hombre a la espera
historias puerta a puerta
ladra sin piedad
perro malhumorado
muerde sin razón
………..
amor en líneas
estampilla con luna
de puño y letra
el bolso del cartero
cartas que son memoria

BEA ARETEENCUERO

En un pequeño pueblo rural, vivía doña Marcela, madre de tres hijos varones; Los dos mayores se habian marchado a la ciudad en busca de nuevos horizontes, al terminar la universidad se establecieron, formaron su familia y nunca regresaron al pueblo. Muy de vez en cuando visitaban a su madre .
Con ella vivía el menor …Marcelino.
Hacía años que era viuda, se puede decir que vivían felices sin altibajos, Marcelino trabajaba en el taller mecanico de un amigo y tambien ayudaba a su madre en las tareas de la granja, situada a las afueras del pueblo, era una casa pequeña, rodeada de un bello jardín, con muchos árboles, algunos frutales y tambien animales.
Una fria mañana de Junio..Don Raúl, el cartero llego con un telegrama..
Marcelino fue llamado al frente..
Había empezado la guerra y los jovenes eran convocados a luchar.
Orgulloso partio a defender a su partía, dejando a su.madre con lágrimas en los ojos y la mano levantada diciéndole adiós.
A partir de ese momento Marcelina vivía esperando las cartas de su hijo. Así fue que Don Raúl era esperado siempre con un café.
Transcurría el tiempo y llegaban las cartas desde el frente.
Se establecio una amistad entre doña Marcelina y don Raúl, el cartero.Que fue creciendo con el tiempo.
Cierto día, al acomodar las cartas para salir al reparto Raúl vio una carta dirigida a Marcelina, él había decidido confesarle su amor.
¡Que mejor momento! Que ese para hacerlo cuando le llevara noticias de su hijo.
Había nacido entre ellos un sentimiento, ambos lo sabían en silencio, se lo decían con la mirada, era un amor calmo, seguro, construido de a poco, paso a paso.
Pero el destino se interpuso y Raúl nunca llego a confesarle su amor.AL doblar en una esquina un camión lo atropello, murió al instante.
Marcelina espero en vano ese día y los siguientes al cartero, preguntandose porque ya no pasaba por su casa ¿Dónde esta? se preguntaba…
Cuando se entero, se le rompio el corazón…Ella también lo amaba!!
El nuevo cartero no llego nunca a su casa, ella seguía esperando carta de su hijo; Jamás llegaron porque el día que murio don Raúl (el cartero)
Las cartas que llevaba se perdieron y entre ellas estaba la carta dirigida a doña Marcelina, era del frente de batalla, notificandole que su hijo había muerto como un héroe, defendiendo su patria..!!
Los que la conocieron aseguran, que murio esperando noticias de su hijo, aún después que termino la guerra y llorando la pérdida del hombre que no llego a decirle…
¡¡¡Te amo!!!

LOLY MORENO BARNES

__¡ Buen día señora Adela!
__¡Buen día joven!¿ que desea?
__Señora Adela, hoy le traigo un paquete de Amazon.
__¿Entonces?¿es usted un repartidor?
__No, señora Adela. Soy el cartero de siempre, que trabaja en Correos.
¿Podría usted decirme su DNI?
__Espere joven, que busco una fotocopia que me ha dejado mi hijo en la mesilla del recibidor. Sabe usted, a mi edad ya no tengo memoria para tantos números.¿ quiere pasar a descansar y le preparo un café?
__No señora Adela, tengo un horario que cumplir, voy retrasado y en el reparto, nunca paro.¡ El tiempo es oro!
__¡ Que juventud esta, corriendo todo el día , sin disfrutar del tiempo!
Aquí tiene la fotocopia con mi número de DNI.
__Ahora , tiene usted que firmar en esta tablet.
__Ufff joven,¿ cómo se firma ahí?¡ si ya casi no se firmar en papel!
__¡Usted ponga su nombre con el dedo y listo!
__¡Hay que ver!¡ Casi volvemos a los tiempos de firmar con la huella!
Dígame joven, ¿Usted cuantas cartas reparte de esas escritas a mano digo?
Es que yo ya no recibo ninguna… Ni de mis hijos, ni menos de mis nietos…
Cuando era joven escribía mucho a mis hermanos que vivían lejos y ellos respondían antes de un año. Luego solo llegaban tarjetas de navidad o alguna postal. De eso ya mucho tiempo…
Hasta hace poco llegaba la correspondencia del banco, pero ya me dice mi hijo que eso lo recibe por internet, que yo no debo preocuparme de nada.
__No señora, ya no se usa mandar cartas manuscritas .Postales y tarjetas tampoco porque ahora se usan los móviles para las imágenes.
Solo se mandan notificaciones, publicidad y mucha paquetería.
Pasado un rato , llegó a casa el hijo de doña Adela y pregunta a su madre:
__Mamá, ¿Ha pasado el cartero?
__¡Anda ya hijo!¡Que cosas dices!
¡ SI EL CARTERO YA NO EXISTE !

 

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17 comentarios en «El cartero desaparecido»

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