Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «reliquia». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 23 de octubre!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
ANTONICUS EFE
En ese lugar donde el silencio era casi una bendición, apareció como en un ensueño vibrante la visión más sublime que había tenido en años.
Habíamos sido dos almas fusionadas en una perfecta armonía, corcheas, negras, redondas, cualquier tempo se ajustaba perfectamente a la danza de nuestra naturaleza divina. Siempre pronunciaba las palabras precisas que me transportaban a esos mundos imaginarios que siempre inventaba en la soledad de mi habitación, nunca me defraudaba y si lo hacía no era consciente de ello.
Por circunstancias de la vida, nuestros caminos se habían separado —tengo que reconocer que intenté permanecer a su lado, pero mi debilidad me pudo— provocado todo ello por la necesidad mía de explorar nuevos horizontes —he sido siempre lo que en el argot se suele denominar “un culo inquieto”—.
Vagué por muchos desiertos y bailé con muchas otras melodías que no eran la suya, descubriendo placeres antes no experimentados, pero que en el fondo no eran el suyo, su voz, su cadencia…, pero que al ser siempre una novedad lo suplían. Me enfundé trajes de superhéroes que no me aportaban nada nuevo, solo por encajar en los tiempos que acontecían, visité alcobas desnudas de armonía, carentes de ritmo, solo por intentar vivir el presente…, siempre había un poso de recuerdo que me atrapaba de nuevo, pero yo era fuerte y joven —dentro de unos lìmites, claro— «Nostalgias a mí, me repetía».
Si es verdad que el tiempo y determinadas circunstancias hicieron que el estado principal de la relación pasada fuese el olvido, no por nada especial, si no por el simple correr del tiempo y esa sucesión de acontecimientos, que si bien al principio son nimios, acaban atrapándote en su espiral.
Esa mañana me había despertado como suele decirse con la mosca detrás de la oreja, era un sábado que se estaba adentrando peligrosamente en el otoño y yo llevaba posponiendo la limpieza del desván, desde hacía algunas primaveras. Le había hecho esa promesa a mi madre y a fe que hoy la iba a cumplir.
Después de un desayuno agradecido con ese sugerente aroma de café que te transporta a dimensiones de las que no se conocen su existencia hasta que no las visitas, subí despacio, con parsimonia, casi deslizándome, uno a uno los escalones que separaban la vagancia de la cura de humildad. El color rojo carruaje de la puerta de madera me recordaba a otros tiempos en los que no era necesario levantarse muy temprano, pues la vida empezaba a las doce casi. La puerta me miro entre enfadada y sorprendida, con sus motas de polvo entre las grietas de los nudos y esa aldaba negra que guardaba sus secretos. Protestando suavemente —es un decir, pues no se abría desde hacía algún tiempo— me dejó acceder a su interior y nada más entrar mis ojos se abrieron como en un orgasmo interminable, allí estaba. ¡Sí estimados lectores y lectoras, era mi “Felipe” de doble pletina!
Cuantos recuerdos se me vinieron de golpe a la mente, aunque esos recuerdos ya han pasado a formar parte de mi colección privada y los guardaré como oro en paño en mi propia memoria.
EMILIA CREGO
UN EXTRAÑO SUCESO
Recuerdo aquellos años donde el sol entraba por un ventanuco, con las maderas despintadas. Se vio una vieja reliquia de cristal; aquella reliquia estuvo expuesta entre paredes polvorientas.
No fue un sueño; aquella figura de cristal estuvo allí durante décadas y en una de esas tardes frías del mes de enero dejó de brillar. La figura que apenas dejó una porción de su cristal, que brillará con una tenue luz.
Esta se fue mostrando deslustrada y con una capa de polvo incrustado, que no la dejaba penetrar la luz. Se hizo invisible a los ojos de quienes admiraron aquella pieza incrustada con porciones de metales preciosos.
Después de las lluvias finísimas del mes de abril, el campo volvió a florecer. La belleza se plasmó en el ambiente primaveral y, como un extraño suceso, aquella pieza ya olvidada. En medio del cerro se la vio brillar, como una estrella, y aquellas piezas incrustadas aparecieron como esmeraldas.
El silencio reino durante días y meses para admirar aquella aparición y dejarla brillar durante toda la época primaveral.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Recuerdo impreso
en tinta de sangre,
languidecen las sombras
iluminando al mañana,
unidad con el todo;
impregnando ese
aroma: a eternidad.
Autor: José Sergio Santiago Monreal.
DAVID MERLÁN
LA RELIQUIA VIAJERA
Cuatro de la tarde de una tarde de verano cualquiera en Santa Marta del Grillo Cojo.
—¡Señores, atención! —anunció a gritos Dario, el presidente, un tipo menudo con bigote canoso, al tiempo que golpeaba la mesa con una botella vacía de licor de avellana—. Hoy, después de treinta y dos años, la reliquia del club vuelve a casa, y hay que celebrarlo como se merece.
Los presentes, una veintena de jubilados con más pelo en las orejas que en la cabeza, rompieron en aplausos con la noticia. Nadie sabía muy bien qué era la reliquia, pero el entusiasmo era contagioso. Todos habían oído hablar de ella, pero pocos eran los afortunados que seguían allí con vida que la hubieran visto. Todos menos Don Matías, que encargado por su mujer de que fuera a hacer la cola para coger sitio para el viaje del Imserso, se llevó una fuerte desilusión.
“¿Pero no es esto la agencia de viajes? Mi mujer me mata” pensó mientras echaba una visual alrededor y salía discretamente de allí.
Al lado de Darío, un joven con pinta de despistado permanecía quieto al lado de la mesa mientras asista a aquel circo improvisado de la tercera edad.
—¿La reliquia? —susurró Antonio, el joven del grupo de 66 años recién cumplidos—. ¿De qué hablan?
—¡Chsss! —le dijo Pepe, uno de los más veterano—. Es sagrada. No se nombra a la ligera.
El presidente, desenrolló un trapo amarillento, raído y deshilachado y lo depositó sobre la mesa con teatral parafernalia. Dentro, un pequeño cuaderno de tapas azules, manchado de grasa y vino. Aquellos lamparones parecían llevar más tiempo secas, que el mismísimo mar muerto.
—Aquí está —dijo con solemnidad—: El Libro de las Excusas.
Antonio arqueó una ceja.
—¿Excusas?
—Sí, hombre, las de toda la vida. Cada socio, varón, que faltaba a una partida de dominó, o de tute, tenía que justificarlo por escrito. Era la tradición.
Todos asintieron, muy serios, guardando las formas en una mezcla de respeto y ceremonia, como si se hablara de los archivos secretos del Vaticano.
Todos se sentaron y automáticamente guardaron silencio.
—Primera página —leyó el presidente—: “No acudí por culpa del perro, que se comió el billete de veinte euros con el que iba a pagar los cafes .” Firmado: Suso.
—Mentira —gruñó Sebastián desde el fondo—. Con tal de no pagar los chupitos no sabía que hacer.
Las carcajadas se oyeron fuera del club social.
—Segunda —continuó el presidente—: “Me retuvieron en casa porque mi mujer cambió la cerradura.”
― ¡Venga ya! ―exclamaron al unísono varios de los presentes.
—Tercera: Esta es del malogrado Rodrigo Garcia que Dios lo tenga en su gloria: “No pude venir porque se puso de parto mi hija y preferí no tentar al destino, ni a mi mujer. Aunque al final resultó que solo eran gases”
—Esa es buena —aplaudió Pepe—, ¡pura lógica! ―mientras quien más o quien menos se reían con ironía mirando metafóricamente al cielo.
Tras un buen rato de lectura delirante, el presidente dejó el libro abierto encima de la mesa y ofreció a los invitados la posibilidad de poder ver aquella reliquia más de cerca.
Antonio, entre divertido y confundido, hojeó el cuaderno. Cada página era un monumento a la desvergüenza: coartadas imposibles, firmas ilegibles, manchas de calamares y vino tinto.
—¿Y por qué se perdió? —le preguntó a uno Ramón, uno de los veteranos.
—Por la traición de Manolo —respondieron todos al unísono de los que se encontraban a tiro de oído, pisando la respuesta individual de Ramón como si recitaran un credo.
—¿Quién es ese Manolo?
—El que un día se llevó el libro a casa con a disculpa de actualizarlo y nunca volvió. Dicen que emigró a Suiza. Otros dicen que, aprovechando uno de los viajes del Imserso se lo llevó a Benidorm, ligó con una alemana y que allí sigue. Nadie lo tiene claro.
El presidente levantó la vista y llamó la atención de la veintena de asistentes a los cuales invitó que se volviera a asentar y que prestaran atención.
Conseguida su atención, retomó la palabra:
—Queridos amigos: Hoy, tras años de búsqueda, el nieto de Manolo nos lo ha traído de vuelta. La reliquia del club. Ya habéis podido verla de cerca. Tras tantas décadas de ausencia, espero que él nos pueda aclarar todo este embrollo.
—¿El nieto? —preguntó Antonio.
—Está aquí, con nosotros. —añadió el presidente, y todos se giraron hacia el chaval que, con cara de despistado y que seguía inmóvil al lado de la mesa, levantaba tímidamente la mano para presentarse.
―Bu…buenas tardes. Me llamo Mario―añadió mientras tragaba saliva.
―Buenas tardes, Mario.
El joven dejó que se silenciara de nuevo la sala y tomó la palabra.
—Yo solo querría aclarar una cosa. Mi abuelo se llamaba Manuel, no Manolo.
….
―¡¡¡¡JAAAAAAAAA!!!!!― explotaron todos los presentes ante la mirada estupefacta del joven.
—Exacto —dijo el presidente con una sonrisa triunfal—. Manolo, Manuel… el linaje es evidente.
—¡Pero si mi abuelo era panadero!
―¡¡¡¡JAAAAAAAAA!!!!!―de nuevo las carcajadas.
El joven no entendía nada y los jubilados se apresuraron a darle verosimilitud a las “señales” divinas que tenían delante de sus ojos.
—Lo cual explicaría las migas en las páginas —asintió Pepe—. ¡¡Es innegable!!.
―El guardián…el guardián…el guardián… Repetían todos como un mantra
Mario quiso protestar, pero el grupo ya lo abrazaba, brindando con vasos de plástico.
―Pero…, yo…, no… esperen…
—¡Por el nuevo guardián! ―vitoreaban otros.
Entre risas, le colocaron al cuello una vieja bufanda con olor a humedad y colores imposibles.
― ¿Pero…Guardian, yo? no, no, no. Ha habido un error. Yo solo traje esto porque falleció mi abuelo y lo encontramos entre sus pertenecías en un armario, y al poner en la portada de qué se trataba, creí que les gustaría tenerlo.
—¡Por el regreso de la reliquia! ―añadían unos sin prestar ni gota de atención a las palabras del joven.
Tras unos segundos de estupor, y resignado a su especie de suerte heredada, decidió seguirles la corriente —¿Y qué tengo que hacer ahora?.
—Continuar la tradición —respondió el presidente—. La próxima vez que faltes, escribe tu excusa aquí.
―Pero si yo no estoy jubilado.
―¿Y qué más da? Eres el nuevo guardián y eso te da derecho a escribir en él. solo dejaras de ser el guardián, si todos los aquí presentes consideramos que la disculpa que escribas para haber faltado no es creíble, o sencillamente, no nos guste.
“Esto es surrealista” pensó mientras intentaba no perder el equilibrio y caerse con las efusivas muestras de cariño que le profesaban los allí presentes en forma de abrazos y palmaditas en la espalda que hubieran derribado un edificio.
***
Pasó un mes hasta que Mario se atrevió a faltar a una partida. Entonces urdió un plan para intentar librarse de aquella loca tradición. Cuando volvió, todos esperaban su justificación.
Él suspiró, sacó el libro y escribió. Tras finalizar, firmó con trazo decidido y dejo el libro abierto y esperó la reacción de los asistentes.
―Ahora tienes que leer la disculpa en alto. Ya sabes, la tradición―le ordenó el presidente.
―No vine porque me di cuenta de que la verdadera reliquia no es este cuaderno mugriento en sí, sino el grupo de locos que lo mantiene vivo. Durante estos días desde que os lo traje de vuelta después de tantos años, me he dado cuenta de que lo de menos, es la disculpa o no que le poneis a vuestras respectivas para venir a echar la partida. La verdadera fuerza de esta reliquia es lo que consigue en vosotros. La unión y la camaradería que hace que estos momentos valgan la pena. Eso debió de ser lo que pensó mi abuelo cuando decidió llevárselo tan lejos. Era el modo de teneros a todos, más cerca”
Hubo un silencio reverencial. Luego, Pepe alzó su vaso.
—Eso no vale —dijo—. ¡Demasiado sincero!
Y estallaron las carcajadas.
El presidente, sin embargo, se acercó y agarró el cuaderno abierto por su parte izquierda y, a cámara lenta, lo cerró acariciándolo imperceptiblemente su ajada cubierta.
―¡Ay!. El bueno de Manolín. Que gran nieto te salió, condenado!
Y todos, alzando sus copas al cielo, y sin saber muy bien por qué, brindaron un poco más despacio.
FIN
BENEDICTO PALACIOS
Asistí con Sara de la mano al funeral confortándola, porque había tenido que soportar el duelo y los llantos fingidos, la mayoría. Era una tarde fría, con nubes amenazando nieve, desapacible como la silueta del desamor. Había llorado sobre mi hombro porque adoraba a su abuelo y era incapaz de olvidar cómo la familia se había dedicado a dilapidar su fortuna.
Acababa aquel de cumplir 79 años y aún conservaba buen juicio y un punzante sentido del humor. De lo último apenas hacía uso a no ser que conociera bien a la persona, y esa persona era Sara. Cuando todos decían que chocheaba, ella se sentaba en la mesa camilla a escuchar experiencias pasadas y viejas memorias.
Había viajado a Colombia recién casado huyendo de su mujer y del hambre. Solo contaba con estudios básicos, pero era despierto y trabajador. Y muy fuerte. Salió ileso de una pelea en la travesía por la fuerza de sus puños. Ya en tierra, empezó de recolector en un cafetal y a base de trabajo y astucia logró comprar en siete años otro de tamaño mayor. No tardó en aprender los secretos de aquel cultivo.
Una mañana que llovía a mares derrapó el vehículo en que viajaba. Orillado esperó que alguien le echara una mano. Pasaron las horas y una dama que abatió el cristal del suyo le lanzó un impermeable. Era una mujer joven y de una belleza eminente. La buscó luego entre los cafetales, pero no era recolectora sino catadora del café. Él había asistido a la de vino y se parecían, pero si en el vino mandaban las papilas del gusto, a la fineza del olfato se encomendaba el café. Cuando casualmente logró encontrarla, le ofreció parte de su hacienda a cambio de que ella le enseñara a catar el café.
Tenía que hervir el tiempo exacto y ajustar la medida a la cantidad del agua. La contemplaba abismado y atónito. Cuando lo retiró del fuego lo vertió en una taza, lo olió y lo sorbió.
—Cásate conmigo, le pidió con una rodilla en tierra.
—Solo si vendes la hacienda.
Y se la vendió al patrón que ya poseía otros cafetales y era dueño de una mina. Le pagó con monedas de oro y plata y por primera vez el abuelo de Sara se vio rico. Y entonces decidió retornar a su tierra natal.
—Acompáñame, pidió a la catadora tomando su mano y besándola.
No contestó. Le dejó solo un momento y se dirigió a la sala donde guardaba las tazas para catar. Eligió la más antigua.
—Tiene más de cien años y quedan en sus posos muchas memorias. Si te quedas conmigo, te las iré contando las noches de luna.
Tenía un tesoro en sus manos, pero era incapaz de conseguir otro de mayor relieve.
Le acompañó hasta el puerto. Con las rodillas en tierra la pidió de nuevo que le acompañara. Habitaremos en una gran ciudad donde en la noche brilla la luna. Serás una reina. Ella contestó, serena y solemne, que si él iba en busca de su tierra, la que estaban pisando era la suya.
Nadie le esperaba. La casa paterna ya no era suya. Sentado en un banco de una plazuela, una niña de nueve años le ofreció un pañuelo para que se secara las lágrimas. La preguntó por el nombre. Se llamaba Sara.
Pasaron los años. Tuvo otros nietos, pero únicamente a Sara le contó su secreto.
—Cuando yo me muera, guarda en la taza donde vierto el café estas nueve monedas de oro. Taza y monedas las escondes dentro de la urna de mis cenizas y la colocas en el centro del aparador sobre un pedestal, como si fuera una reliquia. Si un día lo precisas, arroja las cenizas al río y recupera taza y monedas. Guarda las monedas y vierte el café en la taza. Si lo hueles antes, rescatarás recuerdos de viejas historias. Cuéntaselas a tus hijos.
—Pero, abuelo, me estás pidiendo algo que de momento no va a suceder.
—Hija, no te lo voy a pedir después de muerto.
CARMEN BERJANO
Reliquia
Y volví a caminar por las calles de tu recuerdos
Apareciste en mis sueños dormido e inaccesible
Toda liturgia de este desamor
me hace tratar de despensarte en vano
repensándote
buscando algún motivo
alguna reliquia
para seguir adorándote en silencio
contenida
Para no pasear en círculos por el barrio de tu memoria compartida
Pero, sobre todo, para no volver a escribirte en vano
No
Tengo que cambiar de calles, de barrios
resetear mis recuerdos
mientras aprendo a no añorarte
cada vez que respiro
y sigues lejos.
EFRAÍN DÍAZ
Decía el abuelo que, hace todos los años del mundo, este valle era verde. Que lo cruzaban varios riachuelos y que la tierra daba cuantos frutos se pudieran conocer. Aguacates, panas, naranjas, toronjas, limones y toda clase de tubérculos. Los riachuelos traían agua fresca, limpia, no solo al Barrio Dos Bocas, sino también a los barrios de al lado.
Todo cambió después de la Segunda Gran Guerra. Al terminarse, Dámaso regresó al Barrios Dos Bocas con un pedazo de metal que decía era milagroso. Lo había robado de algún museo. Sotero, su padre, no le creyó. Le dijo que lo único milagroso que existía eran las manos: con ellas se podía sembrar, hacer que la tierra diera frutos, criar animales para carne y levantar casas donde cobijarse del frío de la noche.
Pero Dámaso insistía. Decía que aquel metal tenía virtudes que el hombre común no podía comprender. Para probarlo, fueron juntos a la tala. Dámaso abrió un surco en la tierra y sembró varias semillas de aguacate. Luego pasó a la tala de cítricos y sembró semillas de naranjo y de limón.
Esperaron a que germinaran, pero pasaron los días y ninguna brotó. Al contrario, los árboles que por años habían dado frutos comenzaron a secarse. Los tubérculos empezaron a crecer hacia arriba, fétidos y podridos. La tierra se volvió estéril y dura.
Dámaso no podía creer lo que veía. Pensó que el metal estaba sucio y que, lavándolo en el río, se limpiaría la maldición. Pero al día siguiente, los camarones, las bruquenas y las chágaras amanecieron flotando y mirando pa’ rriba. Estaban muertas. El río se fue secandode a poco hasta quedar lleno de piedras. Y para colmo, dejó de llover.
El Barrio Dos Bocas, que una vez había sido un jardín del Edén, se convirtió en un desierto de hambre, miseria y desesperanza.
Creyendo que el pedazo de metal traía la desgracia, llamaron al cura del pueblo para que lo exorcizara. Cuando el cura lo vio, se quedó mudo, estupefacto, o como dirían en el barrio, estupitonto. Era una reliquia antigua, una reliquia santa: la lanza de Longinus, la misma con que el centurión romano perforó el costado de Cristo crucificado, haciendo brotar sangre y agua.
—Hay que devolverla —dijo el cura.
—Sobre mi cadáver, padre —respondió Dámaso.
—¿No ves la calamidad que trajo ese maldito fierro? Ya no hay cosecha, no hay agua, no llueve, y los tubérculos crecen pa’rriba y podríos. Que se lleven ese objeto del demonio —dijo Sotero.
Todo el barrio clamó para que se deshicieran del metal que había traído hambre y desdicha. Por medio del cura, la reliquia fue devuelta.
Pero el Barrio Dos Bocas jamás volvió a ser verde. De su tierra no brotaron más frutos, salvo los tubérculos que crecían pa’rriba y podríos.
Y sus ríos, desde entonces, se quedaron secos. Llenos de piedras y de polvo.
EVA AVIA
Fauarches, walsingham
“¿¡Así se siente ser mujer en esa época!? Camino por, lo que creo es un mercado, todos a mi paso se giran y murmuran, envidian mi belleza. Una mujer con una verruga en su rostro me da un espejo y siento que me maldice, mi cuerpo se eriza. “Tu belleza es tu pecado”. Me santiguo y guardo el espejo en el zurrón. Esa niña me asusta, me dice cosas extrañas, me muestra mi reflejo en los espejos. ¡Amada seres a dama! Cojo el espejo y en él, el horror se hace visión. Toco mi rostro y cicatrices profundas recorren lo que un día era bello. Ella me ha hecho esto. Caigo por la ventana, rompiendo el cristal”.
—¡Somos seres reconocer, seres somos! —me grita, la mujer del espejo.
¡Joder! —grito, pero no hayo respuesta. Que pesadilla. ¡¿Y esto?! La foto está ahora en la mesita de noche. Un hombre que sostiene una estatuilla de una virgen está posando feliz con ellas frente a la casa. La giro y como no, 1.291 está tachado y a su lado 1437 tallado a fuego. ¡Un momento! ¿Dónde guardé el papel que me dio la joven? ¡En el pantalón!
Me levanto de la cama y hace un calor infernal. Abro la ventana y el viento que entra por ella, hiela esas partes que tienen ganas de salir corriendo. ¡No me puedo esperar a coger del pantalón el dichoso papel! Corro al baño y ¡joder, que susto, por poco me orino encima! La niña y la mujer con la cara desquebrajada me miran desde el espejo. ¡Chicas, ahora no tengo tiempo de jueguecitos! ¡Dadme un respiro, cojones! ¡Ayy, que agustito!
¡Joder, quema, quema! El agua del grifo está ardiendo. ¡Qué extraño, lo tengo abierto hacia el frio! Es lo que tienen las casas antiguas. ¿En que estaba…? ¡A, sí, el papel! Aquí está. Mis ojos se abren como platos. 1.145, 1.291, 1.437, 1.583, 1.729, 1.875, 2.021. ¿2.021? ¡2.021! Mis manos queman, el papel se cae, estamos en 2.021. ¡Tengo mucho calor! Tengo que hablar con esa joven.
Me coloco cualquier trapo que tengo por aquí encima. Debería afeitarme, pienso mientras veo mi reflejo. Un zumbido se clava en mi sien. ¿De dónde sale ese sonido? Y ya estoy de nuevo en el inicio de toda esta historia paranormal.
“Es mía, ¡Ama dama!” —escucho”.
—Te escucho, dime —le digo, por su voz, al hombre del sueño extraño.
De la estantería caen libros y archivos, dejando al descubierto una caja de madera. En su tapa está tallada las palabras Fauarches, Walsingham y en su interior una estatuilla de una virgen duerme entre algodones. La toco e imágenes de un hombre me trasportan a ¡Jerusalén! ¡Es el mismo hombre de mi sueño! ¡Fuego, fuego! Estoy en esta casa, con la reliquia en la mano. Todo a mi alrededor se prende fuego. La angustia que siento por no poder protegerla hace que le grite a Dios por ayuda. Siento felicidad, a pesar de que me quemo, porque ellas la ponen a salvo.
Regreso a mí. Devuelvo la estatuilla de donde no tenía que haberla tomado. Cada muerte que estoy viviendo, es más intensa a medida que pasan los días. He amanecido el tercer día entre llamas. Me desprendo de mi ropa, está quemada. Me doy un baño. Estoy dispuesto a enfrentar lo que la dependienta me tenga que relatar, pues pienso escuchar con lujo de detalle.
Voy a salir por la puerta de Ancient Ram Inn y el espíritu de, por sus ropajes, una clériga me lo impide, a sus pies está la foto.
Continuará…
RAÚL QUEZADA DÍAZ
EL PUENTE COLGANTE
Estábamos a punto de cruzar esa espantosa RELIQUIA de puente colgante cuando la lluvia se intensificó. El esperar que cesara no era una opción. Esas cuerdas y tablas podridas, vacilantes, eran nuestra única salvación.
No confiamos en que las malditas tablas pudieran soportar el peso de ambos al mismo tiempo. Resolvimos que lo haríamos uno a la vez. Eva fue primero. ¡Sujétate fuerte!, exclamé. Avanzó lentamente, temblorosa. ¡Tú puedes, amor, tú puedes!, la alenté.
Una repentina ráfaga de viento sacudió el puente como si fuera un papalote. Eva casi sale disparada, pero logró aferrarse a la soga con una sola mano. Su cuerpo se zarandeó como una marioneta a merced del soplo hasta que este, por fin cesó. Eva pudo sujetar la cuerda de nuevo con ambas manos. Los hambrientos cocodrilos, decepcionados, siguieron aguardando el momento propicio. Eva logró llegar hasta la otra orilla del puente sana y salva. Ahora era mi turno.
Los espeluznantes e indescifrables alaridos de los aborígenes se escuchan cada vez más cerca. Me persigné. Di los primeros pasos sin percance alguno. Luego, en uno de ellos, una de las tablas sucumbió. Los trozos de madera cayeron en el lago. Mi pierna derecha quedó atorada, colgando en el hueco. Un gigantesco cocodrilo sacó casi todo su cuerpo erguido del agua e intentó arrancarla de un mordisco. Totalmente pálido, pude ver como sus enormes fauces se quedaron cortas por escasos centímetros. Destrozando con desespero unos pedazos de tabla con mis propias manos, logré zafar mi pierna, me reincorporé, continúe la odisea. En su desesperación, Eva quiso ir por mi y el puente colapsó. Caímos al agua. Nos encontramos, nos abrazamos y al girar nuestros cuerpos, vimos como una congregación de monstruos cocodrilos robotizados se aproximaba. ¡Corte, quedó perfecto!, exclamó él director.
Más te vale hijoeputa, advertí en voz baja. Era la puta duodécima toma que hacíamos de lo mismo.
JUAN C VALTIERRA
La Piedra de Remedios
Nadie sabe cuándo llegó Remedios a Capilla de Guadalupe. El tiempo en estos pueblos de Los Altos no camina derecho.
Curaba con las manos. Olían a romero y a aguamiel.
—Mi Eufemia se estaba muriendo —contaba don Ausencio—. Tres días con calentura. Remedios la tocó nomás en la frente y al otro día amaneció fresca.
Pero esa noche, con el tequila adentro:
—Pos no es natural.
En el mercado la señora Casimira dijo:
—Bruja.
El padre Abundio desde el púlpito:
—Hermanos, el demonio anda suelto.
No dijo el nombre. No hacía falta.
Vinieron de madrugada. Antorchas subiendo entre los agaves. Don Ausencio adelante.
Martiniano iba atrás. Tenía tres años cuando Remedios lo salvó del mal de ojo. Ahora diecisiete. No dijo nada. Las palabras como piedras en la garganta.
Remedios caminó descalza hacia el cerro de La Coronilla. Los pies sangrando sobre el tezontle. Se quitó el rebozo negro. Lo dobló con cuidado. Lo dejó sobre una piedra plana.
—Aquí me quedo.
Abrió las manos hacia el pueblo.
La tierra le subió por las venas. Los pies primero. Color de barro cocido. Las uñas fundiéndose con la roca.
Las piernas. El vientre. El pecho que dejó de respirar.
Los brazos extendidos. Los dedos endureciéndose uno por uno.
La garganta. Los labios. Una palabra adentro que se quedó atrapada.
Los ojos al final.
Abiertos.
Cuando llegaron sólo había piedra. Forma de mujer. Del tamaño exacto de Remedios. Los brazos abiertos. Las palmas hacia ellos. Los ojos abiertos mirándolos.
Don Ausencio cayó de rodillas.
Martiniano vomitó sobre el tezontle.
Abajo las campanas tocando para misa de alba. Como si nada.
Don Ausencio se fue secando. Lo encontraron muerto tres meses después. Los ojos abiertos. La boca torcida.
Eufemia no volvió a hablar. Murió dos años después en silencio.
El padre Abundio nunca volvió a mencionar el asunto. Murió cinco años después. En la confesión final mencionó algo sobre una piedra. Pero el padre que lo confesó nunca dijo qué.
Los primeros años nadie subió.
Pero las enfermedades no perdonan.
Fue la señora Pascuala la primera. Su hijo Chencho ardía de fiebre. Cuatro días. El doctor había dicho que no había nada que hacer.
Subió de madrugada. Con flores. Se arrodilló.
—Remedios. Perdón. Pero Chencho se me muere.
Puso las manos sobre los pies de piedra.
Fríos.
Lloró ahí.
Chencho amaneció fresco. Pidiendo de comer.
Después fue don Tirso con el pie pudriéndose de diabetes. Después la Chayito. Después la hija de don Clemente que no podía tener hijos y tuvo mellizos.
Uno por uno subieron.
Al principio de noche, escondidos.
Después de día.
Después en grupo.
El padre Jacinto, el nuevo párroco, subió a ver.
—Es sólo una roca —dijo—. Casualidad.
Pero puso la mano sobre la palma de piedra y sintió algo. Calor. O frío. O algo que no era ninguna de las dos cosas.
Y el olor.
Romero.
No dijo nada. Bajó pensativo.
El domingo desde el púlpito:
—Dios obra de maneras misteriosas.
Eso bastó.
Al año había un sendero marcado. Al segundo, un techito de lámina. Al tercero, flores frescas siempre. Veladoras. Exvotos de plata colgando: manos, ojos, piernas, corazones.
El rebozo negro seguía doblado sobre la piedra plana. Intacto. Sin pudrirse.
A los cinco años venía gente de otros pueblos. De Tepatitlán. De Arandas. De Guadalajara.
El pueblo cambió.
Don Abundio, hijo de don Ausencio, abrió una fonda en la plaza. “Los Milagros de Remedios” se llamaba. Vendía birria. Tejuino. Tequila. Souvenirs religiosos.
Le iba bien. Muy bien.
Su hermano Esteban puso un hotel. “Hostal La Penitencia”. Quince cuartos. Siempre lleno.
La sobrina, Lupita Villalobos, abrió una tienda. “Artesanías Sagradas”. Vendía veladoras con la imagen de la piedra. Milagritos. Rosarios. Postales.
La familia prosperó.
Los domingos, después de misa, don Abundio subía al cerro con su familia. Bien vestidos. Prósperos. A dejar flores a la piedra.
—Gracias, Remedios —decía don Abundio—. Por las bendiciones.
Nadie mencionaba que su padre, don Ausencio, había subido ese mismo cerro setenta años antes con una antorcha. Que había ido a quemar a esa misma mujer que ahora los hacía ricos.
Nadie lo mencionaba.
Pero todos lo sabían.
En el pueblo hay cosas que no se dicen pero que pesan más que las que se dicen.
A los veinte años había un templete grande. Con techo de tejas. Con piso de cemento. Con bancas para los peregrinos.
La piedra en el centro. Intacta.
Salvo las palmas.
Las palmas que habían sido tocadas por miles de manos estaban completamente lisas. Brillantes como espejos. Gastadas de tanto roce. De tanta súplica.
El rebozo negro ahora estaba en una urna de vidrio. Detrás de la piedra. Intacto. Como nuevo.
Los exvotos cubrían las paredes. Miles. Fotografías de curados. Cartas. Testimonios.
Martiniano nunca se casó. Nunca se fue del pueblo.
Subía cada madrugada con romero que cortaba de su solar.
—Perdón —decía con la mano sobre el pie de piedra—. Perdón, Remedios.
Lo decía bajito. Para que nadie oyera.
A los setenta y tres años seguía subiendo. La espalda doblada. Las manos torcidas de reumas.
La gente le preguntaba:
—Don Martiniano, ¿de veras la conoció?
Él no contestaba.
Pero fue lo del niño Toño lo que lo cambió todo.
El niño Toño Villalobos tenía cinco años. Leucemia. Los doctores de Guadalajara dijeron seis meses de vida, tal vez menos.
La familia subió. Llorando. El niño casi no podía caminar.
La mamá lo cargó hasta la piedra.
—Remedios —suplicó—, es mi único hijo.
Le puso las manitas al niño sobre las palmas de piedra.
El niño las dejó ahí. Cerró los ojos.
—Mamá —dijo después de un rato—, la señora de piedra tiene las manos calientes.
—No, mijo. Es piedra. Está fría.
—No, mamá. Están calientes. Como las tuyas.
La mamá tocó. Fría. Como siempre.
Pero el niño insistía.
Bajaron. El niño pidió un taco. Se lo comió completo.
A la semana volvieron a Guadalajara para los exámenes.
Los doctores no encontraron nada.
—Tiene que ser un error —dijeron—. Esto no es posible.
Pero no hubo error. El niño estaba sano. Completamente sano.
Catorce doctores lo examinaron. Nadie podía explicarlo.
El caso salió en los periódicos. En la televisión. “El Milagro de Capilla de Guadalupe”.
Llegaron reporteros. Investigadores.
Y llegó una comisión del Vaticano.
Tres sacerdotes. Un médico. Vinieron discretamente.
Pasaron una semana. Midiendo. Tomando muestras. Entrevistando.
Examinaron al niño Toño. Hablaron con los doctores de Guadalajara. Revisaron los expedientes.
Una noche subieron al cerro solos. Sin que nadie los viera.
El médico de la comisión llevaba un termómetro infrarrojo. De esos que usan en los hospitales.
Midió la temperatura de la piedra.
Cuerpo: 18 grados centígrados. Temperatura ambiente normal.
Brazos: 18 grados.
Frente: 18 grados.
Las palmas: 37 grados centígrados.
Lo midió tres veces. Cuatro. Cinco.
Siempre igual.
Las palmas de esa piedra estaban a temperatura corporal humana.
Los sacerdotes también midieron. Confirmaron.
No lo pusieron en el informe oficial.
Se fueron en silencio.
Pero alguien filtró la información.
Ahora llegaban miles. Todos querían tocar las palmas.
El pueblo creció más. Dos hoteles más. Cinco restaurantes. Diez tiendas de recuerdos.
“Capilla de Guadalupe: Pueblo Mágico” decía el letrero en la carretera.
La familia de don Ausencio tenía ahora negocios por toda la plaza. Tres restaurantes. Dos hoteles. Cuatro tiendas.
Prósperos.
El bisnieto de don Ausencio, un muchacho de veintidós años llamado Ausencio como su bisabuelo, estudiaba administración de empresas en Guadalajara. Regresaba los fines de semana a ayudar en los negocios.
—Hay que modernizar —decía—. Poner página web. Hacer paquetes turísticos. “Tour del Milagro”. Incluye hospedaje, comidas, subida al santuario.
Le iba muy bien.
Manejaba una camioneta nueva. Vestía bien. Tenía novia en Guadalajara.
Los domingos subía al santuario con su familia. A dar gracias.
—Bendita Remedios —decía su abuela, la nieta de don Ausencio—. Gracias por todo lo que nos has dado.
Dejaban flores. Limosnas generosas.
Bajaban a abrir sus negocios.
Martiniano los veía pasar. Prósperos. Bien vestidos. Con sus camionetas nuevas.
No decía nada.
Pero una vez, en la cantina, alguien comentó:
—Qué bien le va a la familia Villalobos. Bendición de Dios, ¿verdad don Martiniano?
Martiniano levantó la vista de su tequila.
—Bendición —dijo—. O maldición. A veces es lo mismo.
No dijo más.
Hace un mes encontraron a Martiniano al pie de la piedra. Sentado. Muerto. El romero en las manos. Los ojos abiertos. Una expresión en la cara que el encargado del santuario no quiso describir.
—¿Cómo estaba? —le preguntaron.
—Tranquilo —dijo—. Descansado.
Pero por la noche, en la cantina, con suficiente tequila, dijo la verdad:
—Tenía cara de haber visto algo. Y tenía agarrada con la otra mano el tobillo de la piedra. Tuvimos que despegárselo. Los dedos estaban rígidos. Aferrados.
No dijo más.
Lo enterraron. Su tumba siempre tiene flores. La gente que sube a ver a Remedios baja y le pone flores a Martiniano también.
“El Testigo” dice una placa que puso el ayuntamiento.
El santuario sigue creciendo.
El año pasado vinieron cincuenta mil peregrinos.
Este año van setenta mil.
El obispo de Guadalajara vino el mes pasado. Celebró misa en el santuario. No dijo que fuera milagro oficial. Pero tampoco dijo que no lo fuera.
—La fe de nuestro pueblo —dijo— es un misterio que debemos respetar.
Eso bastó.
La piedra sigue ahí.
Los ojos abiertos mirando a Capilla de Guadalupe.
Las palmas extendidas. Lisas. Brillantes. Gastadas de tanto ser tocadas.
Calientes.
El rebozo negro en su urna de vidrio. Intacto después de setenta años.
Y el pueblo ahí abajo. Próspero. Creciendo. Viviendo de la reliquia. Del cuerpo de piedra de la mujer que mataron.
Ayer subió una muchacha del pueblo. Se llama Remedios. Tiene diecisiete años. La nombraron así por la piedra. Como a muchas niñas en Capilla de Guadalupe en los últimos años.
Es bisnieta de la señora Casimira. La que dijo “bruja” en el mercado aquella vez.
La muchacha fue a pedirle a la piedra que la ayudara a pasar su examen de la universidad.
Puso las manos sobre las palmas de piedra.
Estaban calientes.
—Gracias, Remedios —dijo.
Y entonces, no sabe por qué, añadió:
—Perdón por mi bisabuela. Perdón por lo que te hicieron.
Las palmas se sintieron más calientes. O tal vez no. No está segura.
Pero cuando bajó las manos y las vio, tenía las palmas rojas. Como quemadas. No le dolían. Pero estaban rojas.
Y olían a romero.
Se fue caminando despacio hacia el pueblo. Hacia su casa. Hacia su vida.
Las palmas todavía rojas.
Todavía oliendo.
En Capilla de Guadalupe la gente sigue subiendo. Sigue tocando. Sigue pidiendo.
Y la piedra sigue ahí.
Con sus ojos abiertos.
Sus palmas calientes.
Su boca entreabierta con esa palabra que nunca terminó de salir.
Curando.
O cobrando.
O las dos cosas.
Nadie lo sabe.
Pero todos suben.
Todos tocan.
Todos piden.
Y algunos, muy pocos, cuando bajan y se lavan las manos esa noche en sus casas, ven algo en el agua.
Algo rojizo. Como sangre diluida.
Pero cuando miran bien, no hay nada.
El agua está clara.
Fue la luz nomás, se dicen.
La imaginación.
Y se van a dormir.
Pero algunos no duermen bien esa noche.
Algunos sueñan con una mujer de rebozo negro.
Con las manos abiertas.
Esperando.
GRACE PELLS
*Se hizo nata la leche.
Los domingos son cuevas de conejos, casi al ras, hechos con hierbas y desechos; entras rigurosamente a ellas, y solo tú sabrás que tinte tendrá ese domingo.
*Se hizo esa funda de grasa porque he dejado enfriar la leche.
-Tómala igual! Y hasta que no lo hagas, no te levantas! Mi madre ahí, media como tres metros.
Nunca hubiera dicho nada, me sometia a sus cosas, me convencia que así era y ahi resistía sentada hasta una hora, con una taza gigante para mis ojos chiquitos de miedo y asco. Buscaba en mi fortaleza superar la arcada y no pensar. Tragar…
Y tragar
*Se fue por el vertedero, la leche y la nata. Pongo la pava, y apronto el mate. Desde la cocina se ve otro cielo.
Esas reliquias son residuos; los niños guardan juguetes, gestos, y esas fortalezas. Son hierbas o desechos según que cosa tenga tu madriguera.
YOLANDA PINA REY
La Reliquia que gané ( No la que encontré)
Para contaros esta historia primero voy a comenzar por lo que significa una Reliquia para mi.
En mi caso » LA RELIQUIA » no es un objeto viejo y cubierto de polvo, sino la prueba palpable y emocional de mi propio crecimiento personal.
Ni tampoco es algo que se encuentra en al fondo de un baúl, sino una prueba de fe o un testimonio de superación.
Para mí, la Reliquia es el recuerdo de los sueños cumplidos, de un logro personal. No está guardada bajo un candado de siete llaves, sino se recoge en aquella fotografía que evoca ese recuerdo exacto de cuando mi vida cambió.
Para llegar a esta conclusión he de remontarme a unos meses antes de dicha fotografía. Ese momento doloroso en que te tratan de una forma injusta y cruel para poder hacerte a un lado como a un trapo viejo, es justo ahí cuando tocas fondo por última vez y te obligas a deshacerte de la venda que cegaba mi camino .
A partir de ese instante decidí trabajar en mi firmemente, un trabajo interior impercetible a la vista de los demás.
Y llegó el viaje, único, especial, por lo que significaba para mi el viajar sola y con una amiga por primera vez.
Ese viaje capturó la fotografía más especial para mí. Esa foto reflejaba la felicidad de una mujer al ver a su hombre por primera vez. Totalmente se convirtió en mi renacer.
Entonces lo vi,lo tuve clarisimo, » aquella fotografía » se convirtió en mi mas preciada reliquia, porque además de reflejar el comienzo de una historia de amor preciosa, me muestra a la persona en la que me converti antes de que ocurriera el milagro. Yo llegué a ese momento Totalmente sanada.
En ese precioso momento recibia la recompensa con la que el destino me premió por la valentia de haberme sanado a mi misma.
Pero, ¿por qué es tan valiosa esta foto?¿ por la conexion?, ¿por el destino? ,¡qué también lo es!
El valor de la fotografía en sí es el descubrimiento de que los milagros se vuelven realidad cuando crees en ti por fin.
Y me recuerda el valor que tengo , el que nadie me puede quitar, es mi propia esencia. LA RELIQUIA aquí soy yo.
EL IDIOTA
Aquella noche tormentosa del ciclón, el caballito de madera tallado a punta de navaja por las manos inexpertas del abuelo, adquirió poderes para nunca más perderlos.
El fuerte viento empujaba las paredes de madera, se colaba por las rendijas amenazando con llevarse el zinc del techo. Los truenos sonaban a movimientos caóticos de grandes barriles rodados sobre suelo pedregoso por gigantes que habitaban los cielos, furiosos por haber sido desterrados y alejados de las hermosas hijas de los hombres que poblaban la tierra.
Los relámpagos marcaban largas, deformes y caóticas grietas en el oscuro cielo como en trozo de hielo a punto de quiebra por los precisos golpes de punzones.
El niño tenía miedo, lloraba escondido debajo de la cama.
Fue entonces que al abuelo se le ocurrió entregarle el caballito de madera aún sin terminar.
—Mira, se parece a Cucho.
Dijo mostrándolo.
Cucho era el caballo que arrastraba la carreta de carbón que él vendía. Al niño le gustaba acariciar al animal mientras le peinaba con la raqueta y le pasaba un trapo húmedo, como el abuelo le había enseñado.
—No tengas miedo, te protegerá.
Lo animó.
—Es el caballo de Santiago Apóstol.
Inventó una historia. El niño la creyó.
Contó que Santiago Apóstol fue uno de los discípulos de Jesús, no el tío, el hermano de su mamá, sino el que murió en la cruz por la salvación de la humanidad, que era el santo patrón de la ciudad y tenía autoridad sobre los habitantes.
La imaginación de un niño asustado por el mal tiempo, hizo de un pedazo de tronco de roble mal tallado, deforme, una reliquia sobreviviente a más de tres generaciones.
Años más tarde, lejos del caribe y los huracanes, en suelos fríos y de sol opaco, el corcel miraba hacia la calle desde el centro de mesa de la sala de la moderna vivienda, vigilando, resguardando aún los intereses de la familia.
LUCINDA QUART
PALADIÓN
Atravesaron el ágora de la ciudadela hasta llegar al pie de la escalinata de mármol que llevaba al templo de Apolo. Príamo se apoyaba ligeramente en el brazo de Helena y ella acomodaba sus pasos a los del anciano, lentos pero aún firmes.
De pronto todo se le antojaba a ella tristemente hermoso, como un recuerdo o un sueño: los muros blancos de la fortaleza, las estatuas inertes de los dioses, el cielo que desde allí venía a ser un reflejo azul e invertido del mar. Oía dentro de su cabeza la voz de Ulises aquella última noche en Esparta, dándole instrucciones, mirándola directamente a los ojos. El único hombre que se había atrevido realmente a mirarla. “Sólo las mujeres de la familia real tienen acceso al Paladión. Nadie aparte de ellas y Príamo conocen la ubicación de la estatua. Tienes que ganarte su confianza y su afecto. Conviértete en uno de ellos, finge que amas a Paris más allá de ti misma y de la cordura humana. Miente y sobrevivirás. Si te creen, te llevarán al santuario y tu labor habrá terminado, el resto será cosa nuestra”.
Nunca preguntó qué era el resto. Nunca preguntó cómo iban a sacarla de allí. Nunca se negó a ser el instrumento de otros para robar la estatua. Sólo pensaba en Hermíone y en que su sacrificio evitaría una guerra. ¿Podría contarle algún día a su hija la verdad? El descabellado plan del sagaz Laertíada para introducir a una espía en el corazón de Troya y obtener información que los llevara hasta la sagrada reliquia del Paladión: la antiquísima estatua de la diosa Atenea que según la leyenda, ella misma había tallado en la oscuridad de los tiempos. Cómo Agamenón había accedido y extorsionado al pobre Menelao para que les “prestara” a su esposa, la mujer más hermosa de toda la Hélade, para seducir al cachorro troyano.
Mucho antes de que Ulises ideara aquello del caballo, estuvo ella, Helena de Troya, la mujer que destruyó una ciudad con el poder de una mirada y el poder de una mentira.
Una vez dentro del templo, descendieron por una escalera tallada en la roca. Pasaron unos minutos, pero a ella le parecieron horas y se dijo con aprensión que de seguir descendiendo, alcanzarían las puertas del Tártaro. El hipogeo olía a tierra mojada y descomposición. Era una gruta circular, de techo bajo, iluminada por pebeteros de bronce dispuestos en torno a un altar de piedra sobre el que descansaba una estatuilla de madera. Pequeña, fea, tosca. La imagen pretérita de Atenea con la cabeza de la Gorgona adornándole la Égida que protegía su corazón de todo mal.
Y tenía los ojos cerrados…
La primera reacción de Helena, junto al asco, fue la de echarse a reír. ¿Era esta cosa horrible en su fondo y en su forma por la que ella había sacrificado su vida, su nombre, su hogar y a su hija? ¿Era por esto por lo que Agamenón estaba dispuesto a arrastrarlos a la guerra? Por nada…
Entonces la estatua abrió los ojos y la miró como la había mirado Ulises aquella última noche en Esparta. Empezó como una náusea y luego vino el dolor como si alguien la hubiera golpeado en la boca del estómago.
Vio el fuego y la sangre. Vio a Casandra luchando con Ayax y a Andrómaca atada por las muñecas al carro de Pirro. Vio la muerte de Héctor y la muerte de Paris. Vio a Ulises perdido en el mar y a Agamenón degollado por la mano de una reina. Los vio a todos, igual que los veía Casandra en sus delirios.
Y supo que los hijos de los aqueos iban a pagar durante generaciones por su pecado. Pero ella sobreviviría, tal y como le había dicho Ulises. Su castigo sería vivir lo suficiente para verlos morir a todos.
MAYTE SOCA
Reliquias.
En las altas colinas de Sarám, donde el viento susurra antiguos nombres entre las ruinas, devoradas por la hiedra y el tiempo, del viejo castillo de Bledstemat. Donde las altas torres de piedra gris no dejan pasar la luz del sol, proyectando siniestras sombras, y a donde nadie se atreve a acercarse.
Cuentan los más ancianos, que en una de las torres, allí dormida hay una antigua reliquia.
………………………………
Darién, un erudito de lo oculto, llegó una noche a finales de octubre, guiado por amarillentos manuscritos y sueños proféticos, de voces ancestrales que clamaban su nombre en cada pesadilla. Repitiendo una y otra vez desde hacía varios años sin faltar una sola noche, la misma sombra oscura, que se acercaba a él, murmurando las mismas palabras “Busca el relicario, y tendrás el mundo a tus pies”.
Según los escritos se decía que en el relicario sellado por una noble estirpe de hombres Santos, estaba encerrada dentro un gota de la sangre de el conde Sange, El inmortal.
Darién entró en el castillo y el tiempo pareció detenerse, los pasillos se alargaban, los muros parecían respirar y el aire estaba cargado de un aroma a humedad y rosas secas.
El relicario, según los escritos, se encontraba en la Torre Norte al pie del retrato del conde “Sange, el inmortal”
Darién subió por las estrechas escalera de piedra, alumbrado tan solo por la trémula luz de una vela. Al abrir las altas puertas de madera, estás crujieron haciendo eco por los estrechos y oscuros pasillos.
Allí sobre un estante al pie del retrato del conde, había una caja de madera y en su tapa tallada una cruz, con inscripciones en una lengua extinta quizás.
Tomó la caja en sus manos y rompió el sello que custodiaba lo que por tanto tiempo había encerrado en su interior.
Al abrir la caja, no fue un grito, lo que escapó. Fue un gemido , un suspiro, como el primer aliento después de siglos de estar dormido.
Dentro del relicario había una gota de sangre, que comenzaba a palpitar, que volvía a vivir.
Darién se quedó mirando por demasiado tiempo la gota escarlata, hasta que sintió como una fuerza invisible se apoderaba con rapidez de su cuerpo.
En ese instante Darién comprendió, que la reliquia no era una simple joya.
Era un corazón, era un legado, era su condena.
Desde ese día a finales de octubre, cuentan los aldeanos, que cada noche se ve una luz en la torre norte del castillo. Que un nuevo amo ha despertado y camina sediento entre las sombras.
ANGY DEL TORO
GPS FANTASMAL
Anselmo era un hombre tan realizado que cuando a su jubilación llegó, cargó con un manual de instrucciones.
Pero la vida de pensionado resultaba demasiado tranquila, así que se convirtió en el guardia nocturno del cementerio local. Le asignaron una bicicleta que, juraba, tenía más manchas de café que su vieja cocina.
Cada noche pedaleaba entre tumbas y mausoleos. No estaba solo: su esposa Mercedes había tomado residencia permanente en aquel camposanto. Sentía cómo ella se iluminaba, cual estrella fugaz, cada vez que él la visitaba.
Una noche, decidido a limpiar la tumba de Mercedes, notó que su lápida estaba rodeada de cucarachas, parecían las cuentas de un rosario. —sabía que ni muerta ella toleraría ni una cucaracha.
Una voz femenina rompió en la oscuridad:
“Don Anselmo, ha llegado a su destino.”
El viejo, con el corazón en un puño, miró a su alrededor. Solo el viento respondió.
Montó en la bicicleta y pedaleó como si el mismísimo Hades lo persiguiera. Pero la voz insistió:
“Se está acercando a su destino, gire a la derecha y vuelva atrás.”
Asustado, gritó:
—¡Mercedes, cariño! ¿Qué prisas tienes? ¡Estoy jubilado, no tengo otro lugar adónde ir!
Desde entonces, Anselmo visita cada noche a su amada, asegurándose de que su descanso eterno sea tan animado como la vida que compartieron.
En la lápida se lee:
“Mercedes, si alguna vez mi mente se perdiera, siempre podré contar con esta reliquia, el GPS de mi corazón, que siempre me guiará, de vuelta a ti.”
Cada pedaleada de Anselmo es una oportunidad de estar junto a su amada.
Linda noche, Mercedes.
FRAN KMIL
Reliquia.
Catarina nunca lo supo, Corina tampoco, ni Carlota, la madre de las dos y abuela de Carmen, quien, veinticinco años más tarde echó a andar la historia de los milagros de la tía Catarina.
Fue a causa de Augusto. La abandonó y juró nunca volver porque no estaba enamorado y tampoco sentía deseos sexuales por ella.
Le dolió. Se sintió herida, ultrajada…
Fue por venganza más que por amor. Invocó los poderes que supuso tendría la tía, experta en hombres, deseos sexuales y amores.
Lo quería ver arrastrarse a sus pies implorando perdón.
La tía sabía de eso más por puta que por su supuesta santidad.
Fue a raíz de la muerte de Corina que descubrieron los poderes.
El panteón familiar estaba lleno, no había lugar para otro muerto. Había que exhumar, al menos uno. Catarina era la “ inquilina” más antigua.
Había muerto joven, días después de su cumpleaños veinticinco, de una enfermedad mortal, enigmática, sin cura y desconocida por los científicos de aquella época.
—Enfermedad de putas y maricones. Castigo de Dios.
Aseguraba Carlota con rabia y dolor cada vez que se mencionaba el asunto.
Dolor por la pérdida de la hija.
—No es justo que las madres sobrevivan a los hijos.
Rabia porque:
—Ella se lo buscó. No oyó consejos. En la biblia está escrito —decía como si lo hubiese leído y estuviera convencida de que así debió ser; pero no, nunca tuvo una biblia en sus manos ni había asistido a la iglesia. Repetía lo que otros afirmaban que estaba escrito.
—Los idólatras, las prostitutas… los fornicadores perecerán. Amen.
Y alzaba el brazo derecho apuntando al cielo con la punta del dedo índice como invocando el apoyo del mismísimo Dios.
Quince años después de la muerte de Catarina murió Corina.Se procedió a la exhumación. El cuerpo estaba intacto. Lucía tan bella como cuando cumplió quince. No había experimentado corrupción.
—¡Milagro!
Exclamaron los trabajadores del cementerio asustados y se persignaron para protegerse.
—¡Milagro!
Repetían los presentes.
Se había corrido la voz y un grupo de personas acudió para corroborar la noticia.
—¡Dios es grande!
Gritó una voz.
—Lo grande es el alcohol y la cantidad de droga que tiene ese cuerpo, por eso no se pudre.
Rectificó Carlota enfadada con la vida, con la familia y con Dios por demorar el tiempo de su partida y condenarla a presenciar las de sus hijas. No quería ni pensar, sería lo único que le faltaba, que tomaran por santa a la hija descarriada, a la que más dolores de cabeza le había dado. A sus años ya no podía con ninguna santidad y sus inconvenientes.
La cara de Catarina tenía la misma sonrisa con la que había sido enterrada, sonrisa burlona, desafiante de las buenas costumbres, de Dios, de la gente y de la madre que nunca la apoyó en su mal andar, incluso de la muerte y de los lamentos de la familia que todavía sufría con lo que ella había gozado en vida.
El pelo negro lacio llegaba a la altura de los hombros, habia crecido despues de la muerte.
Los ojos azules abiertos como si todavía vieran, con brillo de la lujuria reflejado, invitando a orgías de ultratumba.
Cualquiera diría que estaba reposando acostada sobre su cama, pensando en las nuevas maldades, mientras miraba las figuras que formaban las manchas en el techo de su habitación. Así hacía cuando estaba viva, pero desnuda.
Carmen tomó una fotografía con su celular y la subió a las redes, soñando con que se hiciera viral el milagro. La gente no le creyó. “ Con la IA todo es posible.”
Recibió insultos en vez de halagos.
A Carlota hubo que sepultarla en la tierra, en la parte de atrás del cementerio, donde los pobres y los sin parientes, donde en mal tiempo de lluvia y vientos la inundación sacaba a flote a los cadáveres que navegaban como barcas a la deriva.
Carmen no su dilucidar si fue una inspiración o una revelación o una tentación diabólica lo que experimentó
a solas en su habitación Acompañada del rencor del abandono, tuvo la primera idea: Imprimió la foto de Catarina. La enmarcó, le puso flores y de rodillas le imploró que él volviera como perro con el rabo entre las piernas.
Y así fue como la foto de un cuerpo que no experimentó corrupción se convirtió en reliquia con poderes para dominar a los hombres.
Carmen, mi madre, se encargó de divulgarlo.
Son fotografías de una joven que estando muerta parece estar viva.
No se sabe si su cuerpo aún no se había corrompido. Nadie se atreve a abrir el sepulcro. No es de Dios estar molestando el descanso de los santos.
No creo que sirva para que una mujer lo quiera. Hasta ahora no se ha dado el caso, pero siempre hay una primera vez. Con probar nada se pierde. Son cincuenta pesos y le regalo una tarjeta de oración junto.a una medallita protectora.
Son reliquias de la Tía Catarina.
BLANCA CERRUTI
LA MANO INCORRUPTA
Kinsali es un pequeño pueblo que subsiste lejos de toda civilización. Sus habitantes viven una vida sencilla sujeta a una tradición, que más bien es una superstición.
Hubo un tiempo en el que el pueblo estuvo amurallado, pero nadie lo recuerda, sin embargo, de aquellas murallas quedó un frontón en el que hay una hornacina con una urna de cristal, en ella se guarda una reliquia: una mano incorrupta.
Nadie sabe cómo llegó allí ni de quién pudiera ser, pero desde tiempos inmemoriales, los vecinos creen que está para bendecirlos y bendecir sus campos, pero hay que presentarle ofrendas, no a la mano, claro está, sino a quien perteneciera.
Al comienzo del invierno, los cabezas de familia se reúnen con Los Ancianos que son los que designarán a la que ese año presentará la ofrenda. Debe ser algo muy apreciado y que se pueda incinerar.
Llegado el día, con la primera luna llena, a los pies de la hornacina colocan un recipiente de barro, el padre de familia prende fuego a la ofrenda; luego, avienta las cenizas, primero de cara a los presentes y el resto hacia los campos.
Este año le tocó a la familia de Noah y, algunas cosechas, se han malogrado. Entienden que la ofrenda no fue aceptada y la familia debe repetirla al año siguiente.
Así transcurre la vida en Kinsali sin que nadie se pregunte nada. Pero este año, Lían, el hijo mayor de Noah, si ha preguntado a Los Ancianos por qué la ofrenda de su padre no fue aceptada si era semejante a la de la familia del año anterior.
Luego, la pregunta ha sido más directa:
¿Y si la mano incorrupta no tuviera nada que ver con lo bueno y lo malo que ocurra en el pueblo? Los Ancianos, ante tal pregunta, han quedado desconcertados…
¿Logrará su desconcierto que empiecen a preguntarse y el pueblo «despierte»?
Blanca Cerruti
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
LAS RELIQUIAS DE LA DIVERSIÓN
En aquella sala se reunieron los habitantes del reino. El aire era denso, casi soporífero, como esas últimas noches de un verano que se resiste a marcharse. Los minutos parecían aferrarse a las horas, como quienes, al borde del abismo, se resisten a caer.
Todo parecía indicar que aquel reino sería devorado, como tantos otros, por el mismo señor oscuro que se alzaba sobre todos.
Sin embargo, cuando todo parecía perdido, el más viejo de aquel lugar tomó la palabra.
—Esta situación no puede seguir así —rompió el silencio el anciano—. Tengo algo que nos puede servir.
Se levantó de su asiento con un propósito claro que pareció darle una energía renovada. Se dirigió hacia un viejo cofre y, tras rebuscar un instante, extrajo algo con manos temblorosas.
—¡Ya lo tengo! —exclamó, alzando un mapa amarillento—. En este mapa se hallan tres reliquias, objetos más antiguos que muchos de los que estamos aquí, pero que en el pasado ayudaron a quienes se enfrentaron al mismo enemigo que ahora nos amenaza.
Su rostro reflejaba la emoción de un general alentando a sus tropas antes de la última batalla. Sin embargo, su discurso no pareció conmover a nadie… salvo a los cuatro benjamines del reino, que, ajenos a la gravedad del momento, escuchaban con curiosidad.
El mayor del grupo rompió el silencio:
—Yo estoy dispuesto a encontrar esas reliquias.
Y, sin vacilar, tomó de la mano del anciano el mapa.
—¡Espera! Nosotros vamos contigo —dijo el más pequeño de los cuatro.
Así fue como los jóvenes emprendieron su aventura, mapa en mano. Su objetivo era claro: hallar las tres reliquias que les permitirían enfrentar al ser oscuro del que el sabio había hablado.
Tras una breve caminata, llegaron al lugar señalado por el mapa.
—Según esto, aquí podremos hallar la primera —dijo una de las chicas, la más valiente, señalando una inscripción—. Parece que hay una adivinanza: “Si la reliquia quieres encontrar, donde comenzó todo has de buscar”.
Durante unos segundos, todos se quedaron pensativos. Hasta que uno de los chicos exclamó:
—¡Ya lo tengo! Tiene que ser por allí —y apuntó hacia una fuente—. Con ella empezó la vida… con el agua.
Se pusieron a buscar por los alrededores. Una de las chicas se percató de un agujero en el tronco de un árbol cercano. No sin cierto miedo, introdujo la mano y sacó algo.
—¡Mirad, creo que lo tengo! —gritó, agitando una pequeña bolsa de tela marrón.
Al abrirla, descubrieron en su interior unas diminutas bolitas brillantes.
—Guardémosla —dijo el mayor, el más responsable del grupo—. Cuando tengamos las demás, seguro que descubrimos cómo usarlas.
Volvieron a consultar el mapa. La segunda reliquia estaba marcada junto a un mensaje: “Si algo hermoso quieres ver, tus piernas has de mover”.
Levantaron la vista y vieron, a lo lejos, la gravera famosa por sus bellos atardeceres. Sin dudarlo, emprendieron el ascenso.
No sin esfuerzo —y ayudándose unos a otros— alcanzaron la cima. Allí, el benjamín del grupo, el más curioso, escarbó entre las grises piedras y un destello le deslumbró.
—¡Chicos, parece que tengo la segunda reliquia! —gritó, entusiasmado.
El resto se acercó. Entre sus manos, el pequeño sostenía una pieza de metal, pequeña y afilada.
Ya tenían dos de las tres reliquias, pero el tiempo corría en su contra. Debían regresar al reino antes del mediodía.
La última pista señalaba unas ruinas abandonadas.
—Tiene que ser allí —dijo la más pequeña, echando a correr.
Repartiéndose la zona, buscaron entre los escombros hasta hallar una bolsa de cuero negro. Dentro había una vieja cuerda, ya deshilachada, unida a una pieza de madera de la que sobresalía una punta redondeada de hierro.
Los jóvenes habían completado su misión. Con la satisfacción del deber cumplido, emprendieron el regreso al reino.
En el transcurso del camino, las ropas de época que portaban los cuatro jóvenes se transformaron en chándales de algodón con los personajes de animación del momento.
Al llegar a la casa, los cuatro gritaron al unísono:
—¡Abuelo, abuelo! ¡Ya hemos encontrado los tres objetos!
El mayor sacó las reliquias de su mochila y las depositó sobre la mesa.
—No puede ser verdad, papá… ¿todavía las guardas? —preguntó un hombre, sonriendo.
Y así fue como aquella tarde una familia venció al enemigo del aburrimiento y a su ejército de pantallas. Los pequeños del hogar, guiados por su abuelo, habían reunido los juegos clásicos de toda la vida.
Aquella tarde voló entre risas, explicaciones y partidas con las canicas, la lima y la trompa.
IVONNE CORONADO
Casi siempre tuve a mi lado a mi mamá. A ella y a mi abuelita materna.
Nuestra complicidad me parecía tan natural, que creía todos los hijos tenían algo igual con la suya. No es así. Hay quienes ni siquiera pueden decir que son amados por ellas.
A mi madre le llegó la maternidad siendo muy niña. Le encantaban las muñecas; yo fui una de ellas. Cuando se separó de papá, tuvo que esforzarse por poner pan en la mesa. Creció de un día para otro, para convertirse en el eje de nuestro hogar. También protegió a sus hermanos menores y a su madre, y nunca negó a otros de la familia, la entrada y estancia en casa. “Donde comen tres comen cinco— era su dicho. Los hijos copian a sus padres; yo lo seguí aplicando.
Creo que fue a causa de sus acciones generosas, que yo crecí sintiendo que debía cuidar a mis hermanos, que nunca debía desampararla a ella. Si hubiera podido, mamá hubiera trabajado más, ahorrado para sus viejos días, pero imposible. Su país carecía de estructuras solidas para ayudar a sus ciudadanos a tener una vejez tranquila.
Fue para mi una dicha haber cuidado de mi mamita, y haber cumplido lo que no solo consideré un deber, sino un acto de amor.
Cada cosa que sus manos prodigiosas hicieron para mí — dibujos, álbumes de poemas, vestidos bordados, tapetes, decoraciones de Navidad — las he guardado. Hoy que llega mi vejez, que sé que casi estoy al final del camino, tengo que empezar a deshacerme de todo lo innecesario. ¿Qué puedo hacer? Algunas cosas las he dado a mis hermanos. Ellos también aprendieron a valorar su trabajo. He hecho rimeros de fotografías para darlas a los que en ellas aparecen.
Pero, cuando abro sus cartas — esas de los días tristes que tuve que separarme de ella, para estudiar en Guatemala, junto con mi hermana menor — se me encoge el corazón. No siento valor para destruirlas. Sobre todo, guardo un ángel. Es un recorte de papel de regalo. Estaba pasando una mala racha financiera: su sueldo de maestra era muy bajo, y su marido ganaba poco igualmente. Ya tenia a mis dos hermanos varones, y su salud estaba un poco quebrantada. Me lo envió para las fiestas navideñas.
Al casarme y venirme a Cañada, la dejé, esperando traérmela conmigo pronto, pero pasó un tiempo antes de lograrlo. El Salvador estaba muy pobre debido a la guerra civil — razón por la que emigré. Tanto ella como estuvimos, esos años de separación, contando los centavos. Cada una de sus cartas la esperaba con anhelo. Ahí en ellas esta un poco de nuestra historia: la que pasó cuando cada una luchaba de su lado, separada de la otra.
Ese ángel sigue representando el amor incondicional de la que me dio la vida. Pasó muchas noches a mi cabecera cuidándome cuando yo era niña. Me enfermaba tanto, que no asistí al kinder y falté dos años a la escuela primaria.
Mi madrecita tenía fe. Cumplió su promesa a la Virgencita de Guadalupe, de irnos descalzas desde la casa hasta su templo. Una mañana fresquita cogidas de la mano, tempranito — para evitar miradas indiscretas — nos fuimos a la Basílica de Guadalupe. Creían que tenía asma. Me curé. No puedo gritar: “¡Milagro!”. Me recuerdo que me daba aceite de hígado de bacalao todos los días, me frotaba el pecho con Vick Vaporub, me dio sangre de cusuco, me vestía con camisetas de algodón, y me daba baños de sol a diario, y un montonazo de medicinas y vacunas.
Fue mi ángel, mi madre, mi amiga, mi maestra. Cuando murió mi primer esposo, nos quedamos solas ella y yo, en una casa de siete habitaciones. Sin su compañía mi duelo hubiera sido mayor. Con ella — ya enferma, para no apenarla, tuve que reírme, divertirme, y eso suavizó mi dolor. Me ayudo a ser fuerte. Sin saber que pronto me dejaría huérfana.
No sabía que pronto la perdería. Un 18 de octubre, se me fue el ángel verdadero que tenía — hoy solo me queda ese de papel, que no puedo destruir. Increíble que una cosa tan frágil haya resistido mudanzas, duelos, alegrías, estaciones y siga aun en mis manos. Creo que es porque sigue siendo un testigo del lazo indisoluble de una hija con su madre — algo así como una reliquia — no por lo que es, sino por lo que guarda.
ALEXANDRA FERNÁNDEZ
Continuación : La tristeza en sus ojos
Isabel corría veloz por la campiña, su único refugio, un santuario tejido con hebras de aire fresco y silencio. Cada zancada sobre la tierra húmeda era un acto de rebeldía, una ofrenda a la libertad que le negaban. La campiña se extendía como un mar de quietud: el pasto crecía indómito y alto, rozandole los tobillos; el viento, áspero y vivificante, le azotaba el rostro, llevándose consigo el perfume a heno seco y a tierra recién labrada. Buscaba momentos de liberación y de profunda calma en aquel mundo natural donde todo era auténtico e implacable, sin las ataduras ni las normas de seda y hierro fabricadas por una sociedad injusta.
Una de esas tardes, antes de que el sol cayera y tiñera el cielo de un naranja profundo, Isabel se encontró un pajarillo de colores vistosos, un destello carmesí y azul que contrastaba con el verde sobrio, herido en un ala. La punzada de ver al pobrecillo incapaz de alzar el vuelo le dolió en el pecho como una herida propia. Al igual que ella, el ave estaba condenada a no ser realmente libre, alegre, bulliciosa en su trinar; era un espejo diminuto de su propia desdicha.
Isabel lo recogió con una delicadeza que reservaba sólo para lo frágil. Curar sus heridas fue un acto de fe silenciosa; lo convirtió, así, en su relicario, para su corazón afligido, víctima de la vida sombría que arrastraba luego de haberse casado obligada con Jaime.
Como la mejor actriz en su papel, Isabel ejecutaba a diario la farsa de la resignación y la aceptación ante aquella familia supuestamente perfecta. La sonrisa en la mesa, el silencio en el salón, la rigidez en el porte; todo era impuesto. Los días pasaban y su único consuelo, su respiro vital, era aquel relicario. Con cada gota de agua y miga de pan que ofrecía al ave, sentía que alimentaba su alma. El pajarillo fue sanando, no solo por el cuidado físico, sino por el amor profundo y silencioso que recibía de Isabel, una ternura que no podía ofrecer a sus propios hijos o a su esposo.
Un día el pajarillo cantó; su melodía, pequeña y desafiante, rompió el silencio opresivo de la casa. Había recobrado parte de sus fuerzas. Pronto descubriría cómo romper la invisible jaula y volar de nuevo.
El ave ya no era un relicario de su dolor; su cuerpo se transformó en la enseñanza más clara y brutal que le revelaría su destino.
El pajarillo sintió el llamado ancestral de la naturaleza y, aleteando con una fuerza que parecía negar su antigua debilidad, se impulsó y voló entre las manos de Isabel. Una ola de tristeza pura la inundó, pero, bajo ella, latía una admiración indomable. Ella, una vez más, se resignó ante la partida, sintiendo el vacío en sus palmas. Pero esta vez era diferente, pues había entendido la gran reflexión que le había dejado su pequeño amigo: la libertad es un instinto, no una concesión.
El ave, a pesar de todas las adversidades, siempre sigue su impulso primario, su origen: volar. Solo en el aire, sin cadenas visibles, se sentiría feliz y no preso. Isabel, al fin, comprendió que su propia campiña no era un refugio temporal, sino una promesa.
Ese pajarillo le dio fuerzas, motivación y esperanza para emprender una transformación sana en su vida.
MAITE BILBAO
FALANGE O FICCIÓN
¡Ah, el dulce escalofrío! La noticia me llegó como una vibración en el latón, un efluvio de incienso rancio mezclado con el polvillo de un pergamino mal guardado: El grupo literario «Las Plumas Turbias» va a dedicar su próximo encuentro a mí, La Reliquia. Y, claro, mi pequeño cuerpo de artefacto sacro de segunda está resonando como un gongo de cobre golpeado por un monje histérico.
Verán, soy Santa Estreñida de Calcuta, la Menor, o, si prefieren la versión más prosaica y fiel al inventario eclesiástico: Falange Distal del Dedo Meñique del Pie Izquierdo de Santa Estreñida. Sí, un título que resulta imposible de incluir en la tarjetita de presentación, que huele a burocracia celestial de baja estofa.
Soy, permítanme la honestidad brutal de fragmento óseo, una reliquia del montón. Un elemento diferente a la Sangre de San Genaro, o a un fragmento de la Cruz. Me sacaron de la tierra con el mismo mimo que a una patata, me embutieron en un relicario de latón con un cristal un poco rayado, y mi ficha de propiedades es… ambigua. Se dice que «ayudo a quien reza con fe para recordar la ubicación de las llaves del coche» y que «preservo de los resfriados de verano». Cosas ridículas y mundanas, ya ven. Mi capacidad no es la de convertir el agua en vino; convierto la ansiedad existencial en la vaga esperanza de encontrar las gafas. La gente pasa por mi vitrina, en el rincón más polvoriento de la iglesia de San Bartolomé de los Remedios Olvidados, y me mira con esa indiferencia educada que se reserva a los muebles viejos y a los parientes lejanos. «¡Oh, mira, otro huesito!», comentan con la emoción de quien señala un desperfecto en el techo.
Pero ahora aparece un grupo de escritores. Sé que buscan las reliquias taquilleras que salen en las películas (las que se roban en thrillers con Nicolas Cage), pero me resulta inevitable. Vibro con ansia. Quizás me convierta en una nota a pie de página. O, mejor aún, en el objeto inútil que el villano roba por error, y cuya insignificancia detona una crisis de identidad en la novela.
El cristal tembló con la cercanía de esa oleada de «intelectualidad pretenciosa». Se detuvieron justo delante. El Trío Calavera de «Las Plumas Turbias» competía en solemnidad.
Pedro Antonio López Cruz , el de la bufanda y la melena que intenta ser dramática, gesticulaba con la convicción de quien está a punto de desvelar que la Tierra es redonda.
—¡La Pátina, amigos, la Pátina! —siseó, en tono de vendedor de aceite de serpiente—. Observen este ejemplar. La esencia de la futilidad elevada a lo sacro. Aquí está el nihilismo en su forma más pura y ósea. Es la prueba de que el ser humano le reza a un sustituto hueco. La creencia en la nada envuelta en latón.
«Pensé: “Sustituto hueco”. Esto es fenomenal para mi contraportada. Me da aire digital».
Luego, irrumpió Antonicus Efe , el de la cazadora de cuero y la postura de rockero crítico. Su voz era el bramido de un amplificador defectuoso.
—¡La corrosión dicroica, la aspereza del vidrio, la inmundicia del latón! —gritó, y sentí el eco de un acorde de poder mental—. ¡Es el desafío de las reliquias! La negación total de la corriente principal católica. El arte de aferrarse a la mierda para contradecir al arte mayor. ¡Mi novela se llamará Falange Ex Machina!: ¡El Último Acorde! Es el símbolo perfecto: nos aferramos a un puto trozo de uña para mantener el recuerdo de dónde dejamos la mochila, la moral o la dignidad.
«Lo aprobé: ¡Un «desafío»! Esto me hace ganar puntos de peligro. Mucho más vendible».
Y finalmente, Sergio Santiago Monreal l, el Poeta. El aire se hizo más denso, cargado de una melancolía que sonaba a violonchelo desafinado. Él evitó mirarme, observaba el polvo que me rodeaba.
—Amigos —suspiró, su voz suave, como el roce de un verso malogrado—, se equivocan todos. Es la ausencia de propósito. Miren este hueso diminuto y fútil. El deseo de recordar la ubicación de las llaves resulta significativo; es el miedo a que tu propia casa se convierta en tu última posesión. Lo titularé: El Pequeño Hueso para el Gran Olvido. Un poemario en prosa sobre la melancolía que produce la inutilidad consciente.
«Decidí que un poemario era el prestigio máximo».
Se fueron los tres mientras discutían acaloradamente sobre la longitud de las frases y la influencia de Foucault en el latón oxidado, dejándome de nuevo en mi polvorienta paz. La humilde prevén-pérdida-de-llaves, ahora oscilaba entre tres filosofías de vida. Aunque me gustaban el aire nihilista y la veta rebelde, me quedé definitivamente con Sergio. Un poemario garantizaba que mi insignificancia sería tratada con el respeto de lo incomprensible.
Apenas se extinguió el último eco de su pretenciosidad, una sombra nueva, más pesada y definida, cayó sobre mi vitrina. Yo intentaba concentrar la energía residual para que Antonicus perdiera su púa favorita, cuando un nuevo cuerpo proyectó una sombra sobre mí.
Entonces, apareció él: Armando Barcelona Bonilla . Gabardina de detective de cine negro, cuello levantado y un sombrero con el ala baja, como si el sol le debiera una explicación. Un hombre al que el mundo le debía dinero, y el mundo lo sabía. Su porte era la quietud que precede al disparo. Mantuvo la quietud ni bramó. Avanzó parsimonioso, como quien pisa cristales rotos. Y, sin una palabra, apoyó su mano —sin guantes, fría— sobre el cristal rayado de mi relicario. Sentí el contacto. Era la ausencia de vibración intelectual, una nueva corriente. Una resonancia grave, oscura, un do menor, que anticipaba la fatalidad. Y me recorrió un escalofrío: ¿enamoramiento? La respuesta es… Era la conexión con la Trama.
Armando me miró. Me vio sin considerarme un concepto, más bien una metáfora. Con la intensidad de quien encuentra la última pieza del puzle. Tal vez como una herramienta forjada por la fe y el absurdo. Sentí su mente. No se trataba de filosofía, era narrativa pura. Un convento. Crímenes. Veneno. Sospechas sobre una monja, de la que el detective Mambo estaba a punto de enamorarse.
Armando deslizó la mano, y luego susurró, su voz con el acento de puerto y lluvia nocturna:
—Es el pequeño detalle que lo cambia todo. La fe en lo absurdo. El hueso que sirve para nada y, por ello, sirve para todo. —Luego, con una ironía seca, añadió—: El elemento más peligroso resulta ser un santo que solo te salva de lo ridículo.
Vibré con una decisión inquebrantable. Olvidado el Desafío y la Melancolía, lo mío era la Novela Negra. Yo era una reliquia de segunda, pero estaba destinada a ser un elemento catalizador de primera clase. Mi misión sería el nexo místico entre el detective Mambo y la verdad oculta, interviniendo en la trama para honrar al escritor que me vio como un destino.
Primer paso: Ejecución. Concentrar la energía residual, la de las llaves, la de los resfriados. El objetivo debía ser sutil y definitivo. Armando sacó una libreta de tapas de cuero gastado. La abrió, frunció el ceño y murmuró:
—Mi análisis apunta a que Sor Sacramento funciona de forma incorrecta como asesina.
En ese instante, me concentré con todo mi ser. Un chirrido ridículo, un pop metálico, sonó en el latón del relicario. La energía del «recuerda la ubicación de las llaves» se disparó. Armando sintió un leve tirón en su bolsillo interior. Al palparse, sacó, extrañado, una vieja pluma estilográfica que mantenía sin utilizar para tomar notas, solo para firmar. La pluma no funcionaba, pero al intentar hacerla escribir, una minúscula mota de tinta negra y rancia saltó de la punta y cayó directamente sobre la hoja de su libreta, manchando el nombre de la monja que, hasta entonces, era la principal sospechosa y el interés amoroso de Mambo. Armando miró la mancha. La sustancia no era tinta, parecía una lágrima negra.
Lentamente, borró el nombre manchado. Escribió el de la monja que había sido la más inocua: Sor Juana de los Lamentos Olvidados.
—Interesante. El error de la tinta. La fatalidad —murmuró, sin mirar el relicario—. Mambo debe evitar enamorarse de la primera sospechosa. Debe enamorarse de la que está detrás de la cortina, la que lo obliga a dudar de todo. La que es a la vez víctima y verdugo.
Sonreí en silencio en mi relicario de latón. Había puesto en marcha el mecanismo. Ahora, la misión era dual: impulsar el amor fatal de Mambo y, sobre todo, asegurarme de que ese detective con gabardina mantuviera el recuerdo de dónde había aparcado su coche. El crimen se había puesto en marcha. Y ahora este humilde hueso, la Falange Distal del Dedo Meñique del Pie Izquierdo de Santa Estreñida la Menor, era el artefacto sacro de la novela negra. ¡El dulce escalofrío!
CESAR TORO
La Reliquia.
Vienen a mi mente los recuerdos de mi abuela Ninfa. Una mujer de principios del siglo xx, era una dama sabia, tallada en el crisol de la pobreza, vivía en el campo, solía tocar la guitarra y cantar canciones alegres, también hilaba en una rueka de madera, y tenía que coser los calzones y camisas de mi abuelo, lo hacía midiendo una cuarta, con la mano y los dedos, le quedaban perfectos los trazos, también confeccionaba los uniformes para mis hermanas cuando estaban en la escuela. Todo esto lo hacía en una máquina de coser manual, la cual tenía que darle manivela para coser. Las costuras eran como una carretera sin fin y pasaba muchas horas cortando y cosiendo las telas, luego cuando la pieza estaba lista la planchaba con una plancha muy pesada de hierro a la que le ponía unos carbones encendidos para calentarla y tenía un gallito en la parte superior que servía de cerrojo.
Hoy que han pasado los años y cuando había empezado a olvidar aquella época, he desempolvado estas reliquias que mi madre aún conserva y he vuelto a sentir el calor de la plancha cuando mi abuela mojaba su dedo con saliva y tocaba la plancha caliente para ver si estaba lista, viene a mi mente, el golpeteo de la máquina cosiendo esos hilos de recuerdos olvidados después de casi un siglo, cuando poseer una máquina de coser era un verdadero lujo.
Hoy son verdaderas reliquias.
CONCHA CARIAS
13 octubre de 2000. Cuartel de la Guardia Civil de San Emiliano (León)
A las siete de la mañana, Manuela, con aliento frío, bajaba las cuatro escaleras del cuartel en dirección a la nave anexa para prender la caldera de carbón. Como las “reales ordenanzas establecían” debía hacerlo con el mismo uniforme de ayer, con el que, obligada, asistió a la misa por la patrona de la Guardia Civil, la Virgen del Pilar, donde, como era la única agente en cientos de kilómetros, junto a otro compañero, llevó la corona de flores hasta el altar a los “caídos por la Patria” y después hizo de camarera para los asistentes del posterior “vino español”, cosa que ella odiaba.
Abrió la puerta de hierro de aquella reliquia de caldera donde en su interior amontonó papeles de periódico y ramitas que iniciarían el fuego. Después ramas “in crescendo” de volumen hasta que tocó echar troncos, para que estos hicieran brasa poco a poco. Dejó entornada la puerta y abrió el tiro de la caldera. Aquella antigualla resoplaba como un animal viejo.
De regreso a las dependencias sintió la humedad del edificio y recordó que había lavado la bandera, ya que, durante el ágape del día anterior, uno de los invitados derramó sobre el estandarte su copa de vino. En dirección a su pabellón pisaba con cuidado para evitar el crujir de las tablas por la humedad, la carcoma y la falta de reforma del edificio, y de esa forma evitaba despertar al gruñón de Pérez, el sargento, y esposa, que vivían frente a Manuela.
A la agente le vino a la memoria de cómo ayer, durante el ágape de la Patrona, un anciano feligrés con varias copas de vino encima le contó:
—Niña, más de cien años tiene este cuartel. Lo recuerdo durante la Guerra Civil como hospital de campaña. Por esta zona hay muchas cuevas, donde muchos de los rojos se ocultaban, eran maquis que impedían a los nacionales cruzar de León a Asturias, porque este es un punto estratégico y murieron muchos, muchos, de los dos bandos. Este edificio hizo la función de hospital, donde se atendía a refugiados, soldados heridos, y desertores de ambos bandos. Cuando la guerra terminó el ayuntamiento lo cedió a la Guardia Civil, dejando para vosotros muchos muros intactos, como heridas que nunca terminaron de cerrarse.
Manuela entro en su pabellón y frente al espejo cepilló con cuidado el polvo de su uniforme de gala y los zapatos, ahora llenos del hollín de la caldera. Recogió la bandera del tendal, salió a la puerta del acuartelamiento para izarla y de allí de nuevo a la puerta de hierro de la caldera, donde, tras abrirla y comprobar que las brasas ya eran potentes, empezó a lanzar paladas de carbón, poco a poco, para que aquella reliquia calentara la totalidad del edificio, tan necesaria para aquella zona de nevadas de más de metro y medio en invierno y quince grados bajo cero durante días.
La agente era la única que pasaba más de tres días seguidos en aquel lugar inhóspito. No tenía casa en León ni en Oviedo como sus otros compañeros. Ni pareja. Ni escapatoria. Era la tercera más antigua de la plantilla tras el cabo 1º, lo que la condenaba a quedarse de retén muchas más noches de las que le tocaban.
El sargento Pérez, perezoso y aprovechado, aparecía tarde, sobre las diez de la mañana, con la camisa medio fuera y el cinturón mal abrochado. Se refería a ella en “petit comité” como «la virgen de Babia» cuando pensaba que ella no escuchaba, o en otras ocasiones murmuraba obscenidades entre dientes o soltaba chistes de cuartel que hacían reír a los demás a los que Manuela fingía no oír. El silencio era su escudo más fuerte.
En el pasillo de entrada, a la izquierda estaba el cuarto del guardia de puertas y a la derecha el despacho del sargento, donde al fondo, de frente, había una vitrina de madera carcomida con un cristal ondulado por el tiempo. Dentro, una placa oxidada de identificación médica, una cruz de hierro, y una fotografía borrosa de un hombre joven en bata blanca.
Nadie limpiaba la vitrina. Nadie hablaba de ella si no era para soltar alguna broma.
—¿Qué es eso? —preguntó Manuela la primera vez que iba a quedarse sola de noche.
—La reliquia —dijo el cabo Ortega, encogiéndose de hombros—. Cuentan que era de un médico que murió cuando esto era un hospital. Un tal Malagón, creo. Dicen que su espíritu sigue aquí porque no se hizo justicia.
—¿Y qué justicia?
—Vete tú a saber. Lo que sí te digo es que desde que estoy aquí, nadie toca esa vitrina. Cuando lo intentaron una vez, hubo una explosión en la caldera.
Manuela ni se inmuto. No creía en fantasmas. Creía en hombres con poder que hacían cosas y después las negaban.
Esa noche, la caldera rugía con más fuerza de lo normal. Los radiadores ardían durante unos minutos, para después tornarse a un frío sepulcral.
Manuela vivía en un pequeño pabellón de la planta bajo, junto a la habitación de los archivadores. Se despertó a las tres y veinte de la madrugada, empapada en sudor. Había soñado con un quirófano iluminado y lamentos de personas. Escuchó ruidos provenientes de la entrada del cuartel, por lo que cogió su arma de debajo de la almohada y la linterna de la mesilla. Al salir de la habitación, sintió tal frío que le atravesó los huesos, y linterna en mano los ruidos le llevaron a la oficina del sargento. Todo en orden, excepto por una luz mortecina procedente de la vitrina.
Se acercó. El cristal estaba empañado desde dentro. La cruz de hierro vibraba ligeramente, como si algo se moviera en su interior. Manuela apretó el arma contra su cadera, sin dejar de mirar a su espalda. Una vez que la cruz se detuvo, volvió a su pabellón, se calzó las botas y fue a echar un vistazo a la caldera. Echó dos paladas de carbón y dejó la portezuela del tiro semi abierta.
De lo ocurrido aquella noche, no dijo nada a nadie. No quería darles motivos para tratarla como una loca.
Una semana después curioseando en el archivo del cuartel, encontró un viejo cuaderno en una caja arrinconada.
Era el diario del doctor Ernesto Malagón. La letra apretada, escrita con nervio y temblor. Hablaba de cómo trataba a soldados de ambos bandos, de cómo los mandos militares presionaban para que dejara morir a los heridos «nacionales», de cómo él se negó.
La última entrada era clara: «Hoy me han llamado traidor. El teniente C.M. ha ordenado vaciar el ala Este. Temen que alguien hable. Si este diario sobrevive, que lo haga también la verdad.»
Manuela revisó los registros e hizo algunas consultas en internet. El teniente C.M. coincidía con un tal Camilo Mendoza, por “servicios a la unidad” en 1945. Ningún archivo mencionaba la muerte del doctor Malagón como sospechosa. Oficialmente, fue una explosión de la caldera.
La guardia llevó el diario a un compañero nativo de la zona, quien lo leyó sin gestos, sin levantar la mirada:
—Sabía algo —dijo finalmente—. Mi abuelo fue uno de los primeros destinados aquí. Siempre hablaba maravillas de ese médico y de cómo se la jugó trabajando en este hospital.
—¿Y qué hacemos con esto?
—Guardarlo. Que no lo toquen. Este cuartel está construido sobre silencio. Mejor no removerlo.
—¿Y dejar que el sargento siga hablando como habla de la vitrina? ¿Que todos crean que esto es una historia para asustar nuevos?
—El pasado está en estas paredes, por lo que debes decidir cómo quieres que se recuerde a ese médico… ¡yo, paso!
Esa misma noche, Manuela estaba de nuevo sola. Al recoger la bandera y doblarla para depositarla en la oficina del sargento, se encontró con que la vitrina estaba abierta
Faltaba la cruz y la foto del médico, aunque si estaba la placa y en el suelo el diario que ella había encontrado.
En la parte trasera de la placa, grabado con letra temblorosa, había una inscripción: “Que no callen los que se quedan”.
Manuela, temblorosa cerró la vitrina, aunque dejó la luz encendida, y escribió una detallada anotación de lo sucedido en el diario del Guardia de Puertas.
No sabía si alguien la creería y esa noche durmió con sobresaltos.
A los pocos días, la caldera dejó de funcionar sin motivo. Roberto, el manitas de la zona, al revisarla encontró el crucifijo de hierro que descansaba en la vitrina atascado en las tuberías. Nadie supo explicar cómo había llegado allí.
La mujer del sargento, puesto que a veces la familia pasaba días en el cuartel, obligó a su marido a pedir destino cerca de la capital.
Desde entonces, cada vez que un agente nuevo llega a San Emiliano, es Manuela quien muestra la vitrina. Sin exagerar, sin adornos. Solo les dice:
—Aquí hay memoria. No os hagáis los sordos. Porque algunas reliquias no están para rezarlas, están para que no se repita.
FIN
BASADO EN HECHOS QUE VIVIÓ, DE PRIMERA MANO, EL AUTOR DE ESTE RELATO.
LETICIA R MENA
LA RELIQUIA
La joven del espejo le devolvía la mirada triste, el gesto resignado de quien se sabe en sus últimas horas de libertad.
El blanquísimo y puro vestido de novia no era más que el uniforme de un preso que se acerca al cadalso.
No era aquel el día más feliz de su vida. Lo hubiera sido, si aquel matrimonio no fuera un negocio, si no sintiera que esa nueva vida que iba a empezar ese día sería una condena, si amara al hombre que iba a convertirse en apenas unas horas en su marido y no a otro.
Alguien golpeó la puerta, que se abrió sin esperar premiso para entrar. La tía nunca tenía ni había tenido ninguna consideración para con ella. Mucho menos la iba a tener aquel día.
La tía solterona, en cada generación de su familia había habido una, y la habría. Ese era el destino de su hermana pequeña, lo sabía bien. Ninguna de las dos tendría un destino distinto del que habían elegido para ellas: ella, el matrimonio, su hermana, la soledad y el cuidado de sus sobrinos cuando los tuviera, pues de todos era sabido que ninguna esposa de aquella casa llegaba a cumplir la treintena.
Era la maldición de las mujeres de su familia.
La figura inversa de la tía apareció tras ella en el espejo. En las manos, la caja que contenía la reliquia familiar, un collar de un rarísimo metal negro culminado en una piedra de oscuro rojo sangre.
A ella siempre le había dado miedo aquella joya. Parecía tener vida propia, se diría que incluso latir o murmurar.
Ahora la tía lo estaba colocando en su cuello. Sintió el peso de la joya, cortando su respiración. Una sentencia de muerte en vida. Pero eso solo eran supersticiones de la gente inculta, decía su tía.
Nunca la vio ponerse la reliquia en su propio cuello, ni tan siquiera por ver como lucía sobre su piel.
Se quedó sola de nuevo. Ella, la reliquia, y aquella mujer del espejo que no se reconocía como ella misma.
Nuevos golpes en la puerta la sobresaltaron.
Había llegado la hora.
Pero al abrirse la puerta sintió renacer la esperanza que creía perdida.
Él. Su él.
Todo sucedió rápido, o eso le parecía después al echar la vista atrás y recordar: el caos, los gritos, los forcejeos, la lucha, …la huida, la interminable huida hasta saberse a salvo.
Años han pasado ya de aquello. Su vida, humilde, pero feliz, transcurre sin sentir más que algún escalofrío al recordar lo que pudo haber sido, para luego sacudir la cabeza apartando esos malos pensamientos.
Hoy no es uno de esos días. El ruido de los niños jugando fuera la hacen sonreír.
Coloca en los cajones la ropa limpia recién planchada.
Entonces sus dedos tocan algo frío al fondo. Algo que claramente recordaba haber arrancado de su cuello y lanzado al suelo el día en que huyó.
Temblando, cuando ya se creía a salvo de la maldición que perseguía a todas las mujeres de su familia, cuando creía que con ella todo había acabado, saca la joya entre los dedos. Allí está, la reliquia familiar, ese collar de oscuro metal y piedra rojo sangre.
Lo sabe, mientras dos lágrimas de fuego y dolor resbalan en silencio por sus mejillas. Sabe que la parca cobrará su precio. Nadie puede escapar de la maldición. Ella no será la excepción.
GAIA ORBE
sobras de sangre
huérfanas de las guerras
sin patria ni hogar
detrás del vidrio
la reliquia del santo
llora sin parar
AXY LINDA
La reliquia
Tomás y Raúl compraron, a un alto precio, una reliquia antigua que —según el vendedor— tenía el poder de invocar espíritus y conceder deseos, pero solo de noche y a través de un médium.
Guiados por la curiosidad, buscaron a una mujer que, según los rumores, se dedicaba a esos ritos. Atravesaron calles solitarias, envueltas en supersticiones. El silencio se interrumpía con ramas que crujían y sombras que parecían moverse solas.
—¿Escuchaste eso?
—Sí… ¡Corre!
Sus pasos resonaban como ecos fantasmales entre las bardas resquebrajadas.
Una mujer encorvada, de mirada penetrante, los recibió. Les indicó colocar la reliquia sobre una mesa repleta de velas negras y rojas. Cuando abrieron la caja, un ruido gutural los paralizó. Las luces parpadearon —el vendedor oculto, había abierto discretamente una ventana— ella gritó:
—¡Lo han despertado!
Los objetos se movían, una sombra se alzó detrás de ellos, mientras la mujer recitaba conjuros en “lenguas desconocidas”.
De pronto, todo se detuvo. Un “miau” rompió el silencio. La sombra era el gato de Raúl, que los había seguido sin que lo notaran. La reliquia rodó al suelo, se rompió la cubierta y, tras un chasquido, sonó una dulce canción de cuna: ¡era una cajita musical!
La falsa bruja, furiosa, al saberse descubierta, les lanza una escoba. Ellos huyen jurando no volver a comprar objetos “misteriosos”.
—No cuentes lo sucedido —dice Tomás.
—Tranquilo —responde Raúl—, podrían tacharnos de tontos… ¿verdad?
TRE CE
La Reliquia
Cuando mi madre murió dejo en su testamento la herencia para cada uno de mis hermanos, entre propiedades enormes,autos hermosos y demás cosas con valores altamente incalculables.
Todos estábamos presentes mirándonos con gran inquietud, la vida de mi madre fue muy exitosa aunque tambien muy reservada, ella mayormente trabajaba de noche a puertas cerradas y no estaba permitido deambular por esa ala de la casa ya que nos explicaba por las mañanas que sus métodos de trabajo no podían ser interrumpidos tan abruptamente.
Mi madre cuando vivía no paraba de decirme:
-Todos solo ven mi fortuna,pero tú ves más allá, tu me ves… la ternura, el amor y lo poco humano que aún queda en mi y por ello heredaras lo más grande que mepertenece.
Yo pensaba sin duda que era la casa en la playa por la cual ella sentía mucho aprecio sobre todo por qué desde ahí veía la luna en su máximo esplendor y siempre que había luna llena armaba una fogata, sacaba un vino de su cava personal pero como siempre …sola. Para nosotros no era nada extraño pues pensábamos que tenía muy bien merecido su espacio por tanto trabajo en las noches y en la mañana ser la mejor madre que estuviera a su alcance.
Por fin llegó la hora, por esa puerta cruza un hombre digno de su papel, con la ceja arqueada y mirando de reojo a cada uno en la sala, pareciera que su semblante malévolo fue un obsequio de la naturaleza para fungir como verdugo del destino final de las cosas de cada persona.
Empieza abriendo un libro de aspecto robusto y empieza a sentenciar:
-La colección de relojes es para mi nieto August que bien sabemos su único propósito en la vida es impresionar a las viudas del casino.
Entre risas ácidas y silencios incómodos transcurrriamos el tiempo, la casa en Manhatan, la finca en México, los autos …si! Por fin se acercaba.
La casa en la playa.
-La casa en la playa será para Christin mi primogénita, ahí podrá pasar hasta el último de sus días con todos mis nietos y podrán sentirme siempre muy cerca de ustedes.
¿Que?, yo no lo podía concebir…no ha quedado nada en el testamento para mí, mi madre no me debía nada pero pensé que el acompañarla durante su proceso en la muerte podría ser motivo suficiente para un pequeño presente.
-Y por último, todo lo que se encuentra en mi despacho será para mí hija Ágata.
Gracias por asistir.
Yo veía a todos sonriendo y yo solo apretaba con fuerza la llave que abriría las puertas de lo que sería mi nueva realidad, tome mi auto y me apresuré a llegar a tomar todo lo que pudiera para esa noche honrar a mi madre con una fogata de todos esos libros que serían seguramente inservibles para mí.
Al abrir la puerta pensé para mí misma que probablemente era la primer vez que yo entraba a ese sitio o almenos si con la conciencia de ahora, como era de esperarse la mayoria del área estaba impecable…pero eso no fue lo que llamó más mi atención si no el área que parecía que tenía un montículo de cenizas y enmedio de ella una estatuilla, era una estatuilla muy facinante pero compleja de entender y completamente desconocida para mí, esta estatuilla de apariencia humana que representaban ferocidad, poder ,determinación y sus ojos eran tan profundos que parecían casi hipnóticos se notaba que había estado ahí durante muchos años incluso más que los años de mi madre.
Un trozo de papel se asomaba por debajo de ella que pareciera sugerir que lo tomara y con mucho cuidado lo fui sacando lentamente y cuando al fin lo tuve en mis manos pude notar que tenía escrito lo siguiente:
Querida Ágata.
Nuestra fortuna familiar no es una coincidencia, la única coincidencia que ha existido durante todas estas generaciones es esta reliquia familiar que te ayudará a materializar todo aquello que desees en la vida y en la muerte.
Tus hermanos siempre fueron unos conformistas por eso estaban tan felices de que repartiera mis bienes materiales con ellos como si fueran dulces,pero tu, tu siempre fuiste alguien visionaria y especial.
Ágata… dentro de tí está lo necesario y en algunos libros acomodados estratégicamente de ti dependerá todo lo demás.
Con amor desde el más allá mamá.
Después de leer esto me quedé petrificada y con más preguntas que respuestas…
¿Mi madre no solo trabajaba en su estudio si no también se dedicaba a hacer rituales?
¿Quien de nuestra familia muerta repentinamente si murió por tragedias y quién de ellas fueron ofrendadas por mi madre si es que hacia rituales obscuros para favorecerse segada por el poder y fortuna?
¿Que clase de poder tiene esta reliquia?
No entiendo por ahora nada, pero estoy a punto de averiguarlo.
Karen Rosado.
ANTONIO PRADES
Abukir
La misión arqueológica franco-egipcia llevaba tres meses trabajando frente a la costa de Alejandría, en la bahía de Abukir. El mar parecía tranquilo, como un vidrio inmóvil de un color entre verde y ceniza, pero bajo esa superficie las ruinas de una ciudad perdida dormían a veinte metros de profundidad. Lo que emergió en las primeras inmersiones superó cualquier expectativa. Una ciudad sumergida de más de dos mil años de antigüedad, recién descubierta tras siglos de silencio. Los expertos sospechaban que podía ser una extensión de la antigua Canopo, una de las metrópolis portuarias más ricas de la época ptolemaica y romana. Había desaparecido entre los siglos III y VIII tras una serie de terremotos y el aumento del nivel del mar. Famosa por sus excesos, sus templos y sus fiestas dedicadas a los dioses del placer, la ciudad resurgía ahora en pequeños fragmentos.
Nabil El-Sayed, arqueólogo subacuático del Instituto de Antigüedades Egipcias, descendía con lentitud por la cuerda guía, sintiendo cómo el azul se espesaba alrededor. Llevaba semanas mapeando aquel punto donde el sonar había detectado una concentración inusual de estructuras bajo la arena marina. Pero lo que vio no fue la decadencia de una urbe lujuriosa, sino una imagen asombrosa, compuesta por restos de templos de piedra caliza y viviendas medio devoradas por la arena, estanques para peces y depósitos de agua cubiertos de algas y, más allá, un muelle de 125 metros que todavía conservaba su estructura, como si esperara la llegada de un barco que nunca regresó.
El equipo trabajaba ilusionado en turnos, fotografiando y recogiendo muestras, pero Nabil sentía algo diferente, un vínculo casi íntimo con lo que yacía en aquel silencio bajo el mar. La ciudad perdida era, para él, una lasaña milenaria, los restos del puerto antiguo sobre los cimientos helenísticos, sobre los templos faraónicos, sobre los primeros barrios cristianos. Capa sobre capa de civilizaciones superpuestas que emitían su propia voz. Nabil había aprendido a escucharlas. Esa mañana, sin embargo, cerca del antiguo Heptastadion la voz fue distinta. Nabil permanecía sujeto con una mano al cable que le unía al exterior y con la otra se aseguraba de que la mochila que contenía el equipo estuviera bien sujeta. Llevaba todo lo necesario: cámara, linterna, y el cuaderno impermeable donde anotaba cada hallazgo.
Avanzó por un corredor entre columnas derrumbadas y fragmentos de un mosaico casi intacto que mostraba el perfil de Isis. De repente, algo brilló bajo su linterna. Descendió con cuidado y apartó una capa de limo y caracolas. Fue allí, junto a una urna resquebrajada, donde lo vio. Lo tomó con cuidado. Un objeto metálico de unos veinte centímetros. No era una herramienta común, tenía la forma de una espátula, probablemente parte de un instrumental médico o ceremonial, con mango de oro y hoja de cobre ennegrecido.
Lo sostuvo entre los dedos enguantados y lo examinó a la luz. Estaba cubierto de concreciones, pero tras una leve limpieza inicial distinguió, en el centro de la hoja y con precisión imposible, la figura grabada de un escarabajo alzando un disco solar. Nabil lo reconoció de inmediato. Khepri, el que empuja el amanecer. El dios que hacía salir el Sol cada día. El símbolo del renacimiento. Pero lo que lo perturbó no fue el símbolo, sino la sensación que lo recorrió al tocarlo un instante antes de guardarlo en la bolsa hermética. Durante ese breve contacto, un escalofrío le recorrió la espalda. No era el frío del agua, sino otra cosa, un zumbido sordo, interno, como si el Mediterraneo mismo le susurrara en su cabeza.
Esa noche, en cubierta, Nabil, nervioso, trató de razonar lo sucedido. No consiguió dormir. Las olas golpeaban el casco con ritmo de tambor, al compás de sus latidos. Cada vez que cerraba los ojos, veía una máscara dorada suspendida en la oscuridad, un rostro con el Ojo de Horus incrustado en la frente. Volvió a escuchar el zumbido en su cabeza. Se dijo que era sugestión, un juego de su mente exhausta. Pero las repeticiones lo hicieron dudar. Eran sílabas guturales, un murmullo en una lengua extinguida, tal vez egipcio medio, aunque ninguna estructura coincidía del todo. Estaba seguro, su mente lo reconoció sin saber cómo. Concentrado, la voz se hizo más clara: “Devuélvelo antes de que el Sol despierte.”
Se levantó sobresaltado y encendió su grabadora, pero solo registró el murmullo del viento. La caja donde guardaba la reliquia comenzó a emitir un leve zumbido, como si algo respirara dentro. La abrió. La reliquia brillaba con un resplandor dorado, tibio, y despedía una tenue sensación de presencia, como si alguien velara junto a ella.
Volvió a sumergirse al amanecer, empujado por una fuerza irracional. El mar, frío y más turbio, lo recibió en calma. Se dirigió al mismo punto, impulsado por una urgencia que no comprendía. En su mente, la máscara dorada le hablaba: “El guardián no abandona su puesto.”
Al volver a la superficie, Nabil comenzó a investigar. Las inscripciones combinadas de Khepri y el Ojo de Horus no eran muy habituales. Recordaba una mención en un título que solo había leído una vez, un artículo sobre el Guardián del Faraón, una figura enigmática, casi legendaria. Era un médico y sacerdote encargado de preservar la pureza del faraón, de mantener el equilibrio físico y espiritual del cuerpo divino. Curación y renacimiento.
Al llegar la noche, en su camarote, las pesadillas se intensificaban como si reconstruyeran en su cabeza una historia olvidada. Vio el taller de un orfebre del Antiguo Reino. La cuchilla brillaba sobre una mesa de basalto, rodeada de fragmentos momificados. “Forjada con carne,” murmuró la voz. “Así el Guardián será uno con el Faraón.”
Nabil despertó entre sudores fríos y espasmos. Fuera, el viento había empezado a soplar con violencia. El barco se balanceaba. El mar rugía, como si algo enfureciera su interior. Nabil salió a cubierta. El aire olía a hierro y sal. El horizonte ardía con el resplandor rojizo del alba. Llevaba la caja consigo. No sabía por qué, pero debía devolverla. O esconderla. O tal vez entregarla a quien parecía que la reclamaba.
Entonces lo vio. Una figura de pie en el rincón oscuro. El hombre de la máscara lo esperaba junto al borde del barco. Su silueta no proyectaba sombra. El Ojo de Horus centelleaba dentro de un triángulo de luz.
—He esperado siglos —dijo la voz—. Nadie debía encontrarme.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Nabil.
—Devuelvelo antes de que amanezca.
—¿Quién eres? —preguntó Nabil, con voz temblorosa.
—Soy lo que queda del Guardián —respondió el espectro—. Fui hecho para custodiar la frontera.
El viento rugió. El mar empezó a hervir alrededor del barco como si respirara. Nabil sintió que el utensilio vibraba con furia, reclamado por su dueño.
—¿Qué frontera? —insistió.
—La línea invisible entre los que respiran y los que no regresan —dijo la voz.
El Guardián avanzó hacía Nabil con su forma difusa hecha de luz dorada. Estiró la mano hacia él, apuntando con el índice la cajita que guardaba la reliquia.
—Esa herramienta fue forjada con fragmentos del faraón momificado —continuó el Guardián—. Quien la posee despierta su sombra. Si amanece sin su guardián, el espíritu cruzará y no habrá regreso. Romeras el ciclo de la vida. Debes devolverlo. Solo así el Sol volverá a levantarse puro.
Entonces Nabil recordó la leyenda, la había escuchado en sus años de universidad en el Cairo. Rumores de pasillos y atardeceres de cafetería. Uno de los guardianes había traspasado el límite y sellado un pacto. En su afán por proteger al faraón en el paso de la muerte, el guardián ofreció su propia alma. Había forjado una herramienta con fragmentos del cuerpo momificado del dios-rey, y quedó vinculada a su espíritu. El utensilio, comprendió Nabil, era la llave de ese pacto. El objeto no era solo una reliquia, era una reliquia viva.
Comprendió entonces que su hallazgo había roto el equilibrio. El corazón de Nabil se detuvo por un segundo. Había despertado algo que no debía volver a la superficie. Había desenterrado un acuerdo inmortal. El arqueólogo se encontraba en un dilema: si la reliquia quedaba en manos de los vivos, el espíritu sería condenado; si lo devolvía al fondo, el equilibrio se restablecería, pero perdería toda prueba del guardián. Se acercó a la borda. El horizonte ya clareaba. Fijó sus ojos resecos en el objeto. En su superficie, el escarabajo empujaba el disco solar hacia el horizonte. Entendió entonces lo que debía hacer.
Con un gesto lento, arrojó la reliquia al mar. El agua la tragó en silencio. Por un instante, el mundo se quedó inmóvil. Luego, un destello recorrió las profundidades, como si una luz de un dorado antiguo despertara entre las capas de piedra y subiera hacia la superficie, iluminando por un instante los templos sumergidos, los muelles, las estatuas caídas, los estanques donde aún dormía la sombra de Canopo.
El viento cesó. Nabil estaba solo, mirando el horizonte. La máscara se disolvió como humo bajo la primera luz. Esa mañana, el sol ascendió como un disco recién empujado por un escarabajo invisible. Miró hacía las profundidades con una triste sonrisa.
Un mes después, Nabil pidió abandonar la expedición. El informe final nunca mencionó estos episodios. En la bitácora, hallada años después y entregada póstumamente al Museo de Alejandría, Nabil había anotado a lápiz una última entrada que los investigadores aún citan con respeto y cierto desconcierto:
“En Abukir, el tiempo sigue hablando.
No encontramos ruinas. Ellas nos encuentran a nosotros.
Hoy he devuelto un amanecer al mar.”
CARMEN ÚBEDA FERRER
La ilustración es de mi autoría.
La reliquia del Templario
Damián y sus amigos, todos ellos, mozos juerguistas, pendencieros y bravucones, decidieron hacer una apuesta para la noche de las ánimas. ¿Cuál de todos ellos sería capaz de bajar a la cripta del del enriscado y medio derruido castillo de Los Templarios, donde se decía se conservaba el brazo y la mano incorruptos de un santo monje que luchó con denuedo y enorme valor en las cruzadas cristianas del siglo XII.?
Los seis amigos decidieron, primeramente, visitar la cripta para asegurarse de que allí se encontraba la reliquia, ya que en el pueblo mucho se hablaba del esforzado guerrero de la cristiandad y del misterio que encerraba. De si era cierto o no, que en la cripta del castillo estuviese su sepultura. Nunca nadie se había atrevido a subir a la fortaleza del monje guerrero de las Cruzadas Cristianas.
El día que decidieron hacer la visita al enriscado y decrépito castillo, el cielo de aquella mañana se encontraba aborregado de negras nubes que amenazaban con una formidable tormenta, pero ninguno de ellos dijo que lo dejaran para otro momento porque no querían ser tachados de cobardes.
Con cierta dificultad fueron subiendo por los empinados y resbaladizos peñascos, pues empezaba a caer una leve y pertinaz llovizna. Enormes piedras, árboles truncados, retorcidos y troncos secos les hacía que se enredaran sus pies y a punto estuvieran de darse un buen costalazo contra el suelo. Eran muy jóvenes, se cansaban poco y les divertía mucho la aventura de la que esperaban grandes descubrimientos.
Una vez que llegaron arriba empezaron explorar la cripta. No tardaron mucho en encontrarla en una capilla medio derruida. No había mucho en donde buscar porque de aquella fortaleza templaria tan solo quedaban en pie aquella capilla y algunos muros de lo que fueran torreones o murallas.
————–
Empezaron a descender los altos y desportillados escalones de la sinuosa escalera, alumbrándose con sus linternas, que les conducía al subterráneo. Llegaron al final, donde atravesaron un arco de medio punto y se encontraron en un enorme espacio, en medio del cual estaba la sepultura del templario. Se aproximaron y alumbraron la tumba de blanco marmóreo.Tallada en el mármol la figura yacente del formidable guerrero, empuñaba con la mano derecha su espada y la izquierda reposaba encima de su corazón. A las tenues luces de las linternas la efigie se desdibujaba confusamente, rodeada de un halo de luz espectral y terrorífico.
Ninguno de los muchachos osaba respirar temiendo que un ligero soplo diese vida al terrible coloso, que reposaba hacía siglos en aquel recinto lóbrego y misterioso.
Siguieron en silencio alumbrando los rincones, y con los ojos ya más acostumbrados a la penumbra, observaron un altar y encima del ara, una vitrina de cristal cubierta de polvo, que entorpecía la visión de lo que se encontraba dentro de ella. Aún así, se perfilaba el brazo y la mano enguantada del cruzado.
El estrépito de un trueno hizo retumbar la bóveda. Todos se precipitaron hacia la escalera, subiendo los escalones atropelladamente, jadeantes, sin resuello. Salieron al exterior, tropezándose unos con otros. Por suerte una refrescante y copiosa lluvia los aguardaba para volverlos a la realidad.
Empapados hasta los huesos se miraban sin decir palabra. Damián rompió el silencio. Les aseguró sus amigos que se había contagiado del pánico general, pero que no tenía ningún miedo, de modo que él sería quien bajase a la cripta, la noche de las ánimas. Bajaría solo y cuando diera la última campanada de las doce de la noche el reloj de la iglesia del pueblo.
Les prometía entregarles el brazo y la mano del Templario.
Sus compañeros trataron de disuadirlo para que no cometiese tan gran insensatez y locura. Damián, no desistió de su descabellada idea.
La noche de Las Ánimas, se presentó apacible estrellada y con luna llena. Todo estaba tranquilo, nada presagiaba malos augurios .
Damián, dejó a sus amigos en la vetusta capilla cuando sonó la última campanada de las doce de la noche. No tardaría nada en reunirse con ellos llevando en las manos la reliquia del templario.
Provisto de una potente linterna y un grueso martillo, con el que pensaba hacer añicos la urna, el joven comenzó a bajar la angosta escalera.
Por momentos le parecía que sus rodillas le pesaban cada vez más. Los escalones agrandaban sus distancias y que una fuerza invisible le manifestaba resistencia en cada paso que daba. Miró hacia arriba. No se veía ni oía nada. Siguió bajando. Sentía opresión en la garganta. Su respiración se entrecortaba. -¡Tonterías mías, ánimo, Damián ! ¡Ah! ¡Por fin! ¡El arco de entrada! Sigilosamente lo atravesó, como si alguien lo espiase. Comenzó a sentir un ligero temblor en las piernas. Trató de relajarse. -¡Va! Paparruchas y cuentos de niños. Deteniéndose un instante ante la tumba, miro la figura sepulcral y exclamó en voz alta -¡Está muerto y bien muerto!
Llegó hasta la urna, con la mano retiró el polvo, miró la reliquia y de y sintió que un escalofrío le recorría la nuca. Despacio dejó la linterna encima del altar alumbrando directamente a su objetivo… levantó el martillo con las dos manos, con todas sus fuerzas, asestó un tremendo golpe al cristal que se partió en mil pedazos retumbando como un alarido de cólera…
Un grito de terror agonizante, salió al exterior de la cripta, horrorizando a los amigos de Damián. Por unos momentos se miraron unos a otros con el miedo reflejado en los ojos. Sobreponiéndose al sobresalto corrieron escaleras abajo llamando a Damián. Al entra en la bóveda, algo cegados por la oscuridad y poco alumbrados por las escasas luces de las linternas, no veían a penas nada, pero al ir avanzando sus pupilas se fueron amoldado a la escasa luz. Se quedaron espantados. Mudos por el pánico.
El cuerpo de Damián era un muñeco roto suspendido en el aire. La mano del Templario atenazaba su garganta, el muchacho tenía la lengua fuera y los ojos ensangrentados.
Damián estaba muerto.
IRMA UTRILLA
“Las Reliquias del Alba”
Oct 15
Mientras estaba limpiando mi bodega una tarde cualquiera, entre el polvo, libros, fotografías y antiguas reliquias, encontré una máscara de piedra y una figura esculpida con tanta delicadeza que parecían respirar.
Había algo en ellas… una conexión invisible, como si se miraran con ternura a través del tiempo, sentí como un latido antiguo, una historia escondida entre ellas, y fue entonces cuando nació en mí el deseo de imaginar su pasado.
Y me acorde de una frase que había escuchado hace tiempo por un cuentacuentos en la escuela de mis hijos,
“Dicen que cuando el sol toca por primera vez las piedras del valle de Anáhuac, las reliquias susurran nombres que el tiempo no ha podido olvidar”.
Y así empieza esta historia… en las piedras del valle de Anahuac vivía la memoria de Aquetzalli y Acolmiztli, dos almas que se encontraron cuando el mundo aún era joven y los dioses caminaban entre los hombres.
Aquetzalli, era la sacerdotisa de la luna, con mirada serena y manos que sanaban con solo tocar, Acolmiztli, era el guardián del fuego sagrado, fuerte como el amanecer, noble como la montaña, un día sus caminos se cruzaron y esa noche la luna estaba tan llena que el cielo parecía contener el alma de todos los enamorados, Aquetzalli lo miró, y el fuego de su altar brilló más alto, Acolmiztli la vio, y supo que jamás volvería a estar solo.
Desde entonces, se buscaban entre templos, entre plegarias y silencios, como si cada amanecer fuera una cita secreta entre la luna y el sol, su amor no fue prohibido, fue sagrado: una danza de energía, la unión de la luz y el fuego, del espíritu y la vida.
Los sabios decían que su encuentro mantenía el equilibrio del mundo, y por eso, cuando ambos partieron de esta tierra, los suyos tallaron en piedra su promesa: que su amor permanecería guardado en el amanecer, para renacer cada vez que el sol y la luna se buscaran en el cielo.
Muchos siglos después, esas reliquias viajaron sin rumbo, hasta llegar, sin saberlo, a mis manos, y ahora, cada noche, cuando la luz de la luna entra por mi ventana, parece que la máscara sonríe, y la figura se inclina levemente hacia ella, como si el universo los ayudara a encontrarse de nuevo, a veces pienso que el amor verdadero nunca se pierde, solo duerme, y que cuando lo recordamos, aunque sea en una historia, las almas que se amaron vuelven a despertar, suavemente, como el alba sobre las montañas.
MARIANA DI PASCUA
TRECIENTAS CARTAS (tema reliquia)
El incendio de aquel apartamento fue grande y luego de salvarnos pensé en las reliquias que guardaba el placard de roble del cuarto de mi madre.
Estábamos en el balcón del frente tomando mate, descansabamos de los veinte minutos de ausencia que mi hijo de cuatro años nos regaló.
Pero como dice el dicho :»cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía». Nos miramos con mamá imaginando el baño inundado o algunos vasos rotos pero nunca esperamos que su imaginación lo llevara a jugar con cerilla y un vaso de agua.
Mamá me dijo, será que Daniel se quedó tanto tiempo sin aparecer al mirar una película para niños.
Daniel era un torbellino y no pasaban mas que diez minutos para que tirara objetos, saltara en el sofá o nos pidiera algo nuevo para hacer. Yo trabajaba muchas horas y tantas horas de guardería hacían que llamara la atención constantemente. Mi culpa por ello no lograba corrección tampoco la abuela diciendo ante cada pilleria «pobrecito».
Yo miré hacia el gran comedor, también vi la hora en aquel celular Nokia que solo servía para tres funciones,veinte minutos habían pasado, una eternidad peligrosa para que mi hijo no rompiera los ovarios.
Por instinto yo siempre contaba los minutos transcurridos ante lo que Daniel podía inventar.
Me resultó cómoda su ausencia y me imagine estaba acostadito mirando el rey león.
Eso fue un instante pues al siguiente me paré y corrí a la puerta que unía todos los cuartos por un pasillo.
Al abrir sentí sóplidos de aire y olor a humo. Grité a Daniel pero no respondió.
Seguí el olor, el ruido y vi la cama de mi madre con lenguas de fuego qué se sacudian como telas en días de viento y en el piso la jarra de la licuadora con restos de agua.
¡Maldito el día que le compré ese camión de bomberos!
El humo tomó toda la casa, yo desperté a mi marido y el apagó en un segundo las llaves de electricidad y preguntó por el niño. Gritabamos su nombre pero nada,entonces le dije que no lo íbamos a resongar que viniera conmigo.
El salió de otro cuarto donde se había acostado y tapado la cabeza. Apenas vimos sus piernas porque el humo negro sube y no deja ver nada.
Los vecinos ya habían llamado a los bomberos que llegaron rápidamente.
El apartamento recién comprado se llenó de hollin y el cuarto de mi madre parecía el día después de una Hiroshima , era todo escombros con los esqueletos de metal de algunos muebles.
El placard había desaparecido llevándose toda la ropa de mi madre pero también nuestras fotos y las cartas y poesías que papá escribió desde la cárcel en tiempos de dictadura.
A mamá no le importó la pérdida de documentos, ropa y la mitad de su jubilación, solo dijo «las cosas de tu padre».
Nuestro tesoro eran unas trecientas cartas que mantuvieron el alma de mis padres con fuerza y esperanza, las poesías de amor que el pasaba en papel higiénico en las visitas.Las fotos de las marchas a pie de los trabajadores portuarios que mi padre realizaba con sus compañeros. Trecientos quilometros de reliquias separaban a mi pueblo de la capital. Pero ese pasado nunca moriría porque bajo tres capas de escombros apareció un bolso que guardaba todo aquello que seguro el fuego no quiso quitarnos.
Lo mas preciado, la vida de mi hijo y todas esas reliquias que aún conservo, releo y nunca saldrá de mi espíritu la lucha que me enseñaron y el gran amor que mis padres siempre se tuvieron en las buenas y en las malas hasta el final de su existencia.
ANDRÉS JAMES CÁCERES
La llave para abrir la puerta
Era un antiguo vocablo inmortal
-«Ábrete Cesamo» dijo el poeta.
La reluquia : la dura y cruda verdad.
Y entonces el hombre, preguntó:
-Puede volverme conejo o tigre ?
Desde la gruta, alguien le respondió:
-Podrás ser lo que desees, menos libre.
Curioso entró igual , venciendo al miedo,
Le temblaban hasta sus dientes.
– los dioses no han de mover un dedo
-solo enfrenta tu karma
O vete, oooooooo vete!!!!!!!
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Mi hermano Román y yo vivíamos con los padres de mi madre, ellos estaban tan solos, y cuando se separaron mis padres mis abuelos les pidieron que nos dejaran con ellos, que se encargarían de nuestra educación, y que no nos faltaría nada.
Y así fué como llegamos con ellos.
Vivían en una casa muy grande y muy lúgubre.
Todo iba bien, mis abuelos eran algo excéntricos, raros, pero nos trataban muy bien.
No hablaban casi con nadie.
Les gustaba estar en casa, el abuelo salía de vez en cuando decía que iba conseguir reliquias que coleccionaba, no le dábamos mucha importancia, llegaba siempre que salía muy contento y mi abuela lo recibía con mucha alegría y felicitándolo por su nueva Reliquia, que sabía que lo hacía feliz también.
En fin, mi hermano y yo nos preguntábamos, porqué les hacía tan felices juntar reliquias, y decidimos preguntarles porqué les gustaba tanto hacer esto?, nos contesta el abuelo qué es una tradición familiar, que hacer esto, los protegía de las cosas malas de la vida, que por eso lo hacían, y no querían no debían romper la tradición.
Al preguntarles que es lo que coleccionaba? la abuela se turba un poco, y contesta que son cosas religiosas que compran en bazares o que amigos que saben que coleccionan esto se las regalaban. Y ya no preguntamos más.
Le dije a mi hermano que me gustaría ver esas reliquias, mi abuelo las guardaba en el ático, el cual permanecía cerrado, teníamos que pensar como tomar las llaves qué tenia mi abuela para abrir y ver lo que había ahí.
E ideamos que por la noche cuando estuvieran dormidos tomaríamos la llave para entrar, así lo llevamos a cabo, logramos abrir la puerta del ático, tenían muchas cosas antiguas, y un baúl muy grande, lo abrimos y gran sorpresa nos llevamos al ver que había varias partes de cuerpos humanos, nos horrorizaba desde luego al ver esto; no sabíamos cómo reaccionar, creo que estaban locos, en eso estábamos cuando los abuelos aparecen inquiriendo qué porqué habíamos entrado sin permiso, nos quedamos mudos, mi abuelo dice que siente mucho que fuéramos tan curiosos y que ahora íbamos a pertenecer a sus reliquias, que ya jamás volveríamos a ver la luz del sol.
Les suplicamos que no nos hicieran daño, que nunca diríamos nada a nadie, pero parecían poseídos y no nos escuchaban.
Ellos querían protegerse del mal, cuando ellos eran el mal mismo.
Y así fué como cumplieron su amenaza y jamás volvimos a ver la luz del sol.
JAVIER GARCÍA HOYOS
Los ojos del pequeño Hesiquio se abrieron, al igual que su boca, al contemplar la belleza del extraño instrumento que su tío, Dídimo, le mostró al abrir la caja.
Deseaba acariciar aquel brillante objeto con sus dedos, pero solo se atrevió a pasarlos por encima sin llegar a posarlos.
Su tío le miraba con una sonrisa y se acercó a él para decirle, entre susurros, que con aquel aparato podían adivinar el futuro.
Hesiquio abrió aun más sus ojos al comprender que aquel instrumento era algo mágico.
Dídimo miró a su socio Calímaco, quien le miraba con incredulidad.
—De acuerdo, quizá he exagerado un poco, pero es cierto que puedes predecir cosas. Mira, si movemos esta ruleta y la colocamos en la posición correcta, podremos saber dónde estará la luna en la fecha que nos interese, o el sol, incluso los eclipses.
El niño no apartaba los ojos de su tío con el deseo de sabaer más sobre aquel misterioso objeto.
—Es muy antiguo. Usa ciencias babilónicas, y también el calendario egipcio, que nos ayuda a adelantarnos setenta y ocho días al futuro. Pero es griego, no lo olvides, Hesiquio, se dice que fue Hiparco de Nicea quien construyó esto. Un griego, qué grandes fuimos. Y ahora estamos sometidos a esos envidiosos romanos que nos dicen admirar tanto.
—Deja de meterle ideas extrañas al muchacho —dijo Calímaco —, además, el único futuro que debería interesarnos es el de nuestras bolsas llenas de dinero. Esa gente de Epiro nos ha paga una buena suma por llevar esto al barco, no para jugar con él.
Al decir esto, Dídimo, algo contrariado, cogió la tapa de la caja en la que estaba guardada la máquina y la cerró.
Hesiquio vio como, al instante, los dos adultos se llevaron la caja en dirección al puerto de Rodas. Sintió algo de tristeza al ver cómo aquella cosa que tanto le había cautivado se alejaba poco a poco.
Meses después, Hesiquio le preguntaría a su tío si sabía algo de aquel mágico objeto. Si sabía quien lo poseía. Dídimo respondió con cierta amargura.
—Nadie, querido sobrino. El barco no llegó a su destino. Dicen que la última vez que lo vieron, fue cerca de las costas de Anticitera. Todo lo que éramos parece desaparecer de la historia. Quizá algún día no quede nada de lo que Grecia.
Fin
Votación
.David Merlan Castro
Concha Carias
Muchas gracias
Para el relato: La reliquia.
Mi voto es para: Alexandra Fernández.
Mi voto: Irma Utrilla
Mi voto es para : TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Antinicus Efe
mena13688@gmail.com
Mi voto esta semana es para:
DAVID MERLÁN
MAITE BILBAO
ANTONIO PRADES
Mi voto.para
Alejandra Fernández
Teresa Sánchez Fregoso
Mi voto es para Teresa Sánchez Fregoso
Mi voto es para -Alexandra Fernández
-Teresa Sánchez Fregoso