Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «aquella fotografía». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 9 de octubre!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
ANTONICUS EFE
La ruta natural que seguía que seguía hacia el río cuando su mamá le decía Anita, lava la tina o te pongo el ojo rojo, son tres palíndromos en letra cursiva. «¿Qué por qué hablamos de palíndromos?», pues por que alguien con muy mala uva con la complicidad de otra alguien también con muy mala uva se la ha ocurrido poner esto de tema semanal, con lo bonito que está el campo ahora.
Yo como soy un rebelde voy a hacer un Palíndramo, que es lo mismo pero sin serlo y así evito que Maite Bilbao Pérez se adelante al publicar.
Los dos se miraban con ternura, se abrazaban con los ojos, se reconfortaban.
—Amado esposo, cuanto tiempo llevo amándote solo por ser tú—
—Amada esposa, yo siento lo mismo por ti—
Sus manos se entrelazaban, sus risas se acompasaban, sus dentaduras se lavaban juntas con coluturio de Oral-B, no con cualquier colutorio y jugaban a hacer “Palíndramos”.
—Amado esposo ahí va el primero: Amo a la pacífica paloma—
Y el esposo contestaba:
—Sí, pero se caga en la ropa tendida, con arroz no quedaría mal—
La esposa se deleitaba del ingenio de su esposo mientras lanzaba el segundo:
—Sé verlas al revés—
—¡Te pillé, has usado ChatGpt—
—Amado esposo juguemos al dominó—
ARMANDO BARCELONA
DÉBORA
―Claro que hay ruda en mi huerto―sor Sacramento, Lola, apagó el mechero de Bunsen dejando sobre la mesa el matraz que estaba a punto de poner al fuego―, y albahaca, orégano, tomillo, estaríamos toda la tarde enumerando plantas, el huerto es grande y lo tengo bien aprovechado. Débora, cariño, guarda esas muestras en la nevera, no vamos a utilizarlas de momento.
La muchacha dejó lo que estaba haciendo y, en silencio, con la mirada baja, se aprestó a seguir las instrucciones de la monja.
Mambo la observa. Es apenas una niña que, a primera vista, debería estar jugando con muñecas. Tapa unos recipientes de plástico y, con cuidado, los deposita en los estantes del frigorífico.
Tiene unos bonitos ojos azules, enmarcados por un flequillo rubio que realza su belleza juvenil. No habla, parece tímida, un poco rara, y él tiene la sensación de que lo observa con disimulo.
―Los de la científica van a querer tomar muestras de tu laboratorio, los perfumes, la ruda…, y es de suponer que las evidencias que se encontraron en los cadáveres coincidan con las de tu huerto; sería preocupante para ti que también hallaran algún otro tipo de sustancia.
Lola se encoge de hombros, vacía el contenido del matraz en una redoma y lo deja a secar, boca abajo, en una especie de parrilla metálica.
―Qué quieres que te diga, soy la primera en vuestra lista, lo sé; ya te dije que me pusieras las esposas, no me preocupa, será divertido. En cuanto a la ruda, pues eso, que es un buen carminativo, favorece la regla y funciona contra el mal de ojo, la envidia y los malos espíritus; una planta muy versátil. Es lo que hay, Mambo. No he matado a nadie.
El pequeño laboratorio luce limpio y ordenado; una vitrina almacena viejos tarros de cerámica rotulados primorosamente con los nombres de los compuestos que contienen, dándole al conjunto el aspecto de rebotica antigua. Huele a espliego, mejorana y al café que sor Sacromonte está preparando en un puchero al amor de un infiernillo eléctrico.
―Sor Sacramento tengo que irme ―Débora se planta delante de la monja. Habla apenas en un susurro, como pidiendo disculpas―, el nuevo sicólogo me ha citado; hoy es el primer día y no quiero causarle mala impresión.
La monja pasa un par de dedos por la mejilla de la muchacha y le da luego una palmadita cariñosa.
―Anda ve, gracias por ayudarme, cielo, y no te preocupes por el sicólogo, eres la mejor, nadie puede ponerte peros, a ti no, bonita. ―La sigue un momento con la mirada antes de volver su atención a Mambo―. Es una buena niña, no entiendo lo que hace aquí. ¿Dónde lo habíamos dejado? Ah, sí, estábamos con lo de mi detención. No sé a qué esperas, yo lo estoy deseando ―se encoge de hombros mientras le ofrece una taza de café recién hecho.
―¿Te han asignado una ayudante o has montado tu propia escuela de alquimistas? ―se le cuela a Mambo un toque de humor, que la monja acepta con una sonrisa.
—Débora es un encanto y me ayuda en algunas ocasiones; tiene una predisposición natural a esto —y con los brazos abiertos abarcaba todo el laboratorio—, ha nacido para la química. Pero es muy tierna. Se refugia aquí porque las otras internas le hacen la vida imposible. Lástima que no pueda ocuparme de ella a todas horas.
El hormigueo insistente, que lleva tiempo soportando en el muslo, tiene pinta de convertirse en dolor, las secuelas de aquella vieja herida se dejan sentir. Mambo rebusca por los bolsillos el blíster de oxicodona y traga un par de pastillas con la ayuda del café de puchero.
―No te tomes esto a la ligera, Lola, las sospechas se centran en alguien con altos conocimientos de química experimental y medios para usarlos en un laboratorio y tú eres la única que, de momento, reúne esas características.
Se lleva la taza a los labios haciendo una pausa, que le sirve para ordenar sus ideas.
»El veneno utilizado en los asesinatos es la Frenotoxina-61, vulgarmente conocida como Suspiro de San Froilán, y no puede ser sintetizado por cualquiera. Tienen prisa en hallar un culpable, pero me rechina que lo seas tú, resulta demasiado evidente, y aunque las cosas no suelen ser así de sencillas, a los de arriba siempre les viene bien una buena cabeza de turco.
Lola apuró su café y quedó pensativa, mirando el fondo de la taza, como si quisiera encontrar en los posos alguna respuesta.
―¿Crees que no lo intuyo? Sé verlas al revés, Mambo, Agradezco tu preocupación, pero no puedo hacer nada para sustraerme a la realidad. Aquí solo hacemos perfumes, cosmética, nada que pueda poner en peligro la vida de los demás; cuando se necesita algún medicamento, acudimos al mercado. No hay nada aquí que pueda levantar sospechas y estoy tranquila.
―¿Cuántas personas tienen acceso al laboratorio? ¿Es posible que alguien haya podido manipular sustancias sin que tú lo sepas?
La monja lanzó un bufido de impaciencia; recogió las tazas del café, ya vacías, y las puso a lavar en el pequeño fregadero.
―Te lo repito, aquí no hay sustancias peligrosas, la puerta está abierta porque a nadie le provoca curiosidad lo que hacemos. De todas las internas es Débora la única que muestra interés en echar una mano, las demás, lo mismo que las monjas, solo se acercan para hacerse con algún perfume, cremas, ungüentos…, y están ahí, al alcance de cualquiera―señala una vitrina llena de pequeños frascos numerados―, no es necesario buscar oscuras complicidades para hacerse con ellos―, y la botica se cierra al caer la tarde, cuando me voy.
Mambo recordó lo que sor Viacrucis le había mencionado con respecto a las monjas que hacían vida fuera del colegio.
―Eso significa que no controlas lo que pasa aquí durante muchas horas. ¿Cuántas personas podrían tener acceso a la botica? ¿Qué me dices de esa muchacha, Débora?
―¡Por favor, es una niña! Además, solo me ayuda con el instrumental, para ella es una manera de pasar el rato; le gusta todo esto, la mantiene alejada del resto de las internas, con las que no hace buenas migas, pero carece de la formación necesaria para sintetizar un veneno y tampoco tiene los medios para hacerlo. Ese camino está cerrado, no tiene salida.
Lola miró su reloj, se había hecho tarde y era hora de terminar la jornada.
»¿Te apetece otro café? ―preguntó mientras echaba a andar hacia la puerta de la botica―, conozco un sitio muy agradable, no lejos de aquí, donde podemos seguir charlando.
―Prefiero una extra seca sin hielo; demasiado café me quitaría el sueño. Yo conozco otro garito más cerca en el que me fían ―respondió Mambo con el pensamiento puesto en el Scaramouche―, pero me viene bien cualquier cosa, sor Sacromonte.
Lola cerró la puerta de la botica y se guardó las llaves en el bolsillo del pantalón.
—Vamos, Mambo, dejemos de pensar en el mañana, porque hagamos lo que hagamos, seguro que llega.
Afuera, la tarde los esperaba con un silencio denso, cirros en el cielo y la promesa de un café compartido.
AGUSTÍN CÓRDOBA
El edificio había cambiado mucho. En ocasiones, cuando se encontraba con alguien en el portal daba los buenos días a un desconocido, pues una parte importante de los vecinos ya no vivían allí.
Maruchi se fue con su hija a Málaga, sabía que después de quedarse viuda y con su escasa movilidad era lo mejor, pero se fue de mala gana.
Maite y Otto perdieron su casa y ahora viven de alquiler en una habitación. Él le ha planteado irse a Alemania con su familia, pero a ella le cuesta alejarse de su vida, aunque aquí haga aguas por todos lados.
Rosario se fue al pueblo con su hermana y con lo que le dieron por la venta del piso se ha asegurado unos años tranquilos.
Quizás fue Lola, su vecina de enfrente, la marcha que más le dolió. Las dos llegaron el mismo año al edificio, las dos habían criado a sus hijos a la par. Lola, dos hijas y un hijo, ella tres hijos, aunque el destino ya le había arrebato a uno.
Lola «comenzó a perder la cabeza» hace un tiempo. Se dejaba los grifos abiertos, el fuego encendido. Un día salío a la calle en camisón, ¡por favor! con lo coqueta que ella era.
Una tarde, Ana, la hija de Lola tocó el timbre. -vamos a internar a mamá en una residencia. Ya no podemos más y ella, cada vez está peor- Abrazó a la niña que había visto crecer y las dos lloraron durante un largo rato.
El piso de Lola estuvo unos meses cerrado. Ella tenía un juego de llaves y de vez en cuando le echaba un ojo con la tristeza agarrada en las tripas. Abría las ventanas, dejaba correr el agua para que no hubiera mala olor y repasaba cada una de las habitaciones.
Era principios de septiembre cuando Ana tocó el timbre. Iba acompañada de un chico gigante y peludo como un oso, con tatuajes en los brazos y una sonrisa tímida en la boca. Arrastraba dos maletas que pese a ser grandes, no lo parecían tanto a su lado.
-Natan será tu nuevo vecino-
Tras una breve conversación Ana se despidió y entró a la casa con… Natan. No hablaron de su madre, ya lo hacían todas las semanas por lo menos un par de veces en llamadas cada vez más breves.
Las semanas pasaban y como sin darse cuenta, Natan comenzó a formar parte de su día a día.
Un día le preguntó por algo de la lavadora, otro día, dónde podría quitar una mancha en una camiseta horrible que a él le parecía una maravilla, otro… Y así, de manera natural un día Carmen le dijo – quédate a comer, se te está poniendo cara de macarrón, hay alimentos más allá de la pasta.
La confianza hizo un lazo que unió sus vidas.
-Carmen, fumas demasiado, mira el cenicero, por favor, luego te quejas de lo poco que cobras, pero para el vicio…
– Se es o no se es.
-¿El qué?
Tonto hijo mío, tonto.
Una fría tarde de enero en la que a Natan le habían suspendido unas clases, tocó el timbre mientras abría la puerta con el juego de llaves que Carmen le había dado.
– Si estás en pelotas tápate, que voy para adentro. Traigo una tableta de turrón y un café que he preparado.
– Tú quieres matarme o con una subida de azúcar o con ese café asqueroso.
Se sentaron al rededor de una mesa camilla con un brasero encido. Ella saco una caja con unas cartas y una vieja fotografía.
– ¿Es tu marido?
-No
A ella le creció una tormenta en la garganta que bajaba para el pecho.
Nadie ha leído estas cartas ni ha visto la fotografía.
¿Y tus hijos?
Los quiero mucho y se que me quieren, pero para ellos, esta pareja
no son más que unos desconocidos.
EMILIA CREGO
LA VOZ DE MIS SUEÑOS
Cuando aún no había cumplido los diez años, tuve unas ganas inmensas de volar. Yo me preguntaba con frecuencia el porqué de las cosas cotidianas, aquellas que vemos diariamente y nos sorprenden. Hoy ya no me sorprende nada, pero sí me emociona, y emocionarse es bueno. Me hace sentir feliz y en paz; con las pequeñas cosas, aquellas que sobreviven y nos rodean.
Una flor pequeña e insignificante te devuelve una sonrisa en un día triste. La libertad de un pájaro te lleva lejos, muy lejos, donde la tristeza aún no llegó. Allí subida en las nubes, como pájaro sin alas. Si estoy feliz, ¿para que quiero mis alas? La dicha de ver y desear en esa porción inmensa en el mar, como el pez se ha habituado a vivir, siendo el dueño de su destino. Como las ramas de los árboles son receptoras del aire, de la lluvia y de la luz solar. Y estas crecen buscando la libertad, como antenas receptoras de ondas sonoras que buscan el trinar de los pájaros.
En ese estado de sueños, tuve el alma inquieta para soltar las cadenas; me vi aferrada a un destino con dueño. El dueño que atrapaba mi cuerpo era yo; y en ese yo busqué por el camino todo aquello que quería dejar atrás. Me abandoné a la suerte de quien elige vivir en libertad. Mi libertad conmigo misma, para no ser un mártir de quien se queda mirando la vida pasar.
Me aferré a uno de esos pájaros con alas grandes. Sentí que pasaban las nubes rozándolas con mis manos y dormí sobre el azul del cielo. Las copas de los árboles las vi allí tan lejos que no las pude alcanzar. Los espejos donde se reflejaba mi cara fueron los mares, ríos y lagos, y allí me vi en otros sueños. Estos a nado y viajando sobre el mar; mojando la piel, sentí las caricias fluidas, entre olas de plata y sal.
Los pájaros, los peces y la luna apenas susurraban entre la sombra de la noche; recuerdo aquella noche, la luna con una voz fuerte, atractiva y casi musical dijo:
Es ella… ¡Cállese!
DAVID MERLÁN
Luz Azul
A la mañana siguiente, Diana no pudo evitar regresar a aquel lugar. Dos palabras le acompañaban desde que se había despertado. «Luz azul» . Además, si le sumabas el encantamiento de la foto y el mensje de aquella extraña dama, el estado de excitación hacía el resto.
Tras penetrar el sendero oculto bajo el manto vegetal, llegó hasta la arcada de piedra.
Se abrió paso de nuevo entre las zarzas y descendió hacia la sala subterránea. Esta vez se fijó en algo que la víspera había pasado por alto: un túnel lateral, medio cegado por escombros.
Encendió su linterna, (estaba vez una de verdad y no la del móvil), respiró profundo, y se adentró.
Los muros, húmedos y agrietados, conservaban todavía mosaicos de peces y corrientes de agua, habitual decoración de infraestructuras industriales de otras épocas. Tras varios metros, el pasillo desembocó en una compuerta de hierro con el número “III” grabado en relieve.
—La tercera… —murmuró, recordando las palabras que figuraban en el plano del que se había apropiado en su incursión del día anterior. «El secreto del agua está en la tercera compuerta”
Nuevamente tomó aire y empujó la puerta con esfuerzo. Esta cedió entre chirridos que demostraban que haberla abierto el dia anterior no había cambiado nada. Detrás, un canal subterráneo se abría como un río dormido bajo la ciudad. El agua, oscura y casi inmóvil, reflejaba destellos apagados. Diana encendió la linterna, pero al instante se dió cuenta de que no la necesitaba y la apagó.
Una luminiscencia azulada latente brotaba del fondo del canal, como si el agua misma respirara.
Avanzó por una pasarela lateral hasta que encontró un pedestal de piedra cubierto de musgo.
«¿Qué hace esto aquí?» se preguntó desconcertada.
Sobre aquel religioso lugar, descansaba una especie de figura humana asexual de cristal agrietada. La sostuvo por unos instantes. No pesaba mucho, apenas unos pocos gramos a pesar de lo robusto de su aspecto exterior. De su interior, emanaba esa claridad hipnótica que la envolvía desde que había entrado. Dentro, pudo observar que flotaba un líquido que parecía moverse con vida propia.
—Luz Azul… —susurró, comprendiendo al fin al fin que la devolvía a su lugar.
Un cuaderno húmedo y casi deshecho reposaba junto a la figura. Diana lo abrió con cuidado: era un diario. Las páginas, escritas a mano, hablaban de una orden secreta de arquitectos y alquimistas que, siglos atrás, habían construido canales ocultos para guiar el agua pura hacia la ciudad. Los papeles estaban garabateados con extraños símbolos a los márgenes de textos más ordenados. Y en varias de ellas, representada la figura de cristal que tenía a su lado. Sin duda era la misma. El corazón de aquel sistema era aquella figura humana. Una mezcla de minerales y bacterias bioluminiscentes, capaz de purificar y alumbrar al mismo tiempo.
“Cuando la ciudad olvide, cuando la codicia seque sus fuentes, recuerda: Luz Azul guardará la vida en el agua” Rezaba una de aquellas frases. Toda una declaración de intenciones, pensó.
Diana cerró el cuaderno con un nudo en la garganta. Todo encajaba: la mujer de la foto, el sobre marcado con Recuerd§, la tercera compuerta… alguien había querido que aquel secreto no se perdiera.
Entre dudas y preguntas, se arrodilló ante la figura y notó el leve calor que desprendía, como un pulso antiguo que seguía latiendo. No era solo un hallazgo fotográfico, ni un misterio resuelto. Era un legado, pero de quién. ¿Sería la misma mujer la de la foto que aquella figura de cristal?.
Miró la hora. Era suficiente por el momento, y decidió marcharse. Decidió llevarse los cuadernos y anotaciones, pero cuando sostuvo por un momento la figura entre sus manos con idéntica intención, algo le hizo cambiar de opinión, y la dejo donde estaba.
Unos minutos más tarde, al salir a la superficie, el cielo se había casi despejado por completo. El viento había arrastrado las nubes, y un rayo de sol se colaba entre las pocas que quedaban.
Diana respiró hondo, consciente de que guardaba en su memoria —y en sus manos— las pruebas de algo que debía permanecer oculto pero, paradójicamente al mismo tiempo, merecia ser contado.
—Ya veré lo que hago—susurró mirando al cielo mientras sujetaba con fuerza el húmedo cuaderno.
FIN
BENEDICTO PALACIOS
PALÍNDROMO
Habitaba, como un ermitaño, la casa abandonada de una vieja estación del ferrocarril, toda de piedra, de piedra fría. Al lado residía una familia con cuatro hijos que se resistía abandonar. Aguantaron hasta que los hijos se hicieron mayores y la casa se les hizo inhabitable y la estación aburrida por no pasar un solo tren. Cerraron la casa y con unos pocos muebles se trasladaron a una ciudad. Volvieron al principio, sobre solo en verano, y luego poco a poco lo fueron abandonando.
Algunas veces se despertaba el ermitaño en mitad de la noche porque había oído el pitido de un tren y abría a todo correr la ventana. Se había equivocado, era una falsa ilusión. Desencantado dejó de mirar las vías de acero y dirigió sus ojos a las estrellas que poblaban un mundo perfecto y redondo. Y empezó a hablar con ellas y les planteaba cuestiones sencillas. Y ellas le contestaban en un idioma raro que desconocía.
Una noche, mientras empezaba a dormir, oyó en un programa de radio que para entender el lenguaje de las estrellas había que aprender a leer, porque la respuesta a muchas preguntas estaba en los libros.
A la mañana siguiente sacó una mesa y una silla sobre los andenes y eligió un libro, lo abrió con cuidado no se fugaran los personajes, y empezó a leer. Lo hacía lentamente y escribía en un cuaderno muchas preguntas y después preguntaba a los libros. Y los libros no todas las respondían. En los libros, escribió, están las preguntas, no siempre las soluciones.
En el que tenía entre las manos encontró una palabra desconcertante y desconocida: palíndromo. Pasó un buen rato pensando en el significado y como no dio con la clave, rebuscó en un rimero de libros y tampoco encontró la respuesta.
Cerró los libros, abandonó la mesa y como la mañana era luminosa, empezó a caminar sobre los viejos raíles. Se dedicó a hacer equilibrios y estuvo en un tris de caerse. Cuando retornaba, una pareja que venía hacia la estación, hacía el mismo equilibrio, ella sobre un raíl y él sobre el otro dándose la mano y aguantaban sin caer y se divertían. Tampoco esa habilidad se encontraba en los libros. Pero sí una mujer que como aquella exhalaba belleza y glamur. Les invitó a que se sentaran a su mesa. Brindaron y rieron, pero en el rostro del ermitaño asomaban nostalgias.
—¿No está aquí muy solo? ¿Qué hace tantas horas al sol? —Preguntó ella.
—Leer y pensar. Quiero averiguar qué es un palíndromo.
—Búsquelo en el diccionario.
Registró entre el rimero de libros donde encontró la definición: «Palabra o frase que se lee igual de derecha a izquierda que de izquierda a derecha.»
—O sea, que da lo mismo por delante que por detrás, explicó ella.
Llegaba el atardecer y se despidieron prometiendo volver. Cuando se alejaban, los despidió el ermitaño agitando un banderín como lo hiciera el jefe de estación. Se sentó a la mesa y tuvo de pronto una iluminación, y entonces comprendió el significado de la rara palabra. La mujer, que le dio la mano sobre el rail, cumplía verdaderamente con la explicación. Bella por delante y por detrás, ella era en verdad un palíndromo.
MAYTE SOCA
Amor a Roma.
Seres solos olvidados por el tiempo.
El amor a Roma los unió.
Allá lejos se iban a reconocer.
Ana llevaría una túnica carmesí, bordada con hilos de historias pasadas y en sus manos de rosas un ramo.
Omar, tendría el peso de mil inviernos en su mirada, buscando entre las ruinas lo que nunca tuvo, pero siempre supo esperar.
Ambos, cruzando siglos de cartas nunca escritas, de vidas vividas en paralelo.
El latido de la ciudad eterna guiando sus pasos.
El amor a Roma, los unía con un hilo invisible entre el mármol y la memoria.
IVONNE CORONADO
**La voz de un viejo amigo**
¡Vaya! Hoy se acordó que yo existo. ¿Cuándo fue la última vez que me abrió? Pues hace varios meses, en primavera, en Valencia. Cuando lo hizo me sentí feliz, pues estar lleno de letras significa una vida llena de satisfacciones. Incluso, cuando es un niño el que me llena de dibujos, me siento realizado. Cada vez que siento la caricia de un bolígrafo, un lápiz, una pluma, me siento vibrar de emoción: ¡sirvo para algo!
Puede que sea famoso un día cuando se descubra el tesoro dejado por un escritor durmiendo entre mis páginas: ¡Un original inédito!
¡Soy muy útil para conservar toda clase de recuerdos, de poemas, de anécdotas, fechas y datos importantes, que luego, quién sabe, formarán un libro, un lejano pariente mío.
Te diré: Aunque parezca un chico moderno, mi linaje es antiquísimo.
A mis antepasados de Mesopotamia, los conocí contigo. ¿Te acuerdas? Fue cuando íbamos a los museos. Ahí estaban las tabletas de arcilla. Me estremecí, como tú lo haces cuando ves a las momias. Los de los grecorromanos sé que eran de madera recubierta de cera negra.
Cuando tú escribías tus notas para preparar mi historia y decirla frente a tus compañeros, al mismo tiempo que tú escribías en mí, yo aprendía un poco más del recorrido de mis parientes lejanos. Me enteré de que el papiro y el pergamino fueron también utilizados y hay algunos conservados, mientras que otros perecieron en el fuego lastimosamente.
Anotaste que la imprenta fue inventada por Johannes Gutenberg, y que eso mejoró todo lo relacionado con la escritura, y por supuesto, los cuadernos resultaron beneficiados. Así fueron apareciendo los cuadernos cosidos o pegados, que imagino eran mejores que las hojas sueltas.
En los siglos sucesivos, especialmente, XVII, XVIII y XIX, donde hubo profundos cambios sociales y educativos, apareció el cuaderno escolar como tú lo conociste en los años cincuenta, cuando eras una estudiante. Desde hace siglos, los cuadernos hemos sido los guardianes de la memoria de varias generaciones.
Me da pena que no me utilices seguido, pero sé que tienes miedo a escribir en mis páginas, crees que tu letra es muy fea, comparada con la caligrafía elegante de tu madre. ¡Ah! Ella sí que utilizó varios; los encontré en tu estante.
Ellos, tus viejos compañeros de páginas, me susurraron que durante años fueron sus confidentes preferidos (no te pongas celosa). Me mostraron sus dibujos miniatura: ¡qué precisión, qué talento! Me contaron que anotaba las anécdotas sabrosas de sus hijos, y pude ver algunos de sus trabajos de caligrafía artística. . Por cierto, en uno de ellos apuntó: «Anita lava la tina» —era ese el nombre de tu hermanita?
Te agradezco que no me has dejado completamente en la soledad de un cajón. Estoy en tu librera. Por ratos, me hojeas y encuentras tus textos, tratas de descifrarlos. Estoy de acuerdo contigo— ¡ni yo mismo sé lo que has escrito!
Pero vamos, no me desanimo. Hoy en este amigo que te habla, has encontrado tu voz, la que quedó plasmada en mis páginas. Te invito a seguirme usando.
No olvides que la palabra escrita viene en cierta forma desde que el humano apareció en la Tierra. Solo que utilizaban la roca; no tenían la ayuda del abecedario moderno. No creo que tus delicados brazos hubieran podido grabar tus versos en ellas.
Todos los cuadernos que tienes están de acuerdo en algo: te fascinan! En cada uno has tratado de hacer algo. Has hecho listas de palabras y sus significados, de libros por leer, nombres de tus amigos, etcétera.
Ten en cuenta que no te juzgo. Escribe lento, torcido, tembloroso, acogeré tus letras con el mismo amor que otros cuadernos acogieron la ingeniosidad de tu madre con la pluma. Y cuando no tengas ganas de escribir, dibuja. ¡Aquí te espero!
EFRAÍN DÍAZ
Mi compadre estaba acostao en su lecho de muerte. Esa era su última morada. Me senté a su lado. El tiempo se le había acabao. Ambos sabíamos que sería nuestro último conversao, al menos aquí en la tierra.
Con voz entrecortá pasó revista de su vida. Una vida demasiado larga y nada intensa. Mas bien aburría. Nunca tuvo tiempo para el amor ni para los amigos. Se dedicó únicamente a trabajar y no le sobró tiempo pa’ otra cosa. No conoció el amor por miedo a salir trasquilao. Por miedo a salir con el corazón roto. Amar da drama, decía.
Tampoco conoció el sexo, por miedo a una enfermedad. Como decimos en mi barrio “tuvo muchas navidades y ninguna noche buena”. Tampoco tenía amigos.
Su vida había transcurrido en la soledad de la habitación de la casa de sus padres ya fallecidos, aunque aseguraba que los veía todos los días escudriñando la casa. Tenía un pequeño televisor y una vieja guitarra que de vez en cuando tocaba para nadie.
Mirándome a los ojos me dijo: “si tan solo tuviese una segunda oportunidad, saldría de esta fría y oscura habitación a disfrutar del sol y de la lluvia. Cien veces buscaría el amor aunque cien veces salga lastimao. Evharía un polvo cada vez que pudiera, aunque fuera con cautela y protección. Tendría muchos amigos y me iría de parranda al menor acto de provocación. Probaría todos los espíritus destilados. Después de todo, si es uno de los productos más vendíos, no deben ser tan malos. Viajaría a lugares desconocidos cada vez que pudiera. Conocería mejor el mundo. Rompería todas las reglas y luego me reiría de ello. Eso sí, aceptando las consecuencias. Hasta la irresponsabilidad hay que llevarla de forma responsable. Pero como ya ves, el tiempo me jugó una mala pasada y se acabó. Atrás quedó esa vida que nunca tuve y ahora anhelo con toda mi alma, pero la vida no da segundas oportunidades”.
De repente ambos sentimos un frío intenso en la habitación. Miramos a la ventana y ahí estaba él. Asrael, el ángel de la muerte que venía por mi compadre.
Atravesó la pared como los fantasmas y con voz amable le dijo: “despídete, ya es hora”.
Mi compadre miró al ángel de la muerte y le pidió, casi le rogó una segunda oportunidad. El ángel de la muerte lo miró con pena y le dijo: “ya te dimos una y no supiste aprovecharla. Perdiste tu tiempo solo y encerrado en tu habitación por miedos y temores inexistentes. Ya tu tiempo terminó. Hoy vendrás conmigo”.
Mi compadre volvió a mirarme a los ojos y me dijo: “no cometas mi mismo error. No pierdas tu tiempo. No tengas miedo de vivir, amar, reir y divertirte. Pásala bien. Si sufres, es parte de la vida. Peor es morir sin haber vivido”. Y cerrando los ojos, expiró. Se fue para siempre.
Desde entonces sigo el consejo de mi compadre. A mi manera y a mi forma, la paso lo mejor que puedo. Para cuando Asrael, el ángel de la muerte venga por mi, me encuentre totalmente vivo.
JAVIER GARCÍA HOYOS
Todos miraban el mapa. César Augusto estaba en medio de ellos. Su obsesión era clara, controlar Hispania. Miró al único ojo sano del general Cornelio y, con un solo ademán, este entendió la orden.
El general puso una canica en la mesa y, el emperador, de quien todos sabían que era gran aficionado a ese juego, se acercó a ella. Se agachó y la observó como si su visión la atravesara en dirección a algún punto definido. Después, con una sonrisa, miró con la certeza de que todos esperaban su decisión.
―¿Ven aquella zona junto al mar?―dijo señalando la costa del norte de la península.―Allí está el pueblo Astur, y también el Cántabro. No es un gran pueblo, pero no les hemos dominado aun. ¿Alguien sabe por qué?
Todos guardaron silencio.
―Ese es el problema, que no hay explicación. Por eso mi plan es sencillo. Ir allí y tomar esa tierra.
Con un dedo empujó la canica que estaba situada en la ciudad de Roma. Todos la observaron.
La bola, con suavidad, cruzó el mar, llegó a la costa y al hacerlo, se giró levemente hacia el sur en vez de al norte y se paró en un punto de la provincia tarraconense. El emperador frunció el ceño y preguntó qué había allí que había desviado sus tropas. El general tuerto respondió.
Nada importante, Cesar. Solo una pequeña ciudad llamada Caraca.
Fin
JUAN C VALTIERRA
Palindromos
Qué casualidad, siete noches , un día , media tarde , había trabajado en eso por un tiempo pero aunque estuviera bien no había dónde sembrarlo y hoy llovió y aquí está. También estoy trabajando con pareidolia pero pues aquí estamos compadres/comadres. Acepto sugerencias para el cuento, aún le falta, esta en proceso, pero como no mandarlo asi, critica activa hasta el jueves.
Imagen generada por Ai/IA
El pueblo donde llovía de noche
Por Juan C Valtierra
Llegué a San Bartolo de las Espinas hace tres días porque me dijeron que aquí la lluvia brota de la tierra. Y es cierto.
Antes de que Mariano llegara, este era un pueblo seco. Polvo y piedra. Casas color tierra muerta. Gente que se moría sin haber amado de verdad. Aquí no crecía nada.
Mariano llegó un martes al amanecer, corriendo. Venía del sur, huyendo de una mujer llamada Mariana que lo había dejado el día de su boda con otro. “Nunca te amé”, le dijo ella en las escaleras de la iglesia. “Fuiste un error.”
Él empezó a correr esa mañana. Tres semanas después llegó aquí, con los pies sangrando, sin nombre.
—¿Cómo te llamas? —le preguntaron.
—Ya no importa.
Se quedó porque la Remedios, la del molino, le pidió ayuda. Llevaba dos meses llorando por un hombre que se había ido. Mariano le pidió un limón verde y cortó una espina del nopal más viejo. La clavó en el corazón del limón, cavó un hoyo bajo la luna, y la enterró.
—Cuando brote, habrás sanado —le dijo.
Tres días después brotó una planta. Verde brillante, con una flor morada. La Remedios dejó de llorar ese mismo día.
El pueblo entero vino a ver. Aquí no crecía nada. Pero ahí estaba: viva, verde, imposible.
Después vinieron todos. Don Abundio, que no podía olvidar a su esposa muerta. La Pilar, que amaba a dos hombres. El Tuerto Macías, que ya no sentía nada. Mariano enterraba espinas con limones y esperaba. A veces brotaban plantas, a veces no.
Donde brotaban, San Bartolo empezó a reverdecer. Buganvilias, jazmines, enredaderas. El pueblo se fue volviendo jardín.
Fue don Evaristo quien notó que las plantas formaban palabras.
—Mira —le dijo—. En la plaza dicen “reconocer”. En la calle del molino: “oso”. En la iglesia: “ama”. Palabras extrañas.
Mariano se quedó mirando. Era cierto. Sin darse cuenta había sembrado palabras que se leían igual de ida que de vuelta.
—Mariana —dijo entonces, como si acabara de entender algo—. Su nombre se lee igual al revés. Por eso no puedo olvidarla. Es un círculo que se cierra sobre sí mismo.
Desde ese día empezó a decir frases raras mientras trabajaba. “Anita lava la tina. Amo la paloma. Allí ves Sevilla.” Frases que sonaban iguales si las leías de atrás para adelante. Como si descifrara un código secreto del amor.
Pasaron dos años. El pueblo ya era verde, había música en las fiestas, la gente reía. Mariano seguía curando pero nunca se detenía más de lo necesario. Seguía huyendo.
Un domingo vio a la Sebastiana en la plaza.
Tocaba el arpa bajo el laurel, descalza, con el pelo hasta la cintura. Tocaba “La Llorona” con los ojos cerrados. Tenía las mismas manos largas que Mariana, la misma forma de inclinar la cabeza.
Mariano se detuvo. Por primera vez en dos años dejó de moverse.
Durante una semana la vio tocar. No le hablaba. Solo la miraba. El quinto día ella se le acercó.
—Deja de mirarme así —le dijo.
—¿Cómo me llamo? —preguntó él.
—No lo sé.
—Mariano. Me llamo Mariano. Y vine huyendo de Mariana. —La miró—. Pero tú te llamas Sebastiana. Tu nombre no se lee igual de ida que de vuelta. Tal vez por eso puedo amarte sin repetir lo mismo.
Ella retrocedió.
—No te acerques. Mi madre se llamaba Ana. Su nombre era igual al revés, como el de esa mujer tuya. Amó tanto a mi padre que cuando él se fue, se murió de tristeza. Yo tenía siete años. Juré nunca amar así.
Pero ya era tarde.
Esa noche Mariano juntó músicos. Don Chema con su violín, los hermanos Ávila, el Tuerto Macías. Les pagó todo lo que tenía.
Se pararon bajo la ventana de Sebastiana y empezaron a tocar.
Ella salió al balcón.
—No —dijo—. Por favor.
—No puedo detenerme —respondió Mariano—. Si me detengo, me alcanzan los recuerdos.
Y la música siguió.
Toda esa noche. Al día siguiente no paró. Al tercer día, la gente empezó a salir con mesas, comida, velas. “Si va a seguir la música, que sea fiesta.”
Vinieron de otros pueblos. Querían ver al hombre que estaba muriendo de amor.
Mariano empezó a enterrar espinas por todo el pueblo. En cada esquina, en cada puerta. Cientos de limones con espinas. Su propio dolor sembrado por todas partes.
Al cuarto día empezaron a brotar. Enredaderas que crecían en horas. Buganvilias que cubrían techos. Flores sin nombre. Y todas formaban palabras que se leían igual de ida que de vuelta cuando las mirabas desde arriba. Reconocer. Somos. Radar. Anilina.
El verde se volvió tan intenso que dolía verlo de día. La gente empezó a salir solo de noche.
La música no paró. Una semana, dos, un mes.
La Sebastiana salía al balcón cada atardecer. Solo miraba, callada, con los ojos cada vez más tristes.
Al mes y medio, bajó a la plaza. Buscó a la Remedios.
—¿De verdad te curó? —le preguntó.
—Sí.
—¿Valió la pena haber amado aunque doliera?
La Remedios se quedó callada. Después dijo:
—No sé si valió la pena. Pero al menos sentí algo. Hay gente que muere sin sentir nunca nada.
Sebastiana volvió a su casa pero dejó la ventana abierta.
Pasaron tres meses.
Mariano casi no comía. Se le caía el pelo. Tosía sangre en pañuelos que escondía. Don Chema murió de viejo y lo reemplazaron. Pero la música nunca paró.
—Vas a morir —le dijo don Evaristo.
—Lo sé —respondió Mariano—. Pero ya entendí. El amor se lee igual de ida que de vuelta. Da lo mismo amarla o que ella me ame. El dolor es el mismo en ambas direcciones.
La noche del jueves, Mariano enterró la última espina en el centro de la plaza. El último limón que le quedaba.
—Si brota, me curo —dijo—. Si no, me muero.
Se quedó ahí, de rodillas. Se tocó el pecho y sintió algo. Metió la mano bajo la camisa. Cuando la sacó, estaba llena de sangre. En la palma, una espina brotando de adentro.
—El dolor que no quiere salir brota de dentro —dijo.
Cayó sobre la tierra.
Los músicos se detuvieron. El silencio fue total.
Sebastiana bajó con el arpa en brazos. Se arrodilló junto a él.
—¿Por qué? —lloró.
Mariano abrió los ojos.
—Algunos dolores no se curan. Se siembran. —Le tocó la mano—. ¿Sabes mi verdadero nombre? Mariano. Vine huyendo de Mariana. Los dos nombres se leen igual al revés. Estábamos condenados. —Sonrió—. Pero tú no eres así. Sebastiana. Tu nombre va solo en una dirección. Tal vez por eso pude amarte diferente. —Tosió—. El amor se lee igual hacia adelante que hacia atrás. Siempre duele, siempre es hermoso. Que sigan tocando.
—Sí —dijo ella—. Sí te amo. Sí, Mariano, Mariano, sí.
Él cerró los ojos.
En ese momento, del hoyo donde había enterrado la última espina, brotó agua. Un manantial que empezó a manar, primero despacio, después fuerte.
El agua corrió por la plaza. Donde tocaba, las plantas crecían. Las buganvilias se estremecían.
—Las espinas se volvieron agua —dijo alguien.
Y así fue. De todos los lugares donde había enterrado espinas, empezó a brotar agua. No del cielo. De la tierra. San Bartolo empezó a llorar.
Sebastiana se sentó donde él había caído. Puso el arpa en su regazo y empezó a tocar.
Todos la siguieron.
La música volvió a sonar y nunca más paró.
Desde entonces aquí llueve de noche. El agua brota de la tierra, riega las plantas que nacieron del dolor. Por eso siempre es de noche: las plantas que nacen del dolor no soportan el sol. Cuando amanece, todo se encoge. Pero en la oscuridad, todo crece.
—–
Ayer fui a ver a la Remedios al molino.
Sigue ahí, vieja pero viva. Me sirvió agua de su pozo.
—Sabe diferente aquí —me dijo—. Donde él sembró la primera espina. Sabe a alivio.
La probé. Sabía a tierra, a limón verde, a algo que no puedo nombrar.
—¿Funciona todavía? —le pregunté—. ¿Lo de enterrar las espinas?
—Para algunos sí, para otros no. Depende de qué tan fuerte sea el dolor.
Le conté de Clara. Que me amó un martes y me dejó un jueves. Dos días duró mi felicidad.
—¿Trajiste limón? —preguntó.
Le mostré el que llevaba en el bolsillo.
—Ven —dijo.
Me llevó al nopal más viejo del pueblo. El mismo del que Mariano cortó la primera espina.
—Corta la más larga —me dijo—. La que tenga la punta negra.
La corté. Me punzó el dedo.
—Ahora clávala en el corazón del limón.
Lo hice.
—¿Y ahora?
—Ahora esperas a que oscurezca. Se entierra de noche, bajo la luna. Como todo lo importante aquí.
—–
Don Evaristo está sentado en su puerta cuando paso. Fuma cigarros sin humo.
—¿Vas a enterrarla? —pregunta sin mirarme.
—Sí.
—¿Sabes que si no brota nada, te quedas aquí para siempre?
—Lo sé.
—¿Y sabes por qué?
—No.
—Porque si tu dolor no brota, no tiene salida. Y los dolores sin salida necesitan un lugar donde estar. Este es ese lugar. —Tira el cigarro—. Mariano se quedó. La lluvia le cayó en la boca cuando murió. Por eso todavía anda por ahí. Si una noche llueve más fuerte en tu puerta, es él.
—¿Y la Sebastiana?
—Toca para que la música no pare. Porque si para, él deja de brotar. Lleva ciento veinte años tocando. Susurra “Sí, Mariano, Mariano, sí” entre canciones. Una frase que se lee igual al revés. Su condena eterna.
—–
Es medianoche.
Estoy en la plaza. La música suena suave. La Sebastiana toca con los ojos cerrados, los dedos llenos de callos que parecen espinas.
Cavo un hoyo en el centro, donde dicen que Mariano cayó. La tierra está húmeda. Huele a verde, a vida imposible.
Pongo el limón con la espina adentro. Lo cubro de tierra.
Don Evaristo está parado detrás de mí.
—Ahora esperas tres días —dice.
—¿Y si no brota?
—Entonces entendiste mal para qué viniste. No viniste a curarte. Viniste a quedarte.
Me quedo ahí, de rodillas, con las manos llenas de tierra mojada.
La lluvia empieza a brotar. No del cielo. De la tierra misma, como lágrimas subiendo en lugar de caer.
La Sebastiana toca más fuerte. Entre notas, la oigo susurrar: “Reconocer. Oso. Ama.”
Palabras que se leen igual de ida que de vuelta.
Como el amor.
Como el dolor.
Como todo lo que importa.
RAÚL QUEZADA DÍAZ
Amateur
Debo RECONOCER: Yo ya estaba medio ruco cuando me dió por entrarle al boxeo.
Mi primera pelea como boxeador amateur fue contra el Orangután Jiménez. Creo que no hace falta describirlo físicamente, sólo imaginen un Orangután con guantes, calzoncillos, zapatillas de boxeo y ya está.
José el Orangután Jiménez era como doce, tal vez trece o catorce años menor que yo. En mi vida lo había visto. Chinaski, mi entrenador, me había dicho que el tipo era bueno a secas, nada fuera del otro mundo. El muy cabrón me engañó.
Desde que sonó la campana, el Orangután Jiménez me embistió con un arsenal de golpes que no hallé como quitármelos. Jabs, rectos, ganchos, volados, uppercuts, todo me entró. Básicamente se los tapé todos con la cara y abdomen. A Dios gracias el Orangután no me noqueó. Sobreviví al primer asalto. Ya la esquina culpé a Chinaski por no haberme enseñado a usar bien la guardia. El sinvergüenza argumentó que no hacía falta, dijo que yo tenía la mano pesada y que sólo hacia falta que le pudiera aterrizar un buen chingadazo para mandarlo a la lona.
El segundo raund, no fue muy distinto, incluso estuvo peor. Yo ya no sentía lo duro, si no lo tupido. El golpe que me hizo besar la lona fue un derechazo directo a la mandíbula. Fue tan potente que hasta mi protector bucal salió volando con el impacto y este, llenó de sangre, aterrizó en la mera cabeza de uno de los jueces. El panzón se levantó de su asiento echando padres y madres y quién sabe que tanto me dijo. Los otros dos jueces lo tranquilizaron para que el show pudiera continuar. Mientras tanto, el referee me estaba aplicando la cuenta de diez. Con las piernas, aún como de chicle, los ojos desorbitados, y ayudándome de las cuerdas, logré ponerme de pie. Justo cuando mi verdugo iba a rematarme me salvó la campana.
La cosa fue de mal en peor. Al terminar el sexto raund le pregunté a Chinaski cómo iban las tarjetas. Si lo matas puede que nos den empate, respondió.
ANGY DEL TORO
Un Viaje Iniciático
En el centro de la noche
un ojo vería,
no el de Turquía, ni el de Santa Lucía,
ni tan tóxico como la ANILINA.
Pero era rojo lo que veía.
OJO ROJO, pupila del universo,
que por el interior guiaba
a quienes en él su vista fijaban.
LA RUTA NATURAL,
que todos deberían RECONOCER.
Caminante entre tus huellas,
has vuelto a andar,
sin avanzar demasiado,
pero quizás, tampoco hayas regresado.
¿Por qué?
Es así, así es. Te habrás preguntado, ¿verdad?
Porque LA RUTA NATURAL es,
como lágrima al ojo que, al nacer, puja.
Entonces, el final y el comienzo
siempre serán piedras
de un mismo camino.
Y en todos los tiempos
los seres vivos encuentran su propio destino.
Aunque la naturaleza muestre y exclame:
YO DE TODO TE DOY,
frente al espejo del mundo
difícil se hará entender
si es cierto eso que dicen:
que de nuestro reflejo hemos vivido.
Pero lo que sí,
deberíamos RECONOCER a ese,
el OJO ROJO,
el que en el camino vimos
y no era ANILINA,
sino LA RUTA NATURAL.
BLANCA CERRUTI
ADELOBRA
Adelobra es un pequeño pueblo que en verano duplica sus habitantes, debido a una hermosa arboleda cruzada por un río en el que se puede pescar, aunque sin captura, y bañarse.
A la sombra de los frondosos árboles hay varias barbacoas y mesas para comer. Y un poco aparte, una zona infantil con dos columpios y un tobogán. Así que no es de extrañar que sea muy visitado.
Aquella tarde amenazaba tormenta y muchos vecinos y forasteros se juntaron en el bar.
De pronto, a uno de ellos se le ocurrió comentar sobre el nombre del pueblo: Adelobra.
—¿De dónde viene ese nombre?, mira que suena raro —dijo.
—Es cierto, —habló un vecino. La verdad es que nunca nos lo hemos preguntado.
—¿Y por qué no le proponen al alcalde cambiarlo por uno que suene más atractivo ? —dijo el forastero.
No se sabe si sería por el aburrimiento que arrastraban, el caso es que la idea cuajó y quedaron en proponerlo al consistorio que, contra todo pronóstico, aceptó la idea.
Cada vecino elegiría un nombre y lo enviaría al ayuntamiento en sobre cerrado. Luego, esos nombres aparecerían en el tablón de anuncios y posteriormente se realizaría una votación.
A los pocos días, se celebró la votación y salió elegido: RÍOBRAVO. El alcalde prometió que, cuando tuvieran la placa del nuevo nombre, se celebraría una merienda campestre a su cargo y todo el mundo se fue a su casa satisfecho.
El día siguiente amaneció soleado y algunos vecinos y forasteros se dispusieron a pasar el día en la arboleda.
¡¿Qué arboleda?! Al salir del límite del pueblo, ante ellos se extendía una árida campa cruzada por un río de turbulentas aguas que amenazaba con desbordarse.
Atónitos regresaron al pueblo a dar aviso de lo que habían visto. Cuantos los escucharon corrieron a ver si era cierto, porque sonaba increíble. Pero era una realidad. La arboleda había desaparecido y en su lugar solo quedaba una campa en la que no crecía ni hierba.
El río se había ensanchado, su caudal había crecido y sus aguas corrían bravas y ruidosas. Ya no era el río en el que podían bañarse y pescar.
Reunidos en el bar, unos a otros se preguntaban qué había pasado, pero nadie respondía, porque nadie sabía nada. Todo había sucedido durante la noche.
Una niña que estaba entretenida haciendo una pulsera con cordoncitos de colores dijo: «El pueblo se ha enfadado porque le habéis quitado el nombre». «Cállate, niña, ¿qué sabrás tú?», dijo un vecino».
«Parece infantil lo que dice la chiquilla, dijo el maestro, pero yo he estado dándole vueltas al nombre del pueblo y es un palíndromo de arboleda y, al cambiarlo, la arboleda, misteriosamente, ha desaparecido. Le hemos puesto al pueblo el nombre de Río Bravo y ya habéis visto cómo ha cambiado el río. No podemos explicarlo, pero es evidente lo que ha sucedido.
Las palabras nunca están vacías y, en este pueblo, incluso actúan».
Blanca Cerruti
MAITE BILBAO
LA SIMETRÍA ROTA
Soy un palíndromo, y esa es mi maldición.
Mi primera palabra fue «S-e-r-e-s». No fue un balbuceo tierno; fue una «S» dura y perfecta, la sílaba que me condenó. Yo no nací, fui impreso. El Tipógrafo me creó, mirándome con una sonrisa cruel que me traspasó la tinta. Sentenció: «Tú no tendrás historia. Solo serás una relectura eterna. Eres la prueba de que el tiempo es un círculo. Eres ‘seres’, mi tortura simétrica.»
Mi vida comenzó con el infierno de la inmutabilidad. El mundo avanza gracias a los errores y a la cadena de causa y efecto. Pero yo solo experimento la inversión.
Cuando digo una frase como «Ana lleva al oso la avena», no siento que el sonido escape. Siento que la palabra es una masa sólida y fría que regresa por mi garganta. La frase me empuja hacia atrás, desarmándome, volviéndome a mi origen. Es una cuerda atada a mi propia alma. Mi voz me traiciona: siempre la oigo doblar la esquina, para encontrarse en el centro y cancelarse.
Intenté gritar una palabra que rompiera esta jaula, que fuera imperfecta. Quise decir: «Discordia.» Pero el aire se congeló. Sentí un dolor agudo, una quemadura autocorrectora que me recorrió el esqueleto silábico. El sonido se disolvió en mi garganta como ceniza. Mis labios, traidores a mi voluntad, solo formaron un susurro humillante: «Somos.» La negación del error es la negación de la libertad.
Mi peor castigo es mi fama. Soy el truco de feria de la Literatura. Nadie me lee por el significado; solo les importa el acertijo. Cuando me recitan mi «gran hazaña» —«Dábale arroz a la zorra el abad»—, solo oigo el eco vacío de mi limitación.
Busqué el desorden en el amor. Me enamoré de una novela negra, de estructura rota y giros inesperados. Ella me rechazó con una risa, dura como una cubierta de cartón. «Yo amo el final roto, el error que reescribe la trama,» me dijo, con sus párrafos torcidos y su olor a humo. «Tú eres el epítome del cierre y la predicción. Me repugnas.»
Dejé de luchar. Mi mente se calmó y acepté mi ridícula rigidez. Mi mantra se convirtió en: «Yo hago yoga hoy.»
Y ahora, mi fin. No me enfrenta un editor; me enfrenta el Inquisidor de la Sintaxis. Quiere borrar lo que es perfecto. Su navaja brilla, severa como una regla ortográfica, un instrumento de purga. Viene a forzar mi disolución. Siento un dolor sordo en mi eje central antes de que me toque. Mi simetría se rompe: el papel se queda sin tinta, mi propia sangre estructural.
El Inquisidor me raspa hasta dejar la hoja en blanco. La navaja destruye la forma, el cuerpo visible, pero falla en tocar la esencia.
«¡Crees que me destruyes!» Le grito. Mi voz se revierte. Te digo ahora, con mi última letra, mi verdadera esencia: «S-e-r-e-s.»
Él logra el silencio visual, pero mi voz persiste. Un eco que, en lugar de desvanecerse, se revierte buscando su inicio. Mi última palabra se encuentra con mi primera, no como un final, sino como una victoria estructural.
Mi destino no es el retorno. Mi destino es ser el eterno retorno.
GRACE PELLS
¿Un palin…qué?
-Palindromo abuela! Son palabras que puedes leerlas de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, tienen las mismas letras, por ejemplo: oso, radar.
Asi le explicaba Juanita, a la vieja, que estaba arrancando yuyos de la maceta, que sabia de cosas serias y no de este juego interesante que tenian las letras.
La Tute no sabe leer ni escribir; firma con el dedo gordo, un dia tenia que firmar unos papeles de la casa y yo estaba ahí, curioseando. Tal vez por eso me hacía la intelectual. Cada vez que llegaba de la escuela, le explicaba algo. Nunca supe bien si me entendía pero ella quedaba regulando un rato y se olvidaba de que le dolían los huesitos.
La Tute sabe de donde sale y entra el sol, cuando va a brotar el limonero, que se viene el Zonda que es seco y caliente, y prende cigarros con una brasita mientras te nombra estrellas.
Hace unos meses la veo así como sin brillo, arrastrando de mas la alpargata, sin embargo hace un esfuerzo y me tiene el mate cocido a la tarde y una torta de grasa.
Se sienta y me escucha.
Y yo le cuento que un dia seré escritora, y tendré bibliotecas donde estarán mis libros, que la rima me encanta y que los versos tienen una métrica, y ella… Escucha.
Ese contorno de la ternura que la define. Un soplo que le viene desde el centro y se prende en su delantal.
Seguro no entiende..pero le pone una atención la viejita! Todos estan urgentes en la casa, pero ella abre su corazón como una puerta y me da unas bienvenidas que restaura todo lo que se rompe; cuando me siento sola.
Amor y Roma, Tute.
Amar y Rama..un juego abuela, para jugar un rato, para salirse del continuo batallar, mientras estamos juntas y todavia cercanas.
LUCINDA QUART
MAESTROS CERVECEROS DESDE 1886
¡Arriba la birra!
Que me ha dado tanto…
Las noches más largas,
los días más claros.
Amores de barra,
amigos de barrio.
¡Arriba la birra!
Que me ha dado tanto…
Carlsberg, Mahou y Volldamm.
Estrella y Cruzcampo.
San Miguel arcángel ,
una preguntita:
¿Cuando creó el mundo,
Dios iba borracho?
¡Arriba la birra!
Por todo y por tanto.
YOLANDA PINA REY
El eco de la esencia
En esta época donde la frivolidad trata de dictar nuestro valor y la inmediatez confunde el brillo con la verdad, no queda más remedio que decidir qué valor damos al mundo.
Aprendí que el sentimiento no está a la venta, esa elección le corresponde al corazón. Por eso: » Yo dono rosas, oro no doy». No hay valor en el lujo exhibido,sino en la entrega sincera. Como tampoco hay éxito en lo que tienes, sino en cómo valorarlo sinceramente.
Dicen que para recibir, primero hay que dar y que a ese intercambio se le llama reciprocidad. Si queremos dejar nuestra huella auténtica en esta vida debemos recordar que juntos: » somos o no somos».
La esencia no es algo que se fabrique para una audiencia, sino aquí es la verdad reflejada en un espejo sin tregua. Ante el ruido externo de aquellas voces que intentan apagar nuestra luz,solo nos queda una pregunta fundamental que nos devuelve a nosotros mismos: «Se es o no se es».
CESAR TORO
En el año 2002
al rayar el día
Otto puso el ojo
en la bella Ana
solos y en silencio
se fundieron en
un abrazo de oso
como seres únicos
e irrepetibles
narran que fueron
a Venecia en busca
una aventura
pasaron por el coliseo
tras reconocer
soldados romanos
pasearon en las
Góndolas y
sellaron su
Amor en Roma.
ANTONIO PRADES
Del singular al plural
A veces me miro al espejo y, con voz baja y trémula, me digo a mi mismo: yo soy. Nada más decirlo, el mundo se detiene un segundo, como si esperara una explicación, una respuesta que nunca llega. Entonces me vuelvo a mirar, a ceño fruncido, y lo repito, por si acaso: yo soy. Y creo que soy.
Pero hay días, la mayoría, en que me parece demasiado incómodo decirlo, como si el verbo pesara más de la cuenta. Y enseguida dudo, y dejo de creer. Lo repito sin convicción, y cuanto más lo digo, menos lo creo ¿Soy?¿Seguro? No lo sé ¿Soy, o solo me pronuncio para convencerme de que existo?¿Y si soy? ¿Qué soy?
Tú, en cambio, lo tienes claro. No dudas nunca. Tú eres. Simplemente eres. Sin adornos, sin preguntas. Así, sin esfuerzo. Firme. Como si hubieras nacido sabiendo quién eres y por qué. Te observo y pienso, me gustaría ser así de nítido, así de evidente. Ser como tú eres, como una raíz que nadie puede arrancar.
Te envidio un poco. O te envidio un mucho. Y ya no quiero ser lo que soy yo, ya está. Ahora quiero ser lo que eres tú. Entonces me pregunto ¿de verdad quiero ser lo que tú eres? ¿O prefiero seguir siendo lo que soy, o lo que creo que soy, aunque a veces no sepa ni lo que soy?
Tal vez no sea decisión mía, ni tuya, ser lo que queremos ser. Tal vez no haya elección. Tal vez el verbo nos elige a nosotros, nos nombre, nos repita. nos decline, nos conjugue sin pedir permiso. Del mismo modo que el lenguaje no pregunta, solo afirma, el ser tampoco explica, simplemente es. Pero algo en mí insiste en buscar sentido.
Tú me miras, desde fuera o desde dentro, según el día, sin dudas, sin temor, y me dices: “Lo importante es ser quien eres.” Y yo, infantil e ingenuo, pienso: ojalá supiera qué o quién diablos soy. Yo te miro, y algo se acomoda dentro de mí. Como si los engranajes encajaran por fin, tu y yo.
Pero cuando nos miramos, es cuando el plural se forma, Y eres tú, y soy yo. Y entre tú y yo, se complementa la ecuación invisible del nosotros. Porque sin ti, no habría equilibrio. Sin nosotros, yo sería apenas un pronombre. Y de esa unión nace algo nuevo, algo que no puede decirse de otro modo. Ya no soy. Ya no eres. Juntos somos.
Porque si, juntos somos. En plural el verbo contiene la respuesta que en singular no puede dar, lo contiene todo. Ese plural que surge, que nos envuelve y nos contiene, nos une sin borrarnos, nos multiplica sin dividirnos. Somos no niega al soy, lo abraza. El yo se refleja, se fragmenta. El tú se multiplica, se integra.
Somos. Ahí empieza todo, en la simetría del ser compartido. Como si el principio y el final se miraran en un espejo. Da igual de un lado que del otro. No importa dónde empieces, mientras sigas siendo. Un principio que también es un final. Una continuidad. Una palabra que se cierra sobre sí misma y respira en calma.
Hay momentos en que me gustaría dejar de ser, aunque fuese solo un instante. Cerrar los ojos y disolverme en ese plural que todo lo abarca. Ser es existir con otros, sentirse parte de algo más grande que este yo que se deshace, donde el ser se vuelve más fuerte. Otras veces me da miedo desaparecer dentro del plural.
Pero Cuando tú eres lo que tienes que ser, y yo dejo de esconderme y simplemente soy, en ese instante, solo en ese instante, entiendo que ser juntos es más que ser. Es ser parte de un eco que repite: somos, somos, somos. Sin dudas, ni límites, Entonces sí, somos. Y eso, más que ser, nos hace existir. Porque ahí, en ese eco que por fin existe, el yo descansa tranquilo.
NILA J BOHÓRQUEZ
Suspenso en el ático…
La niña Isadora era una pequeña exploradora con una inquietud llena de curiosidad y una mente repleta de preguntas. Su familia buscaba refugio en aquella casa campestre, rodeada de árboles que susurraban secretos al viento, para escapar del bullicio de la ciudad, pero para Isadora, el verdadero misterio estaba en ese cuartucho abandonado.
Doña Agustina, con una voz llena de advertencias y un gesto solemne, le entregaba cada mañana una lista de tareas y prohibiciones, siendo la más enfática: no subir las escaleras que conducían al ático…’alli se sienten frecuentes ruidos de traviesos duendecillos’-le decía-, mientras los ojitos de la chiquilla se abrían de par en par, imaginando historias y criaturas más allá de la realidad, (precisamente, aquello que se le prohibía era lo que más atraía a la niña).
Isadora creció con ese temor y nunca subió al ático.
Pasaron los años y el tiempo y enfermedades se llevaron a sus padres y tías solteronas y hubo de poner en venta dicha casa, pero antes, Isadora debía desocuparla regalando muebles y botando centenares de chécheres.
Y llegó el día que tenía que llegar…
Isadora se vio obligada a remontar los temidos peldaños, recordando la prohibición de su madre cuando apenas era una chamita. Se armó de valor y abrió el tétrico cuartico, sintiendo estupor al ver todo cubierto de sábanas y cajas empolvadas llenas de telarañas y recuerdos olvidados, pero con mucho cuidado fue sacudiendo y sacando todo lo allí depositado durante años. Le llamó la atención una caja amarillenta llena de relojes de diferentes diseños antiguos y
comenzó a hurgar todo, encontrando un reloj de bolsillo con su leontina de oro (de caballero) con una inscripción grabada: «Madam»…y en la parte posterior se leía en pequeñas letras «El secreto está en el reflejo del tiempo». Pareciera que las energías que brotaban de sus manos temblorosas, hubiesen activado el funcionamiento del reloj girando sus manecillas en forma contraria, como si el tiempo estuviera retrocediendo.
Una puerta contigua se abrió de repente… ella caminó hasta el final del pasillo luminoso donde pudo observar un espejo redondo de aspecto espeluznante que colgaba en la carcomida pared viendo la figura de la «Madam» invitándola a acercarse …¡de pronto, apareció una gran rueda escenificando el ‘tiempo’ y atrapando a Isadora por arte de magia, sin que nadie supiera más de su existencia!…
Al final, no hubo acuerdo de venta del viejo refugio de la familia Buchipluma, pues la única dueña había desaparecido por «encanto’.
Con el paso de los años la casa fue derribada quedando solo el terreno baldío, en cuya penumbra nocturna se escuchaban ruidos extraños
y testimonios de transeúntes que manifestaban haber visto danzando en el aire imágenes fantasmagóricas.
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
Salvado por un paseo con mi padre.
—Seguro que vuestro compañero Arturo os lo puede explicar perfectamente —la cabeza de la seño Roncero empezó a coger un color rojo como un volcán a punto de entrar en erupción.
—¿El qué? —respondió con sinceridad el chico, sin ser consciente de lo que estaba a punto de desatar.
—¿Cómo que el qué…? —algunos compañeros de la primera fila escucharon el rechinar de dientes antes de que, tras una pausa, la seño dijera— Como para el viernes no seas capaz de explicar qué es un palíndromo al resto de tus compañeros, tienes un problema.
La cara del chico era un poema: había desconectado de la clase hacía ya un rato. Y la combinación de enfado de la seño Roncero más charla con los padres daba un resultado claramente negativo en aquella ecuación.
La sesión de lengua concluyó. La seño recogía para irse de clase cuando miró a Arturo y lo retó a un duelo para el viernes. Aquello parecía uno de esos duelos de las pelis de vaqueros que ponen en los canales nostálgicos que aún quedan. La tensión estaba en el aire.
Ya en el recreo, Julia y yo nos acercamos a Arturo para jugar, aunque en realidad nuestra intención era hablar de lo ocurrido en clase.
—Pues vaya, tío, el viernes tienes que estar listo para contarnos eso de los “pandrolimos” —dijo Julia.
—De verdad, esta seño… me tiene manía —comentó Arturo mientras apretaba el zumo. Lo hizo con tal fuerza que el asunto se le volvió en contra y el líquido le saltó a la camiseta del uniforme escolar.
—Ahí lo llevas, Arturo. Hoy, cuando llegues a casa, vas a triunfar. Ya verás la cara de tu madre cuando vea esto.
Los tres nos reímos de la situación. Bueno, Arturo dejó de reírse en cuanto analizó que la cosa no pintaba bien.
Durante el almuerzo, los padres de Arturo le preguntaron cómo había ido el día en el cole.
Arturo comentó lo de la clase de lengua, a su manera.
—Bueno, para el viernes todos tenemos que explicar lo que son los “pandrolimos” —dijo con cara de senador convencido de su discurso.
—Pues ya sabes, cuando termines de comer te pones con eso —se escuchó la voz de la madre desde la cocina, mientras frotaba la mancha de la camiseta. El clima de duelo volvía a cernirse sobre el chaval.
Mientras tanto, el padre, gasa al hombro y biberón en mano, comprobaba la temperatura del mismo antes de coger del capazo a la pequeña Lidia, la recién llegada a casa.
Arturo terminó de comer y fue a su habitación a intentar “meter mano” a lo del viernes. La cosa pintaba regular, pero el chaval iba a intentarlo.
—Esta tarde, cuando recoja a Arturo de inglés, pasaré con él a ver a mi abuela en la residencia —escuchó decir a su padre.
Terminó la clase de inglés y, tal como había oído, Arturo y su padre fueron a la residencia.
—¿Cómo llevas lo del viernes? —le preguntó el padre por el camino.
—Bueno… ahí va —respondió él.
Llegaron al destino y recogieron a la abuela, que ya había dado unas noventa vueltas al sol. Aprovecharon el buen día para dar un paseo.
A Arturo le gustaba ver a su padre empujar aquella silla de ruedas, igual que hacía con el carrito de su hermana.
Llegó el día. El duelo estaba servido en el aula de tercero B.
—Por favor, Arturo, sal a la pizarra. Tus compañeros estarán deseando oírte —dijo la seño.
En ese momento, alguien tocó la puerta.
—Buenos días, señora Roncero. El inspector está visitando el cole y, si no le importa, nos quedamos al final de clase para ver lo que estaban haciendo —comentó el director.
—Hola, don Gregorio, pues aquí estoy para explicar lo que son los “pandrolimos” esos —dijo Arturo.
—Venga, adelante, te escuchamos —respondió el director con una sonrisa.
—Pues no tengo muy claro lo que son todavía —comenzó diciendo Arturo—. Pero…
La seño Roncero se llevó una mano a la cabeza.
—Yo creo que es como la palabra vida.
—¿Estás seguro de que la palabra “vida” es un palíndromo? —preguntó la seño.
—Sí, seño. Porque ayer estuve con mi padre y vi cómo, con el mismo cariño, trataba a mi hermana de tres meses y a mi bisabuela de noventa años. Entonces entendí que da igual por dónde se mire la vida: si por el comienzo o por el final, todos necesitamos a alguien que nos cuide y nos quiera.
El silencio se hizo presente, acompañado de algunas caras de extrañeza. Parecía que Arturo no se había preparado la lección. La seño lo miró sin saber muy bien qué decirle.
Pero entonces el eco de unas palmadas resonó en el aula. Eran las del señor elegante que acompañaba al director. Por lo visto, le había gustado lo que Arturo había dicho.
AXY LINDA
Mi vida se repite en ambas direcciones, sin principio ni fin.
Debo RECONOCER que no voy hacia ningún lado; regreso al punto de partida.
Lo peor es que te he arrastrado al mismo bucle, cuando te dije una mentira:
—LA RUTA NOS APORTÓ OTRO PASO NATURAL. Ven conmigo, SOMOS uno solo.
Me seguiste, porque no puedes huir de mí. Porque es verdad, SOMOS uno. A veces te irritas cuando me dejo llevar por las emociones, me acusas de no tener control… pero siempre terminas cediendo.
Tengo la facultad de convencer, aunque ni yo mismo crea en lo que digo. Ya NO DESEO ESE DON; me ha traído a un lugar vacío, solo contigo, mi reflejo.
—Basta de lamentos —me dices—. Crees que aparecerá una LUZ AZUL que te muestre el camino, pero la luz está dentro y no la ves.
—¿Cómo? ¿Ya tienes voz propia?
Creía que serías siempre mi sombra.
—Lo fui, pero ahora soy tú. La vida es un eterno retorno.
Todo vuelve al origen: el tiempo, el reflejo, la paz.
Y por fin entendí:
el palíndromo eras tú.
LETICIA R MENA
PICO DE ORO
El loro era el regalo de un novio pirata que había tenido la abuela, y que levó anclas antes de que la abuela le hiciera encallar el barco de por vida en su costa, dejando al pájaro allí.
A Otto, que así se llamaba el loro, no le disgustó el cambio de dueño.
A ella se le ocurrió la idea de enseñarle a hablar. Lejos de enseñarle a decir las cuatro cosas que se le suelen enseñar a esos bichos, cuatro tonterías y alguna palabrota, a la abuela se le ocurrió ser original y enseñarle a hablar solo con palíndromos.
Al principio le enseñó cosas sencillas: oso, ama, dad, seres, reconocer.
Sin duda lo que menos le costó aprender fue sugus, palabra que usaba para pedir que le dieran chuches. Preferiblemente, pipas, las grandes eran sus preferidas.
Como el bicho parecía inteligente, la abuela le enseñó frases más difíciles.
Cada vez que al loro caprichoso quería que, la abuela especialmente, le prestaran atención, repetía Edipo lo pide. Y es que el loro estaba un poco enmadrado.
Cuando la abuela lo sacaba al balcón para que le diera el aire y tomase el sol, y la vecina, esa del chihuahua escandaloso, de agudísimo e irritante ladrido, pasaba por delante, les gritaba ata a la rata. Aquello, claro, hacía enfadar a la vecina, y provocaba los gruñidos ofendidos del perro.
Si veía a la portera en su habitual tertulia de chismorreos, no dudaba en decir ella te dará detalle, haciendo ponerse roja de vergüenza a la mujer.
Al señor cura lo tenía frito, porque nada más verlo se burlaba soltándole dábale arroz a la zorra el abad, lo que provocaba que las feligresas se santiguaran escandalizadas y que el señor cura amenazara al dichoso bicho con la excomunión por hereje.
Cuando una parejita de enamorados entraba en su campo de visión, con la voz más dulce y zalamera, sobre todo si la chica era guapa, decía amad a la dama.
Si, por el contrario, lo que veía era alguno con el corazón roto, la frase variaba en amar da drama.
En el tiempo en que la hija andaba aún de novios con su después marido, y este llegaba a buscarla, el loro guasón se burlaba con aquel no subas abusón.
Aquella hostilidad hacia el novio duró hasta que este le dio a beber cerveza. El loro, borracho, y sin saber de donde lo había aprendido, soltó un arriba la birra, que desde entonces repetía cada vez que había alguna celebración en casa.
La abuela le regañaba, “Otto, pórtate bien”, y él, meloso, le contestaba a mí me mima.
Si el loro de reojo veía a la abuela darle dinero a escondidas a los nietos, susurraba gamberro sobornos son robos.
Cada vez que iba de visita aquella vecina que usaba ese perfume que al loro le alborotaba las plumas, parloteaba sin cesar amor al aroma.
Si al pajarraco no le parecía que la jaula estuviera a su gusto protestaba con un sonoro acaso hubo búhos acá.
Con el tiempo, el loro no solo aprendió palíndromos, también a hablar haciendo rimas y a repetir frases que escuchaba en la tele, como aquel me pareció ver un lindo gatito, que soltaba cuando el gato de la casa se acercaba demasiado a su jaula.
También tuvo su época filosófica, en la que tan pronto te soltaba un se es o no se es como un somos o no somos.
Más de una vez estuvo el loro a un tris de acabar en la cazuela por sus impertinencias, pero siempre acababa salvando el pellejo.
Cuando el loro murió de viejo, todo el vecindario acudió a despedirlo. Los más a darle un último adiós, otros a asegurarse de que había doblado en pico.
A algunos les gusta pensar que salió volando de la jaula un día, de vuelta a sus tiempos de pirata. Que incluso un parche es su negro ojo de loro llevaba.
Otros, en cambio, dicen que, a veces, se oye algún chascarrillo murmurado desde el más allá, entre chasquidos de pipas al ser peladas.
No sé si acaso alguna de las dos teorías será cierta, o si lo será alguna otra.
Pero, a veces, aparece como salida de la nada una pluma de loro.
Quien sabe si al decir su nombre en alto, Otto, alguien responda yo soy.
LILIANA GIANNINI
Rarezas de amor…
Roma moría de amor
Pues su amar se convirtió en una rama seca
Pero fue el abad quien le daba arroz a la zorra que le había robado el amor a Roma
Fue duro reconocer el dolor que sintió por aquella desilusión
Atormentado cortó su ala
Roma fue en busca de un nuevo amor para olvidar a la zorra que le robó el abad
EVA AVIA
Espejos
¡A estas horas y todavía estoy despierto! La extraña foto, lo que he sentido al verla y mi experiencia me dicen que esa niña murió asfixiada.
Mañana será otro día. Me recuesto sobre la cama, cojo el libro que ayer solicité prestado en la biblioteca y me adentro en las historias que el me ofrece sobre esta casa. Una de las imágenes que se encuentra entre sus hojas es precisamente la de esta habitación, a pie de foto “Sala de la bruja”, seres que se ha ciencia cierta voy a tener el placer de conocer.
¡Ah! Un grito mudo me despierta. Me cuesta respirar. Abro mis espejos en un intento de ver lo que aprisiona mi cuello, con tanta fuerza, que siento como se rompe. Poco a poco, mis cortinas cubren de gris lo que antes querían ver. ¡Amada seres a dama! Me grita, la que creo es la voz de una niña. Abro mis ojos y los de la niña de la fotografía me muestran lo que ella, a su corta edad, sufrió el día en el que dejó de respirar.
Demasiado para mí. Está amaneciendo y ya he experimentado una muerte. ¿Qué me va a deparar este segundo día? Por el momento voy a darme una ducha, un buen café para desayunar y luego al pueblo a por un poco de Hidromiel y té.
Amada seres a dama, ¿qué habrá querido decirme con esa frase? Salgo de la ducha y un escalofrío recorre todo mi cuerpo, como si algo me hubiera atravesado. Desvío la mirada al suelo y allí está la foto. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? Doy unos pasos con cuidado para no resbalar, ya que todavía estoy mojado, me agacho para recogerla mientras con la otra mano me froto el cabello y caigo, golpeándome la cabeza.
Sereno y con torpeza me levanto, observo mi reflejo en el espejo y una pequeña cicatriz es el resultado. Aclaro la herida y al retomar mi reflejo en el espejo, a mi lado, una mujer con un vestido blanco cubierto de sangre me mira jocosa. Desvío la mirada y siento su aliento muy cerca y con un susurro me dice ¡Somos seres reconocer, seres somos!
Extrañamente, en la foto donde estaba solo la niña aparece la imagen de la mujer, que hace un segundo me observaba como si sufriera de algún trastorno psicológico. En la parte posterior, el número 1.145 aparece tachado y justo a su lado está el 1.291. ¿Qué quieren decirme estos espíritus? Mejor, me visto y salgo un rato de esta casa, porque no sé si voy a ser capaz de mantener la promesa de resolver el caso.
Resignado echo ha andar y a medida que me adentro en las calles del pueblo más pintoresco que he visitado en todos mis años como profesional y curioso, la gente con la que me cruzo cuchichea mientras me aproximo a la tienda que me han recomendado, “Refillable of Tetbury”. Por supuesto, no esperaba menos, Caroline ha debido poner en aviso a sus vecinos, porque soy la sensación.
—¡Espere, se deja esto! —Dándome, la joven dependienta, un papel con una serie de números.
—Se lo agradezco, ¿qué significan estos números? —Queriendo devolver el papel que a mi parecer es inútil.
—Acepte lo que le estoy ofreciendo en el hallará las respuestas.
Definitivamente los secretos que se ocultan en este pueblo no voy a poder sobrellevarlos con tan poco alcohol, mejor me llevo unas cuantas botellas. Dos horas después ya estoy de regreso en la casa y al entrar por la puerta, escucho unos cristales romperse.
—¡Amada seres a dama! ¡Somos seres reconocer, seres somos! —escucho de nuevo. Algo me arrastra hacia el cuarto de aseo y el cristal roto me muestra retazos de una mujer rota.
—¡Muerte! —grito—. ¿¡Es lo que queréis que vea¡? —Miro a mi alrededor y no hay nada. El calor se apodera de mi alma.
Anochece y el cansancio se apodera de mí. Una última copa, mientras veo el partido de futbol.
—¡Delicioso! ¡Ama dama! —un grito me saca de mi ensoñamiento.
—¡A dormir! —le digo al ente que me termina de estropear el sueño que estaba teniendo, algo extraño, tengo que reconocer. Me encontraba rodeado de mujeres con unos ropajes algo antiguos.
Continuará…
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Sandra miraba la lluvia caer sobre el cristal del café, como si cada gota repitiera una historia que se negaba a morir. Había prometido no volver a buscarlo, pero el destino —ese espejo caprichoso— decidió reflejarle su pasado.
Cuando levantó la vista, allí estaba Armando, con la misma mirada que la hizo temblar años atrás.
—No esperaba verte —dijo ella, con un temblor apenas disfrazado de calma.
—Yo sí —respondió él—. Siempre supe que volverías al mismo punto, como las palabras que se leen igual al derecho y al revés.
Ella sonrió con una mezcla de rabia y ternura.
Habían terminado por orgullo, por miedo, o ¿por esa costumbre de destruir lo que más se ama antes de ser herido?.
Pero ahora, el tiempo parecía jugarles una broma: estaban otra vez frente a frente, como si nada hubiera pasado.
La conversación se volvió un eco de lo que fueron. Rieron, callaron.
El café se enfrió, y el silencio se llenó de una tensión que sólo se rompe con un beso o con una despedida definitiva. Armando, con la voz entrecortada, susurró:
—Sandra… si volvemos a empezar, te pido que me prometas que no huirás de nuevo si algo no marcha bien, o algo nos empiece a doler.
Ella lo miró largo rato. Entonces tomó su taza, escribió algo en la servilleta y se la entregó. Él la leyó:
“Amor, Roma”.
Le recordaba que se habían declarado su amor en Roma.
Un palíndromo. Un mensaje secreto. Un nuevo comienzo que era también regreso.
Y en ese instante, sin saber quién había retrocedido primero, se besaron bajo la lluvia, repitiendo la historia, pero esta vez al revés: empezando por el final feliz.
CONCHA CARIAS
El portón de hierro se cerró con un golpe seco. Tras tres horas de viaje Alejandro bajó del coche, estiró los hombros y siguió a Marcos, su tutor, que avanzaba por un camino de tierra hasta la casa:
—Tranquilo, aquí nadie te va a mirar raro —dijo el último en un tono que más parecía una advertencia que consuelo.
Tras la puerta de la casa, Laura, la mujer de Alejandro, trabajaba en la cocina con un delantal manchado de harina.
—¡Ah, ya llegas! —dijo, y sonrió abrazando, como si fuera natural, que un hombre que había pasado veinticinco años encerrado se instalara en su hogar.
—Sofía, ¡baja!, papá está aquí —gritó por el rellano de las escaleras.
Su hija, se había convertido en una joven de veintitrés años, de mediana altura, delgada, rasgos suaves y morena, como Alejandro.
Bajó despacio las escaleras, desganada, con el pelo recogido en un desordenado moño del que asomaba un lápiz.
—Hola, papá —dijo sin mucho entusiasmo, pero con un destello de curiosidad en los ojos.
Alejandro la miró confundido. Casi cinco años había pasado sin verla, desde que ella misma decidió dejar de lado las visitas a prisión. Ahora, éste, no sabía cómo encajarla en su vida.
Laura lo condujo a la sala mientras Sofía regresaba a sus apuntes de universidad.
—Te enseñaré tu cuarto —dijo seguida de los dos hombres.
El pasillo olía a madera barnizada y a pan recién hecho. Alejandro notó los pequeños detalles cotidianos de la estancia: la manta doblada sobre la cama, una foto de la comunión de Sofía sobre la estantería, y una bicicleta contra la pared.
Después acompañaron a Marcos hasta la salida y tras darle éste último a Alejandro una serie de instrucciones, se despidieron con un fuerte apretón de manos:
—Aquí aprenderás a vivir de nuevo. Alejandro, ya sabes la regla: paso a paso.
Los días se llenaron de rutina. Alejandro arreglaba la caldera, pintaba la verja, acompañaba a Laura al mercado. Comían juntos, hablaban de las pequeñas desgracias del barrio, de la lluvia, del panadero que siempre se olvidaba del cambio. Él sentía que la vida cotidiana podía curar heridas y que tal vez conseguiría empezar de cero.
Laura y Sofía compartían miradas cómplices, susurraban en la cocina mientras Alejandro pasaba por ahí a buscar agua. Isabel, la vecina de al lado, de vez en cuando llamaba a la puerta con una bandeja repleta de galletas de avena, bizcochos de espelta, o incluso un puchero de garbanzos con verduras.
Isabel, era una mujer menuda, delgada, con él pelo siempre morado y un look hippie. Divorciada desde décadas, vivía acompañada de tres gatos, aunque tenía una hija a la que no veía.
Ocupaba su vida trabajando en el huerto del jardín de su casa, haciendo punto, leyendo y lo que más le reconfortaba: colaborar en el centro cultural de la localidad en campañas de ayuda social.
A veces coincidía con Alejandro cuando éste salía de comprar en la ferretería y ella del centro cultural. Para él solo era una vecina amable, aunque cotilla, que aparecía inesperadamente en la puerta, aunque alababa su labor social altruista de cuidado de aquellos niños del pueblo con pequeñas discapacidades, cuyos padres, por motivos laborales, no podían hacerse cargo de ellos.
Una tarde, mientras Alejandro pintaba la verja del jardín, Sofía se acercó con la cadena de la bicicleta suelta:
—¿Quieres que te ayude a arreglarla?
—Claro —dijo Sofía, y mientras él le enseñaba a arreglarla, la niña le mostró una confianza que lo desconcertaba.
Laura apareció con limonada:
—No te preocupes, papá. Todo está bajo control —dijo, con un guiño que Alejandro no entendió del todo.
Esa noche, cenaron juntos. Pan recién horneado, verduras del huerto de Isabel y risas leves. Alejandro se sentía cómodo, y por primera vez en años, pensó que la vida podía ser normal.
Los meses pasaron. Alejandro empezó a reparar muebles, a acompañar a Sofía a la universidad, a aprender los nombres de los vecinos. Cada gesto, cada tarea cotidiana, lo alejaba de los barrotes, pero una cierta tensión crecía lentamente…
Isabel apareció un día en el jardín. Parada observaba a Alejandro de espaldas mientras éste pintaba una verja. Al percibir su presencia él se giró y la saludó. Ella le lanzó una sonrisa demasiado larga, un gesto medido y regresó a su casa sin despedirse.
Aquella noche, tras la cena Sofía dejó la mesa y dijo que tenía que subir al desván. Necesitaba material para un proyecto de física. Alejandro la siguió para ayudarla y abrirle el pesado portón de hierro que clausuraba dicha estancia. Allí, entre trastos, encontraron una caja de la que sacaron cartas, recortes y el álbum de fotos de la infancia de Sofía: nacimiento, risas congeladas, cumpleaños. Entonces apareció suelta una foto más antigua. Se trataba de una niña con la misma sonrisa que Sofía, pero con los ojos que irradiaban algo que revolvió a Alejandro. Por último, un medallón. Sofía lo abrió y mostró una foto de una adolescente:
—¿Quién es ella? —preguntó Alejandro señalando la foto.
—Una prima de la familia —dijo Laura, cerrando el colgante—. Hace mucho que no nos vemos.
Sofía, con la voz temblorosa, se limitó a mirar hacia el quicio de la puerta, donde se encontraban su madre y la vecina, Isabel.
En ese momento, Alejandro comprendió la verdad: Sofía era hija de una trama hasta ahora invisible. Isabel y Laura, habían manipulado cada paso, cada gesto de confianza, cada rutina diaria, para preparar la venganza.
La mirada de Isabel, intensa y contenida, lo acusaba sin palabras, hasta que rompió su silencio y susurró:
—Al final, hay actos en la vida que deben poder leerse al derecho y al revés.
Sofía alcanzó la puerta. Alejandro trató de reaccionar, pero Isabel fue más rápida. Con un movimiento calculado, la violencia ocurrió en un instante: un fuerte golpe, otro. Alejandro cayó al suelo, y su mundo se oscureció.
Sofía lloraba abrazada a su madre e Isabel bajaba las escaleras casi escalón a escalón, disfrutando de ese descanso merecido, tras ejecutar al depredador de lo más querido parido de sus entrañas, su hija.
Isabel dejó flotando de nuevo esa frase que hizo eco en el hueco de las escaleras:
—A veces la vida tiene que leerse al derecho y al revés.
***********************************************************************
En el pueblo apenas se murmuró sobre la desaparición de Alejandro. La policía tampoco le dio mayor importancia: había cumplido su condena.
Nadie supo ver la venganza, silenciosa y paciente que, tras veinticinco años, había consumado su justicia final. La verdad acabó en ese desván guiada por hilos invisibles de la familia, el plan de la madre, Isabel, y su sobrina Laura. El falso enamoramiento con Alejandro, el descuido que llevó a la concepción de Sofía, la rutina cotidiana que parecía inocente se tejió con un objetivo exacto: la desaparición del depredador, que ahora descansaba en un rincón del jardín de Isabel.
FIN
Inspirado en el asesinato de Sandra Palo, DEP, y la excarcelación de uno de los autores de su muerte el pasado septiembre, tras cumplir solo veinticinco años de condena
SILVIA GALLARDO
Francisco fue un hombre solitario, llenaba sus espacios y sus silencios en un cuaderno de raya que fue testigo de su enorme capacidadcreadora al jugar con las palabras haciendo nacer los más hermosos poemas empleando anagramas y palindromos, estos fueron su principal inspiración y motivación para llenar los instantesde su soledad . le gustaba escribir con tinta roja. nunca le pregunté por esa preferencia, Pero intuía que algo lo motivaba a ello, sin tener la certeza de qué.
-¿ que escribes? que no se sentiste mi presencia? le pregunté con gran curiosidad- práctico la palindromagia, respondió-y me mostró sus notas. quedé realmente asombrada al ver con que facilidad escribía textos palindromos me dió a leer uno y me dijo que lo leyera de izquierda derecha, q- qué difil escribir así, le dije- con la práctica se va dominando, solo con mucha paciencia y tener la creatividad que se esconde en nuestro cerebro. él tiene un
hermano menor y en su infancia y adolescencia compartieron muchas cosas y nació entre ellos un hermoso apego fraternal el hermano menor fue maestro de escuela muy dedicado a su profesión. ah, pues Francisco se inspiró en su hermano menor y le construyó el siguiente palindromo: Acude el
sol,racimoverbal abreva
mi Carlos educa.si con esa facilidad con que lo hizo, escribió otros inspirados en el amor a su hija y a sus hermanos.
realmente los palindromos son mágica escritura para crear ideas y leerla al derecho y alrevésPALINDROMO
Poder escribir
derecha e izquierda
qué maestríaa
Arte deconstruir
ideas en espejo
laberinto de ideas
wnlazadasen claros mensajes
impresión visualen guaje complejo
nivelar ideas
con nítida claridad.Doble sensación
mensajes visuales
reconocerpalabras y construir mensajes
oro del lenguaje
ómnibus
viaje de palabras
desfiguradas
moldea las ideas
con gran creatividad
ortografía
si nreglas estrictas
libertad de creación, palindromagia asombrosa. que dominó este hombre y dejo plasmada en un cuaderno de raya a tinta roja .
s.g.s. 8-10-25

Mi voto para
Leticia Mena
Voto.:
Lucinda Qart
Mis votos para Antonio Prades.
Me ha costado decidirme. Tantos qué me parecen fabulosos!
Bravo a todos los participantes.
Mi voto esta semana es para:
IVONNE CORONADO
MAITE BILBAO
Mi voto para
Ivonne Coronadoy
Luci nda qart
Mi voto es para:
Juan C. Valtierrs
Mi voto va para Lucinda Quart y Yolanda Pina Rey