Mi ídolo – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «mi ídolo». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 13 de noviembre!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

¡Ay, deidad que habita cielo que grita belleza!

¿Será verdad el etéreo en vida eterna?

¡Oh, nube de llanto!¡Aquí en tierra; un susurro de infinito universo!

Buscó un único verso el narrador poético, encontró entre sombras el haz de luz sempiterno, caricia de manto de anodino lamento.

ANTONICUS EFE

El fan.

Siempre me había fascinado ese tipo; el de la voz rota, el de los ojos inyectados como puñales cuando le cantaba a la realidad. Lo vi actuar por primera vez en una fiesta de amigos, era una fiesta privada, ya hace tiempo de aquello. No había escenario, solo una luz temblorosa y un micro que parecía haber sobrevivido a algún técnico ochentero, de esos que quitaban piezas a las cosas que reparaban. El apareció delante del micro con una actitud desafiante y una mirada que decía: “no esperes que te salve, pero te voy a incendiar la mente.

Cantó como si cada palabra fuera una confesión arrancada a la fuerza. Versos que no rimaban, pero dolían. Canciones que no pedían perdón. Hablaba de la vida misma y la gente lo escuchaba en silencio, como si estuviesen en misa, pero en una misa pagana, sucia, verdadera.

Desde entonces lo seguí. No como esos fans que coleccionan recuerdos y camisetitas. Yo lo seguía en los silencios, en las grietas de sus letras, en los gestos que hacía cuando creía que nadie lo miraba. Me obsesioné con entenderlo ¿Quién era ese hombre que escribía como si el mundo estuviese a punto de acabarse y el fuera el único que lo sabía?

Leía todo lo que encontraba de él. Entrevistas —muy pocas la verdad— fragmentos de libretas que había desechado filtradas por alguna amiga traidora, grabaciones clandestinas de las que ni él se acordaba a veces. No era famoso, era peor, era una leyenda cuya historia no había sido contada por cobardía. Nadie sabía donde vivía, donde o con quien dormía, con quien tocaba, ni si alguna vez había llorado o reído. Pero era real y la gente lo sabía aunque lo ignorasen, eso bastaba.

Yo escribía sobre él. Crónicas, ensayos, cartas que nunca enviaba. En una de esas cartas le decía “Tu voz me recuerda que no todo está perdido, que aún hay palabras que no han sido domesticadas”. A veces me imaginaba encontrándomelo en un bar, hablándole como quien le habla a un dios caído, pero sabía que el no me escucharía, me haría una señal con su botella de cerveza y me diría “A tu salud hermano, piérdete en tu bazofia de mundo”.

Una noche, después de uno de sus conciertos clandestinos, me quedé solo en la sala. El dueño me dejó quedarme. Me senté al borde del escenario, donde aún olía a birra y sudor. Miré el micro, lo toqué y entonces lo entendí.

No era el hombre, era la máscara, la grieta por donde se escapa todo lo que no cabe en la vida normal lo que me fascinaba. Era una invención, una trinchera, una forma de decir lo que yo no me atrevía. Cada poema que admiraba, cada letra de sus canciones, cada nota distorsionada de su guitarra, cada arpegio que te introducía en un mundo onírico, todo lo había escrito yo en las noches de insomnio, en las tardes grises abrazado a la soledad, en las mañanas sin alma.

Me escondí detrás del mito porque el mundo no sabe que hacer con los que sienten demasiado. Lo inventé todo para poder sobrevivirme. Y ahora, sentado en un escenario vacío, entendí que admirarlo era mi forma de no desaparecer.

Así que sí, soy fan acérrimo de Coronado. Lo admiro con rabia, con ternura, con miedo, por que sé lo que cuesta ser él. Lo que cuesta ser yo.

Y mañana, volveré a escribir. Volveré a cantar. Volveré a arder sin quemarme mientras os observo.

BENEDICTO PALACIOS

MI ÍDOLO

Debería acercarse a mi puerta, llamar y esperar que yo apareciera con una de las alas que volteando había perdido. Cuando pasada una semana se presentó, su rostro era diferente del que yo conservaba en una fotografía. Le dejé que hablara, yo quería disfrutar de su excelencia y aprender de sus habilidades, porque tenía ciencia sujetarse en el aire. Comprendí que solamente buscaba mi admiración.

Otro día dejó a mi puerta una libreta para que expusiera mis deseos. Escribí que me ayudara a ir a y volver sobre los acontecimientos, sobre los más gozosos en particular y estar en condiciones de gobernarlos.

No contestó.

También le solicité que me ayudara a recrear el rostro de otros ídolos por no quedarme prendido de su sola figura.

Que era imposible me dijo por señas.

Lo reflexioné mucho, pero si yo guardé sigilosamente su ala, pedir algo a cambio sería un mero cumplido. También se lo escribí en la libreta. Quiero que cuando todo se frustre, quede completamente libre mi pensamiento.

Se lo está pensando.

Tengo el imperioso deseo de llegar a ser tan sabio como él, tan bello, tan hábil y tan dechado de poder que no baste con estar a su altura. Deseo ascender más alto. Cierto que cuanto más me aleje de la realidad más aislado me encontraré. Pero es que estoy deseando cambiarla. Si eres capaz de alterar el gusto de las personas, ayúdame a cambiar los gustos y sensaciones del mundoLo quiero más justo y mejor.

No estoy facultado, me contestó.

Comunicó a sus admiradores que descendería sobre la panza de un globo y les citó cerca de una laguna por si el globo se desinflaba. Varios autos subieron hasta allí. Postrados en tierra, los seguidores batían los brazos con movimientos uniformes dándole la bienvenida.

Desde tan arriba la muchedumbre le obnubiló. Abrió los brazos, se desprendió del globo y voló sin tiempo de caer en el agua. Y aunque sus simpatizantes extendieron las manos para recibirle, se estampó contra el parabrisas de un coche.

Está en proceso de subir a los altares, dónde va a parar.

B. Palacios

EMILIA CREGO

ENTRE LAS SOMBRAS

En mi memoria brillan las luces de un ser que nació para dar amor. Sus manos fueron como pétalos de una flor en primavera y sentí el aroma del aire fresco en las mañanas.

¡No se fue!

Susurrándome al oído; sus palabras me llenaron de paz, de emociones vividas y un sentimiento que aún está en mi pecho quemando la piel. Esta fue la sensación de desolación cuando una vida se apaga lentamente. Se vive para dejar una huella que se llena de momentos vividos. Estos fueron, en aquellos instantes, el brillo de unos ojos que se llenaron de lágrimas compartidas.

Lágrimas que se fueron surcando entre sombras, en una noche fría y serena. Ella se dejó llevar por una estela, que le dio luz entre las sombras, dibujando una línea hacia una estrella que aún brilla con magnitud. Inició el camino dejando sosiego entre paredes llenas de dolor. Soltando las cadenas que un día no la dejaron vivir, los días interminables partieron por caminos con las flores cortadas, entre el polvo y las piedras.

Aquella noche cubría su cuerpo un vestido blanco, unos zapatitos brillantes y su cabello con destellos plateados. En un segundo de lucidez y con los ojos llenos de tristeza, su cara se tornó con la piel tersa, los ojos radiaban luz y esperanza.

Mi ídolo, mi héroe, el ángel que guarda mis sueños. Llega para aliviar mi desconsuelo y llenar mis días de ilusiones vividas.

DAVID MERLÁN

LA META

—¿Tú crees que lloverá? —preguntó Elisa, con la barbilla apoyada en la mano. El cielo del viernes se aplastaba contra los ventanales del aula como una lámina de plomo. Afuera, el viento revolvía los árboles del patio, y dentro, el zumbido incesante del fluorescente se mezclaba con el rumor distraído de los compañeros.

—Seguro —respondió Inés, sin levantar la vista del cuaderno—. Pero tú te quedarás igualmente mirando a tu ídolo del atletismo, ¿Verdad?.

Elisa se sonrojó y fingió pegarle en el brazo con una sonrisa, mientras miraba hacia otro lado.

—Es inútil que disimules, guapa, se te nota a leguas que estás coladito por él.

Y Elisa volvió a dar la callada por respuesta con la cara iluminada de ilusión. Desde hacía semanas, cada vez que sonaba el timbre del recreo, su mirada buscaba a Marcos. Ese chico algo mayor que ella pero que la traía en un sinvivir. Lo podía reconocer a distancia por su andar relajado, y por la cazadora azul del equipo que colgaba siempre de su hombro.

Esa tarde, de noviembre, cuando las noches llegan antes de hora, al salir del instituto, la lluvia empezó a caer en serio. Elisa, sin saber muy bien por qué, decidió no abrir el paraguas. Caminó despacio hacia la pista de atletismo, atraída por el sonido rítmico de unas zancadas contra el suelo mojado.

Allí estaba Marcos, solo, corriendo bajo la lluvia y los focos que iluminaban las instalaciones deportivas. Elisa se sentó en la segunda fila de la grada de la recta de meta. Al pasar por delante de ella en pleno esfuerzo, vio como la camiseta blanca de Marcos se pegaba al cuerpo y el vapor que salía de su boca lo envolvía como una pequeña niebla.

—¡Vas a coger una pulmonía! —gritó ella a su paso poniendo las manos a modo de megáfono.

Él ni se inmutó y tras dar la curva, la contrarecta, enfiló la recta de meta. Ella se dió cuenta de su mirada fugaz desde la contrarecta, y él, aceleró al pasar a su altura. El mismo acelerón que notó Elisa en su palpitante corazón al verlo cruzar la meta.

Tras reponerse, se giró y se dirigió hacia ella. Elisa, al verlo venir, bajo el par de filas de la grada y lo esperó apoyada en la barandilla.

Al llegar junto a ella se detuvo, y le dedicó una generosa sonrisa mientras el agua le escurria por el cabello mezclada con el sudor.

—¿Y perderme esto?—contestó él.—Cuando llueve así parece que el mundo se detiene, ¿No creés?—añadió para acabar de sonrojar a la preadolescente.

Elisa dudó un momento en silencio sin saber qué constertale a su ídolo.

El barro se le había metió en los zapatos y el agua fría le calaba los vaqueros. Marcos la miró divertido.

—Si te quedas ahí quieta, te vas a congelar. Ven, corre conmigo.

—¿Correr? ¡¿Pero qué dices?! ¡Ni hablar!

—Vamos, ¿de qué tienes miedo?—preguntó él, con una sonrisa que la desarmó—. Solo una vuelta.

Ella se echó a reír y echó a correr tras él, torpe, salpicando charcos, jadeando entre carcajadas mientras le pedía que no fuese tan rápido. Al llegar a la primera curva, ella resbaló y cayó de rodillas. Marcos se detuvo al instante y corrió a ayudarla.

—¿Estás bien?

—Si, estoy bien, pero creo que mi orgullo no —rió ella, con las mejillas ardiendo pese al frío.

Él se inclinó para levantarla. Por un segundo quedaron tan cerca que ni un folio cabría entre sus labios. El ruido de la lluvia se volvió un murmullo distante. Elisa sintió que todo se ralentizaba, como sucede en las escenas emotivas de las películas románticas.

—Nunca había corrido con alguien, bueno…mejor dicho, detrás de alguien—susurró ella recuperando algo de su dignidad perdida.

—Entonces me apunto la primera victoria, ja,ja,ja —reaccionó él antes de ponerse serio y besarla.

Fue un beso breve, un instante fugaz, se diría que hasta torpe, con sabor a agua y a sorpresa, pero en él se encendió algo que ni los años, ni las mudanzas, ni el olvido podrían apagar.

Ella se desarmó por completo y sabía positivamente y sin ningún género de dudas, que aquel instante se quedaría grabado a cincel en piedra para el resto de su vida.

***

El curso escolar tocaba a su fin y ante la inevitable separación por culpa de sus familias nómadas laborales, decidieron quedar para despedirse.

—¿Sabes? —dijo Marcos rendido a la inevitable atracción por Elisa—. A veces sueño con que te busco y no te encuentro. Pero sé que un día lo haré.

—¿Y qué pasará ese día?

Él sonrió. —Nos veremos en la meta, Elisa y echó a correr.

Elisa bajó la vista, intentando ocultar el temblor que le recorría por todo el cuerpo. Cuando volvió a levantarla, él ya se alejaba por la pista, la lluvia caía oblicua entre ambos como una cortina de cristal.

Al tiempo que los metros se ampliaban entre ellos aquella tarde, ella notó como él la miraba con una serenidad que no era propias de su edad.

Un pitido típico de avisador acústico como de marcha atrás de un vehículo se oía a lo lejos.

——-

El pitido del oxígeno marcaba el compás del silencio. Elisa abrió lentamente los ojos. El agua que caía fuera era incesante. La habitación olía a desinfectante y a flores artificiales. Intentó incorporarse, pero una manta la retenía como si fuese de piedra.

En la mesilla había una fotografía de juventud. Él estaba allí, sonriendo, con la misma cazadora azul. Hacía años que había muerto; eso lo sabía, lo había sabido siempre pocos años después de separarse aquella tarde en la pista de atletismo.

—¿Otra vez soñando con el pasado, señora Elisa? —preguntó la enfermera, acomodándole la almohada.

Ella asintió lentamente. —Si, hija, con la lluvia —murmuró—. Siempre con la lluvia.

Cuando la enfermera salió, Elisa notó algo sobre su pecho. Era una pequeña medalla, con una cinta azul desvaída. No recordaba tenerla, pero en el reverso se leía con trazo débil: “Para Elisa. Nos vemos en la meta.”

Sonrió con esa paz callada de quien ha esperado y soñado largos años con un momento, con un instante y al fin comprende que el final está cerca.

En ese preciso instante, la respiración se relentizó de repente y la habitación se llenó de una luz suave y extrañamente agradable.

Elisa sintió que caminaba de nuevo sobre la pista, pero esta vez el suelo no estaba mojado, sino cubierto como por una especie de bruma que, a cada uno de sus pasos, se levantaba sutilmente y que pareciese sostenerla.

Al fondo, bajo una lluvia luminosa, él la esperaba. Marcos, —igual de joven e igual de sereno—, le tendió la mano.

—Te lo dije —sonrió él—. Siempre cumplo lo que prometo.

Ella la tomó sin miedo, y juntos comenzaron a correr, riendo, hasta perderse más allá de la línea blanca de la meta donde el cielo se fundía con la tierra.

FIN

SUSANA NÉRIDA

Mi ídolo fue presidiario político. Además, pobre como una rata, como nosotros.

A diferencia de la mayoría, era humilde y sencillo; estaba felizmente casado, con una casita a las afueras de la ciudad, una de las muchas de Uruguay. Con un huerto y jardín donde pasaba las horas.

Dedicó su vida a mejorar las cosas, para él, para los suyos, para los ciudadanos. Aunque consiguió ser presidente de su país, ganaba el sueldo mínimo, el mismo que sus conciudadanos. Se le veía sin escolta en más de una ocasión y tenía un coche destartalado.

Hablaba como Cantinflas, o como Jacques Fresco, con una profunda sabiduría y reflexión que hacían pensar a cualquiera que le escuchaba.

Y así vivió, hasta sus últimos momentos, en los cuales escribió una sencilla carta para despedirse de la gente que le apoyaba.

Poco después, moriría en los brazos de su amada.

Todo un ejemplo de persona, intentando cambiar un sistema podrido, desde sus inicios. No ha habido otro igual.

Su nombre era: Pepe Mujica. Un hombre noble y de buen corazón. De ideas estrafalarias, fuera de época. Un hombre que se ganó el respeto de muchas personas del mundo entero por querer cambiar las cosas.

Nunca he votado, pero con él, habría hecho una excepción.

Más que un ídolo, un referente político que nos hace reflexionar sobre caminos alternativos.

Vuela en paz, vuela libre. Que ya nos encontraremos a su debido momento. No hay prisa en que llegue ese día.

CARMEN BERJANO

Mi mayor fuente de amor y fuerza

Mi colecho por años con sus mil formas de decir te quiero

Ha superado tanto

Ha creído en él y cuando ha dejado de creer, ha esperado paciente a que volvieran a brotar sueños

Ha sido mi debilidad y lo será siempre

Ahora empieza a volar y esta distancia duele, aunque sea natural

Mi mayor ídolo: mi hijo Adrián.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

DELIRIOS GÓTICOS

Ahora lo sé. Nunca debí aceptar aquella invitación.

“Ven, solo será una cena tranquila”, me dijeron. Y yo, que suelo pecar de ingenuo, acudí acompañado de muchas dudas y una botella del mejor vino que logré encontrar.

Desde que la enfermedad me arrebatase a Virginia, los cuervos no dejan de sobrevolar mi vida. Una bandada de monstruos de agüero bastante oscuro cuya visión y escalofriantes graznidos enturbian ahora mi entendimiento.

¡Ay, cómo la echo de menos!

Veintitrés, sólo tenía veintitrés. Apenas alcanzaba a disfrutar de las bondades de este mundo cuando de pronto se fue, dejándome un vacío imposible de rellenar. El alcohol no amortiguaba ya mi honda pena, así que, para intentar salir de tan negro cuento, decidí acudir a la cita.

Les aseguro que aquel paraje a las afueras de Baltimore no es lugar donde uno desearía estar. La noche sufría el castigo de la más profunda de las oscuridades: lúgubre, sepulcral, de esas en las que el aire parece salido de un sótano mal ventilado. Con su luna mortecina, su viento ululante y una cohorte de búhos como escogidos para la ocasión. Así fue como llegué a la legendaria Casa Usher, un antiguo edificio con la estabilidad de un castillo de naipes y un par de enormes ventanas con la apariencia de dos ojos cansados. Un desecho de paredes húmedas, cortinas ondeando como fantasmas temblorosos y unos pasillos tan interminables que uno podría envejecer tratando de recorrerlos.

El anfitrión, Roderick Usher, salió a recibirme con gesto grave, mirada extraviada y un apretón de manos tan flojo que pensé estar saludando a un cadáver. Su grado de palidez me hizo dudar entre la enfermedad o su pasión por lo gótico, algo que, de haber sido así, ambos compartíamos. De pronto, haciendo gala de una agilidad inusitada, se lanzó a tocar el laúd mientras me hablaba de la delicada salud de su hermana Madeline, que se encontraba “indispuesta”, reposando abajo en la cripta. Curioso lugar para el descanso.

Una vez recuperado de la impresión inicial, pronto comprendí de qué iba aquello. Nadie me dijo que se tratara de una fiesta de disfraces para escritores de temática gótica. La noche de Poe, si hasta lo ponía en la tarjeta. Idiota de mí.

De repente, se escuchó un desgarrador nunca más. Giré la cabeza y vi a un invitado disfrazado de cuervo, apoyado sobre el respaldo de un sillón, que me miraba con cara de juez mientras simulaba graznar la célebre frase. No con mucho éxito, he de decirlo.

—¿Nunca más qué? —me atreví a preguntar.
—Nunca más vengo a una fiesta así —confesó—. La gente es de lo más rara, las bebidas están calientes y esta música de laúd es un muermo.

Sin saber qué contestar y con la sospecha de que el hombre cuervo padecía de algún desajuste, me retiré con discreción y fui a dar una vuelta por el inmueble. Avanzando por los pasillos descubrí un amplio catálogo de curiosidades. En una habitación me topé con un señor recostado en una mesa que aseguraba estar obsesionado con un reloj cuyo enorme péndulo descendía amenazante sobre él. En otra sala un invitado, desesperado, decía escuchar un corazón palpitante escondido bajo las maderas del suelo. El colmo de la hospitalidad vino cuando otro caballero me invitó con gesto cómplice a bajar a las bodegas:

—Amigo mío —me dijo—, tengo un barril de amontillado que deberías probar.

Yo, amante de los buenos caldos y confiado como les he dicho que soy, le acompañé solícito a las catacumbas. Pero en cuanto vi la paleta y los ladrillos listos para emparedar, comenzaron mis recelos. Entonces, un gato negro saltó desde la oscuridad, huyendo como las almas escapan del diablo, lo que me hizo confirmar que yo debía hacer lo mismo.

En ese momento, Lady Madeline regresó de su cripta y se lanzó de forma dramática sobre su hermano. Acto seguido, la casa se estremeció, crujió, gimió… y finalmente se derrumbó. Una puesta en escena magnífica, aunque un tanto peligrosa. Dudo de que tal representación hubiera pasado la más mínima inspección de riesgos laborales. Yo, como buen conocedor de Poe y sabiendo de qué iba la cosa, escapé a tiempo, jurando no regresar nunca más a una fiesta así, llena de peligros y escritores románticos, más peligrosos aún si cabe. Rodeado de personajes obsesivos, mujeres resucitadas, animales vengativos y dudosos anfitriones. Algo que el hombre cuervo, ahora subido a una rama, me volvió a confirmar con su impostado graznido. Una velada a la altura del mismísimo Edgar, mi ídolo absoluto, pensé, mientras intercalaba carcajadas nerviosas entre trueno y trueno a medida que me iba alejando y en la radio sonaba Anabel Lee. Ya saben, esa historia que sucedió hace años, muchos años, en un oscuro reino junto al mar.

Lo último que recuerdo es la botella vacía, el libro de cuentos bajo mi cara al despertar y el tictac asesino del reloj perforando mis sentidos. Como un enorme péndulo sin dejar de bailar de un lado para otro, armónico y cortante, dentro de mi cabeza.

Pedro Antonio López Cruz

EFRAÍN DÍAZ

Cuando volví al pueblo, lo primero que noté fue el silencio. No el silencio solemne de una catedral o un cementerio, sino uno más pobre, más reseco, como el que dejan los abanicos cuando se apagan. Cruzar el puente que lo divide con la civilización fue como regresar al pasado. Trujillo Alto quedó paralizado en el tiempo. Los relojes dejaron de caminar y los almanaques ya no cuentan los días. El tiempo dejó de correr, los jóvenes se fueron, pero los que se quedaron siguieron envejeciendo.

En medio de la plaza seguía la vieja estatua. Un hombre en pose heroica con el brazo extendido hacia un horizonte que ya no existía.

El bronce tenía manchas verdes y la base, que alguna vez fue de mármol, se había agrietado. Alguien le había pintado un bigote con marcador negro y, según me dijo don Lolo, que si no fuera porque el tiempo se detuvo ya estaria mudado de barrio, los muchachos del colegio usaban el pedestal para patinar los domingos.

-¿Recuerda quién era?- pregunté.

Don Lolo se quedó pensativo, como buscando el nombre en su memoria gastada o en el susurro del viento.

-Pues… fue alguien importante, dijo al fin. Uno de esos que hablaba bonito y daban discursos largos y prometían arreglar la carretera.

-¿Un político? pregunte.

-No, hombre, político no era. Pero hablaba bonito.

Entré al bar de Né. Allí seguían los mismos borrachos de siempre. Arrugados por la mala vida y el exceso de alcohol. Pero allí estaban, al pie del cañón. Con la misma deuda y con las mismas ganas de mojar el gaznate con ron barato. Pregunté lo mismo, y la respuesta no fue muy diferente: que el de la estatua había sido un político, o general del ejército, o un viejo médico del pueblo, según quién lo dijera. Uno aseguró que salvó a medio pueblo de la gripe española, que nunca se asomó por esas latitudes. Otro, que estaba en permanente estado de ebriedad, aseguró que el de la estatua se robó los fondos del hospital y que por eso Trujillo Alto no tenía un centro de salud. A nadie le constaba nada, pero todos lo decían con una convicción que embaucaba al más cauto.

Por la tarde me senté frente a la estatua. Observé cómo varios de los pocos niños que quedaban en el pueblo jugaban tirándole piedras al sombrero, a la cara y a donde pudieran darle. Apostaban utilizándolo de blanco para afinar la puntería. Sentí indignación. Pensé que quizá ese era el destino de todos los ídolos: primero los aplauden, les hacen una estatua, les rinden pleitesías y honores, para luego ignorarlos y al final apedrearlos.

El sol se fue bajando detrás de la torre del reloj, y por un instante el bronce pareció brillar como antes, como si el hombre aquel recordara de pronto quién fue. Pero enseguida una paloma le cagó el hombro y todo volvió a su sitio.

Al marcharme, leí en la placa un nombre casi borrado: “A la memoria de…” y el resto ilegible. No supe si sentir pena o alivio. Pensé que, de algún modo, el olvido también es una forma de descanso para los que una vez fueron ídolos. Mire a la cara de la estatua, con bigote pintado con un marcador negro y le dije en voz baja «ya esto se jodió don Emilio, hasta siempre».

Crucé el puente hacia la civilización y jamás regresé.

EMILIANO HEREDIA

LA VERDAD

Hoy, la verdad, es que no me apetece nada salir.

Es un día brumoso y gris de Noviembre.

Pero, la verdad, es que la razón por la que tengo que salir, es como una mano en mi espalda que me anima a hacerlo sin querer.

Hace muchos, pero muchos años que no he vuelto a verla, y el otro día, como si hubiera aparecido en un recoveco de un cajón de cosas olvidadas, volvió a aparecer en mis manos.

Julia.

Aún la recuerdo como una mal foto en color, movida, de los tiempos del instituto.

Menuda.

Delgada como brizna de hierba al viento.

Le cubría la cabeza una pincelada que la noche hubiera puesto en ella.

De tez pálida como la portada desvaída de un cuaderno usado.

Callada como una puesta de sol, discreta como el murmullo del agua de una fuente y misteriosa como una puerta cerrada.

Me la encontré de casualidad, sentada en la parada del autobús donde la vi por última vez, camino del instituto.

Sé que me reconoció, pero fingió no hacerlo, contando las rallas del losado de la acera.

Yo también la reconocí, y no conté las rallas de la acera.

En sus ojos, noté un brillo que no sé si, fue la nostalgia o la tristeza lo que lo prendieron en ellos.

Hoy hemos quedado para tomar un café.

El café de los viejos tiempos.

Ahí está, una línea negra, sobre el lienzo ocre de la fachada de la cafetería.

Con su abrigo negro, prolongación de su larga cabellera, y el punto final a este renglón escrito con tinta, lo ponen sus zapatos del mismo color.

-Hola Julia-le doy los dos besos, como si fuera el precio de la entrada de una obra de teatro protagonizada por ella misma-

-Hola Marcos-me devuelve los dos besos, como antiguamente, picaban los acomodadores la entrada a la platea-

– ¿Entramos?, hace frío aquí afuera-convencionalismo formal, sin utilidad, ya que la pregunta es de sabida respuesta, si no, no hubiéramos concertado esta cita en la entrada de esta cafetería-

-Sí, claro, entremos-Julia, entra con pasos menudos, casi etéreos, a la cafetería-

Nos acomodamos en un rincón del local, casi detrás de una columna, como si fuera una cita clandestina, queriendo ocultarnos de los ojos de los demás.

Se acerca el camarero, a tomarnos nota. Un tipo con la barriga queriendo salir por entre las aberturas de entre botón y botón de una camisa blanca quemada por los continuos lavados con lejía, y unos pantalones donde el cinturón parece Atlas sujetando el orbe terráqueo. Se acerca con los pies zambos, causa tal vez, por unos juanetes apretados en unos zapatos de rejilla, recortados a modo de ventana, para que se asomen éstos, por un cristal de algodón y esparadrapo.

Julia, pide un café con leche, y un croissant con mantequilla y mermelada.

Yo otro, pero con una napolitana de crema.

Nos sirve el camarero, poniendo los platos con los cubiertos envueltos en una servilleta de papel, los cafés a continuación, acompañados con el tintineo metálico de la cucharilla de metal sobre el platillo donde reposa la taza humeante.

-Te veo bien, Julia, de verdad, después de….¿cuánto?, ¿quince, veinte años quizá?-le pregunto, para romper el hielo, como si mi conversación fuera un ovillo de lana, y ella, las agujas para hacer una bufanda de conversación-

– y un día –responde, mientras, unta delicadamente la mantequilla sobre una de las caras del croissant, y añade la mermelada de freza delicadamente, como si, en vez de un cuchillo, tuviera un pincel en las manos, frágiles como las patitas de un gorrión-

-¿Cómo?- pregunto extrañado-

-Y un día- responde con un suspiro, bajito, como el siseo del viento, entre las oquedades de una ventana vieja-

-No entiendo, pero, en fin, cuéntame, que ha sido de tu vida, estos años, estoy muerto de curiosidad-mi sonrisa es como una carta petitoria en espera de respuesta-

-Nada del otro mundo-me responde, mientras come un trozo de croissant de una forma que, tal pareciera que es la primera vez que lo prueba, cosa que sé que no es cierta, pues, ni me acuerdo de las veces que habíamos desayunado ella y yo, en la cafetería del instituto-

-No me acuerdo quien, pero cuando acabé el instituto-y nos desperdigamos todos como una bandada de gorriones ante el ruido de una escopeta-al cabo de no sé cuántos años, al acabar el COU, tal vez, dos, tres años, me dijeron que te casaste con Javi, ¿no?

– Si –me responde, sin levantar la mirada, devorando el croissant de una forma que no es acorde a la manera de ser que siempre había recodado en ella, tan formal, con tan buenos modales, que hasta llegué a admirarla, la consideré por entonces, un ídolo que a menudo aterrizaba en el mundo de mis sueños y fantasías-

-Bueno, yo también me casé, lo normal, ¿no?, conoces a alguien, años de noviazgo, te casas, y al final del todo, con los años, te das cuenta, que tu matrimonio, ha sido como un ídolo con pies de barro, que acaba cayendo y cubriendo de porquería los años que has perdido de tu vida. En fin, que hace un año, me separé de Marta. Así se llamaba ella. Nuestro matrimonio, fue una mentira, una obra de teatro, con mentiras detrás del decorado. Era una especie de ídolo para mucha gente, el buen marido, el que tanto quería a su mujer…pero ella no, y con el tiempo, me di cuenta de que, no era ese ídolo al que mucho decían admirar, que no la quería con el corazón, si no, con el verbo, con el verbo amar, cinco letras que no significaban en absoluto para mí.

-Ya- Julia, me mira fijamente, con una tristeza escrita en su mirada, que me hace daño, abriendo el cajón de compasión-

-Perdona, no quisiera aburrirte con mis historias, no quisiera haberte molestado-miro hacia otro lado, como queriendo lanzarle un capote al toro de la tensa situación-

– ¿puedo pedir otro café y otro croissant? -me lo pide, cabizbaja, con dos soles atardecidos en sus mejillas-, es que tengo un poco de hambre y….

-Sí, claro, no te preocupes, además, no te preocupes, que a ésta invito yo, así tenemos excusa para vernos otra vez, y pagas tú, ja, ja, -disfrazo la situación con una máscara de comedia, para que no se sienta incómoda-

-Gracias-su “Gracias” suena como el chip- chip de un pequeño gorrioncillo-

Pido otro café y otro croissant. Un pequeño impás a la situación.

-Bueno, pues cuéntame tú, qué tal te va con el Javi, que todas las chicas del insti le teníais como un ídolo en un altar. Ya me dirás, rubio, fortote, que se parecía al cantante inglés ese de aquel grupo que ahora no me acuerdo. Lo que me reí cuando me dijeron que te casaste con él, no por ti, no me mal intérpretes, lo digo por la Carola, que estaba loquita por el Javi, y mira por donde, vas tú, y te casas con él

-Sí, claro, pero no creas que era como aparentaba, como si fuera alguien importante, con las chicas del instituto. Al principio, fue un tonteo, un más, pero fui yo, la más tonta, la que tuvo que caer en su red-comenta a la vez que devora frugalmente el croissant-. Pero no creas, recibí un buen dinero de su familia al casarme, no creas.

-¿y eso?, pregunto extrañado, terminándome el café-

-Lo de Javi, era todo fachada, a él, lo que le gustaban eran los hombres, y la familia, vio en mí, a la tonta perfecta, a la que pagar por casarse con su hijo homosexual, tener un heredero para la saga familiar, in vitro, por supuesto, a Javi le daba pánico la sola idea de tener relaciones sexuales con una mujer. El primer año, no estuvo mal, vivía como una reina, en casa de los padres, mientras hacían nuestro chalet en una parcela al lado del chalet familiar. El segundo año, los padres se impacientaban por no tener el heredero deseado, mientras su niño iba de orgía en orgía y de hombre en hombre, como un juego de la oca. De cama en cama y me lo tiro porque me toca. El tercer año, las cosas se pusieron demasiado en mi contra. Gritos, amenazas. Estaba claro que el padre estaba empezando a perder la paciencia al ver que su “inversión” monetaria no daba lo réditos esperados. Infinidad de pruebas, tratamientos de fertilidad, para nada, el que no servía para tener hijos, era él. Hasta que un día, le encontré en nuestra cama, con uno de sus mejores amigos. Aquello fue la gota que colmó el vaso. No me importaba en absoluto que fuera homosexual, marciano o lo que quisiera ser, pero la cama, mi cama, era mi refugio, el lugar donde tantas veces había sembrado tantas lagrimas entre las sabanas. Y un día, Javi se murió.

– ¡uf!, Julia, me has dejado un poco hecho polvo, de verdad que no sabía nada de todo esto, de verdad que lo siento, y…. perdona, no quisiera ser indiscreto, pero cuando hace que se murió Javi? La pregunto, mientras pago la cuenta al camarero de los pies zambos-

-Veinte años y un día. Salí la semana pasada.

Fin

Emiliano Heredia Jurado

1 de noviembre de 2025

FRAN KMIL

—Aunque Dios no exista, la gente necesita creer, tener sus ídolos; unos para adorarlo y depositar sus esperanzas en él, otros, para no cargar con la culpa, y unos pocos, para enriquecerse. Por eso se inventaron un Dios misericordioso, pero vengativo, amoroso pero celoso, que aborrece a los ídolos, pero pide que lo idolatren.

De repente el abuelo había recobrado la sabiduría y hablaba como lo hacía meses atrás, cuando no padecía de demencia que le atacó de repente. Casualmente ( me enteré después) coincidiendo con la aparición de ella.

Yo, que le había seguido la corriente por respeto, me sentí ridículo arrodillado en pose de oración, debajo de la mata de ceiba de la vieja casona en las afueras de la ciudad, frente a un caldero viejo de hierro oxidado, con dos piedras chinas dentro, una mano humana y una plancha, también de hierro, de las que se calentaban con carbón. Cosas que habia visto en las religiones de los negros africanos.

Intenté ponerme de pie, pero la mano del abuelo en mi hombro izquierdo hizo presión hacia abajo, ordenándome permanecer en la posición con el gesto.

—No somos dioses, como tampoco lo que ves es la realidad. Esos son intercomunicadores galácticos

Ladeé la cabeza y miré hacia arriba para decir algo.

—Siga orando y escuche lo que se le va a decir.

Me puso en aprieto. ¿Cómo orar si no creía en Dios? Moví los labios para parecer que decía algo.

Hasta mí habían llegado rumores de que el viejo no andaba bien de la cabeza, que le “patinaba el coco”y le había dado por decir que ya podía declarar la verdad, porque el tiempo se había cumplido.

—imagínate que sacó de un cajón un viejo caldero, dos piedras chinas y una plancha de carbón y los puso debajo de la ceiba —me contó el primo Rubén entre trago y trago de whisky— Y le ha dado por decir que una maga roja vino por él para llevarlo a casa. De noche sale al patio y se arrodilla delante de sus objetos y habla en un idioma desconocido que nadie entiende. Dice que es su idioma materno.

“Tengo que ver al abuelo. ¿Cómo sabe de la maga roja?” Pensé.

—Ah, se me olvidaba. Pregunta mucho por ti—continuó el primo— “Si le ve, dile que el abuelo le quiere ver” dice a todo el mundo, a conocidos y desconocidos y agrega “ es teniente de la policía, pero no sabe lo que está haciendo.

Y vine a buscar respuestas.

La tía Mercy abrió la puerta.

—¡Muchacho, al fin!

Y me dio un fuerte abrazo y un beso.

Apareció el abuelo. Habló en una lengua que jamás había escuchado. La tía respondió en el mismo idioma.

Todavía estaba asombrado cuando el abuelo, sin saludarme, me ordenó que le siguiera al patio.

–¿Usted le entiende, tía?

Pregunté en susurro al pasar junto a ella.

—Si. No me pregunte cómo, pero lo entiendo. Me llevó al patio y me ordenó hablarle a sus cacharros y ya, comencé a entenderlo.

Sino fuera el abuelo y no estuviera la maga roja de por medio, me paraba y mandaba todo a la mierda.

“Deja de perseguir a la maga”

Exigió una voz desde el caldero.

ANDRÉS JAMES CÁCERES

El ídolo olvidado (crónica verdadera en homenaje al uruguayo Waldemar Victorino).

El hombre de los goles importantes. El obrero del balón convertido en el Cid Campeador de las batallas más difíciles. La libertadores del 80.. Luego la intercontinental contra el Nottingam Forest. El cabezazo rastrero con que festejamos el triunfo a la verdeamarela, en aquel controversial mundialito.

Los ídolos necesitan de gloria, de reconocimiento continuo, no pueden a veces lidiar con su ego inflado por mil titulares.

No soportan no ser lo que fueron, no pueden prenderse a la vida, como los semidioses expulsados del Olimpo. Me hubiera gustado estar allí Waldemar y contarte que los mortales también somos como vos, no aguantamos las vueltas del reloj. Ojalá tus cenizas en el área chica, inspiren el cabezazo oportuno del 9 de turno. Ojalá te recuerde definiendo a la hora de la gloria. La que te falto en esos minutos donde los descuentos corren demasiado rápido y nos damos cuenta que las ultimas páginas de los diarios, se transforman en papeles vacios, a la mala hora que arde la soledad.

Eduardo Cáceres.

EL IDIOTA

Ídolo

Quizás tenga razón Arquimides y soy una flor plástica: muy bonita, muy parecida a la realidad, pero sin el perfume que da la naturaleza a sus plantas; con la ventaja de no necesitar agua, ni tierra, ni sol, ni nadie que se ocupe de mis cuidados, pero con la desventaja de que, por esas mismas razones, nadie me acompañe, nadie se relacione conmigo más allá del gozo visual, la diversión carnal, el roce para comprobar si soy de carne, si respiro, si también tengo alma, si mi corazón late, si mi espíritu existe, si tengo sueños.

Sueño aunque me falte fe, a pesar de no tener ídolo y no creer en las promesas humanas.

—Los idólatras serán condenados. Ya lo dice la Biblia. Mejor para ti.

Me sermoneó Teresa para alegrarme. Pobre de ella, no quiere admitir que soy de metal.

—¡Alégrate! recuerda: maldito el hombre que pone su confianza en otro hombre.

Dice eso, sin embargo ella puso su confianza en Armando, su esposo. “ Es mi todo, sin él no puedo vivir” me confesó.

Pero mi problema no es con Dios. Él no paga mis facturas.

Mi problema comenzó con mis padres.

—¡Inutil!

—Imbécil

—Cretina.

Las palabras de papá siempre revoloteando a mi alrededor.

—Buena para nada. ¡Hasta un niño de teta lo sabe! ¡Dios mio¿que coño yo parí?

Las quejas de mi madre rebotando dentro de mí sin poder salir, sin querer salir, negándose a que otros la oigan.

—Expresar los sentimientos nos libera, nos alivia. Cuando quieras hablar, cuenta conmigo.

Le digo que sí, pero no le digo cuando, como la negrita de la canción mejicana.

Pero yo conozco a Miguel antes de que se hiciera psicólogo y me es dificil creer en él.

Arquimides explotó por algo simple.

—Es bueno, me gusta su música. Es mi ídolo. ¿Y a ti?

—¿Quién?

—Coño, de qué estamos hablando, de Marc Antony.

—Me da igual, lo oigo pero…

—¡Carajo,que a ti nada te gusta! Eres una piedra. No, piedra no, porque por lo menos se calientan con el sol y algunas sirven para sentarse. Eres, eres…eres…una flor plástica.

Y me marché para que no me viera llorar.

La rabia no me deja vivir.

El remordimiento me acorrala.

La tristeza ocupa mis ojos.

El miedo paraliza mis músculos.

El temor a herir cierra mis labios y no me deja decir lo que siento.

Mi corazón se opone a que grite:

—Arquimedes te amo, eres mi ídolo.

Teresa me lo dijo.

—Cuando te enamores…

No estoy muy segura, no creo que hable así de Arquimides como ella habla de su esposo. No sé, creo que le amo.

Regreso.

No me importa que me vea llorando. No me importa si tengo que contarle.

—¿Pasa algo?

Me acerco y le doy un beso en los labios, tan solo un piquito.

Me mira asombrado.

—Te amo.

Digo.

Los dos petrificados: yo de miedo, él de sorpresa.

JUAN C VALTIERRA

La ausencia de Teodoro Macías

En San Jerónimo del Aguaje nunca pasa nada, pero todos hablan como si algo hubiera pasado. Dicen que Teodoro Macías se murió un martes. O fue miércoles. Da lo mismo. Los días aquí son todos el mismo día disfrazado de semana.

Lo encontraron en el catre de su cuarto, ese que rentaba arriba de la ferretería de los Abundis. Tenía los ojos abiertos mirando las vigas carcomidas del techo. En la mano apretaba una fotografía descolorida de Pedro Infante. La apretaba como quien se ahoga y agarra lo primero que encuentra, aunque sea una piedra.

Nadie lloró. Bueno, doña Remedios hizo el ademán, pero todos sabemos que ella llora en todos los velorios, sean de conocidos o de extraños. Es su manera de existir.

—Era un buen caballero —dijo don Ausencio en la cantina esa misma tarde—. Me pagó las cervezas una vez. O dos. Ya no me acuerdo.

—Era un sinvergüenza despreciable —replicó Justino Páramo, el de la tienda de abarrotes—. Me debía tres meses de piloncillo y nunca me pagó. ¿Eso hace un buen caballero?

Los dos tenían razón. Y los dos mentían. Porque Teodoro no era ni lo uno ni lo otro. Era un hombre que pasó por San Jerónimo del Aguaje como pasa el viento por el mezquite: sin dejar más huella que un temblor de hojas que nadie recuerda haber visto.

—–

El día del entierro no fue nadie. Bueno, el padre Silvino tuvo que ir porque es su obligación, y Crescencio el sepulturero porque le pagan por cavar. Entre los dos cargaron la caja de pino sin barnizar hasta el panteón que está en el cerro, donde el sol pega tan duro que hasta las cruces se tuercen buscando sombra.

—¿No tenía familia? —preguntó el padre mientras Crescencio paleaba la tierra sobre el cajón.

—Quién sabe. Hablaba seguido de Pedro Infante. Como si lo hubiera conocido. Como si fueran compadres.

—Pedro Infante lleva muerto más años que este pobre cristiano tenía de vida.

—Por eso digo. Aquí todos llevamos muertos más tiempo del que hemos vivido.

La tumba quedó sin nombre. Solo un montículo de tierra rojiza que para la semana siguiente ya era idéntico a todos los demás. Enterraron la fotografía con él. Nadie preguntó por qué.

—–

Teodoro había vivido entre nosotros veintitrés años. Llegó de Tototlán o de Tepatitlán, de algún pueblo que es igual a este pero con otro nombre. Trabajó de lo que saliera: ayudante en la cosecha, cargador en el mercado, velador en la escuela que nunca se terminó de construir.

Pero lo que realmente hacía Teodoro era otra cosa: se pasaba las tardes en el portal de su cuarto, escuchando canciones de Pedro Infante en una grabadora vieja que le prestó Macario. «Cien años», «Amorcito Corazón», «El Peor de los Caminos». Las mismas canciones, una y otra vez, como si esperara que en alguna repetición las palabras dijeran algo diferente.

—¿Por qué Pedro Infante? —le pregunté una vez.

Se quedó callado tanto tiempo que pensé que no me había oído. Luego dijo:

—Porque él sí vivió. Voló aviones, cantó en el cine, las mujeres lo querían. Vivió más en cuarenta y tantos años que yo en toda esta eternidad de no hacer nada.

—Pero también se murió —le dije.

—Sí. Pero cuando él se murió el país entero lloró. Cerraron comercios. La gente salió a las calles. Hasta el presidente fue al entierro. ¿Tú crees que cuando yo me muera alguien va a cerrar aunque sea la tienda de Justino por cinco minutos?

No supe qué contestarle. Los dos sabíamos la respuesta.

—–

Yo creo que Teodoro se la pasó toda su vida viviendo en el miedo. Miedo de lo que pasó: ese pleito con los Rentería que nunca se aclaró, esa mujer en Atotonilco que dizque lo esperaba y él nunca regresó, ese trabajo en Guadalajara que consiguió y que dejó después de dos días porque alguien le dijo que ahí no lo querían.

Y miedo de lo que pasaría: que si hablaba en la cantina dirían que era un hablador, que si se callaba dirían que era un orgulloso, que si se iba del pueblo dirían que era un fracasado, que si se quedaba dirían que era un conformista.

Se preocupó tanto por lo que los demás dijeran que se olvidó de sí mismo. Se olvidó de preguntarse qué quería él. Si quería irse o quedarse. Si quería hablar o callarse. Si quería vivir o solo esperar a que llegara la muerte.

Una tarde me dijo, estábamos sentados viendo cómo el sol se ponía detrás del cerro:

—¿Sabes qué es lo que más me duele? Que mi página en el registro de la vida se va a cerrar y no va a quedar ningún rastro de que yo vine. La vida después de mí va a ser como era antes. Nada va a cambiar. El sol va a seguir saliendo cada mañana y poniéndose cada noche. Lo único que va a cambiar es mi ausencia. Y nadie nota las ausencias. Solo notan las presencias.

—Pues haz algo —le dije—. Algo que valga la pena recordar.

Se rio. Fue una risa seca, como de carrizo quebrado.

—Ya es tarde. Me gasté toda la vida dudando. Dudando y prestando atención a lo que decían los demás. Ahora ya no sé ni quién soy. Si es que alguna vez lo supe.

—–

Dicen que la noche antes de morirse, Teodoro puso todas las canciones de Pedro Infante otra vez. Dicen que don Abundis lo escuchó cantar, por primera vez en todos esos años. Cantaba mal, desafinado, como canta la gente que no tiene costumbre de usar su propia voz.

Cuando lo encontraron al día siguiente, la grabadora seguía encendida pero ya no había música. Solo ese ruido blanco de la cinta que llegó al final y sigue girando porque nadie la detuvo.

—–

Han pasado seis meses. O un año. El tiempo aquí es como el agua en verano: se evapora antes de que puedas medirlo.

El sol sigue saliendo cada mañana con la precisión implacable de quien cumple una condena. Y se sigue poniendo cada noche, exhausto de alumbrar tanta nada. Don Ausencio sigue bebiendo en la cantina. Justino Páramo encontró a otro a quien cobrarle deudas. Doña Remedios ya lloró en tres velorios más.

La vida siguió siendo la vida, como dijo Teodoro que sería. Nada cambió. O tal vez todo cambió tan poquito que es lo mismo que nada.

Anoche fui al panteón. No sé por qué. Tal vez porque yo también me estoy haciendo viejo y uno empieza a visitar a los muertos para acostumbrarse a la idea de que pronto será uno de ellos.

Me senté junto a la tumba sin nombre de Teodoro Macías y me puse a pensar en Pedro Infante. En cómo se murió a los cuarenta y nueve años estrellado en un avión. En cómo todo México lo lloró. En cómo todavía lo recuerdan, lo cantan, lo ven en películas viejas que pasan en la tele.

Pero luego me puse a pensar: ¿y los que estaban con él en el avión? Esos otros que también se murieron ese día. ¿Cómo se llamaban? ¿Alguien se acuerda? ¿Alguien cerró un negocio por ellos?

Y me di cuenta de que Teodoro tenía razón en todo, menos en una cosa: no se equivocó al preocuparse. Se equivocó al creer que Pedro Infante era diferente. Porque al final hasta Pedro Infante es una fotografía descolorida que alguien aprieta en la mano mientras se muere. Hasta Pedro Infante es una canción que se repite hasta que ya no significa nada.

Todos somos Teodoro Macías. Todos vamos a ser una tumba sin nombre en un panteón donde hasta las cruces se rinden al olvido.

La diferencia es que algunos lo sabemos y otros todavía creen que son Pedro Infante.

—–

Cuando me levanté para irme, vi que alguien había puesto flores en la tumba de Teodoro. Flores de plástico, de esas que venden en el mercado. Estaban medio derretidas por el sol.

No pregunté quién las puso. En San Jerónimo del Aguaje es mejor no preguntar. Las respuestas siempre son más tristes que las preguntas.

Pero mientras caminaba de regreso al pueblo, con el sol pegándome en la nuca como un reproche, pensé que tal vez esas flores eran la única respuesta que importaba.

Alguien se acordó. Alguien fue. Alguien notó la ausencia.

Y aunque sea solo una persona con flores de plástico derretidas, aunque sea solo por un momento antes de que el olvido lo devore todo, eso ya es más de lo que Teodoro se atrevió a esperar.

Tal vez eso es todo lo que podemos pedirle a esta vida: que cuando nos vayamos, alguien ponga flores de plástico en nuestra tumba. Que alguien note, aunque sea por un instante, que ya no estamos.

Que alguien diga nuestro nombre una última vez antes de que el silencio se lo trague para siempre.

*Teodoro Macías.*

*Lo dije en voz alta mientras el pueblo despertaba a otro día idéntico.*

*Y el sol, ese cabrón madrugador, siguió saliendo.*

MAYTE SOCA

MI IDOLO

Desde pequeño lo admiraba, me encantaban sus películas de terror.

Los efectos eran increibles, la tortura y el sufrimiento de sus víctimas eran tan reales, que después de ver sus películas me era imposible conciliar el sueño por dias.

“Ahora mi ídolo está aquí, en mi pueblo, firmando autógrafos, al fin lo conoceré personalmente».

La fila de sus fanáticos dan toda la vuelta a la manzana, estoy tan ansioso que no podré esperar tanto tiempo para poder estar frente a él.

La suerte está de mi lado, el primero de la fila es mi primo Dionisio, un muchacho de pocas luces o como dice mi tía “su alma es pura y sin maldad “, así que no se dará cuenta de mi engaño.

— Dionisio …¿qué haces aquí? Tía Gertrudis te anda buscando por todos lados, ve a ver qué quiere — y le aseguro con una sonrisa, dándole un suave empujón. — ve tranquilo yo cuido tu lugar.

Pasan unos cuantos minutos y la puerta metálica se abre y aquí estoy yo, soy el primero en la fila.

Una joven y por cierto muy hermosa mujer me acompaña a caminar por un largo y estrecho pasillo, apenas iluminado por la tenue luz de unas pocas velas, esto le da al ambiente ese misterio que tienen sus películas.

Parado frente a dos grandes puertas de madera labrada, espero por unos segundos, hasta que se abren de par en par como por arte de magia.

Una voz grave resuena desde las penumbras invitándome a entrar, un escalofrío recorre todo mi cuerpo, estoy ante él… MI IDOLO.

Acércate — me dice sin levantar la mirada de una de sus fotografías que está firmando — Dime ¿eres quien más me admira en este pueblo, verdad?.

A lo que asiento con un leve movimiento de cabeza, sin poder pronunciar palabra.

A lo que respondió con un — me lo imaginé pues, eres capaz de engañar para ser el primero de la fila.

Levanta su mirada de la fotografía y me la ofrece, para que yo la tome.

La sonrisa que se dibujó en su rostro, tiene un tinte de maldad, sin soltar la foto me pregunta — ¿Te gustaría ser el protagonista de mi próxima película?.

No lo pienso ni por un segundo, nervioso y maravillado con la idea de estar a su lado, le contestó — Si, claro que sí, me encantaría.

Su mirada se encendió cómo dos brasas candentes, mientras comienza a reír.

— Entonces que así sea, el pacto ha sido firmado, todo se oscureció de repente.

Al abrir mis ojos me encuentro en una habitación casi a oscuras, un olor metálico y a azufre inundan el lugar. Frente a mí, él sosteniendo una cámara antigua.

Rie y cada carcajada hace temblar mi alma.

—Así que tú quieres estar en mi película — murmura— ahora ya eres parte del guión, «es hora de actuar, la eternidad te observa»

Ahí es cuando lo comprendo, estoy en el infierno, aterrado miro a quien tanto admiré desde pequeño, sus ojos son pozos ardientes, donde mi reflejo arde entre las llamas, su voz rebota en el silencio como un eco que no pertenece a este mundo, resonando una y otra vez en mi cabeza, mientras que el frío recorre todo mi cuerpo, erizándome la piel.

MARIANA DI PASCUA

Clarito, mi ídolo es mi padre.

Aunque ya no está vivo apararece como si fuera el ganador de los premios Oscar en casi todos mis cuentos y relatos… mmmh supongo que podemos volar hasta llevar a alguno de los cuentos al cine puesto que yo soy la escritora y tengo las ganas de inventar a lo grande. Papá era un grande, bajito pero robusto, pobre a veces pero rico siempre porque tuvo mucho de todo. Mucho frío en invierno de niño porque las alpargatas se usaban solo para pasear e ir a la escuela. Mucho calor vivió cuando jugaba al fútbol profecional siendo ya el director técnico, sacaba en los tiempos aquellos a el jugador que no estaba funcionando y como si tuviera hambre se comía el arco con un golazo.

También pasó hambre y frío en las huelgas de hambre de su sindicato luchando por sus derechos, en las marchas a pie de trecientos kilómetros según fuera verano o invierno.

Calor, frío y hambre paso en el calabozo como preso político en el cuartel durante la dictadura uruguaya y con todo eso le dio para tenerme a mí en el segundo año de golpe de estado y casarse en la mismísima cárcel con mi madre que fue su tercer esposa.

Se por sus poesías que paso calor estando tan enamorado de ella.

Un ídolo mi viejo para mi y para muchos pero también sé que hay muchos ídolos, que digo héroes con o sin tumba del estilo de hombre que fue mi viejo.

El nunca se quejo como yo muestro tan dramáticos esos fríos y esos calores, ahora el hambre sí, porque era muy glotón (maldito gen) y la mayor parte de su vida comía todo lo que podía porque le gustaba y por las dudas.

También viajó, fue a congresos a la URSS y visitó muchos países de Europa, decía que ahí se comía lindo y tenía la fineza obrera de que el cabiar negro fuera su favorito.

Es muy larga su historia para poder contar tantas bondades, alegrías, cuentos, mimos y lucha por los hombres para que sean los mejores que pudieran y sí como dije mi papá es mi ídolo y ha los cuatro psicólogos que visité les dije clarito»no me hagan gastar plata en consultas para sacarme el complejo de Edipo «, eso no me interesa, mi padre es mi ídolo y pasemos a otra cosa.

MANUELA CÁMARA

Cuando cayeron mis pequeños ídolos

Mis pequeños ídolos cayeron uno a uno
como hojas de otoño o como frutos granados de un árbol,
no por la decepción, sino por mi madurez temprana.

Tener contacto con dolores reales
hizo que dejaran de brillar los héroes de revista,
que desaparecieran las figuras veneradas
que parecían tener todas las respuestas,
y con ellas, los gestos
que yo confundía con perfección.

Aprendí pronto a creer en el trabajo,
en la satisfacción del esfuerzo y en la buena voluntad.
Aprendí pronto que cuando el cielo quiere ayudar
lo hace a través de otro ser humano.
Aprendí que nadie está hecho de mármol,
que nadie ha nacido para ser adorado,
que incluso la luz proyecta sombra,
y que admirar no es idealizar.
Admirar es cosa de momentos,
es reconocer la belleza de lo humano,
con sus grietas, sus fallas y con su verdad.

Hoy miro a las personas con ternura.
No condeno a nadie a ningún pozo
y tampoco lo encaramo en altares.
Porque entendí que los ídolos se caen…
así que prefiero el lugar donde crece algo más real:
el respeto, la empatía,
y la conciencia de estar vivos juntos.

ANGY DEL TORO

La belleza del alma

Un día el alma decidió revisar sus sentimientos.

Habían⁰ demasiadas emociones y sentimientos amontonados: celos, nostalgias, amores viejos, ilusiones que se perdían en el polvo del camino.

Así que se puso su mejor túnica de jueza y tomó una vara para medir.

Comenzó a llamar, uno por uno, a los sentimientos.

—Tú, orgullo, acércate.

—¿Qué deseas, alma? —dijo el orgullo, algo molesto.

—Demasiado pretencioso. Vas a la caja de “ídolos personales”.

Luego vino la tristeza, con ojos entornados.

—¿Y tú por qué sigues aquí? —preguntó el alma.

—Porque me das sentido cuando te aflijas.

El alma dudó, la sostuvo débilmente, pero igual, permitió que se quedara.

Cuando llegó el turno del amor, el alma cuestionó su belleza.

—A ti te conozco… ¿cuántas veces te he confundido con el ídolo de la devoción, el deseo o el miedo a perderte?

—No es culpa mía —respondió el amor sonriente—. Cambian mi nombre y me convierten en lujuria, deseo e incomprensión.

Entonces el alma comprendió que los verdaderos ídolos no estaban fuera, sino, envueltos entre las capas de su aura.

Sentimientos y emociones diversas a los que daba poder, como si de ídolos, dioses o duendes extraños se tratara.

Suspiró el alma.

Y en lugar de seguir juzgando, decidió invitarlos a conocer el jardín del universo.

Desde entonces, todos conviven en armonía, humildad y nobleza, coleccionando flores para ennoblezcer su espíritu.

BLANCA CERRUTI

ASÍ ES MI «IDOLO»

(Solo he cambiado el nombre y algunos detalles, los hechos son tal cual)

Yo nunca he tenido un ídolo; nadie, por famoso que fuera, me ha llamado la atención. Sí que he admirado a personas que han hecho algo bueno o importante por la humanidad, pero nunca las he idealizado ni las he puesto en un pedestal. Así que no tengo un ídolo. Pero…

Si admirar a una persona sencilla, de a pie, de cada día, puede ser un ídolo, sí tengo uno, y lo tengo bien cerca porque vivimos en el mismo rellano: es mi vecina Isabel.

Se acerca a la década de los sesenta, pero su vitalidad se arrima más a los cincuenta.

Luce una media melena negra que le enmarca una cara de rasgos suaves. Siempre lleva un coletero en la muñeca para recogérsela cuando se dispone a la faena diaria.

Si sus ojos llaman la atención, es porque cuando te miran, te acogen. Sabes que le cuentes lo que le cuentes, te va a comprender y a ayudar con una sonrisa que es un refugio.

Vive rodeada de responsabilidades que otros esquivarían. Sus dos hijos en plenos estudios, se ocupan de obtener buenas notas mientras ella pelea con la burocracia para que les concedan las becas.

Tiene que estar pendiente de su marido que, aunque ha vuelto a trabajar, emocionalmente ya no es el mismo, un pequeño derrame cerebral lo volvió un niño grande. «Pero aún está conmigo», me dice; no con resignación, sino aceptándolo como parte de la vida.

A su tía Conchi, viuda, de ochenta y ocho años, le hace la compra de la semana, pues ya solo sale a misa. Cuando tiene cita con el médico, la acompaña.

Su madre tiene ochenta años cumplidos, vive con un hijo que tiene parálisis cerebral y aunque tienen ayuda a domicilio, ha de dejarles comida preparada. También tiene que hacerle la compra y acompañarla al médico.

A veces, a media mañana, una de las vecinas del cuarto, la llama, ella vive en el primero, para que le suba el carro de la compra, pues no tenemos ascensor. Aparta la comida del fuego y se lo sube.

Como estudió gestión administrativa, también acude a ella cuando les llega algún papel del banco que no entienden.

Gracias a su gestión, a una vecina que vive sola y trabaja limpiando en un bar cuando su salud se lo permite, la ha acompañado a los servicios sociales hasta que le ha conseguido la renta mínima vital.

También encuentra tiempo para visitar a una amiga que se ha separado y, ha entrado en una depresión que la ha dejado sin ánimo para nada.

Lo que más me admira de ella, no es tanto lo que hace, como su manera de hacerlo: con una entrega que parece que entendiera que es así como se sostiene la vida.

Cuando va con sus amigas al pueblo que celebra la promoción de su producto típico, al volver me cuenta lo bien que lo ha pasado y mi admiración crece al ver cómo es capaz de disfrutar tan plenamente, como si no le esperara una semana más de estar pendiente de los demás.

No es un ídolo, es humana, pero quizá por eso la admiro porque cuida y ayuda sin buscar aplausos.

Así que, si tuviera que llamar a alguien mi «ídolo», sería a ella, por la forma en que acepta lo cotidiano. Por esa fuerza con la que ayuda que, sin imponer, sostiene.

Para mi vecina Isabel, ayudar, es algo tan natural como el amanecer de cada día.

Blanca Cerruti

MARÍA JOSÉ AMOR

LA CARTA

No creo que sea única esta historia y, como mucha niña de entonces puede sentirse aludida, aclaro de entrada que “cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia”.

Corrían los años finales de los 50, principios de los 60, cuando los sábados y domingos por la tarde, lo normal, en chavalillas pre o ya adolescentes, era ir al cine. Normalmente iban solas, ya que con chicos se había de ser algo mayor: catorce años como mínimo; no por ellas, sino ellos, que salir con niñas de trenzas y calcetines quedaba fatal ante los compañeros.

Había un grupo de amigas “de la clase”, que, antes de ir al cine, se reunían varias en casa de alguna para decidir qué película ver. Miraban la cartelera y, si interesaba una película determinada “no apta para menores de 16 años”, sin dudarlo y, a escondidas, se hacían un nuevo “look”, aunque entonces esa palabra no se usaba.

El look consistía en que las o la trenza se convertía en moño “a lo Grace Kelly”, que había puesto de moda la Princesa de Mónaco, y, las que tenían el pelo corto, de lo “crepaban” bien “crepado” hasta llegar a aumentar casi diez centímetros su talla. Con el lápiz de labios robado de alguna madre que había la vista gorda se coloreaban algo, no mucho, los labios y, utilizando algún invento a base de mezclar un lápiz negro con agua, sombreaban algo los ojos y ¡listas! Podían pasar por 16 años o al menos eso creían ellas.

Una vez dicho ¡adiós! a los padres desde lejos, para que no les vieran la el “look” iban al cine elegido, que lo era no tanto por la película proyectada como por la guapura del protagonista.

Había entonces un guaperas muuuuy archiguapo, alto, fuerte y simpático que era la admiración y el ídolo de toda esa cuadrilla y creo que de mayores también. Su nombre: Rock Hudson.

Por supuesto las fotos suyas recortadas de toda revista donde saliera, circulaban por la clase y más de una se la ponía debajo de la almohada para soñar con él, hecho que no sucedía, claro.

Y así lograron ver películas entretenidas que la censura vedaba por salir escenas de un beso bastante inocente, por cierto, tales como: “Suave como visón”, “Pijama para dos”, “El favor” y un etcétera que no pongo porque carezco del catálogo.

Y un día, la “capitana” del grupo propuso:

-Podemos escribirle para que nos mande un autógrafo.

-Qué dices de autógrafo, ¡un beso!

.-Síiii, pero un beso a cada una y así podemos poner los labios con los suyos, aunque sea a distancia.

-Pero, eso es un poco asqueroso, imaginaros que tiene un resfriado y nosotras nos contagiamos.

-Me encantaría ¡Qué romántico!

Y, tras una breve discusión decidieron que lo del beso estaría bien y comenzaron la redacción de la tal misiva en un inglés bastante macarrónico, pues aún estaban comenzando su estudio.

Una vez acabada la redacción, surgió un nuevo problema:

-¿A qué dirección lo enviamos?

-Pues directamente a Hollywood.

-Pero Hollywood es muy grande.

-Pero la dirección de Rock Hudson seguro que en Correos lo saben.

-Pero puede vivir en otro lugar.

-Qué dices, siempre que sale en las revistas se habla de Hollywood

-¿Y si vive en otro lugar y va a Hollywood a rodar películas solamente?

Y así, tras un rato de muchas cavilaciones, una saltó:

-¡Ya lo tengo! ¡A la Twenty Century Fox! Allí seguro que saben su dirección.

Y así lo hicieron. Lo peor fue ir a comprar los sellos. Porque se acercaron al primer estanco que encontraron pidiendo

-Un sello para los Estados Unidos

El estanquero, al escuchar esa petición respondió:

-¿Qué lugar?

A ellas, decir Hollywood les daba mucha vergüenza así que una, para salir del paso respondió:

-Mire, no sabemos cómo se llama, pero creo que está por California.

-Dejadme la carta, que tengo que pesarla porque el precio cambia.

Horrorizadas se miraron y tras unos segundos de silencio una soltó:

-No, no la llevamos ahora, pero ¿nos puede dar el sello de lo que valdría una carta solo de una cuartilla de papel?

-Sin pesarla, será un poco difícil acertar, ya que el sobre…

Y la más atrevida de todas propuso:

-Pues denos el sello más que pondría a la carta que pesase más. Es que repartiendo el importe entre todas, céntimo más céntimo menos, no se notará.

-Pero ¿cuántas sois? Porque a lo mejor son ya pesetas.

-Pues es igual, en todo caso hacemos un día sin “chupa-chup”.

Y así lo hicieron y aquella misma tarde echaron la carta al correo.

Esperaron impacientes días y días…y no hubo respuesta.

-Algo ha debido de pasar.

-¿Pusimos remite?

-Nooo, qué vergüenza. Si la devuelven a mi casa, mi madre me mata.

-¿Qué hacemos?

Volvieron a pensar y repensar el asunto y entonces, una de ellas propuso:

.-Mi padre para negocios, tiene alquilado en una estafeta de correos un “apartado” que es una taquilla donde le mandan el correo comercial. Podíamos hacer lo mismo.

-Debe ser caro.

-Solo lo cogemos para una semana ¿os parece?

Y, con pesar de alguna, que entre una cosa y otra el dinero del mes que le daban sus padres iba a la capa caída, decidieron hacerlo.

Pero tampoco llegó nada.

A todas estas, se acercaban los exámenes finales y, como tenían sentido común, aplazaron las propuestas para “después de exámenes” y, una vez pasados, como ya cada una se iba de vacaciones, lo volvieron a aplazar “hasta el curso siguiente”, en el que ya no se volvió a tocar el tema.

Y pasaron los años y aquellas enamoradas, comprendiendo que su ídolo no estaba dispuesto a montar un harén y que serían demasiadas a repartir, prefirieron optar por un amor “biunívoco” como dicen los matemáticos, y buscar a un solo hombre.

Y como la mayoría lo encontró, tuvieron descendencia que, a su vez repitieron la historia, pero con otros ídolos de los que oían hablar, pero sin prestar demasiada atención.

Del tal Rock, solo quedaba aquel recuerdo lejano y, cuando en la televisión de proyectaba alguna de esas viejas películas, la que más y la que menos, la grababa en su vídeo para su visión posterior, generalmente acompañada de la familia pues ya nadie se iba a escandalizar por beso más, beso menos.

Y un día, algo apareció en los diarios y en las noticias: Rock Hudson estaba muriéndose de una extraña enfermedad llamada SIDA y que, dijeron noticias más avanzadas, era exclusiva de las personas homosexuales.

Esa generación saltó:

-Imposible, debe haberse contagiado de otra manera, decían unas.

-Falso, estaba casado- decían otras

-Pues aquí pone que tenía un compañero- señalaba un hombre.

-Ja, mi hermana en su juventud, tenía de ídolo a ¡un marica! Decía un “gracioso” tomando cerveza con los amigos.

Y, pasados los días, la noticia se confirmó y, aunque extrañadas y sin poderlo creer al principio, poco a poco, aquellas chavalillas fueron olvidando el ídolo de su adolescencia, a la vez que, en el fondo, hasta alguna se alegró de no haber besado a Rock Hudson por carta, pues igual en vez de el resfriado, le hubiese contagiado ¡el SIDA!

IVONNE CORONADO

Ídolo de una vida entera

Autora: Ivonne Coronado Larde

Adoraba a esa mujer que me arrullaba de niña con canciones tiernas. No eran solo nanas, su linda voz de soprano cantaba variado —clásico, pop, rancheras, huapangos, tangos.
Mi favorita en ese tiempo era Las golondrinas yucatecas.

No sabía el nombre, comenzaba la canción: Vinieron en tardes serenas de estío

Fui creciendo, fuimos creciendo. Era casi una niña cuando me tuvo.

No fui nunca de pósters de artistas o cantantes. Mas bien, me rodeaban muchos libros.
De verla, fui aprendiendo la vida.

Sus alumnos la recuerdan con cariño. Sabía quienes llegaban sin algo en el estómago. No tenía un buen salario, pero los invitaba a desayunarse algo de la tienda de la escuela. Ahí había otra persona buena: su libreta llevaba las cuentas de los que le debían. Y posiblemente, sus proveedores esperaban pacientemente.

Doña Juanita se llamaba. Le permitían su negocio en la escuela: panes con frijoles volteados y queso, pan dulce, golosinas, frutas, etcétera. Mi madre y ella se tenían aprecio.

Cuando mi madre hacía una buena acción, no la anunciaba. Me contaba a mí, su hija.
Teníamos una relación especial: era hija-amiga-confidente.

Me conocía como nadie.

Para calmar mi impaciencia, me decía con dulzura:

—Aprendiz de todo, oficial de nada.

O también:

—Paciencia, que la noche es larga.

Se reía mucho con mis distracciones, coleccionaba mis poemas, con cariño guiaba mis pasos. Sabía muchos refranes. Ahora soy yo quien los repite en mi cabeza.

La veía luchar a brazo partido, sin mi padre – se habían separado a mis dos años.
Ayudó a varios de sus primos. Llegaban, se quedaban, se iban unos, venían otros. Con su ejemplo aprendí a amar a los míos, a ser correcta con mis amigos, a ayudar cuando podía.

¿Cómo hacía mi madre? ¿Multiplicaba los panes y los peces? ¿Dónde estaba el milagro?

Un día, ya estando enferma, le dije:

—Mamita, si te mueres, me muero.

Y me respondió muy seria:

—No. ¿Quién se ocupará entonces de tu hermana?

Ella vivía ya conmigo en Montreal; mi hermana seguía luchando en un país, que apenas se estaba recuperando de una guerra civil.

Tuve varias personas importantes a lo largo de mi existencia —la mayoría de mi propia familia— pero mi madre fue y sigue siendo, el ídolo de toda mi vida.

NOVAE LITTERAE

Espondilitis de sueños

A Quimbayo le tocó nacer con el «tumbao». Luego de varias operaciones de cadera y columna, caminaba con una cojera apenas perceptible cuando recorría la cancha como otros niños. Pero cuando corría —no porque fuera negro o porque tuviera el sabor de la champeta en sus venas—, su pierna derecha parecía que se le desencajaba. Y no dejaba de ser gracioso verlo como lateral derecho de nuestro equipo en octavo grado.

Decía que quería ser médico. Su madre era parte de las minorías afro con alto poder social y adquisitivo. Era economista. Y él, antes de los doce años, ya manejaba dos idiomas y era un experto en tenis. Me daba un poco de envidia verlo con sus movimientos torpes, a pesar de que era pésimo en el fútbol, y de que yo era el goleador del equipo y uno de los mejores jugadores del colegio. Él recorría la cancha con el mismo ímpetu con el que sacaba las mejores notas e ignoraba los comentarios racistas: «que corría así porque tenía tres piernas, que cubría sus granos de acné —propios de nuestra pubertad— con pedazos de chocorramo, que para ser negro tenía un pésimo fenotipo: la antítesis de Asprilla o Rincón y su época dorada del fútbol colombiano». —Quiero ser médico —decía con la seguridad de un adulto y con un acento más cachaco que el de todos nosotros. Entonces la discriminación más sutil que emitían era felicitarlo por ser el más cerebrito, comentando que seguro iba a ser ortopedista… ¿Verdad, Quimbayo?… ¿Para ayudar y operar a niños torciditos como sumercé?

Actualmente tengo 36 años y sé lo que es un dolor crónico, por mi manguito rotador… ¿Cuánto dolor sintió este niño, que actualmente es miembro de las más prestigiosas asociaciones de cirugía plástica del planeta? Más que apoyo familiar, Quimbayo desarrolló la resiliencia como un prematuro al que le arrebatan del líquido amniótico.

Además del color, le sumaron a su tumbao el dolor. Al menos recuerdo que me habló de doce operaciones antes de entrar al bachillerato.

Por eso estaba tan seguro de sí mismo, seguro de que era el mejor en lo que le importaba. Y sabía que era pésimo jugador, pero aun así se divertía y conocía de presión. La presión de ir perdiendo…

Esa tarde de viernes deportivo íbamos 3-1 por debajo. Éramos Octavo-B contra Once-C. La diferencia física era absurda y nos sacaban al menos dos cabezas en estatura. Desde esa época, yo tenía la manía de querer llegar al final con rapidez y ganar. Saltarme la mejor parte del partido o de la historia. Pero Quimbayo me miró y me dijo: —Capi, pasámela entre los dos centrales, no me van a marcar… Creen que no voy a picar, pero lo que ignoran es que soy un ají de chontaduro—. Mentiras, no dijo eso —es solo otro chiste prejuicioso por su color—, pero sí me la pidió…

Entonces yo tomé el balón y atravesé el polvero de tierra que aspiraba a cancha, luego de la recuperación de Castro, que contaba con dos piernas izquierdas. Yo era el mejor en el medio, tenía un gran talento, pero siempre hacía una de más. Echeverry me arrastró la marca y, con ayuda del miope, pude dejar atrás a cuatro. E hice la pausa. Vi a Quimbayo corriendo, vi su protuberancia en el pecho, su espondilitis infantil por el lateral izquierdo. ¿Izquierdo? ¡Negro, qué hacés allá, por qué no estás en el derecho! Ya era tarde para rearmar al equipo, quedaban menos de diez minutos para los noventa. Entonces me vi con Quimbayo jugando ajedrez el día anterior, vi su mirada analítica y recordé la importancia de la pausa. Yo tenía un control absurdo y un cambio de ritmo avezado. Lo veía cabalgando pegado a la línea y esperé para conectarle el pase mientras su fémur derecho encajaba de nuevo y él disimulaba su mueca de dolor. Las niñas en la tribuna se quejaron «por entregársela al cojo», a pesar de que el efecto que imprimí a la pecosa fue el exacto para que cayera justo en el borde interior de su pie derecho. Sí, el más enfermito. Lo que no sabían las «torres gemelas» Guzmán —los defensas del equipo de Once—, era que ese pie alquitranado era el secreto para haber ganado el campeonato Colsanitas sub-13 en tenis. Tú no sabías si mirar al pie o al balón, porque la conjunción era como ver a dos amigos enemistados, como a dos ojitos bizcornetos; aun así, el desgraciado la mantenía pegadita como Messi, que ya asombraba con nuestra misma edad en otra cancha de polvo sudamericana…

Tras del hecho, «Quimbagol» gambeteaba a pesar de todas sus operaciones. Lanzó un centro y la «Gacela» Contreras cabeceó para el 3-2; solo para eso le servía la testa. Era un excelente centrodelantero. El 3-3 y el 3-4 fueron jugadas esperables para un jugador como yo. Pero no pasaron de ser ornamentales, predecibles y con demasiada crema. Hice una de más y, por fortuna, ganamos. Esas mañas me relegarían a la banca durante muchos meses en mi sueño de futbolista. Ese día el mejor del equipo fue Quimbayo y su tumbao, que anotó el quinto de penal para risa de todos, pues no sabíamos si mirar la dirección de su pierna o la de la esférica.

Luego de los años dejamos la afición al fútbol, nos graduamos y yo no supe más de él… No fue mi médico deportólogo y yo nunca debuté. Me faltó perrenque, o apoyo familiar, o al menos un par de sus cirugías infantiles. Esa tarde ganamos por el negro, como tantas selecciones latinas, y no a pesar del negro tuyido. Entonces fue lo más parecido a Asprilla o Rincón que vi en una misma cancha.

Hace unos días lo vi en Facebook. Decía Plastic Surgery en su perfil, con buen marketing y con muchas siglas que significan prestigio.

Tuve el impulso de decirle que por fin contaba con su seguridad…

Que además de saltarme la mejor parte y de querer ganar, siempre me comparé. Pero que siempre fue el mejor.

Que ahora sí estaba seguro… ¡QUE QUERÍA QUE ME HICIERA EL MEJOR PAR DE TETAS POSIBLE! … Decirle eso a un experto en reconstrucción de pie. Y que a veces escribía…

Pero en cambio callé y seguí stalkeando las historias del pasado.

ALFREDO LOZANO

Mi ídolo

Todavía conservo aquella fotografía. Está enmarcada sobre la mesa, frente a mí, como un espejo que se niega a devolverme el reflejo. En ella, sonríe él con esa calma que me fascinaba, con una expresión serena, del que parece comprender el sentido de todo.

Cuando lo conocí, o más bien creí conocerlo, pensé que contenía una verdad que yo jamás alcanzaría. Tenía veintitrés años, una convicción inequívoca y un hambre infinita.

Él daba discursos en las plazas, entre humo de cigarrillos y murmullos de descontentos. Prometía una revolución sin sangre, una liberación del espíritu colectivo. Yo, lo escuchaba como quien escucha a un dios recién llegado. Cada palabra era una orden directa. Cada silencio, un misterio por descifrar.

—Tú, muchacho —me dijo una noche, después de un acto—. Te daré el mejor consejo que vas a oír en tu vida. No sigas a nadie, ni siquiera a mí.

Reí nervioso, sin comprender demasiado. ¿Cómo no seguir a quien parecía tener la solución del mundo tatuada en la mirada? Aquella advertencia, que debía haberme salvado, fue la primera piedra que esquivé.

Pasaron los años. La revolución nunca llegó, a pesar de ello su discurso se mantuvo vivo, en periódicos, en panfletos, en mi cabeza. Se convirtió en símbolo, en bandera, en refugio moral.

Cuando murió —tan discretamente como había vivido—, sentí que algo en mí se quedaba huérfano. Lloré como se llora a un padre, aunque jamás lo había vuelto a ver desde aquella noche.

Hace unos días, limpiando el desván, encontré una caja de cartón con sus viejas cartas. Todas estaban dirigidas a altos cargos políticos, importantes editores y a varias amantes. Papeles manchados de vino y promesas rotas. Me quedé leyendo durante horas, como quien abre una herida que lleva años sin poder curar.

En uno de ellos, le escribía a un ministro al que había denunciado públicamente. El caso tuvo una repercusión mediática muy importante.

“A ti, viejo amigo, seguiré fingiendo mi lucha. Ambos sabemos que la gente necesita teatro.”

Sentí náuseas. De pronto, esa sonrisa de la fotografía ya no era la de un ídolo, sino la de un actor. Su voz, aquella voz que me arrastró a creer en la pureza de las causas, se volvió falsa, hueca, fabricada para domesticar esperanzas ajenas.

Esa noche soñé con él. Estaba sentado en mi silla, frente a la mesa, acariciando la foto con una ternura cruel.


—¿Me odias ahora? —preguntó, sin mirarme.
—No sé —respondí—. Creo que te necesitaba.
—Todos necesitamos algo —sonrió—. Yo pude aprovecharlo.

Desperté empapado en sudor, con el corazón trepando por mi garganta. Durante horas, me sentí ridículo, sucio, cómplice de esa mentira. Y, sin embargo, también sentí miedo ¿Qué quedaba de mí sin su sombra? ¿Quién era yo, si no el discípulo de un fraude?

A la mañana siguiente bajé al sótano. Allí tenía su pequeño santuario. Libros subrayados, fotos de mítines, el pañuelo que un día utilizó en una tertulia política por televisión. Todo colocado como en un altar privado, que solo yo visitaba.

Encendí una cerilla y observé cómo el fuego devoraba los bordes del papel. Primero, las palabras se retorcieron como gusanos, a continuación, las imágenes se deshicieron en humo. El calor secaba mis ojos, pero no aparté la vista. Sentí que cada chispa que ascendía era un trocito de mi fe desapareciendo.

Cuando terminó, sólo quedaron cenizas y un silencio tan espeso que parecía observarme. En medio de todo, el marco de la fotografía, ennegrecido, me devolvía un reflejo oscuro. Mi propio rostro, desconocido. Por un instante creí oír su voz, casi un susurro desde el humo


—Ahora sí, eres libre.


Pero la libertad, entendí entonces, pesa más que la devoción. Y a veces, cuando cae la noche, me sorprendo buscando otra voz que me diga qué hacer con ella.

SILVIA GALLARDO

del centro de el escenario de la vida y de mi existencia, los reflectoresparpadean parahacer visible a un hombre, de fuerte personalidad, miradar etadora, de cabello teñido por inviernosque rebelan su paso por la vida,de espíritu rebelde , deja ver

a través de su mirada el reflejo de un caracter fuerte y u temperamento reaccionario, sin embargo no es la persona agresiva o machista como algunos lo concebian incluso la misma familia yquienes no lo conocíany solo se dejaron llevar por las apariencias jamás pensarían enla nobleza de su alma ni imaginarian que detrás de su gesto adusto,se escondia un maravilloso ser humano.

lo conocí en la adolescencia y por azares del destino,muestrasvidas caminaron por sendas paralelas. alli nacio el amor, pasaron los años y de cidimos compartir por siempre nuestras vídas, él ha cumplido cabalmete la promesa de estar conmigo igo enlas buenass y en las malas, en la salud y en la enfermedad

siempre leal a sus principios.

cuando enfermé,y mi estado de salud fue crítico, prácticamente vivió conmigo

en un hospital, postrado cómo yo ,en una cama y él en un pequeño e incómodo

oespacio para accompañarme y cuidarme,alguien te niaque estar conmigo y él, en ese rincón, a un lado mío, se dejó a abrazar con resiliencia, por las noches y los díasque transcurrían Con injusta lentitud, sin comer, sin poder tomar un baño allí, leal y solidario oconmigo, se mantuvo

con la esperanza de volver juntos a casa.

finalmente salimos y continuamosniestras vidas, con la idea de concretar los proyectos para el bienestat nuestra familia

pr desgraci pasados 5 año sufrí repentinamente un accidente cerebro vascular que limito mis funciones cerebralesy motrices,y él siempre,cerca de mi, cuidándome, protegiéndome.

, un segundo evento en u lapso corto de tiempo volvió a deteriorarmi salud que volvió a postrarmeen una cama

y a pesar de estar bien atendida no me dejó y sufrió conmigo mis lágrimas, mi inutilidad,mis angustiasy mis temores ,entonces, me prometió, sacarme de allí, de levantarme yvolverme a

.mi vida.

me dijo: ayúdame para ayudarte, y todos los días, con su ca nsancio a cuestas se convirtió en m terapeuta mi psicólogo, mi enfermero

empezó a rehabilitarme con terapia física y ocupacional, dolían los masajes, los ejercicios, me quejaba, lloraba a punto dedesistiry con firmeza, me dijo- te quieres morir?o salir de esa cama yo hago Loque tu digas- decididejar lacama ycontinuar con la terapia,a veces me desesperaba por no te er movilidad, por no tener independencia en toncese lo miraba con rastros de fatiga a y consu afáninquebrantable de verme bien de volver a ser la misma,que ambie mi actitud derrotista por gratitud,tenia que coreesponderra su esfuerzo y sacrificio.

,¿ cómo no idolatrar a ese hombre que me arrebató de ese lecho que me robaba la vida ,

que fue el testigo de mis insomnios,de mis miedos.¿cómo no armarlo? si

atendió con gran amor y devociónmis más elementales necesidades

y gracias a él, ahí estoy, retomando mi vida, aún con las leves secuelas que aúnmafectan, quede con afasia, insensibilidad del lado izquierdo de mi cuerpo y dolores ocasionales pero viva, él continúa monitoreandomi arritmico corazón y mi cerebro. ¡ estoy viva,!ya camino, como sola y puedo tener un poco de independenciacon la marca de su amor inmarcesible.gracias mi àngel, mi guardian, mi ídolo.

t

ANTONIO PRADES

El ídolo

—¡Atención, porque esto puede ser histórico! —grita el comentarista, con la voz al borde de romperse—. ¡Recibe el balón el extremo izquierdo, que recorta hacia el centro como si llevara un guante en el pie! Deja sentado a su defensor, cortita y al pie del delantero que encara… ¡Se quita a uno, a dos, a tres defensas! ¡Qué manera de bailar al borde del área! ¡Se acomoda el esférico en su pierna buena, dispara… ¡GOOOOOOOL! ¡El disparo entró rozando el poste, por toda la escuadra! ¡Golazo de otro planeta! ¡Golazo! ¡Magia pura lo de este chaval! ¡Lo ha vuelto a hacer! ¡El estadio se viene abajo!

El público ruge. La cámara se queda con el chico que corre hacia la esquina, le da un manotazo rabioso al banderín de córner y se tira de rodillas. Levanta los brazos hacia el cielo y señala a alguien en la tribuna. Sus compañeros lo rodean, lo abrazan, lo levantan como a un elegido. El rostro del muchacho brilla de euforia. Las luces parpadean. Por megafonía suena El séptimo de caballería. Era el gol que decidía todo. Las cámaras tiemblan. Los comentaristas gritan como poseídos. Lágrimas, abrazos, gritos.

En un pequeño salón, a varios kilómetros de ese estadio, Julián observa la escena sin pestañear. Lleva una camiseta vieja del mismo equipo, con el número once en la espalda, como el chico pero desteñido. En su cara no hay alegría. No aplaude. No grita. No sonríe.

El grito del comentarista todavía retumba en la habitación:

—¡Increíble lo de este chico! ¡Un talento destinado a hacer historia!

Julián se levanta del sofá con brusquedad. Golpea con la rodilla la mesa auxiliar. Una copa con un líquido ámbar tiembla sobre el mantel. Apaga el televisor con rabia, sin mirar el marcador final. No hace falta. Durante unos segundos, el único sonido es el tictac de un reloj de pared, un viejo cuco que ya no sale al marcar las horas.

La había visto mil veces. Hoy sería la mil una. Era su refugio cuando el mundo le recordaba lo que ya no era. La introdujo en el reproductor y se dejó caer en el sofá. La pantalla se ilumina con los primeros planos de una granja abandonada, sombras y sonidos abstractos que se mezclan con el zumbido del disco girando el aparato.

Camina hacia la estantería, donde una colección de viejos DVD se mimetiza con el polvo. Sus dedos se detienen en uno. Lo saca con cuidado. En la portada gris se puede leer Sátántangó. Siete horas de cine húngaro experimental, de planos eternos de lluvia y barro en escala de grises. Siete horas de desesperanza y diálogos crípticos. La película más larga que conocía. La más adecuada para un día como ese.

La había visto mil veces. Hoy sería la mil una. Era su refugio cuando el mundo le recordaba lo que ya no era. La introdujo en el reproductor y se dejó caer en el sofá. La televisión se ilumina con los primeros planos de una granja abandonada. Los sonidos abstractos de la pantalla se mezclan con el zumbido del disco girando.

Una radiografía sobre la fragilidad de la comunidad y la influencia manipuladora de ciertos individuos. Apoya los codos en las rodillas y se inclina hacia adelante. El reflejo de la película tiembla en sus pupilas. Afuera empieza a llover, igual que en la película. La más parecida a su vida. Nadie la ve hasta el final.

Julián fue jugador de ese equipo que hoy ganaba. De los buenos. Durante años, fue el alma del club. Tenía visión, carácter y una zurda que dictaba el ritmo del partido. Era el que daba el último pase, el que levantaba la cabeza cuando todos la bajaban. Él era el capitán. El ídolo. Aparecía en la portada del Marca y del Sport, llenaba estadios con gente que coreaba su nombre.

Pero los años pasan. El fútbol no tiene memoria y el tiempo no perdona. Una lesión crónica, malas decisiones extradeportivas, el silencio del club —su club—, y luego, nada. Sin despedidas ni homenajes. Solo silencio. Vacío.

Ahora nadie lo reconoce. Mientras, Sátántangó avanza a un ritmo de pesadilla. La pantalla muestra aldeanos atrapados en la miseria, en la repetición, en la espera, pero Julian solo puede pensar en la jugada del gol. Era hermosa. Era perfecta. Pero también era efímera. En segundos, se habría convertido en historia. En minutos, sería reemplazada por otra. La inmediatez lo devoraba todo. También a los ídolos.

El gol que acababa de ver era un recordatorio. De lo que fue. De lo que ya no es. El jugador que lo marcó llevaba el número que él había hecho leyenda. El once. Y lo celebró como él lo hacía. Pero nadie lo mencionó. Nadie dijo “como Julián”. Porque Julián ya no existe en ese mundo, más que en videos granulados de compilaciones nostálgicas en internet.

Ahora nadie lo reconoce. Mientras, Sátántangó avanza a un ritmo de pesadilla. La pantalla muestra aldeanos atrapados en la miseria, en la repetición, en la espera, pero Julián solo puede pensar en la jugada del gol. Era hermosa. Era perfecta. Pero también efímera. Lo que tarda el silbato del árbitro en señalar el final. En segundos se habría convertido en historia. En minutos, sería reemplazada por otra. La inmediatez lo devoraba todo. También a los ídolos.

Sonrió. La fama es caprichosa. Una mentira bien contada que te acaricia con dulzura y luego te abandona sin explicación. Un día lo tienes todo y otro, solo tiempo. Tiempo para pensar. Para recordar. Para lamentar.

Miró alrededor. El salón era modesto. Las paredes necesitaban pintura. La mesa tenía marcas de vasos antiguos. Sobre ella, una hoja blanca destacaba entre el desorden. Julián la había ignorado toda la semana, pero ahora sus ojos se posaron en ella como si fuera parte de la película.

El sobre tenía el membrete del banco. Lo miró sin tocarlo, ya conocía su contenido. Las palabras impresas parecían moverse bajo la luz parpadeante: Notificación de desahucio.

El banco reclamaba lo suyo. Tres meses de impago. Plazo vencido. Fecha límite: el viernes. No había apelación. No había prórroga. Solo la certeza de que debía irse.

La película seguía, interminable. En un momento, se levantó para servirse otro vaso de whisky. El líquido ámbar brillaba con la luz de la televisión. Dio un sorbo largo. El sabor le recordó las concentraciones, las noches de hotel, el vértigo de sentirse invencible.

Regresó al sofá. Miró sus manos: anchas, endurecidas, pero torpes. En los nudillos se adivinaban cicatrices antiguas. Cogió la carta. El papel era frío. Burocrático. Oficial. Indiferente. Como el mundo que lo había olvidado.

Pensó en llamar a alguien. Pero ¿a quién? Los compañeros de equipo se habían evaporado. Estaban en otros países, en otras vidas. Los periodistas ya no contestaban. Los fanáticos tenían nuevos ídolos.

Dio un sorbo al vaso de whisky que tenía en la mano. El líquido quemaba, pero no calentaba. En el reflejo del vaso vio su propio rostro, con los ojos hinchados de no dormir.

El gol del chico joven volvió a su memoria. El gesto, el rugido, la multitud. Pensó en el tiempo, que se lo llevó todo.

Miró por la ventana. Afuera, unos niños jugaban bajo la lluvia con una pelota. Uno de ellos imitó una celebración que él había popularizado años atrás. Julián sonrió. Tal vez la fama era eso, dejar una huella que otros siguen sin saber de dónde viene.

Y aunque el mundo lo olvidara, él seguiría siendo Julián. El genio de la pelota. El que daba el último pase. Aunque fuera solo para sí mismo.

El silencio se apoderó de la habitación. Afuera, la lluvia no cesaba. Y en el repicar de las gotas en el cristal le pareció escuchar el eco del estadio que todavía vibraba, lejano, en alguna parte de su memoria.

MAITE BILBAO

EL COLAPSO DEL ALGORITMO

El testimonio de un capitalista estoico al que la rutina digital llevó al agotamiento.

Una crónica de Maite Bilbao Pérez

¿Qué sucede cuando la rutina milimétrica que te vende el algoritmo ya no es sinónimo de libertad? La respuesta es agotamiento crónico.

Álex nos lo cuenta. He quedado con él en este café, un sitio que deliberadamente no tiene conexión a internet ni música a todo volumen. Es un ambiente tranquilo, un contraste con el frenesí impuesto que marcó su vida durante casi tres años. Hace un año y medio, Álex era un seguidor devoto del “Capitalista Estoico”, un ícono de las redes que prometía riqueza, disciplina y libertad total a través de rutinas espartanas y una mentalidad a prueba de balas. Su mentor, de aspecto impecable y mirada intensa, era la encarnación de la nueva cultura digital elevada a la categoría de filosofía ineludible.

—¿Puedes compartir tu experiencia?

—Gracias por tu entrevista. Para empezar no admiraba su Lamborghini, que también —comienza mientras remueve el café con calma—. Lo que me atrajo fue su promesa de control. Yo me sentía perdido, con un trabajo mediocre. Ofrecía un mapa para salir de la incertidumbre. Me decía: «Si te levantas a las 5 am, meditas 30 minutos, lees libros de inversiones y dejas de quejarte, tienes el éxito garantizado.» En un mundo caótico, eso era un salvavidas.

»La admiración rápidamente transmutó a obediencia. El camino dejó de ser una sugerencia de vida para convertirse en un dogma y, como un neófito convencido, me uní a la comunidad de pago. Compré el curso en línea de Arquitecto de la Mañana y su filosofía se convirtió en un púlpito digital de afirmaciones implacables. Sentía que había sido iniciado en un culto de élite, los productivos, mientras el resto del mundo dormía.

»El líder no es un artista; es un entrenador personal. El artista te da placer; el entrenador te exige. Y yo estaba dispuesto a pagar y sacrificar lo que fuera para ser la persona que él proyectaba. Dejé de ver a mis amigos que consideraba negativos; me endeudé para unirse a un grupo exclusivo con mentores. Mi vida se convirtió en una copia mal ejecutada de la vida del referente.

››La devoción se convirtió en una carga económica y, sobre todo, emocional. Me vi atrapado en la necesidad de imitar y reportar progreso constante. El motor de esta cultura es el de la culpa perpetua, disfrazada de ambición. El peaje de mantener esa libertad se convirtió en la peor de las ataduras.

—Me describes un proceso casi religioso, Álex. ¿Qué te hizo darte cuenta de que esa guía exigente funcionaba como un espectáculo transaccional?

—El precio. La necesidad de mantener la fachada era agotadora. En los grupos de Telegram de la comunidad, todos proyectábamos una vida de éxito perpetuo. Empecé a mentir sobre mis logros financieros solo para encajar en el discurso. Y, mientras tanto, en mi vida real, me despertaba a las 5 am, y mi presupuesto estaba destrozado por la última herramienta indispensable que él promocionó.

—Mencionas que sentías haber fallado a un padre. ¿Cómo de efectiva era esa ilusión de cercanía? ¿Sentías que era una relación genuina a pesar de ser masiva?

—Él hacía transmisiones en vivo, contestaba historias… eso te daba la ilusión de ser parte de su círculo. Pero la idolatría digital tiene un componente de unilateralidad perversa. Hablaba de independencia, pero yo era esclavo de sus horarios y sus métodos. La devoción constante a su figura te impide hacer una cosa fundamental: mirarte a ti mismo.

»Cada vez que fallaba en una de sus reglas, sentía que había fallado a un ídolo, no a un simple consejo. Y él siempre estaba ahí para vender la solución a esa culpa.

—El punto de inflexión fue brutal y silencioso. ¿Cómo conseguiste salir adelante? ¿Siguiendo el mantra de que los campeones no descansan?

—Me dio un bajón físico. Estaba agotado, irritable, pero incapaz de parar porque los ganadores no descansan. Mi cuerpo dijo basta. Fue una especie de agotamiento sordo y absoluto, una negación interna de continuar el circo.

››Recuerdo que, mientras estaba enfermo en casa, vi uno de sus videos. Él estaba en su avión privado y hablaba de expansión financiera y cómo la mente de tiburón nunca se apaga. Ver la opulencia y la exigencia desde mi cama, completamente exhausto, fue la verdad más dolorosa. Y ahí lo entendí. Él no me estaba ofreciendo un mapa; me vendía mi propia inseguridad en un paquete muy brillante.

—O sea, el mentor funciona como un reflejo que plasma nuestra inseguridad y, a la vez, se lucra de ella.

—Exacto —asiente Álex—. La realización fue dolorosa: la vida perfecta era insostenible, simplemente una empresa construida sobre la inseguridad ajena. Esa fue la última y más dura de las lecciones, cuando asumí que el ídolo es el reflejo de nuestra falencia: plasma la vida que sentimos que no tenemos y nos vende la esperanza de conseguirla sin el desorden que implica la vida real.

—El proceso de desintoxicación sería lento. Lo más difícil, según nos cuentas, fue desaprender la mentalidad de juicio constante impuesta por el referente. ¿Qué es lo más arduo de desaprender? Y ahora que lo has superado, ¿qué les dirías a esos nuevos fans? ¿Hay que matar al ídolo, metafóricamente, para avanzar?

—Lo más difícil es asumir que no hay un truco ni un mapa mágico, solo trabajo propio y ordinario. Tienes que tolerar el desorden, el no ser productivo un día, el éxito lento. Tienes que reconciliarte con la imperfección.

»Cuando veo a nuevos fans, veo la desesperación que yo sentí. Quiero decirles que la admiración ciega es una forma de inacción. Es delegar la propia vida en la narrativa de otra persona. Para encontrar tu propia identidad, tienes que renunciar a esa imagen perfecta y aceptar que la vida real no cabe en un reel de 30 segundos —hace una pausa, revolviendo el último sorbo de café.

—Tu historia no es un caso aislado, ¿verdad?

—Sí. Yo personifiqué a una generación que ha cambiado la búsqueda de sentido por la búsqueda de métricas. Hemos aprendido a medir nuestra valía en logros, horas de sueño sacrificadas y la capacidad de mostrar una vida impecable, delegando nuestra identidad en figuras que ofrecen la certeza de un sistema a cambio de nuestra autonomía.

—¿Y cuál es el mensaje que venden estos Ídolos de la Identidad Moderna?

—La trampa más grande es que venden una utopía de control donde la frustración se elimina con más esfuerzo y menos preguntas. Al hacerlo, nos disuaden de enfrentar el desorden intrínseco de la existencia: las crisis económicas que no dependen de nuestra meditación matutina, el fracaso que es inevitable y el hecho de que la felicidad no es un destino de GPS, sino una serie de negociaciones diarias con lo imperfecto.

—¿Y cómo ha sido tu proceso de desintoxicación, el final de esa esclavitud autoimpuesta?

—El primer paso fue elegir un café sin conexión. Todo un acto de subversión silenciosa, un recordatorio de que la libertad comienza donde termina la necesidad de impresionar. La única rutina es el cambio desde el interior y ese, por definición, no puede ser comercializado en un curso en línea. La identidad propia es lenta y, sobre todo, no está preparada para una cámara sin filtro.

Y hasta aquí, la caída de un líder y la resurrección de un humano.

5 de noviembre de 2025

YOLANDA PINA REY

Yo Soy Mi Propio Ídolo 

Durante mucho tiempo, mi vida estuvo llena de voces e imágenes ajenas. Mis ídolos estaban en la música y el cine, y me representaban fugazmente, quedando en el olvido para dar paso a otros nuevos.

​Pero algo cambió.

​En mi viaje interior más reciente, en la lucha de mi propia superación, he conocido los lugares más recónditos de mi ser. He llegado a entender quién soy realmente.

​Y al conocerme, encontré las herramientas para lanzarme a la acción, para luchar por mis sueños y, sobre todo, para aceptarme y amarme incondicionalmente.

​Hoy, no me cabe la menor duda: soy mi mayor fan. No hay mejor ídolo para mí que YO.

​Esto no es soberbia ni egocentrismo. Es simplemente el reconocimiento necesario para seguir creciendo y avanzando. El ídolo que llevo dentro es humilde y sencillo, pero es, por fin, libre de tener su propia voz y de difundirla a los cuatro vientos.

NILA J BOHORQUEZ

Doña Panchita suele asistir al Club

«Adulto Mayor más Valente», donde

participa en actividades grupales en juegos de mesa, tareas de escrituras, canto, baile, etc.

La programación de ese día martes: escribir sobre un ídolo que cada quien haya tenido en su vida.

Doña Panchita, muy pensativa, se rascó la cabeza…»un ídolo…un ídolo», repetía para sí misma. No encontraba la forma para comenzar a desarrollar el tema, pues no podía pensar en nadie que hubiera idolatrado durante su vida, excepto a Dios…¿y cómo podría explicarlo con sus sencillas letras?…

De repente una sonrisa iluminó su rostro…»¡Claro!…no se trata de tener ídolos en el sentido clásico de la palabra, sino de encontrar su significado» -exclamó en silencio-.

Comenzaron a brotar ideas de su mente y se dispuso a escribir…

«Para mí, un ídolo no es alguien a quien admirar o imitar ciegamente. Es alguien o algo que representa lo que es más importante en la vida…y para mí, ese ídolo es Dios. No es alguien a quien veo, sino en quien creo…una fuerza espiritual que me impulsa en los momentos difíciles»… y continuó escribiendo…

«Pero también he aprendido que los ídolos pueden ser personas amadas, lugares o cosas que nos hacen sentir vivos…un entretenimiento o una pasión…lo más importante es encontrar lo que nos llena el alma y corazón y nos hace sentir conectados a ese ente especial y maravilloso. En este sentido, pienso que todos tenemos ídolos en nuestra vida y mi ídolo es Dios, la fuente de mi fortaleza y mi guía».

Al terminar doña Panchita su escrito, sintió alegría y satisfacción… pensando…»¡Eso es!…¡Eso es lo que quería expresar con mis sencillas letras!»…y entregó su tarea al Instructor del grupo.

GRACE PELLS

¿Un ídolo? …Me preguntó.

Estaba lindo, era casi de noche, no había urgencia y todavia había mate.

– Mmmm..vaya preguntita. ¿De cuándo?

Luther King a los doce, Los Beatles a los dieciocho, tu vieja cuando ibamos a cenar y nos hacia tallarines y eramos diez, mi papá a los treinta y cinco que me explicó la vida para que la entienda, mis hijos cuando eran muy chicos y se hicieron grandes, mi vecina Eva que hacía pastelitos en invierno y repartia, mis patronas en los laburos cuando preguntaban si había almorzado, Antonia que trabajaba todo el dia y de noche se hizo la primaria, a el amor bueno que abrazo todas mis carencias y las fue asesinando. Ufff..La vida está llena de Ídolos. No los busco, estan ahí; gastan horas para llegar al laburo y dicen Buen dia! , buen dia! , te cruzan un remedio de madrugada porque te duele la panza, viven solos y cocinan para veinte.

Ufff me dió una cosita tu pregunta, unas ganitas de llorar, son esos trazos donde la vida se pone re linda porque hay Ídolos como éstos.

– Como vos…

que dijiste – Che, ¿qué onda? Vamos a la placita, lleva tus perros; tomamos mate?

SILVIA R.G.

UN ÍDOLO TEMPORAL

Venían a regalarme sortijas y…; yo no entendía porqué, era sólo una niña de unos siete u ocho años demasiado ingénua todavía para poder sospechar a qué se debían tantas amabilidades y tanta generosidad por parte de unas cuantas pre-adolescentes que, con el mismo uniforme que yo, de falda con peto azul oscuro y camisa blanca, venían a mi encuentro a las horas de salida o entrada de la escuela, o al patio en horas de recreo, a hacerme preguntas sobre mi familia, dónde y con quién vivía…, mostrarme afecto con algún beso en la mejilla, obsequiarme con aquellos pequeños cachivaches de plástico (anillos, colgantes…) o también algunos cromos…, que se adjuntaban en los envoltorios de chicles, de bolsas de pipas de girasol, u otras «chuches» de aquellas épocas que vendían en el kiosco de la esquina. No entendía el motivo, a qué se debía, por qué a mí y no a otras niñas de mi clase; pero eran tan amables conmigo… Hasta que comencé a entender … cuando comenzaron a hacerme preguntas sobre mi hermano.

Mi hermano, ocho años y medio mayor que yo, de muy agradable aspecto físico desde bien pequeño, facciones armónicas, ojos azules, labios muy bien dibujados, todo él de una especie de belleza angélica (así le veían familiares diversos, amistades, vecinos…y así lo hacían saber; mientras que de mí, en cambio, sólo hacían mención de «mis grandes y vivos ojos», «pero qué simpática», «qué dulce».. así se referían a mí, a falta de poder decir lo mismo que de él, que tenía esa carita que les derretía ). Yo le quería mucho, era «mi tete».

En esas épocas nuestra diferencia de edad se había hecho más

evidente. Él ya salía con amigos muy a menudo, además del tiempo que debía emplear en sus estudios. Y ya no coincidíamos más que pocos ratos en casa, aunque seguía siendo «mi tete».

Para aquellas épocas llevaba el cabello largo y vestía con indumentarias acordes a aquellos años ( estábamos en plenos años sesenta, por el sesenta y cinco o sesenta y seis), muy criticadas por parte del vecindario y de algunas amistades y algunos familiares.( de los de estilo conservador y costumbrista) .Y había formado un grupo de música, así… pop/rock, con otros amigos suyos, en el que él tocaba la guitarra y cantaba, pues tenía buena voz. Y era guapo, la verdad, no porque sea mi hermano.

Y «para muestra un

botón», porque para aquellas niñas, las más mayores de la escuela, las que me acariciaban la mejilla cariñosamente, me saludaban con besitos y me decían cosas lindas y me obsequiaban con minúsculos cachibaches, aquellas niñas que le habían visto actuar en alguna celebración del barrio ( y que posiblemente

le siguiesen a otros lugares que yo desconociese) él, por aquellos días, era su ídolo.

Y sus cálidas atenciones hacia mí eran porque se habían enterado de que yo era su hermana pequeña.

( me lo explicaron mis padres, pues mi madre y una monja del cole , que era así «monjita ye-yé» y había tenido que ver con la puesta en escena de su grupo musical, habían comentado sobre el tema).

Pero no me sentí decepcionada ni nada parecido. Me encantó que sintieran esa admiración

o adoración hacia él; y no porque me regalasen aquellos mini objetos ni…

Y no percibí como hipocresia su actitud hacia mí; interpreté, y creo estar en lo cierto, que simplemente trasladaban a mi persona el cariño que sentían hacia él ( o que creían sentir, pues no le conocían personalmente).

Porque aquella persona tan «idolatrada» por ellas, que les llevaba a soñar con su cercanía… Era mío. Era «mi tete», «mí» ídolo.

No sé cuánto tiempo duró. No recuerdo bien…

Fuera de ese episodio, no he tenido durante mi vida lo que pueda llamarse ídolos. Hay personas (algunas reconocidas o famosas y otras anónimas, aunque no para mí) que me han provocado gran admiración o incluso amorosidad otras aún sin conocerlas personalmente;

pero ninguna que pueda considerarse mi ídolo, no que yo haya idolatrado.

Esa proyección hacia mi hermano, obviamente se dió durante un tiempo limitado, muy breve. Luego le seguí queriendo mucho ( como también ahora) pero sin el más mínimo parecido a significar un ídolo. No fué, ese episodio, nada relevante para mi vida. Sólo un recuerdo que muy de vez en cuando aparece en mi mente y que a mí me resuena curioso y divertido.

(Sílvia Rafi Gracia//05/11/2025)

Compartit al grup Grupo de Escritura Creativa Cuatro Hojas, seguint el tema setmanal proposat «Mi ídolo».

* Foto de l’àlbum familiar.

Jo al voltant dels dos anys i ell, el meu «tete», dels deu. Imagino (no hi ha data a la foto).

VÍCTOR MANUEL VELASCO

Yo pensé que no tenía ídolos. Es decir, admiro a ciertas personas por alguna virtud específica, pero llevarle a esa categoría me cuesta un poco. Sin embargo el otro día me pasó algo extraño.

Resulta que mi esposa, con la que llevo más de veinte años de antagonismo ahora resulta que ha asumido algunos rasgos de mi personalidad (no los mejores claro) y quizás yo he sido contagiado por algunos de los suyos. Cuando vives en pareja esto parece ser inevitable.

Ayer salía a trabajar y ella en un n arranque de humor me dijo “-salúdame a tu ex”. Yo, sin inmutarme le contesté. -De tu parte.

Cuando regresé, estábamos cenando y hablando de cosas triviales del día, al terminar decidí ir a darme un baño, le dije, -mi ex te mandó saludos. Ella tampoco se inmutó.

Mientras me enjabonaba pensaba en los orígenes y las posibles ramificaciones de esta “broma”. Estoy seguro que algún rato sabré de dónde y hacia dónde va esto. Mientras tanto voy a seguir jugando esta partida marital de bullying.

Frente al espejo mientras me afeitaba me di cuenta que aún podría llamar a una ex y quizás lograr un reencuentro o inclusive levantarme a alguna otra mujer solamente por el placer de saberme atractivo. Sin embargo no lo haré. Tengo un hijo, una esposa y una familia bastante funcional (a veces) no me quiero jugar eso. Soy un ídolo….

FENANDO LÓPEZ AGUILERA

Hecha a golpes de martillo y cincel.

Se levanta pronto. Cuando el día aún no tiene la mayor intención de comenzar. Pero ahí está, mientras los demás duermen, ella ya está en marcha.
Una vez más, el despertador suena. Ella duda. Pero se levanta.

No negocia con el reloj. Sabe que su tiempo es ahora y no demora sus obligaciones.

Como todos, es tentada por la comodidad de su cama. Cada día se lo pregunta: ¿Por qué? Si a lo mejor no consigues nada, si seguramente no consigas nada. ¿De verdad merece la pena renunciar a la comodidad por una ilusión?

No hace lo que le gustaría hacer en cada momento. Se fija metas. Son cortas, pero precisas.
Sabe que el camino es largo, pero no mira el final. Solo piensa en dar otro paso. Y ese paso, aun por pequeño que sea, construye su camino. No ve su esfuerzo como quien pretende salir de un pozo. Sus pequeños pasos diarios son los que le llevan por un túnel oscuro del que confía alguna vez verá la luz.

A veces también teme, cuando abandona la seguridad de los caminos establecidos y transitados para abordar la incertidumbre de lo inexplorado. Siente ese vértigo en el estómago de querer dar el salto a lo desconocido.

No se compara con los demás. Busca superarse cada día y siente admiración profunda por quienes ya lo han conseguido. Sabe que ellos también lloraron, renunciaron a cosas y fueron catalogados incluso por insensatos. Apelativos estos, de gente que la tiene en estima.

En sus momentos más vulnerables todo son dudas, pero sabe que, si no lo consigue ella, nadie podrá hacerlo. También le gustaría dejarlo, dejarse llevar y decir “hasta aquí”. Pero sabe que, si lo hace, nunca sucederá lo inimaginable.

También sufre dolor y pide clemencia al martillo de la suerte y al cincel de las excusas, para que dejen de golpear en lo ordinario, ya que a veces piensa que ahí no encierra la grandeza.

Entiende que los demás la miran como una moda, algo pasajero. Saben que el tiempo terminará por dejar de insuflar viento en esas velas con el fin de que no llegue a ningún puerto.

Dicho esto, admiro a los que tienen como ídolo a la disciplina, porque de ellos será el reino del éxito.

ALEXANDRA FERNÁNDEZ

Falsos Ídolos

Cuando los corazones de las masas están cansados y se buscan los sueños en amaneceres de prosperidad, logrando derribar los muros de la desesperanza se corre el riesgo de encontrar falsos ídolos.

Al principio suenan estos ídolos como bálsamos que alegran el existir individual del colectivo.

Una mirada de admiración el ídolo la siente como un poder sutil, más bien como una droga que va alimentando el ego.

Los regalos, los aplausos, las miradas de amor, de un desenfreno muchas veces frenético se va convirtiendo en el aire que respira ese ídolo a quien gritan con locura.

Los discursos del ídolo son el pastoreo de las masas en búsqueda de la verdad ante un ídolo de barro que en cualquier momento se puede desmoronar. La gente cegada por la brillantez de su oratoria y la promesa de una vida sin esfuerzo, logra penetrar en las mentes incrédulas .

Desde su pedestal de ilusiones, los falsos ídolos sólo ofrecen palabras vacías, de promesas desgastadas que ya no resuenan en estómagos vacíos. La hipnosis ya no les funciona a los ídolos de aserrín, vulnerables a la más mínima chispa de realidad.

Un solo hombre no puede dar de comer a una masa hambrienta de espiritualidad, de valores que desaparecieron en una sociedad deshumanizada que los opacó.

El verdadero brillo no reside en un ídolo, si no en la modesta ayuda o idea que cada individuo tenga prendida en su alma y esté listo para compartir una verdad poderosa, útil que día a día se construye con principios y esperanza .

El ídolo mayor es el ídolo mismo, el que existe en cada ser interior.

Alexandra Fernandez B.

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

(A mi amado hijo)

Tema semanal.

Pensar en volar es fácil, lograrlo no tanto.

Tu has emprendido un vuelo interminable en la vida, un camino donde no hay envidias, donde tu claridad de alma y pensamientos irradian todo y a todos los que se encuentran a tu alrededor, en el que no hay fronteras ni colores diferentes.

Eres uno y todo los universos.

La bondad, solidaridad, amor, e infinidad de cosas buenas y loables,

inundan tu ser.

Eres el ser más «prístino» que para mi existe. Y tengo el gran privilegio de estar cerca de tí, lo cual agradezco en cada instante de estos tiempos insondables, en los cuales he aprendido a , a sentir y apreciar lo maravilloso de la vida por tí.

Te amo eternamente, gracias infinitas por existir.

Te admiro y respeto, y por siempre serás mi Ídolo.

CESAR TORO

Mi ídolo.

Durante mi largo camino he encontrado muchos ídolos, la mayoría con pies de barro y otros efímeros; sin embargo, con el paso del tiempo esos ídolos fueron desapareciendo, como desaparece el sol cuando llega la noche.

Hoy que la vida me trajo hasta aquí, recuerdo con cierta nostalgia aquellos ídolos de juventud que se perdieron en la inmensidad del tiempo; pero hay otros ídolos que a pesar de haber dejado este mundo viven en mi alma y corazón, por su testimonio de amor, entrega y servicio a los más necesitados.

Ellos son: San Juan Pablo ll, Santa Teresa de Calcuta. El padre Pío, y todo aquel que lucha por La Paz y la esperanza en un mundo mejor. Mándela, Serrat, Cabral, entre tantos que se me escapan, pero que dejaron una honda huella tras su paso por esta vida.

Sin embargo, mi ídolo de siempre es y será Jesucristo. En quien confío y amo con todo mi corazón.

“Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente, no temas ni desmayes, yo soy el Señor tú Dios y estaré contigo donde quiera que vayas”.

Josué 1,9

AXY LINDA

Estaba emocionado. ¡Por fin podría verlo!

Al gran benefactor, no solo de la humanidad… ¡de todo!

Una escuela lleva su nombre, también un hospital, un asilo de ancianos, un zoológico… ¡hasta un parque infantil!

Qué maravilla será estrechar su bondadosa mano.

Desde niño sigo su trayectoria. Siempre en los medios, donando, enviando ayuda a países en crisis…

—Rogil, ¿estás listo? —preguntó el asistente.

—Sí, claro, más que listo. Ansioso… y feliz.

—Recuerda: el importante es él. Tú solo salúdalo y colócate a su izquierda. Espera aquí hasta que te llame.

Los nervios me hicieron buscar donde refrescarme la cara y secar el sudor de las manos.

Escuché voces. No pretendía espiar, pero algo en el tono me hizo acercar.

—Muevan el dinero de inmediato y desaparezcan al tipo —ordenó una voz grave.

—Sí, jefe. Todo estará limpio.

Ahí estaba él. Mi ídolo.

“Como todo un capo”, pensé.

Sentí cómo se me caía el mundo. A mis catorce años, pecando de ingenuo.

Intenté retroceder, tropecé y, en un segundo, un guardaespaldas me sujetó del brazo. Me hizo ver “la conveniencia” de callar.

Él, bañándose en pureza frente a las cámaras, mientras aplauden su “bondad”.

No puedo delatarlo… Cuántos falsos ídolos seguirán recibiendo ovaciones, en tanto los verdaderos permanecen en el anonimato.

EVA AVIA

El ídolo musical

26 de marzo de 1875, Viernes Santo.

“A ti Amada Dama, en esta habitación te invoco, con estas notas a violín. A ti, que fuiste quemada por brujería, otórgame un último deseo antes de morir, poder escuchar de mi amado profesor Ferdinand Laub, su Romance e improvisación para violín y piano.”

Actualidad. Instantes después de despertar.

¡Y ahora cómo cojones salgo yo de este agujero! No recuerdo cavar tan profundo. Esa extraña mujer. ¿Y esa música? ¡Mi móvil! ¿Dónde está? ¡No te creo! Doy saltitos y logro ver que está tirado cerca de las rocas donde creía estar antes de quedarme dormido. La última persona con la que he hablado ha sido con Caroline y no creo que me esté llamando en estos momentos.

—¡¿Se encuentra bien?!

—Gracias, virgencita. Sí. ¿Me podría echar una mano? —esa voz femenina me resulta familiar.

—Agárrese a mí.

Recostada en el suelo, me ofrece su mano a la que me aferro con fuerza.

“Ya casi. Le tengo. “

—Gracias. Si no llega a aparecer, hubiera muerto congelado.

—Es usted muy gracioso —sonriendo—. ¿Seguro que está bien? —Me observa de arriba abajo.

—Sí. Me gustaría invitarla a un café.

—Gracias, pero tengo que seguir con mi rutina —Alejándose con celeridad.

—¿¡Me podría decir su nombre!? —No sé si me ha escuchado.

—¡Dama, me llamo, Dama! —el eco de su voz ha sido música para mis oídos.

El amanecer ha traído consigo un poquito de esperanza, aunque algo sigue sin encajar en todo esto, en las palabras de todos ellos, una de ellas coincidía “Dama”. ¿Qué quieren decirme con eso? ¿Será esa extraña mujer que se me aparece y que no sale en la fotografía? ¿Será la próxima víctima? Tengo que dejar de pensar. Mejor llamo a la policía y …, ¿qué les digo? Si les cuento la verdad no me van a creer, mejor voy a alguna cabina y hago una llamada anónima.

Abro la puerta, no antes sin ver como cuchichean los vecinos al verme llegar. ¡Por fin en casa, me duele hasta el último hueso del cuerpo! —pienso en voz alta. Al menos aquí no hablo solo. Se me escapa una sonrisa.

¿¡Y esa melodía de dónde procede!? ¡Un violín, en esta casa! ¡Sale de mi dormitorio! Tiro las cosas en el suelo y voy directo hacia ella. La silueta de una mujer en su veintena toca una de las composiciones mas hermosas que he escuchado.

Me recuesto en la cama, por primera vez me siento relajado. Uno a uno, las almas que viven en esta casa se unen en armonía siendo uno, procurando mi reposo.

La tristeza me invade el alma, las lágrimas brotan al son de su melodía. Se ha marchado para no regresar, ya no podré escuchar la melodía que sale de su violín. El camino hacia el a dios es frío, todos ellos vienen a darte la bienvenida, y yo me despido, maestro, porque no puedo ver como regresas a lo que eras, polvo.

Sentada en la cama, le imploro a la dama de rojo, verlo una vez más. Tocar juntos ha sido música para mi alma. Ella introduce su mano en mi pecho, mi corazón se apaga lentamente.”

¡Joder! ¡Detente! Sudor, terror al despertar. Verla a ella, a esa extraña mujer vestida de rojo como tiene su mano dentro de mi pecho. Le grito, de nuevo, que se detenga, que me suelte. Pincha, me aprisiona. Intento en vano quitármela de encima. Está sobre mí, riéndose. Me permite vivir. Respiro aliviado.

—Ídolo, muerte, amada dama.

Sexta muerte y casi no lo cuento, mañana será mi último día en esta casa, primero de abril. Abril te espera, me dijo ella. Caroline me concedió una semana para resolver la desaparición¿La desaparición de quién? ¡Un momento, la mujer de esta mañana! ¡Su voz su sonrisa! ¡La mujer de rojo, su pecho en mi mano! ¡Eso es! ¿Cómo no me he dado cuenta antes?

La próxima semana, Espíritus llegará a su fin.

Besos, la Incondicional.

CONCHA CARIAS

Llegué a Guipúzcoa en marzo de 1995 con el corazón acelerado y la cabeza llena de dudas. Voluntaria en un mundo dominado por hombres, sabía que en el Servicio de Información de la Guardia Civil en aquel tiempo necesitaban mujeres de paisano para operaciones de seguimiento. Sentía miedo, miedo a no estar a la altura, miedo a lo desconocido, miedo a que un error pudiera costar vidas. Sin embargo, había algo más fuerte: la certeza de querer estar allí, aprender y servir.

El Servicio de Información estaba dividido por un lado en varios grupos de seguimientos: cada grupo tenía asignadas operaciones con sus correspondientes objetivos, supuestos integrantes de la banda terrorista ETA. Era un trabajo tedioso de días, semanas, sin vacaciones, mal comiendo, mal viviendo, donde solo sabías cuando empezaba el trabajo pero nunca cuando daría a su fin.

Empecé en uno de esos equipos de seguimiento, pero al año, anuncié a mi superior que aquello no era lo mío y me destinaron al Equipo de Operaciones, donde trabajé mano a mano con los datos que obtenían los operativos, trazando líneas de investigación y anticipando acontecimientos. Aprendí pronto que la paciencia era una fuerza silenciosa, que la observación podía salvar vidas y que el silencio era más valioso que cualquier arma.

En 1996, ETA secuestró al funcionario de prisiones Ortega Lara. Para los integrantes del Servicio de Información se elevó la tensión hasta niveles casi insoportables. Cada pista era una pieza de un puzle gigantesco, y cada movimiento debía ser medido. Fue en esos días cuando conocí a Popi y a Censi, dos mujeres cuya valentía definiría para siempre lo que entendemos por heroísmo.

Popi brilló en el momento decisivo de la liberación del secuestrado. En aquella plaza de la localidad guipuzcoana de Mondragón, fue testigo de primera mano, de una cita para una entrega de dinero entre dos integrantes de la banda terrorista ETA, y del que si hubiera sido descubierta se habría desencadenado un desastre. Pero sus pasos fueron seguros. Actuó rápido, con decisión extrema, enfrentando el riesgo de perder su vida. Ese instante breve y peligroso aseguró el éxito de la operación, y esa valentía fue reconocida por todos, con respeto y admiración.

Pero detrás de ese instante heroico estaba Censi, quien sostuvo la operación desde la sombra. Durante seis meses, convivió con un compañero del Servicio en una casa adaptada para la vigilancia del terrorista que acudió a la cita de la plaza de Mondragón. La vida de aquella compañera giraba en torno a la misión. Apenas podía salir, enclaustrada para no dejar nunca al objetivo fuera de su control y ese sacrificio sería invisible, su valentía silenciosa, y sin ella, la acción de Popi jamás hubiera sido posible.

Lo que más me marcó fue la dualidad de sus heroísmos. Popi era la acción visible; CENSI, el esfuerzo invisible. Enfrentaban riesgos distintos, pero idénticos en importancia. Resultaba una coordinación entre ambos mundos, el heroísmo que se ve y el que se oculta silencioso, pero ambos mortalmente efectivos.

Aquel 1 de julio de 1997, tras 532 días, Ortega Lara fue liberado. El alivio para todo el Servicio fue una explosión de alegría, y más al ver el estado físico que presentaba el funcionario de prisiones.

Popi recibió el reconocimiento inmediato, ya que si ella no hubiera sido testigo de aquel intercambio en la plaza de Mondragón quizás habría sido demasiado tarde para Ortega Lara.

Pero Censi, esa chica delgada, de ojos azules como el mar de su Málaga querida, ensombrecidos por unas profundas ojeras, desgarbada, con el pelo corto y la vestimenta de un adolescente, quedó en las sombras. Su papel resultó invisible para el mundo, pero fue crucial para todos los que conocíamos la verdad.

Aprendí que los ídolos no siempre aparecen en los titulares; muchas veces, son los que trabajan en silencio, con paciencia, dedicación y un compromiso absoluto.

Años después, en 2005, Censi apareció en mi vida de nuevo. Me visitó en mi época de Atestados de Tráfico en Ponferrada. Se presentó casi sin avisar, y con el tiempo comprendí esa visita fugaz: era un gesto de amistad, de reconocimiento silencioso, de cariño profundo, ya que, pasado un año de aquel encuentro, la misma Popi me comunicó que Censi había muerto de un cáncer con el que había luchado durante tres años, sin quejarse, sin comentarios, en su oscuridad.

La noticia me destrozó y volví a sentir admiración por su fortaleza, por cómo enfrentó ese maldito cáncer, con valentía, paciencia y sigilo. Su lucha, su valor, se prolongó hasta el final de sus días, lejos de los focos, en total intimidad.

Para mí, Censi es mi ídolo, porque como yo, eligió esa resistencia silenciosa, el trabajo con dedicación diaria, aún en circunstancias extremas, donde sabía cómo mantenerse firme, y donde yo erré, dejándome vencer por la banalidad.

Cuando retrocedo a la época de Guipúzcoa, siento un respeto profundo por quienes hicieron posible que situaciones extremas fueran resueltas. Aquellos componentes del Servicio de Información que demostraron que la valentía no es un acto aislado, sino un equilibrio entre acción y constancia, entre riesgo visible y trabajo silencioso. Entre héroes a la vista y héroes en la sombra… aunque CENSI ocupa un lugar único en mi memoria.

FIN

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8 comentarios en «Mi ídolo – miniconcurso de relatos»

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