Esta semana, en nuestro Grupo de Escritura Creativa de Facebook, proponíamos escribir relatos con el tema «dignidad». Estos son los textos recibidos. ¡Vota por tu favorito en comentarios antes del jueves 27 de febrero!
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*** Los textos son originales (responsabilidad de cada autor) y no han pasado procesos de corrección.
ANTONICUS EFE
DIGNIDAD
Los vestigios de la honradez
a los que nobleza obliga,
quedan en segundo plano
cuando la razón es cautiva.
¿Quién es respetable?
¿Quién es honesto?
¿Quién es honorable?
¿El ser abyecto que se disfraza
de juez, jurado y verdugo
y sentencia, según sus intereses,
quienes son los culpables?
¿El déspota autoproclamado
salvador de las buenas costumbres,
ensalzando a Dios como su bandera
y financiando toda clase de barbaries?
¿O el empresario poderoso
que se elevó de la nada
a base de triquiñuelas fraudulentas
y ahora se erige como modelo en su escaparate?
¿Hay algo más digno que la propia dignidad?
¿Hay algo más íntegro que la propia integridad?
Una vez alguien dijo: «No preguntes por saber
que el tiempo te lo dirá,
crea tu fantasía y vive tu realidad»
Prefiero permanecer digno en mi propio mundo
que pervertirme en el de los demás.
Yo soy mi propia ideología y mi propio caminar.
PAQUITA ESCOBERO
Aprovecho y me despido. Así como una tirita, rápida y sin dolor. Mis redes sociales asociadas a META se van. Me han pedido un ultimo relato y el tema me lo pone fácil.
Ha sido un placer leeros. Algunos ya sabéis donde encontrarme. Gracias por vuestro tiempo siempre y a Cris por su esfuerzo.
Dignidad
El valor intrínseco de la vida, el derecho al respeto, inherente a la condición humana, eso es la dignidad. Así comenzó el dilema, así recuerdo la historia y ahora la consecuencia.
No tenía más de 20 años, cuando ya valoraba como sabios sus consejos. En su piel las arrugas de la frente hablaban de una guerra civil, de haber perdido al amor de su vida por un cáncer incurable en los años 60. Te hablaban del sacrificio de la crianza siendo hombre con dos varones pequeños. Tantas horas sin dormir. Una vida entera de trabajo y esfuerzo. Una mísera pensión de 400 euros por haber dado todo a un país.
Perdón, me pierdo en el recuerdo. Pese a todo su sufrimiento, siempre le veías sonreír. Las únicas lágrimas que le vi estaban vinculadas con los hilos de la vida. Cuando perdió a su hijo primogénito, mi padre. Ese día descubrí que el también había comenzado a morir.
Decía que no era natural que un hijo muriera antes que un padre y el silencio que guardaba bajo las lágrimas era más doloroso que haberle escuchado hablar. Sentí el dolor de la perdida a través de la suya. Y recompusimos la dignidad al verle recomponer su existencia.
Los años que restaron hasta su partida se dedicó a seguir ayudando, algo que había hecho siempre, intentando mantener unido lo que la vida había separado. Y en sus intentos nos llenó de sabiduría.
Intento aplicarme cada día lo que me transmitió.
—¡Hija mía! ¿Tú le quieres? Pues entonces que más da lo que los demás opinen. A ver si aprendes que no somos encinas, no debemos permanecer donde nos hacen sufrir. Tampoco quietos si la vida nos lleva a otro lugar, tienes piernas, no raíces.
Y así comenzó la aventura más maravillosa de mi vida, el amor incondicional que aún tengo la suerte de disfrutar.
Las enseñanzas siguieron, en cada visita que hacíamos alguna joya nos llevábamos.
Me enseñó que no debía ignorar el dolor, pero tampoco dejarme arrastrar por el sufrimiento ajeno. Todos llevamos nuestra carga.
También que hacer el bien a veces se consigue con cosas pequeñitas. Y que no debía infravalorar el acto en si.
—Por muy pequeño que sea lo que hagas, siempre será mejor que nada, todo suma y ante todo busca lo que te haga sentir en paz.
>>Los principios no te darán de comer, pero si harán que duermas más tranquila; no contribuyas al dolor ajeno; sonríe a la vida, ella siempre traerá reveses pero solo tienes una; la dignidad es una de las pocas cosas que podemos intentar mantener intactas, a veces no podrás, cuando sea otro quien intente robártela, pero si puedes no devuelvas odio, eso solo te daña a tí; no seas ajena a todo, no mires hacia otro lado…
Así, sin más fue inculcando más valores de los que ya tenía y no es sencillo vivir con ellos y menos de ellos. Pero tenía razón, duermo más tranquila.
Así, en honor a su memoria. Por todos los inmigrantes que han sido y serán expulsados de Estados Unidos, porque para llegar a ese poder quien maneja los hilos de esta máquina ha contribuido con su locura y su dinero. Por el derecho de una mujer a elegir qué hacer con su cuerpo. Por los despidos masivos sin pensar en cómo van a comer otros.
Por todo lo que ha hecho y le queda por hacer a Mark. Z y a quien le ha dado el poder, a sabiendas de que esto va a desaparecer junto con mi perfil (porque ahora soy yo quien se marcha), es lo único pequeñito que puedo hacer desde la posición que ocupo, apoyar la dignidad humana, que lleva consigo el respeto a los derechos humanos.
Adiós Facebook, qué liberación. Adiós WhatsApp, qué liberación. Hola dignidad, porque nunca sé si también tendré que emigrar.
JUAN MANUEL CABALLERO
dignidad
Esa mañana le había vuelto a pasar: cuando despertó, estaba ahí, a su lado, en la parte izquierda de la cama. Luego abrió los ojos y se giró, y como todas las mañanas hacía ya más de mes y medio, allí no había nadie; nadie tangible, al menos. Como no era proclive al pensamiento mágico no tenía ni idea de si era posible la existencia del fantasma de alguien vivo, pero a fe que todo indicaba que él venía siendo testigo de semejante fenómeno.
Había recordado esto de una manera peculiar, y extremadamente fugaz: como cuando alguien estornuda tres mesas más allá en la terraza de un bar y notas que una levísima partícula de su saliva se instala en tu ojo de repente, diluyéndose en una microscópica sensación de frescura. O más bien, dada la condición deletérea que llegó a tener la fantasmagoría, como la mordedura subitánea, mientras caminas por el campo, de algún pequeño animal rastrero y ponzoñoso al que no llegas a ver después. Le resultó curioso, en todo caso, como aun en aquellas condiciones en las que se encontraba, se podía pensar de manera tan cristalina, mejor incluso que en cualquier otro momento. Al menos en principio, porque la cosa no había hecho más que comenzar; aunque una creciente presión en la cabeza no hacía presagiar nada bueno. Esto último lo llevó entonces a acordarse, como si a la evocación la hubiese parido en el nido de su entendedera el vientre de una centella, de sus ocasionales ataques de migraña; por más que esto fuese distinto, y aún peor; así como si toda su cabeza precisase de una urgente operación de descomprensión.
Al menos, el último de sus pensamientos, de sus recuerdos, fue, de algún modo, más indulgente. le fue proyectado, sobre la pantalla que parecía habérsele desplegado en el interior de su cráneo (¿vendría de ahí la ya casi insoportable presión en su cabeza?, je), algo parecido al momento en que todo sucedió. Pudo así revisar, a pesar de la evidencia de que el aliento le faltaba mientras lo hacía, cómo ella, la mujer con la que había compartido una buena porción de su vida, le abandonaba sin previo aviso, sin nada aparentemente sustancial que reprocharle, sin haber mostrado el menor indicio de ello durante los días precedentes, con frialdad criogénica. Como si fuera otra persona, ajena, remota, extranjera del todo del lecho de su alma y de la casa que compartían. Como si la convivencia de 17 años se hubiera reducido, por mor de una sofisticada fórmula solo existente en la mente femenina, a 17 segundos. Al menos, él actuó con tal y tan magnánima dignidad que llegó a pensar que no era suya: encendió un cigarrillo y se lo fumó con el pulso firme y drástico mutismo mientras la miraba a los ojos, mientras la veía girarse y agarrar la maleta que había tenido escondida; mientras la observaba cerrar la puerta sin siquiera mirar atrás por un segundo.
Soportando el dolor y la ausencia de hálito, esta vez su consciencia se alió con su organismo para recuperar una pulsión relicta de aquella otra época que había quedado sepultada por los escombros, a decir de ella, producto del impacto de un meteorito de profundo hastío; y así, notó como brotaba en él un impulso sexual inesperado, único, fulgurante, que se manifestó recio, regio, exultante hacia la mitad de su cuerpo. Y que permaneció allí mientras, enseguida, todo, recuerdos, dolor bifurcado, pensamiento, inopinada lascivia, se fue difuminando ante sus ojos hinchados y de párpados cerúleos que se cerraban.
Después, todo se apagó.
Y, mal anudada como estaba y en respuesta a la agitación postrera, una de sus zapatillas caía desde sus pies levitantes.
ANA MARÍA BA
¡No tengo donde escribir!
Me fascinas, tú, musa
que has vuelto.
Me pierdo entre las calles
como un vagabundo.
Soy un triste poeta
que su fin espera,
en el corazón, yo te llevo.
¡No hay más dignidad!
Sino que días negros
y noches sin fin…
DAVID MERLÁN
EL MENDIGO CON CORBATA
Sección segunda de la Sala de lo penal de la Audiencia Nacional.
El murmullo del público apenas se acalla cuando el juez golpea la mesa con su mazo. Al otro lado de la sala, el acusado, un banquero de renombre, que mantiene el rictus con la expresión facial pétrea de quién se sabe que siempre ha salido impune. Frente a él, en el estrado de los testigos, el inspector Víctor Pedraza se aclara la garganta antes de hablar. Sabe que su testimonio puede cambiarlo todo.
—Inspector Pedraza —dice el fiscal—, ¿puede relatarnos cómo llegó a la conclusión de que la muerte de la víctima no fue un crimen callejero, sino parte de una conspiración financiera?
Pedraza asiente, se reclina en su asiento y comienza.
—Si, por supuesto. La noche del 15 de febrero recibimos un aviso: un indigente había sido hallado muerto en un callejón cercano al distrito financiero, sin documentación encima. A primera vista, parecía un caso rutinario más. A priori, nadie prestó mucha atención a un vagabundo muerto, pero cuando llegué a la escena del crimen, algo me llamó la atención—e hizo una pausa dramática antes de continuar.
—¿Y nos puede decir qué fue, inspector?
El inspector miró hacia el lugar donde se encontraba el acusado y contestó:
—El hombre vestía harapos, sí… pero llevaba una corbata de seda y zapatos de marca. Unos John Lobby. Para el que no lo sepa, son zapatos muy caros y exclusivos de miles de euros. Además parecían unos «bespoke»
—¿Y eso es…? ¿Nos lo puedes aclarar si es tan amable?—preguntó el fiscal.
—Los bespoke son zapatos hechos por encargo, a medida y exclusivos que los convierte en únicos. Además seguían bien lustrados y relucientes, cosas que no encajaría con alguien que hubiera pasado años en la calle.
El fiscal asiente.
—¿Y cómo procedió después?
—Primero exploramos la hipótesis más obvia: un robo o un ajuste de cuentas entre indigentes. La víctima había recibido un golpe en la cabeza, lo que podía indicar una pelea o un forcejeo. Lo más seguro que con el objetivo de robarle los zapatos. Supusimos que aguien sí habría reparado en su valor y le habrian llamado la atención. Pero el hecho.de que apareciese con ellos puestos nos llamó la atención y nos sorprendió que nadie hasta entonces reparará en ellos. Yo creo que lo que sucedió es que la ignorancia es atrevida y nadie se percató de ese detalle durante un tiempo hasta que un día si dió con alguien con más mundo, por así decirlo.
—Ya entiendo. Prosiga, por favor.
—Pues cuando interrogamos a los sin techo de la zona, nadie mencionó haberlo visto peleando con nadie. De hecho, la mayoría hablaba de él con respeto. Lo llamaban «el caballero», porque a pesar de vivir en la calle, nunca mendigaba y siempre llevaba una corbata. También añadieron los testigos que a parte de hacerse llamar «el caballero» decía que lo último que hay que perder es la dignidad.
El Inspector Pedraza hizo una pausa antes de continuar y tomó aire mientras miraba inconsciente de nuevo hacia el lugar donde se encontraba el acusado.
—Entonces pasamos a la segunda posibilidad. Una vez identificado por las pruebas de ADN y sus fotografías, buscamos su identidad y descubrimos que su nombre era Arturo Velasco. Aquí es donde la investigación adquirió otros tintes. Me pregunté: si tenía millones en su cuenta, ¿por qué vivía en la calle?. Según los registros, Velasco había sido un banquero de alto nivel, un ejecutivo que desapareció hace diez años tras la quiebra de un fondo de inversión. Todos lo daban por muerto. Pero ahí estaba, en un callejón, con el cráneo roto. En ese momento los zapatos caros encajaron en el puzzle del caso.
El abogado defensor se inclina hacia adelante.
—¿Y qué descubrió, inspector?
Pedraza se endereza.
—Que Velasco no había desaparecido. Lo habían hecho desaparecer—. Al tiempo que volvía a mirar hacia el acusado.
Un murmullo recorrió la sala, acallado de inmediato por el juez.
—Explique mejor eso, inspector —dice el fiscal.
—Llegamos a la conclusión de que Velasco había descubierto un fraude financiero masivo en el banco donde trabajaba. Sabía que si hablaba, sus jefes caerían. Pero antes de que pudiera denunciarlos, alguien le ofreció un trato: desaparecer y nunca volver a usar su fortuna. A cambio, su familia no sufriría las consecuencias obvias. Velasco, acorralado entre la espada y la pared, aceptó… pero en vez de huir al extranjero, eligió quedarse en la ciudad, viviendo con dignidad entre los olvidados y cerca de los suyos, aunque por su seguridad y la de su familia, y muy a su pesar, nunca estableció contacto con ellos.
El fiscal da un paso adelante.
—¿Entonces, según usted, por qué mataron al señor Velasco?
Pedraza lo mira directamente.
—Porque, después de diez años de silencio, alejado de los suyos, carcomido por los hechos, y mermado por la vida en la calle, Velasco decidió hablar. Encontramos registros de una llamada a la fiscalía. Velasco iba a testificar sobre el fraude, implicando a su antiguo jefe… el hombre que se sienta allí— mientras lo señalaba ante el gesto inmutable de éste.—Cuando lo descubrieron, enviaron a alguien para asegurarse de que nunca llegara a ese estrado.
El abogado defensor se levanta de inmediato.
—¡Protesto, Señoría. Eso es pura especulación!. Además, es de todos sabido que el inspector Pedraza se encuentra inmerso en un caso mediático, el del asesino en serie «El Dibujante» y no creemos que esté en optimas condiciones para testificar con garantías en este caso.
El fiscal responde con frialdad.
—Eso no son más que suposiciones que no vienen al caso. Además. la investigación del inspector Pedraza condujo a la detención del sicario que mató a Velasco. Y ese sicario confesó quién le pagó.
El juez asiente.
—Se acepta el testimonio. Proceda. ¿Algo más que añadir, inspector?
Pedraza se inclina hacia el micrófono.
—Si, señoría si me permite una última reflexión creo que la dignidad de un hombre no está en su dinero, sino en sus decisiones. Arturo Velasco decidió morir con dignidad, pero también nos dejó suficientes pruebas para que su muerte no fuera en vano. Por primera vez en su vida, el acusado no podrá comprar su salida—al tiempo que le clavó la mirada, y esté, desafiante, la mantuvo sin pestañear.
La sentencia adelantada del inspector llenó de un murmullo creciente la sala del tribunal mientras el juez intentaba en vano llamar al orden martilleando con su maza.
FIN
BENEDICTO PALACIOS
Bajaba la calle principal el egregio y afamado sabio Teófilo, al que todos conocían y saludaban de palabra, con la mano o inclinando la cabeza. No existía minúscula porción en su persona que no desprendiera dignidad.
Hizo algunas compras de rutina y se detuvo en una librería. Rebuscó entre los estantes y descubrió una vieja edición de la Utopía de Tomas Moro. No era la primera. La ojeó y con las páginas abiertas se la acercó a la nariz.
Volvió al paseo y luego se sentó en una terraza que cubría del sol una alameda. Presentía un día luminoso y también él se sentía del mismo modo. Tenía que presidir un debate entre dos científicos, biólogo uno e ingeniero químico el otro, que ambos pasado un tiempo serían propuestos para el premio Nobel. A tanto no llegaban sus aspiraciones, le bastaba con ocupar el centro de la mesa de todas las convenciones, simposios y congresos.
Dos horas duró el debate y hubo intervenciones de mérito. Y el sabio Teófilo cerró el acto resumiendo las diferentes posiciones, todas fundamentadas y rigurosas. El aplauso final fue sonoro.
Volvió a casa tardísimo. Dejó el carterón que traía de la mano sobre una silla y se sentó a la mesa de estudio, apoyando la cabeza entre las manos. Estaba cansado pero satisfecho. Coleccionaba intervenciones parecidas. Cuánta importancia tenía ocupar un lugar preeminente, pese a que los ponentes fueran brillantes.
Y pensó, cuando se estaba metiendo en la cama, que la dignidad raras veces procedía de lo que la persona era, sino del lugar que ocupara.
¡Tate, tate! —dijo entre risas— ¡La dignidad no la da la cabeza sino el culo!
Y se durmió la mar de bien.
RAQUEL LÓPEZ
Tu amor se convirtió en mis heridas
mis ojos derraman sangre,
¿ Por qué tú si me querías
Las cicatrices de mi cuerpo
hablan lo que el silencio calla,
lánguidas voces que el tiempo
escondió trémulas palabras.
Ahora, mis silencios escondidos
¡a gritos piden justicia
que tú nunca me has querido,
solo fui tu marioneta!
El respeto a una mujer
nadie podrá avasallar
pues nadie podrá imponer,
ni quitarnos la dignidad.
¡ Pido a Dios que te castigue
y que mis ojos lo vean
pues soy mujer y soy libre
no seré esclava ni presa!
Raquel L.
ALFONSO FERNÁNDEZ-PACHECO
―¿Por qué lo hizo, señor Pérez?
―Ya no podía aguantar más, el maltrato continuado me llevó a explotar. Aunque ni yo lo creía, me quedaba dignidad.
―Entiendo que sabe que nadie puede tomarse la justicia por su mano.
―Sí, pero la situación de permanente estrés me nubló el entendimiento y, desgraciadamente, cometí un error del que me arrepentiré siempre.
―Me temo que tiempo va a tener. Descríbame sucintamente a la víctima, don Luis Alfredo Mondoñedo, su jefe hasta entonces.
―Un hombre terrible, endiosado, déspota, clasista, racista, violento, de trato profundamente desagradable, hiriente, y disfrutaba de serlo, jamás perdía la oportunidad de dejarte en evidencia, especialmente a su secretaria, Paquita. Sé positivamente que la forzó en multitud de ocasiones.
―En la declaración de Francisca Gámez, Paquita, no consta nada de todo esto. Describe al señor Mondoñedo como un jefe bueno, justo y respetuoso. ¿Qué tiene que decir a eso?
―Que está casada.
―Coincidirá conmigo en que Mondoñedo ya no puede hacerle nada, debería estar tranquila.
―Ya, pero su marido sí, es otro cafre. Le dije a Paquita un millón de veces que le denunciara, pero creía que, si su marido se enteraba, la mataría.
―Dudo mucho que Paquita corrobore sus palabras, después de leer su declaración, en la que deja claro que don Luis Alfredo siempre fue correcto en el trato hacia ella.
―Está acojonada, y no la culpo, es normal.
―Señor Pérez, cuide su lenguaje y absténgase de realizar valoraciones personales, no es usted la persona más indicada, odiaba a su jefe.
―Yo y todo el mundo.
―¿No me ha entendido? Sus opiniones acerca de los sentimientos ajenos no vienen al caso, téngalo muy en cuenta. Ha hablado al principio de maltrato continuado. ¿En qué consistía?
―No sabría cómo explicarlo, tendría que haber estado allí cualquier día para entenderlo.
―No subestime mi capacidad de raciocinio. Si lo desea, puede recrear algún momento de los que llama estresantes.
―De acuerdo, lo intento. Es la última, la que lo provocó todo.
”Pérez, llega tarde, es del todo inadmisible, sus compañeros están aquí como un clavo y usted se pasa los horarios por el forro, me obliga a expedientarle con un mes sin sueldo.
―Pero, don Luis Alfredo, son las ocho y dos minutos, y ayer le avisé de que tenía que acompañar a mi mujer al hospital, la operan hoy del tumor del pecho. Y es la primera vez en veinte años.
―Ni avisos ni hostias, sus problemas personales no pueden influir en su rendimiento que, por cierto, desde hace un tiempo, deja mucho que desear. Y no ponga esa cara de estreñido, al trabajo se viene con alegría, por Dios.
―Yo lo intento, pero…
―¿Pero qué? ¿Qué coño le pasa? No me siga tocando las pelotas, que no tengo un buen día. Chitón y a trabajar. Necesito un informe de ventas con urgencia. Los papeles los tiene la estúpida de Paquita. Porque está buena, que si no…
―Bufffffffffffff…
―Ah, y una cosa que no le he dicho antes por delicadeza, pero no me deja más remedio. A partir de mañana va a cambiar de ropa, su aspecto desarrapado nos da muy mala imagen, aquí no vuelve a entrar con trajes roídos de mercadillo, parece un gitano. Y cuide la higiene, que nadie se quiere sentar a su lado. No me extraña que su mujer se ponga enferma, será por no aguantarle”.
―Me parece, señor Pérez, que su relato es muy sesgado. Yo comulgo con que los jefes tienen que ser duros con los empleados, porque estos tienden a relajarse, por el hecho egoísta de que si la empresa gana más o menos dinero, a ellos no les influye, es muy humano intentar vivir del cuento, a la sopa boba y más las mujeres, que aprovechan sus atributos para engatusar a sus superiores y obtener trato de favor. Y el hecho cierto es que el sueldo está a final de mes, y el único que ha luchado por los trabajadores es el empresario. Continúe, pero sin adornar los hechos a su antojo.
―Está bien, señoría. En vista de que pone en duda mi relato, acabo ya. Después de menospreciar a mi mujer, le di un puñetazo en pleno rostro, con la mala fortuna de que cayó y se golpeó en la sien con la esquina de la estantería metálica en la que exhibía sus trofeos de golf.
―¿Eso es todo?
―Nada más.
―Se levanta la sesión. Voy a deliberar. Se reanuda la sesión mañana, a las ocho en punto, tendré una sentencia, con la ayuda de Dios. Sean puntuales.
* * * * * * * * * * * * *
―Diga.
―Hola, juez, cabronazo.
―Hombre, Luis Alfredo, mi zombi favorito. ¿Por dónde andas, capullo?
―En las islas Phi Phi, esto está que te cagas lorito.
―Qué envidia me das, hijo de puta, mientras tú te tocas las pelotas a dos manos, yo liao con Pérez, menudo pringao.
―¿Le meterás un buen paquete, no?
―Es un imbécil, ni siquiera ha intentado defenderse, le va a caer la del pulpo y, no te lo pierdas, está enamorado de tu secretaria, juás.
―No es tan tonto como parecía, la Paqui está como un queso, aunque es un poco frígida, tú me entiendes.
―Tu vida amorosa me la bufa. ¿Qué vas a hacer? Nadie puede saber que no estás criando malvas.
―De momento, el niñato del Samur que me atendió y que descubrió que estaba vivo, estará calladito por la cuenta que le trae, ya sabes, la pasta lo puede todo, y el miedo, más aún. Por lo demás, muy tranquilo, y si pasa algo, ya iremos viendo.
―Tienes los cojones cuadraos, amigo. Voy a echar de menos el golf mañanero contigo, a ver con quién hablo ahora de titis, sin tener que cogérmela con papel de fumar.
―Son los tiempos que nos han tocado, todo maricones y putas, qué le vamos a hacer.
―Te dejo, Luis Alfredo, que cuando te pones intenso no te aguanto.
―Ya me contarás la sentencia de Pérez, no me falles, caracandao.
―Relájate, que de la revisable no se libra ni pa Dios.
―Justo es lo que quería oír.
―Para eso están los amigos, me debes una.
―Conozco a una putilla de infarto que te deja seco del todo en un meneo, ni te lo imaginas, una pasada de la hostia. Te doy su teléfono y estamos en paz.
―Me parece justo.
―Normal, eres juez.
―Juás, pero qué hijo de la gran chingada estás hecho. Dame ya el móvil de la zorra, que la condena de Pérez me ha puesto cachondo.
―Piensa en él mientras te la trajinas.
―Tú eres gilipollas, qué puto asco.
―Adiós, hermoso, voy a darme un bañito.
―Yo me voy a misa.
―Reza por mí.
―¿Por quién si no?
―Ea.
―Agur.
SUSANA NÉRIDA
¿Cuántas veces perdí mi dignidad
por miedo a la forzosa soledad?
¿Cuántas veces me sentí sola
en medio del gentío que se mecen cual ola?
¿Cuántas veces me perdí a mi misma
por querer encajar en otro prisma?
Hoy me pregunto si mereció la pena
Intentar encajar en una caja ajena.
Hoy simplemente seré yo misma,
enseñaré la totalidad de mi ánima
correré este riesgo
¡vaya que si me arriesgo!
Que es mil veces estar sola en mitad de la multitud
que verse a solas con mi dignidad,
esto es una cuestión de pulcritud,
este es un caso de humildad.
A solas conmigo misma y mi dignidad,
¡Qué calamidad!
¡Qué curiosidad!
ARMANDO BARCELONA
NO HAY QUE DARLE VUELTAS.
«Dirán lo que quieran, pero esta es la mejor hora del día para echar la siesta del carnero, nada más almorzar. ¡Jesús, María y José, cómo estaban los torreznos! Aquí, al arrullo del confesionario, con este solecito mañanero que adormece el espíritu colándose por la celosía de la ventanita, el lardo todavía caliente esmaltándote los labios y ese dulce regurgitar del carajillo de anís, que se te viene a la boca con cada regüeldo. ¡Señor, qué paz!»
—Ave María purísima. Perdóneme, padre, porque voy a pecar.
«¡Vaya por dios, un friqui! A falta de sitios que hay para ir a dar por el saco y me tiene que tocar a mí!»
—Mal empezamos, hijo, si vienes aquí pasándote por el forro el dolor de los pecados. ¿Dónde queda el arrepentimiento, la reparación, el propósito de la enmienda y esas cosas? Si no quieres pecar, no peques, ¡coño!, pero no andes incordiando, que es muy mala hora; además, esto tuyo se llama premeditación, alevosía y está muy mal visto, solo faltaría que fueras a pecar contra el sexto para acumular el desprecio de sexo como agravante y que se te caiga el pelo.
«Dios qué gasecito me está viniendo; esto es la cerveza, que favorece la flatulencia. Aguanta Fermín, que como se escape aquí dentro lo de Auschwitz se va a quedar en una broma».
—Pues mire, sí, sexo hay, pero no mío; yo me quedo en el quinto, porque pienso matar a mi señora y, cuando le eche el guante, al hijoputa que se la está trajinando últimamente. Pero luego me arrepiento, no se apure usted, aunque antes me hago un guisado de criadillas como que hay dios.
«La cosa promete, habemus cornua,lo mismo no echamos la mañana en balde, mira tú».
—Hijo mío, haz cuenta de que lo mismo te precipitas y solo son figuraciones tuyas. ¿Estás seguro, no estarás poniendo mal en donde no lo hay? ¿De qué hierro eres tú, criatura? Anda, dime.
«Yo me conozco todas las ganaderías, porque después de la tienta les da un come, come pesaroso y vienen a confesar; sabiendo el nombre de la dama tendremos hecho culposo o no».
—Pater, mi señora se llama Dolores Lacueza de Quiñones, lo de «Quiñones» es por servidor y puro eufemismo, porque es de dominio público, mi Dolores, digo.
«¡Coño, Lolita la Tetas! Buena vacada, sí señor, la reina de las capeas, incluso ha itinerado por algunos pueblos de la redolada. No me extraña que este pobre ande más mosca que un pavo en un concurso de villancicos».
—A ver, hijo, aunque el secreto de confesión me ate las manos, no seré yo quien salga en defensa de la honra de tu señora, que sí, para qué negarlo, lleva fama de liviana, pero no es la única del lugar, aunque sí la de mayor caché, y eso siempre ayuda a la economía familiar. ¿Vas a echarlo todo a perder por un «quítame esas pajas»?
«Fallo mío, mentar la cuerda en casa del ahorcado, pero ya está hecho»,
—¡Joder, padre, con la sutileza! ¿Les hablan a ustedes de empatía en el seminario? No hace falta que me pase por los morros la lista de servicios, que me la imagino, y sí, en casa vivimos bien, hasta nos damos caprichos, pero… ¿Y la dignidad, dónde queda?
«Ya estamos con la tontería. Si es que esto del confesionario no está pagado, coño. ¿Cómo le explico a este que la dignidad es como una manta que te queda corta, si tiras para arriba te destapas los pies y si para abajo, se te hiela la cabeza. ¡Jesús, qué cruz!».
—¿Tu gracia, hijo mío…?
—Fulgencio, padre.
—Mira, Fulgencio, para qué nos vamos a engañar, llevas unos buenos cuernos, sí, de ciervo con muchos años de berrea; por Navidad, les cuelgas bolitas y te ahorras el árbol, vale, Pero la Lola es prieta de carnes, lozana y querendona.
«¡Joder que se me ve la pluma, hostias, estoy perdiendo reflejos!».
»Lo sé por otros, no vayas a pensar mal, ya sabes que los curas no…, en fin, que para ti la mercancía es gratis y no te puedes hacer idea cómo andan los precios, hijo. Luego está lo de tu curro: seguro que con la cosa doméstica boyante, tú no te matas a hacer horas, ni tienes que chuparle el culo al jefe para tenerlo contento y lo que pierdes en dignidad, por un lado, lo ganas con creces por el otro. Esas cosas hay que tenerlas en cuenta. ¿Vas a matar la gallina de los huevos de oro por un calentón?
«Lo estás arreglando con las metáforas, Fermín, vaya mañanita me llevas».
—Hombre, visto así, la verdad es que compensa, digamos que también pueden llevarse dignamente unos buenos cuernos. La verdad, me siento mucho mejor, más liviano, como que ya no me pesan. Lo que hace tener estudios, pater, cómo le ven ustedes el lado inteligente a las cosas. ¡Anda, que no habrá cuadros mucho peores que el mío! ¡En qué estaría yo pensando, por favor! Me voy contento, mire usted. Gracias.
«Es que, en el fondo, son como niños, angelicos».
—Pues venga, aligera, que el carajillo de anís es emoliente y tengo los torreznos en la pista de despegue; no aguanto más. Para que digan que el sacramento de la confesión es un camelo. Ego te absolvo a peccatis tuis, márcate un par de avemarías, ve en paz y deja cien euros en el cepillo al salir, que más caro te habría salido la cosa en abogados, tontolculo.
ARCADIO MALLO
SIN DIGNIDAD
Cada noche, ahogaba sus pecados en el bar de la esquina, entre las tinieblas del humo de los fumadores y el olor inevitable a humanidad rancia, que caracterizaba a los parroquianos de aquel antro, al margen de la ley.
Compartía barra con lo peor de la ciudad e incluso de los aledaños. Aquel era un lugar que parecía el reflejo del mismo infierno, a dónde acudían las almas condenadas a cumplir su penitencia.
Entrada la madrugada y vaciados los bolsillos, volvía a casa, tambaleándose, chocando con las farolas o los contenedores, cayéndose en los portales y maldiciéndose a sí mismo más de una vez cada noche. A veces, eran los de la basura los que le ayudaban a levantarse y a sentarse en un banco, dónde descansaba un rato antes de continuar.
Abrir la puerta de casa era otra aventura. Pero tarde o temprano lo conseguía, casi siempre ayudado por la vecina enfermera que salía para trabajar cuando él entraba.
Ya en casa, como un ritual, se paraba frente al espejo del recibidor. Se miraba las heridas hechas aquella noche, observaba su pelo largo y enredado, la barba de meses sin cortar, la ropa harapienta y sucia… Echaba un ojo a la foto de familia que presidía el mueble del recibidor, tal como lo habían dejado cuando se habían ido. Se miraba de nuevo al espejo y, con los ojos aguados y el rostro vencido, se preguntaba en qué momento de su vida había perdido la dignidad.
PEDRO ANTONIO LÓPEZ CRUZ
LA VIDA EMPUJA
Es un hecho indudable. Rocío “la collares” siempre será lo más grande que jamás haya dado el mundo de la copla. Conocida así por su desmesurada afición a tales abalorios, su colección privada, una especie de museo del colgante, ocupaba varias paredes del dormitorio, llenas de clavos de los que pendían a puñados, a modo de trofeos.
Erala collares un auténtico torbellino encima de las tablas. Sabía gestionar la bata de cola como nadie, ondeando cada uno de sus rizos y haciendo piruetas imposibles al ritmo de La Zarzamora y María de la O. Al cante siempre le acompañaba Dieguito “el chicharro” y con la guitarra su marido, José María “el chanquetillo”, el maestro de las seis cuerdas, un fenómeno al que no se le veían los dedos cuando dejaba escapar todo su arte flamenco. Era dar comienzo y el escenario ardía ante los clamores de un público enfervorecido.
En estas llegaron los noventa, el dos mil y todos los demás. Años nuevos mecidos por los vientos de cambio. Atrás quedaban los tiempos de televisión en los que Rocío era la rutilante estrella de Cantares y El corral de la Pacheca, donde Floren Testigo, al tiempo que se atusaba su esplendorosa cabellera se deshacía en elogios hacia la collares, encumbrándola a un pedestal y enumerando todos los sinónimos de grande y enorme que uno sea capaz de imaginar.
Fue en abril de 2024. Aquella noche, salió como de costumbre, con la intención de entregarlo todo, de dar el do de pecho, que de eso también iba bien servida, como buena folclórica que era. Pero la vida le tenía preparado un guantazo de realidad, una hostia con la mano abierta, un regalo de esos que ponen en entredicho la dignidad y las cosas más personales. En unos segundos, todo su mundo se vino abajo nada más contemplar un teatro casi vacío, apenas ocupado por diez personas desperdigadas por la platea, más pendientes del móvil que de otra cosa.
No pudo. Su orgullo se había quebrado en solo un segundo. Permaneció quieta durante un tiempo infinito mientras notaba las gotas resbalar por sus mejillas. Finalmente, convertida en un híbrido entre folclórica y triste payasa, Rocío abandonó el escenario, incapaz de entonar una sola estrofa. Derrotada, con la mirada derretida por el calor de los focos, mezclando el maquillaje con las saladas lágrimas del fracaso. No todos los días se tiene una buena noche. Aquella fue la peor, sin duda. Y la última. En ese momento decidió que había llegado la hora de apearse del tren de la copla y enfilar el resto de sus días.
Cuando la vida golpea y el cuerpo tiene la mala costumbre de comer todos los días, es momento de tragar orgullos. Meses después, nadie sospecharía que la collares, desaparecida de la vida pública sin dejar rastro, era quien realmente se escondía bajo aquella peluca azul, la redonda nariz roja, el traje de tamaño y colores imposibles y los descomunales zapatones. El chanquetillo hizo lo propio lanzándose al noble y ancestral arte de la doma de leones, gracias a un curso por correspondencia que hiciera de joven, junto al de guitarra en el que, por cierto, te regalaban el instrumento. Suerte que los leones, en este caso, los proporcionaban los del circo.
Hoy, a sus más de ochenta años, la collares y el chanquetillo subsisten a duras penas. Ella intentando que el pulso aún le permita maquillarse y él procurando que no se lo coman los leones. Malviviendo, sí, pero con su dignidad intacta. Recordando que fueron grandes. Y es que cuando se lleva en la sangre, el espectáculo debe continuar. Eso, y que no queda otra salida si la vida empuja.
NALLELI CANDIANI
En la pandemia no sólo nos salvaron los doctores, enfermeras, científicos. Soldados y estrategas. Psicólogos, terapeutas.
Nos salvaron también los artistas que nos dieron Esperanzas para un futuro, nos dieron imágenes, series en internet , cine, animaciones, pinturas, textos, dibujos, técnicas.
Música, danza, voz. Éxtasis.
Recuentos de la Historia, con poder, formas de expresarnos, y el permiso de hacerlo.Nos dieron la mano en medio de la oscuridad más negra. Allí en esa distancia tenebrosa.
Nos hicieron reunirnos alrededor del fuego, de la testificación de nuestros horrores y dolores, de nuestros amores, y nos hicieron saber y esperar un momento mejor en nuestro encierro.
Nos hicieron los artistas darnos cuenta de quiénes realmente somos: no somos seres aislados, sino somos uno con todos los demás.
Dice el autor teatral Antonin Artaud que sólo frente a la muerte, un gran amor, o una enfermedad terrible, somos capaces de decirnos la verdad a nosotros mismos: nuestra esencia, eso que nos asusta, porque siempre andamos mintiéndonos, como perdidos, huérfanos y sin dirección, buscando lo que nos han dicho que busquemos: que es que encontremos acumular cosas que no necesitamos, para impresionar a gente que no nos interesa . Que andemos como vacíos, como superficiales, como disminuidos, como si fuéramos un envoltorio de algo desconocido, que andemos como sin emociones, como muertos, odiándonos, como sin imaginación, sin fantasía, como si fuésemos unas bestias.
Le posibilidad de desahogarnos de nuestras dolores más internos, y más insoportables puede ser la diferencia entre querer morir y querer vivir.
Querer sobrevivir como especie, o fenecer en un apocalipsis ya anunciado tantas veces.
El Arte nos dice, quédate. Fluye. Libérate. Vive tu placer, tu dolor. Tu experiencia es única, irrepetible, milagrosa. Tú eres el milagroso. Tu eres el ángel en la Tierra. Negro, moreno, blanco, rojo, con colmillos, con alas, golpeado, chillando, susurrando, gritando, pero ángel.
«No sé manipular la Materia».
«Ni se dónde tengo las caderas»
«No sé qué es una corchea»
«No sé dónde tengo el psoas músculo»
-Ángeles dicen esto cuando aprenden a hablar
El sólo hecho de poder expresar nuestro sentir, eso que tenemos adentro, o de poder compartir; el hecho de que haya otros que lo escuchen, o que sólo estén allí. O uno callado, sintiendo. No sólo es desahogarse, sino es crear nuevas realidades, porque somos creadores todos, todos somos artistas, todos somos creadores y creamos realidades.
Sentir el proceso del Arte y su flujo en nuestros cuerpos, en nuestras Obras, es tener la dignidad de sabernos libres más que cualquier cosa.
Los Políticos nos van a querer utilizar y los empresarios van a querer utilizarnos tambien, pero sin pagarnos, tal vez.
Gente de poder va a querer doblegarlos haciéndonos pobres, para que les ayudemos a mentir sus Mentiras con Arte.
No se dejen, insistan en ser humanos, más que sensibles, que es lo único que nos puede salvar. ¿Porque qué es la maldad?
La maldad es la absoluta falta de empatía. Es la frialdad de quien calcula nada más.
Cómo pasó en regímenes pasados, en donde primero van para destruir por tu vecino, después van por tu pariente, después por tu pareja, y después por tí.
Todos somos minorías.
Y hablar desde nuestras vulnerabilidades, será la nueva fortaleza en esta nueva realidad que estamos construyendo.
Nuestra sensibilidad nos hace iguales a todos.
Los Políticos tienen lógicas políticas nada más, y los artistas, razones del Ser, esas que hay que respetar, honrar, y seguir.
No aceptar la idea de nuestras limitaciones.
Ser más poderoso que nuestras circunstancias siempre, ese es el poder del Arte.
Crear revoluciones, movimientos.
Darle fuerza y voz a lo que nuestra alma necesita expresar.
Medicina del Hombre.
Se apoya al arte popular, porque en los pueblos la gente cantaba, bailaba, y se decía sus cosas, se desahogaba. Creaba. Y eso daba estabilidad y felicidad.
Y creo que debemos buscar, como misión en la Tierra, felicidad. Porque somos pasajeros.
Una sociedad que no protege a sus artistas, que los trata como a menores, o peor, que los utiliza, que los empobrece para doblegarlos, es como Saturno devorando a sus hijos, y en ese canibalismo, lo perdemos todos todo, porque la otra misión que tenemos en la Tierra es cambiar el mundo, al menos el mundo personal. Y los artistas cambian el mundo.
IRENE ADLER
LOS TRESCIENTOS DE TRISTÁN
—Querida, nadie ha visto un «Niebla Amarilla de Seis Peniques» desde mil novecientos ocho.
Nunca olvidaré aquella frase, pronunciada por la señorita Lilibeth Glass contra el borde desportillado de su taza de té demasiado dulce, en la sala de estar de la casa de Calshot.
Yo jugaba con mis muñecas sentada en el suelo de madera, desnudo y frío, mientras observaba de reojo a mi madre y a la señorita Lilibeth que compartían el té de la tarde hablando de sellos raros, sellos pelados, sellos barrados y sellos Cenicienta.
Toda la vajilla de la señorita Lilibeth estaba ajada, deslucida, maltrecha por las sucesivas muertes y resurrecciones piadosas. Al igual que todo en la casa prefabricada de Calshot, la vajilla era un recordatorio constante de la caridad ajena; de la provisionalidad de su estancia en Inglaterra; del desamparo y la mendicidad disfrazadas de compasión o solidaridad. Las autoridades británicas se referían a Calshot como el hogar provisional de los isleños; un refugio en la tragedia. Mi madre, sin embargo, solía decir que Calshot, para los trescientos de Tristán, era un ghetto.
A esa hora crepuscular en que el sol declina suavemente por el oeste y el viento arrecia sobre las aguas grises del estuario, la señorita Lilibeth solía acercarse a la ventana, apartar los visillos feos y contemplar algo que sólo ella parecía ver en la distancia. La silueta borrosa y lejana de cualquier carguero cruzando el estrecho brazo de mar, ponía en sus labios agrietados por el frío invernal, una delicada sonrisa nostálgica. Entonces las dos mujeres, tan distintas, guardaban un silencio respetuoso, de cementerio o de homilía, y cada una a su manera, soñaba con velas blancas contra el horizonte; con cartas escritas a mano que viajaban en barcos correo hasta los misteriosos territorios de ultramar; con huidas y regresos largamente aplazados. Mi madre temerosa de que yo contrajera la polio; la señorita Lilibeth resignada a ver morir a los suyos de algo tan inocuo como la gripe. Había dos cosas en ese crudo invierno de 1962 contra las que los refugiados de Tristán de Acuña no podían defenderse: la nostalgia y los resfriados. Nunca sabremos con certeza a cuántos mató la gripe y a cuántos la tristeza.
Llegaron a Calshot, al sur de Birmingham, a bordo del RMS Stirling Castle, un barco correo, desde Ciudad del Cabo en Sudáfrica. Llegaron hacinados, con lo puesto, desorientados y tristes, a finales de un nebuloso y poco halagüeño mes de octubre.
Mi madre decía que lo más impresionante era el silencio en el que se movían; la actitud mansa y temerosa, de rebaño; que los niños pequeños no lloraban. Los instalaron en casas de madera levantadas en el antiguo campo de hidroaviones de la RAF, y todas las parroquias de Hampshire contribuyeron con donaciones para el acondicionamiento de las casas iguales, frías, parecidas a barracones de acuartelamiento. Muchas de las mujeres voluntarias que recibieron a los isleños pertenecían a asociaciones parroquiales y benéficas, ése fue el caso de mi madre, que desde esa primera noche de octubre de 1961, y hasta que la señorita Lilibeth regresó a ultramar en 1963, no faltó ni un solo día al té de la tarde en la casita de Calshot.
Cuando ya todos habían olvidado a los trescientos de Tristán y la caridad cristiana dejó paso a la indiferencia, mi madre continuó manteniendo y cultivando su amistad con Lilibeth Glass, la encargada de la única oficina postal de Edimburgo de los Siete Mares desde que la abrieron en 1952.
En aquella época, quizá demasiado pronto, aprendí que existe una línea difusa que separa a las palabras. Que la semántica a veces hiere. Que orgullo y dignidad no son lo mismo. Como no lo son la caridad y la solidaridad. Que las personas no tienen que pedir perdón por estar vivos ni pedir permiso por el lugar en el que viven. Que si das sólo para recibir algo a cambio, (gratitud, devoción, reconocimiento), mejor harías en no dar nada. Aprendí que se puede sacar a un isleño de una isla, pero jamás podrás sacar a la isla del isleño.
Los trescientos llamaban a la capital de Tristán de Acuña «el pueblo» y al volcán que los exilió forzosamente en 1961, «el pico», aunque su nombre fuera Queen Mary’s Peak. Quizá porque tan lejos de casa, tan lejos de todo, en Edimburgo de los Siete Mares las cosas eran exclusivas y únicas, es que la señorita Lilibeth sentía fascinación por los sellos raros. Y la «Niebla Amarilla de Seis Peniques», era, sin duda, el sello postal más raro del mundo.
La señorita Lilibeth me dijo una vez que entre 1831 y 1903, sólo habían salido de Tristán de Acuña siete cartas. Quizá los isleños no tenían nada qué decir ni nadie a quién decírselo.
Y era en ese silencio tenebroso como las agitadas aguas del océano que les ahogaba la voz, la tinta, la memoria y las palabras, dónde nacería la leyenda de la “Niebla Amarilla de Seis Peniques”. El único superviviente de su serie. Nunca franqueado. Imperfecto. Obscenamente valioso en su rareza. Regurgitado de un buche ignoto en 1889 en Ipswich, Masachussets, por un descendiente dudoso de la familia Swain, y desaparecido en 1908 entre sucesivas diásporas, guerras, naufragios y expolios.
La “Niebla Amarilla de Seis Peniques” permaneció en el imaginario colectivo de los isleños de Tristán de Acuña como en otros permanecería un agravio: indefinidamente.
Hasta que la señorita Lilibeth y mi madre lo robaron en 1963.
La historia detrás de la historia del robo del siglo, de la banda de Bruce Reynolds y el tren correo entre Glasgow y Euston.
La historia de mi madre.
SERGIO TÉLLEZ
VIDA DE PUEBLO
Seis milímetros(casí un centímetro), un crecimiento impresionante, había experimentado la hierba desde las 8 de la mañana hasta las 10:30. Su hoja verde, en forma de lanza, se estiraba hacia el sol con una determinación admirable. Lo sé porque, con la precisión de un científico, la medí con la regla de costura de mamá.
Mientras observaba paciente el crecimiento de la hierba, mi mente se sumergió en un estado de contemplación profunda. El tiempo parecía detenerse, y mi atención se centró en el mundo microscópico que se desplegaba ante mis ojos. Conté 438 hormigas diminutas e inofensivas desfilar e introducirse en la grieta del andén, cada una con su propósito y destino desconocidos. Era como si estuviera presenciando una migración en miniatura, una procesión silenciosa y ordenada que se desarrollaba en un mundo paralelo al mío.
Mi mamá me llamó angustiada, su voz traspasando el aire tranquilo de la mañana como un rayo de preocupación: «¡Hijo, el metro! Otra vez con sus locuras. La esposa del alcalde necesita la blusa arreglada para las dos de la tarde». La urgencia en su tono era palpable, como si el destino del mundo dependiera de la pronta reparación de esa prenda.
Me levanté del andén con un suspiro, estirando mi espalda dolorida y ajustando mis gafas de leer, que se habían resbalado hacia la punta de mi nariz debido a la postura inclinada que había adoptado para observar el crecimiento de la hierba y el paso de las hormigas. Mi cuerpo se quejó con un crujido suave, como si mis articulaciones estuvieran protestando por la interrupción de mi sesión de observación. Me sacudí el polvo de los pantalones y me dirigí hacia la casa, listo para enfrentar el desafío de la costura.
Me volví a dar cuenta de que mi cabello seguía escaseando en la coronilla, un recordatorio constante de que mi juventud ya era un recuerdo lejano. Los 40 años habían dejado su huella en mi cuerpo, pero no en mi espíritu. Me sentía tan tranquilo y sereno como siempre, sin preocupaciones por la calvicie que avanzaba inexorablemente. Me acordé de que debía pedirle a mi hermano que me afeite la cabeza la próxima vez que viniera a visitarnos. Un corte de pelo casero, un gesto de aceptación de mi edad y mi condición.
Mamá prosiguió, sin dar tregua a mi tranquilidad matutina: «Vaya a la tienda de Don Luis Corto y compre esto para el almuerzo», me entregó un papel escrito a mano con la lista de encargos, escrita en su característica letra inclinada y adornada con pequeños garabatos que parecían bailar en la página. Me detuve un momento para admirar, como de costumbre, la letra cursiva de mamá. Era la misma que tenían casi todos los viejos habitantes del pueblo, una herencia de la señorita Celinda, la maestra que los había pulido y vuelto expertos en esa preciosa letra. Me sonreí al recordar las historias que mamá me contaba sobre la señorita Celinda, que había sido una especie de institución en el pueblo, y cuya influencia todavía se podía ver en la forma en que la gente escribía y se expresaba. La lista de encargos era breve, pero precisa: arroz, frijoles, cebolla, ajo… los ingredientes básicos para un almuerzo típico de nuestra casa. Me guardé el papel en el bolsillo y me dirigí hacia la puerta, listo para cumplir con mi misión.
Me crucé con Efraín, mi amigo y confidente de siempre, y nos dirigimos juntos hacia la tienda de Don Luis Corto, bajo el sol cálido que iluminaba las calles empedradas del pueblo. Él me miró con una sonrisa cómplice y asintió con la cabeza, como si ya supiera adónde íbamos, y yo sonreí también, sabiendo que no necesitábamos palabras para entendernos. Continuamos caminando en silencio, disfrutando del aire fresco y del ritmo tranquilo de la vida en el pueblo. Al pasar por la calle principal, saludamos a nuestros vecinos y amigos con un leve movimiento de cabeza, un gesto que era más un hábito que una formalidad, una forma de reconocer y conectar con los demás sin necesidad de palabras. Luego, nos cruzamos con Rosario, la linda viuda de Don Malaquías, y ella nos sonrió con su mirada cálida y acogedora. Efraín y yo intercambiamos una mirada y sonreímos, recordando las veces que le habíamos «hecho la vuelta» en el pasado, y la forma en que ella siempre nos había recibido con una sonrisa y una palabra amable.
Compramos los encargos en la tienda de Don Luis Corto, que como siempre nos recibió con una sonrisa radiante y una calidez que parecía envolvernos en un abrazo. Nos ofreció un par de tragos dobles de aguardiente, que él mismo había destilado en su pequeña fábrica clandestina, detrás de la tienda. Aceptamos con gusto, sabiendo que el aguardiente de Don Luis era famoso en todo el pueblo por su sabor fuerte y su capacidad para calentar el alma. Brindamos por la salud y la amistad, y Don Luis se nos unió en el brindis, su voz resonando con una calidez y una sinceridad que nos hizo sentir como parte de una gran familia.
Salimos de la tienda y nos dirigimos al parque, donde el maestro Del Bianco nos esperaba sentado en su banco de cemento favorito, junto con su mascota Pequines, un perro pequeño que siempre parecía estar listo para jugar. Era un hombre peculiar en nuestro pueblo, no solo por su acento italiano y su pasión por la vida, sino también por ser el primer y único extranjero que había llegado a nuestras tierras y había decidido quedarse. Recuerdo que su llegada había sido un evento importante en el pueblo, y que muchos habían sido escépticos sobre su decisión de establecerse en un lugar tan alejado de la ciudad. Pero Del Bianco había demostrado ser un hombre de palabra y de acción, y pronto se había ganado el respeto y la admiración de todos. Hablamos durante un rato, sumergidos en la conversación como si el tiempo no existiera. Como siempre, nuestra conversación giró en torno a los temas que nos apasionaban: la política italiana, el fascismo, Mussolini y la literatura de Pirandello. Su entusiasmo era contagioso, y nos reímos y discutimos con la misma familiaridad que si fuéramos viejos amigos. Cuando miré mi reloj con disimulo, él captó la señal y se levantó del banco con una sonrisa. «Va bene, ragazzi»(bueno, muchachos) dijo con su acento italiano que nos encantaba, «ya es hora de que sigan su camino». Nos despidió con un apretón de manos y una sonrisa cálida, y nos fuimos, sintiendo que habíamos pasado un rato agradable en su compañía, y que siempre nos llevaríamos con nosotros un poco de su pasión y su entusiasmo
Vivir en mi pueblo es una experiencia única. Me gusta empezar el día midiendo cuánto ha crecido la hierba del frente del andén. Es un ritual tonto, pero me gusta. Por las tardes, me siento en el parque a ver jugar a los niños. Los ancianos suelen jugar a las cartas en un banco cercano. Es un lugar tranquilo, donde todo el mundo se conoce y se saluda con un gesto. No hay nada especial en mi pueblo, pero es un lugar cómodo y familiar. Y eso es suficiente para mí.
Vivir en mi pueblo es como vivir en un agujero en el tiempo. Nada cambia, nada pasa. Cada mañana me despierto con el canto de los pájaros y el aroma de las flores frescas, pero también con la certeza de que mi vida no va a cambiar mucho. Me levanto tarde, desayuno con mi mamá, leo el periódico y tomo un paseo por el pueblo. Luego, me siento en la plaza con mis amigos y disfrutamos del sol y la compañía. No hay prisas, no hay estrés, solo la tranquilidad y la alegría de no tener que hacer nada.
Mi mamá me cocina, me lava la ropa y me cuida como si fuera un niño. Y yo, a mi vez, la ayudo con las tareas del hogar y la acompaño a misa los domingos. Es un arreglo justo, creo yo. Ella me mantiene y yo le hago compañía. Pero lo que más me importa es que, a pesar de que mi vida no es como la de los demás, siento que tengo dignidad en lo que hago. No necesito un trabajo o una carrera para sentirme realizado. Mi vida es simple, pero es mía, y eso es lo que me da dignidad.
A veces, cuando estoy sentado en la plaza, veo a los jóvenes del pueblo apresurándose para llegar a sus trabajos o estudios. Y me doy cuenta de que mi vida es diferente. Pero no me siento mal por eso. Al contrario, me siento afortunado de poder disfrutar de la vida de esta manera. Sin estrés, sin presiones, sin nada que me haga sentir culpable por no hacer nada.
Así que sigo con mi rutina, sin prisas, sin estrés. Solo disfrutando de la vida y de la compañía de mis seres queridos. Y escribiendo, por supuesto. Eso es todo lo que necesito. O al menos, eso es lo que me digo a mí mismo. La vida es simple, pero es mía, y eso es lo que importa.
CESAR BORT
Me sorprendió que aparecieras en el cobertizo, mientras estaba descuartizando a esa ardilla, aunque bien pensado, es normal que vinieras. Los chillidos se debían de escuchar en todo el vecindario. «¿Qué haces?», me preguntaste. «Jugar», respondí, mirando por encima del hombro, sin prestarte mucha atención. No quería que la ardilla se me escapara, la tenía bien atada, pero se revolvía como loca y eso que solo le había cortado una pata, incluso, intentó morderme, la muy cabrona. Tuve que engañarla con un palo, que partió como si fuera paja, si me hubiera pillado el dedo… olvídate tú de volver a sacarte mocos y hacer burillas.
Fuera, en la calle, oímos aullar la sirena de un coche de policía. «Si van a donde Chico Porras, van tarde. Se llevarán un buen chasco. Ayer, lo saltó de la azotea, quedó espachurrado», comentaste mirando por la pequeña ventana del cobertizo. «¿Por qué donde Chico Porras?», quise saber. Te encogiste de hombros y dijiste: «Dicen que saltó la alarma en el ministerio; que tenía pensamientos impuros». «Y tan modosito que parecía», reflexioné. «Esos son los peores», me hiciste ver, aunque yo, ya lo sabía. Nos lo decía siempre Marcelo, el cura del colegio, no sé si antes o después de sobarnos por dentro de los calzoncillos.
«Y, ¿qué debía pensar?», pregunté por preguntar, porque acertar era imposible, pero hablar es gratis. «Cualquier cosa, que las mentes perturbadas… Igual que papá, nunca nos lo hubiéramos imaginado y ya ves. Un trastornado». Yo asentí, aunque tampoco fue la gran sorpresa. Siempre tuve la sospecha de que, tras esa cara de hijoeputa y bajo los tatuajes nazis, escondía algo. Todo, fachada, solo fachada. Bastaba verlo cómo hablaba con los demás y cómo los trataba, como si fuéramos todos iguales, sin importar color ni procedencia ni hacienda. ¡Qué asco! ¡Menuda vergüenza nos hizo pasar! ¡Qué forma trasnochada de perder la dignidad!
EFRAÍN DÍAZ
Esta es una historia de la vida real y me pareció justo contarla. No todos los héroes están en las películas.
Hay hombres cuya dignidad es tan inviolable y tan inquebrantable que son capaces de dar hasta su vida por mantenerla intacta.
El General Arnaldo Tomás Ochoa Sánchez estaba frente al paredón de fusilamiento. Se irguió con la mirada firme, escrutando a sus hombres con la seriedad que la ocasión ameritaba. La brisa levantaba el polvo del suelo árido, impregnado del olor metálico de la pólvora.
Genio de la estrategia y la táctica, el General Ochoa había sido el militar más brillante y valiente de su generación en toda América. Su nombre susurraba respeto en los pasillos de los cuarteles, y su astucia en el campo de batalla era motivo de estudio en las academias militares de la región. Gobiernos de todo el continente le consultaban, y tuvo a su cargo el entrenamiento de ejércitos enteros. Respetado por sus pares y temido por sus rivales, Ochoa no solo había ganado batallas; había forjado mitas y leyendas.
Sus triunfos despertaron la admiración del pueblo cubano, que comenzó a verlo como un símbolo de valentía y esperanza. Pero en las sombras del poder, esa simpatía no fue bien recibida. Fidel Castro lo vio como una amenaza a su hegemonía, una figura que encarnaba un peligroso carisma capaz de mover voluntades.
El régimen ya tenía experiencia eliminando rivales. Delataron a la CIA las coordenadas de Ernesto “Che” Guevara en la selva boliviana y orquestaron la desaparición de Camilo Cienfuegos en un accidente aéreo que nunca fue esclarecido. Para deshacerse del General Ochoa, optaron por acusarlo de narcotráfico.
Los cargos fueron fabricados con premura. La evidencia se sostenía sobre hilos débiles y los testigos, entrenados para mentir, cayeron en contradicciones. Aun así, el juicio siguió adelante, convertido en un patético circo en el que la sentencia ya estaba escrita de antemano. Un tribunal de acólitos obedientes y jurados sin rostro lo condenó a muerte sin titubeos. El General Ochoa escuchó el veredicto con rostro impasible. Con la serenidad imperturbable de quien sabe que ha sido traicionado, pero no vencido.
El mundo se levantó en súplica. Francia, Inglaterra, El Vaticano y hasta los Estados Unidos, un país que aplica la pena de muerte sin remordimientos, rogaron clemencia para el General. Pero él guardó silencio. Se negó a suplicar, a justificar sus actos, a humillarse. La dignidad era su última trinchera.
Aquella mañana del 13 de julio de 1989, el General Ochoa se encontraba frente a su pelotón de fusilamiento. El sol abrasador recortaba su figura contra el descolorido paredón. Observó a sus soldados, aquellos a los que había entrenado con mano firme y voz autoritaria. Sus ojos recorrieron uno a uno los rostros tensos. No había miedo ni rencor en su mirada; tampoco perdón. Solo una serenidad rotunda. Le habían arrebatado sus rangos, sus títulos, su reputación. Pero su dignidad permanecía intacta.
El Coronel a cargo del fusilamiento se le acercó y, evitando mirarlo a los ojos, preguntó:
—¿Tiene algún último deseo?
—Tengo dos —respondió el General con voz firme—. Que no me vendan los ojos y que se me permita dar la orden de fuego.
El Coronel tragó saliva y asintió, consciente de que era el último acto de respeto que podía ofrecerle.
Sin venda en los ojos, el General Ochoa se cuadró en posición de atención, la espalda recta, el mentón en alto. Inspiró profundamente, como quien se prepara para una ceremonia solemne. Luego, con voz fuerte y clara, dio la orden:
—¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!
El silencio fue absoluto. La brisa cesó, como si el aire mismo contuviera el aliento. Ningún soldado osó halar el gatillo. Algunos parpadearon rápido, luchando contra las lágrimas. Otros temblaban ligeramente, con los nudillos blancos de tanto apretar sus fusiles. Nadie se movió. Frente a ellos, el General permanecía inmóvil, erguido, sin pestañear. El miedo no tenía lugar en su rostro.
Ante la vacilación de sus hombres, el General Ochoa tomó la palabra una vez más:
—Ustedes son soldados del Ejército Cubano. Un ejército entrenado y disciplinado que sigue las órdenes de sus superiores—Su voz era un látigo de autoridad y orgullo—. A mi cuenta, quiero escuchar sus fusiles rugir, coño. Preparen, apunten, fuego.
El eco de su voz retumbó en el paredón. Un solo disparo rompió la quietud, seco y certero. El General Ochoa cayó de rodillas y luego se desplomó de frente, su dignidad intacta incluso en la muerte.
Los soldados permanecieron inmóviles, paralizados por el peso del momento. Nadie miró al soldado que disparó, pero todos supieron quién había sido. El joven dejó caer el fusil, sus manos temblaban. Había cumplido con su deber, pero la carga era insoportable. Pidió la baja poco después, incapaz de soportar el recuerdo de haber sido él quien acabó con la vida de un hombre valiente.
El Coronel no sancionó a ninguno de sus hombres. Comprendía el peso de la orden y la magnitud del sacrificio. En silencio, se acercó al cuerpo del General y le hizo un saludo militar, breve, solemne, sincero. En ese instante, más allá del rango, más allá de la política, se inclinó ante la dignidad inviolable de un hombre que eligió morir sin vendar sus ojos ni vender su honor.
EL IDIOTA
Mala compañía es el hambre; peor aún si viene con desesperanzas y apatía y ya nada se sueña porque el futuro huye al extranjero sin viaje de regreso y la gente solo espera el final qué nadie sabe cuándo ni cómo llegará.
La historia la cuento con congoja, sin orgullo y apenado.
Hoy hago catarsis con deseo de limpiar mi corazón. El relato es verdadero, sólo he cambiado nombres y lugar para que no me identifiquen. Sigo siendo cobarde.
En esos años trabajaba yo en la universidad de Oriente. Mi carácter era agrio, amargado, pero batallador. Me mataba ,además de todo lo mencionado, la cobardía colectiva de callar y nada hacer para mejorar la realidad. Sucedió en la cafetería a la que fui por un café para engañar al estómago hasta que consiguiera algo que le llenara.
El café lo estaban haciendo y recostado del mostrador esperaba mientras conversaba con Josefa, mi compañera de trabajo y mi oculto amor. Una de las trabajadoras puso un nuevo producto en la pizarra al cual no presté atención: Josefa achicaba mi mundo a solo ella.
Por fin me sirvieron el café. Lo tomé y me decidí a marchar.
—¿No vas a comprar? —me preguntó con buenas intenciones Yaimara, la secretaria del jefe.
—¿Qué cosa?
—¿No estás en la cola? Yo supuse que sí y me puse detrás de ti.
Caí en la cuenta de la cantidad de personas que estaban haciendo la cola y el producto a vender: bocadito de fongo.
Fongo es una especie de plátano que se siembra entre campo y campo de hortalizas para que funcione de barrera rompevientos, hasta esos años no se usaba en la alimentación humana, solo en las de los puercos. Pero estábamos en periodo de crisis y el hambre era general.
A pesar de todo lo explicado, cometí la metedura de pata más grande de mi vida.
Fue sin ánimo de ofender, fue una traición del subconsciente, la defensa de mi dignidad humana, la causante de mis palabras hirientes.
Quizás ya nadie recuerde el incidente y hasta me habrán perdonado. Yo lo recuerdo todavía y no he logrado perdonarme la ofensa.
Ese día, grité más que decir:
—¡No hombre, yo no como eso por mucha hambre que tenga! ¡Yo soy una persona humana!
La respuesta fue grupal. Me ofendieron, merecidamente, me amenazaron. No llegó a males mayores porque un profesor, un catedrático universitario que estaba en la cola, salió en mi defensa tratando de justificar mis palabras. Terminó alegando:
—Él no lo dice por ustedes, si no por él mismo, porque a decir verdad, lleva su lógica y su razón.
Yo solo quería defender mi dignidad.
Desde entonces aprendí que para defenderse no hay que ofender.
Ahora diría con pena, con el corazón arrugado y la garganta apretada con palabras ahogando los sentimientos, con deseo de llorar:
—No , no me gusta el fongo.
MANUELA CÁMARA
EL CLUB DE LOS POETAS SIN MÉTRICA
Pensaba disfrutar de una provechosa velada de poesía en el café Manila, junto a la catedral. Allí los viernes, a las siete de la tarde, un rincón del local se transforma: en un micro abierto y versos en el aire. Allí se reúnen diferentes grupos de escritores más conocidos por sus debates literarios que por sus obras.
Me senté en uno de los veladores redondos de madera. En la mesa de al lado, un hombre con un suéter rojo escribía sobre un bloc, inmerso en su mundo, ajeno al bullicio de alrededor. De pronto, vi a un hombre avanzar por el pasillo entre las mesas, tirar de la silla con decisión y sentarse frente al que estaba escribiendo.
—Dime Juan ¿te consideras poeta? —le preguntó el recién llegado envuelto en su bufanda gris y apoyando el codo sobre la mesa como si viniera decidido a dictar una sentencia.
—A veces. Creo que sí.
—Pero tu escribes prosa.
–-Sí —respondió el suéter rojo.
—Entonces no eres poeta
En ese momento el de la bufanda gris se reclinó sobre la espalda de la silla, con esa satisfacción en la cara de quien cree que ha ganado una batalla. El otro, el del suéter rojo, que no tenía bufanda ni ganas de convencer a nadie, tomó su café y le dio un largo sorbo, y respondió:
—¿Y si escribo verso libre?
—Tampoco —respondió la bufanda gris.
—¿Por qué?
—Porque el verso libre no es verso, es una especie de excusa, es como decir que juegas al ajedrez pero sin tablero.
—Tal vez el tablero está en otro lugar.
El de la bufanda gris resopló, parecía que traía muy bien preparado lo que iba a decirle, pero por alguna razón, sintió que estaba tocando terrenos pantanosos.
—Mira —continuó defendiendo la bufanda gris— la poesía es ritmo, métrica, rima. Si no hay eso, no hay poesía.
—O sea que si yo digo «oh, flor encendida que muere al alba» soy poeta, pero si digo «la flor arte y muere al amanecer» ya no lo soy.
—No es lo mismo.
—No. No es lo mismo, pero el que está mirando sigue viendo una flor quemarse.
El de la bufanda gris se quedó callado, tal vez porque no esperaba esta explicación, tal vez porque se había quedado sin argumentos, tal vez porque le había gustado la imagen poética de la flor y todavía estaba mirando cómo se quemaba, o tal vez porque tenía un poco de frío.
—La poesía —añadió el suéter rojo—, la poesía es dignidad, amigo, no es un molde, ES LO QUE RESISTE ADENTRO.
El de la bufanda gris, reacio a aceptar la derrota y sin más argumentos con los que sostener su postura, se puso de pie. Con voz firme, lo desafió para que todos lo escucharan.
—Te reto a que, antes de que termine la velada, escribas un soneto y lo leas en voz alta. Sabes que no puedes negarte. La norma es clara: si alguien te reta, aceptas el duelo.
Un murmullo se esparció entre las mesas. Risas, comentarios al vuelo: «Ahí le has dado», «No va a poder». La bufanda gris se alejó con aire victorioso, uniéndose a otro grupo de amigos.
Comenzó la sesión de micrófono abierto, pero yo apenas escuchaba. No podía apartar la vista del hombre a mi lado, el del suéter rojo. Escribía, tachaba, pasaba la hoja, volvía a empezar. Había algo fascinante en ese instante de reto y creación.
Treinta minutos después, se levantó con la mano en alto. En la otra, sostenía la hoja arrancada. Caminó hacia el micrófono bajo un murmullo expectante.
—A ver qué has hecho, artista —soltó alguien.
—Este no ha visto un soneto en su vida —se oyó en otra mesa.
Y entonces, el suéter rojo carraspeó, alzó la vista y empezó a leer.
—DIGNIDAD —anunció en tono alto y claro:
“No es un grito, ni un arma, ni una piedra,
ni un estandarte alzándose en la brisa.
Es un latido oculto que desliza
su fuego por la piel que nunca cede.
No es vestidura, templo ni moneda,
ni estatua erguida en mármol de ceniza.
Es el silencio justo que eterniza
la voz de aquel que el miedo no doblega.
A veces es el hambre que resiste,
la sed que no se humilla ni se quiebra,
el pie que sigue andando sin renuncia.
La dignidad no llora ni se viste,
no ruega, no se esconde, no se entrega.
Es luz sin amo. Brilla en la penumbra.”
Cuando concluyó se hizo un extraño, contenido y raro silencio. Hasta que alguien del público se levantó y gritó «Bravo, un soneto perfecto» y la mitad del Manila se levantó en un efusivo aplauso.
Desde la mesa contigua a la del suéter rojo, un hombre se levantó con un suspiro de alivio. Se incorporó con aire satisfecho, cerró el libro con discreción —sin que nadie alcanzara a ver el título— y, entre el calor de los aplausos, se deslizó hacia la calle, perdiéndose entre la gente.
FRAN KMIL
DIGNIDAD.
Me cansé de que entrara por la puerta de atrás de mi casa, por la que da al callejón solitario y vacío, visitado una vez a la semana por los recogedores de basura. Pasaba a escondidas, escurridiza cual ladrón, como si del personal de servicio en casa de lujo se tratare.
En múltiples ocasiones le rogué usara la puerta principal, que tocara y perdonara mi demora en abrir, porque me iba a demorar, no para arreglarme ni organizar mi habitación de soltero, sino para dar tiempo a que todos la vieran, para pregonar a los cuatro vientos que nuestro amor no era ni negocio ni aventura.
Ella insistía en cuidar mi dignidad, en no dañar mi reputación y mi honor.
Lo mismo opinaba Jesús, mi gran amigo, que no entendía y aseguraba que estaba echando mi vida a la basura, que con mi posición y mi dinero podía aspirar a mejor mujer.
—Estás embrujado. Te han echado bilongo. ¿Has tomado café colado por ella? —su tono fue de intriga, de sospecha.
—Varias veces.
—Ahí está.
Sonreí maliciosamente. Conocía su grado de superstición y creencia en embrujos y hechizos. Si le hubiese dicho que ella no sabía ni freír un huevo, le hubiese desilusionado y dejado sin argumentos.
—¿Tú crees?
Y mi pregunta en tono de duda hizo que le acompañara a casa de una experta en amarres, hechizos y limpiezas.
Buena fue la idea. La “bruja”( no sé qué sustantivo usar, nada sé del asunto) le aclaró la mente.
—Existen amores esculpidos en el tiempo, imborrables y perecederos por los siglos de los siglos. Amores que nacieron antes del príncipio, que ya estaban allí antes de que apareciera la luz y la materia, antes de existir el universo. Amores que por ellos nacieron todo lo que existió, existe y existirá.
No hay “amarre” que te pueda atar a otra ni que pueda atarla a ella a otro. No hay persona que pueda desatar el nudo gordiano que los une, ni la fuerza bruta, ni la espada de Alejandro.
—Perdona, amigo —me dijo Jesús abrazándome.—Desde ahora cuenta conmigo.
Y me acompañó a la gran ciudad a buscar a mi gran amor que huyó de mí por un simple malentendido: clausuré la puerta trasera y no presté atención a sus toques insistentes. Quería obligarla a usar la puerta principal. Ella entendió que los prejuicios habían ganado la batalla y se marchó, se fue lejos de mí sin dejar pistas.
HAROLD LIMA
La otra dignidad.
Se miro en el reflejo de la pantalla, costaba creer que logro comprar la pantalla de televisión más grande de la tienda en una serie de plazos de años y ahora no tenía fluido eléctrico. Nadie lo tenía en la ciudad, pues a nadie le interesaba trabajar 8 horas diarias sabiendo estos eran sus ultimos dias, todoa preferian hacer cualquierotra cosas en ligar de trabajar. A lo lejos en las montañas se podían ver algunas luces al anochecer, probablemente era alguna comuna de previsores que siempre estuvieron esperando este momento; seguramente ellos se reunían todas las noches frente a una fogata, limpiaban sus armas y bromeaba sobre lo listos que eran y lo tontos que éramos el resto.
Al examinarse en el negro reflejo, vio que había perdido algo de peso, su cabello estaba muy maltratado y en general sentía que no era la misma brillante ejecutiva de un gran corporativo.
Ser pariente lejana de un agregado militar del estado ayudaba mucho al momento de conseguir alimento y útiles de aseo de racionamiento, no habría razón para estar tan descuidada aunque estaba segura moriria en solo tres meses más, sin embargo no se sentía con humor de nada en absoluto, se tendió en la cama y sintió algo de frío, al dar un respiro profundo creyó reconocer el olor de aquel bailarín de salsa que se llevó a la cama ayer, el sujeto sabía moverse y era muy bueno con el oral, se imagino dando gritos en sus brazos para luego levantarse e ir por una ducha caliente. No le sorprendió mucho que del grifo de la ducha no saliera agua. Seguramente tampoco ningún ingeniero hidráulico deseara desperdiciar sus últimos meses reparando cañerías, ahí afuera la gente estaba más ocupada en cumplir sus ridículas listas de cosas por hacer. Había listas en todos los idiomas y de todo tipo de cosas por hacer, algunas incluían asesinatos, fantasías sexuales y los más curiosos incluían cosas que ya no existían en el mundo actual, como tener un día de trabajo aburrido en la oficina, sobre eso se rumoraba había un grupo que tomó las oficinas abandonadas de un corporativo y salían a diario a trabajar haciendo papeleo que luego solo destruían para reciclarlo, al parecer esto les hacía sentir menos ansiedad por el enorme cometa que se encontraba en curso de colisión con la tierra, entre las muchas ironías del destino estaba aquella que fue muy comentada.
» v‐234‐12, el cometa estaba en su mayoría compuesto de oro y diamantes, de ser otras las circunstancias, ese oro aseguraría media tonelada de fortunas a cada habitante de la tierra» era una verdadera lástima que no quedarían ni las cucarachas para disfrutar de ese tesoro espacial. En los meses siguientes se habló mucho de arcas espaciales y refugios subterráneos para millonarios, trampas para bobos, pues luego el dinero en sí no servía para comprar nada ni a nadie, solo eras alguien si tenias una lista, todos hablaban de ellas, cuando todavía había Internet y electricidad todos los famosos las comentaban y daban consejos como hacer una, luego solo llegó el silencio. Inclusive la mujer que se miraba impotente en el cuarto de baño tuvo una. Mas apenas llego al décimo deseo lo dejó y solo se dedico a pasar el día entre la biblioteca y su departamento a las afueras de la ciudad. En algún momento se planteo beber o drogarse, pero eso lo hacía en su vida antes del cometa y de alguna forma le apetecía estar sobria cuando el día llegará.
Ahí afuera, todo era distinto, habían bandas de criminales matando y robando todo lo que podían, pequeños vendiendo sus cuerpos por algo de comida o algún rey de las drogas ofreciendo una dosis a quien le sonriera. Ahí afuera todos perdían día a día algo importante y dejaban de ser un poco humanos. Lo que antes se defendió como un valor universal ahora no tenía valor, antes peleaban por la dignidad de alguien en otro continente y ella mismo lo hizo por la libertad de niños trabajadores en fábricas de ropa en zenegal en alguna ocasión, ahora solo procuraba todos miraran bien el resolver de su cintura y le dejaran tomar los libros que recogía y devolvía a la biblioteca local, le importaban poco los cadáveres putrefactos de adictos que los perros se disputaban o los niños que le suplicaban por alimento que ella arrojaba a la basura. El cometa no hizo más que revelar la naturaleza humana carente de sentido y dignidad. Ella salió desnuda a su terraza para disfrutar del atardecer que era más bello sin las luces artificiales. A lo lejos en proximidades de saturno los grandes señores trabajaban duro para desviar el cometa y salvar a la civilización que había producido los mensajes de radiofrecuencia tan sublimes de un mundo lleno de unidad. Posiblemente fuera esa primera transmisión donde un grupo de ordenados humanos desfilarán frente a a la bandera unificadoara de su mundo lo que los convenció de intervenir, la bella cruz ondulante lo adornaba todo y el nuevo super hombre soldado lo conquistaba todo.
Ella miró el vacío y se sintió reconfortada que solo le quedarán tres meses más de esto, cerró los ojos y se dejó caer al frío suelo de azulejos totalmente indigna y sin el menor remordimiento por ser una mala persona.
segun la ética católica en la que fue criada. Los grandes señores encontrarían del desorden la indignidad y la inmundicia, seguramente se lamentarian de haber invertido su tiempo en un mundo como este.
ANÓNIMO
Soy invisible, nadie me ve.
Un grupo, dentro de un grupo.
Lo sé.
No leo todo, no comento todo.
Lo sé.
Es una red social.
Donde somos muchos y para que me oigan tengo que hablar.
Lo sé.
Pero tengo dignidad. O no?
Quizá no.
Por qué me gustan los comentarios, los likes a mis relatos.
Cada vez somos más y yo y mi dignidad diluyéndose como grano de sal en el agua.
En fin .
Tenía que decirlo.
GRACE PELLS
Una vez por mes había que firmar una planilla, y cada seis meses la renovaban.
Juana iba con sus niños a comer a la iglesia, los días que hacía falta.
Se desmoronan edificios… Algunos humanos también.
Eran mesas largas, los platos eran blancos y chicos, las ollas gigantes, y todos hablaban al mismo tiempo. Duraba poco el almuerzo, lo que duran unos fideos y una fruta. En el final se da las gracias, se llena un bol con lo que sobra y cada grupo enfila a su miseria, con otra cara; la de la panza llena.
Juana, se quedaba.
Se quedó todos los días que le tocó, a lavar los trastes en la pileta gigante, con señoras voluntarias qué postergaron sus casas.
Juana firmó una vez más la planilla, y un mediodía, del primer mes, le dijo a Joaquin el cura, que no vendría más, que su lugar estaba libre, que había conseguido trabajo.
El cura sonrió, prendió su cigarrillo de sobremesa, y al hijo más grande de Juana, le preguntó, acariciándole la cabeza.
-¿Qué vas a ser cuando seas grande?
El niño levantó la mirada y con firmeza dijo
– Digno.
ANA DEL ÁLAMO
Hace 5 años me vi viviendo en la calle por circunstancias que no voy a relatar, digamos que no hice bien algunas cosas y acabé comiendo en los comedores sociales, duchándome en casas de Caridad y durmiendo sentado en un autobús nocturno, con poco más que unos ahorros que ya estaban llegando a su fin. Al principio mi nivel de alcohol en sangre no me permitía ver lo bajo que había caído. Poco a poco fui consciente de adónde había llegado y me costó reconocerme.
Mis días transcurrían uno tras otro sin apenas cambio ni esperanza de que lo hubiera. Transitaba entre el banco del parque Central y el de Viveros, con la botella pegada en una mano y un hatillo en la otra. Caminaba sin rumbo, para despejarme y para desencallar mis rodillas ya resentidas de no descansar en posición horizontal durante la noche. No llevaba equipaje, solo ese pequeño hatillo donde guardaba las cosas más personales: mi dignidad, algo maltrecha ya a estas alturas, entremezclada con la pasta y el cepillo de dientes, un peine, una maquinilla de afeitar, mi documentación y un libro ( siempre había sido buen lector) . Muchas veces me vi tentado a cambiarlo por una botella de vino, pero aún me quedaba algo de esa dignidad, y desistía. Otras veces, hubiera dejado esta vida tranquilamente en una despedida fugaz y me hubiera quitado de en medio. Total, no me hubiera echado nadie de menos.
Una mañana soleada mientras me distraía viendo transitar a la gente, se paró a mi lado un hombre de mi edad, unos 60 años. Iba vestido deportivamente, mostraba un gesto afable y entablamos conversación. Me habló de un Centro donde impartía clases para personas sin hogar y me invitó a asistir. Allí encontré a compañeros en mi misma situación, hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, inmigrantes y españoles, como yo. Había condiciones para poder entrar a formar parte de ese mundillo: no podía beber, debía ir limpio y duchado, las uñas cortas y tampoco podía frecuentar salones de juego, entre otras cosas. Y algo importante, tampoco debía faltar a las clases sin justificación y debía notificar si estaba enfermo y uno de los voluntarios me acompañaría al médico. Y a cambio ellos me proporcionaban amistad, compañía, salidas a museos o al cine, enseñanzas y 6€ por cada día de actividad.
Acepté. Dejé de beber, y por primera vez desde que me eché a la calle, tuve una motivación para seguir adelante. Me decanté por Informática para estar más cerca del hombre que confió en mí y me dio una oportunidad , cuando creí que ya no tenía ninguna.
Ahora vivo en un piso compartido que me he ganado por mi buen comportamiento, y me están arreglando una «paguita» para poder subsistir… entonces volaré alto, pensando que estoy más cerca de ese sol que acariciaba mis mañanas en el parque Central.
Nunca pedí limosna. Por una mala decisión lo perdí todo, pero conservé la dignidad. Es algo a lo que te aferras cuando ya no queda nada por lo que luchar.
MARÍA JESÚS GARNICA PARDO
La señorita andaba por la avenida, con su traje trasnochado, sus zapatos ajados.
El portero del edificio la miro con descaro, cuando le dijo donde iba.
A ver a la señora de Quirós, nada menos.
Llamé, le dijo la señorita.
El portero la miró desabrido. Niña, tú me vas a mandar, le dijo.
La fortuna fue qué salía don César, el marido de la señora de Quirós, la reconoció y le dijo a la señorita, qué la señora de Quirós la esperaba.
Y con toda dignidad la señorita pasó por delante del portero.
LOLI BELBEL
ANGUSTIAS
La encontró su madre de madrugada colgada de un árbol en el camino que llevaba a la era.
«¡Hija mía! ¡Dios mío! ¡No, no, no! ¿Por qué? ¡Lo mataré! ¡Juro por Dios que lo mato!»
Ya de jovencita, Angustias padecía en su relación con Antonio; era un mujeriego, pero ella soportaba las humillaciones porque Antonio le prometía que cambiaría. Pensó en dejarlo muchas veces, pero le amaba tanto que desistía. Una vez casados la cosa empeoró.
Llegaba a casa borracho, violento y oliendo a alcohol y a hembra. Ella se sumía en un profundo dolor, pero Antonio seguía con sus correrías y obviaba el pesar de Angustias.
Pasaron dos años. Hallándose fuera de casa Antonio, llamaron a la puerta hacia el anochecer. Angustias fue a abrir y cuál fue su sorpresa al encontrarse en el portal a un bebé llorando en un capazo, acompañado de una nota:
«Antonio, haz lo que quieras con el niño. Es tuyo. Yo dejo el pueblo, ¡estoy harta de ti y de todo!»
Firmado: Encarnita.
La cara de Angustias se transformó, los ojos le salían de las órbitas; frenética, desencajada, cogió el capazo, al niño y lo dejó encima de la cama.
Ella…, sin hijos porque él decía siempre: «¡por ahora no quiero niños”…!, ¡déjame en paz!…, y ahora se encontraba con ese niño, hijo de él y de su amante.
La rabia, los celos, la vergüenza ajena, el horror, golpeaban sus pensamientos. Perdió el mundo de vista y salió corriendo de casa tropezándose a cada instante con una gruesa cuerda que llevaba en la mano y una única fijación. Al fin se sentiría aliviada. ¡Recobraba su dignidad! ¡Sí!
Subió como pudo a un árbol de ramas recias, hizo un nudo perfecto con la cuerda que luego deslizó en su cuello; se dejó caer con brusquedad y en dos o tres sacudidas, su vida expiró feliz.
A Antonio lo encontraron encima de su cama tres horas más tarde con el bebé a su lado, dos tiros en la cabeza y uno en el pecho.
ELEFANT YUFUS
Flores en el mar
Las olas se agolpaban en su pecho y el corazón de mar, roto como un espejo, suspiraba la inocencia perdida en una tarde de verano. Nubes oscuras vaticinaban un tormentoso porvenir; mientras la luz destellante de sus ojos, glaucos, iba nublando la razón. Una lágrima de sal escurrió sobre su mejilla nacarada, era como ver la estatua de una virgen nacida en las aguas más puras ahogando su desgracia entre llantos amargos.
El vestido de olanes y flores níveas cargaban las huellas del hurto hecho por bestias disfrazadas de hombres decentes. La brisa preñada en las miasmas del amor forzado y la bajeza del olor de aguas estancadas traían a la mente pero también al cuerpo la desventura y el sacrilegio de haber sido tomada como un objeto.
«Ningún hombre debe tomar lo que no es suyo, y menos aún lo que por voluntad divina y/o humana no le ha sido entregado para saciar el hambre y la sed del propio cuerpo» lo repitió una y otra vez, como un mantra, ¡No! Cómo una oración que detuviera a sus captores, sin embargo, estos, sedientos y sordos bebieron copiosamente de tu virginal cuerpo. Poseyéndolo, mancillando sus joyas y sustrayendo las reliquias guardadas del tesoro divino, adentrándose en el templo de Venus y descubriéndose los unos a los otros como el campesino descubre al sol entre los cerros.
La despojaron de su dignidad, y quebrantaron su lugar entre las doncellas. Ya no era digna de llevar aquellos vestidos característicos de la pureza, aquella flores blancas debían ser arrancadas, desolladas de aquel objeto lleno de pecado.
«Ningún hombre debía tomar la desgracia si no era suya y menos aún lo que no le ha sido entregado». Aquel mismo mantra, con la misma fuerza con que fue evocado se volvía en su contra. ¿acaso no las palabras no eran similares a las olas? Podrían impulsar, alejar aquello no deseado, pero el golpe infligido volvería con la misma fuerza.
Las olas chocaban contra el peñasco y en la cima se agolpaba un corazón roto. Una línea semitransparente escurría sobre la mejilla izquierda de un rostro demacrado; cayendo sobre el vestido de olanes y flores muertas, pero buscando el mar de dónde había sido tomado. La joven lanzó su cuerpo al vacío, solo así –en voluntad propia– demostraría su decencia. Su dignidad, aunque manchada y hecha piltrafas, para ella seguía intacta.
FIN
MARÍA JOSÉ AMOR
Fue hace tiempo ya y nunca olvidaré aquella casa.
Estaba en un valle de la Galicia profunda y nunca mejor aplicado el apelativo ya que se encontraba en un valle donde parecía no llegar el sol: gigantescos eucaliptos jugaban a ver quién alcanzaba antes sus rayos y castaños y robles a su vez, les seguían el juego mientras enormes helechos que podían pertenecer a la Era Terciaria rodeaban el río cubierto a su vez por hiedras que parecían serpentinas enredadas entre los árboles.
La oscuridad era notable, tanto es así, que había que abrir al máximo al objetivo de la máquina e incluso hacer exposición para sacar una foto.
Y allí, en un montículo, se alzaba, abandonada y medio derrumbada, invadida por todo tipo de vegetación, una extraño edificacio, mitad castillo medieval, mitad casa de brujas.
Intrigados ante aquella aparición, nos acercamos muy lentamente, por suerte íbamos provistos de palos como es costumbre en aquella tierra cuando se pasea por el monte, y poco, fuimos desbrozando todo lo que pudimos de vegetales que había en el suelo y abriéndonos camino entre aquellas pseudo-lianas en que se habían convertido las hiedras y que nos envolvían cual serpientes al pasar. Por suerte, la navaja de monte de uno de los compañeros que había sido boy-scout salvó bastantes dificultades y, con gran cautela y más de una torcedura de tobillo, accedimos a la ruinosa casa.
Si ya era fantasmagórica de lejos, de cerca daba terror. Invadida a su vez por vegetación, servía de cobijo a todo tipo de animales que por allí habitases y que huían despavoridos al vernos aparecer.
Poco a poco nos fuimos introduciendo y nos encontramos con una serie de estancias amplias, donde destacaba lo que en su día debió ser una iglesia, ya que encontramos los restos de lo que debió ser un gran crucifijo ubicado al lado de una tarima de madera derribada y carcomida, así como la cabeza de un ángel, en la que ya solo se distinguían los rizos esculpidos en la madera.
A saltos pasamos a otra estancia y lo que allí vimos nos dejó más que perplejos.
Ante nosotros apareció algo alargado que, con imaginación parecía una mesa estrecha; sobre ella y muy destrozado, se encontraba un pequeño círculo de madera alrededor del cual podían distinguirse todavía un par de restos de cilindros metálicos que dedujimos que servirían para poner antorchas, por lo que el conjunto sería una lámpara. Y algunos de estos cilindros a su vez aún colgaban de las paredes, por tanto sería una estancia con muchísima luz.
¿Qué podría ser?¿ El scriptorium de un monasterio? No lo parecía, faltaban mesas y además los monjes, por trabajar de día no necesitarían tanta luz.
Entonces algo nos llamó la atención: junto a la mesa había lo que fue en su tiempo una mesita pequeña bastante bien conservada por ser su armazón metálico, posiblemente una aleación con algún metal noble, su parte superior hecha de mármol y, diseminados a su alrededor, una serie de objetos que nos dejaron más perplejos si cabe: tijeras, pinzas y, todavía más curioso, agujas de varios tamaños así como restos de filamentos finos semejantes a hilos. Estábamos en plena meditación de lo que aquello significaría cuando oímos la voz de Diego, médico él, que exclamaba:
-Esto es un quirófano.
Quirófano ¿para qué?
Tras varias opiniones y ninguna conclusión, viendo que era imposible explorar más, regresamos al pueblo donde estábamos instalados. Y, una vez supimos la historia o leyenda de esa extraña mansión cuyo nombre común era “La Dignidad”.
Allá por la Edad Media, cuando una mujer era algo casquivana en algunos casos corregida y aumentada su condición por vecinos que la denunciaban a la Inquisición generalmente por venganza o envidia, los inquisidores tras examinarla detenidamente podían deducir, según lo que los denunciantes añadiesen, que tenía tratos con el demonio y se la condenaba a la hoguera.
Pero el caso que causó más impresión fue el de aquella doncella a la que, el día antes de su boda, el “señor de la zona” la hizo pasar por sus “manos”. Y, aunque era sabido el “derecho de pernada” su futuro marido, al saberlo la repudió por no ser virgen.
La criatura, desesperada pues ya nadie más la querría, subió al montículo donde está la casa y se suicidó.
Fue entonces cuando un grupo de personas, en mucho secreto decidieron poner fin a esos problemas. Edificaron esa extraña construcción y, asegurando que era un convento de clausura donde se oraba por mujeres descarriadas, se dedicaban a corregir los desperfectos causados por sus amantes o sus violadores. No llegó al conocimiento de la Inquisición ya que untaron bien las manos a quien pudiera hacerlo.
Y al edificio, encargado de devolver “la honra y dignidad a las mujeres”, el vulgo lo apodó La Dignidad. Y con ese nombre es conocido.
Creo que en la actualidad ha sido reconstruido y añadidos detalles de dudosa existencia anteriormente y hasta han puesto un guía que lo enseña.
MARÍA GALERNA
La Cruz y la Espada
«Madre:
Esta carta la recibirá cuando ya me encuentre en el campo de batalla. La he dejado al cuidado de vuestra criada.
Os suplico que no la castiguéis, tuve que amenazarla con crueles tormentos si no cumplía mis deseos.
Madre, la Cruz me llamó, mas no sirvo para el celibato. La espada, mis creencias en el Dios verdadero y mi rey, me llevan a abandonaros y seguir su llamada.
Madre, sabéis cuanto os amo, pero me condenaría sino corriera a luchar junto a mis hermanos.
Madre, junto a esta carta recibiréis una caja, en ella está esa trenza que tanto os gustaba peinarme. La corté para ser uno más. Deseo que cuando hayamos vencido al infiel, me vuelva a crecer junto a vos.
Madre, sentĺos orgullosa de mí. Si muero, lo haré por nuestra fe.
Vuestra hija, que suplica vuestro perdón.
Isabel»
MAYTE SOCA
–¿ Que, tú no tienes dignidad ?–las palabras de mi amiga aún resonaban en mi mente, mientras iba de camino a casa.
Traté de llegar antes que él, pero no lo logré, hoy salió más temprano del trabajo y allí estaba de pie junto a la chimenea esperándome, amenazante, con el ceño fruncido.
–¿Dónde estabas? – me gritó– llegó cansado a casa y no te encuentro, ¿esto es lo que haces cuando me voy a trabajar?
–Fui a visitar a Laura, estaba aburrida en casa –conteste con miedo, a los reproches sin fundamentos, al enojo y a los golpes, apenas pude terminar de decir esas pocas palabras tratando de dar una explicación, cuando comencé a sentir como sus manos apretaban mi cuello cortando mi respiración. De un golpe me tumbo al suelo, golpeando mi cabeza contra el sofá, quedé aturdida por un momento. Escuché el golpe de la puerta al cerrarse, me levanté tambaleante, mientras sentía como la sangre que salía de la herida en mí cabeza, corría sobre mi rostro.
Aún estaba algo aturdida, lave mi cara mire el reflejo que el espejo me mostraba, ya no brotaba sangre de la herida pero en su lugar había sí una leve hinchazón pintada de color morado. fui al dormitorio tomé un bolso, que llené con algo de ropa y salí a la calle sin rumbo.
A unas cuadras de allí iluminados por la luz de una farola,estaban abrazados una pareja de enamorados.
– Que hermoso es el amor –pense – ¿que sucedió con nosotros, antes nos amábamos así como ellos ? – me pregunté con tristeza. Al ir acercándome a la pareja, sentí como un frío recorría todo mi cuerpo, congelando mi sangre. Allí estaban ellos fundidos en un beso. Quise acercarme y gritarle a ella que si tengo dignidad, pero tuve miedo, no quería volver a la cárcel de donde estaba escapando, doble en la esquina y camine sin mirar atrás, las lágrimas brotaban de mis ojos. La luna se reflejaba en el mar, era una hermosa noche, saqué mis zapatos y los dejé junto al bolso. Camine descalza sobre la arena húmeda, que hermosa sensación de libertad que la brisa nocturna me daba al acariciar mi rostro. El agua estaba templada, era como el abrazo cálido de mi madre. –¡Mamá aquí estoy, para quedarme a tu lado!– le dije mientras el agua llegaba a mi cuello.
JAVIER GUIRÍN
El gringo le dicen, vive en un pueblito donde casi todos se conocen. Y los que no, se adivinan. Setenta y pico ,y todavía monta su bicicleta. Antes más, ahora menos. Se recupera como puede de un ACV que poco más y se lo lleva. La calle donde esta su casa es de tierra. Hay un foco de alumbrado por cuadra y si se rompe alguno, tenes que venir a tientas del pueblo. O adivinando el sendero, que es casi lo mismo. La bicicleta es una de esas con ruedas finitas. Lo único marcado en la calle son las huellas de los pocos autos que cada tanto pasan. También están los carros tirados por caballos. Y ese intervalo entre rueda y rueda que queda sin tocar en la tierra. Ese es el sendero que el gringo elije para volver del pueblo. Antes más, ahora menos. El ACV le pego duro, casi se olvida de como hablar. Tuvo que aprender a caminar otra vez. Se banco qué una enfermera le limpiara el culo y le diera de comer en la boca. Le dolía el alma, lloraba de bronca ¡Justo a él! Un tipo inquieto, divertido, que casi siempre los fines de semana se arrimaba a algún bar y se jugaba un par de trucos ¿Por qué a él? ¡Que jodido el de arriba, che! Antes se levantaba a la mañana, minutos previos al amanecer y caminaba hasta el río. Mate en mano y el termo abajo del brazo. Se tuvo que acostumbrar a llevar un palo medio grueso, porque algunos perros andaban bravos. Ahora no lleva ni el mate, ni el termo. El palo es su bastón y cuando duda en algún paso, se apoya con bronca para no caerse. ¿Los perros? Lo miran de lejos y alguno parece llorar de pena. El gringo se ríe, para el mismo nomas «ni los perros se quieren molestar» bastante tengo ya con esta pelea, como para andar encima peleando con alguno de ustedes, piensa. Pero quédense tranquilos que ya voy a volver a caminar como antes. Porque orgullo y dignidad es lo que me sobra ¡Carajo!
EVA AVIA
Dignidad
¿Dónde comienza mi dignidad? Donde termina la tuya. ¿Dónde comienza la tuya? Donde termina la mía. Se nos llena la boca reivindicando los derechos de los demás, proclamando la dignidad con la que uno como individuo nace. ¿Pero de verdad, nos creemos esa pantomima? La realidad es, que es un valor que se mide por el dinero.
Nos rasgamos las vestiduras por las injusticias cometidas,
pero permitimos que niños trabajen en minas
porque tiene más valor lo que extraen que sus vidas.
…
Manifestaciones contra la violencia de la mujer,
pero se juegan grandes competiciones deportivas
en países que no respetan los derechos de los indefensos.
…
Gritos porque se levantan fronteras o deportan personas,
pero nos duelen las palabras caridad, compartir, repartir.
porque mi bolsillo es primero.
…
Locos, déspotas, abusadores, corruptos…, infinidad de calificativos que adjudicamos a nuestros diligentes,
pero ante los que una venda nos colocamos,
porque nuestra comodidad, nuestra seguridad es primero.
…
Nos asombra que jóvenes del espectáculo fallezcan,
pero nos permitimos ser los dueños de sus sueños.
Y así podríamos continuar con todo aquello que “supuestamente” nos indigna, pero nuestra dignidad tiene un precio y se llama Dinero.
Besos, La Incondicional.
BLANCA CERRUTI
DIGNIDAD
Alina es viuda y vive al límite de la pobreza, con sus tres hijos. Su hija mayor, Irina, acaba de cumplir dieciséis años y, aunque excesivamente delgada, se la ve guapa.
Don Andrei, el dueño de la mayoría de las casas del modesto barrio donde vive Alina, ya se ha fijado en ella.
Ha concluido el mes. Alina va a casa de don Andrei.
—Don Andrei, ahora no tengo dinero, pero el sábado cobro por la limpieza de sus oficinas y me acerco a pagarle.
—Está bien, pero ya que estás voy a decirte algo. Mi criada se ha despedido. Tu hija mayor ya está en edad de trabajar, dile que se pase por mi casa para que me haga las tareas.
Don Andrei cierra la puerta sin dar tiempo a Alina a responder. Da por hecho que ella no se va a negar y le mandará a la niña, necesitan otro sueldo, pues apenas pueden pagarle el alquiler.
Sin embargo, Alina no va a consentir que su hija entre trabajar en casa de don Andrei. Sabe muy bien por qué se despiden las muchachas que trabajan para él.
Es cierto que, un sueldo más, por pequeño que fuera, les vendría muy bien, pero no a cualquier precio.
No pondrá en riesgo la integridad física y emocional de su hija; son pobres, pero la dignidad es sagrada. Don Andrei no aceptará una negativa, está acostumbrado a salirse con la suya, pero de ninguna manera su hija trabajará en casa de ese hombre.
Ha terminado el mes y Alina va a pagar el alquiler.
—Don Andrei, aquí tiene, el dinero del alquiler.
—Muy bien, mañana mismo mándame a tu hija para que empiece a trabajar para mí.
—Lo siento, don Andrei, pero la niña tiene que ayudarme con sus hermanos pequeños mientras yo trabajo; no puedo
dejar que ella también trabaje fuera de casa, los niños son muy pequeños y no se pueden quedar solos.
—Alina, o me mandas a la chica o atente a las consecuencias.
Don Andrei, como siempre, le cierra la puerta en la cara. Alina se queda parada en el descansillo preguntándose si lo que acaba de escuchar es una amenaza…
El tiempo le confirma que, efectivamente, lo era. No manda a la niña a casa de don Andrei y pasados apenas unos días es despedida del trabajo que hace en sus oficinas.
No es un despido procedente, pero don Andrei encuentra la manera de que lo sea y además, de que no tenga derecho a paro.
No contento con eso, hace correr la voz de que Alina es una trabajadora problemática y cuando ella solicita un trabajo nadie la contrata.
Al concluir el mes, no puede pagar el alquiler, y don Andréi se las arregla para echarla de la casa.
Alina se ve en la calle con sus tres hijos. Ahora depende de la beneficencia y lo asume, pero con la frente muy alta.
Deja a Irina con los niños en el parque y, mientras se dirige al centro benéfico a ver qué pueden hacer por ellos, va pensando. «Pedir ayuda no me avergüenza, perder la dignidad, sí. Podría renunciar, incluso a la vida, pero si pierdo la dignidad, ¿qué quedaría de mí?
Blanca Cerruti
NOVATUS LITERATUS
Recomendación
Presillas adornadas con colores rimbombantes
cuelgan como micos fascistas en los egos de la gente.
Cuando los adornos que decora la piel
se tatuan como sangre,
se ignora que podríamos ser lo mismo en una lúgubre fosa común,
que fuimos lo mismo en el apabullante chillar de la salas de incubación;
a pesar del grosor del polvo que nos separa.
¿Por qué el hombre con estatus
olvida agradecer y pisotea un jardín qué desangra sus aromas?
¿Por qué no volvernos un amasijo humeante de fraternidad?
Las utopías se desinflan como un globo inmigrante lleno de ira y olvido.
Hechar tierra a otro para trascender se ha convertido en mácula y oración: tu limpias el polvo y yo medito…
Desconociendo que el otro puede crear, quemar, explotar un cosmos qué recuerde la humildad de una lista de santos.
A veces tengo un ego pequeñito y gordo que se cree Pluton.
GUILLERMO ARQUILLOS
LO QUE NO DEBE SABERSE
No lo podía creer: aquel jinete era su hermano. La chica se había imaginado que nunca volvería a verlo, que la dejaría en paz para siempre; pero lo cierto es que allí estaba, en su busca. Su propio hermano. Seguramente le habría vendido al marqués la noticia de su huida a cambio del caballo y de una buena bolsa de oro.
En dos días su mundo se había desmoronado por completo. El marqués la había desposado en una ceremonia fastuosa; ninguna campesina había tenido jamás una boda así. Los amigos del noble le dijeron a su padre que el señor marqués se había encaprichado de esta hija y la cubrieron de joyas y sedas. Durante unas horas, la chica había llegado a ser la mujer del hombre más rico de la zona. Era algo totalmente inaudito, impensable.
Pero luego, en mitad de la noche de bodas, la devolvieron a la aldea. La trajeron en un carruaje pequeño y discreto. La habían sacado del castillo sin dar explicaciones; le habían arrebatado las joyas, el vestido nupcial y hasta los postizos del cabello. Traía a su casa la prohibición de contar nada de lo sucedido en el dormitorio del ala oeste, el que habían amueblado los amigos del marqués para que se abandonara a los placeres de su matrimonio.
Al llegar, los cascos de los caballos despertaron a las comadres y algunas ventanas se entreabrieron. Ella volvía descalza, casi desnuda, envuelta en una manta.
—Marieta, ¿por qué ha traído a la niña? —preguntaron las vecinas a la madre en cuanto amaneció—. ¿Es acaso porque no ha complacido en la alcoba al señor marqués?
Marieta agachó la cabeza.
Esa misma mañana, el padre y los dos hermanos se reunieron para decidir qué hacer con ella. Al final, el hermano mayor zanjó la cuestión:
—Irás al convento, niña, a la clausura —dijo—. Te quedarás allí el resto de tu vida.
Pero ella, desafiante y sin abrir la boca, negó con la cabeza. La bofetada de su hermano hizo que se tambaleara y estuviera a punto de caer.
—Haces bien, Daniel —dijo el padre—. No se puede consentir la insolencia de esta hija.
El hermano menor desvió la mirada y arrugó la frente. Después miró fijamente a su hermana y se le humedecieron los ojos.
A media mañana llegó un emisario, traía una bolsa repleta y un mensaje.
«Haced lo que os plazca con la chica. El matrimonio no se ha consumado, de modo que no estamos casados. Si respetáis mi nombre y hacéis que se respete, yo os colmaré de oro; pero cualquier chisme os costará la vida. Palabra del marqués, vuestro amo y señor natural».
Las horas se alargaron durante toda la tarde: la metieron en su cuarto y la encerraron. Al día siguiente la llevarían al convento. Sin embargo, ella no esperó; en cuanto pudo, en medio de la noche, se escapó por la ventana.
Corrió, corrió sin luz, con el corazón desbocado, con el frío mordiendo su cara y sus huesos. Tenía que irse lejos de su casa, no importaba a dónde fuera. Si la encontraban, la enterrarían viva en aquel maldito lugar. O quizá algo peor.
De pronto se oyeron los cascos de un caballo. Se agazapó entre los arbustos y contuvo la respiración. La silueta del jinete se recortaba contra el amanecer: era su hermano mayor.
El marqués le había dado un caballo y él no dudaría en llevársela de vuelta. Cerró los ojos, se abrazó las rodillas. No la encontraría. No, no podía permitir que la encontrara.
Ella no tenía la culpa de que el marqués fuera impotente. Tampoco de que la risa se le escapara sin querer, no pudo evitarlo. Al fin y al cabo, ¿para qué había cedido ante los amigos que insistieron en que se casara? ¿Acaso pensaba que ella guardaría silencio para siempre solo porque era una pobre campesina?
Recordó al marqués llorando, luego encolerizado. Miró al horizonte y sonrió.
Sin hacer ningún ruido, esperó a que el caballo de su hermano pasara de largo.
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AXY LINDA
Cuando salí, me sentí vacío.
—¿Acaso nací ahí?
Afuera, solo era una veleta, arrastrado por los mismos que me vendían la droga y el alcohol. Pasé meses adormecido, sin más meta que conseguir dinero para medio comer y apagar mi inexistencia con otro trago, otra dosis.
Lo único que tenía era una dirección. Me la dieron aquellos que me enseñaron teatro en prisión.
Tristeza, enojo, dolor… eso había aprendido.
—No… No solo eso. Hay algo más. Algo dentro de mí que me empuja hacia esa dirección.
Al salir, me dieron un billete para que comiera mientras me ubicaba, mientras “conseguía trabajo”. Ese billete terminó llevándome al taller de teatro.
Qué ironía… en prisión nunca soñé con lo que me pasó. Pero ahora… ahora ya perdí la cuenta de cuántas veces me he visto tirado junto a ese cuate. Nunca supe quién era, nunca supe por qué lo mataron.
En mis sueños, él es quien sostiene el puñal ensangrentado. Y el cadáver… el cadáver soy yo.
—No necesito interpretar esto.
Lo entiendo.
Orgullo. Dignidad.
—¿Son lo mismo? ¿O solo los usamos a conveniencia?
Antes, ninguno me importaba. Ahora, un año después de haber salido a lo que creí “la nada”, mi vida tiene un propósito.
Los chicos a quienes doy pláticas y talleres en el reformatorio juvenil son mi razón para seguir.
—Si puedo evitar que pasen por lo mismo que yo…
Hoy me observé en el espejo y vi… la dignidad.
TERESA SÁNCHEZ FREGOSO
Orgullo y dignidad.
Eramos tan felices, él se iba a trabajar y yo en casa haciendo los menesteres del hogar.
Llegó el día en que al fin se jubiló, y eso desde luego esto cambió nuestras vidas. Para mi estar en casa era un remanso de paz, realmente me gustaba vivir así, y ahora con mi esposo más tiempo conmigo era más feliz.
A él le gustaba mucho salir, ir a restaurantes, a conciertos, paseos etc. Para mi eso ya no era relevante y, pensé que ahora con la edad y la jubilación cambiaría y, desearía estar más en casa qué salir.
Intenté por todos los medios a mi alcance que se sintiera bien, que no necesitará las cosas de antes, pero creo que a veces se aburría. Pero sabía qué era lógico, y que debía adaptarse con el tiempo al cambio.
Le preparaba las comidas que más le gustaban, me arreglaba como si fuésemos a salir, ponía su música favorita en fin.
Hacía todo lo posible para que se sintiera bien.
Fueron unos meses algo difíciles al intentar que fuera feliz sólo al estar conmigo, desee que fuera sólo cuestion de tiempo para que se adaptara, tenía que tener paciencia.
Así llega
el día de nuestro aniversario 40. Me dijo que fuéramos a cenar a alguna parte, le dije que no que mejor yo prepararía una rica cena y la pasaríamos muy bien.
Salió me dijo que iba a comprar algo para mi.
Y le digo que se lo agradezco.
Llega la hora de la cena y no llega; me pregunto a donde se encontrará, en ese momento… suena el teléfono, era él me dice que lo siente pero que ya no va a regresar a la casa qué está harto de estar encerrado, que se sentía como en una cárcel, ya no soportaba más esta situación.
Que me dejaba la casa y mensualmente me depositaría una cantidad de dinero, que deseaba que estuviera bien.
Siento que obviamente no estábamos en la misma sintonia, no me iba a dejar vencer por la tristeza, si él había decidido alejarse de mi yo dignamente no le iba a pedir que regresara. No lo iba a buscar aunque lo necesitará y extrañara y así finalmente me quedaría en casa, sola, deseando que algún dia regresara.
Tan sólo, con mis amados recuerdos.
ALMUT KREUSCH
Nacida para desaparecer
Cuando nació Priya, su madre, Radhika, estuvo a punto de asfixiarla con una almohada en un acto de desesperación. También consideró dejarla morir de hambre, pero cuando sintió los diminutos, pálidos y aún húmedos deditos de la niña aferrarse a su índice, ya no se sintió capaz de matarla. No por amor, sino por compasión.
Priya era la primogénita y única hija del matrimonio de Radhika y Vinod.
Traer al mundo una niña era la peor desgracia para sus padres, campesinos que vivían al borde de la pobreza en algún rincón de la India rural.
Durante el embarazo las plegarias de Radhika se volvieron cada vez más fervorosas. Recitando los mantras, llegó a un estado de trance divino. A diario obsequiaba pequeñas ofrendas al dios Vishnu, buscando en cada gesto la promesa de un hijo varón. Y la curandera, envuelta en una nube de incienso, fijaba el día óptimo para concebir un hijo varón. Todas las noches de luna llena, Radhika se sumergía en el río sagrado. Todo ello la convenció de que en su vientre crecía un niño.
Pero esa ilusión, como los sueños al amanecer, se desvaneció con la misma rapidez.
Una niña no significaba más que otra boca que alimentar, mano de obra barata para trabajar una tierra estéril, acarrear agua y realizar las labores del hogar. Y con ello, un desprecio constante. Hasta el aire que respiraban le susurraba:
—No eres nadie, nadie te ha deseado.
Priya creció como un animalito, obedeciendo órdenes y devorando la comida cuando había. Aprendió muy pronto que hacerse invisible era el mejor refugio.
A veces, de reojo, Priya sentía la mirada de su madre, esos hermosos ojos negros posados en ella. Pero al girar la cabeza, ya no estaban. Solo el vacío. Aquellas fugaces miradas fueron lo más parecido al amor que Radhika pudo darle.
A medida que crecía, su padre comenzó a sufrir insomnio. Reunir una dote, por modesta que fuese, suponía un gasto desmesurado, una deuda de por vida, una vida sin perspectivas e irrecuperable pobreza.
El primer sangrado de la niña anunció su fertilidad y sin que nadie le diera explicaciones, sus padres negociaron su matrimonio con un lejano primo viudo, mayor que ella, pobre como ella, hosco y bebedor. La humilde dote fue aceptada. Una horrorizada Priya fue entregada a su anciano marido en una boda que no dejó huella. Ese día, Priya desapareció para siempre de la vida de su familia.
En la noche de bodas perdió su virginidad.
Y su dignidad.
La que nunca tuvo.
FURUKAWA CREATIVES
Impune.
―Por el cargo de lesiones agravadas, la corte encuentra al acusado: culpable ―giré mi vista a gran velocidad hacia mi lado izquierdo para observar al abogado de la fiscalía, que se mantuvo inexpresivo ante el veredicto; en cambio, al final de la línea, vi cómo el inculpado se recargó sobre la mesa ante el peso de las palabras del juez. ―Y se le sentencia a 5 años de prisión ―el golpe seco del mazo retumbó en el tribunal, e inmediatamente la voz alegre y resentida de la mujer que era nuestra cliente se escuchó detrás de nosotros.
Debía sentirme feliz, era el primer caso en el que había participado como asistente y habíamos ganado; no obstante, mi corazón latía acelerado, mis manos sudaban y tenía esa opresión en mi garganta, así como la picazón en mis ojos en mi lucha por contener un amargo llanto. Un llanto que el declarado delincuente no contuvo en todo su trayecto hacia la salida destinada a los criminales. Arrastraba cada paso y su rostro iba en paralelo con el suelo, haciendo que percibiera su profunda vergüenza e impotencia ante la situación.
Yo lo comprendía. Después de esa entrevista con uno de los principales testigos, que confesó que nuestra clienta había maquinado de forma precisa un delito para inculpar a su exesposo, había dejado de comer y dormir correctamente a causa de la rabia y el temor de un presagiado final; que a pesar de conocerlo, no evitó que las emociones me invadieran sin control. Ya que a causa de la confidencialidad en el ejercicio de la profesión, no podíamos revelar el retorcido secreto; y, a pesar de aconsejarle en reiteradas ocasiones que desistiera, ella continuó hasta el final.
La mujer se estaba aprovechando de los inusuales casos de denuncias falsas para llevar a cabo su venganza, quería verlo en la cárcel consciente de las terribles consecuencias que eso le traería al hombre; pero además, ella estaba corrompiendo el sistema que había sido creado para proteger y castigar a los verdaderos maltratadores. Mi confianza en el sistema judicial, ese que tan apasionadamente había estudiado, se erosionó; pero definitivamente, la facilidad con la que una persona podía destruir a otra hizo colisionar mis valores y mis creencias. La monumental desesperación ante la injusticia, me hizo cuestionar mi futuro.
El culpable abandonó la sala y yo presté atención de nuevo al abogado, que ya estaba guardando los documentos en su maletín con una expresión fría y distante; lo que me hizo preguntarme, ¿él ya había perdido su dignidad por completo? Y si yo continuaba creciendo en la fiscalía, ¿tendría que dejar mi dignidad atrás?
FERNANDO LÓPEZ AGUILERA
La diana
Cuentan que en un lugar llamado Corintio un hombre que estaba tranquilamente tomando el sol se topó con un emperador. Este último al haber oído hablar del hombre lo reconoció y le dijo: “Pídeme lo que quieras”, este le respondió: «Apártate, que me quitas el sol».
Con esta anécdota comienza nuestra historia.
Un 21 de septiembre nació un varón. En el paritorio sus padres lo recibieron con amor y entre felicitaciones a los nuevos progenitores. El hombre que había asistido el parto, se acercó al padre y le dijo: “Enhorabuena Doctor Trevijano, seguro que este niño hará grandes cosas como usted”.
Rubén creció desarrollándose como cualquier niño de su entorno. Pero desde muy pequeño, mostraba una sensibilidad muy especial por descubrir todo aquello que le rodeaba. Esa inquietud se fue forjando con el paso del tiempo en disciplina y llegó a concluir en un doctorado en biología molecular.
Una vez concluyó su formación comenzó a desplegar su carrera profesional en una empresa farmacéutica referente a nivel mundial en la lucha contra el Alzheimer. Personalmente la vida también le sonreía. Había encontrado una joven y preciosa chica con la que ya planeaban una vida en común.
Una noche que se quedó trabajando con una fórmula que lo traía absorto desde hace mucho tiempo. Descubrió lo impensable, al comprobar que los individuos que habían recibido su tratamiento estaban curados.
Al instante, escribió un correo a la responsable del grupo de trabajo de la investigación. Ella, lo felicitó y puso en conocimiento de sus superiores el fabuloso hallazgo. A la mañana siguiente, Rubén fue llamado al despacho del CEO de la empresa. Mientras se dirigía al despacho su cabeza no dejaba de emitir pensamientos positivos y derrochar felicidad. Abrió la puerta, solicitó permiso para entrar y comenzó la conversación que sin imaginarlo cambiaría su vida para siempre
– Enhorabuena, Rubén. Me han informado de que has dado con la fórmula que erradicaría el Alzheimer. – Lo recibió amablemente un hombre perfectamente trajeado.
– Si señor, creo que la tengo. Todos los individuos del ensayo han respondido favorablemente al tratamiento sometido. La siguiente fase nos pondrá muy cerca de poder experimentar ya con humanos… – le iba contando Rubén rebosando ilusión.
– ¡Basta ya de tonterías! – interrumpió bruscamente el ejecutivo. – Te explicaré cómo funciona esto muchacho. Tú te piensas que por tu descubrimiento para premio Nobel, ¿Vas a detener la maquinaría de dinero que nos supone el jodido Alzheimer? – le dijo al joven dando un golpe en la mesa. – Dejémonos de tonterías y pídeme lo que quieras para olvidar este asunto.
– No quiero nada más allá de que la investigación de mi equipo salga a la luz para aportar esperanza a las familias que sufren esta enfermedad. – le respondió con valentía aquel joven muchacho
– Muy bien has tenido la oportunidad de hacer esto por las buenas, pero veo que eres otro ingenuo soñador.
Rubén se levantó de su asiento dando por zanjada la conversación.
Días después, encontró a su prometida sin vida en su apartamento. La tragedia lo convirtió en el principal sospechoso. El joven fue portada de todos los periódicos y abrió noticieros nacionales e internacionales. Nadie escuchó sus súplicas, su verdad fue sepultada bajo titulares sensacionalistas. Su vida se convirtió en una pesadilla de la que no pudo despertar.
Siete años después, un hombre desaliñado entró a una cafetería apoyado en una muleta. Su ropa desgastada, su barba descuidada y su mirada ausente lo convertían en un espectro de lo que alguna vez fue. Las miradas y los susurros se clavaron en él, cuan dardos apuntando al centro de su dignidad.
En su caminar, se escuchaban algunos comentarios que, con clara intención por parte del interlocutor no quedaban en la intimidad de la mesa. Sin quererlo, aquella persona se había convertido en una enorme diana en la que todos los presentes de aquella cafetería intentaban acertar en el centro. Justo en el centro de su dignidad.
Pero algo sucedió, alcanzó el final del local donde se hallaba en una despensa la trabajadora del negocio y le dijo:
– Buenas tardes, Isa. ¿Me das tu permiso? – le preguntó con educación.
La camarera del local asintió. Rubén se giró, convertido en el blanco de todas las miradas de aquel lugar. Dejó que en su mente resonara aquella misma pregunta que le acechaba cada día: “¿Qué quieres para dejar de hacer el ridículo?”. Pero su repuesta siempre fue la misma
—Apártate, que me quitas el sol. - Y comenzó a pedir mesa por mesa una limosna mientras se escuchaba una canción que decía: “…pero el mundo da vueltas y a ti también te tocará perder…”
ALEXANDRA FERNÁNDEZ
—Antonieta, detén el auto —dijo Amelia, señalando con un gesto urgente hacia la calle—. Mira, ese anciano se ve perdido.
—Amelia, no podemos —respondió Antonieta, mirando el reloj con impaciencia—. Vamos a llegar tarde a la entrevista. Nuestro crédito para el negocio depende de esa conversación.
—Pero, por favor, solo nos va a llevar unos minutos. Se nota que no sabe dónde está —insistió Amelia, con los ojos fijos en el anciano que parecía buscar una dirección entre las sombras de la tarde.
—Lo sé, pero… Antonieta dudó, la lucha entre la compasión y la responsabilidad reflejada en su rostro—. No podemos arriesgarnos a perder esta oportunidad.
—A veces, las oportunidades no solo están en los negocios, Antonieta. A veces, están en ayudar a los demás —replicó Amelia, apretando los labios y decidida.
Era un invierno frío en Washington; la espesa capa blanca de nieve había empapado las calles, logrando convertirlas en pistas de patinaje.
Antonieta se dejó llevar por la generosidad de Amelia y detuvo el auto, replicando:
—Rápido, bájate, no te quedes hablando.
Amelia, tomando su bufanda color amarilla, que siempre llevaba cuando requería suerte para los negocios, que compartían ambas amigas, se acercó al anciano preguntando:
—¿Le puedo ayudar en algo? ¿Busca usted alguna dirección?
El anciano, con bastón, encorvado y de barba sin rasurar, le respondió:
—En mala hora, es que uno no puede salir a la calle sin que venga cualquier persona a lavarse los pecados, queriendo hacer caridad con un decrépito como yo.
Amelia, sorprendida y perturbada, lo miró a los ojos, diciéndole:
—Pensé que necesitaba ayuda. Disculpe, no quise ofender su dignidad.
—Usted tiene un corazón herido y no he sido yo quien le clavó ese dardo.
Exclamando estas palabras, Amelia dio media vuelta y se marchó.
Al entrar en el auto, Antonieta sonrió, pues había escuchado la respuesta del cascarrabias.
—Te lo dije, tú caminas por el mundo creyendo que la gente es como tú: generosa, llena de bondad. —Pareciera que no aprendes la lección. Todos somos diferentes y lo que importa es el dinero y pasarla bien. Olvídate del tal humanismo y de todas esas bobadas.
El silencio se prolongó durante el trayecto al banco, donde las esperaban los ejecutivos.
Al llegar, el ambiente era tenso, casi opresivo. Los ejecutivos las esperaban con sonrisas ensayadas, listos para evaluar cada palabra, cada gesto.
Amelia se sentía como un pez en una pecera, atrapada en un mundo donde el valor de una persona se medía en cifras y proyecciones.
Antonieta comenzó a hablar; cuanto más hablaba, más sentía que sus sueños se desvanecían en el aire frío de la sala. Amelia, observando a su amiga y pensando en lo que era la dignidad que siempre había buscado en su vida, tanto para sí misma como para los demás. Finalmente respiró y tomó aire para llenarse de fuerzas, pues no soportaba más lo que estaba sucediendo. Sentía que debía expresar sus emociones.
—Disculpen, pero antes de continuar, debo decir algo, se volvió hacia Antonieta, que la miraba con sorpresa — Lo que mi amiga intenta hacer es algo más que cualquier negocio. La dignidad de cada persona, incluso de aquellos que parecen haber caído en desgracia, es lo que realmente importa.
Los ejecutivos se miraron entre sí, confundidos. Amelia sintió que las palabras fluían de su interior, como un río que se desbordaba de sus límites.
—La dignidad no se compra ni se vende. Se gana cada día con nuestras acciones, con la forma en que tratamos a los demás. Si queremos hacer negocios, debemos recordar que detrás de cada cifra, detrás de cada proyección, hay seres humanos que merecen ser tratados con respeto y consideración.Exclamó Amelia.
Las miradas de los ejecutivos se suavizaron y algo en sus posturas se relajó. Cuando al fin terminaron, la entrevista no solo había sido un intercambio de cifras, sino una lección sobre el valor de la dignidad humana. Antonieta y Amelia salieron del banco no solo como emprendedoras, sino como defensoras de una causa mayor, unidas en su compromiso de recordar que, a veces, lo más valioso no se encuentra en el éxito material, sino en la forma en que elegimos ver y tratar a los demás.
CARMEN BERJANO
“Cuando la pierdes te sientes desvalida.
Cuando la ganas sientes serenidad.
Qué importante es la dignidad.”
Reflexionaba Ana, mientras veía en el televisor las noticias sobre la dificultad de acceso a la vivienda para jóvenes.
Ella que ya no era joven, pero desde que se divorció se vio obligada a volver a casa de sus padres con su hijo. No tenía estabilidad económica y no podía permitirse ni un apartamento periférico.
Siempre pensaba que ya cambiarían las cosas, pero sus padres cada vez eran más mayores y lo que fue una solución temporal, se estaba alargando demasiado en el tiempo, agravado por las nuevas necesidades tras la enfermedad de su padre y porque su situación financiera no mejoraba.
La historia de Ana es la historia de tantas en nuestro país.
La precariedad ya no sólo está en el desempleo. Atrapa a las trabajadoras y familias monoparentales, especialmente.
Seguiremos luchando por la dignidad de todos y de todas.
Por la nuestra, por la de nuestras abuelas y por la de nuestros hijos.
MAITE BILBAO
¿DIGNIDAD?
¡Ah, la dignidad! Un concepto tan… escurridizo, ¿no creéis? Dicen que es lo último que nos queda, cuando ya nada queda. Yo, por supuesto, sé un par de cosas sobre la dignidad. O, mejor dicho, sobre su ausencia. Os cuento, en mi posición… bueno, digamos que las normas convencionales no se aplican. La dignidad es para los que se aferran a los antiguos ideales de honor y virtud. Para los soñadores. En el mundo real es un estorbo, un lastre que te impide alcanzar tus metas. Quizás os preguntéis por las mías.
Tengo una gran variedad: poder, riqueza, adulación… y un suministro interminable de todo aquello que me apetece, por supuesto. ¿Y qué importa si para conseguirlos tengo que pisotear algunos principios? Acaso no nos inculcan desde la infancia que hay que luchar por alcanzarlas. La dignidad es un lujo que no me puedo permitir. Algunos me llaman corrupto, otros me acusan de abusar de mi poder. ¡Ingenuos! No entienden que es como un músculo: si no lo ejercitas, se atrofia. Y a mí me gusta estar en forma.
Por supuesto, como humano, a lo largo de la vida, me he cuestionado si existe algo más. Esa voz interior que me susurra palabras como decencia, honestidad o integridad, tiene razón. Pero luego recuerdo la tranquilidad que dan las posesiones, el brillo de mis joyas, el eco de los aplausos… y la vocecita enmudece. En ocasiones, un murmullo se filtra entre el bullicio de la fiesta. Un llanto reprimido que se transforma en un grito desgarrador. La noticia se propaga como un reguero de pólvora: el derrumbe, las víctimas, la negligencia. Mi negligencia. Por un instante, un escalofrío me recorre. Una punzada de… ¿Culpa? ¿Remordimiento? ¿Responsabilidad? No, no puede ser. Yo ya no siento eso. Aunque reconozco que la imagen de los rostros cubiertos de polvo e inertes se clava en mi mente como una astilla. ¿Y si…? ¿Y si esta vez me he pasado de la raya? ¿Y si esta vez las consecuencias son demasiado grandes, incluso para mí?
Esa de la que os he hablado, y que creía haber silenciado hace tiempo, vuelve a susurrar. «Dignidad», dice. Una palabra hueca, sin sentido. ¿O tal vez no? Miro a mi alrededor. Sonrisas complacientes, brindis, indiferencia. La duda regresa. ¿Cómo pueden seguir celebrando? Ignoran el horror que he causado. ¿Acaso no piensan que soy un monstruo? La duda me paraliza. Por un momento, siento la tentación de hacer lo impensable: confesar, asumir mis errores, intentar reparar el daño. Pero entonces, veo el brillo de mis joyas, el reflejo de mi poder en los ojos de los demás, el eco de los aplausos y el susurro se desvanece, ahogada por el rugido de mi ego.
No, no puedo permitirme flaquear. No ahora. Nunca. La dignidad es para los débiles, para los que se dejan arrastrar por la culpa y el arrepentimiento. Yo soy más fuerte que eso. Soy invencible. Levanto mi copa, sonrío como ellos. «Un pequeño contratiempo», digo con voz firme. «Nada que no se pueda solucionar con un poco de dinero y un buen abogado». Y la fiesta continúa, como si nada hubiera pasado. Porque en mi mundo, la vida de unos pocos no vale nada comparada con el poder que obtengo.
Y así, la rueda sigue girando. La duda, el remordimiento, la fugaz punzada de conciencia… todo se desvanece ante el brillo del poder y la riqueza. La dignidad sigue siendo una quimera, un eco lejano en un mundo donde solo importa ganar. Y yo, por supuesto, sigo ganando.
SILVIA GALLARDO
Valor intrínseco pisoteado
Una mujer de expresión vaga y melancólica, sentada en el quicio de la puerta de su pequeña biblioteca, sostiene un libro en sus manos. De cuando en cuando lo hojea. Hace lo mismo con otro, y uno más y otros más. Levanta el rostro al cielo y brillan gotas transparentes que inundan su mirada. Quienes la pueden observar, se preguntan ¿Qué lee esta mujer que tanto la abate?
Ella se levanta, deja los libros en el piso, regados, desordenados. Se levanta y camina con tal desanimo que pareciera que los años se le vinieron encima, pesados e inútiles. Sólo ella sabe que le atormenta.
Un hombre levanta los libros -¿Que habrá leído que la tiene así? – y su curiosidad lo lleva a ordenarlos y leer los títulos, «Holocausto». «El diario de Ana Frank», «La noche de Tlatelolco», entre otros que narran el genocidio perpetuado por quienes se sintieron dueños de vidas y de voluntades para cometer atrocidades en contra de gente inocente y que sus derechos inherentes como seres humanos, simplemente fueron ignorados.
La vida y la individualidad de cada persona es lo más valioso que se tiene. La historia marca etapas, desde tiempos muy antiguos, de guerras que se inician por el poder de expansión, de marcas y etiquetas. Alguien dijo «cuando los de arriba, hablan de paz, el pueblo sabe que habrá guerra. Cuando los de arriba maldicen la guerra, ya las ordenes de reclutamiento han sido redactadas…» Y entonces, desde sus trincheras, permanecieron agazapados para, en un momento dado, dar el zarpazo.
El hombre sintió empatía por la mujer al hojear y leer entre líneas ciertos acontecimientos allí narrados, entonces comprendió la actitud de la mujer, de desesperanza en un mudo en el que el ser humano es el que menos vale. En cada historia, hubo matanzas crueles, vejaciones, despojo de la dignidad humana, de los derechos más fundamentales pisoteados, afrentas inconcebibles hacia las personas por el hecho de pertenecer a un grupo étnico, a una determinada religión. Todos ellos sepultados en la ignominia.
¿Dónde quedó su dignidad, si los despojaron de su propio ser? antes de ser asesinados, los torturaron, los desnudaron, los humillaron, los arrojaron a la muerte sin importar los sentimientos y el valor que como personas tenían.
La mujer que dejó esos libros tirados, era la imagen de la desesperanza, de la impotencia ante tanta masacre, y lloró su alma. No pudo hacer nada ante la lucha entre la vida y la muerte y se confundió entre las estrellas que cada noche lloran por los inocentes de todos los tiempos, de todas las guerras, de todas las historias, que truncaron vidas valiosas.
JAVIER GARCÍA HOYOS
Richard apenas se atrevía a mirar el rostro sucio y tembloroso de su hija. Tenía frío y estaba llena de barro. Había llovido, el trozo de hojalata que tapaba el suelo en el que se refugiaban ya estaba oxidado y dejaba pasar demasiadas gotas de agua. Ambos tenían hambre, y nadie en aquel Hooverville podía ayudarles.
Aun no acababa de comprender cómo había acabado en aquella situación, cómo había perdido todo en un solo día. Había tenido todo lo que necesitaba, un hogar, un buen trabajo, una familia, una esposa a la que amaba.
Le habían comentado que existía un comedor social que ofrecía comida para quien la necesitase. Pero Richard respondía:
—Nunca he pedido nada, y no me rebajaré para hacerlo ahora. Aun me queda algo de dignidad. Por mis propias manos saldré de este agujero en el que vivo.
Lo cierto era que nada cambiaba. Y el hambre cada vez era mayor.
Sally preguntó cuándo volvería su madre, pero Richard no sabía qué responder. Su mujer, Diana, era la única posibilidad de sustento desde hacía dos semanas, pero él no se atrevía a preguntar cómo conseguía el dinero para la comida. Lo cierto era que no necesitaba la respuesta. Los ojos de ella habían dejado de tener vida cuando comenzaron a poder comprar algo para llevarse a la boca.
FIN
MARÍA JOSÉ DÍAZ GRAUZ
La dignidad.
Hay días que me levanto indignada con la vida.
Me quejo,y me quejo….y mejor ignorarme,(eso le digo a mis hijos).
Pero la realidad es bien distinta,padezco una enfermedad autoinmune ,muy limitante.Cuesta aceptar que mi cabeza quiere hacer más,de lo que puede mi cuerpo .
Y como todos,quiero una vida digna.
Hace una semana que mis ganas de disfrutar, ganaron a mis limitaciones.
La comida en la montaña, tenía que disfrutarla.
Arroz con caracoles.
Toda puesta, acepté el reto de excursión después de la gran comida ….
La sierra,el aire puro,las grandes laderas de la montaña.
Ahí.
Ahí perdí la dignidad ese día,
rodé (cuál croqueta en pan rallado).
Rodé,por la ladera de la montaña,rebozando me sobre mierda fresca ,no se sabe de qué animal sería,si humano…algo así parecía.
Perdí la dignidad,y entre risas,más risas,nadie me quería llevar en coche de vuelta a casa.
Al final, mi hermano se dignó a llevarme,y llegué a casa casi sin ropa.Me envolvi en una vieja toalla de playa ,que había perdida en el maletero.
Está proeza , acabó con mi dignidad ,pero me subió el ánimo…. muchísimo.
Mi hija ,que se quedó en casa,al verme entrar envuelta en la toalla,me miró….y no sabia si preguntarme o no.
Yo,con la cabeza bien alta ,me metí en la ducha.
Basada en hechos reales.
Alfonso Fernández Pacheco
Mis votos para:
Maite Bilbao Pérez
Pedro Antonio López Cruz
Irene Adler
César Bort
Y me he quedado con las ganas de votar a diez o doce más
Cómo siempre, difícil decisión. Gran nivel de escritores. Pero no podemos votar por todos así que mi voto es para:
Irene Adler
Raquel López
Loli Belbel
César Bort
César Bort
Benedicto Palacios
Grace Pells
Maite Bilbao Perez
Mi voto es para Paquita Escobero
Armando Barcelona
Efraín Díaz
Mi voto es para:
Teresa Sánchez Fregoso
Axy Linda