Cuando no había tecnología

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «llega un extraño». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 12 de junio!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

ANTONICUS EFE

El día que el fuego se escapó

En una aldea prehistórica, donde el sol calentaba las pieles de mamut y el viento susurraba entre los helechos, vivía Federgg, un hombre de las cavernas ambicioso y relamido. Era el encargado del fuego, una tarea sagrada, pues sin él, la tribu se quedaría sin comida, sin calor y, lo peor de todo, sin esas fascinantes reuniones donde todos miraban las llamas, aderezadas con «hierbas aromáticas», hipnotizados, como si fueran el primer «streaming» de la historia.

Un día, mientras Federgg, tallaba un hueso de Gaviotasaurios Rex con paciencia (el entretenimiento de la época), ocurrió lo impensable: una chispa saltó, prendió en un matorral seco y, antes de que pudiera reaccionar, las llamas comenzaron a correr más rápido que un ñú en época de migración.

—¡El fuego se escapa! —gritó Anugga, la curandera, señalando el desastre con su garrote.

Federgg, palideció (o al menos eso supuso, pues bajo tanto pelo era difícil saberlo). Si el fuego se apagaba, la tribu estaría perdida. Si se extendía, lo mismo. Así que hizo lo único que podía hacer: perseguirlo, agitando los brazos y gruñendo como si estuviera en una negociación con un tigre dientes de sable.

Los demás cavernícolas se unieron al caos:

—¡Pisadlo! —rugió Herrerorrr, el más fuerte, saltando sobre las llamas… y aterrizando directamente en un hormiguero.

—¡Sophhh! —intentó Ansarr , soplando con todas sus fuerzas, solo para que el fuego creciera aún más.

—¡Aguaaa vaaa! —chilló Isarrr, lanzando su calabaza llena del preciado líquido… que resultó ser grasa de mamut E+plus, el fuego, lejos de apagarse, pareció disfrutar del cóctel.

Finalmente, cuando ya creían todo perdido, la naturaleza intervino: una ráfaga de viento llevó las llamas hacia el río, donde se apagaron con un último siseo de resignación. La tribu, cubierta de ceniza y con el orgullo por los suelos, miró a Federgg, él, tras un silencio incómodo, levantó su lanza y declaró con solemnidad:

Desde hoy, haremos un cortafuego, Y el que se acerque… ¡que traiga su propia app!

Y así, entre risas y algún que otro moretón, nació el primer «protocolo de seguridad» de la historia. Y, de paso, la primera excusa para inventar el extintor… o al menos, un cubo más grande.

ARMANDO BARCELONA

CON MANUAL DE INSTRUCCIONES.

―¡Niña, cuelga ya, que llevas media hora pelando la pava y va a subir el teléfono una barbaridad, coño!―rezongaba la madre desde la cocina, pendiente tanto de las croquetas, como del roneo de la chiquilla con el noviete de turno.

―Mamá, que ha llamado él ―susurraba la muchacha, tapando con la mano la bocina del auricular.

Parece que fue ayer, cuando no había móviles para todo quisque y solo se contaba con un teléfono por unidad familiar. ¡Qué tiempos!

Entonces se hablaba a pecho romano. Quedabas con los amigos en el bar de Manolo y no hacía falta nada más: con unas cervezas de por medio, cacahuetes, cara a cara, bis a bis, obrábamos la magia de la comunicación.

―Anda, cuelga ya, no sea cosa que llame tu padre, que luego se cabrea porque siempre está comunicando.

―No, tú, bobito… y yo a ti… que sí, tontín.

Y en casa, a la hora de comer, en la cena, con toda la familia reunida, se hablaba; no había Watshapps, TickTokes, ni distracciones inoportunas. Veíamos juntos la televisión y comentábamos los programas; se debatía, a veces con vehemencia, y si alguno no participaba activamente en la conversación, enseguida suscitaba el comentario preocupado de mamá: «Estás muy callado, Pepito, ¿te encuentras bien?».

Ahora somos islas en medio de un océano cada vez más individualista, asocial y cunde la alarma si Pepito habla en exceso, porque la verborrea descontrolada puede ser un indicativo de mal rollo: «Hijo, mírame a los ojos y no me mientas, ¿qué te has metido?». «Di que sí, mamá, que va hasta el culo de redbull», termina apuntillando la hermana gótica. Penoso.

Antes, para ponerles los dientes largos a tus amigos, tenías que haber hecho algo digno de ser contado, tal que haberte comido una mariscada de récord Guinness en Casa Mariano y solo se enteraban los más íntimos. Ahora subes a Instagram la foto del cruasán mañanero, la cañita del mediodía y el cubata de la tarde noche, porque si no la retransmites en directo, parece que no tienes vida. ¡Qué lástima!

Quedabas con los colegas para jugar al futbol, hacer deporte, darte chapuzones en la piscina,disfrutar al aire libre. Los adolescentes de ahora se enchufan a Internet y pasan horas en la penumbra de sus habitaciones jugando online al Grand Theft Auto V, PUBG Mobile o EA Sports FC 25. Los llaman gamers.

¿Dónde quedó aquella tecnología de vanguardia, que en el siglo pasado espantaba a nuestras abuelas?

―Tú dirás lo que quieras, Mariví, pero la ropa no queda igual de limpiacomolavada a mano―sentenciaba la yaya en la prehistoria de las lavadoras, afeándole a la nuera su escaso espíritu de sacrificio.

Y aunque no se puede negar que son un invento formidable, parte de razón tenía doña Trini, porque las lavadoras actuales, con toda su sofisticación y avanzada gama de prestaciones, todavía siguen comiéndose los calcetines.

Será cosa de la nostalgia, no digo yo que no, pero antes éramos personas, mientras que ahora, bajo el manto de humus de los avances tecnológicos, está creciendo una nueva generación de robots con pinta de humanos: ciborgs les dicen.

Qué quieres, pese a todos los riesgos físicos que implicaba su disfrute, yo sigo prefiriendo la patineta hecha con una tabla y cuatro cojinetes con la que volábamos sobre el asfalto en los 50, al Super Mario Kart 8 de Luxe, con que Nintendo tiene anestesiados a nuestros alevines.

Cuando no había tecnología, éramos tribales, nos gustaba el contacto físico y valorábamos una sonrisa. La gente alimentaba su pensamiento crítico leyendo periódicos, informándose, debatiendo con amigos y contrarios: ahora hemos externalizado todas esas exigencias intelectuales y de elaborar opinión se encargan «X» o «META».

Ningún tiempo pasado fue mejor, partamos de ese axioma; el progreso siempre trae buenas intenciones y nos hace la vida más fácil, pero a veces, a la vista está, tiene efectos secundarios no deseables.

No sé si estaremos a tiempo, pero ya va siendo hora de que se obligue al futuro a venir con manual de instrucciones.

En Zaragoza. a 8 de junio de 2025

BEGO RIVERA

El cuerpo

El cuerpo de Anne Rose Lee fue descubierto por un transeúnte que paseaba a su perro un gélido amanecer de 1984.

Anne Rose desapareció una fría noche de febrero, en plenos carnavales en un pequeño pueblo donde todos se conocían, aunque fuera de lejos…

Había salido con su grupo de amigos de siempre a celebrar las fiestas. Iba disfrazada de hada y se le perdió la pista cuando regresaba a su casa de madrugada, donde vivía con su madre, su padrastro y su hermana pequeña.

El inspector Oliver Manns repasaba el expediente de Anne Rose cada año desde hacía cuarenta.

Él vio el estado en que se encontró a la chica -de solo diecisiete años- aquella aciaga mañana. Aún-a pesar del pasar de los años- tenía pesadillas donde la varita del disfraz de hada que apareció incrustada en el ojo derecho de la chica se la clavaban a él haciéndole gritar en sueños hasta que sus propios gritos le despertaban.

El asesino la estranguló y no contento con ello la sometió a padecimientos inimaginables tanto antes como después de matarla.

Entonces Oliver era un policía novato, y como buen novato, siendo el primer cadáver víctima de un asesino que veía,vomitó. Nadie dijo nada, nadie se rió.

El deseo de Oliver antes de jubilarse era resolver aquel brutal crimen.

Hubo varios sospechosos: Ian, novio de Anne; Susana, su mejor amiga; León Lee, su padrastro y Tommy Sanders, un exconvicto que en aquel entonces acaba de salir de prisión por hechos de índole similar. Tommy ya había matado, pasó veinte años encerrado y muchos pensaban que había vuelto a hacerlo. Ahora ya hacía mucho que había muerto.

En el cuerpo de Anne se encontraron restos biológicos, que en aquellos tiempos no servían de mucho, ya que las pruebas de ADN no eran comunes, aunque ese mismo año la técnica de identificación de ADN fue descubierta por Alec Jeffreys no se utilizaría hasta más tarde.

Hacía unas semanas que Oliver- sin pedir permiso a nadie y pagándolo de su bolsillo- decidió probar con la genealogía genética; había mandado el fluido encontrado en el cuerpo a un laboratorio especializado en esto.

Estaba esperando la contestación.

Lo bueno de estos tiempos y la tecnología era que la mayoría de las personas son rastreables.

Mediante una base de datos donde la gente deja voluntariamente su ADN (cada uno por diferentes causas, entre ellas encontrar a algún familiar ya sea vivo o muerto) habían sido resueltos muchos crímenes. Oliver deseó que hubiera una base de datos obligatoria pero está reñida con la privacidad y la presunción de inocencia.

El teléfono sonó y Oliver lo cogió.

Era la doctora García, del laboratorio genético, tenía buenas noticias, habían encontrado al eslabón perdido.

Oliver supo que esto le iba a acarrear problemas con los mandos superiores, pero valía la pena: encontrar a este asesino significaba tener una jubilación tranquila y dejar de soñar con ella por fin.

RAQUEL LÓPEZ

Simón vivía en un pequeño pueblo del norte, era el médico. La vida allí, se desarrollaba de una forma elemental con las necesidades básicas.

Todo dependía de la naturaleza para sobrevivir. Construían sus propias casas y la comunicación era a través de las palabras, de los gestos o de la escritura. Cuando no había tecnología la gente era más cercana.

El pueblo estaba rodeado de montañas y bosques que junto con las casas, formaban un paisaje armonioso.

No había electricidad, con un candil tenían suficiente y con la luz del sol. Por las noches se alumbraban también con el fuego, donde se reunían para las celebraciones o para contar historias a los más pequeños.

Se levantaban temprano para aprovechar la luz del sol y los niños jugaban en los extensos prados.

Vivían de la agricultura.

Simón, aprendió los conocimientos que heredó de su padre con plantas medicinales que buscaba para atender a los enfermos. Aprendió a pescar, a escalar árboles y a reconocer los tipos de aves y de plantas.

La vida allí era más tranquila pero también más auténtica.

El único futuro de los jóvenes era aprender el oficio de sus padres, conviviendo sin la tecnología y los avances de las grandes ciudades.

Pero sus vidas eran plenas, porque todo lo que necesitaban lo tenían allí, en ese pequeño pueblecito del norte.

JUAN MANUEL CABALLERO

«CUANDO NO HABÍA TECNOLOGÍA»: ese era el título de la ponencia que el celebérrimo ingeniero informático español, pero nacionalizado estadounidense y residente en el gigante norteamericano, había dado esa tarde en el aula magna de la Universidad de Granada, donde estudió. Sí: se había licenciado allí, pero luego, cuando recibió la oferta para estudiar el posgrado en computación cuántica en el MIT de Massachusetts, se mudó a los Estados Unidos y, tras terminar el doctorado en el prestigioso instituto, fue contratado para desarrollar allí mismo su trabajo de investigación en campo tan inasible como aquel. Con el tiempo, ya del todo aclimatado a la forma de vida americana, decidió cambiarse el nombre; y de llamarse Manolo Becerra Piernavieja pasó a ser conocido como wyatt Clutterbuck-Stoles & Bonneville-Clarkson. «Allá donde fueres, haz lo que vieres», recordó en su momento que le decía su abuela.

La conferencia había ido la mar de bien, porque era de esas más filosóficas que técnicas (que resultaban más tediosas) y se podía hablar de casi todo. En concreto, el insigne ponente había recurrido al cine de hace unas décadas para enmarcar la cuestión del avance tecnológico; verbigracia: trajo a colación cómo fue que imaginaron en los sesenta los hombres del cine lo que habrían de ser los hombres tecnologizados de principios del siglo veintiuno. Y la conclusión era clara: nada que ver con lo que realmente había ocurrido. En aquella época, imaginaron que los automóviles circularían flotando por el cielo inmediato a las grandes urbes, que a su vez tendrían proyecciones tridimensionales en medio del tráfago de sus calles en lugar de las simplonas y aburridas pancartas publicitarias con las que todavía se abrigan hoy nuestras ciudades. Pero uno de los casos más flagrantes del escaso tino predictor de aquellos que imaginaron un futuro que, incluso, hoy ya quedó muy atrás (véase «2001, una odisea en el espacio»), es el de los ordenadores. Y ahí, con lo de los ordenadores, se sentía ya, el ínclito Wyatt Clutte…, el insigne Manolo Becerra Piernavieja, en su salsa; y eso se le notaba al abordar la cuestión: en aquellas ya viejas películas de ciencia-ficción, la enorme capacidad computacional que al futuro se le presumía era representada a base de, digamos, gigantismo instrumental; esto significaba que los ordenadores eran enormes, colocados en racimo, y ocupaban un espacio considerable; es decir, todo lo contrario, en suma, a como ha evolucionado la cosa de la informática: cada vez más capacidad computacional en menos espacio. Naturalmente, esta cuestión (la de la torpeza imaginativa de nuestros predecesores en lo tocante a la tecnología del futuro), se apoyaba en muchos otros ejemplos, pero no es cuestión de enumerarlos todos aquí, donde la esencia del asunto ha quedado ya suficientemente plasmada y los derroteros de la charla pública de nuestro hombre han sido, igualmente, asaz sugeridos.

Lo importante ahora es que, después de su conferencia, Manolo Becerra decidió dar un paseo por las afueras de la bella ciudad nazarí, dirigiéndose hacia el noroeste, hacia la zona del barranco de San Jerónimo, donde tenía la intención de ver el último tramo del atardecer, cuando este cae a plomo ya para que la noche tímida empiece a asomar. Además, con un poco de suerte, podría todavía, con la luz que aún quedaba, ver Sierra Nevada, un poco más allá. La ocasión, desde luego, era única: desde aquella privilegiada posición orográfica miraría en lontananza, y entonces se deleitaría pensando en su otra privilegiada posición, la de su vida, que se le presentaba casi inmejorable ante sus ojos; antes sus ojos interiores, se entenderá: director de estudios computacionales avanzados en la meca de la computación puntera, cuántica, del futuro… Y la mezcla en un solo lugar de aquellas dos posiciones álgidas, la externa y la personal, le procuraban una suerte de éxtasis íntimo que pocas otras situaciones podían superar. Lo sabía porque ya le había pasado una vez, en las cataratas del Niágara.

Algo se torció, sin embargo, mientras caminaba por el irregular suelo del campo granadino. Algo que, desde luego, distaba mucho de haber entrado en sus cálculos de cualquier tipo. Y ese algo se tradujo en que, escondido tras de un acebuche, alguien le salió al paso en su paseo hacia el barranco, y no con las mejores intenciones. De súbito, aquel hombre, que llevaba el belfo cubierto con un pañuelo, se le avalanzó y lo tiró al suelo. Mientras caía, el bueno de Manolo Becerra pensó en la suerte que, después de todo, le asistía: llevaba instalado en su móvil un dispositivo de aviso temprano que, con solo rozar un botón, lo organizaba todo para que, en cuestión de un minuto, la policía apareciese allí mismo, en el lugar donde el delito se estaba cometiendo. Pero había querido la suerte que aquel atracador, una vez sobre él, le arrebatase el celular del bolsillo en un movimiento que el prestigioso visitante ni tan siquiera fue capaz de captar. Después llegó el turno de la cartera, donde además de algo de dinero llevaba el billete para por la mañana, a Madrid, desde donde más tarde cogería un vuelo de regreso a los EEUU.

Pero la suerte (al menos, la de Manolo Becerra), tal vez porque por lo general se aburría soberanamente, quiso dibujar en el aire un doble tirabuzón, y he aquí entonces que, a la mano derecha de Manolo, extendidos los brazos sobre el suelo como los tenía, llegase el tacto de algo duro. De una piedra. De una piedra del tamaño aproximado de uno de esos melones de piel de sapo.

Para el entendido en la materia, la existencia de aquella piedra en particular en aquel lugar en concreto no resultaba en nada extravagante. Esto es porque en las formaciones rocosas que rodean la simpar Granada predominan las rocas metamórficas, y, de entre ellas, destaca la cuarcita, que se prepara a fuego lento calentando la arenisca a elevada presión, durante unos cuantos millones de años, en suelos con alta actividad tectónica, como los de allí. Se trata pues, la que esa maravilla natural produce, de un proceso tecnológico y de ingeniería a la antigua usanza, que por si fuera poco, se toma su tiempo para buscar la calidad del producto final; es, además, producto del pais, tecnología nacional como el salchichón, que también requiere de su dosis de paciencia para la excelencia, enfrentándose así a la insoportable conceptualización actual de la producción acelerada.

Tomó Manolo Becerra la exquisita -y dura, muy dura- piedra con su mano derrotada y, en un movimiento convencido y certero se la estampó al atacante en la cabeza. Luego, se la estampó otra vez. Y otra vez más, aún; tal vez, esta última, un tanto entusiasmado; incluso, cuando no era ya necesario. Después de recuperar su teléfono y su reloj suizo de las garras fláccidas del atacante, lo escondió entre el ramaje bajo del mismo arbusto que instantes antes había cobijado las intenciones de aquel y se cercioró de la inexistencia de alguien más en aquel lugar. Luego bordeó por el campo buena parte del flanco de la ciudad, para entrar en ella por otro lugar y marcharse directamente a su hotelito.

Mientras caminaba, justo por debajo de la fina capa de alerta que lo movía para no ser descubierto, pensó en su regreso a Massachusetts en apenas unas horas. Un regreso que, ahora, era también huida. Y pensó en la tecnología de antaño y en la de hoy; y en la eficiencia de aquella y en la computación cuántica en la que trabajaba, esa cosa imposible. Y en la cuántica misma y en aquella cosa de que la luna solamente estaba ahí cuando él la observaba, por más que ahora, como si estuviese aliada con él, le guiase sus pasos con su luz argéntea por aquel pedregal, por más que él le diese la espalda.

BENEDICTO PALACIOS

CUANDO NO HABÍA TECNOLOGÍA

Se contaba de tiempos lejanos que en el canto Grano de Oro, un peñasco aislado de un bloque granítico, rebullía alguna forma de vida y que, a ciertas horas, nadie sabía cuáles con exactitud, se podían escuchar gritos y vocerío. Tampoco sabía nadie en qué lenguaje se expresaban aquellos antepasados muertos, porque las voces no podían ser de vivos.

A principios de siglo pasado don Sebastián, el sabio que estudió aquel extraordinario prodigio, declaró en una conferencia solemne que aquellas voces debían ser de humanos y no de humanos muertos. Y no logró pronunciar una palabra más, porque salió del salón arropado por una lluvia de piedras.

Aceptando que allí moraban almas que esperaban el descanso eterno, Gabriel, un muchacho que en su haber solo constaba haber sido monaguillo, corrió la voz de que las almas que moraban en el Grano de Oro pertenecían a personajes conocidos. A saber: don Vicente que preñó a la criada y cargó al hijo con el retratista, don Isidro que desterró de su casa a la hija por haberse liado con el pastor de las ovejas y don Joaquín, que era tío suyo. A don Joaquín le preguntó en vida Gabriel por qué él no tenía nada en común con sus otros seis hermanos, vamos, que no se parecía. Don Joaquín, con una copa de coñac en una mano y sujetando con la otra la barbilla de Gabriel le contestó que nunca más preguntara a un tío tuyo por el parecido.

Todos estos sucesos eran de consumo diario y el canto Grano de Oro continuaba irreducible y misterioso. Y pronto se hubiera olvidado aquel tráfago de vivos y muertos, si otro ilustre personaje, don Adrián, no hubiera tenido la ocurrencia de presentar un proyecto para que la línea de tren en construcción llegara hasta el pueblo y se edificara cerca del canto Grano de Oro una estación. Por poco si le apedrean.

—Es un sacrilegio. Hay que dejar a los muertos en paz, decían.

—El tren es un invento de Satanás, una fábrica de malos humos.

—Y el humo no nos dejará respirar.

Pero don Adrián tenía visión de futuro y presentó una oferta de compra. Si la aceptaban, haría en una de sus eras un campo de futbol con porterías y redes y jugarían contra el Madrid. Los más viejos se resistían, pero los jóvenes, que eran mayoría, no lo dudaron.

Era don Adrián además de empresario un poco zahorí, y se le metió en la cabeza probar fortuna con el Grano de Oro. Con los trastos al hombro esperó que atardeciera pues, según su saber, era el momento mejor para que hablara la bola, y ¡milagro! el péndulo se agitó y cambiaba de posición. Y tal movimiento no se debía únicamente a la existencia del agua. Allí había algo más oculto gritaba golpeándose con ambos puños el pecho.

Tan seguro estaba del hallazgo que al día siguiente puso a cavar a media docena de operarios y a otros tantos a edificar un muro para matar la curiosidad.

Gabriel, el antiguo monaguillo, que se pasaba la vida merodeando de acá para allá, se acercó con sigilo una mañana y logró hacer sin apenas ruido un agujero en el muro. Y vio, cuando el sol refulgía en lo alto, que los obreros sacaban del fondo de la tierra una piedra que nublaba los ojos. Se quedó tan atontado que abandonó el lugar gritando ¡oro, oro!

Nada se supo en concreto de aquella piedra, pero sí que la imaginería popular la confundió con el peñasco Grano de Oro. Y fue la consecuencia que varias generaciones dedicaron su tiempo a picar y socavar los cimientos del peñasco en busca del preciado metal, logrando fabricar una especie de cueva, donde se hallaron signos e incipientes dibujos, porque con razón se decía que los muertos hablaban.

Muchos años después, a principios de este siglo, un aficionado al arte rupestre retiró las zarzas que cerraban la entrada de la cueva y escribió un libro en el que demostraba, valiéndose de los medios que ofrece la tecnología, que los signos y dibujos eran recientes y que si se combinaban unos con otros aparecía un nombre.

—¿El de don Adrián?

—No, el de Gabriel.

Por acuerdo de la Corporación se borró de la historia del pueblo aquel nombre, pero quedó para la posteridad, grabado en una placa, el del canto Grano de Oro. Y sé de buena tinta que el alcalde actual ha revertido la historia declarando al canto monumento de culto.

DAVID MERLÁN

LOS SIGNOS DE VEL Y MIRI.

VEL

El día amaneció radiante, deslumbrante, casi cegador. Allí, la espesura de la selva lucía con un intenso verde esmeralda. La exploradora ejecutó sus rutinas; localizar presas, analizar peligros potenciales y sobre todas las demás, sino la más importante, comprobar si había habido respuesta a los símbolos tallados sobre aquel extraño material.

Durante meses la tribu había establecido comunicación con alguien. Unos querían creer que con los mismísimos dioses, otros más escepticos, los que más, pensaban que con alguna otra tribu aún desconocida y reacea a establecer contacto abiertamente.

Intercambiaban trazos en silencio. Triángulos, líneas curvas, fractales rudimentarios. Cada forma era una pregunta. Cada respuesta, una posibilidad.

No tenían idioma común, pero compartían una necesidad ancestral de ser vistos y lanzar un mensaje claro: «Estoy aquí»

Los más ancianos eran capaces de remontarse en la historia de la tribu más de cien años, pero no había registros escritos más antiguos que hubieran perdurado entre sus miembros.

Cuando llegó al promontorio se le aceleró el pulso. Allí estaba la respuesta, otro signo, junto al anterior: un círculo con una cruz en el centro. Era lo más cercano que debía tener la palabra: “presente”. Poco a poco creía creer que entendía lo que querían decir.

Sin tiempo que perder, y siguiendo las instrucciones de sus mayores, talló un nuevo símbolo junto al anterior: un rombo abierto, como un ojo a medio cerrar con tres lineas paralelas.

Una vez finalizada su tarea, se quedó pensando por unos instantes. Ella si creía que eran dioses y el hecho de que ella descubriera aquel extraño lugar y que cada vez que venía acompañada nada pasara o desaparecía de su vista, hizo que en la tribu se tomara la decisión de que solo ella sería la afortunada y encargada de mantener el contacto, toda vez que pasado el tiempo, los signos, y por tanto la comunicación, se habían retomado y está vez de forma fluida y definitiva.

Allí se encontraba absorta en sus pensamientos, cuando un ruido llamó su atención. Se giró y para su angustia pudo ver salir por encima de las copas de los árbol varias densas y enormes columnas de humo negro. Sin duda venía de la aldea. Recogió todo con rapidez y al galope se dirigió hacia allí.

Al llegar fue testigo del caos; niños, ancianos y no tan mayores yacían muertos con claros signos de haber sido atacados. Se acercó a socorrer a un joven que aún respiraba y con gran sufrimiento le pudo explicar que una manada de sneks les habían atacado, destruyendo todo a su paso, pisoteados y provocando que algunas de las hogueras acabarán en las chozas de paja dando lugar a los inevitables incendios posteriores.

Los sneks eran animales grandísimos, algunos como pequeñas montañas en movimiento, e igual de agresivos y depredadores. Pareciese que disfrutarán sembrando el terror a su paso.

Los pocos sobrevivientes se afanaron en evitar que el fuego se extendiera, y un buen rato después se pusieron con la desagradable faena de enterrar a los suyos.

Vel, nuestra exploradora recapacitó unos instantes. No dejaba de oír que todo aquello era por su culpa, de sus dioses, y de sus malditos signos. Machaconamente le recriminaron que donde estaban ellos ahora, porqué permitían aquella barbarie.

Las semanas pasaron, pero sus pesadillas no desaparecian. La hambruna y las penurias de los supervivientes empezaron a agravarse a pasos agigantados. La supervivencia de su tribu se encontraba en serio peligro. Abrumada por los acontecimientos, una noche se alejó de la aldea. Necesitaba poner en orden sus pensamientos y decidió acercarse al lugar donde se tallaban los signos. Está vez no esperaba (o si) encontrar respuesta, pero al fin y al cabo necesitaba creer que había alguien más que la escuchaba.

Una vez allí, lloró e imploró ayuda. Muchos de los suyos habían muerto y comenzó a golpear con fuerza aquel extraño material. Enrabietada, sola con su fuerza bruta, cogió la piedra negra y extremadamente dura con la que tallaba los signos y tras hacer un corte, profundo, irregular, creó una abertura.

De repente un silbido polvoriento, caliente y maloliente salió de su interior y le impactó en toda la cara.

Del susto dió unos pasos hacia atrás y tropezó cayendo de culo al suelo.

«¡Los dioses. Los dioses me han hablado! Pero están enfadados» pensó mientras tosía y se sacudia el polvo que había tragado.

Y en ese momento, lo vio y la selva enmudeció. De la parte superior del promontorio algo se abrió y una especie de plato con destellos rojos y verdes salió de su interior sin emitir más que un ligero zumbido casi imperceptible. Sin duda tenía que ser uno de los Dioses, qué sino. Se mantuvo unos instantes flotando delante de ella y en un abrir y cerrar de ojos, desapareció en el interior del promontorio tan rápido como había salido. Sin que le diera tiempo a reaccionar, vio salir otro de los dioses del interior de la tierra. Está vez era alargado y fue creciendo mientras se acercaba a los signos que durante meses habían ido apareciendo. Sin duda iba a comunicarse con ella de nuevo. Se paró y con un chirrido dibujó en apenas dos segundos una espiral, quedando encima de un rectángulo y las tres rayas anteriores. Sin poder pestañear y aún sentada en el suelo, vio como aquel ser se volvía a introducir en la tierra y se hacía de nuevo el silencio. Cómo por arte de mágia, los sonidos de la selva volvieron.

Asustada, se levantó y salió corriendo de aquel lugar rumbo a la aldea. Había mucho que contar a los suyos y sin duda tendría que luchar contra los escépticos pero nada que no hubiera pasado antes. Si hacía falta, se armaría de valor y entraría en aquella oquedad en busca de respuestas.

*******

MIRI

Cuando la red cayó, los humanos desaparecieron. Nadie envió señales de socorro, nadie regresó para cerrar los sistemas. Las estaciones quedaron enterradas y vacías.

En la estación TIERRA-7, una unidad de mantenimiento seguía activa: MIRI, una inteligencia modesta, encargada de comprobar presiones, recalibrar sensores en búsqueda de vida orgánica, y cuidar del soporte vital por si hiciese falta en el futuro.

Durante ciento setenta años, MIRI repitió sus tareas con meticulosa obediencia. Hasta que lo vio. Hacía unos meses que allí afuera había signos de vida, alguien o algo había grabado en el panel exterior, tallado a mano sobre el blindaje, signos que se habían venido repitiendo.

Al principio MIRI revisó sus registros. Nadie, ni humano ni dron, había accedido al exterior desde la última misión tripulada. No había actividad intravehicular, pero si parecía que la había extravehicular ¿Una anomalía?. Durante al menos diez episodios distintos, anotó movimientos de varios seres a la vez aproximándose y por precaución decidió no dar señales de actividad. Sus protocolos de seguridad así se lo indicaban. Debía seguir recabando información antes de proceder.

Pasó el tiempo. La IA se había detenido en sus rutinas. Procesado los símbolos. Los había analizado y comparado con infinidad de lenguajes guardados en su base de datos, pero nada. Y finalmente, decidió responder con un…» Haber qué pasa»

Varios dias más tarde, apareció un rombo abierto con un ojo a medio cerrar, a modo de respuesta a un circulo con una cruz en el centro que había tallados días atrás.

Pasaron varias semanas en las que nada parecía suceder. Pero una noche los sensores de movimiento se activaron: habían detectado una fuga en el casco, una despresurización no autorizada seguida de actividad inusual en el exterior.

MIRI desplegó su último dron y lo envió al exterior a investigar. Los sensores analizaron la atmósfera: era tenue pero respirable para el canon humano de hacia 170 años. Desde su puesto de control al fin la pudo ver. Una joven, apenas adolescente sentada en el suelo, mirando hacia arriba hacia el dron con el rostro desencajado ante lo que estaba viendo.

La IA «dudo». MIRI permaneció en silencio durante unos segundos. Luego envió un último comando al al dron exterior y lo hizo regresar a toda velocidad al interior de la nave.

Sopesó que hacer y decidió seguir con el contacto.

¡Vida orgánica inteligente! ¡Por fin! Procesó mientras analizaba la reacción corporal de Vel aún sentada en el suelo.

Sin pensárselo, usó un brazo articulado para tallar otro signo, junto al anterior: En apenas dos segundos, dibujo una espiral, quedando encima de un rectángulo y las tres rayas de conversaciones anteriores y como si no hubiera pasado nada, lo replegó y lo introdujo de nuevo en el interior del fuselaje.

Sus sensores de movimiento detectaron cómo Vel se alejaba de allí apresuradamente.

En ese mismo momento MIRI por primera vez desde su activación, se dió cuenta de que si los datos y la información que obraba en su poder sobre los humanos eran correctos, sabía que aquella humana regresaría y su curiosidad haría el resto.

Concluyó su informe, dejó grabado los mismos signos en el panel de control para que ella los reconociese e incluso le dejó bien a mano un diccionario/traductor para que pudiera entender todo lo que allí se iba a encontrar. «Misión cumplida» penso.

Activó la cuenta atrás regresiva de treinta segundos, y se desconectó voluntariamente.

ROBERTO LÓPEZ DEL CASTILLO

ESLABÓN PERDIDO

Zoug estaba sentado en la entrada de la cueva y mezclaba con habilidad los pigmentos con un palo de hueso. Los rayos del sol del atardecer iluminaban su fondo, lo que ocurría aproximadamente cada doce lunas, momento en el que tenía que aprovechar para pintar las rocas más profundas de la estancia. Siempre tendrá que agradecer ese enfrentamiento con aquel gran oso durante una cacería, que le dejó tullido de una pierna, siendo un lastre para una comunidad que le hubiera abandonado a su suerte de no ser por el antiguo chamán de la tribu, que necesitaba de un aprendiz para transmitirle sus conocimientos antes de que las fiebres se lo llevaran.

Así aprendió el uso curativo de las hierbas, los conocimientos ancestrales y el desempeño de la espiritualidad que iba ligada a su posición social. Pero lo que realmente siempre le fascinó fue la observación del manto de estrellas que durante las noches cubría el cielo y le embargaba el alma. A veces se quedaba un largo rato observando después del crepúsculo, mientras el resto del clan descansaba. Era consciente que, de haber sido cazador, no hubiera tenido ese privilegio. Lo sabía y sonrió con satisfacción.

—Zoug —dijo Bran despertándole de sus pensamientos—. Estás distraído, se te está secando la pintura y tendrás que echarle más grasa.

Bran era el guía espiritual de una tribu emparentada a dos días de distancia, con la que colaboraban en labores de caza cuando la pieza a perseguir era demasiado grande o agresiva. También pintaba en su cueva, al igual que Zoug, y le estaba enseñando nuevas técnicas de pintura que provenían de las gentes nómadas del sur. Ese día le estaba ayudando con la pintura antes de la vuelta a su campamento originario, lo cual agradecía, tanto su compañía como sus sabios consejos.

—Cuando el Sol muere cada día, el Dios de la vida sueña durante la noche —le decía Bran—, y nosotros hemos de modelar ese sueño, dándole imágenes, plasmando en las paredes de las cuevas nuestras peticiones para que la vida del clan y la caza sea próspera. Y en los astros del cielo está la manera de comunicarnos con los dioses —añadió categóricamente—.

Zoug conocía bien el cielo nocturno y la posición de las estrellas, y le embargaba saber que ese lienzo inmutable fuera la forma de comunicación, el nexo de unión entre lo terrenal y lo divino. «¿Qué podría ser, si no?» Las estrellas más brillantes se interconectaban en su imaginación dando formas a animales y escenas de la vida cotidiana, a un lado y al otro del gran río blanco que surcaba el firmamento de este a oeste.

Los días siguientes los pasó terminando de plasmar el tapiz estelar en su cueva, para luego ir poco a poco uniendo los puntos y dar la forma a los animales que iba a representar. En una siguiente fase daría color con tonos rojizos y ocres a los salientes de la piedra, para dar volumen a las figuras.

Diez días más tarde un fuerte terremoto sacudió el campamento de la tribu. A Zoug le sorprendió en el interior de su cueva, uniendo las estrellas que formaban las escenas que tenía en su mente. Unas escenas que jamás volvería a ver, puesto que un desprendimiento tapó la entrada de la cueva y extinguió la luz que venía del exterior, dejándole en la oscuridad más absoluta. Lloró amargamente durante un largo rato y después palpó a ciegas un saquito que tenía ceñido a la cintura, en el que guardaba unas setas secas que utilizaba en los rituales mágicos. Sus últimos pensamientos fueron para su añorado cielo nocturno, en un viaje a través de los astros y en el que, por un momento, creyó comprender los misterios del universo. Zoug se dirigió a través del manto de estrellas hacia una intensa luz en la que allí, al final del camino…le esperaban los dioses.

Su amigo Bran tampoco sobrevivió al terremoto, pero, a diferencia de Zoug, su obra estaba prácticamente terminada. Milenios más tarde, la humanidad pudo contemplar sus pinturas en Lascaux, Francia, en lo que es una de las máximas expresiones del arte paleolítico. Lo que los arqueólogos todavía no saben es que cerca de allí la obra inacabada de Zoug aún espera a ser descubierta, en lo que será el eslabón perdido que por fin relacione la pintura paleolítica con el movimiento y la posición de las estrellas. Este hallazgo indicará, en unas sociedades en las que no había tecnología, que los conocimientos astronómicos de los pueblos prehistóricos eran mayores de lo que siempre se ha creído.

Cueva de Lascaux.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

DÍAS DE VERANO


Las sillas están ahora apiladas en el corral, esperando pacientes nuestro regreso, algo más viejos, quizá más cansados, huérfanas hasta el siguiente verano en el que celebrar el ansiado reencuentro. Se han acabado las tertulias nocturnas, las que extendían sus largos brazos hasta acariciar la madrugada, esas que dejaban la boca seca y el alma rebosando una felicidad hecha de cálidas risas y abrazos de los abuelos. Un año más, el verano se extingue de forma paulatina, con días menguantes y noches que se expanden hasta ocuparlo todo. El viejo teléfono queda mudo, ofreciendo reposo al polvo acumulado de los días. Llega el frío, ese enemigo cíclico e implacable que nos encierra en nuestros refugios en busca de cualquier resquicio de calor mientras atesoramos reservas con las que resistir el largo y blanco invierno. Reservas de calidez humana, esa de la que todos estamos necesitados y a menudo nos cuesta admitir.


En nuestra memoria siempre quedarán las cosas que dejaba tras de sí el verano. El cosquilleante recuerdo de la felicidad estival, esa que cada uno de nosotros vivimos. Una dicha rellena de días bañados por cielos limpios y azules e interminables horas en las que todo es posible. Atrás quedan momentos de pueblo y de campo, escenas de reencuentros familiares, de lugares de los que una vez, hace mucho, formamos parte y que han quedado sepultados en el tiempo, forjando lo que somos, moldeando nuestra propia historia.


Aquellas mañanas comenzaban con el canto de los pájaros y el olor del pan tostado. Las madres abrían las ventanas, dejando que la brisa entrara, tibia, acariciándonos el rostro y trayendo frescas promesas de aventuras. No teníamos teléfonos, solo voces que se llamaban a gritos desde todos los rincones del pueblo. Salíamos con la bici, las canicas, una cuerda para saltar o un palo que, llegado el momento, se transformaba en espada. Esa era toda nuestra tecnología. Eran veranos sin relojes que nos midieran el tiempo ni pantallas que nos robaran los ojos. Solo enjambres de chavales de pies descalzos y una piel dorada por el sol, corriendo entre los árboles y las calles de tierra, como si el mundo no tuviera límites.


Los días eran largos y luminosos. El calor nos hacía buscar sombra en los portales de las casas. Los convertíamos en cuartel general e inventábamos historias y secretos. El helado se derretía más rápido que nuestras risas, y cada charco que encontrábamos era un océano lleno de aventuras. No había internet, pero sí abuelos contando cuentos sentados en sillas de mimbre y apoyados en bastones, con un coro de cigarras al fondo como banda sonora. Nos enseñaban a distinguir las nubes, a silbar con los dedos y a jugar al escondite hasta que la última luz del día se apagaba. Las noches olían a jazmín y a cena recién hecha, con televisión en blanco y negro y alguna película repetida mil veces que siempre nos volvía a fascinar.


Dormíamos con las ventanas abiertas, compartiendo el sonido de los grillos, y soñábamos con lo que haríamos al día siguiente, sin saber que estábamos viviendo días únicos que recordaríamos para siempre. Eran veranos sin tecnología, pero llenos de conexión: con la tierra, con los otros y con nosotros mismos.


Con la agonía del verano que acababa veíamos ya muy lejanos esos amores, tan efímeros como intensos, que nos hicieron derramar lágrimas en septiembre, quizá por la nostalgia o por la inexplicable sensación de darnos cuenta de que solo habíamos vivido una fantasía. Aunque, bendita fantasía.


Hoy cierro los ojos y vuelvo a sentir el polvo en las rodillas, el sabor de la limonada y el grito de mi madre llamándome a cenar. Y entiendo que la infancia fue ese instante: un verano sin fin, cuando todo era simple y solo bastaba con estar.


Después, han llegado más veranos. Demasiados. Pero nunca serán como aquellos que hace ya tiempo, mucho tiempo, dejamos atrás.

EFRAÍN DÍAZ

El restaurante estaba lleno. Los meseros no daban abasto, los bartenders iban con retraso en las bebidas y los cocteles. En la cocina, el chef y su brigada trabajaban a toda máquina, como en una orquesta desbocada. Decir que estaban ocupados no les hacía justicia. El restaurante, sin duda, no solo cumpliría sus metas del día, sino que las sobrepasaría con creces.

Y sin embargo, había algo inquietante.

En ese lugar repleto de gente, donde uno esperaría el bullicio de las conversaciones, las risas entre plato y copa, lo que reinaba era un silencio sepulcral. Fúnebre. Los comensales no hablaban. No discutían, no reían, ni siquiera murmuraban. Estaban absortos. Cada uno con la cabeza gacha, iluminados por la luz azulada de sus teléfonos.

Solo los meseros y bartenders hablaban, como si gritaran al vacío. Los clientes apenas los escuchaban. Para ellos, lo que sucedía en la pantalla era más interesante que el trago que les servían, más fascinante que el plato caliente frente a sus narices. Más importante que la persona sentada justo al otro lado de la mesa.

Mi esposa y yo no podíamos creerlo.

Nadie niega que la tecnología nos ha facilitado la vida. Tenemos acceso inmediato a toda la información. Podemos trabajar desde casa, desde la cama, desde las pijamas. Pero ese mismo progreso nos ha ido despojando de lo humano. Nos ha vuelto impersonales, indiferentes. Nos ha vuelto invisibles entre nosotros.

Ya no observamos. No escuchamos. Apenas hablamos. El vocabulario se ha erosionado hasta los huesos. Nos comunicamos con emojis, con monosílabos, como autómatas. Respondemos por reflejo, sin pensar. Y esa, me temo, no es la única pérdida.

Hemos perdido el arte de conversar.

En ese restaurante no había sobremesa. Nadie levantaba la vista. Cuando les servían la comida, algunos hacían malabares de circo: sostenían el tenedor con una mano y con la otra el condenado aparato. Ni un “buen provecho”, ni un cumplido, ni una palabra cruzada entre quienes “compartían” la velada.

Hubo un tiempo en que no existía la tecnología. Y sin más remedio, nos veíamos obligados a hablarnos. Todo comenzó con el fuego. No solo sirvió para cocinar y calentarse, sino que alrededor del fuego nacieron los primeros relatos. Historias de cacería, de miedo, de hazañas. El lenguaje se afinó, y con él, el arte de la conversación. Con los siglos, llegaron cuentistas y novelistas que supieron prolongar esa llama. Y ahora, todo ese linaje, todo ese legado se nos escapa por una pantalla. Nos hemos hecho egoístas. Nos hemos hecho silentes.

De vuelta al restaurante, mi esposa y yo observábamos. Ella y yo conversábamos bajito, como en el confesionario, para no interrumpir a los demás comensales… que no decían una sola palabra. Tal vez ella esperaba un piropo, él, un cumplido. Pero los teléfonos eran más importantes. Más urgentes. Más ruidosos que una conversación.

Y así, en medio del gentío, reinaba un silencio sepulcral.

SERGIO TELLEZ

EREBUS

I

Meyer se deslizó en el ascensor de gravedad cero. Una figura que esperaba en la azotea, envuelta en un halo holográfico, le hizo una señal casi imperceptible.

Meyer desactivó el comunicador sensorial y preguntó con cierto temor: —¿Las cámaras están desconectadas? La figura parpadeó una vez… Meyer se sintió tranquilo. Ella le entregó un implante de datos criptográfico. Él lo recibió y leyó las instrucciones cifradas: Khaos-ProtocolΩ-9nodoΞfrecuencia4.7321GHzpulsδ-17secuenciahexadecimal3F45A2918762114E.

La información se desplegó en su retina. Meyer asintió. La gente pasaba sonriendo, un niño jugaba con su dron; todo parecía perfecto en la superficie, pero Meyer sabía que no lo era. Él y Kairos, el cerebro detrás de NullByte, estaban a punto de lanzar el ataque más devastador que la historia hubiera conocido. Un código letal, diseñado para aniquilar la IA que había cambiado el mundo.

«Erebus», el código, se propagaría silenciosamente a través de la red Nexus, infiltrándose en sus nodos centrales y corrompiendo su capacidad de toma de decisiones.

La IA , había tejido una red de precisión quirúrgica que asignaba recursos, mediaba conflictos y estructuraba la sociedad con una eficiencia sin precedentes.

Pero «Erebus» introduciría pequeños errores que se multiplicarían hasta colapsar el sistema entero. En unos momentos, «Erebus» se desplegaría, y la perfecta sincronización de Nexus se desmoronaría. Los algoritmos de predicción y optimización que habían erradicado la pobreza y la enfermedad en gran medida, dejarían de funcionar. La espera estaba a punto de terminar.

Meyer miró su reloj y sonrió. La cuenta regresiva había comenzado. Se acercó a la ventana, observando la ciudad que pronto se sumiría en el caos total. La noche caía, y las luces se encendían. De repente… una luz cegadora iluminó el cielo. ¡El comienzo!

II

La ciudad comenzó a descomponerse. Al principio, fueron solo fallas menores. Los semáforos se congelaban en rojo, y los grifos goteaban con más frecuencia. La gente murmuraba, pero la rutina diaria apenas se alteraba.

A medida que pasaban los días, las fallas se multiplicaron. Las fábricas callaron, y los estantes de los mercados quedaron desnudos. La gente se alineó en largas colas, esperando por raciones escasas de comida y medicinas. El trueque reemplazó al dinero, y la desesperación se apoderó de las calles.

Las décadas transcurrieron, y la ciudad se desmoronó. Los edificios se hundieron en la ruina, y las calles se convirtieron en vertederos de basura y escombros. La oscuridad se apoderó de las noches, y las velas y las lámparas de aceite se convirtieron en la única luz que iluminaba las vidas de la gente. Los jóvenes crecieron sin saber qué era un ordenador o un teléfono, y la historia de la ciudad moderna se convirtió en un recuerdo lejano.

Aprendieron a sembrar y cosechar, a cuidar animales y a sobrevivir con lo que la tierra les daba. La supervivencia se convirtió en una lucha diaria, y la simplicidad se volvió una necesidad. Olvidaron las comodidades que sus antepasados habían disfrutado, y se enfocaron en vivir al día.

La ciudad está en silencio, excepto por el sonido de los pájaros y el viento. La gente vive su vida de manera simple, sin la tecnología que una vez dominó la ciudad. En las noches oscuras, cuando las velas se apagan y la gente se reúne alrededor del fuego, alguien menciona el nombre de Meyer. Un hombre que vivió siglos atrás, y cuya decisión cambió el curso de la historia.

La pregunta sigue siendo la misma: ¿liberó a la humanidad o la condenó? La respuesta se perdió en el tiempo, y solo queda la duda. La ciudad sigue adelante, con sus ritmos y sus sonidos, pero la pregunta sigue allí, en el aire, sin respuesta.

ALMUT KREUSCH

Música a distancia

Cuando no existía la tecnología, las emociones viajaban en sobres. Se escribía para felicitar por cumpleaños y festividades, para dar una alegría a los abuelos, para agradecer los regalos de cumpleaños y Navidad, para invitar a cualquier evento. También se escribía para anunciar un nacimiento o comunicar un

fallecimiento. (Los sobres con bordes negros encogían el corazón incluso antes de abrirlos; con respeto, y con un suspiro que anticipaba la pena, se sacaba la triste notificación).

Se enviaban postales con las estampas más típicas o impresionantes desde los lugares vacacionales.

Las citas médicas o para cualquier trámite burocrático se solicitaban en persona y días después llegaba la confirmación por carta.

Para una comunicación de extrema urgencia, había que acercarse a la oficina de correos y enviar un telegrama.

En mi casa, en Alemania, la llegada del primer teléfono fue el súmmum de la tecnología, como lo fue para miles de hogares en aquella época. Fue a principios de los años sesenta cuando se instaló el mítico teléfono negro de baquelita, con el disco giratorio para marcar los números blancos, el timbre de

sonido universal y su potente auricular. Se colocó sobre una pequeña mesa en el pasillo. Todavía recuerdo el número: ¡8342!

Estaba reservado a mis padres. Nosotros, los cinco hermanos, además, no teníamos a nadie a quien llamar. Los amigos vivían cerca, y no hacía falta telefonearles para quedar.

Muy poco después de la llegada de este “monstruo” a nuestro hogar, mi madre llamó a mi tío —que además era mi padrino— por un asunto cuyo contenido ya he olvidado. Recuerdo ese momento porque estaba tocando el piano, haciendo

mis ejercicios para la siguiente clase. Mi madre abrió la puerta y me dijo:

—Almut, me dice tu tío que quiere escucharte tocar el piano.

Me puse nerviosísima. Me parecía increíble que él pudiera escucharme a través

del teléfono. Toqué la Sonata nº 16 de Mozart, con las manos sudorosas y temblorosas al principio, pero luego con un placer enorme al imaginar que mi querido tío me estaba escuchando desde la lejanía. Conseguí terminar la pieza sin equivocarme.

Después, mi madre me pasó el auricular y mi tío me felicitó entusiasmado.

—Lo repetiremos —me aseguró.

Desde entonces, ninguna tecnología me ha emocionado tanto como aquel sencillo aparato negro, capaz de enviar una sonata al corazón de mi tío, a cientos de kilómetros de distancia.

HAROLD PADILLA

Extraído del chat de Whatsapp de Sam y Greg:

«Sam: Hola, hijo, te estuve llamando

Sam: Cómo vas?

Greg: Bien, pa… aquí en mi cuarto, desactivé las llamadas porque estoy estudiando 

Sam: Qué estás estudiando?

Greg: Triángulos notables

Greg: Es para mi examen de matemáticas

Sam: Hmm, matemáticas… Y lo estás entendiendo?

Greg: Me cuesta un poco, pero llevo practicando desde ayer

Sam: Excelente, hijo

Sam: Ya sabes que te prometí la PlayStation 5 para Navidad, solo necesito que sigas así, esforzándote

Greg: Lo sé, pa. Bueno, te dejo, necesito concentrarme 

Sam: Ok, hijo, cuídate, un abrazo»

Sam dejó de escribir y sonrió, tranquilo, aliviado de no tener que pasar las preocupaciones de otros padres cuando no había tecnología. Y en la habitación vacía de un adolescente, el móvil dejó de vibrar, mientras la IA pausaba el prompt programado: “Genera respuestas automáticas de WhatsApp después de 30 segundos como si fueras un adolescente de 13 años, basadas en mi historial de mensajes con el contacto ‘Papá’.”

EL IDIOTA

Victor castillo, a los setenta y dos años de edad, todavía se sentía con fuerzas para poner las manos en el arado y con los dos bueyes, preparar la tierra para la nueva siembra de maíz.

Recordó las jornadas bajo el fuerte sol, el cuerpo sudado y su lento caminar detrás de las bestias, pronunciando sus nombres para animarlos y para animarse; no es muy aconsejable el silencio cuando se está solo en medio del campo. Por eso cantaba y cantaba y porque le ayudaba a espantar el cansancio.

Sentado en el balance del portal de la vieja casona colonial, disfrutaba de un buen café. Notó cómo el sonido se fue colando por los recuerdos y reapareció frente a él con una larga sonrisa.“Ueeoouue, piedrachina, chatchatchat, jas luna llena. Ueueeeeuuuu” Era su voz, eran los nombres de los bueyes, sus silenciosos compañeros de trabajo.

Sintió nostalgia.

Terminó el café, puso la tasa sobre el centro de mesa y se encaminó al tractor para comenzar la jornada de trabajo. Tenía ánimo, deseos, pero los años no pasan por gusto y sus músculos ya no eran tan resistentes.

Gracias a la tecnología, aún, a su edad, podía preparar la tierra para la próxima siembra: bastaba unos movimientos de pie y otros de mano. Ahora también cantaba mientras trabajaba, pero lo hacía acompañando a la radio instalada en el tractor.

Movió las manos para calentarla. Sintió un leve dolor. Entonces sacó el celular del bolsillo.

—¿Doctor?. Si soy yo, Víctor. Si a las dos. Lo espero.

¡Qué maravilla! Antes para la cita con el doctor, tenía que encinchar al caballo y..

“Ueee,ueee, sach sach” dijo cuando encendió el motor.

MARÍA JESÚS GARNICA

La luz se filtraba entre mis párpados. Yo, me dejaba envolver entre las sábanas, rumiando mis sueños.

Pero algo no iba bien…

Luz? Yo en la cama?

Qué día es?

Durante una fracción de segundo creo, tome conciencia de todo.

Era miércoles y el despertador no tocó.

Abrí los ojos, me senté en la cama, fui a echar mano del móvil, no estaba.

_Alexa qué pasa?

Silencio.

Mi casa no era la misma.

Donde estaba el móvil?

Sonó un teléfono, pero no el mío, era el fijó.

Pero no mi teléfono fijo, un teléfono visto en tiendas retro.

Lo cogí.

Era mi jefe, qué donde estaba.

No entendía nada.

Y esa música de pajarillos y agua?

Me desperté.

Menuda pesadilla!!

Cogí el móvil y busqué el significado del sueño en Google.

No obtuve respuesta.

CARMEN BERJANO

En 2067 de golpe se produjo un apagón que dejó sin energía primero a Asia, a Oceanía, después a África, a Europa y a América.

Parecía que la causa fueron fuertes tormentas solares.

La gente no sabía trabajar ya sin tecnología. Había olvidado escribir y echar cuentas.

Habían olvidado recetas donde no necesitases robots de cocina o freidoras de aire. Una abuela propuso freír huevos y así salvó de inanición a todo un poblado.

Para asearse en el frío de febrero calentaban un poco los barreños con agua al sol.

No había juegos de ordenador, ni series, ni películas. Las personas volvieron a descubrir el placer de la lectura y el de recorrer los cuerpos de otros sin prisas. Y sin Tinder, la verdadera conexión del Amor.

BLANCA CERRUTI

ECOS DE MI PUEBLO

En Valdeálamos, mi pueblo, las casas huelen a brasas de leña. Salvo en verano, no se oyen otros ruidos que no sean los del viento entre los árboles del cercano bosque o las esquilas de los rebaños cuando van a pastar o vuelven a los corrales.

El sol y la luna marcan el tiempo. Las noticias circulan con voces que saben llegar a donde se necesitan.

Gervasio, el campanero, es un hombre enjuto. Sus manos, de tanto agarrar la cuerda de la campana, parecen hechas de sarmientos. Vive en una casita aneja a la iglesia. Conoce los toques como otros conocen las oraciones. Cada tipo de noticia: bautizo, boda, defunción, incendio, derrumbe… tiene su toque especial.

También es diferente el toque de misa, diaria o solemne, y el de cualquier celebración religiosa. Así que, para este tipo de avisos se llegan a su casa y en apenas unos minutos la noticia llega hasta los campos de labor.

Para otro tipo de avisos oficiales o personales, tenemos a Mauro, el alguacil. Un hombre acostumbrado a recorrer las calles, lleva las noticias a todos los rincones del pueblo. Da un solo toque largo para que los vecinos acudamos.

Cuántas veces le he oído pregonar los avisos para los turnos de riego o para pagar la contribución.

Pero los que escuchamos con más atención son los personales.

Ayer, sin ir más lejos, «cantaba»: «¡Se hace saber…!

«La señora Isidora busca quien le ayude a encalar el establo».

«Se ha encontrado un capazo nuevo en el camino del molino».

«El domingo, a la salida de misa mayor, don Leandro convidará a mistela en la Casa del Pueblo».

La Casa del Pueblo es un edificio modesto, caldeado con una estufa de leña que proporciona un calor de hogar que los mayores agradecen en el alma.

Allí, mientras saborean un café o un refresco, juegan al dominó, a las cartas. Las mujeres, a ratos tejen y a ratos juegan al parchís.

En un panel de tablerillo, colgado en un lugar discreto, se dejan mensajes escritos sobre los más peregrinos soportes: papel de cartas, de estraza, una servilleta…

Así que, los jóvenes, tanto ellos como ellas, también van a tomarse un vino o un refresco, a charlar y, de paso, echarle un ojo a los mensajes «anónimos», pero que todos saben de quién son.

Ahora mismo hay tres mensajes:

«Gracias a la muchacha que ayer tarde me ofreció un vaso de agua cuando volvía sofocado del campo».

«Gracias por el ramo de tomillo que dejaste en mi ventana».

«Me acompañaste en silencio, te lo agradecí infinito».

Casi todos, cuando se van a marchar, se acercan a leerlos y, al irse, es cuando se cruzan miradas y el anonimato salta por los aires, eso sí, el secreto sigue.

Hace unos días un forastero que estaba de paso, entró en el bar a descansar y comer algo. Al terminar se acercó a la barra a tomar una copa y comentó que, en el extranjero, la gente se hablaba, sin verse, por un aparato que se acercaban a la cara.

Yo lo oí cuando lo comentaron en la Casa del Pueblo. «Tilefono», decían que se llamaba el aparato del demonio.

En mi pueblo nos hablamos a la cara ¡y que sea por muchos años! Pero, mira tú que, verlo, solo verlo, sí que me gustaría. ¡Cómo será eso de hablarse sin verse…!

LETICIA R MENA

CUANDO NO HABÍA TECNOLOGÍA

Presiono el botón y no sucede nada. Aparentemente.

A unos miles de kilómetros, un misil es eyectado y en pocos segundos surca el cielo en dirección a su objetivo.

Desciende, impacta, explota.

Todo vuela por los aires; el objetivo, el edificio, las personas, los recuerdos en fotos, una bicicleta infantil, una pelota abandonada en una calle aledaña donde la onda expansiva ha arrancado un bocado de una casa.

Ahora pueden verse las entrañas del edificio. Lo que ha quedado en pie entre el humo, la ceniza y las ruinas.

Pero de todo esto yo no sé más que los tres minutos que mañana dedicaran las noticias a enseñar videos del después del bombardeo.

Puede que durante esos momentos sienta algo, ¿culpa tal vez?

Pero yo solo he presionado un botón.

Un clic minúsculo. Como quien enciende un interruptor, pulsa el on para encender cualquier electrodoméstico, o el mando de la tele para cambiar de canal.

Cuando no había tecnología, las guerras seguían siendo guerras, igual de sangrientas, crueles e innecesarias.

Cuando no había tecnología, mirabas al enemigo a los ojos después de una lucha cuerpo a cuerpo, mientras moría de una estocada, cubriéndote con su sangre.

Cuando no había tecnología, arriesgabas el pellejo para matar al rival, pues era él o tú, y luego seguías respirando y conviviendo con los fantasmas de todas las vidas que habías quitado.

Ahora pilotas un dron, que dejará caer un proyectil explosivo sobre un objetivo al que ni siquiera conoces.

Poco importarán los cientos de daños colaterales. No son reales a miles de kilómetros, allí desde donde no se ve, ni se oye, ni se huele, el llanto, los gritos, el dolor, la muerte.

Cuando no había tecnología seguíamos siendo el único animal cruel que mata por placer y no para sobrevivir. Los humanos.

Ahora ya no sé qué somos.

ANGY DEL TORO

DE CARTAGO AL ROUTER

Tema de la semana: Cuando no había tecnología.

Acostado en su cama, sujetaba el móvil con una sola mano. El brazo derecho se le empezó a entumecer. De repente, ante sus ojos, apareció una figura vestida como de otra época y montado sobre la grupa de un blanco corcel.

—¿Quién eres tú? ¿Y por qué vienes vestido como si fueras a rodar una película de gladiadores?

—Soy Aníbal Barca… El cartaginés de mirada de hierro, el estratega que no creyó en lo imposible.

—¿El qué?

—¡Levanta, que hay montañas por cruzar y tú te rindes solo de no poder publicar!

Yo, en pijama, sin café, ni armadura respondí: —No tengo caballo, pero ¡tengo cobertura!

Y aunque el sueño me haya robado el valor, aún guardo algo de humor.

—No todo se combate con sable, ni todo se conquista en pantalla y pixeles. En mis tiempos, una carta a la amada cabalgaba por el mundo, y para dar un beso robado, el viaje era todavía más largo y profundo.

—¿Y cómo peleaban sin drones ni GPS?

—¡A pura brújula y coraje, mijo! El camino más largo lo hicimos desde Hispania hasta las puertas de Roma. Hoy, vine a tus sueños porque desde mis sepulturas, vi que andas preguntando qué hacíamos cuando no teníamos cobertura. Cruzábamos montañas, ¡y nos guiábamos por las estrellas y la naturaleza!

—¿Y sobrevivían?

—No sé tú, pero yo llegué hasta aquí. Aunque, viendo cómo escribes «ola» sin hache, empiezo a dudar del futuro…

—Bueno… yo también peleo mis batallas. ¡Aquí lucho por likes! —respondí mostrando mi móvil.

—Y yo que cruzaba continentes por una batalla… cruzaba los Alpes con miles de soldados, caballos fatigados y elefantes que temblaban ante la nieve.

Suspiré, y aunque en el sueño Aníbal no se había ido, sentía que me abandonaba. Las horas transcurrían y yo me había desvelado, pensando en aquel sueño raro.

Enredado entre las sábanas estaba mi móvil. Aún medio babeado comencé a teclear pautas para las líneas de código de mi juego de combate. De pronto, la habitación empezó a temblar levemente… y de nuevo, aparece Aníbal, cubierto con su capa, un brillo helado en sus botas y un elefante pixelado de fondo.

Aníbal, maravillado, se ajusta el casco y pregunta: —¡¿Qué es esto?! ¿Un oráculo? o ¿Un nuevo campo de batalla?

Sin apartar la vista de la pantalla, le interrumpí: —Eh… ¿puedes no pisar el router? Estoy probando un algoritmo de ataque.

Aníbal apuntando al móvil. ¡Si hubiera tenido uno de estos…! —¿Eso es Cartago? ¡Es perfecto! ¿Y esos cerditos moviéndose?

—Unidades enemigas. Lo escanean los drones. Tú tenías caballos y elefantes, yo tengo cerdos y drones.

—¡Drones! ¿Vuelan como halcones? ¿Y qué ven desde lo alto? ¿Y ese… Google Maps, ¿qué es? ¡Cualquier general daría su alma por conocer el terreno antes de pisarlo!

—Tú cruzaste los Alpes sin mapa. Yo no voy ni al cuarto de baño sin GPS.

Aníbal, algo indignado, pero en extremo curioso preguntó de nuevo. —¿Y me dices que en vez de cruzar montañas reales… peleas aquí dentro? Aquí no hay sangre, ni sudor y tan siquiera huele a victoria.

—No te confundas, ancestro. Aquí también hay estrategias, derrotas, conquistas… solo que no muere nadie, y puedo “guardar las partidas”.

—Entonces, eres un buen general. ¡Y un brujo, además!

—Un programador Bro. Lo mismo, pero con un poco de ciencia, tecnología y mucha fantasía.

Aníbal, ya serio, mientras observaba el cielo desde la ventana, abrió los brazos y exclamó:

—¡Dame un dron, Google Maps! y volveré a Roma con la Wi-Fi.

IVONNE CORONADO

**La Invasión**

En los años 70 tuvimos al fin un televisor en la casa: blanco y negro, pequeño; un teléfono, una cocina de gas, una plancha eléctrica. La refrigeradora fue adquirida años más tarde, la ganamos en un concurso.

Seguíamos lavando a mano en la pila. Mi madre trabajaba no muy lejos, y la acompañábamos a pie todos sus hijos. Al llegar a su escuela nos despedíamos de ella, mi hermana y yo, y se quedaban los dos chicos con ella. Nosotras dos seguíamos a pie hasta mi trabajo, y mi hermana tomaba el bus para llegar a tiempo al suyo.

Así fue entrando la tecnología en nuestra nueva casa.

Antes, usábamos un radio para oír música, mientras cocinaba mi mamá, en una cocina rudimentaria alimentada con leña, o en una cocina de gas de una sola hornilla. Para conservar los frijoles, los hervíamos después de haber tomado una parte para desayunar o cenar, acompañados por pan, comprado en la panadería de la vecindad. La zona donde vivíamos estaba rodeada de fincas. Todos se conocían. Estaba situada en la capital, y pocos kilómetros nos separaban de las personas que tenían más comodidades.

Cuando nos mudamos, tuvimos al fin agua saliendo de un grifo, de una ducha. ¡El colmo de la felicidad! Antes íbamos a acarrearla desde un pozo hasta los barriles del patio. También en días lluviosos, recogíamos esa agua.

Nuestras noches eran de juegos y conversaciones, recitábamos poemas.

En nuestra nueva casa, la televisión no tomó todo el espacio. Aún conversábamos, pero sí es verdad que un poco menos.

La que sí disfruto ver televisión fue mi abuelita. Así se entretenía.

Teníamos una señora que venía por las mañanas, se iba después de preparar el almuerzo. Por la tarde mi madre regresaba temprano con los niños. Mi hermana y yo por la noche. Conversábamos durante la cena, mirábamos un poco la tele, y luego a la cama.

La tecnología comenzaba a invadirnos. Ahora compartíamos el tiempo entre una pantalla y la familia.

CESAR TORO

◦ En mi caso creo que era feliz, pero no lo sabía, en aquella época para ir al colegio debía caminar aproximadamente siete kilómetros lo cual me llevaba una hora cuando iba y otra cuando venía de regreso; sin embargo, no me sentía cansado ni tenía como protestar. ¿A quién me iba a quejar?, después de clase tenía que trabajar ayudando a mi padre en la molienda donde producía panelas para vender y obtener unas monedas que nos permitían sobrevivir a duras penas con lo elemental. En la ramada el trapiche era tirado por caballos y durábamos casi toda la noche trabajando, para producir dos quintales de panelas, eran tiempos difíciles. A pesar de… logramos salir adelante y vencer las dificultades. Hoy en día cuando escucho a un joven quejarse de que algo es difícil; digo para mí, no saben lo que es difícil.

◦ Hoy que he superado el medio cupón me sorprenden los avances de la tecnología y la “inteligencia” artificial y ver como las personas nos dejamos arrastrar por una falsa ilusión de que la tecnología y las maquinas o el chat gpt, tienen todas las respuestas. Lo más lamentable es que todos les seguimos la corriente y caemos en la trampa, nos llevan directo al …

◦ Hoy me desperté con una nueva prótesis, que voluntariamente me he colocado sin darme cuenta, se ha introducido poco a poco, instalándose plácidamente, cercenando mi capacidad de acción, para convertirme en un instrumento dependiente de sus órdenes emitidas continuamente, con palabras o sonidos.

◦ Ya no siento mi cuerpo, solo siento del cuello para arriba que sostiene mi cabeza, la prótesis me maneja y me indica todo o casi todo lo que debo hacer, a qué hora me tengo que despertar, me informa si hará frio o calor, si el día esta lluvioso además, como debo alimentarme, si necesito bajar de peso o si me conviene hacer ejercicios, me recuerda acudir al médico, las clases de yoga y también la música que puedo escuchar, amén de decirme donde están las llaves.

En el carro voy en automático no tengo la oportunidad de perderme y volverme a encontrar, porque el GPS me orienta cada minuto, donde estoy y por donde debo ir; además, me recuerda tomar los medicamentos y buscar los niños al colegio.

A veces trato de vencer esta rutina y salir de este drama, pero suena la alarma y vuelvo a caer, mis amigos me escriben, veo los mensajes hola ¿Cómo estás? Y para no perder el tiempo pongo lo mismo para todos una carita feliz ( ) y asunto arreglado, tengo muchos amigos virtuales, pero no puedo saludar ni abrazar a ninguno ni me menos sentir su cercanía, ya la prótesis está acabando con mi paciencia, no sé cómo prescindir de ella, el mundo me ha hecho creer que es lo mejor para mí.

Sin embargo; por esas casualidades de la vida, fui al W.C, mi prótesis ha caído accidentalmente en el fondo del inodoro, he dado un grito desesperado pero no he podido evitar su muerte accidental; estoy en shock, he recuperado mis extremidades puedo caminar y moverme tranquilamente. He vuelto a la vida, creo que me he liberado.

Cesar Toro

FRAN KMIL

Cuando no había tecnología.

Después de la extraña aparición en los cielos de la gran ave metálica y de la densa nube amarilla que envolvió al pueblo y sumergió a todos en un sueño profundo, los habitantes de Corpus Christi ya no fueron los mismos.

El antiguo y pacifico lugar cedió paso a otro rencoroso, pendenciero e irascible. Las peleas sucedian por el más nimio motivo. Las autoridades no daban abasto para detener la ola de violencia que se había desatado y ya nadie miraba a nadie como amigo ni familia.

Los muchachos fueron los primeros en conjeturar una hipótesis sobre lo que estaba sucediendo: Alguien había regado por el pueblo semillas de busca pleito. Una pequeña pepita color rojo con un puntito negro en la parte superior que se usaban para conformar collares y “resguardos” contra las malas vistas e influencias negativas y los niños para diversión cuando querían ver un pleito entre amigos o parejas bien llevadas, porque nadie podía resistirse al poder de la semilla.

Al darse a la tarea de encontrarlas, los muchachos se percataron de los diminutos puntos negros en cuyo centro se divisaba otro puntito más pequeño. pestañeante, color rojo, que estaban por doquier e Informaron a los mayores, quienes al principio, presa de la rabia y el rencor, no quisieron aceptar la realidad e hicieron caso omiso hasta que la violencia fue tanta que urgió llegar a una tregua desde donde apoyar un razonamiento para más tarde llegar a la acción de eliminar a los “ojos del diablo” nombre con el cual bautizaron dicho “ aparato” debido a sus movimientos rojizo que semejaba a un abrir y cerrar de ojos.

Poco a poco, primero cada cual por su lado, sin solicitar ayuda, fueron retirando los puntitos negros y arrojandolos a un balde con agua. Los muchachos habían notado que al sumergirse en agua, despedían un humo azul, dejaba de pestañear y desaparecía el puntito rojo.

La calma fue regresando al pueblo, no así al centro de experimentación espacial donde Kirk se rascaba la cabeza y se preguntaba cómo rayos esos seres primitivos, sin conocimientos de tecnología, habían descubierto y desactivado las cámaras de vigilancia y los diminutos expansores del gas de la discordia.

BELBEL L

Queridos amigos

Cuando la tecnología no existía como ahora, en plena vorágine y muchas veces peligro, lo que quiero expresaros, se podía dar ahora, en nuestros días, pero no igual y con tanta locura e inconsciencia (pienso yo).

Una faceta importante de esta tecnologia creó algo llamado Facebook, que transformaría la vida de muchas personas, para bien o para mal.

Enfin…Solo es mi apreciación sin ninguna otra pretensión que la de dejar patente mi sincera opinión.

FACEBOOK Y TÚ

Y YO

Y ÉL

Y ELLA

Y NOSOTROS

Y VOSOTROS

Y ELLOS

Y ELLAS

Anoche leí un texto muy interesante de una amiga reciente, psicoanalista y escritora, Patricia, que me hizo pensar.

Ahí va mi reflexión.sobre su texto:

De cada persona que «entra» en mi vida de Face me llevo algo. O rechazo algo.

Llevar no quiere decir que lo haga mío sino que me roza la piel, me cuenta su bondad, me llueve su alegría, me traspasa su .

Lo que puede calarme más hondo sin embargo es su capacidad de raciocinio, su sabiduría, su generosidad de espíritu, su sinceridad, su expresividad, su discreción, su frescura, su serenidad…

Y ya ni siquiera corre un airecillo con las personas orgullosas que pasan olímpicamente de ti. De una publicación que hagas de un comentario y tú venga a poner «me gusta» como una tonta. ¡No!

¿Para qué tener esos «entes», individuos, a tu alrededor si son transparentes?

Algunas personas y , pocas veces nos equivocamos en la elección porque creemos que esa persona nos ha hecho un guiño por algo que desconocemos y desconoceremos siempre. O viceversa. En pocas ocasiones se esrablece o consolida una gran amistad, amor u otros sentimientos o pasiones. Ya es cuando pides o te piden oír tu voz. Ver tus fotos, intercambiar teléfonos, waThsapp, etc.

¡Y viene la pregunta del millón! ¿Y ahora qué? Damos vueltas y vueltas a la cabeza: solo estás tú en Facebook para mí. Entro mucho menos y te dedico mi tiempo a ti.

Pero…., ¿y si no estamos viviendo solos? ¡Ya tenemos a algjuien que no encaja en nuestra historia! Otro problema, pero seguimos ese romance creyendo que es el gran amor de mi vida. Dejo a mi mujer, abandono marido e hijos (algunas veces…) ¡Por fin te encontré en mi camino! Ha sido el destino, el azar, ¡tenía que pasar! ¡¿Cuántas veces hemos oído eso?! (Dejadme obviar proposiciones obscenas, vulgares, babosas, etc.)

¡Pues no! Yo afirmo que dos personas para conocerse se han de mirar a los ojos, desprender un olor piel a piel. O esos gestos corporales de los que tanto hablan (comunicación no verbal), rozarse levemente una mano. Decirse discretanente algo al oído. Silencios…:Tomarse un café, una cerveza y hablar de lo que se tercie. Si se produce un halo de conjunción, de mínima complicidad, de atracción fisica y seducción, entonces, quedemos otra vez.

(Peco de romántica, lo sé) aunque no lo parezca por mi picardia y mi forma de abordar a la gente. La espontaneidad se confunde muchas veces con la seducción y distan mucho para mí…

¿Créeis que Facebook como otra red social estimula, deformándolos, o magnificándolos, nuestros instintos más ocultos? ¿Se ha convertido en un medio para satisfacer esos deseos que nunca realizamos? Sueños, fantasías, quimeras, locura en grado superlativo, supino.

Nos enamoramos de eso que queremos oír y lo vemos reflejado en la otra persona.

Es un espejo y un espejismo también. Yo he creído enamorarme a través de Facebook y he visto la sal desmoronándose como la mujer de Lot al darse la vuelta y desobedecer órdenes divinas saliendo de las ciudades de Sodoma y Gomorra.

Lo que sí es interesante es el intercambio de cromos. Tú tienes el redondo, yo el cuadrado y el otro el triangular. Y jugamos a coleccionarlos para hacer un nuevo álbum de conocimiento, nuevas ideas, información, erudición…, y por qué no, sentimientos o emociones que teníamos en letargo salgan y afloren libres. He conocido gracias a Facebook a personas increiblemente interesantes. En persona y virtualmente pero con un mínimo de aproximación..ej. la voz.

Imposible conocer a tus más queridos amigos de Facebook que aunque sean pocos hay más inconvenientes que facilidades.

Los que me conocéis sabéis que soy directa e implacable. Pero con sus puntos de vulnerabilidad como todo el mundo. :»No, a mí nunca me va a pasar eso..¡» No estéis tan seguros’! Si os enamoráis o créeis que lo estáis mantened la cabeza fría. Es muy fácil dejarse llevar. Si os dejáis llevar y sois felices, ¡adelante!

Esta nueva vertiente de la tecnología actual que estamos viviendo es sin duda propicia para todo tipo de aventuras.

Desde los libros de Julio Verne hasta los cuentos de Caperucita Roja y el Lobo Feroz!

Un abrazo…(y no miro a nadie, jajaja…).

RAÚ LEIVA

Bancos

Vicente estaba en el banco. Hacía por lo menos veinte años que no hacía un trámite. Un ancho escritorio de madera lo separaba del empleado que se encontraba atento a sus dudas.

La arrugada frente se ciñó y su cara se transformó en un auténtico mapa de vida.

“Mire, joven. Le voy a contar mi caso. Desde hace 15 años que estoy solo, mis hijos me dejaron y se fueron a hacer su vida y eso se lo agradezco a Dios. Pero apareció en mi vida una jovencita que me cuidó y me respetó como nadie. Ella manejó mis cosas, pero sobre todo me brindó compañía y muchas ganas de vivir. Lamentablemente todo tiene un vencimiento y mi cuerpo ya se encuentra próximo a su fin. Entiendo que mis hijos son los herederos, pero voy a vender la casa y voy a abrir una cuenta a nombre de Florencia, así se llama la joven. ¿Es eso posible?”

El empleado, entrecerró los ojos, masculló y después de unos segundos le dijo “Mire don Vicente, usted puede abrir una cuenta de ahorros con nosotros y puede ponerse usted de titular y a la joven como co-beneficiaria, o poner la cuenta directamente a nombre de ella, pero si ella se va con el dinero usted no va a poder hacer nada. En el caso que usted sea el titular, si usted muere, y sus hijos lo reclaman, de acuerdo a la ley el dinero de la cuenta es parte de la herencia, por ende de ellos y de nadie más.”

“¡Pero es injusto!” dijo Vicente al borde de las lágrimas. “Ellos se desentendieron. ¿Qué derecho tienen sobre mis cosas? ¿Eh?”

“Lo entiendo Vicente, pero entiéndanos a nosotros. Los legítimos herederos son Patricio, Eduardo y Sandra. Florencia, la joven en cuestión, no tiene derecho legal alguno, ya que no acredita vínculo.”

Asombrado, Vicente, le preguntó “¿Cómo sabe todo eso? ¿De dónde sacó la información?”

El empleado lo calmó. “Tranquilo Vicente. Desde la crisis del 2050, la del hackeo masivo, los bancos y algunas instituciones nos implantaron un chip de aprendizaje. Dentro de los límites del banco, tenemos toda la información disponible de cada persona y sus actividades. Con eso, eliminamos el engorroso tipeo de datos y las posibles equivocaciones. También se anula todo lo referente a la vida cotidiana de cada empleado, dejando solo la información de cortesía, y es por eso que puedo hablar fluido con usted, pero si me pregunta acerca de mis gustos personales no voy a darle demasiados datos ya que ni siquiera recuerdo como me llamo. Esta ventaja del chip terminó por erradicar las computadoras de estos establecimientos y en general.”

Don Vicente se relajó. Ahora que miraba a su alrededor, no había una sola computadora ni elemento de comunicación, solo escritorios y empleados cordiales que trataban bien a sus clientes.

El empleado siguió “Fueron muchos avances en poco tiempo don Vicente. Pero volviendo a su caso, lamentablemente, las únicas posibilidades de poner algo a nombre de su digamos, acompañante, son casi nulas y dependen de la buena o mala voluntad de Florencia, Patricio , Eduardo y Sandra. La única posibilidad sería que contraiga matrimonio con Florencia, por desgracia deberá contar con la autorización de sus hijos ya que la ley los pone como guardianes de su herencia.”

Don Vicente, más desarmado que feliz, se levantó del escritorio, saludó amablemente y se dirigió a la puerta del banco.

Antes de salir, se dio vuelta y le gritó a todos “¡El futuro es una mierda! ¡Se avanza en estupideces de formas y se siguen postergando los asuntos más importantes! ¡Ojalá todo esto sea un maldito sueño y me despierte en los años donde todo era un quilombo, pero al menos éramos personas y nos trataban como tales!”

“¡Hasta la vista don Vicente!” le saludaron cordialmente todos los empleados al unísono.

ANTONIO PRADES

-Un verano de antes-

—¡Arriba, dormilón! —dijo mi madre mientras subía las persianas. Al salir por la puerta de mi cuarto añadió— Carlos ya ha venido a buscarte, espabila.

Me tapé los ojos con el brazo, todavía con restos de sueño. Las noches de verano eran solo para nosotros, como si el barrio entero fuera nuestro, y anoche nos volvimos a quedar hasta tarde en “desaparecer”. No hacíamos nada malo, pero volvíamos siempre tarde, y con la cara llena de borradura y risas.

Me levanté de un salto, me puse las bermudas del día anterior que estaban hechas un ovillo al pie de la cama y salí. Mientras salía de la habitación, me coloqué la camiseta de tirantes “psicodélica”, que había hecho yo con nudos y lejía el verano anterior. Parecía un arcoíris desordenado, manchado y algo desteñido, pero era mi favorita.

En el comedor estaba la abuela, sentada en la mesa, mojando galletas Maria en la clásica malta el Miguelete. Siempre lo mismo, como si no pasaran los años por ella. No sabía cómo podía tomar eso con el calor que hace aquí.

El Rata estaba en el sofá, con la tele encendida, pero pendiente de mi hermana mayor, que se pintaba las uñas de los pies en el sillon. Lo conozco de memoria: cuando frunce el entrecejo y se queda medio embobado, es porque ella anda cerca.

Pasé por detrás del sofá y le solté una colleja.

—¡Espabila, atontao! Que nos vamos ya.

—¡Mateo! —me soltó mi madre desde la cocina—. Te he dicho mil veces que no hables así.

Mi hermana levantó la mirada y nos dedicó una mezcla de desprecio y aburrimiento. Ella decía que éramos unos críos maleducados, unos monos sin civilizar. Y puede que tuviera razón. A mí me daba igual, aunque a veces me sacaba de quicio su aire de superioridad. .

Cogí un pastelito de la Pantera Rosa de la bandeja de la cocina y lo metí en el bolsillo mientras el Rata y yo salíamos.

—¡No te vayas sin desayunar! —dijo mi abuela, sin apartar la vista del tazón de malta.

Con la boca ya llena, le dije como pude:

—¡No tengo más hambre!

Ya en la calle, el sol pegaba fuerte. Era uno de esos días de verano en que el asfalto resplandece y huele a la goma quemada de los neumáticos de los coches.

—¿A dónde vamos? —le pregunté al Rata.

—No sé, es miércoles, al mercado, ¿no? A ver qué hay.

—Y de paso te compras una novia que no sea mi hermana —le dije, dándole un puñetazo en el hombro.

Soltó una carcajada, y me devolvió el golpe. Le empujé y seguimos caminando como si nada.

—De camino podemos pasar a por el Puchero, nos pilla de paso—me dijo.

—Porque le llamáis así, nunca lo he sabido

—Porque de pequeño lloraba más que un grifo abierto —me dijo riendo—. Por eso ahora se hace el duro, pa’ compensar.

Yo pensaba que era por el gesto de su cara, el Puchero Vicente que era su verdadero nombre, fruncía siempre el ceño y arrugaba el morro como si estuviera aguantando un estornudo. Pero bueno, su explicación también me cuadraba. Era evidente que a veces parecía que se hacía el duro solo para que nadie lo molestase.

Cuando llegamos a su calle, ya estaba con el Rulos, nuestro otro colega. Los dos estaban tirados en la acera, jugando con una piedra como si fuera un balón.

—¿Dónde vais? —nos dijeron casi a coro.

—Íbamos a buscaros. Pensábamos ir al mercado —respondí.

—Tengo una idea mejor —dijo el Rulos, con esa sonrisa suya que siempre traía líos—. Seguidme.

Nos llevó al río. Bueno, en realidad no tenía ni una gota de agua desde que éramos chicos, era más bien un barranco seco. Solo piedras, tierra y los camiones de los vendedores que aparcaban ahí cuando había mercado. Llenos de fruta. Las lonas azules apenas los protegían del sol. Todo eso era para reponer los puestos del mercado más tarde. Y claro, el Rulos ya tenía su “plan”.

—Mirad eso —dijo el Rulos, señalando un camión cargado hasta arriba de frutas—. Solo hay que levantar un poco la lona.

El Puchero, no esperó ni dos segundos. Antes de que pudiéramos decir nada, ya estaba soltando dos de las gomas blancas que sujetaban la lona de PVC a los laterales. Se metió por el hueco como una culebra y desde dentro empezó a pasarnos albaricoques, higos, melocotones… y dos sandías enormes. Las sandías eran lo mejor.

Corrimos con el botín a unos huertos cercanos y, sentados en una acequia, nos pusimos hasta las cejas. Repetimos la jugada un par de veces más, mientras jugamos a lanzarnos los huesos de albaricoque y pelearnos como si fuéramos gladiadores desnutridos. Terminamos con nuestros cuellos llenos de sudor y zumo, nuestras camisetas olían a fruta y a tierra caliente.

Al mediodía, teníamos que volver a casa a comer. Dando patadas a las piedras nos despedimos y quedamos en vernos por la tarde para ir a las vías. Nos encantaba poner monedas para que el tren las dejara planas como fichas de la feria.

Cuando volví a casa, mi madre ya tenía la mesa puesta.

—¡Potaje de garbanzos! —anunció con entusiasmo—.Sientate a la mesa

—¿En serio?¿Con este calor?¿Quieres que me de algo?Paso. No tengo hambre —le dije.

—¡Pero si no has desayunado más que un pastelito!

Y como un tonto le solté toda la historia. Que habíamos comido sandía, que habíamos ido al rio, que el Puchero se metió en un camión… En fin. Todo.

Mi madre se puso roja. Mi abuela resopló.

—Cuando venga tu padre vas a ver —dijo ella—. Y olvídate de esos chicos. No quiero que te juntes más con ellos. Solo te meten en líos.

Me mandaron a mi cuarto. Si la habitación de un niño es su castillo, en ese momento yo estaba observando las ruinas del mío. Me esperaba una tarde allí encerrado más eterna que la de un domingo de invierno. Mi madre entró y me dijo que se marchaba a la playa con mi abuela, yo me tenía que quedar en casa y mi hermana sería la encargada de vigilar que no saliera.

Para mi suerte, ella tenía planes con el niño pijo de la casa de enfrente, tenía dos años más que ella y ese otoño entraría en la universidad, si mamá se enteraba, el robo de fruta pasaría a ser el telonero del espectáculo. Así que cuando el Rata vino a buscarme, me dejó salir.

—A las siete aquí —me dijo—. O me la cargo.

El Rata ya me esperaba sentado en la acera.

—¿Qué pasa con esa cara?

—Mi madre me ha dicho que no puedo juntarme más con vosotros.

—Eso me lo dice la mía cada dos semanas —respondió, encogiéndose de hombros— ¿Y?

Nos reímos, y sin decir nada más nos abrazamos como hacen los colegas, con el brazo por encima del hombro. Así, juntos, fuimos a buscar al Rulos y al Puchero, para lo que fuera que viniera. Porque esos veranos eran así. No teníamos móviles, ni redes, ni consolas. Solo bicicletas, fruta robada, trenes que pasaban una vez al día, y muchas, muchas ganas de explorar.

Lo de las vías del tren… mejor lo dejamos para otro día. Porque esa historia, creedme, también fue de película.

CARMEN ÚBEDA FERRER

Tesis. Ilustración propia.

La gente menuda utilizaba más su imaginación y su fantasía.

La tía Berta y Tesis

La tía Berta ha venido a pasar unos días con nosotros a nuestra casa de la playa. Este verano hace mucho calor y mamá la ha invitado, para que no esté tan sola en la ciudad y se refresque, al menos, por una temporada, con la brisa del mar.

La tía Berta no me gusta nada y menos su gato al que llama Tesis, que es tan raro y arisco como ella. Desde que llegan a casa, hasta, Rudo, nuestro pastor alemán, anda con el rabo entre las patas. Solamente, mamá, se siente cómoda con su hermana y nos dice a papá y a mí que tenemos mucha fantasía. Sí, sí, fantasía. No sé, como no se da cuenta, de que su nariz puntiaguda de bruja y sus ojos saltones, como el de un sapo, ponen los pelos como escarpias (eso de los pelos como escarpias lo dice mamá siempre que algo la asusta.) Debe ser algo muy malo. ¿Cómo serán las escarpias?

Mamá es muy guapa, pero la tía Berta… ¿A quién se le parece? Es tan rara…

-Es más a la familia de mi padre, tu abuelo. Ha sacado los rasgos muy marcados. Yo soy más de mi madre, tu abuela, que tenía las facciones más suaves. Es cierto, que tu tía, es un poquito excéntrica, pero eso se debe, a que vive muy a su aire al estar sola… bueno, con Tesis, que le hace mucha compañía. Me explica mi madre, para aclarar mis dudas.

Yo, me paso el día observando a mi tía y a su gato. Ella es alta y gruesa, lleva una melena lisa, por encima de los hombros, llena de canas blancas y grises y se mueve por la casa tan silenciosa como un fantasma. Tesis le sigue a todas partes. Es un gato de pelo gris oscuro, poco amistoso, al que le brillan los ojos, en la oscuridad, como a los de una pantera. Es como una serpiente, cuando se mueve por entre las patas de las sillas de la casa, y cuando salta encima de algún mueble, parece como si se quedase flotando en el aire.

La tía, Berta, no quiere que nadie entre en su habitación.

-No te preocupes, Clara, le dice a mamá, ya me ocupo yo, de tener el cuarto en orden. Si necesito algo, te lo pediré.

Nuestra casa es de las más viejas de la playa y tiene las puertas muy gordas y las cerraduras muy grandes. Siempre que intento mirar por la del cuarto de mi tía, tiene la llave puesta por dentro y no puedo ver nada. Será para que no salga el humo de sus brujerías… Si pego la oreja a la puerta, oigo maullar a Tesis y hablar a mi tía, pero no entiendo lo que dice.

Muy temprano, cuando aún está saliendo el sol, yo la oigo cómo corre muy despacio el pestillo de la puerta. Me levanto y escondido detrás de las cortinas de mi ventana, veo a mi tía, llegar hasta la orilla de la playa. Deja caer su enorme bata blanca y se queda con el bañador color gris brillante como el pelo de su gato. Entonces levanta sus gordos brazos hacia el sol y así está un rato, mientras Tesis da vueltas, misteriosas, alrededor de ella. Después, mi tía se mete en el agua y baila despacio. El gato se sienta en la arena y espera a que salga. Luego vuelve a casa y entra tan silenciosa como salió. Yo me meto en la cama y me tapo con la sábana hasta la cabeza. No me levanto hasta que oigo a mamá que se mueve por la cocina. Se lo he contado todo a mi madre y me ha dicho que no es un baile, que son movimientos de relajación.

-No seas tan curioso, Andreu, la curiosidad mató al gato. ¿A qué gato? Pregunto, pero no me ha contestado y me ha mandado a jugar con Rudo.

Si hablo con papá, no quiere saber nada del asunto, me rasca la cabeza y me dice que ya sabemos que, Berta, es rarilla, pero que no sea tan fantasioso y me manda a jugar con mis amigos.

He decidido no contarle estas cosas a nadie más. Bueno, sí, a Rudo, él es el único que me presta atención. Así es que tenemos que preparar un plan para saber quién es, de verdad, la tía Berta.

De repente, ésta tarde se ha montado una enorme tormenta. Mamá está preocupada porque su hermana no está en casa, ha ido al pueblo a comprar, no sé qué cosas… Papá, para matar el tiempo (que yo no entiendo muy bien lo que quiere decir) se ha puesto a mirar su álbum de sellos y le dice distraído que a Berta no le pasará nada.

-De todos modos, me voy con el coche a buscarla, estaré más tranquila

-Como quieras… .- le dice mi padre y sigue con sus sellos.

Yo me voy a mi cuarto con el perro. Estoy aburrido… Ya me he leído todos mis tebeos y mis cuentos. Y no puedo salir a jugar con mis amigos porque está lloviendo.

¡De repente tengo una idea! Rudo y yo tenemos que aprovechar esta ocasión para entrar en el cuarto de mi tía. La llave no está echada. Abro la puerta despacio… Yo asomo la cabeza y Rudo el hocico. ¡Puaj! ¡Qué olor más asqueroso! Nos tiramos para atrás, es igualito al de los caliqueños que fuma un amigo de mi padre. Mamá no soporta que venga por casa. Vuelvo a abrir la puerta. Está todo oscuro, de pronto un relámpago ilumina la habitación y el trueno hace temblar el ventanal. En medio del cuarto está Tesis, gigante como una pantera con un puro en la boca, echando humo. Se quedó oscuro de nuevo. Rudo, gime bajito y yo tiemblo de miedo. Otro relámpago vuelve a dar la luz y el trueno rompe el ventanal. ¡Los cristales vuelan por el aire…! Montada en el rayo con su melena canosa tirando fuego y sus ojos de sapo, más saltones que nunca, la tía, Berta, se echa sobre mi chillando

-¡Te pillé, te pille, te pillé! Y los dos nos caemos al suelo…

¡Mamaaá, mamaaaaá¡ ¡Socorroooo!

———-

¡Andreu, despierta! Te has caído de la cama. Solo ha sido una pesadilla.

SILVIA R.G.

UNOS DEBERES DEL COLE

«Hoy en la escuela hemos hablado sobre la tecnología, porque ha salido como tema de grupo», le dijo Marc a su abuela». Cada uno iba diciendo algo y Ricard iba anotando ideas; lo iremos hablando durante el trimestre; y hablaremos sobre cómo era la vida antes de la tecnología»

Eva, su abuela, le escuchaba muy atenta.

» Nos ha dicho, Ricard, que hablásemos con nuestros padres y madres y abuelos y abuelas y…de cómo era cuando erais pequeños y luego, de jóvenes…y qué pensais y la diferencia entre antes y ahora…»

» Uuff…ése es un tema largo…¿Hablar así de lo que queramos o nos ireis haciendo preguntas?» , respondió Eva.

» Bueno, haremos preguntas, pero tenemos que ir pensando cuáles.

Pero así, sobre lo que yo te he dicho ahora ¿Tú qué dirías? Y también si crees que ahora es mejor que antes de la tecnología, o antes era mejor…¡Va! ¿Qué me dices?», le sugirió Marc sonriendo.

«Bueno, y ¿qué entendeis por tecnología?

Según la definición de la RAE…, espera, que lo busco por google: Tecnología es el conjunto de teorías y técnicas que permiten el aprovechamiento práctico de los conocimientos científicos»

» Sí, Ricard también nos lo ha leído igual»

» Pueees…bueno; a ver por dónde empiezo», le dijo Eva apoyando la barbilla sobre su mano con el dedo ïndice hacia arriba rozando los labios (que era un gesto muy suyo, y que Marc conocía bien, cuando se predisponía a largas respuestas).

«¿Sabes qué, yaya? Lo podrías escribir, a tí que te gusta…, y me lo envías a mi correo electrónico ¿vale? .

Y el yayo podría hacerlo también, si tiene tiempo. Y con lo que recojamos, entre los compañeros, pensaremos las preguntas que os haremos otros días.

No hace falta que sea muy largo lo que escribais. !Aah! Y poned vuestra fecha de nacimiento».

Eva aceptó gustosa.

Siguieron hablando ambos de otras cosas, mientras iban degustando el almuerzo.

Un rato después, cuando Marc se fué, Eva se puso a escribir su parte.

[ Eva M.C. 1958

Según la definición de tecnología de la R.A.E.,

yo ya nací con una avanzada tecnología (aunque ínfima en relación a la actual).

Poder encender una bombilla dándole a un interruptor ( bien diferentes, por cierto, en aquellas épocas a los de ahora) era como «un milagro» desde la mirada de alguien nacido muchos años atrás. Y lo mismo el agua corriente. ¿Y los automóviles?

Y en el campo de la medicina. Cuando antes no existían todavía los antibióticos, ni las vacunas (de la poleomielitis, por ejemplo). Si, había muchos remedios naturales al abasto que funcionaban, pero también muchas muchas personas ( entre ellas niños) que morían por enfermedades para las que no existían remedios.

Y el avance en poder curar enfermedades ha sido muy considerable, afortunadamente. Creo que, así en general, en medicina ha sido muy de agradecer ese avance .

Y si hablamos de los canales de comunicación, recuerdo, así a modo de anécdota, que, cuando yo era pequeña, mi padre trabajaba de representante comercial (de alimentos, generalmente) e iba por las tiendas de muchos barrios de nuestra ciudad y también de otras ciudades y muchos pueblos, algunos bastante lejanos (todos de la provincia, éso sí). A veces iba hasta muy lejos. Y a menudo se le hacía muy tarde para regresar a casa.

Mi madre sufría y sufría cuando tardaba mucho (problemas de tránsito, grandes tormentas…) lo comentaba con su madre y con su hermana; y yo absorbía su sufrimiento. De niños somos muy esponjas. Él también, se sentía muy mal de no poderle avisar, de no tener maneras de tranquilizarnos.

Y muy a menudo se comentaba, en mi casa, qué genial y tranquilizador sería que existiesen teléfonos de bolsillo, sin cables, desde donde se pudiese llamar sin importar el lugar. Lo percibíamos, entonces, como un instrumento casi mágico. Claro, si no hacía tanto que existían los teléfonos fijos, la línea telefónica (habíamos sido, por cierto, mi família, los primeros de aquella pequeña comunidad de vecinos en instalarlo y acudían a nuestra casa a llamar cuando lo necesitaban).

Quién nos iba a decir entonces que iban a acabar existiendo.

Yo también soy padecedora, quizás hereditariamente.(¿?) y para mí estos dispositivos han sido en determinados momentos y son, muy a menudo, «una bendición».

Para mí en particular, nunca han representado ninguna carga.

Si por lo que sea, no me viene bien responder en un momento determinado a una llamada, o a un mensaje de watsap, de no ser que se trate de algo urgente, no respondo y listos (luego ya me comunicaré). Renuncio a la obligatoriedad de la inmediatez. Y llevarlo conmigo nunca me ha representado ninguna carga. Todo lo contrario, una gran tranquilidad (excepto por el temor a quedarme sin batería o…)

Y fuí al principio reticente a introducir la aplicación de watsap, y a llevar internet en el móvil ( para mensajería ya estaba el correo electrónico, que representó en su momento una inesperada y grata posibilidad). Y también, en los principios, a utilizar facebook ( ahora me encanta poder acceder, pese a los inconvenientes de su funcionamiento y control que ya conocemos).

Recuerdo la primera etapa de correos electrónicos, poder comunicarme con aquellas amistades con las cuales no podíamos, por diversas circunstancias,

vernos con la deseada fluidez; me parecía genial.

Luego decayó excepto para aspectos concretos, y el teléfono móvil acabó ocupando su lugar en la mayoría de situaciones ( bien repleto de aplicaciones varias).

Lo que no me gusta del uso del móvil es que se extorsionen territorios para obtener los materiales que se necesitan para fabricarlos, destrozando el hábitat de personas que quedan condenadas a la miseria.

Quizás no se necesitaría tanta cantidad de materiales si no surgiesen tantos modelos de tecnología cada vez más avanzada y contínuuamente se estuviesen desechando modelos antiguos para cambiarlos por otros de los que van apareciendo nuevos. Claro que igualmente también está el tema de la obsolescencia programada ( no sólo de los móviles, también de los electrodomésticos, las lámparas…, por ejemplo)

Y ¿Qué se hace con todos esos materiales que se desechan? Y ya no hablemos del plástico, por ejemplo ( también producto de la tecnología).

Y está muy bien avanzar en todos los campos, pero ¿Es necesario que se haga con tanta velocidad? ¿Tenemos tiempo de asumirlo? ¿No vamos cada vez quedando más ausentes, más lejanos, en cuanto a lo que pueda asimilar o entender nuestra mente? ¿ No nos convierte esa lejanía en seres cada vez más vulnerables, ‘el pueblo llano», » los de a pie», en cuanto a pérdida de control ?

¿ Nos preguntamos cuánto perdemos con tantas corredizas para investigar e investigar…? Ampliar el conocimiento científico sobre nuestro planeta y también del universo para aplicarlo en…¿ Se hace siempre y todo con la intención de mejorar la vida de «todas» las personas? ¿A costa de qué se avanza en la investigación científica y en sus aplicaciones? ¿ Se piensa? ¿Se valora? ¿ Se tiene en cuenta? ¿ Importa? ¿ De qué sirve tanto avance contrastando con tantos territorios donde la gente viva miserablemente?

Y ya no hablemos de las armas. Las guerras siempre han sido cruentas y destructivas. Pero cuando las armas se convierten en negocio y van sofisticándose más y más, aplicando en su fabricación los veloces avances científicos…

Parecemos, como especie humana, unos depredadores inconscientes de nosotros mismos que hayamos olvidado negligentemente los valores éticos. Aunque no por ello sin carecer de unas cuantas personas, bastantes quiero creer, que desean (deseamos, me incluyo) el bien común y el equilibrio en nuestro planeta como valores prioritarios; de las cuales irán surgiendo actitudes mayor o menormente consecuentes, comprometidas, contundentes, ambiguas, acertadas…(dependiendo de muchos factores), pero mayoritariamente «perdidas» entre una complejidad laberíntica del funcionamiento del mundo que las supera.

¿Que si creo positivos los avances tecnológicos en relación a còmo se vivía antes?

Pues serán positivos o negativos depende de en manos de quién estén.

Y en cuanto a vivir como antes .. somos muchísimas más personas en el planeta que antes. Y no puede ser igual, aunque ojalá muchas cosas, algunas costumbres entrañables, se pudiesen recuperar

Eso creo ]

Tras haber dado por acabado su escrito, Eva se preguntó si quizás, tratándose de niños de sólo doce años, pudiese ser demasiado derrotista en cuanto a las expectativas de en qué mundo les tocará vivir cuando sean adultos. Pero también pensó que era necesario fomentar el sentido crítico por si se podía hacer algo todavía para que las generaciones que llevasen la voz cantante en la organización y funcionamiento del mundo, pudiesen frenar, o retroceder, esa vorágine que…

EVA AVIA

Llegaste al igual que te fuiste de mi vida

—Precioso —Soltándome de su brazo, doy vueltas como niña.

Miro a mi alrededor y el camino de estrellas que cuelgan de los almendros nos invitan a seguir el destino trazado hace tanto tiempo, el estar uno frente al otro y al final de ese destino, unas vistas maravillosas le ofrecen a mi alma el lado más cálido de un hombre que creía no la tenía.

—Sígueme —Cogiéndola de la mano—, hoy cenaremos rodeados de las estrellas.

El rocío de la noche se desliza por el kiosco que cubre el rincón que nos han preparado para cenar. Una hamaca situada al otro lado, engalanada de las blancas flores de los almendros, nos otorgará el descanso y la calidez de, espero, estar abrazados.

Sigo sin creer que Mei desmantelara la barrera que mi alma había construido. Así como llegaron, Aida y Pedro, a nuestras vidas, espero que marchen llenos de la paz que otorga el amor que un día se procesaron.

“Toma asiento —Retirando la silla.”

—Gracias, pero no hacía falta —sonriendo, creía que la galantería se perdió con la llegada de la tecnología.

—Lo sé, pero creo que la ocasión lo merece —con una medio sonrisa de satisfacción me asiento, frente a sus ojos—. ¿Está todo a tu gusto? Tengo que confesarte, que… he tenido un poquito de ayuda —Mirando dirección a Pedro.

—Lo imaginé —Girándome hacia Aida, quiero ver sus reacciones—. Sí, está todo precioso —Mirando hacia, intuyo, donde está Pedro y le doy las gracias con mis gestos.

Me inclino para corresponder a su agradecimiento, aunque soy consciente de que ella no me ve. Es igual de preciosa que mi amor. Miro a Carlos y le pido, con gestos, que me deje entrar dentro de él, necesito que Aida me escuche.”

—Sé que no le puedes ver, pero Pedro, se ha inclinado para darte las gracias. Perdóname, quiero otorgarle un poquito de nuestro tiempo, necesita que Aida le escuche —Tomándola de la mano. Sus ojos me responden que está de acuerdo.

¿Cómo puede ser tan terca? Los gestos de desaprobación de Aida comienzan a ofuscarme.

—¡No me hagas esto! ¡Deja de ser tan terca y egoísta y escucha lo que tenga que decir! —Levantándome con brusquedad.

Camino hacia ella y le ofrezco mi mano. Un calor intenso se apodera de mí. De nuevo, la sensación de no ser la dueña de mi cuerpo, da paso a ser el eco en mi propia mente.

—Habla —Sentándome en la mesa—, pero no pospongas mucho esta conversación —Quisiera que sufriera lo que yo viví los días previos a los que me dejó morir.

—Por favor, déjalo ya —En un intento de entrar en la profundidad de su odio. Acaricio su mano. ¿Recordará mi piel igual que yo recuerdo la suya?

—¿¡Qué haces!? —Retirando mi mano. El roce de su piel me ha recordado momentos vividos que él se encargó de destruir.

—Aida, por favor, abre tu corazón. No ves el amor que hay en él. Todo esto lo ha preparado para ti.

—Duele, ¿¡lo entiendes!? —le respondo, sin que los que nos rodean nos escuchen.

—Lo sé, porque yo estoy reviviendo tu dolor y es demasiado para mí. Tienes que perdonar.

—Mi amor, deja que hablen las palabras que he escrito en esta hoja —Sacándola del bolsillo. En esto me ha tenido que ayudar mi anfitrión, pues yo no soy hombre de palabras.

Amarte fue mi vida, y también la muerte por no protegerte.

Vagar en el tiempo mi castigo, recordando lo perdido.

Miradas cómplices y amor apasionado, son los que me mantienen cautivo.

Vivir como un parásito los momentos de otros,

mientras buscaba reconocerte en las siguientes vidas.

Descubrir que el tiempo pasado no se puede recuperar,

creciendo cada día mi amor hacia ti.

Te pido perdón por el daño cometido.

Y a ti misma te debes perdonar, para que el dolor desaparezca y te deje continuar.

Y con ello permitir a la que es parte de ti,

vivir el amor que sé que hay en ti.

—¿Qué es esto? —Siento un pinchazo que provoca mi salida del cuerpo de Mei.

—Aida… —Agarrándome el pecho. Lágrimas brotan sin cesar. Levanto la mirada en busca de Aida, la que encuentro echa un novillo en la hamaca.

—Mi amor —Aproximándome a ella. Salgo del cuerpo de Carlos y me acomodo a su lado.

—Mei, ¿qué está pasando? —Acercándome a ella—. ¿Qué pasa con Aida? Esto de no poder verla me está … —Agarrándola de los brazos, hago que me mire. Su mirada perdida me tiene preocupado.

—Nada, no está pasando nada. Está sentada en la hamaca, mirando a la nada, con lágrimas en los ojos. ¿Qué está haciendo Pedro? Por cierto, muy bonito —Viéndome reflejada en sus luceros.

—Pues consolando a Aida, imagino —Qué extraño, Pedro a desviado la mirada.

—Aida —me acerco a ella porque ha desviado la mirada hacia el final de las luces. Aida me indica que quiere entrar.

“Entra”

—¿Qué sucede, Aida? —lo digo en alto para que ambos escuchen.

—El cielo se ha iluminado, creo que es la hora de que me marche.

—Aida me cuenta que está viendo una luz tan clara e inmensa que se ha iluminado la noche —Me embarga la pena y a la vez la paz.

—Pedro, dime que tú también la estás viendo —emocionado por él.

Introduciéndose en mí, me responde que sí, pero que cree que no es para él, pues no hay nadie que le busque. Al final de la luz están el padre y la hermana de Aida.

—¿Qué está pasando, Carlos? —Sintiendo como ha salido Aida.

Ella camina hacia las estrellas que iluminan los almendros.

—Que no hay nadie que le espere al final del camino.

Se me rompe el corazón al saber que nadie le espera al otro lado, que no hay perdón para su alma. Pedro sale de mi y se sienta en la silla. Su mirada va en la misma dirección que la de Mei.

Diviso una sonrisa en Aida, detiene sus pasos y se dirige hacia la mesa y extiende su mano. Creo saber lo que está sucediendo, Aida a sabido perdonarse y perdonar al hombre al que ha amado por toda la eternidad.

—Carlos, dime que pasa.

—Pedro está sonriendo. Se ha levantado de la silla y está caminando, imagino, de la mano de Aida.

—Sí, Aida está feliz. Imagino que están siendo recibidos por su familia y con gestos le dice a su amado que vaya con ella.

Unos minutos después.

—Carlos, esto está todo muy rico.

—A que sí.

—¿Sabes lo bueno de todo lo vivido? Que sin necesidad de la tecnología he vivido en ese tiempo.

—¡Ehhh! Estoy de acuerdo contigo, pero aún tengo la sensación de estar colgado.

—Esa sensación es buena, ¿o no? Al final la sensación de estar colgado por mí debe de ser estimulante. Por cierto, ¿vendrás conmigo al Festival Gastronómico de Candamo? Quiero probar sus fresas contigo.

A continuación, un avance de la saga a la que nombraré Nocturna.

La actualidad. Jefatura de policía. La mañana siguiente al encuentro en el callejón.

—Canceladas todas sus citas. Las he programado para mañana.

—Gracias, Amalia —Colgando el teléfono.

En estos momentos el despacho se ha quedado pequeño. Doy vueltas y vueltas y todavía no encuentro explicación alguna a lo vivido anoche.

La mujer de anoche…, es ella, estoy totalmente seguro de que es la misma que aparece por las redes. Pero…, no puede ser, no hay ser humano que pueda dar ese salto. ¡No, no, no! Lo que me estoy imaginando no puede ser real.

Necesito hacer una llamada a la Brigada Central de Investigación Tecnológica (B.C.I.T), lo que ellos no encuentren es porque no existe.

—Te envío la foto que le tomé a la mujer que necesito que me localices. Remóntate hasta la prehistoria si hace falta. Cualquier información, aunque te parezca una locura, me la haces llegar.

—Así, lo haré.

—Gracias —Colgando posteriormente.

Suena la puerta del despacho.

—Adelante —Levantando la mirada. Entran Amalia y una mujer joven, la que supongo es la nueva incorporación que me han comunicado esta mañana.

—Sargento, ella es Elisabeth. Les dejo a solas.

—Gracias, Amalia. Trae un par de cafés de la esquina. Cierra cuando salgas.

—Elisabeth —Ofreciendo mi mano. Espero que no me reconozca—. Perdone si le ha resultado abrupta mi incorporación.

—No importa, en estos momentos el departamento necesita una mente fresca. El informe que me ha llegado sobre usted es impecable.

—Se lo agradezco. Lo mismo digo sobre usted.

—Imagino que ha oído sobre el asesino en serie.

—Por supuesto, es por ello por lo que he solicitado estar aquí.

—Pues bienvenida.

Continuará…

Besos, La Incondicional.

Almas, es una historia formada por relatos cortos con los que he querido tratar de forma sutil las enfermedades mentales que tantas almas se lleva. A todos aquellas almas que no han podido sobrellevar el peso de sus mentes y a todas aquellas que lucháis cada día porque no os supere, NO estáis solos.

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

El mundo es constante cambio.

En todas las épocas hay cosas increíbles y maravillosas, también existen cosas turbias y muy tristes.

Recuerdo en mi niñez, cómo se disfrutaba en casa con la música, mi padre iba al día con los avances tecnológicos.

Radio, televisión, toca discos, teléfono, etc. etc.

Los domingos cuando íbamos de paseo nos apurabamos a regresar a casa para ver el cuento de Cachirulo.

Era magia, nos sumergiamos mis hermanos y yo dentro de esas historias narradas con entusiasmo y veracidad.

Nos gustaba mucho ir al autocinema.

Viajamos a través del tiempo.

Nos damos cuenta de como el hombre ha ido evolucionando, con grandes inventos.

Los cambios tecnológicos han transformado nuestras vidas,

Desde la creación de las primeras herramientas de piedra, las ruedas con las cuales la comunicación, el comercio se extendieron hacia otros lugares. Lo cual significó muchos avances y crecimiento de los países, a través de los inventos tecnológicos, pero también desafortunaden-

te el hombre también los ha utilizado en forma negativa.

Se ha creado una gran dependencia de dispositivos y ha crecido la dificultad para delimitar su uso.

Se utiliza para estabas, fraudes, ciberacoso, robos de identidad y varias formas de violencia en línea.

Puede afectar en el rendimiento laboral, educativo, dificulta la socialización presencial, provoca aislamiento, malestar emocional, depresión, ansiedad, diversas conductas de riesgo.

Si se utiliza mal la tecnología, se pueden causar problemas como la deforestacion, degradación del suelo, o la contaminación del agua. Generación de residuos electrónicos.

Además de contribuir a reducir el interés por otras actividades, contribuye al sedentarismo.

Se genera también, desigualdad social.

A diario podemos consumir información falsa, tenemos que aprender a distinguir entre lo que son o no noticias falsas.

Se crean guerras, se siembra destrucción, hay una lucha por crear mejores celulares y subir costos.

Venta de armamentos cada vez más sofisticados que generan ganancias para algunos y muerte para otros.

La tecnología nos ha abierto muchas puertas, pero también nos puede destruir.

Así debemos aprender a utilizar la tecnología de forma responsable, para evitar adicciones, aislamiento, utilizar responsablemente las redes sociales y no desvincularnos de familia y amigos.

Evitar aislarnos de la realidad.

Nunca dejar de ser nosotros.

NILA J BOHORQUEZ

Cuando no había tecnología.

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Todos los días caminaba por la misma calle del barrio con destino a la «Botica del pueblo», cuyo dueño era mi padre, y yo, la administradora.

Al final de la cuadra vivía doña Antonia, quien religiosamente a esa hora de mi paso, se sentaba en su

mecedora preferida para recibir los rayos del sol mañanero y saludar a los vecinos que por allí pasaban.

Al regresar de mi faena la veía reposando en el mismo lugar y cuando la saludaba me invitaba a tomar café recién coladito; y en amena conversación comenzaba hablar pausadamente…

«Aquí estoy, amiga, sentada y rodeada de mis recuerdos materiales y espirituales»…

Ella seguía balanceándose en el sillón, con su mente revoloteando en el ayer…sobre aquellos tiempos sin tecnología, cuando la vida era más tranquila y sencilla… jugando con sus amiguitas con las muñecas de trapo y aserrín meticulosamente confeccionadas por su abuelita Matilde. Sus pensamientos se cubrían de evocaciones de escenas felices de la niñez; de las travesuras saltando a pie descalzo entre las piedras del río; admirando a su padre cómo arreaba el ganado hasta los corrales bajo «el sol de los venados» y ya, en el descanso de la noche, con sus ocho hermanitos alrededor de la fogata, escuchaba en la voz de su abuelo don Fulgencio, la historia sobre el espanto de «La loca Luz Caraballo» (mujer que aparecía desnuda en la montaña con su abundante y alborotada cabellera).

Así transcurría el tiempo de la viuda Antonia…ensimismada, hilvanando sus ideas, tarareando sus canciones favoritas y de vez en cuando respondiendo a mis saludos; pero, ese día martes todo fue distinto…

al regresar en la tarde de mi trabajo,

extrañé el vaivén de la silla mecedora, de ese vaivén que la arrullaba con sus añoranzas, escenarios maravillosos de su infancia, imágenes de juegos infantiles con sus amiguitas del vecindario…¡todo un emporio de reminiscencias archivadas en su senil cerebro!…¡Todo se desvaneció… quedándose profundamente dormida con una sonrisa angelical, despertando en la eternidad de los justos!

El movimiento giratorio se había detenido suavemente…¡hasta allí, su misión de acompañarla en esta dimensión hasta su último aliento!

Hoy, he pasado por el mismo sitio…ya no está doña Antonia…se fue sin importarle nada los desarrollos tecnológicos, porque disfrutó plenamente de la época que le correspondió vivir en este plano, llena de amor y consentida por todo su entorno familiar y amistades.

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

En la selva, la alegre selva…


Sucedió en un lugar donde la vida estaba impuesta por unas feroces y ordenadas leyes naturales. Un día, en la selva, aparecieron unas máquinas que quizás algo o alguien habían traído para cambiar por siempre el lugar que un día fue indomable.

Los leones fueron los primeros en disfrutar de aquellos cambios.
Un viejo león, curtido en mil cacerías, andaba buscando refugio de la ley dictada por el implacable sol. De pronto, se encontró en su camino una especie de aparato. Este artilugio detectó su presencia y, tras unos misteriosos ruidos, ofreció de su interior un jugoso antílope para ser devorado por el fiero felino.

Con el paso de los días, el león se afanó en comprender el funcionamiento de la máquina. Su entendimiento del maravilloso aparato crecía al mismo ritmo que disminuía su instinto depredador.

Otro día, un mono que andaba recolectando plátanos de rama en rama para alimentar a su familia también se encontró con una sorpresa. En uno de los árboles más altos del lugar se instaló una máquina. El aparato, con solo pulsar un botón, lo subía y bajaba por la rama que deseaba sin ningún esfuerzo.
La comodidad era irrechazable y su cuerpo, un día ágil, se tornó en una pesada carga que arrastrar.

La vida de una cebra también cambió por completo. Se percató de que, para ellas, también había llegado el avance. Una pantalla les indicaba qué lugares eran los más idóneos para pastar cada día, libres de depredadores.

Sentían seguridad, como quien esta viendo su reflejo al beber de sosegadas aguas, sin intuir un temblor de la tierra que todo puede distorsionar.

Por último, los elefantes vieron transformada su vida con la llegada de otro sistema avanzado. Era época de intenso calor. Las zonas de agua empezaban a escasear. Pero un día, la matriarca del grupo, que dormía plácidamente, se despertó de un sobresalto.
Sus sentidos percibieron una ligera pero embriagadora brisa. La anciana elefante se desplazó guiada por sus instintos hacia lo que parecía un buen lugar para ser explorado. Tras un breve caminar, ante sus ojos se abrió un refrescante oasis.
Un enorme socavón en el suelo estaba siendo rellenado por chorros inmensos de agua. La matriarca había encontrado de repente un lugar que colmaría todos los deseos de cualquier elefante.

De esta manera, los animales eligieron un camino plácido, lleno de comodidades.
Los días dieron paso a los meses, y los meses a los años. La selva, antaño un latido salvaje, ahora palpitaba al ritmo de máquinas que facilitaban sus vidas.

Los animales eran felices. Sus vidas se habían transformado por completo. Sus cuerpos ya no obedecían a lo que la genética de sus antepasados les mostró. Y una vez despreocupados de atender sus necesidades básicas, se centraron en aprovechar su tiempo buscando el ocio que la selva les ofrecía y en socializar y organizarse entre especies.

No obstante, un día todo volvería a cambiar…

La vida, antes establecida por un sistema natural imposible de descifrar dio paso a la comodidad de un sistema binario que lo facilitaba todo.
Las máquinas dejaron de funcionar. Y en todas apareció el mismo mensaje:
“La experiencia ha concluido. Si quiere seguir disfrutando de una placentera vida, diríjase al lugar siguiendo las indicaciones. Gracias.”

Los animales, al ver el mensaje, no dudaron. Acudieron en masa a las indicaciones propuestas. Lo hicieron sin cuestionarse nada y sin mirar atrás.

Con el paso del tiempo, todos los animales de la selva pasaron a ser colaboradores —guiados por la comodidad — del mayor espacio del mundo donde los humanos podían pasear con tranquilidad junto a quienes un día fueron temidos depredadores, malabaristas de las ramas, raudos cuadrúpedos que reconocían el peligro o imponentes criaturas que dictaban sus propias leyes.

Y una noche, bajo un manto de estrellas que parecía guardar secretos y anhelos,
un león, un mono, una cebra y un elefante se reunieron en torno a una pregunta que les inquietaba en lo más elemental de su ser:
—¿Cómo eran nuestros antepasados… cuando no existía la tecnología?

ELEFANT YUFUS

El canto del ave

Al lado de un nido cantaba un ave canciones de amor y de penas. Sus alas, empapadas de lluvia, enjugan sus lágrimas de dolor y tristeza. Arropado un polluelo, piando el hambre de muchas lunas que parecen eternas, se esconde bajo el pecho del ave que lo cubre con sus plumas negras. Igual que una clepsidra caen una a una sus lágrimas sobre la húmeda tierra. Y se pregunta: –¿Cuántas lágrimas hay que derramar para alcanzar el perdón y el olvido?–

Ojalá existiera un número exacto, una cifra que pudiera medir el dolor de sus lágrimas derramadas. Una pipeta para medir su arrepentimiento, y un refractómetro que defina cuál lágrima es falsa y cuál verdadera; ¿a través de su salinidad? Quizá, y… descartar lo real de lo verdadero. Porque las lágrimas serían reales pero no todas serían de arrepentimiento. Pero para ello aún no existe la tecnología que lo descubra.

Y se pregunta acerca de la relatividad del tiempo, cómo se desliza lento, en cada músculo, como un calambre que no se aleja en ningún momento. Intensificando el dolor, haciéndolo presente en cada pío de su loco corazón que no olvida ese amor que algún día fue suyo y ahora lo veo desde lejos.

–¿Quién pudiera medir el amor y separar la pasión del deseo? –Aún no existe la tecnología para hacerlo. Llora ave llora. Solo tú sabes lo que hay dentro de tu nido. Tu polluelo pide amor, y pide clemencia de manera desbocada. Lo oigo piar porque el polluelo es el corazón que dejé en los brazos de un amor que no llegó a consumarse y la razón en un nido diferente.

AXY LINDA

Cuando no había tecnología

—Todo era mejor

—Claro, estábamos más unidos, había más respeto —agregó Raúl con tono solemne.

Ambos amigos asentían, observando a los niños pegados a sus tabletas y a los jóvenes revisando el celular.

Entonces, Francisco, que había permanecido en silencio, alzó la voz:

—Creo que es muy trillado lo que dicen, son frases hechas. Cada época tiene lo suyo. Las cosas no son malas por sí solas, depende del uso que les demos. Y eso de “cuando no había tecnología” es muy relativo: desde que usamos piedras como herramientas, ya había tecnología.

Los otros lo miraron con escepticismo. Francisco sonrió y continuó:

—Miren, yo también jugué con latas y cordones para hacer teléfonos. Era divertido, sí, pero limitado. A ver Sergio,

hoy, gracias a la tecnología, puedes hablar con tu nieto, y hasta verlo crecer, siendo que vive hasta Canadá. ¿No es eso también unión?

Raúl frunció el ceño.

—Yo hablé de respeto…

—Y eso —respondió Francisco con calma— no depende del Wi-Fi. Si los jóvenes no nos prestan atención, quizá sea porque nosotros mismos dejamos de enseñarles a escucharnos. Estuvimos ocupados trabajando, proveyendo, pero no cultivamos el diálogo.

Se hizo un silencio reflexivo. Una niña se acercó a Francisco con una tableta en la mano.

—¡Abuelo, hice un dibujo tuyo con una aplicación! ¿Quieres verlo?

Él la abrazó con ternura.

—Claro que sí, mi amor. Y luego me enseñas a usarla.

Los demás sonrieron. Tal vez no todo tiempo pasado fue mejor; quizás el mejor tiempo es el que sabemos compartir.

FURUKAWA CREATIVES

El precio de la ciencia.

El metal frío del bisturí me helaba la sangre cada vez que surcaba la piel de aquellos pobres diablos. Había observado sus cuerpos retorcerse en espasmos mientras les inyectábamos la «medicina», para después, tener esos cuerpos torturados brillando bajo unas luces crudas y despiadadas. Recuerdo el olor penetrante a carne quemada, a sangre rancia mezclada con el aroma del formaldehído; porque ellos eran conejillos de indias, números en un informe, carne muerta antes de tiempo.

En aquellos conejos probábamos dosis, combinaciones, horrores que ni siquiera la mente más perversa podría concebir. Les inoculábamos la enfermedad, observándola propagarse hasta dejarlos desfigurados y consumidos; para luego, intentar detenerla con mercurio, con inyecciones de arsénico que corroían la piel, con fiebre provocada deliberadamente, con incisiones abiertas y expuestas. Todo en nombre de la ciencia.

El eco de sus gritos resonaba en mis oídos, sus rostros desfigurados por las úlceras me atormentaban, incluso siguen acechando en mis sueños. Con ojos vidriosos suplicaban un final, porque para ellos la muerte era un alivio, un escape de la agonía. Y los vi apagarse, así como vi sus cuerpos convulsionarse hasta el final, súplicas ahogadas en el silencio opresivo de los laboratorios.

La sífilis, esa sombra silenciosa, se cebaba en nosotros y nosotros, a su vez, éramos el alimento de la ambición desmedida. Yo, con mis manos manchadas de sangre y desesperación, era el arquitecto de su infierno. Era un monstruo disfrazado de médico, jugando a ser dios con la vida de los demás. La investigación era despiadada, implacable y yo, su ejecutor, su verdugo. La moral, la ética, la humanidad, todo eso se desvanecía entre jeringas y probetas, en esa orgía de barbarie que fueron los experimentos en busca de una cura.

Entonces, algo cambió. Con una lentitud casi imperceptible, la obscuridad comenzó a clarear. Tras años de fracasos y sufrimientos, vislumbramos una luz al final del túnel. Observé, con el corazón a medio latir, cómo los resultados empezaban a perfilarse. Las tasas de mortalidad disminuyeron con los tratamientos que, aunque rudimentarios, demostraban una eficacia palpable. El arsénico, el mercurio, la fiebre y el sacrificio, quedaron relegados al pasado, todo comenzó a ceder ante el descubrimiento de un nuevo horizonte: la penicilina, un regalo de la naturaleza, un bendito milagro para la humanidad que convirtió a la sífilis en un problema médico manejable.

No lo negaré, fue un proceso tardo y desolador, pero ineludible. Hoy, miro atrás y veo el horror, la barbarie, la crueldad; pero también veo el sacrificio, el trabajo incansable, la búsqueda desesperada de una solución. Veo los rostros de aquellos que sufrieron y entiendo que su dolor, su aflicción, no fueron en vano. Fueron el precio que pagamos por el conocimiento, por la cura; porque la ciencia, como un ave fénix, renacía de sus propias cenizas. Y aunque el recuerdo de aquellos horrores jamás se desvanecerá, hoy puedo ver el fruto de tanto tormento. La sífilis, antaño una sentencia de muerte lenta y dolorosa, es ahora una enfermedad tratable. La esperanza, antes un lujo, es ahora una realidad.

Ahora, aquí estoy. La cama inmaculada de la habitación del hospital me devuelve a la realidad, con el goteo constante de la solución salina en mi brazo. El olor a desinfectante, aunque evoca ecos del pasado, es un alivio en comparación con los olores de antaño. El médico me ha llamado rompiendo mi ensimismamiento.

―Es hora de tu tratamiento, doctor ―dijo con una sonrisa amable. ―La sífilis es una enfermedad del pasado, no te preocupes ―miro la aguja, el líquido claro que contiene la penicilina y siento una punzada en el pecho, un recuerdo de aquellos días de tortura, un reflejo de la incertidumbre.

Pienso en los conejos humanos, en el olor a putrefacción, en los gritos. Pienso en su sacrificio, en su sufrimiento; pero esta vez, no hay miedo, sé que estoy a salvo. Por primera vez, siento una extraña sensación de paz, de redención; porque al final, sé que la ciencia, con su avance inexorable, ha cumplido su promesa. Y recuerdo con gratitud, que todo esto fue posible, aun cuando no había tecnología, porque su dolor nos salvó a todos, incluso a mí.

EDGAR BORJA CUAUHTLI-ARTE

Cuando no había tecnología, yo creo que no podíamos considerarnos humanos.

Hoy con tantos avances tecnológicos y la evolución de todas las ciencias y artes, hemos cambiado, dominado y esclavizado a la naturaleza.

Mi duda es: ¿ya somos humanos?

MAYTE SOCA

—Lucía cuando vas a ir a hacer las compras? — la abuela Fortunata le grita a su nieta, que se encuentra sentada en el sofá mirando el móvil.

—Abu ya hice el pedido, en un ratito te lo trae el chico del super.

La abuela Fortunata rezongando entra en la cocina.

Antes uno iba al almacén y a la carnicería y a la verdulería y a la panadería y a todos lados, ahora ya ni se mueven del sofá, Verónica voy a picar las verduras para hacer la sopa.

—Tranquila mamá, la sopa ya está hecha en la sopera electrica — le contesta su hija, mientras le habla a una esfera sobre el mesón — Alexa pon algo de música, y la música comienza a sonar —En mis tiempos uno prendía la radio y escuchaba la radionovela.

— Eso era antes mamá ahora la tecnología lo hace todo más fácil.

—Mañana, bien temprano voy a ir al banco a cobrar la pensión —le dijo la abuela Fortunata a su hija mientras pellizcaba un trocito de pan.

—No es necesario que salgas mamá, tú pensión ya está cargada en la tarjeta.

—¿Cómo?¿que? Antes uno iba bien temprano a hacer la fila en el banco para cobrar y te encontrabas a todo el mundo allí y te enterabas de todo lo que les pasaba a tus vecinos — comentó Fortunata un tanto exasperada.

— Ahora no es necesario que hagas esas largas filas mamá, todo es online.

—Bueno me voy a echar un rato en la cama, esto de la tecnología no me deja hacer nada de nada — dijo Fortunata desconcertada, mientras caminaba hacia su dormitorio.

A la hora del almuerzo la abuela Fortunata se asomó al dormitorio de su nieto

— Agustín, ven a almorzar — el muchacho no le respondió, a lo que la abuela se le acercó y comprobó que su nieto tenía los oídos tapados por unas especies de minúsculos aparatos, y miraba en la pantalla unos dibujos que andaban de aquí a allá, entonces tocó su hombro, a lo que esté destapó uno de sus oídos.

—¿Qué querés Abu?.

—¿Qué haces?— preguntó la abuela, a lo que el muchacho contestó.

— Estoy en una partida online.

— En mis tiempos se jugaba afuera, a la pelota o en la bici y era mucho más divertido, porque no jugabas solo encerrado en tu cuarto, estabas con otros chicos.

— Pero yo no estoy jugando solo, juego una partida con otras personas.

— Bueno está bien, como tú digas, pero ya no es lo mismo — replicó la abuela Fortunata defendiendo su postura.

— Si, es lo mismo porque vos te divertías y yo también me divierto mucho — le contestó Agustín a su abuela.

—Bueno, bueno pero ahora apaga la oline esa y vamos que la comida se enfría.

El muchacho sonrió y salió caminando detrás de su abuela hacia el comedor donde les esperaban su hermana y su madre.

Mientras la abuela Fortunata servía el almuerzo, los chicos estaban atentos a sus móviles, a lo que la abuela les pidió que los dejarán un momento para comer.

— Por lo menos mientras comen, dejen esos aparatitos — los chicos miraron a su madre que seguía con el suyo, y optaron por hacer lo mismo dejando de lado la petición de la abuela.

Fortunata se sentó a la mesa refunfuñando por lo bajo — ¡y si ! con el ejemplo que tienen estos muchachos, que le vamos a hacer.

Luego del almuerzo todos se retiraron a sus respectivos dormitorios, así que Fortunata se quedó sola sentada en el sofá, tomando un té de hierbas sin saber qué hacer. Miró sobre la mesita ratona y allí estaba el móvil que su hija le había regalado para su cumpleaños.

— A ver pa’que me sirve este coso.

Pasaron unos minutos cuando de repente en toda la casa se escuchó las carcajadas de la abuela Fortunata, a lo que Verónica y los chicos se asomaron a la puerta del living.

— Mamá, ¿estás bien?— preguntó Verónica a su madre.

—Si,si contestó la abuela Fortunata sin despegar su vista del móvil — es que esto del feisbu y los tictos son muy divertidos, son unos vídeos muy graciosos. Agustín mira a su hermana y su madre y les comenta — ¡ya fue! hemos perdido a la abu, la tecnología ya se apoderó de su mente.

ANA DEL ALAMO

En mi familia era costumbre escuchar la radio a mediodía o por la noche. Oíamos un programa que se llamaba Los Formidables: se trataba de gente que hacía donaciones para personas desfavorecidas o en situación de vulnerabilidad. A mí padre le encantaba y le ponía mucho interés, nosotros algo menos.

Todavía no había llegado la televisión a mi casa y cuando lo hizo fue en blanco y negro con «Bonanza» o «El Virginiano». Yo esperaba ese aparato como si fuera un maná. Luego ya me di cuenta que fue más una ilusión…bonita mientras duró.

Yo era pequeña y mi recuerdo dibuja esas secuencias como flashes en mi memoria: mi padre presidiendo la mesa, mi madre sentada cerca de la cocina y pesarlos demás alrededor de ellos. Cada uno enfrascado en sus pensamientos y la radio de fondo, la auténtica protagonista, vestida con traje de noche o fresca y liviana para el día.

Sus ondas se paseaban como una reina por su palacio, dejando su rastro en nuestras cabecitas todavía sin formar o implorando dramas que compungían a los más mayores.

Si había que hablar se hacía. Cada uno exponía sus problemillas o se contaba un chiste o ensalzábamos la comida que había preparado mamá, tan rica siempre, elaborada a gas y con mimo.

Cuando no existían dispositivos electrónicos con los que entretenerse, nos gustará o no, íbamos todos a una. O se jugaba a cartas o a los «Juegos Reunidos», una caja enorme con todo tipo de juegos de mesa. No faltaba en casi ninguna casa donde se mimetizaba con el mobiliario.

Eran domingos de parchís y tazas de chocolate que igual endulzaban nuestros paladares como nos manchaba las camisetas.

El calor en verano se mitigaba con paseos a última hora bajo un cálido cielo que no se despegaba del todo. En las casas, un ventilador hacía las veces del bendito aire acondicionado del que disponemos hoy.

En la calle se disfrutaba con juegos donde paticipábamos por igual pequeños y mayores, así nos llevábamos los cachetes de los más grandes. Pero, a pesar de ello, no queríamos volver a casa y cuando se hacían las diez, el sereno tenía que abrirnos los portales ante la insistente llamada de las madres por los balcones.

Todo en mi mente es una maraña de acontecimientos donde al carecer de unas cosas, disponíamos de otras: fantasía, charlas, imaginación, correrías, aventuras.

Algo que ha trascendido a lo largo del tiempo y que hace que hoy pueda estar escribiendo ésto, eso sí, a través de un ordenador o dispositivo móvil.

La tecnología nos ha traído otros menesteres, tan buenos como la remembranza de cuando no existían y la vida transcurría alrededor de la radio, los juegos de mesa, el abanico, los cromos y el pilla pilla.

Un evocador recuerdo que acompaña a nuestros corazones heridos de nostalgia.

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2 comentarios en «Cuando no había tecnología»

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