Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «mentiras piadosas». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 27 de marzo!
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** El voto se puede dividir en dos medios o cuatro cuartos. Si alguien vota a 3 relatos, se contabilizará 1/4 de punto a cada uno. Si vota a 5, el voto será nulo.
*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO
Cuánto tiempo sin veros
―Pancracio, ¿esos dos de ahí enfrente no son el Argimiro y la Venancia?
―Juraría que sí, Obdulia, ni se te ocurra llamarles, huyamos.
― ¿Y por qué? Te estás volviendo muy huraño, ya no quieres ni saludar a los viejos amigos.
―Pero, si eres tú la que no los soporta, cari. Te recuerdo que, hará un lustro más o menos, cuando coincidimos con ellos en Manrique de las Coplas, me dijiste que eran unos sinsorga, unos escorbúticos y que olían a armadillo.
―A mofeta, atontao.
―Ya decía yo, ¿cuándo habrá olido esta buena mujer a un armadillo? No me cuadraba del todo. Bien, se van, salvados por la campana.
― ¡¡¡Ueeeeeeeehhhhhhh, Venanciaaaaa, aquiiiiiií!!!
―Pero, ¿qué haces, estás loca?
―Calla, que va a ser divertido enterarnos de sus miserias. Les voy a endiñar un interrogatorio que ni el Pepe Heredia, el benemérito azote de los payos. Seguro que les va fatal, juás.
«Me temo lo peor, yo, calladito estoy monísimo».
― ¡¡¡Coña, si son la Orosia y el Pantocrátor, cuánto tiempo sin veros!!!
―Venancia, por favor, que se llaman Osdulia y Pánfilo. Perdonadla, que siempre ha sido malísima para los nombres.
―No te preocupes, Algoritmo, la edad avanzada es lo que tiene.
―Desde luego, querida Obtusia, aunque tú estás igualita igualita, no has perdido ni un ápice de grasa de las lorzas.
«Juás, lo tienes bien empleado, por lista».
―Oishhhh, Vengancia, tú siempre tan aduladora. Bueno, ¿qué tal os va la vida? ¿Seguís sin tener dónde caeros muertos?
«¡¡¡Halaaaa!!!»
―Si tú supieras, las cosas cambian cuando menos te lo esperas. Aquí, donde nos ves, nos hemos comprado un chalecito en La Moraleja, todo lujo y esparcimiento.
«Vaya trola…»
―Venancia, te tengo dicho que no presumas de tu estátum delante de gente desfavorecida, no está bien dar envidia gratuitamente.
―No tiene importancia, Argamaso, no es su culpa no haber recibido la educación mínima exigible.
«Ahí le has dao».
―Y tú, Pantomimo, no has dicho ni mu, ¿no será que te avergüenzas de tu Oblicua? Cosa que…
«De ésta no me libro, voy a tener que decir algo…»
―Nada, todo bien, aquí, qué cosas, ¿no?
― ¿Ein?
―Tranquilos, a mi Pancracio siempre le afectan los olores fuertes, se atontolina.
«Tas pasao».
― ¿No lo dirás por mi nuevo perfume?, es algo intenso, lo sé, pero era el más caro de la boutique.
―Pues no marida con tu aroma natural, yo que tú buscaría uno con un toque desinfectante, mucho más efectivo y económico, dónde va a parar.
«Se va a liar la de san Quintín».
―Ah, ja ja, tú tan chisposa como siempre, qué suerte tiene Pandemio, ¿o no?
«Si tú supieras…»
―No más que tú con Argonauta. Por cierto, ¿qué tal tu problema de próstata, Argo, sigues impotente?
― ¿Cómo sabes eso? Nunca se lo he contado a nadie.
«Mi churri, que es peor que la bruja Lola…»
―Intuición femenina, lo he deducido viendo la cara insatisfecha de la Verduria.
«Qué mala leche, japordiós».
―No todas tenemos la suerte de contar en casa con un macho impetuoso y salvaje sin par, como tu Pantostao, qué lástima, por favor…
―No lo sabes tú bien, mirandito a Cuenca me tiene a todas horas.
«Joooooder…»
―Cucha, Horrorosia, que me doy cuenta ahora, los michelines siguen ahí, pero el pelo no. Se te ve tol cartón. Yo que tú me daba una vuelta por Turquía, con lo mona que estabas con la cabeza cubierta, es una pena.
―Pues, a ti te pasa al revés, te sale un mechón por el canalillo que ni el Grabié de Los Morancos.
«Qué puto asco».
―Es que la Epilady se le atoró con el primer matojo, ¿verdad, Venancia?
―Estaba defectuosa, gilipuertas. Para un regalo que me hace y la compra en los chinos, ¿os lo podéis creer?
―A pies juntillas, el Algarrobo siempre fue muy cutre y, a la vejez, viruelas.
―No como tu Panetone, que no te compra nada por no hablar con un dependiente. A ver si le voy a tirar los tejos…
«Horror, me he dejado en casa la mascarilla antigás».
―Pa ti enterito, que le echado el ojo al nuevo jardinero de mi finca de Manrique de su Padre, está cañón.
―Qué suerte hija, el mío es más feo que Picio, pero venía con la mansión.
―Oye, me he alegrado muchísimo de veros, qué buen ratillo. Tendríamos que repetirlo más a menudo, que somos unos descastados.
«Será capaz de decirlo en serio…»
―Sí, pero que no sea de eso que se dice y no se cumple. ¿Os parece en nuestro chalet el sábado a merendar?
―Perfecto, que tendréis buena ventilación.
―Nada nada, pues así quedamos.
¡Muás muás muás muás!
― ¿Ves qué bien, Pancracio? Si fuera por ti, nunca veríamos a nadie.
―La verdad es que me lo esperaba peor.
― ¡Hombres…!
SUSANA NÉRIDA
Mentiras piadosas
En mi familia se estila mucho la mentira piadosa.
Por ejemplo, mi abuelo ingresó con cáncer, le operaron y en el postoperatorio tuvo una neumonía y falleció. Al no ser claros con mi abuela, dicen que para protegerla, el resultado fue que mi abuela tenía pánico a los médicos, culpándoles de la muerte de mi abuelo y no quería ir a ver sus dolores por este motivo. Tuvo una vida longeva pero no puedo evitar pensar que, si no hubiera tenido miedo, habría acudido antes al médico y su desenlace y trágico final se habría postergado y habríamos podido disfrutar de su compañía un poco más.
Y sin embargo, no aprenden sobre la gravedad de las mentiras piadosas.
Todos estamos bien, nunca ocurre nada malo y si enfermo de lo mío, pues soy discapacitada por varios motivos, pues siempre se me echa alguien encima porque mi actitud no es correcta, porque uso Internet como una herramienta mental, como un método de desahogo; ¿qué van a pensar la gente, los demás? No hables de gente anónima, tienes que subrayar que no es con nosotros la cosa…
Y bien sabido es por todos, que cuando utilizo las redes como herramienta, es porque me he ganado la simpatía de diversos psicólogos y otras gentes de la calle, que siempre acude alguno a dar soporte y a contarme cómo se puede gestionar mejor. En mi caso, soy demasiado transparente y eso no gusta. La gente se enfada porque sí, se dan por aludidos en lo que no les incumbe.
Sólo puedo dar como conclusión lo siguiente: se describen actos sufridos con varias personas y el problema es mío porque lo estoy permitiendo. Qué más da si es Juan o Pepe o Paco. Lo segundo es, que si se sienten tan aludidos, quizá sea porque son conscientes de estar haciéndome lo mismo y no quieren que les salpique.
Pero no te equivoques, yo también digo mentiras piadosas:
– ¿Qué tal estás?
– Bien
Mentira cochina. Que estoy desbordada y no sé por dónde empezar a contar, ni sé siquiera si se va a entender, si se tendrá empatía o si dejarán de ser fieles a la compañía y peguen la estocada a sabiendas de dónde duele.
– ¿Qué tal estás?
– Bien
Pues no quiero hablar del tema, ni quiero preguntas, pues no estoy en la sala de interrogatorios; y mucho menos quiero darte el gusto de llevarte la carnaza para tus marujeos diarios, con su enorme bocaza.
Porque cogen las cosas descontextualizadas y hacen profundos lodos con pequeños charcos.
¿Mentiras piadosas? Quizá sí, porque no me fie de ti, como no me fio de la mayoría. Soy selectiva y prudente, no es algo personal.
Y lo que ya no tiene peso en mi vida, va para afuera en relatos, poesías, o como quiera que se de.
Así que sí, mi mentira piadosa es estar bien para no remover las vísceras y las entrañas y desgarrar el alma moribunda, en una sociedad carroñera, egoísta, retorcida, fría y diabólica.
No queda más que decir una única mentira piadosa: estoy bien.
ANTONICUS EFE
‑¡Cristina venga, que vamos a llegar tarde, el cura dijo a las cinco, después de nuestra hija hay tres más para bautizarse‑ apremia Rafa a su santa esposa.
‑Estoy lista en cinco minutos‑ responde Cristina contundentemente.
Al cabo de los “cinco minutos” baja ella toda pizpireta y maqueada.
-¿Y ese traje Rafa, por qué te has cambiado? Ese no te lo había visto yo nunca‑ pregunta con asombro “la de los cinco minutos”
‑¿Este traje? Para la comunión de la niña, que la hace hoy…, si nos presentamos claro‑
SERGIO SANTIAGO MONREAL
¡Tuve que hacerlo! Le conté a mi ego mentiras piadosas para que la voz de mi alma alzara el eco de las miradas.
¡Y, sí, henchido ante la victoria me aguardaba la derrota!
Me quedé «in albis». Un silencio exagerado se apoderó de mi ser, pero mi interior supo reaccionar a tiempo y volver con las alas que me faltaban y con las agallas que me sobraban para poder volar en un cielo lleno de lírica, declamando a la eternidad del poema que llevaba dentro.
*In albis. Expresión latina. Quedarse en blanco.
DAVID MERLÁN
EL ESCRITOR
—Será mejor que se despida ahora, señora Ruiperez.
Clara tragó saliva y asintió con incipientes lágrimas en los ojos.
—Que no la vea así, procure que no se altere y que se lleve un bonito recuerdo. Les dejo a solas—añadió el doctor mientras le hacía un guiño de complicidad y abandonaba la habitación del hospital.
A solas, Clara se enjugó las lágrimas, se repuso y se acercó a la cama. No sabía que hacer. Estaba en medio de un dilema. ¿Debía de decírselo, de confesarle la verdad o por el contrario debía hacerle caso al médico y dejarle que partiera en paz. Tomó la mano de Arturo y le devolvió la sonrisa al darse cuenta de que este tenía los ojos abiertos y la miraba. Tomó aire y se sentó en la esquina de la cama sin dejar de cogerle la mano. Lo miró en silencio y le rectificó sus palabras en la última décima de segundo.
—¿Te acuerdas de que cada lunes….cada lunes, revisabas el buzón con la misma ilusión con la que un niño abre sus regalos de cumpleaños? ¿Verdad?—insistió ella mientras le acariciaba la palma de la mano con su otra mano.— Y ahí estaba: una carta tras otra de los lectores anónimos que te idolatraban. Recuerdo especialmente algunas de las últimas:
«Maestro, su pluma es un milagro literario. ¡No deje de escribir!»
«Si algún día publica un libro, lo compraré… pirata, pero lo compraré.»
—Ja,ja,ja y una de las que más me gustó:
«Su última historia me dejó sin palabras… aunque mi jefe dice que es porque me dormí en la oficina.»
Clara no le quitaba ojo a su marido y Arturo hizo un esfuerzo para esbozar una sonrisa. Una sonrisa de orgullo mientras escuchaba las anécdotas de boca de su mujer.
—La cena, señor Ruiperez. Hoy toca pollo con arroz, su preferido.—Dijo voz en grito una enfermera irrumpiendo como un elefante en una cacharrería portando una bandeja.
—Bueno cariño. Te dejo un momento, ¿Vale? , voy a aprovechar a bajar a por un café a la cafetería. Vengo ahora.
Ella entornó la puerta hasta no tener más que una rendija por la que se veía la cara de su marido mirándola con orgullo, mientras seguía prostado en la cama.
Aguantando la congoja, se giró y enfiló el largo pasillo hacia los ascensores.
Sus pasos eran lentos, perfectos para recapacitar en lo que venía haciendo desde hace años.
Ya en la cafetería, a solas con sus pensamientos pero rodeada de gente anónima, meditó mientras revolvía el azucar del café.
Puede que las editoriales fueran ciegas, puede que el blog de su marido tuviera menos visitas que un museo de matemáticas, pero sus lectores lo adoraban, había pensado siempre Arturo.
Lo que Arturo no sabía era que su esposa, escribía cada una de aquellas cartas desde hacía un par de años. Cambiaba la letra, el tono, hasta usaba diferentes perfumes para hacerlas más creíbles. Incluso había creado perfiles falsos en redes para comentar sus historias.
No era engaño. Era… amor y devoción por su marido. Desde el minuto uno desde que se habían conocido, se habia enamorado de su intelecto y años después y tras la llegada desbocada de su enfermedad, creyó que unas mentiras piadosas no le harian mal a nadie, y funcionó. Porque cada vez que Arturo amenazaba con abandonar la escritura, y afirmaba abatido que ya nada tenía sentido, Clara sacaba una nueva carta del bolsillo y exclamaba:
—¡Oh, justo llegó otra carta, cariño! —exclamaba con los ojos brillándole de emoción.
—¿De verdad? A ver, déjame leerla…Este lector dice que mi obra es un antes y un después en la literatura. Parece que les gusta, ¿Verdad?
—¡Pues claro!
Y Arturo volvía a escribir.
Clara sonrió y le dio un sorbo al café. Aún estaba caliente. Apoyó la taza en el pozillo y miró por la ventana. Amenazaba lluvia.
No habían pasado ni diez segundos cuando instintivamente hizo el amago de coger de nuevo el café. Frenó en seco en su pretensión y volvió a mirar por la ventana. Mientras su marido estuviera en este mundo seguiría con la farsa. Era lo menos que podía hacer por él.
BENEDICTO PALACIOS
Estaba feliz. Los últimos análisis lo certificaban, la enfermedad había remitido, y Andrea y Javier, sus hijos, le estaban preparando un encuentro con el abuelo, si es que aquel lograba salir adelante porque llevaba tiempo con la cabeza perdida. Era él y no Leo, el padre de los chicos, quien tendría que haber pasado los peores días de la pandemia en el hospital. Se libró a duras penas. Los colegas con quien echaba una partida de cartas no habían soportado la expansión pavorosa del virus y habían muerto. La residencia donde se reunían se había quedado diezmada, a la mitad. Y contaba el director que había sido tal la virulencia con que la castigó que muchos murieron con el respirador puesto y fueron envueltos en una bolsa de plástico en la que esta era la única seña de identidad: una C de cadáver.
Andrea y Javier se lo habían ocultado a su padre y a su abuelo. La abuela se había contagiado en una excursión organizada por el grupo de mujeres reformistas, con las que acudía tres veces por semana a un taller de pintura. Una tragedia para los nietos, con su padre en el hospital al que solo una vez por semana podían visitar y el abuelo encerrado en una habitación de la que salía por estricta necesidad.
¿Cómo están los abuelos? Fue la primera pregunta que les hizo el padre. La esperaban, habían preparado la respuesta e inventado una mentira piadosa.
—El abuelo en casa, muy preocupado por tu salud, y la abuela a lo suyo, ya sabes. En cuanto vuelvas te enseñamos su último cuadro. O si prefieres te lo mostramos a través de la ventana. Te asomas y lo ves. Es lo mejor que ha hecho.
—¿Por qué no han venido con vosotros?
—Por prescripción del médico. Que no es conveniente, que son mayores y aunque el virus esté controlado, se deben tomar precauciones y no bajar la guardia.
—¿Me estáis engañando?
—¿Engañarte a ti? Tú preocúpate de ponerte bien que te espera una fiesta, una tienta con vaquilla y todo ¡torero!
Abandonaron el hospital llorando, había oscurecido y en una esquina un vendedor de periódicos anunciaba el número de muertos. Se acordaron de la madre, de las seis horas en quirófano. Eran unos niños entonces, y su padre también se inventó una mentira piadosa. Veían los reportajes de Rodríguez de la Fuente, porque la madre era periodista y reportera, y el padre les contó que estaba realizando un reportaje sobre el lobo y no la veían porque estaba oculta en un escondite.
—¿Sabéis? Los lobos son muy desconfiados y asustadizos. Por eso hay que estar ocultos y agazapados.
—¿Cuándo vuelve?
—En no tardando. Fijaos. Acaba de preguntarme si habéis terminado los deberes.
B. Palacios
ARMANDO BARCELONA
1921
En el tabuco de la portería huele a col, orines de gato y colillas de cigarro. El señor Arcadio no fuma, pero recoge todas las que ve por la calle, las desmenuza, clasifica el tabaco según su estado y con la ayuda de su vieja máquina de liar obra el milagro de la resurrección. Son malos tiempos, el vicio manda y no faltan compradores. Una gastada cortina de cuentas separa la garita del resto de la casa; el territorio de María: el recibidor escaso, dos habitaciones pequeñas, la cocina, el escusado y un oscuro patio de luces.
Fuera, la calle de las Carretas hace honor a su nombre y se llena de un bullicio que llega sordo, amortiguado al chiscón. Arcadio lía cigarrillos y cuando no, saca mondadientes de finas tiras de abedul, que vende por las tascas, a un real la centena.
Dos mil pesetas costaba redimirse de soldado, lo que no ganaba un hombre en tres años; en eso estaba salvar el pellejo o jugárselo a cara o cruz en las montañas del Rif y por no tener dos mil pesetas, le reclutaron al hijo. No es menester morirse para llevar el infierno pegado al corazón, quemándole el bolsillo de la zamarra, en forma de una carta renegrida, ya de tanto sobarla; una carta que nunca podrá leer, porque ninguno de los dos, ni María, ni él, saben hacerlo.
Fue a finales de agosto, cuando Leandro, el cartero ―ese sí sabe de letras―, con el gesto torcido y la mirada ausente, se la puso en las manos: «Lo siento, Arcadio», musitó y una bola de fuego taponó la garganta del portero. Desde ese día, todos los meses, sin faltar uno, Leandro llega puntual a su cita con María.
―¡Mujer, carta del chico! ―grita el marido tragándose la vida, sin dejar de sacarle raspaduras al abedul.
Y María llega corriendo, sofocada, secándose las manos rojizas en el mandil y con un brillo de esperanza en los ojos. Leandro, solemne, rasga el sobre, despliega el papel y lee, siempre, más o menos, el mismo mensaje:
«Queridos padres, espero que sigan buenos de salud, yo bien, gracias a Dios. Estoy trabajando mucho, aquí no falta y se gana buen salario. Sigo en Buenos Aires, pero es posible que pronto me traslade a otra parte, por un negocio que si sale puede darme mucho dinero. No saben cuánto los echo de menos, sobre todo a usted, madre; no se moleste, padre. En cuanto reúna lo suficiente me los traigo para acá.
No sufran cuidados por su hijo, soy feliz, gozo de buena salud y hasta estoy pensando en buscarme una buena cristiana y formar mi propia familia; las cosas no pueden ir mejor.
Madre, rece mucho por mí, que a usted le hacen caso los santos. Padre, cuídese y cuídemela.
Los quiero».
Luego los tres guardan silencio. María cubre de besos el papel y lo riega de lágrimas:
—No me lo dejes de la mano, virgencita—solloza mientras vuelve a lo suyo con la carta bien sujeta contra su pecho—, tan lejos y solo tuvo que irse.
Los dos hombres callan. Arcadio, sin levantar la vista del suelo, murmura: «Gracias, Leandro». El cartero, en silencio, se carga la saca a la espalda y sale de nuevo al bullicio de la calle de las Carretas, mientras en su cabeza resuenan, como una salmodia macabra que nunca olvidará, las palabras de aquella primera carta, que María nunca va a conocer, la que inició esta mentira piadosa que duele tanto como una de verdad de hierro candente:
«… encontró la muerte del héroe en la defensa de Sidi Dris.
España y la corona sufren con ustedes la pérdida de su hijo bienamado y ruegan a Dios por su eterno descanso.
Suyo en el dolor.
Luis Marichalar y Monreal Vizconde de Eza
Ministro de la Guerra».
Dos mil pesetas, ese era el precio de la muerte en la España de 1921.
ANA MARIA B
Para el tema de la semana: una mentira piadosa
Un viento áspero rodeaba las blancas columnas de una mansión en el alto de las montañas. Era un otoño pesado con lluvias intensas y un frío acaparador. Las hojas secas dormían sobre la húmeda tierra. De vez en cuando, el silencio venía interrumpido por un ciervo que saltaba entre los gruesos y imponentes árboles. Hasta la mansión estaba aislada. Ninguna otra casa se entrevía alrededor. Emily era una atractiva mujer, pero no era sociable. Le gustaba disfrutar de su soledad. La única persona con la que hablaba era su padre, pero murió y le había dejado en herencia está maravillosa mansión que la había ganado, una noche, en un juego de azar. Después de su muerte, Emily se había retirado sola en la mansión. Con el tiempo, había adquirido diferentes tipos de animales como caballos, unos perros grandes de montaña y una gata. Amaba mucho a su gata, de hecho le gustaba dormir junto a ella. Una de sus pasiones era la pintura. Le encantaba mucho pintar cuadros con flores y animales. Hace dos meses, había participado a una galería de arte. Allí, había conocido una abogada. Al principio hablaban pocas veces. Llamadas cortas. Nada fuera de lo común. Pero, con el tiempo, la abogada había empezado a ser muy insistente, llamándola casi todos los días. Emily ya no aguantaba más. Invadía su soledad. Un día, Emily no le había contestado a una llamada y la abogada alegaba de que ella tiene un comportamiento infantil y que no sabe apreciar una amistad. Emily, al final, había decidido romper cualquier relación con ella, dejándole un mensaje: <<-No tengo tiempo para nadie.>> Emily se sintió relajada. Esas llamadas interminables le habían consumido. A veces, una mentira piadosa hace falta…
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
SALOMÉ
—Tranquilo, Mariano, tranquilo. Serénate y respira hondo. Dame esa horca, no te vayas a hacer daño, y aparta la vista de la pantalla, que te pierdes. No se te ocurra cometer una locura que nos conocemos, Mariano. Venga, así, fluyendo… respira… muy bien.
—¿Qué me serene dices? ¿Qué me serene? ¡Me cago en Satanás! Pero ¿tú has visto eso, Gertrudis? ¿Alguna vez habías contemplado algo de ese color que no fuera el cielo? ¿Tú lo estás viendo? Azul, así es cómo me estoy poniendo yo, que ya noto la falta de oxígeno. Se me está poniendo la vena del cuello como la manguera de un jardinero. Esto me lo hubiera esperado de cualquiera, pero ¿de Salomón? ¿Nuestro Salomoncito? ¡Ay, Dios mío! Gertrudis, dime la verdad. Tú lo sabías.
—Pues sí, Mariano, sí. No te lo voy a ocultar más. El niño algo me había contado. Pero una madre es una madre, y por uno hijo tapa lo que sea. Conociendo tu carácter, yo pensaba que con unas pocas mentiras piadosas… a los ojos de Dios esto no pasaría de un pecadillo venial. Pero claro, Mariano, esto yo tampoco me lo esperaba, te lo confieso. Estoy tan boquiabierta como tú.
El término “esto” hacía referencia a lo que acontecía en directo en esos momentos, una verdadera herejía. A ojos de cualquier cristiano de bien, por supuesto. Pero si encima hablamos del santo matrimonio formado por Mariano y Gertrudis, los acontecimientos ya ascendían a la categoría de palabras mayores.
Ese día, al igual que todos los demás, Mariano cumplió con sus obligaciones para con el campo. Más tarde, como buen cristiano, besó en la frente a su mujer y una vez aseado pasó por la iglesia, a misa de ocho, la última. Finalmente, tras una cena frugal, que la gula es pecado y de los gordos, se sentó junto con su santa esposa a ver la inauguración de los juegos olímpicos, ya que era Marino un hombre de gusto por el deporte. A medida que observaba cada plano y cada secuencia, Mariano no paraba de gruñir. Sin duda el mundo se había convertido en un lugar de vicio y depravación. La perversión del maligno no conocía límites. Las trompetas y los cuatro jinetes esperaban, haciendo hora y fumándose un cigarrito, a la vuelta de la esquina.
Era Mariano, como muchos padres, de la firme opinión de que la juventud había perdido el norte. Pero aún quedaban alguna honrosa excepción: Salomón, su Salomón, su niño, muchacho ejemplar donde los hubiere. Estudiante de matrículas, de mucho honor, de los que honran a su padre y a su madre, de los que santifican las fiestas y no toman al altísimo en vano. Ese era salomón, el rey de su casa. Un muchacho de los que no mienten, ni roban y mucho menos matan. Estudiante de Erasmus en París, la ciudad de la luz. El orgullo de Mariano y Gertrudis. Pero, a la vista de lo que estaba ocurriendo, parecía ser que ligeramente mentirosillo. Salomón, al igual que su madre, también había vivido hasta aquel entonces a costa de una serie de mentiras piadosas, engañando un poquito a sus padres en lo tocante a su vida actual en el extranjero. Hasta que la realidad se desató y se presentó de bruces.
A esas alturas de la inauguración olímpica, Mariano ya llevaba varios minutos tieso, sudoroso y ojiplático. Con la mano apretando la horca, a punto de partir el mango en dos y el rostro de un rojo intenso que se iba oscureciendo de manera progresiva y preocupante. Solo le faltaba soltar espuma por la boca y habría sido necesaria la ayuda de un exorcista. Gertrudis, asustada por la inevitable reacción de su esposo ya no sabía qué hacer.
La Última Cena en París se llamaba aquello. Una hereje y vergonzosa representación de la famosa escena bíblica, la que pintara en su día el maestro Leonardo, convertida ahora en una suerte de Sodoma y Gomorra de jóvenes desviados y bastante orgullosos, como Mariano lo había estado hasta entonces de su hijo, ataviados de todos los colores imaginables y algunos más difíciles de imaginar. El que aparecía en el centro, el plato estrella del menú, pintado de azul celeste y luciendo flores y barba de fantasía no era otro que Salomón, su Salomón, el del erasmus y las matrículas. Pero aquella noche, por unas horas, había dejado de ser Salomón. Ahora, la locaza redomada se hacía llamar Salomé Orgasmus, el orgullo hispánico, una invitación a la gula y la lujuria en forma de grotesco pitufo con sobrepeso entregado en cuerpo y alma al exceso y al escándalo. Sobre todo, en cuerpo. Cuerpazo.
En ese momento, Mariano no pudo más y colapsó. Los juegos olímpicos acababan de ser inaugurados de manera oficial mientras el pobre y cristiano padre convulsionaba dentro de la ambulancia que lo llevaba a toda prisa por la comarcal CM-1585 rompiendo la paz de la noche de camino al ambulatorio. Gertrudis había dudado por unos momentos entre llamar al SAMUR o un exorcista. Por suerte, eligió lo primero. En realidad, tampoco conocía a ningún exorcista.
EFRAÍN DÍAZ
Dice un viejo refrán que la mentira tiene patas cortas. Sin embargo, puedo asegurarles hay mentiras que corren más lejos que otras. Algunas se descubren al instante; otras, como la que les contaré, duran toda una vida.
Miguel nunca pensó morir en un hospital, pero allí lo encontró Azrael. Fue lo mejor que pudo pasarle: cruzar a la otra orilla en territorio neutro.
Al ingresar al hospital y buscar su expediente, los médicos encontraron un solo contacto de emergencia: su abogado. Lo llamaron de inmediato. Al llegar, el abogado halló a Miguel conectado a múltiples máquinas. Entre los documentos que llevaba en su maletín había un poder firmado por Miguel, donde lo designaba como su apoderado con plena autoridad para tomar decisiones sobre su tratamiento, incluyendo desconectarlo si llegaba a un estado irreversible.
Tras dialogar con los médicos, ambos concluyeron que Miguel no despertaría del coma. La parte fácil era dejarlo ir. Lo difícil era la verdad, o la mentira, que Miguel había ocultado durante décadas y que, dadas las circunstancias, el abogado estaba obligado a revelar.
Por más de cuarenta años, Miguel llevó una doble vida. Nunca creyó en el matrimonio. Decía que no necesitaba firmar un papel para comprometerse y cumplir con las obligaciones que el Código Civil impone a los cónyuges. Esa filosofía le permitió formar dos familias paralelas. Con Ana tuvo dos hijos varones; con Valeria, una hija y un hijo.
Como todo buen proveedor, Miguel se hizo cargo de ambas. Ana y Valeria tenían su casa, sus hijos estudiaban en colegios privados y disfrutaban vacaciones familiares todos los años. Su trabajo le daba la excusa perfecta para ausentarse y repartir su tiempo entre ambos hogares. Fue un padre presente, equitativo y atento. Quizás pensó que eso lo absolvería.
Ahora, en su lecho de muerte, le tocaba enfrentar las consecuencias. Había preparado su partida con la misma meticulosidad con la que llevó su engaño. Entre sus documentos, dejó un testamento cerrado. En él, ponía a sus dos concubinas y a sus cuatro hijos en igualdad de condiciones. En una carta aparte, instruyó a su abogado: si quedaba en estado comatoso, debía reunir a todos en el hospital y contarles la verdad con él presente, pues si podía escuchar, como en efecto podía, no quería perderse sus reacciones. Si moría de repente, la revelación debía hacerse en la funeraria, antes de leer el testamento.
Ahora el abogado tenía la parte difícil: hacer las llamadas, reunir a todos, y servir de mensajero.
El hospital fue el escenario del último acto de Miguel. Inmóvil, pero consciente, aguardaba las reacciones de los suyos. Ana lloraba desconsolada. Valeria, furiosa, quería desconectarlo de inmediato. El abogado le concedió ese placer.
Los hijos, incrédulos, estupefactos, tímidamente intentaban conocerse.
La mentira de Miguel no fue piadosa. Fue cruel y despiadada. Y, como toda mentira de largo aliento, dejó dos familias rotas.
Yo fui el abogado de Miguel. Yo fui su apoderado. Y tuve la difícil encomienda de hacer las llamadas y revelar la mentira que Miguel había guardado por más de cuarenta años.
SERGIO TÉLLEZ
LA VERDAD ESTÁ EN EL SILENCIO
Llevaba buscando el libro por bastante tiempo, pero aún no lograba encontrarlo. El extraño me había dicho que buscara en la biblioteca municipal, en el estante de los clásicos.
La bibliotecaria lo aseguró: «No existe ese libro». Su rostro era inexpresivo, sus ojos parecían no verme y su voz era monótona. Sin embargo, yo sabía que estaba allí, lo sentía con una certeza que me corroía por dentro.
La luz tenue y polvorienta se filtraba por las ventanas y el tiempo parecía detenerse. Todo se movía con lentitud. El silencio era opresivo. Yo seguía buscando, convencido de que el libro estaba allí, esperándome, llamándome.
El hombre misterioso que se había sentado junto a mí en el parque del pueblo días atrás, me había hablado del libro. Su rostro era una sombra en mi memoria, pero sus palabras seguían resonando en mi cabeza. Dijo muy poco, lo suficiente para dejarme confundido y con la sensación de que estaba siendo iniciado en un misterio que nadie más podía entender.
Me rendí. No encontré el libro. La frase del extraño, escrita en un papel amarillento, seguía resonando en mi mente: «Busca en el silencio de la noche, donde la oscuridad es más oscura que el alma. Y en el ruido de la conciencia, encontrarás la verdad.» Pero no había verdad, solo la oscuridad de mi fracaso.
Regresé a mi habitación, rodeado de libros que parecían mirarme con indiferencia. Repasé mentalmente todos los libros leídos, todos los fragmentos que habían quedado grabados en mi memoria. Pero nada parecía encajar.
Visité al anciano intelectual del pueblo. Le conté sobre la frase del extraño y le pregunté qué significaba. El anciano me miró y dijo: «La verdad está en el silencio». Me quedé pensativo, tratando de entender qué quería decir. Pero las palabras del anciano solo parecían sumirme en una mayor confusión. Me pregunté si esa frase no sería más que una mentira piadosa, una forma de evitar confrontar la verdad que se escondía en el silencio.
La frase del desconocido seguía resonando en mi mente, como un eco sin fin. Días después, volví a visitar al anciano. Estaba sentado en su sillón, rodeado de libros y papeles. Le pregunté si había pensado más sobre la frase del extraño. Me miró con una sonrisa y me dijo: «Creo saber dónde está el fragmento. Es de ‘Crimen y castigo’ de Dostoievski. Búscalo en la biblioteca».
Me sorprendí. No había pensado que el anciano podría descifrar el fragmento. Volví de inmediato a la biblioteca, busqué el libro y encontré el párrafo. Era exactamente como lo había escrito el extraño: «La noche es oscura, pero el alma es más oscura aún». Pero no encontré la continuación del fragmento. Me sentí frustrado, como si hubiera estado cerca de descubrir un secreto que aún no podía agarrar.
Regresé al anciano y le conté sobre mi hallazgo. Me miró con una sonrisa pensativa y dijo: «La verdad es que la frase del extraño es un laberinto. La primera parte es de ‘Crimen y castigo’, pero la segunda parte… eso es otro misterio».
Después de días de búsqueda infructuosa, regresé al anciano, desesperado por encontrar una pista que nos llevara al fragmento que faltaba. Me recibió con una sonrisa enigmática invitandome a sentar en su sillón de cuero gastado.
«Creo que hemos estado buscando en el lugar equivocado», dijo, mientras encendía su pipa. «La respuesta no está en el libro en sí, sino en el contexto en que se encuentra. Miró su pipa con una intensidad que me hizo sentir incómodo. «Piensa en los libros que están cerca de ‘Crimen y castigo’ en la biblioteca. ¿Qué otros autores y obras se encuentran en ese estante?».
Me levanté y comencé a caminar por la habitación, tratando de recordar los títulos que había visto en la biblioteca. «Hay obras de Tolstói, Dostoievski, Chéjov, Gógol… y también, curiosamente, ‘Los miserables’ de Víctor Hugo», dije, mientras me detenía en seco.
El anciano asintió con la cabeza. «Sí, sí… ‘Los miserables’. Ese es el libro que debemos buscar. Es extraño que esté en ese estante, rodeado de clásicos rusos… pero tal vez sea el eslabón perdido que estamos buscando».
Corrí a la biblioteca. Busqué en el estante de los clásicos y encontré el libro. Lo abrí y comencé a hojearlo, buscando el fragmento que faltaba.
Y entonces, de repente, lo encontré. El fragmento que había estado buscando durante tanto tiempo. «En el ruido de la conciencia encontrarás la verdad». Me sentí invadido por una sensación de triunfo y alivio.
Me detuve un momento para leer el contexto en que se encontraba el fragmento. Era la escena en que Jean Valjean se enfrenta a su pasado y se pregunta si puede encontrar la redención. Parecía una ironía que la verdad que había estado buscando se encontrara en un libro que hablaba de la lucha por encontrar la luz en la oscuridad.
Me senté en una silla, rodeado de libros y silencio. Mi mente estaba llena de preguntas y dudas. ¿Qué significaba la frase del extraño? ¿Por qué estaba en «Los miserables»? ¿Y qué relación tenía con «Crimen y castigo»?
Me levanté y comencé a caminar por la biblioteca, buscando alguna pista que llevara a la verdad. Pasé por delante de los estantes, mirando los títulos de los libros. Y entonces, vi algo que me hizo detener en seco.
Los dos libros: «Crimen y castigo» y «Los miserables», estaban solamente separados por un libro que no había visto antes. Era un libro sin título ni autor. Lo abrí, y encontré una frase escrita en la primera página:
«La verdad está en el silencio», la misma frase
Que había sentenciado el anciano.
Me sentí confundido. ¿Qué significaba esa frase? ¿Y quién había escrito ese libro?
De repente, escuché un ruido detrás de mí. Di la vuelta, y vi a la bibliotecaria que me había ayudado antes.
«¿Qué estás haciendo aquí?», preguntó, con una voz neutra.
«No lo sé», respondí. «Estoy buscando algo».
La bibliotecaria me miró fijamente. «No hay nada que buscar aquí», dijo. Me recordó las palabras del anciano: «La verdad está en el silencio». Me pregunté si ambas frases no serían más que mentiras piadosas, formas de mantenerme en la ignorancia, de evitar que descubriera la verdad que se escondía en las páginas de los libros.
Me senté en una silla, con el libro sin título ni autor en mis manos. La frase «La verdad está en el silencio» seguía resonando en mi mente. Me sentí atraído por el libro, como si fuera un imán.
Comencé a hojear las páginas, pero no había nada escrito. Solo blancura. Me sentí confundido. ¿Qué tipo de libro era este?
Pero entonces, empecé a notar algo extraño. Las páginas parecían cambiar de textura. Se volvieron más suaves, más delicadas. Sentí como si estuviera tocando papel de seda.
Mi mirada se fue hacia la bibliotecaria, que estaba sentada detrás del escritorio. Me pareció que estaba observándome, pero no dijo nada.
Volví a concentrarme en el libro. Las páginas seguían cambiando. Ahora parecían tener un ligero brillo. Me sentí mirando a través de un velo.
De repente, mi mano estaba dentro del libro. No sabía cómo había pasado. Me asusté, pero no pude retirarla.
La bibliotecaria seguía observándome con rostro impasible.
El libro me estaba absorviendo. Mi visión se fue volviendo borrosa. La biblioteca se desvaneció en la distancia.
La penumbra se cerró sobre mí, y las palabras del libro se convirtieron en un susurro constante en mi oído. Me sentí arrastrado hacia abajo, hacia las profundidades del papel.
La bibliotecaria, el extraño y el anciano se desvanecieron en la distancia, y yo me quedé solo dentro del libro.
Las páginas se volvieron borrosas, y las palabras se mezclaron en un caos de tinta y papel. Me sentí perdido en un laberinto de significados ocultos.
Y entonces todo se volvió negro. En el silencio más profundo, escuché una voz que susurraba:
«La verdad está en el silencio».
Y todo se detuvo. Silencio. Oscuridad. Nada. FIN.
Fin.
ANGY DEL TORO
Relato terapéutico.
Las suaves olas rompían contra las piedras, igual que el dolor contra mi pecho. En la distancia, la Ermita se alzaba como un refugio, pero yo no buscaba refugio. Buscaba absolución.
Di un paso más hacia el malecón, sintiendo bajo mis pies las mismas rocas contra las que el sereno mar golpeaba suavemente. Y ahí, entre la bruma de mis recuerdos, estaban ellas.
Mi madre, con la mirada encendida de reproche por lo que ella consideraba un engaño. Mi hermana, desde su reposada sombra, envuelta en la luz de quien ya ha partido. No hablaban. No necesitaban hacerlo.
El aire olía a sal y a distancia.
—¡Dios, intercede por su perdón! —exclamé, con la voz quebrada. Oculté la verdad, lo sé. Si acaso, entiéndelo tu. Fue una mentira, pero piadosa.
El viento arrastró mis palabras hacia el horizonte. Cerré los ojos, y los recuerdos me asaltaron.
El teléfono sonó de madrugada. Mi prima, su voz nerviosa y distante. «No hay más que hacer». Solo que no tengo dinero para los funerales. Mi mano temblorosa colgó el auricular.
No lo hice. No les di la oportunidad de saberla enferma, de sentirla apagándose. Estaban enfermos, quise protegerlos, pero les robé su despedida.
Ahora, aquí, el mar era testigo de mi culpa.
—No fue un pecado —susurré—. Fue el miedo a perderlos también.
Entonces, el viento cambió. Y en la espuma de una ola que se deshacía contra las piedras, me pareció escuchar la única respuesta que podía recibir: un murmullo entre el vaivén de las aguas.
No sé si era perdón. No sé si eran ellas.
Solo sé que el mar, como la existencia, no se detiene. Al igual que el dolor.
Y yo, aún aquí, esperando el reencuentro.
CESAR TORO
El peligro de la mentira, “piadosa” o no, es una mentira, una falta a la verdad, sinónimo de desobediencia, creo personalmente que si los seres humanos tuvieramos la valentía de decir siempre la verdad otro gallo cantaría.
Lamentablemente no es así, la mayia de nosotros solemos escudarnos en las mentiras para “quedar bien y salir del paso”, hoy en día nuestra sociedad se ha vuelto comun, la mentira en los diferentes campos, la política, la familia, el trabajo, y la empresa, es una pandemia; lo tomamos como algo normal, sin embargo las consecuencias estan a la vista, si queremos que el mundo cambie y la sociedad mejore notablemente, entonces debemos empezar por sincerarnos nosotros mismos y hablar siempre con la verdad,
“Si Ustedes permanecen en la verdad, seran verdaderamente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hara libres”
“Si dices la verdad, no tendrás que recordar nada”
NOVATUS LITERATUS
Sobre la fe
-¿Si construyo una iglesia en el vano de mi puerta, mi intención sería en vano? – preguntó uno de los fieles.
-A lo que el profeta contestó reflexivo: si tu iglesia se llena de fieles tal vez no sea un trabajo en vano. ¿Más como entrarán si el vano de la puerta está bloqueado con los muros de la edificación? Esta puede ser, incluso, una metáfora sobre la fe… Te ayuda a entender a Dios más allá de tu lógica; a acceder a su misericordia auque creas que pareciese un lugar «imposible»-
-Luego espetó con una sonrisa ambivalente: ¡ya entendí, que chiste tan pendejo! Pero a veces incluso un chiste o un sarcasmo también es voluntad de Dios.
MANUELA CÁMARA
EL RESUCITADO.
(Relato inspirado en Alfajor, la ninfa de Maria)
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Cuando a los cuarenta años de llegar a la casa, el loro de mi tía Monse cayó de su perchero como un saco de arroz, la tragedia amenazó a la familia en un luto sin precedentes. No porque el pájaro fuera especialmente cariñoso, no, de hecho, insultaba con la precisión de un marinero, tenía el don de recordar todos los chismes que escuchaba, y una vez que asociaba un hecho con la cara de una persona, cada vez que lo veía repetía sin compasión lo aprendido. Pero mi tía Monse, con sus ochenta y cinco años, tenía una fe inquebrantable en la inmortalidad de su mascota y sabíamos que no soportaría semejante pérdida.
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Cuando mi primo Ramón encontró a Baltasar en el suelo, corrió a la cocina a por una caja de galletas, lo metió en ella y actuando con una velocidad sin precedentes y dijo:
—No te preocupes mamá, lo llevo ahora mismo al veterinario, seguro que es un colapso por colesterol, de tantas pipas y golosinas que le das. Ya me ocupo de él. Tú termina de hacer la maleta que tu hermana te espera para pasar estos quince días con ella.
—¡Pobre Baltasar! —repetía una y otra vez mi tía Monse con las dos manos unidas sobre el pecho, mientras mi primo salía de la casa con el cadáver del emplumado— ¡Era un alma pura e inocente!
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De los allí presentes, ninguno tuvimos corazón para decirle que Baltasar solo era cariñoso con ella, solo jugaba con ella, solo se dejaba acariciar y le decía cosas bonitas a ella; que, en realidad, tenía un alma bastante oscura, que con sus indiscreciones había arruinado más reputaciones y deshecho más matrimonios de lo que la iglesia era capaz de componer. Pero, sobre todo, ninguno nos atrevíamos a decirle lo que todos pensábamos: que el loro ya no estaba entre nosotros.
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Al día siguiente me llamó mi primo, desesperado, con la idea descabellada de reemplazar a Baltasar por otro loro idéntico. No era tarea fácil, si bien Baltasar era solo un loro amarillo con la cola verde, lo que lo hacía único era su personalidad irreverente y el repertorio de frases que lo convertían en un delatador nato. Cada dos horas mi tía llamaba a Ramón para preguntarle por Baltasar, y este siempre le respondía que se estaba recuperando de su problema de colesterol en la veterinaria y que en unos días estaría en casa.
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Recorrimos todas las tiendas de animales de Madrid hasta encontrar un loro parecido a Baltasar, pagamos una cantidad de dinero innombrable a un adiestrador para que en veinte días estuviera listo, y le hicimos un listado de las frases favoritas de Baltasar:
—¡No me mires así, sé lo que has hecho!
—¿Otra vez lentejas? Asqueroso, asqueroso.
—Pepe, anoche saliste de casa de Rosa.
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Cuando mi tía Monse regresó de visitar a su hermana, Baltasar 2.0 estaba en su perchero degustando manzanas verdes, semillas y frutos secos.
—¡Ay qué alegría, qué alegría, pensaba que ya nunca volvería a verte Baltasar! —repetía mi tía rascándole el pico y el cuello, mientras el pájaro granuja se dejaba regalar.
Junto a ella, todos celebramos el dulce engaño, por el bien y la tranquilidad de mi tía. Lo que no podíamos ni imaginar era que el nuevo Baltasar, más joven, lleno de vitalidad, emocionado con la placidez de su nueva vida, aprendería más frases que el difunto, que llegaría hasta a inventar frases propias, y que la tomaría —el muy ingrato— con mi primo Ramón que le había proporcionado tan buena vida. Y en un mes se le escuchamos gritar:
—Ramón no escondas los chocolates que compraste.
—Ramón devuélvele los calzones a la vecina.
—Ramón se come el pollo a escondidas.
Si hasta entonces Baltasar sólo repetía los chismes que escuchaba, ahora comprendimos que no podíamos hacer nada delante de él sin que nos delatara, que habíamos creado un monstruo.
HAROLD LIMA
Algo verde aun.
Costaba trabajo abrir la pequeña lata de pintura, ya había visto al maestro hacerlo con facilidad gracias a un clavo oxidado que tomó del suelo del hangar. La tapa metálica salió despedía por los aires empujada por los gases del interior, algunas gotas dañaron el traje impecable del agente especial que solo sabía de planear perímetro de seguridad, instalar complejos equipos de vigilancia o tener a punto armas increíblemente sofisticadas. Miro la gota verde escurrir sutilmente en dirección al dobladillo de su chaqueta blanca. Imagino limpiandola con su pañuelo de gasa y que se esparcir aun más; la sangre era fácil de limpiar si se lavaba con agua y algo de bicarbonato. Pero, esta sustancia le era desconocida.
El maestro pintor levantó la mano y en un idioma que el agente presumió era polaco exigió la pintura, los alemanes siguieron sacando al agente de su delicada situación, ya compañía ropa nueva terminado esta misión.
El maestro artista daba de rato en rato pequeños paseos comparando su obra de silicona con las fotos que estaban mal sujetas a una pared con pequeños alfileres y tachuelas. Afuera la lluvia no dejaba de caer y se podía escuchar a lo lejos el suave trote de varias llamas que regresaban de su pastoreo en lo alto de los nevados circundantes.
Una pequeña niña se retiro una tela plástica de su espalda mientras sacudida a la par su enorme redondo sombrero multicolor, no era la primera vez que le tocaba preparar la cena a los militares que llegaban y aunque su rostro regordete le hacia ver de no más de 12 años ella ya contaba con 16 cumplidos, era tiempo ya hace mucho que fuera responsable y pudiera sus talentos para que sus padres la ofrecieron a algún comerciante de la ciudad más cercana.
—Señorita, querer algo beber muy Hot…
Menciono el agente de cintura abultada, buscando escapar del exigente artista que parecía absorto en su trabajo.
Ella sonrió, pues poco le entendía del inglés que el hablaba y menos del español que si sabían hablar sus hermanos mayores. Mas comprendió qué ya era hora de preparar la cena, se dirigió rápido para la pequeña choza de piedras y con prisas avivo el fuego de unos pocos carbones ocultos en la ceniza.
La lluvia desapareció a medida que el cielo se hacía rojo, el agente disfrutaba de una gran taza de chocolate caliente que en esas condiciones y lugar le pareció la mejor de todo el mundo, incluyendo la que tomó en Pakistán una vez las tropas tomaron la capital para expulsara a un grupo terrorista.
El artista dejó su taza en la mesa mientras buscaba el ángulo correcto donde retocar el silicon y proyectará aquel aspecto cadaverico a su creación. Antes ya había trabajado para productoras cinematográficas de millonarios excéntricos creado criaturas de fantasía y prótesis que se veían aun más reales en cámaras, pero sintió un entusiasmo mayor al estar seguro qué está sería su mejor obra. Las fotos de guía en verdad mostraban el trabajo de un profesional y el detalle era asombroso. Limpiándose las manos sucias de pintura en su bata gris de trabajo tomó la taza de chocolate a prisas y la tomo intercalandola con el pan de sarten qué hizo la jovencita qué cocinaba para ellos, le supieron a nada, posiblemente por la altura de las instalaciones de grabación, que comprobó al momento de llegar en helicoptero, 4000 msnm le decía su app de viajes y algun pueblo impronunciable de los andes.
El agente se levantó de la silla plegable y trato de acomodar su espina mientras se tomaba la cintura, el maestro artista imagino que en solo unos días esto estaría lleno de camars y un equipo de grabación. Con estrellas del cine memorizando guiones o buscando algún lugar caliente en el hangar militar; pensó que la pequeña cocinera tendría más trabajo y seguramente algún camarografo gustaría de ella. Sacudió su cabeza y se avalanzo a su obra para darle los toques finales.
El agente vio al sujeto trabajar sin descanso aquella noche y a la pequeña muchacha supervisarlos desde la distancia.
Al día siguiente todo estaba listo y el propio agente quedó maravillado del resultado, se imagino otra vez presenciando aquella escena de maravilla cuando le tocó ayudar a recoger las piezas de aquella nave espacial repartidas en nuevo México, levantar aquellos cadáveres agonizantes y sonreír al saber que esos seres podían ser reales y muy avanzados pero, sin embargo también morían con facilidad, se decidió después de una pausa a llamar a sus superiores por el teléfono satélital y enviaran a los equipos de grabación, en una semanas agentes recrearian las autopsias y los equipos de desinformación las difundiraian en foros de conspiracion para desinformar al público, que poco sabría sobre la inminente guerra qué se acercaba a la tierra.
El artista descanso en días en unas camas improvisadas y disfruto de las sonrisas de la pequeña local que se esperaba en procurarle atenciones, ninguno de los dos entendía al otro. Pero, disfrutaban de su compañía mutua y una idea travieza paso por la abultado cabeza del polaco; solicitar a los padres la mano de la niña que de alguna forma entre míticas, le dijo que ya era mayor aunque se viera más joven.
Al mes siguiente. El trío partía a distintos destinos, el agente fue destinado a sofocar una rebelión en el Congo y ocultar a algunos alienigenas en una casa de seguridad, el artista y la joven fueron a Polonia, luego de firmar algunos papeles con los jueces del distrito cercano, la pequeña boda cristiana le pareció molesta y se juro jamás volver a este pueblo, más se sintió satisfecho de tener una esposa joven a la cual moldear a sus caprichos en su país, donde regresaría a su cátedra en la escuela de artes.
La joven procuro no se le escapara alguna palabra en algún otro idioma, de los.muchos qué conocía y que su nuevo marido la considerará pura e inocente a pesar que ya había participado en miles de misiones como agente encubierta de la federación de mundos espaciales.
Ella miró por última vez los picos nevados de su casa de refugio en la tierra, su cuerpo podía parecer como el de miles de locales qué vivían en ese pequeño país, pero, su mente abarca siglos de sabiduría y tecnología inimaginables para esos pequeños gobiernos humanos, esa agencia la había colocado aquí para vigilar las operaciones de estos salvajes y ahora le daban también la orden de mudarse a Europa para sus próximas misiones. Sin levantar sospechas, el plan de invasión seguía en proceso y ella jugaría un parte importante. Al sentir el cálido abrazo de despedida del agente y la mirada celosa de su nuevo marido ella recordó las enseñanzas del papá cura de lso pueblos cercanos, pensó que todos ellos tenían mentiras piadosas y engañaron a los otros, así eran lso humanos siempre y ellos también.
GRACE PELLS
Querías que mintiera.
Hay un cariño, y una pasión que viaja contigo.
Donde va tu nuca, mi boca le sonríe.
Porque no he perdido en todos estos años juntos, uno solo de tus gestos. Te huelo.
Eres un bizcochuelo, esos que en invierno se comparten con café y manta de lana. La llovizna de los veranos, el habitante de mi casa.
Te amé en ese tren donde todas las mañanas conectaba en mi estación con mis ganas de encontrarte. Nunca equivocamos el vagón.
Te amo porque no ha sido fácil el derrotero, pero fue charlado, y lo debatimos, y en esa trinchera que era el mundo estábamos esquivando balas.
Querías que mintiera
Lo sentí
Ya no somos aquellos, estamos ante otra construcción, donde no tienes que elevar las medallas de la hombría. No uso mentiras piadosas. Yo soy, donde tú eres.
¡Ven! Hay una risa sensual en los enredos, son conocidos los huecos, la presion de la caricia; el amor nuestro es un chiste, a los días de porquería.
BLANCA CERRUTI
UNA MENTIRA PIADOSA
Sergio y Elena son un matrimonio sin hijos. Él trabaja como comercial farmacéutico y viaja con frecuencia. Ella trabaja en una librería.
Están desayunando:
—Elena, tengo un viaje a la Coruña. Estaré fuera una semana, he de visitar varias farmacias y no todas están en Galicia.
—Sabes lo poco que me gusta quedarme sola, Sergio, pero lo entiendo, no te preocupes.
El sábado, después de cerrar la librería, Elena va al supermercado para hacer la compra de la semana.
En la puerta, como cada día, está la indigente con el cuenco para la limosna que apenas contiene céntimos.
Elena siente compasión por ella, Carmen, se llama. Nunca le deja dinero. Al salir le da una bolsa con un bocadillo, una fruta y un botellín de agua. Tendrá la misma edad que tendría su madre. «¡Qué vida más triste!», piensa.
Cuando Sergio está de viaje y se queda sola, se acuerda más de Carmen. Esta mañana, se ha fijado mejor en ella y se ha dado cuenta del calzado y la ropa que lleva. «Debería ayudarla más, pero tengo que pensar en cómo hacerlo para no ofenderla».
Confianza con ella tiene, la bolsa se la acepta y ya ha conseguido que no le dé las gracias. Irá poco a poco.
Por fin, esta mañana, se ha atrevido a preguntarle:
—Carmen, ¿me aceptarías unas deportivas?
—Hija, por favor, ya me das bastante.
—No, Carmen, no es cuestión de darte, sino de compartir contigo. A mí me sobra lo que a ti te falta, es justo que comparta. Déjame hacerlo.
Carmen consiente y Elena se la lleva de compras. Luego consigue que acepte ir a su casa a merendar. La mujer le cuenta cómo ha llegado a verse sola y sin recursos. Y sin darse cuenta se pasa la hora de ir al albergue.
—No te apures, Carmen, la habitación de mi madre está preparada, puedes quedarte a dormir —dice Elena—.
—Pero, hija, ¿qué dices?
—Lo que oyes, no voy a consentir que duermas en un parque. Puedes darte una ducha, si te apetece, mientras hago la cena.
Cuando se levanta a la mañana siguiente, Carmen parece otra. Se sientan juntas a desayunar. A Elena, una idea empieza a rondarle por la cabeza y al terminar el desayuno la suelta:
—Carmen, ¡quédate a vivir conmigo!
—¡Pero ¿qué dices, niña?!
—Lo que has oído. Trabajo en la librería y todo lo tengo que hacer deprisa. Además, Sergio viaja por su trabajo y paso mucho tiempo sola. Yo te pagaré para que me ayudes con las labores de casa y, además, nos haríamos compañía.
—Quieres decir que me contratas como interna.
—En cuanto que te voy a pagar, sí, pero respecto al trato, no. Tienes la edad de mi madre y espero que lleguemos a ser como madre e hija, sino de sangre, sí de corazón.
—Si me vas a pagar, mal empezamos. Yo necesito una hija tanto como tú una madre, entonces nada de dinero por medio. Si me quedo ha de ser como tu segunda madre, y las madres no cobran por ayudar a sus hijas.
A Elena también le gusta verlo así. La confianza aumenta y la convivencia fluye natural.
El sábado llegará Sergio y Elena piensa en decirle una mentira piadosa, que Carmen es una tía que se ha quedado sola, porque va a darse cuenta de que se tratan con familiaridad y Carmen, además, va a sentarse a la mesa con ellos.
Pero una mentira es una mentira, por muy piadosa que sea, y desiste. Le dirá la verdad y Sergio estará de acuerdo en acoger a Carmen como si realmente fuera de la familia.
Cuando Elena se lo cuenta, Sergio la abraza, no solo está de acuerdo, está agradecido; ya no estará sola cuando tenga que salir de viaje.
Elena piensa, «sin mentiras, ni siquiera piadosas». Y sonríe feliz.
GUILLERMO ARQUILLOS
DE PRONTO, LA VERDAD
Se levantó de la mesa, miró a su padre y se marchó a la cocina. Tenía una mancha de sangre entre los dedos y necesitaba apoyarse en la encimera y buscar aire porque sentía que en el salón no había oxígeno y porque su padre le acababa de preguntar por su madre. Él, como siempre, le había respondido con lo de la tía Elvira.
—Ay, Dios mío, ¿qué va a ser de papá? —sollozó.
Volvió a marcar el número de Enriqueta. De nuevo el buzón de voz.
Tomás era un tipo alto, con cuerpo de dinosaurio recién comido y brazos como sogas de amarrar buques. Pero sabía llorar. Su hermana Enriqueta, antes de largarse con el equilibrista, le decía casi a diario que los hombres son tan estúpidos que no saben ni llorar. ¡Qué poco lo conocía! Meses después, llegó la enfermedad a la cabeza de su padre y, aunque avanzaba muy despacio, Tomás fue aprendiendo a soltar lágrimas en la cocina. La vida se le había puesto tan gris que se había ido entrenando en el difícil arte del llanto sin que se dieran cuenta sus padres.
—¿Esta semana tan poco vas a trabajar? —le preguntaba la madre cuando todavía estaba viva.
Tomás respondía entonces con una historia de cambios de turnos y de vacaciones pagadas. Cuatro meses, cuatro meses de mentiras para que ellos no sufrieran.
El día que volvió a casa de la cola del paro y encontró a su madre colgada por el cuello, él se imaginó que era un ángel dormido. Luego, el funeral, el entierro… Enriqueta no se había acercado ni siquiera a su padre ni a los primos que habían venido de Badajoz. Cuando regresaban al piso, oyó por la escalera al vecino del segundo. El muy cínico estaba discutiendo con su esposa:
—¿Quién eres tú para ir al entierro de una suicida? ¿Es que te has vuelto loca?
Luego vería las fotos y lo entendería todo.
Aquel mismo día el padre de Tomás se olvidó de que ya no estaba su mujer. Algunas mañanas se acordaba de pronto y le preguntaba por ella y el hijo le contestaba que estaba pasando unos días con su hermana Elvira, la que vivía en Granada. Se mordía los labios cuando se lo contaba, porque temía que el padre se diera cuenta de que la tía Elvira había muerto hacía ya quince años.
Tomás, el del enorme cuerpo, estaba llorando. Le temblaban las manos y descubrió que también tenía un poco de sangre en los bajos del pantalón. Dentro de poco vendría la policía, se lo llevaría y ya no sabía lo que iba a ser de su padre. Pensaba que aquel anciano no se merecía todo aquello, siempre luchando para sacar a sus hijos adelante.
Lo de la madre fue un acto de cobardía. Sí, Tomás no se podía haber imaginado jamás que su madre tuviera un amante y se derritió de asco y de vergüenza cuando encontró, aquella mañana, las imágenes del móvil de su madre. Lloró. Lloró con rabia, apretó los puños y se mordió los labios.
Pero Tomás, que había visto la cara del vecino del segundo, recordó que tenía un bate de béisbol en el trastero y se puso a jugar con aquel palo. Esta vez, con la cabeza de aquel cabrón. Tomás comprendió lo que había pasado por los mensajes que leyó en el teléfono de su madre; ahí estaba todo: el chantaje, la podredumbre de aquel tipo, las amenazas.
Antes de que llamaran a la puerta ya había puesto un WhatsApp a Enriqueta: «Tienes que cuidar de papá, porque se va a quedar solo», decía.
Como siempre, su hermana no contestaba.
Como siempre, Tomás estaba solo.
EVA AVIA
Mentiras, piadosas, que duelen
—Padre, ya he llegado a casa —Descargando el bolso.
Me dirijo a la habitación de papá. Desde que falleció mi mamá el permanece sentado, en su silla de ruedas, frente a la ventana, esperando a qué el ángel de la muerte se lo lleve para así estar con su amada.
“Padre, cuantas veces le he dicho que coma —De nuevo se ha dejado la comida—. Vamos al comedor —Cogiendo la silla, la que giro hacia mí. Beso sus añorantes ojos—. ¿Te apetece comer conmigo? Seguro que esta vez sí que comes —Saliendo.”
—Señora, ¿le caliento la comida? —sonriendo, Francisca, mientras sirve la comida en el plato. Gracias que la tengo a ella, de echo me ha cuidado desde bien pequeña.
—No me diga señora, soy yo, tu pequeña —Acariciando su mejilla—. Anda, dame, que ya la caliento yo. Prepara la mesa para tres, que hoy comemos juntos —Indicándole con gestos a papá.
—Su papá no es el mismo desde que nos dejó la señora.
—Lo sé, Francisca, se amaban con locura. Hablando de locura, ya sabes que hoy era mi primer día de trabajo en el CSIC y resulta que mi superior está de locos —Colocando los platos en la mesa.
—¡Ay mi niña! Que usted ya sabe que eso no puede ser —Colocando a papá en su lugar de la mesa.
—Tú también. El pasado, pasado está. Yo no me creo eso de que las mujeres de esta familia están maldecidas con trastornarse si se enamoran.
—¿Tengo que recordarle las historias que su padre le contaba todas las noches? —Acercándole la cuchara a papá.
…..
Hace algo más de cuatrocientos años antes.
Él pertenece a una familia de nobles y ella, ella es la hija del médico del pueblo. Los dos se enamoraron en el primer instante que sus miradas se cruzaron, mientras, acompañados ambos de sus progenitores, visitaban el mercado. Solo bastó un segundo para que la torpeza de él le hiciera caer de bruces contra el suelo.
—Agacha la mirada —le dice, altanera, la madre de él a ella.
—¿Se encuentra bien, mi señor? —Ofreciéndole ella la mano a él, que la mira embelesado.
—¡Quita tus sucias manos del duque! Esta gente no sabe cuál es su lugar —Empujándola.
—Gracias, estoy bien —Dándole un beso en la mano.
—¡Vámonos de aquí! Ha sido una mala idea visitar este … ¡No quiero que te encapriches de esa! —Mirándola con desprecio.
Ese fue el inicio de un amor que duró cinco meses. Visitas clandestinas. Un amor que transcendió mas allá de la alcoba y que llegó a los oídos de una madre que estaba convencida de que su hijo había sido embrujado por esa mujer. El estatus social al que él pertenecía no consintió que ellos se amaran, recurriendo con embustes a la iglesia, embustes que se encargó esa madre obsesionada con su hijo de publicar por las calles del pueblo.
Días después de que acudiera a la iglesia para que se ocupara de esa pecadora, ella fallecía colgada delante de todo el pueblo, el mismo a la que siempre habían respetado por ser la hija del doctor. Que decir de lo que sucedió después, la familia del doctor tuvo que abandonar el pueblo, llevándose con ellos un estigma que quedaría impregnado en su ADN.
Besos, La Incondicional.
EDGAR BORJA CUAUTHLI-ARTE
Dijo Alfredo. Sabes que te amo y siempre voy a ver por ti y por mi hijo. En realidad no la amaba pero por su educación religiosa y educación tradicional sentía la obligación moral de hacerse cargo de Carla y su futuro bebé. Ella le había entregado su primera vez y no tenía la menor duda que el hijo era de ambos y eso lo hacia sentirse comprometido.
Carla contestó. Yo también te amo, eres el primer hombre en mi vida y el último. Te seré fiel siempre y juntos lucharemos por tener una vida hermosa llena de felicidad. Tal vez hasta tengamos más hijos. Ella tenía miedo de quedarse sola y madre soltera, pero en realidad estaba locamente enamorada de su vecino quien nunca le había correspondido.
Una noche de copas y de juvenil pasión se convirtió en un compromiso formal.
Se casaron por el civil y por la iglesia, unieron sus vidas y fueron no felices para toda su vida.
SILVIA RAFI GRACIA
¡ UF ! ¡ QUÉ ALIVIO!
Un día ya cercano a las vacaciones escolares de Navidad se oyó en un aula de primaria:
«¡¡¡ Robert ha dicho que los Reyes Magos son los padres !!!… ¿verdad que no? «
Exclamó Mateu, con voz algo trémula, dirigiéndose a Daniel, su maestro, tras pedir la palabra alzando su dedo.
Su tono de voz transmitíó simultáneamente una.mezcla
de gran preocupación, asombro,
inquietud y desconcierto.
Daniel intuyó que llevaba ya un buen rato con esa pregunta inquietándole.
Del resto de compañeros de clase, que se mantuvieron en silencio, algunos miraron a Daniel con complicidad y prudencia como haciéndole saber que ya sabían… y todos con expectación; bien porque sentían una incertidumbre similar a la que manifestó sentir Mateu o bien (los que ya sabían…) por la curiosidad ante qué respondería Daniel; si diría
la verdad o si optaría por una mentira piadosa para evitar una gran decepción..
Tenían siete u ocho años. Y Mateu en particular, de carácter muy emotivo, soñador y confiado, era de los que todavía tenía siete.
Daniel, en un primer momento se sintió aturdido en cuanto a cómo responder. No quería mentir, pero tampoco, por decir la verdad, provocar una precipitada desilusión y desencanto en aquellos niños que aún mantenían (y deseaban seguir manteniendo) la ilusión por aquella ancestral magia que los adultos venían inventando y reinventando en comandita un año tras otro.. Pensó, además, que decidir cómo enfocar ese tema correspondía a cada familia de cada alumno.
Pero en pocos segundos asomó a su mente una respuesta en formato de pregunta que le pareció «una revelación».
Y exclamó, tras simular una gran sorpresa, con una amplia y afectuosa sonrisa y un tono muy enfático:
«¿¿Qué?? ¿¿Que los Tres Reyes Magos que vienen desde tan lejos para llevar regalos a todos los niños. son los padres de Robert ??»
» ¡¡Noo!!», respondieron en voz alta algunos de los que ya sabían…, apoyando, entre risas, la idea que se le había ocurrido a Daniel.
Y tras algunas risas más, que se fueron compartiendo, en el aula resonó un eco de alivio, tanto por parte de unos como de otros…
Y, por suerte, fué suficiente para zanjar el tema, centrándose en la actividad programada para aquel espacio.
Unos meses más tarde, en un día festivo, Mateu, muy serio, se dirigió a su padre y a su madre, a la hora del almuerzo, mirándoles a ambos profundamente a los ojos, para hacerles una pregunta tras una breve y sincera exposición:
» Decidme la verdad, porque yo os creeré me digais lo que me digais».
– Mateu había justo regresado de jugar en la calle con sus vecinos –
«Adrià, y también Aleix, me dicen cada día que los Reyes son los padres y yo quiero saber la verdad; no me sentiré mal, lo digo de verdad, si me decís que es verdad lo que ellos me dicen ¿Es verdad?»
Rosa y Martí tuvieron muy claro, sin necesidad de decirse nada entre ambos, qué debían responderle
Entre uno y otra le fueron explicando… que los Reyes Magos sí existían, pero no en la vida real sinó sólo en la imaginación de la gente; que era como jugar a representar un cuento donde adultos y niños se convertían en los personajes de ese cuento; y que…
Y así siguieron…,
conversando …
Mateu respiró con alivio, el mismo alivio que cuando Daniel, su maestro, respondió a su pregunta, pero esta vez en el sentido contrario. Y se dejó ir, preguntando todo lo que le comportase cualquier tipo de duda o de curiosidad.
«Entonces ¿quién se come las galletas y turrones que les dejamos esa noche? ¿ Cómo lo haceis para tenerlos. todos a la vez?¿ Y los señores que van en las carrozas y los que cojen las cartas? …»
Martí y Rosa fueron respondiendo a todas esas preguntas; como también a las otras que luego fueron surgiendo.
«Y ¿quién me compró aquel excalextric? ¿ Y quién el juego de magia? ¿Y quién los juegos de los clicks ? ¿Y quién la bicicleta?…»
Y seguido fué dando las gracias, directamente a Rosa y a Martí e indirectamente a sus abuelos y abuelas y tías y tíos que le habían comprado todos aquellos, tan queridos, juguetes para él..
A todos y a todas, emocionado, por tanta generosidad y cariño hacia él.
Y luego siguió preguntando, al principio algo titubeante :
«Entonces… el Tió también es imaginación, otro cuento… Y así..también el Ratoncito Pérez .., claro…
Y…ya nada más ¿no?»
Fué un un encuentro con la realidad muy suave y agradable. Para los tres…
Y cada año, durante un tiempo, siguieron vivenciando el juego de representar aquel mágico cuento, pero ya compartiendo, Mateu, una complicidad con los adultos que seguían jugando a cumplir sus roles.
Y pienso yo que, así en general, cuando quien ha sido «engañado» con alguna «mentira piadosa» ha tenido tiempo de asumir que se le dijo con la mejor intención, conocer luego la verdad no tiene porqué resultar doloroso ni decepcionante; especialmente si la propia evolución de aquella persona o su situación emocional ha cambiado en relación a un tiempo anterior.
Y hay, creo yo, «mentiras piadosas» que bien merecen la pena para salvar según qué situaciones cuando no afectan negativamente a nadie.
Adela había sido invitada a una celebración a la cual había confirmado asistir. Pero ese día se levantó con un estado de salud que dejaba mucho que desear (padecía una enfermedad crónica de ésas que llaman «invisibles» y que producen síntomas que a muchas personas, por desconocimiento, les cuesta entender).
Cuando el día anterior le habían pasado el listado de las personas que iban a asistir, ver que también encontraría allí a tres personas que para nada deseaba encontrar (aunque las hubiese podido perdonar tras años de indiferencia sin volver a verlas) significaba para ella que debería esforzarse en adoptar una actitud nada natural ni espontánea entre un grupo de gente con predisposición a «pasarlo muy bien». Y con el estado de salud que preveía para aquel día, no se sentía con fuerzas para manejar bien la situación ni tampoco, si optaba por no ir, para dar explicaciones a Mónica,
quien le había manifestado reiteradamente su deseo de que participase, de tenerla allí bien cerca, tanto tiempo ya sin verse…, para que ella pudiese entenderla sin insistirle en que un rato de diversión le sentaría muy bien.
Así que le envió un mensaje instanstáneo diciéndole que debía ir rápidamente a casa de sus padres, quienes eran ya muy ancianos, y quedarse a dormir con ellos porque ese día nadie más iba a poder atenderlos (que bien pudiese haber sido cierto). Y que a ver si pronto podían encontrar otro rato para verse las dos en persona (Adela sentía cariño hacia Mónica y lo deseaba realmente).
» ¡ Qué alivio! » , se dijo tras haber enviado el mensaje sin dar opción a preguntas ni insistencias.
Ricardo, cada vez que su madre le llamaba en un día de lluvia y su hijo había salido con su automóvil, cuando le preguntaba por dónde andaba su tan joven y querido nieto, siempre le respondía que estaba «aquí cerquita» con amigos del pueblo…, ya que conociendo su tendencia a angustarse muy fácilmente, así lo evitaba y de paso evitaba también que le transmitiese a él su angustia. Y cuando su madre le decía «qué bien que se quede por aquí…» sin lamentarse de lo abundantes que eran los accidentes de tráfico en días de lluvia…, Ricardo pensaba «¡ Qué alivio!»; porque lo que menos necesitaba Ricardo en esos momentos era que le recordasen aquello de lo que él ya era consciente.
Marisa detalló un día, entre amigos, riéndose de ella misma, la salida de tono que tuvo una vez para excusarse, muy burdamente, dando por hecho que aquello que instantáneamente pasó por su mente sería una aceptable «mentira piadosa» :
Tras una «larga noche loca», trepidante y llena de contratiempos, cayó en un sueño tan profundo que ni oyó la alarma para ir a su trabajo. A media mañana le despertó el sonido del teléfono y respondió, aunque sin ser todavía capaz de coordinar sus pensamientos. Era Carles, su compañero de trabajo, quien tras preguntarle qué le ocurría le informó de que la había estado llamando muchas veces sin recibir respuesta, Marisa, con voz de catacumbas comenzó a hablar…
» És que ayer noche…»
<< ¿Còmo le explico yo ahora todo lo que me ocurrió ayer noche?
– se dijo entre un titubeante silencio – >>.
«Ayer noche me caí por un barranco «
soltó con ligereza y sensación de alivio por haber encontrado la manera de librarse de exponer complicadas explicaciones, para, sin más, colgar el teléfono y seguir durmiendo, que era realmente lo único que se sentía capaz de hacer.
Marisa era honesta y eficiente en su trabajo, y apreciada por sus compañeros. Carles en especial la conocía bien.
No fué capaz de presentarse hasta el día después.
Eran ya inicios de verano y hacía bastante calor; así que se vistió con ropa ligera y así entró en la oficina, donde estaba ya su compañero, quien, con un gesto que denotaba en parte complicidad y en parte suspicacia, miró directamente sus brazos y luego su cara y sus ojos.
«En tus brazos no se vé ni un solo rasguño, ni en tu escote, ni cuello, ni cara… Menuda suerte tuviste, Marisa, en la manera de caer por el barranco!!»
Marisa desvió la mirada y sintió ruborizarse. Y en un primer momento optó por «salirse por la tangente» , pero seguidamente se excusó.
«Es que yo me curo muy rápido»
<< tengo que darle alguna explicación, ¡ya! antes de que se «mosquee» muchísimo – se dijo – >>
» Mira! No me sentía capaz de explicarte en aquel momento todo lo que ocurrió, ni tampoco de inventarme una buena excusa, tal como me sentía; y lo de caerme por un barranco…que quieres que te diga, en aquel momento fué lo más «a mano» que se me ocurrió; lo único que se me ocurrió, aunque suene casi surrealista que alguien se excuse así. Y supongo que tú ya viste que era una manera (muy absurda, sí) de evadirme de darte explicaciones..y no me pidas tampoco, por favor, que te lo explique ahora «
Pol comprendió, incluso empatizó, con aquel estado de Marisa, fuese lo que fuese que la hubiese llevado a aquel extremo de haber quedado tan Kao al dia siguiente. Le comentó que había disculpado su ausencia ante el resto de compañeros y le hizo saber que se alegraba que estuviese bien; ya que, aún habiendo captado que se trataba de una «excusa barata» – le dijo – en algunos momentos se había llegado a inquietar por si realmente le hubiese ocurrido algo de cierta gravedad. Marisa, mirándole con una leve sonrisa, juntó las manos como gesto de pedir perdón.
Le fué totalmente perdonado aquel gran «resbalón»; aunque, durante bastante tiempo, aún de vez en cuando su compañero aludía, mirándola con ironía y sorna, a «aquel día que te caíste por un barranco…»
Y es que ¿Cómo no hacer uso de una mentira piadosa que alivie de dar largas y detalladas explicaciones cuando uno sabe que el otro igualmente no las va
a entender?
ARTURO OVALLE IBARRA
Era el cartero del pueblo, me encantaba mi trabajo, conocía a todos y eran amables conmigo, me invitaban a desayunar, comer, me regalaban cosas, era muy gratificante.
En particular, me gustaba ir a la casa de doña Leonor, era tan amable y simpática, vivía sólo con su hijo Fernando, el cuál trabajaba de albañil ganando muy poco, a ella no le gustaba este trabajo, pero no había más, había estudiado hasta la secundaria y no había podido conseguir otra cosa.
Un amigo suyo se va a la capital, para buscar una mejor oportunidad de vida, y entra a trabajar en la policía, pero con un buen cargo pues ya tenía experiencia.
Le llama a Fernando y le dice que vaya que él le va a ayudar para que le den trabajo con él y así lo hace.
Fernando cada mes le envía una carta a la madre y el cartero como siempre lee las cartas, pues está no sabe leer. A los ocho meses llega una carta nueva, la abre el cartero para leerla pero se da cuenta que está no es la letra del hijo y que el sobre y papel son diferentes , decide leerla antes, dándose cuenta de que algo terrible ha sucedido, la madre se encuentra muy enferma y piensa que si le da está noticia va a morir de la pena, entonces, inventa una «mentira piadosa», miente diciendo que todo está bien y que su hijo pronto vendrá a visitarla, esto lo hace durante cuatro meses más, hasta que finalmente la madre de Fernando muere.
Entonces el cartero se siente aliviado de no haber dicho la verdad y de haber sabido que la señora Leonor murió en paz, pensando que su hijo se encontraba bien, sentía que esa mentira piadosa, había ayudado a esa mujer amable a no sufrir por la muerte del hijo amado.
ART MI
VIENTO NEGRO (para el tema de la semana: mentiras piadosas)
¿No te lo dije, María? Claro que sí; te lo dije, pero, como siempre: no me hiciste caso.
Y ahora míranos, María, chapaleando entre toda esta mierda.
Cuando llegaron fui donde Juan, y a él también le dije que esos hombres no eran buenos… Y se me quedó viendo de arriba para abajo, con su mirada altiva de siempre, y me dijo que era yo un pinche cobarde, un prejuicioso.
Pero yo sabía que algo andaba mal con aquellos, porque veía como nos miraban a nosotros, como con ganas de devorarnos, así como los demonios saborean a los nuevos pecadores que arriban al infierno.
Te dije, María, te dije que ellos seguirían viniendo, porque el rocío ya no era agua, sino que empezó a volverse gota sangre, y ya no solo por las mañanas, sino a todas horas.
Y tú me dijiste, con tu mentira piadosa, que allá arriba se encargarían de pararlos, y luego salieron con la mamada aquella de que no había nada
que perseguir, porque al fin y al cabo todos somos gente del mismo sitio, y lo malo no se castiga con lo malo, sino con apapacho.
Y tú sabías, María.
Chingadamadre, María, tú sabías lo que estaba pasando, porque yo te escuché cuando hablabas bajito con tu madre, y le contaste que allá en la parroquia miraste como el cura les bendecía las armas, y como ellos le dieron un fajo de
billetes y un apretón de manos. Y que lo que más te alarmó fue la complacencia de ese cabrón sacerdote, María, que mucho te sorprendió como los persignó y les untó el crisma en las molleras.
Y tu madre te dijo que esas cosas no se decían, que te enrollaras la lengua y te la metieras entre los dientes, porque no fuera a ser que te envenenaras con tus propias palabras, ¡pinche serpiente! Con tus falacias de protestante.
Fue por eso que te propuse largarnos para siempre, irnos allá, bien lejos, a un mundo raro, pero nunca tuve para ti un sol, ni un cielo entero. Y me quedé esperándote bajo los laureles, María. Aquella mañana comprendí que no llegarías, ni ese día ni otro.
Y lo reafirmé cuando me contaron que te empezabas a volver una de ellos, y supuse que era habladuría, pero despuesito supe que ibas a formarte por si se presentaba que “algo estuviera desacomodado” y tuvieran a bien llamarte para
arreglarlo, y así te irías colando.
Y algún cabrón de la autoridad te vio entre la gente y te echó el ojo, te vio la piel joven y las formas sugerentes y te mostró el oro, ese que tanto añoraste por la miseria en la que nos criamos; y entendí, con rabia, que no te compraron,
como pensaba esperanzado, sino que te vendiste, y me acabé medio licor del pueblo intentando borrarme la imagen que me describieron de los bacanales que frecuentabas.
Y entonces sí, te volviste parte del armatoste, de esos que traían a la gente de las afueras para quitarles el dinero que traían entre los paliacates; te sentabas a la mesa pidiendo manjares y arengándolos para que ellos así lo hicieran, y no te seguían el juego, porque ya sabían, María, ya sabían que te pararías a medio desayuno y los dejarías a cargo de la cuenta y sin resolverles sus asuntos.
<< ¡Pinche mentirosa! >>, mascullaban cuando te ibas, porque, a pesar de tus promesas, llegaban días después las fuerzas del orden y les expropiaban los terrenos para construir superautopistas que acabaron por aplazarse
indefinidamente.
Como sea, yo le seguía pidiendo a mi dios que le librará de la mala suerte, de enredarte más de la cuenta. Y me faltó fe, advirtiéndolo en este momento.
¿Y qué dirás ahora, María? ¿Y qué dirá Juan ahora que se llevaron a sus hijas, y a la nieta de doña Saturna? Y a tu amiga, la Celeste. ¿Qué dirán ahora? ¿Qué dirás? Si sabes que fueron donde la casa de tu padrino y le prendieron fuego
después de violar a su mujer porque se negaron a darles las tierras donde nace el agua.
Ya no tiene caso, María, ya no tiene caso que intentes escapar, porque te traicionarán antes de que el gallo negro cante por tercera vez, y luego te darán el beso en la mejilla, y te entregarán para que te azoten con sus colas los pingos del carnaval.
Estallará el polvorín, María, y correrá la sangre, más sangre, y los ríos se pintarán escarlata, y sabrás, y ni siquiera muy dentro de ti, sino a flor de piel, que pudimos escapar de toda esta tragedia.
Extenderás tu mano fría, desesperada por hallar la mía entre la oscuridad, pero ya no podré encontrarte. Y entre los cuetes de feria y la canícula de las tres de la tarde se vendrá el fin del mundo, y no me refiero al mundo de allá afuera,
sino al mundo de acá mismo, ese que empieza ahí en el cerro, donde está clavada la cruz, y que termina allá, donde está amarrada la mula, junto al río.
Y ellos terminarán de arrasar lo que queda de nosotros, y será imposible pararlo, porque ya no se distingue cuáles son ellos meramente ellos, cuáles son ellos a la fuerza y cuáles son nosotros convertidos en ellos por el destello del poder y de la plata, cuando no de la amenaza.
Y a saber que lo peor no habrá pasado, porque ellos seguirán viniendo para arrasar lo arrasado, para refugiarse en lo que alguna vez fue nuestra felicidad, y corromperán hasta al viento, y cuando hayan acabado volverán a reciclarlo, para otra vez teñirlo de carmín.
¿No te lo dije, María? Claro que sí; te lo dije, pero, como siempre: no me hiciste caso.
*NI PERDÓN, NI OLVIDO*
IVONNE CORONADO
Para el tema de la semana: Una mentira piadosa
***El Regreso**
Todos me decían «seguro que quería morir en su tierra». No quería ofender a nadie, los dejaba que pensaran lo que quisieran.
La verdad, ella nunca pensó en regresarse ni muerta ni viva. Lo que la atraía de regreso era mi hermana, las nietas y mi tío, su hermano menor. Ya había perdido al mayor, Ernesto, sin haber podido despedirse de él. Esta vez, habíamos venido a que se despididiera de su último hermano, pues sabía que moriría de un cáncer maldito del cerebro, al igual que el que sufrieron mi abuelo y el tío Neto (así le decíamos).
No quería contradecir a sus paisanos en sus creencias.
No, mi madre no venía a quedarse. Estaba a gusto conmigo, curiosa insaciable había aprendido la historia de Quebec, su lengua; a saborear a fondo su cultura, su música, su gente, sus paisajes, y aunque tenía horror a pasar mucho frío, a soportar sus largos inviernos,apreciaba las otras estaciones. Una primavera llena de esperanza, un verano lleno de sol, un otoño lleno de colores.
«Ella está en remisión»- dijo el médico, dando su aprobación para el viaje. Yo tenía miedo. Una cierta premonición me angustiaba.
En su cama del hospital, donde tuvimos que llevarla de emergencia con mi hermana, comenzó a delirar: Hija, ya estamos llegando a Montreal, no? – y yo, que odio la mentira, tuve que decirle por piedad, sabiendo que moría: Si, mamita, ya pronto llegaremos.
Llegué con mi madre a su tierra, regresé a Montreal huérfana. Ni tan siquiera pude traerme sus cenizas.
REBECA FS
Las medias tintas.
Yo (no) te quiero.
Ya (no) lo intento.
Ya (no) lo juzgo.
Yo, sí (no) quisiera,
yo, sí (no) convido,
sí (no) me hiriera,
no (sí) volviera.
Sí, marcó huella,
tú no me quemas,
tú no me quemas,
ya, sin tormentas.
AXY LINDA
Hace unos treinta años, un grillo se metió en mi habitación justo a la hora de dormir. Intenté sacarlo inútilmente. Tomé un zapato y…
Me sentí mal, pero me dije:
“Era necesario, no me dejaría dormir y podría saltarme en la cara.”
Fin de la primera historia.
Dos años después, cuando tenía unos nueve, sentí comezón en la mano mientras dormía. Al rascarme, noté algo moviéndose. Me levanté de un salto, prendí la luz y vi una arañita de las que brincan. Por reflejo, tomé una revista y…
De nuevo, la culpa me invadió, pero me dije:
“Me seguiría picando, y dormido, seguro la aplastaría.”
Fin de la segunda historia.
Hace año y medio, me mudé a la zona norte de los suburbios por trabajo. En la esquina por donde pasaba a diario, un vagabundo me molestaba constantemente: me llamaba, me extendía la mano, tratando de darme lástima.
Una noche, al volver del supermercado, se atrevió a jalonearme. Tomé uno de los cuchillos que acababa de comprar y…
Lo agarré del brazo, lo levanté y lo llevé hasta un albergue del que me había informado. Por una módica cantidad, podía ingresarlo. Ahí lo ayudarían a desintoxicarse y rehabilitarse.
Hoy, en esa misma esquina, el ex vagabundo tiene una mesita donde vende dulces, lápices de colores y otras cosas. Los niños del colegio frente a mi casa le compran. Cuando paso, me saluda y con frecuencia me regala un dulce.
Voy caminando, saboreando la paleta que me obsequió, y pienso:
“Qué bueno que esta vez no fue necesario decirme una mentira piadosa.”
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
El viaje.
— ¿Mamá por que estamos en este lugar? ¿Y porque papá no ha podido venir con nosotras? — preguntó Pía con la ingenuidad y la inocencia propias de sus seis años. Acababan de bajar del autobús que las llevaría a lo que, desde entonces, sería su hogar.
La mujer que recibió aquellas preguntas era Dosa, su madre. Intentó dibujar una sonrisa serena antes de responder.
— Pues hija como bien sabes, tu padre sirve al ejército de nuestro país y junto con el resto de papás, han tenido que ir a prepararse.
— ¿A prepararse para qué, mamá? — insistió Pía, con esa curiosidad infantil que no conoce límites.
— Pues cariño, para estar listos. Por si algún día todo cambia y necesitamos que alguien nos proteja. — Le explicó Dosa a su hija, con toda la dulzura, que en ese momento fue capaz de reunir.
La niña era ajena a la realidad que las había golpeado de forma abrupta e irreversible.
Los días comenzaron a transcurrir inexorables. La vida allí para la tierna Pía era muy distinta a lo que ella había conocido hasta entonces.
A los pocos días, la pequeña preguntó a su madre en el comedor porque tenían que consumir siempre la misma y aburrida comida insípida. La madre la consolaba diciendo que los hijos y las mujeres de los valerosos hombres que protegían nuestro país también tenían que comer el superalimento que les hacía ser tan fuertes como a sus padres.
Por las mañanas, Pía preguntaba por qué ya no iban a la escuela. Su madre le contaba que todas estaban siendo renovadas, porque antes eran muy aburridas y ahora se convertirían en lugares maravillosos para los niños. Hasta que volvieran a abrir, le encomendó una tarea especial: escribir chistes en un cuaderno para poder contarlos a sus compañeros y profesores cuando regresara.
Cada noche, antes de dormir, la valiente madre acunaba a su hija en su regazo y le relataba un cuento. La hija la escuchaba ensimismada mientras no podía dejar de contemplar el dulce rostro con la que su madre la miraba. Los susurros de las palabras de aquella madre al oído de Pía, junto con las caricias que la pequeña realizaba en el cabello de su madre, daban como resultado un placentero sueño de la niña. En ese momento, como cada noche. Dosa le regalaba un beso en la mejilla a su hija. La sonrisa que se dibujaba en el rostro de la pequeña era prueba irrefutable de que estaba dormida.
Era entonces cuando el semblante de la madre cambiaba por completo. De su rostro caían siempre las mismas seis gotas de llanto, que se apresuraba a secar para no interrumpir el descanso de su hija. Y, como cada noche, su ritual concluía con un grito silencioso lanzado al cielo. Aquel grito no emitía sonido alguno, pero desgarraba el alma de quienes lo presenciábamos.
Llegó el día, y una fría y lluviosa mañana nos condujeron a aquel edificio que nos llevaría a encontrarnos con la sala de la que todas habíamos escuchado hablar.
Era el turno de la madre y su pequeña. Las normas eran claras y concisas. Cada 5 minutos el funcionario abría la puerta para que accediera un nuevo sujeto. No cabía lugar a la interpretación.
Pero en ese momento sucedió algo.
— Mamá yo no quiero entrar ahí — los ojos de la pequeña se humedecieron…
Dosa se inclinó, le tomó las manos y la miró a los ojos con serenidad.
— Hija, vamos a entrar ahí para hacer un viaje.
— Pero si no llevamos nada de equipaje.
— Si solo pudieras llevar contigo una cosa, ¿Cuál sería?
Pía no dudó.
— Te llevaría conmigo mamá.
Dosa esbozó una sonrisa, aunque sus ojos brillaban con tristeza contenida.
— Yo respondería lo mismo, mi cielo. Ahora tendremos que cruzar esa puerta par hacer el viaje y esta gente nos quitara todo. Pero no podrán quitarnos lo más importante. Tú y yo lo haremos juntas cariño.
El funcionario, que presenció aquella escena. No tuvo mas remedio que aplicar la humanidad mas elemental que albergaba su ser. Y con una mirada cómplice hacía la mujer, las dejó entrar juntas.
La madre cogió a su hija en sus brazos y cruzó la puerta.
Yo fui la siguiente, todo mi ser hasta ese momento era temor. Sin embargo, justo en mi hora final. Albergué la misma paz que aquella madre. Estoy convencida de ello, también infundió en su hija.
Un fuerte golpe a la puerta, acompañado de una luz cegadora cambió mi destino.
En Kiev a 19 de marzo de 2138. Día 1 de la liberación.
ANTONIO PRADES
Noche de zanahorias
—Pablo, cómete todas las zanahorias —dijo Ricardo durante la cena.
El niño arrugó el morro y cruzó los brazos.
—No me gustan.
—Las zanahorias son muy buenas para la vista. Si comes muchas,verás en la oscuridad como los gatos.
Pablo, dudoso, empezó a comerlas con recelo. Ricardo sonrió satisfecho.
Después de cenar, Pablo jugaba con sus muñecos en la sala.
—Hora de dormir, campeón —dijo Ricardo.
—¡Pero todavía no tengo sueño!
—Si no te acuestas temprano, crecerás menos que tus amigos. Mira a tu primo Julián, él siempre duerme temprano y por eso es tan alto.
Pablo, no quería quedarse enano, así que sin rechistar fue a su habitación.
Esa noche, Ricardo estaba viendo una serie en su plataforma de streaming de confianza cuando escuchó un fuerte ruido que procedía de la habitación de Pablo.
—Papá, las zanahorias no sirven para ver en la oscuridad —dijo el pequeño sollozando
Ricardo, atrapado en su propia mentira, dudó por un segundo.
—¡No veo nada, papá! ¡Me has mentido!
Ricardo se quedó sin palabras. Pablo lo miró con un gesto pícaro.
—Papá, eres un maestro de las mentiras.
Ricardo suspiró, derrotado.
—Tienes razón, hijo. A veces los papás decimos cosas solo para que hagáis lo correcto sin discutir tanto.
—Entonces, ¿puedo dormir tarde hoy y ver la tele contigo?
—No.
—¿Por qué?
—Porque soy tu papá y esa es la regla.
Pablo bufó, pero sonrió. Al menos ahora sabía que no todo lo que decía su papá era verdad… y que podía usar su propia lógica para ganar algunas batallas en el futuro.
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Llevaba 12 años casada con Raúl, teníamos un hijo de 10.
Todo hasta este momento había sido armonía, aparentemente.
De pronto Me dice que tiene que hablar conmigo y así lo hace, le pregunto que pasa Raúl, me contesta, me voy de la casa, no puedo seguir fingiendo, hace año y medio me enamoré de otra mujer, te ruego me perdones, y espero que nuetro hijo también lo haga. Por favor me despides de él, dile por favor una mentira piadosa, que me enviaron del trabajo a otro lado y tuve que irme, y que pronto lo veré.
Me sorprende tanto esto, no sé que pensar ni que decirle, tengo que reflexionar sobre como debo actuar en esta situación.
Y le pregunto en que te he fallado?.
Me dice que no soy yo, que es él, que ha cambiado.
Siento de pronto mucho coraje, quisiera golpearlo e insultarlo, pero que ganaría con eso. Sé que cuando falla un matrimonio normalmente es cosa de dos.
Pienso también que debo vengarme, pero si le hago daño, es hacérselo a mi hijo también.
Y así reflexiinando me pregunto, y si yo me hubiera enamorado de otro hombre que haría?.
Debo dejarlo ir sin decirle nada? entonces adonde queda mi dignidad; mi ego se encontraba lastimado, fingir que no me importaba, sería también una gran mentira.
Solo le digo que no se le ocurra regresar, que jamás volverá a ser recibido en esta casa, y que a mi hijo le diré que ha muerto.
Ya se acostumbrará; será difícil al principio pero soy
una mujer autosuficiente y saldré adelante, no soy la primera ni la última que me encuentre en esta situación.
MARÍA JESÚS GARNICA
La luz del pasillo del hospital era triste, apenas ilumina.
Su mano, aferrada a la mía.
Me detienen, no puedo pasar.
Lo miro, un beso en la frente, nuestras manos se aprietan.
_ Todo va a salir bien, le digo.
Las horas se hacen interminables. Pero sin embargo, siento como si estuviera protegido en aquel pasillo.
_ Todo va ha salir bien, me repito.
Cuando se qué no.
MAITE BILBAO
DECISIONES
Escena 1: El Laberinto de Espejos
[Un laberinto de espejos distorsionados, donde la luz y la sombra danzan en un juego eterno. El suelo, un río de mercurio, refleja fragmentos de realidad. El aire vibra con promesas y peligros, mientras luces tenues y sombras alargadas crean una atmósfera de misterio.
En el epicentro, dos figuras en constante conflicto. El tercer personaje, en el medio, observa con una punzada de familiaridad. El combate ha comenzado. Uno de ellos exclama una voz, clara y resonante, con la firmeza de quien se apoya en hechos]
—¡Basta de engaños, sombra de la noche! Tu reino de ilusiones se desmorona. La luz, cual fiera antorcha, disipa tus tinieblas.
[La otra responde con un tono meloso que acaricia el oído]
—¡Ingenua! Te ofrezco la dulce amnesia, el abismo de la fantasía. Solo eres una apariencia, un destello fugaz. ¿Acaso no es más placentero vivir en un sueño tejido a medida?
[La lucha continúa, un baile de poder donde cada movimiento es un arma. Los espejos, con sus reflejos, crean un caos visual y emocional; multiplican la confusión. Una de ellas se mueve con la precisión del sol; la otra, con la fluidez de la bruma nocturna. El personaje central, con los brazos extendidos y una sonrisa ladina en sus labios, les incita a proseguir]
—¿Acaso no comprenden la belleza del engaño? La dulce mentira que alivia el dolor, la ilusión que nos transporta a un mundo de ensueño… ¡Vamos! ¡Hasta la más íntegra recurre a esas pequeñas inexactitudes llamadas «mentiras piadosas»!
[La más oscura aprovecha la distracción y lanza un ataque sorpresa. Un velo de oscuridad envuelve a su oponente, que cae al suelo. Su nitidez se atenúa. La vencedora se burla, con voz triunfante.]
—¡Lo merece! En mi universo, el alma se cobija, y en la dulce ignorancia, siempre se descansa mejor.
[El personaje central se inclina sobre la derrotada].
—¿Acaso no deseas un respiro en la búsqueda de tu sino? Ven conmigo, te mostraré el lado de tu adversario… Su rigidez a menudo hiere.
[ La derrotada murmura débil]
—Es tan doloroso seguir mi camino…
[La vencedora, afirma, sin dudar]
—Y es tan sencillo dejarse enredar por mis palabras. Aunque, al final del camino, siempre sales a relucir. Podría ofrecerte una de mis mejores versiones, mi yo, disfrazada de lo que deseas. ¿No es eso lo que llaman persuasión?
[El personaje mediador insiste en la búsqueda de un punto de conexión]
—¿No veis que ambas tenéis razón? Cómo la sombra no se percibe sin luz. Vuestra existencia está ligada a la otra. Buscad la intersección…
[Campanas resuenan, un eco distante que parece provenir de otra época. Un destello amarillo ilumina el laberinto, congelando el instante. El tiempo se materializa, no como una figura, sino como una visión fugaz del futuro que les espera: una discusión acalorada entre ambas, sin conclusión. Irrumpe en la escena con voz resonante, cargada de sabiduría]
—¡Vaya, vaya! ¡Qué espectáculo! Lleváis siglos con esta parodia, ¿y aún no habéis llegado a nada? ¡Sois unas arrogantes! Mucha teoría y poca práctica. Lo que necesitáis es un conejillo de Indias. Tal vez unos mortales sirvan para poner a prueba las ideas.
[El reloj de arena gira, y el laberinto en un regreso al pasado, se transforma en un bullicioso mercado medieval.]
Escena 2:
El mercado medieval
[Monedas tintinean, el aire huele a sudor humano y especias. Una joven de ojos brillantes entrega su corazón (simbolizado con una pequeña joya) a un mercader de sonrisa afilada. Un anciano sabio, cansado de la búsqueda de la verdad absoluta, se pierde en la mirada de una cortesana y encuentra en sus ojos la ilusión de la juventud. El personaje central se acerca al mercader, su voz es un susurro tentador en su oído]
—Necesitas despertar la conciencia sobre el valor de la joya… o quizás endulzar la realidad de su costo para obtener un mejor trato…
[Cerca, la mujer vestida de mendiga intenta advertir a la joven, sobre la verdad, pero sus palabras son en vano]
—No os dejéis engañar por las apariencias, lo que brilla no es siempre oro…
[La cortesana, con un gesto seductor, atrae al anciano.]
—La verdad es aburrida. Ven, sígueme. La vida es un juego y, a veces, es mejor creer en una hermosa ficción.
[El tiempo, con un sutil toque al reloj de arena, acelera el transcurso de lo que acontece: Decisiones impulsivas, engaños, arrepentimientos se suceden a un ritmo vertiginoso. El caos destapa lo falso de las promesas del mercader y lo efímero de la ilusión en el anciano. El mercado desaparece, y los destellos áureos les envuelven de nuevo llevándoles de regreso al umbral del laberinto. El reloj, con un tono comprensivo se dirige a los tres]
—¿Veis? Ni la exactitud inflexible, ni la ficción desmedida son suficientes por sí mismas. La razón absoluta a menudo se choca con la complejidad humana. El caos de las elecciones, influenciadas por la verdad o mentira y… Mi presencia constante revela el baile sutil del equilibrio en las decisiones complejas. ¿Estáis listos para la siguiente función?
[El laberinto de espejos comienza a reconstruirse a su alrededor; los reflejos les traen los ecos de las decisiones tomadas en el mercado. El personaje mediador se dirige a los que están leyendo estas letras, y con su voz más atrayente…]
—Aquí me tenéis, desde aquella tent… Digo, manzana. ¿Continuamos? En vuestras manos estoy.
ALEXANDRA FERNÁNDEZ
En el jardín de la esperanza florecen las mentiras piadosas. Emilio sabe cultivarlas cuando le cuenta a su hija Valentina que la risa, es el sol que atraviesa las nubes, una chispa que ilumina el corazón y transforma las sombras en luz, creando un eco de alegría que resuena en el alma.
Valentina, con tan solo diez primaveras, no puede contar las estrellas del firmamento, pues cuando nació, sus ojos no reconocieron la luz del sol. Emilio, como un lazarillo, le relata algunas mentiras piadosas tratando de robarle el temor que puede jugar con ella en la oscuridad.
Un mundo oculto que para ella está, una realidad que puede tornarse en fantasía para un padre generoso y protector de la semilla que sembró en el jardín del amor. Valentina crece fuerte con el abono de su padre, el jardinero que no poda sus ramas. Esas ramas que pronto se volverán alas.
Emilio sigue enseñándole a Valentina las virtudes de la vida, las que no son mentiras piadosas.
—Hija mía, hoy te contaré lo que es el arte: — es un susurro del alma, una danza de colores y formas que nos invita a ver el mundo a través de los ojos de otros, transformando lo cotidiano en extraordinario.
Entre verdades y mentiras piadosas fue creciendo Valentina. Ya era una mujer segura, capaz de amar la vida con pasión. Emilio había logrado esculpir un espíritu bondadoso, un alma receptora de la energía de la creación, esa intuición que podía ver las almas de otros sin necesidad de usar la mirada.
En una noche, Emilio ya estaba muy cansado y enfermo. Vivía solo, pues Valentina se había casado con un hombre que la amaba. Todas las noches, su hija pasaba un rato con su padre, pero esa noche fue diferente. Encontró a un Emilio abatido por los años y le preguntó:
—¿Padre, qué tienes? Te noto diferente.
Emilio, esta vez, no logró encontrar la mentira piadosa. Era el momento de decirle:
—Siempre te amaré, mi niña querida, mi pequeña, pero esta vez será desde la distancia. Aunque no me veas, estaré a tu lado. Aunque no me sientas, nuestras almas quedarán entrelazadas.
—Recuerda y guarda en tu corazón este secreto: la vida es un viaje en un barco de papel, navegando por ríos de incertidumbre, donde cada giro y cada remolino nos enseña a apreciar la belleza de la travesía. Nunca te rindas, sigue adelante, escucha en silencio y confía en la Divinidad.
—No pudiste mirar las estrellas, pero las tienes dentro del firmamento de tu alma, de tu ser. Sujétate fuerte a esos pequeños destellos que son un tesoro para la vida.
Valentina al escuchar las palabras tan sentidas de su padre, sintió que su corazón se encogía y las lágrimas se escaparon, su voz de niña regresó para decirle una mentira piadosa:
—No padre, todavía te falta cultivar la infinidad de semillas de esperanzas, valores, honestidad, respeto, gratitud, compasión y lealtad que tuviste con todos tus amigos. Te necesitamos aquí con plenitud.
—Valentina, tú no conociste a tu madre, era una mujer maravillosa. Anoche soñé con ella y me dijo que me espera en un jardín infinito.
Emilio se despidió, partiendo hacia el horizonte donde el sol y la luna se encontraban en un abrazo eterno.
Valentina se convirtió en el faro que guiaba a otros, recordando siempre las palabras de su padre, tejiendo puentes entre corazones y sembrando estrellas en el firmamento de quienes la rodeaban.
Alexandra Fernández B.
FURUKAWA CREATIVES
Benevolente.
―¿Dónde están los niños, Aura? ―la cansada voz del hombre no disimuló el coraje del tono.
―Están en la playa, construyendo castillos de arena ―su esposa respondió con dulzura, además de acariciarle la mejilla tiernamente, intentando aligerar la tensión de la situación; lo cual dio un resultado instantáneo, ya que el hombre tomó la pálida mano de la mujer para besarla con delicadeza.
―Pero, ¿por qué no nos esperaron? ―cuestionó dolido ante lo que consideró ingratitud por parte de sus hijos.
―No te preocupes, todo está listo ya, ¿nos vamos? ―la mujer le sonrió con amor, se puso de pie a un lado de la cama y le extendió la mano.
―Sí ―el hombre contestó sin titubear, y extendió su extremidad para aceptar la mano de su amada.
La guadaña cayó en ese preciso instante, la previa mentira piadosa de la muerte hizo benévolo el encuentro con su familia.
ALEXA RINRIN
Una paloma blanca
Una paloma blanca levantó las alas, la luz brillaba en cada una de sus plumas, volaba hacia mis pupilas hasta que dio un giro de frente al cielo. Levanté mi cabeza y miré a la paloma zambulléndose en el azul de cielo hasta perderse en una nube y suspiré.
Fue un año difícil para mí, pero por fin era libre, recuerdo como me decía que era demasiado tarde, que moriría en esa cueva. Mi ropa está desgastada, mis muñecas y mis tobillos rojos por los grilletes. Recuerdo que grité: «Soy libre» y la paloma voló. Ahora, desde que salí de esa cueva, he estado andando sin rumbo por este bosque, han sido días, ¿por qué?, ¿acaso no tiene fin? Veo a los árboles poco a poco transformarse en barras de hierro, el mundo se vuelve más pequeño y ese grito de libertad se vuelve un eco cada vez más lejano. Ese eco del grito de un hombre libre se lo había llevado esa paloma con sus alas brillantes y sus ojos rojos.
Me dije a mi mismo, que no lloraría hasta que lograra salir, pero ante mí, la naturaleza se levanta de un modo hostil y no puedo aguantar las lágrimas. No sé dónde estoy. No sé a dónde voy. No sé qué hacer. No tengo cadenas. Pero no sirvo. ¿Morir en esa cueva habría sido mejor a morir en la nada?
Había un hombre más en esa cueva, otro prisionero, me habló de su familia, de sus ambiciones y deseos, de todo lo que hace que un hombre sea un hombre. Le prometí en su lecho de muerte que saldríamos juntos, aunque fuera mentira, quería darle paz a su alma, pero parece que era verdad lo que dije en ese momento. Huiremos los dos levantando vuelo hacia el cielo infinito.
Me dejo desfallecer, me he cansado de luchar, es una tortura para mí. Solo me queda dejarme ir. Siento unos brazos que me alzan, no sé si lo que oigo son aleteos, o son grilletes, o es otra persona. Solo oigo: «Estás a salvo, pronto irás a casa».
SILVIA RAFI GRACIA
¡ UF ! ¡ QUÉ ALIVIO!
Un día ya cercano a las vacaciones escolares de Navidad se oyó en un aula de primaria:
«¡¡¡ Robert ha dicho que los Reyes Magos son los padres !!!… ¿verdad que no? «
Exclamó Mateu, con voz algo trémula, dirigiéndose a Daniel, su maestro, tras pedir la palabra alzando su dedo.
Su tono de voz transmitíó simultáneamente una.mezcla
de gran preocupación, asombro,
inquietud y desconcierto.
Daniel intuyó que llevaba ya un buen rato con esa pregunta inquietándole.
Del resto de compañeros de clase, que se mantuvieron en silencio, algunos miraron a Daniel con complicidad y prudencia como haciéndole saber que ya sabían… y todos con expectación; bien porque sentían una incertidumbre similar a la que manifestó sentir Mateu o bien (los que ya sabían…) por la curiosidad ante qué respondería Daniel; si diría
la verdad o si optaría por una mentira piadosa para evitar una gran decepción..
Tenían siete u ocho años. Y Mateu en particular, de carácter muy emotivo, soñador y confiado, era de los que todavía tenía siete.
Daniel, en un primer momento se sintió aturdido en cuanto a cómo responder. No quería mentir, pero tampoco, por decir la verdad, provocar una precipitada desilusión y desencanto en aquellos niños que aún mantenían (y deseaban seguir manteniendo) la ilusión por aquella ancestral magia que los adultos veníamos inventando y reinventando en comandita un año tras otro.. Pensó, además, que decidir cómo enfocar ese tema correspondía a cada familia de cada alumno.
Pero en pocos segundos asomó a su mente una respuesta en formato de pregunta que le pareció «una revelación».
Y exclamó, tras simular una gran sorpresa, con una amplia y afectuosa sonrisa y un tono muy enfático:
«¿¿Quée?? ¿¿Que los Tres Reyes Magos que vienen desde tan lejos para llevar regalos a todos los niños. son los padres de Robert ??»
» ¡¡Noo!!», respondieron en voz alta algunos de los que ya sabían…, apoyando, entre risas, la idea que se le había ocurrido a Daniel.
Y tras algunas risas más, que se fueron compartiendo, en el aula resonó un eco de alivio, tanto por parte de unos como de otros…
Y, por suerte, fué suficiente para zanjar el tema, centrándose en la actividad programada para aquel espacio.
Unos meses más tarde, en un día festivo, Mateu, muy serio, se dirigió a su padre y a su madre, a la hora del almuerzo, mirándoles a ambos profundamente a los ojos, para hacerles una pregunta tras una breve y sincera exposición:
» Decidme la verdad, porque yo os creeré me digais lo que me digais».
– Mateu había justo regresado de jugar en la calle con sus vecinos –
«Adrià, y también Aleix, me dicen cada día que los Reyes son los padres y yo quiero saber la verdad; no me sentiré mal, lo digo de verdad, si me decís que es verdad lo que ellos me dicen ¿Es verdad?»
Rosa y Martí tuvieron muy claro, sin necesidad de decirse nada entre ambos, qué debían responderle
Entre uno y otra le fueron explicando… que los Reyes Magos sí existían, pero no en la vida real sinó sólo en la imaginación de la gente; que era como jugar a representar un cuento donde adultos y niños se convertían en los personajes de ese cuento; y que…
Y así siguieron…,
conversando …
Mateu respiró con alivio, el mismo alivio que cuando Daniel, su maestro, había respondido unos meses antes a su pregunta, pero esta vez en el sentido contrario. Y se dejó ir, preguntando todo lo que le comportase cualquier tipo de duda o de curiosidad.
«Entonces ¿quién se come las galletas y turrones que les dejamos esa noche? ¿ Cómo lo haceis para tenerlos, los juguetes,. todos a la vez?¿ Y los señores que van en las carrozas y los que cojen las cartas…? …»
Martí y Rosa fueron respondiendo a todas esas preguntas; como también a las otras que luego fueron surgiendo.
«Y ¿quién me compró aquel excalextric? ¿ Y quién el juego de magia? ¿Y quién los juegos de los clicks ? ¿Y quién la bicicleta?…»
Y seguido fué dando las gracias, directamente a Rosa y a Martí e indirectamente a sus abuelos y abuelas y tías y tíos que le habían comprado todos aquellos, tan queridos, juguetes para él..
A todos y a todas, emocionado, por tanta generosidad y cariño hacia él.
Y luego siguió preguntando, al principio algo titubeante :
«Entonces… el Tió también es imaginación, otro cuento… Y así..también el Ratoncito Pérez .., claro…
Y…ya nada más ¿no?»
Fué un encuentro con la realidad muy suave y agradable. Para los tres…
Y cada año, durante un tiempo, siguieron vivenciando el juego de representar aquel mágico cuento, pero ya compartiendo, Mateu, una complicidad con los adultos que seguían jugando a cumplir sus roles.
Y pienso yo que, así en general, cuando quien ha sido «engañado» con alguna «mentira piadosa» ha tenido tiempo de asumir que se le dijo con la mejor intención, conocer luego la verdad no tiene porqué resultar doloroso ni decepcionante; especialmente si la propia evolución de aquella persona o su situación emocional ha cambiado en relación a un tiempo anterior.
Y hay, creo yo, «mentiras piadosas» que bien merecen la pena para salvar según qué situaciones cuando no afectan negativamente a nadie.
Adela había sido invitada a una celebración a la cual había confirmado asistir. Pero ese día se levantó con un estado de salud que dejaba mucho que desear (padecía una enfermedad crónica de ésas que llaman «invisibles» y que producen síntomas que a muchas personas, por desconocimiento, les cuesta entender).
Cuando el día anterior le habían pasado el listado de las amistades que iban a asistir, ver que también encontraría allí a dos personas que para nada deseaba encontrar (aunque las hubiese podido perdonar tras años de indiferencia sin volver a verlas) significaba para ella que debería esforzarse en adoptar una actitud nada natural ni espontánea entre un grupo de gente muy predispuesta a «pasarlo muy bien». Y con el estado de salud que preveía para aquel día, no se sentía con fuerzas para manejar bien la situación ni tampoco, si optaba por no ir, para dar explicaciones a Mónica,
quien le había manifestado reiteradamente su deseo de que participase, de tenerla allí bien cerca, tanto tiempo ya sin verse…, para que ella pudiese entenderla sin insistirle en que un rato de diversión le sentaría muy bien.
Así que le envió un mensaje instanstáneo diciéndole que debía ir rápidamente a casa de sus padres, quienes eran ya muy ancianos, y quedarse a dormir con ellos porque ese día nadie más iba a poder atenderlos (que bien pudiese haber sido cierto). Y que a ver si pronto podían encontrar otro rato para verse las dos en persona (Adela sentía cariño hacia Mónica y lo deseaba realmente).
» ¡ Qué alivio! » , se dijo tras haber enviado el mensaje sin dar opción a preguntas ni insistencias.
Ricardo, cada vez que su madre le llamaba en un día de lluvia y su hijo había salido con su automóvil, cuando le preguntaba por dónde andaba su tan joven y querido nieto, siempre le respondía que estaba «aquí cerquita» con amigos del pueblo…, ya que conociendo su tendencia a angustarse muy fácilmente, así lo evitaba y de paso evitaba también que le transmitiese a él su angustia. Y cuando su madre le decía «qué bien que se quede por aquí…» sin lamentarse de lo abundantes que eran los accidentes de tráfico en días de lluvia…, Ricardo pensaba «¡ Qué alivio!»; porque lo que menos necesitaba Ricardo en esos momentos era que le recordasen aquello de lo que él ya era consciente.
Marisa detalló un día, entre amigos, riéndose de ella misma, la salida de tono que tuvo una vez para excusarse, muy burdamente, dando por hecho que aquello que instantáneamente pasó por su mente sería una aceptable «mentira piadosa» :
Tras una «larga noche loca», trepidante y llena de contratiempos, cayó en un sueño tan profundo que ni oyó la alarma para ir a su trabajo. A media mañana le despertó el sonido del teléfono y respondió, aunque sin ser todavía capaz de coordinar sus pensamientos. Era Carles, su compañero de trabajo, quien tras preguntarle qué le ocurría le informó de que la había estado llamando muchas veces sin recibir respuesta.
Marisa, con voz de catacumbas comenzó a hablar…
» És que ayer noche…»
<< ¿Còmo le explico yo ahora todo lo que me ocurrió ayer noche?
– se dijo entre un titubeante silencio – >>.
«Ayer noche me caí por un barranco «
soltó con ligereza y sensación de alivio por haber encontrado la manera de librarse de exponer complicadas explicaciones, para, sin más, colgar el teléfono y seguir durmiendo, que era realmente lo único que se sentía capaz de hacer.
Marisa era honesta y eficiente en su trabajo, y apreciada por sus compañeros. Carles en especial la conocía bien.
No fué capaz de presentarse hasta el día después.
Eran ya inicios de verano y hacía bastante calor; así que se vistió con ropa ligera y así entró en la oficina, donde estaba ya su compañero, quien, con un gesto que denotaba en parte complicidad y en parte suspicacia, miró directamente sus brazos y luego su cara y sus ojos.
«En tus brazos no se vé ni un solo rasguño, ni en tu escote, ni cuello, ni cara… Menuda suerte tuviste, Marisa, en la manera de caer por el barranco!!»
Marisa desvió la mirada y sintió ruborizarse. Y en un primer momento optó por «salirse por la tangente» , pero seguidamente se excusó.
«Es que yo me curo muy rápido»
<< tengo que darle alguna explicación, ¡ya! antes de que se «mosquee» muchísimo – se dijo – >>
» Mira! No me sentía capaz de explicarte en aquel momento todo lo que ocurrió, ni tampoco de inventarme una buena excusa, tal como me sentía; y lo de caerme por un barranco…que quieres que te diga, en aquel momento fué lo más «a mano» que se me ocurrió; lo único que se me ocurrió, aunque suene casi surrealista que alguien se excuse así. Y supongo que tú ya viste que era una manera (muy absurda, sí) de evadirme de darte explicaciones..y no me pidas tampoco, por favor, que te lo explique ahora «
Carles comprendió, incluso empatizó, con aquel estado de Marisa, fuese lo que fuese que la hubiese llevado a aquel extremo de haber quedado tan KO al dia siguiente. Le comentó que había disculpado su ausencia ante el resto de compañeros y le hizo saber que se alegraba que estuviese bien; ya que, aún habiendo captado que se trataba de una «excusa barata» – le dijo – en algunos momentos se había llegado a inquietar por si realmente le hubiese ocurrido algo de cierta gravedad. Marisa, mirándole con una leve sonrisa, juntó las manos como gesto de pedir perdón.
Le fué totalmente perdonado aquel gran «resbalón»; aunque, durante bastante tiempo, aún de vez en cuando su compañero aludía, mirándola con ironía y sorna, a «aquel día que te caíste por un barranco…»
Y es que ¿Cómo no hacer uso de una mentira piadosa que alivie de dar largas y detalladas explicaciones cuando uno sabe que el otro igualmente no las va
a entender?
LUZ LÓPEZ
Mentira piadosa
Mi papá era un hombre muy estricto y nos educó a los once hijos, 7 varones y 4 mujeres que tuvo, con reglas muy estrictas de obediencia y respeto por las buenas costumbres sociales, entre las cuales la mentira era uno de los mayores defectos morales y cualquiera de nosotros que mintiera, era castigado severamente.
En esos tiempos las protestas sociales por el mal gobierno eran apoyadas por una minoría del pueblo y cada día ganaban más adeptos entre la población, debido a la falta de oportunidades por lograr una mejor vida. La revolución iniciaba su germinación.
El gobierno en el poder ejercía el principio republicano de platón mintiendo descaradamente, toda la población lo sabía. Sin embargo, mi padre lo aceptaba y respaldaba, porque decía que ese era el papel fundamental de las autoridades superiores y trataba de justificar el hecho ante los hijos. Entre los cuales 4 hombres y 2 mujeres callaban ante sus argumentos, pero no los aceptaban y decidieron luchar por sus derechos. Como consecuencia dos de los varones y una mujer fueron apresados y violentamente vejados, ante lo cual mi padre justificó su castigo por oponerse a la autoridad. Los otros tres decidieron esconderse y le dijeron al padre al cual amaban, el lugar donde estarían. Los problemas en el país crecían.
Las autoridades tenían conocimiento de la honradez moral del padre y acudieron a él para que les dijera la ubicación de sus hijos que habían huido, y el padre sin pestañear les dijo que le creyeran, porque no sabía su ubicación y que, si la conociera, sin dudarlo acudiría a reportarlo pues estaba en contra de la desobediencia.
Armando Barcelona
Benedicto Palacios
Sergio Téllez
Axy Linda
Angy del Toro
Manuela Cámara
Sergio Téllez
Alexandra Fernández
Pedro Antonio López Cruz
Alexandra Fernández
FURUKAWA CREATIVES
Buenas!! Ha sido complicado con tanta calidad literaria.
Alfonso Fernandez-Pacheco
Ángy del Toro
Alejandra Fernández
Estoy acompañado de talento, que difícil escoger.
Art mi
Merlan
Armando
Pedro Antonio
Mi voto para Axi Linda.
Relatos muy duros los de esta semana. Difícil elección:
-Fernando López, por ese viaje tan lleno de amor.
-Armando Barcelona, por una realidad, la que espero no vivir.
-Sergio Téllez, por la verdad que se oculta tras el silencio.
voto por Axy linda
Voto por
Alexandra Fernández
Armando Barcelona
34 grandes relatos
Esta semana el voto es para un gran escritor, que cada día lo hace mejor.
Sergio Téllez
Mis votos son para.
Alexandra Fernández y Axi Linda.