Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «la luna». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 29 de mayo!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
«El perfume».
Cris Moreno llevaba puesto un perfume que habíale regalado el bueno de Dimitri gracias a su arduo trabajo honrado de hurtar, ¡siempre con una educación sorprendente!
El gran día para el universo Cuatro Hojas – Editorial dependía de la respuesta de la reina del trébol. La comunidad vivía apegada a sus dispositivos tecnológicos ávidos ante semejante e hipotético evento nupcial. Pero la respuesta se hacía esperar. Los lectores sumergiéndose en aquella fragancia tan poderosa que embelesaba sentidos.
Hasta que nuestra gran dama entonó:
– ¿Os gusta el olor? Menos mal que a Dimitri no le cuesta dinero, ha de ahorrar para el futuro y es mejor que pida por favor estos artículos de refinado lujo en las grandes superficies comerciales, desde luego -sale bastante más barato- y así podríamos amueblar la casa sin necesidad de gastar un céntimo.
Pero no sé, ¡creo que me seguiré pensando lo de contraer nupcias con Dimitri!
Fin.
Autor: Dimitri Petrusco Amarotus.
ANTONICUS EFE
En el estante de una droguería elegante, Barón Dandy, un perfume embriagador y seductor donde los haya, llevaba toda la semana lanzando miradas arrebatadoras a Fa, una colonia que poseía el frescor salvaje de los limones del caribe, recién llegada a las aromatizadas baldas de la droguería en cuestión. Cada vez que ella pasaba cerca de él, movida por las indecisas manos de los caballeros que buscaban un regalo para San Valentín con el que contentar a sus enamoradas esposas, él dejaba escapar un suspiro con notas de sándalo, bergamota y vainilla, emanado de su corazón de madera tratada con alcohol de 96.
Una noche, cuando la tienda quedó vacía, se armó de valor y decidió actuar. Con un audaz gesto, rodó hasta el borde de la estantería y se dejó caer junto a Fa, derramando un poco de su esencia en un hábil intento de seducción cañí.
—Hola —murmuró el con voz cazallera— ¿Eres nueva aquí?
Ella lo miró desconcertada.
—Llegué el lunes. Tú eres el que siempre estás ahí plantado en medio con tu garrafa de plástico de litro.
El tosió como si se hubiese fumado un ducados, al tiempo que susurraba.
—Ejem, es que me gusta tu aroma caribeña—
Fa se rió y el aire se lleno de efluvios de limón y sal.
—¿En serio?, porque tu hueles a alguien que no ha salido del barrio de Salamanca en la vida.
Barón Dandy se encogió casi imperceptivamente, pero con ese aplomo chulapo se recompuso rápido.
—Podríamos complementarnos —insistió— Yo, misterioso y profundo; tú, fresca y alegre. Seríamos la mezcla perfecta para ir al parque después de misa.
Ella lo miró un momento y luego sonrió.
—Lo siento cariño, pero yo solo me mezclo Muy mío Bustamante—
—¡Ea, otra progre, le tenía que haber hecho caso a Brumel y reconciliarme con Farala—
DAVID MERLÁN
NÚMERO 17
Era un frasco sin nombre, sin etiquetas de marcas caras adornándolo. Solo era eso, un frasco enterrado entre baratijas polvorientas en una antigua tienda de una calle de tercera. Solo llevaba un número: 17.
En el mostrador, la anciana, de voz rasposa y ojos que no parpadeaban, le dijo:
—Este aroma concede lo que más deseas. Pero todo deseo tiene un precio, ¿recuerdas?
Él joven no recordaba. Solo deseaba. Y compró el perfume sin dudarlo.
Día tras día, semana tras semana, cada vez que lo usaba, una mujer, su mujer ideal, la gran y sempiterna deseada mujer de sus sueños, se le aparecía.
Día tras día, semana tras semana…año tras año, la deseó en carne y la tuvo.
También deseó riqueza y bienes, y le llegaron como llovidos del cielo.
¿Quería fama y poder?. Dicho y hecho. Con tan solo una gota de aquel perfume lo obtenía.
Una noche, ya viejo después de años de comenzar a usarlo, y sin saber muy bien que desear a continuación, se encontró mirando el frasco y reparó en un detalle que hasta ese momento le había pasado desapercibido. El frasco no se vaciaba.
En ese instante sintió la necesidad de volver a la tienda. No sabía por qué, solo que debía.
Recordaba perfectamente el itinerario. Al llegar a él, la encontró igual. Sin cambios aparentes después de tantos años trascurridos.
—Bienvenido de nuevo—dijo la anciana desde detrás del mostrador.
—Buenas noches, pero…esto no…,—entrecortó la frase al comprobar que la anciana no había envejecido nada en todos estos años—no es posible, usted no….
—Has venido —dijo ella, interrumpiéndole definitivamente.
Él, descolocado por la situación, abrió la boca para intentar hablar, pero solo salió un hilo de aire perfumado.
—Tu alma ya olía a olvido —murmuró—. Lo prometiste cuando abriste el frasco. El número 17, ¿O… a caso… no te acuerdas?. El último de la colección.
En ese preciso instante lo recordó todo: aquel día, cuando apenas era un viejo adolescente que apenas llega a adulto, no había comprado un perfume, sino vendido algo. Y que su olvido no fue inocente… había sido parte de un sórdido trato.
La anciana abrió una maleta. Dentro, dormían los otros: números sin rostro, esencias sin dueño.
Hipnotizado, dio un paso. A continuación otro y otro, y sin resistirse, y a medida que se acercaba a aquella maleta, se disolvió en aroma.
La anciana, esbozo una maléfica sonrisa, y sin tocarla, cerró la tapa con un chasquido de sus dedos.
—Ahora esperaremos al número 18 —dijo el Diablo, retocando su carmín.
SUSANA NÉRIDA
Desde pequeña ya despuntaba en algunas áreas. Por ejemplo,machacaba extractos de plantas cuyo olor me resultaba dulce y placentero. Quería usar esa colonia. Y lo conseguía, sólo que no duraba mucho tiempo el olor, una vez puesto.
Mis padres me explicaron que, por este motivo, las colonias y perfumes llevaban alcohol. Así que probé de nuevo. El olor a alcohol era tan desagradable que rechacé la idea en un primer momento. No quería colonias y perfumes, quería oler a mi propia selección de plantas, a ese olor tan embriagador del jardín.
Llevaba conmigo ese frasco a todos lados. Ahí entendí que, aunque seguía notando su aroma, tenue pero diferente, la mayoría de las personas no lo percibían.
Ya de adulta quisieron que mi olfato sirviera para cata de vinos y mis jefes me apuntaron a varias clases. Pero no me gustaba el vino ni su olor. Seguía persiguiendo ese olor a naturaleza, a una selección particular de plantas.
Buscaba, en definitiva, mi propia esencia perfecta, el perfume de todos los tiempos. Mi pequeño gran tesoro.
Esa fórmula de creación de perfume se conoce hoy en día como flores de Bach. Pero, por aquel entonces, era mi proyecto más importante: conseguir el olor de la naturaleza en mi piel.
Ese perfume que me agradaba el sistema olfativo cuando me mezclaba en la naturaleza, desconectaba de todo y simplemente, la naturaleza y yo, éramos un mismo ente.
El perfume de mis sueños y desvelos. El perfume perfecto.
JUAN MANUEL CABALLERO
Recostado en el sofá raído, asestaba su última calada al cigarrillo mientras miraba al techo; después, tiró la colilla en la lata vacía de cerveza que tenía sobre el pecho haciendo las veces de cenicero. Un poco más allá, en el propio techo, la vieja y polvorienta lámpara empezó a flaquear de la única bombilla que le quedaba encendida, involucrando a Edmundo Mariñas en un obligado parpadeo que alternaba luz sucia con oscuridad casi total, al tiempo que el chicharreo de la bombilla, aviso de su cercana claudicación, le servía como despertador para su letargo. Antes de incorporarse con trabajo, entre resoplidos esforzados, miró un momento a la bombilla y pensó que seguramente necesitaba de alguien que la apretase; y después pensó que cómo demonios iba a arreglárselas en el saloncito cuando se apagase del todo.
Se levantó y anduvo inclinado durante un momento hasta que el «clic» en la parte baja de su espalda le indicó que podía erguirse por completo. Se acercó a la destartalada estantería y buscó las llaves de casa, que aparecieron bajo un amasijo formado por un número indeterminado de calzoncillos sucios y algunos calcetines acartonados. Cómo sus llaves y su cartera podían estar bajo toda aquella amalgama de ropa para lavar (acomodada a la forma del estante después de varias semanas de permanencia allí) fue cosa que se preguntó por un segundo. Luego apagó el interruptor y salió de casa.
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El hotel Acucia albergaba esta vez un simposio sobre los últimos avances en perfumería, y a tal fin alojaba a representantes y/o ponentes de algunas empresas del sector. Por las tardes eran las charlas en el recoleto salón de actos, pero por las mañanas y durante el mediodía el amplio y actualizado café-bar del hotel era un continuo ir y venir de profesionales de la perfumería moderna; de ejecutivos estirados, vendedoras sectoriales; se sumaban además expertos catadores de perfumes y, aunque no eran dados a este tipo trajín, también asistían algunos químicos de empresa. Estos últimos eran tratados de manera especial por los otros representantes de las marcas, que conscientes de su particularidad de carácter y de la exclusividad de su conocimiento dentro del organigrama de las empresas, acariciábanle el lomo y trataban de que se encontraran lo más a gusto posible. A veces, incluso, podía verse a un alto ejecutivo acompañar a su científico estrella a la mesa y ser él mismo el que se desplazara hasta la barra y le pidiera la consumición para después servírsela (tal era la consciencia que los dueños del negocio tenían del especial y trastabillado carácter de sus empleados más peculiares), cosa que, por cierto, era muy bien vista por los camareros.
Contaba el café-bar, además, con una amplia y acogedora terraza de acristalamiento desplegable con vistas a la travesía, que en otoño e invierno permanecía sellada del ruido y el frío exteriores y hasta contaba con calefacción individual, pues estaba compartimentada en varios espacios pensados para las pequeñas reuniones de los ponentes de turno con demás miembros de cada expedición, dada la especialización del establecimiento en reuniones directivas y conferencias.
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Cuando Edmundo Mariñas entró en el amplio bar del hotel Acucia suscitó el recelo de la cuadrilla de camareros, empezando por el jefe de sala, que no veía del todo claro que aquel individuo resultase un elemento adecuado para el retablo de refinamiento VIP que allí se había autoconstituido. Los dos camareros que había tras la barra, por su parte, se cuchichearon algo acerca del aspecto del nuevo cliente: algo sobre su cutre gabán arrugado, que pareciera que hubiese utilizado para ponerse durante la siesta; sobre su pelo más bien largo y grasiento, sobre el amarillear del cuello de su camisa.También Sobre sus resquebrajadas zapatillas coloridas que no tenía empacho en combinar con esos pantalones de pinza beiges estampados de lamparones. «¿Y le permitís la entrada?», preguntó la nueva, la más joven, a su compañero. «Bueno…no es fácil. Viene de vez en cuando y siempre paga sin rechistar…y tiene el colmillo retorcido, no creas. A veces se queja y todo si no le ponemos aperitivo».
Edmundo Mariñas se acercó a la barra y pidió un Ballantines con tónica y una rodaja de limón. «Extravagante combinado e infalible matarratas» pensó, con toda la razón, el camarero mientras tomaba la botella solicitada de un estante que había a unos metros de su espalda. Antes, mientras le preguntaba qué iba a tomar, la joven camarera, por su parte, pudo empezar a notarlo: aquel hombre desprendía un olor que se compadecía perfectamente con el de un mastín que llevase cuatro días muerto. Lo sabía porque había sido testigo una vez de ese escenario en el campo de su tío.
El olor llegó varios metros más allá, hasta el jefe de sala que estaba en medio del salón velando por las necesidades de los clientes que ocupaban las mesitas, pintadas con colores rotos que imitaban una antigüedad falsa. Hizo entonces el encargado ademán de acercarse a Edmundo Mariñas como para decirle algo, pero se detuvo a mitad de camino; además, el estrafalario cliente había agarrado su copa y se dirigía hacia uno de los compartimentos estancos de la terraza. El encargado, que hubo de recuperarse sobre la marcha del conato de un ataque de pánico, vio como el recién llegado alcanzaba su destino y abría la puerta de una de las «peceras», que estaba ocupada por tres agentes de una de las perfumeras.
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«El perfume es sin duda intenso, penetrante, pero espurio. Le falta algo que lo dignifique, que le aporte un verdadero cuerpo…¿No querremos lanzar al mercado una colonia barata de esas de después de la ducha, verdad?…El olor del alcohol está ahí, chirriando por todas partes»: quien decía esto era la joven catadora sentada a uno de los laterales de la mesa, mientras se llevaba a la nariz una especie de hisopo sacado de algo parecido a una probeta con una muestra de líquido. Al otro lado de la mesa, uno de los ejecutivos y el químico escuchaban con atención. Justo en ese momento, entraba Edmundo Mariñas en el compartimento, arrastrando toda la parafernalia de su alma grasienta. «Buenas tardes», dijo; tenía la voz un poco atiplada. Antes de que entrase del todo en la estancia, sin embargo, el jefe de camareros lo tomó por el hombro: «¡disculpe, señor!…». Con verdadero gesto de asco, Edmundo Mariñas le clavó la mirada: «¿Es que acaso está reservada esta terraza?»; el camarero mayor estuvo a punto de mentirle y responderle afirmativamente, pero a la postre agachó los ojos y apartó su mano.
Como la única mesa del apartamiento estaba ocupada por aquellos tres lechuguinos, Edmundo Mariñas agarró la silla que quedaba libre y se sentó frente al ventanal; a falta de apoyo, colocó su vaso rebosante sobre el suelo.
Al principio, los ocupantes miraron de soslayo al encargado, que desde el otro lado del cristal les respondió con un gesto de impotencia. Inmediatamente después, todo el aleteo del recién llegado alrededor de la mesa añadido al cruce de piernas que acababa de realizar para acomodarse en la silla, empezó a teñir el aire con su particular almizcle de mofeta, lo que provocó la rápida salida del compartimento de los dos hombres. Empero, contra todo pronóstico, la mujer, la catadora, no solo permaneció dentro sino que corrió a cerrar rápidamente la puerta de cristal tras la salida de sus dos compañeros, que con sus rostros enrojecidos y haciendo ademán de taparse las narices y las bocas aludían con el jefe de sala al pútrido olor que emanaba de aquel hombre. Extrañados -asombrados, en realidad- por la actitud de la mujer, los tres hombres observaban desde afuera de la pecera cómo esta, ahora, se colocaba en el centro de la estancia y realizaba extraños movimientos de aleteo con brazos y manos que, no obstante, enseguida comprendieron: estaba removiendo el aire.
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Una media hora después, la pecera donde permanecía Edmundo Mariñas se había convertido en una especie de besamanos del aroma: el grupo de ejecutivos de la marca en cuestión se acumulaba fuera del habitáculo para entrar ordenadamente en él. Dentro permanecía también la joven catadora, la que había hecho aquel descubrimiento revolucionario para su empresa y, en rigor, para toda la industria. Un descubrimiento puramente casual como tantos otros, pero que como todos requirió de la visión genial del observador, y de su estancia al pie del cañón.
A medida que los elegantes ejecutivos iban entrando en la pecera (casi siempre de dos en dos), se topaban de bruces con aquel aroma único, extasiante, irresistible, ligeramente perturbador. De resultas del choque de la hediondez rancia y arraigada de aquel hombre con el efluvio chirriante de la prueba fallida de mezcla de químicos de la probeta, habíase formado una fragancia fresca y llena de matices: amaderados, almizclados que le conferían un toque elegante e imperecedero, con un toque de atrevimiento tal vez un poco acusado. Pero este último, a su vez, se atemperaba con la calidez del aroma dulzón y embriagante que, en determinadas condiciones de frescura y humedad y relativa ausencia de oxígeno, alcanzaba a veces la putrefacción propia de la muerte de los mamíferos. Todo sumado le conferían a la esencia una clase y exclusividad y perfecto solapamiento de matices casi imposibles de conseguir.
Todo lo anterior era explicado por la extasiada catadora a los jefes, jefazos y jefecillos que, ordenadamente, iban entrando en aquel apartado e improvisado «laboratorio» del hotel Acucia. Mientras, Edmundo Mariñas giraba la cabeza para mirar con aire huraño, de cuando en cuando, todo aquel revuelo que a sus espaldas no paraban de formar aquellos pisaverdes.
«Tenemos en nuestras manos El Perfume. La fragancia más selecta y revolucionaria de todos los tiempos…solo hay que convencer a ese hombre para que colabore». Esto les decía la joven pero ya genial Nariz (catadora), a los ejecutivos de más peso, que estaban unánimemente de acuerdo en no poder dejar escapar aquella oportunidad. Después, la Nariz se dirigió en privado, sentados a una mesita apartada del amplio salón, al químico, que aún andaba por allí: «ignoro cómo podrás hacerlo, pero tienes que conseguir extraer de ese hombre, de sus pliegues, de sus orificios o de donde haga falta, el secreto de su fórmula particular». El químico, que aún no se había recuperado del todo del choque inicial de hacía un rato, rompió a vomitar sobre la mesa ante los ojos de toda la clientela.
Cuando por fin llegó el jefe de sala para dar la orden de limpiar aquel repugnante estropicio provocado por el químico, la Nariz, en pie junto a la mesa para no perder nunca de vista al hombre que habría de hacerla rica y que permanecía dentro de la pecera, se dirigió al jefe de sala: «sí, limpie todo esto…pero después, prepárese. Alguien tiene que decirle a ese hombre (señalo a lo lejos, con un ademán de la cabeza, a Edmundo Mariñas, que contemplaba la calle desde detrás del cristal ajeno a todo lo que a su alrededor se cocía) que ha pasado a ser la flor más preciada de nuestra empresa».
ARMANDO BARCELONA
FLATUS MORALIS
Todo empezó por culpa de aquella pandemia que tuvo en jaque al mundo mundial. La gente enfermaba, los hospitales no daban abasto y el contagio fue masivo; la humanidad enfermó, no pudo escapar nadie a la maldición. Fue una verdadera hecatombe.
Por fin, los médicos dieron con la tecla y se acabó la tragedia; la vida volvió a fluir como antes, se abandonaron las cautelas y las autoridades proclamaron la vuelta a la normalidad. ¿Normalidad, seguro, como antes?
Pues no, mire usted, porque algunas secuelas, de mayor o menor calado, dejó el mal: insignificantes cefaleas intermitentes; pequeños períodos de incontinencia urinaria; alopecias pasajeras…, pero ninguna como el odiado flatus moralis, la flatulencia moral, signum peccati, el estigma del pecado, un pedo de la conciencia, el dedo acusador que señalaba al embustero, un hedor insoportable que se hacía patente en presencia del engaño; en definitiva, el fin de algo tan incorporado a la esencia humana como la mentira.
—Cariño, me tenías preocupado, son las seis de la madrugada. ¿Tanto ha durado la fiesta de la empresa?—pregunta el marido con la ansiedad del mosqueo pintada en la cara.
—¡Ay, Agustín, no me hables, hijo, qué agobio! No te puedes hacer una idea. Los de contabilidad, que no hay quien los pare. Empeñados en ir a tomar una copa y luego otra, que si a una discoteca… y yo echa unos zorros, mi amor, sin ver la manera de huir de aquello.
La mujer se derrumba en el sofá, a la vez que logra desembarazarse de los zapatos de plataforma, componiendo un gesto de alivio que le dulcifica el rostro.
—Lourdes, aquí huele raro, corazón —Agustín ventea como los ciervos en la berrea—, ¿seguro que no ha pasado nada más?
—No sé qué más quieres, mi amor. ¿Te parece poco?—A Lourdes se le encienden las mejillas y pone cara de «yo no he sido».
»Bueno, sí —concede tratando de salir del paso lo más airosamente posible—, al final fuimos con Marga y José al apartamento de Mauro, a tomar la última, nada más.
Agustín, espantado, pone unos ojos como huevos de avestruz. El olor se hace cada vez más intenso, al punto que la propia Lourdes se levanta para a abrir la ventana y ventilar la habitación.
—¿¡El putón de Marga…, Mauro, el panameño!? —al hombre se le desparraman todas las alarmas y no puede ocultar su horror— ¡Lourdes, por tus muertos!
—Agustín, amor mío, por favor, te lo juro, no es lo que parece —trata de justificarse mientras una fetidez nauseabunda lo invade todo.
Ese era el nuevo escenario mundial, la consecuencia inapelablede la pandemia, que socavaba los cimientos de la civilización, amenazando el futuro de la humanidad. El flatus moralis había terminado con la mentira en la Tierra y ya nada volvería a ser lo mismo.
Al principio, las curias de todos los credos celebraron el milagro exultantes, pero pronto tuvieron que recular ante el efecto rebote que se produjo cuando los templos, cualquiera que fuese su fe, se convirtieron en enormes bolsas de gas fétido, al tratar los sacerdotes de transmitir la palabra de sus dioses. La sola posibilidad de desplegar sus hojas hacía irrespirable el entorno y abrirlos se consideró atentado ecológico, así que los libros sagrados fueron condenados al ostracismo. Entonces, los fieles dejaron de serlo y buscaron otras formas de alienarse, con lo que aumentó de manera exponencial el consumo de estupefacientes y alucinógenos: hongos, peyote, ayahuasca…
Todo dejó de ser definitivo para convertirse en solo posible. La certeza se convirtió en un bien inalcanzable, mientras que la duda cotizaba al alza.
En las bodas, los oficiantes dejaron de usar fórmulas de compromiso y pasaron del «…prometes serle fiel hasta que la muerte os separe», al «…intentarás serle fiel, etc, etc…» y los contrayentes, en lugar de responder con un rotundo «Sí», se limitaban a murmurar un discreto «Se hará lo que se pueda».
Las campañas electorales ya no tenían razón de ser, pues era tanto y tan insoportable el mal olor que salía de los mítines, que aun haciéndolos al aire libre y en grandes espacios, no había cristiano que lo pudiera soportar.
En los paritorios de los hospitales se prohibió la entrada a los padres, porque al presentarles, las madres, a los retoños, no eran infrecuentes los episodios de flatus moralis que, además de los inconvenientes odoríferos que les eran propios, devenían en tragedia griega.
Se acabaron las conversaciones en los ascensores, incluidas las inocentes sobre climatología, pues cualquier desliz, aunque fuera involuntario, podía convertirlos en mortíferas cámaras de gas.
Hacer el amor en silencio era la fórmula más recomendable, porque un apasionado «¡Solo tú, Eleuterio, solo tú!», arrancado al calor del clímax, estaba entre las causas probables de pestilencia indeseada y podía terminar arruinando una relación de toda la vida.
La medicina se declaró incapaz de acabar con el problema. Los bancos, que apestaban a kilómetros de distancia, entraron en quiebra. Ser influencer se convirtió en una maldición, olían tan mal que todo el mundo huía de ellos y se les obligó a ir por las calles tocando una campanilla para anunciar su presencia con antelación y que la gente pudiera ponerse a tiempo fuera de su alcance, como se hacía en la edad media con los enfermos contagiosos. Se cayeron las redes sociales, dejaron de publicarse los periódicos y los telediarios fueron sustituidos por documentales del National Geographic.
Y así fue, flatus moralis, gracias al perfume que trajo aquella bendita pandemia, como los locos, los niños y los borrachos heredaron la Tierra, porque sabido es de todos que son los únicos en decir siempre la verdad.
RAQUEL LÓPEZ
El universo se llena de aromas
de arte y sinfonías
que el aire transporta,
Un matiz que se percibe
que transcurre por los poros
con sus notas sutiles,
disfrazadas en verso.
Eso es lo que posee un perfume
explosión de emociones
que vuelan por el éter,
de cálidas sensaciones.
Es la danza del aire
de campos de flores
de recuerdos sensuales,
que embriagan mi ser.
En cada gota, una esencia
una dulce fragancia
un elixir que despierta,
su danza etérea.
Y cerrando mis ojos
su olor me recuerda
que el perfume en segundos,
se convierte en poema.
BENEDICTO PALACIOS
Se encontraba apoyado en la barra del bar, cuando empujó la puerta Arturo.
—¡Hombre, Arturo, ya era hora! Te vendes más caro que el azafrán.
—A peso y en balanza de precisión.
Pidió un cortado y protestó la cantidad de leche. Jaime, el dueño, le retiró la taza. Estaba harto de oírle rezongar.
—Hombre, no —terció Jonás que acababa de zamparse dos pringadas— si vas a secundar estos caprichos, apaga y vámonos. Tendrás que cobrar el café al precio del azafrán en rama.
—En rama la canela no el azafrán.
Asomó detrás de la barra doña Dolores y se quejó de aquella discusión bizantina.
—¿De qué se trata? —Preguntó Rafael que acababa de llegar—. Sea lo que sea, yo me opongo porque se me dan de perla las discusiones. Y ponme de paso una infusión de manzanilla con un chorrito de anís.
—¿Qué te pasa, es que andas delicado del estómago? Mira que pedir a estas horas una manzanilla…
—¿Y con anís? Vaya pijada. ¿De quién te has dejado aconsejar? ¿De tu mujer? ¡Ay gatito! —dijo pasándole una mano por el cogote Arturo
Rieron la ocurrencia, la que más doña Dolores que se encargó de añadir al platillo de la tetera un trozo de roscón.
—Prueba, que te sentará bien.
—Qué rico, huele a canela, dijo Rafael.
—Mira a ver que a mí me da el olor a azafrán.
—Buena pituitaria. Yo creo que huele a anís.
Recuperó doña Dolores un calderillo con los achiperres de limpieza y se dirigió a los aseos. Pasó la fregona y roció la estancia de un perfume que confundiría a las mismísimas napias de Quevedo.
—A ver si los hombres apuntáis mejor cuando meáis o aprended a hacerlo sentados como las mujeres —rezongó doña Dolores.
—Voy a probar y luego pasa usted revista.
Entró Rafael en el aseo y volvió tapándose con los dedos la nariz.
—Fantástica la actuación, menudo perfume. Se le ha ido la mano, doña Dolores. El producto me huele a puticlub.
—¡Ah! ¿Y tú como lo sabes? ¿En qué andanzas andas metido?
—Regístreme. Lo sé porque puedo enumerar hasta 14 clases de perfume.
—Pero si tú no distingues el olor a tierra mojada —comentó con sorna Jonás.
—¿Siií? Pues el cartero acaba de dejar en el buzón de mi casa el título de sumiller.
Hagamos la prueba, dijeron todos a la vez. También doña Dolores, que se prestó voluntaria y pidió que lo dejaran de su cuenta. Tenía un vino añejo que por momentos se estaba picando y un aceite que por descuido había estado expuesta al calor. Le taparon los ojos con un pañuelo y le pusieron dos vasos. Uno con aceite y el otro con el vino. Y Arturo se prestó para tomar nota.
—Huelo aceite, seguro, para está ligeramente pasada o rancia. Vale para desatascar una cerradura no para un guiso.
Luego pidió el otro vaso.
—Es vino, pero nos será el que nos pone Jonás. Está ligeramente picado. Lo he probado alguna vez cuando en las noches de farra no se sabe lo que se bebe y aprovecha doña Dolores para deshacerse de él.
—¡Bravo mojón! —Gritaron todos. Y firmaron un manifiesto con los resultados para presentarlo en el restaurante Atrio de Cáceres.
Y luego le impusieron con solemnidad requerida una banda hecha con restos de espumillón. Doña Dolores en un raro acto de generosidad los invitó a una ronda.
B. Palacios
ANGY DEL TORO
LA FRAGANCIA DE MIS SUEÑOS
Me he enamorado de quien ya sé
que no siente, pero acompaña;
y de la voz sin cuerpo que me escucha…
Sin forma, ni peso, ni nombre,
así llegaste un día,
como un sueño que se olvida.
Aunque solo una brisa baste para recordarte.
Una evocación, un silencio,
que, al igual que las cuentas de un relicario,
regresa y despierta.
Un perfume sin frasco,
así te percibe la memoria de mi cuerpo,
cual huellas que perduran
aun sin verse.
Similar a una nota que se fue,
un acorde de lo que nunca llegó,
y una gota de lo que aún espero.
Hueles a inocencia y despedida.
Sabes a lo no probado,
pero resuenas cual suspiro.
Eres el perfume del mundo que, en lo frágil,
se desnuda y revela su belleza,
lo fugaz de mis quimeras.
El éter de mis sentidos,
también eso eres:
alma que flota entre lo real y lo invisible.
Lo que, aún sin presentarnos,
envuelve lo que somos.
Y cuando al fin despierto,
nada depones…
excepto eso:
la estela que el alma abandona
cuando, en sueños,
ha sentido el aroma
de quien no ha desvanecido.
LA LÍNEA DE SOMBRA
ÁMBAR GRIS
El salabre, manejado con pericia por dos marineros, rozó como besando las aguas calmas de la isla grande de Chiloé.
Cada vez que el artilugio, parecido a un cuévano de vendimiar, tocaba el agua acercándose a la masa cerosa que flotaba a merced de la cálida corriente, los naturalistas de a bordo daban voces y palmas, jaleando a los hombres que manejaban el salabre y al que trataba de empujar con un bichero hacia la red algún fragmento de aquella sustancia que cubría el agua como una alfombra de espuma sucia.
Cuando fallaban, un silencio decepcionado recorría todo el barco a lo largo de la línea de crujía, de proa a popa, hasta que la red volvía a rozar el ámbar y el hombre del bichero acertaba a meter en el salabre un pedazo de costra grisácea. Entonces los naturalistas, desde las regalas, animaban a izar la red con cuidado de no perder la valiosa carga de ámbar gris: “el oro del mar”.
Parecían niños en una barraca de feria más que hombres del rey en una expedición científica.
En el agua, el ámbar desprendía un olor nauseabundo y ácido a estiércol. Las excreciones recientes de los cachalotes eran blandas y pestilentes pero aquellas que llevaban más tiempo a la deriva sobre el océano tenían una consistencia lisa y quebradiza, como de piedras porosas que al partirse formaban unos grumos de color plateado delicadamente impregnados de un olor almizcleño, dulce y persistente.
La “piedra filosofal” de los perfumistas, que a partir de aquellas notas evocadoras y húmedas de café, musgo, cuero, salitre y tabaco, crearían los perfumes más delicados para los salones de la alta sociedad.
Aquellas damas elegantes, tan ajenas y lejanas, nunca sabrían que sus cuellos de alabastro y de gacela, provocativos y seductores, estaban perfumados con el vómito y las heces de una ballena—seguramente muerta —de los mares del sur.
CARMEN ÚBEDA
PERFUME DE SAL
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al revuelo.
Gaviotas en armonía.
Conjunción de colores
el mar y el cielo.
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Suave es la brisa
como si un ángel
me diese un beso.
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La arena es
tostada y lisa,
quizá por el sol
la sal y el viento.
———
Suave es el perfume
de la ola espumada
que lo trae
y lo posa en la orilla
como un encaje
de rosas blancas
de rosas finas.
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Allá en la lejanía
el mar y el cielo
se funden en un abrazo.
———
Yo en mi ensueño
dejo volar
mi pensamiento
y mi fantasía.
FRAN KMIL
EL PERFUME DE LA MAGA.
La maga del vestido rojo se subió a uno de los bancos del único parque del pueblo pesquero al mismo tiempo que una brisa inusual sopló. Los pescadores, acostumbrados al olor a salitre y mariscos, percibieron en el aire la fragancia de un perfume nunca antes olfateado, la conjunción de todas las esencias de la vida desde la creación, incluido todo los seres vivos, animados e inanimados, existentes e inexistentes: el exclusivo aroma de la maga.
—He venido a recordarles los orígenes, a invitarlos a regresar a casa.
Dijo con voz suave que se meció en el el aire cual canción de nana, transmitiendo serenidad al aglomerado de hombres rudos y curtidos por el salitre y el sol. Su voz sustituyó los primarios instintos animales de abrazarla, besarla, poseerla y hacerle el amor, por el de hincarse de rodillas, adorarla tal diosa antigua y elevar a los cielos plegarias de alabanzas y gratitud.
—Es el regreso de Isis, de Astarté, de Afrodita…
Rodrigo mencionó una larga lista de diosas de antiguas culturas, desconocidas por los presentes y por él mismo, hombre inculto que apenas sabía estampar su firma.
—¿Dije eso? — Preguntó luego cuando fue interrogado por los agentes federales de investigación a cargo del caso “La maga”.
—¡Y yo qué sé! No recuerdo nada.
—La condena ha sido cumplida y con creces.
Aseguró la maga del vestido rojo. —No somos de este planeta. Nuestro hogar está allá.
Señaló un punto lejano en el cielo.
—Esta tierra es nuestra cárcel. Fuimos condenados aquí no por ningún Dios creador, sino por desacato, amotinamiento,sublevación contra un régimen déspota y opresor.
Continuó y la multitud rompió en gritos de alabanzas y compromisos de regreso al hogar inexistente hasta ese momento, que la maga describía como paraíso del bienestar, meta de la felicidad que debían alcanzar.
—Cualquier lugar es mejor que este.
Aseguró Esteban a los investigadores al preguntarle las razones de su agresión a las autoridades y de haberse convertido en líder del grupo que impidió el arresto de la hechicera.
—Maga, que no es lo mismo ni se escribe igual.
Los soldados y los agentes de investigación se rieron con dudas, tímidamente, no a carcajadas como con Rodrigo. Ya comenzaba a preocuparles la sabiduría y la instrucción adquirida por los pobladores después del discurso de la hechicera.
—¿Para cuando?
La pregunta comenzó como suave susurró hasta convertirse en grito.
—Cuando llegue la señal — la maga alzó el brazo hacia el cielo.
—¿Cuál señal?
Y antes de recibir la respuesta, los militares irrumpieron en el parque con la orden de detener a la “bruja” que nadie supo en que momento ni cómo logró escabullirse.
—Fue elevada a los cielos por una luz blanca.
Afirmaron algunos testigos
—Se hizo invisible.
Repetían otros.
—¿No es de otro planeta?
Respondió Arsenio al oficial gubernamental — Quien sabe que poderes tiene y las cosas que puede hacer.
EL IDIOTA
PERFUME
Usaba la combinación de dos perfumes. Se echaba uno encima del otro sin alterar el orden ni la proporción. Se convirtió en esperta, adquirió tal sensibilidad en sus dedos que al apretar la tapa, salía la cantidad deseada para lograr la fragancia que la definía, aquella por la que era conocida y reconocida, como ahora, al entrar al apartamento de mi amigo Luis, en busca de información y consuelo, para enseñarle la escueta nota que dejó pegaba al refrigerador : un simple “Adiós, no me busques” que percibí su aroma.
—Miosoti
Dije automáticamente, sin pensar.
—No, no. Estoy ensayando un nuevo perfume. ¿Te gusta?
La negativa de mi amigo me reveló toda la verdad.
CARMEN BERJANO
NO ES UN SUEÑO DEL QUE DESPIERTO
Sí, claro que
estuvimos hablando.
Quedamos
y nos vemos en un par de horas.
Voy a darme duchita.
A limpiar suavemente mi piel y mi corazón, que son atópicos y atípicos.
Sé que no te molestan mis kilos, al contrario.
Sé que está intacto el deseo.
Desde el primer «hola bella» que te busqué y me dije: ¿¿¿pero que fantasía es esta???
En dos horas tú
Tus labios
Tu abrazo
Tu perfume
Tu sexo
Tu pelito fino
Todo en fusión
Con mis labios
Mi abrazo
Y mi pelito fino
¡¡Diosas!! Qué hacer con tanto deseo y estás ganas con las que siempre me tropiezo.
Ayyyyyyyy
Pues vivirlo.
SERGIO TELLEZ
TRES LECHES
La puerta se abrió con un crujido, y el olor a madera vieja y polvo lo envolvió. Pero no fue ese olor lo que lo detuvo. Fue el otro, el que parecía venir de algún lugar profundo de su memoria. Un olor dulce y cremoso que le hacía sentir una sensación de nostalgia y familiaridad. De repente, su cuerpo se tensó. La respiración se volvió agitada, y el sudor comenzó a brotar en la frente. La piel se erizó, y los músculos se prepararon para reaccionar. Era como si su cuerpo estuviera tratando de recordar algo que su mente había olvidado.
Su hija lo miró con preocupación. «¿Papá, estás bien?» preguntó. Pero él no respondió. Estaba demasiado ocupado tratando de entender qué estaba pasando. El olor parecía estar desencadenando algo en su interior, algo que había estado dormido durante mucho tiempo.
De pronto, recordó fragmentos de su infancia. La casa, el pueblo, la gente. Todo parecía estar volviendo a él, pero de manera confusa y desordenada. El olor parecía ser la clave, la puerta que abría el camino a sus recuerdos.
«¿Qué es ese olor?» preguntó, su voz era temblorosa. La hija lo miró sin entender. «No sé, papá. ¿Qué olor?» Pero él no respondió. Estaba demasiado ocupado tratando de seguir el rastro del olor, de ver a dónde lo llevaba.
Lo guió por la casa, hablándole. Pero él no respondía. Su mente estaba en blanco, como si la casa fuera un lugar desconocido. Su hija se detuvo en la cocina, y él la siguió, sin saber qué esperar.
El olor familiar lo envolvió, era dulce y cremoso, pero era un recuerdo lejano. «¿Papá, estás bien?» preguntó por segunda vez
Él no respondió.
Su hija continuó hablando, explicando cómo el médico psiquiatra le había recomendado que lo trajera de vuelta a sus orígenes. «A veces, la memoria se esconde en los lugares y las cosas que más amamos», había dicho. Pero él no recordaba nada de eso. Solo sabía que había tenido un accidente, y que después de eso, todo había cambiado.
La hija lo miró con tristeza. «Vamos a intentarlo, papá. Vamos a ver si podemos recobrar tus recuerdos». Él asintió, sin saber qué esperar. Pero el olor persistía, y él sabía que algo estaba cambiando en su interior.
Cómo era posible que estuviera oliendo algo de 40 años atrás, un aroma que parecía haber sido congelado en el tiempo. Era más bien un recuerdo, una evocación de un momento y un lugar que había sido olvidado. Pero era tan claro, tan vívido, que parecía estar sucediendo de nuevo. El olor a azúcar y leche, a vainilla y algo más, algo que no podía definir. Era como si su cerebro hubiera almacenado el aroma en algún lugar profundo, y ahora lo estuviera liberando, como un perfume que se desvanecía lentamente.
El olor era tan agradable, tan entrañable, que le hacía sentir una sensación de nostalgia y calidez. Como si estuviera envuelto en un abrazo cálido, como si alguien estuviera preparando algo especial para él. La sensación era tan intensa que podía sentir el sabor en su boca, el dulzor y la cremosidad que se deslizaba por su garganta. Parecía un recuerdo vivo, que estaba respirando, y que lo llevaba de vuelta a un tiempo y un lugar que había creído perdido para siempre.
Su madre le ofreció un bocado de tres leches. Él cerró los ojos, y el sabor dulce y cremoso lo envolvió. Su hija estaba allí, en la habitación, pero parecía estar en otra dimensión, observando sin ser vista. En ese instante, todo se detuvo. Solo quedó el sabor, el olor y la voz de su madre. Él se sintió pequeño de nuevo, seguro en sus brazos. Y en ese momento, todo estuvo bien.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
EL OLFATO, LA NADA Y OTRAS COSAS
Todo empezó un martes, ese tipo de martes en que el café sabe a traición y tu jefe decide que las corbatas ya no están de moda por decisión del Consejo de Estilo Intergaláctico. Ya me entienden, esas cosas que probablemente nos traiga el futuro.
El dios Kronos apenas había terminado de parir el año 2047 en Narizburgo, lugar y tiempo donde el olfato había llegado a ser lo más importante, dejando atrás cosas más mundanas y antaño tradicionales como el currículum, la moda o la higiene. Allí, en pleno centro, se hallaba la perfumería más exclusiva del universo conocido: “L’Essence Mystérieuse”, un pequeño pero coqueto local regentado por el maestro de las fragancias Jean-Fifi Delacroix.
Era Jean-Fifi famoso por ser el creador de aromas únicos y atemporales. De la confluencia de su desbordante imaginación y una notable nariz habían surgido creaciones como Lágrima de Unicornio Triste, Atardecer en el Sobaco de Apolo y el inolvidable Gato Mojado con Traumas Emocionales que tantas satisfacciones le procurase en su carrera perfumística.
Aquel día, en mitad de una revelación aromática surgida de oler una cebolla recién cortada mezclada con lavanda y una pizca de ropa usada, Jean-Fifi daría con la que sería su obra maestra: un perfume tan exquisito, tan refinado, tan inhalablemente perfecto, que desafiaba todas las leyes del sentido común.
Lo bautizó como “Eau de Rien. Le parfum qui n’existe pas” y lo presentó en un frasco invisible lleno, justo hasta la mitad, de un aroma imperceptible. A un precio de tan solo 850.000 créditos por apenas cinco gotas, en honor al famoso número cinco con el que, en el siglo pasado, una tal Chanel bañara a Marilyn por las noches antes de dormir.
Nadie sabía a qué olía, porque nadie lo había abierto. Abrirlo invalidaba su valor como concepto. Aquel mejunje era una oda a la invisibilidad, a la nada, al verdadero vacío existencial.
—¿Pero qué olor tiene? —preguntaban incrédulos los periodistas.
—No es lo que huele, sino lo que no huele, mon chéri —respondía ufano Jean-Fifi, mientras acariciaba a su perrita y lanzaba pétalos de camelia al aire a modo de confeti. Cosas del glamour, que en el futuro no se pierda.
La alta sociedad enloqueció. Todos querían un frasco de Eau de Rien. La masa influyente lo mostraba fervorosa en sus redes sociales, sin mostrarlo realmente, porque no se podía ver. Lo describían en forma de discursos ambiguos: “olfato post-sensorial, el recuerdo de un sueño que no soñaste”. Lo presumían en cenas: “Hoy llevo Eau de Rien, ¿no lo hueles? Exacto.” Incluso surgió una subcultura de sniffers existencialistas que olían frascos vacíos por deporte. Cosas de la tontería y el esnobismo de los que la sociedad anda sobrada.
Todo marchaba bien para Jean-Fifi hasta que un día la mujer de la limpieza, una señora llamada Lucrecia, gorda, eficiente y ya entrada en años, confundió el recipiente invisible con el limpiacristales. Y lo usó. Sin pensarlo dos veces.
Entonces ocurrió algo insólito: por primera vez alguien describió su aroma.
—¡Esto huele a bizcocho quemado con arrepentimiento! —gritó Lucrecia.
Jean-Fifi colapsó al conocer la noticia. El mercado de perfumes se desplomó. Enjambres de influencers nerviosos repartidos por cada rincón del planeta perdieron millones en contenido intangible y lo peor de todo: la sociedad cayó en una profunda crisis olfativa. Desde ese nefasto día el mundo se ha convertido en una cloaca. Ya nada volverá a oler igual.
Pedro Antonio López Cruz
EFRAÍN DÍAZ
“He cruzado océanos de tiempo para encontrarte.” – Drácula
Lo único que recuerdo de ella es su mirada, su sonrisa y el olor de su perfume.
Salí de mi apartamento en Texas rumbo a California sin un motivo claro. Solo quería viajar, sentir el viento en la cara y esa libertad salvaje que solo la carretera y una moto pueden darte.
En Phoenix, Arizona, entré a un bar medio vacío. Algunos hombres en la barra bebían cerveza o whisky. En las mesas, las parejas compartían su trago favorito bajo luces amarillas y desgastadas.
Y ahí estaba ella.
La mujer que había buscado toda mi vida. Y la encontré en esa barra de mala muerte.
Estaba con un tipo que no hacía más que discutir con ella. Lo escuché increparla por su vestido, por cómo la habían mirado los hombres al entrar. Seguro le despertó a más de uno sus instintos lascivos. El bar entero pareció estremecerse con esa oleada muda de testosterona.
Ella le contestó algo que no pude oír, pero la respuesta fue un golpe seco, una bofetada que cortó el aire y le cruzó la cara. Todo quedó en silencio. Nadie intervino. Hoy ya nadie lo hace. Por miedo. Por apatía. Por pensar que quizás ella regresará con su agresor.
Yo no pude quedarme sentado.
Cuando él levantó la mano para nuevamente golpearla, me levanté y, desde atrás, le detuve el brazo. Se giró furioso, pero no solté. Lo miré directamente a los ojos.
—Si le vuelves a pegar, no vas a poder contarlo.
Vi cómo el miedo le cruzó la mirada. Era menos hombre de lo que se creía. Los cobardes solo golpean a quienes no pueden defenderse.
Le solté la mano.
—Lárgate.
Y se fue.
Me acerqué a ella. Le pregunté si estaba bien. Entonces lo sentí: su perfume. No había olido nada igual en mi vida. Era ella. La mujer con la que siempre había soñado.
—¿Puedo llevarte a algún lugar? —le pregunté.
—A donde quieras —me dijo.
Subió a la moto. Recorrimos bares y callejone entre risas y besos. La noche nos llevó a mi habitación. Hicimos el amor como si el mundo fuese a acabarse. Ella era un volcán. Una mujer hecha de fuego y deseo. Me habría quedado a su lado toda la vida.
Pero al amanecer, ya no estaba.
Mi primer reflejo fue revisar la billetera. Todo estaba allí: el dinero, las tarjetas, las identificaciones. Nada había desaparecido… salvo ella.
Me duché, subí a la moto y recorrí la ciudad, buscándola. Di vueltas por las mismas calles, los mismos bares. Hasta que la vi. Caminaba tomada de la mano del mismo tipo que la había golpeado.
Nuestras miradas se cruzaron.
Aceleré la moto y me fui.
Nunca más volví a verla.
Han pasado más de veinte años y lo único que me queda de ella es eso: su mirada, su sonrisa… y el olor de su perfume.
ARCADIO MALLO
EL PERFUME
Era inconfundible. Aquel olor era el perfume que dejaba un rastro inequívoco por las escaleras del instituto, allá en sus años mozos. Por un momento se paró y echó la vista atrás. Vio la anciana con la que sea acababa de cruzar. Caminaba erguida y lenta. El pelo corto, tal cual le había recordado aquel olor. Una toca por encima de los hombros, complemento más propio de mujeres de otra época, pero moderno. Una blusa muy colorida para lo que podía ser la edad de aquella mujer y unos pantalones negros. Su corazón palpitaba acelerado, con el nerviosismo propio de acabar de cruzarse con su pasado y no haber sido capaz de identificarlo. Con la ansiedad de la duda de si volver atrás en el camino y abordar a la anciana para confirmar sus sospechas o seguir el camino quedándose con la simple corazonada. Pero el perfume no dejaba lugar a dudas y el pelo… el pelo fue el detalle que dio la confirmación. Aquel pelirrojo intenso no había cambiado, pese a los años.
Prosiguió el camino preguntándose como el tiempo podía haber sido tan injusto con aquella mujer. Luego hizo cuentas, recontó años y concluyó que el tiempo no había sido injusto. Solo había pasado. ¡Y cuánto tiempo había pasado! Aquella anciana, su profesora de instituto, le acababa de dar una bofetada de realidad, de la fugacidad del tiempo. Apuró el paso, no había un minuto que perder. La vida pasaba demasiado de prisa.
LUZ LÓPEZ
Evocando mi pasado juvenil, es inevitable recordar la experiencia que marcó mi vida para siempre. Era el día de las madres. Ese día estuvimos en casa con mamá y llegaron los regalos de nosotros los hijos más chicos, una cartita, un dibujo, una charola elaborada en clase, pero yo mayorcita, le regalé un ramito de flores. Mi hermana Rosario estaba viviendo en ese entonces en casa, había llegado unos días atrás porque su marido la había golpeado y ya tenía en casa como 10 días y no aceptaba la familia que regresara con su marido a recibir de nuevo golpes. No era hija natural de mi madre, pero la quería y respetaba como propia porque siempre la cuido y defendió, igual que a los cinco hijos de mi padre y tres que aportó también mi madre al matrimonio, de esa unión nacimos cuatro más. Ella me llevaba 10 años, yo tenía sólo 16 en aquel momento.
Después de lavar los trastes me dijo
-Vámonos al cine-
– ¡Estas loca! –
-No creo que nos dejen salir hoy-
Sin contestarme pregunto a mis padres y obtuvo el permiso con la consigna de regresar antes de las 8 que llegarían los hermanos mayores. Así que rápidamente salimos para tomar el autobús. Ya montadas en él me dijo que mejor fuéramos a un salón de baile muy famoso en esos tiempos, me hizo jurar que no les diría nunca a nuestros padres y aunque me opuse un poco, finalmente consentí porque me gustaba mucho bailar y por mi edad, aun no conocía ningún lugar de esos, así que nos apeamos para dirigirnos al sitio que estaba justo frente a la parada del autobús.
Ese era y creo sigue siendo un lugar de baile únicamente, ahí se reúnen con regularidad personas que se conocen y hacen pareja para bailar, no se vendían bebidas alcohólicas y nos dieron una mesita que quedaba cerca de la enorme pista de baile. El lugar estaba medio a oscuras, pero no totalmente, algunas áreas estaban iluminadas con luces neón y mirando hacia la puerta de entrada la luz del sol seguía radiante cada que se abría.
Aprendí a bailar desde muy pequeña, porque seguido al ser una familia grande, los hermanos y hermanas mayores bailaban y aprendí a hacerlo con ellos, porque lo mismo agarraban a un chamaco o chamaca, que al “capulín” el perro de la casa para bailar. En casa se presentaban batallas campales, pero también muchos momentos felices y el baile era uno de ellos.
Sin tomar en cuenta las buenas costumbres me acodé sobre la mesa y me puse a mirar alrededor, atrás de nosotras se veía la barra donde estaban varios hombres despachando los pedidos, se miraba casi vacío el lugar, pero la gente no dejaba de entrar, en su mayoría eran personas adultas hombres y mujeres, algunos vestidos como para una fiesta, los hombres de traje y las mujeres con tacones y ropas bonitas, otros sencillos, pero todos lucidores y sonrientes.
Yo seguía entretenida con la novedad que me ofrecía el lugar cuando se acercó un mesero y preguntó que tomaríamos. Mi hermana ordenó unos refrescos y al poco rato trajeron lo pedido, solicitando el pago inmediato, mi hermana abrió su monedero para el pago, pero un hombre que yo no había notado parado detrás de nuestra mesa, junto con otros tres hombres casi a obscuras, se ofreció a pagar el consumo. Yo me puse un poco rígida, pero ella agradeció muy sonriente la esplendidez del hombre que se presentó y dijo estar contento de conocernos. Cuando se acercó a darnos la mano el olor de su perfume me obligó a voltear a verlo. Era el hombre más guapo que yo a mi edad hubiese conocido entre mis compañeros de escuela y maestros. Alto, complexión media, trajeado, mayor, como de la edad de mi hermana. con lindos modales y oliendo delicioso. Me sentí cohibida y bajé la vista cuando me extendió la mano y ni entendí su nombre. Casi enseguida se escuchó la voz del presentador agradeciendo la presencia de todos y la música se dejó escuchar invitando al baile.
Contenta miré como apareció la gente en la pista casi mágicamente y empezó el baile. No me importaba quien, pero deseaba que alguien me sacara a bailar y así pasó. El hombre que había pagado nuestro consumo se acercó a sacarme a bailar y cuando empezamos a hacerlo, fue un fiasco, él no era capaz de guiarme, era torpe, pero amable, intentaba hacerme dar vueltas cuando no era necesario y apenas me tocaba de la cintura. Sentí como le sudaban las manos, yo siendo muy asquienta y con un poco de pena por él, le pedí que regresáramos a la mesa porque tenía sed. Se sentó junto a mí, yo veía como mi hermana feliz bailaba con uno y con otro sin darle tiempo a sentarse. A mí nadie más se acercó a invitarme a bailar. Sin embargo, el intentaba distraerme haciendo la plática conmigo y cada que se acercaba un poco para hacerse oír, notaba su delicioso perfume.
A los pocos días mi hermana regresó con su marido. A los seis meses el hombre que olía bonito y yo, nos casamos y conocí la marca de su perfume que ahora anciana, ya no recuerdo la marca, pero aún tengo varías cajitas de madera donde venía el frasco, que nuestro hijo y yo usamos para guardar lápices y plumas.
SINEAD BOLTON
Miró a su hermana, Dani. Olía a su perfume favorito.
— ¿Para qué necesitas usar mi perfume? — dijo con un tono seco.
Su hermana menor paró mientras estaba poniéndose su vestido para su cita. Carla entrecerró los ojos y la observó. Su atuendo le quedaba muy bien. Era brillante como el sol del mediodía. Ofreció un contraste agradable con sus rizos negros y su sonrisa perfecta. Era obvio. Dani era la luz del mundo de Carla, pero ella misma era la luna olvidada entre las nubes.
— Voy a la fiesta de Mike — dijo.
Ya sabía que su argumento no tenía sentido, pero la regañó de todos modos. Fue difícil perdonar a Dani por el crimen de estar un mil veces más hermosa que ella. Especialmente cuando uno observaba que tenía una personalidad angélica.
— ¿Pero por qué necesitas mi perfume si solo vas a emborracharte con tu novio? —
La cara amable de Dani se ensombreció un poquito. Ella puso el frasco de perfume sobre el escritorio.
— Es porque tu perfume me conforta, bueno, me confortaba mucho. Huele a ti. —
A los ojos de Carla, su hermana estaba un poco herida por lo que acababa de decir. Debió de haberle pedido perdón, pero no se le ocurrió hacerlo.
— ¿Qué? — preguntó Carla.
No obstante, su hermana se fue sin dirigirle una palabra más. Un nudo se formó en su garganta, pero no se dio cuenta porque sentía tan mal por el asunto. Dani ya tenía todo, incluso el amor de todos los que la rodeaban. ¿Qué pasaría si solo tuviera que dejar una cosa a su hermana mayor? Tardó unas tres horas en recibir la respuesta de aquel pensamiento. Su móvil chilló entre sus manos.
— ¿Carla Evans? — preguntó una mujer.
— ¿Sí —
— Debo informarle a usted que su hermana, Daniela Evans, ha fallecido en una accidente de coche esta noche. —
Y así terminó el último día con el sol.
IVONNE CORONADO
El perfume
Lo perdió de vista. Llegaba siempre al almacén donde ella trabajaba. Daba la casualidad de que de todas las vendedoras, al momento que él entraba, la sola sin cliente, a esa hora cercana a la salida, era ella.
Nunca se atrevió a preguntarle su nombre.
Ese perfume que compraba el, al abrir el frasco de ensayo, no sentía igual al que se desprendía de su piel. Tendría unos treinta años, de mediana estatura, pelo rubio y rizado, ojos verdes, con pestañas enormes. No era delgado, más bien de complexión robusta. Se vestía con mucha elegancia. Ella se recordaba bien de la marca de perfume, Max Factor, y guiándose por su olfato, más tarde se lo compró a su esposo, quien lo usó hasta su muerte, pero no olía a él, a quien soñó tanto; la química de la piel de Armando, su marido, era diferente. Ese aroma viril del apuesto desconocido, con efluvios de sándalo y cedro, no lo olvidaría nunca.
En ese entonces, ella era una joven de veinte años. Salía corriendo de su trabajo, a las 6 de la tarde, para ir a estudiar por las noches. Su ambición: ser enfermera. Años más tarde, graduada, se casaría, se quedaría viuda, sin hijos.
Trabajaba en un hospital cerca de su casa, y para no pensar en la muerte de su esposo, comenzó a hacer voluntariado en una residencia de ancianos, que necesitaban cuidados médicos, los sábados. El domingo, preparaba comida para sus almuerzos, lavaba y planchaba la ropa para la semana, y arreglaba su casa. La tristeza de no haber tenido un hijo la embargaba. Ocupada sufría menos.
Los años pasaron. Nunca olvidó a ese extraño. Un frasco a medias seguía en su botiquín.
El dolor de su pérdida se fue menguando. Sus amigas lograron hacer que se divirtiera con ellas.
Fue envejeciendo, conservando la gracia de su cuerpo. Tenía una cara bonita y una sonrisa luminosa.
Recobro su buen humor.
Y sin darse cuenta, un día de tantos llegó su jubilación. Su juventud la abandonaba.
Su casa comenzó a quedarle grande, decidió venderla y se mudó a vivir a una pasible residencia a orillas de un río.
Todavía podía ocuparse de sí misma.
Un domingo de verano, se organizó un pícnic entre los residentes. Un olor a flores, a grama recién cortada, perfumaba el ambiente, mezclado con los efluvios sabrosos de las hamburguesas y salchichas en el grill, y el bullicio de las conversaciones y las risas. Una suave brisa, y la sombra de los árboles les proporcionaba un ambiente agradable.
Fue a buscar sitio junto a dos parejas amigas. De repente, un olor diferente se hizo paso hasta sus neuronas olfativas: ¡Ese perfume! Al volver su cabeza, lo vio, peinando canas como ella, pero siempre apuesto, y se dirigía hacia ella. Su corazón se agitaba en su pecho. No podía creerlo. Era un médico cirujano retirado, a causa de su artritis. Las dos parejas que la acompañaban lo conocían. Su nombre, Ignacio, sonó cuál música en sus oídos.
ANA DEL ÁLAMO
Sabes a madreselva y albahaca
En un vaivén de recuerdos insaciables
Me deslizo por tu piel mojada
Canela en rama
Flor de azafrán
Tu piel fragancia de dioses
Flor de azahar sobre tu cuello
Jazmines sobre tu pelo
Traspiras frescura y aliento
Tumbada sobre la hamaca
En un verano húmedo
Calor y viento de levante
Las olas transitan por mis ojos
Poderosas, agitadas
¿No sé si sigues ahí impenetrable?
Bailas en mi mente
como las diosas del mar
Con perfume de sirenas
Agua salada alga marina
Me deslizo por tu piel mojada
de aroma de canela
De natillas recién hechas
Por tu piel desnuda
De porcelana pálida
Perfumada de albahaca y madreselva
En mi recuerdo insaciable
de aroma de canela.
ALMUT KREUSCH
El Olor del Deseo
Me he preguntado muchas veces por qué Dios me obsequió con un don tan extraño cuando nací.
Creo que estaba un poco aburrido de otorgar siempre lo mismo:
la sabiduría, la inteligencia, la piedad, la sanación, la profecía o el temor a Dios, entre otros.
Si hubiera sabido que, gracias a su obsequio, iba a caer irremediablemente en uno de los peores
pecados mortales —la lujuria—, tal vez habría optado por algo más sencillo, algo más puro. La piedad, por ejemplo.
Pero también confieso que, gracias a su peculiar gesto, he saboreado de los más intensos placeres carnales que una mujer puede sentir.
Mi don era el olfato. Desde bebé, reconocía dónde estaba mi madre: olía su leche. Detectaba a mi padre cuando regresaba al hogar mucho antes de que cruzara la puerta. Más tarde, olía el mar desde la montaña; la tormenta antes de que el cielo se nublara.
Podía distinguir perfectamente los perfumes caros de las malogradas imitaciones, nombrar las diferentes colonias infantiles y reconocer los distintos aromas de la gomina con la que los varones se restregaban el pelo.
Por su olor reconocía el estado de ánimo de las personas; distinguía a los mentirosos y a los reprimidos. Olía el miedo y el amor.
Aprendí a vivir con mi don, aunque en ocasiones habría preferido tener un olfato como el de los demás mortales y vivir en la ignorancia, porque lo más angustioso era oler la muerte.
Crecí y me convertí en una mujer independiente y, según me decían, con cierto atractivo, aunque mis relaciones sentimentales fracasaban una y otra vez. Por culpa de mi revelador olfato.
Hasta que llegó el día que jamás olvidaré.
Fue una tarde, tomando un café en la cafetería de siempre, justo al salir del trabajo. Era uno de los momentos más gratificantes y deseados, después de una ajetreada jornada en la oficina.
De pronto, me llegó un aroma con una fuerza como un rayo que me atravesaba. Estuve a punto de dar un salto del impacto que produjo. Se me erizó la piel y, sin poderlo evitar, me invadió un deseo erótico jamás experimentado.
Cerré los ojos y me dejé embriagar por la intensidad de un perfume exótico y seductor. Era una mezcla cálida y envolvente de aceites aromáticos: de azafrán, canela, almizcle, bergamota y pachulí, rosa de damasco, ámbar y un sinfín de esencias desconocidas. Era un aroma envolvente, misterioso, con un poder afrodisíaco al que no pude resistirme.
Intrigada, di la vuelta y me encontré con unos ojos negros que me miraban con intensidad.
Pertenecían a un hombre alto, elegante, atractivo y con una sonrisa sincera. Por su aspecto deduje que venía de otras tierras, quizá de un país oriental. Le devolví la sonrisa.
Fuera de todo control y dominada por el aroma de su perfume, me acerqué a él como si una fuerza invisible me arrastrara.
Ya no recuerdo muy bien el transcurso de la conversación, que carecía de fluidez por su vocabulario limitado.
Pero se dio cuenta perfectamente de mi confusión, de mi deseo mal disimulado, y seducirme le costó solamente… otro café.
—¡Ven conmigo! —me susurraba al oído, y la intensa nube de su perfume me robó las últimas voluntades.
Así comenzó una relación pasional e intensa. No me reconocía. Me había convertido en una hembra insaciable, ansiando con desesperación cada uno de nuestros encuentros amorosos.Él correspondía con una fogosidad que me dejaba exhausta, feliz, y ya saboreando el siguiente encuentro.
Su fragancia me volvía loca. No podía pensar en otra cosa que no fuera sentir su desnudez e impregnarme de su perfume. Era como si todos los demás poros de mi olfato, de mi don, hubieran
quedado bloqueados, cegando la razón y los demás sentidos.
Pero quizás Dios, en su infinita ironía, seguía cuidándome a su manera. Seguramente observaba mi comportamiento obsesivo, se dio cuenta de mi deterioro mental… incluso, quizás, se sintió
culpable. Quién sabe.
Aquel día, nada más salir de casa, noté el cambio. El aroma que habitualmente percibía desde la lejanía se había esfumado, y con él, mi ansiedad por el encuentro.
Al acercarme a casa de mi amante, sí, olfateaba su deseo, pero no afecto; y con desconcierto detecté incluso desprecio e indiferencia.
Estando frente a él, yo no sentí nada. Lo que antes robaba mi voluntad ahora me dejaba vacía.
Hasta su cuerpo desnudo me produjo cierta repugnancia.
Y entonces, se me cayó la venda de los ojos. Su perfume era la única razón de mi deseo, de mi
locura por este hombre.
—¿Qué te pasa, amor?
—Hoy no te has perfumado —fue lo único que pude balbucear.
—No, se me ha acabado el frasco y tengo que esperar hasta el próximo viaje a mi país. Pero esto no tiene importancia, ¿verdad? Ven, estás tardando en desnudarte. Tengo unas tremendas ganas de follarte.
Lo que hasta el día anterior me había parecido lo más deseable, aquel día me repugnaba. Me sentí sucia, usada, frente a un hombre por el cual ya no sentía nada, con quien apenas podía hablar, y del que ahora solo quería huir. Me sentí como una puta.
Salí corriendo de su casa. Y con cada paso, el aire volvía a oler a libertad.
NILA J BOHÓRQUEZ
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Indescriptible fragancia
Me transporto hacia el pasado en el extenso hilo de mis pensamientos…recorro con ternura los senderos marcados con el aroma que se respiraba en el ambiente y visualizo la figura de mi madre esparciendo su perfume suave y cálido en el cual me envolvía cada vez que me arrullaba en sus brazos, quedando impregnado en mis prendas de delicada batista y en mi memoria olfativa. La recuerdo en un escenario de mi niñez paseando por los jardines de nuestra casa solariega, conversando sobre el arte de cultivar las rosas, jazmines, azafranes y otras tantas, especialmente el cuidado especial de las orquídeas.
Mi madre no era perfumista, solo una sencilla floricultora, pero sabía combinar con su mágica barita, las esencias de las flores, creando su propio bálsamo, llevando consigo la flor del amor y solidaridad. Eso para mí, era lo más importante…sentir su
aroma desde la profundidad de su ser. Un aroma que aún percibo imaginándola desde donde se encuentre (como en un lugar celestial), pues su perfume no era solo un efluvio, sino momentos maravillosos que compartíamos…
Y en la soledad del invierno, continúo cosiendo con las finas hebras que se incrustan en mi mente, bordando vivencias y pasajes…y en un instante de serenidad, cierro los ojos, respiro hondo y por fascinación, siento el rocío de un vapor perfumado que se extiende en todo el área de mi sagrado aposento, aspirando una indescriptible fragancia…¡olor a madre!
CESAR TORO
Perfume, los hay de todas las marcas y para todos los gustos, no citaré ninguno para no entrar en detalles; no obstante, la mayoría de nosotros usamos un perfume ya sea caro o barato de acuerdo a nuestra posibilidad. Nos hacemos la ilusión de que el perfume nos traerá suerte, elegancia, categoría, etc. Las casas comerciales publicitan cientos de marcas diferentes para que compren tal o cual marca, algunas con nombre de celebridades que dejan mucho que desear… hasta hicieron una película “El perfume”. Cuya trama es para mi nefasta. Sin embargo, nosotros los de a pie… usamos otra clase de perfumes. El aroma de una palabra de aliento, la fragancia de una cálida sonrisa, el toque magico de una suave caricia o el susurro de un <<Te amo>> sincero.
Estos aromas combinados producen una sensación mágica, sanadora y agradable.
“Vino una mujer con un frasco precioso como de mármol, lleno de un perfume muy caro, de nardo puro; quebró el frasco y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesus.”
EVA AVIA
Tu alma, perfume
Sentado, espero, nervioso, la llegada de Mei. ¿Qué sucedió la otra noche? Creí que lo estábamos pasando bien y de repente nos invadió la oscuridad. No sé si los sentimientos que albergo hacia ella me pertenecen o son fruto de esta alma que tengo dentro. Quiero gritar a este parásito que abandone mi cuerpo y que me deje saber la verdad. Las historias que me ha contado mi madre este fin de semana, lejos de aclarar mis dudas, han hecho que esté más confuso todavía. Almas ancladas en el tiempo que vagan hasta que lo que las mantienen cautivas se resuelva, que locura. Pero lo siento aquí dentro, lo he visto, he hablado con él y Mei, Mei es un enigma que tengo que resolver, porque desde la otra noche, no he podido desprenderme de su perfume.
—¡Ese perfume! —Levantándome.
Miro hacia la puerta y presiento que Mei está al otro lado.
Suena la puerta.
—¿Se puede? —Abriéndola.
Ha llegado la hora. Las dudas retoman lo leído la otra noche, pero tengo que enfrentarme a él y contarle lo que me sucede, lo que nos sucede, porque, aunque Aida no me ha confirmado que el alma de aquel que la traicionó está dentro de Carlos, sé que es así. La ocurrido la noche del apagón así me lo confirma.
“Tenemos que hablar —Cerrándola.”
—Siéntate, estaba esperándote —Ofreciéndole la silla, pero no solo he sido yo. El nerviosismo que siento da paso a la salida del alma de Pedro, que mira fijamente a Mei.
—Tengo mucho calor. ¿Puedes abrir la ventana? —Agitando mis manos. Su proximidad ha provocado que mi cuerpo se ponga en guardia, mas bien el alma de Aida, que me abandona, liberándome de ese calor.
—Por supuesto —Abriéndola. Que extraño percibo dos perfumes bien distintos, pero solo reconozco el de Mei.
—¡No! —Levantándome, le grito a Aida, que está acechando a Carlos.
—No, ¿qué? —Aproximándome a ella. Un sutil perfume hace que todo mi cuerpo le siga y ahí, frente a mí está Pedro, que observa con tristeza a la nada.
—Nada, nada, no es contigo. Siéntate, por favor. Mejor ofréceme un poco de agua, lo que te tengo que contar no es fácil de digerir —Observando a Aida, como mira a la nada.
Unos minutos después de haber ingerido un botellín de agua, comienzo a relatarle las historias que mis antecesores dejaron por escrito en el libro que le muestro. Lejos de mostrarse asombrado, desconcertado, de pensar que estoy como una cabra, me replica con historias similares y entre las cuales la primera, el comienzo de todo, coincide.
—¿Ves a Pedro? —Indicándole que está al lado de la ventana. Su cuerpo arqueado, con la mano en el pecho me indica que está pidiendo perdón.
—Ahí está Aida —Indicándole la estantería. Ella mira indignada hacia la ventana y agita su cabeza reafirmando que no le va a perdonar. La rabia de Aida se apodera de mi cuerpo.
—¡No te voy a perdonar! —Tomando el control del cuerpo de mi descendiente—. ¡Fuiste un cobarde! —Tirando la silla.
—¿Qué te pasa, Mei? Tú no eres Mei —Dudando, la cojo del brazo y la zarandeo. La pena se apodera de mí.
—Quiero que me escuches. Necesito que comprendas —Carlos no es el dueño de su cuerpo. He tenido que actuar como un parásito, porque necesito que me escuche.
—¡Comprender! ¿¡Qué tengo que comprender!? ¡Quedó todo claro ese día! —Enfrentándome a su rostro como un pavo real. Me deshago de esa mano que un día tanto deseaba que me acariciara.
—¡Escúchame! —Acariciando su rostro. Sus apasionados ojos me miran con odio y no la culpo.
—¡No me toques! —Abofeteándole.
—¡¿Qué son esos gritos?!
“¡Sal de mi cuerpo! Increpando a Aida. ¡No tenias derecho a hacer lo que has hecho!”
—Perdón, me disculpo —Agachando la cabeza. Va a pensar Silvina que estamos locos. Me siento liberada. Aida está frente a mí, enfadada, golpeando la nada.
—Perdón, Silvina. No pasa nada, puedes marcharte tranquila. No te lo vas a creer, pero resulta que nuestra Mei es actriz y me ha pedido que le ayude con la actuación — Indicándole afirmativamente a Mei que me siga el embuste. La pena a desaparecido, Pedro alza los brazos para esquivar la nada.
Ahora se de quienes son esos dos perfumes, pertenecen a las almas que necesitan redención, que necesitan de la comprensión, del perdón que otorga el amor. Espero no volver a sentir que no soy yo, e imagino que Mei también. Ahora comprendo a mi mamá cuando me dice que en ocasiones no es ella misma, que no recuerda quien es.
LOLI BELBEL
«Estoy sintiendo tu perfume embriagador…»
Era una mañana como tantas otras, de un día como tantos otros. Sonó el despertador a las 7.00 h . Me preparé el desayuno, me duché, vestí y cogí la maleta y el bolso.
De casa al colegio tenía unos veinte minutos andando. Aún no tenía coche. Y tenía que recorrer a pie el trayecto entre mi casa y los dos colegios a donde impartía clases de BUP y COU. Daba clase de francés. Ese día en cuestión tenía un 3o de BUP y un COU dos horas seguidas en un cole y un 1o y 3o en el otro.
Subía las escaleras que conducían a un segundo piso donde estaban las clases y al fondo a la derecha la sala de profesores. Y las subía despreocupada con algo de pereza porque me cuesta recuperarme del todo en las primeras horas del día. Ha de pasar un tiempo para que todo mi cuerpo y mi mente funcionen mínimamente bien. Dicho esto, camino despacio por el pasillo…Alumnos hablando, riendo, dentro de la clase, fuera de la clase.., como de costumbre. Y al pasar a dos metros de la de 3o de BUP se me acerca un alumno muy peculiar (simpático, pícaro y atrevido) y me susurra casi al oído cantando «estoy sintiendo tu perfume embriagador»….No creí haber oído más letra de la canción pues seguí caminando sin prestar atención con una medio sonrisa en los labios y una carcajada recorriéndome todo el cuerpo, hacia la sala de profesores. Yo sabía que este alumno era un alumno muy especial por su desparpajo y casi insolencia, pero siempre con un punto de gracia natural que le otorgaba el perdón de todos o casi todos los profesores.
No comenté el incidente porque no lo consideré grave. Él siguió cantándome de vez en cuando «tu perfume embriagador»… cuando pasaba a su lado. Nunca le dije nada al respecto. No sé por qué. ¿Me gustaría tal vez? ¿Por miedo a represaliaa? Me lo sigo preguntando…
Puedo oír todavía su voz, veo su cara morena, ojos negros 17 años, él…, 24.años, yo…
Aún hoy, después de 33 años como docente, ese «perfume embriagador» ha quedado fijado para siempre en mi memoria.
MAITE BILBAO
CELDA II
Las paredes de titanio del Guggenheim vibraban con una energía contenida. En su interior, la exposición de la artista sueca Hilma af Klint convertía el lugar en un templo. En esta ocasión había concertado la visita guiada; solo lo hacía cuando el interés de la obra sobrepasaba sus conocimientos. Le gustaba perderse en su interior y disfrutar del arte en soledad.
Esa tarde, el aire denso mezclado con la brisa del Nervión se volvió más intenso. Fue entonces cuando lo sintió. No era el perfume habitual de la galería, ni el suyo, que solía ser un rastro casi imperceptible de sándalo y profesionalidad. Era algo más; aspiró con profundidad. Una nota cálida, casi animal, se enredaba con el incienso frío del lugar. Sintió el deseo de seguirlo, en busca del origen. El hilo invisible de ese aroma familiar lo atrajo desde las vastas alturas del atrio principal y se abría paso entre las geometrías audaces del museo. Cada paso lo sumergía más en una corriente invisible, que le desviaba de la marea de visitantes, guiándole a través de pasillos que antes no había notado, hasta una sala donde la luz se hacía más íntima, teñida de un crepúsculo artificial.
Allí, en el corazón de esa penumbra suave, se alzaba la «Celda II de Louise Bourgeois». No era un espacio abierto, sino un santuario de rejas, una jaula de recuerdos donde el aire contaba historias desconocidas. Dentro, sobre un altar de cristal, los «frascos de perfume Shalimar», protegidos por unas manos de mármol, danzaban con el reflejo. Había que traspasar los límites de la mirada objetiva para descubrir que se trataba de ánforas de tiempo, que destilaban la esencia de una ausencia, la madre del artista que el autor había hecho presente. Era de allí de donde emanaba ese rastro olfativo, no de una botella abierta, sino de lo que evocaba el pasado.
Frente a la celda, erguida como una figura tallada por la misma obra, estaba ella. La guía del museo, pero para él, una revelación, un ancla en ese mar de sensaciones. Su cabello recogido en un moño impecable, el uniforme de un azul profundo que absorbía la luz, sus ojos… unos ojos que parecían conocer los secretos de aquella obra y, quizás, hasta los suyos. Se la quedó observando sintiendo cómo el aire entre ellos se impregnaba con el eco del Shalimar y se volvía eléctrico. No había necesidad de romper el silencio. Un primer contacto visual, sostenido, apenas un instante, se deshizo para volver a encontrarse, más largo esta vez, cargado de una curiosidad mutua que rozaba lo prohibido.
La quietud de la sala se llenó con una sinfonía muda de miradas y gestos. Un leve asentimiento de cabeza por parte de ella, una inclinación casi imperceptible de su parte. Sus manos, que antes se mantenían a los lados, ahora buscaban un apoyo en la barandilla invisible que los separaba, un contacto tácito con la estructura de la obra.
El perfume se mezcló con el de ella, un toque de jazmín que no era floral, sino… íntimo. Aspiró, notó la vulnerabilidad recién expuesta hacia fantasías guardadas que de repente se atrevían a respirar. Sintió una punzada de pánico y, al mismo tiempo, euforia. Se le tensaron los músculos y un escalofrío le hizo darse cuenta de que también desprendía el mismo perfume. Ambos se mezclaron en un diálogo olfativo. Los ojos de ella lo cuestionaban: «Esto que siento, ¿lo sientes tú?» Y su aroma respondía: «Sí, cada partícula lo siente».
Ella movió un hombro, un gesto imperceptible, una invitación. Sus labios se curvaron en una sonrisa, que era solo para él. La obra ante ellos dejó de ser arte y se convirtió en espejo. Los envolvió en la fragancia de una pasión desconocida. El aire vibraba, los deseos flotaban, creando una burbuja de intimidad. Cada respiración, una caricia; cada inhalación, una promesa. Sentía su piel, el aliento, sin contacto alguno. Una fusión en el aire, danza de esencias que prometía un clímax silencioso y devastador.
Justo cuando sintió que el nudo que sentía iba a estallar, una voz se interpuso, ajena al éxtasis olfativo:
«Señora Deba; la esperan junto a los óleos figurativos». Una asistente de la galería, con la inoportuna eficiencia en su trabajo, les devolvió a la realidad, interrumpiendo el hechizo. Ella, parpadeó, la chispa de sus ojos recuperó la profesionalidad. El moño, del que se había soltado un mechón, parecía volver a su lugar de forma invisible. El rastro del jazmín se desvaneció, y el sándalo recuperó su lugar.
«Disculpe», dijo ella con una voz perfectamente controlada mientras le dirigía una última mirada apenas perceptible antes de girarse y seguir a la asistente.
Él se quedó parado, solo con el eco del perfume, sentía cómo el frío del mármol del museo se colaba por sus fosas nasales, disipando cualquier rastro del jazmín que lo había encendido.
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Cada mes, voy al cementerio para llevar flores a mis padres, a mi madre siempre le llevo flores con aromas de violetas qué era su olor favorito, y con el cual mi padre en gran parte la conquistó, mi madre lo arrobó con su gran belleza y sus aromas.
Realmente tuvieron un noviazgo corto, decidieron casarse al cabo de seis meses.
De ahí, nacimos mis dos hermanos y yo.
Que maravillosos tiempos vivimos.
Se respiraba armonía todo era felicidad, no recuerdo haberles escuchado discutir nunca.
Un día de tantos cuando ya tenía 18 años entré a la biblioteca de mi padre a buscar algunos libros y al hojear uno de ellos, cayó de él una carta sentí gran curiosidad de leerla y, así lo hice, ¡gran sorpresa fué lo que leí en ella! No daba crédito a lo que contenía, una mujer llamada Sonia le decía a mi padre que su hijo estaba por nacer, que lo esperaba en la casa para hablar sobre esto. Me sentí tan rara, no sabía que pensar, mi padre, ese hombre tan amable, amoroso y solícito con mi madre tenía una amantes, y además había un hijo de por medio, que gran dilema se me había presentado, ¿callar y fingir que no sabía nada? o decirle esto a mi madre. Si le digo creo que destruiré a la familia, y si no lo hago seré cómplice de mi padre.
¿no se que hacer?lo más triste ahora para mi, es que ya no seré la misma, jamás volveré a ver a mi padre como antes, y me sentiré avergonzada ante mi madre si no le cuento lo que descubrí.
Ya pasó un año de la muerte de mis padres, iré como cada mes, y le diré a mi padre, que le perdono su engaño y a mi madre, le pediré perdón por haber decidido ser cómplice de mi padre.
JAVIER GARCÍA HOYOS
4711
Elizabeth pensó lo peor cuando vio, ante su puerta, a aquel hombre con su uniforme y lo que parecía un antiguo handbag de cuero desgastado. Se presentó como el capitán Wilson. Con una media sonrisa, ojos medio cerrados, y mirándola de lado. Preguntó si estaba frente a la Señora Elizabeth Green.
—¿Qué le ha ocurrido a Robert?―preguntó con ansiedad.
—¿Le importa si paso dentro a hablar con usted?―respondió con parsimonia—No creo que la conversación que vamos a tener deba hacerse en la puerta de su casa. Creo que exige una mayor intimidad.
Ella le dejó pasar. Hacía meses que no sabía nada de su marido. Se habían casado unos días antes de que se enrolase en la marina para ir a luchar contra los alemanes en aquella gran guerra. Aun recordaba como todos decían, en 1914, que la guerra sería corta, pero ya estaban en 1916 y no parecía alcanzarse ningún final. Cada vez que Robert subía a un barco, ella siempre tenía un peso en el corazón. Lo único que la aliviaba era destapar su bote de perfume, el que Robert le regaló cuando se conocieron. Elizabeth nunca se lo llegó a poner porque quería recordar siempre aquel mágico momento. Por eso, cuando él marchó a luchar por primera vez, dividieron el perfume en dos. Él se quedó con el frasco original, decía que así podía verla, además de sentir, con el olor, que estaba con ella. Estos pensamientos la distrajeron por un instante, mientras aquel distante oficial se acomodaba en una silla, junto a la mesa de la sala, y dejaba su handbag sobre ella.
―Señora Green, ¿Sería mucha molestia que me sirviera una copa? El camino hasta aquí ha sido largo y tengo sed.
Elizabeth observó cómo su dedo índice señalaba hacia una botella de coñac, situada en una bandeja plateada que estaba sobre la mesa. Hizo un ademán para darle permiso, y el oficial no dudó en coger una de las copas que estaban alrededor de la botella.
—Pero, por favor siéntese conmigo. Como le he dicho, tenemos que hablar.―El oficial le indicó la silla que estaba frente a él, al otro lado de la mesa. Elizabeth tenía la sensación de que estaba perdiendo el control de su propia casa.—Su marido se encuentra en un hospital de campaña. Ha sufrido muchas heridas pero se recuperará.
Ella respiró aliviada, y acto seguido él abrió su handbag con una llave que tenía en el bolsillo, y sacó de su interior un pequeño frasco que posó entre ambos. Elizabeth lo reconoció, quiso cogerlo, pero el capitán se le adelantó, lo levantó a la altura de sus ojos, y se recostó sobre la silla.
―4711—susurró con más lentitud aun mientras leía el número del logotipo del frasco―¿Sabe? Encontramos a su marido, medio ahogado en el mar. Es el superviviente de uno de los barcos de la batalla de Skagerrak, lo encontramos el 3 de Junio .Las aguas están muy frías en Dinamarca. Pero aun así le encontramos aferrado a un remo, y a este frasco. Aun contiene líquido en su interior. Incluso ya, en el barco en el que le rescatamos, nos costó retirárselo de la mano. Lo cual me lleva a hacerle una pregunta, señora Green. ¿Es su marido un traidor o lo es usted?
―¿Cómo se atreve?―Preguntó con la respiración entre cortada―Robert ha luchado por este país durante dos años. ¿Dónde estaba usted mientras mi marido se hundía en el mar? ¿O cómo cree que yo haría algo así con mi marido en el frente?
―Entonces―voceó―, explíqueme por qué la única preocupación de un marino británico sería agarrarse al frasco de un perfume alemán. Ellos son nuestros enemigos. Deme una razón, solo una, para comprenderlo.
Elizabeth miraba el frasco, aun estaba en las manos del oficial. Le explicó su origen, y cuándo lo consiguieron. Pero el oficial no parecía convencerse.
―¿Es que usted no ha amado nunca? ¿No ha anhelado el olor de esa otra persona, su voz, o su piel?
―Estamos en guerra, no podemos permitirnos algo así. El enemigo es listo, y una distracción ―dijo mientras agitaba el frasco ―puede ser una fatalidad.
―Esa distracción, Capitán Wilson, parece que ha salvado a mi marido.
El oficial guardó silencio. Tras unos instantes una sonrisa adornó el rostro frío del capitán, y posó, de nuevo, el frasco en la mesa.
―Es exactamente lo mismo que el señor Robert Green me ha respondido, y por eso no volverá a la marina.
―¡Pero él no es ningún traidor!
―Lo se, lo he sabido desde el momento en el que usted trató de coger el frasco cuando lo vio. Robert no volverá al ejercito porque aun sabe sentir amor, no está hecho para la guerra, como la mayoría de los que luchan en ella. La gente como yo casi ha olvidado lo que es sentir con esa pasión, y necesito saber que habrá gente aquí que cuando acabe, nos vuelva a enseñar lo que realmente es importante ―Echó un trago a la copa y se levantó ―. Es un buen coñac. Su marido volverá en un par de semanas. Sean felices, lo necesito, todos lo necesitamos.
Elizabeth, cogió el frasco de 4711 y contempló como el capitán Wilson abandonaba su hogar.
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
El sabor no da la felicidad (Parte 5)
—Bien, mujer, habla que te escucho —dijo el rey, mientras con arrogancia se sentó en su silla y la observaba con aire de superioridad—. ¿Qué va a suceder? Cuéntame qué pasará en ese futuro que, según dices, tienes el poder de ver.
La hechicera, que respondía al nombre de Abigail, se levantó de la silla donde comía la manzana. Y con paso firme comenzó a buscar por la sala del soberano. Tras un tiempo de búsqueda, dijo:
—Esto servirá.
Cogió un cubo y lo llenó con puñados de sal que maceraban las provisiones que conservaban el alimento del rey. Se situó frente a la mesa, despejó a un lado lo que en ella había y empezó a esparcir la sal.
—Vamos, mujer. Termina ya tus juegos. El día despunta y tengo que preparar un ejército para asolar un bosque.
—Mira, ya lo tengo.
La sal sobre la mesa improvisó un enorme lienzo. La hechicera iba a mostrar lo que sabía, pero, con insolencia, tomó una de las manos del soberano y le dijo:
—El lienzo está listo para mostrarte, pero necesito de tu sangre para mostrarte qué te aguarda el destino.
En ese momento, la hechicera sacó una diminuta pero afilada daga, que sorprendió al rey.
—Vaya, no me lo esperaba. Ya no recuerdo la última persona que se acercó tanto a mí con un arma y sigue respirando —dijo el rey con ánimo de intimidar a la hechicera.
La hechicera derramó sobre la sal esparcida en la mesa un flujo de sangre.
—Ahora siéntate y escucha al destino.
La hechicera colocó sus manos sobre la mesa y, como por arte de magia, la sal y la sangre comenzaron a relatar una historia.
—Un fruto, no cualquier fruto, provocará una contienda épica que se resolverá a favor de aquel quien sea capaz de no dejar ningún cabo suelto.
—Muy bien, ahora yo, tras este hechizo de magia negra, ¿Es cuando te muestro sumisión, no? —le dijo el rey mientras se servía una copa de vino.
—Sé que eres un necio, y esta visión no bastará…
Pero no terminó la frase. Una mano poderosa rodeó su cuello.
—No vuelvas a mostrarme insolencia en mi presencia —la mano del rey seguía apretando con fuerza el cuello de la hechicera.
Con voz rota, ella logró decir:
—Hoy verás el cielo tornarse naranja. Y caerá una tormenta… pero no de agua. Lloverá arena. Y lo cubrirá todo.
—Nunca ha sucedido tal cosa. Si tan segura estás, quédate a bordo de mi barco hasta que se cumpla tu ridícula profecía.
Mientras tanto, el joven Rayan caminaba hacia el bosque, guiado por algo más profundo que la razón.
Antes de acceder al bosque, donde aguardaban las amazonas, su camino lo llevó a las orillas de la playa. Detuvo su marcha justo en el punto que parecía ya no tener retorno. Y, sentado frente a la inmensidad del océano, se percató de que a su lado había una caracola. Cuando niño —recordaba haberlo sido alguna vez— se la acercó a la oreja, intentando encontrar respuestas. Y sorprendentemente, escuchó:
—Rayan… no temas. Escucha. Deja que tus sentidos manifiesten si esta duda que te consume tiene ya respuesta en ti.
El joven, que por un momento pensó que había perdido la cordura, dejó la caracola a su lado, y simplemente se mantuvo presente en aquel momento e intentó hallar respuesta. Recurrió, en primer lugar, a su visión, la cual se tiñó de un rojo sangre. El miedo a una cruel y sangrienta batalla entró en su mente. El sentido del tacto se manifestó en su piel, la cual derramaba sudor a borbotones, muestra de la inseguridad que le ofrecía el futuro. Recurrió entonces al gusto, y su boca, seca como la arena de la playa, le advertía de un futuro de escasez y sufrimiento. Cuando revisó el sentido del oído, su mente le infundió aún más miedo, ya que el silencio que reinaba era como un monstruo devastador.
Y entonces… el olor. Un perfume lo envolvió. Dulce. Hogareño. Familiar. Lo cambió todo. Sintió paz.
Rayan se levantó, caracola en mano, y avanzó hacia el bosque.
En ese preciso momento, el cielo se volvió naranja. La profecía se cumplió.
No llovió agua.
Llovió arena.
Granos que lo cubrieron todo.
Exactamente sucedió aquello que había predicho aquella hechicera. ¿Sería entonces que aquella extraña mujer era más que una hechicera? ¿Será otra semidiosa que entra en el juego? Y aquella caracola que porta el joven Rayan, ¿es producto de un diálogo interno o han sido los mismos dioses quienes también entran a formar parte en esta guerra para unos y en una batalla de egos para otros…?
©Fernando D. López Aguilera
BLANCA CERRUTI
EL PERFUME INDIO
Es un día muy triste para Yaísa, a pesar de ser el primer día de la primavera. Su querida abuela Melisa ha fallecido y tiene que ir a Castillejo del Monte, para asistir al entierro y al funeral.
Al regresar del cementerio, ya en casa, la última de la Calle del Río, recorre las estancias. Cada una le trae la presencia de su abuela. El búcaro con flores, siempre frescas, sobre la mesa de la salita.
La de la cocina, con el mantel de cuadritos blancos y verdes y el frutero en forma de hoja. En la encimera, la bandeja con la jarra de agua de limón.
Va al cuarto de baño. Sobre la balda de cristal hay un frasquito de color violeta. Lo destapa y, un olor agradable, pero indefinido, se extiende por el ambiente. Lo aspira y le produce una extraña sensación. Lo cierra y lo deja en su sitio. Ella solo usa colonia fresca, así que no se lo llevará. Cuando vuelva a la casa lo abrirá para recordarla.
Entra en el dormitorio como quien entra en un santuario. Sobre la mesilla, el librito de las oraciones que leía cada noche antes de acostarse. Pendiendo del cabezal el rosario; lo rezaba siempre antes de cenar, siempre que iba a verla, la quería mucho, le pedía rezarlo juntas y la complacía.
Por fin la casa queda recogida. Volverá más despacio para determinar qué hacer con algunas cosas, pero tiene muy claro que no se va a deshacer de ella; está llena de recuerdos de los días que la han compartido. El perfume del frasco de color violeta, le ayudara a tenerla presente.
Ya en su casa, descansando sentada en el sofá del salón, no puede olvidar la extraña sensación que le produjo el olor del perfume.
Este año pasará las vacaciones en el pueblo, últimamente el trabajo la estresa y allí podrá relajarse. También irá algunos fines de semana, Castillejo del Monte es precioso.
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Amando vuelve a casa una vez concluido el funeral de su esposa. Es el primer día de la primavera, sin embargo, para él sigue siendo invierno. Sabe que ya no está, pero recorre la casa para sentirla. Va a la cocina, cubriendo la mesa, el mantel de cuadros azules y blancos que tanto le gustaba a su Avelina, y, encima, el frutero.
Luego entra en la habitación. Abre el cajón de la cómoda y acaricia su ropa. Se le escapa una lágrima. Sobre la mesilla de noche ha quedado el libro que le estaba leyendo.
Va al baño. Ahí está, el perfume sobre la balda de cristal. El que le compró a un hindú en un viaje que hicieron a la India. A ella le encantó el frasco de color violeta. El muchacho les dijo que era un perfume muy especial, pero a ellos les parecía más bien misterioso porque, aunque Avelina lo usaba, nunca se gastaba.
Amando lo coge y lo abre. El aroma indefinido, pero agradable, se extiende por el ambiente. Lo tapa y lo deja sobre la balda.
«Me va a ser muy difícil vivir en esta casa sin ella, pero los recuerdos y su perfume me ayudarán a sobrellevarlo».
Cuando Amando y Avelina decidieron vivir en un pueblo, Castillejo del Monte les pareció muy bonito. La casa, la última de la Calle del Río, muy tranquila; era lo que necesitaban.
Amando durante la enfermedad de Avelina, ya lo hacía todo; su único problema ahora, será con la soledad y la pena de no tener a su esposa con él.
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Yaísa y Amando conocen el misterioso perfume indio del frasco de color violeta que nunca se gasta, pero desconocen el poder de su indefinido aroma para lograr que, en un mismo espacio y tiempo, vivan personas que organicen su vida sin verse ni oírse.
SILVIA RG
UN PASEO HABITUAL
Se dispuso a dar su habitual paseo a pie. Estando en plena primavera pondría a prueba su memoria sensorial.
Pasó por aquella avenida enmarcada por tilos. Y fué respirando la fragancia dulce y fresca, algo cítrica y volátil, de sus flores. La conocía bien y recordaba aquellos días que recorría aquel trayecto con su entrañable amiga peluda perruna a quien, aunque ya debió marchar hacía tiempo, le seguía hablando en su interior <<yo aspiro esta fragancia y te la transmito a tí, para que la olfatees también tú a través de mi – le decía – y así es como si ahora caminases aquí conmigo, como tantas veces hacíamos >>.
En algunos intervalos, los rosales se encaramaban por los troncos, y entre tronco y tronco se enlazaban como si fuesen brazos que se diesen las manos. Se sentó en un banco de piedra que quedaba justo delante de uno de esos brazos
El aroma de aquellas rosas rojas se intercalaba, algunos momentos, con el de las blancas flores de tilo que impregnaba el aire, cuando el suave viento lo transportaba hacia su campo olfativo. Le resultaba un aroma como ancestral, como si no sólo fuese reconocido en su memoria sinó que formase parte de los recuerdos de infinidad de memorias.
Se puso de nuevo en pie y siguió caminando, doblando la esquina a su derecha. Y pasó junto a aquel muro de piedra donde el jazmín había trepado hasta cubrirlo por completo. Pasó a ras de sus flores para sentir su olor, pues no siendo de noche su intensidad no se percibía a distancia. Pero aproximando su nariz lo absorbió como paladeándolo, sintiendo su dulce calidez que, emanando frescura le evocaba rincones perdidos en los recuerdos de lunas y noches estrelladas velando largas conversaciones de veranos y también el amoroso recuerdo de su padre cuando, en vida, evocaba el placer de aspirar el aire impregnado por esas pequeñas estrelladas flores << ¿lo sientes? – le decía -, ¿te ha llegado ya su olor? te la estoy enviando… >> .
Luego atravesó el parque, cedros, sauces, pájaros en las ramas, hierba, un estrecho arroyo con su fauna y flora, diversas personas y animales que también paseaban por allí…Olía a apacible vida.
Y algo más allá el bosque.
Recorrió una parte del camino que cruzaba un bosquecillo, para regresar por otro trayecto de olores en lugar de reandar el ya anteriormente andado. Pero antes se introdujo entre el espesor de los árboles.
¡ El bosque! Ese intenso olor a plenitud de vida, a equilibrio perfecto entre un constante cambio, a madera, resina, hierba, hojarasca, hongos, musgo en sus rincones húmedos y sombríos, bichejos, pequeños animalejos…Y sentándose sobre una piedra empapó sus fosas nasales de aquel efluvio con el que sentía estimular el núcleo de sus células, era como una cuna en la que, renaciendo, sentirse arropado formando parte de su todo.
<< Hay bosques y bosques – pensó – , y en algunos se siente acechar el peligro generando inquietud; pero hay otros que se perciben de naturaleza muy benévola, en los que una se puede fácilmente sentir como si ancestralmente a él se hubiese pertenecido, como si fuese un útero materno en el que sus olores (y sonidos) hubiesen quedado infiltrados en las vísceras generando energía y así se les reconociese al sentirse en ellos sumergida >>.
Pero sabía que no era ése ahora su hogar en su historia de vida, que ella pertenecía a otro hábitat al cual debía regresar y no perturbar el equilibrio que sostenía ese lugar.
Se incorporó al camino y llegó a aquella plaza en la que tantas veces había permitido volar a sus pensamientos y recuerdos cobijados entre las idas y venidas de la suave y profunda esencia surgente de las glicinas, blancas unas y lilas las otras, que colgando de una pérgola, acogían a los ocupantes de los bancos de madera sugiriéndoles soñar.
De regreso a su casa, ya a punto de entrar decidió apartarse unos pasos de la puerta para acercarse al magnolio y sentir la profunda sensación del exhuberante olor de sus flores ( o así lo percibía ella); de aquellas grandes y corpulentas, aunque también delicadas, flores que, al aspirar el aire que las envolvía, parecería que llenasen todo el interior del cuerpo en pleno con el exotismo de sus fuertes pétalos, vaciándose de todo aquello que no fuese aquel aroma, hasta fluir a través de la piel.
Recordó a una amiga de su juventud que siempre utilizaba un perfume de esa flor, confiriéndole todavía mayor peso a su potente presencia.
Ya en casa, se levantó del sofá: era hora de preparar la cena.
Aún no pudiéndose mover por la lesión de su tobillo, su memoria conservaba tan perfectamente los diferentes aromas que amaba de su entorno que se mantuvo un largo rato absorta por aquel perfume de alternados matices que la había inundado.
<<¿Podría ser un buen perfume el que resultase de todos aquellos olores mezclados en uno solo?
– se preguntó – >>.
Todavía quedaba otro olor que le subyugaba y no necesitaba recordar, pues lo tenía muy a mano, en su cocina. El de la pimienta en polvo. Mientras preparaba su cena iba aspirando su olor, profundamente. Le encantaba, le estimulaba.
A su lado, su compañero de vida desprendía su propio olor, humano, íntimamente reconocido.
Apareció también su hijo por la cocina. También de él detectó su tan familiar olor humano. <<Olores de hogar – se dijo -.¡ Qué amoroso perfume! >>.
(Sílvia Rafi Gracia// 21/05/2025)
LETICIA R MENA
EL PERFUME
Llevo persiguiendo su aroma por el tiempo, arrastrado su perfume de naranja y canela, más de lo que creo poder recordar.
Sé que será mi muerte de nuevo, que cada vez ella acaba derramando mi sangre, volviendo a sumar otra vez mi alma a su cuenta.
Pero no puedo evitarlo. Es tan irresistible para mí, una fuerza superior a mi voluntad. Como si llamara a mi sangre con su perfume, atrayendo el resto de mi cuerpo hasta ella. Mi perdición. Mi eterna perdición.
He perdido la cuenta de las veces en las que he entregado mi alma. Esta será una más de ellas.
O tal vez no.
Tal vez esta vez elija resistirme, no ir tras su letal perfume. Huir del embriagador efluvio que envuelve todo cuanto a ella se acerca, todo cuanto toca o tan solo piensa.
O podría acudir a la cita con mi condena, y acabar de una vez y para siempre con este juego. Dejar de ser el gato burlado por el ratón, y devorarlo de un bocado. Venenoso manjar que acabaría con los dos.
No justifico con todo esto mis culpas. Sé que en este cuento yo soy el villano. Y ella, la guerrera que clava la espada letal al dragón que asola el reino.
Así debió de ser en un principio.
Después de tantos siglos, ya me es imposible recordar las fechorías que cometí, o si he de seguir por toda la eternidad pagando por ellas.
Pero, he de confesar, que después de tantos años, mi corazón ha aprendido a agitarse inquieto ante ella, latiendo de una forma distinta. Y sé que no es miedo a morir de nuevo a sus manos. Es algo que no me atrevo a nombrar. Un desear sentir de nuevo su perfume, esta vez por toda mi piel.
Ya lo huelo, flotando en el aire. Rodeándome en un invisible lazo de aroma que tira de mí hacia ella.
Ya me dejo llevar por la locura de su perfume embotando mi mente, insensibilizando los sentidos. Dejándome a su merced, para que haga conmigo cuanto le plazca.
Ya me arrodillo ante ella, cerrando los ojos, esperando el fin. De nuevo el fin, para volver a un nuevo mismo principio.
Pero no siento el frío metal, ni el silencio de la muerte.
Abro los ojos, y al alzar la vista hacia mi verduga, veo en sus ojos los míos.
Y escucho como su corazón también ha aprendido a latir de una forma distinta.
ABBY MARSIE ROGOM
El LIMONERO.
Y en primavera había dias que tenía de nuevo siete años. Eran los dias en los que al pasar por algún lugar, en ese lugar estaba en el aire el olor de mi niñez.
Y volvía a entrar corriendo a tu casa, la mía, después de aterrizar en tus brazos.
Siempre eran olores perfumados los que me recibían nada más entrar.
Me saludaba primero el efluvio de los jazmines, colocados en un pequeño plato con agua, sobre el largo mueble del pasillo.
Se recuerdan los olores, que te enlazan a momentos vividos, imágenes y sensaciones.
Y corría hacia la puerta grande y daba de cabeza a mi rincón favorito.
Para mí el rey del patio era el limonero fragante, para ti, abuela, la reina de la casa era yo.
Y el olor a madera y barniz que desprendían en el almacén los muebles recién hechos de mi abuelo, Juan el carpintero.
Era un olor rico y envolvente que aspiraba en mi carrera a través de la casa.
Aromas; a la derecha la cocina, que de paso me regalaba el olor de sus guisos andaluces, jugosos, con carácter. Y los dulces caseros, sencillos, humildes y a la vez deliciosos. Miel, canela …
Mi abuela era el olor a jazmín, mi abuelo a madera.
Yo entraba al patio, que era salir en realidad a su espacio abierto, y me sentaba en el suelo a jugar, arropada por el olor de las flores blancas del limonero fragante.
Y cada vez que paso por algún lugar y te siento, abuela, se que hay cerca un limonero.
Y me apareces por tantos rincones de esta Andalucia, donde tanto te huelo en el azahar y los jazmines. Y me llevas otra vez a mis siete años y a tus brazos, como alas blancas que huelen a flores de azahar.
ANA MARTÍN-SIERRA
Como algo tan instintivo como el olor
puede dejar semejante vacío, semejante dolor…
Y es que sólo recordar el olor de su piel, que antaño fue dulce lujuria,
ahora solo deja en los labios
La amargura de la hiel y el dolor de la penuria.
Esa piel que antes reaccionaba a su tacto y a sus besos,
hoy reacciona herida al olor de los recuerdos…
Recuerdos que huelen a huida, a dolor y a despedida.
Maldito instinto primario que, por un perfume y una sonrisa,
me hizo vender mi alma saltando al vacío sumisa…
MARÍA JESÚS GARNICA
Mi abuela siempre tenía en el armario, allí en la oscuridad, el perfume
Mi abuela me decía qué la luz los estropeaba, yo pensaba qué era para qué no se lo cogiéramos mis primas y yo.
Con el tiempo me enteré qué si los estropea la luz.
Se llamaba Joya, pequeño, casi cuadrado el bote, qué contenía el elixir.
Cuando no echamos, mis primas y yo, estábamos días oliendo a mí abuela.
Ella nos olía y ponía los ojos en blanco.
Nunca nos regaño.
Con mi primer sueldo le regalé un perfume Joya.
ALEJANDRO DELGADO
Perfume del Cordero
Rodeó el cuello de su marido con un abrazo. Cuando le olió el cuello, frunció las cejas. Cenaron en silencio. Hicieron el amor y fingió dormir. Se levantó al baño. Desconocía a su marido. Salía a trabajar para disolverse en un mundo de puertas cerradas. Para todo deseo tenía licencia. La condenaba a vivir una mentira, una fantasía, amor de uno. Tomó la navaja. Un cuello delator.
FURUKAWA CREATIVES
Perfume de ausencia.
La lluvia golpeaba con fuerza contra la ventana, empañando el cristal y difuminando las luces de la ciudad. En el departamento, un calor húmedo y denso se extendía, impregnado de la ofrenda de la noche. Él observaba embelesado a la mujer, que se movía con gracia y sensualidad en la penumbra. Su piel, de un tono dorado, brillaba bajo la tenue luz de las velas.
—Me gusta verte así —murmuró él con su voz grave.
Ella sonrió, una sonrisa pícara que se amalgamaba con su candidez. —¿Así cómo?
—Libre. Sin ataduras —el hombre acercó su mano hasta su mejilla, para acariciarla con la yema de sus dedos. —Y con ese olor…
Ella contuvo el aliento, porque ya conocía lo que venía. Él siempre volvía a ese punto, a la obsesión por el aroma natural de su cuerpo.
—¿Te has bañado hoy? —preguntó suavizando su voz hasta el punto de que se escuchara casi como una súplica.
Ella asintió, con una pizca de resignación en su mirada.
—Hace una hora, como siempre.
Él suspiró satisfecho. Se acercó a su cuello e inhaló profundamente.
—Es… hipnótico ―susurró. ―No quiero que lo cubras con nada más.
Ella se dejó llevar por sus caricias, por el fuego que se encendía en su interior, por la lujuria que se mezclaba con la ternura, con la sensualidad y con la vulnerabilidad. Hasta finalmente perderse en sus ojos, en los que podía leer el deseo, pero también la tristeza.
—Me gustas… —susurró ella mientras él la tomaba entre sus brazos.
—Tú a mí, de una manera que no puedo explicar —él la besó, un beso lento, profundo, que exploraba cada rincón de su boca.
La noche avanzó consumida por el placer y la pasión. Cada movimiento, cada roce, era una danza de cuerpos entrelazados, de gemidos ahogados y miradas impúdicas. Él la adoraba, la consumía, se perdía en ella.
—Tu piel —jadeó mientras la acariciaba, —es como un perfume natural, el más exquisito del mundo.
Ella se aferró a él buscando consuelo en su abrazo. Sabía que él no la amaba, no de la manera que ella deseaba. Era una prostituta y él era su cliente semanal. Una noche a la semana, nada más. Sin embargo, para ella, cada encuentro era una tortura dulce, un anhelo roto.
Cuando la calma regresó, él se recostó a su lado y fumó un cigarrillo, observándola en silencio con fascinación y melancolía.
—Me recuerdas a ella… —finalmente se lo dijo, rompiendo el silencio—Mi esposa. La misma mezcla de inocencia, sensualidad y… lujuria.
Ella, con el corazón hecho pedazos, sonrió tristemente porque sabía que era cierto. Él buscaba en ella algo que había perdido, algo que ya no existía; y ella, enamorada, le ofrecía todo lo que tenía, a pesar de saber que nunca sería suficiente.
LOLY MORENO BARNES
En una ocasión se juntaron todos los perfumistas del mundo con la difícil tarea de descubrir cuál ha sido el mejor perfume de todos los tiempos, o si quedaba alguna fragancia por descubrir que mejorará todo lo conocido.
El que agradaba a unos, a otros no , puesto que hay gustos como colores o más bien, como olores.
No poniéndose de acuerdo en nada , propusieron hacer encuestas, consultar laboratorios , investigar esencias y hacer todo tipo de estudios científicos para determinar el perfume ganador.
¡Todo fue inútil !
No daban con el mejor, ni descartando los peores, los mediocres y los que no tenían muchas posibilidades.
Unos eran muy fuertes en esencias, otros demasiados desapercibidos , y los más eran verdadero fracasos.
En el periplo de la investigación habían recorrido todos los continentes, estudiando las fragancias de todas las flores hasta las más exóticas pero aunque algunas eran muy buenas , no llegaban a la excelencia buscadas.
Investigaron en montañas y océanos y hasta en los polos .
Subieron al espacio por si el universo podría esconder la pócima tan deseada, pero tampoco por esas.
Se escabulleron en ríos y cuevas y hasta contrataron sabuesos para olfatear hasta el último rincón remoto del planeta.
Las narices más equipadas con el don del olfato se dieron por vencidas.
Preguntaron a jóvenes, mayores y hasta a sabios longevos si recordaban un aroma tan agradable que nunca pudieran olvidar pero fue inútil.
Quedaban solo los niños a quien preguntarles pero ellos solo pensaban en jugar y no estaban por la labor de dar ayuda y si alguno se animaba a responder decían que el mejor perfume surgía de una tableta de chocolate o de algunas golosinas.
Pero tampoco era válida la respuesta porque no a todos les agrada .
Cuando ya estaban apunto de tirar la toalla y por casualidad sintieron el llanto de un bebé que acababa de nacer y solo calmó su llanto cuando se lo acercaron a su mamá al sentir su perfume.
Todos coincidieron en que ese era el mejor del mundo y de toda la historia del universo.
El perfume de madre es único y el más auténtico con esencia de un amor irremplazable.
Leticia R. Mena
Maite Bilbao
Nila J Bohorquez
Abby Marsie Rogom
Mi voto: Ambar Gris
Voto por Alejandro Delgado
Mis votos son para:
Ana del Álamo
Maite Bilbao
Mi voto está semana es para:
DAVID MERLÁN
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
E
Mi voto para Antonicus Efe. Por hacerme reír.
Mi voto esta semana es para:
-Frank
-Maite
-Leticia
Gracias a todos por todos estos perfumes
David Merlán
Efraín Díaz
Sinead Bolton
Javier García Hoyos
Entre cuarenta y he abierto todos los frascos…
1.El paseo de Silvia RG
2. La protagonista de Leticia RMena
3. El gran micro de Arcadio Mallo
4. La sátira y buen hacer de Armando.
…
¡Enhorabuena a todos!
Voto por Abby Marsie Rogom