Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «la luna». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 8 de mayo!
* Por favor, solo votos reales. No hay premio, solo reconocimiento real.
** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SERGIO SANTIAGO MONREAL
Se apagaron las luces de tu mirada
pero se encendieron las de tu alma.
ANTONICUS EFE
El lunes se apago el país.
No fue poético:
supermercados vomitando ansiedad,
niños preguntando ¿Quién ha robado el cargador?
Yo caminaba solo,
claro.
La oscuridad es condena
cuando el móvil muere al 5%
y el wifi es un fantasma más,
ahora nadie lo soporta.
Yo caminaba feliz,
claro.
En el parque
una mujer enciende un mechero
sin cigarrillo,
quiere leer la próxima parada del bus,
da igual, no hay luz.
Enciende el cigarrillo y se sienta en el banco.
El miedo sabe a plomo,
la gente lo mastica
después de ver a Rasputín y Rockefeller
en la tele,
los cables parecen ramas de un árbol caído.
Yo camino solo,
claro.
Ahora cada sombra
es un técnico de Endesa
—o algo peor—
Algo que no necesita
la excusa de un apagón.
Yo sigo caminando solo,
claro.
Los políticos a lo suyo;
nada que aportar.
A las 3:50 volvió la luz
y todos fingieron no haber temblado.
Tengo miedo a la oscuridad.
ROBERTO LÓPEZ DEL CASTILLO
El apagón sumió al mundo en un caos, pero para cuando llegó la luz nos vimos unos a otros como realmente éramos.
SUSANA NÉRIDA SUÁREZ
Sobrevino el apagón,
menudo follón,
entre tanto mogollón
y muchos prenten atención:
otros saquearon un montón,
otros recitaron sobre revolución.
DAVID MERLÁN
—Señor, ¿Da su permiso?— solicitó un militar de menor rango en el quicio de la puerta del despacho de su superior.
—Adelante, ¿De qué se trata?—contestó este sin levantar la vista de su pantalla.
—Hemos recuperado esta unidad de memoria de ZCS- L73—mientras le dejaba a la vista encima de la mesa una pequeña tarjeta perforada.
El mando la cogió y le dió vueltas en la mano.
—¿Algo interesante?
—Lo desconozco, señor. Se la he traído en cuanto me la ha dado el Verificador. El Sellador que la ha encontrado se la acaba de entregar. Los Verificadores han procedido a hackear el código de acceso pero nada más, señor.
—¿Cómo se llama el Sellador?
—cabo Miles, señor.
—Dígale que venga a verme.
—Si, señor, ahora mismo.
—Puede retirarse.
—Con su permiso, señor—añadió para terminar mientras hacia el saludo protocolario y se giraba para enfilar la puerta del despacho.
Medio minuto más tarde, el Mando introducía la unidad, en la Unidad Central de Procesamiento y en la pantalla se iluminaba la frase:
<<Código aceptado. Puede continuar>>
Iniciar—Cancelar
«A ver si de una vez por todas sabemos qué pasó en ese maldito lugar» pensó mientras se ponía a leerlo.
Activó el botón «iniciar» de la pantalla y el primer fragmento apareció ante sus ojos
[FRAGMENTO RECUPERADO. ENTRADA 1. AUDIO. SIN FECHA.]
Querido tú que lees esto:
No sé si donde tú estás es de día o de noche.. Aquí todo sigue encendido. La luz no parpadea. Las pantallas muestran las noticias del día del apagón, como si nadie hubiera pulsado el botón “detener”. Y lo más extraño de todo es precisamente eso, que todo funciona. Pero nadie recuerda por qué.
Yo me llamo Mara. O eso creo. Ayer descubrí que había olvidado como se llamaba mi hermana. No el hecho de olvidarme que tuviera una hermana. De eso si que me acuerdo, sino de su nombre. Hoy también he olvidado a qué sabe el café. Mañana, tal vez, me olvide de haber escrito esto.
[DESCLASIFICADO POR EL ARCHIVO GLOBAL, AÑO 2149. COMENTARIO DE CAMPO DEL EXPLORADOR F-72:]
> «Acceso al perímetro conseguido. Ciudad intacta. Iluminación funcional. Actividad aparente desde el exterior. Ningún rastro humano directo. Primera entrada encontrada dentro de una taquilla escolar, junto a un uniforme infantil doblado con extremo cuidado. El uniforme aún está caliente.»
¿Continuar? —indicaba una escueta pregunta en forma de mensaje en la pantalla.
«Continuemos» pensó el militar mientras apretaba la palabra en la pantalla.
——
[FRAGMENTO RECUPERADO. ENTRADA 2. AUDIO. SIN FECHA.]
Hoy vi a los otros. Caminan como si nada. Visten bien. Sus charlas están en bucles. Siempre la misma frase, la misma sonrisa. Creo que repiten sus últimos momentos antes del apagón. Como marionetas atrapadas. Como si algo o alguien no les permitiera parar de repetirse una y otra vez:
«No te preocupes, llego en cinco.»
«¿Tienes fuego?»
«Me encantó la serie.»
[DESCLASIFICADO POR EL ARCHIVO GLOBAL, AÑO 2149. COMENTARIO DE CAMPO DEL EXPLORADOR F-72:]
> «Los dispositivos analógicos no funcionan dentro de la burbuja donde se encuentra la ciudad. Sin señal. Solo luces, movimiento… y un silencio asfixiante detrás de cada fachada».
¿Continuar? —Volvió a salir el mensaje en la pantalla.
«Continuemos» pensó de nuevo apretando la palabra en la pantalla.
——
[FRAGMENTO RECUPERADO. ENTRADA 3. AUDIO. SIN FECHA.]
La energía no viene de fuera. No hay generadores. No hay cables conectados que así lo haga sospechar. Todo sigue porque decidieron que debía seguir.
Lo llamaban “Inercia Energética”. Un milagro, dijeron. Un misterio. Pero tenía un coste. Y el coste éramos nosotros.
[DESCLASIFICADO POR EL ARCHIVO GLOBAL, AÑO 2149. SIN COMENTARIO DE CAMPO DEL EXPLORADOR F-72:]
¿Continuar? —Volvió a salir el mensaje en la pantalla y volvió a aceptar la pregunta.
——
[FRAGMENTO RECUPERADO. ENTRADA 4. FECHA: 250430. ARCHIVO ESCANEADO. NOTA MANUSCRITA SOBRE HOJA DE MENÚ ESCOLAR.]
Hoy recordé algo que ya había olvidado.
Una niña. Su voz. Me decía: «Dile a mamá que ya hice los deberes». Me lo repitió tantas veces que la frase dejó de tener sentido para mí. Nada tenía sentido. Como el rumor de los ascensores que siempre suben, pero nunca bajan.
Entonces lo vi. Estaba en el patio del colegio, con la mochila puesta. No envejece. No cambia de sitio. Pero cada vez que la miras, tiene los ojos más tristes.
[DESCLASIFICADO POR EL ARCHIVO GLOBAL, AÑO 2149. COMENTARIO DE CAMPO DEL EXPLORADOR F-72:]
> «Tras varios intentos, he localizado a la niña. Coincide con descripciones de múltiples grabaciones automáticas encontradas en distintas zonas de la ciudad y de la escuela. Su frase se repite con idéntica entonación. Sin variación. Sospecho que no es un ser vivo. Pero algo en su mirada no cuadra con una simulación en bucle. Hay que seguir investigando.»
[DESCLASIFICADO POR EL ARCHIVO GLOBAL, AÑO 2149. COMENTARIO DE CAMPO ADICIONAL DEL EXPLORADOR F-72:]
> «Estoy empezando a tener lagunas. Al revisar mis notas, hay frases que no recuerdo haber escrito. Me he grabado a mi mismo diciéndolas, pero sin tener sentido. No tengo constancia consciente de vivir el momento. A partir de ahora dejaré registros orales cada 6 horas.»
¿Continuar?
«Desde luego. A ver a dónde nos lleva todo esto»—y apretando el botón se dispuso a leer la nueva entrada
——
[FRAGMENTO RECUPERADO. ENTRADA 5. SIN FECHA. ARCHIVO ESCANEADO. NOTA MANUSCRITA SOBRE PAPEL DE IMPRESORA, MANCHADO CON ALGO SECO.]
La ciudad consume recuerdos. Y No, no es una forma poética de decirlo. Es literal.
Cada vez que enciendo una luz, olvido algo. Puede ser un número, un cumpleaños, una palabra, un nombre. Al principio eran cosas pequeñas, como si el precio fuera simbólico. Pero ahora ya no recuerdo cómo llegué aquí. Ni si quiera recuerdo si alguien me espera aquí dentro… o quizá afuera. Ni siquiera si este diario es mío o si lo encontré…Dudo de mi misma. Creo recordar que me llamó Mara.
La luz no viene del sol. Viene de nosotros. Eso sí que lo recuerdo.
[DESCLASIFICADO POR EL ARCHIVO GLOBAL, AÑO 2149. GRABACIÓN DE VOZ DEL EXPLORADOR F-72:]
La grabación devuelve la voz apagada del Explorador F-72.]
> “Revisión rutinaria. Siento que me falta algo… Visité el edificio del Ayuntamiento. Dentro, hay una sala donde todos los relojes están detenidos. Las pantallas muestran la hora del apagón. Exactamente a las 12:33 a.m. del 250428. Todos los relojes, menos uno: un despertador viejo, digital. Está en la hora 12:34. Suena. Y cada vez que suena, siento una punzada. Como si alguien me recordara que debía despertar hace mucho.»
¿Continuar?
«Si» pensó en automático y apretó con su dedo el botón que ya no separó de la pantalla.
——
[FRAGMENTO RECUPERADO. ENTRADA 6. FECHA: 250501.. ARCHIVO ESCANEADO. NOTA MANUSCRITA SOBRE PAPEL DE ANTIGUA LIBRETA DE ANILLAS. ESCRITURA DESORDENADA.]
Me llamó Mara. No quiero olvidarlo. Comencé a dejar las luces apagadas. Me deslizo por los pasillos en la penumbra. Escucho a los denominados «Encendidos» susurrando cosas entre sí. Los llaman así porque todavía conservan algo. Tal vez sus nombres. Tal vez su voluntad.
Todo se remonta a cuando él comenzó a pedir intereses. La gente no le pudo pagar los interes. Si tenías 1.000 te pedían 100.000 al mes, eso suponía un 9.900 % de interés. Entonces planteaba el acuerdo: Si olvidabas, evitabas pagar el interés. La gente aceptó. Cada vez más. Dicen que si olvidas lo suficiente, la ciudad te suelta. Él te suelta. Como si la deuda estuviera saldada. Pero nadie recuerda cómo se siente ser libre.
Yo quiero salir. Pero no quiero olvidar quién quiero ser al salir.
[DESCLASIFICADO POR EL ARCHIVO GLOBAL, AÑO 2149. COMENTARIO DE CAMPO DEL EXPLORADOR F-72:]
> “No sé quién es «ÉL»
El Militar volvió a apretar el botón.
——
[FRAGMENTO RECUPERADO. ENTRADA 7. SIN FECHA.. ARCHIVO ESCANEADO. NOTA MANUSCRITA PRESIONADA CON FUERZA. EL PAPEL ESTÁ CASI RASGADO]
Para el que lea esto. Soy Mara. He encontrado la Sala del Núcleo, o eso creo. Me han dicho que es importante. No me acuerdo quién me lo dijo. Lo leí en una de mis notas. No hay cables, no hay servidores. Solo una especie de esfera suspendida en el aire, como una burbuja líquida. Dentro… creo que hay algo. O alguien. Late. Pulsa. Se contrae y se expande rítmicamente. Está vivo. A cada segundo que pasa, emite un leve destello y todo se ilumina como si fuera de día. Intenté acercarme. Sentí que quería pronunciar un nombre pero no lo recuerdo. Era un nombre importante. Algo que no debía de haber olvidado, pero lo olvidé. Se me escabulló de la memoria como agua entre los dedos.
[DESCLASIFICADO POR EL ARCHIVO GLOBAL, AÑO 2149. GRABACIÓN DE VOZ DEL EXPLORADOR F-72:]
[En esta ocasión, la voz de F-72 es viva y enérgica.]
> “Hay registros en papel. Antiguos. Datados justo antes del apagón. Fecha: 250427. Hablan de un experimento: Proyecto Fulmen. Del Latín: Relámpago. Un intento de almacenar energía cognitiva. Energía emocional. Querían crear una ciudad autosostenida usando la mente humana como batería viva. No a la fuerza. Voluntariamente. Tras el apagón, la gente, al quedarse sin créditos aceptó ofrecer sus recuerdos a cambio de luz. De calor. De seguridad. De internet. Una hora de sol por un día de infancia. Lo firmaban sin pestañear. Encaja con lo afirmado por Mara. Ver fragmento anterior, número 6. ¿Quién es ÉL?»
¿Continuar?
——
[FRAGMENTO RECUPERADO. ENTRADA 8. SIN FECHA.. ARCHIVO MECANOGRAFIADO. FALTAN LINEAS ENTERAS DE TEXTO AL PRINCIPIO]
…era el científico jefe del experimento Fulmen. Uno de los fundadores. Quería salvar a su hija. Estaba enferma. Terminal.
…tud
Hu….guar…allí la….
…Pero alguien fue demasiado lejos. Una mente desesperada… donó todo. Entera. Se volvió el núcleo.
—Dame una ciudad donde nunca se apague la luz—, imploró. Y le ofreció su conciencia entera. Se la entregó para siempre.
El experimento funcionó. Pero la ciudad no se detuvo. Porque él no se detuvo. Sigue ahí. Pensando. Encendido. Alimentando todo esto.
Y ella… ella sigue aquí. No crece. No envejece Siempre esperando. Siempre repitiendo los deberes hechos.
[DESCLASIFICADO POR EL ARCHIVO GLOBAL, AÑO 2149. GRABACIÓN DE VOZ DEL EXPLORADOR F-72:]
>¿Será la niña del Fragmento 4?“ El patrón se repite. Es la clave emocional. El epicentro del recuerdo perpetuo del padre. Del científico. El ancla que mantiene inmóvil la ciudad. Mientras ella repita ese momento… el sistema no se apagará.”
> “Pero si alguien entra en la esfera… y la interrumpe…”
(pausa larga)
> “Debo decidir: ¿la apago… y libero la ciudad? ¿O la dejo encendida, y me quedo?”
¿Continuar con la última entrada?
En esta ocasión el mensaje cambió, pero no la actitud del militar que volvió a apretar ipsofacto el botón en el preciso instante en que otro militar irrumpía en su despacho abriendo la puerta.
—¿Me ha hecho llamar, señor?
—Eres Miles?
—Si señor.
Entre y espere. Deme un momento.
—Si señor.
El cabo Miles entró. Cerró tras de si la puerta y adoptó la postura de espera militar; firmes y agarrándose las manos por la espalda.
——
El capitán apretó el botón.
[ENTRADA 9. AUDIO. FECHA: 250503 ULTIMA ENTRADA FIRMADA]
Mara. Ese era mi nombre.Ahora lo recuerdo.
No sé cuánto más tiempo me queda. Pero si encuentras esto… no entres en la esfera. No intentes despertar al científico. No intentes perturbar al que no quiere dormir. Solo apaga una luz. Una sola. Y escucha lo que vuelve.
[DESCLASIFICADO POR EL ARCHIVO GLOBAL, AÑO 2149. GRABACIÓN DE VOZ DEL EXPLORADOR F-72:]
[Grabación con la voz jadeante, temblorosa]
> “He entrado en la Sala del Núcleo. No es una máquina. No del todo. Es… una memoria viva en lo que queda de un hombre, de lo que una vez fue humano. Es difícil de describir.
“Lo vi. Está atrapado en un bucle: recuerda a su hija enferma. El día que le prometió que no volvería a tener miedo de la oscuridad. Y al hacerlo, creó esta ciudad eterna.”
> “La niña sigue aquí. Pero no es real. Es el eco de un recuerdo, repetido hasta la saciedad que ha terminado de hacer los deberes. Pero algo, casi imperceptible pasa. Cada vez parece más pálida. ¿Sufrirá?
> “Puedo apagarlo. Pero al hacerlo, perderemos todo. Toda la luz. Toda la vida que aquí simula latir.”
El cabo Miles seguía firme esperando paciente la orden de acercarse a la mesa de su superior. Este, por su parte no perdía ni un detalle de la pantalla.
Tras una pausa larga en la que solo se podía percibir la respiración contenida de F-72, rompió su silencio y añadió:
> “He tomado una decisión.”
FIN DEL INFORME
Reiniciar—-Apagar—Más
Como no podía ser de otro modo, apretó el botón que ponía Más y un nuevo texto apareció en su pantalla.
INFORMACIÓN COMPLEMENTARIA DESENCRIPTADA. NIVEL DE SEGURIDAD: ALTO. CODIGO: ZCS-F72. TRANSCRIPCIÓN DE EVENTOS POSTERIORES. ARCHIVO GLOBAL EXPLORADOR F-72.]
> —A las 12:33, la luz de la ciudad se apagó por primera vez en 124 años.
—A las 12:34, el sol real salió por el horizonte.
—La ciudad quedó a oscuras. En silencio. Sin movimiento. Sin energía.
“Dile a mamá… que ya estoy listo para dormir.”
Reinicia—Apagar.
El cápitan apagó su pantalla, extrajo la unidad y dirigiendo su mirada al cabo mientras se la mostraba.
—¿Ha visto el contenido de esta unidad, cabo?
—No señor. Me he limitado a traerla y entregársela a los Verificadores, tal y como indica el procedimiento.
El cápitan lo escudriñó durante unos tensos segundos pero dió su respuesta por convincente.
—Esta bien. ¿Ha encontrado algo más? ¿Hay rastro de F-72?
—No señor, ni rastro. El explorador no fue localizado. La ciudad se considera desde entonces ZONA CERO SELLADA- F-72 precisamente porque F-72 no ha regresado. La ciudad se encuentra sin energía, sin presencia humana. Pero…
—¿Qué pasa? Continúe cabo.
—Es que verá, señor. El personal de la base limítrofe que custodia el perímetro de la ciudad afirma que en ciertas noches, una luz solitaria aparece en una ventana del último piso del edificio del ayuntamiento.
—¿Y? ¿Puede ser F-72? ¿Se activa su baliza de frecuencia de posicionamiento?
—Lo desconozco, señor. La ventana está cerrada. Si emite la señal desde luego está no llega. Pero si uno dirige los micrófonos direccionales hacia la fachada y presta suma atención, se puede escuchar un leve murmullo, y un nombre:
“Mara.”
FIN
ARMANDO BARCELONA
SOMBRAS DE LA CHINA
―¿Crucita, tienes luz en casa?
El patio de luces es una buena caja de resonancia que facilita la comunicación entre vecinos y los pulmones de Sagrario, que funcionan como el fuelle de un órgano catedralicio, saben sacarle el máximo partido.
―La Mari Cruz está en donde su suegro, que le ha dado un infarto de minga.
Esta que habla es Anunciación, la reportera del bloque, siempre al corriente de todo lo que pasa; allí donde salte la noticia está la Nunci.
―¿Le ha dado un infarto al Rosendo? Pero si estaba como una rosa, lo vi hace no más de tres días y rebosaba salud.
Concha saca su consternación a la ventana, para que se oree junto con la colada de bragas que acaba de colgar en el tendedero.
―Y sigue hecho un clavel reventón ―confirma la Nunci, que como siempre está al cabo de la calle―. Infarto de minga, querida, una hartura de coño moreno; que lo pilló su mujer encamado con otra y tienen un lío montado en casa de padre y muy señor mío.
Un bramido de toro, salido de no se sabe dónde, hace enmudecer a las mujeres; décimas de segundo después, le da la réplica un gemido hondo, comprimido, con registro de voz femenino. La secuencia se repite varias veces, envolvente, rítmica, como siguiendo un ritual.
―Alguien está jugando un partido de tenis en el recibidor o echando un polvo ―sentencia Concha con un punto de picardía.
―Será Angy. ¡Qué mujer, no tiene freno! ―Un ligero velo de envidia empaña el comentario de Nunci.
En el tercero, interior, izquierda, se abre la ventana y por ella acude Angélica a la convocatoria, envuelta en una sugerente bata de raso negra, la melena suelta en cascada sobre los hombros y una taza de humeante colacao en la mano.
―Si la envidia fuera tiña… ―deja colgando en el aire el dicho popular como respuesta―. Debe ser un apagón general, porque tampoco tienen luz los de enfrente. A ver si lo arreglan pronto, que tengo las lentejas en el fuego, a medio hacer, y se me van a poner duras.
―Eso es lo tuyo, mujer, ponerlas duras ―explota Sagrario en una carcajada, que secundan todas, incluida Angy.
Los mugidos han cesado, pero sigue oyéndose un jadeo lejano.
―¿Pero quién será? ―se desespera la Nunci, siempre ávida de saber.
―¿Y qué más os da, cotillas? Aleluya, aleluya, cada una con la suya ―apostilla Angélica tras darle un sorbo al cacao.
―¡Ay, no lo quiera dios! Menos mal que mi Ricardo ya no responde. De cintura para abajo, cero absoluto. Un alivio, que son veintisiete años con la misma dieta; un horror. Todavía si fuera con Brad Pitt. ―A Nuncia se le nota el desengaño y la tristeza de bajos en la voz.
―Tiene razón, esta, ¡qué empalago! Anda, Angy, corazón, sé buena y socializa existencias, reina, que a ti te sobran ―intenta Concha abrir un marco de negociación, aunque de antemano sabe que la iniciativa está condenada al fracaso.
―¡Pero no aflojes ahora, Mariano, empuja, empuja, que ya casi está dentro! Así, un poquito más arriba, así, así, casi…, ¡pero no pares jodido!
Es una voz conocida, de mujer, algo cascada por la edad: doña Nati, segundo, derecha. Mariano es su marido, octogenarios ambos. Una ola de estupor recorre el patio de luces. Las tertulianas enmudecen unos segundos.
―¿Está todo bien, Nati, cariño? ―rompe Sagrario el estado catatónico general.
―Déjalo para luego, Mariano, que así, a media luz, es más difícil. ―La voz de doña Nati suena cansada―. Sácalo, sácalo, con las dos manos, que es muy grande, cuidado, yo te ayudo, así, ya, ya. ¡Uff, qué descanso!
»Se ha ido la luz, ¿no? ¡Qué fastidio! ―se queja la anciana, uniéndose a la asamblea vecinal―. Nos ha pillado en plena faena y este hombre, que ya no aguanta nada… ¿Alguna tiene un marido en buen uso que me preste?
―Diga que sí, doña Nati, tetas al poder ―no puede reprimir Angy el orgullo de clase―, genio y figura. Luego le doy por privado un par de teléfonos.
―¡Ay, hija, gracias! Si es lo que le he dicho yo a este: llamamos a otro, que tú ya no estás para estos trotes; pero como el que oye llover, cabezudo como él solo. Y es que el espejo es enorme, el más grande que había en IKEA, y Mariano ya no atina a engancharlo en las alcayatas y menos a oscuras.
»Mira, por hablar, ya ha vuelto la luz. Angélica, cariño, pásame esos teléfonos que yo me apaño con ellos, reina. ¡Hala, tira Mariano, que todavía tenemos que hacer la comida, menudas horas!
JUAN MANUEL CABALLERO
El apagón nos había sorprendido en pleno viaje. Atravesávamos medio país para asistir a las exequias de un familiar político de mi mujer, con cuya familia convenía llevarse lo mejor posible por cálculos espúreos, de política familiar. A tal fin, había pedido dos días de permiso en el trabajo que el instituto me concedió sin mayores problemas, supongo que pensando que los alumnos podían resistir perfectamente un par de días sin clases de latín. Hambrientos y cansados de carretera, decidimos tomar una desviación hacia la que, presumíamos, debía tratarse de una pequeña localidad más o menos aislada en la llanura extremeña, de nombre Fuendetantos, de la que, por descontado, nunca habíamos oído hablar.
El sitio resultó estar más lejos de lo que habíamos previsto, y la noche encapotada no ayudaba a calmar la angustia en la que la oscuridad total a nuestro alrededor (ni la más miserable farola, ni las luces en lontananza de una estación de servicio o de algún rastro de civilización lejano -me pregunté si en aquel lugar esto sería, de hecho, siempre así-) nos sumía. Al menos, teníamos la radio del coche, que nos informaba de la situación y de la sospecha de un ataque cibernético israelí como represalia a la política internacional de nuestro gobierno. Gracias a Dios funcionaba, la radio, aun a pesar del fuerte viento del sur que imperaba en aquel llano invisible que se extendía a los lados de la carretera comarcal, que adquiría un cariz tétrico, casi dramático, en los pocos metros iluminados por los faros del coche. Y a fe que, a pesar de nuestro descreimiento con lo confesional, por un momento me sorprendí rumiando algo parecido a un rezo que ayudase a arribar pronto a aquel pueblo del demonio.
Injurioso hubiera resultado decir que, al fin, dimos con él; pues lo que ocurrió en realidad fue que, cuando quisimos darnos cuenta, el pueblo nos había engullido. El lugar donde desembocamos era una especie de erial con apenas un revoltijo de casonas a un lateral, tal vez alguna nave y algún que otro corralón. Como saltaba a la vista que se trataba de un poblado pequeño y se adivinaba que el terreno en aquel lugar no estaba asfaltado y proliferaban las dificultades, decidimos continuar a pie. Con la linternilla del móvil nos desplazamos hasta lo que a todas oscuridades era el centro (estúpido resultaría decir «a todas luces»); pero allí no había un alma, ni tan siquiera un vecino paseando al chucho. Anduvimos un poco más para tratar de localizar a algún bicho viviente que nos indicase la ubicación del bar del pueblo (en ese punto ya habíamos deducido que aquella aldea perdida en tierra de nadie no daba para más de un bar, a lo sumo), pues sabíamos que en la ruralidad extremeña aún quedarían muchos establecimientos que aceptasen el pago en papel, y que su sistema de cobro fuese, al menos en parte, analógico, puesto que de nada vale el efectivo si no se puede cobrar a la postre, como ocurre en las grandes superficies, informatizadas de cabo a rabo.
Finalmente, localizamos el bar: tuvo razón mi mujer en ir a buscarlo en la travesía, por donde han de pasar todos los autos que van de camino a cualquier otra parte. Una vía, aquella travesía, que razonablemente debió haber sido el lugar donde tendríamos que haber ido a parar nosotros, pero que por algún motivo no fue así; es de suponer que tomamos sin darnos cuenta otro camino para entrar al pueblo por algún lateral, por las afueras. Suponiendo que aquella aldea remota e ínfima no fuese más que una constante afuera. De poco sirvió, de todas formas: el bar estaba cerrado a cal y canto.
Tomamos una calle que parecía asestar un tajo tangencial a la pequeña población: nos pareció que, por ese camino, llegaríamos al coche y podríamos salir de aquel lugar inhóspito. Al menos, eso dictaba mi sentido de la orientación, por más que ni mi mujer ni yo nos contábamos entre esos privilegiados que parecen tener incrustada una brújula en la cabeza. Más adelante, sin embargo, aquella calle nos tenía preparada una sorpresa.
Un par de esas barreras amarillas que colocan los ayuntamientos para cortar el tráfico nos sirvió de aviso: un poco más allá, a la vuelta de una esquina, se veía luz (¡¿luz?!); y aún un poco más adelante, comenzamos a escuchar la matraca de una música de orquesta.
* * *. * * *. * * *
La gente se repartía en grupos familiares sentados a las mesas salpicadas por todo el recinto, una enorme carpa amarillenta que debía albergar al grueso de toda la población bajo su cúpula de polietileno. Los niños, por su parte, corrían alrededor de las mesas, atravesaban el espacio delante del escenario que hacía las veces de pista de baile, iban de aquí para allá. Los jóvenes preferían la barra de madera del bar portátil que habían montado para charlar amenamente, al calor de la cercanía de las botellas de licor. En el escenario, una orquesta desplegaba su repertorio, que se adivinaba diseñado para gustar a todo tipo de público. Algunas parejas maduras bailaban.
Habíamos entrado por una de las aperturas de la carpa, que estaba detrás del escenario, de manera que enseguida quedamos expuestos a la mirada directa de toda aquella gente. Por mi parte, sin embargo, lo primero en que me fijé fueron los focos, sostenidos en torretas, de los que emanaba una luz potente, vital. «No hay boicot, ni ciberataque que se precie, capaz de dar al traste con la fiesta patronal de un pueblo español…», pensé. En un lateral de la carpa había desplegada una enorme pancarta con la imágen de una Virgen, «la Del Bendito Sarmiento», me parece recordar. Se me antojó como que todo aquello, toda aquella gente, quedara quieta, como congelada por una milésima de segundo, al vernos aparecer allí, inopinadamente, como felinos de la noche. Hasta la orquesta, diría, dejó de tocar por un instante, extrañada por nuestra presencia. Empero, todo retomó a su sitio y enseguida nos vimos rodeados de unos seis amables lugareños que nos acariciaron con sus palabras, nos guiaron por aquel escenario de festividad, nos invitaron a su mesa; pero al observar nuestra preferencia por pedir algo en la barra (¿tendrían café?. Como mínimo una Coca-Cola para vencer el cansancio), supieron dejarnos ir. Tenían café, y tomamos uno. Mi mujer, siempre muy atenta a ese tipo de cosas, aludió a la forma de vestir de aquella gente, a la manera de transmitir la festividad de la sociedad rural, que, según ella, no cambia con el tiempo. Volví a mirar hacia los focos de luz y traté de buscar los grupos electrógenos que los alimentaba, pero no los vi por ninguna parte. Unos niños barullentos se pusieron a jugar en espiral a nuestro lado. Uno de ellos me miró: tenía una cara extraña, como de niño de otra época. Mi mujer, que se percató del efecto que eso había operado sobre mí, me dijo que en los pueblos apartados aún pueden encontrarse determinadas tipologías.
Hacía mucho que no me pasaba, tal vez desde la juventud. Diría que el amarillear de aquella atmósfera debió contribuir a ello, pero el caso es que sufrí un episodio de desrealización y empecé a verlo todo como desde dentro de una campana de cristal. En otro tiempo esto solía ocurrirme como respuesta a alguna situación de estrés sutil, solo que pensé que aquello ya había sido superado. Un matrimonio se nos acercó para interesarse por nosotros, ahora que ya habíamos tomado contacto con el lugar. Al parecer, eran el alcalde y su mujer. Me excusé un momento para ir a orinar. Fue el alcalde el que me indicó dónde debía hacerlo: en un descampado allí al lado, donde el ayuntamiento había hecho un socavón que luego, al final de la celebración, sería tapado con su misma tierra. Aquel hombre me pareció afectado por el alcohol. Mientras me dirigía al lugar indicado me topé un momento con un anciano curioso y enjuto que me preguntó cómo es que habíamos venido a parar a ese lugar. Le expliqué lo del apagón, lo que se estaba diciendo en la radio del sabotaje de los israelitas. «¿Israelitas?…¿qué israelitas?»; eso fue todo lo que me respondió.
Después de orinar regresé adónde mi esposa. Mientras atravesaba la carpa, algunos se me acercaron, me saludaron con la mirada, afectuosos, como si fuese alguien del pueblo que se había marchado hacía tiempo y hubiese regresado para pasar allí aquel tiempo de solaz. Una provecta señora, al paso, me estrujó el antebrazo. Yo veía a toda aquella gente como debe hacerlo un pez desde dentro de un acuario. Como a este, seguramente a orden de la mujer del alcalde, nos pusieron algo de comer en la barra, después del café, con algún refresco para acompañar. Porque el alcalde había desaparecido pero su mujer seguía allí, explicándole a mi mujer cosas del pueblo. «Muchas casas terminan cayéndose porque nadie de fuera está dispuesto a comprar para venirse a vivir aquí», le decía justo cuando yo llegaba. Al rato, aún podía notar cierto remanente del brote de desrealización, pero me encontré más recuperado, así que decidí contarle a la mujer del alcalde la respuesta del viejo, el que no parecía haber oído hablar de los israelitas, porque aquello no dejaba de darme vueltas en la cabeza. «Ah, bueno…no se extrañe; es solo un caso de incultura…la gente de este pueblo tiene mucha incultura general». En un momento en que la alcaldesa consorte departía con un pueblerino de no se qué sobre un hoyo en la misma puerta de su casa, le comenté a mi mujer sobre la ausencia de generadores en aquel lugar con tanta luz, pero estalló en una risa casi dañina para hacerme saber acto seguido, en tono casi conmiserativo, que ella sí los había visto, justo al entrar, semitapados por el faldón que cubría el andamiaje sobre el que se elevaba el escenario. Me hizo dudar, pero yo también había mirado hacia aquella zona y hubiera jurado que allí no había nada; sería cuestión de mirar otra vez, pero un cansancio atroz empezó a instalarse en todo mi cuerpo, invadiendo en sopor mi cabeza de una manera que empezaba a ser inaudita. Hablando con la alcaldesa salió a relucir otra vez la pregunta del motivo de nuestra llegada a aquel lugar, precisamente; para tratar de remontar del sueño a base de parloteo, me animé a hacerle saber que fue mi esposa la que vio el nombre del pueblo en un cartel de la autovía, junto a un aviso de desviación hacia él. La alcaldesa me miró extrañada; miró a mi mujer después, de soslayo, pero esta se sonrió impertérrita. «Bueno, tal vez…quién sabe, en estos tiempos. Hubo otra época en la que los mismos vecinos de este lugar, a fuerza de negar nuestra existencia, hicieron que el pueblo desapareciera de los mapas…», zanjó la edil.
Un momento después me senté en una silla apartada que había junto a la lona y me recosté. Cerré los ojos y terminé vencido por el sueño; justo antes de dormirme, la orquesta tocaba «The final countdown». Recuerdo, sin embargo, un cierto trajín de personas en derredor mío mientras dormía, así que debí abrir los ojos en algún momento: mi memoria regurgita imágenes de ancianos, de niños que se me acercaban, tocaban mi ropa. Del resultado de todo aquello desperté, no sé cuánto tiempo después, cubierto con una especie de colcha; un buen detalle, porque un frío discreto pero penetrante imperaba en la estancia, que precisamente se estaba vaciando en ese momento. Me levanté con un poco de dolor en el cuello y miré salir la cola del nutrido grupo de lugareños; la mayoría tomaba la calle que subía a la derecha. Ni rastro ya de la banda de música. Tampoco de mi mujer, ni de la del alcalde, con la que la dejé charlando antes de caer en el sueño. Enseguida, la carpa quedó vacía, si bien los focos permanecían encendidos. Recuperado, al parecer, del cansancio tras el ¿rato? de sueño, anduve con rapidez hacia la salida, tal vez para preguntar al gentío por mi esposa y poder largarnos cuanto antes de aquel sitio. Me asomé a la salida donde unos segundos antes aún quedaba gente, pero allí no había nadie. Acababa de verlos girar por aquella misma calle, hacia la derecha, pero no quedaba nada. Nada más que oscuridad; una oscuridad muda, casi sólida. A punto de caer en el pánico estaba cuando de aquella negrura salió mi esposa, alegre, casi radiante. Intentó tranquilizarme asegurando que los del pueblo ya habían subido la calle y que ese era el prosaico motivo por el que ya no podía verlos; pero esto apenas logró apaciguar mi aprensión. En lo que a ella concernía, continuó, había ido a acompañar un tramo a la señora del alcalde, que regresó sola a casa porque su marido se había marchado antes, poco después de que yo me durmiera. Tampoco es que esa explicación me convenciera demasiado. Antes de abandonar la carpa tuve la intención de mirar detrás del escenario para ver los supuestos generadores, pero mi mujer me tomó del brazo con una sonrisa casi infantil e hizo ademán de que lo dejara, dándome un tironcito en la otra dirección.
*. *. *. *. *. *. *
Como la mujer del alcalde le había indicado el camino hacia el coche, lo encontramos enseguida. Reanudamos el trayecto, ahora era ella quien conducía. Apenas tomamos contacto con la autovía, comenzó a amanecer. Miré a mi mujer, al volante, vista al frente; una leve sonrisa de esas que se ponen con las cosas bien hechas adornaba su perfil. Me miró un momento, con una seguridad en el rostro que podría resultar cautivadora, tal como una madre orgullosa miraría a un hijo. El sueño regresó, ella lo sabía y me alentó para dormir otro rato, ya tranquilo, en el coche, junto a ella. Así lo hice: cerré los ojos mientras la miraba. Su rostro empezó a desvanecerse y caí otra vez en un sueño dulce, reparador, espantoso. «Alea iacta est»; esto fue lo último que pensé antes de perder la consciencia.
BENEDICTO PALACIOS
EL APAGÓN
Estaba amaneciendo y el cielo gris aparecía enrabietado. Era algo tan nuevo que las gentes se echaron a la calle pues no conocían algo similar. Sí que unas veces llovía y otras nevaba, y que por desacuerdo entre los dioses tronaba y relampagueaba, pero nunca habían visto un cielo tan plomizo y apagado. La ira, el enfado, la violencia y la desesperación son vegetales que enraízan en las florestas de la tierra, no en los cielos. Allí arriba ha faltado de siempre la pasión.
Cierto que los cielos con sus estrellas y constelaciones hablan y se confiesan entre ellos, y que algunos científicos de corazón sublime conocen sus lenguajes y nos cuentan que son idiomas en los que predominan e imperan las más elementales y sutiles melodías, pero nunca la rabieta y la desilusión.
¿Qué ocurriría si los científicos murieran? Pues que enfermaría la noche y se produciría la más luctuosa de las tragedias, nos faltarían la luz y el regocijo. Pero yo os aseguro que eso no es del todo verdad, porque yo sé que ellos nos vigilan desde las estrellas.
Por eso quiero hacerme científico y aprender el oficio de vigilar y estar siempre en alerta, no vaya a ser que las estrellas se cansen de brillar y muera la vida y las encinas y los jacintos y las margaritas. Y adiós gozo y recreo.
No sucederá, os lo aseguro, porque entonces quedaría para siempre en la memoria de una estrella perdida y emergente que hubo en la tierra un apagón y nadie humano lo recordaría.
B. Palacios
ALFONSO FERNÁNDEZ PACHECO
―Tronco, he comprao un kit para apagones.
―Vídeos VHS y palomitas a tutiplén.
―Eres mu tonto, chaval.
―¿Por?
―Tienes Beta.
―Acabáramos…
―Amos queeeeeee…
ANGY DEL TORO
MI FAMILIA ES UN DIBUJO
Decía Dibu, y es verdad.
Esto del apagón me ha recordado aquellas aventuras de una familia muy especial, donde el integrante más joven era una caricatura llamada Dibu.
Un día brillante para la península ibérica. Mi esposo había llegado a casa todo lastimado, con los pies cubiertos de llagas. Tuvo que socorrer a infinidad de damnificados, entre ellos unos trabajadores subidos en un andamio. Escalera arriba, hasta el piso 53.
Comencé a contarle que era el primer día laboral de nuestro hijo, pero que dormía. Había abandonado el puesto de trabajo.
—Es su primer día, ¡cómo es posible!
—El niño no tenía idea de qué hablaban sus superiores: “¿Apagón?” —“Corre.” —“¿Adónde?” —“Aísla zonas.”
Aisló el baño, la cafetería… y terminó encerrado, dice que, con él mismo, y renunció antes de pedir su rescate.
Más tarde, mi hermano entró a casa y, con unos tragos de más, contaba que él había salido con un grupo de amigos del teatro donde ensayaban. Se quedaron por los alrededores de La Cibeles a disfrutar del ocio.
—¿Y tú qué hiciste?
Yo intentaba tener información. Escuché al presidente, y nada. Insistía en que siguiéramos las informaciones oficiales, que el resto sería desinformación, y, además, que mantuviéramos la calma.
Mi hermano fue quien me ayudó a entender algo de lo que estaba sucediendo.
—Anda, mujer, no sé qué te habrá dicho tu hermanito…
—Que todo sucedió como en su orquesta. Al igual que sus músicos. La gran orquesta ibérico-portuguesa se preparaba para el concierto energético del mediodía. Al frente, los violines solares portugueses, orgullosos, afinaban y tocaban bajo un cielo despejado.
A su lado, las flautas eólicas de Castilla y Alentejo bailaban al viento, livianas y constantes, mientras que los contrabajos nucleares franceses, como viejos maestros que son, sin alardes ni nada, desde la frontera sostenían el ritmo.
—¡Ay, qué locura! —interrumpió mi marido.
—Espera, que, para completar, dice mi hermano que, en los márgenes, los tambores hidráulicos de Galicia marcaban el pulso con precisión casi ancestral. Pero algo muy diferente había ocurrido ese mediodía.
El sol, en un exceso de generosidad, encendió a los violines solares más allá de lo previsto. Éstos empezaron a tocar tan fuerte, tan rápido, que el ritmo se descompuso. Y el director energético —esa compleja red invisible que gobierna los tiempos— agitó la batuta electrónica sin éxito alguno.
El caos fue inmediato. Algunas flautas, confundidas, dejaron de sonar. Luego, los violines se desconectaron de golpe, obedeciendo a un protocolo antiguo: “Si todo vibra fuera de tono, guarda silencio”. Pues eso hicieron.
Los franceses intentaron intervenir, pero su entrada fue demasiado lenta y formal. Los tambores, al ver la desbandada, cesaron también. El director, vencido, bajó la batuta. La frecuencia cayó y el silencio se impuso.
Durante algunas horas, el escenario quedó a oscuras. Sin electricidad. Apagón total. Las horas se volvieron días y tanto músicos como espectadores quedaron frágiles y en total desconcierto.
—¿Entendiste algo?
—Ni papa.
IRENE ADLER
HONORIS CAUSA
—A ver, Gregorio, dale un buen mordisco con la cizalla ahí al cable negro. Sí, ese. Fuerte y con ganas, hombre, como si fuera un bocata de chorizo.
Gregorio mira a su jefe con ojos de cordero degollado, luego mira la cizalla que tiembla un poco entre sus manos artríticas y finalmente, mira el cable. A él lo de la corriente eléctrica le da repelús desde siempre y es su mujer la que en casa se ocupa de cambiar los fusibles y las bombillas. Pero don Artemio es hombre cabal y de palabra. Si él dice que por darle una mordida al cable no pasará nada, será cierto. A don Artemio nunca en la vida se le ha pillado en un renuncio. Así que Gregorio cierra los ojos, aprieta la cizalla sobre la gruesa envoltura del cable y da un chillido mientras sale despedido como un cohete a cinco metros de las botas de su jefe. Chamuscado y aturdido pero ileso.
Artemio Bugallo al verlo allí tirado, con los pelos de la coronilla como escarpias, las perneras del pantalón igualitas que las de un nazareno y humeando un poco, no puede evitar pensar en el Coyote de los dibujos animados. Y se pregunta para sus adentros, algo frustrado, si aquel plan suyo no será una completa tontería.
Su abuelo había fundado la empresa que ahora él estaba a punto de cerrar: “Linternas Bugallo. Luz a pilas todo el año”. Fabricaban linternas de petaca: sólidas, fiables, duraderas. Nada que ver con las mierdas que comprabas en el chino; nada que ver con las mariconadas led que no alumbraban un palmo. Linternas de verdad, dignas herederas de aquellos candiles de carburo y su honrada pestilencia. Nada de baterías que no se recargaban si se iba la luz y te dejaban a oscuras y jodido.
Aún recordaba Artemio Bugallo la época en que salían de su fábrica flotas de camiones como saetas, cargados con sus linternas de petaca. Ahora, con suerte, lograba sacar uno y cargado a medias. El mundo entero conspiraba para arruinarlo; reducirlo a la miseria y el concurso de acreedores; a la temida y triste jubilación. Los alemanes, los chinos, los japoneses… Si esa madrugada, al pie del transformador con su fiel escudero Gregorio, hubieran asomado por la loma los jinetes del Apocalipsis, él los habría tomado por agentes del Mossad.
Pero la idea, como siempre, había venido de Puri, su señora, mientras regaba los geranios y Artemio— poseído por el amor y la fascinación que ella le provocaba—se preguntaba qué narices echaba en el agua para que se le murieran las flores con semejante empeño.
“Deberías vender on lain Artemio, tus linternas son vintage. Y lo vintage está de moda”.
Él se había enfadado. “¡Qué vintage ni qué niño muerto, Puri! Una buena linterna es necesaria, útil, vital. ¿Te imaginas que mañana haya un apagón en todo el pueblo? A ver a quién acudían estos filisteos, si al chino, al Lidl o a mí. Un escarmiento iba a darles, Puri. ¡Por traidores!”
Y la idea arraigó, como los geranios de Puri antes de morirse. Tres días estuvo Artemio rumiando el plan, organizando, eligiendo la noche propicia y al cómplice adecuado.
¿Y qué había fallado en su plan maestro? Pues la cizalla del chino, claro, otra mierda barata e inútil.
Por suerte, venía Artemio Bugallo preparado para tal contingencia con un hacha de Albacete: mango de cerezo robusto y una hoja tan afilada que daba grima verla. A tomar por saco el made in China, dónde esté una buena hoja made in Albacete que se quite todo, pues lo mismo sirve para despachar cristianos que cables de la luz.
Ayudó a Gregorio a recomponerse, (todavía le humeaba el pelo en el cogote), y le tendió el hacha. “Corta ahí, con brío hombre, con brío”.
Durante un glorioso minuto vieron las farolas lejanas aflojarse hasta desfallecer, como luciérnagas exhaustas. El pueblo entero se sumió en una oscuridad espesa, dulce y promisoria. Linternas Bugallo volvería a brillar y recuperaría, gracias a su esfuerzo, el fulgor perdido.
De regreso, abrazados como camaradas de armas, risueños y orgullosos, Artemio y Gregorio vieron renacer la primera luz en la primera casa. Y después la segunda y la tercera… Hasta que todo el pueblo se iluminó como un árbol de navidad aquella mañana de Mayo, en un despertar corriente que para ellos suponía un estrepitoso fracaso.
Artemio recordó entonces que la semana pasada, Lidl tenía en oferta generadores de gasolina y que él mismo había estado a punto de comprarse uno, pero se había entretenido en la sección de geranios, escogiendo algunos para Puri.
Ni los geranios ni la esperanza habrían de durarle mucho a los Bugallo…, pero ambos arraigaban y florecían, como promesas fugaces, antes de apagarse y morir.
“Puñeteros alemanes”.
EFRAÍN DÍAZ
¿Quién de nosotros, cuando adolescentes, no buscó el lugar más apartado, más discreto y más oscuro para dar muestras de amor? Bueno, ¿quién, siendo adolescente, sabía de amor? El amor verdadero conlleva trabajo, entrega y sacrificio. Nosotros solo sabíamos de impulsos hormonales y calenturas que confundíamos con amor.
Y así las cosas, nuestros protagonistas buscaron ese lugar apartado, discreto y oscuro para, según su madurez, amarse. Pero en realidad, fueron al cerro a descargar una calentura juvenil.
El cerro estaba alejado de la ciudad. Un lugar oscuro y elevado desde el cual se podía apreciar toda la urbe sin la molestia de estar en ella. Bajaron del vehículo, extendieron una manta sobre el suelo y se acostaron. Miraban el firmamento e identificaron planetas, estrellas y constelaciones una por una. Entre besos y caricias, se preguntaron cómo sería el lado oscuro de la luna, ese que los chinos alegan haber explorado sin poder probarlo.
Se prometieron un beso y una caricia por cada estrella, y la noche era joven. Él se levantó, sacó dos copas, descorchó una botella de vino y lo sirvió. Luego del segundo sorbo, el “amor” se intensificó.
Entonces notaron que, desde la oscuridad del cerro, la ciudad comenzaba a apagarse. Sector por sector, las luces se desvanecían. La urbe quedaba en penumbras, hasta que, de pronto, se extinguió por completo.
—De seguro es una avería. Ya sabes cómo el gobierno da mantenimiento —dijo él.
—Y grande —añadió ella, mientras seguían acariciándose.
De repente, cuatro estruendosos aviones de combate surcaron el oscuro cielo sobre el cerro hacia la ciudad. Fue tal el estallido que las copas se viraron, derramando el vino. Ambos jovencitos cayeron sentados, alertas. Escucharon varios silbidos, seguidos de múltiples explosiones. Algunos edificios colapsaron. La ciudad comenzaba a arder en llamas.
Desconcertados, los jóvenes amantes no comprendían lo que sucedía.
La invasión había comenzado.
LOLI BELBEL
LOS EMISARIOS DE DIOS
Estaba Dios en el cielo en plena creación,(su Génesis) la tierra, los mares…, y cuando llego el tercer día, dijo:
Y así fue. Todo el universo se iluminó con soles, estrellas, galaxias, planetas, etc., etc.
Como antes hubo tinieblas, oscuridad y caos en la tierra, el agua y el cielo, dispuso de esa luz para alumbrar toda su creación: animales, hombres…y luego se dijo al séptimo día:
– Ahora descansaré.
Sí sí, iba a descansar mucho…No se lo creyó ni él cuando miró hacia abajo y vio un trozo de tierra pequeño (Que luego se llamaría España) en tinieblas…¡No, exclamó! ¡Imposible! Soy Dios y he dotado de luz a toda mi creación. En seguida llamó a dos ángeles emisarios para que supervisaran tal anomalía.
Estos dos ángeles eran expertos en toda clase de luz. Y ni cortos ni perezosos se
colaron en las instalaciones eléctricas y observaron de arriba a abajo todo el montaje que estos mortales habían montado para dar luz. ¡Con razón se quedaron en tinieblas! -se dijeron.
¡La que tienen montada, Dios mío!
– Ponte por ahí, yo por aquí, Miguel. Nos encontramos en la entrada.
-Al poco rato subían raudos hacia el cielo. Dios los esperaba ansioso. ¡Ya vi por fin la luz!
A partir de ese día, llamó «apagón» al acto de apagarse la luz. La natural, del sol, no.
La creada por el hombre.
Y, ¿qué ocasiónó el apagón, Miguel?
– Los megabites de los microsegundos de las redes.
15 megawatios de sobrecarga
calentaron los cables eléctricos hasta llegar a cero energético en todo el país.
-¿Algo más?
-Por supuesto que sí , algunos dicen que se debe al cúmulo de esos cambios climáticos; alguien achaca a las energías renovables ¡sobre todo la fotovoltáica!
la causa del apagón.
Red eléctrica dicen otros por un fallo en operaciones es el responsable.
Pero las grandes multinacionales apuntan
al exceso de las renovables como csusantes del fallo del sistema global.
Y eso fue todo. Dios los felicitó por la labor y les regaló a cada uno de ellos una linterna, un camping gas y una preciosa radio con sus pilas y antenita. Contentos, los ángeles miraban continuamente para abajo, a la tierra por si tenían otra misión próximamente.
EL IDIOTA
Después de la acalorada discusión con su esposa, en la que amenazó abandonarlo si no dejaba sus “boberias” y ponía los pies en el mundo real donde se paga la renta, la comida, el Internet…y una lista inmensa de cosas, José Artime entró a la habitación de los ordenadores con la idea de crear un mundo en el cual él y Miriam llevaran la relación en santa paz, cada cual ocupado en sus intereses personales, sin preocupaciones mundanas de pagos y cobros, un lugar feliz, sin dolores, sin errores, sin desamores ni discusiones, sino, mucho sexo, abrazos y besos.
Sintió unas cosquillas y el asomo de una erección. “ un buen creador siente las sensaciones que describe” se dijo al cerrar la puerta y quedar aislado de toda perturbación exterior.
Rodeado de ordenadores y pantallas, revisaba minuciosamente cada historia creada porque para empezar la de él, a falta de presupuesto, motivo de la discusión anterior, debía ponerle fin a una de ellas o fusionar dos.
En su mundo era omnipresente, omnipotente, conocía al detalle el pasado, el presente, el futuro. Nada pasaba si no quería.
—Soy Dios —dijo parado en medio de todas las historias con los brazos abiertos—Soy el creador.
Al mismo tiempo, como designio de un Dios mayor, todas las pantallas se apagaron.
—¡Carajo! ¡Miriam tumbó el breaker!
Pero se percató de que las luces estaban encendidas y que se encontraba en el vacío. La nada lo rodeaba. Su mundo había desaparecido.
—Dios soy yo.
Gritó una voz proveniente de todos los lugares, parecida a trueno, a agua de rio crecido arrastrando piedras, a olas furiosas arremetiendo contra los arrecifes.
Y la oscuridad reinó.
—¡Mierda! Un apagón.
Volvió a decir la voz.
José Artime, sin los mundos creados por él y sin el que fue creado para él, se preguntó:
—¿Cuántos dioses somos?
BLANCA CERRUTI
Es una noche calurosa en pleno mes de julio. El aire, denso, casi se pega al rostro. Relámpagos deslumbrantes cruzan el cielo, pero no son seguidos ni de truenos ni de rayos, es una tormenta seca.
Nunca había sucedido nada semejante en el pequeño pueblo Ríorrevés, así que los vecinos salen a la puerta de sus casas a comentarlo.
Son las 22:05 cuando se produce el apagón. Los relámpagos cesan en el mismo momento en el que todos los faroles de las calles y las luces de las casas, que han dejado encendidas al salir, se apagan. Solo la luna llena concede algo de claridad a la calle.
Uno de los vecinos trae una radio de pilas y busca noticias y, lo que oyen, los deja perplejos y angustiados: el apagón ha ocurrido a nivel mundial, pero nadie conoce la causa.
Esteban vive solo. Cuando se apaga la luz no sale a la calle. Es un hombre poco comunicativo y se limita a observar desde su ventana, ya que ve toda la calle que acaba cerca del río.
Así ve que, poco a poco, los vecinos vuelven a entrar en sus casas. También ve a los de enfrente encender velas y sentarse alrededor de la mesa esperando a que vuelva la luz.
Esteban no se aparta de la ventana y ve, alucinado, cómo las velas que han encendido sus vecinos se consumen con una rapidez extraña. Cuando se apagan, una verdosa luminiscencia llena la sala y desaparece a los pocos segundos.
Pero lo que le produce un gélido escalofrío que le hiela la sangre en las venas, es ver que, cuando la verde luminiscencia se apaga y todo queda a oscuras, unas brumosas sombras humanoides abandonan las casas atravesando las puertas cerradas.
Poco a poco va sucediendo en todas las casas y la calle se va ocupando de las extrañas sombras que se dirigen hacia el río.
Cuando todas las casas quedan a oscuras y la calle solitaria, Esteban abandona la ventana y se acuesta, aunque sabe que, después de lo que ha visto no podrá conciliar el sueño, sin embargo, se duerme.
No se imagina que las casas están ahora habitadas por los seres que han ocupado el cuerpo de sus vecinos. Estos nuevos seres, con su capacidad de adaptación, ya se han identificado en todos los aspectos con la vida del vecino cuyo cuerpo han ocupado, así, podrán seguir existiendo en este planeta nuevo para ellos.
Cuando a la mañana siguiente Sebastián se despierta, su primer gesto es encender la lámpara de la mesilla. «¡Por fin ha vuelto la luz!», exclama.
Como cada día, sale a por el pan. Entra en la panadería.
—Buenos días, Manolita —saluda.
Pero Manolita sigue atendiendo a la señora Rosario sin responderle, aunque tampoco con ella habla, sin embargo, le da el pan que Esteban no le ha oído pedirle.
Luego atiende a Carmen y le da la hogaza que lleva cada día y que tampoco le ha pedido.
Entonces, se da cuenta de que nadie habla, pero la panadera da a cada cliente el pan que suele llevar.
—Manolita, me toca, ¿me das mi barra de siempre, por favor?
Pero la panadera atiende a otra clienta sin reparar en él.
«¿Qué está pasando, es que no me veis?», pregunta Sebastián levantando la voz.
Nadie le mira ni le responde.
Lo que Esteban no sabe, ni jamás llegará a saberlo, es que el apagón ha sido provocado por seres que han abandonado su planeta a punto de extinguirse y que, mediante el apagón que les obligó a encender velas que, al consumirse, dieron lugar a la luminiscencia, consiguieron desplazar el espíritu de los terrícolas y tomar sus cuerpos.
Esteban no había encendido una vela ni se había producido en su casa la verdosa luminiscencia, por lo que no pudieron desplazar su espíritu y entrar en su cuerpo.
Él no lo sabe, pero es el único ser humano que queda sobre la Tierra y que es invisible para los nuevos «humanos» que se entienden sin pronunciar una sola palabra.
Una inquietante pregunta se abre paso en la mente de Esteban: «¡¿Y si no consigo comunicarme con los extraños seres que habitan los cuerpos de mis vecinos!».
Solo un aterrador vacío mental le responde…
EVA AVIA
La luz en la oscuridad
“¿Qué está sucediendo? Pienso mientras mis manos se aferran a su pecho. Algo me atrae y me aleja de él y no logro comprender el qué. Nos alejamos a gran velocidad. Dejo atrás los miedos del pasado y me dirijo a un destino para mi desconocido. Madrid es preciosa por las noches, repleta de vida, de luz y ella, hoy, está poderosa. Una punzada en mi pecho hace que se me corte la respiración. (—Debes alejarte de él — suena en mi cabeza—). —Eres Aida ¿verdad? —le respondo sin articular palabra. Parezco loca, hablando conmigo misma—. (—Debes alejarte, no es bueno para ti —me contesta—). —¿Qué quieres de mí? Pero no hayo respuesta.”
“Carlos debes concentrarte en la carretera, me digo a mí mismo, pero esta dichosa cabeza está jugando conmigo. ¿No me lo vas a poner fácil, verdad, luna? ¿Te diviertes, desde ahí arriba, rodeada de tus amigas las estrellas, viendo como nuestros corazones se aceleran cuando tú estás tan llena? Sabes que te digo, que tienes razón y este que tengo en medio del pecho también lo sabe. Ahora deja de divagar y céntrate de una vez en lo que estás haciendo. Espero que le guste el sitio al que le voy a llevar, no hay lugar más bonito de Madrid en primavera.”
—Pues ya hemos llegado —Deteniendo la moto.
—¿Qué lugar es este? Huele …—Este aroma me resulta familiar —Está cerrado —Quitándome el casco.
—Tranquila, el dueño es un amigo de la familia —Cogiendo el móvil para llamarle.
—Como no —Faltaba mas que un hombre como él no tuviera contactos hasta en el infierno—. Dame el casco —Guardándolos en el baúl.
Unos minutos después, la Quinta de los Molinos.
—¿Lo conocías? —Cogiendo una flor del almendro—. A ver, un segundo —Pegándome a ella. Le coloco la flor en el cabello. Su mirada me corta la respiración.
—No, no he tenido tiempo de conocer Madrid —Separándome un poquito, porque escucho sus latidos y me estoy poniendo un poco nerviosa—. ¿Seguimos? —Colocando las manos en los bolsillos.
Soy una mujer a la que no le ha importado coquetear descaradamente, pero con él algo es diferente. ¿Qué habrá querido decirme Aida? ¿Será ella la que me está frenando?
—Ven —Cogiéndola de la mano—, nos esperan en la cafetería. Esta noche han hecho una excepción —sonriéndole.
¿Qué me pasa? Las mujeres siempre han sido para mí un juguete. Relaciones de una sola noche y en ocasiones, si la conversación no era de mi agrado, pagaba las consumiciones y las dejaba ahí sentadas. (—¡Menudo cabrón! —resuena en mi mente). ¡Eh! —le contesto—. (¡Sí, si tú! Eres un cabrón, así no se tratan a las damas.) —Pensaba que no podías hablar —Moviendo la cabeza—. (—Y no lo estoy haciendo, estoy en tu mente. Ahora ni se te ocurra tratar a esa chica igual, tienes que ayudarme con mi amada.) —¿De qué cojones estás hablando?
—¿Te ocurre algo? —Despertándolo de su ensimismamiento.
—Nada, estaba hablando conmigo mismo —Abriendo la puerta. Y ahora cállate, que esto es para volverse loco.
Estoy muy nervioso, creo que la noche está yendo bien y me dan ganas de bailar con ella la canción que está sonando.
“¿Quieres bailar? —Ofreciéndole mi mano.”
—Por supuesto —Tomándola.
Nos dejamos llevar por el son del tango Prohibido de Alfredo De Angelis & Oscar Larroca y así como en las letras quiere besar su boca, la mía se aproxima a la suya. (—¡Noo!) —Creo que el grito que ha dado Aida lo han escuchado todos. Por un instante he perdido el control de mis manos y ellas han empujado a Carlos. Las luces de la cafetería comienzan a temblar y la oscuridad se hace presente. El apagón ha hecho explotar las bombillas. Aida sale de mi cuerpo como de una luz se tratara. Me siento observada, pero no sé si me miran a mí o es que la están viendo a ella.
—Mei, ¿qué ha sido eso? ¿Estás bien? —Acercándome, pero ella me rechaza.
En ese instante él sale de mí y al igual que la pena, me abandona también, el deseo inexplicable hacia Mei. Frente a mí ese hombre extraño mira desconsolado hacia mi colega. Alarga el brazo en un intento de coger la nada.
—Lo siento, Carlos, no me encuentro bien. Toma un taxi. Ya nos vemos el lunes en el trabajo.
Salgo corriendo de ahí con sentimientos encontrados, sin saber si lo que siento procede de mí o de ella. ¿Por qué a mí? Las flores de los almendros caen a mi paso, amortiguando el dolor que siento en estos momentos, Aida, está de nuevo en mí.
Besos, la Incondicional
SERGIO TELLEZ
6 Y PI. UN AMOR INFINITO
Númeropolis se sumió en la oscuridad, un apagón repentino trajo el desorden a sus calles. Los semáforos, que normalmente guiaban a los dígitos y números que habitaban la ciudad, dejaron de funcionar. El tráfico se convirtió en un caos, con números primos y compuestos chocando entre sí en un intento por avanzar. En el cruce de la calle Fibonacci con la avenida de las Ecuaciones, un semáforo se quedó «muerto», sin luces ni señales. 6, un joven dígito que esperaba para cruzar, se encontró en una situación inesperada. Una larga fila de números pasaba por el cruce, justo al frente de él, y 6 se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar para cruzar. Y fué entonces cuando todo empezó.
9—Hola hijo, llevo tres días buscándolo, ¿Que pasó?
6—Hola papá, es que no he podido pasar.
9—Pero hijo, su mamá está angustiada.
6—La señorita Pi paso por acá y le cedí el turno.
9—Pero, ¿qué carajos hizo?, literalmente, es la peor decisión que usted pudo haber tomado.
6—Solo le cedí el turno para pasar.
9—Pues devolvamonos, su mamá 8 está en ascuas.
6—No nos podemos devolver, para dar reversa tendríamos que ser -9 y -6.
9— ¿Y quién dió esa orden?
6—El mismo que dijo que Pi era infinita.
9—¡Por Euclides!, ¿Qué vamos a hacer?
6—No se papá, tengo la esperanza que esa larga fila algún día tenga fin.
9—Nunca, oigalo bien, ¡Nunca va a tener fin!, las matemáticas son exactas.
6—¿Qué vamos a hacer?
9—Pues pasarle por encima a esa larguirucha.
6—Pero papá, la romperíamos y moriría desnumerada; además usted siempre me inculcó buenos modales.
9—Sí, lo sé, pero este es un caso extremo.
6—¡No la voy a matar!, además creó que me enamoré de ella.
9—¡Está loco!
6—Si, loco de amor, ¿acaso usted no se enamoró de mi mami 8 por esa cinturita de avispa que dice que tiene?
9—Es un caso muy diferente.
6—No papá, el amor es el mismo; Pi es infinitamente hermosa, dará la vuelta al mundo, algún día pasará nuevamente por acá, encabezada por ese hermoso 3 y yo la estaré esperando y le declararé mi amor.
9—Bueno hijo, entonces esperemos que su mami 8 venga a buscarnos y acá esperaremos eternamente a la larguirucha esa…
MARÍA JESÚS GARNICA
Durante el día el apagón lo llevo bien, al caer la noche no tanto.
Su marido, dando la turra.
Qué no estamos preparados, ni una vela tenemos, qué cenamos, los niños cómo estarán?
Era su cansino repertorio.
Cansada, se puso un cubata y abrió el libro electrónico para leer.
Allí entre las letras se relajó.
Cuando oyó a su marido gritar. Fue a donde estaba él, en la ventana, entre la oscuridad.
Y por la ventana pudo ver el causante de su grito.
Las luces qué caían del cielo, cómo cometas.
Se abrazaron.
Ya no hubo mañana.
HAROLD LIMA
La virgen María nos observa.
Los pequeños caminan presurosos, alguno carga a su hermano pequeño o da tirones a los más pequeños del grupo, los mayores cuidan celosamente los canastos llenos de hongos. El grupo de niños ve a lo lejos los muros de vehículos apilados, las opacas luces ya se encienden temerosas.
Los silbidos anuncian al grupo y las puertas reforzadas se abren, nadie recuerda desde cuando silbar se creía alejaba a las santas, nadie recuerda los tiempos que aquellas mujeres servían a los desamparados y los propios niños, esos días son lejanos.
—¡Enciendan las luces, llegaron! —Se escucha a lo lejos—
Una andrajosa niña se aferra a su escuálido hermano, ella imagina como sería vivir entre las máquinas constructoras y si, sería mejor evadir a las demoledoras una vez cada 3 meses y disfrutar de los bosques de cemento que ellas construyen incansablemente en un ciclo de demolición y construcción psicótico. Su hermano acomoda la canasta en un hombro y con su mano sujeta fuerte la mano de la pequeña, el también en alguna ocasión ha imaginado vivir lejos de la colonia, donde los mayores decantan bebés a su antojo, solo para venderlos a los traficantes de niños.
Las puertas apenas se abren por miedo a las religiosasquedianbulan en busca de nuevas almas.
Los cantos se escuchan entre lo oscuro de los rascacielos despoblado lejanos.
—Gloria, gloria aleluya. —Se escucha entre lo oscuro— Las lozas que indican las cunetas de los caminos se iluminan; es una extraña imagen ver el piso brillar sabiendo que el cielo no existe en este mundo. En los galpones de niños, algunos cuentan historias a los pequeños de un mundo lejano donde los árboles crecen fuera de los invernaderos y en el techo metálico brilla un enorme lámparas amarillo de día y en la noche pequeñas bombillas. Los niños escuchan atentos olvidando el hambre, sueñan con mundos mágicos y esperan un día escapar para buscar esos lugares.
Las puertas se cierran y los adultos arrancan los canastos de hongos; esta cosecha fue buena, se nota que las ventilas de aire este año tuvieron la humedad correcta, los hongos crecieron bien.
Los niños miran a sus amos, el más pícaro del grupo pregunta insolente a los adultos.
—¿Para que desean hongos si no necesitan comer? Y es cierto, los adultos apenas son cabezas humanas en cuerpos mecánicos lamentables, les basta llenar sus depósitos de nutrientes con algas de los invernaderos para subsistir, sus cuerpos se reparan solos arrancando algo de la chatarra que dejan los robots constructores al demoler la ciudad.
Algún mayor ríe y su voz reberberante y mecánica asusta a los niños pequeños que se ocultan entre los mayores presas del miedo.
—Eso no te interesa niño estupido. —Declara el adulto jugueteando con un látigo electrico—
Los niños corren a los galpones donde en el suelo les esperan pequeñas fuentes con el pegajoso jugo insipido de algas que es todo su sustento.
El pícaro es el primero en comer y se asegura que los más pequeños coman. Afuera se puede escuchar los gritos de los niños de otros galpones, los adultos los arrojan a las santas como diversión.
—Eso te pasa por no cumplir con la cuota de recolección. —Gritan las cabezas envejecidas y sus cuerpos mecánicos vibran en una danza frenética, apuestan cuanto sobrevivirá el niño antes que una religiosa lo atrape y devoré su alma.
—Ahí va otro. Se escucha y lanzan de la muralla a una niña de no más de 7 años, ella se levanta aún cojeando y se arrastra hasta el muro de vehículos gastados.
—¡Ayuda! —Grita, suplicante—
Una mujer de túnica negra se aproxima, la imagen brilla luminosa mientras canta alabanzas a un dios olvidado, abraza cariñosa a la pequeña. Las apuestas estaban muy altas por esta pequeña, se veía en mejores condiciones que otras niñas de su galpón.
La niña llora, pues nunca recibió un abrazo tan cálido, sus huesos pequeñitos crujen y sus órganos son exprimidos como un envase de dentífrico, algo brilla fugazmente y es aspirado por las bocas hambrientas de las religiosas.
El pícaro mira a la pequeña que hoy día cuenta la historia de la noche, es sobre una niña de capucha roja que vence a un malvado lobo. La escucho tantas veces que ya la sabe de memoria.
Afuera los adultos gritan y buscan a otro niño del galpón que no cumplió la cuota para lanzarlo a las santas de la muerte que devoran almas. Mañana sembraran más niños y los decantaran para que recolecten hongos, estos cuerpos son inmortales, pero para sentir emociones era necesario un cocktail químico que extraian de estas cosechas.
A lo lejos la mega ciudad demolera el bloque 156 con robots industriales, mañana la reconstruira nueva para una población que ya no existe para habitarla, las iglesias son lugares que el computador central no demuele de la ciudad, en su programación las clasificó como monumentos, ahí viven las religiosas que al igual que los adultos de la aldea, cambiaron sus cuerpos por maquinas. Ellas salen de noche a cosechar almas para su dios crucificado arcaico, ellas en verdad disfrutan quitando el dolor del mundo. No necesitan hongos para sentir.
—La virgen María nos observa, hermanas. Hay que rescatar a los pecadores. —Dicen cada noche cuando salen a evangelizar—
FRAN KMIL
Apagón.
—¡Enciende aunque sea un fósforos! —reclamó Ramiro algo enfadado— esta oscuridad mata.
A pesar de no verse nada, supe lo molesto que estaba, por el tono de voz y porque lo conozco muy bien y sé que su incomodidad no es ni con Mercedes ni conmigo, sino con el gobierno que cada día nos sume más en la pobreza y nos pide resistencia contra un enemigo que, de tanto serlo, ya no se acuerda de nosotros, pero el gobierno sí y alimenta el odio.
Ramiro es cobarde y no se atreve a protestar ni el más íntimo círculo de sus amistades. Su rebelión se refleja en el mal carácter y malos tratos y la cantidad de malestares: padece de presión alta, diabetes y cardiopatía y de un estrés incurable. Todas las mañanas toma un montón de pastillas.
—Con eso ya no tienes que preocuparte por la comida— le digo en jarana cuando lo veo tomarse la medicina.
—¡Vete a la mierda! —me responde cuando no está de tan mal carácter porque cuando amanece “atravesao” me grita un “ El coño de tu madre, Roly!
Yo me rio porque mi madre ha sido con él como una madre y yo sé que él la quiere y la respeta.
Yo lo perdono y mi esposa Mercedes ha comenzado a entenderle: somos amigos de la infancia y juntos fuimos al colegio, al ejército y a la guerra en África.
Estábamos en la sala de mi casa donde dos balances y un sofás rodeaban a una mesita de noche con el único adorno de un triste candil hecho con un pomo de dulce de guayaba, un tubo de pasta de dientes y algodón y una caja de fósforos qué estábamos ahorrando.
Estábamos a oscuras porque yo lo pedí. La concentración en la lucha contra la molestia de los mosquitos me sacaba la rabia que debía dirigir contra los gobernantes. Yo soy tan cobarde como Ramiro, solo un poquito menos porque con Mercedes, en el cuarto, digo mis cosas.
Mi esposa y yo estamos sentados en los balances, Ramiro en el sofá con los brazos y las piernas abiertas. No lo veo, pero se que es así. Yo lo conozco.
Llevábamos más de catorce horas de apagón y más de tres conversando esperando que llegara el sueño o la luz.
—¡Cojones! ¡Cuándo cojones van a poner la corriente! —explotó mi esposa. Le sucede a menudo y si se ha salvado hasta ahora es por mi historia y porque ya la gente no se cree tanto el cuento del bloqueo y en el fondo, sino tienen que actuar para no “ marcase” asienten interiormente.
—La verdad que no sé cuando estos hijoeputas van a entregar el poder. ¡Esto no da más!
La voz de Ramiro resonó fuerte, decidida, sin miedo.
—¿Ramiro? Enciende el candil, Mercedes. ¡Quiero ver esa cara!
Mira si estamos tan mal que Ramiro ha protestado.
ALEXANDRA FERNÁNDEZ
Una pausa ha ocurrido en la sinfonía de la vida.
El apagón emerge como un manto de ausencia.
En el silencio absoluto brota la resiliencia.
La oscuridad no es el fin; es el preludio al despertar.
El apagón puede ser un lienzo en blanco,
donde florece la creatividad para la supervivencia.
El apagón puede ser el reflejo de nuestras fortalezas o grietas.
Dentro de cada ser existe una llama indómita que no se apaga,
sino que sobrevive.
En cada oscuridad se siembra una semilla de enseñanza.
La resiliencia llama la atención a la precaución para no caer
en el abismo oscuro.
El apagón no apaga, sino que invita a descubrir de qué estamos hechos; nos da la oportunidad de descubrir virtudes escondidas por las capas del confort del ego.
Aprendamos a ver con los ojos del corazón y a escuchar la sinfonía de la esperanza.
Alexandra Fernandez B.
ALMUT KREUSCH
La Palanca negra
Veintiuno de septiembre. Día Mundial de la Paz. Ese día fue elegido por el dictador de uno de los países más grandes del mundo para llevar a cabo su plan final. “Paz”, murmuró con desprecio, consultando con su mirada fría el calendario digital. Llevaba años luchando por alcanzar su sueño: años de guerras inútiles con el único fin de convertirse en el dueño del mundo.
Su ejército estaba menguando.
Los desertores eran cada vez más numerosos, a pesar de saber que les esperaba la pena capital si eran capturados. Sus tropas envejecían. Pero eso ya no importaba. Contaba con el armamento más sofisticado imaginable. Tenía a los mejores estrategas militares, y los sistemas electrónicos estaban bajo el control de ingenieros formados en las universidades más prestigiosas del mundo. Otro ejército, el del espionaje, trabajaba sin descanso y sin clemencia.
Sabía que el resto del mundo no se quedaría impasible. La carrera armamentista —en busca de armas cada vez más letales, precisas e infalibles— ya era un hecho imparable. Pero él no temía a los demás, estaba convencido que el mundo entero pronto estaría bajo de su voluntad. Estaba preparado para el gran día. En los grandes centros electrónicos subterráneos, todos esperaban la señal.
A las doce en punto de aquel veintiuno de septiembre, el dictador empujó, no sin esfuerzo pero con una expresión de sádica satisfacción, la enorme palanca negra hacia abajo. Sus manos, enfundadas en guantes oscuros, no temblaban. Ese gesto convirtió el mundo y el firmamento en un gran agujero negro.
No conforme con provocar un apagón total en el planeta Tierra, también enfrió el sol, confinó la luna en una guarida sin ventanas y extinguió la luz de las estrellas.
Reinaron el caos, el miedo, la muerte y la desesperación. Todo esfuerzo por encontrar una solución fue inútil. Se agotaron las baterías. Colapsaron las telecomunicaciones. Se terminaron las reservas de combustible.
El mundo se convirtió en un planeta de ciegos.
Entonces, llegó el momento ansiosamente esperado. El dictador empujó hacia abajo otra palanca. Roja.
En la inmensidad del territorio se deslizaron enormes planchas de acero, hasta entonces perfectamente camuflados e invisibles desde el aire o la tierra. Dejaron al descubierto plataformas subterráneas, donde miles y miles de drones y misiles supersónicos aguardaban su orden, dirigidos por expertos adiestrados para tan sofisticada labor.
El dictador no pestañeó.
En la inmensa central de mando se encendieron las pantallas gigantescas.
Sonó la señal.
Los expertos bien adiestrados y obedientes, pulsaron botones, activaron pantallas y micrófonos. En perfecta sincronía, siguiendo el orden programado, se elevaron drones y misiles. Vencieron la resistencia del aire con un siseo amenazador.
El corazón del dictador se aceleró y apenas era capaz de ocultar su éxtasis. ¡Había esperado este momento durante tantos años!
Pero su satisfacción duró poco.
Aterrorizado, fue testigo de la destrucción de su propio país. Las centrales de control subterráneas fueron las primeras en desaparecer. Explotaron las plantas nucleares y eléctricas, las fábricas, los buques de guerra, los almacenes de tanques y misiles. Las ciudades ardían, y los sobrevivientes duraron poco por la radiación. También el dictador y todos sus colaboradores perecieron. Sin excepción.
Los drones y misiles no estaban preparados para atravesar una oscuridad tan hermética. Chocaron contra ella como contra un telón de acero. Sus sistemas programados se desajustaron por completo. Sin control, regresaron a su punto de partida y soltaron la carga mortal sobre su propio país.
No quedó nadie para volver a subir la palanca negra.
CESAR TORO
El apagón.
“Corra papá, hay pero corra mamá; enciendan pronto las luces traigan pronto la escopeta que en mi casa hay un ladrón…” es la letra de una guaracha latinoamericana.
Lamentablemente hoy en día nos arropa la tecnología, lo fácil, lo inmediato vivimos en una época donde todo lo damos por sentado, olvidando que el único que tiene el control total es Dios, creo que lo correcto sería “Dios mediante, si Dios lo permite, ojala” hacen días se cayó la red a nivel mundial y todos que damos boquiabiertos, nadie ningún ser humano puede resolver de inmediato estas eventualidades, se paralizan aeropuertos, trenes, no podemos comprar ni vender ni pagar, todo está oscuro el caos nos envuelve y el mudo se paraliza. Ya que, estamos acostumbrados a la sociedad de lo rápido. Comidas rápidas, misas rápidas, charlas, paseos, reuniones, etc. Entonces, cuando sucede un percance como el apagón o la caída de la red, pegamos el grito el cielo nos desesperamos y no sabemos qué hacer, por supuesto la prensa mediática los vendedores de mitos y profetas del desastre empiezan, con sus “profecías baratas” que si los tres días de oscuridad, que si el papa negro y todas esa clase de “información” que lo que nos trae es incertidumbre y duda. Sin embargo, nos perdemos de vista que no es tanto la oscuridad física la que nos aterra sino más bien la oscuridad espiritual esa que hace que llevemos esas gafas oscuras y no queramos ver la realidad, que transitamos un camino de sombras. Como citaba la compañera escritora en estos días parafraseando a Saramago. “somos ciegos que pueden ver pero que no miran”
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Lucas 22:66,71
Como decía el insigne escritor francés. Antoine de Saint Exupéry en el principito.“Lo esencial es invisible a los ojos, solo se ve bien con el corazón”
MANUELA CÁMARA
SOMBRAS QUE NO APRENDIERON A MORIR
Se apagó la casa.
No la lámpara ni el muro ni el reloj detenido en su bostezo de sombra,
sino la casa entera:
la que respiraba por los retratos,
la que lloraba por los muros resquebrajados del pasado,
la que tejía nombres invisibles en la penumbra.
Hubo un instante
—¿lo recuerdas?—
en que la última chispa se alzó como un rezo sin lengua
y luego cayó,
como un pájaro quemado por el pensamiento de Dios.
Desde entonces,
las puertas se han convertido en párpados ciegos,
los espejos ya no repiten mis gestos,
y el viento,
ese escriba de lo invisible,
golpea sin tregua las páginas vacías del aire.
Yo no supe encender el silencio.
Intenté con palabras, con fósforos,
con el temblor de una esperanza antigua.
Pero nada.
Solo el eco de mí misma,
vestida de ceniza,
diciendo mi nombre en voz baja
como si no me perteneciera.
Ahora ando por dentro,
como quien cruza su propio cadáver con los ojos vendados.
Busco la chispa,
la que aún duerme bajo la piel de las cosas,
la que sobrevive al apagón de los cuerpos
y enciende —desde otro lugar—
el fulgor de lo eterno.
MCP.
AXY LINDA
Operación Apagón
—Les he convocado para hablar de la guerra en la Tierra. No de bombas, sino de la que se libra entre vecinos, amigos, compañeros, incluso familias. Compiten por ser “más” o tener “más”, mientras hablan de solidaridad y fraternidad sin practicarla.
—Cada vez se aíslan más —dijo otro—. Leyes, trámites, fronteras. Todo los separa.
—¿Y qué? Que se destruyan solos.
—No estoy de acuerdo, porque somos parte de ellos, todo repercute, parece que ya te contagiaron su “separativismo” y desinterés en las cosas de la comunidad.
—Se dice separatismo. Ja, ja, ja. Tienes razón; es que me ofusco, me enoja que teniendo maravillas para ser felices se compliquen tanto la vida y peleen por cosas como el dinero y el poder.
—Propongo una solución: apaguemos el dinero. Que desaparezca.
Todos asintieron. Con un conjuro, el dinero dejó de existir.
El mundo entró en caos: bancos vacíos, cuentas inútiles. ¿Cómo pagar la comida, la medicina?
Pero entonces, alguien sugirió: “Intercambiemos lo que sabemos, lo que hacemos, lo que somos”.
Y así, sin billetes ni tarjetas, la humanidad descubrió el valor de las manos extendidas, del trueque de saberes, del compartir.
Era el inicio de algo nuevo: un mundo sin precio, pero con valor.
ABBY MARSIE ROGOM
ENTRE VIDAS.
Escuchaba todo. No sentía nada en ningún lugar del cuerpo. Sólo mi cerebro estaba ahí, y sólo en parte, en una pequeñísima parte. No podía mover ni un dedo. No podía siquiera abrir los ojos. Pero escuchaba. Escuchaba todo.
Decían que estaba en coma. Que no me podía mover, y que no sentia absolutamente nada.
Amanda le preguntó al doctor que si yo podía al menos, oír. Si así fuera, le decía, podría llegar a mí de alguna forma. Podría anclarme a ella… tenía que haber una forma de comunicación, para que no todo él quedara a la deriva. Perdido.
Y el doctor, como si hubiera hecho un recorrido turístico por mi cerebro y sus conexiones nerviosas, mientras comprobaba cual electricista aquello que funcionaba o estaba desconectado, le dijo a ella que no. Se lo dijo con aplomo y apagando la micra de esperanza que con sus uñitas se aferraba a aquellas pupilas marinas. Derramándose a través de sus ojos, la esperanza agonizante de Amanda miraba al doctor suplicándole una oportunidad, una remota posiblidad, una estadística superior a cero. Pero no halló nada a lo que agarrarse y cayó al suelo, hueca y muerta. Como una calabaza seca.
Yo no podía hablar tampoco, así que grité mentalmente, pero ellos no me escuchaban.
Gritaba y lloraba por dentro a ratos, mientras salía y entraba de un extraño mundo onírico y astral, de otra realidad lúcida, desde otra dimensión a donde me arrastraban o de donde me expulsaban alternativamente.
Cuando volvía a mi cuerpo era un destrozado cerebro apagado con una sola función, conectada al oido.
Extrañamente cortocircuitado. Entre dos mundos. Todo lo que me conectaba a esta realidad era el funcionamiento de un oído que no consideraban, que ignoraban completamente, que negaban para mi desesperación.
Pero Amanda me hablaba.
Me hablaba mientras me componía el camisón de hospital, me acariciaba el pelo o me besaba; me leía o me ponía musica., mirándome desde la profundidad de sus ojos abisales.
Yo saltaba entre realidades mientras ella me tocaba una mano que no sentía… a veces miraba todo esto desde fuera, de pié al lado de ella.
Una noche mientras ella dormitaba, me absorbió una espiral interminable cuyo sonido de ventisca y oscuridad me asustaron.
Cuando me dejó caer me encontré en un mundo inerte, plano y vacío. Oscuro. No estaba ni vivo ni muerto, ni aquí ni allí. En realidad había muchos lugares en aquel mundo mental. Muchos » alli»…
Y parecía que alguien no sabía dónde ubicarme, quizá yo mismo.
Saben que se siente dentro de un cuerpo inmóvil?
Y fuera?
Todo fué aún más extraño cuando después de un ataque y dos meses en el hospital fluctuando entre mundos, mi electroencefalograma se mostró plano. Ahora estaba conectado a un soporte vital. Y la máquina me insuflaba aire. Era un muerto que respiraba. Eso fue lo que el médico electricista le dijo a Amanda. Yo estaba técnicamente muerto. O técnicamente vivo. En esta extraña situación era paradójicamente lo mismo. Era lo mismo. Y lo contrario a la vez. Y puede que ninguna de las dos cosas.
Pero maldita sea, yo seguía allí y a la vez no estaba.
La única puerta de salida era la muerte. La verdadera muerte, apagarme, irme.
Me reí cuando me di cuenta de que estaba pensando en suicidarme; Pero si ya estaba muerto… me reí aún más. Ah no! Que estaba técnicamente vivo y no podía mover ni una pestaña. Cómo iba a suicidarme? Me reía a carcajadas silenciosamente.
Ni dormía, ni estaba despierto. No soñaba, pero vivía en una especie de sueño psicodélico que se convertía en pesadilla o paraíso según el libre albedrío de esa extraña condición en la que me encontraba.
La noche en que la paz llegó fue aquella en la que todo se apagó; ante la mirada desbordada de Amanda una mano desconectó la máquina que me mantenía atrapado entre vidas.
10/9/22.
LETICIA R MENA
FUNDIDO A NEGRO
Las estrellas se apagaron. Todo el universo quedó a oscuras.
No fue de repente, pero nosotros, tan poco acostumbrados ya a mirar las estrellas, no supimos verlo hasta que fue demasiado tarde.
Demasiado tarde no para hacer algo para impedirlo, sino demasiado tarde para escondernos. Para huir.
Las estrellas se apagaron, todas. El sol agonizó durante un puñado de días, antes de sumirnos en la fría oscuridad. Dando un último latido antes del fundido a negro.
Como el chisporroteo de una bombilla antes de romperse.
Toda la energía del planeta se extinguió a la vez que lo hacían las estrellas.
Toda la energía del universo fue desvaneciéndose hasta desaparecer.
Hasta que no quedo nada. O precisamente esa nada fue lo único que lo llenó todo de sí misma.
Cobijados alrededor de fuegos, no fuimos conscientes del peligro. De las criaturas que empezaron a habitar la oscuridad. Acechándonos.
Nosotros, la especie superior del planeta, reducidos a presas vulnerables.
A mero alimento.
Solos, en el universo lleno de los cadáveres inertes de las antiguas estrellas.
Energía muerta, fría, flotando en la ingravidez oscura.
Aquí abajo no solo es la oscuridad lo que da miedo.
Es el silencio. A veces quebrado por algún grito desgarrador, otra alma devorada.
¿Podéis oírlo? ¿El silencio?
Y nacidos de él, susurros, deslizándose, gruñidos, respiraciones, …algo olfateando.
Olfateándonos.
Escogiendo la próxima apetitosa presa. Como en un bufé.
Pronto el fuego ya no podrá defendernos. Pronto el fuego ya no les asustará.
Ahora ellos, sean lo que sean, son los dueños y señores de esta nueva era, de este nuevo mundo oscuro.
¿Lo oís? ¿Podéis oírlo? Ya vienen.
ANA DEL ÁLAMO
Nunca fuiste de encender velas, y yo en mi desmedida atención a ti, acepté los cumpleaños sin ellas como parte de nosotros.
Después vinieron más días sin luz, con apagones que nos dejaron a oscuras, pero seguía creyendo en nosotros…,aún sin luz.
La mañana nos buscaba y yo me refugiaba en ti , en tus sombras, en tu regazo, para no descubrir lo obvio.
El día que no amaneció, preparé el desayuno, y luego la comida y la cena…,aún sin luz.
Te quedaste en las tinieblas, en la cerrazón, como de costumbre.
Era un pálpito, y sin embargo te esperé, te esperé, sentada a la mesa, con las brasas ardientes y los pies fríos, con un hálito que ya no era mío.
Entonces anocheció y te apagaste en silencio. Ya no logré adivinarte.
Te fundiste a negro como los plomos de una vida que se va.
Ahora, en mi regocijo, he encendido las velas en mi cumpleaños .
He visto la luz del día enamorarse de mí.
Ya no estoy sola en la mesa esperando tu no llegada.
Unas rosas perfuman mi estancia y dan color a mis horas prematuras.
El espejo me devuelve el gesto y las paredes descorchan el cava.
Ya no pienso en ti.
Ya no huelo el aroma que impregnaba mi almohada. Se desvaneció y a fuerza de no estar…lo olvidé.
Ya no soy de ti.
Soy de quien enciende mi sonrisa y mis velas de cumpleaños.
REBECA FS
¡Pero qué pasó!
Anécdotas por doquier,
sufrimientos a flor de piel,
gallinas pinchando bien.
Pues yo tuve que andar, ¡anda!
Pues yo tuve que esperar, ¡vaya!
Pues yo tuve que trabajar, ¡arrea!
Pues yo tuve ¡qué?
Que sí, que ya pasó.
Que sí, que puede que pase más.
Que sí, que vaya nochecita.
Que sí, que sí…
…que el silencio asusta y el ruido también.
Pero quizá asuste
más
no tener,
un lugar donde
no
poder
volver.
Toco casa y su silencio
empieza a florecer,
aunque no sea,
lo mismo,
la misma,
o
el mismo que ayer.
Lean, lean…
carpe diem.
MAITE BILBAO
ABSORBO LA LUZ.
Abro los ojos ante el espejo, para alejar a la oscuridad.
El color rosa de la blusa, salpicada de flores carmesí, fucsia y coral, es un silencioso reto a la sombra viscosa que tengo adherida a mi pecho. Cada capa de tela sobre mi verdad es un trazo de esperanza sobre el grisáceo lienzo en el que mi alma se expone. Sombra que oprime y deja una humedad fría que se filtra por cada resquicio de mi ser.
Abro los ojos ante el espejo.
El sereno tacto del pantalón color hueso que visto es un cálido susurro contra la gélida soledad que me habita. Un leve consuelo en la frialdad interior que, a veces, parece insuperable.
Abro las manos ante el espejo.
Mientras desayuno, el color naranja de las mandarinas lucha por apartar la niebla opaca que nubla mis sentidos. Su aroma, punzante y alegre, arañaba las ventanas cerradas de mi corazón, dispuesto a inyectar punzadas de vitalidad. El sabor dulce y ligeramente ácido danza en mi lengua, una efímera chispa que busca encender una chispa que abra paso en la espesura.
Abro mis labios ante el espejo.
Al salir, el azul cobalto del cielo intenta serenar la tormenta muda que ruge en las entrañas. Lo contempla en su inmensidad, en la búsqueda de una astilla de la paz añorada. La serenidad que conocí en otra época y que ahora siento tan lejana. El verde primavera en el que las hojas se impregnan, agitadas por la brisa ligera que roza mi piel. Un eco de la naturaleza que se siente tan alejado de la palidez de mi rostro dibujado en blanco y negro.
Me abro ante el espejo.
Durante el día, los colores impactan en todo mi cuerpo como olas contra un faro solitario. El azul profundo de una botella de cristal en un escaparate me recuerda la belleza efímera que siento evaporarse entre mis dedos como arena fina. El gris ceniza de una pared desconchada me devuelve el reflejo vacío, la ausencia de color en mi interior. La oscuridad parece tener raíces en esa paz perdida, en el silencio que se ha tornado opresivo.
Cierro mis ojos ante el espejo.
A veces me pregunto si esta danza incesante de tonalidades brillantes es una batalla en balde. ¿Acaso esta oscuridad es una parte de mí, el apagón necesario para percibir los fugaces destellos de luz? ¿Es tan terrible habitar estas penumbras? Quizás en la oscuridad residen secretos, o esa quietud profunda que el estallido constante de colores impide escuchar, o tal vez la introspección forzada de la luz desterrada.
Hay días en que la sinfonía cromática parece tener un eco. Una ráfaga de luz dorada se enciende en algún rincón olvidado, una tenue llama temblorosa que me permite respirar más profundo. Pero otras veces, la explosión de color se siente hueca y no logra perforar la coraza de la tristeza. La sombra, entonces, se siente inamovible.
Dudo… ¿Debo seguir vistiéndome de arcoíris impregnándome con sus matices? ¿O permito que la sombra me envuelva por completo, mientras explora los matices grises y negros que también forman parte de mi paisaje? La respuesta permanece suspendida en el reflejo ante el espejo, mientras cierro o abro los ojos.
ANTONIO PRADES
El apagón que nos encendió
Un edificio que había dejado pasar sus mejores años, con la pintura desconchada como si fuera una serpiente que muda la piel, le dio la bienvenida a Julián, que apoyaba su bicicleta en la entrada. La finca, como tantas otras del centro, parecía congelada en una imagen de otro siglo. El portero automático estaba roto y el portón entreabierto. Julián, con el casco en la mano y la mochila amarilla cargada con una pizza ya tibia, empujó la puerta pesada con el hombro.
El olor a lluvia atrapada entre las paredes y el chirrido oxidado del ascensor eran los mismos de años atrás, exactamente como los recordaba. Cientos de imágenes distorsionadas, como el reflejo que le devolvía el metal pulido, asaltaban su memoria mientras esperaba frente al ascensor.
Cuando la puerta estaba a punto de cerrarse, una chica delgada, de unos diecisiete años, con auriculares colgando del cuello y una carpeta bajo el brazo, se deslizó dentro. Tenía el cabello alborotado, como si el viento la hubiera empujado hasta allí, y en los ojos, una pregunta sin formular.
—¿Vas al octavo? —preguntó ella, al ver el botón iluminado.
—Sí —respondió Julián con una breve media sonrisa—. Entrega de pizza.
—Entonces vamos juntos —dijo ella, acomodándose el cabello detrás de la oreja—. Vivo allí.
El ascensor suspiró y comenzó a subir, como si cada piso le pesara. Durante unos segundos, se escuchó sólo el zumbido mecánico, el traqueteo del sistema. Ella miraba el techo, como quien lanza una súplica muda, él miraba el suelo, como si buscara los restos de sí mismo entre las sombras.
De pronto, un leve crujido, un parpadeó, la luz se apagó como el último aliento de un moribundo. Un golpe seco. Un temblor. Todo se detuvo.
—Genial, otro apagón. Siempre se va la luz en este edificio. —murmuró la chica, cruzándose de brazos—. Vuelve en seguida, al final te acostumbras.
—No sé si podría acostumbrarme a quedarme encerrado con una extraña.
—No soy tan extraña. Me llamo Eva.
—Julian. —El nombre le sonó como una nota al final de una canción.
Él sonrió, el nombre no le decía nada, pero había algo en sus ojos, un matiz que reconocía con una punzada, como gemelos imposibles nacidos en otro cuerpo.
—¿Eres nuevo repartiendo? No te había visto antes.
—No. En realidad, hace tiempo venía mucho por aquí. A este mismo edificio.
—¿Sí?¿Vivías aquí?
—No. Pero venía muy a menudo a ver a alguien.
—¿Alguien importante?
—Mucho.
Ella se acomodó contra la pared, para dejarle hablar.
—Hace años. Tuve una novia que vivía en este edificio. Cuando éramos jóvenes. Demasiado jóvenes. No había vuelto desde entonces.
Ella lo miró con curiosidad.
—¿Y qué pasó?
—La vida. Nos separamos. Cosas que no encajan. Digamos que no supe quedarme cuando más debía.
—Mi madre dice que a veces la gente se va porque el miedo les impide quedarse.
Julián la miró, sorprendido por la madurez en su tono, una mezcla de resignación y esperanza. Le recordó a alguien. No sabía a quién, pero algo en su expresión le resultaba familiar. Sus ojos, esos ojos. Verdes, dorados, tristes y llenos de fuego. Eran del mismo tono que los suyos. Sus ojos, en ese mismo instante, reflejados en una mirada ajena como el eco visual de su propio orgullo. Los mismos ojos imposibles, los que él creía únicos y que ahora encendían su deseo de descubrir.
—Los mismos ojos —murmuró sin darse cuenta.
—¿Cómo?
—Nada, perdón.
Eva lo miró fijamente, parecía observar algo más allá de lo que era visible, pero retomó el hilo de la conversación, desempolvando las palabras que habían quedado pendientes en el silencio.
—Mi madre también conoció a alguien importante aquí. Ella dice que fue solo una historia breve. Como esas canciones que se acaban justo cuando empiezan a gustarte. Pero yo prefiero pensar que algo de él se quedó.
—¿Lo conociste?
—No realmente. Mi madre no habla mucho de él.
Julián se volvió hacia ella, los dos sonrieron en un silencio cómodo, como dos seres extraños con la certeza de haber sido creados de idéntico molde. Tragó saliva. Algo en su pecho se comprimió. Quiso decir algo, pero en ese instante, las luces parpadearon y el ascensor volvió a moverse.
Cuando se abrieron las puertas, una mujer esperaba afuera, mirando su teléfono. Cabello castaño recogido, mirada alerta, punzante. El tiempo no la había vencido, solo la había hecho más perfecta, más real. Levantó la vista. Julián se quedó helado.
—Lucía…
Ella alzó los ojos, y por un segundo pareció retroceder en el tiempo, como si acabara de encontrar una carta perdida entre libros viejos.
—Julián…
Eva miró a ambos, confundida.
—¿Os conocéis?
Lucía asintió lentamente, se acercó, sin despegar la vista de él, como si aún no supiera si era un sueño o una trampa del destino.Tardó un segundo en responder, pero sus ojos ya lo decían todo.
—Sí. Hace mucho tiempo.
Hubo un silencio denso. Julián miró a Eva, luego a Lucía. El parecido era innegable. La edad también encajaba. Algo se quebraba y se unía a la vez dentro de él. Eva contenía todas las emociones, vacilante, buscando respuestas que no sabía cómo pedir. Lucía se acercó a su hija, la miró con ternura, acariciándole el rostro, dijo con una voz suave, casi como un secreto:
—Tiene tus ojos, Julián.
El ascensor se cerró detrás de él, algo se había quedado congelado entre pasado y presente, y supo que la luz había regresado a su vida.
FURUKAWA CREATIVES
Viaje reflexivo
Me deslicé por la pared hasta sentarme en el suelo de mi habitación, observando a Fitó frente a mí. La luz anaranjada de la tarde bañaba su tronco, permitiéndole brillar majestuosamente. Ella era una confidente, una compañera en mis viajes reflexivos y, con toda seguridad, esa tarde tendríamos un paseo por el jardín de la mente.
―Hola, Fitó ―le susurré sintiendo una oleada de euforia.
―Hola, Alex ―me reí ante su seriedad, una risa tonta que resonó en el silencio.
Ella, con su porte imponente y reservado, no apartó su mirada de mí; y entonces, no sé muy bien por qué, le hablé de nuevo.
―¿Sabes, Fitó? ―sentí mis palabras flotar en el aire. ―Creo que la vida es experimentar: sentir, vivir, equivocarse, aprender. No hay una respuesta definitiva, un sentido único. Es el viaje, ¿sabes? El maldito viaje. ―La vida. Un tema pesado, pero en ese momento me sentía ligero. ―Y tú, ¿qué piensas de la vida?
―Es un ciclo: nacer, crecer, florecer, marchitarse y repetir ―la voz de Fitó resonó en mi cabeza, suave y profunda, como el susurro de las hojas en la brisa.
―¿Qué quieres decir con ‘un ciclo’? ―repliqué sintiendo mi lengua espesa. ―¿Como un círculo? ¿Como una dona gigante de la vida?
―El sol es energía, la lluvia es agua, la tierra es hogar. Crecemos, nos reproducimos, cumplimos nuestro ciclo. Eso es suficiente ―sentí que la conversación se volvía más difusa.
―¿Suficiente? ―balbuceé luchando por mantener el hilo. ―Pero, ¿qué hay de la emoción?, ¿de la búsqueda?, ¿de… de la pizza?
―¿Me estás hablando en serio?
―Bueno… la vida es como una pizza: tiene muchos ingredientes y a veces te toca una que está un poco quemada, pero otras veces ¡es la mejor pizza del mundo! ―solté una carcajada, imaginando una pizza cósmica.
―Interesante analogía ―respondió Fitó sin inmutarse.
Me quedé mirándola fijamente, intentando comprender la inmensidad de la existencia; pero la realidad era resbaladiza, se escapaba entre mis dedos.
―¿Te gusta el sol? ―pregunté cambiando de tema.
―Sí, es cálido.
―¿Y el agua?
―También
El diálogo se estaba volviendo monosilábico, haciéndome sentir una punzada de frustración, pero pronto se disipó en una oleada de risas.
―¿Sabes? Me gusta mucho tu color ―dije, sintiendo una fascinación intensa por el verde esmeralda que destellaban sus extremidades. ―¿Alguna vez te has preguntado por qué eres verde?
―Claro, la clorofila. Absorbo la luz del sol para… ―su voz se desvaneció un poco.
―¿Para qué? ―pregunté intrigado.
―Para ser verde, supongo ―respondió con un tono que me pareció de repente menos profundo.
―Me gusta mucho tu maceta ―señalé la cerámica. ―Es bonita.
―Gracias ―respondió Fitó.
―¿Te gusta la cerámica? ―insistí.
―Es un buen hogar ―respondió con un tono que no pude descifrar.
La plática se estaba tornando simplista. Empecé a sentir un ligero hormigueo en la punta de los dedos, y la habitación comenzó a moverse suavemente.
―¿Qué tal si comemos algo? ―propuse olvidando por completo la profundidad de la reflexión.
―¿Comida? ―su voz fue un murmullo distante.
De pronto, la imagen de Fitó se desdibujó, como si la pintura de un cuadro se estuviera derritiendo. Mi mente comenzó a girar, la habitación a mi alrededor se balanceaba y de repente, el mundo se obscureció. No completamente como en la noche, sino como cuando alguien ha bajado el interruptor de la luz. El apagón. Un instante de silencio total seguido de una explosión de colores, de formas geométricas que danzaban ante mis ojos.
Cuando la visión regresó, Fitó, mi planta, estaba allí, inmóvil y silenciosa. Me reí, una risa hueca que hizo que terminara por recostarme en el suelo. Ya no me acordaba de la pizza cósmica, ni de los pensamientos reflexivos; sólo sentía un vacío y un deseo inmenso de dormir.
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
El sabor, no da la felicidad (Parte 3)
La historia se había detenido justo cuando el rey del imperio llegó al bosque sagrado, convencido de que podría arrebatar el fruto divino. La amazona, protectora de ese lugar, lo esperaba. Los dos ejércitos estaban al borde del conflicto, cuando apareció la figura del tercer emisario del Olimpo: el viajero que había jurado venganza a Zeus tras sentir que le habían arrebatado una parte de su ser.
Se detuvo en medio del campo de batalla y, con voz firme, dijo:
—¿Por qué no intentamos dialogar este asunto en privado? —El viajero buscaba evitar el derramamiento de sangre—. Vayamos a un lugar donde podamos frenar esta locura.
—Está bien —respondió el rey, y con un gesto de su mano ordenó a su ejército bajar las armas—. Subid a mi barco, resolveremos esto sin violencia.
El soberano guio el camino hacia su embarcación, una majestuosa nave anclada cerca de la costa. El viajero siguió sus pasos. La amazona, dejando su espada y escudo junto a su caballo, se dispuso a unirse a ellos. Pero antes de embarcar, una escudera le sujetó del brazo.
—No lo hagas. ¿Y si es una trampa?
—Y si no lo es, y consigo evitar que tú y nuestras hermanas resultéis heridas… No puedo permitirme manchar mi mente con vuestra sangre sin agotar antes todas las opciones —respondió con calma, transmitiéndole seguridad.
La escudera, conmovida, inclinó una rodilla. Las demás amazonas la imitaron, rindiéndose simbólicamente al valor de su líder.
La amazona subió la rampa y entró al camarote, donde el viajero ya aguardaba. El rey, con gesto amable, abrió los brazos para recibirla. Pero al pasar a su lado, soltó:
—Me alegra que te des cuenta de que lo mejor para ti es negociar.
Soltó una carcajada que destruyó cualquier intento de cordialidad y reveló su arrogancia.
Ya dentro, les ofreció asiento y sirvió una copa de vino.
—Brindemos por mi victoria. En el reparto de territorios que hizo Zeus, yo salí ganando. —Su sonrisa era insolente.
La amazona respondió con un gesto de rebeldía: golpeó la copa, que cayó al suelo, y derribó la silla al incorporarse con determinación.
—¿Qué sucede con tu esclerótica? —preguntó el rey, entrecerrando los ojos con burla—. Ya no
tiene ese reflejo morado. Has sufrido el apagón.
La esclerótica, la parte blanca del ojo, distinguía a los semidioses por un brillo violáceo que revelaba su naturaleza. El apagón simbolizaba la pérdida de ese rasgo, la caída de lo divino.
—No me digas que ya has perdido tus poderes —añadió con sorna mientras se dejaba caer en
una silla, cruzando una pierna sobre el reposabrazos y bebiendo de su copa de vino—. Entonces hay poco que negociar. Este otro —señaló al viajero con desdén— también trae en la mirada ese apagón y un rancio macuto al hombro.
—Te estás equivocando —replicó el viajero, sin alzar la voz—. Solo eres un instrumento dentro
de un juego que aún no comprendes.
La respuesta provocó la risa del rey, seca y arrogante. Luego giró su atención hacia la amazona.
—Y tú… una soñadora que cree haber hallado un propósito tan digno como para renunciar a la
gloria de ser una semidiosa.
—Terminarás pagando por tu arrogancia —le advirtió el viajero, esta vez con un dejo de
oscuridad en su voz.
El rostro del rey se transformó. La ira se apoderó de él. Se puso de pie bruscamente y empuñó
su espada.
—¡Fuera de mi barco! En dos lunas, preparaos para morir si tenéis la insensatez de enfrentaros
a mí y a mi ejército. O huid, como las ratas que sois, y tal vez viváis.
El viajero y la amazona se miraron en silencio. Luego dieron media vuelta y abandonaron la embarcación. Al pisar tierra firme, sabían que la batalla ya no era una amenaza: era una certeza.
SILVIA RAFI GRACIA
DESDE LA PUERTA
La veíamos de lejos, desde la puerta.
Únicamente podíamos acercarnos a ella en momentos muy concretos, a poder ser sólo instantes.
Entrar rápidamente a abrir la ventana, esperar unos minutos a que se hubiese aireado la habitación y volver a entrar a administrarle con rapidez los medicamentos paliativos.
Tan sólo una, de las cuatro personas que permanecíamos pendientes de su bienestar, disponía de mascarilla para protegerse ; una mascarilla
de las que sólo servían para
proteger a los otros pero
no a sí mismo y que sólo durante unas horas se suponían efectivas.
No se podía contar, en aquellos momentos, con ningún tipo de protección.
Sólo los equipos médicos disponían de vestimentas especiales con las que, en el vestíbulo, antes de entrar en el domicilio, se cubrían..
Nos dijeron, el equipo médico que la atendió, que pasarían diariamente (además de ofrecernos un número de teléfono de contacto) , para controlar su estado, ofrecernos los medicamentos que valorasen necesarios y resolver nuestras posibles dudas.
Pero advirtiéndonos de que,
dado su estado, no creían que tardase más de dos días en apagarse totalmente y que, irrevocablemente, la única alternativa era evitar su sufrimiento.
Habíamos pasado en esas condiciones una noche (la primera, cuando se manifestó en ella el primer apagón) y un día.
No podíamos permanecer a su lado, no podíamos respirar parte del aire que ella exhalase; así, sin posibilidades de protección. Pero sí que, desde la puerta (aunque también fuese arriesgado) sentíamos poder enviarle, desde el fondo del alma, calidez y amorosidad.
La mente puede tener, a veces , un gran potencial para transmitir sensaciones;
y así lo sentíamos.
De repente, apareció en mi mente la imagen de una mariposa grande y hermosa, de anchas alas blancas pinteadas de círculos amarillos y rojos en los extremos.
Primero la ví como flotando
sobre el lecho donde ella, con un constante jadeo al respirar, dormía profundamente. Permanecía como flotando en el aire en vertical y en dirección hacia mí, extendiendo al máximo sus luminosas alas, que resplandecían.
Y seguidamente empequeñeció y, girándose en dirección opuesta emprendió el vuelo atravesando la ventana.
Justo en aquel momento cuando el jadeo cesó. El cuerpo de María se apagó, con una expresión tranquila en su rostro, ya sin rastro de vida.
Vuela!! Vuela libre, María! (le dijimos desde el alma y desde el corazón).
GRACE PELLS
Es probable que no lo entiendas. ¿Cómo lo explico?
Yo estaba ahí, siempre estuve ahí, entre tanto elemento seguramente no supe hacerme ver.
¿Debía ser así? Siempre dudando.
En esa inmovilidad que tienen algunas cosas, era casi imposible que sonara un cascabel. Una vitrina donde la existencia tiene mucho de nuevo y de largo, de corto y de viejo, Vital y sereno, perfecto y natural, difícil e incompleto.
Donde se mueven los silencios y el aroma.
Estaba ahí para ser elegida…Y nada.
Pasa el polvo y se hace largo el tiempo, y muchos se van y esperas, porque no hay mucho que hacer.
Hubo un apagón, una tiniebla, la negrura del carbón…y descubrí un fulgor, un destello.
¡Era yo!
¡Yo!…tan callada, tan en el final, tan tolerante.
¡Fuí feliz!
Sola, con luz propia…En medio del estante.
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
De pronto se apagaron las luces, pensé que quizá se había fundido un fusible.
Pero cuando salgo a ver si es así, me doy cuenta de que todo estaba obscuro, y me doy cuenta que es un apagón general
Entro a la casa, para buscar velas y mi lámpara de emergencia, y mi radio de baterías, para oír si estaban transmitiendo algo al respecto. Pienso en mi hijo, como va a poder regresar a casa, si no se ve, y no hay transporte seguramente.
Escucho algunas sirenas, al apagarse la luz, con esto los semáforos también y habrá habido alguno que otro incidente, y, como van a hacer si no hay luz de emergencia en algunos hospitales?, y en los que estaban operando, como harán?, solo con lámpara de emergencia, y los comercios, tendrían que cerrar, para evitar rápiñas.
Esto se estaría convirtiendo en un caos.
Cuanto tiempo tardarán en restaurar el servicio eléctrico que tanta falta hace?
Estamos tan acostumbrados a ella que no nos percatamos de lo importante que es.
Se paraliza todo.
En ese instante suena mi celular, llaman del hospital, para decirme que mi madre ya puede regresar a casa que si puedo ir por ella.
Salgo inmediatamente, tengo que tener mucha precaución, pues será difícil manejar sin que haya luz en las calles, ojalá pronto regrese la electricidad.
Ya estoy cerca, y de pronto, otro auto me impacta, me estrello en el parabrisas, no se cómo me golpeé en una pierna y un brazo creo que está rotó, el golpe fué muy fuerte, me empieza a doler la espalda el cuello.
Cono estamos tan cerca del hospital, no tardan en llegar por mi, les pido que por favor avisen a mi madre.
Me siento terrible y pienso que esto es quizá uno de los muchos inconvenientes que generó este apagón.
Ojalá pronto regrese la tan importante luz.
Para que no haya más problemas de los normales.— en Ciudad de México, México.
Mi voto para Teresa Sánchez Fregoso