Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «aquella fotografía». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 9 de octubre!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Aquella fotografía desató
una tormenta de melancolía ,
el panel del recuerdo
El espacio reducido
se clava en la memoria,
huellas en la vida
que jamás serán olvido.
ANTONICUS EFE
Aquella fotografía,
El amanecer empezaba a acariciar con sus rayos de esperanza la ciudad dormida que se desperezaba como una perezosa niña que no quiere ir al colegio pero que le encanta el desayuno. En algún lugar de ese entorno idílico, una mente prodigiosa y visionaria apuraba el sueño delicioso que estaba viviendo, el despertador se puso en marcha: kikirikiiii, kikirikiii.
—Oh, que bello es despertar con los sonidos de la naturaleza en esta idílica ciudad— dijo dulcemente.
Se levantó de un salto y se dirigió al baño para hacer su ritual que consistía en peinarse y maquillarse frente al espejo, al tiempo que decía su frase fetiche:
—No decidme Isa, llamadme Isabel—
Después de maquillarse y tomar el conveniente desayuno consistente en un zumo de pomelos cultivados en el Retiro, que mantenía su piel tersa, una tostada untada con tomates de Fuenlabrada y un café con denominación de Alcorcón bautizado con un chorrito de Chinchón, la Sibila de Chamberí, se dirigió a su gabinete (sala especial donde adivinaba el futuro y hacía trabajillos de magia por encargo o por propia iniciativa) pues tenía un trabajo entre manos. El gabinete era un compendio de diversas artes que denotaba el pedigrí de maga que sus células atesoraban a través de las generaciones de antepasados que la habían precedido, Presidiendo la sala había un gran póster del mago Paco, había un grimorio antiquísimo de Marius Pecuarius y diversos signos cabalísticos y astronómicos que le daban un aire de misterio que ni el distrito de Lavapiés en la baja Edad Media había alcanzado.
Una vez hecho todos los rituales convenientes… —No decidme Isa, llamadme Isabel— se dispone a ejecutar su cometido. Toma la fotografía entre sus manos, no una fotografía cualquiera, si no aquella fotografía que recorto del Vale siendo adolescente, y sentándose en la posición de poder, suspirando como una quinceañera, dice las palabras precisas:
—«Oh tú, criatura de carne, ego y sintetizador afilado
que te alejaste como el Wifi en medio de la tormenta,
vuelve a cantar bajo mi ventana, no por amor
si no por necesidad de volver a ser niña.
Qué tus pies te lleven, que tu voz te traicione
y que cada noche sin saber por qué,
te encuentres bajo mi ventana,
cantando baladas que ni tú entiendes.
Así lo decreto, lo firmo y lo mando publicar en el grimorio oficial.
Y si no vienes que te quedes calvo como Don Limpio».—
Después de hacer el ritual la sibila pasa el día ensimismada en sus cosas esperando que llegue la noche, cuando está ya a punto de acostarse, se oye el armonioso sonido de un sintetizador acompañado de una voz de cuervo que susurra:
—Hija de la fruta aaahhh—
ARMANDO BARCELONA
SOR VIACRUCIS
El despacho de sor Viacrucis es austero, como ella, lúgubre; un remedo de aquella fotografía en sepia que, olvidada en el fondo del cajón, nos habla de una cotidianidad agobiante, poco amable, que anquilosa las almas de quienes se ven forzados a sufrirla.
Una pesada mesa de madera oscura preside la estancia; en una silla barroca, a juego con el entorno, se sienta la monja, dando la espalda a la ventana abierta al patio interior del colegio, por la que ahora, el día, plomizo, deja entrar una luz triste. Las paredes están vacías y un pequeño crucifijo de bronce sobre la mesa pone sello a la sobria uniformidad de la habitación.
La monja recibe a Mambo de pie. Va vestida como aconseja la modestia secular: camisa blanca de manga larga, falda azul oscuro por debajo de la rodilla, medias grises y zapato negro de suela plana; a pesar de que no hace frío, completa el conjunto con una rebeca de punto, del mismo color que la falda.
―Usted dirá en qué puedo serle útil, señor Mambo ―dice a modo de saludo,mientras señala una silla al otro lado de la mesa, invitando a sentarse al policía.
―Como le dije ayer, necesito saber algo más sobre la personalidad de las personas asesinadas. Ya he tenido ocasión de entrevistarme con la viuda del señor Sarrado y ahora me gustaría ampliar conocimiento sobre sor Tránsito, Marta Suñol y Silvia Muntaner. Creo que usted podría ayudarme.
Sor Viacrucis asintió con la cabeza, mientras cambiaba de sitio el pequeño crucifijo, como si tuviera necesidad de hacer algo con las manos, y tras un leve suspiro comenzó a hablar.
―Poco puedo decirle de las tres, inspector, pero probemos suerte ―dijo con un tono en la voz que parecía de desánimo―. El verdadero nombre de sor Tránsito era Concepción Riquelme. Una hermana ejemplar. Se encargaba de mantener el régimen disciplinario y de las actividades académicas; en una institución menos especial que esta, podríamos equipararla a la jefa de estudios. Era una mujer estricta en el cumplimiento de las normas.
Mambo cambió de postura en la silla, la pierna volvía a darle problemas y el dolor iba a ir en aumento, lo sabía por experiencia; necesitaba un chute.
»Es posible que eso no la hiciera muy popular entre las internas y puede que escuche usted atrocidades sin fundamento, sobre su forma de entender las relaciones humanas ―puso la monja el acento en esto último―, pero eso no significa que alguien abrigase tanto odio hacia ella como para matarla.
―¿Puede ser más explícita, hermana, sobre la forma peculiar de sor Tránsito para encarar las relaciones humanas?
La monja se removió incómoda sin poder ocultar el malestar que le provocaba el interés de Mambo por ese tema en concreto.
―Créame, solo son habladurías, infundios, de los que ahora ella no puede defenderse; no quisiera yo manchar su memoria dándoles pábulo.
No quiso Mambo presionar a sor Viacrucis, pero intuyó que había algo oscuro en el comportamiento de la monja muerta, que la directora pretendía ocultar; ya buscaría otras fuentes de información.
La puerta del despacho estaba abierta. En la antesala había visto un dispensador de agua. Necesitaba tomar su oxicodona. Se levantó de la silla.
―Con su permiso, hermana, tengo que tomarme esto ―dijo mostrándole un par de cápsulas bicolores que llevaba en la palma de la mano―, voy a por un poco de agua.
Salió durante unos segundos para volver con un vaso de plástico en la mano.
»Entiendo que no sospecha usted de nadie que pudiera tener deseos de hacer daño a sor Tránsito. ¿Y en el caso de la sicóloga, Marta Suñol?
La pregunta quedó flotando en el aire y sor Viacrucis pareció seguirla con la mirada entre los artesonados del techo.
―Los contratos externos son a propuesta del patronato; aunque tomo parte en la decisión final, no estoy presente en todo el proceso. Marta llevaba tres años trabajando con nosotras y mi relación con ella era estrictamente profesional. Era buena en lo suyo, pero no tuvimos un trato tan directo como para conocerla más íntimamente. Elaboraba informes de conducta de las internas, eso sí, y puede que hubiese alguna disconforme o enfadada con ella por ese motivo, pero no concibo maldad en esas niñas, ni secretos tan inconfesables como para querer su muerte.
Mambo volvió a sentarse. No sabía qué hacer con el vaso de plástico. Sor Viacrucis se percató de ello y lo invitó con un gesto a que se lo diera para tirarlo a la papelera.
―La señora Suñol no pernoctaba en el centro ―Mambo dijo esto en voz alta, pero perdido en sus propios pensamientos―, si alguien abrigaba malas intenciones con respecto a ella, no tenía por qué estar vinculado al colegio. Sin embargo, los asesinatos han sido perpetrados aquí. ¿Marta recibía ayuda externa? Quiero decir: ¿Alguna persona cercana a ella tenía o tiene autorización para entrar y salir de Santa Afra?
La monja estuvo pensando durante unos segundos, pero luego negó con rotundidad.
―No, nadie. Dudo que ocurriera, pero si se produjo alguna situación como la que plantea, tuvo que ser un hecho muy puntual del que no tengo constancia. Creo poder asegurarle que eso nunca ocurrió. Por otra parte, el que la señora Suñol tuviera una vida fuera de estos muros tampoco es relevante, porque no era la única, hay hermanas que tienen vida secular.
La sorpresa se dibujó en la cara de Mambo.
―¿Monjas que viven fuera del colegio?
La directora afirmó repetidamente.
―Sí, de hecho, somos menos las que pernoctamos aquí. Le recuerdo que esta es una orden terciaria, laicas consagradas, no estamos sujetas a la vida en comunidad, como tampoco a someternos a la disciplina de los votos; eso se hace solo de forma voluntaria.
Ese detalle lastraba todavía más la investigación. Cualquier monja podía hacerse en la calle con los elementos necesarios para llevar a cabo los crímenes; los muros del colegio no estaban sellados al exterior y eso ponía las cosas más difíciles.
Hasta ese momento las sospechas recaían en sor Sacromonte casi en exclusiva; su laboratorio apuntaba como posible origen del veneno, de hecho, ya había sido peinado una vez por la policía científica, aunque sin resultados, y no estaban descartadas nuevas actuaciones en ese sentido.
―Necesitaré una relación de las hermanas que viven fuera de Santa Afra, sor Viacrucis ―se levantó despacio, el dolor del muslo había remitido ostensiblemente y aquella conversación estaba en su recta final―. En cuanto a Silvia Muntaner, ¿hay algo que sepa usted de ella que pueda ser de interés? ¿Por qué causa se encontraba en Santa Afra?
―Era una interna más y no precisamente conflictiva. En cuanto a los motivos que llevan a las familias a recluirlas aquí, casi nunca trascienden; al fin y al cabo, esto no es una prisión, ni ellas están redimiendo penas.
Imitando a Mambo, la monja también se levantó de la silla, extendiendo su mano a modo de saludo de despedida.
»Si alguien pudo ahondar en esos aspectos fue Marta Suñol, por su condición de sicóloga y porque mantenía con ella, como con las demás, largas sesiones de trabajo en las que seguramente se hablaría de eso, pero fuera así o no, todo quedaba al amparo del secreto profesional.
Mambo estrechó la mano que se le ofrecía y salió del despacho con la sensación de que al ampliarse el círculo de sospechosos se quitaba un peso de encima; que Lola fuera la única señalada hasta ese momento, le producía un inevitable desasosiego.
Ya era inútil disimular su atracción hacia aquella mujer; había algo en esa monja que lo removía por dentro, era un hecho tan evidente como irracional y eso, lo sabía bien, entrañaba un riesgo que estaba dispuesto a asumir.
DAVID MERLÁN
EL NEGATIVO DE CRISTAL.
A Diana le gusta a deambular por el rastro cada fin de semana. En especial le gustaba detenerse en el puesto de Cristóbal. Se podría decir que era su preferido, casi uno de la escasa media docena de puestos en los que cada fin de semana mereciese la pena detenerse.
—Buenos días, Cristóbal.
—Buenos días, Díana. ¿Qué tal ha ido la semana? ¿Has vendido alguna?.
—Si, no hubo queja—contestó mientras comenzaba a analizar las novedades.
Diana era fotógrafa y le iban bien las cosas. El puesto de Cristóbal le servía de inspiración. Se podría decir que tenían un acuerdo. Ella rebuscaba entre el nuevo género que conseguía él cada semana, sobre todo de vaciados de casas viejas, subastas, etc. Tras seleccionar las fotos y negativos que más le llamaban la atención, a los que le veía alguna posibilidad para sus proyectos, o simplemente le apetecía en ese momento, él se las dejaba a mitad de precio. Al fin y al cabo era su mejor clienta. Ambos pensaban que era una forma de darle una nueva vida.
Tras diez minutos, vio algo en el fondo del cajón de madera que le llamó la atención. Un sobre amarillento con una sola palabra manuscrita:
“Recuerd§”. No sé distinguía bien si ponía Recuerdo o recuerda.
Lo extrajo con cuidado y lo abrió con delicadeza sobre el resto del montón. Dentro, un montón de fotos y negativos. Las típicas de lo que una vez fueron recuerdos familiares de alguien. Su buen ojo entrenado enseguida identifico a la que segura era su propietaria. Una anciana de cabellos plateados, fácilmente reconocibles aunque la mayoría fueran en blanco y negro.
Cuando terminó el mazo, cogió de nuevo el sobre e instintivamente lo sacudió con cuidado boca abajo. De dentro se deslizó un negativo de cristal.
Ante la atenta mirada de Cristóbal, lo cogió entre sus manos y lo sostuvo contra la luz.
Parecia como si se tratase de una escena al aire libre de una escalera de piedra que se adentra en el follaje de un bosque y algo más que no alcanzó a averiguar.
«Creo que sé dónde es esto. Creo que es…»
—¿Te lo llevas?
—¿Qué?—respondió Diana.
—Que si te llevas el sobre con las fotos y el negativo.—le aclaró Cristóbal.
Diana reaccionó y lo miró
—Si, si, perdona. Me lo llevo.¿Cuánto? —Al tiempo que volvía a meter todo dentro del sobre.
—No se…, ¿Cuantas fotos son?
—Creo que veinte más el negativo.
—El negativo es antiguo, de los de cristal. Ya no sé ven mucho. No sé, dame…quince. Cinco por el negativo y diez por las fotos, ¿Te parece bien?
—Si, trato hecho—contestó ella sin dudar. No sabía porque pero le hubiera dado quince solo por el negativo. Algo le decía que tenía que seguir investigando.
—
Esa misma tarde, en su laboratorio fotográfico, Diana reveló la imagen. Cuando el papel emergió bajo la luz roja, su corazón dio un vuelco: no solo aparecían la escalera y el bosque de antes, sino también una figura femenina, de espaldas, que señalaba hacia el sendero cubierto de follaje.
—Está claro. Es en el paseo, me acuerdo de esas escaleras pero nunca supe que es lo que habia más alla.
Sin pensárselo dos veces, al día siguiente, fue hasta las escaleras. Al llegar, saco la foto y la superpuso sobre la realidad. Allí seguian, idénticas a la de la foto pero aún más cubiertas por la maleza.
Ni corto ni perezoso, se armó de valor, subió el par de peldaños visibles y penetró entre las zarzas.
El camino enseguida se empinaba. Al fondo se abría un claro. Tras ascender entre las zarzas, llegó a la cima. El terreno enseguida se precipitaba cuesta abajo. En la distancia se divisaba con claridad una arcada de piedra. El resto, solo ruinas de lo que una vez debió ser una capilla.
Avanzó hasta tocar el arco. A sus pies, una losa caída dejaba al descubierto un hueco oscuro,…, y la curiosidad, hizo el resto.
Con la linterna del móvil descendió por unos escalones húmedos hasta una sala subterránea con mosaicos deslucidos. En el centro la esperaba una destartalada estantería, rota y carcomida con una caja metálica, cubierto de óxido.
El candado estaba roto, como si alguien lo hubiera abierto hacía mucho. Dentro halló un rollo de planos envueltos en tela encerada. Los extendió con cuidado: mostraban la antigua red de túneles de la ciudad, con varias marcas rojas. En el margen, una anotación manuscrita:
“ Recuerda: El secreto del agua está en la tercera compuerta”.
—
Cuando salió, el viento arreciaba, provocando que las nubes se desbocaran sobre su cabeza. Díana sacó de nuevo la foto y la observó con detenimiento. Está vez se centró en la figura femenina. Comprendió que no era una simple imagen, sino una invitación: alguien, en algún momento, aquella mujer de cabellos plateados había querido dejarle un mapa disfrazado de recuerdo.
Mientras regresaba a casa, pensó en lo que vendría después. ¿Las compuertas seguían existiendo bajo la ciudad?. Y si la pista era cierta, y todo aquello era apenas la primera pista.
«El secreto del agua está en la tercera compuerta” pensó de nuevo.
—Entonces… —susurró con una sonrisa—, ¿qué más me vas a mostrar?
La foto, muda, brillaba en su bolsillo como si aguardara la siguiente jugada.
¿Continuará…?
FIN
EMILIA CREGO
EL TESORO ESCONDIDO
En aquella fotografía me vi buscando los sueños, y los sueños vinieron para quedarse. Entre el cristal de un ventanuco caen las gotas de la lluvia; así veía mis sueños: Inciertos y como en aquel cristal mojado por la lluvia, haciendo surcos en formas irregulares.
El ser abatido y desmotivado llegó a ser tan pequeño en aquel mundo de gigantes; fui un alma buscando el consuelo de quien te acuna en esos días tristes. En los brazos de la soledad me vieron andar por las calles vacías, en los cafés, en el parque sentada sobre un banco de madera y sobre la copa de un árbol el trinar de los pájaros.
El libro viajero; este y otros son parte de mis enseres, y el tesoro que aguarda para ser descubierto en un estante de una casa sombría. En aquella casa donde aparece la luz solar a través de aquel ventanuco, y las portadas de los libros se llenan de color. Las letras lucen con relieves revestidos en formas diversas; algunas de estas tienen formas de flores, plantas y nubes.
Los libros llevaban cientos de años acumulando polvo, sin dar valor a lo desconocido. Allí permanecieron en un viejo desván, viendo la vida pasar y los años. En el cuarto principal instalaron un televisor; me dicen que les divierte ver las imágenes, porque los que allí habitaron ya no oyen ni cantar a los pájaros.
Llegué con el dolor y la tristeza de haber perdido a mi familia; me acogieron bajo un techo, y este se encontraba vacío de amor. Con los brazos cerrados me recibieron: el pan y la mantequilla, el caldo mojado en pan y los granos de café en una vieja cafetera. Fue el único aroma que llenaba la estancia, el olor de las mañanas a café, a hierba mojada en el cerro y el pan recién horneado.
Aprendí a vivir con aquella rutina de seres extraños, con el cabello pintado de blanco, la piel surcada, y con sus pasos lentos se desplazaban con el apoyo de un bastón torneado en distintas figuras extrañas. Un águila imperial, un pájaro carpintero y un gallo. Todas estas figuras coronaban el bastón de estos hermanos octogenarios. Siendo yo una chiquilla que apenas crecía un palmo cada año, acurrucada al calor de unas brasas de una chimenea.
El día que cumplí los quince años subí al desván, y allí con la mirada puesta en lo desconocido encontré mi mayor tesoro. Me acompañaron a lo largo de mi vida y pasé tantas horas en aquel viejo desván, que aquel día que bajé unos cuantos pasos de madera, me encontré a los abuelos con la piel pegada a los huesos.
Abandoné lo que fue la vieja casa y me llevé el mejor de los tesoros allí escondido. Cientos de libros y miles de historias por descubrir.
RAQUEL LÓPEZ
Aún conservo aquella fotografía color sepia, un instante capturado y congelado que el tiempo no borrará.
La luz de un pasado, una sonrisa grabada que invita a recordar momentos inolvidables.
Un pasado anclado en recuerdos efímeros pero que se siguen sintiendo y siguen guardados como parte del presente.
Es sentir que las imágenes cobran vida, cada vez que las observo.
Yo también quiero formar parte de mi vida, para aquellos que quieran recordarme, entre imágenes plasmadas de recuerdos.
BENEDICTO PALACIOS
Fue desde siempre un periodista aficionado. De lo poco que sucedía en el pueblo daba cuenta su pluma y su máquina de fotos, y siendo dos ojos del mismo puente, Jaime tenía en la cabeza vuelos más altos para el de la fotografía. Lo intentó en una exposición donde daba cuenta en sucesivas secuencias desde el despertar de una peonia hasta su muerte. Tenía noticia de que un autor francés había pintado una catedral en los distintos momentos del día y se había hecho famoso. «Bonitas fotos, pero busca otro oficio,» fue el elogio más notorio porque no vendió ninguna.
Sin olvidar la fotografía, un día se despertó mirando hacia otro lado y vio en el movimiento una ambulancia con un rótulo que decía «se necesita conductor.» Al día siguiente se presentó en la empresa y le contrataron. Los viajes eran en las primeras semanas los habituales: traslado de personas mayores al hospital para las curas y pacientes para una resonancia en un centro privado. En fotografiar a estas personas no veía arte ni utilidad, pero le gustaba trasladarlas porque canturreaba en el trayecto tonadas antiguas y los pacientes se lo agradecían, aunque estuvieran más pallá que pacá.
El domingo 21, mientras tomaba una cerveza en el bar, le informaron por el móvil que se trasladara al kilómetro 430 de la carretera nacional porque había heridos en un accidente. Dejó la cerveza a la mitad, dijo el camarero que ya lo pagaría, se subió a la ambulancia, encendió las luces de emergencia y activó la sirena. En veinte minutos estaba al borde de una cuneta. No había visto nada igual. El vehículo se había llevado por delante varias señales de tráfico y se hallaba empotrado contra un árbol. Las puertas traseras se habían abierto y dos personas que salieron despedidas, se encontraban a unos pasos inmóviles. Ni un llanto ni un ¡ay! Solo zapatos, ropas revueltas, unas gafas de sol y una alianza con una fecha por dentro. Estaba solo y no sabía qué hacer porque el médico tardaba en llegar. Empezaba a llover y le daba congoja que los cuerpos, aunque estuvieran muertos, se estuvieran mojando.
Entró en la ambulancia, cogió unas mantas con las que cubrió los cuerpos y buscó en su mochila la máquina de fotos. No era mucho lo que llovía, pero el agua podía arrastrar las pocas pertenencias que yacían desperdigadas por el suelo. Se cubrió con un impermeable y fotografió hasta el conductor que tenía embutida la cara en el airbag y de una herida en la cabeza no dejaba de manar un reguero de sangre. Cuando se presentó la guardia civil, ya había registrado en la máquina cuanto le pareció de interés, también el rostro de una chica joven que no había perdido la sonrisa.
Con la llegada del médico, que certificó la muerte de los tres ocupantes, Jaime se despidió dando cuenta a la guardia civil que guardaba fotos de todo.
El miércoles pasado, cuando fue a recoger la ambulancia, el jefe de la empresa le dijo que estuviera localizado, que los familiares de los muertos en el accidente deseaban hablar con él.
—¿Conmigo? ¿Tú sabes para qué?
—Ellos te dirán.
Le citaron en el tanatorio. Un señor de veintitantos años, de luto riguroso, le dio la mano.
—Soy el prometido de Blanca, muerta en el accidente. Un guardia de tráfico me ha contado que usted tiene fotos de lo sucedido. ¿Lo conserva?
—Todo.
—¿Puede revelarlo?
—Yo no, pero sí Santiago.
Se dirigieron a la tienda. Pensaba Jaime que habiendo confesado que era el prometido de Blanca, desearía recuperar la alianza que con lo llovido estaría entre el barro. Pero cuando Santiago puso en sus manos las imágenes y Jaime se las pasó al prometido de Blanca, el sol se nublo. Nunca había visto a un hombre tan triste, lloraba como si le saliera del cuerpo entero. Se replegaba, se volvía a levantar y las lágrimas no cesaban de brotar.
—¡Es ella, es su rostro, es su fotografía! Se la compro, véndamela, por favor.
Jaime se quedó mudo. Solo se recuperó cuando empezó a tararear en aquel momento una dulce canción.
CARLOS TABOADA
HAGAMOS MEMORIA
«Hola. Otra vez aquí estamos», dije, cuando ella se adentró con elegancia en el loft. El vestido negro de tirantes le llegaba hasta los tobillos, y de espaldas a mí, se abría como un triángulo invertido, dejando la columna vertebral al descubierto. Adiviné, con la luz indirecta, las curvas marcadas de sus vértebras por la que tantas veces jugueteé entre dedos, y, como si su espalda desnuda acabara de abordar aquellas infinitas experiencias, recordé que a menudo matábamos el tiempo meneando las copas de vino mientras intentábamos resolver los misterios de la vida, superponiendo una idea sobre la otra. Estuve a punto de preguntar qué había sido de su vida en los últimos años, pero guardé la pregunta como ella las llaves de su casa en el bolso.
Por un instante deseé que la longitud del apartamento fuera el de una larga calle cortada, porque rogué que su taconeo suave y preciso no tuviera fin en minutos, y para cuando ella llegara al final, un muro alto le haría retroceder a mí; pero, silenciosamente, como si no quisiera romper el hechizo con palabras, se entretuvo en explorar la música la antaño, los libros viejos, y me acerqué a la encimera de la cocina a por un par de copas. Escuché una intensa respiración, y creí que con ello llenaba los pulmones de nostalgia, y que de alguna forma atrapaba el olor del palo santo que quemaba en un antes y después, y el de las flores de temporada que solía traer, y también el de nuestros sudores. Cogí el mejor vino que vi y se dio la vuelta. Lo abrí sin prisa alguna, para que ella observara en mis gestos todo mi tacto, y, cuando terminé, me dejé embriagar con su generosa sonrisa. De fondo, comenzó a sonar algo que invadió inmediatamente el ambiente, aireándolo después de tanto tiempo. Levanté la botella y derramé el líquido con notas en el interior de las copas, y la primera canción de Bossa Nova comenzó a filtrarse por los oídos.
Se acercó, y a un par de metros volvió a respirar profundamente; y creí que con ello atrapaba el tiempo, y que tal vez se vengaba de él. Comenzó a canturrear, recordando el idioma y la infancia con su madre brasileña, y supuse que en cualquier momento se pondría a bailar, y entonces… Y, tal vez, más tarde, o al día siguiente, yo escribiría un par de líneas para ella, y no abriría el baúl para desenterrar aquella fotografía, ya que, si se quedaba, tendría un plan. «Hagamos memoria», diría. «Que el tiempo no exista», desearía para los dos. Y si ella no pudiera quedarse, y si no dijera lo que pasaba por su mente, le diría… «Cariño, tan solo respira y baila. Baila como tú sabes», diría, y no me acercaría al baúl para abrirlo y vernos de papel, porque, renacidos, sacudiríamos con la experiencia los nuevos vientos.
AGUSTÍN CÓRDOBA
Aquella fotografía.
La luz que entraba a través de las cortinas dejaba cierto sabor a nostalgia, a la niñez que se esconde entre las sombras de aquella casa.
En la pared de la cocina un viejo almanaque manchado por unos dedos impregnados de aceite hacía intuir que en mayo del dos mil uno el tiempo se había parado bajo aquel techo.
Si cierras los ojos y respiras profundo, parece que aún te llega el olor a tabaco desde el cenicero que amontonaba colillas sobre la mesa.
Puedes escuchar el ruido de las sartenes mientras su voz acompañaba la canción que desde la vieja radio se extendía por todas las habitaciones.
Nada es tan real como lo que no ha ocurrido, como aquello que quedo suspendido en tu cabeza como pequeños hilos de telaraña. Recordaba que se lo había dicho un día gris de invierno en el que las gotas de lluvia se estampaban contra el cristal. Ahora el sol entraba a través de las cortinas y todas las sombras de la niñez se escabullen como pequeños peces entre los dedos. Abrió una puerta del viejo armario donde guardaba un puñado de sábanas en sus cajas ya que nunca se habían usado, y tras ellas, en una pequeña cajita de metal de unas galletas que ya no existen encontró un puñado de cartas junto a una fotografía. Era una chica joven, bien parecida, de pelo largo y sonrisa radiante. Posaba junto a un hombre vestido con traje de militar. A él no lo reconocía pero ella sin duda alguna era su madre y él no era su padre.
Se sentó en el suelo y leyó una a una todas las cartas, sin darse cuenta las lágrimas caían como las gotas que en aquella tarde de invierno se estampaban contra el cristal.
En aquel momento se dió cuenta,
que la mujer de aquella fotografía, para él, era una perfecta desconocida.
Para el tema de la semana..
LUCINDA QUART
LA CIUDAD BLANCA DE LOS PÁJAROS
Zerzura fue mencionada por primera vez como un pueblo abandonado por un administrador provincial del siglo XIII. Luego aparece en el Libro de las Perlas Escondidas, un tratado de magia del siglo XV que lo ubica en un wadi (un valle o cauce seco) cerca de la ciudad de Wardabaha.
El historiador griego Herodoto en el año 450 a.C. ya menciona una ciudad blanca llena de tesoros perdidos en el corazón del desierto. Y la primera referencia europea al oasis de Zerzura la encontramos en un libro del egiptólogo británico Sir John Gardner Wilson, publicado en 1835, dónde se recoge la historia de un pastor beduino que encontró unas imponentes ruinas mientras buscaba un camello extraviado en algún lugar indeterminado entre los oasis de Farafra y Bahariya.
Zerzura tomaba su nombre de la palabra árabe ”zarzar” que significa gorrión o estornino. Los antiguos textos árabes describían una ciudad de muros blancos y una gran puerta monumental con un pájaro tallado. Así nació la leyenda del oasis de los pájaros, la ciudad blanca de los pájaros, o el oasis perdido de Zerzura, que durante casi sesenta años habían buscado—con más entusiasmo que éxito— exploradores alemanes, italianos, egipcios y británicos.
El primero fue Gerhard Rohlfs en 1878, de cuyo fracaso se beneficiaron y aprendieron los demás: Hassanein Bey, Rosita Forbes, Kemal el Din, Douglas Newbold, Ralph Bagnold, Laszlo Almásy y por supuesto, lord y lady Clayton.
Entre 1922 y 1927, todos los oasis perdidos del desierto libio habían sido encontrados: Arkenu, Uweinat, Merga. Todos… menos Zerzura.
En el tren hasta Brindisi y luego en el vapor hasta Egipto, yo había repasado las notas de la tía Dorothy, los mapas y los cuadernos que eran un fascinante galimatías de leyendas recogidas en antiguos textos árabes, pasajes de la Historia de Herodoto y narraciones más o menos inverosímiles escuchadas a los beduinos de las tribus tubu y zwaya.
Ahora todos sus papeles estaban esparcidos sobre la cama de la suite Herodoto del hotel Shepheard’s, y en el centro, como el exvoto a un Dios pagano, el cofre de acacia con su pequeña cerradura de combinación.
Sí la clave estaba en Herodoto podría llevar días, semanas, meses, dar con ella. Miré el libro con desaliento. Había párrafos subrayados, anotaciones en los márgenes, manchas de té, sudor o tinta que volvían ilegibles páginas enteras. El calor insoportable acentuaba en mí la fatiga y el desánimo.
Miré las fotos, había más de dos docenas, y en todas ellas, los miembros del club Zerzura posaban en diferentes momentos y lugares del desierto: subiendo o bajando de carlingas de avioneta; apoyados con desenfado contra la carrocería polvorienta de camiones Ford T; alrededor de fogatas y teteras sobre parajes áridos hechos de roca y de hueso.
Había que ser especial, valiente de una manera que yo no sabría describir con palabras, para vivir así: a tres mil quinientos kilómetros de nada… y ser feliz.
Atrajo mi atención la única foto hecha en El Cairo, en aquella misma habitación a juzgar por el papel pintado, los muebles y las molduras de la pared. El fotógrafo había capturado a Dorothy mirando algo que estaba fuera de encuadre. Tenía el brazo apoyado sobre un bargueño y la luz que se reflejaba sobre un reloj de repisa acentuaba su pelo rubio y corto, la expresión ausente o concentrada de su rostro, cierta tensión involuntaria en las mandíbulas. En el reverso, una mano anónima había escrito en francés: “el mejor de los tiempos; el peor de los tiempos». Aquella foto era la síntesis perfecta de toda la existencia de lady Dorothy Clayton-East-Clayton, de soltera Dorothy Durrant. Una mujer mirando a lo lejos, observando mientras alguien la observaba a ella. Una mujer contra el tiempo…
Y entonces lo entendí.
La suite Herodoto conservaba el mismo bargueño en el dormitorio pero el reloj dorado de repisa estaba ahora sobre la mesa de la salita, un lugar inapropiado para un modelo que imitaba a los relojes viajeros del siglo XIX. Imaginé a Anton, el encantador conserje de día, su hombre de confianza en El Cairo, entrando con disimulo en la habitación para cumplir el encargo de Dorothy de dejar un rastro de miguitas de pan para mí. “En algún lugar de Herodoto dónde sólo tú puedes encontrarlo”.
Herodoto no era el libro. Herodoto era la suite.
Me dejé caer con un ligero temblor en la otomana, bajo las aspas de un ventilador gigantesco. Sudaba y sonreía y tenía un hormigueo en los dedos como de electricidad estática. La caja de latón dorado del reloj tenía una puerta trasera con contraventanas de bronce. La abrí. Recostado contra la maquinaria interior y el pequeño motor torneado, yacía un papel escrito a mano y doblado con mimo. Y en el papel, escrito con la hermosa caligrafía de Dorothy, una cifra: 3450.
¿La distancia en kilómetros entre El Cairo y Yebel Uweinat?
Desde algún lugar oscuro, incierto, quizá frío como las noches del desierto, Dorothy seguía conmigo, susurrándome bajito, enseñándome a mirar.
Regresaba al dormitorio, ansioso por comprobar si mi deducción era correcta, cuando me detuve en la puerta. Una mujer cetrina y menuda, cubierta de tatuajes de henna y vestida con el exótico atuendo de las bailarinas que amenizan las veladas de todos los cafés de El Cairo, estaba sentada en la cama, entre los papeles de Dorothy, con una de sus fotografías en la mano.
—Robert nos hizo esta a Dorothy y a mí en Siwa dos semanas antes de morir—alzó la vista y sonrió. Y esa primera y deslumbrante sonrisa será la imagen que siempre conservaré de ella—. Tú debes de ser Tristan. Soy Anita.
Se levantó y me tendió la mano. Una intrincada profusión de arabescos cobrizos le cubrían el brazo desde la primera falange hasta el codo.
—Anita Chadhaury.
Detrás de la sonrisa y el genuino acento inglés oí un suave tintineo de campanillas lejanas que procedía de los abalorios de cobre que adornaban su vestido y que parecían cantar cada vez que se movía.
Miré hacia el balcón abierto donde se agitaban suavemente las cortinas y me pregunté cómo habría entrado si mi habitación estaba cuatro pisos sobre el suelo.
—Mi suite está justo al lado. He preferido ser discreta y en este país las puertas nunca lo son. ¿Puedo quedarme la foto?
—Claro—contesté—. Hay algo más que Dorothy quería que tuvieras. Está dentro de ese cofre.
Le mostré la carta que me había entregado el conserje. La leyó en silencio y al terminar, se limitó a mirarme y esperar. No hizo preguntas mientras yo trasteaba en la cerradura, sonaba un ligero chasquido y el cerrojo cedía sin dificultad. Levanté la tapa y los dos miramos dentro.
Anita Chadaury no mostró sorpresa, curiosidad, asombro, euforia o miedo. Su expresión neutra y concentrada me recordó un poco a la que tenía Dorothy en la foto, apoyada en el bargueño: una mujer mirando al abismo, resignada ante la fatalidad. O como diría un árabe…
Inshallah.
MAYTE SOCA
La cámara de fuelle.
Rodrigo era un apasionado de la fotografía.
Un día entró en una casa de antigüedades del centro histórico.
El lugar estaba lleno de reliquias llenas de polvo, historias y secretos.
En una vitrina entre radios y relojes antiguos estaba olvidada la vieja cámara fotográfica de fuelle.
El vendedor, un anciano bastante extraño se le acercó y con voz rasposa. Le comentó que había pertenecido a una joven dama de la alta sociedad. –Cuenta la leyenda que a ella le encantaba pasear cerca del lago y sacar fotografías.
Hasta que un día desapareció misteriosamente y lo único que se encontró cerca del lago fue está cámara.
Rodrigo sin pensarlo demasiado la compro, aunque no sabía si funcionaba.
La historia de aquella joven misteriosa no sabía por qué, pero le atraía demasiado. Ese mismo día, al llegar a su casa, comenzó a inspeccionar la vieja cámara.
Encontró algo inesperado en ella: al abrir el compartimento trasero; un sobre pequeño, y amarillento cayó sobre el escritorio, en su interior una fotografía un tanto borrosa por el tiempo, pero aún así se visualiza la silueta de una joven mujer, parada de espaldas frente al lago.
Al otro día, guardó la vieja cámara en su mochila y aquella fotografía en el bolsillo de su pantalón y salió a probar la vieja cámara, –¡será estupendo fotografiar el lago, de la leyenda de aquel anciano vendedor! – pensó.
Allí estaba frente al lago, sacando fotos del lugar, la máquina increíblemente funcionaba como si fuese nueva.
Rodrigo se paró frente al lago y sacó la fotografía que llevaba en su bolsillo, la observó detenidamente, allí estaba , aquella silueta dándole la espalda.
Miró hacia el lago por un instante. Y quedó atónito al mirar de nuevo la foto, la mujer que antes estaba de espaldas ahora estaba de frente, con los ojos fijos en la cámara o más bien,… en él.
Sus ojos negros,…tan negros como la noche más oscura, llenos de una profundidad inquietante, como si llevaran siglos esperando ser vistos.
En ese momento, impulsado por una extraña fuerza, Rodrigo levantó la mirada.
Frente a él, estaba ella, la joven mujer, suspendida sobre el espejo de agua, cómo flotando sobre un reflejo que no pertenecía a este plano.
Vestía igual que en la foto: su vestido largo, decorado con hermosos encajes y estampados de diminutas rosas.
Un viento invisible hacía que sus negros cabellos danzarán para él.
La imagen era hipnótica.
Su rostro era idéntico al de la fotografía que aún tenía entre sus manos.
Lo miraba fijamente, como si hubiera estado esperando por siglos.
Rodrigo quiso alejarse pero quedó inmóvil, cómo si estuviera atrapado por la tierra húmeda bajo sus pies. El aire se volvió denso y el murmullo del agua susurro su nombre.
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Ya no escuchaba el canto de las aves, ni veía el revoloteo juguetón de las mariposas. Era como si el tiempo se hubiera detenido.
Epílogo
Danilo recorrió todas las casas antiguas en el centro histórico.
Nada llamaba su atención. Hasta que la vio allí, en una vitrina olvidada, entre radios y relojes antiguos.
La antigua cámara de fuelle, cómo esperando por él.
El anciano vendedor se acercó para contarle una antigua leyenda, sobre una hermosa joven que desapareció en el lago siglos atrás.
A Danilo le atrajo la historia de aquella joven, y sin pensar compró la antigua cámara de fuelle.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
AHORA, ENTONCES
El niño que aparece en la fotografía ahora está tumbado. Y lo sabe. En su limitada percepción de las cosas es consciente de que apenas le queda tiempo, pero se deja llevar.
Se eleva poco a poco, como flotando, a un ritmo difícil de precisar, propio de una existencia que se va diluyendo ante sus ojos. En el tránsito, las cosas comienzan a cambiar a su alrededor. La calle ha vuelto de nuevo a ser el bullicio de entonces. Una cartera llena de libros pende de su mano. Don Laureano ha sido implacable esa mañana. Menudo castigo. Sin pensarlo dos veces, la suelta junto al montón en que se apilan las demás y se une al juego. Saltos, risas y discusiones infantiles sin la menor trascendencia insuflan vida al barrio. Pronto las madres llamarán a la comida, con esa leve letanía que solo cada hijo es capaz de percibir y que no requiere de mayores insistencias.
Después, los recuerdos del niño se ablandan bajo la soporífera siesta y su consciencia se deshace como un terrón de azúcar en leche caliente. El verano ha regresado, acompañado de días interminables junto a la prima, jugando a pintar con agua la vieja puerta verde descascarillada del patio, disfrutando de los relatos del abuelo y los largos paseos por el parque. El verano se hace maravillosamente eterno cuando eres niño, gracias a esa gentileza generosa que tiene el tiempo para con los recién invitados al festín de la vida.
El viento seco y abrasador de agosto sopla mientras el niño se pierde en la inmensidad del trigal. Los verdes de una primavera cargada de anhelos han dado paso ya al dorado del grano y el pequeño corre veloz entre las espigas que sueñan con ser pan. Imagina que atraviesa un bosque infinito, como eterna le parece la vida esa tarde bajo el sol. Finalmente, exhausto y feliz, se tumba de nuevo y mira hacia arriba. Para el niño, sin duda, la felicidad es de color azul y blanco.
Aquel niño ha vuelto a casa, sin que lo llame su madre. Mamá hace tiempo que ya está lejos, muy lejos. Desde su horizontalidad nota cómo la piel se le arruga de nuevo, cuarteándose hasta recobrar su realidad. Mientras, la vida, esa cosa que, igual que la energía, solo se transforma con el paso de los días y vuela en busca de nuevos cuerpos que habitar. La inmovilidad no le impide percibir la cómoda calidez de la cama que ha sido su hogar durante meses. La misma que en breve lo verá partir. Aún no tiene turno, pero hace tiempo que espera. A sus noventa años, el niño que vive dentro de esa cáscara caduca nunca ha dejado de volar. Pronto, el círculo se cerrará, y el eterno ciclo que no entiende de tiempos ni de cosas mundanas, cederá el paso al imparable devenir de las cosas futuras.
Mientras tanto, el niño rememora aquella fotografía. La conserva nítida dentro de su cabeza. Sabe que, aunque llegue la hora, ese ser inocente y puro que siempre habitó en su interior seguirá estando ahí.
Y es que el niño nunca se fue. Y nunca se habrá terminado de marchar.
ANGY DEL TORO
MI MUÑECA HAWAIANA
Era el 6 de enero de 1950 y yo tenía casi cinco años. Me desperté temprano, con el corazón latiendo de prisa, ansiosa por ver qué me habían dejado los Reyes Magos. Corrí al salón donde brillaba el árbol de Navidad y los regalos esperaban.
Mis hermanos ya estaban abriendo sus paquetes. Nandi, mi hermano, estrenaba un traje de pelotero con su guante y una pelota de béisbol. Andreíta, la mayor, sostenía una muñeca preciosa vestida de rosa, de pelo rubio y ojos azules. Yo busqué entre los demás regalos y encontré una caja pequeña con una etiqueta que decía: “Para Lita, de los Reyes Magos”.
La abrí con ilusión y, de pronto, me quedé callada. Dentro había una muñeca negrita, de pelo rizado y ojos marrones, vestida como bailarina hawaiana.
Sentí un nudo en la garganta. ¿No se habrían equivocado los Reyes? ¿No sabían que yo quería una muñeca como la de mi hermana? Bajé la mirada, decepcionada, mientras todos reían y aplaudían alrededor.
Entonces mi madre se acercó sonriendo, tomó la muñeca y la puso suavemente en mis brazos.
—Es un regalo de tu tía Zaida —me dijo—. Ella pensó que te haría feliz porque te gusta bailar.
—Es muy fea… no se parece a mí —alcancé a murmurar.
Mi tía Zaida se inclinó y me acarició el cabello.
—Tu muñeca es muy bonita y especial, Lita. Los Reyes te la han traído porque saben que eres una niña buena, generosa, que no juzga a las personas por su color de piel. Ella es una niña como tú, con sueños y sentimientos. Solo necesita que la quieras.
La miré con desconfianza, hasta que mi tía sacó un papelito del bolsillo de la muñeca.
—Mira, trae una carta. ¿Quieres que te la lea?
Asentí en silencio.
Zaida comenzó a leer con voz pausada:
Querida Lita,
Soy tu nueva amiga y me llamo Lola. Vengo de un país lejano donde el sol brilla todo el año y la gente canta y baila. Vivía allí con mi familia, hasta que un día unos hombres malos nos separaron.
Ahora estoy contigo, Angelita, y te pido que me abras tu corazón. Quizás esperabas otra muñeca, más parecida a ti, pero yo soy la muñeca perfecta para ti, porque te quiero desde el primer instante en que te vi. Tú y yo somos iguales: dos niñas que necesitan amor. Juntas, vamos a ser muy felices.
Tu amiga,
Lola
Cuando terminó, sentí que algo se me ablandaba por dentro. Volví a mirar a Lola: su sonrisa, sus ojitos brillantes, su vestido lleno de flores. Ya no me parecía fea. Al contrario, me pareció única, como mi amiguita Rafaela, con la que jugaba en el barrio.
La abracé con fuerza y le susurré:
—Te quiero, Lola. Te quiero mucho.
Ella parecía mirarme de vuelta. Y en ese instante supe que seríamos inseparables. Mis hermanos se acercaron curiosos, mis padres nos observaban orgullosos, y yo ya no me sentía distinta: me sentía acompañada.
Los Reyes Magos, aunque se habían marchado, desde su estrella debieron sonreír satisfechos. Porque ese día, con mi muñeca hawaiana en los brazos, yo aprendí que la amistad no tiene color, y que un regalo puede ser también una lección de amor.
Hoy, tantos años después, guardo esta fotografía. Y cada vez que la tomo en mis manos recuerdo a mi tía Zaida, a los Reyes, y a la niña que fui… la que aprendió a querer con toda el alma a su primera amiga, a Lola.
Y así, de esta manera, empezó una historia que jamás olvidaré, la historia de Lola y Angelita, la historia de mi muñeca hawaiana, la de mi tía Zaida y los Reyes Magos.
EFRAÍN DÍAZ
Todos guardamos un secreto. Algo que cargamos en el alma, en el corazón o en la mente, y que muy pocos conocen. Para muchos, resulta casi imposible callarlo. Siempre terminan cediendo a la tentación de contárselo a alguien. “No digas que te lo dije, que es un secreto”, o “te lo cuento porque no puedo guardármelo, pero prométeme que no lo repetirás”.
No era el caso de la tía Betania, que, en cuanto a guardar secretos, era una tumba.
Cuando murió la abuela, todos sus hijos se lanzaron a hurgar en sus pertenencias. Su cuerpo aún estaba caliente cuando ya habían ocupado la casa, repartiendo sus cosas como los soldados romanos se repartieron las prendas de Jesús tras la crucifixión.
No voy a negarlo, yo también participé de aquel saqueo. Pero mi ambición no eran las joyas ni las prendas de valor, sino su biblioteca. Mientras mis tíos buscaban relojes, collares o vajillas, yo solo quería sus libros. Y tuve suerte, pues ninguno de ellos leía, así que la biblioteca entera quedó para mí.
Comencé por examinar el orden de los estantes. Los tenía dispuestos alfabéticamente por autor. Allí encontré una vieja edición de El Conde de Montecristo, una de mis novelas favoritas. Lo saqué con cuidado y, al hojearlo sin detenerme en ninguna página en particular, apareció una vieja fotografía.
Me quedé helada. El corazón me latía descompasado. En la imagen estaba mi abuela, joven, no tendría más de veintidós años. Sabía que era ella porque había visto otras fotos. Pero lo que me hizo temblar fue que abrazaba a un hombre que no era mi abuelo. Un hombre apuesto que miraba a mi abuela con pasión desenfrenada.
¿Quien era ese hombre? ¿Por qué la abuela había guardado esa fotografía? ¿Y por qué en ese libro?
La guardé apresuradamente y con el pulso acelerado, corrí a casa de la tía Betania. Si alguien podía darme una explicación, era ella.
La encontré sentada en su vieja mecedora. Al verme entrar con los ojos encendidos, me lanzó una mirada astuta:
—¿Qué te traes entre manos, muchacha?
Sin decir palabra le mostré la fotografía.
La tia Betty abrió los ojos enormes.
—¿Dónde encontraste esa foto? —preguntó, sin salir de su asombro.
—En la biblioteca de la abuela. Dentro de El Conde de Montecristo.
—¿Alguien más la vio?
—No. Los tíos andan ocupados disputándose las pertenencias de la abuela. Nadie me prestó atención. Pero dime, ¿quién es ese hombre? Porque el abuelo no es.
La tía suspiró, hundiéndose un poco más en la mecedora.
—Es un secreto que llevo guardando décadas. Ese hombre fue el gran amor de tu abuela. Su amor imposible. El que nunca pudo olvidar.
—¿Y por qué no se quedó con él?
—Eran tiempos duros, mija. El corazón llena el alma, pero no la panza. Entonces apareció tu abuelo, joven, bien parecido, con un negocio próspero. Tu abuela tuvo que tomar la decisión más difícil de su vida: casarse con él. Pero nunca dejó de querer al otro. Durante un tiempo siguieron viéndose a escondidas, hasta que ella misma decidió cortar. Tu abuelo no merecía los cuernos. La amaba de veras y siempre le dio su lugar. Esa fotografía fue lo único que sobrevivió de aquel amor. Yo siempre me pregunté dónde la había escondido. Jamás me atreví a preguntarle.
Se quedó callada un instante, como saboreando un alivio viejo o merecido.
—Al final, hay cosas de las que no se habla. Se entierran, y ya. Ahora que la encontraste, me tranquiliza que hayas sido tú y no uno de tus tíos. Guárdala bien. Será nuestro secreto. Yo lo custodié con celo; ahora te toca a ti.
MARÍA JESÚS GARNICA
Sabes una cosa? Me preguntó mi hermano.
Yo levanté la cabeza, lo miré a los ojos.
Qué? Pregunté.
Entre las cosas de mamá encontré está fotografía, la miré
Mis padres y nosotros, aún estábamos todos.
Nos abrazamos.
De la foto solo quedábamos nosotros.
Y los recuerdos de los qué faltan.
Era solo una foto.
YOLANDA PINA REY
Aquella fotografía que, a simple vista, podría parecer una más.
Aquella fotografía rodeada del azul del mar.
Aquella fotografía que irradia pura felicidad.
En ella se esconde una gran verdad, esa que mi corazón siente.
Porque en ella se observa cómo las conexiones genuinas y verdaderas
nacen inesperadamente, rompen barreras,
atraviesan océanos y disuelven la distancia.
es el milagro que aún hoy sigue sucediendo.
Es el testigo mudo de un destino que comenzó a escribirse,
y de dos almas que se reconocieron,
mirándose a través de la lente,
en aquel instante que jamás olvidaré.
toda la vida.
Aquella fotografía dejó de ser pasado para convertirse en mi presente.
EL IDIOTA
Aquella foto.
No tengo la capacidad de adornar el pasado como mi hermana Alicia, que de tanto bloquear malos momentos ha ido acortando su vida hasta ya no recordar casi nada y se tiene que valer de mí para que le cuente.
Yo me veo obligado a mentir, a inventar momentos felices en familia para no despertarla del sueño que se ha creado y la ha mantenido lejos de los tratamientos y medicamentos, para que pueda vivir lejos del dolor. Es mi deber.
Para ella, mamá y papá fueron una pareja feliz como la que se muestra en el cuadro colgado en la pared de la sala de su casa:
La fotografía de su primer cumpleaños; Alicia en el medio, en brazos de papá, recibiendo en las mejillas el beso de ambos.
Siente felicidad mostrándola a sus hijos mientras dice:
—¡Miren! abuelo y abuela. La del medio soy yo. ¡Qué pareja tan linda!
Y les cuenta de ese día lo que yo le he contado.
—Lástima que por un conductor borracho…
Agrega con dolor, el que le he sembrado para justificar la ausencia y las preguntas incómodas y no afrontar la realidad de un matrimonio mal llevado, en continuas peleas por celos, hasta cierto punto justificados, que condujeron poco a poco a que sucediera lo que se temía.
Papá cumple condena. Solo, abandonado.
Para mi murió el mismo día en que…aunque a veces siento tristeza y mi corazón flaquea con deseos de…el perdón revolotea alrededor de mí y tengo que aferrarme al día en que encontré a mi madre muerta para no ceder.
En la fotografía se ven tres personas felices; los fotógrafos no captan sentimientos, solo rostros ensayados para una pose.
En la fotografía falto yo, el hijo y hermano mayor, escondido debajo de la cama con los ojos cerrados y rezando una oración inventada, con miedo a que tanta gente y los tragos despertaran la lujuria de mi madre y los celos de papá.
Alicia guarda en su memoria un momento feliz.
Yo, aquella dolorosa fotografía que nunca se tomó.
MAITE BILBAO
Soy el instante congelado, el tiempo detenido. No soy la persona que me compuso, ni el papel sobre el que reposo. Nací de un «clic» en la oscuridad y fui revelada en un baño químico que me dio alma y contorno. Vivo en dos dimensiones, pero contengo la profundidad de un universo. Siento un silencio perfecto que me convierte en la quietud de una promesa cumplida.
Cuando me miran, percibo mi peso físico. El propósito se cumple al ser observada, pero solo ve lo que soy, lo que recuerda y desea. Me convierto en el espejo de su memoria. Cuando me besan, la experiencia es intensa; el contacto húmedo de los labios sobre mi superficie es electrizante. El recuerdo intensifica la ausencia del fantasma que habito, y me convierto en el punto exacto donde la añoranza y el anhelo se encuentran.
Hace unos días, ella se paró a observarme. Con una insoportable intensidad. Sus ojos no querían leerme; querían atravesarme, traer a la vida mi espíritu. Sentí el temblor de mi propia estructura molecular. El plano focal que me define se rompió. Hubo un sonido parecido al primer «clic». La luz que me compuso me atravesó y me dio volumen. Dejé de ser la ilusión óptica de su memoria.
En mi primer soplo de vida. El aire era frío, sentí la gravedad, ese peso que nunca existió en mi plano. Un olor punzante a revelador quemado acompañó el crujido del papel al desprenderse de su soporte. Había escapado. Dejé de ser prueba para convertirme en realidad. Apenas había dado el segundo paso cuando noté una fractura. La mujer que me contemplaba, aterrada por la pérdida del recuerdo perfecto, extendió la mano. Con un susurro seco, casi inaudible, intentó sacarme de nuevo a la superficie, y me rozó el hombro. El espasmo desesperado de la posesión. Sentí el impacto como una reversión química dolorosa. Mi cuerpo se hizo añicos como si una lámina de cristal muy fina se hubiera astillado. No sangré. En su lugar, se derramaron los tintes primarios en los que se convirtió mi piel.
Ahora soy un híbrido, atrapado entre el instante y el movimiento. Soy una paradoja con pulso, una quimera de celuloide y anhelo que se agota en tiempo real. La carne de mi torso arde con una vida fugaz, prestada, mientras que mi pierna derecha es un campo de batalla de tintas y fisuras, volviendo a ser papel fotográfico roto y manchado, una radiografía de la renuncia. Este dolor, aunque caótico, me revela una verdad más honesta: la vida imperfecta es mejor que el perfecto silencio.
Al ver la fotografía rota y animada, la mujer sintió un terror paralizante. Su anhelo inicial se extinguió. Su rostro se quedó fijo, petrificado por el horror. La mirada se le clavó en los pigmentos derramados en el suelo, como si contemplara su propia sangre. Era miedo a la destrucción de su santuario. Ella no podía moverse, atrapada entre dos verdades: había liberado lo que más deseaba, pero al intentar recuperarlo solo había logrado romperlo. Su Anhelo se reveló como la peor de las Prisiones. El recuerdo perfecto, silencioso y bidimensional que ella besaba, se había destruido. Tenía delante la verdad —imperfecta, dolorosa, efímera— y esta era mucho más difícil de amar que la fantasía. La Memoria Había Muerto.
Ahora soy el eco detenido que respira, el monstruo tangible en la luz que se niega a volver a la oscuridad. Soy la prueba de que el recuerdo más valioso es el que se atreve a romperse y a respirar.
IVONNE CORONADO
Mi padre falleció en el 2015. Unos años más tarde le siguió Rosa, su segunda esposa. Mabel, mi media hermana, fue quien cuidó a ambos hasta su muerte.
Lo que me entristeció cuando mi padre falleció, fue que me tomó de sorpresa, pues no me avisó nadie que estaba enfermo.
No vivimos en el mismo país desde hace mucho tiempo. Cosas de los divorcios: separan a las familias. A mí me separó completamente el divorcio de mis padres cuando aún era un bebé. Mi madre se fue a su tierra; mi padre se quedó en la suya. Diez años después, Tomás, mi padre, se casó por segunda vez, con Rosa.
Hubo una época en que viví con ellos, pero acabé regresando con mi madre. En nuestro álbum familiar no hay casi nada que ver. Mi madre tenía otras prioridades: que no faltara comida en la mesa. No podía permitirse comprar una cámara ni pagar un fotógrafo.
Después de cierto tiempo, emigré. Mis padres están enterrados en diferentes cementerios. La vida los separó, pero siento que se amaron. Hoy, en mi memoria, van siempre juntos.
Sin embargo, al ver las fotos familiares de mis parientes y amigos, me daba envidia verlos a todos reunidos en una sola foto. La foto de la boda de sus progenitores colgada en la pared, un momento feliz inmortalizado. Todos los hermanos juntos, en otra.
Empecé a escribir mi biografía como parte de un curso de escritura. Ahí, fui uniendo hilos para conocer mi historia. No había pruebas de todo lo que pasó en mi infancia, escasamente unas dos o tres fotografías de mi hermana y mías. De la familia de mi madre, fue mi abuela quien me dejó las suyas. De la familia de mi padre, con la tecnología de hoy, fui recogiendo fotos de las publicadas por mis primos. Tampoco hubo mucha relación con la parentela de ambos lados.
De repente cayó un mensaje electrónico de Mabel en mi correo. Venía con una foto de mi madre, todavía joven y bella, una foto conservada por el que dijo ‘no amarla más’ porque tenía un nuevo amor. Atrás, con la caligrafía elegante de mi mamá, pude leer: “A mi amado esposo” —su firma y la fecha “1953”. “Entonces me acordé de sus desmayos, del cambio de su cuerpo, y del nacimiento de mi hermana: Julio, 1953.”— Claro, yo era una niña de apenas cinco años y medio, cuando tuve ese regalo.
¿Por qué no pudieron reconciliarse? Tantas cosas que se quedan calladas, y antes que nos demos cuenta ya no hay quien responda a nuestras preguntas.
RUFINA SEVILLA
Mi pequeña aportación
Título.
La vieja fotografía.
Te buscó…te buscó en mis silencios
Más no puedo hayarte!
Estás tan lejos…
Pero en los atardeceres
Sentada en el rincón de la soledad
Contempló una vieja foto
Recordando recuerdos con ostalgia
Aquellas palabras qué pronunciaste tiempos atrás
De cías que siempre estaríamos juntos.
¡Mentirá, mentira.
¡Te fuiste echando al olvido las promesas
Hoy me veo aquí,en silenció
Añorando en la soledad,el ayer de una sonrisa
El ayer de tu voz
Ahora sé que el amor también trae un inmenso dolor
¡Duele,duele estar aquí
Duele no tenerte
Aún así,donde quiera que estés
Se feliz siempre.
SILVIA RAFI GRACIA
EL REGALO DEL 62
Mirar aquella fotografía, una…y otra… clics disparados con ilusión para permitirnos recordar aquella frugal celebración, me hacía suponer qué fascinante sensación yo estaría sintiendo, allí, en la azotea, entre esa espesura blanca que bien podría parecer un gigantesco pastel de nata, rodeada de las personas que más me importaban en aquel momento; con mi padre, mi madre y mi hermano (mi papa, mi mama y mi tete, les decía yo entonces), y con mi tía María (mi padrineta).
Mi abuela (mi yaya) se había quedado en casa a preparar tranquilamente nuestra comida.
También subieron algunos vecinos para, a paletadas, aligerar, entre todos, el peso de aquella gran espesura de nieve acumulada que cubría el suelo; no sin antes haber construido un muñeco de nieve grandioso (aunque sólo desde mi perspectiva de niña de cuatro años se percibiese así; tan grandioso);
intentando ser más o menos
fieles a su «reglamentario» atuendo con aquellos objetos que, supongo, se tenían más a mano: un cubo de playa como sombrero, grandes botones (quizás, por ejemplo…) para aparentar unos ojos, y algún otro objeto casero …( ¿una pequeña pelota, quizás?) delimitando una nariz moldeada puntiaguda y, bajo ella, una amplia y simpática sonrisa dibujada con nuestras manos, que reflejaba como un espejo el sentir de los que habíamos podido subir y ponernos «manos a la obra».
Se perciben claramente, en aquellas fotografías, unas expresiones de cara y un ambiente de alegría compartida y estoy segura de que así era.
También en las azoteas contiguas y en muchas otras de las de aquel vecindario ubicado en un extremo del Raval, los vecinos de aquellos antiguos bloques colindantes se divertían y se saludaban compartíendo comentarios, y alguna que otra furtiva bola de nieve entre los más cercanos y atrevidos.
Compartiendo deseos de alegría , así como también, recuerdo, era costumbre hacerlo en las verbenas de San Juan, mientras unos y otros contemplábamos la rudimentaria «pirotecnia» de las pequeñas fuentes de colores que se iban encendíendo en unas y en otras azoteas y reconocíamos los sonidos sordos de aquellos pequeños petardos con aspecto de cebollitas diminutas que los niños lanzábamos contra el suelo para oírlos explotar. Incluso en algunas ocasiones se intercambiaban pedazos de «coca de sant Joan».
Y a menudo se brindaba alzando los brazos y la voz con un «¡salut! » que llegase al resto de azoteas vestidas de fiesta.
Eran tiempos difíciles, sometidos durante demasiados años ya en el país a un régimen de dictadura tras el final de la Guerra civil originada por un golpe de estado contra el legítimo gobierno. Y los días se iban sucediendo grises y tristes e impregnados de un clima de empobrecimiento.y de miedos…
Pero, de cualquier sorpresivo acontecimiento que pudiese dar pie a disfrutar de buenos momentos, se exprimía todo su potencial.
Y aquella gran nevada que, en 1962, acaeció en la ciudad de Barcelona, fué un sonado acontecimiento que sorprendió y asombró a muchas de sus gentes, tanto como si aquellos esponjosos copos que observaron ir aumentando de tamaño e intensidad hubiesen brotado del sombrero de copa de
un mago, o de una
família de nubes que
albergasen ángeles juguetones, para esparcir benevolencia y un espíritu festivo de hermandad.y de expansión.
Aquella especie de estrellas multipuntas tan blancas y esponjosas que habían ido suavemente y, con ingravidez, descendiendo…, aún siendo tan heladas al tacto de la piel, no transmitían frialdad sinó una sorprendente calidez que se impregnaba en el alma mientras tapizaba el suelo con una gruesa alfombra que iba a permitir andar y saltar con blandas pisadas.
Iban apareciendo como una invitación a dejarse llevar por el entusiasmo y la curiosidad (como saben hacer los niños cuando, muy desinhibidos, juegan), tanto los niños como aquellos que, aún no siendo ya niños desde hacía tiempo, deseasen mostrarse tan libres como cuando lo eran y, junto a ellos, compartir una agradecida complicidad…
Todo ese cúmulo de sensaciones y recuerdos me evocaban aquellas fotografías, aunque estuviesen en parte tan ralladas y descoloridas por el tiempo y como algo distorsionadas, con pérdida de nitidez, por los reflejos del plástico adhesivo que, con fallidas intenciones de resguardarlas, habían quedado cubiertas.
Es sabido que, a veces, los recuerdos se manifiestan con diferentes matices cada vez que con ellos reconectamos. Se van modificando en el transcurrir de nuestras vidas, en función de nuestras variables perspectivas hacia el mundo y hacia nuestro entorno inmediato. Vamos cambiando, aprendemos, crecemos…, nuestras situaciones personales se transforman, y no siempre nuestro estado anímico es igual, ni, por lo tanto, igual nuestra mirada al querer reconectar con episodios, o momentos, de nuestro pasado.
Además, muchas veces, sobretodo en lo que se refiere a los primeros años de nuestra infancia, no son exactamente recuerdos propios los que conscientemente evocamos o los que aparecen repentinamente en nuestra mente como propias vivencias; sinó que se basan en lo que nos hayan explicado respecto a cuáles fueron, o bien lo que pudimos sentir la primera vez que las vimos, y probablemente como reflejo de nuestro sentir en aquel preciso presente.
Pero en mi alma se mueven sentires entrañables percibiendo, cuando las observo, aquella sana alegría que mi padre sabía expandir bromeando y haciendo lo posible por provocar sonrisas y risas por el puro placer inocente de la vivencia lúdica; y aquella radiante y auténtica sonrisa de mi madre dejándose llevar por la plenitud de la situación;
y aquella delicada y sincera expresión sonriente en el rostro de mi tía, sinceramente satisfecha de estar experimentando ese momento, aunque algo contenida.
Y el rostro de mi hermano, y el mío, reflejando aquella íntima emoción que nos inundaba y que quedaría impregnada durante nuestras vidas; con esos sentimientos que asoman la cabeza cada vez que una imagen los evoca
Las tristezas ya encontrarían sus tiempos para ocupar sus espacios… Pero en aquellos momentos, por todos los rincones de la azotea se expandía una intensa alegría que no facilitaba espacio posible a otras emociones que pudiesen contaminarla, aunque fuese tan efímera como la blancura inmaculada de la nieve.
ANTONIO PRADES
La Fotografía
Iván estaba sentado en la acera, con la espalda apoyada contra la pared sucia y pintarrajeada del edificio, las rodillas recogidas. La calle estaba vacía. La foto temblaba entre sus dedos, manchados de algo que no era polvo ni barro. La sonrisa, congelada en mate, que le dedicaba su madre desde un lugar que él no recordaba. Una playa, tal vez. Bajo el sol de un verano que ya no existía, antes de que todo se fuese a la mierda. Respiró hondo, acarició la foto y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Aquel día, después de desayunar, le había hecho un nudo a la correa de su mochila —rota la tarde anterior por un tropiezo “accidental” de Diego en el pasillo del instituto—, se la había colgado de un solo hombro y había salido de casa.
El aire fresco de la mañana arrastraba las hojas secas de la calle, mientras caminaba con la cabeza gacha y la mochila golpeando su cadera a cada paso. En el bolsillo izquierdo de su sudadera, el papel arrugado de la foto de su madre rozaba sus dedos como un amuleto. Siempre ahí, bien doblada. Esa imagen, manoseada en exceso y desgastada en los bordes, era lo único que quedaba de ella.
Cuando su madre murió, Iván tenía apenas ocho años y el mundo, de pronto, se volvió un enemigo silencioso. Raúl, el novio de su madre —que nunca quiso ser padre— se quedó con él porque “no había otro maldito sitio donde meterlo”, como le gustaba decir las noches de alcohol mal fermentado.
La primera vez que Iván lo escuchó fue una noche en que él había roto un vaso sin querer. Esa misma noche, el hombre quemó todas las cosas de su madre: ropa, cartas, un álbum de fotos que ella había cuidado desde su adolescencia. Todo.
—¿Para qué quieres estas mierdas? ¡Esa mujer ya no está! —le había gritado, mientras las llamas devoraban los recuerdos.
Iván logró rescatar esa foto a tiempo. Desde entonces, vivía con miedo de perderla.
En el instituto las cosas no le iban mejor. Era una jaula. Diego y sus amigos, con pitorreo, lo llamaban “hijo de nadie”. Le escondían los libros, le pintaban insultos en la mochila. Utilizaban una cuenta falsa de Instagram para molestarlo, desde la que enviaban fotos editadas, burlas en los grupos de chat y amenazas.
Iván aprendió a guardar silencio, a caminar con la cabeza baja y la mirada esquiva.
El teléfono vibró en su bolsillo. No quería mirarlo, pero lo hizo. El mensaje estaba en Instagram:
“Ayer tuviste suerte de que solo fuera la correa. Hoy no vas a tener tanta”
Iba acompañado de una foto de Iván con lágrimas digitales corriéndole por la cara. Los comentarios —»Seguro que su madre se murió para no ver lo patético que es»— le perforaron la cabeza sin que pudiera esquivarlos.
Iván sintió el estómago contraerse, como si se doblara sobre sí mismo. Guardó el móvil y siguió andando sin mirar atrás.
Entró en el baño, sacó la foto, la sostuvo un rato y respiró despacio. La cara de su madre parecía sonreírle, como si supiera algo que los demás no. Ese gesto le tranquilizaba.
Al finalizar las clases, ya sabía que algo iba mal. Lo supo al ver la mochila colgando de una sola correa. El nudo improvisado que había hecho por la mañana estaba suelto y la tela del fondo tenía una raja, como si alguien hubiera pasado una navaja allí.
—Eh, espera huerfanito —dijo una voz a su espalda.
No se giró. Solo apretó el paso.
Hasta que Diego y los chicos lo arrinconaron de nuevo. Uno de ellos le quitó la sudadera. Corrió con ella, riéndose, calle arriba, calle abajo, mientras el resto aplaudía y grababa con el móvil.
Iván lo persiguió, pero otro lo empujó al suelo. Diego metió la mano en el bolsillo y sacó la foto.
—¿Qué es esto? —preguntó, riéndose—. ¿Tu novia muerta? —amagó con romperla—. ¡Eh, mira! ¡El bebé llora por su mamá!
Diego agitaba la foto, imitando un llanto exagerado. Los demás estallaron en carcajadas.
Por primera vez en mucho tiempo, Iván sintió algo distinto. No era miedo, sino rabia. Una rabia fría que le helaba el cuerpo.
Se incorporó de un salto. No recordaba en qué momento lo había empujado. Solo sabía que lo empujó con toda la fuerza que tenía, lo tiró al suelo y, antes de que pudiera levantarse, se le echó encima.
Se sentó sobre su pecho y vio que la piedra estaba allí, fría, pesada, del tamaño de un puño. Estaba en su mano antes de que pudiera pensar. Le atizó en la cabeza una vez, dos, tres, y tras cada golpe un sonido sordo,hasta que la sangre brotó, roja, espesa.
Alguien lo agarró por la espalda.
—¡Estás loco, joder!
Los demás tardaron unos segundos en reaccionar. Lo separaron, pero no se atrevieron a pegarle. Todos estaban paralizados.
Iván se soltó de un tirón, recogió la foto de entre la hierba y echó a correr. Sin mirar atrás. Sin mirar si el chico se movía. No le importaba. Solo oyó los gritos de auxilio que pedían una ambulancia.
La casa estaba fría y en silencio cuando entró. Raúl estaba tirado en el sofá, como siempre. Un botellín de cerveza a medio vaciar balanceándose en su mano. Unos ojos vidriosos que seguían a Iván desde que pasó por la puerta.
—¿Otra vez lloriqueando? —gruñó, aunque Iván no había dicho nada— ¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó.
Iván no respondió, apretó la foto en el bolsillo y subió las escaleras corriendo.
Fue a su cuarto, cerró la puerta y se sentó en la cama. Tenía el labio roto. Las lágrimas le corrían por la cara.
Sacó la foto y la miró mientras alisaba con cuidado las esquinas dobladas
—¿Qué hago, mamá?¿Qué hago? —susurró.
—¿Me oyes cuando te hablo, crío de mierda? —gruñó, levantándose—. No me vengas con dramas hoy, que bastante tengo con aguantar…—la voz se acercaba, ya era más alta, áspera, el tono de siempre.
Iván no oyó el resto. Solo oyó el zumbido en sus oídos y apretó los dientes.
Fue a la cocina, abrió el cajón y, sin pensarlo, cogió el cuchillo más grande, como si ya lo hubiera decidido mucho antes.
Cuando volvió al salón, Raúl seguía hablando, de pie, tambaleándose frente a la mesa con otra cerveza en la mano.
—¿Y ahora qué? ¿Vas a llorar como siempre, maricón?
Los gritos del instituto aún zumbaban en sus oídos. La voz de Raúl se mezcló con los insultos de Diego, con los comentarios en Instagram, con el crujido del fuego devorando las cosas de su madre.
—Eres igual que ella —dijo Raúl, acercándose tanto que Iván podía oler su asqueroso aliento—. Débil.
La palabra lo atravesó. Sin pensar, apretó el cuchillo con fuerza.
Raúl ni siquiera intentó esquivarlo. El primer golpe fue torpe, en el costado. El segundo, en el pecho.
Raúl con los ojos muy abiertos cayó de rodillas, después de lado, pero Iván no se detuvo hasta que el silencio fue absoluto.
Se quedó de pie unos segundos, respirando con fuerza.
Entonces salió, cerró la puerta con suavidad, soltó el cuchillo y se sentó en la acera la espalda apoyada contra la pared, las rodillas recogidas. La foto temblaba entre sus dedos. Las lágrimas le caían sin control.
Las sirenas sonaban ya muy cerca. Las luces azules y rojas se reflejaron en los charcos.
No corrió. No intentó esconderse.
Los coches de policía derraparon, las puertas se abrieron y los agentes bajaron gritando algo, pero él no escuchó.
Solo miraba la foto, como si pudiera meterse dentro de ella.
Los pasos se acercaron. Sintió una mano en el hombro.
Iván levantó la vista, con el rostro hinchado de llorar.
—He sido yo —dijo, señalando el cuchillo—. Lo he matado.
Y entonces se quedó callado. No miraba a los agentes, no miraba el cuchillo. No podía. Solo clavaba los ojos en aquella fotografía.
MANUELA CÁMARA
EL INSTANTE LATENTE
“Fotografiar es también elegir cómo mirar:
cada imagen es un acto de interpretación.”
Sobre la fotografía. —Susan Sontag.
Antonio Notero, paparazzi de profesión, salió del baño del dormitorio envuelto en un albornoz. A las tres de la madrugada había enviado a la revista las rebuscadas fotos de la famosa que recién había sacado su libro, pillada in fraganti con una peluca, saliendo de un bingo muy bien acompañada. En la cocina dejó la cafetera automática haciendo el primer café, mientras entraba en el cuarto oscuro y recopilaba el resto de las fotografías que había revelado del día anterior.
Las extendió sobre la isla: rostros de campesinos de la manifestación, muros de piedra que le habían llamado la atención, una mujer que reía sin darse cuenta de la cámara. Esta última semana, en cada imagen de su trabajo, había algo que lo inquietaba, un temblor secreto.
Continuamente recordaba la conversación con Marta, una estudiante francesa que recién conoció en un local de jazz. Al saber que él era fotógrafo, ella le habló de Susan Sontag como si se tratara de una amiga íntima. Sobre la fotografía, dijo, era un libro que no miraba las fotos, sino que las diseccionaba, como quien abre un corazón para encontrar la memoria de la sangre. Antonio, que nunca había leído a Sontag, tomó nota mentalmente, aunque en ese momento solo pensaba en besarla.
Ahora, ante las fotos recién reveladas, se sorprendió repitiendo sus palabras: ¿Será verdad que cada imagen también es un acto de agresión, de apropiación?
Mientras pasaba una foto tras otra, una en especial —un niño que lo miraba desde un caballito de madera en el parque— le devolvía la mirada con una seriedad imposible. En esa mirada reconoció lo que Marta le había explicado sobre Roland Barthes. Eso a lo que él llamaba punctum en su libro de La cámara lúcida: la herida íntima que atraviesa al espectador sin previo aviso.
Encendió un cigarrillo. Extrajo de su mochila un viejo ejemplar de Sobre el mirar de John Berger —también por recomendación de Marta— que había comprado en el rastro. Lo abrió al azar. Las frases parecían responderle: mirar no es solo ver, es reconocer, devolver la mirada. Y entonces sintió vergüenza: ¿había pedido permiso para retratar al niño? ¿O simplemente había disparado la cámara, creyendo que el mundo era suyo por el simple hecho de poder encuadrarlo?
Empezaron a sonar las campanas de domingo de la iglesia cercana de la Encarnación. Antonio cerró el libro, y pensó que el cuarto oscuro es como la memoria, en la penumbra se van revelando, poco a poco, las imágenes que no recordamos completas.
Recogió las fotos y las guardó en el clasificador. Tal vez, pensó, la fotografía no era una manera de apropiarse del mundo, sino de pedir perdón, de confesar que uno nunca termina de comprender lo que ve. Y mientras guardaba los negativos también en su clasificador, decidió que esa tarde volvería al parque y buscaría al niño, no para tomarle otra foto, sino para darle la que ya tenía.
M.Cámara.
JUAN C VALTIERRA
EL CRONÓMETRO RETROSPECTIVO DE PRECISIÓN SENTIMENTAL
Por Juan C Valtierra
De aquí nació el Árbol de Fideo, que se entrelazó en otra historia con un final distinto, mientras las vidas sobre el árbol se transformaron en sus propias voces.
Yo soy el que barre el patio del asilo desde hace treinta años. He visto morir a cientos, pero a Abundio Méndez nunca lo vi morir. Solo vi aquella máquina imposible. O tal vez no la vi. Ya no sé.
Todo comenzó con aquella fotografía que guardaba en una caja de lata. O todo terminó con ella. María Elena de diecisiete años junto a la fuente de San Miguel de los Ocotes, con su vestido azul. Detrás, el árbol de fideo. Al reverso: “Para Abundio, con todo mi corazón. Bajo el árbol que todo lo provee. 1943.”
La fotografía estaba tan doblada que las arrugas dividían su rostro en pedazos.
Dicen que saltó por la ventana un martes de abril, cuando las campanas tocaban a muerto. Yo no lo vi saltar. Nadie lo vio. Encontramos la ventana abierta y una cosa de resortes y suspiros que temblaba en el rincón.
—¿Adónde se fue? —preguntó la enfermera.
—A buscar lo que perdió —dijeron las otras.
—A buscar el árbol —murmuró la más vieja—. Ese que daba fideo.
Doña Remedios dice que nunca hubo máquina. Que solo había un viejo con una fotografía apretada contra el pecho. Pero yo la vi. Creo que la vi.
Cada pieza tenía una historia que Abundio me contó en noches de insomnio. El péndulo del reloj del Santuario, parado desde que mataron a Crescencio. Los engranajes de la máquina de coser de su madre. Los resortes del colchón donde no durmió en setenta años.
Y en el centro: aquella fotografía envuelta en cristales.
—No son cristales —me dijo una vez—. Son lágrimas. Veinte años llorando en esta cosa.
—¿Y funciona?
No me contestó. Solo siguió soldando.
Era 1943 y Los Altos sangraban. Los hombres cargaban pistolas como rosarios. En San Miguel de los Ocotes había un árbol que daba fideo.
No sé cuándo apareció. Durante la Guerra Cristera, cuando quemaron las cosechas, el árbol comenzó a dar hebras doradas. Largas, colgando de las ramas. Los cristeros bajaban de noche a cortarlas. Las madres hacían sopa. Los niños las comían secas.
El árbol alimentó al pueblo entero.
Por eso San Miguel nunca cayó.
Pero después de la guerra, el árbol cambió. Solo daba fideo cuando había hambre de verdad. Y había que pagar un precio.
Nadie hablaba del precio.
Esa noche en “El Tapatio de Oro”, Crescencio le gritó borracho:
—¡Cobarde! ¡Ni para pedirle a María Elena que se case contigo sirves!
Abundio sacó la pistola.
Le voló los sesos.
Por orgullo. Por una mujer que era de otro. Para demostrar que no era cobarde.
Había sobrevivido gracias al árbol. Mató por orgullo.
Qué ironía más perfecta.
A los ochenta y cinco años, en el asilo, Abundio terminó su máquina.
Dejó una carta sin terminar: “Si están leyendo esto, es porque encontré el valor que me faltó. No me busquen en el cementerio. Búsquenme en 1943.”
O tal vez la carta decía otra cosa. Ya no la encuentro.
Cuando saltó por la ventana, el aire olía a pólvora y bugambilias.
No cayó al patio.
Cayó bajo el árbol de fideo, en la plaza de San Miguel de los Ocotes, en 1943. Sus piernas jóvenes lo sostuvieron. Tenía dieciocho años.
Extendió la mano. Tocó una hebra de fideo que colgaba. Era real. Cálida.
Pero la hebra estaba húmeda. Como si sudara. Como si sangrara.
María Elena caminaba hacia la fuente con su vestido azul. Llevaba fideo recién cortado en una canasta.
—María Elena.
Ella se detuvo. Sus ojos verdes lo reconocieron antes que su memoria.
—Abundio. Soñé contigo. Eras viejo y venías desde muy lejos.
—Vine por ti.
—Ya era hora.
Pero antes había algo que hacer.
Caminaron a “El Tapatio de Oro”. Crescencio bebía solo bajo un cuadro de la Virgen de Guadalupe.
Por un segundo, la mano de Abundio buscó la pistola que ya no cargaba.
—Crescencio.
Crescencio levantó la vista.
—Abundio. ¿Ya le pediste a María Elena?
—Todavía no.
—Pues hazlo, cabrón. Antes de que alguien te la quite.
Abundio sintió algo quebrarse dentro de su pecho. Como cristal de lágrimas.
—Tienes razón. Soy un cobarde. Pero ella ya dijo que sí.
Crescencio sonrió.
—Pues hay que celebrar. ¡Don Fulgor, tequila!
Levantó su caballito.
—Por los amigos que se dicen la verdad.
Abundio levantó el suyo.
—Por los amigos que merecen seguir vivos.
María Elena puso su mano sobre las de ambos.
—Por el árbol.
Bebieron.
Don Fulgor trajo sopa de fideo. Mientras comían, Abundio sintió que cada hebra era un pedazo de perdón.
Pero el fideo sabía amargo. Como a tierra. Como a tiempo robado.
Se casaron un sábado de mayo bajo el árbol. Todo San Miguel se llenó de flores.
Los viejos del pueblo juraron que vieron dos Abundios esa tarde: el joven caminando con María Elena, y el viejo observándolos desde la sombra del árbol antes de desvanecerse.
Don Fulgor dijo que sirvió cuatro caballitos pero solo cobró tres.
El padre Refugio encontró una bala sin disparar en el confesionario. Sin nota alguna.
Pero.
Hay algo que nadie cuenta.
Esa noche, en la casa que Abundio construyó para María Elena, ella se despertó sola. La cama estaba fría. Salió al patio.
Abundio estaba bajo un árbol pequeño que había plantado. Un retoño del árbol de fideo.
Lloraba.
—¿Qué pasa?
—No debí regresar.
—¿Por qué?
—Porque ahora Crescencio va a morir de otra forma. Porque el árbol cobra su precio. Porque cambié una muerte por otra y no sé cuál.
María Elena se arrodilló junto a él.
—El árbol te trajo de vuelta.
—No. Yo lo obligué. Y el árbol no olvida.
Esa misma noche, Crescencio Márquez murió en su sueño. El corazón le falló. Tenía veintitrés años.
En el funeral, Abundio vio las raíces del árbol de fideo. Se extendían bajo la tierra. Llegaban hasta el cementerio. Hasta la tumba fresca.
Y comprendió.
El árbol daba. Pero también tomaba.
Durante cincuenta años, Abundio y María Elena vivieron en San Miguel de los Ocotes. Tuvieron hijos. Nietos. Una vida completa.
Pero Abundio envejecía diferente. Más rápido. Como si el tiempo lo cobrara con intereses.
A los setenta años parecía de noventa. A los ochenta, de ciento veinte.
María Elena seguía joven. Como si el tiempo no la tocara.
—Es el precio —le dijo una noche—. Yo me quedo. Tú te vas. El árbol nos dio tiempo prestado pero ahora te lo cobra.
—No me importa —dijo ella—. Valió la pena.
Pero en sus ojos había algo. Miedo. O tal vez era otra cosa.
Una mañana, Abundio despertó en el asilo. Tenía ochenta y cinco años. Estaba en su cama.
La ventana estaba cerrada.
Sobre la mesa, la fotografía amarillenta. María Elena sola junto a la fuente.
Miró sus manos. Temblaban.
¿Había saltado? ¿Había regresado? ¿O había soñado cincuenta años en una noche?
Tocó la fotografía. Estaba húmeda. Como si acabara de llorar sobre ella.
O como si alguien más hubiera llorado.
Dicen que lo encontraron muerto tres días después. La ventana abierta. Una máquina de resortes convertida en polvo rojo.
Yo la vi antes de que se deshiciera. O creo que la vi.
Junto a la máquina había una fotografía nueva. Abundio, María Elena y Crescencio brindando en la cantina. Pero había algo raro.
En el fondo, bajo el árbol de fideo, se veía una cuarta sombra.
Nadie supo de quién era.
Y había tres hebras de fideo seco. Doradas.
Pero cuando doña Remedios las tocó, se deshicieron en polvo. Y el polvo olía a tierra de cementerio.
A veces, cuando barro el patio en las noches de abril, escucho el tic-tac de algo que ya no existe.
Y encuentro hebras de fideo sobre el alféizar. Húmedas. Como si sudaran.
Como si sangraran.
Algunos dicen que todavía se les ve en San Miguel de los Ocotes: Abundio, María Elena, Crescencio. Eternamente jóvenes. Eternamente vivos.
Pero yo he estado en San Miguel de los Ocotes.
El árbol de fideo ya no está.
Lo cortaron en 1955 porque un niño murió después de comer sus hebras. Dicen que las hebras se le enredaron por dentro. Que lo ahorcaron desde adentro.
Dicen que cuando cortaron el árbol, de las raíces brotó sangre.
Dicen muchas cosas.
Yo solo sé esto:
He visto morir a cientos. Pero a Abundio Méndez nunca lo vi morir.
Vi una máquina que temblaba. Vi una fotografía que cambiaba. Vi hebras de fideo que sangraban.
O tal vez no vi nada.
Ya no sé qué vi.
Pero cada mañana, cuando barro, encuentro polvo rojo de Los Altos sobre el piso.
Y sé que alguien estuvo aquí.
Alguien que viene de otro tiempo.
Alguien que sigue pagando.
Porque el tiempo no se mide en años sino en deudas.
Y el árbol de fideo nunca olvida.
Nunca perdona.
Solo cobra.
SILVIA GALLARDO
un grupode personas organizaun evento donde crearon una galería a ierta al público donde recopilaronfotoscon temática de guerra, la galeria fue conocida ómo losiños de las guerrass
el lugar que eligieron. para tal fin se veía lugubrepues la fachada pintada de colores grises y un gran mural que representa a elementos bélicos y caritas de niños, principales vctimas de las guerras y frases con grandes letrasenen protesta por las guerras del mundo a través de la historia¡basta! ¡ o más niños sucumbie do deina nición, no más niños huérfanos, !no más bombas, no más dolor, no más lágrimas !queremos paz;
al entrar la gente, desde el inicio del recorridopodian observar los. uadroscon imágenes de guerras en la historia de la humanidad. de pronto, un hombre se detuvo frente a aquella FOToGRAFIA tuya imagenlastima ael espiritupues refleja a la cruda realidad de los niños como principales víctimas de las guerras.
la imagen narra en silencio la dolorosa historia de Kim, la niña de nueve años que sufrió graves quemaduras porque su aldea fue atacada con una bomba de napalm la imagen dice más que mil palabras la niña fue captada por un fotógrafo cuando ella corría con su infantil rostrobañadode lágrimas ardientes que reflejaba n el sufrimiento causado por las graves quemaduras a800 grados ventigradosque emitió la bomba al estallarypuede ocasionar la muerte la niña cuya fotografía dió vuelta al mundo do por lo impactante de la escena captada por una cámara después de semejanteatataque sobrevivioa pesar de sus graves quemaduras que ya la dabanpor muerta w
en la morgu,y. sucedió el milagro, un tío de ella se percató de que aún tenia viday tra un proceso largo y doloroso logro so revivir un milagrode vidapero, que paso por lamenteinfantil de La .iña? le
avergonzaba
la desnudedez de su piel expuesta y quemada, corriacon los brazos abiertos, cómo implorando clemenciay piedadmoTrando rebeldía por la estúpida ignomi ia humana. aquella FOToGRAFIA es una cruel evidencia dla mentalidad enferma de quienes por sentirse poderosos agazapados en sus ri ncone para dar el zarpazo y creerse superioreS por su maldad e injusto proceder en contra de sus semejantes. aquella FOToGRAFIA debe a vergon,ar al hombre
pues es un mensaje silenciosoy brutal para crear con cienc ia y ambiar para ser mejores seres humanosl
la gente salió del lugar con lágrimas de impotencia i y coraje, Pero co un corazón dispuesto abrazar con solidaridad el http://xn--sufr-ypa.ie/ to ajeno.kim logro recuperar su vida y goza de una familia que se convirtió en un aliciente para sabert que a pesar de la adversidad la vida puede seguir siendo bella .a
GRACE PELLS
-¡Uh, la cómoda!
Antes que todo pase al olvido dijo la Pepa, y revisó los cajones. Una combinación rosa, dos fajas, unos aros negros y una foto. (Las fotos son los documentos de las penas o las alegrías.)
Sé sentó al borde de la cama, donde el colchón se hace finito, y un sol benévolo le enfocó el cartón sepia y envejecido, para que viera bien.
Dios tiene esas cosas con los desamparados, te regala una ternura para que no aflojes, es la palmada para que percibas que no todo es tan malo.
Y ahi estaba la Pepa…
Sobre una alfombrita de crochet y descalza. Alguien sosteniendo sus manos; y podría haber miles, ella reconoceria las de su abuela a metros de distancia, el gato overo espiando tras una puerta y una muñeca sentada. Un vestido sencillo sin color, los colores tienen otro precio en las fotos pintadas.
Ahí quedó tiesa la Pepa, llorando a la vieja y a ese tramo que tiene la infancia. La abuela que era brava y ruda, hosca y muda de palabras amables, había guardado una foto. La suya.
La Pepa que enterró a todos, empezando por el gato overo, y le lloró a los muertos que nunca le demostraron nada, se limpió el pasado y acomodó un pijama, guardó dos toallas chicas, y un jaboncito de rosas. Emprolijo la cama y guardo la foto en la almohada, para dormir con la nena que era, esa Pepita…la que todos amaban.
GUILLERMO ARQUILLOS
FOTOS ALEJADAS DE LA MEDIA
Llamé a Eleonora a mi despacho y le mostré aquella fotografía de tonos sepia. Era la del rostro de una mujer cuya sonrisa coloreaba la imagen. Ella alzó las cejas y dijo:
—No puede ser… —Se echó las manos a la cabeza y cerró los ojos. Empezó a temblar—. ¡No podéis hacerme esto!
Yo no respondí. La impresora del pasillo comenzó a lanzar sus zumbidos habituales. Eran poco más de las siete y media. En la pared de enfrente, una luz fría, de quirófano, iluminaba el emblema de la Sociedad de Gauss.
—Es mi madre —dijo—. Ella no se ha desviado de ninguna media. Paga todos los impuestos, camina a diario y sus analíticas son perfectas. ¿A qué viene ahora esto?
Toqué el borde del estuche que siempre tengo sobre mi mesa; es mi gesto cuando voy a decir algo que no quiero decir.
—Hace siete horas entró en vigor el nuevo protocolo para mayores de sesenta. Desde hoy mismo, quienes los cumplan o los superen pasarán a fase domiciliaria de cierre. Estos ciudadanos suponen más gastos de lo que aportan a la sociedad.
—Pero, por Dios, eso son estadísticas. ¡Mi madre no es una maldita estadística!
—Yo solo repito lo que dicen el modelo y la campana de Gauss.
Sostuvo mi mirada sin parpadear.
—Apartadme, no me hagáis esto. Me encuentro ante un conflicto de intereses.
—Bueno, ya sabes, la asignación es ciega y no hay recusación cuando el objetivo es de tu círculo primario. Quien más conoce, comete menos errores.
—Pero quien más conoce es quien más sufre…
Eleonora estaba sudando. Todavía creía que yo podía detener el cierre.
—Puedes pedir que consideren la exención por vínculo, pero no te lo recomiendo, porque, mientras resuelven, el sistema ya habrá ejecutado en remoto: solo han dado un margen de veinticuatro horas.
Eleonora tragó saliva y se acarició el contorno de la boca.
—¡Ni te imaginas cómo es! Tiene sesenta y dos años y sabe hacer el pan sin usar la báscula ni una sola vez. Para enseñarme a montar en bici, me ató al sillín y me quitó las ruedecillas. Así aprendí. Mi madre nunca le pidió nada a nadie.
—Lo siento, Eleonora: el decreto no distingue biografías —dije yo.
Abrí el cajón y dejé sobre la mesa un estuche nuevo: una ampolla, su cánula y el microinforme.
—Toma, para que cumplas con el cierre. —Prefiero no decir «matar» en momentos así—. Firma la recepción.
Ella no tocó el estuche. Me miró un segundo y vi una niña; respiró profundamente y vi a una operadora, una de las mejores.
—¿Y si me niego? —preguntó.
—Si te niegas, la cerrarán en remoto. Tú nunca volverás a operar y, desde luego, ella morirá completamente sola. Es inhumano.
Negó con la cabeza.
—Pero, por Dios, ¿quién ha decidido esto? —Le temblaba la voz.
—El Consejo y la aritmética. El factor decisivo, ya sabes, es protegernos de los extremos de la campana de Gauss.
Asintió lentamente, como quien confirma una sospecha. Creo que hasta se tragó una lágrima. Se levantó y tomó la foto.
—Mi madre guarda otras fotos como esta en una caja de hojalata. Son fotos viejas, de cuando las magdalenas traían calcomanías. —Hizo una pausa—. Entre cien barras de pan, yo siempre sé cuál es la suya. Créeme, solo necesito olerlas…
Nuestro mundo, de temperatura medida, de tiempo exacto, de cuerpos sometidos a la tiranía de las básculas; su madre, capaz de hacer pan sin ni siquiera pesar la harina.
Guardó el estuche en su bolso. Al firmar, el bolígrafo se empeñó en temblar.
—Eleonora —dije cuando salía—, si necesitas acompañamiento…
No contestó. La puerta se cerró con un clic que se me quedó metido en la cabeza.
Respiré profundamente. Una vez, dos veces, tres… hasta que el zumbido de la impresora se apagó.
Abrí la carpeta siguiente y saqué otra fotografía. Esta no era de color sepia: era la de un niño de unos nueve años y gesto terco. Usaba muletas y, en la escayola, alguien había dibujado una bicicleta. En una esquina de la imagen estaba el símbolo tachado de una campana de Gauss. Yo conocía al chaval: era el hijo de una colaboradora, Kim.
—Haz pasar a la siguiente —dije por el interfono.
Abrí bien los ojos, era Kim. Venía con su uniforme impecable, se cuadró sin mirarme a los ojos.
Yo dejé la foto sobre la mesa, cara arriba. Cuando ella la vio, se echó a llorar.
Pensé en cuántas veces había dicho la palabra «cierre» para no decir «matar». Pensé en el pan que la madre de Eleonora hacía sin pesar los ingredientes, se me hizo un nudo en la garganta y solo pude decir:
—Siéntate un momento, Kim. Tengo que decirte algo.
ALEXANDRA FERNÁNDEZ
La tristeza en sus ojos
En sus ojos, aquella fotografía me revelaba la verdad de una pasión escondida. Como buen pintor, supe que su mirada me podía contar sus pesares y las tristezas de una vida llena de prejuicios, que aquella bella mujer guardaba.
La sociedad y la familia la habían castrado, le habían cortado el derecho a la libertad de expresión. Isabel se llamaba aquella mujer llena de emociones y suspiros callados. La obligaron a casarse con un ranchero muy rico y a tener hijos, pues la mujer estaba destinada solo para atender al marido y, por supuesto, traer criaturas al mundo.
Su esposo, don Jaime, era fuerte, tosco y machista. Para él, la mujer no era ni compañera, ni amiga, ni tampoco amante; era simplemente la máquina de la existencia humana. El un hombre rodeado de otras mujeres para vanagloriarse de sus aventuras, que contaba, una a una, a sus amigos en el bar de aquel pueblo donde las telarañas colgaban de las esquinas de cada calle, un lugar en el que nadie levantaba la voz, ubicado en el fin del mundo. Donde el aire se devuelve con el polvo del camino. Esa fotografía familiar de Isabel y Jaime, con sus cinco hijos, revelaba tantas cosas: la época, las costumbres, la sociedad y la clase social de un país ultraconservador.
Una tarde fresca de otoño, fui al rancho de don Jaime, pues allí habían tomado la foto. Fui con la intención de ofrecer mis servicios como pintor de la época, ya que yo era un retratista conocido. Allí demostraría que una pintura es tan valiosa como una fotografía. Son dos artes diferentes, pero al final son expresiones humanas que conquistan las almas sensibles.
Allí conocí a la dueña de aquellos ojos expresivos, que clamaban por la libertad del amor en un mundo hermético y misterioso para ella.
No solo me cautivaron sus ojos, sino toda ella: su feminidad, sus cabellos ondulados y lisos a la vez, su tez de porcelana, sus manos de pianista. Me enamoré de su gestualidad, de su voz y de la cordialidad en su respetuoso saludo.
Pero yo debía sobreponerme a mis sentimientos y calmar el corcel brioso de mi corazón ante la dama que conmovió mi ser.Yo debía conformarme solo con aquella fotografía que guardaría para siempre.
Sin embargo Don Jaime no permitió que mi arte pudiera contar y soñar con los mismos ojos de aquella fotografía.
EVA AVIA
Fotografía. Bienvenido a tu hogar
Ancient Ram Inn, solo pensar en ella se me ponen los pelos como escarpias. Mi nombre es Albert, de profesión periodista y estoy familiarizado con el ocultismo. Ahora estás pensando que alguien como yo no debería tener miedo a lo que esa casa me pueda mostrar, pero no es así, le tengo miedo y mucho. Su actual propietaria, Caroline Humphries, me ha contratado para esclarecer la desaparición de una de sus huéspedes. La policía dio por cerrado el caso, manteniendo, este, tan oculto como lo que se oculta tras su desaparición.
Me he instalado en la habitación de la desaparecida y, a pesar de las altas temperaturas, el helor es evidente. Una semana a puertas cerradas es el tiempo que tengo para investigar hasta el último de los rincones de esta mítica construcción.
De joven, mi curiosidad hizo que me adentrara en una casa en ruinas que ocultaba en ella crímenes que dejaron tras de sí las almas en pena de todas ellas, sintiendo en mis propias carnes cada golpe, cada corte…, todo lo que esas personas sufrieron antes de morir.
Mi primera visita es el archivo que se encuentra en la buhardilla. Amo la sensación del papel desgastado por el paso del tiempo, del polvo depositado en él y deslizar mis dedos para retirarlo, me deja descubrir los renglones de la vida que ha pasado por estas paredes.
Una fotografía cae como una hoja en otoño y a través de ella, la luz que entra en la habitación desde la claraboya deja entrever a una niña que posa frente al edificio.
Una sensación de asfixia, de presión en mi rostro, me obligan a soltar lo que tengo entre mis manos. Lucho por deshacerme de lo que mis ojos no ven, de lo que está apagando mi vida poco a poco. La fuerza del viento empuja la claraboya y por ella entra la vida que necesito inhalar.
Recojo la fotografía, que se encuentra a unos pasos, y miro su reverso. En él está escrito 1145, su año de construcción. Miro los registros donde se encontraba la fotografía y entre ellos, el vicario, que en su día residía aquí, documentó la desaparición, en extrañas circunstancias, de una niña.
Tomo los archivos y salgo de esa habitación dirección a la cocina. Necesito una buena taza de café, ¡unos bollos tampoco me van a sentar mal!, así que me los llevo también.
Estoy demasiado cansado por el largo viaje y lo sucedido tampoco ha ayudado. La larga noche que me espera y el imaginar lo que me deparará los siguientes días, me evocan la necesidad de un poquito de alcohol.
Continuará…
FRAN KMIL
En la foto familiar todos sonreían: Maria Isabel sentada en la silla y los hijos a ambos lados, Miguel a la derecha y Justo a la Izquierda y detrás de ella,
Emiliano, enigmáticamente con los ojos cerrados. Fue la condición que impuso para acceder a ir al estudio.
Pensando en el futuro, cuando un descendiente curioso la viera y preguntara el por qué, dejó dicho:
—Díganle que no quiero ver después de muerto, que con lo que he visto me sobra. Miguelito, el nieto, no el hijo, en su guerra modernista, que casi raya en la burlesco, de no creer en nada espiritual ni tradicional, la puso en el centro de la mesa del comedor como castigo a un alma supersticiosa, si es que de verdad existía.
—¿No quería ver? Pues no vea, pero te condeno a oír, abuelo.
Y río tan burlonamente como contaba el abuelo que lo hizo el tío Joaquin.
Los demás miembros de la familia interpretaron el gesto como muestra de respeto a la memoria del difunto.
Emiliano Hechavarría temía a las fotografías. Afirmaba que eran espías de otro mundo, un invento diabólico de vigilancia y control. No permitió que le tomaran una. Las pocas que sus parientes tenían fue porque la hicieron, sin que se diera cuenta, mientras estaba sentado en el portal de la casa viendo pasar a la gente y rumiando sus recuerdos.
Contaba a todo el que quisiera oírlo, que cuando tenía diez años (meses más, meses menos, pero que no llegaba a los once) su tío Joaquin le mostró el misterio.
—A ver. Párate en la entrada de la cocina y mira la foto de tu abuelo ¿Te está mirando?. Ahora camina hacia mi hasta la puerta de entrada ¿Te sigue mirando? ¿entonces, para donde realmente está mirando el abuelo?
Y junto con la carcajada burlona del tío, comprendió que si los ojos eran las puertas del alma, la imagen los movía porque poseía una, que en cada fotografía quedaba prisionera un pedazo de la persona, parte de sus pensamientos, de sus ideas y de sus acciones.
¿Se agota el alma si vamos dejando retazos en cada fotografía? Se preguntó y como no encontró respuesta, por si acaso, solo por si acaso, decidió no fotografíarse jamás.
—Sólo mueven los ojos para no ser descubiertos. Sabrá Dios qué hacen a nuestras espaldas.
Comentaba imaginándome un mundo detrás de cada trozo de papel fotográfico.
— Cuando muera, quiero morir del todo, no husmeando donde no se me ha llamado.
Dijo.
MARISA GARCÍA
Ella buscó una foto en la no estuviera mal: ni una de cuando se arreglaba para salir, bien peinada y maquillada sin exceso pero de forma minuciosa, ni una de los típicos días de relax con los niños, natural y sin echar mucha cuenta de la imagen. Por más que esas fotos resultasen simpáticas, de más sabía ella que no hay más que ampliar la imagen para encontrar defectos en las caras ajenas
…Tras repasar más de 200 fotos en la galería del móvil, sonreír mucho, borrar algunas y recordar momentos de todo un año, no encontró ninguna que le resultase apropiada; pensó que lo mejor era buscar en las carpetas de viajes, siempre hay alguna foto chula con una luz del atardecer que hace irradiar armonía.
¡Aquella era la foto! Una foto de hace un par de años (mejor de menos que demás…) llevaba unas gafas de sol a lo Rocio Jurado en aeropuertos que le tapaban media cara y una sonrisa muy ensayada que no resultaba ni excesiva ni cohibida, con la boca cerrada, eso sí, que no se intuyera la dentadura errática que ni con los Brackets que había sufrido dos años había podido corregir; una sonrisa tipo Gioconda, sin ser ella tan poco agraciada como la dama pero sin llegar a la categoría de belleza, por más bótox que se hubiera ido aplicando oportunamente.
Él tuvo claro que no pondría su imagen en un escaparate dejándose ver por cualquiera pescando en las redes. No se lo pensó demasiado y le hizo una foto al cuadro que su amigo tenía en el salón, de un caballo vuelto de espaldas.
Helena deslizaba las fotos de la aplicación ajusticiando sin complejos a cada postulante a lo que quiera que fuese a salir de esa historia; en general eliminaba sin más los perfiles sin fotos reales, pero aquel cuadro de Franz Marc, ese caballo rojizo de crines azules sobre fondos amarillos despertó su curiosidad. Vamos, que no lo pensó demasiado y le dio un like.
Rafa, nada más ver la foto de la chica, la reconoció. Ella cenaba a menudo en el restaurante en el que él era cocinero; un poco pija para su gusto, como la pandilla de amigos con los que iba, pero tenía un algo al natural que desde que la había visto le había llamado la atención. Le dio un like.
Él mandó el primer mensaje, algo sencillo para romper el hielo, del tipo: “me gustan tus ojos, bonita mirada”. Ella tardó en responder unos días, pero siguió bien la ironía “vaya, Franz, ¡menudos abdominales!” Ella no tardó en decirle que le gustaba ese pintor, y él se documentó un poco para seguir el rollo; hablaban espaciadamente, cada vez más seguido, pero sin dejar la aplicación. Helena no tuvo problema en no ver su cara, la fuerza de los colores del cuadro le atraía mucho. Se calentaron más de una vez, pero nunca hablaron de quedar. Helena se sentía muy atraída por la imagen del cuadro y el tipo era majo en ese formato chat, no quería arriesgarse a decepcionarse en persona.
Rafa decidió abordarla una noche a la puerta del restaurante cuando ella salió a fumar un cigarrillo. No le costó entablar conversación con ella. Se presentó como el cocinero y rieron un rato juntos. Le ofreció tomar algo cuando el acabase el turno y ella aceptó. Le gustó la manera en la que la miraba, una mirada penetrante y segura, parecía un poco chulillo pero bastante educado; le resultó simpático y apto para pasar una noche si congeniaban. Rafa la invitó a su casa. Follaron. Ella no quiso quedarse a dormir.
Llegó a casa y fue al chat, quería hablar con Franz, decirse marranadas con él. Franz ese día no estaba, pero los días siguientes sí, y su relación era cada vez más intensa. Rafa no tenía que esforzarse mucho en las historias que se contaban porque Helena ya le había ideado una vida a su medida y sin darse cuenta se la adelantaba a Rafa, de modo que él sólo seguía la pista que ella dejaba sobre lo que la atraía de él.
Al poco tiempo volvieron a verse en el restaurante. Rafa quiso conquistarla piano a piano, la invitó a cenar, fueron juntos a algún concierto, volvieron a tener sexo ocasionalmente, sin compromiso … se hicieron amigos. Helena se encontraba a gusto con él, pero se estaba enamorando de Franz. Rafa no sabía cómo romper este bucle, el personaje del chat le ganaba la partida de forma descarada. Tenía dos opciones: declararse como Rafa o quitarle directamente el antifaz a Franz, aunque no estaba seguro de que ella reaccionase bien. Rafa decidió hablar con Helena:
– Helena, quiero tener algo más serio contigo. Me gustas, me gustas mucho, yo…
– ¡Rafa, no puedo!
– Helena yo tengo que decirte algo
– Rafa, estoy con otro, no puedo estar contigo, lo siento, de veras, yo…
– Helena, soy yo…
– Él es un artista
– Helena, no me entiendes, ¡Franz soy yo!
– ¡Eso es imposible, estás mintiendo! Déjame, tengo que marcharme, perdóname de verdad…
Helena salió disparada, buscó un rincón tranquilo, entró en el chat, necesitaba hablar con Franz, decirle que se había enamorado, que quería conocerle en persona…
Ya no había ningún Franz en el chat.
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
Como cada noche, después de la actuación, la bebida corría como ríos desbocados. Las sustancias que hacían alcanzar otros niveles también estaban presentes. Las bellas mujeres se agolpaban como en un enjambre preparando el deseado elixir. Los cuatro jóvenes se erigían en la zona más alta de aquella sala como dioses a los que adorar.
El grupo de rock de moda había dado su último concierto en aquella ciudad. Y la noche seguía su curso, en la posterior celebración en la mejor discoteca de la zona.
De pronto, algo hizo que todo cambiara aquella noche.
Una notificación en el teléfono de Isaías, el joven vocalista del grupo, lo dejó roto en mil pedazos, como la copa que cayó al suelo al recibir la noticia.
—Pero… ¿qué haces? —le preguntó el guitarrista del grupo, que seguía sumido en la celebración.
—Me tengo que ir —el muchacho sintió la necesidad de escapar de aquel lugar, mientras notaba cómo el pecho le oprimía cada vez más fuerte.
Sin ningún problema salió, pues nadie iba a dejar de disfrutar de la fiesta de aquella noche. Cogió un taxi. Volvió a mirar su teléfono. Abrió el mensaje y lo leyó de nuevo:
“Su madre ha empeorado mucho. No sabemos el tiempo que le quede.”
Ahora sí, en la soledad de aquel asiento trasero de ese coche que olía a la nueva fragancia del exitoso grupo del que formaba parte, notó cómo se debe sentir la tierra al recibir el impacto de un obús. Todo su mundo saltó por los aires.
Su madre era, sin duda para el chico, la única persona que le quedaba en este mundo. Su hermano mayor había fallecido en un accidente. El pequeño dejó de dar señales de vida desde hace años, cuando decidió quedarse en la superficie. Y su padre, por el bien de todos, los dejó cuando tanto alcohol reclamó la factura a su salud.
Sin dudarlo, se preparó y cruzó el umbral. Se trataba de la última barrera que le daría paso a abandonar el refugio. Se remangó el puño de la camisa derecha y aproximó su muñeca al sensor.
Ante él apareció un holograma:
“Buenas noches, señor Isaías. Si decide abandonar el refugio bajo su voluntad, el show debe continuar y será reemplazado de inmediato en el grupo. Su pasaporte para volver habrá expirado.”
Un escalofrío recorrió su espalda: abandonaba la seguridad del subsuelo, aquel lugar que parecía un escenario donde se representaba una realidad distinta. Pero, por otro lado, continuaba la opresión en su pecho que lo hacía irremediablemente abandonar ese lugar, para afrontar el cruel mundo que dejó atrás.
—Si me voy bajo mi voluntad… —el joven apretó los puños con fuerza, conteniendo la rabia que soltó al grito de— ¡Abre ya, maldita máquina!
—Veo que está listo para afrontar el mundo que le espera fuera —le dijo con voz calmada aquella IA que custodiaba la delgada línea de ambos mundos.
Isaías cogió un autobús que lo llevaría a encontrarse con su madre. Se quedó sorprendido al ver que, en aquel autobús repleto de gente, nadie lo reconocía. Pero aún más atónito se quedó cuando, en la pantalla del bus, vio la parada de su antiguo barrio y, ante él, se dibujó un paisaje aterrador. La guerra lo había devastado todo; de lo que quedaba en su recuerdo ya no existía nada.
La siguiente parada era el hospital, donde por fin se encontró con su madre.
—Qué alegría verte de nuevo, hijo —dijo la mujer con una suave voz.
Isaías se detuvo ante los pies de aquella cama. Ver a su madre de nuevo le provocó no poder contener sus lágrimas, que se derramaban sin cesar.
—No llores, hijo, y acércate. Quiero enseñarte algo —y de nuevo la mujer le abrió los brazos—. Ven, que te lo muestro.
Del cajón de la mesita alcanzó pronto lo que buscaba. Era una vieja fotografía que entregó al joven sin mediar palabra. Su cara de satisfacción era la de quien alcanza la cima de una montaña.
Isaías la cogió y no pudo dejar de mirarla. Cuando recuperó la vista a su madre, ya no estaba. Había expirado.
Volvió a mirar aquella fotografía y abrazó el cuerpo ya sin vida de su madre.
Una enfermera trató de consolarle.
—Parece que su madre ya se ha ido en paz —le dijo mientras tocaba el hombro del joven.
—Eso parece, y ahora yo debo encontrar la mía.
Tras aquello, el joven se presentó en las oficinas del ejército para prestar servicio militar como médico.
Una noche, en el barracón, un compañero se le acercó y le dijo:
—Tiene que ser muy importante para ti esa foto.
—Así es, me mostró mi camino —le replicó con alivio el muchacho.
El compañero, intrigado, se asomó a ojear la foto. Se trataba de un niño jugando a ser médico.
El tiempo transcurrió y, pasados cinco años, un 30 de septiembre de 2052, cantó por primera vez ante un estadio lleno. Su canción “Aquella fotografía”, nacida de la intimidad de una madre y un hijo, se convirtió en un himno que recordaba que el monstruo de la Tercera Guerra Mundial había dado paso a la esperanza en la reconstrucción de un nuevo mundo.
BLANCA CERRUTI
LA FOTOFRAFÍA VIVA
Ademar regresa del funeral de su esposa y se deja caer sobre el sofá del salón. Cincuenta años juntos. Toda una vida. No tuvieron hijos, pero supieron acompañarse y vivir felices
Ademar empieza a pensar qué hacer; la casa sin su Eloísa se le cae encima…¡tantos recuerdos en cada rincón…!
Ya lo ha decidido. Recogerá todo lo que fueron reuniendo juntos a lo largo de su vida y buscará un lugar para vivir donde los recuerdos no duelan y le acompañen. Ha recogido cuanto desea llevarse allá donde vaya. Solo le queda ver qué puede haber en el ático, al que nunca tuvo la tentación de subir.
Es un habitáculo pequeño con cuatro trastos viejos. Junto al ventanuco le llama la atención una mecedora. Se acerca, en el asiento ve una fotografía en color sepia. La coge, es de una casona. Toda de piedra, tiene la fachada prácticamente cubierta por una exuberante hiedra. Aunque le resulta desconocida, un escalofrío le recorre la espalda cuando la mira.
Ademar se ha quedado desconcertado debido al escalofrío que ha sentido al ver la foto y, ahora, intrigado, decide averiguar algo sobre esa casona.
Cuando se la muestra a los vecinos del barrio, ninguno la reconoce, así que la va enseñando en cada cafetería donde va tomar algo y nadie la ha visto nunca. «Normal que nadie la reconozca parece muy antigua», piensa. Y eso le da una pista. Se la enseñará a su amigo el anticuario.
Así que va a su tienda y cuando se la muestra, su amigo, Beltrán, la reconoce. Le dice que está algo lejos, pero que va de vez en cuando al pueblo, Roquedal, porque siempre encuentra algo para su tienda, y le explica cómo llegar.
Ademar cierra su casa y se va en busca de la casona. Después de unas horas de viaje, ya cerca del pueblo, la ve. Aparca en la cuneta y sale del coche emocionado: ahí está la casona, bueno, no ahí, precisamente, sino allí, bastante lejos de la carretera. Es igual que la de la foto, solo que la hiedra empieza a tener los colores rojizos del otoño.
Vuelve al coche y continúa hasta el pueblo. Al llegar, pregunta por el alcalde, será quien mejor le informe sobre la casona. Cuando lo recibe en su despacho y le muestra la foto, el alcalde pierde el color. «¿Qué sabe de esa casona»?, le pregunta.
Ademar contesta que nada, que solo tiene esa foto, pero que al verla le produjo un escalofrío que le ha hecho interesarse por ella.
El alcalde coge una llave que hay colgada en la pared. «Si posee la foto y le ha causado esa impresión, seguro que es de algún antepasado suyo muy lejano. Tome la llave, la casa es suya», dice suspirando aliviado.
Ademar no lo entiende, pero la coge, da las gracias y sale del despacho. Va a tener una casa para vivir, eso es lo que importa.
Siguiendo las indicaciones del alcalde la encuentra. Nervioso, cruza el pequeño jardín delantero lleno de flores silvestres. Un único árbol, un ciprés, parece vigilarla. Introduce la llave en la cerradura que gira suavemente y el portón cede. La luz que entra muestra el zaguán. En él hay un robusto banco de madera y un par de tinajas.
Pasa a la vivienda y recorre las estancias. Su asombro no tiene límites, todo está limpio y ordenado, como si la casa estuviese habitada, pero el silencio es absoluto. En ese momento es lo que necesita.
Ademar se ha instalado. Agradece tener un lugar donde envejecer, pero hay algo en el ambiente, como una presencia intangible que no se explica.
Como no se explica lo del calendario que hay colgado en la cocina. Es del año actual y presenta la hoja del mes en curso y, cada día, el anterior aparece tachado.
Hoy ha subido al ático y se ha llevado otra sorpresa: junto a la ventana, a ras del tejado que da al jardín, ha visto una mecedora igual que la que dejó en su casa y en ella la misma foto de la casona. La foto es en sepia, excepto la hiedra, que, como si estuviese viva, ha reaccionado al paso del tiempo como la de la fachada y presenta los mismos colores otoñales. Ademar ya no se pregunta nada. Acoge cada misterio con serenidad y sigue adelante.
Junto al ciprés hay un pequeño banco de madera. Ha cogido la costumbre de sentarse en él por las tardes. Siempre con un libro en las manos y la misteriosa foto para señalar la página donde deja la lectura. Esa foto, viva, cuya hiedra, cambia de color a la vez que la de la fachada.
Cuando Ademar interrumpe la lectura y levanta la vista hacia la mecedora que se asoma al tejado desde la ventana del ático, a veces, cree ver una silueta de mujer sentada en ella meciéndose suavemente…
Blanca Cerruti
CARLOS CARRICONDO MORALES
RETRATO FAMILIAR.
Era una fotografía muy antigua, escuché decir que los fotógrafos retocaban las fotos, algo parecido al actual photoshop. Estaba colgada en una pared a la que dabas la espalda para subir las escaleras a la planta superior.
Esta ubicación no sé si tendría algún significado oculto; eran mis abuelos paternos en su unión matrimonial. Mi abuela aún vivía, pero nunca se hizo ningún comentario referente a sus vidas. Una vez siendo niño oí que mi abuelo murió en Granada, con motivo de una operación de estómago, pero no había ni siquiera una tumba para recordarlo. A mi padre jamás le escuché hablar del suyo, pues él tenía meses cuando murió. El silencio alrededor de su vida siempre fue motivo de atención por mi parte cuando crecí y era capaz de pensar en estas cosas.
Mi hermana y yo hablamos mucho de nuestro abuelo, y no somos capaces de encontrar respuestas a su extraña desaparición, y el silencio que rodea su existencia.
Un amigo al que comento estas cosas me llama un día y me dice:» he encontrado el nombre de tu abuelo en una lista de fusilados por el régimen franquista en Sevilla, él y otros muchos, entre los que se encuentra mi suegro, fueron sacados de la cárcel de Málaga y llevados a Sevilla para ser fusilados».
CESAR TORO
Aquella fotografía.
Amo el arte, la música,la poesía y fotografía. Me pierdo en la inmensidad del mundo contemplando extasiado la belleza del paisaje matutino o de un atardecer con su ocaso dorado, admirando la magia y la belleza que el creador puso en el mundo. » El que viendo la naturaleza ignora a Dios, es un necio“; sin embargo, me lleno de tristeza y dolor cuando contemplo las fotografías de la guerra, el hambre, y la destruccion del planeta por los seres humanos, cuando nuestro hábitat debería ser una isla de paz y de armonía entre Naciones y habitantes, de esta manera demostrar que somos seres inteligentes creados por un mismo padre por lo tanto hermanos.
» Ámense unos a otros como hermanos, y respétense siempre. Trabajen con mucho ánimo, y no sean perezosos. Trabajen para Dios con mucho entusiasmo. Mientras esperan al Señor, muéstrense alegres; cuando sufran por el Señor, muéstrense pacientes; cuando oren al Señor, muéstrense constantes“
Romanos 12, 10
MARIANA DI PASCUA
Cuando la autoestima baja
la grasa toma ventaja
no te salva la sonrisa
sutil de la Monalisa
no entra la ropa hipilla
el maquillaje es un nunca
la escritura te acribilla
los machistas dan guerrilla
mi denuncia es con liguilla
con drama que identifica
a las lenguas afiliadas
de desgracias compartidas que mienten la feliz vida
Que atrevida poetiza esmerada ilusionista
en Facebook muestro la foto
restando kilos de vida
del esternon para arriba
seré una nerd pero viva.
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Recuerdos y más recuerdos, la casa estaba llena de ellos, ¿se puede vivir solo en el pasado?. ¿Se
puede huir del presente?, ¿abstraer tu vida de ellos?…
Tenía tanto miedo de seguir, había tenido tantos fracasos en la vida, que estaba cansada de luchar por siquiera sobrevivir, que caso tenía seguir así, sola por un destino cruel, el cual no había sabido sortear.
Estaba cansada de derramar lágrimas, cansada de reprocharme el creer en todo y todos; y finalmente darme cuenta que soy yo la que me fallé a mi misma.
Quería matar a ese ser pusilanime y absurdo gris y débil en el cual me había convertido, creyendo a todas esas máscaras inertes, insensibles que me rodeaban, que según me apreciaban verdaderamente y, todo era falso. Que solo se acercaban a mi tratando de obtener algún beneficio económico.
Es una atrocidad lo que he pasado, con ellos, y para punto final a mi destrucción, fué el encontrar aquella foto que Adrian había olvidado en la casa, en la cual se estaba besando, con mi supuesta mejor amiga.
Fué algo impactante, para mi ser frágil, ¡algo demoledor!; que terminó por enterrar mis sueños de ser feliz.
Ahora ¿ que quedaba de mi?.
Me he convertido en una sombra, en algo estéreo.
Mis caminos están cerrados.
No sólo es la traición de un hombre, amigos o familia, lo peor de todo es la traición a mi misma, no es ingenuidad, ni ignorancia, creo que es torpeza por no entender a la vida y saber distinguir entre quienes son y no sinceros.
¿Lamentarme?, no ya no a estas alturas de mi existencia, ya no hay ninguna posibilidad de renacer, no hay fuerzas para hacerlo, mi alma ¡lacerada!, no quiere nada más
He sido tan cobarde que aún no he intentado acabar con esta existencia absurda.
Al fin decido hacerlo, me encerraré en el mundo obscuro que al fin elegí tomaré un veneno que seguro acabará con mi vida. Y dejaré por escrito el nombre de todos aquellos que fueron cómplices de mi desgracia, culpándolos del fin de mi existir.
ARCADIO MALLO
SU ALMA VOLÓ
La espada de Damocles se desplomó cortándole la primavera de la vida, en un acto de metáfora aberrante y trágica, a comienzos del mismo otoño. Se lo llevó todo. Sueños, metas que jamás se alcanzarían, sentimientos, e incluso, el propio dolor que le torturaba últimamente como preludio de este acto final.
Supo a poco. Siempre se enrolaba en aquellos pensamientos filosóficos sobre el paso del tiempo. De su efemeridad. De su evaporación. «El tiempo lo cura todo», había escuchado en más de una ocasión. Pero si algo le había quedado claro era que, en realidad, el tiempo lo borra todo. Al mismo tiempo es quien escribe todo. En cualquier caso, aquel punto final se sentía demasiado pronto.
Apenas hubo tiempo para despedidas. Mucho menos para aquellas lágrimas que inundaban su alma condenada a muerte. La debilidad no tenía lugar en aquel instante y solo quedaba el empeño inevitable de arañar tiempo al destino. Supo a mucho a pesar de no haber sido casi nada.
La espada de Damocles se desplomó. Un día de llovizna, con niebla fría que habría paso al otoño. El tiempo se detuvo en aquel instante, como en aquella fotografía en la que sonreía feliz siendo un bebé. No quedó más tiempo que el de balbucear un «siempre te llevaré en mi corazón. Sé feliz», mientras su mano dejaba de apretar. Su alma voló.
CARMEN BERJANO
Anhelos
Hoy viene a mi memoria aquella fotografía.
Es antigua y está borrosa, pero cargada de significado. Mis abuelos de novios ayudándose para no caer al río con una complicidad extraordinaria.
Hoy, justo hoy, que tú apareces.
Qué no sé si nos daremos la mano.
Hoy, justo hoy, que la vida es un río.
Hoy.
Carmen Berjano
LETICIA R MENA
LA CÁPSULA DEL TIEMPO
Quién les iba a decir que al final sí cumplirían aquella promesa hecha en los albores de su adultez, el último verano en que fueron los cinco inseparables amigos, dejando atrás los últimos días de adolescencia.
Quién imaginaria que Juan se olvidaría de su melena hippie y sus ideales de paz y amor libre, para vestir a diario de traje y corbata en la sucursal bancaria de la que era director.
El aventurero de Fernando no se quedaba atrás. Había cambiado sus planes de viajar alrededor del mundo y ser un gran explorador, por una plaza de profesor en un instituto. Eso sí, profesor de geografía.
A Marta, su futuro de tener una familia numerosa y ser la perfecta madre perfecta, se le había truncado al cruzarse en su camino Elisa, primero, compañera en el cuerpo de policía, y luego esposa.
José Luis era el que más cerca se había quedado de su sueño: ser un físico lo suficientemente brillante para que lo fichara la NASA. Como hombre del tiempo no le iba nada mal.
Pero la idea de volver a reunirse para cumplir aquel juramento adolescente, con escupitajo en mano antes de estrecharla y maldición lanzada contra quien lo incumpliera incluidos, había sido de Cristina. Cajera en el súper del barrio donde habían crecido todos, y del que ella no se había ido después de terminar la carrera en Bellas Artes. El mundo del arte y del artista no le resultó tan idílico como lo había soñado. Menos aún cuidando de una madre que ya no la recordaba, y tras quedarse viuda en la treintena.
Así que en cierto modo era su culpa que estuvieran los cinco asomados sobre aquel agujero, cavado hasta oír el golpe seco de la pala contra la superficie metálica de la caja de la cápsula del tiempo.
Lo primero que vieron al abrirla, fue aquella fotografía de ese lejano día de campamento. Esa en la que aparecían los cinco sonrientes, con la desastrosa hoguera improvisada y las tiendas de campaña mal montadas alrededor de fondo. Un día tan lejano en el tiempo que las personas de aquella fotografía parecían extraños invasores de sus cuerpos adolescentes.
Debajo de la fotografía, los restos de los ”cadáveres“ que cada uno había enterrado con el fin de desprenderse de ellos para siempre: secretos, complejos, fantasmas del pasado, viejos disfraces de personas que ya no eran.
Tal vez algo quedara de ellos en algún rincón de ellos mismos.
Tal vez debieran volver a enterrar todos esos fantasmas para que no les atormentaran los remordimientos de las cosas que no habían hecho.
O tal vez debieran recuperar lo que quedara de los cinco de aquella fotografía, y enterrar una nueva cápsula del tiempo.
Podrían meter en ella todo lo que eran ahora, y recuperar un poco, solo un poco, de aquellos días donde eran libres para soñar y no pensar en la realidad de un mundo adulto que, más pronto que tarde, les caería encima con todas sus responsabilidades, rutinas y facturas que pagar acumulándose.
Tal vez podrían volver a recrear aquella fotografía de nuevo.
AXY LINDA
¿Aquella fotografía?
Era una fotografía muy antigua, tal vez de más de cien años. Estaba desgastada por la luz. Él la había adquirido en una tienda de antigüedades; la compró al sentir algo que lo inquietaba y pensó que le serviría de tema para su siguiente novela.
Era una imagen de una pareja. Le intimidaban: ambos tenían una mirada adusta e inquisitiva.
Los imaginaba con un pasado lleno de prohibiciones, de límites y prejuicios; con vidas tormentosas.
Le obsesionaba ese retrato, tal vez porque su propia historia era tan frágil, tan vacía, tan carente de cosas extraordinarias, que deseaba involucrarse en otras vidas…
Ángel teclea el inicio de su novela. Mira de reojo el cuadro, a los personajes de su historia. En ese momento tocan a su puerta.
Nadie en la puerta… Regresa y, todo ha cambiado: muebles viejos, conservadores. En uno de los muros, colgada, la fotografía.
Está a punto de gritar y correr al verse en la imagen, en medio de la pareja, cuando una voz a su espalda lo saca de su turbación:
—Hijito, qué bueno que ya estás aquí…
Gira y frente a él, las dos figuras de la foto.