Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «propósito de enmienda». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 6 de marzo!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO
Ese cliente…
―Camarero, por favor, tomaré un café con leche.
―Al minuto, caballero.
―Oiga, no me ha preguntado cómo lo quiero.
―Dígame, señor.
―Largo de café jamaicano, con una nube de leche cremosita asturiana, un terrón de azúcar moreno y con espumita de un centímetro.
―Marchando.
―Un momento, no me ha preguntado en qué tipo de recipiente lo quiero.
―Soy todo oídos.
―En una taza grande, pero no demasiado, de porcelana fina de La Cartuja, con motivos florales discretos, pero con colorido suficiente como para que no pasen desapercibidos. Y el platillo a juego, claro está.
―Sus deseos son órdenes para mí.
―Espere, necesito certificados de denominación de origen del café, la leche, el azúcar y la vajilla.
―Los imprimo inmediatamente, caballero.
―No sé si se ha dado cuenta de que no me ha preguntado a qué temperatura me gusta.
―El señor dirá.
―37, 5 grados, ni una décima más, ni una décima menos.
―Por supuesto, ¿alguna cosa más?
―Claro, no me ha preguntado cómo quiero la leche.
―Espero con expectación.
―Semidesnatada, que la entera es indigerible.
―¿Eso es todo, señor?
―De momento, sí, y si se me ocurre algo, se lo comunico, como no me pregunta nada… Debería hacer un propósito de enmienda, porque pedir aquí un café es un sindiós.
―Voy a cocina a encargarlo para que todo esté perfecto.
* * * * * * *
―Chu Wang Li, un café de sobre con leche para un imbécil.
―¿Del caducado?
―Cuanto más, mejor.
* * * * * * *
―Su café, caballero. Y un certificado de excelencia del termómetro.
―Hmmmmm, qué rico, nunca había probado nada igual…
―Tiene usted un paladar muy selecto. Son cincuenta euros.
―Bueno está por la profesionalidad que finalmente ha demostrado. Vendré todos los días.
―Lo imaginaba, señor…
ANTONICUS EFE
Para el tema de la semana. Sin propósito de enmienda.
En resumen resumido,
y resumiendo que es gerundio,
con mi guitarra y mi voz
sigo combatiendo al espíritu de Abundio.
Instaurado en la modernidad
(a Abundio me refiero),
exiliando la genialidad
para lucir plumero.
Puede que nunca
consiga vuestra atención,
ni consiga que mi voz
llegue a vuestro corazón.
Lo que sí tengo claro,
y bastante claro tengo,
es que seguiré dando por el culo
mientras me quede aliento.
En resumidas cuentas,
y con bastante terquedad,
seguid ignorándome amiguetes,
que yo no me pienso enmendar.
JUAN MANUEL CABALLERO
Ya eran por lo menos cinco los fines de año que llevaba pensándolo, pero nunca había hecho nada porque no se sentía preparado. Cosas de la falta de madurez, o de la procrastinación; o de ambas en comandita. Pero ese año, sí: el propósito de enmienda había anidado en él de una forma que no requería siquiera mentalización porque hasta notaba su peso dentro del alma. Tanto, que diríase estaba a punto de caer por su propio peso. De modo que era seguro que esta vez cumpliría su propósito de fin de año. Y hasta lo había acotado entre fechas: sería antes del día de Reyes.
Era la suya una de esas situaciones desagradables que no se compadecía con el supuesto carácter bienintencionado de esas fechas; aunque mirándolo bien, sí. Porque una vez que terminase con el negocio, que saliese de él, su vida quedaría tan diáfana y libre de las insoportables presiones que lo venían afligiendo desde hacía tanto, que sin asomo de duda no solo se haría un favor a sí mismo, sino también a los demás, a sus hasta ahora socios, que ya no tendrían que soportarlo. Al fin y al cabo, es la paz lo que en esos días navideños se desea a diestro y siniestro. Sería, además, su regalo personal para esa ocasión en la que todo el mundo iba de aquí para allá mirando escaparates, entrando y saliendo de los comercios. Solo que el suyo habría de ser un regalo espiritual, intangible, de esos que no se compran ni se venden. Pero por eso mismo, mucho más valioso, porque el alivio de un dolor mudo y ubicuo no tiene precio.
A la noticia habría de hacerla saltar en pocos días, una vez terminase toda aquella morralla de la Nochevieja, el Año Nuevo y todo eso. Aunque, bien mirado…¡qué demonios!: acababa de decidir, en ese preciso instante, que ese año iba a disfrutar de esas fechas; al fin y al cabo, estaban marcadas por su decisión, y eso las hacía especiales; tanto, casi, como las de su infancia…no tan mágicas, desde luego, pero sí igualmente esperanzadoras. De repente, le entraron ganas de salir, de mezclarse con la gente. Tomó el abrigo de la percha que tenía junto a la puerta y se largó del piso para darse un baño de multitud a esa hora de la tarde del 31 de Diciembre.
Y a fe que, mientras caminaba, se sintió extrañamente libre como preámbulo al giro que, en un día o dos, tal vez tres, iba a dar a su vida. Y volvió, por un rato, a percibir el sentido de todo: a sonreir al conciudadano que se le cruzaba, a abrirle la puerta a la señora que entraba, cargada con bolsas, a la pastelería donde, él mismo, entraría a tomarse un café con merengue. Mientras regresaba a casa, seguía feliz por el sentido reconquistado, por esa recidiva del disfrute social propio de otro tiempo, de la niñez. Pero caminaba consciente de que todo aquello tenía sentido solo como colofón. Porque, como tenía previsto, todo iba a cambiar; también su residencia: después de finiquitar todo lo de su salida del negocio, de la sociedad, viviría en una comunidad apartada, en las afueras, con vecinos con similares inquietudes (o ausencia de las mismas, tanto da). Llevaba tiempo deseando eso también…porque un efecto colateral de su participación durante tantos años en ese negocio tan absorbente que había heredado, era la soledad; por eso vivía solo y alienado y prácticamente insensible a las cosas del espíritu. Hasta ahora, porque sabía que, paradójicamente, en el relativo retiro que le esperaba, estaría más acompañado. Solo esperaba que los inquilinos de la nueva comunidad fuesen coherentes con el sentido profundo de un elegido apartamiento del mundanal ruido; es decir: que fuesen civilizados y, por descontado, silenciosos. El ruido era algo que nunca había llevado bien.
Cuatro días después decidió que había llegado el momento. Se sentó en su sillón frente a la ventana, casi corrida del todo. Le gustaba la penumbra para pensar, para tomar decisiones, para hablar por teléfono, porque así se focalizaba mejor en lo que tenía que decir, y aquella, sin duda, era la operación más crucial de toda su vida. Tanto, como drástico sería el cambio tras ejecutarla. Sobre el brazo del sillón, descansaba su celular a la espera de ser utilizado. Pero antes, recostó la cabeza un momento sobre el respaldo arqueado del sillón y estuvo así alrededor de un minuto, con los ojos cerrados. En esa posición de su cabeza se hacía aún más evidente su prominente nuez. Enderezó el cuello y descorrió la persiana como un par de palmos; abrió la ventana y miró por la brecha de luz que acababa de fabricar: la calle bullía aquel sábado del fin de semana previo al día de Reyes. Por lo demás, la mañana lucía radiante y ni siquiera era muy fría. Observó la plaza y las calles que la flanqueaban durante unos segundos detenidos, como despistados. Tomó el fusil que tenía apoyado sobre la pared y asomó su afilado hocico por el hueco de la ventana. Arrimó su ojo derecho al visor y orientó la escopeta con suavidad, tal y como se mueve la cabeza de un felino.
Mientras disparaba, lamentó que su viejo Máuser no fuese semiautomático: eso le hubiese ahorrado tener que accionar el tirador después de cada disparo y su operación de renuncia a la sociedad hubiese resultado aún más efectiva. Más efectista, en realidad.
Porque si bien el resultado de su aguijonazo no fue el ideal, según pensó, sí que fue suficiente. Las cosas habían quedado claras y su libertad, garantizada.
Por fin, dejó el arma apoyada en la pared y agarró el teléfono. Marcó el 112 y dio su nombre y dirección a la mujer que le respondió al otro lado del hilo. Después, corrió del todo la persiana y esperó en la oscuridad.
DAVID MERLÁN
LOS MUERTOS NO PERDONAN
Comenzó a oír sonidos, seguidos de murmullos y conversaciones que se entrecruzaban. Abrió los ojos. El ataúd estaba abierto… y vacío. Una situación extraña, pensó al principio, hasta que comprendió que era imposible porque él estaba allí, de pie, observando su propio funeral o lo que debía serlo a tenor de la generosa fotografía que lo retrataba en un caballete situado a su izquierda.
A su alrededor, los asistentes al funeral iban reaccionando con una mezcla de horror y desconcierto al verlo. Su madre se desmayó en el acto. Su hermano, comenzó a hiperventilar al verlo con el rostro contraído por el miedo, la tía Carmiña murmuró una oración con las manos en señal de imploración al divino y otros, simplemente dieron un paso atrás, como si verlo fuera un mal presagio.
Nadie intentó tocarlo. Nadie salió corriendo a abrazarlo.
—¿Qué es esto? —balbuceó, sintiendo cómo se le encogía el estómago.
De repente una figura emergió de entre los presentes, vestida con un traje negro impecable. Un rostro pálido y afilado, ojos hundidos y un leve y casi imperceptible olor a cenizas.
—Tienes una oportunidad, Oscar—dijo con voz calmada—. De corregir lo que hiciste en vida. Pero debes hacerlo rápido. No todos quieren que lo logres. ¿No ves cómo han reaccionado?
Óscar quiso preguntar más, exigia respuestas, pero el hombre ya se había desvanecido entre la multitud. En su lugar, vio otra cosa que le heló la sangre: una mujer de rostro sombrío que lo miraba con odio. No tardó en reconocerla. Era Raquel su antigua y algo más que compañera de trabajo. La última vez que se habían visto en la oficina, él la había dejado en evidencia delante de todos, arrebatándole su dignidad y su estabilidad emocional, o quizá ambas.
Hizo el amago de acercársele pero ella no le dió opción. Tras propinarle una mueca de asco, se giró y se perdió entre la gente. El resto de los asistentes también comenzaban a alejarse de él entre gestos de indiferencia, repugnancia, odio y tristeza. Nadie quería estar cerca de él. Nadie quería darle esa oportunidad.
Las siguientes horas fueron un torbellino. Pensó que con su familia sería diferente e intentó acercarse a ella, pero todos los miembros allí presentes lo evitaban como si fuera un apestado o una aparición. Desplante tras desplante, salió de allí y visitó a antiguos amigos, pero ninguno quiso abrirle su puerta. Solo encontró rechazo, resentimiento y miradas cargadas de rencor. Sus errores eran muchos, y las heridas que dejó, profundas y sin cicatrizar.
Y entonces, empezaron las señales de que alguien lo vigilaba. Sombras que se movían reflejadas en los escaparates, llamadas sin respuesta en su antiguo teléfono, la sensación de que lo seguían allá donde fuera. Todo hacia pensar que, efectivamente, no era solo la culpa lo que lo perseguía; sino que había alguien que realmente no quería que él lograra redimirse de sus pecados, de que pudiera enmendar sus errores.
Una noche, mientras intentaba reconciliarse con su exesposa, vio un reflejo en la ventana de su casa. Un rostro difuso, con una sonrisa cruel. Cuando se giró, la figura había desapareció, pero la sensación de peligro permaneció inmutable.
La duda se instaló permanentemente en su mente. ¿Realmente tenía una oportunidad de redimirse o todo eso era un castigo divino? ¿Quién estaba detrás de todo esto?
Su ansiedad seguía increscendo, y de golpe una madrugada llegaron las respuestas cuando la figura del traje negro apareció de nuevo. Esta vez, su rostro mostraba impaciencia.
—Oscar. Ya es suficiente —sentenció.
Y entonces, todo se desmoronó a su alrededor.
Las imágenes se sobreponian y se agolpaban en su mente. El accidente, los gritos, el momento en que perdió el control del coche. Los fragmentos rotos de su vida encajaron como un puzzle cruel.
Al instante lo entendió. No estaba muerto. Estaba despertando del coma y su mente había tejido esa ilusión para obligarlo a enfrentarse con su culpa y su pasado. La fúnebre sombra era él mismo. Su propio miedo a despertar y afrontar el mundo que dejó atrás.
Pero ahora ya no había vuelta atras. Un pitido largo. Luces intensas. El sonido de máquinas que lo envolvía todo. Finalmente, abrió los ojos. Esta vez el mundo real lo esperaba. Recapacitó y miró a su alrededor. Estaba sólo en la habitación. Pensó un instante.
«Mi segunda oportunidad comienza ahora».
FIN
ARMANDO BARCELONA
Santa María Egipcíaca
Querida Amelia:
Espero que al recibo de esta te encuentres bien, por aquí todo sigue igual, esto de la Eternidad es un muermo, hija, pero no tiene vuelta de hoja.
¿Sabes, Alfredo, el abogado? Sí, mujer, uno de Calatayud, que se mató con la moto subiendo a la Perdíz. Te tienes que acordar, el que me presentó a Yeshua la primera noche que pasé aquí, haz memoria. Bueno, pues me ha enchufado de pasante en su bufete, ¿cómo lo ves? Un curro entretenido y lo pagan bien. Hago un poco de todo: papeleo, gestoría, procurador y te enteras de cosas. Sin ir más lejos, ahora le estamos llevando el pleito que le ha puesto Santa María Egipcíaca al padre de Yeshua, por daños morales, maltrato sicológico y discriminación por razón de sexo; un culebrón del quince, Amelia, corazón, están en el Edén con un mosqueo, espera que te cuente. Todo empezó allá por el año 375, aproximadamente.
Resulta que María era una chiquilla un poco ligera, de braga floja, todo hay que decirlo, le iba el teje maneje de la caja del fleje, con furor uterino, para que me entiendas, vamos que se cepillaba todo lo que se le ponía por delante; eso sí, la criatura lo hacía gratis, sin malicia, por sacarse el cuerpo de penas. De aquellas vivía en Alejandría, por eso le pusieron de mote la Egipcíaca.
En esas fechas montaron una peregrinación a Jerusalén para la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. No es que le tirase mucho la cosa religiosa, pero pensó que entre tantos peregrinos tendría garantizada su buena ración diaria de polvetes y encima se sacaba el viaje gratis, cosa que sucedió punto por punto tal y como se lo había imaginado. Aquella debió de ser la peregrinación más sabrosona y cachonda que recuerda la cristiandad, y todo gracias a la apertura de miras —y de piernas, por qué no decirlo—, de nuestra María.
Pero la cosa se torció cuando por fin llegaron a la iglesia del Santo Sepulcro y el portero le impidió el paso por pilingui; una gran putada, reconozcámoslo, a la moza se le vino el mundo encima, a ver, Amelia, y no es para menos. Que sí, vale, iba bien servida de bajos, pero de Alejandría a Jerusalén hay una tirada, oye, y más entonces que las carreteras estaban hechas una pena. La pobre chica estuvo suplicando perdón y hasta juró que dejaría de darle al asunto, solo así le fue permitido el paso y ella, cumplidora, se hizo eremita, se retiró al desierto en la flor de la vida, y aunque cuentan que iba siempre en pelota picada, ya no se le conocieron más rolletes, se hizo vieja y murió soltera.
Hasta hace poco todo iba bien, la mujer estaba a lo suyo, allí en el barrio santo, tan tranquila, pero Magda, la churri de Yeshua, que está muy metida en temas de la EVCMN, los movimientos de mujeres progresistas para combatir las desigualdades de género y las injusticias en la sociedad con el objetivo de acabar con la dominación patriarcal, pues empezó a comerle el tarro con que en la excursión aquella los tíos también se habían puesto las botas pecando, pero a ninguno se les cerró el paso a la iglesia, que, al fin y al cabo, ellos también pusieron lo suyo en el mercado, pero que fue María la única que debió hacer propósito de enmienda y retirarse al desierto, en lo mejor de la juventud, para conseguir el perdón de dios. Según la Magdalena: «una injusticia de cojones», palabras textuales.
O sea: discriminación por razón de sexo, maltrato sicológico y daños morales. Un juez ha admitido a trámite la querella y se ha montado gordísima, porque en el círculo de la familia de Yeshua hay cantidad de machirulos, todo sea dicho, y han puesto el grito en el cielo. En todos los magazines televisivos mañaneros no se habla de otra cosa. Yo estoy con ella, la Egipcíaca y seguro que al padre de Yeshua la va a salir la torta por un pan, pero es cierto, ¡coño!, a ver por qué tuvo que comerse la tía el marrón, mientras a los garrulos les daban palmaditas en la espalda. «¡Bien hecho, machotes!».
Y aún se va a enredar más la cosa, porque aprovechando el tirón mediático, la serpiente ha hecho declaraciones en revistas del corazón, diciendo que lo de la manzana, la tentación y el tiberio que se montó con eso fue todo un camelo y que ella no tuvo nada que ver en el asunto. La realidad, según cuenta, es que Adán era un picha floja, no había forma de ponerlo a tono, que no armaba, vamos, y como todavía no se había inventado el Viagra, pero se hablaban maravillas de la manzana, pues que probaron a ver si allí estaba la solución, pero ni por esas. Luego se acojonaron, buscaron una cabeza de turco y le tocó la china a ella, la serpiente, que en el momento de los hechos estaba visitando a una culebra, prima suya, en el Sinaí, pero que dios no quiso comprobar la coartada y le cargó el mochuelo. Se va a liar gordísima.
En fin, Amelia, amor mío, lo dicho, que yo soy muy fan de María la Egipcíaca y que aquí o hacemos todos propósito de enmienda o no lo hace ni Cristo, ¡que ya está bien, leñe!
Por cierto, veo que has dejado de salir con Roberto, bien hecho, te lo advertí; solo que ahora estás liada con Ambrosio, ¡hija qué ansias, tú también! Yo no digo que me lleves luto de por vida, pero, mujer, date un respiro. En fin, con tu pan te lo comas.
Bueno, te dejo, cariño, que he de ir al juzgado a practicar diligencias. Cuídate.
Este que te quiere.
SUSANA NÉRIDA
Una vez se hubo quedado solo, abandonado a su suerte por su maldición, la adicción al alcohol, acudió al médico, que le dijo que su situación era crítica. Necesita una operación, yo que usted, rezaría, esperando que no llegue tarde.
Efectivamente, podían ser sus últimos días.
Había sido, durante toda su vida, un hombre bueno, de principios y valores. Sin embargo, la vida de su pequeña hija, con falta de oxígeno al cerebro y su pronta muerte, a los cuatro años de edad, le dejó tal herida que, sumados al resto de traumas de su vida, sólo encontró consuelo en su cerveza fría.
Sí, era un hombre bueno, desvirtuado por la bebida, hasta tal punto de ser agresivo con los suyos, a los que no les quedó otra salida que alejarse.
En sus intentos y propósitos de enmienda fallida, habían acudido a alcohólicos anónimos, donde solo conoció a más compinches de tragos y pocas medidas de cambio. Era algo fuera de su control, incapaz de controlarlo o salir de ahí.
Y ahora, aquí estaba, ante una operación con mucho riesgo, con un tapabocas del covid, aceptando su destino.
Este fue su último propósito de enmienda. Para sí mismo, para su nuera, que era la única que aún le visitaba entre visitas al médico, pues su morada estaba próxima y tomaban un café, teñido de amargura por una vida de sacrificios y derrotas; pero sobre todo, para su tercer hijo, compañero de la nuera anteriormente nombrada, con su infatigable lucha por sacarle de ese vicio, sin éxito.
Este propósito de enmienda venía acompañado de haber recorrido mentalmente cada resquicio de su vida, ante la idea de una posible muerte prematura.
Se acercó, con esta nueva visión, a su tercer hijo y a su nuera y, tal y como anunciaba su propósito de enmienda, les pidió perdón por todos los males infringidos. Pero este perdón sonaba a despedida.
Queriendo quitar hierro al asunto, les comunicó que tenían que hacerle una sencilla operación dos días después y pidió a su nuera ayuda para el papeleo de la jubilación, a un mes vista.
Al día siguiente ingresó. La operación fue un éxito pero la recuperación fue delicada. Tan sumamente delicada que, tan sólo su hijo y su nuera se hicieron a la idea, anticipándose a los hechos, que quizá no saldría y no llegaría el alta. Y así fue. Tuvo un propósito de enmienda, una iluminación antes de la llamada de la muerte. Fue, sin duda alguna, un sacramento de la penitencia, de cara a poder descansar en paz, tranquilo en su lecho, parecía dormir apaciblemente.
Nunca supimos por qué, lo último que hizo, fue quitarse el bigote que le había acompañado toda la vida. Quizá necesitaba sentir este profundo cambio en su interior, también en el exterior.
Y, por qué os cuento esta historia? Porque el último estado de un amigo mío, antes de morir, decía así: uno nunca muere del todo mientras quede, tan solo una persona, que recuerde su nombre. O su historia. Y ambos viven eternamente en nuestros recuerdos.
Nunca es tarde si la dicha es buena.
BENEDICTO PALACIOS
Tengo un amigo pintor, un artista, un genio. No exagero, presenté uno de sus cuadros en un concurso y no le dieron el primer premio porque ya se sabe que el verdaderamente bueno, el mejor, siempre es el segundo. Yo no soy su merchante, pero sin mi favor y empeño no hubiera vendido uno solo. Y su mujer, Marta que le adora, hace tiempo que le hubiera dado con un portazo en la nariz.
El día de mi cumpleaños me regaló el que yo catalogaría como una obra de arte, presta de aparecer en un museo al lado de Dalí o Mondrian. Lo acepté con la condición de que hiciera otro mejor.
Hace veinte días recibí una nota de Marta: «abre el correo.» Me refregué los ojos cuando descubrí el estudio de mi amigo sin un solo lienzo en el caballete y a él con la cabeza entre las manos mirando la nada. Le llamé por teléfono y no quiso ponerse. Me preparé para de buenas maneras persuadirle de que debía ponerse a trabajar, que ya dijo Picasso aquello de la inspiración. Me lo prometió como quien arrodillado hace propósito de enmienda. Abandoné su casa convencido de mi poder de persuasión.
La semana pasada, al abrir el buzón me he encontrado con esta carta de mi amigo el pintor.
Querido Bento
Estoy harto de mí mismo, de la vida, de lo buenos propósitos y de pintar. Delante de un lienzo no sé qué hacer y si se me ocurre deslizar un trazo en la superficie tan blanca me parece un maquillaje grotesco, pura mierda, con perdón. Necesito recluirme. Un pariente de mi madre, fraile de una orden nueva, vive con otros cinco en un convento entre montañas. Me voy con él. No, no lo hago para rezar.
El pasado domingo, día 23, busqué la dirección del convento y allá me dirigí. Encontré a mi amigo trabajando en un huertecillo, cultivando tomates y zanahorias. Tenía un rostro reluciente. Apenas hablamos. Me mostró la capilla donde después del trabajo manual se ponía a pintar. La obra no estaba terminada, pero me recordó la capilla sixtina.
—¿Puedo quedarme? —Pregunté al que hacía de prior.
—Solo si eres artista o creativo.
Volví a casa y llené este folio que tenía sobre la máquina de escribir.
Por favor, decidme que es ingenioso y ocurrente.
B. Palacios
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
CUESTIÓN DE HÁBITOS
Aquella tarde, como todas desde el día en que cruzase por primera vez el umbral de ese santo lugar, la hermana Victoria se arrodilló e inició las plegarias antes de que el sol exhalara su último suspiro. La acompañaban la quinta división de Ursulinas del convento de Santa María la Mayor al completo, una patulea de monjas veteranas capitaneada por Sor Leandra, a la sazón, madre superiora de todo aquel batallón, cuyo número, sin embargo, había menguado con los años. La dichosa falta de vocación. Se hallaba el regimiento de legionarias del Señor en posición de rezo y recogimiento cuando, de pronto, un murmullo a modo de mantra místico se extendió por cada rincón del convento, dando inicio a la plegaria e invitando a la paz del alma. Aquello hizo recordar a Sor Victoria el motivo por el que decidiera entregarse a los sacrificios de la fe, pese al férreo régimen disciplinario que gobernaba el interior de aquellas antiguas paredes de piedra. Hay cosas cuyo sacrificio bien vale la pena. Eso era algo de lo que ella era consciente y un motivo que todas las noches tenía muy presente.
Lo cierto es que había ciertas cosas que pocos sabían. Como si se tratara de Fátima, Sor Victoria atesoraba tres grandes secretos en su alma fuerte, lugar blindado cuya combinación solo ella conocía. El primero era que, bajo aquel hábito, tan humilde como raído, se escondía la auténtica propietaria única de una de las mayores multinacionales de ropa interior del planeta. Al amparo de las sombras de la religión y de la forma más sigilosa, la hermana había amasado, en silencio y con la paciencia de un panadero, una verdadera fortuna a base de braguitas, sujetadores y todo tipo de divinos complementos, solo dignos de la mirada de unos pocos mortales, que hacían parecer un ángel a cualquier mujer. La otra gran verdad es que la oscuridad esconde grandes misterios que solo se revelan a ciertas horas y en lo privado. Era, de este segundo secreto, del que más disfrutaba, con diferencia, la hermana Victoria. El tercer secreto, al igual que el de Fátima, está aún por desvelar.
Llegada la noche, se retiró nerviosa a su celda y se desvistió de forma lenta y ceremoniosa. Era una pena que, bajo la sugerente y temblorosa luz del cirio, nadie pudiese contemplar las minúsculas y tentadoras piezas de lencería fina que, con una gracia casi divina, recogían las curvas de un cuerpo escultural hecho definitivamente para el pecado. Era consciente, y por ello no paraba de rondar por su cabeza lo del propósito de enmienda. Pero era tal la sensación de lascivia que se apoderaba de su cuerpo a esas horas prohibidas que, por unas cosas o por otras, había ido postponiendo lo de enmendar estos asuntos.
En esas estaba cuando una figura surgió como de la nada, cerca de una de las paredes, moviéndose por las sombras con cierta familiaridad. La hermana Victoria no se inmutó, parecía estar ya hecha al fenómeno. Solo ella y el dueño de la figura fantasmal conocían los detalles de tan asombroso caso de aparición súbita, y a esas alturas, de nada se iban a extrañar. Antes de soplar la llama, como de costumbre, Victoria volvió a rezar sus oraciones mostrando profundo arrepentimiento por haber nacido para la provocación y asegurando a lo más alto del cielo que sí, que intentaría lo del arrepentimiento y lo de la enmienda. Pero cuando llegase el momento. Tampoco era necesario andarse con prisas. Además, ¿qué culpa tenía ella de haber nacido así?
Mientras tanto, el padre Lázaro aguardaba ansioso bajo las sábanas a que su amada finalizase su letanía para encomendarse de nuevo. Pero esta vez a él, en cuerpo y alma. Pero sobre todo en cuerpo. Y es que con estas cosas nada es de extrañar. Una vez adquirido el hábito, raro es que no se convierta en costumbre.
GRACE PELLS
Yo digo A
Y entonces sale la J del otro día, y la M de tu fin de semana.
Y así… con el abecedario en la boca, y en el volumen de las cuerdas, con el columpio de los brazos rígidos, con los ojos alterados, caminamos
Y yo no quiero cena y tú no quieres desayuno.
No voy a llorar me digo, y aprieto los dientes, y ya no hablo. Quiero que se vea la A
Y prendes la tele, no vienes a dormir, y te acojonas en el sillón como una trinchera.
Aguantando la B
Y así los días que no curan nada, aflojan los rictus, mueven los platos, abre las ventanas. Y lanzo o lanzas, una sábana blanca.
La de la enmienda, la del contrato, la de subsanar.
Te propongo un fin, una obra.
Usar mis letras y tus letras, disponer el abecedario, y sentarnos…mientras hierve la sopa y nos mira el perro.
Y hablarnos…
con amor.
EFRAÍN DÍAZ
Padre Sebastián llegó a su nueva parroquia con treinta y dos años, el porte de un hombre que había sido atleta en su juventud y la compostura de quien llevaba la fe cosida al alma. Su figura imponía: alto, de mirada verde que contenía una profundidad inquietante, verbo preciso y sermones breves pero densos, que nunca se prolongaban más de quince minutos. La comunidad pronto lo adoptó, algunos con devoción sincera, otros con una fascinación que iba más allá de lo espiritual.
Amalia fue una de las primeras en notar su presencia. No era una feligresa constante, pero aquella voz grave y pausada le despertó una curiosidad que en su grupo de amigas derivó en una apuesta. Cien dólares a que hacía caer al recién llegado en los placeres de la carne. A Amalia los desafíos le encendían la sangre, y este era uno que prometía el dulce sabor de la victoria.
Una tarde, después de la catequesis, lo esperó en la sacristía. Padre Sebastián, al verla entrar, experimentó una extraña sensación en el pecho. Amalia era morena, de cabellera negra y lacia, labios llenos y ojos oscuros como un pozo sin fondo. Su belleza no era estridente, sino hipnótica, como si la tierra hubiese concentrado en ella su más pura esencia.
—¿Tiene tiempo para una confesón, Padre? —preguntó ella con un tono que tenía algo de invocación.
Sebastián asintió, controlando el peso de su mirada. Se ajustó la esclavina, marcó la señal de la cruz en el aire y comenzó el rito.
—Ave María purísima.
—Sin pecado concebida.
—Dime, hija, ¿de qué pecados te acusas?
Amalia bajó los párpados, como si meditara su respuesta, pero cuando habló, lo hizo con una dulzura envuelta en veneno.
—Me acuso de tener pensamientos impuros, Padre. De desear. De tocarme. De no poder sacarme el placer de la cabeza.
Padre Sebastián sintió un golpe seco en el estómago. No por lo que oía, sino por la forma en que lo decía, como quien confiesa con la intención de no ser absuelta, sino comprendida, compartida. Su respiración se hizo más lenta.
—Todos tenemos luchas internas, hija. Dios nos da la fortaleza para…
—No, Padre. Yo no lucho. Yo me entrego.
Y entonces, como un eco de sus propias palabras, Amalia lo besó. Al principio, fue un roce, una provocación de seda sobre piedra. Pero Sebastián no se apartó. Sintiendo el temblor en sus propias manos, dejó que ella avanzara, que le tomara el rostro entre las palmas tibias, que le abriera la boca como se abre un libro prohibido.
Las líneas que había trazado con su fe comenzaron a borrarse. Su carne respondió antes que su razón, y cuando quiso detenerla, ya era tarde: Amalia estaba sobre él, sus labios recorriéndolo como una letanía de placer, sus manos deslizándose por su sotana con la maestría de quien sabe lo que busca.
El deseo se desbordó, el latido de su sangre ahogó cualquier vestigio de culpa. Cuando la desnudó, lo hizo con la veneración con la que se retira un velo sagrado. Cuando la tocó, fue como si toda su vida hubiese estado esperando ese instante. Cuando la tomó, lo hizo con la desesperación de un condenado que ha elegido el infierno con plenas facultades.
El Cristo de madera en la pared fue testigo inmóvil del sacrilegio.
Horas después, cuando el sudor se había secado y la noche se cerraba sobre la iglesia, Amalia se vistió con la lentitud de quien saborea una victoria. Antes de marcharse, le susurró al oído:
—No me parece que usted sea un novato en estas artes, Padre.
Sebastián sonrió, con una amargura que ella no captó.
—Y yo tendré que absolverte del pecado de mentir, porque dudo que te toques tan seguido como has dicho.
Amalia se rió y se deslizó fuera de la sacristía con la satisfacción de quien ha cumplido su cometido. Fue a cobrar su apuesta, sin saber que los cien dólares con los que la pagarían habían sido entregados, días antes, por el propio Padre Sebastián, quien a pesar de su firme propósito de enmienda, de no volver a caer en los pecados de la carne, siempre sucumbía.
SERGIO TÉLLEZ
BITÁCORA DE UN SOÑADOR
Recuerdo aquellos viajes como si fueran ayer. Llegamos a Santorini, en la isla griega del Egeo. El crucero que nos llevó, zarpó desde Venecia en Italia veinte días atrás, pasando por Atenas en Grecia. Lo que más me impactó en el recorrido a pie por las estrechas calles empedradas, fue el espectáculo de las casas blancas y azules, que parecían colgar de la ladera de la montaña, y el mar azul profundo que se extendía hasta el horizonte.
Sin embargo, lo que más me gustaba de esos viajes era la forma en que mis padres me enseñaban sobre cada lugar que visitábamos. Pero lo que no sabía entonces era que esos viajes eran solo el comienzo de una aventura mucho más grande.
Recuerdo que dentro del crucero había muchas cosas que no entendía. Había piscinas grandes, un tal solárium con plantas en el techo y máquinas extrañas para hacer ejercicio. También había juegos y espectáculos que me parecían mágicos. Mi padre me dijo que había un lugar donde la gente jugaba con cartas y fichas, pero no sabía qué era. Por las noches, la música y las luces eran como un sueño. Todo era muy confuso, pero emocionante. Me sentía como si estuviera en un mundo diferente.
Desde que nací, mis padres decidieron que mi educación sería diferente. No iría a la escuela, sino que ellos me enseñarían en casa. Mamá se encargaría de la escritura, las matemáticas y las ciencias naturales, mientras que papá me enseñaría literatura universal, filosofía, historia y ciencias sociales. Y para el inglés, contábamos con la ayuda de la señora Jenkins, una vecina que se había convertido en una especie de abuela para mí. Ella nos había tomado cariño después de que mis padres le ayudaron a deshacerse de algunas cosas que ya no necesitaba… y que había acumulado en su patio.
El no tener una educación formal en mis años de escolaridad nos permitía disfrutar durante todo el año de las maravillas que nos ofrecía este planeta. Sin horarios fijos ni normas impuestas, éramos libres de explorar y aprender a nuestro propio ritmo. En un tranquilo rincón de casa, mis padres se convirtieron en maestros, impartiendo sus clases siempre en tono cálido, mezclando sus enseñanzas con números y letras que iluminaban mi mente con cada palabra. Día a día recibí conocimiento, acompañado de lecciones de vida que me hicieron crecer como persona. Y gracias a la forma en que mis padres me enseñaban, pude aprovechar al máximo la libertad de viajar por todo el mundo, descubriendo nuevos lugares y experiencias que enriquecían mi vida de manera invaluable.
Aunque mis padres no tenían la oportunidad de compartir su sabiduría con otros, eran personas muy cultas y educadas. Su pasión por la enseñanza y el aprendizaje era evidente en la forma en que me enseñaban a mí. Sin embargo, el destino les había reservado un camino diferente, y su labor de educadores se limitaba a nuestra pequeña familia. A pesar de las circunstancias, mis padres nunca perdieron la pasión por enseñar y aprender, y me transmitieron esa misma pasión, que se convirtió en una de las mayores riquezas de mi vida.
El globo terráqueo giraba sin control y el dedo índice de papá se posaba de manera aleatoria sobre un punto de la tierra, deteniendo en seco la bolita que bailaba graciosa sobre su eje. El color que dominaba el globo terráqueo era el azul, que según mi padre comprendía el setenta por ciento de la tierra, y según mi madre, había treinta opciones de cien de que el dedo de papá se posara sobre tierra firme, o lo que era lo mismo, de cada cuatro intentos de giro, 1.2 veces se posaría en tierra y 2.8 en mar. Cada vez que el dedo tocaba el mar, se reiniciaba el juego hasta que tocara tierra firme. No importaba el sitio que se escogiera, por más inaccesible que fuera, allí estaríamos.
Papá y mamá tenían ocupaciones, como cualquier ser humano, pero no estaban atados a un horario especial. Sin embargo, en la penumbra de la noche, cuando la ciudad dormía, ellos persistían en su labor. La luz de las farolas iluminaba sus esfuerzos, mientras seleccionaban cuidadosamente lo que otros descartaban sin pensarlo, y que para ellos eran tesoros escondidos. Los materiales recogidos, que aún tenían vida, llegarían pronto a personas que les darían una nueva utilidad.
En casa, yo esperaba con ansias para recibir las historias de mis padres y, sobre todo, programar nuestro próximo viaje a cualquier lugar del mundo. Mi curiosidad por saber nuestro siguiente viaje contrastaba con la mirada triste de mamá, que siempre intentaba disimular con una sonrisa poco convincente. A veces, papá me hablaba de su pasado, de la vida que habían dejado atrás, y de cómo habían decidido empezar de cero. Nunca me explicó qué había pasado exactamente, pero podía ver la sombra de un recuerdo doloroso en sus ojos. Papá me dijo que la vida nos da oportunidades para hacer las cosas de manera diferente, para aprender de nuestros errores y seguir adelante. Él siempre había intentado hacerlo con un propósito de enmienda, para ser mejor persona y padre. Me pareció una idea interesante, y empecé a pensar en cómo yo también podría aplicarla en mi vida.
Papá cantaba desentonado «Imagine» de John Lennon, mientras con delicadeza preparaba la pequeña mesa, poniéndole un cartón doblado debajo de una de sus patas que estaba coja. La mesa estaba hecha de cajas de cartón y madera reciclada, y el globo terráqueo que encima colocaba era uno que habíamos encontrado en la basura. En nuestra manera de viajar, no había tiquetes que comprar, maletas que arrastrar, ni viajes largos y agotadores. No había sol que nos quemara, ni nieve que nos helara, ni lluvia que nos mojara. Pero lo que sí había era amor, imaginación y la libertad de soñar. Y eso, me di cuenta, era lo que verdaderamente importaba.
Papá siempre decía que «la basura es solo basura si no se sabe ver su belleza», y en ese momento, entendí que él no solo hablaba de las cosas que recogíamos, sino de la vida misma. Entendí que la vida, al igual que la basura, puede parecer desordenada y sin sentido, pero que siempre hay la oportunidad de encontrar la belleza en ella, de darle un nuevo propósito. Y eso, me di cuenta, es lo que papá había estado haciendo todo el tiempo, intentando hacer enmienda a sus propios errores, y encontrar la belleza en la vida que habían construido juntos. Me enseñó que no es solo arreglar lo que se ha roto, sino también encontrar la oportunidad de hacer las cosas de manera diferente, de aprender de nuestros errores y seguir adelante. Y eso, me pareció, era la lección más valiosa de todas.
CÉSAR BORT
Excurso (propósito de enmienda)
Volvieron a los Siete Infiernos. Era hora del quid pro quo. Entraron por un sendero diferente del que habían salido, pues no encontraron al que los guio Gera Trau. Ellos, también, eran diferentes a cuando se fueron. Cierto que habían pasado pocos días, pero hay vivencias que se sobran y se bastan para cambiarnos. No es menester enumerarlas, tarea que, por otro lado, sería ímproba y quedaría inconclusa, pero seguro que a todos os vienen ejemplos a la mente.
Momentos puntuales grabados en la memoria que, de tanto en tanto, se hacen presentes sin motivo aparente. Hechos tan traumáticos o inspiradores, que impregnan y gobiernan todas nuestras acciones y pensamientos. Esas experiencias son la argamasa de la conciencia, dotándola de la capacidad de soportar terremotos o desmenuzarse ante ellos; confiriéndole dureza, flexibilidad, empatía, confianza, simpatía, maldad, envidia, fe… o cualquier sentimiento y pasión que se os ocurra, que serán muchos y variados.
Ni nos hacen mejores ni más listos, simplemente, y no es poco, conforman nuestra personalidad, a la que, posteriormente, los demás, el éxito o el fracaso dotan de contenido moral o práctico; juzgan, absuelven o condenan, aunque solo es una manera propia y única de enfrentarse a la realidad, al mundo, a la vida.
Por supuesto, lo habréis sufrido en vuestras propias carnes, nadie está exento de contradicciones, remordimientos y toda la retahíla auto flagelante o, en el mejor de los casos, seremos aquiescentes o, llana y cobardemente, condescendientes con nuestros actos, sin propósito ni previsión de enmienda. Podemos sentir envidia, pena, alegría, orgullo, piedad… por la forma acertada o equivocada que tienen los demás de encarar problemas, desafíos, duelos y alegrías. Esa abertura que nos brinda el otro en forma de decisiones la aprovechamos ―o deberíamos hacerlo―, para esforzarnos en entenderlo, poniéndonos en su lugar, aprendiendo de sus éxitos o evitando sus errores. Esa grieta, que nos ofrece el otro, es los cimientos en los que se asienta la cultura y la moral, que pueden ser ―no lo descartemos de entrada ni de salida―, progresivas o regresivas.
Estaréis pensando que, con lo bien que nos iba hasta ahora, esta reflexión es, a todas luces, mear fuera de tiesto y de contexto, pero tengo excusa y coartada. Como narrador sé qué han hecho mis personajes; sé qué dicen, pero mi supuesta omnisciencia llega hasta ahí, pues dudo de las verdaderas intenciones de sus palabras; a duras penas y estrujándome el cerebro, imagino qué piensan y, desafortunadamente y sin vergüenza, admito que no tengo ni pajotera idea de qué sienten, aunque me arriesgo gesticulando y haciendo gloriosos aspavientos con «quizás», «puedes» y «tal veces», proponiendo una posibilidad plausible, de la que sois libres de discrepar.
No es diferente a lo que nos sucede con nuestros vecinos, incluso, con nuestros allegados. Sometemos sus palabras y sus acciones al tamiz de nuestra propia experiencia, lo que conlleva el evidente y recurrente peligro de equivocarnos, pero no podemos hacer otra cosa, es más, nos vemos impelidos a hacerlo.
Lo que antecede es la coartada.
La excusa es escarbar en los motivos últimos de la constitución del temperamento y la idiosincrasia, que sobradamente conocéis y que radican en el instinto primario de supervivencia en sus dos niveles: conservación de la especie y del individuo, de los que algunos por amor, ideología, desesperación, altruismo…, desertan. Refrescándolos, haciéndolos patentes, subiéndolos al estrado, espero que cada cual pueda, si quiere, sacar sus propias conclusiones y sentencias sobre los actores de mis historias que, no cabe duda, serán diferentes a las mías y más acertadas ―no os vengáis arriba―, en algunas ocasiones.
HAROLD LIMA
La carabana en el desierto.
Las interminables filas de animales de carga se le antojaron caravanas de comercio del lejano oriente, como las vio en las clases de historia de la escuela de diplomacia o tal vez le recordaban a los cargamentos de oro que cruzaban los andes para el rescate del inca. Lo único cierto era que estos animales de nombres impronunciables tenían en sus genes modificados algo de los soberbios camellos y de las elegantes llamas. En este mundo todo tenía una curiosa mezcla de lo familiar para la vieja tierra y lo exótico de un mundo distante.
Miro a su menudo guía y su figura le recordó a los oradores de luna de hierro, modificados para soportar una atmósfera llena de ácido sulfúrico gaseoso, las tormentas gravitacionales de su mundo gaseoso podian arrancar montañas enteras en los días de mayor cercanía con su luna y ellos en lugar de gritar por sus vidas se lanzarán al suelo sobre pequeñas esterillas para orar a sus dioses locales. Salió de sus pensamientos por la palmada en el hombro de su comandante de misión, el rostro plateado qué siempre vio distraído en otros mundos, estaba muy serio y confiable en este.
María Concepción se sintió confundida y dio un largo suspiro luego de tocar con la mano el implante en su cuello, agradecía qué la tecnología del sacro imperio tuviera los más grandes estándares de confiabilidad. Ella era orgánica a diferencia de su superior invulnerable al hostil ambiente rico en nitrógeno, ansiaba el día que acabará su servicio como novicia diplomática y pudiera pagar un cuerpo mecánico que no enveciera; hasta ese día, le tocaba soportar el visitar lugares abandonados de la mano de Dios, lugares que en algún tiempo fueron sembrados por el viejo imperio pagano con mounstruosas aberraciones de la humanidad que desesperada por una crisis global migraban a las estrellas, esos bárbaros aceptaron escapar a la guerra y escases aun abandonando su humanidad por la esperanza de un futuro, a algunos no les fue tan mal y las modificaciones genéticas se hicieron parte de su propia cultura ancestral, una simbiosis fruto del aislamiento.
Este mundo por ejemplo es un gran desierto con algunas capas subterráneas de agua, su gente fue modificada para requerir poca agua, sus pieles grises gruesas soportan bien la radiación de su estrella roja y su gran fertilidad asegura nunca falte mano de obra barata en su economía medieval de jefes guerreros de los pocos oasis de este mundo.
María busco entre su hábito la pulsera qué le permitia comunicarse con su nave en órbita, el astronauta ahora en piloto automático extendía sus ramas para formar un capullo floral, en unos días estaría lista la semilla qué crecería en una enorme puerta estelar a los largo de 100 o 150 años. Cuando el portal estuviera listo miles de naves comerciantes que seguramente llegarían atraídos por los depósitos de metales de hierro ferrita del planeta traerían las ideas ilustradas contrarias a la fe del gran imperio; este era el intento de la iglesia de dejar su marca en los habitantes o talvez en un propósito de enmienda, pues fue la cúpula de filosofía eclesiásticos los que recomendaron se hiciera de la gente, solo carne de cañon para colonizar mundos lejanos, en esos días los portales eran mecánicos y con pequeños soles alimentando lso enormes generadores de distorsión espacial, la guerra hizo que los propios mundos coloniales destruyeran los ingenios mecánicos, así se alejaron de vieja tierra y de la guerra.
La caravana se detiene a las cercanías de unas ruinas, los guías nos indican con señas que entremos a las edificaciones de tierra compactada y excremento de los animales de carga, las tormentas de arena han gastado las paredes de algo más del brazo de una persona promedio del sacro imperio, nuestros guías señalan al cielo azul despejado y parten lo que creemos es algún tipo de pan de cereal, es duro y creo reconocer el sabor de leche fermentada y frutas conservadas en almíbar. Comemos aunque nuestros cuerpos no requieren el alimento, en especial él de mi superior mecánico. Mañana visitaremos un pequeño oasis y a su regente. La computadora de la nave está segura que nuestra presencia será suficiente para crear la conciencia religiosa de la iglesia galáctica en este mundo. Posiblemente semos recordados como seres mágicos o ángeles como los qué aparecen en al biblia.
La pequeña guía toma a otra de la mano y ambas son rodeadas por las otras, en una danza extraña. Me cuesta creer que aquí todas sean hemafroditas y tener hijos sea una cuestión comunal más que asunto de solo una pareja, en una semana llegaremos al oasis y el niño de alguna de esas dos correrá y jugará entre la caravana, ellas lo entregarán al señor del oasis para que el lo eduque y le asigne un puesto en la sociedad. Según entiendo la palabra madre y padre no existe en su lengua y el traductor universal en ocasiones se refiere a ellos como machos o hembras indistintamente; no es nada que me moleste. Pero, recuerdo que debo ser cuidadosa con mis opiniones o prejuicios pies soy novicia diplomática.
La danza termina y los guías buscan un rincón donde descansar, la noche será larga. A lo lejos el astronauta órbita en espera de su tripulación, una novicia recuerda los días en la casa del noble capitán qué la compró de pequeña con la intención de hacerla su amante y por su avanzafa edad solo podía acariciar malisiosamente, recordó también a las nietas del viejo capitán pirata que le llamaban hermana y aún la recordaban en una colonia joviana.
El androide noble, recordaba los días de bohemia en la capital de nueva lima en vieja tuerra, las fiestas y como el cabeza de familia le recomendó desaparecer un tiempo , algunos siglos, hasta que todas sus aventuras se olvidarán.
Ambos, eran solo peones de la iglesia y del sacro imperio humano espacial reformado.
Todos deseaban reparar o aliviar algo de su pasado y del pasado de la humanidad, impulsar en viajes super luminicos a jóvenes muchachas para recrear las antiguas rutas comerciales era una forma que la humanidad hacía una enmienda al pasado, un pasado que se cansaron de ocultar y olvidar.
REBECA FS
Pasaba por el vecindario, un gato blanco y negro que iba cantando…
«Yo me (rem)enmiendaba, yo me (rem)enmiendé, yo me eché un (re)enmiendo, yo me lo quité».
Y el gato siguió maullando hasta las siete de la mañana.
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Un vecino pensó en matar al gato. Se lo contó a su mujer que dormía. El sueño profundo de la cónyuge, le hizo cavilar y entrar en razón.
El trastorno que el gato causó en el vecindario, fue el de no dormir bien. Todos los allí presentes tuvieron la canción en sus mentes.
En los días siguientes, alguien que se empobreció, vendiendo camisetas con la canción del gato. No dio para mucho, pues la idea rocambolesca se quedaron estampadas en camisetas 100 % algodón que sirvieron más tarde para limpiar el polvo de su hogar.
Del gato, por cierto, no se supo nada. O yo, por lo menos, no le he vuelto a oír cantar. Quizá esté en otro lugar espantando a los vivientes.
ANA DEL ÁLAMO
Lo juro…no lo volveré hacer más. Y entonces el elefante recompuso sus pedazos y allí no ha pasado nada. Dejas la caza y te dedicas a la pesca o a otros menesteres, que el ocio es muy malo y luego salen canas o duele la cabeza de tanto pensar.
Es fácil, tú cierras los ojos y los demás miran para otro lado, además tienes la suerte de cara; te arrepientes y la Iglesia perdona tus pecados, que para eso existe el propósito de enmienda y luego tan amigos. Es lo que tiene poder arrepentirse en público, que es mucho más efectivo: pones cara de bueno y toda España te perdona o era… casi toda?. Total África está llena de elefantes y que más da uno más o uno menos ¡es que nos ponemos tiquismiquis!
¿ Que es esa minucia comparado con llevar tu trofeo a casa y demostrar que eres un machote?
Oye, ir hasta allí, a otro continente, con lo lejos que queda, menudo pateo. No te ibas a venir con las manos vacías? Porque ir para nada no sale a cuenta.
¿ Qué importa si los animales en extinción son cada vez más o si dejó a elefantes huérfanos. Un rey es un rey y se le permite casi todo o… era todo?
A lo que vamos, que tú dices que no lo vas a volver hacer, a la vuelta te confiesas y pelillos a la mar. Aquí paz y allá gloria. O era, miseria, pobreza, hambruna, guerras, discriminación, desigualdad, desgracias …ahí lo dejo.
MARÍA JOSÉ AMOR
CONFUSIÓN Para el relato semanal
La familia Matínez-Losantos hacía honor a su apellido: eran una gente muy pero que muy religiosa en aquella España nacional-católica de la mitad del SXX.
Padres de catorce hijos por aquello de “los que Dios quiera”, pertenecían a no sé cuantísimas archicofradías de los no sé cuantísimos Santos o Vírgenes.
Los hijos seguían el ejemplo, incluso uno de ellos había ingresado ya en una congregación religiosa.
Pero como toda regla tiene excepción, uno de los hijos, Julio, había salido distinto.
Amante de la buena vida, viajaba mucho y no se privaba de todo tipo de “conocimientos femeninos” (en el sentido bíblico de la palabra) y, por supuesto ya era mayorcito, lo que entonces se entendía por mayor, y no tenía intención de casarse.
Y un verano Julio anunció que pasaría las vacaciones en Suecia.
– ¡Suecia! – Dijo la madre alarmada.
Aclaremos en esos años comenzaron a llegar turistas, que si bien saneaban la economía, escandalizaban por sus costumbres bastante alejadas de lo que se estilaba a nivel nacional y, las que se llevaban la palma eran las chicas suecas.
El chico no se dio por enterado y un día partió para dicho “lugar de perdición”.
Allí conoció a una chavala veinteañera y entre ambos hubo “tilín-tilón” y, por supuesto no tardaron en formar lo que hoy día llamamos “pareja”.
Pero aquí venía el problema ¿cómo presentarla a sus padres e introducirla en la familia? Y tras mucho cavilar llegaron a una conclusión.
La madre de ella, muerta en la Segunda Guerra Mundial era polaca, católica por tanto y como tal la hizo bautizar. Así que, pediría la Fe de Bautismo y llegados a España, montarían una boda y todos contentos.
Y así lo hicieron por supuesto llegando en vuelos distintos y ella, aunque viviendo en la misma casa, bien alejadas las habitaciones.
Como ella sabía algo de castellano por otras veces que había venido, él le dio un viejo catecismo para que se aprendiese las directrices más importantes del mismo.
Un día con todos reunidos en la mesa, el padre dijo:
-Os anuncio que el próximo jueves vendrá a visitarnos el Prepósito de la Congregación de la Divina Sangre. Será a las siete de la tarde, así que ruego que no faltéis.
Y llegó el “día de autos”. A las siete de la tarde, todos formaban para recibir a tal fausto personaje que apareció saliendo de un flamante coche, con porte elegante, casi majestuoso y ataviado con una sotana negra recién planchada.
Muy solícitos le pasaron a la sala y allí vinieron los saludos.
Como conocía a todos, el Prepósito los fue saludando uno a uno hasta que le llegó el turno a la “futura nuera” que, tímidamente imitando al resto, le besó la mano a la vez que decía:
-Encantada, señor Propósito de Enmienda.
JULIA PAGÁN
Los domingos, a Nicolás Pompier le gusta hacer recuento de su actividad semanal. Se sienta cómodamente al sol con su copita de licor de arroz con leche, se coloca sus diminutas gafas en la punta de la nariz, toma lápiz y un papel con motivos florales, y repasa mentalmente los eventos de la semana:
El lunes se encontró con su gran amor platónico, pero ella no pareció haberse encontrado con él. En adelante pensará sobre cómo hacerse más visible, aunque ya va dando forma a algunas ideas relacionadas con un traje de pingüino -quizá de flamenco- bien llamativo, que no la deje indiferente.
El martes, mientras empleaba unas monedas en comprar un boleto de lotería, el único billete que quedaba en su billetera salió volando y, tras correr detrás de él durante tres manzanas, cayó en una alcantarilla.
El miércoles pensó en hacer algo diferente, pero se le hizo tarde documentando para sus adentros la ajetreada vida del mosquito doméstico que vive en el Epipremnum aureum de su ventana.
El jueves, todo lo que pudo rescatar de la explosión de su cocina fueron tres tenedores, un paraguas y un boleto de lotería no premiado. Anota no volver a darle más oportunidades a las recetas de mango flambeado.
El viernes asistió de casualidad a un atardecer hermoso y, por un momento, sintió que todo tenía sentido.
El sábado se quedó en casa viendo una película antigua. Justo cuando estaba a punto de emocionarse con el final, se durmió.
Cada domingo, Nicolás Pompier repasa lo acontecido con propósito de enmienda, y lo anota en un papel troquelado que apoya sobre su elegante cruce de piernas.
Mientras los calores de la tarde y del licor lo envuelven, cierra los ojos y se recrea en la dulce imagen de su gran amor: se imagina un día cualquiera contemplando un atardecer junto ella y se dice que ha de desarrollar cuanto antes su idea de hacerse más visible, pero, de manera repentina, el pulso se acelera en su muñeca y una sensación extraña aparece en su barriga. Así que abre los ojos para cerciorarse de la única compañía de su soledad, se acomoda de nuevo en su silla al sol, y se refugia tranquilo en la certeza de que, pase lo que pase, la próxima semana será exactamente igual.
Fin.
JAVIER GUIRÍN
El General Inmaduro.
El general Inmaduro, después de ser presidente de un país de Sudamérica, fallece un día cualquiera del dos mil veinticinco. Cuando por fin llega a las puertas del cielo, luego de deambular varios meses entre lo correcto y lo incorrecto, lo recibe San Pedro.
— Buenos días, Inmaduro —le da la bienvenida el santo.
— Querrá decir: General o señor presidente —le responde visiblemente molesto Inmaduro.
San Pedro, que conoce de su fama cuando era mortal, no se inmuta. Tiene como misión aceptar su entrada al cielo, solamente si él muestra algún tipo de arrepentimiento por sus hechos terrenales.
— En este lugar existe un solo señor. Los demás somos todos ciervos.
— Pensé que recibiría alguna atención especial, no se olvide de quién fui en la tierra.
— Déjeme decirle que yo sé muy bien quién fue usted en la tierra.
Inmaduro no puede ocultar una sonrisa de grandeza, que se le dibuja tenuemente en su rostro.
— ¿Y no tiene nada para decirme?
San Pedro, que está sentado en un gran sillón de mármol blanco, revisa un gran libro que yace sobre su falda. Se acomoda sus lentes y lo observa por encima de ellos.
— Por supuesto que tengo algo para decirle. En primer lugar, agradezca la gracia de nuestro Señor.
— Se lo agradeceré en persona cuando usted termine con esta opereta —lo desafía Inmaduro.
San Pedro, visiblemente molesto, cierra de un golpe seco el gran libro. Un polvo inmaculado y lleno de estrellas inunda la blanca habitación.
— ¡La única opereta existente en este sitio es su presencia en este santo recinto! —le responde.
— Estoy seguro que los millones de habitantes a los cuales goberné durante todos estos años, aún siguen llorando mi ausencia.
San Pedro mueve su cabeza de un lado a otro. Ahora es a él a quien una sonrisa se le dibuja en su rostro.
— ¿De verdad quieres ver qué sucedió el día de tu muerte en tu país?
— Creo que tú necesitas verlo para darte cuenta de la importancia de mi presencia en este cielo.
San Pedro toma el gran libro y lo abre mostrándoselo a la pared. Inmediatamente la habitación oscurece y solo la pared se ilumina. Como si fuera una sala de cine, el ruido ensordecedor de un pueblo inunda el espacio. La imagen es clara: se ven niños y adultos llorando, con sus manos estiradas hacia el cielo. Inmaduro solo asiente con su cabeza.
— ¿Ahora lo ve? ¡Mire a ese pueblo sufriendo por mi ausencia y pidiéndole al cielo que regrese! —le responde emocionado a San Pedro.
— No se equivoque, observe bien y escuche por primera vez realmente a su pueblo.
La imagen, ahora más cercana, muestra a muchas personas arrodilladas y mirando al cielo. Todos lloran, pero también ríen. El mensaje del pueblo se repite de mil formas distintas, pero todos parecen decir lo mismo.
— ¡Somos libres! —grita un anciano.
— ¡Gracias a Dios! —clama una mujer.
— ¡Se acabó la tiranía! —grita otro hombre.
Inmaduro observa ahora a San Pedro.
— ¡Esto es una farsa! ¡No te olvides que recibí un mensaje de mi antecesor después de su muerte! ¡Fui el elegido! ¡Dejé mi vida por mi pueblo!
San Pedro cierra el libro y la luz se adueña nuevamente de la habitación. Mueve su cabeza de un lado a otro.
— Dejaste sin vida a toda una nación. Obligaste a muchos a abandonar su tierra para buscar esperanza en otro país. Te llenaste de riquezas a cambio de la pobreza de quienes gobernaste. Dime solo una cosa: ¿estás arrepentido?
Inmaduro observa desafiante a San Pedro.
— ¡Exijo la presencia ante mí de un igual! No responderé a tus blasfemias. Hablaré solo con Dios —le responde.
San Pedro se levanta y camina hacia Inmaduro, señalando hacia la puerta por donde entró.
— Es hora de que asumas tus errores y pagues por tu soberbia. Tu lugar no es aquí y no lo será nunca. Pero quédate tranquilo, ya no deambularás. Tienes las puertas de la oscuridad abiertas.
LOLI BELBEL
ACTO DE FE FALLIDO
La señorita Hélène Lagarde era una mujer bella, joven, de grandes ojos azules, educada en una de las más asentadas familias del condado. Estaba destinada a casarse con un rico terrateniente, el Sr. Louis Tierry.
Su padre, Jacques Lagarde, alcalde de un pequeño municipio de Tournai, Douché, era muy conocido en toda la comarca por su carácter autoritario, poco noble y sobre todo por su mezquindad. Imponía su ley, recaudaba más impuestos de los que debía, tratándose de un pueblo pequeño. Pero él se codeaba sobre todo con el clero, con mucho peso en las finanzas, quedándose una parte de las prebendas a cambio de empujar a los fieles a participar de las bondades de la iglesia. Era amigo de todos los terratenientes poderosos, quienes le protegían y alababan todas sus vilezas contra los más débiles.
Habiendo enviudado hacia ya muchos años, su única fijación era casar a su única hija con un hombre rico. Tuvo que recorrer las salas de juego, asistir a salones de bailes de las más altas esferas, y a otros menesteres que no nombraré aquí por decoro, hasta dar con el pretendiente en cuestión, el Sr. Tierry. Este era un hombre vulgar, de mediana edad, quince años mayor que su hija Hélène, pero eso sí, rico, muy rico. Su aspecto era desagradable.Sus modales dejaban mucho que desear: un hombre en el que ninguna señorita se fijaría, ni estaría a gusto a su lado.
Cuando Hélène lo conoció se negó en redondo a contraer matrimonio con él. Dijo a su padre: «jamás desposaré a ese hombre, padre». Y se encerró en su alcoba, negándose a salir día sí y otro también.
Pasaron días, semanas, y Hélène no comía, dormía mal, …, y acabó por enfermar. Y enfermó con rabia, con fiebres altísimas, que ningún médico supo a qué se debían. Unos decían que era una infección de la sangre, otros que era de los pulmones.( Pensad que estábamos a finales del siglo XVIII, 1798, y muchas enfermedades no se conocían, y menos, cómo tratarlas).
Venían médicos de todas partes del país, e incluso de otros cercanos. Y nada…Iba empeorando, no hubo mejoría alguna. Nadie pudo curarla.
Poco tiempo después de caer enferma, falleció, dejando al padre en el más absoluto dolor, impotencia y desolación. No pudieron ni el dinero ni los rezos que a diario hacía en la iglesia y a cuyo párroco, el abad Farel, rogaba y lloraba con sus pesares y confesiones diarias. Suplicó a Dios que curase a su hija. Y este no le había escuchado.
– «¿Por qué, mi Dios? ¿No sirvieron mis rezos?, ¿mis confesiones?» – se dijo abatido y roto, desesperado. Arrodillado y los ojos desencajados maldijo su vida y blasfemó contra el Señor, su Dios.
…Y una voz desde el altar mayor, haciendo retumbar las paredes y columnas de la iglesia, y como venida de ultratumba se escuchó así :
– Hijooooo míooooo,
olvidasteeeee ofrecermeeeee
¡¡TUUUUU PROPÓSITOOOOO
DEEEEE ENMIENDAAAAA) !! (*)
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
El crimen de la avellana
A la mañana siguiente de lo sucedido, los agentes se personaron en el lugar de los hechos. El escenario reflejaba claramente lo que, apenas unas horas antes, había acontecido.
Procedieron con la reconstrucción. El acto se perpetró en el salón; las pruebas eran concluyentes: el crimen había tenido lugar en el sofá. No obstante, la cocina también albergaba indicios irrefutables.
El sospechoso se dirigió a la cocina y allí tomó el arma homicida. Abrió el cajón de los cubiertos y seleccionó con precisión quirúrgica el cuchillo más adecuado para su cometido. También revolvió la despensa; la puerta entreabierta daba fe de ello.
—A ver, enciende el televisor —pidió uno de los agentes.
Al ver que el canal predeterminado emitía aquel reality de moda, el detective asintió con una expresión de certeza.
—Prosigamos. Volvamos al salón para un análisis más detallado.
Todo apuntaba a que el sospechoso se había sentado en una parte específica del sofá. La hendidura en los cojines revelaba la silueta de un varón de unos 40 años.
Sobre la mesita, justo frente al televisor, se hallaba el arma: un cuchillo aún con restos evidentes del crimen en la hoja. A su lado, dos pruebas clave confirmaban que el culpable abandonó la escena sin preocuparse por borrar su rastro.
—Pues ya lo tengo claro, querido amigo. ¿Hoy es martes?
—Así es, compañero, estás en lo cierto.
—Entonces, te reconstruyo los hechos.
Los agentes se dirigieron a la cocina, el punto de origen de todo. El detective comenzó a tomar notas en su bloc mientras relataba la historia.
Era lunes por la noche. Tras una larga jornada laboral y con el resto de la familia ya dormida, el sujeto sintió un deseo incontrolable de endulzar su cuerpo. En el televisor emitían aquel programa donde chicos y chicas con cuerpos esculpidos eran encerrados en una isla para el deleite del público.
Pensó: «Me merezco un homenaje». Sin dudarlo, se dirigió a la cocina. Abrió la despensa y sacó una bolsa de panes de leche, de la cual extrajo dos unidades. Pero no se detuvo ahí: abrió otro armario y tomó el bote de crema de avellana, de esa que todos conocemos con sus dos sabores irresistibles.
Con sigilo, eligió el arma: un inocente cuchillo de untar. Preparó su festín con esmero, colocando todo en una bandeja, y regresó al salón.
Ya no había marcha atrás. Sentado ante el televisor, abrió los panes con precisión quirúrgica, realizándoles dos incisiones exactas. Destapó el bote de crema y, dejándose llevar por sus instintos más primitivos, sumergió el cuchillo hasta el fondo.
Ahí fue cuando perdió el control. En la bandeja quedaron evidencias irrefutables: dos churretazos del exceso de crema que no lograron ser contenidos por los panes.
Así fue como, aquella noche, el sospechoso echó por tierra su propósito de año nuevo: solo comer dulces los fines de semana. Para colmo, no fue durante la enmienda que diga la merienda, sino de noche, cuando el metabolismo basal estaba en reposo. A pesar de lo sucedido el sujeto sigue preguntándose como, haga lo que haga no hay manera de eliminar la grasa del vientre bajo.
MARÍA JESÚS GARNICA PARDO
No se vosotros, queridos amigos _ lectores.
Pero yo lo llevo mal. Se qué tenemos un fin, ser buenos, amarnos los unos a los otros. Pero no puedo.
Cada mañana, tomando café, hago el propósito de enmienda, hoy tendré paciencia, respirar, contar hasta diez.
Pero con los años tengo menos paciencia, el carácter más agriado.
Para cuando llego al trabajo, ya no me acuerdo de los propósitos de enmienda.
BLANCA CERRUTI
Mi propósito siempre es firme. Antes de salir de casa me lo propongo como si fuese una oración: «No discutiré con nadie, no discutiré con nadie», pero no tengo enmienda, porque discutir, que no reñir, lo llevo en los genes y eso es inamovible.
A veces lo consigo, pero en ese caso el mérito no es mío.
Os cuento cómo me ha ido hoy el día.
—Hola, Marichu —he saludado a una vecina.
—Hola, Teresa —cuánto has madrugado hoy.
—Sí, es que tengo que hacer la compra de la semana. Oye, ¿sabes lo qué han propuesto en la asociación del barrio?
—Luego me cuentas, cariño, que tengo que coger el bus y no sé si llego.
Al salir del súper me he encontrado con una amiga.
—Hola, Celia. Ayer no te vi en el funeral del pobre Jaime.
—Pues sí estuve. Que pena que se lo haya llevado Dios, tan joven.
—¡Que no se lo ha llevado Dios, Celia! Se lo ha llevado por delante un conductor borracho!
—Que sí, que ha muerto atropellado, pero porque Dios lo ha llamado.
—¿Pero ¿qué me estás contando? A los que mueren en las guerras, los terremotos…, ¿también los llama Dios?
—A todos, Teresa, a todos.
—¿Y no tiene otra forma de llamarlos más «suave»? Por favor, cómo puedes creer eso.
—Porque lo dijo el cura en el funeral, que lo había llamado Dios.
—Lo diría, pero eso no cabe en ninguna cabeza, Celia, piensa un poco y te darás cuenta de que…
—Te dejo, que se me hace tarde.
—Pero, mujer, espera…
No esperó y me quedé sin poder explicarle por qué eso no se puede creer.
En esto llegó otra amiga.
—¡Teresa, cuánto tiempo sin vernos!
— Mucho, Gloria, pero estás igual; anda, dame un abrazo. ¿Qué tal tu hijo?
—Bien, muy contento. Terminó la carrera y está trabajando en una empresa de informática.
—¿No tendrá nada que ver con la inteligencia artificial?
—Pues, sí. Y además es pionera en unas aplicaciones adaptadas a todo tipo de móviles, tabletas, ordenadores.
—Gloria, ¿pero tú sabes lo peligroso que es poner eso al alcance de todos?
—Tendrá sus peligros, seguro, pero también sus ventajas.
—Ventajas, pero ¿y el daño que puede hacer? Mira, el otro día dijeron…
—Teresa, que me están esperando, cielo, nos vemos y hablamos.
Siempre me dejan con la palabra en la boca. ¿Pero es que nadie se interesa por las cosas que pasan?
Luego me he llegado a la frutería.
—Hola, Charo.
—Hola, Teresa. Mira, por fin he recibido la fruta exótica de la que te hablé —dice Charo mostrándole una especie de mango con hojas como de alcachofa.
—¿De dónde viene esa fruta? ¿Sabes cómo la producen? Puede que estén utilizando productos que aquí están prohibidos.
—Ay, hija, no sé, pero me preguntan mucho por ella y por fin me he decidido a venderla.
—Pues, yo que tú, me informaría. Mira que la vendes a alguien y le produce una alergia seria y te busca las vueltas.
—Teresa, ¡cómo eres!, deja ya de indagar y de discutir por todo.
—Es que me interesa saber, hasta donde pueda, sobre todo lo que ocurre a mi alrededor.
—Sí, a tu alrededor y más allá. Mira, Teresa, como sigas así de «indagadora», vamos a terminar por huir de ti en cuanto te veamos venir.
—Es que no puedo evitarlo, está en mis genes.
—¡En tus genes! Pues, tú misma, yo ya te he advertido.
Le pagué la compra y me fui, ya para casa. Pero mañana le preguntaré cómo se llama la frutita de marras, porque tengo que saber algo más sobre ella…
Blanca Cerruti
ELEFANT YUFUS
El creador
El mundo fue tomando forma ante mis ojos abiertos; un átomo se antepuso a otro, y dio paso a las células qué se fueron dividiendo. Mientras se fraccionaban se multiplicaban y en su separación se iban uniendo como una paradoja inagotable… y de “la nada” fue creado todo y “el todo” iba devorando los espacios que dejaba la nada, sin que nada quedara vacío o desierto. Y los colores fueron proyectados desde mis pensamientos; uniéndose, dibujando formas, figuras conocidas: árboles, flores, hierba sostenida por la tierra y debajo o por encima de ella insectos y animales a los que di voz y los sonidos abundaron. Y fueron creados todos en un parpadeo.
El ojo de Dios me descubrió, escondido entre las celosías que producen los montes, atisbando con su despertar hermoso y sus pestañas de luz radiante. Voyeur de la mañana, en tu pestañear traías el soplo y el barrido de los sueños sobre mis ojos verdes, lagañosos pero límpidos del cólera y enojo. Entonces miré mis manos, mis dedos sentían la viscosidad de la sangre ajena. Sentí, no antes sino ahora, un reposo que no traía desde mis años mozos, un sosiego se apoderó de mi alma al saber que todo había acabado.
La sangre de Julián seguía en mis manos. Es cierto que no quise evitar lo que aconteciera a Rebecca, de haber querido lo hubiera matado desde aquel día que se expresó con pensamientos impuros acerca de ella.
Sé que fuiste tú –le dije de manera tajante y tan directa que se estremeció y su mundo se vino abajo–. Y aunque no puedo remendar un vestido roto ni una herida abierta, puedo enmendar un poco el dolor que sintió ella, ahí entre los carrizales donde la llevaste a engaños y promesas fugaces. –Fue entonces cuando el machete a voluntad propia tomó fuerzas. Mi mano solo era un vaso de dónde se derramaba una parte de la rabia más pura y sincera. Tu cuerpo, el depositario y receptor de la fina hoja donde descansaba mi ira y mi enojo.
Ahora estoy en paz, tú estás en paz. La hierba crece a mi alrededor, el sol nace entre los montes. Y yo soy el creador de este nuevo mundo donde por ningún lado tú apareces.
ALEXANDRA FERNÁNDEZ
En una casa al estilo victoriano, con muebles tapizados de terciopelo, donde los ecos de normas estrictas y conservadoras danzan como sombras, viven Mery y su abuela Elizabeth.
En la penumbra de la biblioteca familiar, entre los volúmenes más polvorientos, se encuentra Mery, al igual que una polilla, descubriendo un mundo que desborda pasiones ocultas y secretos prohibidos, un universo tejido con las palabras de una escritora cuyo nombre resonaba como un susurro temeroso entre los labios de los adultos.
La novela que sostenía entre sus manos era un río caudaloso de emociones. La niña navegaba por aguas turbulentas sin ser consciente de las corrientes que podrían arrastrarla a un lugar donde el cielo se tornaba gris y las puertas del infierno se abrían de par en par.
Fue en ese momento de asombro para Mery cuando su abuela, figura austera de mirada severa, irrumpió como un trueno.
—Niña, ¿qué tienes entre tus manos? Esa novela es un veneno que corrompe el alma.
La niña, con el corazón palpitante como un pajarillo atrapado, sintió el peso de la condena caer sobre ella.
La abuela, incapaz de ser infiel al legado de sus antepasados, le dijo:
—Te exijo que te prepares para ir a la iglesia, el único refugio donde tu alma podría encontrar redención.
Mery quedó atrapada en una tela de araña de normas pasadas, entre la culpa, la inocencia y la curiosidad, arropada con el manto de la libertad.
Caminaron juntas hacia la iglesia, con la mano apretada por la abuela, Mery pensaba: <<¿Qué sería lo pecaminoso de lo leído? ¿Puede un libro ser el arma punzante que corrompa el alma?>> Sin entender nada, se dejó llevar.
A lo lejos, ambas generaciones divisan dos torres que se asoman hacia el cielo, como dedos en búsqueda de algo divino, coronadas con cruces doradas.
Al cruzar el umbral tallado con intrincados motivos, el sutil aroma a parafina e incienso hace estornudar a Mery, retumbando como un eco en el templo. Los bancos de madera oscura, pulidos por el roce de innumerables cuerpos en oración, se alinean en filas ordenadas, dispuestos a acoger a aquellos que buscan consuelo. Vitrales, auténticas joyas del arte gótico, despliegan un abanico de colores sobre el suelo de mármol; cada rayo de luz es una historia antigua de santos y mártires que se narra en el lenguaje visual del cristal.
El altar, elevado y decorado con ricos paños dorados. Allí, los sacerdotes, ataviados con ornamentos de terciopelo y seda, se mueven con una gracia reverente. Las velas titilantes invitan al recogimiento de almas que buscan consuelo y perdón, otras veces con el propósito de enmienda entre la mente y el corazón compungido por la culpa.
Con pasos apresurados, la abuela guió a la nieta al confesionario, donde Mery debía confesar los pecados que palpitaban en su mente, con la esperanza de lograr un propósito de enmienda que la librará del infierno.
En la penumbra del templo, una pequeña estructura de madera oscura con una puerta entreabierta, invitando a cruzar el umbral hacia un espacio donde los secretos y las culpas se confiesan con la voz temblorosa. El sacerdote, tras una rejilla de maderas entrelazadas, se convierte en el mediador de un diálogo sagrado. Su figura, envuelta en la sotana negra, simboliza la solemnidad de su función.
Mery, al acercarse, siente un escalofrío que recorre su espalda, una mezcla de miedo y curiosidad, pues no entendía por qué estaba allí.
Elizabeth, muy decidida, coloca a la niña al frente de la rejilla, indicándole que se incline y confiese lo que su inocente mirada descubrió en los libros.
El sacerdote, con voz suave y comprensiva, la invita a revelar sus pecados.
—¿No sabes a qué has venido? En verdad, lo único que hice fue leer un libro y mi abuela me dijo que iría al infierno y que debía hacer un propósito de enmienda que me mostrará usted..
El sacerdote se percató de que era tan solo una niña de unos diez años y le pregunta:
—¿Te gusta mucho leer?
—¿Qué leías, hija mía?
Con voz temblorosa, pero ingenua, ella responde:
—La novela «Orgullo y prejuicio» de Jane Austen, también he leído otras como «La vuelta al mundo en ochenta días» de Julio Verne.
—Eres una niña muy lista.
Un silencio inundó el confesionario, pues el sacerdote no encontraba culpa alguna. Simplemente, le faltarían años para entender lo que realmente era bueno o malo en la vida.
Aquella conversación podía, quizás, agudizar su reflexión sobre el libre albedrío. Pensaba aquel hombre de sotana. <<No seré yo quien le corte las alas de la libertad a esta niña>>, meditaba en su silla.
—Padre, ¿tengo que hacer un propósito de enmienda, como dice mi abuela?
—¿Qué es un propósito de enmienda?
—No, hija, te explico: es la intención de una persona para mejorar un comportamiento, reconociendo los errores pasados y proponiendo un arrepentimiento.
—Trata de leer libros de aventuras o fantasía, así no crearás disgustos a tu abuela.
El padre ya conocía a Elizabeth y su familia, e imaginó lo que podía estar sucediendo.
Pasaron los años y Mery se convirtió en una mujer independiente, segura de sí misma y audaz, logrando alcanzar el Premio Booker e inclusive la nominación al Nobel de Literatura. Aquel propósito de enmienda se transformó en una intención y voluntad por una pasión que palpitó dentro de su ser para siempre.
LOLY MORENO BARNES
¡Propósito de enmienda es intentar no cometer los mismos pecados!
¡Me oigo a mi misma y no me reconozco!
No son pecados, son errores y de ellos está comprobado que siempre se aprende, aunque a veces se pague caro.
y vaya si he cometido errores a lo largo de mis seis décadas…
De tipo económicas y malas decisiones, miles. Pero los errores que mas duele son los sentimentales.
Esos que te dejan clavada una espada en la espalda.
Yo tuve la suerte de ser una joven bastante agraciada, como la mayoría de las jóvenes, pero pequé de soberbia, orgullosa y con poca humildad.
En aquella época, sin tantas tecnologías, la única forma de entablar conversación con un joven era en los bailes del pueblo.
Desde que comenzó mi periplo por esos eventos no faltó nunca un pretendiente que quisiera bailar conmigo.
Los sentía hablarme al oído y a veces balbucear por timidez y enseguida me disculpaba y retiraba de su lado con cualquier excusa.
Unos no me gustaban por bajitos, otros por altos, por cojos, por miopes, rubios o morenos.
A poca distancia todos tenían defectos, sin darles ni la más mínima oportunidad de conocerlos más.
Así era cada fin de semana.
Los sábados, antes de salir de casa me maquillaba como quien pinta una puerta, metía mis pies en tacones de aguja y mi cuerpo en una minifalda.
Rezaba una oración a San Antonio para que me buscara novio y me ponía en la planta de los pies unas hojitas de ruda para que me diera suerte.
Durante la semana hacia reflexión y propósito de enmienda con el fin de girar la balanza de mis sentimientos a escuchar a cualquier joven que se me pusiera delante durante el próximo baile y darle una oportunidad en mi vida.
Pero cuando llegaba el evento, cometía los mismos errores una y otra vez.
¿Acaso el problema lo tenía yo?
¿Demasiado exigente?
¿Exageradamente creída y calculadora?
Con el tiempo fue suavizando mi actitud.
Quizás la sabiduría y madurez la da el tiempo.
Comprendí que nada tiene porque ser perfecto, que nos equivocamos sin tener siempre que juzgarnos.
Vislumbre el sentido de dudar sin que ello fuera pecado.
Dejé de hacer propósito de enmienda y empecé a darme una oportunidad.
Desde entonces; cuando no busqué encontré, y cuando me encontraron abrí mi corazón.
Me seguí equivocando, cometiendo errores, pero dejé de sentirme culpable.
Quizás no es bueno “hacer propósito de enmienda”
Es mejor “no hacer propósito de enmienda”
Dejarse llevar por la libertad, dejar fluir todo y dejarnos llevar por el baile de la vida para enamorarnos.
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Nonato.
A los 18 años conocí a Gabriel, un chico amable, alegre, del cual me había prendado.
Empezamos siendo muy buenos amigos, y con el tiempo, se convirtió en mi primer novio y primer amor.
Éramos inseparables, con él me sentía segura y feliz.
Pasó un año y todo seguía muy bien.
Hacíamos planes para el futuro, que cuando termináramos nuestras carreras viviríamos juntos y tendríamos dos hijos.
De pronto, me dice que ya es tiempo de que hagamos el amor, yo accedo, será mi primera vez.
Lo planeamos, y al día siguiente nos reunimos y se consuma el hecho.
Me siento algo desconcertada, pero cómo era mi primera vez sabía que con el tiempo sería diferente y lo disfrutaría más.
Seguimos viéndonos, todo iba bien, pero ya hace algunos días que me he sentido mal, decido hacer la prueba de embarazo, la cual sale positiva.
No habíamos pensado que esto podría suceder. Aunque según nos cuidábamos obvio algo falló.
Le llamo y le digo que me urge verle.
Llega rápido a la casa, sube a mi recámara; le pido que se siente pues se que esto le impactará.
Le comunico lo que pasa, y su reacción fué para mi totalmente inesperada. Su enojo era evidente, me dice que es imposible tener un hijo en las condiciones que estábamos, sin dinero ni casa ni una carrera terminada, qué le podíamos ofrecer que vida sería para él o ella.
Creo que tenia razón, pero, yo me había entusiasmado con la idea de tenerlo, podía trabajar, y se que mis padres me apoyarían.
Le digo esto, y me dice que no que tenemos que deshacernos de él.
Al día siguiente pasa por mí y me lleva a un médico que se dedica a hacer abortos.
Fué un procedimiento rápido, me dijo que tomara unas pastillas y me indicó como cortar el cordón umbilical, cuando el feto estuviera afuera.
Al salir del lugar, me siento muy desconcertada por lo que acababa de suceder, le digo a Gabriel que me acompañe a casa negándose a hacerlo, lo cual me sorprende que en ese instante tan importante de nuestras vidas me diga que tiene cosas muy importantes que hacer, que me vaya sola a casa.
Y así, lo hago, subo a mi recámara, y un rato después con gran sorpresa tengo al feto en mis manos, veo que iba a ser hombre.
No puedo evitar llorar con gran amargura;
Increpandome como había sido capaz de llevar a cabo semejante «atrocidad».
Por supuesto él, ya no apareció más, lo cual agradecí…
Había huido, cual cobarde, sin mostrar ningún arrepentimiento, ningún remordimiento.
Con mi culpa ya era suficiente, como para cargar con otra.
Ahora quería solo dormir, me sentía tan ruin.
Realmente nadie me había abandonado sino yo misma.
Sentí perder mi alma por haber sido tan vil y pusilánime.
Qué me quedaba por hacer ahora.
Se que había cometido el peor error de mi vida.
Cómo poder enmendar esto.
Aunque ahora era el mayor propósito de mi vida, ya no era posible reparar tan terrible hecho.
Hijo mio, como pedirte perdón por no haberte permitido llegar a este mundo y poder compartir tu vida con la mía.
Jamás me perdonaré ni expiare esta culpa de no tenerte.
Perdon, por no haber defendido el que nacieras.
Siempre te guardaré en mi corazón y te amaré por siempre.
ANGY DEL TORO
Visión y Propósito
Ayer tomé la iniciativa y pedí cita a mi jefe. Comencé diciéndole:
Me gusta el modo en que estamos trabajando. Siento que nuestra dinámica es un verdadero intercambio: usted aporta sus ideas, su visión de empresa y su sensibilidad, mientras que yo
utilizo mis herramientas y lo acompaño en su proceso creativo.
Estoy satisfecho con lo que brindas, respondió mirándome a los ojos.
He notado que mi creatividad se desborda con tu colaboración. Solo me preocupa que la balanza se mantenga en equilibrio perfecto.
Eso es hermoso de escuchar, respondí. No obstante, su creatividad es el alma de todo lo que estamos construyendo y mi aporte es solo un catalizador.
— Lo que importa es que este espacio nos inspire e impulse a crear libremente.
Si alguna vez sientes que la balanza se inclina demasiado de mi lado, podemos ajustarlo. Quizás explorando más tus propias respuestas antes de que yo intervenga, o jugando con dinámicas en las que tú propongas y yo solo te haga preguntas que expandan tu visión es suficiente. Lo importante es que sientas que esta empresa es tuya y tiene tu esencia.
¿Te gustaría probar alguna forma diferente de trabajar para equilibrar aún más la balanza?
— Creo que si nos permitimos ser y fluir entre la exploración, la reflexión y la creatividad sin forzar las cosas, respetando el ritmo de cada cual, el éxito estaría asegurado.
Este es un espacio que vamos construyendo juntos, y eso es lo que lo hace
valioso.
Para sorpresa mía, la conversación comenzó a tomar un matiz algo extraño. Y ¿Tú cómo lo sientes? ¿Te gusta el camino que estamos recorriendo? — dijo y sonrió.
— No sabría qué responder. Por el momento, estoy feliz de trabajar junto a usted.
— Igual pienso, continuemos explorando. Confieso que esta empresa y su creatividad, es para mí, un propósito de enmienda para con mis padres. ¡Si yo le contara!
Se volteó hacia la ventana y, casi en un murmullo, añadió:
— Mi padre construyó esta empresa, pero yo nunca fui el hijo que él esperaba. Esto… es mi manera de pedirle perdón, aunque él, ya no esté para verlo.
LETICIA R MENA
PROPÓSITO DE ENMIENDA
Es otro día más a las puertas del cielo. San Pedro, como es su costumbre, recibe y pasa lista a los recién llegados, manojo de llaves mediante colgado del cinturón de la túnica.
Hoy se ha recortado un pelín la barba, y hasta parece un par de siglos más joven.
San Pedro lleva el trabajo en orden y apenas se le hace cola de gente esperando para entrar al reino de los cielos. Tampoco es que haya mucha clientela, que ya va notando San Pedro que cada vez son menos los que se merecen el pase vip.
Ya sabía que aquel tipo le iba a dar problemas desde que le vio aparecer. Se le intuía perdido, perdidísimo.
— Buen día, hijo mío — le saluda San Pedro.
El tipo le mira de arriba a abajo, mira alrededor y sonríe con un punto de incredulidad.
— Y pensar que yo he ido poco a misa. Será tanto rezo de mi santa madre que al final a dado resultado — dice.
San Pedro pone los ojos en blanco. “Otro descreído”, piensa, “mal empezamos”.
— Pues si, hijo mío, esto es ni nada menos que el cielo — intenta reconducir la situación.
El tipo, trajeado y oliendo a gente de bien, primero se santigua y luego se acerca a San Pedro en plan confidencias.
— Así que estoy muerto — le susurra. San Pedro asiente, incómodo ante el tan cercano aliento del tipo.
— Eso parece, hijo mío.
— Pero muerto, muerto… muerto.
San Pedro vuelve a asentir.
— Bien, hijo mío, dime tu nombre — le pide, sacando de vete tú a saber dentro de la túnica, un grueso libro donde, con el día marcado con una señal, San Pedro procede a buscar las referencias del individuo.
El tipo le da santo y seña de sí mismo, y el pobre San Pedro pasa y repasa el dedo por la lista de nombres, sin encontrar que el tipo figure en ella.
— Vaya por Dios — murmura San Pedro, — se les ha vuelto a traspapelar uno de allí abajo.
— ¿Cómo dice? — Nada, nada, hijo mío, que no estás en la lista. Y si no estás en la lista no te puedo abrir la puerta. El tipo se lo piensa.
— Bueno, a lo mejor es que no me tocaba hoy. Que si no le viene bien y no le importa, pues me manda otra vez para la tierra y yo tan contento.
San Pedro sacude la cabeza sonriendo ante tal ocurrencia.
— Esto no funciona así. Verás, si no estás en la lista será por qué no te hayas merecido el poder entrar. No porque no estés muerto, que lo estás — le explica.
— Pues eso le dio Padre…
— San.
— Eh.
— Que soy San, no Padre — le corrige.
— Ah, pues eso… San, que me manda de vuelta y yo allí abajo le hago penitencia y lo que usted quiera. Vamos que le prometo a usted hacer propósito de enmienda de todos, toditos mis pecados. Y ya cuando le parezca a su jefe que ha llegado mi hora, pues nos volvemos a ver y me deja usted entrar, Padre.
— Que soy San, San Pedro — le repite ya molesto. El tipo le está empezando a tocar… las llaves —. Vas a hacer propósito de enmienda, pero al calor del fuego del infierno y con el diablo pinchándote en el culo con el tridente — murmura para sí mismo.
— ¿Cómo dice? — Nada, nada, hijo mío. Déjame que te busque en los archivos a ver que encuentro.
San Pedro le hace entonces un gesto a su ayudante, un querubín de sonrosadas mejillas y alitas blancas. Este vuelve en un visto y no visto, con una gruesa carpeta que le entrega a San Pedro.
San Pedro hojea, revisa, tuerce el gesto en un claro “esto ya me lo imaginaba yo”, y luego cierra de golpe el archivo.
— Aquí en tu historial, hijo mío, están bien claros todos tus pecados — le recrimina.
— Pecadillos, Padre — le responde burlón —, digo… San — rectifica al darse cuenta de la cara de mala leche de San Pedro.
Este vuelve a abrir el archivo del tipo, y empieza a enumerar.
— Tu primer hurto fue a los 7 años…, temprano empezaste.
— Cosas de chiquillos y malas compañías. Pero lo cierto era que se me daba bien “afanar” sin ser visto y…
La mirada fulminante de San Pedro le silencia ipso facto.
— …, luego estafa, justo antes de refinarte y meterte a político. A partir de ahí ya todo fue rodado. De lo de las múltiples infidelidades, ni hablamos. Pero lo del hombre que acabo en la cárcel inculpado por ti, y lo de los sicarios que mandaste a liquidar a tu antiguo socio…, eso no tiene un pase.
El tipo se frota las sienes, pensando en como salir de esa.
— San Pedro, tal vez podríamos llegar a un acuerdo — la voz de encantador de serpientes.
— Espero que no me quieras sobornar con los millones que te llevaste — le ataja San Pedro cruzándose de brazos cuál portero de discoteca.
El tipo se da cuenta de que por ahí no es.
— Bueno, San Pedro — le tantea —, pero algo habrá que quieras.
“Hasta aquí podíamos llegar”, piensa el santo, justo antes de coger al tipo de una oreja y lanzarlo para abajo.
Pero no para abajo de la tierra a que haga propósito de enmienda, no. Al para abajo de los infiernos.
— Ale, a hacer penitencia allí abajo — sentencia —. Qué cruz de trabajo, Señor. A ver cuando me llega la jubilación — no ha acabado de decirlo y tiene un darse cuenta de que el cargo es para toda la eternidad.
San Pedro lanza un profundo suspiro de resignación, y se lleva la mano a las llaves, por costumbre, que el saber que están ahí le tranquiliza. Pero no. No están.
— Maldita sea, el tipo me las ha birlado. Pues sí, sí que conservaba el don de la infancia de “afanar” sin ser visto. San Pedro se lleva manos a la cabeza.
— A ver ahora como recupero yo mis llaves. A ver como le explico yo esto al jefe.
CESAR TORO
Voy a dejar de beber, el lunes empiezo la dieta, quiero terminar mi carrera universitaria, terminaré de escribir mi novela, empezaré hacer ejercicio, visitaré a mis padres.
¿Cual ha sido su propósito ?
¿Lo ha cumplido?
Si la respuesta es no. Entonces, está a tiempo, pero dese prisa, dice el adagio “ mientras hay vida hay esperanza”
A la mayoría de nosotros nos cuesta cumplir un propósito, creo que nos hace falta; fuerza de voluntad, para vencer la apatía y tomar la firme descicion, de salir de nuestra zona de confort y poner manos a la obra, debemos caminar esa milla extra.
Creo personalmente que: enmendar un error, pedir perdón, y tomar la firme determinación de corregir nuestras faltas, para seguir adelante, el camino será mas facil si aligeramos la carga.
“Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera”.
SILVIA RAFI GRACIA
LEOY CON PAN
Cuando en la escuela de monjas (años próximos a 1965 ) cada día hacían rezar en voz alta a sus alumnas la oración del
Padrenuestro , en la segunda parte ella siempre entendía «el pan nuestro de cada día danos «leoy»….y se preguntaba qué debía de significar «leoy» . Si tal vez fuese el nombre de alguna comida; quizás algo que se le pusiese al pan, ya que era al «pan» a quien se le pedía que nos diese «leoy».
<<se le pedía el leoy al pan, dado que el pan era el cuerpo de Jesús ,se decía en sus adentros >>,
Y es que en edades cercanas al «gran día de recibir por vez primera
el Sacramento de la Comunión», una gran parte de contenidos de los aprendizajes escolares
se dirigían a obtener lo que aquellas monjas consideraban suficiente base religiosa para ese acontecimiento,
y en su comprensión de niña se mezclaban demasiadas cosas que
le quedaban demasiado lejos de su intereses reales.
Lo mismo le ocurría con el
«Dios te salve María…»
En la frase de » ..y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús » lo interpretaba, se imaginaba, sin ponerse a reflexionar sobre su posible coherencia (total, tampoco es que pudiese encontrar realismo en el misterio de la Santísima Trinidad, ni …) como si el vientre al que se hacía alusión fuese el de Jesús y en él, en el vientre de Jesús, se sostuviese un cesto lleno de frutas, o también, dependiendo del día, una fruta muy grande
de aspecto exótico ( la imaginación de una niña que se aburre con lo que explican los adultos puede dar mucho de sí).
Y tanto de tanto, en cuanto a interpretaciones, le sucedía con el aleccionamiento para confesarse debidamente.
Les hacían memorizar el proceso en cuatro pasos: Primero, Recordar y arrepentirse de los pecados; Segundo, Propósito de la Enmienda; Tercero, Decir los pecados al confesor; y Cuarto, Cumplir la penitencia.
Quizás sí que les explicaron uno por uno aquellos cuatro pasos, quizás mientras lo explicasen ella hubiese estado charlando risueñamente con los pajarillos que a menudo revoloteaban por su mente, pero ella interpretaba, del segundo paso, algo así como que una chica, o señora
<< sonaba a género femenino, por lo de acabar en «a»>>, de nombre Enmienda tenía el propósito de «portarse muy bien» y haberse aprendido muchos pecados; y que las niñas que se iban a confesar tenían que hacer las mismas acciones que hacía siempre Enmienda ; es decir, arrodillarse en
el confesionario cuando
le tocase el turno, persignarse, decir «avemaríapurísima».. y cuando el párroco respondiese, cuando la avisase de que ya debía comenzar, mencionar la lista de pecados previamente muy bien memorizados, suponiendo que si el listado era bien largo mucho mejor, que se notase que era aplicada y se había preparado muy bien. Tan bien como hacía Enmienda!!
Todo éso me lo explicó un día siendo ya adulta. Nos reímos un rato de nuestras mútuas interpretaciones. Curiosamente coincidíamos en muchas de ellas sin que en aquellos tiempos para nada se nos hubiese pasado por la cabeza explicárnoslo la una a la otra ( total, cada una estaba bien convencida, pues no se planteaban poner nada de aquello en duda, de que el significado era tal cual como lo entendían, claro) Únicamente nos chivatábamos qué pecados habíamos escrito cada una en su listado (por ayudarnos a tener ideas de cuáles memorizar); y , tras la confesión, qué oraciones
y cuántas nos había mandado decir el cura confesor; mientras, arrodilladas, nos preparábamos para declamarlas silenciosamente mirándonos de tanto en tanto de reojo.
(Sílvia R.G.//27/02/2025)
FURUKAWA CREATIVES
Amor propio.
El rostro ensombrecido era el reflejo de un alma herida, acompañado de un silencio que cargaba el desasosiego de Carmen. Suspiró con pesadez, en un ingrávido intento por calmarse.
―Tómate tu tiempo, Carmen. No hay prisa ―las dulces palabras fueron acompañadas por la apacible sonrisa de Julia, la psicóloga.
Carmen, que se había sentado en la orilla del diván, mantuvo sus manos apretando sus rodillas, así como su vista perdida en algún punto de la duela.
―Bueno, doctora ―finalmente comenzó a hablar, ―creo que… lo entiendo. Eso que me ha dicho es… es espantoso y preocupante ―guardó de nuevo silencio, tratando de controlar a su corazón agitado. ―Acepto que mis relaciones son un desastre. Termino eligiendo parejas que me tratan mal, me minimizan o me abandonan; con mis amigos siento que debo estar en alerta, como si me fueran a criticar o a rechazar; y, bueno, con mi familia siempre me he sentido insuficiente, que jamás lograré alcanzar sus expectativas ―Carmen levantó la vista, observando por primera vez a Julia. ―Todo el tiempo estoy esperando ser rechazada, como si yo no valiera la pena ―reveló con tristeza.
―Y, ¿qué crees que provoca esa expectativa, Carmen? ¿Por qué crees que mereces ser rechazada? ―los ojos de la paciente viajaron a sus manos, que se movían con insistencia.
―Mi autoestima ―susurró con amargura. ―Siempre me he sentido inferior, que no merezco amor o cariño ―alargó la frase, ante el evidente dolor que le producía admitir su situación.
―Háblame más de ese sentimiento de inferioridad. ¿Recuerdas alguna situación que haya contribuido? ―Julia cuestionó una vez más, insistiendo en guiar a su paciente a salir de esa obscuridad.
Carmen se quedó meditando por un largo período de tiempo, donde los recuerdos de su infancia evocaron los comentarios hirientes de familiares y experiencias de exclusión social en la escuela; así, reconoció que buscaba inconscientemente la validación externa, además de evidenciar su constante y evidente miedo al abandono. Al recordar esos eventos, relató los sucesos con aflicción y pena.
―Entiendo ―dijo la terapeuta. ―Veo cómo esos eventos han moldeado tu percepción de ti misma y de tus relaciones. Te has convencido de que no mereces amor y aceptación. Eso ha influido en tus elecciones y en cómo te relacionas con los demás ―expresó con firmeza.
Carmen asintió con lágrimas en los ojos. ―Ahora puedo verlo. Es como un ciclo vicioso del que no puedo salir ―admitió devastada.
Julia le ofreció un pañuelo. ―Pero ahora lo ves, Carmen ―la mujer levantó de nuevo la vista. ―El primer paso para romper ese ciclo es el reconocimiento. Reconocer que tienes una baja autoestima y que necesitas trabajar en ella. Este es un gran paso. Desde hoy, podemos comenzar a trabajar en estrategias para sanarte y que puedas amarte a ti misma. Y esto implica un propósito de enmienda, no sólo contigo misma, sino también con la forma en que te relacionas con el mundo.
Carmen sintió un rayo de esperanza, que se vio reflejado en su cristalina mirada. Respiró hondo, limpiándose las lágrimas. ―Sí, creo que puedo empezar a trabajar en eso ―aceptó con una ligera sonrisa en sus labios, sintiendo cómo el peso en su pecho se aligeró.
Con ese propósito, en su corazón renacería un dulce y eterno amor propio, que le ayudaría a vivir y a amarse cada día.
Pedro Antonio López Cruz
Julia Pagán
Julia Pagan
Julia Pagan
( Me encantó)