El deseo – miniconcurso de relatos

Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «la luna». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 22 de mayo!

* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.

** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.

*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.

ANTONICUS EFE

En una gran ciudad rodeada de humo y chimeneas industriales, vivía una hombre llamado Federico, conocido por su perpetua ambición. Cada noche, al contemplar el cielo contaminado, susurraba: «Quiero más». Una tarde, mientras caminaba por La Moraleja, encontró una lámpara antigua cubierta de musgo. La frotó sin esperar nada… hasta que una densa humareda formó la figura de un genio de ojos brillantes.

Tres deseos tienes—rugió la voz etérea—. Pero cuidado: el deseo es un arma de doble filo.

Federico, sin pensarlo dos veces, pidió riquezas infinitas. Al instante, una montaña de bitcoins apareció frente a él. Luego, deseó la juventud eterna y sintió cómo las arrugas y las bolsas de sus ojos desaparecían. El genio, con una sonrisa enigmática, esperó el último deseo.

Quiero ser irresistible para las mujeres de verdad; las de mantilla y peineta—pidió Federico con orgullo.

Un destello, y el genio desapareció. Esa noche, Federico salió a “apatrullar la ciudad”, seguro de su nuevo poder. Pero en vez de miradas de admiración, recibió caras de pánico. Corrió hacia un espejo y descubrió, horrorizado, que su «irresistible» nuevo aspecto era… el de un imán gigante peinado “p’atrás“ con gomina del chino.

Y así, entre gritos y pins voladores del nuevo Papa pegados a su cuerpo, Federico aprendió que a veces, el deseo sin cerebro te deja pegado a las consecuencias, pero le siguió dando igual.

SERGIO SANTIAGO MONREAL

Dimitri tenía un anhelo y no conseguía conciliar el sueño desde aquel día. Otrora era un tipo vil y despiadado pero desde que conoció y se enamoró profundamente de la reina del trébol era otro, ya no era el sicario temido por todo el mundo literario.

Su deseo era contraer nupcias con Cris Moreno e impaciente esperaba respuestas a preguntas inexistentes.

Entrenaba noche y día en el espejo esperando el momento del cortejo, la berrea ya duraba demasiado tiempo…

Al fin y al cabo solo tendrá que hincar rodilla al suelo, con el anillo hurtado, vestigio de su pasada vida y formular la pregunta con el brillo de las estrellas sin separar las miradas:

-Cris, ¿quieres casarte conmigo?

Dejemos que la magia del universo Cuatro Hojas – Editorial encuentre fluidez en el espacio subceleste y nos inviten al convite. Por supuesto paga Dimitri con lo ahorrado de manera honrada gracias a la amabilidad de la ciudadanía al dar al bueno de Dimitri lo que en su día pidió con excelsa educación.

JUAN MANUEL CABALLERO

EL DESEO

Tres semanas llevaban los Mondragón/García asistiendo a las sesiones de aquella consultora matrimonial que, en un momento dado, llegó a pensar en derivar a la pareja a un psiquiatra al que conocía.

En principio, la condición resultaba casi aburrida para la profesional, de puro típica: diecinueve años de matrimonio y cierta apariencia de desapego en la pareja, que tiempo atrás había decidido no tener hijos. Ambos trabajaban en o desde casa, lo cual proporcionaba la primera pista a la intermediaria: hastío por falta de separación temporal. Posible hermanamiento. Todas estas cosas, con sus palabras sofisticadas, las apuntaba en su libreta la consultora, que les hizo saber en este punto que la falta de deseo carnal, que era rasgo que la parte femenina de la pareja atribuía a él en exclusividad, podía tener el componente del aburrimiento, puesto que se trataba de una pareja de mediana edad de buen ver, a todas luces bien cuidada, moderada en costumbres. Supo entonces la profesional que iban juntos al gimnasio, un rato, de buena mañana. Tampoco aquí, al parecer, se permitían esa sana separación que toda pareja necesita. Supo también la versión de la esposa: «las mira a casi todas, menos a mí…se piensa que no me doy cuenta, pero…». «¿A que gimnasio va usted?…también se la ve bien». La experta le asestó una mirada recriminatoria al marido, que calló en el acto. «¿Lo ve?…ya le digo, se fija en cualquier pelandusca, menos en mí»; la esposa callo también, inmediatamente.

Pero la cuestión mollar, la que hizo ver a la terapeuta, inesperadamente, que tal vez aquello la superaba, salió a relucir por parte del hombre: «lleva tiempo diciendo que la abducen los extraterrestres durante la noche, que la llevan a su nave, la inmovilizan en una especie de camilla y le hacen cosas, ya sabe…y que todo aquello termina como el rosario de la Aurora, con fluídos extraños por todas partes». Con los ojos como platos, la experta inquirió a la mujer sobre el particular: «no, no es que lo crea de verdad…sé que son solo sueños, pero, no sé…últimamente son tan vívidos…». El marido, por su parte, adujo tener el sueño pesado como para saber de la actitud de su mujer durante esos trances.

Al término de aquella sesión, la consultora pensó seriamente en el trasvase del paciente, de la pareja, a la causa psiquiátrica, como se dijo. Tal vez, quién sabe, solo debería planteárselo a la mujer; así, de paso, se separaría del otro durante unas horas a la semana. Finalmente, decidió mantener al matrimonio durante una cita más; después, ya decidiría.

Aquella noche, los Mondragón/García yacían en la cama. Él repasaba unos informes en el móvil; ella, ya dormía. La miró un momento: descansaba allí, a su lado; tenía las piernas largas, delgadas. Vestía ese pantaloncillo corto que se pone para dormir. Estaba buena, supuso. Recordó que al principio lo atraía…y mucho. Demonios…si se la ponía como el zapato de Fofito, pudo recordarlo. Pero ahora, por lo que fuera…

Se levantó y fue hasta la ventana abierta del saloncito, y se asomó a fumar un cigarrillo; uno de esos que guardaba en el cajón y que se echaba muy de vez en cuando. Le dio dos o tres caladas, pensativo. Luego, miró al cielo profundo de la noche, que estaba clara y estrellada, y vio aquello que brillaba en lo alto y le asestaba un tajo a la oscuridad a la velocidad de un rayo. Y que luego se apagaba…una estrella fugaz. Miró entonces para sus adentros, como pensativo. Y, después, un momento, hacia abajo.

Regresó al dormitorio y miró a su mujer, que seguramente aún estaba solo en el primer sueño. Se subió a la cama y se arrodilló junto a ella. Le acarició los muslos. Se colocó sobre ella, la magreó. La mujer comenzó a despertarse perezosamente. Lo vio sobre ella y frunció la frente, y enfocó los ojos: su marido estaba allí, arrebatado, al parecer. «Si esos enanos verde – grisáceos atraviesan el Universo para meterte mano, es que debes estar como un puto queso…», pensó él. Y se lanzó sobre ella.

BENEDICTO PALACIOS

Yo deseo subir y estar en los tejados

porque en el tejado corren los gatos, animales libres,

y si yo estuviera allí podría correr como ellos y me sentiría igual de libre.

Estando en el tejado, yo miraría al cielo sin impedimento y lo tendría más cerca.

Desde el tejado la luna se me aparecería más blanca y más redonda.

También deseo subir al tejado porque allí se almacena la nieve,

porque del tejado cuelgan los chupiteles,

y porque siendo niño vi cómo una pareja, que se asomaba por una ventana al tejado, se besaba.

Deseo estar en el tejado porque tendría fácil acceso a una buhardilla y menuda la suerte de vivir allí.

Lo deseo de igual modo, porque podría limpiar las claraboyas y entraría más pura la luz en la habitación.

Cuánto desearía pasar la primavera en el tejado para contemplar cómo la cigüeña prepara el nido y hace crotoreo para saludar a su pareja.

Pero deseo subir y estar ante todo en el tejado para lanzar los balones a amigo Sergio y todo su equipo de futbol y así podrían continuar con el partido.

Los tejados son como el alma de la casa. Y por eso, cuando estoy en el tejado, he de contener mis deseos de volar.

ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO

Una familia calentita

―¡Oye, chaval!

―¿Quién, yo?

―Sí, tú.

―Dígame, ¿necesita algo de mí, puedo ayudarla?

―Si yo te contara… ¿Nunca te han dicho que estás para mojar pan?

―Oiga, señora, córtese un poco, que podría ser mi madre.

―Y tu abuela, anda este.

―No quería ser impertinente, pero sí, más bien mi abuela. ¿Quiere algo o me largo? Tengo un poco de prisa.

―Necesito saber tu opinión de joven buenorro sobre mí como mujer. ¿Te pongo?

―¿Está usted loca?

―Por tus huesitos, salao.

―No se habrá escapado de algún sitio…

―De mi casa, he salido de caza.

―Voy a llamar a la policía, seguro que la están buscando…

―Llama, majo, y que venga uno guapetón y nos marcamos un trío.

―Cállese un poquito, por favor.

―Ciérrame tú la boca, león.

―¡¡¡Joooooooooder con la abuela…!!!

―¡¡¡Mamá!!!

―¡¡¡Abuela!!!

―Menos mal, la han encontrado.

―Mamá, ¿se puede saber qué haces?

―Aquí, intentando que este pollo me ponga mirando a Cuenca.

―Es lo primero realista que ha dicho, me está acosando de mala manera.

―No me extraña, guapo, es que estás como un queso. Mira mira, qué tipín tengo, ¿te animarías conmigo?

―¡¡¡Jooooooder con la madre!!! Qué fuerte, señora, que está su hija delante.

―Cuidadín con mi nieta, que es la loba de la familia.

―¿Más todavía? Lo flipo.

―¿En tu casa o en la mía, musculitos?

―¡¡¡Jooooooder con la nieta!!!

―¡¡¡Herminiaaaaaa, espera, leñe!!!

―Mi abuelo, que anda muy lento.

―Oiga, señor, las mujeres de su familia están para que las encierren, me están haciendo proposiciones deshonestas las tres al mismo tiempo.

―Pa no, menudo bombón estás hecho, me apunto a la orgía.

―¡¡¡Joooooooooder con el abuelo…!!!

―¡¡¡Suegros!!!

―¡¡¡Abuelos!!!

―Qué casualidad encontraros, Pepe y yo íbamos a… ¿Quién es este tío bueno? ¿Estás libre para uno rapidito?

―¡¡¡Joooooooooder con el yerno…!!!

―Ni puto caso a mi padre, tú vente conmigo y te vas a enterar de lo que vale un peine.

―¡¡¡Joooooooooder con el nieto…!!!

―Bueno, qué, ¿de uno a uno o todos a una, Fuenteovejuna?

―¡¡¡Socorrooooooooooooooooooo!!!

―Como corre, ni el Usaín ese.

―No lo entiendo.

―Será frígido.

―Qué desperdicio de adonis.

―Será por hombres, hay más que longanizas.

―O mujeres.

―A mí me da igual, ya puestos.

―Mirad ese pedazo de maciza.

―¡¡¡Al ataqueeeeeee!!!

* * * * * * * *

―¡¡¡Socorrooooooooooooooooooo!!!

―Qué rara es la gente, oyes.

―Ya te digo.

―Y cómo corren.

―Es el día del velocista.

―¿Y cuándo es el de la tortuga?

¡¡¡Juaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaás!!!

RAQUEL LÓPEZ

Tan solo pido un deseo,

un deseo cubierto de anhelo

que llegue a mi alma

y me nutra por dentro.

Que consuele

mis noches eternas

mis días exhaustos,

mi vida entera.

Un deseo solamente

que me haga perder los esquemas,

que me retuerza el alma

hasta perder la cabeza.

Tan solo… Un deseo

entre miles y miles de ellos,

como estrellas hay en el cielo

que te devuelvan

de nuevo a la vida,

porque estoy sola.

Un deseo que seque mis lágrimas,

que me dibuje sonrisas,

que se convierta en un todo.

Tan solo pido eso…..

No hay nada más anhelante

que sentir tú presencia,

colmando la esencia

de quien guarda un tesoro.

Mientras tanto, sueño

y tan solo pido un deseo….

(De mi poemario, Versos al Aire)

ARMANDO BARCELONA

PUCHEROS Y ESTROPAJOS

La carretera va hasta las trancas, petada, no cabe un puto coche más. Todos se han conchabado para empezar las vacaciones, el mismo día y a la misma hora.

«La madre que los parió» —interioriza Venancio, aferrado al volante del Megane, mientras asoma morro, de vez en cuando, por si tiene ocasión de adelantar a la tortuga que le precede—, «que ni jode ni deja, coño, ya».

Y es que estas cosas le pueden.

«No es normal que le den el carnet de conducir a tanto inútil. Siempre tiene que tocarme a mí la fila de los tontos, ¡redios!».

Toca el claxon, reniega y le da dos puñetazos al volante.

—Venancio no hagas el loco —le reconviene con sosiego Adela, su mujer—, que no tenemos ninguna prisa. El pueblo no se va a mover y seguirá en el mismo sitio cuando lleguemos.

Vuelve a tocar la bocina varias veces, impaciente, jurando en arameo y haciendo visajes para llamar la atención del delante, intentando conseguir que despierte de su modorra.

—¡Anda, calla, qué sabrás tú! —responde, con malas formas, a la observación de Adela—. Solo me faltaba esto, tener que aguantar también a la maestra Ciruela, que no sabía leer y puso escuela —se mofa con mala leche; en alguien tiene que descargar su frustración.

Dentro del coche se hace el silencio; fuera la situación apenas cambia, salvo porque, con una arriesgada maniobra, Venancio consigue adelantar al coche que llevaba delante, conducido por una muchacha, que responde con una mayestática peineta a los insultos histéricos que le dedica Venancio.

—¡Mujer, tenías que ser! —se desgañita el cromañón, devolviendo el saludo.

—¡Venancio! —le reconviene Adela.

―¡Papá! —protestan al unísono Luisa y Aurora, las mellizas adolescentes, que viajan en el asiento trasero.

El tipo ignora a su mujer y proyecta una mirada amenazante al espejo retrovisor, que pronto cambia a divertida.

—¿Es cierto lo que me dice vuestra madre? ¿Estáis pensando en ir a la universidad?

—Sí, papá –se atropellan ilusionadas las chiquillas—. Yo quiero hacer arquitectura —dice Luisa—. Y yo, filología clásica —remata Aurora.

Venancio estalla en una carcajada, no compartida por las tres mujeres, que pretende ser sarcástica.

—¡Qué jodidas! Vosotras, lo que tenéis que hacer es enganchar un par de buenos maridos, como se ha hecho toda la vida, y dejaros de tonterías. ¡Universidad, dicen! Demasiados pájaros en la cabeza, eso es lo que tenéis y la culpa es tuya ―lanza a su mujer una mirada criminal―, que las animas en lugar de hacerles ver cómo funciona la vida. Universidad; paparruchas. Pucheros y estropajos, ahí está vuestra universidad.

Ellas guardan un silencio hosco, que ya no se rompe hasta llegar al pueblo. El viaje ha sido largo e incómodo. Los cuatro bajan del coche y desperezan sus cuerpos entumecidos.

—Me voy a lo de Severino, a echarme un vino. Mira, hasta rima. —ríe el machirulo su propia gracia.

—Pero hombre, ayúdanos a descargar —se queja Adela, secundada por sus hijas, que asienten con la cabeza sin salir de su asombro.

Venancio las ignora y sigue caminando sin tan siquiera pararse a escucharlas.

—¡Si hombre, lo que faltaba! Encima que habéis venido todo el viaje tocándoos las narices mientras yo conducía. Venga, al lío, vosotras a lo vuestro y preparar algo de comer, que vengo con gusa.

El reencuentro anual con los amigos, en Casa Severino, tiene traza de inventario: Licinio ha cambiado de coche, un BMW 320 que le pone la empresa; el chiquillo de Carmelo ha empezado ingeniería informática en Barcelona y Olegario por fin ha metido cabeza en el mercado chino, con sus cintas de lomo, embuchados y jamones de bodega. La gente prospera.

—Pues yo tengo un proyecto en marcha —miente Venancio—, que como madure, este año me como los turrones en Cancún, me echo una querida que esté cañón y dejo en casa a las tres meonas, que son mi cruz y solo sirven para gastar y darme la murga.

Y así, entre chuscadas, vasos de vino y gambas a la plancha, se echa encima la hora de comer. Cada mochuelo a su olivo. De camino a casa, a la altura del crucero, encuentra Venancio una aceitera de hojalata tirada en el suelo y como lleva una tajada de elefante, la coge y empieza a jugar con ella.

—Mira, tú —dice a un interlocutor que la jumera pone en su imaginación—, una aceitera, lo mismo es mágica, con genio incluido. Vamos a frotarla para que salga el bicho.

Limpia la aceitera con su pañuelo y, contra todo pronóstico, el genio sale.

—Qué hay, Venancio, se te saluda. Soy el genio de la alcuza. Ya sabes cómo funciona la cosa: estoy a tu servicio, tú mandas y yo obedezco, patatín, patatán, todo ese rollo.

El genio lleva pinta de cansado, suda por el calor, ha cogido mala postura dentro de la alcuza y lleva un dolor de riñones que se le nota en la cara.

»Tienes un deseo, macho. Sí, no pongas esa cara, que la cosa está muy chunga y me han recortado el presupuesto; lo de los tres pasó a la historia cuando la pandemia y no tiene pinta de que vuelvan. Un deseo, uno solo y espabila que se ha hecho tarde y he quedado a comer con unos golems.

A Venancio, que se le ha pasado la cogorza de golpe, la cabeza le da vueltas, no sabe si creerse lo que le está pasando y se le amontonan las ideas.

—Pero ¿puedo pedir lo que quiera? —pregunta incrédulo.

—Lo que te dé la gana —contesta el genio con displicencia, sin dejar de mirarse las uñas de las manos, demasiado largas y mugrientas—, pero solo una.

Venancio sigue dudando. No lo tiene claro, hay mil y una propuestas para ser feliz; es tan difícil decantarse por una sola.

—Pero, ¿el deseo puede ser múltiple? Me explico. Quiero tener melena, los ojos azules y la voz de Frank Sinatra, solo por poner un ejemplo, no la jodamos —aclara.

El genio mira el reloj con fastidio, se le está haciendo demasiado tarde y todavía tiene que cerrar un bolo en el pueblo de al lado.

—Venga, sí —concede con desgana—, pero aligera, coño, que nos van a dar las uvas.

A Venancio, las neuronas se le revolucionan al máximo, barajando posibilidades. El genio espera, dando ligeros toquecitos de impaciencia con el pie.

—Ya está —se decide por fin—, toma nota y no metas la pata. Quiero ser muy inteligente, fuerte como un toro, poderoso, capaz de vencer cualquier obstáculo y de manejar el mundo con un solo dedo.

El genio lo mira con cara de pasmo.

—¿Estás seguro? ¿No prefieres, yo qué sé, un caldero de oro, un caballo que vuele, una mansión en la Costa Azul…?

A Venancio le han entrado las prisas, lo devora la impaciencia y apremia al espíritu.

—Que no, carajo, que lo tengo claro. Tira y cumple con tu obligación de una vez, ya.

El otro se encoge de hombros; pasa de todo. «Ya he aguantado al idiota este demasiado tiempo, que le den», piensa.

—Lo que tú digas, colega. Que tu deseo, que es orden suprema para mí, se haga realidad.

Hace unos gestos raros con las manos, se produce un fogonazo y a Venancio le recorre el cuerpo una especie de descarga eléctrica, a la vez que se le ponen los pelos de punta. Se siente fuerte, con poder, capaz de enfrentarse a todo, más listo. Se ha cumplido la magia.

Bate palmas ilusionado, se palpa el cuerpo, la cabeza, parece que le ha crecido el pelo, mira sus manos, los pies, el pecho y, entonces, al posar sus manos en los pectorales, lanza un gritito de espanto.

—¿Pero esto qué es? —pregunta con la voz alterada por el terror.

—Un par de tetas, lo que has pedido, chati, convertirte en mujer ―contesta el genio con una carcajada―. Aunque me da que contigo, el hechizo solo va a funcionar en superficie. De tío eras muy majadero y eso no hay magia que lo arregle.

Venancia, aterrada, echa las manos hacia abajo, en busca de la entrepierna.

»Sí, allí también has sufrido cambios de gran calado, hija, es lo que toca, y por las fechas está a punto de venirte la regla.

—¡No me fastidies! —aúlla como loca—, vuelve a dejarlo todo como antes, por tus muertos.

—Santa Rita, Rita, Rita —canturrea el cabrito del genio, ahora sí, visiblemente satisfecho—, estas cosas son irreversibles, monada. ¡Hala, a disfrutarlo! Ponte faja, cariño, que echas tripa, y a dieta; si quieres lucir palmito en la piscina toca operación bikini, ya sabes. Ah, y arréglate las puntas, que las llevas echas un asco.

Y el genio, una vez cumplida su obligación, se difuminó en la calima de la tarde como un travieso espejismo.

Moraleja. Hay que tener cuidado con lo que se desea, no vaya a ser que se cumpla.

SUSANA NÉRIDA

Progreso inadaptadamente

Lancé un misil a ese pasado,

Que de tanto apretar me tenía ahogado;

Desde niña mi parte emocional abandonada,

En este gran mundo cual ensenada.

Con unos años se acercaron

A ver en qué me embarcaba

Pero sentía que me abandonaron

¿Y ahora para qué se acercaban?

Extrañada y exhausta batuta la mía,

Como única compañía,

Me enseñó que la soledad era amiga,

Ni un gigante ni una hormiga.

Al que mi compañía consiga,

No vea en el ojo la paja como viga,

No soy una compañía vaga,

Ni insustancial charlatanería tiene esta náufraga.

Náufraga de las emociones,

Que aprendí a base de leer y canciones,

Náufraga en la soledad,

Conviviendo con la ansiedad.

Y aunque ahora tenga más apoyo,

no se puede olvidar que con vuestra presencia,

amargásteis mi existencia;

entre traumas con sobrenombre ahora fluyo.

Cuando no me amargáis la existencia,

lo hacéis con mi pareja, con o sin presencia,

diciendo que no es de vuestra complacencia

y dictando sentencia.

Perdónenme usted, eminencia,

comparezco sin abogado pero con presencia,

porque ahora os duele que cure y hable las cosas,

para que no pesen como las baldosas,

Ni que continúeis siendo losas.

Sólo una loca,

huyendo del pasado que desboca,

en nuevas violencias desemboca,

huntada en mercromina, pero es poca.

Y los que hablan a las espaldas sobre lo escrito,

mejor callados, para no contribuir al delito,

que hasta para hablar de los traumas, censuraron;

condenándome de nuevo, me silenciaron.

Ya no es sólo que causen trauma,

o que te silencien al mandar callar,

maltratarores sois todos, tras esto voy a condenar;

verdugo y jueces, todo lo que hicisteis suma.

Y aquí está condenada,

por estar traumada,

se niega a seguir silenciada,

para proteger vuestras lindas moradas.

Escribo esta poesía,

harta de su constante violencia,

estoy cansada de tanta tontería,

de love bombing y su zalamería.

Esta princesa de cartón,

no es una del montón,

se distingue del mogollón,

por lo rotos que están cabeza y corazón.

Desde la frialdad que en persona me caracteriza,

hablo por las víctimas y la piel se eriza,

las heridas literalmente memoriza,

es la consecuencia que me caracteriza.

Soy un trauma caminante,

de experta ya me hice comandante,

o quizá terrateniente,

ahora vengo yo a silenciarte

porque juzgas sin haber estado presente.

Que si algo venimos superando

es por estar hablando

y no por pecar callando

en distintas situaciones conversando.

Y así, el deseo de ser querida,

se esfumó al curar la herida,

ya no lucho por ser aceptada,

esta es la huella de una inadaptada.

DAVID MERLÁN CASTRO

EL TESTAMENTO DEL SEÑOR VALCÁRCEL

Cuando Don Isidoro Valcárcel de Ulloa murió, nadie le lloró. Algunos disimularon su alivio con trajes negros y gafas oscuras. Otros mentalmente, brindaron en silencio, mientras el ataúd descendía, y otros, directamente ni asistieron. Fue enterrado en su jardín, como él mismo dejó indicado en un testamento que, según se decía, era tan extraño como lo había sido toda su vida.

Enterrado y llorado, llegó el momento impersonal, pero legal y altamente ansiado por sus avariciosos e interesados herederos de saber qué es lo que les había correspondido en herencia. Todos disimulaban pero en el fondo estaban deseando saber la suerte qué les había deparado. Días después, cinco personas recibian una carta con el sello lacrado de su abogado personal, el señor Don Higinio Bárcena de Sotomayor:

Imaginándose su voz, leyeron las letras:

«El señor Valcárcel de Ulloa ha dispuesto que su herencia —valorada en más de ciento ochenta millones de euros— será entregada a una única persona. Está será aquella que adivine su deseo más profundo. Si usted acepta, renuncia expresamente al derecho de reclamar concepto alguno en caso de no ser la persona que dé con la clave. Por el contrario, si como era el deseo del señor Valcárcel, acepta las reglas del juego, cuando así se le comunique, se personará en su residencia y desde ese momento tendrá una semana. Una única respuesta, y una única oportunidad para dar con la respuesta correcta.”

La carta iba firmada con tinta azul, y con una posdata escrita a mano por el mismisimo difunto:

“Un matiz importante: No te equivoques. No me refiero a lo que quería en vida. Me refiero a lo que deseaba en vida. Demuéstrame que de verdad me conocías, y la herencia será tuya”

Los días pasaron y tal y como estaba previsto, los convocados fueron llegando a la mansión en coches caros, pero ojerosos de ambición:

La primera en llegar fue Leonor, su sobrina, abogada y huérfana desde los cinco años, criada por Isidoro con una mezcla de afecto y manipulación.

El segundo en acudir fue Germán, el hijo del antiguo socio que el señor Valcárcel arruinó y cuya fortuna compró en subasta pública.

La tercera en llegar a la finca fue Beatríz, su enfermera, que nunca reveló detalle alguno de los últimos días de vida del fallecido.

A continuación fue el turno de Tomás, el hijo ilegítimo de un romance que Isidoro nunca reconoció en vida. Una demanda de paternidad y los tribunales posteriores se encargarían de corregir aquello.

Y por último, Esteban, su hermano menor, con quien no se hablaba desde hacía treinta años.

—¿Qué pasa aquí? ¿Está cerrado?—dijo Germán intentado mover el picaporte de la puerta al ver que nadie acudía a abrir tras tocar el timbre Leonor.

—¿No abren? Qué raro. Llegaríamos pronto—añadió Beatríz llegando a su altura—. yo solía entrar por la puerta de servicio cuando venía a atender al señor Valcárcel.

En ese instante, la puerta principal de la mansión crujió y comenzó a abrirse lentamente.

Cuando finalizó su recorrido, la figura de un cincuentón enfundado en un traje impecable se dejó ver, al tiempo que acababan de hacer acto de presencia los dos herederos restantes, Tomás y Esteban.

Tras escudriñarlos en silencio, les indicó que podian entrar.

Ya en el Hall, hizo las presentaciones oportunas.

—Me llamo Manuel Ortega. Soy el archivista personal del señor Valcárcel y les acompañaré durante estos días durante su estancia aquí. Lamentablemente y como es conocido por todos ustedes el señor Rebolledo se encuentra indispuesto en el hospital. La noticia del fallecimiento del señor le ha afectado mucho. Su plena dedicación como mayordomo durante estos últimos veinte años, sin duda ha influido en su delicado estado de salud.

El silencio invadió la estancia y todos asíntieron a las palabras del empleado. Todos los conocían y a ninguno le caía muy bien. Los cinco lo tenían por una persona que no quisiera nada con aquel mundo, extraño e introvertido como si le molestase relacionarse con la gente, y menos con el señor Valcárcel, pero entendían que alguien tenía que hacer ese trabajo.

–Si hacen el favor de acompañarme a sus habitaciones, podrán ponerse cómodos y descansar del viaje. Después les daré más indicaciones.

Obedientes como niños, se fueron acomodando en sus aposentos previamente seleccionados; bien por sus visitas anteriores, o bien por sus deseos personales del momento.

Una hora más tarde, y vestidos de forma informal para la ocasión, se encontraron en el salón. Las miradas no paraban de sucederse y quien más y quien menos se preguntaba qué es lo que se le podía estar pasando por la cabeza a los otros cuatro. Como si la mansión se hubiera convertido en un enorme tablero de ajedrez cada uno de los cinco, concretaba sus afinidades, rencillas y desavenencias forjadas durante años; promesas de reparto y amenazas veladas, y las alianzas y traiciones entre los allí presentes.

—Tiene que ser algo sentimental —dijo Leonor mientras hojeaba viejas fotos en el despacho—. Tanta riqueza al final no sirve de nada si mueres solo, ¿No?.

—No estoy de acuerdo. Él deseaba controlarlo todo —comentó Germán—. Siempre lo hizo. Esto es solo su forma de seguir dominándonos incluso desde el más allá.

—Tengan por seguro que yo lo cuidé, incluido lo vi llorar por las noches —dijo Beatríz—. Su deseo era pedir perdón. Pero nunca supo cómo.

—¡Venga ya!—exclamó Esteban. —¿Mi hermanito, pedir perdón? ¿Y qué más?.

—No dudo de tu entrega y dedicación todos estos años, y menos dudo de tus buenas intenciones, Beatríz, pero sinceramente no sé qué pintas tú aquí—sentenció Tomás haciendo daño.

—¡Mira quién fue a hablar, el hijo bastardo que repudió toda su vida!. ¡No me hagas reír, primo!—saltó Leonor al comentario de Tomás.

La tensión crecía a medida que pasaban los días. En la cuarta noche, Germán, el hijo del antiguo socio que el señor Valcárcel había arruinado, fue hallado en la biblioteca con el cuello roto tras una caída por las escaleras. Oficialmente, un accidente. Extraoficialmente, sospecha de asesinato. Pero nadie abandonó la casa. La herencia estaba en juego.

Tras recuperar la intimidad, en la mañana del séptimo día, el señor Bárcena de Sotomayor, ante la atenta mirada del archivista, los reunió en el salón principal. Tras comentar que, tal y como obraba en el testamento, las reglas estaban claras y la muerte del señor Germán Burgos no trastocaba los planes ya que todavía no había realizado su apuesta. La avaricia desbocada de los cinco, había hecho que ahora solo fueran cuatro los postulados a llevarse la herencia millonaria.

Tras un breve impas, les recordó las reglas y les pidió que uno a uno, escribieran en una hoja sellada el deseo que creían haber descifrado. Una respuesta breve. Sin explicaciones. También les recordó que en caso de que ninguno de los allí convocados diera con la respuesta correcta, él, en calidad de abogado y custodio de sus últimas voluntades, tenía órdenes expresas de proceder, pero que no serían reveladas a los allí presentes, toda vez que, si no habían dado con la solución correcta, habrían perdido su oportunidad ya que quedaría demostrado que no lo habían conocido lo suficiente en vida y por tanto no eran merecedores de su riqueza.

También y para finalizar con los prolegómenos, les indicó que a medida que lo escribieran, deberían darsela al señor Ortega y este sería el encargado en calidad de testigo, de introducirlo en una urna que sería entregada al señor Bárcena para que procediera con el veredicto.

Refunfuñando por aquella «cláusula secreta» tal cual una votación en un cónclave papal en la capilla sixtina, aceptaron a regañadientes y fueron escribiendo uno a uno su apuesta.

Leonor escribió: Ser amado.

Esteban: Recuperar el control.

Beatriz: Redimirse.

Tomás: Revivir su infancia.

—¿Preparados? —demandó el abogado.

Todos, como no podía ser menos, aceptaron ansiosos y mantuvieron la tensión mientras el abogado leía cada papel en voz alta, con rostro pétreo. La tension se podía cortar en el aire con un cuchillo. Luego se aclaró la garganta y dijo simplemente:

—Ninguno ha acertado.

El silencio fue denso como el alquitrán. Nadie

protestó. Cabía esa posibilidad más que de sobra. Bárcena se despidió con una breve reverencia y se marchó anunciándoles que ya tendrían noticias suyas.

¿No habia ganador? ¿Y ahora qué?

Una semana después, en un despacho modesto de la planta semisótano de la mansión, suena el teléfono y Manuel Ortega contesta la llamada.

—¿Eres Manuel, Manuel Ortega, el archivista de la mansión Valcárcel de Ulloa?

—Sí.

—¿Estás solo?

—Si.

Una voz serena respondió:

—Soy el señor Bárcena, el abogado…

—Al grano Higinio que no tengo todo el día..

—Ja,ja,ja. No me dejas disfrutar del momento, ¿O qué?

—No estoy para bromas. Después de lo de Germán me ha quedado mal cuerpo. Verlo así, caer y partirse el cuello, aaaggg.

—Bahh! Un pequeño empujón bien vale noventa millones de euros, ¿No crees?

—Supongo que si.

—¿Supones? ¿Pero es que aún lo dudas? ¡Nos iba a delatar si no aceptabas su chantaje después de lo que descubriste entre los papeles de Isidoro!. O leía su nota y decía que él era el heredero o tiraba de la manta. ¿Ya te has olvidado?

—No, no me he olvidado.

—Pues entonces. Haremos en lo que hemos quedado. Les diremos a esos cuatro idiotas pijos engreídos hijos de papá que la clausa secreta con su último deseo era dejártelo todo a ti, que el testamento completo decía:

«Mi deseo más profundo es que me olviden. Quien no intente comprenderme, que lo reciba todo. El deseo de ser recordado es para los débiles. Mi libertad será completa cuando no quede nadie que me nombre. Quien logre ese olvido… que disfrute de todo mi patrimonio» y quien mejor que tú, Manuel el archivista que cuidaba de los documentos del difunto, pero que nunca se involucró en su vida personal… y por eso, paradójicamente, se ganó la herencia.

—No lo veo.

—¿Qué no lo ves? No te preocupes, si te parece entonces, decimos que la clausa decía que llegado este punto me dejaba todo a mi porque me quería mucho y sin problema.

—No te pases.

—Mira, Manuel. Estamos juntos en esto. Tú eliminaste el cabo suelto y podía chantajearte con eso, pero tú te la jugaste y mereces tú parte. Además, los cuatro te tienen por un perfecto extraño. Encajas perfecto en la descripción del deseo del señor Isidoro Valcárcel, ya me entiendes, ja,ja,ja. Además, ¡Qué más da! No pueden hacer nada. Aceptaron las reglas…, bueno, mejor dicho…mis reglas,…¿o no?.

—Está bien, está bien. Prepáralo todo.

—Tu tranquilo. Cuando pongamos el cartel de SE VENDE y te retires en el caribe a vivir la vida, se te pasarán las dudas y los remordimientos y lo verás todo diferente. Un saludo y estamos en contacto. Adiós.

Manuel cuelga el teléfono. Una luz se apaga en el despacho de la mansión Valcárcel. ¿Será por última vez?.

FIN

RAÚL LEIVA

Sufijos

El viento infinito e incoloro nos arrebata minuto a minuto recuerdos. Alborota nuestras vidas para intentar torcer nuestros destinos. Afecta, pero rara vez define algo.

Como cada lunes, ella va a trabajar al edificio de oficinas desde hace 10 años ininterrumpidos. Se sienta en su cubículo y una vez más le cuenta a su compañero, que también es su cuñado y está casado con su hermana, un extraño sueño donde ambos son protagonistas de una historia imposible. Ambos ríen y su día sigue, como tantos otros días. Las palabras son del viento y vuelven a él cada día.

Como cada martes, él queda con la conciencia hecha un nudo. No se puede sacar a su cuñada de la cabeza. Recuerda el sueño que le contó y el día se le hace largo cuando no la ve. Trata de mantener la naturalidad con su mujer, pero ya van varias veces que lo encuentra pensando y midiendo. Por la noche contacta a su mejor amigo por el servicio de mensajería y le cuenta su situación. Piensa que así se lo saca un poco de encima, pero es muy fuerte lo que le crece adentro. Su alma se llena de aire y dudas cada día.

Como cada miércoles, él visita al psicólogo para contarle otra vez lo que le pasa. Su vida perdió el eje y está tratando de acercar lo real a lo que siente y cree que en algún momento algo se va a romper. Según el terapeuta, esos sueños recurrentes son signo inequívoco de un deseo reprimido que siente su cuñada y la duda que crece dentro de él es un claro indicador de correspondencia. La única salida es sincerar los deseos y dejar salir el sentimiento, aunque esto conlleve a la ruptura de la pareja. Se está quedando sin aire y lo sabe.

Como cada jueves su mujer lo despierta con un beso y un rico desayuno. La culpa con que come las tostadas lo ponen en evidencia y su mujer pregunta si pasa algo malo. La creatividad para inventar cuestiones que tienen que ver con el trabajo se le está acabando y cada vez se pone más a flor de piel lo que costó esconder durante años. Intenta sin éxito silenciar las voces en su cabeza y planea estrategias para avanzar sobre lo que siente, pero no encuentra un camino libre de pecado.

Como cada viernes sucede el insomnio mirando y midiendo a la destinataria de su desamor. Repasa con la vista su hombro desnudo y calcula cuánto va a extrañar esa escena que se le regala cada viernes cuando se decida a liberar su alma. Planea otra vez el anestesiado diálogo que puede abrir su celda. Tantos años confunde el amor con la costumbre y lo nuevo lo tienta hasta hacerlo trastabillar sin remedio. Los silencios son puertas que nunca se anima a atravesar por más que él las haya abierto.

Como cada sábado ella llama a su hermana para contarle lo raro que lo ve a él. Lo siente distante, frío y ajeno. Trató de llegar de varias maneras, pero él solo le habla de trabajo y rara vez la mira a los ojos. Sabe que algo le pasa, pero no sabe bien qué. Esta situación ya la tiene cansada, sin embargo la educaron para luchar por lo suyo, y la pareja era algo que no pensaba dejar ir gratuitamente. Costaba postergar lo importante, pero era la única manera de seguir juntos, dejando que el viento se lleve los calores, como siempre había pasado en su familia. Su hermana la escuchaba atentamente pero no podía ayudarla aunque quisiera. No estaban en ella las decisiones ni los consejos, solo el oído paciente de quien espera.

Como cada domingo ella se despertó buscando en Google un sueño que pueda llegar a significar algo, un germen que agriete un poco más el corazón de su cuñado, una duda que se arraigue como un peligroso liquen, como una costra verde en su corazón y que la fuerza del viento solo la reseque hasta dejar una mancha permanente. Nunca le iba a perdonar a su hermana robar el primer amor que tuvo, y nunca iba a interponerse en la pareja de nadie, pero soñar es gratis y las dudas cuestan más que el oro. No iba a ser feliz, pero al menos en ese pozo, ella no iba a estar sola.

Nada cura como el olvido. Ni siquiera el viento. Solo te ciega momentáneamente para volver a empezar de nuevo, cada día, eterno, silencioso, cómplice.

RUFINA SEVILLA

El deseo.

El deseó de un beso de tú boca

Dos caricias te daría

Tres abrazos que demuestren

Cuatro veces mi alegría

Y la quintá sinfonía

De mi sescto pensamiento

Siete veces te diría

Las ocho letras de un te quiero

Porque nueve veces por ti vivo

Y diez por tí muero.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ

PLAN DE HUÍDA

El tanga rojo colgando de la lámpara. Eso fue lo primero que llamó mi atención nada más entornar el párpado derecho. Pronto pude corroborar mis sospechas al abrir el izquierdo y empezar a disfrutar de una visión estereoscópica de toda la habitación.

Disfrutar sería una forma muy generosa de referirme a la escena. Lo que aquella noche posiblemente habría sido el colofón de un deseo irrefrenable, ya a plena luz del día pintaba muy diferente. La incertidumbre, esa que se siente en los primeros minutos del despertar, fue dando paso a la incredulidad y finalmente al terror paralizante cuando, por fin, pude apartar los ojos de la lámpara y su diminuta prenda roja anexa, que para más señas era mía ¿de quién si no? y giré la cabeza, topándome con él. Arturo creo que se llamaba la criatura en cuestión, pero no me hagan mucho caso.

Es curioso el arrojo del que te equipan el alcohol y la oscuridad, una mezcla mortal que se apelmaza a las tres de la mañana, haciéndote crecer alas a la vez que dispara tu imaginación y te lleva por insospechados caminos. Cosas del deseo temerario e incontenible ese del que hablaba antes. Al día siguiente, recobrada la cordura, la realidad te despierta con la mano abierta. El tío no está tan bueno como se suponía y lo que el alcohol te había dibujado con trazos de amante increíble ahora se ha convertido en una especie de oso peludo y barrigón, desparramado en el lado derecho de la cama, como Dios le trajo al mundo y roncando como rey de la selva. Además, dotado lo que se dice dotado, tampoco es que estuviera, las cosas como son. Aquello daba pena solo de mirarlo. Madre mía, ¡cómo estarías anoche, Merche! Si es que ya te conformas con cualquier cosa. De María, ni rastro. La que hasta ahora suponía mi amiga se debe estar descojonando en alguna parte.

Movida por mis reflejos, o quizá por el instinto de supervivencia, intenté tirar de peteneras. Con suerte, lograría huir sin ser vista. Deslicé la sábana con sigilo y busqué mi sujetador, uno de fantasía a juego con el tanga, entre la maraña de ropa, además de otras cosas que ocupaban el suelo entero del dormitorio. A juzgar por cómo estaba todo, parece que anoche había hambre. La batalla cuerpo a cuerpo debió ser feroz. Agarré mi ropa hecha una bola y me dirigí de puntillas hacia el pasillo para intentar recomponerme sin hacer ruido.

Sin embargo, justo en el peor momento, la gravedad se hizo presente. El tanga, que colgaba de la lámpara apenas por unos centímetros, de pronto se deslizó movido por la ventolera originada por uno de los ronquidos del macho alfa, lanzándose al vacío y yendo a caer justo sobre la cara del rey, el supuesto Arturo, que no tenía tabla pero estaba redondo, quién se despertó sobresaltado. Ni qué decir tiene que me descubrió in fraganti, con el culo al aire, abrazando una bola de ropa lo mejor que podía, con cara de póker y sin saber muy bien qué decir.

Cazada con diurnidad y alevosía, que diría un juez.

ANGY DEL TORO

BÉSAME

Se excitan mis sentidos;

la pasión y el deseo de ti me traicionan.

Sé que no te has ido —te presiento—

y en un éxtasis sublime, continúo leyendo:

Deseo que hoy, sin prisa, beses mi vida y mis cenizas.

Tus recuerdos bastaron.

Fui por el bolso, pedí permiso en la biblioteca

y salí, en busca de esos besos

que hoy reclaman…

y el deseo de amarte, besé.

Y en ese beso, fui tuya otra vez.

EFRAÍN DÍAZ

Luego de cinco meses de relación, Alicia y Alberto necesitaban un respiro. Un descanso del tráfico, de la prisa, de la indiferencia que les imponía la vida citadina. Habían comenzado a sentirse atrapados en la rutina, y uno en el otro, y sabían que si no escapaban pronto, algo dentro de ellos terminaría por estallar.

Pidieron vacaciones y planificaron una semana en el Parque Nacional de Yellowstone. Querían desconectarse de todo: de las computadoras, de los móviles, de la tecnología. Querían escuchar el canto de los pájaros, el rumor del viento entre los pinos, el fluir del riachuelo. Volver al mundo real. O tal vez al mundo salvaje.

Empacaron sus cosas y emprendieron el viaje. Siete horas de carretera bordeada por un paisaje fresco, de verdes intensos y ciervos curiosos asomándose entre los árboles. Finalmente, llegaron a la cabaña que habían alquilado: solitaria, apartada, rodeada por un espeso bosque de pinos que parecía devorarse la luz.

Caminaron por senderos bien trazados, vieron animales en su hábitat natural y dejaron que la tarde se les deshiciera entre los pasos. El hambre los hizo volver. Cocinaron algo sencillo, abrieron una botella de vino y brindaron. A medida que bebían, sus cuerpos se aflojaban, sus miradas se hacían más densas, como si el deseo hubiese estado agazapado todo el día y por fin se atreviera a salir.

Las inhibiciones fueron cayendo como el telón en un teatro vacío. Alicia desabotonó con coquetería la camisa de Alberto, mientras él bajaba lentamente la cremallera de sus jeans y los dejaba deslizarse por sus piernas. Se besaron, se tocaron con hambre, con ternura y con ansia. Se desnudaron entre risas y suspiros, y luego fueron a la ducha, no para lavarse, sino para explorarse con las manos enjabonadas. El agua caliente parecía disolver las últimas barreras.

Y cuando por fin, ya secos y rendidos, se dejaron caer en la cama con la intención de consumarse, un golpe seco resonó en la puerta. Al principio pensaron que era el viento. Tal vez una rama. Pero los golpes se repitieron, secos y rítmicos, como si alguien, o algo, supiera exactamente lo que hacía.

Del deseo pasaron al terror.

EL IDIOTA

DESEO.

Nunca me gustó el sonido de la sirena de las ambulancias; la confundía con la de la policia y me ponía nervioso con tan solo pensar en que venian por mí. Cuando lograba diferenciarlas, porque suenan diferentes, entonces me embargaba la tristeza, me inventaba dramas de gente luchando por la vida. Me gusta el melodrama.

Sin embargo, ahora lo escucho con placer y esperanza porque sé que los otros autos se pondrán a un lado del camino para cederle paso al rectángulo donde dos personas calificadas asisten a otro para que sea vencedor en la batalla, que también es contra el tiempo. Imagino a alguien nervioso y triste tejiendo mi tragedia: ya nada queda por imaginar. Las historias, como la vida, se repiten una y otra vez.

Lo sé, el protagonista soy yo.

Anhelo profundamente encontrarme con el genio de la lámpara maravillosa para pedirle un solo deseo: deshacer lo hecho y comenzar desde el principio, antes de llegar a Texas.

—Ten cuidado, Arturo, aquí cualquiera tiene un arma—me aconsejaron.

Pensé que sería facil y divertido. Easy money. Si llego a saber no hubiese entrado a robar ni me hubiera reído de la vieja apuntándome con la escopeta, mucho menos hubiera intentado quitarle el arma pensando que era incapaz de usarla.

En Texas cualquiera tiene un arma y sabe usarla.

No oí la advertencia y el que no oye consejo …

Suena la sirena de la ambulancia. Estoy calmado. A lo mejor no, va y es tan solo el decaimiento por la pérdida de sangre.

Deseo que lleguemos a tiempo al hospital. Pido a Dios, hago promesas…

¡Maldita vieja, qué puntería!

FRAN KMIL

—¿Qué desea el señor?

Preguntó la joven de cuerpo hermoso, minifalda corta y blusa ajustada al cuerpo, de sonrisa encantadora con el block de nota y lápiz en la mano para anotar el pedido.

Muchos deseos insanos me atacaron al mismo tiempo, incluso por la parte baja de mi cuerpo, entre las piernas. Arrancada de caballo viejo. Deseos sin poder de ejecución, marchitos por el tiempo. Quién fuera encantador, quien fuera ruiseñor, quien fuera … joven y trovador.

— Combo número 3 y un spray por favor.

Ella se fue sin conocer que mis deseos se quedaron rondándola.

La razón me recordaba las tantas veces de joven que me preguntaba el porqué los viejos buscaban jóvenes.

Ahora el viejo soy yo. Ahora sé que él cuerpo envejece pero el gusto y los deseos no.

SERGIO TÉLLEZ

Se asomó por la esquina de la tienda de Don Lolo, su cabello oscuro recogido en un moño bajo la pañoleta de algodón que cubría su cabeza, protegiéndola del sol inclemente que caía sobre el pueblo. La tienda, con su fachada de adobe desgastada por el tiempo y el techo de tejas de barro, era el corazón del pueblo, el lugar donde se reunían los habitantes para compartir noticias, rumores y risas.

Un aroma a café recién hecho y pan fresco salía de la tienda, mezclándose con el olor a tierra húmeda y hierba recién cortada que flotaba en el aire. El sonido de las gallinas cloqueando en el patio trasero de la tienda y el murmullo de las conversaciones de los hombres que jugaban cartas en la mesa del fondo creaban un ambiente cálido y acogedor.

La muchacha se dirigía al río con un cesto de ropa para lavar, hecho de caña brava. Mientras caminaba, el sonido de sus alpargatas de fique golpeaba el suelo de tierra y el canto de los pájaros en los árboles cercanos llenaban el aire. Su mirada se desvió hacia la casa de Del Vianco, que se encontraba un poco apartada del pueblo.

Sante del Vianco estaba en el patio de su casa, trabajando en la reparación del techo de tejas que cubría la pequeña vivienda de adobe. El cabello rubio indomable estaba cubierto por una gorra de lino, y sus ojos azules brillaban con intensidad mientras martillaba las tejas con un ritmo constante. La camisa blanca de algodón remangada hasta los codos, revelaba unos brazos fuertes y bronceados por el sol.

A pesar de su aspecto extranjero, Del Vianco parecía haberse adaptado bien al ritmo de vida del pueblo, y su presencia se había vuelto familiar para los habitantes. Sin embargo, algo en él lo hacía destacar, algo que llamaba la atención de las mujeres del pueblo y las hacía suspirar. Quizás era su acento italiano, que sonaba musical y exótico en el entorno rural, o quizás eran sus ojos y su sonrisa, que parecía iluminar el aire a su alrededor. Fuera lo que fuera, Sante del Vianco era un hombre que no pasaba desapercibido.

Suspiró por él. Se imaginó a sí misma caminando del brazo del extranjero por la calle principal, con su cabello rubio y sus ojos azules brillando al sol. Sus padres no verían con malos ojos esa relación; de hecho, probablemente la animarían, pensando que Sante era el hombre perfecto para ella.

Sante llegó al pueblo en los años posteriores a la Segunda gran Guerra. Era un hombre de pocas palabras que parecía llevar consigo un peso invisible. Con sus habilidades como maestro de construcción, se integró en la comunidad, pero su pasado permanecía envuelto en misterio. Los rumores se propagaban como la pólvora: algunos decían que había sido un soldado de Mussolini, mientras que otros afirmaban que pertenecia a la policía secreta italiana. La gente del pueblo se preguntaba qué secretos escondía detrás de sus ojos azules, pero Sante permanecía callado, dejando que las especulaciones siguieran su curso. Su silencio era un muro que nadie parecía capaz de traspasar.

La bella muchacha dio un rodeo, no quería que la vieran, y llegó al patio de Del Vianco. Al notar su presencia, Del Vianco se quitó la gorra y se pasó la mano por el cabello, mirándola con tanta intensidad que la hizo sentir mareada. «¿Cosa posso fare per te, mi hermosa?» preguntó Del Vianco con su particular acento, su voz era baja y suave.

La muchacha se quedó prendada de amor al escuchar la frase de Del Vianco, «¿Cosa posso fare per te, mi hermosa?». No entendió las palabras italianas, pero la palabra «mi hermosa» resonó en su corazón como una campana que toca a gloria. El acento de Del Vianco, tan particular y melodioso, la hizo volverse loca de emoción. La manera en que pronunciaba las palabras, con un ritmo y una cadencia que parecía bailar en el aire, la dejó sin aliento.

Mientras la miraba, sus ojos azules brillaban como el cielo en un día de verano, y su pelo rubio, despeinado por la gorra, parecía dorado bajo el sol. La muchacha se sintió atraída por él como una polilla por la llama, incapaz de apartar la mirada de su rostro, y un deseo intenso y repentino la invadió, como si hubiera despertado algo profundo dentro de ella. El patio, con sus macetas de geranios y su fuente de piedra, se convirtió en un escenario mágico, donde Del Vianco era el protagonista y ella, la espectadora enamorada.

La voz de Del Vianco, baja y suave, parecía acariciar sus oídos, y la muchacha se sintió envuelta en una sensación de dulzura y pasión que nunca había experimentado. En ese momento, supo que estaba perdida, que su corazón pertenecía a ese extranjero de ojos azules y acento melodioso.

Del Vianco se acercó a la muchacha, su mirada azul intensa y cálida. «Bella, sei una tentazione», dijo con voz baja y seductora. La muchacha se ruborizó ligeramente, pero no apartó la mirada, sus ojos negros brillaban con emoción.

«Sí», respondió con un susurro.

Del Vianco se rió suavemente, su mirada nunca abandonó la de la muchacha. «Cosa fai qui, mia cara? ¿Por qué me miras así?», preguntó con acento italiano haciendo que las palabras sonaran como un susurro íntimo. La muchacha se mordió el labio inferior, su respiración agitada.

«Sí», repitió, con voz apenas audible.

Del Vianco sonrió, su mirada brillaba con diversión y deseo. «Anch’io ti guardo, bella. Y creo que voy a guardarte para siempre», respondió, la voz parecía llena de promesas. Ella asintió con dulzura.

Del Vianco se acercó un poco más. «Vieni qui, mia cara», dijo. La muchacha se acercó, su corazón latia de manera intensa.

«Sí», repitió de nuevo.

Del Vianco susurró

«Bella», con ternura. Ella sonrió de nuevo, su rostro estaba radiante de felicidad.

Del Vianco habló con pasión, sus manos gesticulando mientras describía sus sueños. Ella lo miraba con ojos brillantes. «Sí», murmuraba de vez en cuando.

Del Vianco se rió y dijo: «Bella, sei una visione». La muchacha se ruborizó ligeramente. «Sí», repitió.

Del Vianco se acercó un poco más. Ella murmuró «Mmm» y lo miró fijamente. Una especie de orgasmo se había desatado en su interior.

Su mirada se perdió en la de Del Vianco.

Él la miró con una expresión seria. «Bella, te voy a decir la verdad», dijo. «Io ero un soldado italiano, pero ho abbandonato l’esercito». Ella lo miró con curiosidad. «¿Sí?» preguntó.

Del Vianco suspiró. «Sì, non potevo più continuare a combattere. Voglio trovare la pace, con me stesso y con la vida». La muchacha lo miró con una sonrisa. «Sí», dijo.

Del Vianco se acercó un poco más. «Ti ho visto prima, bella. Ti ho scelto. Voglio compartir la mia vita con te, se tu lo aceptas». Ella lo miró con ojos brillantes. «Sí», repitió.

Del Vianco sonrió débilmente. «Voglio una vita tranquilla, con te. Voglio sposarti, bella». La muchacha sonrió de nuevo. «Sí», murmuró.

Del Vianco devolvió la sonrisa al escuchar la respuesta de la muchacha. «Sì, allora è deciso», dijo, tomando su mano. Ella asintió con la cabeza, sonriendo.

Se besaron bajo el sol, rodeados de naturaleza, con el futuro lleno de promesas. «Ti amo», susurró Del Vianco. La muchacha sonrió, sin decir nada, pero su mirada lo decía todo.

EVA AVIA

Deseo incierto

Recorro las calles de Madrid a gran velocidad dirección al único lugar donde nadie me daña, mi hogar. Las luces que la iluminan pasan como relámpagos y, al igual que la lluvia descarga sobre mí toda su fortaleza, las lágrimas que mojan estas mejillas nacen del corazón. Una mezcla entre el deseo, el amor, el odio y la compasión, son los sentimientos que proceso hacia un hombre al que solo utilizaría para saciar la necesidad más primaria. No son míos, ahora lo sé, es el alma de Aida, el que alberga todas esas contradicciones. Necesito saber lo que sucedió de verdad, voy a enfrentarme al pasado que tan presente está.

A mi llegada a casa, papá está sentado frente a la ventana, viendo caer esa cortina de agua que va a purificar todo lo malo que hay en nuestros cuerpos y almas.

—Toma, hija —Dándome un viejo libro.

—¿Qué es esto? —Dejando caer mi cuerpo a sus pies.

Creo saber lo que es, la pregunta es cómo él sabia que yo necesitaba verlo.

—Lo que estabas necesitando saber. Y sé lo que te estás preguntando. Vivimos en un siglo donde la información está al alcance de todo el mundo, solo hay que saber buscarla. Tu jefe es descendiente directo de aquel que en su día rompió el alma de la tuya. Va siendo hora de que creas en lo que tu madre y tu abuelo te contaban. Y que entiendas el motivo del porque tu mamá te abandonó cuando aún eras tan pequeña.

Tomo ese viejo libro y dirigiéndome al dormitorio, rozo su cuero desgastado, mi alma, mi cuerpo, ahora van a formar parte de él. El borde de mi cama se siente especialmente dura. Enciendo la luz de la mesita y deshago el lazo que ata al pasado que necesito liberar. El calor se apodera de mí y Aida abandona mi cuerpo, sentándose a mi lado.

Ambas nos miramos. Asentimos, confirmando que estábamos preparadas para lo que teníamos que leer. Comencé la lectura, una lectura con letras inocentes, llenas del amor que procesaba una niña pequeña a su hermana mayor, de un padre que luchó por ellas, para que ambas tuvieran lo que a él le faltó. Letras que continuaron con la historia del amor prohibido entre Aida y Pedro. Momentos que hacen que el alma se estremezca. Y llegó la rabia por su muerte y la indignación por ver como ese supuesto amor no la defendió. El odio de una madre hacia la mujer que supuestamente le arrebató el amor de su primogénito. El desprecio por tener que arrebatarle de entre los brazos, del causante de su muerte, el cuerpo de su hija, el de su hermana, para luego tener que quemarlo, rogándole a Dios que le permitiera a su alma descansar en paz. Leer las palabras que el pueblo que un día los amo, les obligara a abandonar toda vida en él. Soportar por siempre un castigo que pasaría por generaciones.

—¿Qué quieres de mí? ¿Tú entiendes que nosotros no somos los responsables de lo que te sucedió? —Mirándola, para luego cerrar el libro.

Ella me observa y me indica que va a regresar a mí, a lo que yo le doy mi consentimiento. La siento dentro de mí, sus recuerdos, sus sentimientos, todos ellos se entremezclan con los míos, hasta el punto de que la confusión se apodera de mí. Agarro mi cabeza con fuerza y le pido que se detenga, que yo soy la dueña de mis sentimientos, sean los que sean y de que ella no tiene derecho a arrebatármelos. Su voz se clava como el eco en una montaña.

—Él no es bueno para ti, debes dejarlo.

—Esa decisión es mía y solo mía. Tienes que marcharte y descansar en paz.

—Nunca voy a poder hacerlo, él es responsable de que yo vague por este mundo.

—Tienes que perdonarle, perdonarte para así poder partir.

—No lo haré y no voy a permitir que estés con él

El odio es el deseo mas cruel que posee el ser humano. Y si, además, ese deseo ha sido alimentado por siglos, difícilmente se puede lograr erradicar. Así como el ego, la supremacía y otros sentimientos hacen poderoso a aquellos que los manifiestan sin prejuicio alguno, porque dentro de ellos no existen la compasión y el amor. Pero sé que, en el fondo de esa alma en pena, existe todavía ese amor y voy a tener que luchar para que ella se libere del odio que la mantiene cautiva. ¿Cómo lo voy a conseguir? Esa es una pregunta que con el tiempo podré responder, pero por el momento, el lunes, tengo una conversación pendiente con el hombre que es mi destino y con el alma que lleva dentro.

LOLI BELBEL

ONÍRICO DESEO

Me golpea la oscuridad

de la noche,

mis sábanas te buscan de nuevo

y veo tu cuerpo desnudo

recorrer el mío con frenesí…

Mi pecho se abre a tu pecho.

Tu boca acecha furiosa mi boca.

Me impregno de tu olor, de tu sabor.

Y siento escalofríos

y temblores…

Pero no estás

como siempre…

Y me rindo al sueño perverso

del ansia para desnudarte

arrancándote la piel con mi fuego,

ser voluptuosidad de tu carne

sentir ese placer que duele

prolongando los instantes de lujuria,

del deseo…,

hasta capturar

el más impúdico de los éxtasis…

Y tras estas sacudidas

que el sueño me concede

con frenética y húmeda pasión,

dormir para volver a amarte.

IVONNE CORONADO

El consentido

Juan Pablo comenzó bien su vida. Nació en el seno de una familia amante y su bienestar financiero estuvo asegurado desde la cuna hasta su ingreso en la universidad.
Se graduó con notas ni bajas ni altas, tomaba como una realidad que su memoria lo acompañaría en cada examen dándole las respuestas necesarias, sin molestarse quemándose las pestañas.
Era un chico agradable, espigado. Su cabello castaño, rizado y abundante, le hacía parecer más joven de lo que era. Tenía ojos color miel, piel bronceada de tanto nadar en su piscina privada, una mirada juguetona que adoraban las chicas, y se hacía de amigos fácilmente.

Creía a pie juntillas que era un ganador en toda la línea.

Ya un hombre, el hermano de su padre, que no tenía descendencia, y lo quería como un hijo, le ofreció un cargo administrativo en su empresa. Le encanto la idea de no tener que buscarse un empleo. Todo le llegaba a las manos.

En sus tiempos libres, se dedicó a gozar, hacer la fiesta, tener aventuras sin comprometerse mucho. Correr los casinos, comer y vestir fino, sin preocuparse de vigilar sus gastos.
Hasta que llegó un momento en que lo llamaron de su banco para informarle que tenía un primer saldo en rojo.

A esas alturas, sus padres ya habían fallecido, y la casa, un chalet hermosísimo, donde pasaron sus últimos años, le servía a su hijo para deslumbrar a sus nuevas conquistas. Muchas jóvenes cayeron en sus redes creyendo poder continuar una vida fastuosa colgadas de su brazo, pero ya eran menos. Su fama de Don Juan se fue había ido extendiendo.

Con su manera despreocupada de ver las cosas, se dijo: Vendo el chalet y asunto arreglado.
Ganaba muchas veces con sus apuestas, pero perdía otras seguido. Logró vender la casa, y su cuenta de banco dejó de preocuparle.

Siempre tenía una solución rápida en sus manos.

Paradójicamente, en su trabajo lo apreciaban. Siempre estaba de buen humor y trataba a sus subalternos con respeto. Lo que hacía de su tiempo afuera, su tío lo ignoraba.

Lastimosamente, en los casinos se acostumbro a beber y a fumar. A pesar de que ganaba bien, y la casa donde vivía era la de sus padres cuando jóvenes, continuaba gastando sin precaución. Hasta que llego un momento en que realmente tuvo que darse cuenta de que estaba en aprietos.

Su tío, se había enterado de sus malos pasos, lo había aconsejado, pero viendo que nada funcionaba, lo amenazó con despedirlo. Su orgullo resentido hizo que le respondiera:

—No te daré más disgustos. ¡Renuncio!

No tenía paciencia para buscarse un empleo, y tampoco podía seguir despilfarrando su capital. Ya lo de la venta del chalet se estaba agotando, y el bono generoso que le dieron al renunciar, tampoco era muy grande.

Entonces tuvo una brillante idea. Vendió todo lo que poseía. Dejo una pequeña suma para gastos básicos. La casa se vació de pinturas, adornos, muebles, aparatos. La puso en venta. Busco un apartamento chico, y con una gran fe en su suerte, puso todo su dinero ese mes en la compra de billetes de lotería. Creía que más de alguno lo haría millonario.

Al verificar los resultados, vio que no había ganado ni un centavo, y esa noche, completamente desesperado, se quitó la vida.

No sabía lo peligroso que era tomar sus deseos como realidades.

Ivonne Coronado Lardé

Nota: Hace años supe de una tragedia así. La persona perdió todo.

MARÍA JESÚS GARNICA

El deseó.

Después de años de relación, el caso es qué me hacía más daño qué darme placer.

Y lo dejé,de un día para otro.

Estoy pasando el mono, desenganche, lo que sea.

Mi mente no piensa si no en él, el corazón se acelera, me duele el cuerpo.

Pero todo no es malo.

A veces siento la alegría de haber hecho lo correcto para mí vida.

Llevo cuatro días sin fumar!!!

BLANCA CERRUTI

LA TIENDA DE TAMIRA

(Tamira: «magia» en el idioma hindi)

En uno de los barrios con más encanto de una populosa ciudad, existe una tienda muy peculiar: «LA TIENDA DE TAMIRA». No tiene escaparates, pero sí un llamativo letrero sobre la puerta que dice: «SE CUMPLEN DESEOS»

El dintel queda algo bajo por lo que hay que inclinar la cabeza para entrar. Es un gesto de humildad para que los deseos, que vende Tamira por un precio simbólico, se cumplan; siempre que no perjudiquen a nadie, porque entonces se vuelven contra el que formuló el deseo.

La tienda no es conocida, se diría que una fuerza misteriosa dirige a las personas hacia ella.

Esta tarde, un joven que pasea por el barrio para despejar su mente de tristes pensamientos se topa con la tienda. El letrero le llama la atención y, sin pensarlo, entra.

—Buenos días, señora.

—Hola, joven, ¿cuál es tu deseo?

—¿Mi deseo?

—Sí. ¿O es que no deseas nada?

—Claro que sí, he entrado por curiosidad, porque mi deseo no es algo que se pueda comprar. Mi deseo es poder estudiar medicina, pero necesito una beca. Hasta ahora no me han contestado y apenas falta un mes para que comience el curso.

Tamira se vuelve hacia las estanterías que tiene detrás, alcanza una sencilla cajita de madera y se la tiende.

—Toma. No la abras hasta llegar a casa; si tu deseo es sincero, podrás estudiar para ser médico.

El joven sale de la tienda sin creer lo que ha ocurrido.

No ha pasado mucho tiempo cuando entra un señor de mediana edad.

—¿Es cierto que se me puede cumplir un deseo? —pregunta sin saludar siquiera.

—Si es sincero, sí. Si perjudica a alguien se volverá contra usted.

—¿Lo tengo que decir?

—No, solo desearlo.

—Tamira le entrega una de las cajitas y le explica lo que debe hacer.

A última hora entra una joven.

—¿Qué deseas, guapa?

—Me gustaría ser escritora, pero todo lo que escribo me queda sin alma —responde la joven con un deje de tristeza.

—Tamira se vuelve hacia la estantería, repasa con el dedo las cajitas y escoge una.

—Toma, hija —dice entregándosela. Si tu deseo es sincero, llegarás a ser una gran escritora.

Ha concluido el día. Tamira cierra la tienda y se queda sentada detrás del mostrador, junto a las cajitas de los deseos.

Piensa en todas las personas que han entrado buscando un deseo. Las tres últimas le han dejado huella y las visualiza.

Ve al joven llegar a su casa. Abrir el buzón y recoger una carta. Ya en su salón, lo ve leerla…y le oye gritar:«¡Me han concedido la beca!». Luego abre la caja del deseo. Contiene una nota: «Ahora depende de ti». «Así es joven», piensa Tamira.

Después, visualiza al señor de mediana edad. Lo ve que llega casa y le oye decir: «En esta caja está mi deseo de echarte del piso que te alquilé, ¡y vaya si te irás!». Lo ve abrir la caja, sacar la nota y leerla en voz alta: «Ellas te echarán a ti de tu casa». Tamira ve que el hombre no entiende…, hasta que su salón es invadido por ratas que, con sus afilados dientes, empiezan a destrozarlo todo. «Te lo advertí», piensa Tamira, cuando ve al hombre abandonar despavorido su casa.

La joven que quiere ser escritora le vine a la mente y la visualiza. La ve llegar a casa y ponerse cómoda. Sentarse en el sofá de la salita y abrir la caja. Sacar la nota y leerla: «Observa la vida a tu alrededor. Verás penas, alegrías, superación, dolor, aceptación, humor, fantasía…luego, escribe desde el corazón; verás cómo entonces tus historias tendrán alma y llegarás a ser una gran escritora. La joven sonríe; ha entendido.

Tamira, satisfecha, regresa a su mundo…

TELAYPATCH

DESEO… ERES TÚ

Querido Diario:

Hoy le he conocido. Ha sido breve, pero hemos conectado.

DESEO… volver a verle

…..

Querido Diario:

Él no se atrevió… yo sí. Sus ojos lo pedían. Mis labios lo deseaban. Su cuerpo hablaba… y yo escuché. Hoy nos fundimos en un beso, sin esperarlo,… nada más nos importaba. Temblamos… como sólo ocurre en los labios adecuados.

DESEO… sus caricias

…..

Querido Diario:

Hoy… nos sentimos, nos amamos!

Con impaciencia, me quitó la ropa… la suya ya estaba en el suelo. La lencería que hoy llevaba puesta encendió aún más su deseo. Su piel sudaba la mía. Sus dedos recorrían mi cuerpo, imparables… provocándome escalofríos. Con su mirada me analizaba, sabía lo que quería…

Ocurrió… sin sábanas, sin testigos.

«Me vuelves loco» me decía y sí,… yo así lo sentía. Me lamía, me olía… recuerdo que ésto me divertía y mientras él… se excitaba más y más. No podía disimular su deseo, ninguno de los dos podíamos y… nos dejamos querer.

Besos, gemidos, susurros, más besos,… deseo, placer. Juntos viajamos a otros mundos, otras galaxias nos abrazaban…

Todo esto ocurrió hoy querido Diario y no dejo de pensar cuándo se repetirá…

Mi cisne negro… mi amor

DESEO… eres tú

CARMEN BERJANO

Eso

Amantes desde ayer.

Ciento cincuenta y ocho kilómetros deseando.

Varias paradas rutinarias.

Los dos solos.

Todo nuevo.

Un camino para dar rienda a mis ganas y tu deseo.

Alcanzar el orgasmo y alzar la vista.

Un grupo de boys scouts se aproxima.

Eso.

GRACE PELLS

Si enfocas el sol con los ojos cerrados todo se ve rojo, si bajas la dirección todo es bordo, y si subes de más todo es naranja.

La misma cosa y el mismo sol.

Borges en su ceguera percibía los amarillos.

Tal vez el anhelo, el ansia, ¿Tendrá color?

No todo es negro.

A la izquierda duerme mi perro, me he quitado los zapatos, otro más viejito viene subiendo.

Y en la terraza hay tanta cosa, que sería necio perderme este presente para enfocar lo que deseo.

GAIA ORBE

El deseo por la belleza

El oleaje de los vientos cálidos es hoy moderado en el monte. Un monte engalanado con arbustos espinosos y árboles que se agitan como pompones verdes sobre las tierras secas. Un lugar donde la aridez y la vida se conjugan.

La señora Emma, sentada a los pies de un quebracho, mira el ir y venir de las teleras. No es solo la destreza para urdir el pallado de un tejido a colores lo que la atrae. Ni las máquinas de madera rústicas de las que saldrán alfombras, ponchos, caminos de mesa. Su alma está cautiva por la preciosidad de los objetos.

Estas artesanas anónimas producen tejidos gracias a la repetición automática de la acción, guiadas por la tradición. Van al monte munidas con machete. Se traen el lloro del algarrobo negro para teñir de marrones la lana que cardaron de la oveja. La cochinilla para los rosas y con la piel de la cebolla preparan los colores mostaza.

Ellas carecen de educación formal y son poco carismáticas, pero saben cómo producir belleza. Las teleras descansan en las manos de la naturaleza: materiales y procesos, y en un corazón puro que acepta los ingredientes. No tienen anhelos de ser reconocidas. Tampoco buscan la originalidad. Solo dejan que los hilos de la trama se crucen con la urdimbre, dirigidas por la intuición. Entregadas al poder dado por la sabiduría y experiencia de varias generaciones, inician el largo viaje que requerirá de todo su esfuerzo personal.

La señora Emma se acerca a observar las ruanas. Cada una de ellas contiene una fuerza interior propia que las hace diferente a unas de otras. Las acaricia con la inquietante sensación de estar regresando a casa. Envolviéndose con una, le pregunta a una telera:

—¿Por qué deseamos la belleza?

Ella le responde:

—El mundo de la belleza es nuestro hogar. Nacemos para encontrarlo.

ANA DEL ÁLAMO

Deseo una puesta de sol desde la Alhambra nazarí

Una hora contigo

Quince minutos sin tí

Un vuelo de halcón sobre los campos rojos de amapolas

Un Dios infinito que todo lo pueda sorteando guerras y lacras

Deseo un baile de máscaras sin final ceniciento

Comer de tu deseo devorando tus sensuales labios

Acariciar el lomo de los delfines sobre una ola de espuma

Resbalar por tu pecho encendido de rosas vírgenes

Mojar de deseo tu piel y tus sábanas trepadoras

Lucir aristas que corten tu respiración

Tu respiración ajada

Mi respiración con la tuya

Tu deseo y el mío

ABBY MARSIE ROGOM

Le gustaba así, desesperado, caliente y sin posibilidad de escape.

Le gustaba la forma en la que retozaba así, tendido; no retozaba, se retorcía.

Lo miró con deseo, lo observó con interés y hambre; no hambre. Gula.

Era tan hermoso que le causaba tanto placer mirarlo como pensar en el momento de sentirlo dentro de ella.

Le pasó la yema de los dedos a lo largo del cuerpo y él, se estremecía…

No la miraba sin embargo, parecía estar dominado por una especie de delirio, como en la agónica espera impaciente de un éxtasis prometido.

Pero ella dominaba y miraba desde arriba, como una diosa su desesperación con un deseo que le quemaba casi tanto como a él.

Sabía lo que quería, el próximo paso, el último, la liberación. No más prolegómenos, no más caricias. Sabía que le suplicaba.

Su amiga Melisa la miraba horrorizada.

Bajó la vista al plato, el especial de la casa, observando aterrada la agonía del calamar semicrudo, vivo y quemado a la plancha, que se movía espasmódicamente sobre unos vegetales coloridos, arrastrando con sus patitas la salsa rojiza que lo acompañaba. Era gracioso, parecía que dibujaba.

La primera experiencia culinaria en Japón.

Alcanzó los cubiertos, y antes de que cortara el primer trozo Melisa se levantó cubriéndose la boca para aguantar el vómito hasta el baño.

AXY LINDA

El mar acaricia su cuerpo por completo. Ella deja que las olas la transporten a un cúmulo de recuerdos, a aquel tiempo, cincuenta años atrás, en esa misma playa —entonces solitaria y casi virgen—, cuando él era quien la llenaba de caricias, de besos en todo el cuerpo. Hoy cierra los ojos, reviviendo toda la sensualidad y el erotismo que descubrió en cada beso, en cada caricia, en cada palabra de amor.

Un orgasmo tras otro… ¿cuántos fueron? ¿Cómo saberlo? Su cuerpo se estremecía una y otra vez, antes y ahora, nuevamente, ya sola, imaginando, tocando discretamente sus pechos, su sexo; evocando sus dulces manos. Ninguna mirada se posa sobre ella; a su edad pasa desapercibida, casi invisible. Puede dar rienda suelta a sus deseos reprimidos durante siete años. Él la llenó de amor, de alegría, todo el tiempo que vivió.

Fiel a su recuerdo, hoy solo permite que sus propias manos la llenen de excitación. ¡Está viva! Él se fue, pero, de alguna forma, sigue vivo en su corazón y en su cuerpo, que, tan solo de recordar, suspira de amor y placer.

MARTU MONFORTE

El perfume del deseo

Selva camina firme, sus rulos bailan sobre su espalda; la acarician levemente. La primavera ronda en el aire, ella la percibe; bebe de un suspiro ese intenso perfume de jazmines que la trasportan a un sitio sagrado. Un sitio al que ha decidido no volver; ese recuerdo la perturba. Trata de concentrarse en el trabajo que la espera. No lo logra; los aromas han cambiado su mañana. Entra un mensaje al celular, es su hijo. Contesta y sigue. Ahora el teléfono vibra, es una llamada. ¡No! ¡No, no va a atender! Él insiste, ella tiembla. Respira profundo, se siente fuerte; lo ha logrado.

Esa noche le cuesta conciliar el sueño. Las sábanas rozan su piel, se enredan en sus piernas, al fin se duerme y alucina con esas manos fuertes, percibe el aliento de tabaco sobre su cuello. Gira, gira una vez más y despierta sobresaltada. Toca su cama, reconoce su cuarto; se siente a salvo. Su marido duerme profundamente. Se levanta, va al baño. El espejo le devuelve su imagen perturbada, su pelo enmarañado, sus labios húmedos. Recuerda el aroma de jazmines y un mareo la sacude. Llena la bañera y decide sumergirse, se hunde en el agua tibia. Se entrega, revive el sueño, acaricia cada centímetro de su cuerpo, se repite que si él llama no va a atenderlo pero sus dedos bordan en la piel el nombre prohibido. Una telaraña de placer la envuelve, los filos hilos la ciñen, la ahogan, mueve la cabeza hacia atrás, se extiende. Un suspiro leve escapa; solloza en silencio.

Por la mañana, ya no tiene la postura segura de ayer, flaquea. Como todos los días, prepara el desayuno para su familia; apenas toma un poco de café y se va al trabajo.

Otra vez esa llamada, es él. Siente el temblor en sus labios, en sus piernas. Él siempre vuelve, ella siempre acepta. Pero esta vez no puede permitírselo. Hace tres meses que ha decidido poner punto final. Su marido no se lo merece. ¿Y ella? ¡Ella tampoco! Fue un error. Intenta convencerse, esa relación no tiene futuro.
Él insiste. Transpira, siente un hueco en la boca del estómago, una rebelión le sacude las entrañas, no quiere, pero aún contra su voluntad cae en la trampa. Atiende.

-¿Hasta cuándo insistirás? No volveré, no quiero estar en tus brazos por un rato.

Escucha su respiración.

– ¡No me llames más…!- suplica.

– Selva, escúchame…

El mundo se desmorona cuando él la nombra. Selva. La lleva a un lugar cálido, espeso y exuberante. Verde y agua. Flores exóticas, frutos exóticos, delirio exótico. Se detiene y se apoya sobre un muro de hiedras. Flota, las imágenes la pasean a su antojo. Ella pegada en su boca, ella en sus brazos, ella en encuentros furtivos, ella la otra, ella la infiel, él embustero, él de otra. Ella pequeña enlazada a su cuerpo, su pelo enredado en su pecho, ella en sus manos, él dueño y señor, él sin permiso, ella enamorada, él impaciente, ella extenuada; ella y él. Dos canallas. No puede respirar, las manos gotean, siente su voz en el oído, su voz que pide una vez más, una última vez. El sudor brota de su cuello y recorre su espalda, sus pechos, desciende por sus piernas. El deseo renace y la inunda más allá de su decisión. La domina, lo sabe. Abre la boca, es una fruta madura; se maldice.

No contesta. A las ocho, después del trabajo, dice él con la total seguridad del que sabe que ganó la partida. En el lugar de siempre. Ella escucha y le llega el recuerdo de perdones sofocados, de respiraciones cortadas, de lágrimas y susurros, de espasmos y miel, del desgarro de ese amor a destiempo, de sus manos hábiles y labriegas, moldeándola a su gusto.

Se sumerge en el trabajo sin respiro, se colapsa de trámites y papeles. No va a ir, va a resistir, se lo ha jurado a sí misma. Es un amor fatal, sin destino, se repite. Al final del día va al tocador. Pobre diabla, se ve demacrada. Se lava la cara, le resuena su voz, se arremolina, lo necesita, lo detesta también. Siente en sus labios su sabor de tabaco, siente en su pecho sus manos ávidas; se retoca el pelo, sus rulos la rozan y siente su abrazo; se estremece. Pone brillo en su boca; se lo quita.

El nido rojo y clandestino. Las tardes de fuego. El cuarto perfumado de jazmines. La luz de velas tenues entibiando su rincón preferido. Un vino tinto, un chocolate, una flor. Una cama tendida que aún conserva las huellas de ese amor. Todo espera. Él la espera. Quizás con la tina tibia, quizás recostado en el sofá que de tanto amarse ya tiene la forma de sus cuerpos, quizás sobre la alfombra que huele a ellos, quizás de pie y alerta. Quizás enamorado y decidido a dejarlo todo por ella. Quizás para despedirse definitivamente, sólo una vez más había pedido. Quizás leyendo en paz, con la certeza que ella llegará y seguirá el juego del amor. Quizás buscará su boca con pasión ardiente y llorará en su regazo como un niño y después bese, palmo a palmo, cada rincón de su cuerpo y de su alma, quizás rece un instante antes de llegar a la cima, juntos y enarbolados, también, como siempre. Y repita el ritual que sólo ellos saben, y desparrame pétalos y falsas promesas y glorias por venir. Quizás ella podría saltar los mandatos y arder en ese fuego que los está consumiendo. Quizás podría olvidarlo, recuperar el equilibrio y la razón, quizás deba quedarse sola y esperar que el corazón se calme; vivir sin él. Quizás ya es tarde…Quizás no.

Llora en silencio, está confundida. No sabe cuál es el camino. Sale a ciegas.

Es cierto, la primavera está llegando; el aire huele a jazmines. Ya no duda.

SILVIA RG

ESE MISTERIOSO DESEO

Bet estaba revisando los catálogos de la tienda donde trabajaba , dado que no había entrado, desde hacía ya rato, ningún cliente. Oyó el ruido de la puerta y vió entrar a un hombre, saludando mientras se acercaba al mostrador.

– ¡ Buen día..!!

– ¡ Buen día !!

¿ Qué desea?

– Deseo un paraguas

– ¿De chocolate?

– ¡¡¡ ¿¿ de chocolaatee??!!!

– Bueno, tenemos también de caramelo

– ¡¡! ¿¿ De carameeeloo?? !!!

– Sólo tenemos de chocolate o de caramelo. Pero disponemos de muchos tipos de chocolate…y de formas, abiertos, cerrados, semicerrados…, y también de tamaños diferentes. Si…

– ¡¡¡ ¿¿ Cómo que sólo de chocolate o de caramelo??!!!

Yo quiero un paraguas de los que se abren y protegen de la lluvia, como el del escaparate.

– Pero, señor, el del escaparate es sólo para decorar. Emula al paraguas de Gene Kelly en la película «Cantando bajo la lluvia», porque por encargo elaboramos bombones, mazapanes y helados emulando escenas de películas emblemáticas, o también de cuentos infantiles. Tenemos un catálogo para que la gente elija. También se pueden traer fotografias o…y pedir algo más personal, aunque en ese caso sale más caro.

El paraguas del escaparate es «de juguete», como las figurillas de los personajes que también hay en el escaparate; son principalmente

de plástico, resina, papier maché…

– Entonces, lo que haceis es engañoso…

– ¿¿Engañoso?? No, señor, lo que elaboramos aquí, es para comerlo, como postre, o como capricho para obsequiar sorprendiendo…

o…

Y deben ser de un tamaño pequeño; si no…, no podemos malgastar tanto material. Lo que ponemos en el escaparate es de tamaño bastante grande para que se visualice bien, para atraer la atención de nuestros clientes, que así pueden saber ya antes de entrar qué escenas y personajes, entre otros, podemos ofrecerles, si nos lo encargan…Con productos de confitería, claro.

– Bueno, bueno… Comenzó a chispear y aún me queda un buen trozo de camino hasta mi casa y yo que ví ese rótulo tan grande en la puerta «El deseo» y cerca del rótulo ese paraguas… Y me dije…»tate», te lo han puesto a tiro, ¡aprovecha, Marcelo! [soltando una risa socarrona, que Bet no sabía cómo interpretar, y tomando asiento en una de las butacas del establecimiento ]

– <<No sé si me está intentando tomar el pelo o si quizás tiene algún problema mental o…no sé qué pretende si es que pretende algo >>

¿Desea hacernos algún encargo? O también tenemos bombones, en caja y a granel, de diferentes gustos, formas y texturas. Y también tenemos a granel caramelos blandos de sabores variados cubiertos de chocolate negro, marrón y blanco.

[ El tal Marcelo permaneció en silencio durante unos minutos, observando desde la butaca todos los rincones de la tienda; y luego le respondió]

– Pues póngame, señorita, uno de cada de los que tiene aquí a granel. Así me distraeré mientras espero que pase la lluvia, que ahora está lloviendo bastante. Y no tengo paraguas. ¡Hágame usted el favor… anda, joven!, si es tan amable…

[ Bet no sabía muy bien cómo actuar ]

– << Me temo que lo voy a tener aquí dándome la tabarra hasta que nos den las uvas. Mejor le preparo una bolsa variada y como mínimo, si tiene la lengua ocupada estará callado; supongo que no intentará escaquearse de pagarlo>>

Señor, serán diez euros. Pero ya me lo pagará después, cuando cese la lluvia y se levante.

<<total, si al final se escaquease…ya los pondría yo, ni que fuera…>>

Quédese aquí tranquilo

<<Mejor que se quede sentado.y me deje hacer..>>

– Si es tan amable, señorita, de traerme aquí el cambio, yo llevo un billete de veinte. Pero, por favor, no me llame señor, llámeme Marcelo. Y, ya que estamos…¿ Le parecería a usted mal que la tutease? También preferiría que usted lo hiciese conmigo (tutearme), me sentiría más cómodo; y por cierto ¿cuál es su nombre? para no referirme a usted así…como «joven» o «señorita».

– De acuerdo. Aquí tiene sus diez euros de cambio. Y sí, puede tutearme, Marcelo, o mejor…»puedes» tutearme, Marcelo. Y mi nombre es Bet.

– Bonito nombre, Bet. Suena a película.

[Los estruendosos sonidos que Marcelo hacía con su saliva al chupar los caramelos no podían pasar nada desapercibidos para Bet . Y permanecían volteando por su oído como sucede con el ruido que hacen las moscas cuando se ponen tan pesadas. Pero intentaba no ponerse nerviosa, distrayéndose con quehaceres de mantenimiento. Y para paliar todavía más el efecto puso la música de Cinema Paradiso, de Ennio Morricone, a lo que Marcelo respondió acomodándose mejor en la butaca para, totalmente embelesado, escucharla dando pausa al caramelo que mantenía en su boca. Y comenzó a mover grácilmente manos y brazos con gran delicadeza y una sensibilidad extraordinaria para adaptarse, o quizás intentar dirigir, las notas de aquella melodía.

Bet, así que lo iba observando más y más, dejó de mirarlo como a un «personaje» estrambótico y comenzó a verlo como un niño inocente poseído por esa peculiar capacidad innata que tienen de asombrarse y de disfrutar de los momentos, de las pequeñas cosas, con aquel pícaro y travieso destello que se manifestaba en sus ojos por el simple deseo de jugar, así sin más, con todo el significado que esa palabra contiene . Y de pronto sintió hacia él una gran ternura.

Y Marcelo la percibió]

– Bet, tú eres como un hada con la capacidad de conceder deseos. Por éso pusiste este nombre a tu tienda.

– Bueno, la tienda no es mía, yo sólo soy una empleada.

– Pues por algo vino..

viniste, a parar aquí. Seguro que no fué casualidad, sinó causalidad…

[ Había tanta autenticidad, ingenuidad e inocente picardía en sus palabras que Bet cada vez sentía más ternura hacia Marcelo.

La música de Cinema Paradiso había creado un insospechado vínculo entre ellos, que se siguió manteniendo también tras ya haber cesado]

– ¡Bet!.¿Aquí soleis poner música?

– Sí. Tenemos muchas músicas de películas. A veces se acumula mucha gente aquí dentro y cuando desean hacer encargos, mirar catálogos, preferimos que estén tranquilos en las butacas y para que la espera no se haga pesada les ponemos música. Siempre ponemos músicas de películas.

Tenemos muchas.

– << lo sabía – musitó – que por fín se cumpliría>>

Y ¿ no tendrás, quizás, la de «cantando bajo la lluvia»?

– Sí. Por supuesto. Faltaría más . ¿Quiere que… «quieres» que la busque, Marcelo?

– Sí, por favor

[ Bet entró al almacén a buscar el cd de «cantando bajo la lluvia» y salió con él en la mano a punto para introducirlo en el aparato de música]

– ¡No!. ¡Todavía no lo pongas! .

Aún no es el momento justo [ dijo bajando su tono de voz, como queriendo ocultar algo]

– << No sé porqué ahora no es el momento justo ¿cuándo lo será? ¿cuánto me va a hacer esperar? >>

– ¿ Podrías colocar los altavoces, Bet, justo en la puerta? [La voz de Marcelo se manifestaba ahora entre esperanzada y

y suplicante]

– Bueeno.. sí …[accedió Bet tras haber dudado unos instantes]

[ Bet hizo los preparativos y Marcelo la ayudó.

Justo acabado de instalar los altavoces en aquella ubicación, una mujer rubia y espigada, envuelta en una gabardina blanca, se colocó ante la puerta esperando la abertura automática mientras sacudía el paraguas que acababa de cerrar y que, así que entró, colocó en el paragüero dispuesto justo a la entrada, mientras saludaba a Bet.

– ¡ Buenos días, Bet !

– ! Buen día, Graciela !

Cómo llueve hoy, ¡eh,!

– Sí. Como siempre debería ser en primavera.

– Por favor, señora Graciela Soy Marcelo; me presento. ¿ Le importaría prestarme por unos momentos su paraguas? Le doy mi palabra de que no va a causarle a usted ninguna molestia lo que voy a hacer con él. Bet me ayudará ¿ Verdad, Bet?

[ el tono de súplica de Marcelo era ahora muy relevante]

[ Bet asintió con un gesto de cabeza a la petición de Marcelo y seguido, encogiéndose de hombros, dirigió una mirada de aprobación a Graciela, la cual alargó su brazo, paraguas en mano, aunque no sin cierta expresión disimulada de desconfianza

y extrañeza, para cedérselo a Marcelo, quien, efusivamente, lo prendió al instante desbordando alegría por todos los poros de su piel. Bet y Graciela se miraron expectantes ante esa gran ilusión provocada tan sólo por tener en sus manos un simple paraguas ]

– Y ahora ¿podeis colocaros las dos, por favor, ante la puerta para que se mantenga abierta?

[ El tono de voz de su proposición recordaba a cuando un niño que ha preparado con gran cariño una sorpresa para sus padres les pide que antes cierren un momento los ojos]

Y cuando yo diga «¡ya!», tú, Bet, por favor, haz sonar la música. Ahora sí que ha llegado el idóneo momento.

[ Así lo hicieron ambas, cada vez con mayor asombro. Bet le dió a la canción y así que empezó a sonar, Marcelo, bajo una espesa lluvia, comenzó a caminar calle arriba calle abajo, abierto el paraguas, con pasos que se acoplaban perfectamente al ritmo y al compás. Luego cerró el paraguas y se lo colocó sobre el hombro aligerando sus pasos hasta la primera farola que encontró, a la cual trepó de un salto extendiendo horizontalmente el paraguas como una continuación de su brazo alzado. Luego bajó de otro salto y quitándose y poniéndose varias veces su gorra comenzó a claquear y claquear con tanta agilidad como si sus pies tuviesen vida propia; simultáneamente haciendo todo tipo de giros y piruetas con el paraguas. Y seguido se desplazó al centro de la calzada, chapoteando por todos los charcos mientras seguía claqueando y claqueando cada vez con mayor rapidez. Transmitía euforia. Y lo hacía con tanta ligereza y precisión que parecía que fuese aquella su manera natural de caminar. Su cara irradiaba felicidad. En su boca, abierta de oreja a oreja, se colaban gotas de lluvia.

Las personas que paseaban por aquella zona peatonal se iban parando, boquiabiertas a observarle. Algunas miraban en dirección a Bet y a Graciela felicitándolas con guiños y gestos de mano, creyendo que se trataba de una actividad organizada por «El deseo», la peculiar confitería de aquel barrio que emulaba en sus productos escenas de películas.

Bet y Graciela, estupefactas de admiración ante ese arte que Marcelo exhibía, permanecían en la puerta del establecimiento, permitiendo que, manteniéndola bien abierta, el volumen de la música en la calle fuese suficientemente intenso. Alrededor de Marcelo se había ido aglomerando mucha gente diversa, que, cuando cesó la música parecía que no tuviesen suficientes manos para aplaudirle, de tan llenos de entusiasmo.

Marcelo rebosaba felicidad. Pletórico se había quitado la gorra con ademán de saludo, haciendo al mismo tiempo una sutil reverencia hacia su público.

Luego se dirigió a Bet y a Graciela, aproximándose hasta situarse frente a ellas, y con gesto galante devolvió a Graciela su paraguas, tras un par de sutiles reverencias de cabeza a una y otra, abriendo y cerrando su brazo]

– Muchas gracias, Graciela

Muchas gracias, Bet [mirándole a los ojos con agradecimiento]

¡Sois unas maravillosas hadas cumplidoras de deseos! Ya te lo dije, Bet.

– Gracias a tí.[le respondió Bet con una iluminada sonrisa]

[ También Graciela le dirigió sus palabras de gratitud; pero Marcelo ya se había girado y avanzado cuatro pasos de su trayecto de regreso y como respuesta sólo volteó levemente hombros y cuello hacia atrás al mismo tiempo que agitaba con la mano su gorra como gesto de despedida. Ya apenas llovía, lo que se dice cuatro gotas].

– ¿Tú sabías algo, Bet, de lo que iba a hacer?

– No. Pero no sé porqué me dejé llevar por él. Percibí intensamente que estaba sintiendo un deseo muy profundo, una gran necesidad, de hacer algo que no quería, o no podía, en principio, explicar; y yo intuía que lo que fuese que desease acabar haciendo no tendría el más mínimo atisbo de mala intención, Y confié en él dejándome llevar por su tan anhelado deseo. Controlando en todo momento la situación éso sí, claro.

Y yo no entiendo el porqué de ese inmenso anhelo, qué significaba esa escena en concreto para él. No sé si cuando entró en la tienda ya era su intención…y disimulaba para despistar y no pedirlo así de golpe; o si no sintió ese fuerte anhelo hasta, casualmente, ya una vez estuvo dentro, así en plan «corazonada». Suponiendo que desease interpretar esa escena desde hacía ya mucho tiempo; aunque quizás ese deseo le apareció así repentinamente sin nunca antes ni habérselo siquiera imaginado… No sé si ya conocía nuestra tienda o era la primera vez que la veía…

No sé; no tengo ni idea. Pero es que no siempre podemos entenderlo todo ,¿no?

[Se situaron en el mostrador y siguieron comentando, dudando, preguntándose acerca de su persona, elucubrando…]

Y mientras tanto Marcelo debía de estar ya…quién sabe dónde…

(Sílvia Rafi Gracia//14/05/2025)

CESAR TORO

Palabra compleja y extensa en su interpretación.

Las personas deseamos un sin número de cosas de acuerdo a nuestra edad, condición social, posibilidad económica.

El deseo es un estado de necesidad de algo que nos falta, una pareja, la casa de mis sueños, un nuevo coche, un viaje, salud, dinero, etc cada uno de nosotros tenemos un inmenso deseo de poseer o conseguir, tal o cual cosa ya sea material o de otra índole.

La pregunta del millón es: ¿estamos dispuestos a pagar el precio para alcanzar eso que tanto deseamos? ¿Hacemos la parte que nos corresponde? O solo nos sentamos a esperar que suceda un milagro.

Residí muchos años en un país del caribe, donde la gente es fanatica de las carreras de caballos y estan simpre pendientes fe las carreras y de apostar con la esperanza de ganar un premio.

Un amigo me conto una historia particular,

Aqui se las comparto. Habia un hombre humilde que tenia la esperanza de ganarse el premio, como era ferviente devoto del Señor, acudía todos los dias a la iglesia y oraba puedienlo se le coceda la gracia de ganarse el premio. Un dia el Señor al verlo tan agobiado le dio una respuesta. Le dijo: ya escuche tus oraciones y se que quieres ganarte un cuadrito de caballos, ya hable con el gerente del hipódromo, con los jinetes y tambien hable con los caballos para que ganen las carreras, pero haz la apuesta hijo mio, sella el cuadro.

Y ¿Usted ?

Ya hizo lo que le toca…

Mi particular deseo es que: cesen las gerras, que no haya tanta violencia en el mundo y logremos vivir todos como hermanos en paz.

MARIANA DI PASCUA

Beatriz lo observó años desde el escondite de el salón de clase, desde los trabajos en equipo desde los recreos.

Ambos tenían pareja en las últimas brazadas de supervivencia. El deseo del novio de ella le resultaba una molestia que en cumplimiento respondía pensando en Gabriel.

Ella tenía una nube sobre la cabeza que parecía una pantalla de cine. Ahí Gabriel, siempre Gabriel! aparecía en la mente de ella como espejismos en el desierto de aquella juventud soñadora.

Los rizos rubio oscuro caían sobre su remera celeste con cuello mientras el sonreía en su película.

Eran compañeros de clase en el profesorado de matemáticas.

El primer día de clases Gabriel interrumpe al profesor de pedagogía e ilumina el salón para ella apagando a todo el resto de los presentes.

Bea ya estaba grande para sentir eso de que a los 21 años por fin se cruzaria con un príncipe azul.

Pasó un año de calores en el cuerpo y mejillas rojas cuando el la miraba con caída de ojos y gestos que la dejaban desesperada.

Quería besarlo locamente y no aguantaba más.

Con dos meses de diferencia ambos quedaron libres de compromisos.

Se vinieron los exámenes y junto a 4 o 5 más ambos se reunían en casa de Beatriz a estudiar.

Ella no era tan buena en teoremas como el.

Los demás compañeros armaron algo quizá forzado o a pedido de él.

Cuando todos volvían a su casa Gabriel se ofreció a ayudar a Bea con lo que menos entendería en boca de él.

Un miércoles mientras el escribía fórmulas y hablaba un idioma que ella había olvidado,

ella se acercó y lo miró sufriente, el deseo de sus ojos detuvo el palabrerio de él.

Puedo..atinó ella a preguntar pero el la interrumpió con un beso largo y experto.

Los labios succionaban mojado deseo que se aguantó más de un año como dos compañeros de clase.

El deseo se subió a la cama de ella con él mientras en el piso caían hojas con fórmulas que esa tarde murieron con la oscuridad cuando la pasión premió todo ese tiempo de espera. Por lo visto no solo ella soñaba con ese único día de película.

MAITE BILBAO

ALETEO

Estoy a tu lado, humano pensador. Aleteo y siento la vibración de tu curiosidad al acercarme, cual flor que libera su aroma. Permíteme libar del néctar de la historia y la filosofía cartesiana del deseo para compartirlo contigo en este jardín de anhelos.

¿Sientes el batir de mis alas? Destellos rubí y esmeralda danzan en el aire de quietud que te envuelve. Soy el colibrí, señalo con mi largo pico detalles que escapan a tu atención: una vibración imperceptible, el aroma lejano que trae la brisa o, tal vez, el eco de una emoción contenida que, como veremos, Descartes intentó comprender.

Y mientras agito las alas, traigo ecos de su extensa historia: desde el anhelo de caza y fertilidad en las cavernas hasta los cantos de amor antiguos. El deseo, motor de creación y destrucción, resuena en leyendas de manzanas prohibidas y vellocinos de oro: la búsqueda constante de lo que no poseemos.

(Una voz suave se eleva en tu interior, te escucho).

—Es verdad, esa punzada… siempre queriendo algo más, incluso cuando creemos tenerlo todo.

Notas la calidez del susurro que envuelve a las palabras, la promesa de lo desconocido. ¡Sed siento solo al pensarlo! Vivo de una flor imaginaria, de recuerdos alegres o futuros brillantes. Descartes entendía el deseo no como algo ciego, sino como la inclinación de tu voluntad hacia lo que tu razón percibe como bueno. Es tu capacidad de razonar la que dirige tus propósitos, a veces hacia la felicidad abstracta, otras hacia objetos concretos o para alcanzar un estado de ánimo.

(Ahora escucho la voz más analítica).

—Razón y deseo… una danza compleja. ¿Siempre es la razón la que guía? A menudo siento impulsos que, como este súbito anhelo por esa luz brillante, escapan a toda lógica.

¿Te inquietas? Percibo un escalofrío. La punzada ante la Injusticia, el amargor de la frustración. Hasta mis alas se agitan por la rigidez de los prejuicios, ante la voluntad sin guía racional. Descartes insistía en examinar el objeto del deseo con atención. ¿Es realmente un bien lo que buscas, o una ilusión de tus sentidos o emociones? Dudas… ¿Confiar en lo que atrae o filtrarlo con la razón? El peso de la decisión torna el vuelo errático, reflejo de las pasiones que el filósofo intentaba discernir.

(Tu voz escéptica murmura)

—Filtrar con la razón… suena tan sencillo en teoría. En la práctica, las emociones a menudo nublan el juicio. Freud diría que esos impulsos tienen raíces más profundas en el inconsciente.

¿Ves las chispas? Las ínfimas corrientes eléctricas que recorren el aire despiertan recuerdos y siembran anhelos. Te observo mirar el mundo con nuevos ojos; imaginas las distintas maneras de usar el dulce néctar del placer o la embriagadora savia del poder. ¡Poder! Me poso en un objeto común, y lo resalto con mi iridiscencia; te provoco. El deseo transforma tu percepción, volviendo apetecible lo indiferente.

(Ahora suspiras con voz nostálgica).

—A veces el deseo se aferra a lo que fue, idealizándolo, impidiendo ver lo que es, en realidad.

¡Déjate llevar! Escucha el susurro dual, rompe barreras, despierta la pasión. No lo pensabas antes, pero ahora… ¿Sientes la curiosidad, el anhelo de cambiar este instante? Te recubro de cientos de «si puedo».

(Surge una voz aventurera)

—Sí, esa punzada de lo nuevo, la promesa de algo diferente… es complicado resistirse.

¿Escuchas mi zumbido? Va y viene, como un pensamiento escurridizo, dejando que pasión y razón dialoguen en ti. Pero… varias voces interiores se alzan ahora, cálidas y profundas.

—Ah, tú… el observador. Sientes necesidad incluso en la saciedad. El mundo te parece distinto porque ahora me conoces mejor; has abierto una nueva puerta en tu interior.

(Una voz reflexiva añade)

—Es cierto. Al observarte, al intentar comprender tu naturaleza, también me entiendo un poco mejor.

(Otra voz, más práctica, se pregunta)

—¿Y qué haré con esta nueva comprensión? ¿Cómo cambiará mis elecciones?

Me alejo un poco. Es curioso… Incluso yo, un colibrí, siento una ligera… inclinación a buscar la flor con el néctar más dulce mientras exploro este jardín que tu atención ilumina. Percibo cómo la luz busca la sombra, cómo el vuelo busca un punto de referencia. Mientras me contemplas, evocas en mí la sutil predisposición a interactuar con lo más atractivo de mi entorno, un impulso natural, quizás, hacia lo que me sustenta y atrae.

Con este encuentro, quiero que entiendas que soy parte de este lugar que me impulsa a crecer. En el silencio ahora, experimento una tenue tendencia a ser admirado, a influir en tu percepción, no como distracción, sino como la encarnación de la curiosidad que te lleva a elegir entre deseos claros y confusos.

(La voz introspectiva susurra)

—La curiosidad… ¿Es ese el motor principal? A veces siento que es más bien una necesidad de conexión, de dejar una huella.

Y tú, humano pensador, conociendo ahora la historia del deseo y la visión de Descartes, ¿qué nuevas flores de propósitos brotan en tu mente? El jardín sigue floreciendo, la pregunta persiste y el deseo, en sus múltiples formas, siempre está presente; danza en el aire que respiras. Es el eterno diálogo entre voluntad y entendimiento.

(Una voz final, contemplativa, concluye)

—Un diálogo eterno… entre lo que anhelamos y lo que realmente necesitamos. Esa búsqueda es interminable.

¿Sientes ahora cómo la historia y la filosofía se entrelazan entre el batir de mis alas en este jardín de anhelos?

¿Qué es lo que deseas?

TERESA SÁNCHEZ FREGOSO

Cuantos recuerdos me llenan de diversas sensaciones.

La próxima semana cumpliré 46 años, y hace dos que murió Manuel mi amado esposo, los cuales me han parecido eternos, nos conocimos tan jóvenes que realmente vivimos toda una vida juntos.

Como todos, pasamos algunos momentos de inciertos, y desacuerdos. Pero la mayoría del tiempo todo era felicidad, fueron días de realidades increíbles.

Procreamos dos lindos hijos, los cuales ahora vivían con sus abuelos en otro país.

Pues a la muerte de su padre, sentí que mi mundo se había derrumbado, tuve una fuerte depresión; y por ello decidieron llevarse un tiempo a mis hijos, y creo que fué la mejor decisión.

Después de un tratamiento recuperé la calma y encontré la resignación. Ahora sé que a muchos nos puede pasar esto y debemos afrontarlo con valentía y comprensión de lo que es la vida…

Cómo hubiera deseado envejecer con él, seguir compartiendo mis sueños y realizar nuestros deseos.

Sentarnos en el jardín tomados de las manos viendo un atardecer, o seguir yendo de paseo con nuestros hijos en vacaciones y disfrutar de paisajes y a veces del mar, así como tantas y tantas cosas que habíamos planeado realizar; pero ahora, mi realidad era otra, y esos sueños y deseos los realizaré sólo con mis hijos.

Viviré con el mejor recuerdo de lo que vivimos, valorando, en lo que me reste de vida todo lo bueno que viví con él.

Y esos deseos que maquinamos juntos, en su memoria intentaré uno a uno de cumplirlos, dándole mi amor en cada uno de ellos. Y así seguiré mi camino con mis recuerdos hasta mi fin.

NILA J BOHORQUEZ

Mi sagrado aposento…

¡Cuánto amo este lugar sagrado donde reposa mi cuerpo, sintiendo

paz espiritual al final de cada jornada!

¡En cada amanecer abro el ventanal de mi alcoba, alegrándose mi espíritu al contemplar a la naturaleza

con los ojos del alma, llevándome a pasear entre rosas y arboledas que adornan mi encantador jardín!

¡A lo lejos escucho el canto de los colibríes, observando cómo retozan de flor en flor, de rama en rama!

¡Espectáculo maravilloso, deseando nunca dejar de admirar y permanecer infinitas horas dentro de mi espacio silencioso…no solamente para deleitarme con el sonido melodioso de las aves, sino para encontrarme a mí misma!

¡Oh!.. ¡cuánto deseo quedarme completamente deslizada en este suave plumaje drenando mis pensamientos, para que mis emociones puedan fluir con mayor serenidad!

¡No quiero abandonar mis sábanas bordadas con finos hilos y encajes,

dándome calor en estos momentos;

no…no lo deseo, pero el deber me llama…me llama a cumplir con mis responsabilidades!

REBECA FS

El deseo.

Yo no pido deseos, yo sólo sueño.

Cuando alcancé mi sueño,

fue momento de felicidad.

Las collejas acumuladas,

por el arduo trabajo

de perseguirlo,

se transformaron en

pequeños

huevecitos

de perdiz.

Cuando alcances tu sueño,

no te estanques,

y rápido

busca otro.

Comparte en secreto.

ANTONIO PRADES

Deseo eterno

La promesa fue sencilla:

—Ni la muerte podrá separarnos. Juntos para siempre —dijo él, con una risa temblorosa y nuestra sangre aún tibia entre los dedos.

No comprendí el peso real de sus palabras hasta el día del funeral.

Las visitas comenzaron dulces. El susurro de su voz. Un reflejo en la ventana. Un soplo en la mejilla.

Me acostumbré a su presencia. Era un consuelo. Nuestro deseo era tan fuerte que parecía haber doblado las leyes de la realidad. La alegría no me cabía en el pecho. La barrera entre nuestros dos mundos se desvanecía sin resistencia.

La experiencia se volvió más intensa. Aparecía plantado frente a mi cama, como si nunca se hubiese ido. Yo lloraba. Lo abrazaba, pero no podía olerlo ni sentir su piel. Me hablaba de amor. De eternidad. De pertenencia. No con palabras. Proyectaba en mi mente imágenes de nuestros paseos, sus manos entre las mías. Los días pasaban y no me dejaba en paz. No comía, no dormía. Ya no podía escapar.

Había deseado demasiado, alimentado lo imposible, transformado el amor, deteriorado la pasión. Había creado un monstruo con rostro amado.

Cuando intentaba salir de casa, las puertas se cerraban con violencia frente a mí. Las luces explotaban si hablaba con otros. Me estaba quedando sola, y él, más fuerte.

Una noche, al hablarle, se giró con un rostro que no era del todo suyo. El cuarto se congeló y el eco de su voz resonó en mi cráneo:

—Ven conmigo.

Pensé que la tristeza, mi amor, mi deseo, era lo que le retenía. Recordé el juramento que nos hicimos bajo aquel árbol viejo:

—Para siempre —susurré para mí misma.

Busqué ayuda. Los textos que encontré no ofrecían respuestas, solo advertencias: un amor sellado con sangre puede volverse cadena.

Consulté a una anciana del barrio que decía tener “visión”. Me miró con espanto y murmuró:

—Él no quiere irse. Pero tampoco quiere que tú te quedes.

Me llevó demasiado tiempo entender que debía romper aquel juramento.

Seguí sus indicaciones y frente a su tumba, bajo la luna menguante, tracé un círculo con sal negra y ceniza de cartas de amor. En el centro, unas gotas de mi sangre sobre un espejo agrietado para deshacer lo eterno con un último sacrificio.

—Te amé. Te amo. Pero ya no te pertenezco —dije en voz alta.

Se escuchó un chasquido que quebró el aire como si fuera vidrio.

Aquella noche, se presentó con el cuerpo casi sólido. Su piel desprendía un aura blanca, como si creciera hielo bajo ella.

Me habló por fin:

—No puedes dejarme solo. Lo prometiste.

Extendió la mano. No hacia mí, sino dentro de mí. Sentí cómo la muerte consumía por completo el fuego interno que da la vida. Algo en mi pecho cedió, como una raíz arrancada con fuerza.

Caí al suelo.

Ahora estamos juntos. Pero no como antes.

Unidos en un mundo vacío, sin historia ni futuro. Solo un eterno deseo congelado.

FURUKAWA CREATIVES

Un pacto en la fuente.

Me postré ante la fuente, en la palma de mi mano tenía una moneda que brillaba como el sol, y esa moneda albergaba la promesa del sueño que latía en mi corazón. Mientras el agua danzaba susurrando secretos, yo buscaba un pacto de magia en el aire fresco de la fuente. Me preparé para el ritual: lanzar la moneda era entregar mi alma al agua, un sacrificio dulce para que el universo me concediera la felicidad.

“Quiero…”

El destello dorado se hundió en la profundidad turquesa, dibujando un círculo que se extendía y se repetía hipnóticamente. En ese momento sentí que la fuente reflejaba mi alma. Con la primera onda, experimenté la inocencia de la juventud, mi deseo: un castillo de nubes, un unicornio con crines de arcoíris, un amor que durara la eternidad, que desafiara el tiempo, un refugio en la tormenta. La emoción me invadió con el anhelo de un amor verdadero, inquebrantable, que fuera más allá de los cuentos de hadas.

Después, la segunda onda estaba cargada de ambición: visualicé un escritorio pulido, la luz fría de la computadora, el eco de mis propios pensamientos rebotando en las paredes de una oficina, construyendo con firmeza y decisión un futuro profesional. El deseo se mostraba concreto, tangible: éxito, reconocimiento, la satisfacción de construir algo con mis propias manos. La moneda resonó con el peso y la necesidad de ser algo más que una soñadora. ¿Era este un deseo más terrenal?

Entonces, el agua, en su eterno fluir, me susurró algo más profundo: la búsqueda de la quietud interior. La meditación, la lectura, la conexión con algo superior era un sendero ascendente, que bordeaba la calma y la serenidad. No pediría riquezas, ni amores, ni éxitos efímeros. Podía pedir la tranquilidad del agua, la sabiduría de la piedra, la fuerza del viento. Eso me daría la capacidad de amar sin condiciones, de perdonar, de encontrar la luz en la obscuridad.

El deseo se transformó en anhelo, la moneda en una ofrenda a la divinidad. Esa moneda lanzada, que se hundió en las profundidades, reflejó la transformación de mi alma; el deseo había mutado, evolucionado. La fuente, guardiana de los sueños, me dio la promesa de una metamorfosis: la búsqueda del ser, el viaje más largo y hermoso de todos. Y en ese instante, supe que el verdadero tesoro no estaba en el fondo de la fuente, sino en el eco de mi propio deseo, en la resonancia de mi alma.

MANUELA CÁMARA

Donde el deseo no duerme

«Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal en su servicio.»
— San Juan de la Cruz, Cántico espiritual.

No recuerdo cuándo empezó el desasosiego.

Tal vez fue antes de tiempo, cuando era una palabra que todavía no sabía pronunciar. O más adelante, quizás una de esas noches donde el sueño y la vigilia se rozan con manos prestadas. Y se encienden lámparas cegadoras. Y se abren corredores que no tienen salida.

El deseo me habitaba desde antes. Me esperaba. No en los labios del amante. No en la carne vencida. Sino en una sombra que se sentaba a los pies de mi cama. Y me hablaba con la voz de todas las mujeres que hay en mí.

—Aún no has tocado tu centro —decía— Aún no has cruzado el umbral de tu llama.

Yo no entendía. Quería. Pero no entendía

Quería respirar hondo hasta que me temblara la cintura. Quería hacer el amor sin pedir permiso, sin sentir culpa, sin rogar ternura. Quería tomar lo que era mío: mi cuerpo, mi historia, mis ganas. Creía que el deseo era el relámpago entre dos cuerpos. Ese temblor que deja sus huellas sobre la sábana y debajo del silencio.

Pero no.

El verdadero deseo era otra cosa. Era el pájaro que me picoteaba el pecho al amanecer. Era la sed que no se sacia con labios ni con agua. Era el espejo donde no salía mi reflejo sino el de todas las mujeres que me arden por dentro.

Una noche, me dejé poseer. No por un hombre, ni por un dios. Sino por mí misma: Me abrí la piel y entré. Y encontré un jardín salvaje donde crecen las semillas de lo prohibido. Arroyos sembrados por sueños improbables. Helechos indómitos creciendo en los rincones. Flores silvestres que emanaban mi propio aroma : libre, primigenio, bravío.

Allí vivía el deseo. Como un animal dormido con un corazón que no cesa ni se acaba. En un altar con ofrendas: de risas de niña, gemidos de amante, palabras inquietantes que aún no había aprendido.

Desde entonces lo llevo conmigo.

Lo escondo bajo la lengua, lo guardo en las costillas, recorre mis huesos y me pica por dentro en la palma de la mano.

A veces arde.

A veces me arrastra.

Pero siempre me recuerda QUE ESTOY VIVA.

MCP

FERNANDO LÓPEZ AGUILERA

El sabor, no da la felicidad (Parte 4)

Una vez solo en la sala principal de su barco, el soberano pasó frente a un espejo y se detuvo al ver que su imagen no solo se reflejaba, sino que lo miraba con ojos distintos. Retrocedió unos pasos, confuso, y se situó justo frente a él.

—¿Pero qué narices…? —murmuró, desconcertado, dirigiéndose a su propio reflejo.

—No lo hagas. Detente. No sabes qué esconde ese bosque —rogó, con angustia, la figura encerrada en el espejo.

El hombre frente al cristal era el verdadero rey del imperio. Aquel cuerpo, sin embargo, estaba poseído por el semidiós que lo había habitado para hacerse con el trofeo supremo: la fruta de los dioses. Lo que nadie sabía era que Rayan, el intrépido soldado que había advertido al soberano sobre la existencia del fruto, estaba oculto entre las sombras, presenciando la escena con el corazón encogido.

—Su majestad —dijo el semidiós, burlón, dirigiéndose al reflejo—. Todo esto pronto habrá terminado. En dos lunas asediaré el bosque con tu ejército. Obtendré lo que vine a buscar… y después te dejaré libre. Si es que queda algo de tu miserable escoria.

El reflejo no pudo responder. Con un golpe certero, el semidiós estrelló su puño contra el cristal. El espejo se hizo añicos, y con él, pareció romperse también el último vestigio del verdadero rey.

Rayan se quedó inmóvil, atónito. Algo dentro de él, una voz ancestral o acaso su propia conciencia, le gritaba que estaba luchando para el bando equivocado. Tenía que actuar. Fue así que, en la quietud de la tercera vigilia, mientras todos dormían, emprendió una incursión solitaria en el bosque.

Por su parte, la líder amazona convocó en asamblea a sus hermanas e invitó a participar en ella al viajero.

—Hermanas, la situación es crítica. Las hordas del rey caerán sobre nuestro amado bosque en dos lunas —anunció con voz solemne.

Se arrodilló con ambas rodillas sobre la tierra sagrada, postrándose ante el bosque como si de una deidad se tratase. Tomó un puñado de tierra entre sus manos, la alzó con respeto y, mientras la dejaba caer lentamente, pronunció:

—Al rey lo protege su ejército, pero a nosotras nos protege nuestro hogar.

En mi pecho late un deseo: morir, si con mi vida protejo este lugar.

Su templanza era tan poderosa que infundía respeto y fuego en los corazones. Una a una, sus hermanas alzaron la voz:

—Mi alma también alberga ese deseo.

—Y la mía.

—También la mía.

Así fue como cada amazona selló con palabras su disposición a defender el bosque, incluso a costa de su vida.

El viajero no pudo contener las lágrimas. Veía cómo el propósito que unía a aquellas mujeres las conducía, con nobleza y firmeza, hasta las mismas puertas de la casa de Hades.

Cuando Luna terminó de relatar la situación a sus hermanas, se retiró a descansar. Fue entonces cuando el viajero la alcanzó en su camino.

—Qué valerosas palabras acabas de pronunciar. Pero has ido demasiado lejos. Doy fe de que esto, para los dioses, no es más que un juego. Y tú no solo has renunciado a tus poderes divinos… ahora estás poniendo en juego tu vida.

—Nosotras hemos encontrado un propósito —respondió Luna. Su voz sonaba doble, como si en ella habitaran dos almas.

Y así era. La semidiosa había encontrado en Luna una huésped. Se había creado el vínculo: aquel lazo eterno que une a un semidiós con el mortal que comparte su mismo deseo. Desde entonces, ambas eran una sola voluntad. Por eso se había producido el apagón: Luna había renunciado a su divinidad para ser, por siempre, parte de ese grupo de guerreras valerosas.

—Yo también tengo un deseo —dijo el viajero, acercándose con decisión—. Vengarme de Zeus por la cruel muerte de una muchacha que nada tenía que ver en este macabro juego.

—Eres bien recibido en nuestra causa —respondió Luna, dejando caer una mano sobre el hombro del viajero—. Ahora descansemos. La siguiente luna la teñiremos de rojo con la sangre de los bárbaros.

Aún no había amanecido cuando el rey del Imperio recibió una extraña visita. Era una mujer de cabello largo y blanco, vestida con una túnica púrpura y una capa dorada. Su sola presencia provocó en el soberano un respeto difícil de explicar: era como si la sala entera se hubiese inclinado ante ella.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Y quién eres tú? —preguntó el rey, desconcertado.

La mujer esbozó una sonrisa leve. Tomó una manzana de la mesa del soberano, le dio un mordisco y respondió:

—Siéntate, y escucha las buenas noticias que traigo para ti. En esta guerra, saldrás victorioso… siempre que cumplas con lo que te voy a contar.

Y con una calma pasmosa, la mujer continuó comiendo el fruto mientras miraba fijamente al rey. Este, inquieto, comprendió que una nueva ficha había entrado en el tablero.

Continuará…

¿Te gusta leer? ¿Quieres estar al tanto de las últimas novedades? Suscríbete y te escribiremos una vez al mes para enviarte en exclusiva: 

  • Un relato o capítulo independiente de uno de nuestros libros totalmente gratis (siempre textos que tenga valor por sí mismos, no un capítulo central de una novela).
  • Los 3 mejores relatos publicados para concurso en nuestro Grupo de Escritura Creativa, ya corregidos.
  • Recomendaciones de novedades literarias.

3 comentarios en «El deseo – miniconcurso de relatos»

  1. Tras haber ido leyendo los relatos toda la semana, todos me han parecido genial. Pero voy a dar las razones por las que he elegido este:

    Elijo este relato porque tiene un desarrollo sólido, es una escena creíble con personajes bien definidos y una evolución clara. El conflicto inicial parece trivial, el desgaste de una pareja, pero da paso a un elemento surrealista, la abducción de ets, que se mezcla con lo cotidiano de una forma natural.

    El texto parece una sátira de la vida de pareja , y el escepticismo de la terapeuta y la reinterpretación libidinosa del marido me ha resultado genial.

    Me parece que aborda el deseo desde el desencanto cotidiano y lo redime con un final cómico y tierno. Un giro que me ha gustado. Y además cierra en redondo, con un remate sorprendente que me sorprendió y me hizo reír.

    Mi voto para «EL DESEO» de Jose Manuel Caballero

    Responder

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.