Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «la luna». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 8 de mayo!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
SUSANA NÉRIDA
Toda la vida aislado en su casa y cuando murió, centenares de personas le lloraron. Personas que nunca le preguntaron para quedar, para un café, para preguntar e informarme de su salud y alguna incluso que le difamaba e insultaba. Estaba solo, tal y como murió. Con la Luna, como su única aliada.
Pero centenares de personas lloran su partida como si alguna vez le hubiera importado realmente algo su vida.
Ay, Luna, si tú hablases de los secretos del hombre, ¿a qué quedaríamos reducidos? Quizá, sólo quizá, con un abrazo con él en la noche oscura, por bajar a consolarle.
ANTONICUS EFE
La noche es un dilema
ensartado en una disyuntiva,
allí los besos se escapan
a otros labios más carnosos,
y besan, besan, besan,
besan, besan, besan, besan
y vuelven a besar;
2,5 mg de diazepam.
Se besan sobre la cama,
se besan sobre la triste luna.
La luna aulla, aulla, aulla,
aulla, auuu, ¡qué poesía más moderna!,
qué poesía más chula;
250 ml de taninos,
almejas del pacífico,
como brilla la luna.
Brilla, brilla, brilla,
brilla, brilla, brilla,
dos corazones perpetuos,
los latidos se van de putas,
y de putos, se van, se van.
En el progreso late la modernidad.
Soy la ostia, un boomer reciclado,
un milenial sabihondo,
un centenial apocado,
pero poemo, poemo y poemo,
aunque no se bien que tiene
que ver la luna con todo esto.
5 mg de ansiolíticos y soñaré.
(Poema basado en poemas reales, palabra de poeta)
ANA MARÍA BA
Y, ¿quién diría
que un día,
debajo de la luna,
reconstruir caminos
para los perdidos?
DAVID MERLÁN
DÍA DOCE.
.
.
.
Despierta
Despierta
Despierta
Clara abrió los ojos. (O creyó abrirlos).
Aquel lugar ya no era el mismo. Aparentemente no había ventanas, ni cama, ni paredes, sólo un horizonte blanco color hueso y curvado.
Se levantó de lo que creía sentir como una cama aún sin verla. Pero si tocarla. Comenzó a andar. Despacio, y cuando sin previo aviso se le materializó una ventana delante de ella, al fin lo comprendió.
Las imágenes se tornaron nítidas y pudo ver al fin donde se encontraba. Delante de ella, a las afueras a salvo de la sala donde se hallaba, pudo ver otras estructuras fuertemente ancladas al suelo lunar. Y a su derecha otra, y otras más por doquier mirara a donde mirara
”¿Qué lugar es éste? pensó.
En el instante en que creyó reconocerse en una de las ventanas de los módulos cercanos, una nueva imagen comenzó a tomar forma delante de ella.
La ventana se volvió pared y dejó de ver el exterior. Relativamente cerca, pero casi imperceptible, la silueta de Lucas la observaba. No era ninguno de los Lucas que había conocido antes. Este era alto, delgado como un suspiro, y sus ojos eran completamente negros, como sin vida; huecos y opacos.
—Bienvenida de nuevo, Clara. —dijo, sin mover los labios.
Ella quiso hablar, pero no pudo. Su voz enmudeció y se le quedó atrapada en la garganta.
—No tienes que preocuparte. —continuó la figura—. El Proyecto Once ha terminado.
Clara retrocedió un paso y el suelo vibró bajo sus pies como la piel de un tambor.
—Te preguntamos si aceptabas. Dijiste que sí —Lucas dio un par de pasos hacia ella, flotando más que caminando—. Firmaste el contrato. Prometiste ser semilla.
Clara negó con la cabeza, llorando en silencio.
—¿Qué…? ¿Semilla? ¿Quee es eso? ¿Qué sois? ¿Porque estoy en la luna?
La figura de Lucas sonrió, pero su rostro comenzó a fragmentarse, como un espejo roto que refleja demasiadas veces lo mismo. Como la imagen caleidoscópica de un insecto.
De repente, como en un mal sueño, como de una pesadilla de la que quisieras despertar ipsofacto para dejar de sufrir, del suelo, surgieron decenas de manos blanquecinas, que comenzaron a acariciarla con ternura enfermermiza mientras machaconamente le recordaban su realidad.
—No recuerdas, Clara. No puedes recordar.
—Tú pediste olvidar.
—Tú pediste renacer.
Sus voces eran las de todos los Lucas juntos. Un coro dulce y cruel.
Entonces, Clara lo comprendió: nunca había estado en la Tierra. Nunca hubo un pintor, ni un café, ni una cama.
Todo había sido un escenario tejido dentro de su mente, alimentado por sus deseos más íntimos… y por algo o alguien más.
La «Luna» no era un astro muerto, sino una entidad viva llena de laboratorios interconectados de alguna manera. Una prisión mental de la cual sólo se podía salir si uno recordaba quién era.
Y ella había fallado en eso.
—Por favor. Cierra los ojos, Clara. —suplicó ahora una voz que era… la suya.
Clara cerró los ojos entre sollozos.
La oscuridad la abrazó.
Esta vez,… ¿para siempre?
En la superficie real de la Luna, un capullo de tejido orgánico se cerró lentamente sobre su cuerpo hasta hacerla desaparecer.
Uno más entre millones. La semilla estaba plantada. La cosecha de humanidad continuaba.
Cuando Clara cerró los ojos por última vez, creyó que había terminado, pero al otro lado, en la sala de control, alguien murmuró:
—Siguiente sujeto: Clara-002.
—Variables: aumentar la esperanza un 20%. Disminuir el recuerdo un 50%.
Una nueva Clara abrió los ojos y volvió a sonreír.
No recordaba nada. Solo sabía que, en algún lugar, alguien la estaba esperando con un café al lado de un retrato.
BENEDICTO PALACIOS
Su hermano, cinco años mayor, le montó en un taxi y le llevó a URGENCIAS del hospital universitario. Llevaba la mano derecha envuelta en una toalla y sangrando, y a ratos se mareaba. Vidal estaba obsesionado con lo poco que crecía. Tenía 15 años y solo medía 1,59 mientras sus hermanos podían jugar al baloncesto. Se miraba a diario en el armario de luna que había en la sala y cada semana iba haciendo una señal en el borde del marco. Pero en los últimos quince días seguían invariables los 1,59. Hacía estiramientos, comía verduras y pasta y hasta propuso a su hermano que le atara al piecero de la cama mientras dormía. Se rio, le tildó de loco y añadió para apaciguarle que cada persona daba el estirón a una edad diferente.
Ayer, sábado, se levantó optimista, se duchó y afeitó y se puso delante del espejo de luna. No había crecido ni un milímetro. Pensó dar con la cabeza, pero prefirió pegar tal puñetazo que hizo trizas el cristal y un buen corte en la mano.
La enfermera encargada del triaje le preguntó, cuando se le pasó mareo, por su nombre y la causa de aquella herida.
—Le di un puñetazo a la luna.
—¿A la del coche?
—A la del eclipse, respondió cabreado porque la mano le seguía doliendo y no dejaba de sangrar.
La enfermera levantó el teléfono y llamó al médico. Que apurase, le dijo.
—¿Qué ocurre? ¿Un accidente grave?
—Gravísimo. Ven y verás de cerca un lunático.
B. Palacios
ARMANDO BARCELONA
HUELGA DE LUNA LUNERA.
Lo siento, no aguanto ni un minuto más, me tenéis hasta el mismísimo coño, con los índices glucémicos por los aires y a punto del ictus, así que me voy a poner en huelga.
Ya sé que formo parte de un todo universal y que si falto se puede armar la de dios, pero no os soporto y la monto. Por estas que son cruces. Y que no me vengan con que, si son necesarios unos servicios mínimos, establecer horarios restringidos o cualquier gilipollez parecida, esto es inaguantable y cierro, no doy más. ¡Qué empalago! Pretendientes babosos, poetastros relamidos, amantes en celo. Sois todos más cursis que una perdiz con liguero.
«Si juntara todos los destellos de la luna, aún me faltarían luces para iluminar lo que siento por ti», dice el muy gañán. Desde luego que te faltan luces, pero eso te viene de serie y ni con todas mis luminarias serías capaz de engañar a nadie, so capullo, que vas a lo que vas, a mí no me engañas.
¿Y este otro? «La luna suspira cada noche, cansada de escucharme repetir tu nombre entre sollozos de amor incondicional». Que no son suspiros, imbécil, sino arcadas que me dan de oírte decir semejantes paridas; yo, si fuera ella, ya te habría retirado el saludo.
¿Voy a tener razón o no? «Quiero construirte una casita en la luna, con paredes de suspiros y ventanas de promesas eternas». Este, además de ripioso nos ha salido especulador urbanístico. ¡Qué hostia tiene!
¿Por qué no buscáis otra fuente de inspiración, botarates? «Eres la luna que hipnotiza mis mareas internas y naufraga mis pensamientos en océanos de ternura». Tú lo que eres es un vivales, que solo quiere echar un polvo for free, jodido mamón. ¡Qué asco, por favor! A ver cómo carajo te las apañas con las mareas cuando yo no esté, rijoso. ¿Se puede ser más sátiro?
Huelga, sin pensarlo más. Me pongo en huelga, a ver qué hacéis. «Si la luna pudiera hablar, pediría consejos sobre cómo iluminar tu belleza sin quedarse ciega». No te aguanto, tontolculo ni verte quiero. Pero antes que sacarme los ojos, cierro el garito y que te zurzan. ¡Ay, qué razón tenían Los Brincos, si yo tuviera una escoba!
«Contigo, hasta la luna se siente un simple foco de callejón: sin magia, sin chiste». Pero a ver, tarado, si la jodida es bizca, garrosa y le canta el alerón. A ti lo que te pasa es que no mojas desde la toma de Troya, andas más salido que la lengua de un perro y con tal de tocar pelo te enganchas a un cepillo.
Pues nada, lo dicho, la que avisa no es traidora. Cerrado por huelga. Disculpen las molestias, pero decidme si no tengo motivos: «Si te comparo con la luna, la pobre entra en crisis existencial». En crisis, yo, Luna. Para morirse.
«Cada cráter de la luna es un suspiro mío por no tenerte cerca». Cirrosis hepática, me estáis causando, hijoputas. Buscaros a otra para joderle la vida, coño. A mí ya no me tocáis más los ovarios, huelga indefinida.
«Te amo más de lo que la luna ama a su soledad eterna, más de lo que las estrellas envidian su brillo». ¡Anda y que os den!
Zaragoza, 27 de abril de 2025
RAQUEL LÓPEZ
Crepúsculo de plata
perla de la noche
que mis sueños arrebata,
Brillante en el cielo nocturno
envuelta en atmósfera azufrada
diosa que lleva para el mundo,
luz, que inspira con su magia.
¡ Bríndame afrontar mis desdichas
en mis amargas noches frustradas!
sé el faro que me sirva de guía,
alumbrando el amor que anhelaba.
Danza de ciclos lunares
luna serena y callada,
abrazada entre las Pléyades,
sola, misteriosa y sagrada.
De amores luna, embelesas
dejando caer una furtiva lágrima,
pues la diosa tiene pesares en el alma
y suspira como una enamorada.
JUAN MANUEL CABALLERO
El lago salado lo tenía todo para albergar en su seno, a su alrededor, a la tribu, que se agolpaba junto a la orilla en su poblacho de casas hechas de cualquier cosa: maderas usadas, latón, cañas…En realidad, poco importaba el aspecto de sus viviendas, porque ellos, los gitanos del mar, apenas las usaban para comer y dormir. La mayor parte de su tiempo, de su día y de su noche, lo pasaban bajo el agua, su medio natural, en busca de perlas que luego vendían al mejor postor dentro del gremio de los representantes de joyeros. Pero también encontraban el sustento directo en el seno del lago: el marisco, el pescado, las algas, la propia carne de las ostras. El lugar, el lago, parecía fabricado por los dioses expresamente para ellos: no se trataba de un estuario al uso, que siempre queda demasiado expuesto a los vaivenes del mar, a sus incursiones más deletéreas; por contra, el lago estaba unido al gran océano apenas por un hilo constante de agua, de modo que el grado de su salinidad era soportable para especies de agua dulce, pero permitía a su vez que medrasen algunas otras típicas de la pura mar océana. Sin embargo, lo más importante de todo para los Bajau era la tranquilidad relativa de aquellas aguas semiestancadas, que conocían como la palma de su mano.
Los forasteros, como siempre buscando lo exótico, habían metido allí sus narices, porfiando por alguna perla a bajo precio que el pescador accediese a venderle fuera del circuito de las joyerías; o esos llamados «periodistas de investigación» (u otros que se hacían llamar «antropólogos»), crecientemente interesados por los usos y costumbres de aquellos hombres del mar. Al menos, aseguraban estos, desconocían que bajo las aguas del lago salado, hacia la mitad del tramo entre el centro y la orilla, había un mundo entero, un mundo similar al de fuera pero que, en lugar de los hombres, era gobernado por las criaturas del agua. Ellos sabían que se trataba de un mundo completo porque, tal y como sucedía en este otro mundo, el de afuera, sus noches estaban presididas por la luna. Pero no por la luna de fuera que diluyese sus rayos en las prístinas aguas del lago, no; sino por una luna propia a todos los efectos, e inversa, que sucedía sus ciclos desde el mismo lecho del lago, donde aquellos días, tal y como lo hiciera la luna de arriba, la que mandaba por la noche en el firmamento, estaba en fase de llegar a su plenitud total.
Era por esto último, precisamente para aprovechar la fase álgida de la luna en aquel cielo despejado, que el día anterior habían llegado, desde una ciudad enorme y lejana y que no había visto nunca el mar, aquellos hombres blancos y rubios exploradores de las profundidades. La premisa de aquella expedición, que a la postre les había facilitado la obtención de los permisos necesarios para la prospección, era indubitable: hacía ochenta y dos años había naufragado allí, en el lago, un barco comerciante holandés de mediana eslora, que por no conocer la orografía subacuática de aquel golfo peculiar, empotró el casco contra la montaña sumergida en forma de pico que todos los Bajau conocían a la perfección, porque, entre otras cosas, sus grietas y abundantes agujeros albergaban a algunas de las langostas más grandes y sabrosas de todo el lago. El cometido de aquellos hombres de pelo amarillo era, por lo demás, claro: explorar el lecho del lago alrededor de la zona donde sabían que se había producido el naufragio más de ocho décadas atras, cuando la Gran Guerra convirtió en entelequia la idea de que la aseguradora enviase otro barco de peritaje para evaluar los motivos del accidente, y las pérdidas, y de esa formar valorar la eventualidad del pago de una indemnización.
En ese momento, sin embargo, el motivo último de la exploración que aquellos extrajeros estaban empecinados en acometer, era bien distinto: «para enredar en nuestro mundo, en el fondo del lago», a decir de los Bajau, que, no obstante, tenían como preceptivo el trato amable con el forastero, en parte por una cuestión meramente diplomática, en parte para no romper hostilidades que llevasen a aquellos, a los que fuera que viniesen, a regresar enfadados y arrojarlos de su mundo; el único mundo que tenían, pero también el único que concebían. Fue así que los lugareños respondieron a los exploradores extraños (que, según decían, solo venían para filmar un documental sobre el lugar y los restos del naufragio) como buenamente pudieron, pero en todo momento, inequívocamente, sin dar pista alguna de la existencia, de hecho, de otro mundo completo bajo aquellas aguas; esa realidad que venía corroborada por la existencia de una luna propia, en el lecho del lago, que lo iluminaba de manera especial y autónoma. Tanto concebían aquellos hombres enjutos y curtidos la existencia de ese mundo completo bajo esas aguas, que hasta se esmeraban porque su celebérrima capacidad de contención de la respiración para poder actuar bajo el líquido elemento (que ya rondaba los quince minutos sin tener que asomarse a la superficie), aumentase cada día un poco más con la esperanza manifiesta de que llegase el momento de poder vivir todo el tiempo en las profundidades, que es donde ellos eran en verdad felices, y desde allí, desde su mundo, sin tener que abandonarlo jamás, poder defenderlo del hombre exterior, del hombre del mundo del aire, con garantía. Con la que le ofrecería ser el verdadero conocedor de ese universo submarino.
Al día siguiente de su llegada, los hombres altos y de pelo amarillo habían descansado y terminado los preparativos para la inmersión. Por motivos propios del lenguaje cinematográfico que se les escapaban del todo a los Bajau, aquellos forasteros iban a filmar el fondo del lago en plena noche; oyeron decir a alguno de ellos (los Bajau entendían bastantes palabras de diversos idiomas) que eso resultaba más efectista de cara al público que habría de ir a ver el documental. Quién sabe, pensó uno de los gitanillos del mar: tal vez incluso les había llegado el eco de que en aquel lago, en aquel otro mundo de aguas cristalinas, la luna del fondo, cuando hay luna llena, lo ilumina todo con mucha más intensidad que la luz diurna. Una intensidad plateada y propia solo de aquel mundo.
La luna llena, inmensa y radiante, operaba ya su influjo sobre los hombres cuando aquellos forasteros rubios, enfundados en trajes de goma y con extrañas aletas en los pies, cargando con un enorme cilindro de metal donde guardaban el aire, se lanzaron de espaldas al agua desde sus barcas inflables. Habían pedido previamente a los Bajau que no se sumergieran para no interferir en la filmación. No les hizo caso el pequeño Ciro, que se dejó engullir por el agua varias decenas de metros más allá, y una vez en la profundidad se fue acercando lentamente a los buceadores enfundados, con aparente reparo, como el de cualquier pez que se acerca al hombre excepto si se trata de un tiburón hambriento. Desde esa prudencial distancia que mantuvo, gracias a sus ojos jóvenes y agudizados por la genética para la visión submarina, pudo observar las evoluciones de los hombres blancos allá abajo: ora toqueteando un trozo de quilla, ora introduciendo el hocico de aquel aparato, que los forasteros habían llamado «cámara submarina», por la enorme grieta en el casco herrumbroso cubierto de conchas, de algas y limo. Mas tal era la luminosidad en el interior de aquellas aguas, que uno de ellos dio la orden de apagar el foco que la máquina hocicuda llevaba encima para alumbrar lo que tenía delante. Y al hacerlo, aquellos hombres descreídos pudieron comprobar aún mejor, in situ, la grandeza de aquel mundo presidido, ciertamente, por una luz tan intensa y bella que en modo alguno se justificaba por la incidencia tamizada de la luz de la luna de afuera, por muy entera que luciese.
Fue entonces cuando uno de los buceadores de la expedición se dio cuenta: pasmado ante la visión de lo que tenía debajo, permaneció quieto unos segundos eternos, observando aquella maravilla, inexplicable quimera: primero lo vio por la comisura del ojo; se le antojó una luz que el lecho del lago proyectase. Pero cuando la miró bien comprobó que se trataba de una luna; una ligeramente más opaca que la real, y que se cimbreaba, deformando su oronda y argéntea figura por momentos para después tornar a recolocarse en su redondez esférica. La sobrenadó y entonces vio cómo su engreída imágen de falsa rana se repetía, y rasgaba a su paso al nuevo astro reina allí aparecido. También observó que se repetía un cardúmen de pececillos dorados que sobre ella pasaron. Al cabo, comprendió y dio el aviso a sus compañeros, señalando el punto donde el hallazgo se encontraba, para que lo siguieran; cosa que también hizo el hombre vestido de batracio que portaba la cámara. Ciro, un poco más allá, casi posado de pie en el suelo del lago tras un mechón de algas altas que allí arraigaba, era testigo de todo.
Los extrajeros se acercaron a la luna de abajo y la rodearon; empezaron a escarbar a su alrededor, lo que a Ciro le pareció una afrenta monstruosa. Empero, la cosa no terminó ahí: esos batracios humanos removieron la tierra del lecho, arrancaron raíces, algas, formando un remolino turbio en torno a ellos que impidió al joven Bajau ver con claridad. Mientras, la máquina hocicuda, aquella cámara, lo miraba todo con predispuesta atención, metiendo su hocico dentro de la nube de sustrato en suspensión. Los hombres salieron de dentro de la turbiedad con la luna en sus manos, portada por dos de ellos, que pusieron rumbo a la superficie agitanto sus aletas traseras.
Ciro, más liviano y acostumbrado a aquellas aguas, consiguió emerger antes que los forasteros; nadó hasta la orilla y luego corrió hacia un grupo de los suyos, que miraba anonadado las evoluciones de aquellos hombres extraños de eso que daban en llamar civilización. El chico, con lágrimas invisibles porque estaba empapado, portó al grupo la desastrosa primicia: los hombres del pelo amarillo y la piel del color del cangrejo hervido, habían destruído su mundo. Habían arrancado la luna, la luna de abajo. Al unísono, aquellos foráneos emergían con sus trajes ridículos: entre dos, portaban una especie de plataforma rectangular que otros dos agarraban desde el extravagante bote hinchado. Los del grupo, mientras escuchaban a Ciro, los miraban.
Más tarde todo quedó aclarado; desde el punto de vista de aquellos tipos rubios y engreídos, desde luego: el espejo iba a ser adquirido más de ochenta años atrás, desde su origen en Francia, por un señor adinerado de Manila. Nadie esperaba encontrarlo ya allí, en el lugar del naufragio (algún otro de aquellos extranjeros presentes en el momento de la explicación le comentó a otro al oído, articulando una risa escondida, que era milagrosa la perseverancia de aquel auténtico tesoro en el fondo del golfo, dada la proverbial capacidad de rapiña de aquellos gitanos del mar, que todo lo que brilla lo venden a los joyeros o a los anticuarios).También dijieron, aquellos hombres estúpidos y destructores de mundos, que el rescate había sido posible gracias a la transparencia de aquellas aguas a pesar de su relativa salinidad, y a las pequeñas corrientes internas que se formaban en el lago en forma de espiral, que mantuvieron la superficie del espejo limpia de limo, lo que había propiciado su visibilidad; un brillo tal, dijeron, era el que el espejo conservaba, que hasta reflejaba a la luna llena (señalaron al cielo mientras esto decían). Ese espejo, por lo demás, era una pieza ciertamente valiosa, cara, pues contaba con un grueso marco (lo habían podido ver los lugareños, cubierto de limo, cuando los hombres-sapo lo sacaban) de puro oro macizo, laboriosamente labrado en el siglo dieciocho en estilo rococó. Al estricto valor del oro, había que sumarle, por supuesto, el valor histórico, aún mucho mayor ahora después de su inaudita odisea octogenaria bajo el agua de aquel lugar. Estaban seguros de que más de un museo estaría dispuesto a desembolsar cifras ridículamente elevadas por tenerlo en su colección.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
LA COSTUMBRE DE PASEAR CON TRAJE
15 de agosto de 2025
Hoy el calor ha vuelto a azotar el exterior de manera implacable. A través de la ventana todo parece desierto. Ni un alma fuera, esto es realmente inhumano. La temperatura es insoportable, a pesar de que la noche ha sido en extremo refrescante para lo que suele ser habitual.
Creo que nunca me acostumbraré a salir a caminar con el traje en pleno verano. Pero es lo que dicta la empresa. Mi trabajo y mi contrato me obligan, un deber que no puedo saltarme bajo ningún concepto. Las normas son las normas. Soy plenamente consciente de ello y obedezco sin rechistar.
Ha sido un paseo largo, uno de los más extenuantes que recuerdo desde que mi último destino me trajo hasta aquí. El vehículo eléctrico que la empresa me proporcionó me sirve de gran ayuda, pero no cuenta con mucha autonomía. Además, parte del trayecto resulta bastante inaccesible para el vehículo, por lo que debo hacerlo a pie.
Mi paseo diario ya se ha convertido en una especie de ritual, un bucle infinito que pondría a prueba la paciencia de cualquiera. Cada día despierto, me ducho, desayuno, me pongo el traje y emprendo la marcha. A medida que avanzo, voy anotando en mi diario de forma minuciosa cada detalle que percibo, cada dato observado y cada punto donde se me clava la vista. Desde que mis ojos vieron este mundo, la curiosidad es una cualidad innata en mí, y eso es algo que todos agradecen. Nada escapa a mi escrutadora mirada. La compañía espera de mí que aporte el mayor número de detalles, que recoja la más amplia cantidad de información acerca de todo cuando me rodea. El cambio más sutil, la más mínima diferencia, pueden ser cruciales. Yo lo sé y ellos también. No en vano fui seleccionado entre cientos de miles de candidatos.
16 de agosto de 2025
Hoy he pasado gran parte del día descansando. La prolongada caminata de ayer me dejó exhausto y dudo mucho que este lugar y estas temperaturas veraniegas me ayuden a recuperarme con la rapidez necesaria.
Dia tras día, mis pensamientos giran en torno al mismo tema. No me lo puedo quitar de la cabeza. Soy consciente de que de mí depende totalmente el éxito del trabajo encomendado y hago cuanto está en mi mano porque así́ sea. Muchas personas han depositado toda su confianza en mí. No quiero defraudar. Esto ya se ha convertido en algo obsesivo y casi personal.
He bajado al almacén a conseguir un poco de comida. Calculo que debe ser alrededor del mediodía. Aquí uno se desorienta con suma facilidad y no termina de acostumbrarse a medir las horas de manera correcta. Pero mi intuición y una especia de sexto sentido que siempre ha formado parte de mi ADN, me guían como el GPS más preciso. Los famosos ritmos circadianos, supongo.
El resto de la tarde lo he pasado revisando datos, contrastando y verificando la ingente masa de información recogida estos días. Con la paciencia de un escribano y la meticulosidad de un monje cisterciense. Debo ponerlo todo en orden. Por la noche tendré que realizar el envío correspondiente, sin falta.
17 de agosto de 2026
Hoy me he despertado sobresaltado. Algo dentro de mí se ha descolocado, como si alguna pieza, muelle o tuerca se hubieran desalineado, movido de su sitio. Lo noto. No sé exactamente qué es, pero algo me dice que el día de hoy no será como los demás.
Al mirar la pantalla, de repente observo una algarabía de compañeros, familiares y conocidos al otro lado. De pronto he caído en la cuenta. El jet-lag tan brutal que experimenté después del vuelo, tras aquel largo viaje, me ha llevado a perder en cierto grado la noción del tiempo y el espacio. Pasar tanto tiempo solo no me ha ayudado en absoluto.
Hoy hace justo un año. Ganímedes sigue siendo esa luna enorme, inhóspita y calurosamente asesina que descubrí el día de mi aterrizaje. Pero las normas me obligan a salir de nuevo, como cada día, a recoger datos y muestras. El interminable verano marciano me recuerda que, por más tiempo que pase, jamás me acostumbraré a salir a pasear con el traje. Cuestión de supervivencia.
RUFINA SEVILLA
La Luna.
Si la luna pudiera
Yo estaría cada noche
En mi ventana
Esperando que ella
Hablé con migo
Lo que guardá,tú interior
Y será está poesía
Mi testigo presenté
Que el tiempo, nunca los recuerdos
Podrán borrar
Ya que todos gravados
En mi mente ,con candados
Resguardado quedarán.
SERGIO TELLEZ
CULPA
La culpa me despierta como un puñetazo en el estómago. Me encuentro en una habitación que parece ser la mía. Hay una foto en la mesita de noche que me resulta familiar. La miro y me pregunto quiénes son esas personas. ¿Por qué están sonriendo? ¿Por qué me siento tan incómodo al verlas? No recuerdo nada. No recuerdo quién soy, ni qué hice ayer, ni qué me espera hoy. Solo sé que me siento culpable. Y eso es todo lo que entiendo.
Me levanto de la cama y comienzo a caminar por la habitación, intentando encontrar algún sentido a mi existencia. Pero todo parece vacío y sin significado. Me siento como un insecto que se arrastra por la pared, sin saber hacia dónde va ni por qué.
La culpa me consume, pero no sé de qué soy culpable. Me doy la vuelta y comienzo a buscar en la habitación algún objeto que me dé una pista sobre mi identidad. Pero todo parece desconocido y hostil. La habitación es un laberinto sin salida, y yo estoy perdido en ella.
Me miro en el pequeño espejo colgado en la pared. Es evidente que no soy joven; la incipiente calvicie y las canas que se cuelan entre mis cabellos oscuros denotan una persona en sus sesenta años. Mi rostro está cansado, con ojeras y arrugas que se profundizan en mi frente y alrededor de mis ojos. No reconozco al hombre que me mira desde el espejo. ¿Quién es? ¿Qué ha hecho con su vida?
Me acerco más al espejo, intentando encontrar algún detalle que me revele algo sobre mí mismo. Pero mi rostro es un enigma. No hay nada en él que me dé una pista sobre mi identidad o mi pasado. Solo veo una mirada cansada y angustiada que me devuelve la mirada. Me alejo del espejo, sintiendo una sensación de frustración. ¿Por qué no puedo recordar nada? ¿Por qué me siento tan perdido?
La culpa que me consume parece estar ligada a algo que no puedo recordar. Y eso es lo que más me atormenta. Comienzo a caminar por la habitación de nuevo. Mis ojos se posan en un papel que hay sobre la mesa. Es un calendario, con fechas y números que no significan nada para mí. Pero hay una anotación en una de las fechas: «Final». La palabra parece resonar en mi mente, pero no sé por qué.
Me acerco a la ventana y miro hacia afuera. La luna pálida todavía es visible en el cielo matutino, pero parece estar desvaneciéndose, como si estuviera siendo borrada por la luz del sol. No puedo evitar sentir que la luna está tan perdida como yo, que su presencia es solo un recordatorio de la noche que ha pasado. Parece estar demasiado alta en el cielo, y su luz débil se refleja en el suelo, creando sombras que parecen moverse y danzar alrededor de mí. Me siento atrapado en este juego de luces y sombras.
Un grupo de chicos pasa frente a la casa, llevando banderas y bufandas con logos que no logro distinguir. Parecen haber pasado la noche en vela en la calle, sus voces y risas resuenan en la quietud de la mañana. Uno de ellos lanza una piedra y rompe la ventana de mi habitación, el sonido del vidrio rompiéndose es como un golpe en el silencio. Gritan algo que no logro entender y emprenden la huida, dejándome con una sensación de desconcierto y miedo.
Salgo del pequeño cuarto con incertidumbre y entro en una sala un poco más grande. Los afiches en las paredes me golpean con fuerza, imágenes de un equipo de fútbol de barrio con uniformes desgastados y logos de patrocinadores humildes. Sus caras hambrientas de victoria me miran con intensidad, y me siento incómodo al ver la determinación y la desesperación en sus ojos. Y entonces lo veo. En un extremo del equipo, con un uniforme de sudadera desgastado, está mi propio rostro. El mismo rostro que me miró en el espejo con ojos cansados y angustiados. Soy yo.
La mente es un laberinto oscuro y yo estoy perdido en él. De repente, imágenes sueltas comienzan a surgir, como fragmentos de un rompecabezas que no logro armar. Veo un camerino vetusto, con paredes agrietadas y un olor a sudor y desesperanza. Estoy gritando a unos jugadores, mi voz es áspera y autoritaria. No sé qué les estoy diciendo, pero parece que están asustados.
Luego, veo un gol. Un jugador con un uniforme que no es el del equipo del afiche está celebrando. La gente está eufórica, pero yo estoy frustrado. No sé por qué. Después, veo una pequeña tribuna. Alguien me está gritando groserías, su cara está roja de ira. No puedo ver su rostro con claridad, pero sé que está enfurecido. Y entonces, veo a la gente. Una multitud enfurecida y sin camiseta, con tatuajes del equipo del afiche. Están gritando y agitando sus brazos, parecen estar al borde de la violencia.
Los recuerdos son vagos y sueltos, pero parecen estar conectados de alguna manera. Intento armar el rompecabezas, pero es como tratar de unir piezas que no encajan. Me duele la cabeza, mi mente está a punto de estallar. No sé qué está pasando, no sé quién soy ni qué quiero. Solo sé que estoy luchando por recordar, por entender qué está sucediendo en mi vida.
Los recuerdos siguen surgiendo, como flashes de una cámara. Veo un vetusto estadio, veo un campo de fútbol, veo a gente gritando y celebrando. Pero no sé qué significa todo esto, no sé qué papel juego en este drama. La confusión y la frustración me abruman, pero hay algo más que me consume: la culpa. Una culpa que no logro entender, que no sé de dónde viene ni qué la provoca.
Me siento como si estuviera caminando en círculos, sin saber hacia dónde voy ni por qué, y la culpa me sigue a cada paso. Me pesa en el pecho, me ahoga, me hace sentir que estoy fallando de alguna manera. La necesidad de recordar se vuelve cada vez más urgente, pero la culpa me hace dudar de si alguna vez podré encontrar la verdad.
La verdad comienza a revelarse en mi mente como un rompecabezas que finalmente se completa. Recuerdo el fuego que ardía en mi interior cada vez que pisaba el campo de fútbol, la pasión que me consumía cuando gritaba instrucciones a mis jugadores, la emoción que me embargaba cuando veíamos la posibilidad de ascender a segunda división. Era más que un entrenador, era un padre para ellos, un líder que los guiaba hacia la victoria.
Recuerdo la noche anterior al partido decisivo, cómo me paseaba por el camerino, hablando con cada uno de ellos, infundiéndoles confianza y determinación. Recuerdo la adrenalina que corría por mis venas cuando el árbitro pitó el inicio del partido, la ansiedad que me consumía cuando el marcador estaba empatado a falta de minutos para el final. Recuerdo el cambio que hice, metí a Manrique, mi creador, y saqué a Solano, mi volante mixto. Quería tener más posesión del balón, fue el peor error. Trató de hacer una figura tonta en nuestra área, la perdió y… gol de San Marcos. No logramos el ascenso a segunda división.
Pero algo no cuadra. Ahora los recuerdos son claros, pero no hay dolor, no hay culpa. Solo un vacío, un silencio. Y entonces, veo el periódico del domingo sobre la mesa. La noticia en primera plana me hace sentir un escalofrío. «Entrenador asesinado a manos de hinchas furiosos». La foto del hombre que sonríe en la portada es la mía. La misma cara que vi en el espejo, la misma cara que está en el afiche del equipo.
La verdad me golpea. No soy un hombre que busca recordar su pasado, soy un fantasma que no sabe que está muerto. La amnesia disociativa no fue una protección, fue una sentencia. Y yo no tengo futuro, solo un pasado que ya no puedo cambiar.
CARMEN BERJANO
LUNÁTICA
Y eres menguante
Beso hacia Poniente
Y eres creciente
Cuando no besas a nadie
Es que nos besas a todos
Llena de amor: Plenilunio
Besando al sol te escondes
En la intimidad de la eterna noche
Tímida
Retrocediendo
Sin dejarnos verte
Sigue escondiéndote ¡Oh lua!
Coge fuerzas para seguir
Por siempre
En tu cíclico metabolismo
Tu engorde sin matanza
Tu desinfle generoso
Nueva luna, vieja, etérea, agridulce, ácida…
¿Qué escondes en tu otra cara?
ANGY DEL TORO
Me encontró en silencio, en una pequeña sala donde el tiempo parecía haberse detenido, justo como a veces sucede en los sueños.
La puerta crujió suavemente.
Una mujer de mirada serena me sonrió y me tendió un pequeño frasco de vidrio claro.
Entre las gotas doradas que reposaban allí, vi reflejarse su rostro sereno, sabio… y también, aquella luna que brillaba en mi infancia.
La que tú me enseñaste a mirar. Ese mismo fulgor que ahora me acaricia el alma cada vez que levanto los ojos en la oscuridad.
La mujer susurró:
—Número 38. Para cuando veas que la raíz tiembla, también sientas que el vuelo aún es posible.
Tomé el frasco con ambas manos, como si fuera un pequeño tesoro.
Y, por primera vez en días, no me aferré a la tristeza como a un ancla.
La sostuve, sí, pero también la dejé ir, junto al viento que la vio partir… envuelta en amor y luz.
Madre, hoy la luna me recordó que soy raíz, pero también vuelo.
Que tu amor no me ata: me sostiene. Que tu ausencia no es vacío: es semilla.
Y mientras las noches de luna llena respiran suave sobre mí, susurro bajito, para que tú también lo escuches: Soy raíz. Y soy vuelo.
Me reconcilio conmigo. La paz florece en mi interior.
Nota aclaratoria:
La gota número 38 a la que se hace referencia en este relato corresponde al Rescue Remedy, una combinación de cinco esencias florales creada por el Dr. Edward Bach.
Está diseñada para momentos de crisis emocional, situaciones de duelo, miedo, ansiedad o shock, ayudando a restaurar la calma y la estabilidad interior de manera natural.
No es un tratamiento médico, sino un apoyo emocional utilizado en terapias de Medicina Natural y Tradicional.
IRENE ADLER
LA LUNA DEL CAZADOR
El regreso resultó ser tan gris como el paisaje al que Tom regresaba.
Desde la alta borda del vapor podían verse las crestas ondulantes y arenosas de las dunas; la hirsuta fealdad de los cañaverales azotados por el viento; los rostros cetrinos y agrietados de las personas que se agolpaban en el muelle, encorvados bajo la persistente llovizna, grises como todo lo que sobrevivía en el páramo.
Vio a su hermano agitando la mano con efusión: la única persona erguida sobre la carcomida tablazón del muelle. Sonreía, reconociendo en el hombre alto, de pelo claro y ojos azules, al muchacho de dieciséis años que hacía ya treinta que se había marchado en un barco de vapor muy parecido al que ahora lo traía de vuelta al hogar y a la infancia. A los olvidados afectos. Al olor a cebada y humo de leña de la granja que creía haber olvidado.
Su hermano no había cambiado nada, salvo por la estatura y el poblado bigote. Era el mismo niño con el mismo rostro y la misma cándida sonrisa. A Tom lo desconcertó el fuerte abrazo impetuoso, la pureza del recuerdo intacto que parecía impulsarlo a amar en aquel extraño al hermano pródigo al que no había visto en tres décadas. Aturdido por el calor que desprendía el cuerpo de Idris, Tom le palmeó la espalda, que también estaba caliente, como si por ósmosis le hubiera contagiado las fiebres palúdicas que ahora lo obligaban a regresar al páramo y la casa de su infancia. La Compañía Naviera de Sumatra le había impuesto unas vacaciones forzosas hasta que estuviera completamente recuperado. Y Tom le había escrito a Idris una carta escueta diciéndole que regresaba y preguntando si podría ocupar durante un tiempo su antigua habitación. A vuelta de correo, Idris contestó con una emoción extrema, deseando volver a tenerlo con ellos. Mary, su esposa, también estaba entusiasmada con su regreso y hasta su pequeño hijo Tobías había aprendido a decir tío Tom. Quizá fuera cierto lo que se decía sobre que la sangre es más espesa que el agua, pero a Tom le desagradó el calor de aquel abrazo; la humedad que calaba las ropas y los huesos; el viento que soplaba con sostenida intensidad, el incesante parloteo de su hermano mientras la vieja carreta traqueteaba sobre el embarrado camino sin curvas ni árboles ni abrigo alguno. Sólo el páramo gris y las turbias marismas bajo el cielo, y al borde de las dunas tremolantes, las aspas cortas del viejo molino, removiendo en su cansado corazón tristes recuerdos; un miedo antiguo que no podía explicar, disimular ni contener. Cerró los ojos y no los abrió hasta que la mula se detuvo, con la docilidad de la costumbre, bajo el largo techo inclinado de la casa a la que —ahora lo sabía— nunca debió volver .
Fueron días felices. Idris permitió que Tom se ocupara de los trabajos más ligeros, aquellos que no lo fatigaran ni interrumpieran su recuperación. Mary resultó ser la criatura más deliciosa sobre la faz de la tierra y el pequeño Tobías no era sino un reflejo de la madre: dulce, cariñoso, delicado como una aparición.
La granja había prosperado bajo la cauta administración de Idris. La casa desprendía un agradable olor a espliego, el hogar siempre estaba encendido, las puertas siempre estaban abiertas. Las cosas eran ahora muy diferentes en aquella casa a como Tom las recordaba de su infancia.
Después de la muerte de su madre, una sombra había venido a instalarse en todos los rincones de la granja; el padre se tornó huraño y violento; la maleza arañaba las ventanas y los porches y aquel sonido aterrador que recorría la oscuridad por las noches y que se le había metido a Tom bajo la piel del cerebro: el ladrido enloquecido de todos los perros del páramo, como una sinfonía del infierno, tan pronto asomaba la luna por encima de la cresta de las dunas ondulantes.
Él había huido de allí en cuanto tuvo ocasión pero Idris se había quedado en la casa hostil, con el luto de padre y los aullidos de los perros en el páramo. Y había logrado ser un hombre sin tormentos ni hostigado por rencores, que era más de lo que Tom, pese a los largos años de ausencia, podía decir de sí mismo. Aprendió a admirar la férrea voluntad de ser feliz de su hermano pequeño y todo cuanto había logrado crear en aquella casa, bajo la sombra siniestra de un pasado feroz.
Una noche de octubre, cuando las tareas ya estaban terminadas y los dos hombres descansaban en el porche, Tom preguntó:
—¿Cuánto hace que no hay perros en el páramo? Porque no he oído ni visto un solo perro desde que llegué.
Idris dió una larga calada a su pipa de espuma de mar. Dentro de la casa se oía el suave trajinar de Mary entre pucheros y los anhelantes jadeos infantiles de Tobías.
—Hace mucho que dejaron de sernos útiles —respondió Idris, mirando al cielo. A la luna le faltaba el reborde de una uña para completar su ciclo y la claridad lechosa iluminaba los prados hasta el mar.
—¿No quieres saber cómo murió padre? ¿Cómo logré sobrevivir yo?—a Tom le pareció que la intensidad en la voz de su hermano crecía con cada pregunta. Quizá no era tan feliz. Quizá sí lo atormentaban los recuerdos.
—Debí quedarme y cuidar de ti. Pero no sabía cómo hacerlo.
—Y ahora soy yo quien cuida de ti…
Los ojos de Idris relucían con un extraño brillo melado. De pronto no eran azules como los suyos, sino castaños. Tom pensó que la penumbra del porche producía aquel extraño efecto óptico y que quizá había llegado el momento de las disculpas y de los reproches. Idris siguió hablando como si no hubiera nadie más allí. Sólo él y la luna casi llena de octubre. La luna del cazador.
—Verás, murió exactamente allí —señaló con la cazoleta hacia un punto indefinido de la valla —. Lo alcancé antes de que cruzara la valla y lograra pedir ayuda. Aunque quién querría ayudar a ese viejo loco, todos le tenían miedo desde lo que pasó con madre. Todos lo culpaban aunque nadie se atrevía a decirlo en voz alta.
Agitó suavemente la cabeza y sonrió. Tom volvió a oír aquel estruendo de ladridos en su cabeza como si de pronto una jauría entera amenazase con invadir la casa. Vio la sangre y el cuerpo desmadejado de su madre sobre las mismas tablas del porche y oyó con nitidez los desvaríos de su padre, arrodillado en el suelo, sobre ella, nunca supo si dañándola o protegiéndola, después de aquella noche nadie se lo dijo. Todo se olvidó. Determinaron suicidio.
—Siempre supe que volverías, Tom, está en tu naturaleza y es aquí, bajo la luna llena del páramo, dónde conseguirás redimirte, perdonarte y quizá encontrarte a ti mismo.
Tom estaba ardiendo en fiebre y pensó que la enfermedad tropical había vuelto. Quería desmayarse pero no lo conseguía. ¿Qué había querido decir Idris con “lo alcancé antes de llegar a la valla”?
Noto el aliento caliente de su hermano contra el oído y su voz serena atravesándole el cerebro como lo haría una cuchillada: despacio y hasta el fondo.
—La licantropía, Tom, se transmite por línea materna—la mano apoyada en su hombro tenía la consistencia peligrosa de una garra y su presión le causó un dolor indescriptible —. Tú mataste a madre. Entonces no sabías dominar tu poder, pero aprenderás, Tom. Aquí, en el páramo, volverás a ser tú mismo. Yo te enseñaré igual que estoy enseñando a Tobías. Pero no debes resistirte o sufrirás un tormento inimaginable. Déjate llevar, Tom, ya es casi luna llena.
Tom se derrumbó en el porche, en el lugar exacto en el que había visto morir a su madre. Le dolía hasta la última fibra del cuerpo y deseó volver a tener fiebres; estar lejos a bordo de un barco cualquiera; deseó estar muerto.
Pero a la luna le faltaba el reborde de una uña para completar su ciclo y entonces la pesadilla cruel que había sido su infancia, volvería a empezar, y esta vez sería para siempre.
Nadie escapa dos veces al destino. Nadie tiene tanta suerte.
—Bienvenido a casa hermanito.
Y al fin, con alivio y sin resistencia, Tom se desmayó, mientras en la distancia, tras las dunas, un lobo solitario aullaba lastimeramente a la luna.
La manada le daba a Tom la bienvenida.
EFRAÍN DÍAZ
Alicia llegó en silencio, abstraída. Sin hablar con nadie, ocupó su escritorio, encendió su computadora y comenzó a trabajar. Uno a uno, sus compañeros pasaron por su cubículo para darle el pésame. Alicia estaba embarazada y, en plena gestación, había perdido a su hijo.
Si hay un dolor que no le deseo ni a mi más acérrimo enemigo, es la pérdida de un hijo. En esos casos, todas las diferencias quedan de lado. Uno sólo puede solidarizarse con el dolor. En el orden natural de las cosas, se supone que los hijos entierren a sus padres, no al revés. Pero ¿quién entiende este mundo?
Y ahí estaba Alicia, recibiendo palabras de consuelo mientras intentaba, como podía, seguir trabajando.
Esperé pacientemente que todos pasaran, y entonces me acerqué a su cubículo. Ella estaba sentada en su silla; me arrodillé para quedar a su altura y le dije:
—Debí haberte dado el pésame en cuanto supe lo que había pasado, pero no pude. No sabía cómo. Teniendo dos hijas, me puse en tus zapatos y sentí un dolor horrible. Siento mucho tu pérdida, Alicia. Estoy a tu disposición para lo que necesites.
Con los ojos rojos de tanto llorar, me dio las gracias. No pude evitar preguntarle cómo había hecho para sobrellevar tanto dolor. La muerte de un hijo jamás se supera, apenas se aprende a convivir con ella.
Me respondió que todas las noches mira la luna buscando respuestas. Todas las noches mira la luna con la esperanza de ver allí, en algún rincón plateado, el rostro sonriente de su hijo.
HAROLD LIMA
El lado escuro.
Algunos cuestionaban la decisión. Pero, solo procuraban mirar a otro lado, la junta revolucionaria era una desquiciada masa de enloquecidos fanáticos.
— Muerte a los del lado oscuro. Decían las voces sin rostros que los jugaban al pasar. Muchos eran apenas niños que golpeaban sus viejos rifles y apuntaban chichillos de cocina robados a algún rico del mar de tranquilidad.
Los que arrastraban a los prisiones era apenas unos adolesentes de 5 años a menos, se notaba que eran trabajadores de minas de 5ta generación, pues solo la semana pasada median mitad de su actual tamaño. Juana se preguntó en silencio ¿si el nuevo gobierno revolucionario permitiría la producción de más niños que en unas semana fueran adultos listos para el trabajo. Los grandes túneles eran necesarios para acomodar a todos, eso lo sabía el dictador Mauricio Salazar que no perdía oportunidad de recordarlo en cada transmisión de radio.
Los muchachos amarraron de manos y pies a los prisioneros, sus pálidas muñecas sangraron, eran muy delicadas propias de quien nunca trabajo en la superficie.
Juana se miro las manos y tenían muchas cicatrices y en algunos deos se podía apreciar manchas de quemaduras, eran los recordatorios de la radiación que poco a poco la mataban.
Los niños tomaron piedras del suelo y llenaron los tanques de combustible del pequeño generador eléctrico que confiscaron a la empresa de excabacion del túnel número 724.
La luz era tenue, sin embargo suficiente para iluminar el proceso de juicio popular. Aunque llamarlo juicio era solo decir una palabra, porque el veredicto estaba hecho desde que las tropas revolucionarias tomaron la ciudad.
—Muerte. Gritaron los pequeños y los adultos se unieron, haciendo un coro de horrores.
No tardó en llegar un soldado del las tropas regulares que ya habían tomado puesto de mando y los impulsores.
Las órdenes eran identificar a los nobles y realizar un juicio para luego ejecutar a todo enemigo de la revolución.
Más que solo mineros o agricultores de hongos era necesario un detective, pues gracias a las modificaciones genéticas, padres y abuelos se veían igual de jóvenes que los pequeños inocentes. Guardar silencio era la carta de triunfo de los contra revolucionarios infiltrados. El gobierno provisional veía enemigos en todas partes, muchos morían por rumores, la cabeza de Juana estuvo en varias ocasiones bajo la lupa de los comisarios del pueblo, le importaban poco, pues con suerte viviría unos años más, sería imposible viera el amanecer y la cara oculta fuera iluminada cuando se unieran al nuevo planeta en otros 300 años.
Las mochilas de agua a presión estaban listas los revolucionarios probaron el chorro en una pared del amplio túnel, las pequeñas rocas de la superficie eran como pedazos de micro cristal y cortaban la roca viva como mantequilla. Juana añoro la mantequilla qué comía de niña, mamá siempre tenía esas cosas de lujo y no le preocupaba comerlas cuando le antojaba. Las revueltas eran algo familiar para la gente del lado oscuro y hasta las provocaban para que los trabajadores redujeran su número, era más fácil clonar otros más jóvenes y reciclar a los viejos que morían en las protestas. Es una lastima que mamá también fuera presindible cuando llegáramos a la órbita de los planetas exteriores. Juana se acomodo el traje del ejército, lo sintió pesado, talvez sería la sangre que tenía en ella.
Levanto la mano y la furia turba festejo que el chorro de agua a presión y el regolito partieran los cuerpos de los contrarevolucionarios ocultos entre los prisioneros.
Los cuerpos fueron arrastrados para llevarlos a los biodigestores, el nuevo gobierno requeria mano de obra fresca, niños que maduramente en años para excabar más túneles y sacar piedra para los rectores de fusión qué movían a la pequeña luna errante. Los jefes del partido darán grandes discursos por radio, se instalarán en el lado oscuro y los que recordamos esto moriremos.
Los antiguos se llamaban terrícolas y hace mucho iniciaron este viaje. Los libros antiguos decían su mundo moría y en lugar de construir enormes naves estelares, dmsolo pusieron enormes motores a las lunas de su sistema solar, usaron la propia tierra de sus lunas como combustible y viajaron. Nosotros somos lo que queda de ellos, atrapados en un bucle de revueltas políticas que perpetua a un grupo que maneja todo en el lado oscuro de nuestra luna, sinples peones que se consideran unicos y especiales y que añoran un nundo como el de nuestros antecesores.
Juana miro nuevamente sus manos, alguien la llamo teniente y le saludo, las manos del cabo tenían sangre, todas las manos la tenían.
ARCADIO MALLO
Y la vida pasa
Si debo pedir perdón lo haré. Aunque sinceramente, no veo por qué. Sé que no suena convincente, pero estoy totalmente seguro de que no hay nada de que arrepentirse. Aunque tus palabras me han herido, me han hecho dudar de mis convicciones, no han sido suficientes como para cambiar mi punto de vista.
Sí. Una vez tuve un sueño. ¿Es pecado soñar? Soñé que alcanzaba mis metas, que mis letras se convertían en textos y mis textos en libros. Soñé que esas miradas que nos cruzábamos, un día, me absorberían y, por fin, nuestros labios se rozarían, suaves, delicados, dejando paso a un bocado de deseo y placer infinito. Nos fundiríamos en un abrazo interminable, dejando que nuestras pieles se descubrieran, desvelándome el secreto de tus ojos con un susurro mudo, que germinaría en mi corazón ese amor que tanto deseaba profesarte. ¡Tan cerca hemos estado miles de veces! Sin embargo, siempre nos hemos negado a dar rienda suelta a nuestro instinto. Tú principalmente. Me has negado la ambrosía que representabas cuando, lo sé de buena tinta, lo deseabas tanto como yo.
Ahora, dices que te ves reflejada en esa novela mía. Una historia sin malicia, sin faltas, sin acusaciones. ¡Mil acusaciones podría hacerte! Un texto lleno de metáforas con interpretaciones abiertas que, si tú dices sentirte identificada, es porque todo aquello que negabas, era cierto. No lo he escrito pensando en ti, pero después de tu llamada, lo he leído de nuevo. Tienes razón. La protagonista podrías ser tú sin miramientos. ¡Para qué vamos a negarlo! Pero no nos engañemos. Éramos casi unos niños. Y somos casi unos ancianos. La vida, al menos mi vida, ha girado lo suficiente como para poder escribir esas palabras sin dirigirlas a ti.
Así que, si debo pedir perdón, lo pido. Pero aunque esa fuera nuestra historia, tantos años después, no debería haberte molestado que la contase. Porque nuestra historia, la que pudo ser, tanto tiempo después, es agua evaporada, es una lágrima en el océano, es un rayo de sol reflejado en la luna. Pude quererte, pero no me dejaste. Y no has sido la única, aunque sigas creyendo que sí.
Por suerte, mi sueño si se ha hecho realidad. Aunque no como lo soñaba entonces. Pero los sueños también cambian y, a veces, en secreto, se hacen realidad.
MANUELA CÁMARA
LUNA POR UN DÍA
El apagón comenzó a las doce y media de la mañana, cuando el sol aún gobernaba alto, como si no quisiera cederle su lugar a una sombra repentina. Al principio, nadie entendía nada. No era solo la luz eléctrica, era todo: semáforos, cajeros, ascensores, teléfonos mudos como peces fuera del agua. Una ciudad entera se detuvo de golpe, no con un estruendo, sino con un suspiro.
Y entonces, algo improbable ocurrió. Las puertas se abrieron. La gente salió. No como en un incendio, sino como en una fiesta. Padres, madres, niños, abuelos, jóvenes, todos en la calle, en los parques, en las aceras, en los bancos soleados que nadie usaba hacía años. Las voces regresaron. Se escuchaban carcajadas. Los niños corrían y saltaban en el parque. Los adultos los acompañaban sin pantallas. Hablaban como si acabaran de redescubrir el arte de mirar a los ojos.La ciudad respiraba como un animal que, tras años de encierro, volvía a estirarse bajo el cielo.
Los negocios estaban abiertos, pero a oscuras. Los dueños, en las puertas, conversaban con los vecinos como en los viejos tiempos de barrio. Nadie pedía, solo compartían las dudas y el momento. En las farmacias, no funcionaban las tarjetas, pero las recetas en papel recuperaban su dignidad olvidada. El papel, frágil y fiel, volvía a ser puente. La tecnología, vencida por la falta de corriente, descansaba como un titán dormido.
Las tiendas se llenaron de personas buscando velas, linternas, fósforos. El brillo artificial había desaparecido, y de repente todos recordaron que la oscuridad existe. Algunos vecinos improvisaron comidas comunitarias. Las casas con hornilla de gas se convirtieron en signos cálidos donde se cocinaba como antes, con calma y aromas verdaderos. Las familias se reunieron sin pantallas, solo con el crujido del pan y el murmullo de las voces entre ellos.
Un vecino, desde su balcón, encendió una radio a pilas. Las noticias flotaban en el aire como antiguas golondrinas. La gente se agrupó alrededor de su portal. Escuchaban. Asentían. Se reían. Murmuraban bajito. Comentaban. Era como si las ondas de la radio tejieran una manta invisible sobre todos.
Y llegó la noche. No como una más, sino como un trago espeso y profundo. El apagón seguía, y el mundo parecía tragado por una tinta densa, profunda, sin matices. Las ventanas apenas dejaban escapar algún titilar de vela. No se veían coches. No había neón. Solo el eco de pasos acompañados de luz de linternas intentando llegar a un destino. Y el cielo, tan inmenso como antes, tan olvidado. Adentrada la noche, la oscuridad no era ausencia, era un silencio completo.
Y entonces, ella apareció. La luna. Blanca, intacta, altiva, sin rivales. Por una noche, fue reina sin competencia, soberana de lo real. En su reflejo, las sombras se volvieron dulces. Su luz era un agua vieja, derramada sobre los campos y los tejados. La ciudad durmió distinta. No rendida, sino reconciliada. Como si la noche, por fin, hubiera dicho algo que llevábamos mucho tiempo sin querer oír.
Todo el país, suspendido bajo su ojo blanco.
Toda la noche, sin un solo temblor, sin un solo parpadeo.
Solo la luna, inmensa y sola, respirando encima del mundo. Brillante. Serena. Eterna. La única reina por un día.
SILVIA R F
LA ANCESTRAL COSTUMBRE DE INVOCARTE
A veces, mirándote, muchos nos sentimos acompañados; como si velases por nuestra integridad, o como si tu presencia fuese el consuelo de algunas soledades.
Otras veces, abandonados a tu influencia, como si tu potente magnetismo pudiese llegar casi a tener tanta fuerza o más que nuestra propia voluntad.
Ese magnetismo que marca ciclos y que influye, aunque casi imperceptiblemente, en nuestra vibrante oscilación, siendo como somos, elementos del planeta.
Esa blancura inmaculada, aunque también a veces te muestres tan atrayentemente amarillenta, o anaranjada o hasta roja, y siempre radiante.
A veces, cuando quedas escondida entre nubes, una especie de inquietud asoma. Necesitamos saberte, visualizarte aún conociendo en qué lugar te encuentras.
Todos sentimos necesitarte, así como en el equilibrio del planeta, sus vaivenes, también en nuestro propio girar.
Y en tu espectacular brillo no sólo percibimos los restos de luz que el sol refleje; sinó también la de tantas miradas buscándote, tantos deseos encomendados, tantas secretas emociones recibidas y supuestamente resguardadas, tantos sentimientos poéticos que has inspirado.
Te miramos desde cualquier rincón del mundo, aunque no lo hagamos todos al mismo tiempo, así que anochece.
Y en el silencio que te rodea, tu sutil, aunque potente, resplandor, nos hace recordar, como también lo hacen las estrellas, que más allá de tu presencia, existe un inmenso universo y que, equlibradamente, se mueve y palpita.
Cuántas veces de mi vida te habré personificado dirigiéndome a tí con frases o estrofas poéticas.
¡ Cuántas personas más
lo han hecho también (muchas, seguro)!.
¿A dónde van ésas palabras? ¿ Por dónde se quedan? Quizás todo el potencial de su contenido quede acogido en una especie de red neuronal invisible a los ojos que con todos conecta y en cierto modo nos hermana. Como una preciosa y vibrante telaraña que, extendiéndose por todo el planeta, por todos sus rincones y también, por qué no, por la galaxia o hasta por más allá, por el aún desconocido Universo…, atrapase todos esos poéticos mensajes (poéticos por el hecho de «sentir» y expresar más allá de un estipulado realismo), para que, no se queden sólo en una especie de aliento efímero ,sinó que en «el aire» se respire poesía para que, quien más o quien menos algún día la perciba y la comparta.
Amiga luna (seguiré, en mis adentros, llamándote amiga) no ceses de inspirar esos «sentires» que carecen de explicación formal; con esos gramos de espléndida «locura» que tu presencia evoca.
Y yo también creo que, a veces, cuando parece que todo falla, la poesía nos puede salvar.
Y si tú, estimada luna, nos la inspiras con ese maternal rostro ancestral con el que a veces nos creemos observados… Qué otra cosa podemos hacer más que sentirte como aliada amiga.
REBECA FS
El libro y la luna.
¡Qué suerte tenemos de tener un libro colectivo!
Lo podemos leer con la luz del sol.
Y ahora que se puede ver la luna…
Pum…deja de soñar y decir memeces.
Deja de pensar en positivo…me molesta.
Ya, sí… Siento ser como soy, sí…
Se me olvidó que tú eres la luna. Mi luna.
Se me olvidó, que tú eres mi sol.
Pero ¡qué suerte! Y …
¡qué bien verte!
RAÚL LEIVA
10 gramos
Cuando terminó su última botella de whisky, la tiró por la ventana sin medir más consecuencias que descargar un poco de su ira. Con la consciencia nublada por la angustia del desamor y el peso de las dudas sacó su revolver cargado para llevarlo a la sien y callar por siempre las voces que le susurraban remaches calientes que le prodigaban insomnios eternos.
Un segundo de lucidez le bastó para quitarse el arma de la cabeza, mirar la luna llena y comenzar el soliloquio:
“Ante ti me encuentro desamorado triste y solo.
¿Qué demonios estoy haciendo aquí?
La botella vacía me miraba con desprecio, susurraba secretos que no quiero escuchar, por eso la tiré.
El amor, ese chiste cruel, se fue con la última gota de whisky, y ahora estoy solo como una promesa mal formulada, como un mal discurso de un maleante a quien le niegan su última voluntad, con este frío metal en mi mano.
Ella se fue, como un humo que se disipa, dejando solo el eco de su risa que una vez me cautivó, una melodía que se convierte en un grito que me recuerda lo idiota que fui.
La vida es un bar lleno de sombras, donde los sueños se ahogan en alcohol y las esperanzas son cenizas en el suelo.
Miro el cañón brillante y tentador como una promesa de liberación.
Pero, ¿liberación de qué? ¿De este dolor que me consume, de la memoria de su blanca piel, de su voz que aún resuena en mi cabeza? ¿Desde cuándo el silencio compró el título de respuesta?
¿Dónde fueron a parar los años que presumían una sinceridad de cartón pintado?
El amor es una broma pesada, un juego de cartas donde siempre pierdo. Me siento como un solitario perro enfermo ladrando a la luna mientras el mundo sigue girando indiferente a mi sufrimiento.
Si aprieto el gatillo, ¿qué cambiará?
Nada, solo un silencio más profundo que tus respuestas, una ausencia más que se suma a la larga lista de mutilados pregones.
Pero, bueno, a veces parece la única salida, la única forma de escapar de este barrio hundido en sus recuerdos.
No voy a dejar que el whisky me consuma, o que me embriague hasta el olvido. Quizás mañana despierte y todo esto sea solo un mal sueño, una resaca de la que me pueda recuperar. Pero en este momento voy a borrar de mi memoria tu imagen, tu insípida luz plateada que una vez me tentó a hacer las más ridículas de amor que hoy son un panfleto añejo y desgarrado de una caricatura de un hombre enamorado.”
Se armó de un coraje que nunca tuvo y descargó su arma apuntando a la luna mientras gritaba su condena para luego desmayarse en la tierra y sus miserias.
Del otro lado del pueblo en el patio de una humilde casa, un matrimonio celebraba el nacimiento de su primer hijo mirando la luna y agradeciendo la fuerza de haber superado tantos obstáculos para poder concebir una vida. Nunca imaginaron que un desamor, un puñado de malas decisiones y 10 gramos de plomo apagarían todo en un segundo.
ANA DEL ÁLAMO
El hombre pasa despacio
Despacio bajo la verja
Es ya cerrada la noche
Una mujer le mira
Con sus ojos verdes claro
Tan claros como la luna
¿Qué busca entre la penumbra
que ni su sombra vislumbra?
Tiene una pena tan grande
que su sueño no concilia.
No puede ver a su amada
No puede besar sus lunas
Se la llevaron un día
Un día de enamorados
Entre coronas de espinas
Que se clavan como dardos.
MARÍA JESÚS GARNICA PARDO
_Corre, corre, espolea el jinete al caballo.
Por entre las montañas aparece una luna llena, explendida.
El jinete grita. Empieza la transformación, el caballo huye, el jinete aúlla.
Inés oye el aullido. Sabe que su amante no llegará, se encierra bien en casa, mientras se enfada cada vez más.
_ Este es tonto ( léase el amante) mira qué quedar para fugarnos en luna llena, más tonto y no nace, sabiendo que siempre llega tarde. Hay señor!!
MAITE BILBAO
LA OTRA CARA
Armando, muchachote, enhorabuena por ponerle voz a mi amante prohibida pública, ¡la luna, lunera! ¡Al fin alguien con un par…! Y te lo digo hoy, 29 de abril, justo cuando acabo de completar la vuelta sobre tu hermosa cabeza.
¡Menuda es mi Luna! ¡Vaya carácter tiene!
Pero entre nosotros, qué razón tiene. Normal que esté hasta el… de tanto poeta de tres al cuarto suelto y no me refiero a los del grupo en el que escribes, no. Son otros, y uno no se acostumbra a tanta competencia. Me entendéis, ¿cómo veríais que miles de personas dedicaran versos a tu amante? Y además con nocturnidad. Que a veces cuando coincidimos en el alba, ya sabes, uno entra y otro sale, y mi niña, menuda cara que tiene. Vosotros no habéis visto su cara oculta… ¡Si es que no paran de darle la murga!
Pero volviendo al tema de hoy, que ya nos conocemos y sé que el protagonismo no le pone demasiado. Aun así no le queda otra. Hoy le cedo la corona, aunque sé que a él esto no le pone. Pero esta es la mía, la del astro sol, con la que pretendo templar tu vida por un año más, seguro. Este año quiero felicitarle en euskera: «Zorionak zuri, zorionak zuri». Zorionak, Armando, Zorionak beti!»
¡Pero si es que Armando es un tipo de los que ya no quedan! Un taurino con los pies bien plantados en la tierra, sí señor. Y con la mirada que le dedica a mi Luna… se nota el cariño de lejos. A mí también me cae de maravilla, qué le vamos a hacer.
Desde mi humilde posición como astro rey, entiendo perfectamente a mi satélite. A veces, tanta cursilería barata y tanto piropo sin sustancia pueden llegar a saturar hasta al más paciente. Lo de la casita con paredes de suspiros ya clama al cielo. Pero volviendo al tema del día… ¡Cómo pasa el tiempo! Y sí, unas cuantas vueltas he dado por su vida. Es algo tozudo, eso no se lo quita nadie a un Tauro hecho y derecho, ¡pero con un corazón de oro!
Me gusta esa combinación que tiene: los pies firmes en la realidad, sin perderse en fantasías, pero con esa conexión tan hermosa y especial con mi «amante liberada», como bien dice. Se nota que la admira y la respeta, y eso, en los tiempos que corren, es de agradecer.
Me quedo más tranquilo; con defensores así uno anochece más tranquilo. A ver cómo se apañan con las mareas y con la inspiración barata cuando la musa se planta. ¡Buena es mi luna!
Así que sí, Armando me cae estupendamente. Es de esas personas auténticas, que dicen lo que piensan y sienten de verdad. Y su defensa de la Luna es para quitarse el sombrero.
¡A ver si espabilan de una vez! Y tú, apreciado Armando, sigue con esa pluma afilada y esa defensa a ultranza de la cordura. ¡Un abrazo de este astro que te desea un feliz tránsito anual! ¡Y a seguir dando muchas vueltas juntos, y que esa conexión con Selene siga iluminando este día y otros tantos!
¡Salud! Te auguro un cálido día lleno de abrazos de todos los que te apreciamos.
LOLI BELBEL
AMOR A CÓMODOS PLAZOS
Diseño esta historia
en los espejos
de tus sueños,
espejos que reflejan
las lunas de tu alma
enamorada…
Y en esta historia
proyecto un espacio
de amor alquilado
y pagado a cómodos
plazos…
CESAR TORO
LUNA.
En la inmensidad de la noche
rompiendo con la adversidad
del tiempo.
No sé si brilla
porque es bella,
o es bella
porque brilla;
sin embargo,
su mágico resplandor
alcanza a todos.
Así es la luna,
silenciosa y clara,
no presume
ni se jacta de brillar,
y al despuntar el alba,
se oculta y da paso
a su hermano el sol.
INALCAZABLE.
Piedra blanca,
en el espejo marino
reflejada.
El lobo solitario
aulla al contemplarte,
ilusion pasajera ,
magia redonda,
suave caricia
de la aurora boreal,
te disipas
en la inmensidad
de mi pensamiento,
canciones de llena,
media, alimento
de poetas y escritores.
OMAR ALBOR
LA LUNA
Gracias gracias
Buen día sol
las flores hoy
despiertan
llenas con risas
descansaron en el letargo
más hermoso
En la noche
dónde todo fue sereno
mil insectos se posaron
En los pétalos
de aeropuertos
que fueron partida
de luciérnagas hacia
el más allá
Todavía no volvieron
esperan la noche
para volar
a la luz de la lunar boreal.
Y encandilar el ambiente
dónde alguien espera volver a soñar.
EL IDIOTA
Todos los perros deben morir.
José Dolores, de piel tan blanca que ni el fuerte sol caribeño logró oscurecer, descendiente de canarios que en el siglo XVII decidieron asentarse en la parte oriental de la isla caribeña, disfrutaba su empleo de exterminador de perros callejeros; a tal punto era su empeño, que no pocas veces también envenenaba a los de casa, a esos bien cuidado con sus collares de identificación. Guarda en secreto la guerra declarada entre él, los caninos y los de piel oscura oriundos del África.
Nunca quiso visitar a un facultativo por temor a ser rechazado y por pena de que supiera su trauma de convertirse en negro.
Tanto amor sentía por su misión, que siempre llevaba consigo dos o tres cápsulas de veneno en el bolsillo y tenia de reserva otras dos en el segundo vaso de la segunda hilera del portavaso colgado en la pared de la cocina. “ para nunca quedarme sin municiones. La guerra es la guerra” se decia a sí mismo
José Dolores odiaba a los negros. No porque su mujer había huido con el negro vendedor de frutas ni porque su hija, Elvira, estaba comprometida con su antiguo profesor de física, también negro, sino, porque las veces que lograba dormir tenía siempre la misma pesadilla de ser un negro cimarrón qué corría por la sabana perseguido por amos blancos a caballo y sus perros entrenados.
José Dolores odiaba a los perros. Ellos, en cada sueño, le arrancaba la piel a mordidas para diversión de los blancos y escarmiento de los negros, hasta verlo morir desangrado bajo la luna llena.
Jose Dolores odiaba la luna llena que iluminaba la sabana y conspiraba con los blancos y los perros para impedir la fuga.
La tarde de los hecho, dormía la siesta del mediodía en el portal de la casa, sentado en el viejo balance y otra vez era martirizado por los perros en la gran sabana iluminada por la luna llena.
Despertó asustado por los gritos de su hija Elvira. Siguiendo el sonido llegó a la cocina donde ella, desde la puerta, continuaba con sus gritos histéricos solo interrupidos por la frase “ Dios mio, lo he matado” mientras en el suelo, entre el fogón y el refrigerador, con la boca llena de espuma blanca, yacia el negro profesor de física, novio y futuro marido de su hija. Ya estaban en los preparativos de la boda, solo faltaba fijar la fecha.
José Dolores ordenó hacer silencio y a su pregunta la hija contestó entre sollozos y lamentos.
—Me dijo que le dolía mucho la cabeza y le mandé a la cocina, que en el segundo vaso había unas cápsulas contra el dolor de cabeza qué mi tía envió desde Estados Unidos. Dios mio lo he matado.
—He sido yo. Si hay un culpable, soy yo. No debí…
ALEXANDRA FERNÁNDEZ
La máquina del tiempo me llevó sin darme cuenta; solo sentí cómo ella tragaba mi cuerpo adolorido. Una y otra vez, percibía el traquetear de mis huesos. Logré despertar del impulso incontrolado de una feroz bestia artificial, creada por otro humano como yo.
Todavía me encontraba pálido, tembloroso, incapaz de saber dónde estaba. La oscuridad profunda y lúgubre me rodeaba. Mi confusión era tal que dudé de mi nombre, y me dije: mi nombre es Alberto Moscan Pedraza. Soy de un continente que se llama América. Nací en el año 2025; ahora tengo treinta y cinco. Me repetía esto varias veces.
Trataba de crear mi realidad; los recuerdos eran mi muleta para buscar un rumbo. El ingenioso y despiadado sistema artificial había acabado, eliminado todo el pasado de la humanidad.
Pude sobrevivir, me decía a mí mismo. Sé que estoy vivo, ¿pero dónde? ¿quiénes me rodean?. No logro divisar nada. El único color que existe en este mundo incontrolado es el negro. Sin embargo, las sensaciones de mis sentidos sí prevalecían en mí. Sentía las gotas de sudor correr por mi frente y la franela pegada a mi espalda. El dolor en las manos era inexplicable hasta que recordé: cuando la bestia me tragó, me aferré a un poste de hierro, evitando que la succión terminara por derrotarme.
Mi reloj de pulsera se había paralizado; no sabía la hora. No podía pedir ayuda, pues mi móvil tampoco funcionaba. Imaginé, por la oscuridad tenebrosa en la que me encontraba sumergido, que era la noche. Pero ni siquiera mis ojos divisaban la luna o las estrellas.
La luna era mi única esperanza, pues su luz podía guiarme a un sitio más seguro. Sin detenerse ni retroceder, el tiempo marcaba su ritmo.
Hasta que de pronto, escuché un gemido. Caminando como un ciego, fui guiado por ese débil quejido. Cada paso que daba me acercaba a la incertidumbre, pero también a la esperanza de encontrar otro ser vivo.
Empecé a gritar:
—¿quién está allí?,¿qué le sucede?, hábleme, por favor, quiero ayudarle.
En un instante, el silencio volvió a apoderarse del lugar. El miedo tocó mi cuerpo con esa sensación eléctrica que se apoderaba de mi organismo, haciendo temblar mis piernas y sin dejarme seguir adelante.
De repente, escuché:
—Soy Marcos, ¡auxilio!
Al escuchar esa voz, mi corazón palpitó entre la angustia y la alegría de haber encontrado a un semejante. La duda, irónicamente, me sonreía diciendo: ¿y si no es un semejante, sino un espejismo artificial?
No me dejé dominar por mis pensamientos; me sobrepuse e intenté ser el observador para estabilizar mi angustia.
—¿Auxilio, hay alguien allí? —preguntó Marcos.
—Sí, soy Alberto. Voy en camino. Sigue hablando.
—Creo que tengo una pierna rota y un golpe en la cabeza. Mi mano está húmeda y estoy sangrando —contestó con voz débil.
Al escuchar esas palabras, pude percibir que era un humano. Igual que yo, el dolor, el miedo y la esperanza lo invadían.
Con gran dificultad logré tocar su mano diciendo: ya estoy aquí.
Ambos seres respiraron profundamente, disminuyendo los latidos de sus corazones. Eran dos almas vacilantes en la oscuridad de la noche, sin rumbo. Sin una luz que les abriera el horizonte.
—No veo tu rostro, Alberto le decía a Marcos, tocando sus manos con cuidado de no profundizar su herida. A lo que Marcos respondió en tono muy reflexivo: es increíble, ambos estamos en pleno uso de nuestros cinco sentidos humanos, pero el sistema mundial logró enceguecer nuestros ambientes externos. Te confieso, yo estoy vivo por oponerme a ser un androide. Nunca quise ser un chip más en esta vorágine de nuevas especies controladas, por un poder muy sutil que está acechando y gobernando todo sin que nos demos cuenta.
Coincido plenamente contigo Marcos y sobre todo, tenemos algo que jamás nos podrán arrebatar: nuestra trascendencia a otra dimensión desconocida, gracias al alma que nos dio la vida.
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Me había enamorado desde niño de mi vecina, ella se llamaba Luna, llenaba desde entonces todos los espacios de mi vida.
Ahora que teníamos ya 17 años, había considerado que podría pedirle que fuera mi novia. Lo único que habíamos hecho en el tiempo transcurrido, era tan sólo saludarnos y alguna que otra vez conversar un poco, pero mientras íbamos creciendo mi corazón latía cada vez más fuerte por ella.
No existía alguien más para mi, me subyugaba su belleza, su
Les había comentado a mis padres que me gustaba mucho Luna y que le pediría que fuera mi novia.
Y les pareció bien, me dieron algunos consejos, que si me aceptaba la tratara con mucho respeto, que fuera fiel, atento, detallista.
Yo hacía planes, para llevarla a diferentes sitios acordes a nuestra edad desde luego; pero también pienso como voy a reaccionar si me dice que no, me voy a sentir triste desde luego y frustrado, pues había esperado varios años, para que creciéramos y decirle cuanto me había gustado desde siempre.
Estaba inquieto,
Mañana por la tarde planeé invitarla a tomar un café y entonces me atrevería a pedirle que fuera mi novia.
Casi no duermo, es increíble la emoción que siento.
Me pongo a pensar en una vida futura, con un buen trabajo, una linda familia creo que dos o tres hijos estaría bien, espero que también le gusten los niños.
Regreso de la escuela, me arreglo cuidadosamente, me veo al espejo, creo que todo está bien, le llevo una caja de chocolates qué se que sé que le gustan.
Y salgo hacia su casa son las 5p.m.
Nuevamente mi corazón late con gran emoción.
Toco el timbre, no hay respuesta, parece ser que no hay nadie, esto no lo tenía previsto.
Bueno decido regresar a casa, cuando de pronto aparece su hermano mayor, lo saludo y le pregunto por Luna, con lágrimas en los ojos me dice que por la mañana estando en clases se sintió mal, que falleció fué, un infarto fulminante.
NILA BOHORQUEZ
Sin Luna ni estrellas…
En estos momentos siento la pesadez de la oscuridad…
de la luz selene, ni de las
titilantes estrellas…
¡ellas están ocultas entre
las espesas y negruzcas nubes
alfombrando el firmamento!…
¡Oh, lánguida noche!…
¡Sin el brillo de los luceros,
ni el fulgor de la luna…
solamente con la presencia de
Soledad, mi fiel compañera,
deseando contemplar
los rayitos coruscantes
bordados con hilos zarcos
en el espacio sideral!
ART MI
ES EL HOMBRE (para el tema de la semana: la luna)
Se oye el aire corriente, filoso, que silba, parece un coro histérico de colegialas asustadas, alborotadas porque viene el lobo, o es el hombre… ¡No!, es el hombre que se vuelve lobo, y las fauces ensangrentadas, llenas de la carne del infante, aquel niño que se perdió en el bosque.
Corre la madre entre el arroyo y el trinar del jilguerillo, escarba con frenesí en las madrigueras, asoma las narices en los nidos: ¡es el niño!, ¡es mi niño! – grita.
Grito sin respuesta. Todos están adentro, mirándose afligidamente: ¿lo escucharon?
Es el canto de la muerte, el anticipo, el mal augurio, es la luna llena, es el aullido.
Empuja el viento, cortando las hojas de los árboles, haciendo crujir las ramas, salpicando la sangre de la víctima, y los troncos la absorben, y se vuelve una la sangre con la sabia. Se perfuma el ambiente con el rumor metálico: ¿será por eso que nos acecha? ¿Será por eso que nos saborea?
Y es que ya no regresó la madre, y tampoco los que fueron a buscarla; encontraron sus vestidos, rasgados entre los sauces. Retazos trágicos, restos esparcidos.
Dicen que lo vio Jacinto, que a lo lejos pudo mirarlo, y como el cuerpo se le arqueaba, y las articulaciones se le deformaron, y como el hocico se alargaba.
Y ahora culpaban a Jacinto, y querían quemarlo: ¡es el brujo! ¡Está maldito!
Pero Jacinto está acá, con nosotros, asustado; y también está el aire corriente, filoso, el canto de la muerte, el aullido. Todo se junta y nos eriza, y nos delata la lluvia, luz de luna.
Y las colegialas lo presienten, y los coros cantan: ¡jugaremos en el bosque, mientas el lobo no está aquí, porque si el lobo aparece, a todas nos comerá! ¿Lobo estás ahí?
Y no es el lobo, no es el hombre.
Es el lobo vuelto hombre, el hombre vuelto lobo y dice: ¡sí!
FRAN KMIL
LUNA.
El cielo estaba tan negro que no se divisaba la palma de la mano frente a los ojos. Ni una estrella brillaba y para colmo la luna estaba en fase nueva, buena para cortar madera, meditar y buscar la espiritualidad. Pero no estábamos allí para nada de eso, sino esperando la lancha rápida que nos sacaría del país.
—Así debió ser las noches de los tres primeros días —dijo Alejandro y lo imaginé apretando la biblia contra el pecho —cuando Dios aún no había creado ni el sol y ni la luna para que alumbraran y señorearan el día y la noche.
—¿De que tú hablas? —preguntó en tono burlón Raul, empedernido agnóstico. —Yo, como Sabina, lo niego todo. Hasta niego que lo niego —Agregó
—De la creación según el génesis.
—¡Silencio! —Ordenó una voz desconocida —que si nos descubre el guardacosta estamos fritos y se jodió todo.
En dirección sur, por donde se suponía estaba el mar, una luz verde pestañeó tres veces corto y una larga, luego dos cortas y tres largas.
Era la señal.
Nos disponíamos a abordar cuando sonó una ráfaga de tres disparos y una voz acostumbrada al mando militar gritó;
— ¡Que nadie se mueva! Todos al suelo.
—Coño, ese disparo lo hizo un experto. Para que salga una ráfaga de tres hay que tener buena sensibilidad en el dedo— comenté sin pensarlo.
—¡Cojones, Miguel, deja de estar pensando bobería que se nos jodió todo!¡El dinero se fue a la mierda! ¡Con qué cara miro ahora a pepe!
Gritó con rabia Raul que como el dinero no le alcanzaba, se había metido en el patio de pepe y se robó un puerco que luego vendió por libra.
—Yo le mando la plata cuando esté en la Yuma —prometió.
Raul es hombre de palabra.
Habíamos pagado tres mil dólares por persona para que nos sacaran del país.
Varias luces de bengala flotaron en lo alto del cielo, iluminando toda la costa.
—¡Carajo! Tanta gente no caben en una lancha.
Dijo Alejandro sacudiendo mi brazo como para reclamarme explicación.
Yo había sido el del contacto.
Fui yo quien se encontró por casualidad con René la tarde de un viernes en la heladería.
—¿Me puedo sentar brother?
Fue el inicio de una larga conversación que se fue deslizando desde lo social hasta lo político.
—De aquí hay que irse, asere.
Yo lo tengo to’ cuadra’o. Primero hacer unos “baros” con los viajes y luego la pira con la lana.
Y me contó de su contacto con un primo de Miami y el negocio de contrabando de personas. La desesperación por salir del comunismo le ganó a la precaución y a la cautela.
—¿Y por qué no te has ido?
—Quiero llegar allá con “magua”, mi hermano. Primero el negocio, la plata y luego la salida. No quiero ser carga para nadie. Que nadie pueda decir que yo le debo.
Llegaron camiones del ejército con soldados armados. Nos ordenaron subir para conducirnos al cuartel general, a todo el mundo “canta”. De uno de los camiones se bajó René vestido de uniforme militar.
“Negocio redondo” fue lo que pensé al verlo “¿Quién será el jefe?”
Cuando estoy tenso se me ocurren preguntas tontas.
BLANCA CERRUTI
LA CALLEJA
En aquel pequeño
pueblo de la sierra,
todos conocían
singular calleja.
Estaba apartada,
no había faroles.
Que dieran a ella,
no había balcones.
En anocheceres
con la luna nueva,
allí se amparaba
alguna pareja.
Estrecha y oscura,
aquella calleja
sabía de amores,
de gozos y penas.
CARMEN ÚBEDA FERRER
En la orilla de la playa
————————
la noche cálida
de sal aromada,
nos incita al amor.
La luna nos ilumina,
la blanca arena por lecho,
la ola brava al acecho
para refrescar
nuestro ardor.
Ya en la alborada,
caminamos muy juntos
hacia la duna ondeada.
Nuestros cuerpos
caen exhaustos en la arena
como en una blanda cama.
Los alientos aún son rápidos,
pero van hacia la calma.
Se van cerrando los párpados,
son cortinas las pestañas.
La luna siempre discreta
se va ocultando en la nada.
Allá en el horizonte ya
despunta la mañana.
ANTONIO PRADES
LUNA DE VERANO
Dicen que los veranos duran más cuando eres niño. No es cierto. Lo que pasa es que uno crea más momentos dignos de ser recordados.
Esa tarde había hecho un sol que rajaba las piedras y un aire tan caliente que parecía que se respiraba sopa. Las chicharras cantaban como si les pagaran por decibelio. Íbamos en bici, como siempre, dos en cada una, sobre un asfalto que parecía derretirse como queso al microondas.
El Rata pedaleaba como si llevara el diablo en el culo, y el Puchero, en el sillín, con una sandía bajo cada brazo, parecía una escultura griega rural. En mi bici, yo controlaba el manillar y el Rulos detrás. Él sujetaba las sandías y se quejaba del peso. Formábamos una procesión algo surrealista.
Las sandías las habíamos cogido del huerto del Tío Amadeo. No es que le tuviéramos manía, pero tenía la mala costumbre de cultivar las mejores frutas a la vista de cualquiera que pasara por el camino del Alter. Nosotros no robábamos, solo hacíamos justicia al calor.
Cuando llegamos al barrio, el Rata se despidió con su clásica frase:
—Me piro, que si no ceno, mi padre me mata.
Mi madre sirvió la cena, la de todos los días, la que cenábamos en verano: tortilla variada, ensalada o gazpacho y una bronca en conserva por llegar tarde. Durante la cena, hablábamos de cotilleos del barrio, del calor, de todo lo que hablan las familias cuando no quieren hablar. De fondo, un programa donde representantes de algún pueblo competían contra una vaquilla disfrazados de bolos.
Entre bocado y bocado, las risas de mis amigos se colaban por la ventana como mosquitos. Acabé rápido mi plato y lo dejé en la pila, cuando sonó el timbre. Eran ellos.
Salí y vi al Rata y al Rulos alejándose en bici, con las luces traseras parpadeando como luciérnagas mientras sus sombras se alargaban. El Puchero me esperaba con los brazos cruzados y la cara de un perro que espera a que le tiren la pelota.
—Se adelantan, nos vemos en “desaparecer” —dijo.
“Desaparecer” era nuestra palabra mágica, nuestra Narnia veraniega, nuestro secreto, nuestra manera de decir: “vamos a nadar sin que se entere nadie”.
La caseta del Tío Carassa tenía una balsa de riego medio escondida, siempre a la sombra, siempre fresca. Allí íbamos a huir del calor, de los sermones, del mundo.
Cuando llegamos, las sandías de la tarde estaban sumergidas en la balsa, dentro de sacos de compost viejos atados con una cuerda de tender al tronco de un viejo naranjo. El Rulos sacó una. La palpó como si se buscara un bulto y murmuró:
—No está bastante fría, tíos.
El Rata, a modo de compensación, le ofreció un cigarro que le había birlado a su padre. Tabaco negro. El Rulos lo miró con cara de funeral.
—Tío, ya podrías habérselo pillado a tu madre, que fuma Winston. Los Celtas de tu viejo rascan como papel de lija, si hasta parece que están hechos de trozos de mueble.
El Puchero apareció de la nada, con una revista descolorida en la mano, una revista que mostraba más producto que el catálogo de una carnicería. La dejó sobre una piedra como quien ofrece pan sagrado. El Rata la miró con respeto.
Yo le pedí un cigarrillo, lo encendí, tosí como si golpearan fuerte una olla con un cucharón. Ellos se rieron tanto que casi se caen al agua.
Entonces nos quedamos en silencio. Miramos la luna, grande, redonda, amarilla. Reflexionamos sobre su tamaño, sobre el verano, sobre si allí haría tanto calor como en nuestro barrio. Era ridículo. Magnífico. Con los pies en el agua, fumando, como auténticos aprendices de adultos.
De pronto, algo se movió en la caseta. Un portazo. Luces. Voz.
—¡Eh! ¿Qué hacéis ahí, desgraciados?
Corrimos. Esta vez ni gritamos. Solo corrimos, como una estampida de búfalos ciegos. Saltamos un muro, nos metimos en la maleza, rodamos colina abajo.
Al llegar al camino, jadeando, el Puchero gritó:
—¡¿El Rata?! ¡¿Dónde está el Rata?!
Frenamos. No podíamos dejarlo. Nos miramos, dudamos, volvimos. Y allí estaba, sentado con el Tío Carassa, mojado hasta los huesos, riendo y hablando de sandías como dos viejos amigos en el bar. Nosotros nos quedamos en la sombra, dudando si aquello era real.
Se quedó un rato más con nosotros. Nos habló de su juventud, de cuando él también robaba fruta y fumaba a escondidas, de cómo las lunas de entonces eran más grandes, más cercanas.
—Mientras no dejéis todo hecho un desastre, podéis venir cuando queráis —dijo el Tío Carassa, y nos miró con ojos de otra época.
Nos fuimos en silencio, sin sandías, sin revista, pero con algo dentro que no sabíamos nombrar.
A veces, las lunas del verano traen lo que uno espera. A veces, uno no desaparece para huir, sino para encontrarse un poco.
ALMUT KREUSCH
El Camino de la Luna
Se encontraron en el mismo lugar y en la misma fecha de siempre, como cada año, para celebrar el ritual mágico. Evocaban a los cuatro elementos, buscando
liberar el espíritu de impurezas, ensanchar el corazón y llenar la mente con esa paz tan anhelada y duradera.
Amigas del alma desde que tenían uso de razón, y aunque ahora vivían en diferentes rincones del país, la noche de San Juan seguía siendo sagrada. La esperaban con la misma emoción de siempre, y no acudir a esa cita supondría sentirse profundamente fracasadas.
Aquel año, una vez más, se reunieron en la pequeña cala, escondida entre las rocas. La noche era cálida. El mar, en calma, como un espejo. Las pequeñas olas eran apenas audibles al romperse tímidamente en la orilla de la playa, de arena blanca y fina.
La luna llena avanzaba serena e inmutable por el cielo. Su luz mística y blanca iluminaba a nuestras amigas, sentadas dentro de un círculo trazado en la arena: mágico, sagrado.
En el centro, ardía una pequeña hoguera. Sus llamas dibujaban sobre sus rostros sombras rojas y negras, volátiles, parpadeantes.
A medianoche comenzaron con su ritual solemne: entregadas, concentradas,
abiertas.
—Madre Tierra —dijo Gaia, levantando un puñado de tierra. Nos das fuerza y estabilidad, como el ancla de un barco. Das fertilidad, alimentas nuestras raíces para que podamos crecer y ser fuertes. Te invocamos.
—Aire —continuó Samira, levantando una pluma que la brisa movía suavemente—, eres símbolo de libertad, nos inspiras. Tu fuerza nos impulsa.
Llevas la sabiduría hasta los rincones más escondidos de la Tierra. Te invocamos.
—Agua —dijo Marina, alzando una copa—, nos permites beber de tu fuente de vida. Nos renuevas, limpias nuestros pensamientos, calmas nuestras emociones. Te invocamos.
—Fuego —exclamó Nina, levantando una vela roja encendida—, tu energía ardiente nos purifica. Tu luz guía nuestro camino y nos ilumina. Te invocamos.El silencio se cernió sobre ellas, cada una absorta en sus propios pensamientos.
Se sentían emocionadas, agradecidas por haber puesto su granito de arena para aumentar la armonía del universo.
Después, bebieron el agua de la copa, adornaron sus cabellos con plumas, el fuego crepitaba suavemente, calentándoles el alma y el cuerpo, y sentían bajo sus pies la solidez de la tierra. Compartieron una a una las uvas del mismo
racimo como símbolo de unión profunda, momento eterno y fugaz.
Se levantaron en silencio y como si una fuerza superior las guiara, las cuatro amigas se desnudaron.
La luz de la luna trazaba un camino sobre el mar, un sendero iluminado, cegador. En el agua brillaban millones de pequeñas diamantes.
Las amigas se adentraron en el mar. El agua estaba tibia, pequeños peces plateados las acompañaban alegremente. El brillo del agua se pegó a sus hermosos cuerpos desnudos, y, empujados por la profundidad, comenzaron a
nadar, siguiendo el camino de la luna hasta que sus siluetas se desvanecieron en el horizonte.
EVA AVIA
Miradas en la luna
“Miro mis manos y veo a través de ellas el suelo que estoy pisando. —¡Suelo, suelo…! ¿Dónde estoy? —Intentado hablar, pero, de mi garganta no sale ningún sonido—. ¿Qué lugar es este? —Mirando a mi alrededor. Objetos extraños. Luces de colores que no se apagan a pesar del viento. Personas vestidas con ropajes que dejan ver lo que se debe tener oculto—. ¿Así es el infierno? Porque es lo me merezco, después de tal pecado cometido. La luna…, la luna está igual de hermosa que el día que fui despreciable. Agacho la mirada porque no merezco mirarla a los ojos. Mi amor está frente a mí, con lágrimas en las estrellas en las que tanto me gustaba perderme. —¿Dónde estoy? —Preguntándole al joven que tengo al lado—, pero no me escucha. Él me observa perplejo. Por sus gestos creo que me entiende. Se gira hacia donde está mi amor y otra joven que tiene una similitud sorprendente con ella. Quiero ir hacia mi amada, pero algo me detiene. Ahora lo comprendo, en mi último minuto de vida, le rogué a la luna que me diera otra oportunidad, estoy unido a este joven y mi no existencia depende de él.”
“¿Qué broma es esta? ¿Dónde estoy? Si esto es el cielo, porque siento todavía las llamas del infierno. ¿Por qué le sigo viendo? Dios, ¿qué pecado he cometido, para que mi alma no descanse en paz? Luna, me estás gastando una broma muy pesada —Viéndola tan llena y brillante—. ¿No fue suficiente con verme agonizar de dolor? ¿No tuviste bastante con mis gritos, que aún me haces sufrir más? Quiero correr, ella me detiene. Su sonrisa, su profunda mirada, ratifica que sabe quien soy y yo, al verla, recuerdo a mi enana, a esa pequeña que corría tras de mi intentando pillarme.”
—Mei, vámonos de aquí —Cogiéndola de la mano—. ¿Tienes otro casco? —Poniéndoselo.
Miro al extraño que no se despega un centímetro y me estoy poniendo algo nervioso. Me recuerda a alguien y la verdad es que no sé a quién, pero esas facciones… ¡Joder, si se parece a mamá! —Gritando.
—¿Quién se parece a tu madre? Y, sí, tengo otro casco —Sacándolo—. Aquí solo estamos tú, yo y …, bueno, toda esa gente que pasea por la calle.
Miro a la mujer con el ropaje quemado y le hago entender que Carlos no la ve. Ella me indica con la mirada, que al lado de él hay alguien.
—Pues él —Indicándole con la cabeza—. ¿Qué no lo ves? —Poniéndome el casco.
—No, yo no veo a nadie. ¿Dónde quiere ir el señor? —Montándome.
—Quiero llevarte a un sitio que seguro te va a encantar. ¿Puedo? —Indicándole que quiero manejar tremenda belleza.
El extraño me mira y yo le digo con gestos que no, pero él sube los hombros indicándome que no es posible. Un segundo después mi corazón late con mucha fuerza y ya no veo al extraño. Siento como me invade el miedo, como algo roza mi cuello, para luego tirar el.
—¿Te encuentras bien? —Observando como retuerce su cuello—. Y sí, pero cuidadito con ella, que es un regalo —Sonriéndole picarona—.
Miro a Aida, porque en mi interior se que es ella. Todas esas historias que me contaban sobre mis antepasados fueron reales y ella está en mí, esperando poder descansar en paz. —Entra— le digo. Un calor inmenso me invade. Su pena florece en mí, pero mi serenidad apacigua su alma.
—Agárrate fuerte —Cogiéndole la mano y colocándosela en mi pecho—. Por cierto, ¿has visto la luna como sonríe? —Arrancando esta preciosidad.
Mi corazón se acelera y creo saber porque es. Algo me dice que Mei es el destino del que mi madre me habló desde niño.
FURUKAWA CREATIVES
Encanto de luna nueva.
Bajo la luna invisible, el espíritu del río se extiende serpenteante entre orillas que cambian con las estaciones del año, como esa caricia constante que fluye como la vida. Su energía única agita el agua que lo compone, porque en él reside el secreto de la existencia. Por breves tramos de su recorrido se escucha como el eco de una canción olvidada, pero sigue siendo el murmullo de la tierra, el latido del planeta. No le teme al paso del tiempo, ni a la erosión de la piedra, ya que confía en su danza incesante, conoce su eterno retorno. En ese hilo de inmensidad, su corriente baña la raíz de cada sauce, acaricia las escamas de cada pez, da de beber a los animales y es manantial de emociones a los humanos, desde alegría, amor e incluso tristeza. Esa noche, en la que la luna se posa sobre él como una sombra, escudriña en silencio el actuar del espíritu del río, absorbiendo su esencia, así como su historia; y él, a pesar de estar acostumbrado a la soledad, no puede ocultarle su melancolía, ese anhelo constante que busca con insistencia el mar.
Entonces, la magia.
La luna decide descender, envolverlo en un velo plateado y susurrarle una promesa de cambio. Le dará una nueva forma, una forma que lo llevará a descubrir el mundo con nuevos ojos. Se crea un torrente, un remolino que lo arrastra casi hasta la orilla, y el río, por primera vez, siente una vibración desconocida en su corazón acuático. El agua se mezcla con la arena, volviéndose más densa, como si quisiera solidificarse y es cuando comienza el dolor. Un irreconocible frío recorre su ser, las piedras se unen dándole forma a los huesos y la corriente se detiene cuando la columna vertebral se endereza, las extremidades se alargan, los músculos se contraen y la arena se convierte en piel suave y pálida como la luz lunar. Las algas se convierten en cabello, sus ojos, que eran reflejo del cielo, se abren a la noche, con ese color de agua profunda. Se alzó tambaleante, sintiendo la tierra pesada y firme bajo sus pies, contempla sus manos delicadas, que ahora son capaces de acariciar y tocar. Se mira en el reflejo, un hombre joven y fuerte, pero en sus ojos reconoce su calma, su fuerza, la furia de su naturaleza que ahora está contenida en un cuerpo humano. Se siente extraño, el estado líquido ha quedado atrás.
El viento dice su nombre, las raíces de los árboles acarician sus pies y las criaturas nocturnas lo observan con curiosidad, porque aún está conectado con la tierra. La alegría de las cascadas, la furia de las crecidas, la tristeza de las orillas desiertas, la vida que germinaba y se alimentaba en sus profundidades, son recuerdos que se van desvaneciendo, fusionándose con una conciencia humana, capaz de sentir, de pensar. Una melodía distante lo llama, recordándole que esa forma es prestada hasta el amanecer, y no es otra que el testigo fiel de su transformación, que se esconde en la negrura abovedada. En medio de la incertidumbre, se eleva la promesa de un nuevo destino. Encanto de luna nueva, ¿qué huella dejarás en este mundo de hombres?
MARÍA GALERNA
Selene (Un cuento triste)
la claridad no llegaba
y la luna como un broche
en el cielo sola reinaba.
El Sol, tempranero,
aún no se asomaba
por encima de los montes
y las estrellas lo llaman:
Lucero ¿dónde te escondes?
¿Quién brillará en la mañana?
¿Quién con sus rayos dorados
ahuyentará los fantasmas?
El Sol, triste, las oye,
mas no puede hacer nada,
la Luna lo tiene preso
en una jaulita plateada.
Selene está enamorada
de su lucero del alba,
Selene muere por él
y él no quiere ni mirarla.
Sol ama a otra, otra más bella,
más azul, más agraciada,
otra a quien sus rayos
todos los días regala.
Y Luna, celosa,
de esa otra enamorada
encierra al Sol para siempre
y así sus rayos apaga.
Y el Sol muere de pena.
Y Selene desgarrada,
en un cielo solitario
ve como todo se acaba.
Ya no habrá más Luna nueva,
ni egea enamorada,
ni lucero encendido.
Y no le importa nada…
(Lunanegra—2009)
TELAYPATCH
Humildemente…
Foto personal hecha con mi móvil
Te daría mil besos… para ti mil
mi locura transitoria
nostalgia
noches en vela
Pasión…
Te pensaría mil veces… sólo a ti mil
controlas mis emociones
te adueñas de mi ser
destino
dicha
Refugio…
Me acurrucaría en ti mil noches… contigo mil
envenenas mi juicio
sacias mi sed
temor
desconsuelo
Caos…
Te contaría mil secretos… uno a uno hasta mil
hermana Luna, tú y yo
unidas en la noche
majestuosa
por siempre
Tuya…
Irene Adler
Juan Manuel Caballero
Antonio Prades
Grace Pells
Furukawa
Antonio Prades
Voto por Teresa Sánchez Fregoso.
Me parece un relato original y creo que no es fácil siendo mujer escribir como si fuera hombre.
Mi voto para:
Almut
Ana del Álamo
Irene
Efrain
Mi voto para:
Grace Pells
Mi voto para
Silvia RF
Furukawa
María Galerna
Irene Adler
Mi voto es para:
Teresa Sánchez Fregoso
Mi voto es para:
Axy Linda
Mi voto: Irene Adler
Mi voto: Silvia Rafi
Mi voto para Efraín Díaz, por tierno.
Mi voto por el relato de la Luna ALMUT KREUSCH
Raúl Leiva – 10 gramos
Teresa Sánchez Fregoso
Mi voto:
Silvia Rafi
Mi voto para esta semana:
-Furukawa
-Almut
-Loli
Furukawa