Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «el turista». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 21 de agosto!
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** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Eran las ocho de la mañana de un día cualquiera en el que un turista cualquiera llegaba al aeropuerto de Ibiza con muchas ganas de juerga y una mochila llena de sueños por cumplir.
A las ocho de la mañana de la semana siguiente ese mismo turista llegaba al mismo aeropuerto sin mochila y con un estado de embriaguez crónica esperando una resaca leve y poco dolorosa tras los excesos cometidos en su semana vacacional.
Y es que para este turista el mañana no existe. En el aquí y ahora habita lo eterno. Pero la resaca se cuela para desacreditar las acciones dando de bruces a cualquier persona con una realidad tozuda y caprichosa que se conjetura para que nuestro equipaje sea más liviano.
A todo esto todavía no son las ocho de la mañana pero los sábados las letras en este grupo son autóctonas y eternas pues el olvido no acaricia al infinito con palabras que permanecerán en la memoria.
SUSANA NÉRIDA
Diario de a bordo
Resumiendo lo descrito anteriormente, soy Lilith y este planeta, llamado Tierra por sus habitantes, se conocía antaño por ser el Edén.
He llegado como turista, una vida aquí para desentrañar todos y cada uno de los bucles en los que están envueltos y sus causas. No sólo eso, están asalvajados en el mal sentido de la palabra: son violentos: como individuos, como sistema, como estructura social. Me he visto obligada a defenderme para parar tanta violencia hacia mí misma. Nunca pensé que alguien pacifista pudiera llegar a traicionar así sus principios por propia supervivencia. Desconozco si seré la misma cuando vuelva a casa, a mi planeta, en este multiverso, con los míos. Han quebrado algo de mí, de mi esencia. Algo que no se está recuperando con terapia.
Me han ultrajado hasta límites inhumanos, como se dice aquí. Y la gente mira para otro lado por supervivencia. Pero, puesto que decís «vemos», el pecado permanece, sois cómplices de todo ello.
Sin embargo, he de decir que he encontrado un poco de apoyo, de uno u otro modo, en el gueto y en los sacerdotes del Tíbet. Difícil explicar cómo se dieron estas uniones. Pero están listos para salir de estas cárceles mentales y espirituales. No todos, pero sí un gran número de ellos.
A saber qué me espera ahora esta vida de sacrificios y torturas varias, el ser humano es impredecible. Prefiero a los animales, son más nobles. Ellos también están listos para trascender.
Preparar los ovnis para los salvamentos, llegada la hora, para las abducciones.
Seguiré informando. Atentamente, vuestra compañera y antigua comandante jefe: Lilith.
DAVID MERLÁN
—No se olvide de probar el café de la plaza mayor, señor —dijo el taxista mientras le daba el cambio de la carrera de traerlo desde el aeropuerto.
—Gracias, lo haré—respondió él.
Un cuarto de hora más tarde, en el pueblo de su destino, portaba su maletín negro que pareciese pesar más de lo que sus delgadas manos aparentemente podían soportar, pero no lo soltó ni un instante. Mientras caminaba por las calles asfaltadas del lugar, observaba cada fachada, cada farola que iba dejando atrás.
Entró en la cafetería que le había recomendado el amable taxista, y se sentó junto a la ventana y pidió un espresso. La camarera lo observó por un segundo y le sonrió con amabilidad. Le pegó un pequeño sorbo. Quemaba y decidió esperar a que enfriara repasando su misión. Elevó de su lado el maletín desde el suelo y lo colocó encima de la mesa. Soltó los pestillos laterales de la cerradura y lo abrió. De dentro extrajo un viejo mapa, amarillento, con trazos a lápiz que dibujaban círculos en lugares precisos pero nada interesantes desde el punto de vista turístico.
Lo observó, lo analizó en profundidad y cuando se dió por satisfecho, cerró el maletín con el mapa dentro, apuró el café, dejó una moneda brillante de dos euros sobre la mesa y, tras salir del local, caminó hasta el puente viejo. Al llegar, se detuvo sobre él y miró hacia abajo, hacia el agua durante un buen rato, como esperando que algo sucediera. Pasados unos minutos, abrió el maletín y extrajo de nuevo el manoseado mapa. En el fondo del mismo no había ropa ni más documentos, sino una caja de metal con un temporizador. Marcaba 14:00:00.
Miró su reloj.
«Las 13:16. Tiempo de sobra» pensó.
Dobló y se guardó el mapa en el bolsillo interior de su chaqueta, junto con el pasaporte. Tras cerrar el maletín, descendió por el lateral del puente y avanzó hasta situarse justo debajo en el medio del mismo. Se agachó y colocó el maletín entre las piedras. Luego, con absoluta calma, se alejó de aquel lugar rumbo a la estación no sin antes cerciorarse de que nadie le hubiese visto salir de debajo del puente.
El reloj de la estación marcaba las dos menos
cinco cuando subió a el vagón que tenía reservado.
A las dos de la tarde, justo cuando el tren partía, el pueblo entero se estremeció con un rugido profundo. No hubo fuego, pero si un denso humo negro que se alzaba en el cielo. A mayores, las campanas de la iglesia comenzaron a sonar solas, sin que nadie las tocara. La gente salió a la calle desconcertada sin saber qué estaba sucediendo.
En el vagón, el turista miró por la ventanilla y sonrió.
Sacó su pasaporte y el mapa. Lo desdobló, y hojeó sus páginas: no había sellos de países, sino fechas… todas futuras.
—Uno menos —murmuró, y tachó el nombre de aquel pueblo del mapa.
BENEDICTO PALACIOS
Con 13 años le tentaba hacerse futbolista. Tenía condiciones, driblaba y pegaba con gracia a la pelota, era además un magnífico deportista. Hizo una prueba con un equipo de campanillas y el ojeador lo metió en su agenda. Había actuado en un par de partidos, hecho un gol, y apuntaba maneras. Podía llegar a ser un gran goleador. Se pusieron en contacto con los padres y como no pusieron óbice, se lo llevaron a Madrid. Tuvo un comienzo fulgurante, pero a medio curso cambió de entrenador, y este decretó que le faltaba genio y mala leche. Para triunfar con solo la técnica no bastaba.
Un año después se había estancado. Apenas jugaba y pasaba la mayor parte en el banquillo. No se desanimó. Si con los pies el triunfo se le resistía, probó con las manos y se apuntó al campeonato provincial de tenis. Quedó el décimo y los ojeadores que asistieron al torneo le aconsejaron acudir a una academia. Se presentó en la que gobernaba un número uno y el resultado fue parecido: era un buen deportista, pero adolecía de condiciones para ser el mejor.
Se llamaba Jaime y era reacio a la depresión. Si primero con los pies y luego con las manos le habían recateado el éxito, todavía le quedaba la cabeza. Y como le enfurecía darse por vencido, se matriculó en una peña ajedrecista.
—¿De dónde eres?
—Soy latino.
—¿Tienes papeles?
El presidente del club que se hacía de cruces cuando le contó su pasado, y estuvo dudando hasta el último minuto, le animó a participar. Ganó en los primeros meses un par de campeonatos de poca monta, y cumplido un año había progresado a toda velocidad, exponencialmente. Y como había madera de campeón, no le resultó difícil conseguir la documentación legal.
Para relajarse y despejarse, caminaba diez kilómetros los fines de semana, la actividad física, aconsejaba el entrenador, era muy recomendable.
Un día cuando volvía de caminar, se encontró con un perro galgo ladrando. Tenía herida una pata y sangraba. Se acercó y le acarició. El perro dejó de ladrar y movió el rabo.
—¿Qué, amigo, también a ti te han descartado por ser de otro país? Aunque lo nieguen, todos somos extraños o turistas, como ahora lo llaman.
El perro lógicamente no contestó. Lo hizo por él el futbolista fracasado.
—A ti, a mí y a más de media humanidad nos ha tocado en suerte bailar con la fea, ir de acá para allá, ser de ninguna parte.
—¡Auuu, auuu! Ladra, ladra, aún estás a tiempo de cambiar. Busca a tu amo y que te cure. La vida que da oportunidades solo concluye con la muerte.
El perro cojeando le seguía. Jaime se sentó en un banco y el galgo se echó a sus pies. Le pasó la mano por el pescuezo y el lomo a ver si encontraba un chip de identidad.
—¿No tienes papeles? Pues sí que lo tienes complicado. Eres pobre, un turista pobre. Sígueme que te llevaré a un veterinario.
Le pasó la mano por el lomo y tampoco el veterinario halló rastro de un chip.
—Llévale a la perrera, es ilegal.
Jaime le curó la pata y le adoptó. Ambos salían a caminar. Cuando un día les vio su entrenador, le aconsejó presentarlo en un concurso. Y el galgo lo ganó. Se lo disputaban, todos lo querían.
—Pero no tiene chip.
—Nada importa. No es un perro del montón y siendo tan bueno ¿qué importa la documentación?
—¡Auuu, auuu! Ladra, ladra, turista de pacotilla.
Pasados unos años, Jaime lo volvió a encontrar con un collar y un nombre, pero muerto de hambre.
EMILIA CREGO
EL TURISTA Y LA MALAGUEÑA
Entre sombrillas ancladas en la arena, el turista pasaba las horas en días de sol y playa. El mar se mecía, sereno con la luz alumbrando la vida bajo sus aguas. Un libro esperaba ser leído sobre el asiento de una hamaca; el turista se adentraba entre las olas con su cuerpo encogido por la frialdad del agua. Lucía un bronceado como el azúcar moreno, su piel mojada y tersa, el torso entornado en una figura de un modelo. Su cabello pintaba en tonos grises, no debía haber cumplido los cincuenta y su figura fue la portada de algunas revistas del corazón.
Mario González Sierra, sevillano y de profesión: Dejarse querer por las mujeres, y estas deseosas de caer en brazos de alguien que, a sus sesenta o más años, las llene de juventud. En las playas de Málaga, dejaba pasar las horas, los días y los meses de verano; las féminas admiraban su cuerpo. Con suerte para Mario, las noches se envolvieron de abrazos, sábanas de seda y perfumes en una suite de tantas estrellas como las que se reflejaban en el mar. Desde aquel mirador donde las nubes acariciaban los cuerpos y la brisa refrescaba la piel, se vieron unas barcas ancladas en la arena y unas casitas pintadas en colores como el arcoíris. En tonos rojos, amarillos, violetas, verdes y otros más.
El turista y la malagueña Carmen se vieron viviendo en una de aquellas casas de madera construidas por los pescadores de la zona. Esta no medía más de tres metros de ancho y cinco de largo. No fue un obstáculo para una chica criada en una cuna vestida de encajes y familia de posibles, y él que deseaba vivir por encima de sus posibilidades. Se alimentaron del mar. Desde las primeras luces del día, Mario salía con su barca a buscar el alimento necesario para subsistir y Carmen esperaba impaciente a su amado.
Pasaron más de vente años, y otros turistas que visitaron aquella cala y con la pintura de las casas deslustradas, vieron a los dos ancianos sentados en una banqueta con los cuerpos encorvados. Los que frecuentaron aquellos parajes dijeron que los vieron entrar en las aguas, unidos por sus manos y con pasos lentos se dejaron que la fuerza de las olas los llevará “mar adentro”.
EFRAÍN DÍAZ
Andrés llegó al lugar indicado. No llevaba equipaje, lo cual le resultaba extraño, pero lo más inquietante era que ninguno de los demás turistas tampoco traían maletas. Se miraban unos a otros con una calma extraña, como si ya supieran algo que él no.
El guía apareció puntualmente. Era un hombre de mirada profunda, voz pausada y porte impecable, de esos que inspiran confianza. Saludó con cortesía y, tras asegurarse de que todos lo escuchaban, dijo:
—Bienvenidos. El viaje será inolvidable.
Les repartió unas gafas y unos audífonos. Andrés obedeció. En cuanto los colocó, el mundo cambió. No era un simple paseo. Aquello era como una película, un sueño tangible. A través de las gafas, visitó cada uno de los lugares que siempre había querido conocer. El guía narraba con precisión la historia, las leyendas y hasta los olores de cada sitio.
Andrés sintió el aire frío y puro de Machu Picchu; escuchó el crujir del glaciar Perito Moreno; caminó por las calles empedradas de Bariloche; se perdió en el bullicio de Madrid; vio la Torre Eiffel iluminada contra la noche de París; saludó a la solitaria sirena de Copenhague; y terminó contemplando el horizonte desértico donde se alzaban las pirámides de Egipto.
El viaje parecía eterno y, sin embargo, pasó en un instante.
—Ahora, si son tan amables, quítense las gafas y los audífonos —pidió el guía con su misma voz serena y pausada.
Andrés parpadeó. El grupo ya no estaba en la ciudad. No estaban donde comenzó el tour, sino en la orilla de un río oscuro y silencioso. El agua, espesa como aceite, reflejaba una luz sin origen. Frente a ellos, una barca se balanceaba suavemente. A su lado, un hombre encapuchado sostenía un remo. Estaban en el Aqueronte.
—¿Trajeron su óbolo? —preguntó el guía, con una leve sonrisa—. Mi tour fue gratuito. El de Caronte no lo es.
Fue entonces cuando Andrés lo entendió. No era un turista. No había viaje de regreso. Aquello había sido su último recorrido.
ANGY DEL TORO
Apertura, Medio Juego y Final
Con la mirada de quienes se buscan, nuestras almas se encontraron, como si, desde lo más profundo, fuesen escuchas y no cuerpos.
En ese instante, comprendí que lo nuestro había sido más que un juego: un espejo, dos mitades que, entre constelaciones susurraban.
Las espumas nacaradas de mis días cedieron ante tus noches negras e infinitas. Aquel mapa oculto de providencias guardaba su momento, lo que más deseaba era que alguien como tú, lo desplegara.
Avanzaste como si la victoria fuera el único objetivo, pero yo movía cada paso con la fe de los que no temen caer. Cual si un turista fueras, caminabas sin prisa, respondías, procurando que las diagonales de tu mirada esquivaran mis certezas.
Salté sobre todo lo previsto, como caballo que rehúsa la línea recta, porque pensé que el destino podría quebrarse un día. Acepté tus movimientos, aunque sabía que con cada salto que daba, el final apresuraba.
El silencio fue nuestro árbitro invisible. Allí entendí que el triunfo no estaba en ganar, sino en descubrir la intención con la que te aproximabas.
Mi quietud no fue derrota: había descubierto que la fuerza estaba en custodiar el medio juego, protegiendo más que atacando.
Tú, quebradizo y paciente, sonreías, como quien reconoce que la partida escrita estaba.
Entre nosotros, no hubo jaque mate, sino un acuerdo tácito: cerramos el tablero, conservamos las piezas, y, aceptando tablas, supe que el habernos encontrado, había sido bueno. Y que, tal vez, algún día, volveríamos a jugar.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
MARCIAL TROPICAL
Tras un número casi incontable de años y penurias, Marcial Calasparra por fin disfrutaba de un merecido y largamente esperado retiro. Pero como sucede que la criatura era culo de mal asiento y no podía estar quieto cinco minutos, su vida seguía siendo una lucha constante matando el gusanillo ese que dicen que hay que matar. Aparte de eso, como siempre le había dicho su sabio y difunto padre, parado se cría muy mala sangre.
No me pregunten cómo, pero el hecho es que Marcial, jubilado ibérico, se encontraba justo en mitad de la selva amazónica, soportando una humedad del noventa y cinco por ciento, que en nada beneficiaba a su reuma ni a la artrosis de sus huesos. Y es que los viajes para jubilados ya no son lo que eran. El INMERSO había ampliado su oferta, incluyendo destinos tropicales, ecuatoriales y de muchísima aventura. Marcial nunca había podido reprimir su profunda admiración por el ilustre don Miguel, el de la Cuadra Salcedo. Desde muy joven se sentía el protagonista de sus aventuras. Incluso se había dejado crecer el mismo bigotazo enorme bajo la napia, para rendir honores al célebre aventurero. Por fin, una vez conseguida la ansiada retirada laboral, pensó que había llegado el momento. Sin dudarlo se llegó una tarde a la agencia de viajes de su cuñado para salir, tras dos horas, siete discusiones y una generosa ronda de preguntas, con una carpeta multicolor atrapada bajo el sobaco derecho que contenía el pack “Aventura en el Trópico”. El plan consistía en disfrutar de una larga semana de peligros y tórridas emociones tras lo cual la misión final era encontrar un antiguo templo perdido y disfrutar de la fabulosa sorpresa que, según rezaban los papeles, se escondía en su interior.
Pero volvamos al momento presente. Era el penúltimo día del programa previsto en el tour y Marcial avanzaba entre el espesor de la selva amazónica, con su uniforme del Mariscal Tapioca y su mochila de Don Carlón, machetazo va, machetazo viene, cortando todo cuando se interponía a su paso. La expedición la componían unos diez sexagenarios más y un guía, pusilánime y de poco espíritu, que pintaba menos allí que Perico el día de su boda. Era Marcial, con su habitual disposición y propensión a echarse hacia adelante, quien se había autoproclamado líder de la expedición, dirigiendo el cotarro desde ese momento y relegando al pobre guía a un discretísimo segundo plano.
Avanzando iba la criatura por aquellos mundos ecuatoriales cuando de repente se detuvo un instante para pegar un buchito a la cantimplora. En ese momento, comenzó a sentir sobre su cogote la templada humedad de una lengua bífida que no dejaba de silbar. Como un resorte dio media vuelta para toparse, cara a cara, con un hermoso espécimen de serpiente de coral. En un acto reflejo, movió varias veces su brazo derecho con la agilidad de un ninja. Le bastaron dos cortes de machete para dividir a la feroz alimaña reptiliana en tres generosas tajadas, que guardó cuidadosamente en una fiambrera para dar buena cuenta de ellas cuando llegase la hora de la cena. Aprovechamiento de recursos se llama eso.
Limpió el machete con una hoja grande como de parra y continuó su avance, internándose en la densa jungla, a la espera del siguiente peligro. Este no tardó en llegar en forma de flecha de cerbatana le pasó rozando la coronilla, dividiendo en dos la escasa mata de pelo blanco que aún poblaba su cabeza y trazando una raya perfecta para acabar clavándose en el tronco de un árbol cercano de nombre desconocido. Eso ya es cosa de los botánicos. A Marcial le entró la risa floja, ya fuere porque había estado a punto a morir a merced de la venenosa tecnología militar indígena o por la emoción que le producía la adrenalina del momento. Incapaz de contener la curiosidad, procedió a arrancar la flecha y a darle una ligera chupadita con la lengua, lo justo para no envenenarse y certificar que, efectivamente, se trataba de curare, el mortífero veneno con el que los Jíbaros solían obsequiar a los infelices visitantes que osaban merodear por sus territorios. Marcial, gran conocedor de las costumbres populares amazónicas, gracias a los documentales del señor De la Cuadra, sabía perfectamente que tenía altas probabilidades de que le acabasen cortando la cabeza y reduciéndosela hasta el tamaño suficiente como para hacerse un llavero, tarea bastante meritoria a juzgar por el tamaño original de la almendra que ostentaba el amigo Marcial.
Ante tal eventualidad, optó por llamar la atención de los Jíbaros, que, aunque camuflados entre la hojarasca, no escapaban a la vista de nuestro operario jubilado, acostumbrado a estar siempre en los detalles. Con gran alboroto y vocerío hizo salir de su escondrijo a la salvaje pandilla de indígenas y una vez captada su atención, los engatusó regalándoles todo tipo de baratijas que siempre llevaba encima. Gorras, camisetas, llaveros, encendedores, abrebotellas… Aquello, además de la visión del propio Marcial que ya de por sí resultaba admirable, debió sorprender sobremanera a los indios, poco acostumbrados a presenciar tales escenas, los cuales quedaron embelesados mirando sus regalos mientras Marcial se alejaba de manera lenta y cautelosa, no fuera que cambiasen de opinión en el último minuto.
Entre tanto ir y venir, se les echó la noche encima. Marcial buscó un claro junto al río (Amazonas, por si no lo habían sospechado hasta ahora) y allí establecieron el campamento. Marcial plantó la tiendecita Quechula, comprada en el Don Carlón el fin de semana anterior, junto con el saquito de dormir que desenrolló y extendió con cuidado. Tras engullir un trozo de bistec de serpiente acompañado de su tercio de cerveza, dio las buenas noches a sus camaradas de expedición, se lavó los dientes, rezó sus oraciones y ajustó el despertador para las siete de la mañana. El hipnótico tic tac del reloj hizo que pronto estuviera sumido en un profundo y relajante sueño. Sin embargo, a las dos de la madrugada, los ronquidos de Marcial ya habían logrado que aquella zona del Amazonas estuviese desprovista de cualquier clase de vida animal. No se conoce bicho selvático, tropical ni de ninguna otra clase, que sea inmune a los ronquidos de Marcial. Todos habían huido. Los abueletes, sin embargo, medio sordos en su mayoría, no tuvieron dificultad con lo del sueño.
A la mañana siguiente, tras el desayuno, se dispusieron a continuar la marcha. Era su último día de aventura y lo iban a echar mucho de menos. Supuestamente, el templo perdido quedaba a unos cinco kilómetros a mano derecha de donde se encontraban. Marcial continuó dándole al machete, abriendo paso a sus muchachos, esta vez sin sorpresas ni sobresaltos. Un trayecto gratamente amenizado por bichos y alimañas de todas las especies. Un guacamayo por aquí, una cotorra por allá, serpientes diversas, reptiles extraños, mosquitos como el puño, arañas peludas que hacían cosquillas cuando pasaban cerca, y algún que otro mono saltando de árbol en árbol mientras observaba curioso la fila de expedicionarios que serpenteaban como hormigas.
Rozando el mediodía, finalmente llegaron al lugar indicado en el mapa. No tuvieron que buscar demasiado. El templo cantaba escandalosamente y se notaba a la legua que había sido edificado, como mucho, un año antes. De antiguo solo tenía las telarañas sobrantes de Halloween que habían sido rociadas con spray en un vano intento de tratar de envejecerlo. Tras apartar unas pocas ramas postizas puestas adrede, rápidamente localizaron la entrada, flanqueada por el cartel de Viajes El Coche Inglés, patrocinador principal gracias al cual estaban allí la flor y la nata del sector de la jubilación. Pulsaron un botoncito rojo y automáticamente se abrieron las puertas del ascensor. Fueron ascendiendo en paquetes de seis, mientras de fondo sonaba una agradable musiquita y una voz de locutor anunciaba las ofertas que se ofrecían en cada planta.
Arriba, en una sala de espera muy coqueta, aguardaban las señoras de los aventureros jubilados, ataviadas con sus mejores galas, todas de peluquería y pintadas como una puerta, con amplio despliegue de pendientes y collares. La señora de Marcial se abalanzó sobre su marido, gritando escandalosamente y propinándole un sonoro beso de tornillo, no sin antes afearle que vaya pintas traía y que olía a tigre de bengala muerto, que si no se podía haber dado una agüita en todos estos días.
Más tarde, una vez la expedición estuvo reunida al completo, pudieron disfrutar de una espléndida comida, como colofón a aquella fantástica semana, la semana fantástica de El Coche Inglés.
Y he aquí, queridos lectores, como Marcial pudo cumplir otro de sus sueños: convertirse en aventurero durante una semana, el rey del machete, el titán de la amazonia, en honor a su querido De la Cuadra Salcedo. Mientras apuraba su café, no pudo reprimir una enorme sonrisa de satisfacción, al tiempo que se atusaba su enorme bigotazo con ambas manos.
CARMEN BERJANO
Y llegó el día
No puedo estar más nerviosa
Aunque está todo preparado.
Una maleta de cabina llena de besos.
La bolsa de aseo con los numerosos te quieros
Mi bolso con cientos de caricia y masajes nuevos
Mi pequeña bandolera esconde los mimos especiales y caricias de las que marcan la diferencia.
Hoy viajo contigo
Hoy viajo en ti.
Hoy toca turismo de interior
Tan de interior como el descubrimiento de tu cuerpo
De tu olor
Es agosto
Vacaciones
Época de salir y divertirse
De buscar sitios frescos
De hidratarse bien
Y de hacer turismo
Turismo de calidad
De tu mano y en tus brazos
Mientras fuera…
Todo arde despacio.
JUAN C VALTIERRA
El Valor de Intentar
( El Árbol de Fideo y otros cuentos de los altos de Jalisco)
Este cuento nació mientras visitaba a un amigo en su rancho, aquí en los Altos de Jalisco, donde no había nada, todo estaba pelón y había mucho agave plantado. De repente encontramos un pequeño rincón con un poco de lavanda perdida entre tanta aridez. Nos pusimos a platicar sobre qué sería si todo aquel paisaje estuviera lleno de lavanda, para qué sirve esta planta aromática y todos sus usos posibles. Entre conversaciones, risas y tequila, nació este cuento que ahora comparto con ustedes. Espero sea de su agrado.
Por Juan C Valtierra
Llegué a San Crescencio de la Esperanza como turista, atraído por las fotografías de campos morados que había visto en redes sociales. Venía de la ciudad buscando un respiro del concreto y el humo, sin imaginar que encontraría algo mucho más valioso que unas buenas fotos para Instagram: la historia extraordinaria de cómo un pueblo se salvó a sí mismo con el aroma de la lavanda y el valor de soñar distinto.
Fue don Aurelio Mendoza quien me contó todo mientras caminábamos entre los surcos violetas esa primera tarde. Un hombre de sesenta y dos años, con las manos callosas de quien ha trabajado la tierra toda la vida y los ojos brillantes de quien nunca dejó de creer en los sueños imposibles.
“Mire usted”, me dijo señalando hacia el horizonte donde los campos morados se perdían entre los cerros pardos de los Altos de Jalisco, “hace apenas unos años esto que ve no existía. San Crescencio era un pueblo que se moría lento, como tantos otros. Los jóvenes se iban al norte como golondrinas que no regresan. Las mujeres contaban los días hasta que llegaran los dólares. Los viejos se sentaban en la plaza a recordar cuando había banda de música y kermeses que duraban hasta el amanecer.”
Me contó que todo comenzó una mañana de octubre cuando se levantó con una idea que le bailaba en la cabeza como mariposa en frasco. Había soñado con campos morados que se extendían hasta donde muere la vista, ondulando como mar de tierra adentro. Y una voz que le decía: “¿Qué sería de la vida si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?”
Su mujer, doña Esperanza, lo había mirado de reojo desde el fogón donde calentaba tortillas. En treinta años de matrimonio había aprendido a leer los silencios de su hombre. “¿Ahora qué traes, Aurelio? Ya estás grande para andar con fantasías”, le había dicho.
Pero don Aurelio tenía una convicción que le ardía en el pecho: no quería que San Crescencio se convirtiera en otro pueblo fantasma de los Altos, de esos que uno encuentra en el camino a Guadalajara con las casas abiertas como bocas mudas y el viento silbando por las calles vacías.
“Vamos a hacer algo diferente”, anunció en la reunión del comité ejidal. “Vamos a plantar lavanda.”
Me describió el silencio espeso como atole de masa que siguió a su propuesta. Los hombres se miraron entre sí. Algunos sonrieron con esa sonrisa que se guarda para los locos y los niños. Otros masticaron la idea en silencio.
“¿Lavanda? ¿Esa hierba que huele bonito?”, preguntó Evaristo Sánchez, el más viejo del grupo. “Nosotros somos de maíz y frijol, don Aurelio. ¿Qué vamos a saber de plantas raras?”
“¿Y qué sabíamos de cruzar el río bravo?”, respondió don Aurelio. “Y ahí andan nuestros hijos.”
La frase cayó como piedra en agua quieta. Todos tenían un hijo, un hermano, un compadre del otro lado. Todos sabían lo que costaba aprender a vivir en territorio ajeno.
La idea se extendió por San Crescencio como chisme en lavadero. Doña Esperanza fue la primera en apoyarlo. Después se sumaron tres familias más. Luego cinco. Al final, medio pueblo estaba metido en el proyecto, aunque fuera nada más para ver qué pasaba.
Consiguieron las plantas por internet, cosa que aprendió don Aurelio a los sesenta y dos años, sentado en la biblioteca del pueblo vecino con la paciencia de quien aprende a leer de grande. Llegaron pequeñitas y verdes, como esperanzas en maceta.
“Parecen hierbas de té”, comentó doña Esperanza al verlas.
“Parecen el futuro”, respondió don Aurelio.
Los primeros meses fueron de pura incertidumbre. La lavanda no crecía como el maíz, no se daba como el frijol. Había que hablarle diferente, regarla con cuidado, protegerla del sol de los Altos que todo lo quema. Había días en que las plantas parecían secarse, días en que el pueblo entero lo miraba con esa mezcla de lástima y expectación que se tiene para los que se atreven a soñar en grande.
“¿Qué sería de la vida si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?”, se repetía cuando la duda le mordía el ánimo como perro en celo.
Pero las plantas crecieron. Y un día de julio, el campo amaneció morado.
“Era algo nunca visto en San Crescencio”, me explicó don Aurelio mientras el viento movía las lavandas como mar de tierra adentro. “Los cerros pardos de siempre, de pronto coronados por una alfombra violeta. El aroma se extendía por todo el pueblo, dulce y limpio, como si hubieran perfumado el aire mismo.”
Me contó que doña Esperanza le había dicho esa primera mañana morada: “¿Oyes el silencio? Ya no es el mismo.” Tenía razón. Ya no era el silencio de pueblo que se muere, sino el silencio de pueblo que espera algo bueno.
Llegaron visitantes como yo, de Guadalajara, de Aguascalientes, de México. Venían a tomarse fotos, a comprar sachets aromáticos, aceites esenciales, miel de lavanda que hacían las abejas de don Servando. “Es como estar en Francia”, decían los turistas.
Y don Aurelio pensaba: “No, es como estar en San Crescencio. Por primera vez en años, es como estar en casa.”
Los jóvenes empezaron a regresar. Llegó el hijo de Aurelio desde Phoenix, con las manos callosas de la construcción pero los ojos brillantes de quien redescubre su tierra. Llegó la Carmen desde Los Ángeles, con su inglés perfecto y sus ganas de traducir las etiquetas de los productos. Llegó el Sebastián desde Chicago, con ideas de mercadotecnia y redes sociales.
Armaron un pequeño taller donde procesaban la lavanda, una tiendita para los turistas, un restaurante donde doña Esperanza servía quesadillas con flor de lavanda y agua fresca de la misma planta.
“¿Quién iba a decir que este pueblo se iba a salvar con una hierba francesa?”, comentaba la gente.
Pero don Aurelio sabía que no había sido la lavanda. Había sido el valor de intentar algo nuevo cuando todo parecía perdido. El valor de apostar por una idea loca cuando lo sensato era rendirse. El valor de creer que un pueblo puede renacer si sus habitantes se atreven a soñar distinto.
Mientras el sol se ponía detrás de los cerros esa tarde de mi visita, don Aurelio me habló de Van Gogh, ese pintor que también había pintado campos de lavanda, que también había tenido el valor de intentar algo nuevo aunque la gente lo creyera loco.
“¿Qué sería de la vida si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?”, me dijo, pero esta vez no como pregunta sino como certeza.
Me quedé tres días en San Crescencio de la Esperanza, pero la historia que me contó don Aurelio se quedó conmigo para siempre. Regresé a la ciudad con más que fotografías de campos morados: traje la certeza de que los pueblos, como las personas, pueden renacer cuando se atreven a soñar distinto.
Y cuando mis amigos me preguntan qué encontré en aquel pueblo perdido de los Altos de Jalisco, les digo lo que don Aurelio les cuenta a sus nietos: “Miren, la vida nos da muchas oportunidades de rendirnos. Pero nos da pocas de intentar algo nuevo. Hay que agarrarlas cuando llegan, aunque uno no sepa si van a funcionar. Aunque la gente piense que uno está loco. Aunque el miedo trate de convencernos de que es mejor quedarse con lo conocido.”
En San Crescencio, el viento ya no silba de tristeza por las calles vacías. Ahora susurra entre las lavandas historias de valor y de esperanza, de un pueblo que se atrevió a cambiar su destino con una idea loca y un poco de fe en lo desconocido.
Y dicen que en las noches más claras, cuando la luna llena baña los campos morados, se puede oír la voz de don Aurelio conversando con las plantas, contándoles que los sueños no tienen edad, que nunca es tarde para intentar algo nuevo, que la esperanza huele a lavanda y sabe a valor.
MARÍA JOSÉ AMOR PÉREZ
Aquel viaje de turista (para el tema de la semana)
Siempre intrigada por ver una puesta de sol “na Costa da Morte”, cuyo nombre proviene de los romanos ya que ver el sol introduciéndose en el mar hasta desparecer como si el Océano se lo hubiera tragado, es un espectáculo increíble-
Y aquel verano un grupo de amigos alquilamos una pequeña ex casa de pescadores y allí nos fuimos.
Llevábamos ya unos días y las puestas de sol eran realmente increíbles pero aquella tarde que jamás olvidaré (como podréis comprender por lo que sigue) era el más de lo más.
El sol poniéndose rodeado de capas con tonalidades de toda la gama de colores que pueda imaginarse .En la playa un perro feliz, corriendo de arriba abajo en un juego con su dueño con su dueño a algo similar al “pilla-pilla”.
A la derecha, sobre un montículo cubierto de hierba mojada aún por la lluvia matinal, reflejaba el sol poniente como de ella tuviese luz propia y, sobre ella, una vaca de color marrón claro que reconocimos como la típica vaca “marela”, tan cotizada en la actualidad, pastaba pacíficamente y a su lado, un chaval joven contemplaba el infinito.
Aficionada aquella época la pintura al óleo, intenté plasmar la imagen en un cuadro.
Corriendo, me fui a la casita de pescadores a coger los bártulos para lograr tal fin.
Una vez los tuve todos, salí al encuentro de tal paisaje. Pero se ve que rondaban por allí alguna meiga o, quizás esos seres pequeños encargados de hacer tastadas llamados “trasnos”, el caso es que, como se verá, para hacer los pocos metros que me separaban del lugar desde donde se observaba tal maravilla tardé más que si anduviere. ¡yo qué sé cuántos kilómetros!
Empecemos que a los pocos pasos, tanta fuerza hacía, se ve, al arrastrar el caballete que se me cayó un pincel en un charco de la lluvia de la mañana llenándose de barro; al agacharme para cogerlo, pensando que podría lavarlo en el mar, escuché un “plaf”: era la botella de aguarrás que se ve que estaba mal tapada, y se derramó la mitad del contenido; al cogerla y taparla, pero ¡ay las prisa! Al no darme cuenta de que ambas manos estaban impregnadas del tal líquido oleoso no sé cómo rocé con la mano en el jersey y…¡manchón de aceite para que te quiero!
Pero tenía tal prisa que pensé limpiarlo después y me fui corriendo al lugar donde se veía tal maravilla.
Pero en lugar maravilloso de madia hora antes, había perdido parte de su encanto y, si desanimarme busqué otro que resultó estar a unos veinte o veinticinco metros.
Volví a por mis bártulos. Y, como suele pasar cuando se va con prisa, pues repetición.
Esta vez, el pincel cayó nuevamente pero esta vez, de la marea que estaba subiendo, llegó una ola muy larga y ¡zas! se lo llevó. Corrí tras la ola pero ya selo había llevado.
A pesar de todo, pensé que tenía más. Fui en busca de los bártulos, que arrastré sin más problemas pero, cuál fue mi sorpresa:
el sol había bajado y casi todo él estaba y dentro del mar; la vaca, tras haber hecho buen acopio de hierba había desaparecido con su paseador, no había ya colores en el cielo que se había tornado uniformemente gris debido a unos nubarrones que parecían anunciar lluvia.
SONIA VAKEIRO
Con cada paciente me siento como un turista navegando por los recovecos de su mente y, en esto del turismo mental, también hay destinos especialmente fascinantes.
Recuerdo un caso en particular: una mujer que afirmaba ser la muerte disfrazada de vida, toda una paradoja. No la creía, evidente, no creía que ella fuera la muerte disfrazada de vida pero, sin duda, era la paciente más original que había tenido hasta la fecha.
Esperaba nuestro encuentro semanal como si fuera un capítulo de mi serie favorita. Realmente, me estaba enganchando… o no, más bien, ya era totalmente adicto a nuestras citas. Hasta aquel día.
No sé cómo contar lo que sucedió sin que parezca ser yo el loco. No sé cómo explicarle a la policía que lo mío fue en defensa propia y, también, una defensa colectiva. La loca era ella, que pretendía ser la muerte y matarme. Yo solo fui quien decidió que, por una vez, era la muerte la que tenía que morir.
EVA AVIA TORIBIO
La turista
Viajera en una tierra,
que recorre los caminos que me llevan a la perdición.
Como viajera voluntaria, sucumbo a la belleza de sus paisajes.
Montañas y llanuras tan profundas e inmensas que me llevan a la locura.
Sabor a mar que grita a cada paso dado, en cada descubrimiento, en cada beso.
Un mar de placer que clama que me sumerja en su profundidad
Lágrimas saladas que brotan de su piel, a la que quiero regresar una y otra vez.
Sentidos que despiertan cuando sus ojos me ven, porque en ellos se reflejan lo que para mí oculto está.
Una tierra, repleta de caminos, llanuras y paisajes que yo misma puedo recorrer.
Unas lágrimas y un mar salado por descubrir y amar como pasajera de mi propio viaje, para luego, como turista, viajar a una tierra que recorre como pasajero a la que quiere como es.
Besos, La Incondicional.
BLANCA CERRUTI
HASTA SU LLEGADA
«Costa Longa» es un pueblo muy turístico. Don Fulgencio es el dueño de un hotelito de cuatro estrellas: «La Caracola» que está junto al paseo marítimo.
El mar gusta mucho a los turistas…¡Qué poco lo conocen! A veces se lo traga todo y lo esconde en sus profundidades; otras veces, para que nos concienciemos del mal que le hacemos, devuelve pequeños animales marinos atrapados en viejas redes.
Tiene muchos días tranquilos en los que se puede disfrutar de sus playas, pero cuando se pone bravío…
Esta tarde, el cielo está plomizo y el mar encrespado. Las olas amenazan con traspasar la barandilla que separa el paseo de la playa. El espectáculo es impresionante y los turistas no se cansan de sacar fotos, lo que les compensa el no poder ir a la playa.
Esta declinando el día. Un hombre entra en el vestíbulo del hotel y se dirige a recepción.
—Buenas tardes, me gustaría alojarme en su hotel si dispone de habitación.
—Estamos en plena temporada turística, pero sí puedo ofrecerle alojamiento. ¿Cuántos días se quedará? —pregunta don Fulgencio amablemente.
—No lo sé, depende de su llegada —responde el señor con un aire misterioso.
«Que turista más extraño, su aspecto, su cara…no sabría calcularle la edad», piensa don Fulgencio.
Al otro día, lo ve en el comedor ante una taza de café que no toca y con una bonita caracola sobre la mesa.
Lo observa cómo mira fijamente al mar, tan sereno esta mañana, que sus aguas parecen un espejo reflejando el intenso azul del cielo.
Van pasando los días. El turista, «suspendido en el tiempo», como ha dado en llamarle don Fulgencio, sigue esperando… «su llegada». «Su llegada, ¿de quién?», se pregunta intrigado.
Al final de la tarde, cuando apenas queda gente en la playa, el extraño turista va, se acerca a la orilla y permanece allí, hasta que el sol se esconde en el horizonte. No se separa de la caracola. Se le ve que a veces se la lleva a la boca. Otras veces se la acerca al oído.
Una mañana, don Fulgencio le saluda y se atreve a decirle:
—Parece que «su llegada» se retrasa…
—Sí, el mar es muy suyo y cuando algo le atrae se resiste a devolverlo.
El turista, si es que es un turista, le ha respondido, pero le ha dejado aún más intrigado y se pregunta qué es lo que el mar tendrá que devolverle…
A los dos días, como si el cielo se rasgara, descarga una tormenta seca. Los relámpagos cruzan el cielo seguidos del fragor de los truenos.
Los rayos descargan sobre el mar, que se revuelve como un animal herido levantando enormes olas que llegan hasta el paseo marítimo.
Ni los más ancianos del pueblo recuerdan una tormenta semejante.
Los turistas, reunidos en el vestíbulo, sobrecogidos y nerviosos, contemplan el espectáculo. Solo el señor «suspendido en el tiempo» permanece tranquilo sentado a su mesa acariciando la caracola que siempre lleva consigo.
La tormenta dura toda la noche. Al día siguiente, el cielo sigue nublo y reina una calma extraña. Nadie se atreve a ir a la playa. Solo el extraño turista va al atardecer.
Desde los ventanales del vestíbulo lo ven caminar por la arena, alejándose. Al llegar donde mueren las olas extiende los brazos hacia una figura de mujer que ha surgido ante él. Sus largos cabellos son algas filamentosas. Su vestido está hecho de bruma.
Todos ven como se funden en un estrecho abrazo y una ola los envuelve y se los lleva.
La historia del extraño turista y su misterioso desenlace, circuló de boca en boca y, la fama de «Costa Longa» creció para alegría de don Fulgencio.
Con el correr de los tiempos la historia se convirtió en «La leyenda de los amantes que se llevó el mar».
FRAN KMIL
Turista.
No había hoteles ni habitaciones disponibles para alquilar a pesar de las muchas viviendas que aún quedaban en pie.
Piedra Blanca estaba en ruinas, moribundo. Las casas se derrumbaban por falta de calor humano.
Sus habitantes se marcharon prometiendo volver pero olvidaron la promesa y no regresaron.
Deambulaban por las calles solitarias algunos viejos achacosos, semejantes a fantasmas en busca de descanso eterno, empecinados en permanecer en el mismo lugar para que cuando llegara la muerte los encontrara fácilmente.
En otro tiempo, cuando el ruido de los camiones y los helicópteros militares, llenaban los días del pueblo, no hubiera llamado la atención la camioneta Chevrolet Silverado roja ni la mujer de vestido rojo que se bajó de ella y preguntó por un hotel a un viejo de mirada ausente, sentado en una silla inclinada contra la pared, justo debajo de un letrero otrora luminoso que decía Bar la Luz y que con solo la primera y última letra encendida decía Bz.
Antes, cuando la base militar aún estaba activa, ver turistas y forasteros que arribaban a visitar a sus seres queridos, era el pan nuestro de cada día.
Pero alguien de mirada corta y pésima capacidad para medir las consecuencias futuras de las acciones, comenzó con el movimiento anti injerencista y abrió los ojos a los habitantes a una realidad que ellos no habían sido capaces de prever: los militares extranjeros eran enemigos, miembros del ejército de una gran potencia imperialista hambrienta de poder que estaban allí para apoderarse de las tierras y someter a sus habitantes a su voluntad. Peligraba la libertad y la soberanía del país.
Fueron tantos los gritos y protestas que el gobierno se vio obligado a cancelar el contrato y se marcharon los militares y con ellos la actividad de Piedra Blanca que perdió la razón de existencia.
La primera en marcharse fue Doña Esther y sus prostitutas. Las mujeres lo celebraron.
Pero la alegría duró poco porque más atrás cerró el bar y la lavandería y la central de camiones de abastecimiento que diariamente traían frutas y verduras para la tropa.
Piedra Blanca daba los últimos estertores cuando la mujer del vestido rojo, quien insistió en que la llamaran la maga, comenzó a discursar sobre la reconstrucción de la base, no al servicio de ningún ejército terrenal, sino al bienestar de toda la población del planeta, de la humanidad…
Hablaba con palabras bonitas que regresaba la esperanza a los viejos cansados de vivir, quienes renovaron sus ansias con cada movimiento de los trabajadores que devolvían a la vida a la base y con ella al pueblo.
—Aquí será la base del movimiento mundial de liberación. Aprovecharemos las instalaciones.
Dijo la maga y los pocos sobrevivientes del éxodo la aplaudieron con entusiasmo, sin importarles el verdadero motivo de la resurrección ni los mensajes radiales que acusaban a la bella mujer del vestido corto y muy escotado, de narcotraficante e insurrecta y amenazaban con invadir al pueblo con las tropas militares.
La maga y sus trabajadores se convirtieron en los salvadores, en los libertadores de la única y verdadera opresión: el hambre.
ARCADIO MALLO
VERANO
Observaba desde la arena el horizonte. El ir y venir de la gente que paseaba de una punta a otra de la playa, en ese afán inútil de mitigar el efecto de las tapitas del bar y de las cañas del tardeo. Al menos, suponía que sí lograrían silenciar su conciencia, que por lo general, no acostumbra a coger vacaciones.
Desde la orilla comentaba con el compañero, viejo lobo de mar, como golpeaban las olas en plena subida de la marea. Una conversación que buscaba la tranquilidad ante el atrevimiento ignorante de los niños que se bañaban en la orilla.
Su mirada reparó en una pareja oriental que bajaba las escaleras. Vestidos de calle y sin “equipo playa”, se acercaron a la orilla que por momentos caía más lejos y por momentos empapaba arena seca. Lo habitual en la subida de la marea de un Atlántico bravo por naturaleza.
En un rato que desvió la mirada a controlar a los críos. Cuando volvió para ver el fin de aquella pareja, el turista ya había subido por las piedras y estaba en posición de victoria, aguardando a que ella le hiciese la foto.
— ¡Se va a mojar! — Comentó con el compañero.
Así fue. La ola lo duchó, literalmente. Pero todavía hambrienta, le quedó fuerza para desequilibrar a la fotógrafa, provocando su caída entre las piedras, quedando a la merced de la corriente, dado que sus manos se levantaban en alto intentando evitar que el móvil y los papeles que sostenían resultaran mojados.
En un primer momento, no pudieron evitar ver la escena con humor. Pero no tardaron en darse cuenta de las dificultades de la chica para defenderse de aquel arrebato del mar y acudieron a la carrera a ayudarla a ponerse en pie. Ella sonrió, entre avergonzada y agradecida, al tiempo que él llegaba por las escaleras. Subieron al paseo y se perdieron.
— ¡Turistas! — Dijo el viejo lobo de mar a modo de justificación.
Los niños seguían regocijándose en la orilla. De vez en cuando, el mar los echaba a la arena con alguna ola fuerte. Pero ellos volvían a la carga. Se estaban conociendo, algo imprescindible para su convivencia.
MARIANA DI PASCUA RÍOS
EL NUEVO HABITANTE
Era de gran dificultad caminar en ese planeta. No sé que se me dio por gastar dinero en tal estupid&z. La nave descendió en la parte norte donde el suelo tenía la irregularidad del cuarzo terrícola,era violeta y olía a pasto. Eso pudimos saberlo junto con los otros cuatro turistas, seguro la tripulación ya estaba acostumbrada.
Desde el año 3001 una poderosa agencia de viajes había comenzado a hacer paseos de una semana a el planeta transmuvill, los paseos a plutón, venus o marte no estaban de moda desde que fueron poblados por humanos de adaptación.
Yo viajé con tres compañeros de trabajo :Carlos, Martin y Gustavo.
Ellos estaban recién separados por lo que planificaron darme un poco de felicidad a mí que seguía casado hacia 25 años con mi amadísima esposa.
Antonio, me dijo Carlos unas semanas antes de partir,ven con nosotros que estamos viviendo nuestros duelos muy tristemente.
Yo quise poner un par de excusas pero no pude puesto que ya habían hablado con mi familia y el jefe de nuestra empresa era yo.
_Sin remedio les dije que sí fingiendo felicidad ya que solía indisponerme unos días luego de un viaje espacial aunque lo que me costaba era alejarme de Alejandra. Éramos una pareja perfecta pero nunca mis amigos quisieron verlo.
Pero bueno la empresa que habíamos desarrollado se trataba justamente de él tema de adaptación a otros planetas.
Contratavamos científicos, Biólogos, genetistas para hacer vacunas que adaptaran el organismo humano a la atmósfera de cada planeta.
Se daban inyecciones a las personas que iban a un viaje, que los adaotaba a una semana, un mes o un año. Las dosis se debían repetir en fechas casi exactas y si la fecha se extendía por más de dos días la adaptación expiraba.
Para marte ya se inoculaban hongos y levaduras que en la tierra se mantenían en latencia pero en ese planeta salían de su inactividad y se producía la adaptación.
El agua y el oxígeno no eran indispensables en todos los planetas o no por periodos de tiempo que serían mortales para el hombre en la tierra.
Había pastillas concentradas para toda sustancia en cápsulas blandas y que se ofrecían en plazas como si fueran fuentes de agua para los pobres que continuaban cohexistiendo junto a cuatro clases sociales más.
En el planeta transmuvill la adaptación duraba solo una semana por lo que el regreso debía ser puntual.
Salvo por el incómodo suelo campestre luego la pequeña ciudad tenía hoteles con todos los lujos y ya había habitantes nativos.
Los cuatro amigos disfrutaron de charlas, tragos nuevos y observaban de reojo a las transmuvill femeninas con las que el contacto sexual estaba prohibido.
Llegó el día de marchar pero Antonio no aparecía por ningún lado, lo buscaron por todo el hotel y la ciudad.
La tripulación estaba desesperada por irse y terminaron marchando sin Antonio de regreso.
Al llegar su esposa entró en desconsuelo porque no había una explicación.
Unos años después otros viajeros vieron a un ser masculino que contó se había enamorado de la una mujer de ese planeta, al parar el efecto de la vacuna la única salvación era darle una pastilla que lo dejara como uno más del planeta el resto de su vida.
Antonio pudo divorciarse de la terricola por las leyes interplanetarias.
Se casó con el nuevo amor de su vida y fue feliz para siempre… al menos más que sus amigos que le mensajeaban quejándose de su infelicidad terrestre.
RAÚL LEIVA
Karma
Después de interminables cuatro días de autopsias, sospechas y dolor, logró que lo dejaran pasar a la morgue a reconocer a su esposa. La habían encontrado muerta en su casa de una sobredosis mientras él se encontraba de viaje por trabajo. Todos los testigos coincidían en lo mismo, ella jamás había ingerido nada, era la mujer más sana del mundo y todos la querían. Su esposo llegó de su travesía y la encontró así, llevaba un día sin vida.
Muchas fueron las preguntas, pocas las respuestas.
Entró en la morgue y la vio, el rostro hinchado, su piel morada y un rictus horrible, parecía pedir ayuda desde el más allá. Pidió quedarse con ella un minuto. Le concedieron el pedido al deshecho viudo. La abrazó llorando, el frío de su piel fue lo último que va a recordar de ella. Le tomó la gélida mano y de su bolsillo sacó un celular. Pasó uno a uno los dedos de la mujer muerta hasta que lo desbloqueó, lo guardó en su bolsillo y salió llorando a gritos para encerrarse en un baño. Allí borró cada mensaje de texto recibido, limpió cada chat y cada lista de contactos. Borró cada foto y lo reseteó. No quedaba ninguna evidencia.
Solo quedaba deshacerse del cadáver de la amiga de la mujer que guardó su celular para chantajearlo.
CÉSAR TORO
El Turista.
Apenas recuerdo cuando llegué a esta isla al principio era solitaria con pocos habitantes, mucha vegetación y animales salvajes por doquier. Asi empezó esta aventura, poco a poco fué poblándose, al principio me daba miedo explorarla con el tiempo agarré confianza y empecé a socializar, estudiar, me tocó asumir responsabilidades que no sabía que tenía, aprendí a convivir con mis semejantes, a veces era fácil a veces complicado; sin embargo,me tuve que adaptar, y compartir con mis semejantes el agua los alimentos y además respetar su espacio para que respeten en mío de lo contrario siempre había conflictos, el camino se torno lento y sinuoso, a veces subidas escabrosas y en otras llanos y playas maravillosas, en ocasiones nos azotaban el hambre y la guerra en otras llegaba una paz duradera. Yo segui el camino y logré sortear los obstáculos, siempre con la sabiduría del altísimo pues se me facilitaba cuando pedia la ayuda divina. A través del tiempo he transitado por diversos lugares, ciudades , Playas, montañas y desiertos. He comido lo mejor que me provee la naturaleza he saboreado manjares exquisitos, pero también me ha tocado épocas difíciles donde apenas consigo alimentos; sin embargo, sigo transitando esta isla ahora ya no es desierta, está superpoblada; los animales salvajes y la vegetación, escasean cada vez más y las personas hoy en día parecen robots pegados a una pantalla. Yo sigo aquí en esta isla disfrutando del sol, la luna, las estellas y la playa. Me he convertido en turista de esta maravillosa tierra, hago lo que puedo lo demas lo dejo en manos del creador y al final del camino cuando me toque partir, me gustaría dar gracias y poder recitar un verso como el poeta.
“ Vida nada te debo, vida nada me debes, vida estamos en paz”.
AXY LINDA
Me condené a ser un turista en mi propio país.
El mejor escondite está frente a los ojos, así que no me oculto… pero vivo temiendo ser reconocido. Tal vez esto sea peor que una prisión entre barrotes.
Antes tenía una familia ideal… o eso creía. Un buen trabajo… o eso creía. Cumplía órdenes sin protestar, y era bien recompensado.
No sabía que mi yerno no era de los “nuestros”. Por su “maldita” raza, mi hija y mis nietos pagaron las consecuencias.
No investigué con quién se casaba.
Mi esposa no resistió la pena. Ingerió tantas pastillas que no pudieron salvarla.
Con ayuda de amigos obtuve nueva identidad y un nuevo rostro, cortesía de un “amigo” especialista en experimentos.
¿Soy otro?
¿Reflexionar?
¿Tomar conciencia?
¿O seguir creyendo que hice lo correcto?
Yo solo obedecía… ¡No soy criminal de guerra!
Era mi trabajo.
Cualquiera habría hecho lo mismo.
¿Verdad?
ANDRÉS JAMES CÁCERES
Invierno escocés (Crónicas de aquel viaje)
Llegamos a mediodía a un camping en las afueras de Glasgow. Extrañamente para nosotros estaba deshabitado.Solo un sereno nos recibió sorprendido.
En perfecto inglés nos preguntó que hacíamos allí.
-Queremos pasar una noche aquí, somos ocho estudiantes y cuatro carpas, cuanto sale? Le preguntamos .
Con una risa contagiosa, respondió: – claro , si se animan!!!!Y se alejó entre risas impropias de un británico .
El sol estaba en el Zenit, – por fin algo gratis por estos lares suspiramos!!!
Nos instalamos y corrimos a conocer la capital de Escocia. De lo antiguo a lo moderno. Nos maravilló la Escuela de arte , una obra del arquitecto Mackintosh, joya del art Noveau de principios de siglo.
Ya al fin de la tarde nos volvimos al camping, después de visitar una de las tantas destilerías de whisky donde nos abusamos de las muestras gratis.
La tarde caía y el frío se hacía notar. Ya descendía bajo el cero!
Cuando despertamos al otro día para seguir viaje, nos dimos cuenta porque se reía el sereno
Las carpas no abrían, estaban congeladas y envueltas en hielo .
Todavía recuerdo como corríamos con ellas para que se pudieran doblar.
Tuvimos que esperar el sol del mediodía para que al fin pudiéramos deshielar todo y prender la camioneta.
Lo recordariamos como:La noche en que el «Sir Edward» nos salvó del hielo .
Edu
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
¿Tema de la semana?
Recuerdo que no hace mucho tiempo era todo tan diferente.
Antes mi padre era cariñoso, estaba siempre al tanto de nosotras, nos traía dulces y ropa después de un viaje, y desde luego no se ausentaba tanto.
Me preguntaba que es lo que habrá pasado, para que asumirera esa actitud, no lo comprendiamos.
Le decíamos a mi madre, que esto no podía seguir así, que hablara con él por favor.
Mi hermana le había puesto «el turista». Yo le decía que era una falta de respeto, que no sabíamos el porqué ya casi no venía a casa, ella estaba muy molesta, me decía que pensaba que tenía otra familia y por eso cada vez nos veía menos.
No lo sabemos lo mejor será esperar que nuestra madre hable con él, y aclare el porque cada vez se ausenta más.
Al fin mi madre se decide a preguntarle que es lo que pasa
Mi padre le dice que ya no puede ocultar más lo que le sucede, le pide que lo perdone y también nosotras sus hijas lo hagamos que no quiere lastimarnos y que terminemos odiándolo.
Le pide que por favor lo comprenda, ella cree que obviamente la engaña con otra mujer pensaba que quizá tenía otra familia también.
Al fin, le dice que se ha enamorado de otra persona, que se va a ir de la casa; que desde hace tiempo él se negaba a si mismo que era gay.
Y qye conoció en uno de sus viajes a un hombre del cual se enamoró y ahora se iría a vivir con él, que sería lo mejor para todos que no les faltará nada a ella ni a las hijas.
Ella se queda «atónita», sin palabras, no puede ni quiere creer lo que está escuchando.
Las hijas también están escuchando y solo aciertan a llorar.
Mi madre al fin le dice, que contra eso no puede hacer nada.
Con lagrimas en los ojos le manifiesta que cuidará bien de las hijas que espera poder rehacer su vida y superar esto.
Mi padre se despide diciéndoles que siente mucho el irse pero que no puede seguir más con este engaño.
Pero que las visitará y estará pendiente de ellas siempre, que nunca dejará de ser su padre, ni se olvidará de ellas.
Recoge sus cosas y se va.
Mi relato favorito:
El valor de intentar de
Juan C Valtierra