Con los ojos cerrados – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «siempre saludaba». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 7 de agosto!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Con los ojos cerrados se ve el universo acurrucado en la tierra de tu mirada.

Con los ojos cerrados se ve un laberinto en el eco del pensamiento.

Con los ojos cerrados ves lo que sientes, lo que llevas dentro de las entrañas.

Con los ojos cerrados conectas con el todo y con las almas.

Con los ojos cerrados te metes una ostia que te cagas.

SUSANA NÉRIDA

De pequeños, nos castigaban con los ojos cerrados o abiertos contra la pared. Resulta irónico decir que así aprendí a meditar. Con los ojos cerrados, con los ojos abiertos.

Salíamos al recreo, o en los cumpleaños, para jugar a la gallinita ciega. Con los ojos cerrados o con una venda se caminaba a tientas para encontrar al resto de niños.

Con los ojos cerrados contaba en alto el que la ligaba al escondite.

Con los ojos cerrados también la ligábamos en el esconderite inglés.

Creo que con el tiempo, se devaluó vivir con los ojos cerrados.

Pero cerramos los ojos para derramar mares por ellos.

También cerramos los ojos para percibir un olor grato.

Para dar un beso desde lo más profundo de nosotros.

Cerramos los ojos para meditar y dormir. Muchas veces viendo cosas extrañas al hacerlo o imaginando otros mundos, controlando la respiración y el flujo de pensamientos…

La vida se pasa con los ojos abiertos, ahora cerrados.

Y finalmente, un día, se cerrarán para no volver a abrirse, iniciando, tal vez, el viaje más largo que alguna vez creímos.

Y hoy, me despido, que voy sobresaturada de estímulos y también me voy a regular: cerrando los ojos.

Hasta pronto.

DAVID MERLÁN

—¿Qué sientes?

—Tranquilidad. Paz conmigo mismo.

—Eso está bien. De eso se trata—le contestó el médico mientras se incorporaba al lado de su cama.

—¿Cuándo podré abrir los ojos, doctor? ¿Cuando volveré a ver.—preguntó él con congoja angustiosa.

—Todvia es pronto para saberlo—contestó apretando cariñosa y levemente el antebrazo del paciente—no te inquietes. De lo único que tienes que preocuparte ahora es de recuperarte, ¿Entendido?

—Si doctor. No me queda otra…—añadió resignado mientras seguía prostado en la cama del hospital.

—Ya verás como en menos de lo que te esperas, estás de nuevo en plena forma. Espera, te incorporaré un poco para que notes la brisa del exterior —al tiempo que accionaba el mando de la cama para elevar el cabecero.

—Ya, doctor, pero para pintar cuadros hay que ver, y temo no poder volver a hacerlo como hasta ahora.

—Mientras te recuperas y tengas los ojos cerrados, te recomiendo que pintes con el alma. Imagina, sueña paisajes y cuadros infinitos. Para eso no hay que ver. Solo tienes que usar el corazón. Los ojos son tan solo un sentido más.

—Gracias, doctor—mientras ladeaba la cabeza hacia la ventana, como cuando instintivamente miramos al horizonte y nos sumergimos en nuestros propios pensamientos.

RAQUEL LÓPEZ

En la soledad de mi existencia

bebo sorbo a sorbo mi nostalgia

ecos que evocan reminiscencia,

de una eterna ausencia que no se olvida.

Cierro mis ojos y te siento,

cada suspiro, escondido en mis adentros

vibrando mi corazón en casa verso

con la firme esperanza de un reencuentro.

Te siento en el aire y en el fuego

en el agua y en la tierra, tu presencia

y con los ojos cerrados yo te pienso,

aferrado de nuevo a tu ausencia.

Cierro mis ojos para que no te vayas

reteniéndote en silencio en mi memoria

dejando escapar solo las lágrimas

de vacío y eterna agonía.

Cierro los ojos y te pienso

y en ese transcurrir de mi vida

te conservo fiel en mis pensamientos,

dibujando en mi mente una sonrisa …

EMILIA CREGO

LA VIEJA CASA

Aquel día de lluvia, la noche agitó con fuerza las ventanas de la vieja casa. Entre sábanas frías mi cuerpo se estremeció, por cada rayo de luz, que iluminaba el sembrado. Las horas se cayeron de las agujas del reloj, para anunciar que la espera seguía en torno a la madrugada. Se oía caer la lluvia como un torrente de agua por el valle, queriendo arrasar con la maleza. Las ramas de los árboles se mecían al compás del viento, se elevaron para proteger a la tierra, a los seres que la habitaban y en lo alto del cerro a la «vieja casa». Esta se mantenía en pie. Su fachada principal era una serie de rocas para proteger, un pórtico de madera remachada con clavos. Entre piedras y rocas, destacaban, para embellecer dicha fachada, unas rosas teñidas del color del vino. La luna quiso bajar para coger una rosa, con la ayuda de aquellas nubes. Las nubes viajaban entre los vagones de un tren, que descarrilaba cuando el viento soplaba con fuerza, y la luna se quedó colgando en el último vagón y con sus brazos robustos apareció el sol.

El sol recogió a la luna, le dio fuerza y cobijo, la dejó dormida y sumergida en una cueva. El sol cogió vuelo hacia el horizonte de nuevo y volvió a salir, despertando la mañana, serena y con el aroma del amanecer.

BENEDICTO PALACIOS

Pasaba Elisa muchas horas al día tras el mostrador, una mesa de madera bien bruñida, con un lápiz en la mano y un cuaderno de dibujo. Diseñaba a ratos alguna prenda y cuando le faltaba inspiración, apoyaba en una mano la cabeza y mantenía la mirada perdida. Era una pose tan habitual que había tenido la tentación de mirarse en un espejo y hacer un esbozo de sí misma. Le gustaba la moda, se le daba bien el dibujo y tuvo la fortuna de asistir a las enseñanzas de un reconocido modisto y hacer sus pinitos en el diseño de modelos. Pero como era también una mujer práctica, pronto descubrió que abrirse un hueco entre gente de tantas campanillas era sinónimo de pedir cotufas en el golfo.

Abrió una tienda con dos secciones diferentes. Una estándar o de prêt à porter y otra especializada en eventos: bodas y trajes de ceremonia. De la estándar se encargaba Filo, compañera desde sus años de colegio, y ella de la más exclusiva.

A las doce de la mañana de un día bochornoso, cuando estaba retocando un dibujo, empujó la puerta una pareja joven. No era la primera, pero sí la que le obligó a interrumpir el diseño de una blusa, porque sus ojos expandían un brillo especial, una gracia, un hechizo natural. Reían con tanto encanto y parecían tan enamorados que cuando Elisa les preguntó por el motivo de su visita, se quitaban la palabra para decir que estaban esperando un bebé. Ambos transmitían felicidad. Se llamaban Andrea y Victor.

Elisa les mostró modelos premamá y como apenas se le notaba el embarazo, compraron solamente un vestido, dejando encargados otros dos para cuando con cinco meses ella aumentara de volumen. Se despidieron tan felices, obsequiándola Víctor además con una mirada posesiva, y Elisa se quedó tan maravillada que cuando cerró la tienda dio tal chillido que una lámpara se hizo añicos. Estaba harta de vender a parejas distraídas, tontas y desencantadas.

Faltaban dos meses para la fecha del parto y se presentó en la tienda Andrea sin aquella luz con que por primera vez empujó la puerta. Volvía sola. Elisa estaba tan ensimismada en sus dibujos que tardó en darse cuenta de su presencia. La encontró triste y la preguntó por su pareja. No contestó. Indicó a Filo que atendiera a todos los clientes y cogiéndola de un brazo la invitó a que se sentara en un sillón. Había venido sola porque, muy cabreada, había puesto a Víctor una maleta a la puerta de la calle. Como estaba muy avanzado el embarazo, dormía mal y tenía que levantarse con frecuencia, rogó a Víctor que se cambiara a otra habitación. Se despertó con sed a las tres de la mañana y se dirigió al frigorífico. Le extrañó ver luz en el cuarto que aquel dormía y pensó que se le había olvidado apagarla. Se acercó con sigilo para no despertarle y le encontró chateando en el ordenador.

—También yo odio la soledad. Podemos quedar un día y vernos, dijo él.

—Dame alguna pista porque no te conozco.

—Yo a ti sí hasta con los ojos cerrados.

Llevaba de la mano el móvil que le servía de linterna e hizo una foto de la página del ordenador. Intentó dormir aunque le resultó imposible. Con las primeras luces envió al wasap de Víctor la foto del ordenador, metió en una maleta el estuche de afeitar y le dijo que cerrara la puerta de casa por fuera. Ya no le necesitaba. Se preparaba para alumbrar una nueva vida, una eclosión de fuegos artificiales.

Víctor se puso de rodillas y la besó los pies. Que le perdonara. Andrea le escribió al wasap una larga misiva. No podía perdonarle, menos ahora porque nada cambiaría tanto el mundo como la llegada del bebé.

«Acabo ahora de comprender que he vivido contigo un espejismo, un eclipse total, un mundo que solo se podía contemplar con los ojos cerrados.»

Cuando Andrea acabó de referir aquellos sucesos, Elisa preguntó por el nombre de su pareja.

—Victorino o Nino.

Elisa encargó a Filo que la siguiera atendiendo. Se metió en el baño, se sentó en un taburete y se puso en la nariz el frasco de sales.

«Así que Nino. ¡Por Dios! No se le ocurrirá acudir aquí con la maleta.»

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

LA OSCURIDAD QUE REINA BAJO LA ESCALERA


A pesar del día que era, Julia se había levantado temprano. Le gustaba aprovechar la tranquilidad de los domingos por la mañana para desayunar sin prisas. Todavía no eran ni las siete, pero el día ya empezaba a clarear. Se desperezó con intensidad y se asomó por la ventana de la cocina mientras las tostadas se calentaban y el café comenzaba a hervir. Tras sacudirse el sueño, respiró profundamente y se dejó llevar por el trino de los pájaros que se habían posado en el tejado del edificio de enfrente.


Para la mayoría, Julia era una perfecta desconocida. Una chica joven, guapa y anónima recién aterrizada en un viejo bloque de pisos de renta antigua. Llevaba poco tiempo viviendo en ese edificio y en esa ciudad. Sin embargo, pese a su corta carrera como nueva vecina, no había pasado desapercibida en absoluto. Casi la totalidad del vecindario estaba compuesto por un enorme enjambre de ancianos de todo tipo y condición, ya fuese en forma de matrimonio o a título individual, en calidad de viudos. Octogenarios en su mayoría, y con todo el tiempo libre del mundo, por lo que no tardaron en poner en marcha la maquinaria inquisitoria, realizando sus pesquisas acerca de la chica nueva que se acababa de mudar.


Sin embargo, algo estaba a punto de quebrar la paz que reinaba aquel tranquilo domingo. Dos horas más tarde, los vecinos del inmueble eran sobresaltados por los angustiosos gritos de Matilde, la del segundo. Con las dos manos en la cabeza, las piernas temblando y las barras de pan tiradas por el suelo, Matilde se desgañitaba viva mientras el eco de sus alaridos se extendía por todo el patio y la escalera interior. Acaba de descubrir un cuerpo, inmóvil, aunque perfectamente tumbado, con los brazos abiertos y las piernas extendidas. Cualquiera al verlo hubiera jurado que dormía plácidamente. Pero Matilde ya imaginaba lo peor.


Alertados por el escandaloso griterío, los vecinos salieron de inmediato. Rápidamente las barandillas se convirtieron en un amasijo de cabezas y de murmullos paulatinamente crecientes en intensidad. Lo que más preocupaba a los vecinos, aparte de la más que probable evidencia de que tenían un cadáver bajo sus hogares, era la identidad del mismo. Nadie sabía quién era, tan solo que se trataba de una chica, a juzgar por el vestido. Aunque hoy en día, con tanta confusión de géneros, ese dato no resultaría en absoluto concluyente. La cabeza permanecía oculta bajo la escalera, fuera del alcance visual de los pisos superiores, lo que hacía de aquello un completo enigma para los espectadores agolpados en las escaleras.


Fue Matías, un antiguo y aguerrido veterano de guerra posteriormente reconvertido a guardia civil, el primero en dar un paso hacia adelante. Con la escasa presteza que sus años le permitían, comenzó a bajar lentamente las escaleras, ante la intriga y el pavor del resto de rostros arrugados, que no se atrevían a mover un dedo. La expresión “tener más miedo que once viejas” cobraba todo su sentido en aquella situación. Fueron casi cinco minutos de incertidumbre y de bajada, hasta que finalmente Matías alcanzó su objetivo.


Haciendo acopio de su experiencia, observó detenidamente la escena. El cuerpo se encontraba perfectamente colocado, sin el más mínimo rastro de sangre ni nada que hiciese evidenciar una caída, un golpe o cualquier tipo de violencia. Una vez examinado el entorno, se dispuso a desvelar el enigma que todo el vecindario estaba esperando. Con mucha dificultad se agachó y al tercer intento consiguió encender su mechero, deshaciendo la oscuridad que reinaba bajo la escalera. Efectivamente, se trataba de la muchacha nueva, y así lo hizo saber a sus vecinos. El murmullo fue generalizado. Desde pobrecilla hasta qué lástima, las exclamaciones se fueron sucediendo en cadena.


Una vez vencido el miedo inicial, los vecinos fueron descendiendo poco a poco hasta situarse en círculo alrededor del cuerpo de la joven. Los más atrevidos, haciendo caso omiso al principio de no invadir la escena del supuesto crimen, se aproximaron cada vez más, hasta casi rozarle la cara, exhalándole su característico aliento con olor a antigüedad.


En ese momento, ante el asombro de su entregado público, Julia se incorporó como si alguien hubiese accionado un resorte en su espalda. De su boca escapó un tremendo grito, al despertar súbitamente y verse rodeada de rostros de ancianos, pegados a ella. Abuelas y abuelos, como si de una partida de bolos se tratase, cayeron desplomados hacia atrás.

Horas más tarde, Julia explicaba todo con detalle a la policía y al personal de urgencias. Se encontraba preparándose el desayuno cuando, al intentar sacar la tostada metió sin querer el cuchillo. A eso le sucedieron instantáneamente el cortocircuito y el corte de electricidad. En la semioscuridad del amanecer, se dirigió como pudo al patio, al cuarto de contadores que se encontraba bajo la escalera, para accionar el interruptor general. Estaba a punto de entrar cuando un profundo sueño la sorprendió y cayó desplomada. Desde pequeña, Julia padecía de narcolepsia, un trastorno que le provocaba ataques repentinos de sueño en los momentos más inesperados. Y allí permaneció durante varias horas, tendida a lo largo y plácidamente dormida hasta que Matilde la descubrió cuando volvía de comprar el pan. El resto ya es historia.

ANGY DEL TORO

ASOMAN LOS HADOS

“Cuando por la noche mires al cielo, te parecerá que todas las estrellas ríen…”
—así nos despedimos.

Verás una estrella distinta, aunque parezca una más en el firmamento.
Sonreiré, porque mi partida no será un adiós, sino un regalo silencioso.
Y tú también lo harás, porque en esa risa suspendida en el cielo,
sentirás un alivio transformado en luz.

En estos tiempos que corren,
donde el dolor muerde y la pérdida se sienta a la mesa de la soledad, sus palabras fueron refugio:
«el amor verdadero jamás desaparece».

Ahora, su sutil presencia me abraza desde dentro.
Una estrella siempre es distinta, más viva, más dorada.
Porque en el cielo su alma descansa,
y aunque sus ojos se cerraron,
asoma el consuelo —una brisa, una chispa— que no apaga.

Y en las noches más largas, cuando la niebla es más espesa,
solo necesito alzar la vista,
sentir su aroma leve entre las estrellas,
y saber que, en alguna parte,
alguien por mí… aún sonríe.

Inspirado en El Principito.

JUAN C VALTIERRA

Esa mañana Macario despertó con el gallo de don Chencho cantando más temprano que de costumbre. El aire olía a tierra mojada aunque no había llovido en San Patricio del Monte desde hacía tres semanas. Los cerros pelones se veían grises contra el cielo, como viejos dormidos.

Se levantó despacio, como siempre desde que cumplió los sesenta, y puso la radio vieja que tenía en la cocina. La misma que le había regalado Agripina para su cumpleaños, hace ya quince años. Quince años desde que se fue.

Las ondas buscaron entre la estática hasta encontrar una estación de Guadalajara. Una voz de mujer cantaba algo sobre seguir a alguien, sobre confiar sin ver, sobre amar con los ojos cerrados.

Macario se quedó quieto, con la taza de café a medio camino de los labios. El café se enfrió entre sus manos.

Esa canción…

Se acordó de Agripina lavando ropa en el arroyo, tarareando esa misma melodía mientras frotaba las camisas contra las piedras. Tenía las manos pequeñas pero fuertes, y cantaba bajito para no despertar a los pájaros que anidaban en los sauces.

“¿Tú me seguirías con los ojos cerrados, Macario?”, le había preguntado una tarde de octubre, mientras el sol se ponía detrás de los cerros y el agua del arroyo se volvía dorada.

“Hasta donde me lleves”, le había contestado él, sin saber que ella ya tenía los ojos puestos en la carretera que llevaba a Guadalajara.

“¿Pero me conoces realmente, Macario? ¿Sabes qué sueño cuando duermo? ¿Sabes qué pienso cuando me quedo callada?”

Él había reído, abrazándola por la espalda mientras ella seguía lavando.

“Te conozco desde que éramos chavos. Sé todo de ti.”

“No sabes nada”, había dicho ella, pero lo había dicho sonriendo, como si fuera una broma.

No era una broma.

La canción terminó y el locutor anunció con voz cansada: “Gloria Trevi con ‘Con los ojos cerrados’”. Macario apuntó el nombre en el reverso de una cuenta de la luz. Tenía que conseguir esa canción.

Se puso los zapatos buenos, los únicos que le quedaban sin agujeros, y tomó del cajón de la cocina el pañuelo bordado que Agripina había dejado olvidado. Lo llevaba siempre en el bolsillo, como un talismán o una herida.

Por el camino se encontró con doña Socorro, que regresaba del pozo con dos cántaros de agua.

—¿A dónde tan temprano, Macario?

—A conseguir una canción.

—¿De esas que duelen?

—De esas que curan, doña Socorro. De esas que curan.

La mujer lo miró con esos ojos que tenía, llenos de un saber antiguo.

—Macario, ¿nunca te has preguntado por qué se fue Agripina?

—Se fue con el maestro. Todo el mundo lo sabe.

—Todo el mundo dice muchas cosas. Pero yo la vi esa última noche, llorando junto al arroyo. No lloraba como quien se va con otro hombre. Lloraba como quien se va sola.

Doña Socorro siguió su camino sin decir más, pero sus palabras se le quedaron a Macario clavadas como espinas.

El tianguis de San Patricio del Monte se armaba todos los jueves junto a la iglesia. Puestos de casetes piratas, elotes cocidos, zapatos usados y medicinas de patente. El olor a aceite quemado de las gorditas se mezclaba con el incienso que salía del templo.

Macario buscó el puesto de Rigoberto, el hijo de la Chona, que vendía música desde que regresó de trabajar en los Estados Unidos con una grabadora y la cabeza llena de canciones en inglés.

—Busco una canción de Gloria Trevi —le dijo—. Se llama “Con los ojos cerrados”.

Rigoberto revolvió entre sus casetes, todos marcados con plumón negro y letra chueca.

—No tengo esa, don Macario. Pero tengo otra que también habla de una mujer que no se deja querer. Se llama “La Bikina”.

El joven puso el casete en una grabadora pequeña. Salió la voz de Luis Miguel con mariachis de fondo:

*La Bikina tiene pena y dolor…*

—Espérame tantito —dijo Rigoberto, y desapareció detrás del puesto.

Macario se quedó solo, escuchando la canción, cuando una voz a sus espaldas lo sobresaltó:

—Esa canción le gustaba mucho a Agripina.

Se volteó. Era Esperanza, la hermana menor de Agripina, que había regresado de México hacía poco con el pelo teñido de rubio y dos niños colgados de las manos.

—Esperanza… ¿Cómo sabes que le gustaba?

—Porque me escribía cartas, Macario. Durante años me escribía cartas. Hasta hace poco.

El mundo se le tambaleó a Macario.

—¿Cartas? ¿Desde dónde?

—Desde Guadalajara primero. Después desde México. Al final desde Tijuana. Trabajaba en una maquiladora. Nunca se casó, nunca tuvo hijos. Siempre preguntaba por ti en las cartas.

—¿Por mí?

—Decía que te había amado, pero que tú la amabas como se ama a una muñeca. Que nunca le preguntaste qué quería hacer con su vida. Que cuando hablaba de estudiar o de conocer otros lugares, tú cambiabas la conversación.

Esperanza sacó una carta del bolso.

—Esta es la última que me mandó. Hace dos meses. Dice que está enferma, que quiere regresar a morir al pueblo, pero que no sabe si tú la recibirías.

Macario tomó la carta con manos temblorosas. La letra de Agripina, más gastada pero inconfundible:

*“Esperanza, he estado pensando mucho en Macario. En lo que pudo haber sido si yo hubiera tenido el valor de hablar claro y él el valor de escuchar. Éramos tan jóvenes… Él creía amarme, y yo creía que bastaba con ser amada. Ninguno sabía lo que era conocerse de verdad…”*

Rigoberto regresó con el casete de “La Bikina”.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Macario con voz quebrada.

—Para usted nada, don Macario. Se ve que la necesita más que el dinero.

Ya en su casa, Macario puso el casete en la grabadora vieja. Pero antes de darle play, se sentó con la carta de Agripina y la leyó completa. Hablaba de su trabajo en las fábricas, de las amigas que había hecho, de los libros que había leído, de las películas que había visto. Una vida entera que él no conocía.

*“A veces escucho ‘La Bikina’ y pienso que esa mujer altanera soy yo. Que me fui no porque no te amara, sino porque te amaba tanto que no podía seguir siendo tu muñeca bonita. Quería ser tu compañera, pero no sabías que yo necesitaba compañía para mis sueños, no solo para tu cama y tu cocina.”*

El mariachi entró con fuerza cuando le dio play:

*La Bikina tiene pena y dolor… La Bikina no conoce el amor…*

Macario cerró los ojos, pero esta vez no para perderse en la nostalgia, sino para entender. Vio a Agripina hablándole de los libros que quería leer, de los lugares que quería conocer, de las cosas que quería aprender. Y se vio a sí mismo sonriendo condescendiente, cambiando el tema, creyendo que con darle su amor era suficiente.

*Altanera, preciosa y orgullosa… No permite la quieran consolar…*

“Sí conocías el amor, mi Agripina”, murmuró. “Conocías el amor verdadero. El que necesita crecer junto con quien se ama. Yo solo conocía el amor que quiere guardar las cosas como están.”

La canción terminó. Macario se levantó, tomó papel y pluma, y se sentó a escribir:

*“Agripina, soy Macario. Esperanza me dio tu carta. Ven a casa. Ya no tengo los ojos cerrados. Ya entendí que amarte de verdad es conocerte, no poseerte. Ven a que conversemos todo lo que nunca conversamos. Ven a que me enseñes todo lo que nunca me enseñaste…”*

Al otro día, cuando el cartero pasó por San Patricio del Monte, Macario le entregó la carta con la dirección de Tijuana que venía en el sobre de Esperanza.

—¿Cree que llegue? —preguntó.

—Las cartas siempre llegan a donde tienen que llegar —dijo el cartero.

Esa tarde, Macario se sentó en el corredor de su casa a esperar. No sabía si ella vendría, no sabía si llegaría a tiempo, no sabía si el perdón era posible después de tanto silencio.

Pero por primera vez en quince años, esperaba con los ojos abiertos.

El gallo de don Chencho cantó otra vez. El sol se puso detrás de los cerros. Los sauces del arroyo susurraron canciones que él ahora podía escuchar.

Y en la distancia, apenas audible, el rumor del camión de las cinco que traía gente de Guadalajara, de México, de todos los lugares donde la vida llevaba a quienes se atrevían a soñar más allá de los límites de un pueblo que, hermoso como era, podía volverse una cárcel cuando se amaba con los ojos cerrados.

Macario siguió esperando.

Con los ojos abiertos.

Con el pañuelo bordado en una mano y la radio vieja tocando bajito junto a él, repitiendo las canciones que ahora entendía no hablaban de poseer, sino de dejar ir.

Y de esperar.

Con esperanza verdadera.

Por primera vez en años.

GRACE PELLS

Tuc

Abro mis ojos como ojos de muñeca; inmoviles, en un punto fijo.

Y no sé que día que hora que confusión tiene mi cabeza. Sin pestañear veo el cortinado pesado y viejo y el atropello de luz al pie de la cama.

Estuve en coma, en la terapia intensiva de mi dos x dos. Eso creo.

Tuc

Cierro mis ojos, si miro fuera me pierdo dentro. Y recordé el final, y los principios, porque parecía siempre que ibas a mejorar…pero no.

Era un agotamiento. Venía un globo aerostático de brebajes a surcar tu cuerpo, y así Íbamos y veníamos con los ánimos confundidos.

Tuc

No puedo quedarme aquí, la vejiga es un reloj, y la boca esta pastosa. Quién sabe que pasará conmigo.

Tuc

Tuc

Voy a recoger los mensajes, voy a inventarte de nuevo, lo haré como un juego.

Tuc

Suenan tus ojos muñeca…

Cuando duele, se cierran.

OMAR ALBOR

Donde quede dormido

el cielo más temido

decidi, no responder

Cuando llegó para arruinarlo todo hasta el zinc

El corazón siguió gritando

mi amor murió, el sable cruzó

hasta la palabra, la sangre no paro cayó hasta el suelo

Y el charco fue la fuente

dónde se reflejo tú mirada

El amor ese amor

Quedó atrás los días

pasaron y serán mil más

dónde todo quedó atrás

Mi vida

Tú vida será

Nuestra condena

Por dejarlo ir.

A nuestro amor.

EFRAÍN DÍAZ

Pensaba que los sueños no tenían secuencia ni consecuencia. Que eran episodios aislados, independientes, sin lógica ni continuidad. Pero supe que no era así cuando Julián me contó su historia.

Julián terminó en un manicomio. Nadie le creyó. Enloqueció y lo internaron.

Todo comenzó una noche cualquiera. Julián se fue a dormir como de costumbre, pero esa noche soñó que estaba casado con otra mujer, que no era su esposa, y de quien estaba profundamente enamorado. Tenía una relación estupenda, el auto de sus sueños y un trabajo que lo satisfacía. En su sueño, llevaba la vida que siempre quiso. La vida perfecta.

A la mañana siguiente se levantó motivado, besó a su esposa y fue a trabajar. No comentó nada. Pero por la noche, al volver a dormirse, el sueño continuó justo donde lo había dejado. Volvieron la mujer hermosa que lo enloquecía, su empleo soñado, su auto. Y aparecieron amigos que nunca había conocido en la vida real. Sintió, otra vez, que en sus sueños su vida era plena.

Al despertar, se sintió extrañado por la continuidad. Nunca le había sucedido algo así. Pero no le dio demasiada importancia y siguió con su rutina.

La tercera noche ocurrió lo mismo. El sueño siguió su curso como una película por entregas. Noche tras noche, Julián vivía otra vida. Una vida alterna. En secuencia.

Poco a poco, empezó a enamorarse de esa existencia que solo alcanzaba con los ojos cerrados. Su vida real, en cambio, era normal, sosa, predecible. Mientras dormía, todo era perfecto: la mujer que amaba, el sexo apasionado, el trabajo que siempre había anhelado.

Fue entonces cuando compró pastillas para dormir. No es que tuviera insomnio, pero quería pasar más tiempo allá. Quería vivir más horas en esa otra realidad.

Su entusiasmo por la vida paralela creció hasta que empezó a dudar. Confundía los planos. No sabía ya a cuál de las dos vidas pertenecía. Cada vez pasaba más tiempo dormido, con la mujer que deseaba y la vida que adoraba.

Su obsesión fue tan grande, y su descuido de tal magnitud , que en la vida real perdió el trabajo, la familia, los amigos. Perdió todo. Cuando al fin decidió contar la verdad, ya llevaba tres años soñando en secuencia. Había enloquecido. Nadie le creyó y terminó encerrado en un hospital psiquiátrico.

Pero yo le creo.

Llevo una semana soñando una vida distinta. La vida que siempre quise vivir. Con la mujer que siempre soñé. El trabajo que siempre deseé. Y los sueños son en secuencia.

Solo que no puedo contarlo. No quiero terminar como Julián.

CARMEN BERJANO

Con los ojos cerrados siempre te veo mejor

Es cuando se abre el alma

Es cuando ensancha el corazón

Y los otros sentidos se agudizan

Todos centrados en tu Amor

Con los ojos cerrados… Hoy no te digo que no.

SONIA VAKEIRO

La habitación blanca

(para el tema semanal: con los ojos cerrados)

Cuando se mudaron a la casa, lo primero que él le mostró fue la habitación blanca.

—Para ti —dijo con una sonrisa—. Tu santuario.

Ella sonrió también, por inercia. Algo en esa habitación le resultaba extrañamente familiar. Era pequeña, de un blanco inmaculado, de dorada luz artificial. Había lo que parecía una ventana pero enseguida se dio cuenta de que era una trampa visual, decorativa, que aportaba belleza pero también hablaba de mentiras disfrazadas. Un tentador diván blanco, una elegante mesa baja, también blanca. Una mullida alfombra, blanca. La sensación era contradictoria. Como si se estuviese disfrazando de paz la más inquietante historia.

—Pensé que te gustaría.

Los días pasaron. En el resto de la casa, todo era normal, lo normal entre ellos.

Ella comenzó a usar la habitación blanca. Al principio, por cortesía. Luego con una mezcla de inquietud y fascinación. El silencio allí dentro era distinto, más espeso; un silencio que le susurraba, como cuando le susurró que estaba siendo vigilada. Parecía que estaba sola, pero no estaba sola. No tardó mucho en encontrar la disimulada cámara. Estaba claro que no se la consideraba muy inteligente cuando había sido tan fácil encontrarla, típicamente situada en una esquina del techo. No la contempló directamente. Confirmó su existencia por el rabillo del ojo. Había que alimentar esa fama de no ser lo suficiente inteligente. El inteligente se suponía que era él.

Esa tarde, él le preguntó si había estado en su “santuario”. Ella dijo que sí. Él sonrió.

—¿Y? ¿Te está ayudando?

—Sí… me está ayudando.

Por la noche soñó con una caja. Dentro, una niña con las piernas dobladas contra el pecho, los ojos abiertos de par en par, la respiración contenida.

Al despertar, sintió que el sueño era un recuerdo. La casa, la habitación… ¿era éste el mismo encierro? Con distinto carcelero.

Tras desayunar, regresó a la habitación blanca, a su “santuario”, como la llamaba él. El silencio se sentía total en esta ocasión, casi amable. Como si la habitación la conociera mejor que nadie.

Y entonces lo supo: la habitación blanca no era nueva. Era suya. Siempre había estado ahí.

De niña la había imaginado, deseado, inventado. De niña pensaba: “ojalá un lugar blanco, sin gritos, sin ruido, sin palabras. Un lugar para desaparecer”.

Y ahora lo tenía.

Habrían pasado unas tres horas cuando él abrió la puerta. Ella estaba recostada en el diván, **con los ojos cerrados**. No lo miró. Escuchó cómo él volvía a cerrar la puerta y el click del pestillo.

En algún punto, comprendió que no estaba atrapada.

O que siempre lo había estado.

Ya no importaba porque había comenzado a recordar que él… también era ella. Ella era el carcelero.

IVONNE CORONADO

Orieta

A Orieta la recuerdo con los ojos cerrados cuando la nostalgia me invade. ¿ Tenía cuántos años? No estoy segura, creo unos diez. Solo queda una foto de ese día de mi Primera Comunión, un día antes de Navidad, y no se ve a Orieta por ningún lado. Ah, ya me acuerdo! La tuve en mis brazos hasta el 25 de ese mes. Era tan linda, con cabellos castaños y ojos del color de los míos y de los de mi madre, mi “maíta» (así la llamaba de niña). Para mi hermana y para mí, en esa ocasión, las fiestas navideñas comenzaron el 22 y terminaron el 25 de diciembre. Al fin de año no le hacíamos caso. Nos queremos entrañablemente mi hermana y yo, pero somos muy diferentes, ella blanquita y rubia, yo morena, ojos claros. Mamá tuvo en cuenta esos detalles.

Mi padre nos visitaba y mis tíos también. Un fiestón, pero ¿qué comimos? Pollo o gallina, o tamales. Sin duda, estoy adivinando; ni idea tengo de la comida, todo lo que veo es una muñeca enorme, y la de mi hermanita también lo era. La suya era rubia, piel rosada. Sus ojos… no los distingo. A ver si le pregunto y se acuerda, pero estaba entre tres y cuatro añitos, un bebé. Lo que sé es que también a ella le quedó la marca de ese día feliz, las dos cargando a nuestras «hijas». Tuvimos muchos regalos de mi papi y sus hermanos, nuestros tíos, pero no recuerdo ninguno de ellos. Todos fueron obnubilados por Orieta y Bettina, le pondré ese nombre… sí tan solo hubiera tenido un diario, pero tengo suerte de recordar cosas como esta.

Llegó el día que nos separamos Imaltzyn y yo. Me vine a Montreal con la idea de traerme a toda la familia. No pude traérmela a ella. Se quedó en San Salvador, se casó y tuvo a su primera hija. Cuando me anunció su nacimiento, las lágrimas corrieron por mis mejillas como un río. ¡Y cómo no iba a ser así! Mi hermana la bautizó con el nombre mío y el de mi muñeca. Ivonne Orieta se parece a mí. Escribe, es un poco despistada como su tía, e igual que yo lo soy, ella es la mayor de cuatro hermanas. Y algo más, Ivonne es un nombre francés y debería haberse escrito “Yvonne”. Mi madre no se fijó que lo habían asentado mal en la partida de nacimiento. Mi hermana conservó la ortografía de mi nombre.

Y entonces, nacieron estos versos:

Las muñecas

(A mi maíta, hasta el cielo.)

Si hubiera tenido un hijo,
y si hubiera sido niña,
se hubiera llamado Orieta,
como la linda muñeca
que me dio mi madrecita.

Esa muñeca tenía
los ojos color de miel,
igualitos a los míos.
Qué detalle más bonito!

La de mi hermana pequeña,
no recuerdo el nombrecito,
pero sí sus rubios rizos,
porque ella lo era.

Y esa madre nuestra,
pasó un año pagando
el regalo de sus hijas,
para ver brillar sus ojos.

Un 24 de diciembre,
ver sus caritas sonrientes
fue su mejor regalo.

Pues en el árbol no hubo
que dos muñecas de lujo,
para lo pobre que éramos.

No hay fotos ni hay álbum,
pero en el alma las llevo.

NILA J BOHÓRQUEZ

¡Aquí estoy, mi «Dios y Señor»!…

contemplando tu maravillosa creación… cierro los ojos y a través de mis pensamientos siento la dinámica de las corrientes cristalinas del pequeño lago que bordea mi estancia, deslizándose majestuosamente hacia el mar.

Continúo respirando profundo y percibo la serenidad del óreo rozando mi piel llenándose todo mi cuerpo de energías positivas…y..

de pronto, entro en un ‘ilapso’ que me conduce hasta más allá de la imaginación… imaginación que se convierte en un imposible…de un imposible como es…¡caminar sobre la superficie acuática y perderme en el horizonte… avanzando entre las olas!

Y siguen fluyendo mis fantasías, oteando a lo lejos una tenue luz

iluminando un trayecto hermoso sin final… solamente se divisa esa lucecita que titila cual luciérnaga alumbrando el espacio.

¡No me detengo!…prosigo con mi pausado andar y a lontananza observo un bellísimo resplandor y exclamo con admiración y asombro…»¿Eres tú, Señor?»…y

un Ángel me susurra al oído: «Detente, no puedes avanzar»…

«¿Por qué?»-le pregunté-

«Porque no es tu tiempo» -me respondió-.

Pero mi insistencia en querer alcanzar cercanía, le supliqué a mi Dios…»¡Solo déjame mirarte en la distancia…que los rayos luminosos que emanan de tu Sagrado Corazón, lleguen hasta mí, para impregnarme de tu fortaleza y sabiduría»!…

La llama de la vela encendida en mi aposento se extinguió de repente…

y sobresaltada, abrí los ojos …

¡Oh!…estaba soñando y desperté mirando con extrañeza los reflejos iridiscentes dispersos en mi habitación y extasiada observaba el movimiento del lago desde el ventanal con vista al jardín…

Y en mi soliloquio reflexioné sobre el caudal que habría circulado desde entonces, sabiendo que jamás volveré a admirarlo, comparándolo con el paso del tiempo y la fugacidad de los momentos fugaces agradables…ese tiempo que no se

detiene, como la corriente de agua que sigue su curso normal hasta su destino final.

Y así, mi inspiración me lanzó a un mundo de ensueños, creyendo haber visto a Dios …¡con los ojos cerrados!

RUFINA SEVILLA

Cerrando los ojos

Te nombró a diario.

Te nombró besando las letras

qué vive tu nombre.

Tanto tiempo te esperé

a solas con mi silenció .

Qué aprendí a llorar

En mi propia sombra .

Ya no se llenan de lágrimas mis ojos al pensarte.

Pero se humedece mi alma

al recordarte.

EL IDIOTA

EL IDIOTA.

El anciano vestido de púrpura, color que le pareció raro para la vestimenta de un hombre, se detuvo y se interpuso entre él y la puesta de sol. No le dejaba contemplar la inmersión del astro en la línea recta llamada horizonte.

La tarde de los viernes acudía al malecón para contemplar la despaciosa llegada de la noche.

—Debes cerrar los ojos para ver la realidad. La vista es la mayor distorsionadora de la actualidad, la deforma, crea imágenes que no son ciertas, ilusiones. Recuerda: vista hace fe y la fe nos hace prisioneros de las creencias.

Le soltó, como si él hubiera preguntado algo.

“¿De dónde rayos habrá salido este loco?” se preguntó ladeando la cabeza para evitarlo y mirar, pero el viejo se movía al compás de sus movimientos de manera que siempre interfería, dejando claro que estaba ahí para ser oído y que no disfrutara del hermoso crepúsculo de agosto, mes de mucho calor y poca lluvia en la ciudad.

No lo mandó al carajo ni le exigió que se moviera, ni le acusó de molestar, por respeto a la edad y al cabello y barba blancos.

Gustaba sentarse en el tercer banco de hierro pintado de verde y desde allí, lejos de la sombra del roble y de las molestas hormiguillas que caían de él, contar los minutos que demoraba el mar en tragarse a la luz.

—¿A caso lo que ves es la realidad?

Continuó el anciano.

—Nuestros sentidos nos engañan. ¡Cierra los ojos! Respira profundo y suave. Concéntrate en la respiración mientras cuentas.ñ

Obedeció para no verlo y para que se callara. Prefería la oscuridad de los ojos cerrados.

El negro total lo envolvió. Ya no escuchaba al viejo, ni al ruido de los autos pasando por la avenida ni el sonido de las olas rompiendo contra el diente perro de la costa ni las voces de la gente sentadas en el malecón. Fugaces destellos de lucecitas blancas aparecían, luego un color verde que fue creciendo mientras cambiaba al azul y finalmente un blanco total que lo cubrió de calma.

Un sonido suave y repetitivo le transmitía sensación de agradable soledad y silencio.

Abrió los ojos.

Se encontraba sentado en el borde de una inmensa roca. Frente a él, una gran llanura verde y un rebaño de ovejas pastando. A lo lejos, el sol comenzaba a ocultarse detrás de las montañas azules. Era hora de recoger el ganado, regresar a casa y descansar.

CONCHA CARIAS

Suelo ir a centros comerciales, los visito para aliviar de alguna forma mi soledad. Aunque parezca de locos allí me siento… ¿acompañada? Sí, porque para alguien que pasa los días sin comunicarse con un terrícola, alivia ver y oír interactuar a familias, parejas, incluso gente solitaria como yo… todos humanos.

Al estar acostumbrada a vivir en penumbra, las fuertes luces de algunas tiendas me obligan a parar para darme un par de segundos con los ojos cerrados, y tras la pausa volver a fijar la vista.

Me encanta pasear por los largos pasillos, sorteando viandantes ávidos de encontrar la mejor oferta. No suelo comprar, pero me distrae de los pensamientos acumulados durante días como polvo en los rincones, pasear un rato y observar.

Entré en una farmacia buscando algo que me da cierta vergüenza pronunciar: un lubricante y un hidratante vaginal. “No es por pudor moral, que hace tiempo dejé atrás, sino por el recordatorio físico de lo que me está pasando…”: sequedad, ardor, malestar, llegan sin aviso a mis zonas íntimas. No sé si es la menopausia o los efectos secundarios de la medicación, o ambas, pero mi cuerpo se vuelve extraño, tanto que parece que ya no fuera mío.

Frente a la estantería, repasé con disimulo las indicaciones de la variedad de productos: base acuosa, base de silicona, hipoalergénico, con aroma, sin aroma. Quería uno de silicona, ya que había leído que era el más eficaz para mi afección. Entonces sentí esa picazón en la nuca que a veces es pura paranoia, pero esta vez resultó cierta, ya que vi una mano masculina que cogía una caja de preservativos. No volví la cara, más bien cerré los ojos.

Al final no sabía qué elegir y me vinieron a la mente aquellas youtubers que me recomendó una amiga. Se dedicaban a tratar estos temas y hace poco descubrí que habían creado su propia página web. Quizás allí encontrara alguna recomendación, todo menos ir al ginecólogo… ¡que dejadez la mía!

Sin comprar nada salí de la botica como si escapara, aunque en teoría nadie me seguía. Crucé al otro lado del pasillo donde vi una zapatería aún con el cartel de rebajas, y entré por si hubiera una ganga en alpargatas con cuña.

Me relajé concentrada en aquella interminable fila de zapatos, y por fin me senté a probar. Entonces se me acercó un hombre. Aún sentada, calculé que era un poco más bajo que yo, de unos preciosos ojos azules, pelo oscuro y barba poblada. Me miraba con rara timidez e indecisión:

—Perdón… esto que te voy a decir te va a parecer muy antiguo, pero… ¿te gustaría tomar un café algún día? —dijo—. ¡Tranquila!, si quieres toma nota de mi número, lo piensas y decides. Me llamo Alfonso.

Se disculpó otra vez. Aquello que dijo no sonaba insistente y aunque dudé de su pretensión, finalmente saqué el móvil y lo anoté. Él se despidió con una sonrisa floja, alejándose despacio, y yo, aún sentada con una alpargata en el regazo, con los ojos cerrados, sentía como si acabara de cometer un acto fuera de época.

Devolví el zapato a su estante y salí de la tienda, buscándole entre el gentío. “Esto no puede ser… ¡que no voy arreglada! Con este vestido suelto, las alpargatas planas… ¿por qué se ha fijado en mí?”. Y recordé la farmacia.

Quizá fuera su mano la que vi coger aquella caja de preservativos. ¡Me había visto allí, parada frente a aquel stand, bajo aquel cartel: “SALUD SEXUAL”! Calzada con las gafas de cerca, leyendo con atención las indicaciones de los lubricantes, uno a uno, con silicona, de calor, de frío, de sabores…

Si había visto la insistencia con que yo miraba aquellos productos, ¿eso lo había motivado a pedirme ese cafe? Pero también pensé en mi cuerpo, en el deseo, en cómo a veces una se siente invisible y hoy, de pronto, me sentía como si brillara sin saber por qué.

Me senté en una cafetería y mientras bebía el café, móvil en mano, no sabía qué hacer con ese número, o si debía hacer algo… No hice nada, solo lo guardé.

No sé si lo voy a llamar. No sé si quiero.

Pero por un momento me permití imaginar una escena inventada, una versión romántica de algo mínimo. Como si abriera una ventana diminuta hacia algo. Como si, por un rato, pudiera creer en esa posibilidad con los ojos cerrados.

MAR GINEZ

Nació en un rincón polvoso de la tierra, donde el hambre se sentía más que la brisa y los silencios eran más pesados que las palabras. Su madre, con un vientre redondo y lleno de esperanza, murió una madrugada mientras el cielo lloraba una tormenta. No alcanzó a conocer a la niña que trajo al mundo, ni la niña a la mujer que le dio la vida. Fue así como la soledad se volvió su primera cuna.

Su padre, destrozado y roto, buscó consuelo en una mujer que no conocía el amor, solo el castigo. Aquella mujer la miraba con ojos de desprecio, y pronto, sus manos hablaron más que su boca. La niña creció descalza, con los pies agrietados de tanto andar caminos sin destino, con el estómago vacío y la piel marcada por golpes y por el frío. Cada noche era una batalla contra el hambre y el miedo, mientras su padre, manipulado y apagado, se convertía también en verdugo.

Pero hubo un árbol, un árbol grande y antiguo, como un abuelo sabio. Bajo sus ramas lo conoció. Un joven de mirada dulce y palabras suaves, que parecía ver en ella algo más que miseria. La esperaba cada tarde, como si supiera que ella necesitaba un pedazo de mundo donde no doliera respirar. Se enamoró de él como se ama cuando no se ha tenido nada: con todo, sin medida, sin preguntas.

Una mañana, al ir por agua al río, él la tomó de la mano con urgencia y le dijo que no podía verla volver a esa casa, que la amaba, que sería su esposa. Se la llevó. Ella creyó que por fin la vida cambiaba.

Durante los primeros meses, el amor floreció. El hambre pareció ceder. Su vientre volvió a crecer, esta vez lleno de ilusiones. Pero el muchacho dulce se fue apagando. Se volvió sombra, silencio, furia. Los golpes regresaron, ahora con otro nombre, con otra boca, pero el mismo dolor. Una noche, tras una discusión, la golpeó tanto que su cuerpo no resistió. El pequeño ser que habitaba dentro de ella se fue sin llegar.

Ella lloró por semanas, pero siguió amándolo. “Con los ojos cerrados”. Porque no sabía hacerlo de otra forma.

Tiempo después, quedó embarazada otra vez. El miedo convivía con la esperanza, pero seguía ahí, a su lado, sosteniéndose en la ilusión de que él cambiaría. Trabajaban en un rancho lejano, donde las horas eran largas y el sol partía la piel. Un día, hombres armados llegaron. Buscaban al dueño. Ella los vio matar, los escuchó. Su cuerpo tembló, su alma también. El susto quedó alojado en su vientre.

Su bebé nació enferma. Nadie le explicó por qué. Solo lloraba y dormía, como si el mundo ya le pesara demasiado. La cuidó como pudo, sin ayuda, sin medicina, con amor desesperado. Pero a los pocos meses, la pequeña cerró los ojos para siempre. Ella la sostuvo entre sus brazos por horas, como si al hacerlo pudiera impedir que se fuera.

Y aún así, aún con todo lo perdido, aún con los huesos cansados y el alma hecha pedazos, seguía con él. Porque lo amaba con los ojos cerrados. Porque el corazón, cuando ha sido herido tantas veces, a veces confunde el dolor con el amor.

Pasaron los meses como se arrastra la noche cuando no hay estrellas. Ella seguía allí, en esa casa donde el amor era castigo, donde cada caricia pesaba como un golpe, donde sus sueños eran solo ruinas que barría cada madrugada antes de comenzar otra jornada.

Pero algo en su interior empezó a quebrarse distinto. Ya no era solo el dolor. Era una voz, suave pero firme, que le susurraba que merecía otra vida. Al principio no la escuchaba… o no quería. Pero después de enterrar a su segunda hija, algo cambió. El silencio dejó de ser refugio y se volvió grito. Se dio cuenta de que nadie la salvaría si ella no decidía salvarse primero.

Una tarde, con los pies aún descalzos, pero con la frente en alto, se fue. Caminó por horas sin mirar atrás. Cruzó el campo, el río, el árbol grande donde alguna vez creyó en el amor. Esta vez no lo buscaba. Esta vez se buscaba a sí misma.

La encontró una mujer mayor que vivía sola en un pueblito de caminos de piedra. La miró con ternura, sin preguntar demasiado, y le ofreció un rincón, un plato caliente y silencio para sanar. Allí, por primera vez, durmió sin miedo.

Pasaron los años y sus manos aprendieron nuevos oficios: coser, cocinar, escribir su nombre. Descubrió que podía crear belleza incluso desde el dolor. Su historia, por cruel que fuera, no era su condena… era su raíz. Y desde ahí, creció distinta.

Un día, sentada bajo un árbol nuevo —no tan grande como el otro, pero igual de sabio—, un niño se le acercó con los pies descalzos, los ojos tristes y la barriga vacía. Lo miró y se vio reflejada. Lo abrazó sin decir una palabra. Lo adoptó como se adopta la vida después de haberla perdido tantas veces.

Y en ese instante supo que el amor no siempre llega en forma de romance. A veces llega en forma de niño. De causa. De promesa.

Aquel árbol fue testigo de algo nuevo: una mujer que aprendió a amarse, que sanó las heridas sin olvidar su historia. Que dejó de amar con los ojos cerrados…

y empezó a vivir, por fin, con el alma despierta.

AXY LINDA

Durante tantos años, ha vivido con la firme creencia de que todo lo que hace está bien. Obedece órdenes sin cuestionarlas, sin remordimientos, sin reflexión.

Él está para eso: para cumplir con “su deber”.

—¡Encierra a ese! ¡Mata a aquel! ¡Haz que el preso hable, cueste lo que cueste!

Termina su jornada laboral, regresa a casa, besa a su esposa. Luego recibe con gusto a su hija, a su yerno y a los nietos. Juega con ternura con los pequeños y vive su gran vida “normal”.

Los días transcurren sin contratiempos. Él sigue cumpliendo con su deber, regresando feliz a casa, orgulloso de haber formado una “hermosa familia”.

Pero hoy, al volver, encuentra a su esposa llorando, desesperada.

—Han detenido a nuestra hija, a su esposo y a los niños… Alguien los delató. Su esposo es… —dijo entre sollozos.

—¿Fernando?

—Su verdadero nombre es Abraham… Por favor, ¡corre a rescatarlos! ¡Van a matar a nuestra hija y a nuestros nietos!

Finn acude de inmediato a su trabajo. Ahora con otra misión.

Pero le informan que ya nada se puede hacer. Han sido trasladados: los adultos serán ejecutados, y los niños usados en experimentos.

Todos están cumpliendo con su deber.

Como él lo ha hecho:

“Con los ojos cerrados”

BLANCA CERRUTI

¡LOS ÁRBOLES NO HABLAN…!

A Liliana le gusta pasear por el bosque de abedules y, después de dar un paseo, sentarse a leer.

La tarde está muy agradable, así que, coge un libro y sale hacia el bosque.

Al llegar, da un largo paseo por la ribera del riachuelo que lo cruza, luego se sienta a leer apoyada en un frondoso abedul.

Escucha como un murmullo y levanta la vista hacia la bóveda que forman las copas de los árboles. No corre ni una leve brisa, pero ve que las hojas se mueven como si se buscaran.

La vista se le va, cierra los ojos, se marea…

¡Los abedules están «hablando» y entiendo su «lenguaje!», dice Liliana asombrada.

Tenemos que extender las ramas, las que tenemos a media altura, para que nuestras hojas lleguen hasta las del álamo joven que aún no alcanzan a tocar las de ningún árbol cercano. Si nuestras hojas no se rozan con las suyas, crecerá aislado y no se sentirá parte del bosque.

Liliana vuelve en sí. «¡He escuchado “hablar” a los álamos, y he entendido lo que decían! ¿Qué me ha pasado?», se pregunta desconcertada.

Fija de nuevo la vista en la bóveda que forman los árboles. El sol ya no se filtra entre las hojas y no se marea; las ve moverse y acariciarse.

De pronto, descubre al pequeño álamo. Apenas un palmo, separa sus hojas de las hojas de los álamos que le rodean.

«No lo he soñado. Sé que los árboles no hablan, pero yo los he escuchado y todo está como ellos decían…».

Recoge el libro que se le había caído de las manos, se levanta y se encamina hacia casa pensando en si contará su experiencia, ¡porque todo el mundo sabe que los árboles no hablan…!

CESAR TORO

Pancracio el cegato.

Pancracio un campesino muy apuesto, conoció en el baile del pueblo a Filomena, una muchacha humilde con carisma e inteligencia llena de vitalidad. Luego de un corto romance, cupido se encargó del asunto y al poco tiempo se casaron, Pancracio ciego de amor, no se resistió a los encantos de Filomena, quien por miedo a quedarse en la percha aceptó unirse al joven; aunque, su madre le decía que estaba ciega, ella no le hizo caso. La pareja de tórtolos comenzaron su incierta aventura. El, en sus labores de campo y ella atendiendo la casa y lavando ropa ajena, para procurarse el sustento.

Filomena derrocha energía mientras Pancracio tiene escasa visión, vive por que el aire es gratis y va como Vicente,” para dónde va la gente“, los domingos acude al pueblo mas cercano, luego de realizar las compras para la semana, se toma unos tragos y vuelve a casa montado en un burro, aquí lo espera su esposa con la comida lista.

El tiempo no da tregua, tras sortear varias tormentas, el matrimonio ha procreado dos vástagos; hembra y varón, los tiempos son malos, la sequía asedia los campos, por lo que Pancracio se ha marchado a trabajar en las minas de ciudad Orense. Así pretende ganar un salario, que le permita mantener a su familia y darles educación a sus hijos; mientras tanto, filomena no para de trajinar y cuidar los muchachos; además de resolver, cualquier inconveniente que se presente, su rutina diaria no cesa, por las mañanas ordeña las vacas, alimenta las gallinas y manda los muchachos a la escuela que está, a unos cinco kilómetros de distancia. Pancracio en su trabajo, permanece toda la semana encerrado en la mina y cada vez va perdiendo más la visión, debido a que todo el tiempo está a oscuras, a los quince días tiene libre y regresa a casa, a pasar el fin de semana con Filomena y sus hijos; aunque, a veces viene chumado y entra en casa de la vecina Ruperta la tuerta, que no espera visita, pero tampoco lo rechaza. Por lo que llega al otro día, y si Filomena se atreve a decirle algo, él es más bravo y se le sale lo macho. Ella con paciencia continúa aguantando para que los niños no sufran según dice, Federico y Juanita están grandecitos y ayudan a su madre en los quehaceres de la casa; mientras Filomena sigue trabajando, ha sembrado una chacra de maíz para alimentar las gallinas, los chanchos; también, yucas y plátanos en un rastrojo que su tío Rufino le dio para que lo cultive.

Pancracio prosigue trabajando en la mina, se ha comprado una moto a crédito para trasladarse con más facilidad, pero un buen día al regresar a casa borracho, perdió pista y se estrelló con un poste, se fracturó la pierna, la moto quedo inservible y el con la pierna enyesada, el doctor le mandó reposo mínimo tres meses.

Durante este tiempo Pancracio no puede trabajar, ni producir un centavo, tiene que pagar la moto que destruyó. Ahora no solo tiene poca visión, sino que también esta´ con la pata quebrada. Ante esta difícil situación, la que tiene que asumir todo el peso y la responsabilidad de la casa es Filomena, que no descansa, para sacar adelante a su familia, mientras atiende a su esposo, por en este difícil trance. Después de quitarle el yeso y sacarle los clavos, Pancracio apenas puede dar un paso, los amigos vinieron a visitarlo, siguiendo los preceptos ancestrales, han preparado un cataplasma con hierbas silvestres, manteca de burro, culebra y árnica, para colocarle a ver si mejora y puede caminar. Además lo han aconsejado que siente cabeza, deje los vicios, que se ocupe más del hogar y sus hijos que lo necesitan, para que los encamine como un buen padre, hasta que puedan valerse por sí mismos; sin embargo, Pancracio además de perder la visión, también ha quedado sordo.

Filomena se siente agobiada por la situación, cada día va perdiendo la capacidad de hablar, se encierra en la angustia y depresión que le produce vivir esta terrible tragedia, que nunca imaginó. A pesar de las circunstancias, ella saca fuerzas para no dejarse vencer, los hijos en el colegio necesitan dinero, para costear los gastos, por lo que, continúa lavando ropa y haciendo todo lo posible para solventar la crisis, Juanita le da una mano y se encarga de preparar los alimentos y ordenar la casa en los momentos que le permiten los estudios.

Pancracio por su parte no saca un gato a mear y cuando se encuentra con los amigos y le preguntan ¿cómo le va? El responde: ahí regular pal tiempo, pero todavía cojo.

Filomena ha tomado la decisión de llevar a su marido al doctor, para ver si tiene una discapacidad; porque ya no soporta la situación, el médico de los ojos, lo sienta en una silla y lo hace ver por una máquina, luego le coloca unos cristales gruesos en la vista, pero no encuentra nada extraño.

Ella, en buenos términos, conversa con su esposo y le dice que debe ocuparse de trabajar y asumir la responsabilidad de la familia, pero él pega un grito y le dice: que lo deje en paz, que él sabe lo que tiene que hacer y si continúa, va aguantar. Filomena enmudece nuevamente y vuelve a su rutina, la vida le ha jugado una mala pasada, eso piensa.

De visita el fin de semana, en casa de su madre, al verla tan alicaída le pregunta ¿qué le pasa? Porque esta tan delgada y con esa cara de preocupación. Pero ella, para no angustiar a su madre, le dice que todo está bien, la vieja que es una vidente de esas que lo saben todo; le dice, no está bien, si eso fuera verdad, tu estarías contenta y orgullosa de tu familia. Te lo advertí… y si ese mequetrefe no sirve, aún estas a tiempo, mándalo Pal carajo, porque es mejor estar sola, que mal acompañada.

Así pasaron los años y Pancracio sin visión, filomena muda y los hijos cada quien por su lado. Como dicen que: «tanto va el cántaro al agua, hasta que se rompe“, Filomena se hartó y puso en práctica el consejo de su madre, pues estaba cansada de vivir con un hombre que se niega a ver la realidad.

Un buen día, cuando Pancracio dormía la borrachera; se armó de valor, tomó un vaso lo llenó de aguardiente y lo bebió. Entonces recupero el habla y dando un fuerte grito exclamó, “estoy harta de esta mie… me voy pal cementerio” y desapareció.

Al otro día Pancracio se despertó tarde como siempre y se quedó perplejo al no sentir a nadie en casa; solo su perro tarzan y el gato fígaro estaban junto a la puerta.

Fue entonces que:

Pancracio, abrió los ojos.

Al cabo de un tiempo, encontraron a Filomena cerca del cementerio vendiendo flores para los muertos, pero ella estaba, más viva que nunca.

EVA AVIA

Cuando los ojos te saludan

¿Me echabas de menos? Yo sé que sí. Mi penetrante mirada y mi voz te seducen, te hipnotizan. Te dejas arrastrar por el camino del placer, de las promesas que tu mente crea ante lo que provoca mi presencia. El lado oscuro es seducción, pasión, satisfacción…, es querer siempre más. Sentir como el poder que ejerces al terminar con la vida de otro ser, te reclama, te grita, ¡más! ¡no te detengas!, una vez que empiezas, no te puedes detener, porque ya eres presa de el.

El One World Trade Center me ofrece las vistas que necesito para hallar a mi siguiente refrigerio. Cierro los ojos, pues ellos no me hacen falta para verte. Los latidos de tu corazón agitado por el acto sexual, el aroma que desprende tu piel ante el contacto de otras manos, tus gemidos ante tu disfrute son música para mis sentidos. Pero esta vez la víctima no vas a ser tú. ¡Ahí está! El ser más insignificante del planeta Tierra, el ser que mas odio, aquel por el que madre casi acaba conmigo.

Mis ventas se abren, sus cristales enfocan como si de un prismático se tratara, la nitidez con la que veo lo que ese policía acaba de descubrir, me deja paralizado. Es la primera vez que siento miedo por lo que a madre le pueda suceder. ¡Pero que cojones! Quiero ver como acaba con ella, con esa humanidad que se resiste a conservar y lo que ella le pueda hacer al verse acorralada. Mientras tanto, voy a saludar a ese refresco que hay en la otra esquina. Salto a su lado, tengo sed.

—¡Hola, guapo! —Mis dedos rozan su cuello—. Quiero algo de ti —Le miro a los ojos y luego su cuello.

—Soy todo tuyo, guapo.

Clavo mis colmillos y saboreo su calor. Me relamo.

—¡Delicioso! Hoy vas a tener suerte —le digo mientras suelto su cuello—, pues mi mente está en otro lugar —Alejándome despacito.

—Cuando quieras, guapo.

Alzo el vuelo entre los edificios dirección a comisaria. Madre me ha detenido. ¡Humanos, siempre interponiéndose entre nosotros! Pero la comprendo, este tiene algo especial, algo que le hace irresistible. ¡Ahí está, madre! Como si la lucha entre ambos hace unos minutos no le hubiera supuesto ningún esfuerzo, en cambio a mí aun me escuecen las marcas de sus garras en mi pecho.

En la oficina

Hace unos minutos me encontraba entre las garras de algo que no sé como nombrar. Parece un hombre, pero su fuerza, su rapidez, sus ojos…, me dicen lo contrario. Y luego está ella, la mujer de las redes, por la que creo estar con vida y que ahora veo en las imágenes de los archivos en el móvil de mi compañera. Elisabeth, ¿dónde estás? ¿¡Dulce bocado!? ¿¡Es en serio!? No sé qué me tiene más perturbado, si las imágenes que mantienen mis persianas corridas a todo lo que dan o como ha guardado mi número de contacto. ¿Dulce bocado? Mejor dejo de imaginar cosas raras y continúo revisando estos archivos.

Lista, frente la puerta del despacho del hombre del cual su vida, por su obsesión por mí, pende de un mordisco, para lo que me tenga que reclamar. Antes de llegar aquí, he andado lo andado, regresado al callejón y no he encontrado ni el móvil ni la documentación. ¡Maldita sea! ¿¡Dónde coño están!? Esa documentación en las manos equivocadas destaparía verdades que deben permanecer ocultas para los humanos, hechos que alimentarían las conspiraciones que tanto nos cuesta mantener ocultas.

—¡Pasa, se que estás ahí! —Tengo que mantenerme firme. Manifestar que he estado preocupado por ella, mostraría una debilidad que no me pega.

—Perdón por la tardanza, yo… —Su corazón late con gran fuerza. Abiertos, sus ojos se clavan en los míos, los que tengo que esquivar si no quiero delatarme.

—¡¿Quieres decirme que coño es todo esto?! —Suelto los documentos encontrados en el callejón—. ¡No agaches la cabeza y mírame! ¿¡Puedes imaginar lo preocupado que estaba?! ¿¡Y esto, te parece normal que me lo hayas mantenido oculto!? —Giro la pantalla y le muestro las imágenes halladas en su móvil.

—Sobre eso —Voy a ser agresiva—, ¡ha violado mi derecho a la privacidad! —Cogiendo el móvil—. Sabe que tiene que pedir una orden, ¿lo ha hecho? Los dos sabemos que no —Mi mirada inquisitoria hace que su postura agresiva, cambie a un estado de asombro, recostándose en su asiento—. Y ahora me veo en la obligación de informar —Lo que tengo ganas es de beberme su sangre, pero me juré hace mucho tiempo que no lo haría.

—¡Esta bien, como quieras! —Me levanto de mi asiento, hace un instante me he sentido intimidado por su mirada —. ¿¡Pero puedes explicarme porque tienes esas imágenes!? Imágenes que colocan a una sospechosa en sucesos que se remontan a mayo de 1999; o imágenes no publicadas del autobús alcanzado por un misil de la OTAN en la Operación Fuerzas Aliada; informes sobre los desaparecidos en Argentina y muchos otros sucesos relevantes a partir de ahí, y, ¡en todas aparece esa extraña mujer! ¿¡Puedes?! Es más, ¡explícame como esa mujer no ha envejecido ni un ápice! Porque me has confirmado con tu actitud a la defensiva que sabes algo y que no quieres contarme —Mientras esquivo una represaría del departamento, camino autoritario a su alrededor y señalo su cuerpo.

—No me creería si le cuento la verdad— No puedo contarle la verdad, eso está claro, ni tampoco que estuve en todos esos acontecimientos porque en todos ellos estaban implicados otros como yo.

Como le cuento que más allá de todo lo que le han inculcado sobre los mitos que rodean a seres extraordinarios, existe una sociedad donde cada uno de ellos permanece oculto entre vosotros, bueno, todos menos uno, el Destripador, ese que, al exponerse, consigue que todos corramos peligro. Como le explico que tras las muertes está mi hijo, el que está convencido de que en cada uno de mis actos lo que pretendo es proteger a los humanos y, la verdad, es que hace mucho tiempo que dejaron de importarme. Escoria que no sabe lo afortunados que son al nacer libres de miedos, de nadie que realmente os quiera dañar. Y que sois vosotros mismos lo que creáis todas esas barreras que os permiten vivir en libertad. Solo quiero mantener a salvo a los míos y si para ello tengo que utilizaros, voy a seguir haciéndolo. ¿Me entenderá si le cuento, si le coloco en mi lugar? ¿Entendería, también, que jamás os haríamos daño? Es muy difícil, cuando el miedo a lo desconocido está tan arraigado en la sociedad. Elegí introducirme entre las garras del mayor depredador, el ser humano, pero no sé que tiene Dulce bocado, Félix, que quiera protegerlo de la verdad.

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Desde que desperté con los ojos cerrados, mi vida desde luego cambió cuando tuve el accidente con mi familia en la cual mis padres perdieron la vida y yo la vista, me sumí en una gran tristeza, una gran desesperanza invadió mi vida.

Quería morir, me sentía el ser más inútil e inservible del mundo.

Vivia ahora con una tía y un primo, no podía estar ya más sola.

Me habían contratado una enfermera; la cual era muy paciente y amable, y claro que yo había modificado mi actitud ya ante lo que me había sucedido, ya no solía ser tan altiva. Dejé de tratar a los demás como si fueran personas sin valor. Pues todo había cambiado.

Pensé unos días en «suicidarme» pero hasta eso me daba miedo hacer.

Habían pasado apenas seis meses del accidente, ya no quería pensar más, que es lo que iba a hacer, todos mis planes se habían derrumbado en unos instantes, necesitaba ayuda hasta para hacer las mínimas cosas, ¿cómo vivir así?

En esos días habían ido varias personas a visitarme, pero yo no quería ver a nadie sentía que no era yo misma, que había perdido mi esencia.

La enfermera me decía qué sería bueno que hablara con otras personas, que podría aprender más cosas, era tan difícil entender esto, no poder ver más nada, mi vida se había vuelto obscuridad.

Pero accedí a ir al parque que estaba cerca de casa, ella me guiaba con su brazo firme y seguro para que yo no tropezara.

Nos sentábamos en una banca que estaba cerca de una heladería.

Iba a comprar helados y me leía en ocasiones algunos cuentos y noticias, lo cual agradecía, esto hacia mis días menos difíciles.

En uno de esos días, escuché el saludo de un hombre joven me preguntó que como estaba, obvio no sabía quien era, aunque su voz quizá no era tan desconocida, le contesto que bien, le pregunto disculpa ¿me conoces? claro, somos vecinos, y te saludaba cuando te veía, y nunca me contestabas, ni siquiera volteabas a verme, siempre me gustaste, eres una mujer de mucho carácter y muy bella, le pido disculpas por lo grosera que fuí, ya vez la vida da muchas vueltas y ahora todo ha cambiado, mi existencia se ha acabado.

No debes pensar así me dice, la vida sigue; y aún hay muchas cosas que puedes hacer, le digo que sín vista como se puede hacer algo. Me contesta que si le permito él me ayudará a hacer cosas y me sentiré mejor cada día, que no me de por vencida, que cuando menos lo intente, a lo cual acepto, creo que no tengo nada que perder ya.

Empezamos al día siguiente, me pidió que llevara un traje de baño y, así lo hice, me dijo como sé que tienes alberca supongo que sabes nadar, así es que vamos a empezar con la natación, y así lo hicimos primero con la natación, después con el piano, el cual también había aprendido a tocar desde niña, lectura en braile, caminatas, etc. así nos volvimos inseparables, sentí que de verdad, poco a poco volvía a la vida, aquella mujer arrogante y vacía, estaba madurando y aprendiendo a ver ahora con el corazón y despertando mis otros sentidos.

Sentía no solo agradecimiento por ese hombre que me había ayudado tanto, creo que me estaba enamorando de él.

Después de ocho meses de tener varias actividades, me dice que me quiere pedir algo, que si quiero ser su novia, esto me sorprende mucho, le digo que como quiere de novia a una ciega y, me contesta que siempre ha estado enamorado de mi, y que no le importa mi condición, que él me seguiria ayudando y apoyando en todo lo que pudiera, acepto claro. Creo que ahora realmente empezaba a vivir, estaba tan agradecida con Daniel, el me había hecho apreciar la vida de un modo diferente, el amor y la bondad ahora inundaban mi ser jamás me volveré a sentir inútil y viviré a su lado aprendiendo todo lo que pueda hacer…

Hoy había renacido nuevamente.

JAVIER GARCÍA HOYOS

OJOS CERRADOS

En una ocasión, un sabio le dijo a un joven:

Conozco un mundo en el que las personas obedecen con los ojos cerrados, disparan con los ojos cerrados y ven las noticias con los ojos cerrados. Y mientras cierran los ojos, el monstruo de la indiferencia las atrapa entre sus malévolas garras, poseedoras de una anestésica droga que les inmuniza del virus de la humanidad.

Prefieren no escuchar los gritos de los niños hambrientos, los sollozos de las madres, ni los lamentos de los padres.

Un mundo que se excusa en la impotencia para no solucionar los problemas que tiene en frente.

Un mundo lleno de polvo, mugre y sinrazón. Una sinrazón que es disfrazada por la razón de quien dice tenerla.

Pero no todo en ese mundo es malo, también hay gente heroica, que se levanta, que protesta y que tiende su mano para ofrecer su corazón a los demás.

El joven preguntó:

―¿Qué mundo es ese del que hablas?

El sabio respondió:

—Abre los ojos, y no necesitarás mi respuesta.

FIN

SILVIA RAFI GRACIA

ESCUCHANDO LUZ

Con apariencia de globo aerostático comenzó a ascender. Era una cúpula de tela cristalina con luz irisada que reflejaba el azul del cielo y el blanco de las nubes mezclado con destellos de.sol.

Iba ascendiendo con suaves oscilaciones y una constante vibración.

En algunos momentos giraba sobre sí mismo y ascendía con mayor rapidez para luego planear con un suave balanceo hacia ambos lados. Diversos grupos de aves albas de grandes alas y un ancho pico amarillo, con un vuelo de ánades se desplazaban como lo hacen los estorninos, dibujando al alejarse, entre nube y nube, otras nubes blancas de sorprendentes formas. sin tapar el gran arcoiris que con sus siete colores, al fondo, lucía

Y el agua del mar, y de los ríos, y de los lagos.., se mecía hipnótica bajo un mismo tempo; como también se mecían muy abiertos, receptivos, los girasoles de los campos, hermandados con las guirnaldas de hojas verdes y flores multicolor que, ubicadas en la cesta del globo, colgaban y se deslizaban cubriéndola por completo.

Los pájaros y animalillos del bosque, silentes observaban embelesados las chispas de luz que revoloteaban en sus oídos, e incluso el viento se mantenía inerte ante el aura vibrante de aquel majestuoso globo. manifestándose únicamente como constante brisa.

Luego comenzaron a ascender al unísono miles de pequeños globos blancos de aire, unos tras otros intercalándose, hasta voltear la cesta como una inmensa alfombra para después explosionar, ahora uno y seguido el otro; surgiendo de su interior minúsculas mariposas de todos los colores y alas muy brillantes, que se extendían por el cielo. llenándolo de círculos y lineas ondulantes que alternadamente iban dibujando.

Todo resplandecía y rezumaba belleza bajo un sol espléndido…

La cúpula se elevó desprendiéndose de la cesta y transformándose en una especie de sedoso y gigantesco pañuelo que, con una asombrosa sutileza, giraba en espiral sobre sí mismo, cada vez más translúcido, más acuoso, desprendiendo más y más chispas, adoptando inimaginables y sublimes siluetas…y fué elevándose más y más…

hasta perderse…

desintegrándose…

Las diminutas mariposas ya se habían dispersado hasta invisibilizarse y las guirnaldas se habían dejado caer planeando suavemente entre la brisa hasta llegar a tocar tierra.

Sin ninguna brusquedad, en un sublime respiro todo todo quedó en una cúpula celeste de noche estrellada. Miles y miles de radiantes estrellas tintineraon muy sutilmente exponiendo el sonido del silencio. Ella había descendido también, cómoda e ingrávidamente, hasta reconocerse aposentada de nuevo sobre su sillón.

Abrió los ojos. Aquella pieza musical había llegado a su fín. Siempre cerraba los ojos cuando se disponía a escucharla, y era así, con los ojos cerrados, que aparecían estas imágenes, u otras similares, mientras el Laudate Dominum, de W.A.Mozart sonaba en sus auriculares y todo su cuerpo se inundaba de luz, paz, sosiego y fortaleza. No sabía durante cuánto tiempo, pero siempre podría volverla a escuchar…

(Sílvia Rafi Gracia//07/08/2025)

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9 comentarios en «Con los ojos cerrados – miniconcurso de relatos»

  1. Mi voto es para Teresa Sánchez.
    Un relato con mucha sensibilidad, me conmovió y me hizo respirar la importancia de empezar a entender con otros sentidos. Comprender la vulnerabilidad y el amor incondicional.

    Responder

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